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Soy de Católica

Diego Zúñiga

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Soy de Católica
© 2014, Diego Zúñiga
© 2014, Lolita Editores Limitada

ISBN: 978-956-8970-47-5
Registro de Propiedad Intelectual N° 240.197

Primera edición: mayo de 2014

Diseño portada y diagramación: Francisca Toral R.


www.lolitaeditores.com

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Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida
sin la autorización de los editores.

Impreso en Andros Ltda.

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¿Qué significa ser de Católica?

Acaba de terminar el partido y ellos ya caminan rápido


hacia los estacionamientos. Son un hombre y dos niños.
Son un padre y dos hijos. Es el Estadio Nacional. Es la
tarde –ya casi noche– del 12 de junio de 2011.
Ellos lloran y él avanza rápido, sin soltarles las manos,
firme. Ellos tienen 8 y 10 años, no más de eso, y es la pri-
mera vez que viven algo así. Él tiene más de 50 y eso que
están viviendo ya lo ha experimentado varias veces: es la ra-
bia y la pena, es el fracaso y la imposibilidad de cambiar las
cosas. Es, sobre todas las cosas, la resignación: él no puede
hacer nada, por más que quisiera, no puede. Por eso avan-
za rápido hacia el auto, porque quiere salir de ahí, quiere
dejar de escuchar cómo celebran los que acaban de ganar,
los de la U, cómo disfrutan un triunfo inexplicable y que
nosotros, los que somos de Católica, no vamos a olvidar en
un buen tiempo.
Quiere subirse al auto y arrancar. Es lo único que pue-
de hacer en ese momento. A su lado caminan, también,
otras personas en silencio. O mascullan algo que él no logra
entender, o que en realidad ni siquiera intenta entender,
no tiene sentido, eso lo sabe, nada en ese momento logra
tener algo de sentido, solo los niños, que lloran y que no
le sueltan sus manos, firmes, caminan, arrastran los pies
como pueden, mientras se empiezan a escuchar los fuegos
artificiales, las bombas de estruendo.

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Llegan al auto, se suben rápido y antes de encender el
motor se queda un momento en silencio, frente al manu-
brio: algo detiene el tiempo, o lo suspende más bien. Es
la certeza de que tiene que decir algo, tiene que hablarle a
sus hijos, detener ese llanto, consolarlos. Aunque no haya
nadie que lo consuele a él, nadie que lo entienda tampoco
–quizá solo los otros hinchas, los que saben qué significa
perder una final, los que estuvimos ahí–, debe decirles algo,
porque sabe –tiene la certeza– de que es un momento im-
portante lo que están viviendo: esto no es solo un partido
de fútbol, esto no es solo una derrota, perder una final,
un campeonato, fracasar, sentirse humillado. No. Esto es
otra cosa. Esto es algo que los va a marcar para siempre.
El fútbol es siempre otra cosa, aunque los demás –los que
lo menosprecian, los que no les interesa, los que lo aborre-
cen– nunca logren comprenderlo. Por eso tiene que hablar.
Así que lo hace rápido. Se da media vuelta, los ve a los dos
ahí, en el asiento trasero, con sus camisetas de Universidad
Católica, y entonces habla.
Lo primero es que no lloren más, eso les dice, que por
favor dejen de llorar y que lo escuchen con atención, por-
que esto que acaban de vivir es algo que van a tener que
aprender a llevarlo en la vida si quieren ser hinchas de Ca-
tólica, porque yo esto ya lo he vivido muchas veces, hijos,
les dice, muchas veces, y todavía no logro entenderlo ni
menos acostumbrarme: estar tan cerca de ganar algo y en el
último momento perderlo todo. Ser tentado por el fracaso,
eso es ser de Católica, les dice, vivir una constante tenta-
ción del fracaso.
O no lo dice con esas palabras, pero en el fondo es eso
lo que les quiere transmitir: que ser de Católica es vivir
para siempre en esa delgada línea que separa el triunfo de la
derrota, y que si no están preparados para aceptar eso, pues

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lo mejor es que abandonen esto, les dice así, de golpe: que
abandonen esto.
Cuando pronuncia esas últimas palabras y se hace un
silencio grande e incómodo, recién se da cuenta de lo que
ha dicho; pero sigue: les habla de las finales perdidas, del
estigma de ser segundo, de la derrota como una extraña
forma de vida.
Les dice eso: que ser de Católica significa, entre otras
cosas, tener que aprender a convivir para toda la vida con
esa sensación de que al final siempre se puede perder. Y
entonces vuelve a repetir esa frase que dijo hace unos se-
gundos: que si no están preparados para aceptar eso, pues
lo mejor es que abandonen esto, que él no se va a enojar.
Eso: que les da una semana para que lo piensen, para que se
den cuenta si es eso lo que quieren, y les dice, una vez más,
que él no se va a enojar si se cambian de equipo, que son
niños, que sí, que pueden hacerlo, aunque nunca lo haría
ni nunca lo hizo, piensa, pero no quiere cargar a sus hijos
con algo así, porque a ellos les gusta la Católica porque a él
le gusta, eso lo sabe, es una herencia. Sin embargo, verlos
así, destrozados, le hace pensar que a lo mejor ellos pueden
elegir otro equipo.
En realidad no lo sabe, pero ya habló, y ellos se quedan
en silencio, sollozando.
Él enciende el motor y se van rápido a casa.
Domingo 12 de junio de 2011.
Es una noche horrorosa. Va a ser una semana horrorosa,
lo sabe, pero no queda otra que seguir. Aunque no la va a
olvidar nunca. Porque unos días después los niños le dirán
que tienen que conversar con él, y entonces él escuchará
atento cómo ellos le explican que no, que no pueden, que
no quieren ser hinchas de otros club. Que son de Católica,
que les gusta ser de Católica y que están preparados para

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vivir con aquella fragilidad de estar siempre tan cerca, aun-
que a veces todo termine tan lejos.
Cuando me preguntan qué significa ser hincha de Ca-
tólica, yo cuento esta historia. Porque eso –esos niños, esa
lealtad, ese inexplicable y entrañable vínculo– es ser de
Católica.
No hay más palabras.
O quizá sí; algunas pocas con las que vamos a contar
esta historia.

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El orgullo de ser cruzado

Todo empieza como un malentendido: alguien se pone


a hablar de fútbol –alguien que no te conoce– y uno, de
pronto, aporta con alguna reflexión más o menos coheren-
te, más o menos informada, y ese alguien te mira extrañado.
El tema son los prejuicios, siempre. El tema es que
demasiadas personas piensan que la literatura y el fútbol
no tienen nada que ver. Y si bien es cierto que hay algunos
antecedentes –está Borges y su rechazo y con eso ya basta-
ría, probablemente–, también hay varias formas de expli-
car lo contrario, pues están esos cuentos de Fontanarrosa,
y Juan Villoro y sus crónicas, y Martín Caparrós y su amor
por Boca Juniors, y Enrique Vila-Matas y su amor por el
Barcelona, y está esa respuesta magistral de Fabián Casas
–fanático de San Lorenzo de Almagro– cuando le pregun-
tan cuál es el mejor comienzo de libro que ha leído, y
él dice: Alemania-Holanda del 74, la final del Mundial,
los primeros minutos de ese partido en que los holandeses
mueven la pelota en el círculo central, la tocan una, dos,
tres veces hasta que Cruyff llega al área: penal. Patea Nees-
kens: gol. “Un minuto de juego, gana Holanda y aún no
la tocó ningún alemán. ¿Qué mejor comienzo que ese?”,
dice Casas y entonces no sé si sea necesario seguir expli-
cándome.
Eso es el fútbol.

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Eso es la literatura.
Por eso cualquier persona a la que le gusta leer y a la que
le gusta el fútbol entiende, inmediatamente, que a ratos se
parecen demasiado, que un buen partido produce lo mis-
mo que una buena novela y que el talento que posee un
jugador no dista mucho del que pudiera tener un escritor:
está el virtuosismo –la facilidad para driblear o habilitar,
con simpleza, a un delantero para que haga el gol es muy
similar a la facilidad para manejar el lenguaje y hacer con él
algo que sorprenda, emocione o perturbe– y está, también,
el temperamento, y eso que a ratos es indescriptible, pero
que tiene que ver con la capacidad de hacer algo que va más
allá de lo que se espera: una jugada deslumbrante que cam-
bia el partido, un fragmento de una novela que pareciera
estar hecho para cambiarte la vida.
Lo que quiero decir es esto: que recuerdo perfectamente
la emoción que me producía ver jugar al Beto Acosta como
si la vida se fuera en ello; recuerdo esa emoción con la mis-
ma intensidad con que ahora recuerdo al protagonista de
un libro que me deslumbró, porque en ambos está la fuerza
y el coraje y el talento y el desarrollo de un relato que te
acompaña durante un tiempo determinado.
Un relato entrañable.
Una historia que te toma de los hombros y te sacude
durante sus 200 o 300 páginas hasta que llegas al final y no
puedes creer lo que estás leyendo, porque no vislumbra-
bas esas últimas líneas, no, no entiendes, como tampoco
entendías ese día de 1994 cuando con nueve jugadores
logramos ganar el clásico ante la Universidad de Chile, en
un partido épico, de esos que parecen escritos por alguien
que ha visto demasiados partidos inolvidables, porque no
faltó nada: expulsados, un mítico combo que le pega el
Beto Acosta a Luis Musrri, penales no cobrados, dos, tres

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palos, un gol anulado y esa jugada imborrable: el centro
del Pipo Gorosito y Charly Vázquez entrando con todo
para cabecear esa pelota y ganar en el cielo y darle el triun-
fo a Católica, que resistió y resistió hasta quedarse con
el clásico.
Recuerdo al Beto Acosta fuera de sí mismo, convertido
en otra cosa, en una fuerza irrefrenable, en un personaje
de Martin Scorsese; eso era el Beto Acosta: era Robert De
Niro jugando a la pelota, era Jake LaMotta, era un hombre
que entendía que el fútbol era –y es– un espectáculo de
aquellos, de esos en los que se tiene que ir la vida.
Yo tenía siete años y recuerdo perfectamente ese partido,
pero me desvío: lo que quiero decir –lo que venía diciendo,
en realidad– es que están los prejuicios y los malentendidos
y algo mucho más complejo, que es el problema de tener
que explicar algunas cosas que no tienen una explicación,
sino que están ahí desde siempre. Porque está bien: alguien
puede entender que te guste el fútbol y la literatura al mis-
mo tiempo, pero cuando te preguntan de qué equipo eres
y tú respondes que de la Católica, ya todo se vuelve un
problema demasiado complejo de resolver, porque a veces
ni siquiera la herencia es suficiente.
Y entonces te preguntan por qué, y la conversación
cambia de tono y se vuelve un interrogatorio. Porque te
ven con tu cara de hincha de cualquier otro club menos de
Católica –tu cara profundamente nortina y de clase media–
y todos los prejuicios se activan y te piden explicaciones
que yo, a estas alturas, ya me cansé de dar.
Escribo este libro, entre otras cosas, para nunca más
tener que responder esa pregunta y para entender, tam-
bién, un poco más. Porque en mi caso el gusto por Cató-
lica no es una herencia familiar. O lo es a medias: parece
que mi papá era –y es– de Católica, pero no estoy seguro.

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El problema es que tampoco puedo salir de la duda, pues
no hablamos hace bastante tiempo. En todo caso es se-
guro que si se lo llegase a preguntar, él respondería cual-
quier cosa.
Mi padre se parece demasiado a Mersault, el protago-
nista de El extranjero, de Albert Camus: un hombre indo-
lente, un hombre a ratos inexplicable.
Esas mismas características me hacen dudar, justamen-
te, de que pueda ser hincha de Católica: si hay algo que no
tenemos es indolencia.
Escribo este libro, entonces, para entender un poco
mejor por qué me gusta tanto Católica y para comprender
esa sensación extraña con la que he vivido –con mayor in-
tensidad que nunca– en estos últimos años: esa sensación
de ir al estadio, perder una final y salir destrozado, pero
sabiendo algo que es irrefutable: que por más finales que
se pierdan, por más derrotas a las que hayamos tenido que
acostumbrarnos, el amor por Católica no cambia.
O quizá sí, quizá sí cambia: después de estos años du-
rísimos que han sido 2011, 2012 y 2013, el cariño por
Católica se ha vuelto más intenso y más perpetuo también:
el que ha sobrevivido a una final como la que perdimos en
2011 ante la U, el que ha sobrevivido a eso y ha seguido
alentando a Católica, es alguien a quien no pueden venir a
explicarle qué significa amar una camiseta.
No, no me vengan con cosas.
Uno se puede enamorar de un club por un determina-
do jugador, por un equipo en particular, por un partido
excepcional que le tocó ver en algún momento. Sí, eso pue-
de ocurrir, eso es enamorarse, finalmente. Pero el amor por
una camiseta es otra cosa.
El amor por una camiseta es sobrevivir a la derrota y
tener esa certeza inexplicable de salir del estadio y saber que

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no se puede hacer nada, que uno no puede cambiarse de
equipo, que uno no puede dejar de alentar, porque ya no es
un enamoramiento, sino otra cosa.
Es una forma de vida. Es un vínculo de sangre: así de
irracional, así de inexplicable, así de definitivo.
El amor por una camiseta es esa certeza que lleva uno
consigo después de la derrota: que a pesar de todo, a pesar
de no ganar nada, al menos está ese vínculo que no morirá
nunca.
Y eso produce una alegría leve y difícil de explicar.
Pero no todo es tan malo.
Escribo este libro, también, para recordar aquellos mo-
mentos en que nos dio orgullo ser de Católica, aquellos
momentos en que fuimos espantosamente felices: cuando
vi por primera vez salir campeón a Católica en 1997, cuan-
do le ganamos en la final a la U en 2005, cuando Gary
Medel explotó en el Nacional, cuando el Pipo Gorosito,
cuando el Beto Acosta, cuando Mario Lepe, cuando Rai-
mundo Tupper, cuando Cristián Álvarez, cuando logramos
quitarle el título a Colo-Colo en 2010, a pesar de que íba-
mos tras ellos con varios puntos de desventaja y arremeti-
mos con todo en el final del torneo.
Escribo este libro, también, para hablar de las clases so-
ciales, del resentimiento, de las injusticias, del mal trabajo
de los dirigentes, de las etiquetas con las que hemos tenido
que convivir en estos últimos años, especialmente.
Para desmentir estas etiquetas.
Escribo este libro desde una pasión incondicional, pero
también desde la rabia.
Escribo este libro, finalmente, para recordar por qué me
siento tan orgulloso de ser de Católica.
Una advertencia antes de empezar: este es, por sobre
todo, un libro generacional, la memoria de los que nacimos

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a fines de los 80 y que nos ha tocado ver casi la mitad de
los campeonatos que ha logrado Católica en su historia, lo
que no es poco.
Habrá recuerdos que no viví, sin duda. Pero el centro
de esta historia es esa: la Católica de los 90, la Católica
del 2000 en adelante, la Católica que he acompañado en
estos años.
Acá están estos recuerdos.

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Los primeros recuerdos

Soy de Católica desde que tengo recuerdo, pero no sé


muy bien cómo llegué a esa elección. Debo ser sincero: he
pasado varios meses tratando de llegar a ese origen, pero la
verdad es que el camino se ha vuelto demasiado pedregoso.
La memoria es arbitraria y casi nunca se aburre de hacernos
trampa.
No tengo certezas de ese comienzo, pero sé que en ese
origen no está mi padre, es decir, no hay una herencia fa-
miliar en esta historia. O quizá la hay, pero es muy leve:
recuerdo que a mis hermanas mayores les gustaba Católica.
No las recuerdo viendo un partido, pero sí hay una esce-
na que nunca pude olvidar: era julio de 1995, Raimundo
Tupper se había suicidado en Costa Rica y mi hermana
mayor ese día se encerró en su pieza y no salió hasta muy
tarde, en la noche, cuando ya todos dormían en casa.
Vivíamos en Iquique, así que no había forma de ir al
funeral, pero me acuerdo que vimos por la tele cómo lo
velaban en San Carlos de Apoquindo. Mi hermana llora-
ba. Era una adolescente, supongo que estaba enamorada de
él o algo así, no sé. Pero recuerdo su llanto, de eso tengo
certeza.
Años después –muchos años después– ella iba a tener
un hijo y le iba a poner Raimundo, pero esa es otra historia.
Hay, entonces, una pequeña herencia, pero la verdad
es que pienso que la explicación puede venir, también, por

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otro lado: yo nací en 1987 y tenía cinco, seis, siete años
cuando me empezó a gustar el fútbol, cuando empecé a
jugar fútbol y, entonces, era esa época en la que Católica
había armado un equipo deslumbrante.
Yo recuerdo perfectamente eso: que casi todos los que
éramos niños y jugábamos fútbol queríamos ser el Beto
Acosta o el Pipo Gorosito. No tengo dudas de eso. Que-
ríamos meter goles como el Beto –yo era más o menos
corpulento ya en ese entonces y me gustaba su forma de
jugar, de cuidar la pelota, de meter el cuerpo, de ir a todas,
de pegarle con fuerza a esa pelota para que entrara en el
arco– o queríamos dar pases como el Pipo –primero quise
ser delantero y después entendí que en realidad el mejor
puesto de todos, o el más inteligente, o el que podía cam-
biar completamente un partido, era el 10: el que daba el
pase-gol, el que manejaba los hilos, el que hacía jugar a los
otros, el que hacía esos lujos impresionantes, el talentoso,
el distinto–: o el Beto o el Pipo. Eso queríamos ser los que
teníamos cinco, seis, siete años en ese tiempo.
No es difícil suponer, entonces, que mi amor por Ca-
tólica nació también por eso: porque era un equipo que
te gustaba ver jugar, porque uno, como niño, quería te-
ner ídolos, y esa Católica tenía muchos ídolos, porque
no solo estaban el Pipo y el Beto, sino también Charly
Vázquez y Raimundo Tupper y Mario Lepe y el Pato To-
ledo –tiempo después, cuando entendí que no tenía el
talento suficiente como para ser el 10 o el goleador, quise
ser arquero y descubrí que no lo hacía nada mal, que tenía
buenos reflejos y entonces el ídolo de uno era el Pato To-
ledo y después lo fue Nelson Tapia: un arquero que quién
sabe cómo llegó tan lejos, pero en el fondo lo que quiero
decir es que no era raro que uno niño se hiciera fanático
de Católica en esos años. Era, en realidad, lo lógico. Es

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cierto que también estaba la Universidad de Chile, que
en esa época también armó un equipazo, pero quizá uno
era muy chico como para vislumbrar que de ese equipo
iba a salir uno de los mejores jugadores de nuestra histo-
ria, como lo fue Marcelo Salas. Eso lo íbamos a entender
después y lo íbamos a envidiar. Pero en ese momento, lo
que hacía Gorosito, Acosta y compañía era una cosa fuera
de serie.
El que dirigía todo era un joven y ambicioso Manuel
Pellegrini, que armó una pequeña máquina de hacer goles,
de jugar bien, de ir al frente, de tocar y tocar la pelota con
delicadeza y contundencia.
Quién sabe por qué ese equipo no salió campeón. Pero
ya vamos a escribir detenidamente de esa campaña, de ese
equipo, de esos años.
Lo que estaba diciendo es que no era raro que un niño
se hiciera fanático de un equipo así. Yo creo que me ocurrió
eso, sin duda, y luego se transformó en un vínculo inque-
brantable.
Recuerdo haber seguido esas campañas, recuerdo que
tiempo después compraba todas las semanas la revista Don
Balón solo para leer las notas que podían venir sobre Uni-
versidad Católica.
A veces pienso que ese fue el primer acercamiento que
tuve con la lectura y con la escritura también.
Leer esas entrevistas, esas crónicas, esas columnas, me
formaron. Tiempo después supe que Francisco Mouat di-
rigía la revista en esa época y todo me hizo sentido: yo creo
que ahí había literatura. Que en realidad esos fueron los
primeros textos que devoré y que me emocionaron. Pero
no lo puedo asegurar. No sé qué pasó con mi colección de
revistas. En algún momento mis papás se separaron y nos
cambiamos de casa y creo que ahí se perdió todo.

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Quién sabe.
Me gustaría volver a tenerlas.
Sé que coleccioné, especialmente, todos los números de
ese campeonato de apertura de 1997 cuando salimos cam-
peones, en esa final que le ganamos al Colo: qué enorme
el Beto Acosta esa noche de julio en el Estadio Nacional.
Pero me desvío: estaba hablando de los orígenes de esta
pasión, de este vínculo inquebrantable, de esos días en que
uno empezaba a seguir a un equipo.
En las primeras páginas de Dios es redondo, ese libro
genial de Juan Villoro, escribe: “Elegir un equipo es una
forma de elegir cómo transcurren los domingos”.
Y luego agrega: “Unos optan por una escuadra de sólido
arraigo familiar, otros se inclinan con claro sentido de la
conveniencia por el campeón de turno”.
Y yo agregaría: otros optan por el equipo que juega más
bonito, aunque aquello no siempre signifique ser campeón.
Yo me siento en ese lugar: un paisaje extraño porque
cuando uno es niño, lo único que quiere, por sobre todas
las cosas, es ganar: competir y ganar. Pero a mí siempre me
pasó algo raro con los triunfos: me daban alegría, sin duda,
pero era inevitable sentir cierta compasión, o cercanía, o
empatía con aquellos que perdían.
Es extraño explicarlo. Pero pongámoslo así, incluso:
cuando en los 90 la paternidad de los equipos grandes se
hacía notar demasiado contra los más chicos, yo sentía
pena por los que perdían. Quiero decir: recuerdo la pri-
mera vez que fui a San Carlos de Apoquindo. Era un par-
tido del Apertura de 1997, un partido contra Deportes
Concepción: le metimos siete goles, fue una masacre por-
que Católica tenía un juego contundente, el Beto Acosta
hizo cuatro goles, y yo me sentí feliz por estar por primera
vez ahí, por ver esa goleada, pero también pensé, en algún

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momento, en cómo se podían sentir esos jugadores que
iban perdiendo. Es, realmente, difícil de explicar, pero
supongo que tiene que ver con esa empatía por los de-
rrotados. Yo lo había sido también: habíamos perdido el
campeonato de 1994 por un punto. Yo era un niño, pero
ya sabía lo que significaba perder en una instancia tan
cerca del final.
En el fondo: no me empezó a gustar Católica porque
fueran campeones, sino porque jugaban un fútbol que me
parecía entretenido, porque yo creía que eso tenía que ser
el fútbol, más allá de los resultados.
Claro que con el tiempo algo ha cambiado: ya no me
dan pena esos equipos chicos que van a San Carlos de Apo-
quindo y pierden por goleada.
Ya no me dan pena porque desde hace rato que eso no
sucede con toda la frecuencia que quisiera. Porque los años
han acortado aquella paternidad de los equipos grandes,
porque el fútbol es otro también, y porque ya no es tan
fácil ganar.
Basta pensar que en 2013 perdimos los dos torneos
nacionales en parte porque, justamente, equipos a los que
antes les ganábamos fácilmente, llegaron a San Carlos y nos
empataron o nos ganaron y luego esos puntos nos costaron
el campeonato.
En realidad no son pocas las cosas que han cambiado.
Entre ellas, también, ese fútbol vistoso que mostró Católica
en varios momentos de la década del 90 y que quién sabe
dónde se fue.
Ahora que escribo esto reviso videos de esos años.
Recién miré el video de esa goleada de Católica a De-
portes Concepción.
Es impresionante cómo jugábamos.
Hay un gol al que lo anteceden 12 pases seguidos.

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Había un vértigo, un jugar de primer toque, una inten-
sidad que no recordaba y que ahora que la acabo de ver me
parece increíble.
Quién sabe dónde se fue todo ese fútbol vistoso.
Solo espero que vuelva, y pronto.

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1987

Nací en agosto de 1987, el mismo año en que Católica


hizo una campaña excepcional: salió campeón del torneo
nacional con un 82 por ciento de rendimiento, le sacó 10
puntos de ventaja a Colo-Colo y tuvo la particularidad de
armar un plantel en el que había solo jugadores chilenos.
Ganaron 21 partidos, solo perdieron dos. Una máquina ab-
soluta, comandada por Ignacio Prieto y en la que destaca-
ba un goleador fuera de serie: Osvaldo Arica Hurtado. Un
monstruo. Uno de esos que estaba donde había que estar. O
que era capaz de pasarse a un par de jugadores y definir con
la tranquilidad de quien parece no estar realmente conscien-
te de lo que está haciendo. Un iluminado. Eso. Un goleador
absoluto. Uno de esos que se necesita para ser campeón.
Pero en realidad era un equipo completo: en el arco estaba
Marco Cornez, de lateral derecho jugaba Rubén Espinoza
–que le hizo un golazo de tiro libre a la U–, en el medio
destacaba Miguel Ángel Neira y estaban los jóvenes Mario
Lepe, Luka Tudor y Raimundo Tupper, y Juvenal Olmos y
Luis Pérez, que también hicieron varios goles. Un equipo
cuya base venía desde hacía un par de años, cuando de la
mano de Ignacio Prieto salieron campeones en 1984, en un
grupo en el que destacaba, por sobre todos, Jorge Aravena,
el Mortero, el de esa zurda excepcional, exquisita, violenta.
El que comandó a esa Católica de 1983-1984 que volvió a
conocer los triunfos que se habían ido al carajo en la década
del 70, una década nefasta en todos los sentidos: Chile esta-
ba destrozado y Católica también.
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Fueron años tan malos que incluso en 1973 descendi-
mos a Segunda División. Un desastre. Un equipo lleno de
deudas. Un equipo sin estadio, pues en 1971 demolieron
el Estadio Independencia y empezó una época de viajes por
distintos recintos. Una década nefasta la del 70. Todo lo
que se ganó en los 60 con Alberto Fouillioux a la cabeza del
equipo, después quedó en nada durante esa década, hasta
que Ignacio Prieto y el mismo Fouillioux en los 80 se dedi-
caron a preparar la cantera de Católica hasta hacer magia y
lograr que en 1984, después de 18 años, el club volviera a
ser campeón del torneo nacional.
18 años de sequía que se acabaron gracias a la zurda del
Mortero Aravena y a los incipientes goles del Arica Hurta-
do y a la fuerza de un grupo de jóvenes que se identificaba
con el club, porque desde ahí empieza todo, finalmente,
aunque los dirigentes en la actualidad quieren negar eso:
para salir campeones se necesitan jugadores que sientan
realmente el equipo. Que sientan que se les va la vida en
cada partido, en cada final que juegan.
Y la verdad es que desde hace tiempo que se echan de
menos ese tipo de jugadores.
Pero en esos equipos de 1984 y 1987 lo que más había
eran jugadores que se identificaban con Católica, que no
jugaban por la plata, que querían volver a ver al equipo
arriba, en ese lugar donde merecía y merece estar siempre.
Un grupo de jugadores que una noche de agosto de
1984 jugaron la final de un torneo amistoso contra el Bar-
celona, en España, y la ganaron.
Sí: le ganaron al Barcelona de Terry Venables, de Schus-
ter, de Calderé, de Archibald, de Rojo.
Fue una noche de agosto de 1984 de la que muy pocos
se acuerdan.
Ya saben: la memoria es arbitraria y tramposa.

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El día que le ganamos al Barcelona

La pelota recorre 30, 40 metros por el centro de la can-


cha, en dirección al arco del Barcelona. Es Miguel Ángel
Neira el que acaba de golpear la pelota detrás de la mitad de
la cancha, una habilitación perfecta en busca del Mortero
Aravena, un contragolpe a dos toques, un ataque preciso y
contundente: se acaba el primer tiempo, Católica está em-
patando a un gol con el Barcelona, en la final del Trofeo
Ciudad de Palma, en España. Un equipo modesto, pero
lleno de canteranos que se quieren comer el mundo. Un
técnico, Ignacio Prieto, que les ha inculcado eso: el deseo y
la rabia, la posibilidad de lograrlo todo. Y ellos juegan así,
y están jugando así, de igual a igual con el Barcelona de
Schuster y compañía: un equipo de verdad, un campeón de
Europa, un imprescindible. Pero a esa Católica de 1984 no
le importa toda esa historia que los antecede, no les importa
que estén jugando de visita, no les importa que en ese lugar
nadie sepa quiénes son estos sudamericanos de la franja.
No.
De hecho, se aprovechan de aquella ignorancia, pues los
catalanes no tienen idea quién es Osvaldo Hurtado hasta
que ven cómo mete el gol que pone el partido uno a uno.
Y tampoco saben quién es ese mediocampista ofensivo, el
de esa zurda inesperada, que corre hacia el arco del Bar-
celona cuando faltan menos de cuatro minutos para que
termine el primer tiempo y logra conectar el pase de Neira,

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entrando al área, le pega despacio, eleva el balón por sobre
el arquero Amador y es gol, gol de Católica, que se pone en
ventaja sobre el Barcelona.
Dos a uno.
Es la sorpresa de la noche, la sorpresa del campeonato,
en el que Católica ya había empezado a hacerse un nombre
dos días antes, cuando jugó contra el local y organizador,
Real Mallorca, y le ganó 2-0.
Nadie entendía nada.
Nadie entiende nada esta noche de agosto de 1984,
cuando se termina el primer tiempo y se van a camarines
con el marcador a favor: la gente los ovaciona, pues están
enfurecidos con el Barcelona, que decidió entrar a jugar
con un equipo alternativo, menospreciando a los chilenos,
al torneo, a todos.
Pero volvieron al segundo tiempo y el Barcelona empató
–después de que Mario Lepe salvara con la mano una pelota
en la línea del arco y se cobrara penal–, y entonces todos
pensaron que la pequeña ilusión que había surgido después
del gol de Aravena era algo que solo quedaría en la memoria.
Iba a ser una buena anécdota, una buena historia que
Aravena, Neira, Lepe y compañía les iban a poder contar
a sus hijos, a sus nietos, a sus amigos: que se habían ido al
descanso ganándole al Barcelona, que nadie entendía nada,
que la gente los ovacionaba.
Pero entonces vino el empate y parecía que todo se po-
nía en orden, porque además Terry Venables había decidido
mandar a la cancha a Archibald y a Rojo, que le iban a dar
jerarquía al equipo: era la forma de recordarles a los chilenos
que estaban jugando con un equipo de verdad, con un gran-
de de Europa. Pero entonces el Mortero Aravena pasaba por
una época de gracia y no le importaba si estaba jugando
contra Naval o contra el Barcelona: él simplemente jugaba,

26
con la libertad de quien sabe que está empezando a vivir sus
mejores años y que los triunfos llegarán antes de lo espera-
do. Porque solo alguien que sabe que está pasando por ese
momento tiene la confianza como para pararse frente a la
pelota, en un tiro libre a 35 o 40 metros del arco, y tomar
el impulso necesario no para enviar un centro al área, que
sería lo lógico, que es lo que haría el 99 por ciento de los
jugadores, sino para pegarle directo al arco, con esa zurda
venenosa y llena de vida: le pega con el borde externo y la
pelota golpea en la barrera, toma un efecto inesperado y se
cuela en el costado izquierdo del arco de Amador, sin que
él pueda hacer nada.
Un golazo.
Final del partido.
Católica gana tres a dos y es campeón del Trofeo Ciu-
dad de Palma, en Mallorca.
Nadie lo puede creer.
El año anterior la copa la había ganado el Real Madrid,
y antes el Paris Saint Germain, y después la ganó Gremio y
luego el mismo Barcelona.
Y entremedio de todos esos equipos inmensos, entre-
medio de tantos campeones, ahí está Universidad Católica.
Ya nadie lo recuerda, como tampoco se acuerdan de
ese 1º de mayo de 1950, cuando Católica le fue a ganar al
Bayern Munich en su propia casa, por cuatro a tres, en un
partido del que casi no hay registros.
Tenemos una memoria horrorosa. Pero es necesario
acordarse, especialmente, del triunfo ante el Barcelona,
porque no fue un partido cualquiera: era el renacer de Uni-
versidad Católica después de la década del 70, era el inicio
de los triunfos, que después se convertirían en los campeo-
natos de 1984 y 1987.
Pero hoy casi nadie recuerda ese partido.
Ya saben: la memoria es arbitraria y tramposa.
27
Todo empezó en Independencia

Lo quiero decir rápido, sin detenerme, sin que esta frase


caiga porque es necesario recordar los orígenes, que quién
sabe dónde se fueron, pero que hoy, cuando vivimos años
difíciles, más que nunca debemos acordarnos de dónde ve-
nimos, porque si no nos pasan a llevar con la facilidad de
quien no tiene memoria y dispara juicios sin saber nada.
Lo que quiero decir es que no venimos de arriba, que
nuestro origen es la Universidad Católica con sus valores y
principios y todo eso, pero que nuestro origen futbolístico
viene de un lugar distinto, viene de la clase media, viene de
esas calles de la comuna de Independencia: ahí brilló la Ca-
tólica de los 60, en esa comuna, en esas calles, en la cancha
del Estadio Independencia, nuestro primer estadio, nues-
tro origen, ahí donde destacaban Sergio Livingstone y Tito
Fouillioux y Néstor Isella y ese lujo inmerecido que alguna
vez vistió nuestra camiseta y que se llamaba José Manuel
Moreno: un argentino fuera de serie –pero fuera de serie
en verdad–, un volante que hacía jugar al equipo, que se lo
echaba encima y que sacó campeón a Católica por primera
vez, en 1949, en un equipo en el que brillaban Sergio Li-
vingstone, Fernando Riera y ese goleador incansable que
fue Raimundo Infante, el goleador histórico de Católica
por torneos nacionales con 105 tantos en 172 partidos, una
máquina de hacer goles, y que también saldría campeón en
1954, pero en este primer campeonato que obtendríamos

28
haría dupla con ese genio que era José Manuel Moreno.
Un jugador extraordinario, dicen las crónicas de aquellos
años. Para muchos, el mejor extranjero que ha jugado en
Chile. Para otros, uno de los mejores jugadores de todos
los tiempos. Según la Federación Internacional de Historia
y Estadística de Fútbol (IFFHS), está entre los mejores 25
jugadores del siglo 20, y en una lista también publicada por
IFFHS del mejor jugador sudamericano del Siglo 20, está
quinto, detrás de Pelé, Maradona, Di Stéfano y Garrincha.
Ese argentino, que venía del barrio popular de La Boca,
que lo ganó todo con River Plate y que le gustaba desenfre-
nadamente la noche, ese argentino llevó a Católica a su pri-
mer campeonato, en ese estadio que dio origen a todo, en
el Estadio Independencia que es de donde venimos, a pesar
de que muy pocos se acuerden de eso. Porque en 1971 el
club decidió venderlo para ayudar a pagar unas deudas que
tenía la universidad y luego nos quedamos sin estadio por
más de 15 años hasta que el 4 de septiembre de 1988 se
inauguró San Carlos de Apoquindo. Pero no venimos de
ahí, no venimos de arriba, sino que de ese estadio en In-
dependencia, que quedaba a un par de cuadras del Santa
Laura y que fue donde Católica realmente se formó.
Lo quiero decir rápido, sin detenerme, porque llevamos
demasiados años arrastrando el prejuicio de que somos de
arriba, de la clase alta, de ese mundo del cual no venimos,
porque no se explicaría que jugadores como Mario Lepe
o Gary Medel sean emblemas del club, porque ellos son
nuestro orgullo, porque me gustaría que en realidad todos
tuvieran el coraje y la rabia de ellos: el deseo irrefrenable
por ganarlo todo, pues no tenían nada.
Fue, sin duda, un error llevar el estadio a un sector tan
acomodado, tan lejano, como San Carlos de Apoquindo.
Un error absoluto. Porque si bien es cierto que tampoco

29
hay que desconocer el vínculo innegable con cierta élite
chilena, cuando me enrostran la clase social del equipo,
cuando me preguntan qué mierda hago alentando al equi-
po que le gusta a la clase alta de mi país, cuando me enjui-
cian, me interrogan y me piden explicaciones, la verdad es
que yo pienso en otra cosa. Pienso en Gary Medel, por so-
bre todo; pienso en Nicolás Castillo, que viajaba de Renca
a San Carlos para alentar a Católica desde la barra. Pienso
en todas esas personas que vamos al estadio en micro, que
cuando perdemos volvemos silenciosos a ese Santiago que
se ve esplendoroso desde lo alto del cerro. Pienso en esa
gente y sé que ellos no son de clase alta, que no tienen nada
que ver con todos esos estereotipos con los que se nos aso-
cia. No. Son personas como uno, que vienen de distintas
comunas, de distintas ciudades. Gente como Gary Medel,
como Nicolás Castillo, como Mario Lepe, por pensar en
algunos de los últimos referentes. Gente que no viene de
los alrededores del estadio, sino que viene del otro extremo.
Y gente que también viene de esos alrededores, pero que no
atiende necesariamente a aquellos prejuicios que caen sobre
el hincha de Católica.
Sin embargo me detengo en esta parte del relato porque
ese detalle social –ese equívoco– ha hecho, creo yo, que Ca-
tólica resulte ser un equipo profundamente odiado. Pue-
de ser resentimiento. Yo comparto ese resentimiento, sin
duda, no hay problema con aquello, pero también siento
que se les pasa la mano, que hay una fijación particular de
los hinchas de otros equipos con Católica. Está bien, son
las leyes del juego, a pesar de que yo nunca he participado
en esa dinámica: ya lo dije hace un rato: siento una empatía
difícil de explicar por los equipos que pierden, pero tampo-
co puedo dejar de mencionar esto, porque los hinchas de la
U y del Colo y de otros equipos se ensañan con nosotros.

30
Todo bien con las burlas, aunque a veces me cuesta
entenderlas: los de la U te molestan por salir segundos,
cuando a ellos en el primer semestre de 2014 ni siquiera les
dio para pelear el campeonato. Para qué decir los de Colo-
Colo, que recién ahora se acordaron de lo que era ganar,
después de una serie de campañas nefastas, vergonzosas.
Pero está bien. Yo, insisto, supongo que es por una cosa de
clase, por una lucha de clases.
El problema es que yo no soy de la clase alta, entonces
me resulta difícil entender bien todo.
Pero qué más da.
Me gusta pensar en esos partidos que se jugaban en el
Estadio Independencia.
Me gusta pensar –y sentir– que de allá somos, en reali-
dad. Me parece más real.

31
Una noche épica en Cali

Dicen que somos cagones, que somos pecho frío, que


en las instancias finales arrugamos. Dicen que cuando hay
que mostrar jerarquía, dudamos. Dicen que no tenemos
valentía, que no tenemos huevos. Pero cuando dicen eso yo
me acuerdo de una noche de mayo de 1993.
12 de mayo de 1993.
Semifinales de la Copa Libertadores, partido de vuel-
ta frente al América de Cali, allá, en Colombia. Más de
35 mil espectadores en el Pascual Guerrero. Católica había
ganado el partido de ida por 1-0, gol de Ricardo Lunari,
que estuvo en el momento preciso, en el lugar indicado: un
centro intrascendente, el arquero que sale a cortarlo y se
le escapa la pelota, ahí aparece Lunari, para avivarse y dar
un toque suave para que la pelota entre al arco, acá, en el
Estadio Nacional ante más de 40 mil personas.
Así llegó Católica a Colombia: con la llave completa-
mente abierta.
Pero entonces empezó el partido y entre el minuto 12 y
el minuto 15 vino una tragedia que nadie esperaba: en tres
minutos, Cali metió dos goles y estaba clasificándose a la
final de la Copa Libertadores.
Así: tres minutos fatales, llenos de desconcentraciones,
que los colombianos aprovecharon sin piedad: tres minu-
tos, dos goles, el estadio lleno gritando, el estadio comple-
tamente en contra, el peor inicio que se podía imaginar,

32
porque antes de los 20 minutos de partido ya estaban per-
diendo y por dos goles de diferencia.
Pero ese equipo tenía huevos.
Ese equipo tenía, también, un par de jugadores ilumi-
nados. Uno era, justamente, Ricardo Lunari, que jugaba
en el mediocampo, que se paseaba, que desbordaba, que
hacía goles; el otro era el argentino Juan Carlos Almada,
que iba a terminar siendo el goleador de esa Libertadores
con nueve goles.
Y atrás estaba Charly Vázquez y un poco más atrás Óscar
Wirth, que esa noche iba a vivir una jornada excepcional.
Pero no había empezado bien. En el segundo gol –el
primero que le hicieron fue de penal– pudo hacer algo más,
pero ya estaba: después de un inicio de terror, el equipo
empezó a juntarse, Mario Lepe ordenó el mediocampo y
distribuía el juego junto a Nelson Parraguez. Por la izquier-
da, Tupper intentaba desbordar y conectarse con Lunari,
Luis Pérez y Almada. Y fue así como en el minuto 31, Lu-
nari logró tocar cerca del área con Almada, y este se mandó
una genialidad de aquellas: vio al arquero adelantado y le
pegó a la pelota con el borde externo: un globito que Al-
mada lo sacó de otro partido y lo puso ahí, en esa noche
colombiana. Una postal perfecta. El gol que resucitaba a
Católica, pues con ese resultado se iban a penales.
Había vida.
Después de ese golazo de Almada había vida.
Entonces, se terminó el primer tiempo y en el segundo
el partido fue de ida y vuelta. Un partido intenso, lleno de
nerviosismo: Católica buscaba el empate que le diera la cla-
sificación y América de Cali buscaba el gol de triunfo. En-
tró Gerardo Reinoso, para detenerse en el mediocampo y
habilitar a los delanteros. Porque ese era uno de sus mayo-
res talentos: ser un 10 de verdad, de esos que encaran, que

33
te dejan solo frente al arquero, un fenómeno que lo había
ganado todo con Independiente en los 80 y que luego pasó
a River y después llegó acá, a Católica, donde se encontró
con Almada, con Lepe, con Lunari: Reinoso y sus pases,
Reinoso y sus fintas, Reinoso y sus goles, sus amagues, un
talento imborrable, el antecedente más contundente de
que Católica necesitaba un jugador así, un 10 así: el ante-
cedente de ese otro talentoso que utilizaría un año después
esa camiseta: Néstor Raúl Gorosito. Pero esa noche en Cali
la 10 le pertenecía a la Vieja Reinoso, que entró con todo.
Y Tupper se lo perdió solo, y Reinoso se lo perdió solo, y
luego Óscar Wirth empezó a transformarse en el hombre
del partido: tapó varios mano a mano, le dio oxígeno a un
equipo que no se cansó de atacar. Hasta que llegó el mi-
nuto 87: Lunari tomó la pelota detrás del mediocampo, se
la pasó a Reinoso, que la bajó de pecho, la puso contra el
piso y empezó a avanzar, a encarar, mientras a su izquierda
Lunari corría como si el partido recién hubiera empezado,
y entonces la Vieja Reinoso lo vio pasar a su derecha, le
dio el pase y vino el gol, cuando faltaban tres minutos para
que se acabara el partido. El gol de la clasificación. El gol
que llevaba a Católica por primera vez en su historia a la
final de la Copa Libertadores. El estadio en silencio. Así:
completamente en silencio, porque no quedaba nada de
partido, porque Católica no se había conformado con irse
a penales, porque los colombianos pensaban que el partido
era de ellos.
Y casi lo fue.
Porque tres minutos después de ese gol, la Vieja Rei-
noso intentó rechazar la pelota pero terminó habilitando
a uno de América de Cali, que desbordó por la derecha,
se metió al área, hizo un par de amagues y Mario Lepe lo
bajó: penal.

34
Minuto 90 del segundo tiempo: penal para América
de Cali. Y ahora sí que nadie entendía nada. El estadio re-
vivió, los colombianos se pusieron a celebrar y ahí estaba
Óscar Wirth, observando cómo todo podía irse al carajo en
un par de segundos. Wirth como el héroe de una tragedia
que no le correspondía, porque él había tapado todo lo que
podía tapar. Ahí estaba Wirth, paseándose por el área, pen-
sando quizá qué cosas, pensando en su destino, en cómo
podía arreglar ese problema en el que se había metido Ca-
tólica cuando no quedaba nada.
Y, entonces, se puso bajo los tres palos, respiró profun-
do, movió los brazos y esperó que el colombiano lo fusilara.
El delantero tomó vuelo, empezó a correr hacia la pelo-
ta y Wirth comprendió que ese era un momento importan-
te, un momento que podía quedar en la historia, porque
si él atajaba ese penal, Católica clasificaría a la final de la
Libertadores por primera vez.
Wirth comprendió que era el momento de asumir que
esa tragedia en la que lo habían sumado era la instancia
perfecta para demostrarle al mundo por qué era un arquero
de verdad, uno de esos que podía ganar un partido.
Entonces, el delantero le pegó hacia la izquierda, y Wir-
th se lanzó hacia la izquierda.
Tapó el penal.
Se acabó el tiempo.
Católica clasificó a la final de la Copa Libertadores.
Lo que venía, eso sí, iba a ser otra historia.
Una historia durísima y triste, porque nos iba a tocar
jugar contra un equipo excepcional, como era el Sao Paulo
de 1993.
Pero, insisto, esa era otra historia.
En esa noche de mayo de 1993, en Cali, Colombia,
solo había un héroe, solo había una sensación: la alegría de

35
saber que en un momento dramático como ese, el equipo
estuvo a la altura.
Porque un partido así no se gana solo con buen fútbol.
Un partido así, con el público en contra, perdiendo 2-0
a los quince minutos del primer tiempo, con un equipo
que te ataca y te ataca y con más de 70 minutos por jugar,
no se da vuelta solo con buen fútbol.
Esa noche de mayo de 1993, Católica demostró estar
a la altura.
Y no fue poco, la verdad.

36
El fútbol y los amigos cruzados

Ser hincha de Católica es una contraseña.


Cuando llegas a un lugar desconocido y de pronto dos
cruzados se encuentran, inmediatamente se genera una
complicidad inevitable. Ocurre siempre, en distintas cir-
cunstancias. No sé si pasa con otros clubes, al menos con
los grandes, digo: en la universidad, por ejemplo, o en el
colegio, nunca vi que los de la U o los del Colo tuvieran ese
vínculo estrecho. En cambio, lo viví con la gente a la que
le gustaba Católica. Recuerdo en el colegio, por ejemplo,
a Roberto, que era un tipazo, muy inteligente, muy bueno
para dibujar, se sacaba las mejores notas, aunque no era de
ese perfil, pues iba por la vida siempre muy tranquilo.
Y le gustaba Católica.
Y cuando jugábamos fútbol, siempre queríamos sen-
tirnos como si fuéramos la dupla que en ese momento la
rompía en Católica. Nos tocó primero el Pipo con el Beto,
y después fue David Bisconti junto a Acosta. Me acuerdo
que a Roberto le gustaba jugar en el medio, cerca de los
delanteros. Era el que habilitaba, aunque a ratos también
se transformaba en un media punta. Era bueno, me acuer-
do, sí, metía hartos goles, dribleaba bien. Era alguien que
destacaba, indudablemente.
Eso fue cuando vivía en Iquique.
Después perdimos el contacto, pero cuando apare-
ció Facebook volví a saber de él: seguía siendo un hincha

37
furibundo de Católica, creo incluso que con mayor inten-
sidad que cuando éramos niños. Hoy, Roberto es médico.
No nos hemos visto hace mucho tiempo, pero inevitable-
mente sé que si nos reencontráramos, hablaríamos de Ca-
tólica, de este presente tan difícil e injusto.
Fue en esos años, también, cuando una de mis herma-
nas tuvo un pololo al que le gustaba Católica –José– y con
quien fui, por primera vez, al Tierra de Campeones a ver
jugar a nuestro equipo –en un amistoso– contra Deportes
Iquique, que en ese tiempo estaba en segunda división. A
veces también jugábamos fútbol. Después de que acepté
que no tenía el talento necesario para ser goleador ni un 10
virtuoso, entendí que mis reflejos podían ser útiles si me
ponía en el arco. Y así fue.
Todo lo que aprendí de esa posición –un puesto com-
plejo y realmente importante– fue gracias a José, que tam-
bién jugaba de arquero. Salir a cortar centros, achicar, todo.
Tiempo después, eso sí, volví a dejar el arco y me estrené
como defensa central. Duré un par de años, aunque luego
descubrí los libros y abandoné definitivamente el fútbol.
Aunque espero volver algún día. No lo descarto.
Pero me acuerdo de Roberto y me acuerdo de José: todo
eso ocurrió en los 90. Luego me vine a vivir a Santiago y
aquí encontré a otros amigos a los que les gustaba Católica,
y la complicidad también surgió de forma natural. Y lo
mismo ocurrió cuando entré a estudiar a la universidad. Es
una fluidez difícil de explicar. Tampoco se trata de que uno
se haga inmediatamente amigo de alguien por ser hincha
de un equipo, pero aquel detalle creo que allana las cosas.
En la universidad nunca fui de muchos amigos, pero
sabía perfectamente a los que les gustaba Católica y sentía
una cercanía con ellos. No sé si hablamos mucho de fútbol,
pero la complicidad estaba.

38
Me acuerdo que hace no mucho tiempo nos encontra-
mos con Giordano en San Carlos, no mucho después de
haber perdido la final del Clausura ante O’Higgins. Fue en
un partido de la liguilla, contra Iquique. Nos encontramos
y tratamos de arreglar un poco el mundo.
Ese partido lo perdimos por penales.
Fue otro desastre más, los últimos estertores de Martín
Lasarte a cargo de Católica.
Esa noche Giordano me contó que había ido a ver a
Católica al Lucio Fariña, en Quillota, cuando jugó en la
última fecha contra Unión La Calera. Me contó que fue y
que se encontró con el Piojo, otro amigo de la universidad,
y que estuvieron ahí, en ese estadio, en ese momento cuan-
do por un par de minutos fuimos campeones.
Giordano hablaba con la voz de un veterano del pá-
nico. Era eso: alguien que, de todos modos, se resistía a
cualquier tipo de autocompasión. Ahí estaba Giordano, en
San Carlos, en un partido al que creo solo fuimos aquellos
hinchas que tenemos una pequeña desviación psicológica,
porque después de perder la final con O’Higgins era absur-
do insistir.
Insistir.
Me acuerdo de la Koco, que muchas veces fue a la uni-
versidad con la camiseta de Católica y que estaba profun-
damente orgullosa de ser cruzada, a pesar de cualquier cosa.
Me acuerdo, también, de la Nato bancando a jugadores
tan desconcertantes como Nicolás Trecco o Matías Mier.
La recuerdo haciéndoles el aguante, aunque en el fondo
uno sabía que se trataba de otra cosa: convencerse de que
teníamos futuro, de que podíamos salir del pozo en el que
caímos en 2011.
O Luz María, a quien he visto muy pocas veces, pero
que es una muy buena poeta y de las pocas escritoras –y

39
escritores– que conozco que le gusta Católica. Con ella
compartimos el amor por el mismo equipo y por ciertos
poetas. Por ejemplo, por la argentina Tamara Kamenszain,
que no solo es una poeta excepcional –basta leer El eco de
mi madre y deslumbrarse–, sino también una ensayista
muy lúcida y amena. Pero ahí está el cariño por Católica,
ahí está la complicidad que ha surgido también en la derro-
ta, porque en el mundo de los escritores chilenos abundan
los hinchas de la U y del Colo. Abunda, también, ese tipo
de hincha en particular que disfruta mucho burlándose del
otro.
La otra cruzada que conozco y que está vinculada a la
literatura, es Francisca, que es fanática de Católica y de la
poesía de Enrique Lihn, y que siente, al igual que yo, una
admiración perpetua por un jugador como Gary Medel,
porque siente –sentimos– que así debieran ser todos los
jugadores cruzados, porque recordamos perfectamente –y
con una alegría insolente– el gol que le hizo a la U, en el
Nacional, y que ya habrá tiempo para recordarlo detallada-
mente en este libro.
Me acuerdo, por último, de dos amigos.
Me acuerdo de Miguel, a quien conocí en la universi-
dad, y que me consiguió, muy generosamente, una entrada
para la final del Clausura 2009, cuando jugamos con Colo-
Colo en Santa Laura.
Me acuerdo que el partido recién había comenzado y
Católica ya había metido un gol, que nos daba la esperanza
de ser campeones.
Me acuerdo de esa ilusión, y me acuerdo también de
lo devastados que salimos del estadio cuando se acabó el
partido y Colo-Colo era campeón.
Me acuerdo de ese viaje en micro hacia el centro, está-
bamos destrozados.

40
El fútbol y la amistad.
Hay un vínculo entrañable en todo esto. Y por eso cada
cierto tiempo me acuerdo de mi amigo Freddy, que vivía
cerca mío, en Iquique. El Freddy, que era inmensamente
talentoso, que quería ser futbolista y que murió demasiado
pronto.
Durante la escritura de este libro, mientras recordaba y
recordaba, escribí un relato sobre él.
Hay algunas cosas que son ficción.
Quizá la mayor parte es ficción.
Pero es un pequeño homenaje.
Me desvío un momento y les dejo este relato.
Se llama “Tierra de campeones”.

41
Tierra de campeones

Cuando encontramos al mejor, tenemos que renunciar.


Thomas Bernhard

Recuerdo perfectamente el partido en el que el Freddy


explotó: era miércoles, cuatro de la tarde, en el Estadio Tie-
rra de Campeones, en Iquique. Era su debut en la selección
chilena Sub 20, en el sudamericano que se jugaba para lle-
gar al Mundial de Egipto. Era, en estricto rigor, un parti-
do intrascendente, porque el equipo ya estaba clasificado,
entonces le tocaba el turno a los que habían estado, en los
primeros partidos, en la banca, esperando esa oportunidad.
Sí, no nos engañemos: era un partido sin importancia, pero
nosotros estábamos ahí porque el Freddy iba a ser titular,
el conductor del equipo, el hombre a cargo de que el resto
de sus compañeros jugaran. Eso le dijo el técnico: tú tomas
la pelota, muchacho, y la conduces; tú tomas la pelota y la
distribuyes; tú recibes, levantas la vista y tocas, sin com-
plicarte, ¿me entiendes? Le das un pase con ventaja a tu
compañero y después sigues la jugada. Simple, hijo, por
sobre todas las cosas necesitamos eso: jugar simple, no en-
redarse: recibir, levantar la vista, habilitar. Solo te pido eso,
le dijo el técnico minutos antes de que empezara el partido
y el Freddy, que había esperado todo el campeonato para
debutar, lo escuchó atento, eso nos dijo después, que lo
escuchó con toda la atención que pudo, y que cuando iban

42
entrando ambas selecciones a la cancha –nos tocaba contra
Venezuela, que se jugaba ante nosotros la última opción
para clasificar– él repetía, como un pequeño pero rotundo
mantra: recibir, levantar la vista, habilitar. Recibir, levantar
la vista, habilitar.
Y eso hizo.
En realidad eso era lo que sabía hacer el Freddy mejor
que nadie: recibir, levantar la vista y habilitar con la sim-
pleza de quien vive un par de segundos adelantado al resto.
Nosotros lo habíamos visto durante años, cuando jugába-
mos en la cancha de El Morro y el Freddy no se cansaba
de dejarnos solos frente al arquero, no se cansaba de recibir
y saber, de inmediato, qué hacer con esa pelota que no se
despegaba de sus pies. Era una cosa media amorfa, esa pe-
lota pegada a los pies que se movían rápidos, en esa cancha
de cemento donde pasamos veranos enteros jugando par-
tidos que no terminaban nunca. Empezaban al mediodía
y terminaban en ese momento exacto en que alguno de
nosotros aceptaba lo irremediable: era de noche y la pelota
ya no se veía en la oscuridad.
Así nos formamos: en esa cancha de cemento, en esos
partidos interminables, en esas tardes, en Iquique, jugan-
do hasta quedar exhaustos. Eran buenos tiempos, pero no
sabíamos, en ese entonces, qué significaba eso: solo jugába-
mos y nos divertíamos hasta que un día llegó el Freddy y
nos dijo que se iba a ir a probar a las inferiores de Deportes
Iquique, que su tío de Santiago –no tenía nombre ese tío,
aunque iba a ser fundamental en esta historia– había ha-
blado con el entrenador de la Sub 15 y que ya estaba casi
adentro, pero que necesitaba pasar una prueba que se les
tomaba a todos, algo físico, algo menor, le dijo el tío y lo
acompañó un sábado por la mañana al Estadio Tierra de
Campeones.

43
Era obvio que el Freddy iba a quedar. Ninguno de no-
sotros dudó de aquello. Era, simplemente, un trámite. Por
eso cuando volvió del estadio en la tarde y nos dijo que
a partir de ese momento formaba parte de las divisiones
inferiores de Iquique, ninguno de nosotros se sorprendió.
Tampoco fuimos muy efusivos en las felicitaciones y eso
después nos pasaría la cuenta, porque el Freddy era, por
sobre todo, un muchacho demasiado sensible, alguien que
veía en esos gestos –y en la ausencia de gestos– un lenguaje
que a nosotros nos resultaba indescifrable. Y que nos de-
moraríamos muchos años en entender.

Fue un partido excepcional. Una cosa de otro mundo.


El sueño de todos los que estábamos ahí, en esas graderías
y a esa hora de la tarde en la que el sol golpeaba duro en
nuestras cabezas negras. No sé, realmente, cómo fuimos
capaces de ver todo el sudamericano sentados ahí. Lo que
sí sé es que ese día que vimos debutar al Freddy con la
camiseta de Chile, todos sentimos que el esfuerzo había
valido la pena, porque el partido que se mandó fue una
cosa que ninguno llegó a imaginar alguna vez. Ni el mismo
Freddy, que entró con sus toperoles blancos –esos que le
había comprado su tío en el extranjero– y se ubicó justo en
el centro de la cancha.
Estaba el mantra inacabable –recibir, levantar la vis-
ta, habilitar– y estaba, por sobre todas las cosas, el talento
irrefrenable del Freddy, la alegría de jugar a la pelota, la
desmesura.
Fue así: el árbitro tocó el silbato, le movieron la pelo-
ta al Freddy y empezó a conducir derecho al arco venezo-
lano, uno, dos, tres hombres en el camino, cuatro, cinco
hasta llegar al borde del área y disparar. Un tiro sin tanta

44
potencia, pero que iba justo al lugar en el que el Freddy
había decidido que fuera la pelota: abajo, a un lado del palo
derecho.
Nosotros habíamos visto esa jugada no sé cuántas veces.
¿Quinientas veces? ¿Mil veces? Tomar la pelota y dejar a
todo el equipo atrás, desperdigado, sin que nadie enten-
diera nada, porque a esa altura del partido uno recién está
entrando en calor. Nadie esperaba –ninguno de los vene-
zolanos esperaba, ni siquiera el técnico de la selección– que
ese chico de un metro sesenta agarrara la pelota y se los
pasara a todos hasta llegar al borde del área y, entonces, ese
disparo rasante, dirigido justo al lado del palo derecho del
arquero, un tiro inalcanzable que se fue por unos centíme-
tros –sí: dos, tres, cuatro, cinco centímetros- a un costado
del arco, sin que nadie entendiera nada.
Nos agarramos la cabeza. Yo creo que todos en el es-
tadio nos agarramos la cabeza, porque no era justo que
ese disparo, que ese comienzo de partido, que la primera
jugada del Freddy con la camiseta de la selección chilena
no terminara en gol. No era justo, pero nosotros sabíamos
que era solo el comienzo, la primera de muchas jugadas
que dejarían a todo el estadio –no éramos muchos: 700
personas, quizás– preguntándose quién era ese que llevaba
la camiseta número 17, quién era ese volante creativo que
no se cansó de habilitar a sus compañeros, de dejarlos solos
frente al arquero venezolano una, dos, diez veces. Quién
era ese jugador que tomó la pelota detrás de la mitad de la
cancha, cuando estaba terminando el primer tiempo, y se
pasó a tres venezolanos con un leve movimiento de caderas
y empezó a correr hacia el arco hasta llegar, nuevamente,
al borde del área, pero esta vez sí: esta vez el disparo ra-
sante, dirigido justo al lado del palo derecho del arquero,
sí entró y nosotros nos pusimos de pie y gritamos como

45
gritábamos en El Morro, en esa final del campeonato in-
terescolar, cuando les ganamos a los del Lirima, que lleva-
ban ese uniforme amarillo que los hacía ver como si fueran
la selección de Suecia, y que nos atacaron todo el partido
hasta que el Freddy agarró la pelota detrás de la mitad de
la cancha e hizo la misma jugada que vimos esa tarde del
sudamericano ante Venezuela: gritamos ese gol como nun-
ca habíamos gritado en nuestras vidas, porque era el gol del
campeonato, porque esos pendejos no iban a quedarse con
la copa que nos correspondía, porque habíamos sido el me-
jor equipo del torneo, porque teníamos al mejor de todos.

El Freddy salió de la cancha cuando al partido le queda-


ban menos de cinco minutos. Éramos, como dije, no más
de 700 personas, y esas 700 personas nos pusimos de pie
cuando se anunció el cambio y aplaudimos como si fuéra-
mos 15 mil: el Freddy había hecho dos goles más y había
dado cuatro asistencias. Fue un partido soberbio. Eso decía
el relator de la Cooperativa, que no dejaba de mencionar
el nombre completo del Freddy y hablar de la historia re-
ciente de Chile, de ese niño que era hijo de un hombre
del que todavía no se conocía su paradero, decía el relator,
pero que su historia de lucha no había sido en vano, por-
que su hijo no solo llevaba el nombre del padre, sino que
tenía un talento descomunal, decía el relator y nosotros lo
escuchábamos en esa radio a pila que llevábamos cada vez
que el Freddy jugaba por Iquique en el Tierra de Campeo-
nes, porque nos gustaba escuchar ese momento cuando el
Freddy agarraba la pelota y los comentaristas deportivos,
los relatores, los periodistas iquiqueños no dejaban de ala-
bar a nuestro amigo, no dejaban de decir que el Freddy
no tenía techo, que el futuro que le esperaba era algo que

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no podíamos imaginar. Y eso dijo también el relator de la
Cooperativa cuando el Freddy empezaba a abandonar la
cancha: que había nacido un nuevo ídolo y que los que
estábamos en el Tierra de Campeones éramos unos pri-
vilegiados, porque no todos los días se tiene la dicha de
presenciar el nacimiento de un jugador excepcional, el na-
cimiento de un ídolo, alguien que solo nos traerá alegrías y
triunfos, dijo el relator y se puso de pie y empezó a aplau-
dir, y esos aplausos se confundieron con nuestros aplausos,
y tuve el deseo de que alguien grabara esas palabras para
que el Freddy las pudiera escuchar, que alguien grabara ese
momento porque ninguno de nosotros iba a ser capaz de
reproducirlo, ninguno de nosotros iba a poder transmitir la
emoción de escuchar a ese hombre, que estaba en la cabi-
na, de pie, aplaudiendo al Freddy porque había hecho un
partido de otro planeta, porque estaba descubriendo algo
con lo que nosotros habíamos convivido ya tantos años: el
talento descomunal de uno de los nuestros.
Y no solo lo descubría ese relator, sino todos esos vee-
dores de clubes europeos que estaban ahí, sentados en
marquesina, esperando, justamente, que apareciera alguien
como el Freddy para ficharlo por el menor precio posible y
luego llevarlo a Europa, a foguearse, y después venderlo en
millones de euros.
Así era el negocio, y el tío del Freddy lo sabía perfec-
tamente, por eso al día siguiente del partido llegó con dos
alemanes y un holandés al entrenamiento de la selección.
Observaron un buen rato al Freddy, que hacía trabajo re-
generativo con los compañeros que habían jugado contra
Venezuela, y luego se fueron. Al día siguiente ocurrió lo
mismo, pero esta vez eran dos italianos y un español los que
acompañaban al tío. Y después fue un ruso. Y cada uno de
ellos observó, durante todo un entrenamiento, al Freddy:

47
anotaron minuciosamente sus características en unas libretas
negras, que parecían ser la marca distintiva de los veedores.
Lo miraban, anotaban y escuchaban al tío, quien les habla-
ba de los atributos del Freddy y aprovechaba de contarles la
historia de su vida, un relato de superación cuyo final, ima-
ginaba él, podía terminar allá lejos, en algún club europeo,
una ciudad llena de luces, un lugar frío pero entrañable,
algo difícil de explicar con palabras, seguramente pensaba el
tío del Freddy, pero que era su anhelo más profundo: ver a
su sobrino allá, lejos, brillando en las canchas del viejo con-
tinente: Old Trafford, Camp Nou, San Siro. Ese era el des-
tino que se merecía el Freddy, pensaba el tío y pensábamos
nosotros, también: un lugar lejos, muy lejos de Iquique y de
la cancha de El Morro, donde tantas veces soñamos con ser,
algún día, futbolistas. Solo eso: ser futbolistas. Ni siquiera
ser estrellas o seleccionados de Chile. No, nada de eso: con
ser futbolistas nos conformábamos, porque sabíamos que
nunca íbamos a tener el talento del Freddy, porque enten-
dimos muy rápidamente que jamás íbamos a llegar tan lejos
como él, así que nos rendimos lo más pronto que pudimos
y solo nos dedicamos a apoyar a nuestro amigo, al 10, al que
nunca iba a dejar de darnos alegrías.

Después del partido con Venezuela el Freddy no volvió


a jugar por la selección: perdieron los dos partidos siguien-
tes y luego nos tocó contra Brasil, que nos eliminó con
una goleada de proporciones: 7-0. La selección no fue al
Mundial, sin embargo al Freddy le bastó con un partido
para que lo fichara un agente de los Emiratos Árabes y le
ofreciera lo inefable: se iría a probar al primer equipo del
Atlético de Madrid, estaría un mes, compartiría cama-
rín con jugadores como Fernando Torres –que en ese

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momento era una de las promesas del fútbol español– y el
Mono Burgos –que para nosotros era, sin duda, uno de los
mejores arqueros que habíamos podido ver: seguimos sus
campañas con River Plate, en esa época dorada, cuando lo
ganaron todo junto a Marcelo Salas–, y luego de la prueba,
lo más probable es que se quedaría en el equipo y podría de-
mostrar su talento ahí, en el estadio Vicente Calderón. Y si
eso no ocurría –aunque ninguno de nosotros dudaba de que
brillaría en el Atlético–, el agente le aseguró al tío del Freddy
que podía conseguir un contrato millonario para que jugara
en su país, un fútbol que recién empezaba a tomar vuelo,
porque los empresarios se habían demorado varios años en
darse cuenta de que ahí había un negocio que les podría
asegurar su futuro, así que se volvieron locos invirtiendo y
ofreciendo contratos que estaban fuera del alcance de cual-
quier otro fútbol que no fuera el europeo: la vida lujosa, la
vida solucionada para siempre, le dijo el agente al tío del
Freddy y firmaron el contrato. Ya no había nada más que
hablar. Deportes Iquique aceptó la oferta también, pues
desde hacía rato que buscaban vender al Freddy: el técnico
del primer equipo no lo quería, decía que estaba sobrevalo-
rado y que no iba a llegar a ninguna parte. Aunque en rea-
lidad todos sabíamos que su desprecio había nacido varios
años antes, cuando un día Pinochet fue a visitar al equipo,
a alentarlos porque se enfrentarían con Arica, en el clásico
del norte, y saludó uno por uno a los jugadores hasta llegar
al Freddy, que no extendió su mano, solo se quedó quieto
mientras él lo miró por varios segundos, que para el técnico
se convirtieron en horas interminables, y siguió saludando
al resto de los jugadores, impávido, como si no hubiera pa-
sado nada. Después se fue del estadio a su departamento
que tenía frente a Playa Brava, un condominio que habían
construido hacía poco y en el que pasaba buena parte del

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verano, y al día siguiente llamó al presidente del club y le
pidió las explicaciones correspondientes. Nunca supimos
qué hablaron. Solo sabemos una cosa: que ese mismo día
al Freddy lo bajaron del primer equipo y tuvo que terminar
ese año jugando en las inferiores.
Después Pinochet caería detenido en Londres y nunca
más lo veríamos en Iquique.

El titular de La Estrella decía: “Iquiqueño va en busca


de la gloria a Madrid”, y aparecía en la portada del diario
una foto del Freddy con la camiseta de Deportes Iquique,
junto a una imagen de Iván Zamorano con la camiseta del
Real Madrid. No sé quién de nosotros fue el primero en
comprar el diario, pero sí recuerdo que la mamá del Freddy
enmarcó la portada y la tuvo durante muchos años colgada
en una pared del living de su casa. Ninguno fue capaz, eso
sí, de comentar el error de la portada, el vínculo con Za-
morano, la diferencia entre el Atlético y el Real. Nos daba
lo mismo esa confusión del periodista deportivo, lo que
importaba era el futuro del Freddy, que estaba tan cerca,
pero tan lejos de nosotros: en un par de semanas partiría
a Madrid y se quedaría en un departamento que tenía el
agente allá, a unas cuadras del Vicente Calderón, un de-
partamento pequeñísimo, que conocimos por las pocas fo-
tos que nos alcanzó a enviar el Freddy en una encomienda
en la que venían varias camisetas del Atlético firmadas por
todo el equipo y una carta, que tuvimos que ir a buscar al
aeropuerto ya no sé por qué motivos, pero que no duda-
mos en hacerlo porque la última vez que habíamos ido fue
cuando despedimos al Freddy y la tristeza de verlo partir
solo se nos iba a pasar si volvíamos al mismo lugar a buscar
la primera señal de que todo estaba bien.

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Era una carta breve, en la que nos mencionaba a todos.
Eran unas pocas fotos que mostraban ese departamento
de dos ambientes en el que pasaba algunas horas del día,
porque nos contó que se iba temprano a la ciudad depor-
tiva del Atlético, que quedaba en las afueras de Madrid, y
ahí entrenaba en doble jornada con los Sub 20. Le había
tocado un entrenamiento con el primer equipo y eso lo
tenía contento. El técnico que supervisaba las divisiones
inferiores estaba conforme con su desempeño y le había
asegurado que debutaría en unas semanas en el Atlético de
Madrid B, que jugaba en la segunda división de España.
“Me dijo que si lo hago bien, podré estar unos minutos
en el primer amistoso que jugará el primer equipo contra
el Benfica, en el estadio de nosotros”, anotó el Freddy en
su carta y luego nos contaba otras cosas, pero no se exten-
día en ningún momento. Solo mencionaba algunos lugares
que visitó y nos decía que había tenido el privilegio de ir al
Santiago Bernabeu, “un estadio como 10 veces más grande
que el Tierra de Campeones”.
Después nos mandó saludos a cada uno de nosotros
–mencionando todos nuestros nombres- y nos decía que
ya nos volvería a escribir, que tuviéramos paciencia y que
rezáramos porque pudiera hacer un buen partido contra el
Benfica.
Nunca recibimos otra carta.
Solo supimos que jugó los cinco minutos finales contra
el Benfica y que no alcanzó a tocar la pelota.

Fuimos en caravana al aeropuerto, agitando unas ban-


deras de Deportes Iquique, a esperar al Freddy. Fuimos los
mismos que lo acompañamos en su despedida, rodeados
de periodistas y de otros hinchas de Iquique, que agitaban

51
con fuerza sus banderas celestes a la entrada del aeropuer-
to. Ninguno de nosotros sabíamos cómo le había ido al
Freddy, pero no teníamos dudas, por eso estábamos ahí, es-
perándolo en medio de una fiesta. La ciudad había sido una
fiesta semanas atrás, en esos días de su despedida, cuando
los diarios no se cansaron de entrevistarlo, sacarle fotos,
hablar con sus familiares. Vinieron algunos periodistas de
Santiago, incluso, y salió una nota larga en el noticiario de
Telenorte. También lo llevaron a la radio. Fue una cosa que
a nosotros nos parecía lo obvio, lo mínimo, lo justo, pero a
otros podía parecerles un exceso: tantas luces enfocando al
Freddy y ahora estaban ahí, también, afuera del aeropuerto
esperándolo.
Pero no llegó.
Lo esperamos, pero no llegó, y en algún momento uno
de los periodistas dijo que quizá había salido por otra puerta
del aeropuerto, aunque eso era imposible, porque el Diego
Aracena era un aeropuerto chico, demasiado chico como
para tener dos salidas, así que nos reímos y le tuvimos que
explicar que esto no era Santiago, que aquí todos salían por
esa puerta en la que estábamos nosotros, esperando. Sin
embargo, el Freddy no apareció. Lo esperamos hasta la no-
che, cuando ya los hinchas y los periodistas se habían ido y
solo quedábamos nosotros, sus amigos, junto a su tío, que
fue quien nos comunicó la noticia: el Freddy no había lle-
gado al aeropuerto, el Freddy no se había subido al avión,
el Freddy estaba perdido y su agente no tenía noticias de él
desde hacía varios días.
Voy a ir a buscarlo, dijo el tío, entonces, y entró al ae-
ropuerto, a ver cómo conseguía, lo más rápido posible, un
pasaje a Madrid.
Nosotros quisimos seguirlo, estoy seguro de que alguno
de nosotros le dijo que también queríamos ir, sin pensar en

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realidad lo imposible de aquella frase. Es que no podíamos
entender cómo el Freddy se había perdido, cómo el agente
no tenía noticias de él, si era alguien tan tranquilo. Era
imposible. El Freddy nunca hacía algo inesperado, era todo
lo contrario a cómo jugaba fútbol: un hombre predecible,
lento, lleno de silencios que a ratos lo alejaban furiosamen-
te de nosotros, pero que estaba ahí, estábamos ahí siempre
y queríamos ir a buscarlo a Madrid, pero era imposible.
Finalmente, el tío del Freddy viajó al otro día. Primero
llegó a Santiago y luego consiguió un vuelo directo a Ma-
drid. Ese mismo día, La Estrella tituló: “Iquiqueño perdido
en Madrid”, y una foto grande del Freddy, una foto que
solo mostraba su cara, pero que fue tomada en el aeropuer-
to, pocos minutos antes de que se subiera al avión, y estaba
ahí, junto a nosotros. Era una foto grupal que el reportero
gráfico de La Estrella nos tomó, porque el Freddy, en un
arranque de personalidad, se lo pidió: sácame una foto con
mis amigos, por fa, le dijo y nos convocó a todos a rodearlo.
Esa foto salió publicada en el diario al día siguiente de
que el Freddy se fuera a Madrid.
Ahora de nuevo estaba ahí, aunque esta vez en la porta-
da, y solo salía su cara mirando de frente a la cámara.

El Freddy estuvo perdido nueve días más hasta que su


tío lo encontró en un pueblo cercano a Madrid, al lado de
las montañas. Nunca supimos detalles –en realidad todo lo
que supimos fue por medio de la prensa–, sin embargo con
los años logramos armar un relato de aquellos días, o más
bien de aquel reencuentro, porque el tío llegó a este pue-
blo español y lo vio ahí, en un río, bañándose junto a un
hombre mayor, quien lo había acogido durante esos días en
que nadie había tenido noticias de él. Un hombre solo que

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vivía cerca de la montaña; una casa antigua y grande, llena
de piezas que nadie usaba; un pueblo lleno de hombres
como él; un río.
Durante esos nueve días la prensa nacional estuvo
instalada en Iquique. Fuimos entrevistados por todos los
medios. Pensaban que nosotros sí sabíamos dónde estaba
el Freddy, pero la verdad es que no teníamos mucho que
decir. Solo podíamos hablar de cómo crecimos juntos, de
cómo fuimos dándonos cuenta de que con la pelota era
un genio, alguien que estaba a años luz de lo que nosotros
íbamos a poder ser alguna vez si es que nos esforzábamos.
Hablamos de ese tiempo, de esos partidos en El Mo-
rro. Hablamos de lo que hablamos siempre cada vez que
nos preguntaron sobre el Freddy y luego no hablamos más
porque lo encontraron y los periodistas se fueron todos a
Santiago, a esperar el vuelo que traería al Freddy de regreso
al país.
Pero no lo encontraron: en el aeropuerto Arturo Me-
rino Benítez sí había más de una salida, así que su agente
logró que saliera por otro lugar y lo instaló en un hotel,
junto a su tío, y lo que viene después ya no puedo contarlo
con certeza –ni siquiera con algunas dudas– porque en esa
parte de la historia nosotros empezamos a desaparecer, o
más bien desaparecemos de golpe.
El Freddy no volvió a Iquique.
El Freddy se quedó a vivir en Santiago: su agente logró
ficharlo en el primer equipo de Palestino, a la espera de
conseguir un contrato desde los Emiratos Árabes.
El Freddy debutó un domingo, en el Estadio Monu-
mental, frente a Colo-Colo: entró en el segundo tiempo y
pasó completamente inadvertido. Ningún diario destacó su
ingreso, solo apareció una nota breve en la que hablaban de
que era iquiqueño, de que se había probado en el Atlético

54
de Madrid y de que había estado perdido varios días en la
capital española.
Seguimos su campaña con Palestino ese año y el si-
guiente, a pesar de que nunca volvimos a hablar con él.
Después se fue a jugar, finalmente, a los Emiratos Árabes, y
supimos que regresó en algún verano a Iquique, pero ya la
distancia era irremediable.
La última noticia que supimos del Freddy es la que
aparece hoy en la portada de La Estrella y yo no soy ca-
paz de reproducirla, pero ahí está de nuevo esa imagen que
alguna vez también apareció en esas páginas: solo la cara
del Freddy mirando directamente a la cámara, la fotografía
cortada, pues al lado de él estábamos nosotros, en el ae-
ropuerto, acompañándolo, abrazándolo con fuerza, todos
sonriendo menos él, que miraba fijo a la cámara mientras
nosotros gritábamos y saltábamos y sonreíamos porque es-
tábamos seguros de que en unas horas él llegaría a Madrid
y triunfaría.
Hoy recuerdo que ninguno de nosotros dudó nunca
de eso.

55
1994-1995

Hay una imagen que resume perfectamente estos dos


años: Nestor Raúl Gorosito toma la pelota en la mitad del
campo y como vivía un par de segundos antes que el res-
to, siempre sabía dónde estaba Alberto Federico Acosta, su
compañero, el hombre de los goles, el que se movía con
una fuerza inusitada, indomable.
Como el Pipo Gorosito vivía en el futuro, siempre sabía
a dónde tenía que dar el pase para que el Beto quedara solo
frente el arco e hiciera lo que mejor sabía hacer en la vida:
definir, meter goles, darle alegrías a la gente, a la hinchada,
a nosotros.
Esa jugada se repitió una, dos, tres, diez veces en esos
dos años. Venían de ensayarla antes, claro: en San Lorenzo
y también en la selección argentina, cuando salieron cam-
peones de la Copa América en 1993.
Es difícil entender por qué dos jugadores que estaban
en un buen momento de sus carreras –en un momento
de madurez: tenían alrededor de 30 años– decidieron ve-
nir a jugar a Chile. Sin duda que fue un batatazo de los
dirigentes de Católica. Una de esas decisiones que nunca
más se vieron en San Carlos y a las que cuesta encontrarle
parangón en el fútbol chileno, porque no se trataba solo de
traer a dos buenos jugadores extranjeros, sino que a dos que
podían ir a otras ligas, a otros clubes.
¿Por qué vinieron a Chile Acosta y Gorosito? ¿Por qué
vinieron a Católica?
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Podríamos aventurar algunas respuestas, hablar de la
seriedad que transmite Católica como institución, pero la
verdad es que es difícil llegar al origen de todo. Porque el
dinero puede ser siempre un buen motivo, pero la liga chi-
lena nunca se ha destacado por eso –como sí lo ha hecho la
mexicana o la brasileña, en los últimos años, sobre todo–,
entonces las razones de esta decisión son otras. Quién sabe
qué los motivó. La única certeza que tenemos es que lo die-
ron todo, que brillaron, que hicieron que la gente volviera a
entender que el fútbol va más allá de los resultados. Porque
ese equipo jugaba con intensidad y talento, y sin embar-
go no fueron campeones del torneo chileno. Sí ganaron
la Copa Interamericana –el único trofeo internacional que
tenemos– y fue en una de esas finales que todo espectador
siempre desea –no así como hincha, porque no tiene gracia
sufrir más de la cuenta–, pero sí: hubo expulsados, palos,
goles en el último minuto. Hubo todo lo que uno exige:
Católica jugaba la final contra el Saprissa de Costa Rica
en noviembre de 1994. Competía, paralelamente, por el
campeonato nacional contra la U, y en un torneo donde no
se podían dar ventajas. Era uno de esos campeonatos que
solo se iba a definir en la última fecha. Católica en esta final
había perdido en la ida por tres goles a uno. Es decir, tenía
que dar vuelta el resultado. Y salieron a la cancha así, con
esa intención, dirigidos por Manuel Pellegrini.
Sí, Manuel Pellegrini, el mismo que en estos tiempos,
20 años después de esa final, brilla con luces propias en
las más importantes ligas europeas. Hoy es otra vida la de
Pellegrini, que se merece un libro entero por ser, sin duda,
el entrenador chileno más exitoso e importante de las úl-
timas décadas. Una historia que no empieza bien, claro,
porque el primer equipo que dirigió fue a la U y ese año
descendieron.

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Pero a esa altura, en 1994, Pellegrini ya había apren-
dido más de alguna lección, así que llegó a esa final con el
objetivo de dar vuelta el partido.
Y salieron con todo.
Y lograron hacer dos goles, pero el Saprissa, en un mo-
mento, los pilló desprevenidos y anotaron el descuento y
entonces empezó el drama.
Yo tenía siete años y ya sabía que ser de Católica signi-
ficaba, siempre, sufrir hasta el final. Tenía muy claro que
siempre podía ocurrir lo peor.
Y esa noche ya estaba ocurriendo lo peor, porque no
solo estábamos perdiendo la final con ese dos a uno, sino
que además el Beto Acosta se descontroló –algo nada
inusual en ese entonces– y lo expulsaron junto a un jugador
del Saprissa, que ya estaba jugando en ese momento con 10.
Y el reloj avanzaba, y Pellegrini había mandado a la can-
cha a un joven Sebastián Rozental que ya mostraba su ta-
lento, y a Juvenal Olmos, que iba a cambiar la historia del
partido. Pero eso solo ocurriría cuando el partido ya se ter-
minaba, cuando Charly Vázquez había abandonado la de-
fensa y se instaló en el área, para pivotear, para agarrar algún
rebote, para conectar los centros que tiraba Rodrigo Barre-
ra o el Pipo Gorosito, que no perdía la calma, que seguía
habilitando a sus compañeros con ese talento de un “10”
absoluto, que quizás en el fútbol de hoy no podría existir.
Católica atacaba y atacaba y Saprissa no bajaba la guar-
dia hasta que en el minuto 90 –sí, ya les dije que este par-
tido tuvo todo lo que uno exige como espectador–, Mario
Lepe lanzó un centro al área, y Charly Vázquez se elevó y
habilitó con el pecho a Juvenal Olmos, que no lo dudó
mucho: le pegó con fuerza, el arquero no pudo hacer nada
y el estadio explotó: se iban a alargue.
Católica seguía con vida.

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Y siguió con más vida que su rival, porque en el tiempo
extra continuó atacando hasta encontrar los dos goles que
le darían finalmente el título –el gol que hace Miguel Ardi-
man es producto, sobre todo, del coraje–, el primer y único
título internacional que tenemos, además de ser el primer
título de Manuel Pellegrini.
El problema es que un par de días después iban a jugar
el partido más importante del año, el clásico con la U y
perdimos, con un gol ilegítimo de Salas, con un hombre
menos –habían expulsado al Pipo Gorosito en el primer
tiempo– y entonces el campeonato se hizo irremontable.
En realidad ese campeonato se perdió antes, con un par
de empates injustificados, pero qué más íbamos a hacer:
Universidad de Chile tenía en su equipo al que es, para mí,
el mejor jugador chileno –sin dudas– de las últimas déca-
das. Y, por qué no, quizá de todos los tiempos, si es que no
existiera Elías Figueroa.
Pero ocurrió eso: que nos tocó jugar contra el que iba
a ser el goleador histórico de la selección chilena y que ese
año explotó. En ese campeonato de 1994, Marcelo Salas
demostró que iba a ser un grande. Y chocamos contra él y
contra nuestros propios fantasmas, también.
Nunca pudimos revertir eso. Ni siquiera al año siguien-
te. Porque de alguna forma sabíamos que no había justicia.
Es cierto, el fútbol nunca ha sido justo, pero no podíamos
creer que ese equipo no saliera campeón. Era absurdo. No
había explicación: el Beto Acosta metió 33 goles, Pipo Go-
rosito fue elegido el mejor jugador del año, Pellegrini tuvo
un 80 por ciento de rendimiento.
Las estadísticas son brutales.
Pero el fútbol nunca ha tenido que ver con eso.
Y tampoco tiene que ver, solamente, con ganar.
Puede ser una comparación hiperbólica, pero qué más

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da: la selección de Holanda de la década del 70, “La Naran-
ja Mecánica”, llegó a dos finales del mundo, y cambió para
siempre la forma de jugar, pero no logró salir campeón. Y
a pesar de eso, hoy se la recuerda más que muchos equipos
que sí lograron ser campeones mundiales.
O la selección de Hungría que jugó el Mundial del 54
en Suiza: era, sin duda, el mejor equipo del torneo, el que
llegó invicto después de cuatro años, el que le metió ocho
goles a Alemania en el segundo partido del Mundial, el
“Equipo de Oro”, el antecedente de “La Naranja Mecáni-
ca”, del fútbol total, de esa forma de jugar que hoy resulta
la más atractiva: una máquina colectiva de hacer goles, de
defender, de armar un espectáculo que en ese entonces era
vanguardia pura.
No deja de ser desconcertante y perturbador que ambas
selecciones perdieran la final del Mundial ante Alemania.
Pero eso es otra historia.
Lo que quiero decir es que más allá de los triunfos, de
los campeonatos, del éxito, hay otra cosa más fuerte, más
importante, más perdurable también: Católica nunca ha
vuelto a tener, en estos 20 años que han transcurrido desde
entonces, un equipo tan memorable como el que compitió
en los torneos de 1994 y 1995.
Después de eso llegaron campeonatos –y no pocos–,
pero la mística y el deslumbramiento por ver jugar a un
equipo como el que dirigía Manuel Pellegrini es algo que
no se ha vuelto a repetir.
Lo que pasa es que la memoria, a pesar de ser arbitraria
y tramposa, no siempre se guía por los triunfos.
Esa Católica que deslumbró es algo inolvidable.
Y hoy parece irrepetible.

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Alberto Federico Acosta: Toro Salvaje

Alberto Federico Acosta tenía problemas para definir.


Se ponía nervioso ante el arquero. No sabía proteger el
balón. No sabía girar. Tenía problemas para encarar, para
echarse el equipo al hombro. No era lo suyo, el prota-
gonismo no era lo suyo. Quería pasar inadvertido en la
cancha, quería ser uno más, no destacar, no provocar, no
intimidar.
Basta mirar cualquiera de los videos que circulan en
YouTube con sus goles por Católica para desmentir todo
esto que estoy diciendo. Por ejemplo, hay un gol que le
hace a La Serena, en el campeonato de 1994, y que de-
muestra que no solo era un centrodelantero lleno de fuer-
za, sino también un jugador inteligente, de esos que jue-
gan sin pelota, que antes de recibir el pase ya tienen claro
cuál es el movimiento: Acosta está en la entrada del área,
de espalda al arco, con un jugador de La Serena pegado
a él. Entonces, Lepe le da un pase –un pase sin ventaja,
hay que decir, un pase que podría ser perfectamente in-
trascendente– y Acosta en vez de recibirlo y aguantar de
espalda al arco, lo que hace es mover el cuerpo –y con eso
al defensor– para que la pelota avance y entonces con ese
movimiento casi imperceptible logra hacer un espacio en
la mitad del área, la pelota corre, Acosta la sigue y queda
solo frente al arquero.
Acosta solo contra un arquero era, casi siempre, lo

61
mismo que decir gol. Así de simple. No había dudas. Casi
nunca fallaba. No titubeaba. Era su naturaleza, era lo lógi-
co: estar frente al arquero y definir.
Acosta era un monstruo. Era un ser indomable, uno de
esos jugadores que ahora se dan muy de tarde en tarde. Era
ese jugador que todo hincha desea tener en su equipo y no
en el enemigo, porque encarna aquellas características que
nos hacen perder la razón y convencernos de que el fútbol
es más una historia de voluntades que una de talento: he-
mos visto demasiados jugadores talentosos perderse en el
camino, pero muy pocos en los que prime la voluntad. No
quiero decir con esto que Acosta no fuera talentoso: lo era
indudablemente, pero me parece que lo más excepcional
en él era esa voluntad por querer ganar, siempre, por no
arrugar nunca.
Era impresionante. Tanto así, que muchas veces su tem-
peramento terminaba por sobrepasarlo. Las tarjetas rojas
se multiplicaban, las discusiones con los jugadores de los
otros equipos, con los árbitros.
Pero daba lo mismo. Ver jugar al Beto Acosta era pre-
senciar un verdadero espectáculo. Lograba darle sentido
a todo, porque sabías que nunca iba a pasar inadvertido,
porque nunca iba a dejar de querer ser protagonista. Y no
hablamos aquí de individualismo, sino de entender el fút-
bol como esa competencia donde lo estás apostando todo.
Daba gusto verlo jugar: sabías que no se guardaba nada,
que no calculaba. Fue una bestia: ese año 1994 metió 33
goles y se consagró goleador del torneo. Las palabras no son
suficientes, es preferible admitirlo desde ya: Acosta era uno
de esos personajes inolvidables; inabordables, también.
Yo creo que si algún escritor podría haber narrado su
vida, ese probablemente hubiera sido el austriaco Tho-
mas Bernhard o Céline, que eran expertos en retratar a

62
personajes rabiosos y desbordados, llenos de talento, llenos
de voluntad.
Eso era el Beto Acosta.
Y me los imagino escribiendo con profunda intensidad
el capítulo de cuando en ese clásico contra la Universidad
de Chile el Beto Acosta perdió toda sensatez y en una ju-
gada que podía parecer intrascendente, la convirtió en otra
cosa: en un lugar determinante, ahí, en la mitad de la can-
cha, cuando va forcejeando con Luis Musrri por una pelota
que se escapa hacia la banda, y entonces en ese forcejeo el
Beto Acosta se transforma en Jake La Motta –el protago-
nista de Toro Salvaje, de Scorsese– y le pega un combo que
deja nocaut a Musrri, ahí, en el piso, con la cara que se le
empieza a hinchar de inmediato. El árbitro primero le pone
amarilla, pero después el juez de línea lo llama y le dice que
fue un combo, así que el árbitro –que era Salvador Impe-
ratore– le muestra la roja y deja a Católica con nueve ju-
gadores, pues antes había sido expulsado el Piri Parraguez.
Meses después, el mismo Imperatore iba a ser el árbi-
tro que en El Salvador cobraría un penal a favor de la U
que no existió, lo que terminó por darle el título de 1994.
Pero eso iba a ser el futuro, otra historia, porque se acababa
el primer tiempo en el Estadio Nacional y Católica esta-
ba empatando con la U, pero se iba al descanso con dos
hombres menos y con toda la sensación de que ese partido
estaba prácticamente perdido. Pero lo genial del fútbol es la
imposibilidad de predecir los resultados, la imposibilidad
de imaginarlos siquiera, porque Católica volvió al campo
de juego y entonces vino una falta intrascendente, muy le-
jos del área, que a nadie pareció interesarle, excepto al Pipo
Gorosito, que se puso detrás de la pelota y que vio cómo
Charly Vázquez corrió desde su área hasta el arco de la U
y esperó que ejecutara el tiro libre y ahí, solo, rodeado de

63
defensas azules, solo contra el mundo, se elevó y cabeceó el
pase –porque eso no fue un centro, sino un pase del Pipo–
y ninguno de los 64.862 espectadores que estaban en el
Nacional creyó lo que estaba viendo: gol, gol de Católica,
gol con dos hombres menos, gol de ese argentino inmenso
que le ganó en el aire a todos los defensas que lo rodeaban.
Católica uno, la U cero, y así terminaría el partido,
porque Nelson Tapia iba a taparlo todo en ese día épico que
se iba a quedar para siempre en nuestra memoria: el combo
del Beto, el centro del Pipo, el gol de Charly Vázquez. Un
partido perfecto.
Al año siguiente, Acosta volvería a ser protagonista de
un clásico, aunque esta vez haciendo goles, como fue esa
jornada del 12 de abril, por la Copa Libertadores, cuando
le ganamos a la U por 4 a 1 en el Nacional y Acosta hizo
dos golazos: el primero –de antología, de esos que él nunca
ha olvidado y que muchas veces dice que ha sido el mejor
de su carrera–, cuando Gorosito hace un cambio de frente
en dirección al área, a una esquina del área, y el Beto re-
cibe de pecho, pero en vez de amortiguarla y dejarla caer,
lo que hace es darse un autopase con el pecho y así se saca
al defensa de la U, a Cristián Romero, y queda solo frente
al arquero, en una jugada impresionante, un lujo de otro
planeta, ese autopase que nadie lo esperaba y queda solo
frente a Sergio Vargas, y ya sabemos qué venía cuando ocu-
rría eso: un disparo potente y a cobrar. El otro gol, menos
lujoso pero igual de rotundo, fue cuando recibió de espalda
al arco, giró, se sacó a un defensa y nuevamente solo frente
a Sergio Vargas.
Era así el Beto Acosta: podía hacer goles de cabeza, de
izquierda, de derecha, desde fuera del área o ahí, definien-
do con sutileza en el área chica. Era una máquina de hacer
goles, no cedía nunca, era Jake La Motta esquivando golpes

64
y dejando nocaut a los rivales, viviendo su propia novela en
cada partido, jugando siempre como quien no tiene miedo
a enfrentar la vida al borde del abismo, sabiendo perfecta-
mente que hay que dejarlo todo porque mañana puede ser
tarde.
En 1995 el Beto Acosta ganaría la Copa Chile, pero
bajaría su nivel y a fin de año, después de perder el cam-
peonato con la U, Católica lo vendería, junto al Pipo, al
Yokohama Marinos de Japón.
Así terminaría la primera parte de esta historia con Ca-
tólica, sin conseguir el campeonato nacional.
Pero dos años después volvería a pagar esa deuda.

65
Néstor Raúl Gorosito:
el hombre que vivía en el futuro

Creo que fue viendo jugar al Pipo Gorosito que enten-


dí que el fútbol era algo más que ganar o perder. Sí: ver a
Gorosito conduciendo la pelota o dando un pase imprede-
cible era algo que iba más allá de si uno ganaba o perdía,
no importaba el resultado final, sino verlo ahí, moviéndose
en la cancha, con una elegancia soberbia, porque nunca
había un movimiento demás, no, todo era profundamente
calculado porque el Pipo Gorosito parecía vivir en el fu-
turo, es decir, siempre sabía a quién tenía que dar el pase,
incluso antes de tener la pelota en sus pies: observaba el
juego con un par de segundos de antelación y eso lo hacía
ser un hombre superdotado, el 10 que todo equipo quiere
tener, un 10 clásico de esos que ya no existen –quizás el
último sea su compatriota Juan Román Riquelme, que pa-
rece jugar siempre a otro ritmo que sus compañeros, con
una lentitud que no es tal, con una parsimonia que solo
pueden insinuar los talentosos, los que no tienen miedo
de llevar la pelota más tiempo del aconsejable, los que ha-
cen que el fútbol tenga realmente sentido–: un jugador
cuyo talento no reside solo en lo físico, sino sobre todo
en la cabeza, en su inteligencia para leer el juego como si
estuviera fuera de la cancha, observando desde la distancia.
Como un entrenador. Ese tipo de jugadores-entrenadores
que son fundamentales, pues terminan ordenando a los

66
equipos, entregando las indicaciones que los entrenado-
res no pueden dar mientras avanza el juego. Gorosito era
eso: un líder absoluto, alguien que hacía la pausa necesaria
cuando todos parecían perder la cabeza, o que aceleraba
cuando el equipo necesitaba sorprender, pero a nadie se le
ocurría qué hacer con la pelota.
Y era, sin duda, irremplazable.
Quizá más irremplazable que el Beto Acosta, al menos
en el esquema que planteaba Manuel Pellegrini. Basta re-
cordar, de hecho, que ese clásico con la U en el que Católica
gana con dos hombres menos, termina así principalmente
porque Gorosito supo administrar los pocos pero certeros
ataques que tuvieron, incluyendo esa jugada del gol, que es
una avivada del Pipo, que es una muestra perfecta de su ta-
lento inconmensurable: un pase largo a la cabeza de Charly
Vázquez, quien estaba solo en el área de la U, sin ningún
compañero, rodeado de defensas azules. Pero así y todo el
pase de Gorosito fue tan preciso, que terminó en gol.
Ese era Gorosito: un hombre que parecía no alterarse,
que parecía tener siempre el control de todo y eso transmi-
tía una serenidad encomiable.
Quizá por eso también el partido que jugaron meses
después con la U, cuando quedaban pocas fechas para que
terminara ese torneo de 1994, fue tan difícil para Católica,
pues en ese encuentro el Pipo Gorosito se fue expulsado
en el primer tiempo por doble amarilla. Sí: en el clásico
anterior se iba expulsado Acosta y en este el Pipo. Era un
equipo temperamental esa Católica de 1994-1995. Un
equipo profundamente intenso. Y ese partido con la U era
fundamental, pues iban peleando muy estrechamente por
la punta del campeonato, y el partido estaba muy equili-
brado en ese primer tiempo –el Beto Acosta estuvo a punto
de meterla, cuando Sergio Vargas salió mal hasta el borde

67
del área y el Beto hizo un globo y un defensa de la U la
sacó de la línea: qué historia se hubiera escrito si esa pelota
entraba–, pero entonces vino la expulsión de Gorosito y el
partido se transformó en otra cosa, pues, como dije, el 10
de Católica en ese esquema era realmente irremplazable.
De ahí en adelante Católica perdió el rumbo, la U se
fue con todo, Pato Toledo tapó varios mano a mano hasta
que vino el gol de Marcelo Salas. Un centro desde la iz-
quierda, un pivoteo, Salas queda en posición de adelanto
pero a quién le importaba eso: gol de Salas, la U gana el
partido por uno a cero y el campeonato se define, en gran
parte, ese día, sin el Pipo Gorosito en cancha.
Sí: era realmente irremplazable. Y lo sería por muchísi-
mos años más, pues Católica no volvería a encontrar a un
10 a su altura sino hasta mucho tiempo después. Porque
Gorosito era un jugador extraordinario. Puede que sea el
pelo –ese pelo frondoso que llevó durante mucho tiem-
po– y la época, quizá, pero era difícil no compararlo con
Carlos Valderrama, que era un 10 excepcional y con el que
compartían ese talento para habilitar a los delanteros como
quien está destinado a hacerlo durante toda su vida: dar
pases que terminen en gol. Eso hacía Valderrama, eso ha-
cía el Pipo: encontrar un espacio donde no lo había, crear
una jugada de peligro donde otros no lograrían hacer nada.
Hoy, desde Chile, quizá el único que es capaz de hacer eso
es Jorge Valdivia, que tiene esa impronta de 10 clásico: el
que no se cansa de habilitar a sus compañeros para que
hagan goles. Pero quizá Valdivia es un poco más físico que
el Pipo, mucho más estacionado en el mediocampo, y sin
cansarse nunca de distribuir el juego.
Hoy, esa posición del 10 clásico está casi extinta. O en
realidad ha sido reemplazada por la figura de ese medio-
campista que está un poco más adelantado que el 5, pero

68
que tampoco se olvida de marcar: una especie de David Pi-
zarro, de Marcelo Díaz, de Tomás Costa o de Patricio Or-
mazábal, que me parece fue uno de los primeros jugadores
chilenos que me tocó ver practicar esa posición: pasar de
ser un volante de contención a uno mixto, o, más bien, un
hombre capaz de habilitar a sus compañeros como también
de quitar balones con la misma exactitud.
Pero eso iba a ocurrir años después. En 1994 y 1995,
Gorosito era el dueño del mediocampo de Católica y se
apoyaba en la dupla de contención –Lepe/Parraguez– y
en ese volante libre que era Lunari, y en los carrerones de
Tupper: así jugaba Católica, mientras arriba Acosta no se
cansaba de meter goles poco después de que Luka Tudor
quedara en los registros con los siete goles que le hizo a De-
portes Antofagasta en San Carlos de Apoquindo. Ya apare-
cía un jovencísimo Sebastián Rozental, que después sería
una de las figuras más promisorias de Católica. Pero el que
organizaba la fiesta era Gorosito: la pelota siempre tenía
que pasar por sus pies, y él nunca se escondía, al contrario,
quería estar ahí, orquestar cada triunfo. Y muchas veces
hizo goles –goles a la U, goles a Colo-Colo– y nos enseñó
cómo se pateaban los tiros libres.
Gorosito nos enseñó, a los que éramos niños en los 90,
a los que vivíamos obsesionados con el fútbol, a los que
podíamos pasar tardes enteras jugando, que lo realmente
importante no era hacer goles, sino hacer que los demás
hicieran goles, que todo fuera siempre una fiesta intermi-
nable.
Gorosito nos hizo entender que la elegancia era un ta-
lento mayor y que no todos la tenían, ni la iban a poder
tener, por más que se entrenaran, por más que uno se pre-
parara: la clase era algo que provenía de un lugar descono-
cido, un lugar privilegiado.

69
Y en 1994 fue elegido el mejor jugador del campeonato
chileno. Y en 1995 emigró con el Beto Acosta, pero regresó
en 1999 para retirarse finalmente del fútbol vistiendo la
camiseta de Católica en 2001, en un gesto que solo habla
de su amor por el club, de su lealtad, de su clase.
Nunca más Católica tuvo un 10 de su clase, aunque se-
ría injusto con los jugadores que vinieron después. Lo que
quiero decir es que después de Gorosito, es difícil rastrear
en el fútbol chileno un 10 que tuviera su talento, su elegan-
cia, pues también hay que admitir que el fútbol cambió.
Lo que no cambiará nunca, eso sí, es el goce que pro-
duce ver los videos que lo muestran ahí, en la cancha, reci-
biendo, tocando, sabiendo qué hacer antes de que le llegue
la pelota a los pies.
Es un goce ver esos videos y comprobar que sí, que
Gorosito era un jugador excepcional y que vivía varios se-
gundos adelantados al resto.
Era el hombre que vivía en el futuro y que nos enseñó
a entender un poco más y un poco mejor qué es el fútbol.

70
Raimundo Tupper (1969-1995)

Supe que tenía que escribir este libro la mañana de un


jueves de 2013, cuando entré a la sala donde empezaba
a dictar un taller de escritura autobiográfica para adultos
mayores y escuché cómo los alumnos se presentaban, uno
a uno, hasta llegar a ese hombre delgado que dijo llamarse
Andrés Tupper.
Era el papá de Raimundo.
Ese día se presentó y habló, inevitablemente, de su hijo.
Yo no supe muy bien qué decir, pero lo escuché atentamen-
te y luego se presentó otro alumno, y luego otro, y el relato
de Andrés Tupper se fue confundiendo con la vida de sus
demás compañeros.
Sin embargo, una vez que se terminó esa primera cla-
se me quedé pensando en la coincidencia: ¿por qué justo
uno de los alumnos del taller iba a ser padre de Raimundo
Tupper?
Pensé, en ese momento, que en las próximas clases po-
dría conversar con él. Pensé también que iba a tener el privi-
legio de leer su relato autobiográfico en el que, seguramente,
hablaría de su hijo, de aquella intimidad que desde afuera
no podríamos comprender. Pero casi no fue a clases. Volvió
una o dos veces, pero no fue suficiente para que pudiéra-
mos conversar. En realidad no sé qué le hubiera dicho: que
admiraba a su hijo, que para muchos de mi generación fue
un golpe muy extraño, que todavía recuerdo perfectamente

71
el gol que le hizo a Colo-Colo en el Nacional. Su último
gol por un partido oficial. Pero no sé si hubiera tenido sen-
tido hablar. Me hubiera gustado escucharlo, porque para
muchos, también, Tupper siempre fue un relato inexpli-
cable: demasiados silencios, demasiada contención, y ese
final abrupto. Era difícil entender qué pasaba.
Ahora que lo pienso, para mí fue una de las primeras
veces que me enfrenté a la muerte. Creo, de hecho, que
Raimundo Tupper fue el primer muerto de mi vida. El pri-
mer muerto que me tocó ver, aunque fuera a la distancia.
También fue, creo, la primera vez que tuve conciencia
de cuán frágil podía ser un jugador de fútbol. Aunque es
cierto que Tupper era una excepción: había en él una sen-
sibilidad que no se da mucho en aquellos que se dedican a
jugar a la pelota. Hay jugadores temperamentales –Católi-
ca ha tenido varios–, jugadores de una sensibilidad distinta,
jugadores que dudan y se deprimen. Pero todos ellos son
una excepción: el fútbol requiere cierta disciplina y cierta
brutalidad que no es fácil de explicar.
Requiere también, por sobre todo, una voluntad abso-
luta. Pero hay jugadores que tienen sus momentos. Basta
ver a Lionel Messi, por ejemplo, que parece ser una máqui-
na de ganar, pero que siempre da la sensación de que en su
absoluto silencio hay algo que un día va a explotar y no sé
muy bien qué significa eso.
El mejor jugador que me ha tocado ver en mis 26 años
es Zinedine Zidane. O al menos el que más me ha impre-
sionado, especialmente por esa elegancia salvaje con la que
se movía en la cancha: parecía lento, pero era más rápido
que los demás; dribleaba con una elasticidad que no se la
he visto a otro jugador; metía goles y pases imposibles; era
un fuera de serie. De eso no hay dudas. Y siempre me llamó
la atención esa forma extraña de ser: una suerte de timidez

72
que no era real, pero que lo hacía ver como un tipo parsi-
monioso.
Hasta que vino esa noche fatal en Berlín, cuando Fran-
cia jugó la final del Mundial contra Italia, en 2006, y Zida-
ne perdió el control.
Cabezazo a Materazzi, Francia con un hombre menos,
penales, triunfo de Italia. Una noche oscura e indescifrable.
Zidane que no volvería a pisar una cancha de fútbol, por-
que ese partido iba a ser el último de su carrera.
Pero lo que quiero decir es que Zidane también tenía
una sensibilidad distinta, igual que Raimundo Tupper,
igual que otros jugadores que parecen pensar mucho más
que el resto, darle más vueltas al asunto de lo necesario.
Con Raimundo Tupper yo entendí eso, y quizá por lo
mismo me han deslumbrado siempre jugadores que pare-
cen tener un temperamento distinto a la media. No sé si
son los mejores, pero se nota que juegan de otra forma.
Creo que innegablemente siempre son talentosos.
Tupper lo era: basta ver cómo funcionó, a lo largo de su
carrera, en distintas posiciones, pues fue durante un buen
tiempo delantero, un punta extremo, de esos que desbor-
dan y meten goles, pero finalmente Pellegrini lo terminaría
utilizando como lateral –a veces por la derecha, luego por
la izquierda–, lo que habla de su poder de adaptación, de su
talento inagotable. Basta recordar, también, ese gol que le
hizo a Colo-Colo en el Nacional, el último gol que hizo en
un partido oficial, cuando jugaba como lateral de esa Cató-
lica de 1994, y entró al área por la izquierda y le pegó a la
pelota de primera, con la derecha, clavándola en el ángulo
izquierdo del Rambo Ramírez.
La lógica decía que había que pegarle con la izquierda,
dejar que la pelota viniera y pegarle con esa pierna, pero
Tupper logra girarse levemente y en lugar de hacer lo que

73
casi todos harían, convierte un gol de esos que yo no sé si
se han vuelto a hacer en el Nacional.
Yo al menos no recuerdo un gol así: clavarla en el ángu-
lo más lejano de Ramírez, que se sorprende porque Tupper
hace lo distinto, una pequeña genialidad.
Después de eso vendría la gira por Costa Rica y llegaría
esa mañana, el viaje desconocido a aquella azotea del hotel,
desde donde se lanzaría, y la muerte: esa fractura que iba a
marcar para siempre a Católica.
Raimundo Tupper tenía 26 años y sufría depresión en-
dógena.
Raimundo Tupper tenía 26 años cuando decidió cor-
tar la historia de un grupo de jugadores talentosos, como
nunca más se vio en San Carlos de Apoquindo. Ese equipo
inmenso de 1994-1995, que mereció ganarlo todo, pero
que finalmente no consiguió el campeonato, parecía estar
destinado a vivir cerca de la tragedia.
En septiembre de 1995 Católica saldría campeón de la
Copa Chile, frente a Cobreloa, y ese campeonato estaría
dedicado completamente a Tupper: los goles, los cánticos
de la barra, las palabras de los jugadores después del par-
tido.
Era una suerte de premio de consuelo, una forma de
pasar la pena, de tratar de entender que la vida tenía que
continuar.
Pero no hubo caso.
El equipo sin Tupper nunca fue el mismo.
La fractura fue muy profunda, muy dolorosa.
Yo creo que a veces seguimos sin poder recuperarnos,
completamente, de esa pérdida.

74
Sebastián Rozental: ídolo de juventud

Recuerdo que en ese tiempo necesitábamos ídolos, refe-


rentes, gente que nos pareciera inspiradora, que nos hiciera
recobrar la fe que habíamos perdido después de que Acosta
y Gorosito se fueran, después de que el Mumo Tupper nos
dejara, después de perder inexplicablemente los campeona-
tos de 1994 y 1995.
Necesitábamos un ídolo porque los de la U tenían a
Marcelo Salas y los del Colo se aferraban a Zamorano, que
no había jugado por ellos pero se declaraba colocolino.
Es en ese contexto en el que aparece Sebastián Rozen-
tal. Lo hace en 1995 mostrándose como una joven revela-
ción junto al Beto y al Pipo. Pero es, particularmente, en
1996 cuando nos damos cuenta de su talento, cuando nos
deslumbramos con sus jugadas y sus goles, con esa zurda
que dejaba jugadores desparramados en el suelo y que no
titubeaba a la hora de disparar al arco. La zurda de los ti-
ros libres, de los goles de fuera del área, la de la definición
exquisita y que terminó valiendo cerca de siete millones
de dólares –una cifra altísima para la época, pues Rozental
partiría por ese dinero al Glasgow Rangers de Escocia sin
haber tenido que pasar por otra liga, como ocurría y sigue
ocurriendo con los futbolistas chilenos para valorizarse an-
tes de emigrar a Europa–, y que a la larga sería la venta más
cara que ha realizado Católica en su historia.
Pero tengo un recuerdo particular de Rozental, y fue ese

75
17 de agosto de 1996, cuando jugamos contra Colo-Colo
y Rozental metió tres goles: ese día yo cumplía nueve años,
ese día no pude ver el partido frente a un televisor –vivía
todavía en Iquique–, pero sí recuerdo que lo escuché por
la radio y que estábamos arriba de un radiotaxi, junto a
mi mamá, volviendo de su trabajo, cuando Sebastián Ro-
zental metió el tercer gol y empatamos, y yo creo que grité
fuerte y le dije al conductor que subiera el volumen de la
radio. No sé si él era de Católica o del Colo o de quizá qué
equipo, pero se lo pedí por favor y grité el gol de Rozental
porque ese partido parecía que lo perdíamos: Colo-Colo
tenía un equipazo: Marcelo Espina, Ivo Basay, Fernando
Vergara, Marcelo Barticciotto y Marcelo Ramírez, entre
otros, iban a ser campeones en 1996, 1997 –torneo de
clausura– y 1998.
No sé por qué recuerdo con tanta claridad ese parti-
do, ese hat trick de Rozental: quizá porque estaba de cum-
pleaños, quizá porque ya en ese entonces el 22 de Católica
era uno de mis ídolos, un jugador que tenía elegancia pero
también fuerza, que era habilidoso y que metía goles, mu-
chos goles que lo llevaron a ser, en esos años, una de las
promesas del fútbol chileno, el único que podía acercarse al
talento de Marcelo Salas, que ya en ese entonces empezaba
a brillar en River Plate.
Recuerdo perfectamente cuando Rozental se despi-
dió en San Carlos, ganando la liguilla que nos dejaba en
la Copa Libertadores de 1997, en un partido para olvidar
contra Cobreloa, que se alargó hasta los penales: Rozental
falló el suyo, parecía que la noche sería un desastre, pero
Nelson Tapia lo tapó casi todo y terminamos ganando, y
se hizo un homenaje a Rozental. Una despedida en grande,
porque se iba al Glasgow Rangers, porque se iba a Europa,
porque iba a tener la posibilidad de jugar la Champions,

76
porque era el primer paso para luego saltar a algún grande
de Europa, que era su destino inevitable, o al menos eso
pensábamos en ese tiempo, cuando nos acordábamos tam-
bién de su actuación en la Sub 17 que salió tercera en el
Mundial de Japón: que Rozental no tenía techo, que pro-
metía tanto como Salas.
Entonces, nos hicimos hinchas del Glasgow Rangers,
investigamos sobre Escocia, nos ilusionamos por la poca
distancia que lo separaba de Inglaterra e imaginamos un
futuro ahí, en el Manchester United o en el Arsenal o en
el Liverpool, un futuro esplendoroso. Pero vino el debut,
un gol en el debut, y luego una lesión en la rodilla que lo
dejaría inactivo un par de meses, eso decía el primer par-
te médico, pero esos meses se terminarían convirtiendo en
años, más de dos años, por negligencias, por mala suerte.
Quién sabe por qué.
Ahí se acabó todo.
Después volvería un par de veces a Católica, pero no
sería el mismo.
Entremedio de estas idas y vueltas, Rozental firmaría un
año por Colo-Colo y entonces su relación con la hincha-
da de Católica viviría un quiebre casi absoluto: volverían a
aparecer ciertos fantasmas que habían vinculado a Rozental
con Colo-Colo durante su infancia y adolescencia, y la hin-
chada no perdonaría esta traición.
Nada más difícil que perdonar a un jugador que se va
al equipo contrario, al enemigo, aun cuando me cuesta no
recordar con cariño esos años de Rozental en Católica.
Sería una mentira no recordar con alegría sus goles, sus
jugadas y esa noche en el Nacional cuando le hizo tres al
Colo. Si me prometí algo antes de escribir este libro, fue,
justamente, no mentir, no ceder, no escribir lo que el resto
quiere leer, sino escribir lo que quiero –y necesito– escribir.

77
Y me acordé, entonces, de Rozental. Me acordé que
tuve la camiseta con el 22 en la espalda. Me acordé de
cuántas alegrías me dio. Y me acordé, también, de que en
algún momento nos olvidamos, injustamente, de él.
Ese es un problema de nosotros, los cruzados: que nos
olvidamos con demasiada facilidad de las cosas realmente
importantes, de aquellos que nos hicieron felices, de aque-
llos que nos enseñaron cuán hermoso puede ser el fútbol.

78
Alberto Federico Acosta: el regreso

Iban dos minutos de juego cuando el Beto Acosta em-


pezó a pagar la deuda que había dejado en 1995, cuando
se fue de Católica sin poder conseguir el campeonato na-
cional.
Dos minutos y ahí estaba el Beto, elevándose por los
cielos para conectar ese centro de Caté y meter el primer
gol de Católica en la final del campeonato de 1997 contra
Colo-Colo. Ahí estaba el Beto Acosta, saltando más que to-
dos y fusilando a Marcelo Ramírez con un cabezazo de an-
tología, una imagen imborrable, un gol que significaba que
por fin yo tendría la posibilidad de ver campeón a Católica,
por fin iba a tener ese privilegio, porque ya iban 10 años sin
salir campeones, 10 años desde el título de 1987, y el Beto
Acosta en el aire, ganándole a los defensas de Colo-Colo
cuando el partido recién comenzaba, cuando nadie espera-
ba que Católica saliera con ese ímpetu, porque se supone
que el campeonato sería de Colo-Colo una vez más. Pero
estaba el Beto Acosta y estaba su rabia y su necesidad de
venganza, y su hambre, que siempre fue inconmensurable.
Estaba ese equipazo de Colo-Colo, pero también estaba el
Beto Acosta y Ricardo Lunari, que le ponían un coraje que
en estos tiempos se extraña muchísimo, porque en ellos no
solo había talento, sino también la necesidad de cerrar de
una buena vez aquella historia que había comenzado en
1994, con ese equipo legendario y que había tenido ese

79
momento terrible que fue el suicidio de Tupper, una histo-
ria que parecía cerrarse con esa muerte, pero que Lunari y
Acosta estaban convencidos de que no podía terminar ahí,
de que el final debía ser una alegría, y prepararon todo para
que esa noche de junio de 1997 los cruzados celebraran un
título y se lo dedicaran a Tupper, porque era la única forma
de cerrar ese ciclo, allá, bien arriba, en lo alto, en ese lugar
adonde se elevó el Beto Acosta en el segundo minuto de
partido y conectó esa pelota que sería el inicio del triunfo
de Católica, un partido rotundo, inolvidable, que no solo
significaría el título número siete del club, sino algo mucho
más importante e indecible, algo imposible de explicar con
estas palabras, porque era la rabia y la pena, porque era la
justicia y el goce, porque era el Beto Acosta dejando la vida
en el Estadio Nacional junto a ese cómplice perfecto que
fue David Bisconti, un argentino completamente desco-
nocido que terminó convirtiéndose en el goleador de ese
Torneo de Apertura, con 15 goles en 15 partidos. Números
redondos y perfectos para una dupla redonda y perfecta,
de esas que de vez en cuando aparecen por nuestras can-
chas: se supone que Bisconti venía a jugar de 10, pero se
convirtió en el goleador y le dio la posibilidad a Acosta de
demostrar que no solo era un hombre de gol, sino también
un habilitador certero, que no tenía problemas para jugar
por las bandas o retrasarse un poco, que no tenía proble-
mas para que otros hicieran el gol, porque Acosta volvió
más maduro de Japón, pero sin perder la intensidad ni la
ambición. En el área seguía siendo indomable, pero en esta
ocasión su juego sirvió para que todo el equipo anduviera
perfectamente, un equipo que tenía en la defensa a Javier
Margas –pasando uno de sus mejores momentos– y en el
arco a Tapia –que también vivía su esplendor, poco antes
de ir al Mundial de Francia 98–, y en el medio estaban

80
Lepe, Parraguez, Jaime Pizarro y los volantes externos, que
eran Lunari –qué golazo se mandó Lunari en esa final, re-
cibiendo un pase de Caté, figura de ese partido, y dejando
a dos hombres en el camino y definiendo con sutileza para
asegurar el título, el tercer gol contra Colo-Colo, un gol
con el que se sacaba la rabia y la pena, un gol que era para
Raimundo Tupper y para todos esos compañeros que pasa-
ron por Católica en 1993, 1994, 1995 y 1996, pues Lunari
era un sobreviviente de todas esas batallas, lleno de talento,
de inteligencia–, y junto a él, por el otro extremo, un joven
Alejandro Osorio, que manejaba la pelota con ligereza y
habilidad.
Era un equipazo, comandado por Fernando Carvallo,
y que en esa final anuló completamente a Colo-Colo, que
llegaba invicto y con el favoritismo. Pero esa noche era de
Católica, esa noche era del Beto Acosta, que aguantó solo
arriba gran parte del encuentro, que recibía los pelotazos
desde su área, que aguantaba y se fabricaba, mágicamente,
faltas o jugadas de peligro. El Beto Acosta y esa camiseta
con el 9 en la espalda que recuerdo haber llevado puesta ese
año, la camiseta roja con la que jugamos esa final, un par-
tido que ni la barra ni los jugadores dejaron de dedicárselo
a Raimundo Tupper, casi dos años después de su muerte:
en realidad estaba vivo, en realidad Católica necesitaba un
partido así para conmemorarlo, para darle las gracias por
todo, para hacer catarsis, finalmente, para olvidar las finales
perdidas, para recordarnos que éramos un equipo grande,
un equipo de verdad. Alguna vez, W.H Auden escribió:
“Las palabras de un hombre muerto / se transforman en las
entrañas de los vivos”.
No sé por qué me resulta inevitable pensar en aquellos
versos y no vincularlos a ese equipo de 1997, especialmen-
te al Beto Acosta y a Ricardo Lunari, que llevaban en las

81
entrañas esa muerte injusta de Tupper, esa muerte inexpli-
cable, y cuyo trauma se sanó, en parte, aquella noche del 10
de julio de 1997, cuando ellos celebraban, por fin, el cam-
peonato nacional, cuando yo pude celebrar por primera vez
un campeonato de Católica, cuando pude ver por primera
vez en mi vida a mi equipo campeón.
Recuerdo ahora que fue una de las noches más felices
de mi vida.

82
Historia universal de la infamia
(o aquellos que lo prometían todo
y no nos dieron nada)

Resulta difícil no asociar la época de derrotas, la época


de sequía, con ciertos jugadores y técnicos: personajes in-
fames a los que debemos culpar, pues es difícil, siempre,
justificar los fracasos.
Lo que quiero decir es que después del Pipo Gorosito
y el Beto Acosta, después de Rozental, Lunari, David Bis-
conti y un largo etcétera, Católica vivió momentos tristes
y mediocres, sobre todo después del campeonato de 1997,
cuando perdimos el rumbo por un buen rato, pero tam-
bién antes, en ese 1996 donde solo queda en la memoria
el fútbol de Sebastián Rozental, la promesa de las alegrías y
los triunfos: no mucho más.
Y de ese mismo año, justamente, de 1996, recuerdo a
uno de esos jugadores que llegaban con el cartel de figura,
con la promesa de darnos alegrías, pero que finalmente en
la cancha nos terminaría contando otra historia: una histo-
ria oscura, mediocre, infame.
Pienso, particularmente, en ese hombre que debía re-
emplazar al Pipo Gorosito, después de su partida, el hom-
bre que tendría que conducir el fútbol de Católica. Y sí,
es cierto que era imposible reemplazar al Pipo, imposible
encontrar a otro 10 brillante como él, pero los dirigentes
cruzados hicieron el intento y buscaron en Argentina y se

83
trajeron a uno que parecía tener todas las condiciones: Da-
niel Garnero.
Venía de jugar en Independiente de Avellaneda, venía
de ganarlo todo con ese equipo de los Rojos: campeón
del torneo nacional, dos veces campeón de la Supercopa
Sudamericana –uno de los antecedentes de la actual Copa
Sudamericana, pero en el que competían solo los equipos
que habían sido campeones de la Libertadores– y gana-
dor de la Recopa Sudamericana. Es decir, Garnero sabía
perfectamente lo que significaba ser campeón, ya se había
acostumbrado, y nosotros necesitábamos, en ese entonces,
jugadores que tuvieran ese temple, esa memoria, la memo-
ria del triunfo.
Pero nada salió como estaba planificado: las gambetas
y habilitaciones de Garnero nunca llegaron: jugó un par
de partidos, se lesionó, luego volvió a jugar, hizo un par
de goles, pero nada más, ninguna muestra de su talento,
de su habilidad. Yo me acuerdo haberlo esperado todo de
Garnero, porque realmente era una jugadorazo, ídolo en
Independiente, con una técnica similar a la de Gorosito
pero se veía, a primera vista, más plástico, más rápido, pero
no, no, no.
Fue un desastre.
Los partidos que jugó no lo hizo bien y se acabó ese año
1996 y nunca lo vimos brillar.
Lo peor de todo es que yo lo vi jugar después en Inde-
pendiente y era realmente un jugadorazo: era todo lo que
prometía, pero quién sabe por qué en Católica no funcionó
nunca.
Y así podríamos hacer una lista interminable de juga-
dores que lo prometían todo y que no nos dieron nada.
¿Se acuerdan de Wagner y de Edú Manga? ¿O de Darío
Husaín, que había sido campeón con Velez Sarfield y River

84
Plate, y que después de jugar un par de partidos escupió
a un defensa de Puerto Montt y fue expulsado por siete
fechas? ¿O de Gilberto Palacios?
¿Se acuerdan del paraguayo Gilberto Palacios?
Hay un video en YouTube, un video genial, grabado
por un hincha, que muestra un partido de Católica contra
Ñublense: son 37 segundos en los que vemos un ataque
de Católica, alguien patea de afuera del área, el arquero da
rebote y ahí está Palacios, solo frente al arco, el portero en
el piso, lo imposible sería perderse el gol, lo imposible sería
echarla afuera y como Palacios era un jugar impredecible,
hizo la más difícil: la echó afuera.
Un maestro.
Era el equipo de 2009.
Un año antes había llegado otro delantero memorable:
Jeremías Caggiano, que le hizo un gol a Colo-Colo y no
mucho más, la verdad.
Realmente habíamos perdido el rumbo.
Después vendrían otros, que tampoco iban a tener
suerte: Pablo Vranjicán, Nicolás Trecco, Roberto Ovelar. Y
la lista podría seguir, pero qué más da. En este momento,
en estos años, lo mejor es tomarse las cosas con un poco de
humor, pues sino terminaríamos quizá dónde.
Con un amigo siempre bromeábamos sobre el repre-
sentante de Gabriel Heinze, el defensor de Argentina, el se-
leccionado, el que a pesar de sus evidentes limitaciones –no
es un mal jugador, pero tampoco es una lumbrera– actuó
en equipos como Manchester United, Real Madrid y Paris
Saint- Germain.
Sí, un defensa discreto –digámoslo– que jugó en algu-
nos de los equipos más grandes de Europa, actuó en un
Mundial y sigue, extrañamente, vigente.
¿Cómo lo hace?

85
Quién sabe.
Nosotros pensamos que todo se debe a su representan-
te, que debe ser un monstruo, que sabe manejar las pala-
bras y la retórica como nadie.
Representantes de esa estirpe han llegado por montones
a San Carlos y nos han embaucado varias veces, y no solo
con jugadores, sino también con técnicos. Basta mencionar
a dos para que ustedes se acuerden del desastre que fueron
sus campañas: el holandés Wim Rijsbergen –que alcanzó a
estar casi dos temporadas en Católica y que fue despedido
en 2001– y el argentino Óscar Garré –que solo alcanzó a
estar tres meses antes de ser despedido, en abril de 2004–.
Dos técnicos extranjeros, dos campañas desastrosas.
Lo curioso –lo paradójico– es que después de ambos
despidos, asumieron técnicos que estaban identificados
con el equipo: Juvenal Olmos –que se había formado en la
UC– y Jorge Pellicer –que en ese momento era técnico de
las divisiones inferiores–: ambos entrenadores asumieron
en medio de una crisis, ambos técnicos lograron ser cam-
peones con Católica al año siguiente de asumir: Olmos en
2002, Pellicer en 2005.
Dicen que son cosas del fútbol, y la verdad es que no
hay mucho que agregar.

86
Mario Lepe (o la estética del volante central)

Podríamos comenzar con las cinco fracturas, hablar de


aquellas lesiones durísimas que lo alejaron por varios meses
de las canchas, detenernos en esas imágenes, en ese dolor y
también en el coraje para salir adelante.
Podríamos comenzar por ahí, o por su identificación
absoluta con Católica, o por su historia personal, que gra-
fica en tantos sentidos lo que uno siente que debiera ser
Católica: venir de abajo y darlo todo, ser primero hincha,
estar ahí, alentando desde la barra y años después pasar al
otro lado, jugando por Católica, como también es la histo-
ria de Gary Medel o Nicolás Castillo; una historia que no
tiene que ver con la elite ni con los privilegios, sino solo
con el talento.
Y en realidad quisiera partir por ahí: por el talento.
Si se lo miraba por primera vez, Mario Lepe parecía
un jugador más, un mediocampista más, un hombre de
contención como ha habido tantos en el fútbol chileno:
bueno para pegar patadas, bueno para cortar el juego del
rival, pero no mucho más. Sin embargo, Mario Lepe era
otra cosa: sí, era un jugador durísimo, de esos que no te-
nía miedo en ir al piso y trabar, que no tenía miedo en
pegar si había que pegar, que entendía perfectamente el
arte de quitar la pelota, de cortar la jugada del equipo ri-
val, pero también un jugador que con la pelota en los pies,
después de quitar, después de pegar, sabía innegablemente

87
lo que tenía que hacer con esa pelota: distribuir, habilitar,
ir hacia delante, abrir el juego, dar respiro, llegar al área,
hacer goles, por qué no. Mario Lepe era un 6 que iba y
venía, que estaba ayudando a los defensas y unos segundos
después estaba arriba, acompañando a la Vieja Reinoso, al
Pipo Gorosito o a quien estuviera ahí, jugando con la 10:
Lepe era una compañía perfecta, el amigo de todos, el eje
de Católica en muchos de los campeonatos, el relojito, el
termómetro, como dicen los comentaristas deportivos: la
aduana. Un jugador que le supo dar al puesto de volante de
contención una importancia y un valor innegable: delante
de él estaban los hombres talentosos, los que hacían los lu-
jos, los habilidosos. Pero sin él, ellos sabían que no podían
jugar con toda la libertad que quisieran. Porque Lepe era
un líder, era el capitán, pero no solo como un concepto
teórico, sino como algo real, ahí, en la cancha.
Es cierto que uno tiene los recuerdos de un Lepe ague-
rrido, de un volante de contención clásico, de un 6 como
tantos 6 hemos visto en la historia del fútbol. Pero si se re-
visan sus campañas, si se lo sigue en esa Católica que ganó
los campeonatos de 1984 y 1987, ya se podía vislumbrar
que ese joven que bordeaba los 20 años estaba para gran-
des cosas. El problema fueron las lesiones, esas fracturas
que partirían su carrera, finalmente. Pero él nunca bajó los
brazos. No tenía motivos: Lepe venía de otra clase social,
venía de la pobreza, no tenía nada o casi nada y en el fútbol
encontró una forma de encarar a la vida. El fútbol y Cató-
lica, ha dicho, lo salvaron de ser quizá qué cosa. Le dieron
alegrías, le dieron dignidad. Y él, como retribución, lo dio
todo por el fútbol, lo dio todo por Católica. Le dio, de he-
cho, eso a Católica: una dignidad absoluta, una respuesta
concreta a todos los prejuicios que hay contra el club –al-
gunos de ellos, ya lo hemos dicho, absolutamente ciertos–:

88
Lepe llegó a las divisiones inferiores a fines de 1979 y no
se fue más. Al principio, eso sí, se tuvo que adaptar, por-
que era tímido, porque venía de abajo, porque no tenía
tanto como sus compañeros, pero él resistió, resistió a las
discriminaciones, resistió a esas miradas soberbias y se fue
haciendo un nombre hasta ser campeón y capitán.
Si uno dice Católica y dice capitán, el nombre que
surge espontáneamente es el de Lepe. Estuvo en los 80 y
durante esa década extraña que fueron los 90, donde tuvo
que reponerse de la muerte de Tupper, que era uno de sus
amigos, con quien compartía habitación en las concentra-
ciones, una pérdida que Lepe dijo que nunca pudo superar
realmente. Pero siguió jugando y fue campeón en 1997 y
nunca bajó su nivel.
Lepe le dio dignidad al puesto de volante central. Le
dio luces, también, cuando jugaba acompañado del Piri Pa-
rraguez, una dupla de esas que nosotros nunca olvidamos.
Dupla de buen quite, dupla de buen fútbol.
Y después vendrían otros y el mediocampo de Católica
se distinguiría siempre en estos últimos años por tener a
hombres claves que se ponen en la mitad de la cancha y
distribuyen y ponen el corazón en lo que hacen.
Pienso ahora en Jorge Ormeño, por ejemplo, que está
jugando sus últimos partidos pues se retirará en Santiago
Wanderers, pero entre 2004 y 2012 se convirtió en un
jugador imprescindible para Universidad Católica, un 6
que recordaba mucho a Lepe: buen quite, mucha fuerza,
mucha garra y también mucha inteligencia para salir ju-
gando. De hecho, fue campeón con Católica dos veces
–2005 y 2010– y en ambos equipos fue fundamental.
Ormeño y Lepe tenían clase para ser 6 y de alguna forma
entendieron antes que muchos, creo, la relevancia de ese
puesto, que en el fútbol de hoy es tan protagónico: la idea

89
del volante mixto o del todo terreno. David Pizarro, Mar-
celo Díaz o el mismo Arturo Vidal, por citar jugadores
chilenos.
Si hablamos de extranjeros, yo me acuerdo del irlandés
Roy Keane, que ganó tantas cosas con el Manchester Uni-
ted, y que durante buen tiempo hizo una dupla tremenda
con Paul Scholes.
Ahora, del que siempre me acuerdo en esa posición es
de Patricio Ormazábal: es cierto que después jugó un rato
en la U, pero qué más da: era un volante central que a
ratos parecía un 10. Me acuerdo, específicamente, de su
campaña de 2002, cuando salimos campeones del Clausu-
ra: junto a Milovan Mirosevic hicieron una dupla que nos
terminó llevando al campeonato. Y por esa campaña, en
2003, Ormazábal sería elegido el mejor jugador del cam-
peonato chileno en la encuesta anual que hace El País, de
Uruguay, esa donde se elige al “Mejor jugador de América”.
La madurez: si hay que hablar de alguna cualidad que
debe tener todo hombre de contención, todo hombre que
se instala en el mediocampo y se transforma en el eje de
su equipo, es, justamente, la madurez, y eso, obviamente,
se consigue con los años, pero a veces algunos jóvenes son
adelantados, y ya con 20 años se paran en la cancha y saben
perfectamente lo que deben hacer.
Ormazábal, en ese campeonato de 2002, tenía poco
más de 20 años, pero ya poseía esa cualidad y logró juntarse
perfectamente con Mirosevic, un año menor que él, que ya
prometía con convertirse en un símbolo de Católica.
Pero esa historia vendrá después, no nos desviemos.
Porque luego de Ormazábal vendrían otros hombres de
contención –entre ellos Ormeño–, pero me quiero detener
en ese que hoy es uno de los jugadores más importantes
de Chile y uno de los ídolos cruzados. Un jugador que en

90
realidad se merecería un libro completo –uno escrito con
intensidad e inteligencia–, una película, un documental,
todo, porque cuando hablamos de Gary Medel hablamos
de un fuera de serie, de un jugador impresionante, que aún
hoy, cuando escribo este libro y es 2014 y él tiene 26 años,
todavía no llega a su máximo nivel y la verdad es que no sé
cuál será su techo.
Gary Medel es de otro planeta. Un contención con fút-
bol, con garra, con una inteligencia que se ha ido desarro-
llando con los años, con una intensidad de los mil demo-
nios, porque Medel es fiero, es rápido y también es hábil
con la pelota. Un jugador que ha ido madurando con los
años pero que ya cuando tenía menos de 20 años se notaba
que estaba para cosas grandes. Recuerdo ese Mundial Sub
20 en Canadá, esa selección que es hoy la base de la selec-
ción que va al Mundial de Brasil, pero que en ese entonces
eran unos niños que disfrutaban jugando a la pelota y que
probablemente no estaban conscientes de cuánto talento
tenían: ese equipo de Sánchez, de Vidal, de Toselli, de Isla,
de Medel. Un equipo excepcional, que no salió campeón
del mundo básicamente porque nos tocó contra Argenti-
na en la semifinal y sabemos que en esos años –hablo de
2007– aún le teníamos un respeto absurdo a Argentina
que después mandaríamos al carajo con Bielsa, pero esa vez
nos topamos con ellos y Medel se dejó provocar por un
argentino y lo expulsaron y no pudimos ganar. Pero Me-
del era así en esos años: un jugador impredecible, un jugar
excepcional pero que se calentaba muy rápido, que per-
día la razón con mucha facilidad, aunque con los años fue
aprendiendo a controlar toda esa intensidad, porque Medel
era una mezcla entre Mario Lepe –esa vida de esfuerzo,
esa rabia y esa necesidad– y Alberto Acosta: Medel tam-
bién es un toro salvaje, pero no juega arriba, sino al medio,

91
cortando el circuito de los otros equipos, mordiendo, apre-
tando, echándose el equipo al hombro cuando es necesario.
Hay un capítulo especial en estas páginas para él, por-
que me parece que encarna todo lo que un ídolo cruzado
debe tener. Y eso que es una historia incompleta, pues se
fue de Católica sin ser campeón, pero prometió volver y la
verdad es que yo, a Gary Medel, le creo todo. Pero no solo
por su historia personal, por su amor por Católica, por su
coraje, sino porque en la cancha demostró ser un heredero,
en parte, de Mario Lepe y de esa estética que tiene el 6
cruzado: fuerte, intenso, pero también hábil para habilitar
a sus compañeros, para ayudar en defensa pero también
para estar arriba, haciendo goles, esperando el rebote que
se transformará en quizá qué cosa.
Lepe, Ormazábal, Ormeño, Medel.
En esa lista podríamos agregar también a Felipe Gutié-
rrez, que se parece más a Ormazábal eso sí, un jugador que
quita, pero que está más arriba, más tirado a la izquierda,
en su caso, muy habilidoso, y que se fue joven de Católica
al fútbol holandés. Un jugador con mucha elegancia y que
en Europa ha ganado fuerza y precisión, velocidad e inten-
sidad, y que espero algún día vuelva a Católica. Porque está
absolutamente identificado con el club, porque tiene un
talento innegable.
Entre los más jóvenes destaco a Claudio Sepúlveda, que
con Martín Lasarte explotó, pero luego sufrió una lesión
durísima, estuvo muchos meses fuera de las canchas y aho-
ra intenta recuperar su nivel.
Con Lasarte, Sepúlveda era un imprescindible: fuerte,
intenso, el hombre que le daba tranquilidad a los de arriba,
pues sabían que si estaba Sepúlveda, la defensa nunca que-
daba descubierta. Eso lo sabía especialmente Tomás Costa,
que también encarna muchas de las cualidades que tiene

92
que tener un volante de contención de Católica: Costa, eso
sí, probablemente, es mucho más hábil con la pelota, casi
un 10, a ratos, pero que sabe quitar como pocos.
Cuando Costa jugaba junto a Sepúlveda, en el equipo
de Lasarte, era difícil que nos ganaran. Se creaba un equi-
librio perfecto.
Pero vino la lesión de Sepúlveda y todo se jodió.
A ratos pienso que el juego de Lasarte se enredó cuando
perdió a Sepúlveda.
Nunca pudo reemplazarlo. Y Católica nunca pudo ju-
gar con la regularidad que tuvo cuando estaba Sepúlveda
en el mediocampo.
Quién sabe. Quizá me equivoco.
Pero ahí está Sepúlveda y ahí también está Fabián Man-
zano, que me ha tocado verlo jugar en estos últimos cam-
peonatos y que proyecta eso que uno veía en Lepe y en
Medel. Un 6 incansable, un 6 absolutamente identificado
con Católica, un jugador que puede llevar los tiempos.
Es muy joven todavía. Quizá no llega a ninguna parte.
Pero yo creo que sí. Los partidos en los que lo he visto
siento que muestra algo de Lepe y Medel, de esa épica y
esa estética.
Espero, realmente, que volvamos a tener a un 6 como
Lepe. Sé que es difícil. Lepe es un símbolo, es el capitán
eterno e irremplazable, es el hombre que jugó más de 20
temporadas en Católica, el que no vistió ninguna otra ca-
miseta, el que se fracturó cinco veces –dos de mandíbula,
dos de tibia, y una de tibia y peroné–, el que logró tres cam-
peonatos nacionales con Católica. El ídolo. El que asumió
como técnico en 2011 y fue despedido en 2012 después de
no conseguir resultados, el que se arriesgó y fue insultado
y cuestionado por nosotros, los hinchas, que muchas ve-
ces tenemos una memoria demasiado frágil, porque si hay

93
alguien que lo ha dado todo por Católica, si hay alguien
que nos enaltece como club, si hay alguien que no merece
ser puteado en Católica, ese es Mario Lepe.
No por nada la tribuna donde está la barra de Católica
lleva su nombre.
No es un detalle menor.
Ese lugar donde alientan los que están en las buenas
y en las malas, ese lugar se llama Mario Lepe, y con justa
razón.

94
Sergio Livingstone, Pato Toledo,
Nelson Tapia y los que vinieron

Los que crecimos en los 90, los que jugábamos a la pe-


lota y éramos de Católica, siempre quisimos estar ahí, en la
parte de arriba de la cancha: ser un 10 o un 9, ser el Pipo
Gorosito o el Beto Acosta, o Sebastián Rozental o David
Bisconti. Queríamos ser ellos, meter goles, encarar. Que-
ríamos estar ahí, celebrando y no dedicados a defender,
quitar la pelota y mucho menos estar en el arco, evitando
goles.
Pero pasó el tiempo y algunos entendimos rápido que
no teníamos el talento suficiente para habilitar a los delan-
teros, no teníamos la frialdad para definir, no podíamos
encarar y dejar dos o tres hombres atrás con la misma faci-
lidad con que lo hacían nuestros ídolos.
Entonces, un día, algunos descubrimos que teníamos
buenos reflejos y que el puesto de arquero no era tan pres-
cindible como pensábamos antes. Al contrario: era impor-
tante. Casi tan importante como el que hace los goles.
Un arquero podía ganar partidos.
Eso lo vislumbramos aquella noche de 1993, en Cali,
cuando Óscar Wirth tapó el penal y clasificamos a la fi-
nal de la Copa Libertadores. Y luego lo seguimos viendo
con las tapadas de Patricio Toledo, cuya elasticidad y ra-
pidez nos emocionaban, y después con Nelson Tapia, que
por mucho rato fue el mejor arquero del fútbol chileno, es

95
decir, un hombre sensato, un hombre regular que de vez en
cuando se transformaba en héroe.
Pero antes que todos ellos, estuvo Marco Cornez, que
para los que quisimos jugar en ese puesto, fue un nombre
inevitable, y muchos años antes estuvo Sergio Livingsto-
ne, el ídolo, el referente, el único arquero en la historia de
Chile que había salido a jugar al extranjero y que había
triunfado.
El problema es que para nosotros Livingstone era solo
un comentarista deportivo, un hombre que intentaba ser
gracioso cuando comentaba, el compañero del insoporta-
ble Pedro Carcuro. El problema es que no vimos jugar a
Livingstone, pero crecimos entendiendo que era un juga-
dorazo, eso nos decían, eso nos contaban, eso leíamos en
las crónicas donde exaltaban su talento, no solo en Católi-
ca, sino también en la selección chilena.
No hay mucho registro, solo está su leyenda y esas
imágenes que lo muestran ahí, volando bajo los tres palos.
Dicen que ganaba partidos. Que es uno de los mejores ar-
queros de la historia del fútbol chileno. Que deslumbraba.
Inevitablemente toda esa leyenda marcó el arco de
Católica: ser arquero de Católica significaba vivir con la
sombra de un ídolo. Ser hincha de Católica y querer ju-
gar al arco significaba tener conciencia de la importancia
del puesto, de la relevancia, del protagonismo que se podía
conseguir ahí, cuidando el arco.
Por eso cuando veíamos volar al Pato Toledo nos emo-
cionábamos. Porque el Pato Toledo volaba en serio: era esa
plasticidad encomiable para cortar centros, un repertorio
que nosotros intentábamos reproducir, aunque aquello
nos fuera casi siempre imposible. Porque Toledo era rápi-
do, rapidísimo, y con unos reflejos impresionantes: ganaba
en los mano a mano y sacaba, cada cierto tiempo, pelotas

96
inverosímiles. Era un espectáculo verlo jugar en el arco.
Como Marcelo Ramírez, pero eficiente, certero, sin lujos
innecesarios, sin voladas simplemente para la foto. Pato To-
ledo volaba cuando había que hacerlo y se distinguía –y se
seguirá distinguiendo– del resto de los arqueros porque le
gustaba salir del arco, le gustaba cortar centros y jugar ahí,
al borde del área chica. La imagen que se repite constante-
mente es esa: alguien centrando y el Pato Toledo volando
para cortar ese centro.
Yo no he vuelto a ver a un arquero chileno que haga eso.
No he vuelto a ver esa espectacularidad, no he vuelto
a ver la seguridad con que jugaba Toledo lejos de su arco.
Pero ya casi nadie lo recuerda: después de un mal parti-
do contra Argentina, cuando jugaba por Chile, los medios
lo sepultaron y todos los elogios se fueron a un lugar des-
conocido.
Pero para nosotros, para los que nos deslumbramos con
sus tapadas, es algo que está ahí, que estará siempre. Cómo
no recordar, por ejemplo, un clásico contra Colo-Colo en
el Nacional, en 1995, cuando Toledo lo tapó casi todo y
que se recuerda como el partido en el que Marcelo Bar-
ticciotto le hizo un gol a Colo-Colo y no lo celebró. Pero
en realidad deberíamos recordarlo porque esa tarde-noche
Toledo demostró toda su categoría: despejó pelotas impo-
sibles, disparos desde media distancia, y más de un mano
a mano, como ese que le sacó a Hugo Rubio en el área
chica: Rubio superó al defensa y fusiló a Toledo, pero el
golero esa noche estaba inspirado: atajó la pelota y luego un
colocolino cabeceó y de improviso apareció el Beto Acosta
–convertido en el mejor defensa central– y la despejó de
la línea. Después el Beto haría un gol más y ganaríamos el
partido por 2 a 1.
Eso: un arquero que gana partidos.

97
Para nosotros eso era el Pato Toledo y, de alguna forma,
Nelson Tapia también se convirtió en eso para nosotros,
aunque en otro registro, porque Tapia era, por sobre todo,
un arquero sobrio y nada espectacular, pero sí muy eficien-
te, muy regular y muy importante, hay que decirlo.
Basta recordar, por ejemplo, ese clásico universitario del
que ya hemos hablado en estas páginas, cuando le ganamos
a la U con dos menos, cuando Acosta noqueó a Musrri,
cuando el Pipo Gorosito metió ese centro espectacular que
conectó Charly Vázquez rodeado de defensas azules.
Ese partido, que ganamos por 1 a 0, ese partido espec-
tacular, lo ganamos, entre otras cosas, porque Nelson Tapia
lo atajó todo.
Pero todo.
Y fue uno de los protagonistas del campeonato que lo-
gramos en 1997, y luego fue al Mundial y después ganó
la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Sydney
2000, y se fue a jugar al extranjero y nunca volvió a Ca-
tólica. Pero recuerdo perfectamente que durante mucho
tiempo fue el mejor arquero que tuvimos en Chile: era un
hombre sensato, un hombre en el que se podía confiar.
Después Católica tuvo varios porteros regulares hasta
hoy, entre los que destacan dos: José María Tati Buljuba-
sich y Cristopher Toselli.
Lo del Tati no solo tiene que ver con el récord que logró
en 2005, tras estar 1.352 minutos sin que le convirtieran
goles, sino porque ese año fue uno de los puntales del equi-
po que terminaría siendo campeón, ante la U, en el Nacio-
nal: en ese partido Buljubasich le taparía un penal a Waldo
Ponce, lo que sería una imagen que encerraría gran parte
de lo que fue su campaña: ganar partidos, dar seguridad,
transmitir la tranquilidad que necesita todo equipo para
atacar y no sentirse desprotegido.

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Buljubasich siempre transmitió eso: seguridad y tam-
bién experiencia, pues había sido campeón con River Pla-
te y estaba a punto de retirarse cuando lo llamaron desde
Unión Española y destacó de inmediato: a nosotros nos
tapó tres penales en la semifinal del Clausura 2004 y desde
ahí que no lo olvidamos. Por suerte al año siguiente estaría
vistiendo la camiseta cruzada y en un par de años se con-
virtió en un referente indiscutido, uno de los pocos extran-
jeros de los últimos años que llegó a Católica y se sintió en
casa y nos hizo sentir que siempre había sido un cruzado.
Escribo este libro mientras él se desempeña como ge-
rente deportivo de Católica, y aún no sé qué decir de su
desempeño. Pero ya llegaremos a esa parte, a las últimas
campañas, a las últimas derrotas.
El hombre que cierra esta historia es Cristopher Toselli,
un arquero seguro, un arquero elegante y eficaz, rápido, de
buenos reflejos, de grandes achiques, sin duda el proyecto
de arquero más importante que existe hoy en el fútbol chi-
leno: cuando se retiren Claudio Bravo y Johnny Herrera,
el hombre que asumirá el arco de la selección chilena será
Toselli, que hoy, con 25 años, es un referente absoluto de
Católica y uno de los responsables de que el equipo haya
estado peleando estos últimos campeonatos allá arriba, en
la tabla: Toselli es un arquero gana-partidos, Toselli es un
arquero que empieza a vivir sus mejores años y que proba-
blemente emigre de Católica al extranjero, porque su ta-
lento es innegable. Si Católica ha sido un equipo que ha
luchado los últimos campeonatos, es, en gran medida, por-
que Toselli ha estado defendiendo el arco, porque con una
defensa que ha vivido constantemente en la irregularidad,
solo Toselli explica que en general seamos un equipo al que
le meten pocos goles.
Toselli es el futuro. Toselli es el presente. Toselli es,

99
desde hace mucho rato, uno de los mejores jugadores de
Católica, uno de los más regulares, uno que nunca ha sido
cuestionado por la hinchada porque se nota que siempre
pone todo. Si llegamos a esa semifinal de la Sudamericana
contra Sao Paulo, en 2012, con Martín Lasarte en el banco,
digo, si llegamos a esa semifinal y tuvimos vida hasta el úl-
timo minuto de partido fue exclusivamente porque Toselli
estuvo a la altura, porque tapó todo. Un equipo profunda-
mente modesto, pero que Toselli, junto a un par de juga-
dores más, logró sacar adelante.
Párrafo aparte para Paulo Garcés, que se merecería un
capítulo entero, el que estaría dedicado a los grandes trai-
dores: no existe en este momento ningún otro jugador que
me moleste tanto como Garcés: tiene talento, es cierto,
pero es sucio y desleal. Lo peor es que en esa Copa Liberta-
dores donde perdimos en Montevideo contra Peñarol, esa
noche horrible donde Garcés demostró que no estaba a la
altura, sigue siendo un capítulo negro, porque estábamos
para otra cosa, porque ese equipo estaba para otra cosa.
Pero Garcés falló groseramente dos veces y nos sepultó.
Había prometido no escribir ninguna línea sobre él,
lo había prometido, pero ahora, repasando a los arqueros
de Católica, me acuerdo de ese partido en Montevideo y
me acuerdo de la final contra O’Higgins, en el Nacional:
las burlas de Garcés, la falta de respeto, la modestia que se
esconde detrás de todo esto, porque parece ser alguien que
no está acostumbrado a ganar, así que cada vez que lo hace
–que son muy pocas– debe celebrarlo así, con alharaca: un
espectáculo triste, un arquero infame, prescindible, del que
no nos volveremos a acordar en estas páginas.

100
Juvenal Olmos ha vuelto a casa

Debo admitirlo: me acuerdo muy poco del Juvenal Ol-


mos jugador. Ahora, mientras escribo este libro, he vuelto
a ver muchos partidos y, claro, se me ha aparecido más de
una vez el Olmos que fue campeón con Católica en 1984
y 1987, el puntero derecho, el volante ofensivo, el hom-
bre que muchas veces entraba en los segundos tiempos y
le daba intensidad al juego, intensidad y rapidez, en esas
campañas de 1994-1995.
Pero, en realidad, si tengo que hablar de Juvenal Ol-
mos no es por su desempeño como jugador, sino por ese
campeonato de 2002, por su labor como técnico, cuando
asumió la banca un año antes, después de una campaña
desastrosa del holandés Wim Rijsbergen.
Lo que hizo Olmos fue un pequeño milagro: arreglar
un equipo que venía derrotado, perdido. Un equipo a la
deriva, que tuvo una relación difícil con el entrenador ho-
landés, pero que con Olmos recuperó la confianza y termi-
nó siendo campeón del Apertura 2002: un equipo compac-
to, sin grandes figuras, sin nombres extranjeros imponen-
tes, pero que tenía en todas las líneas un par de jugadores
de calidad y jerarquía, que nos regalaron la octava estrella.
Un equipo que supo armarse desde el amor propio de al-
gunos valores formados en casa, como Ormazábal, Miro-
sevic, Acuña y Álvarez, pero también con la experiencia
invaluable de refuerzos como Miguel Ramírez y Jorge Luis

101
Campos, ese paraguayo tremendo, que jugaba por la iz-
quierda, que desbordaba, que metía goles, que se los lle-
vaba a todos y que venía de jugar el Mundial de Corea y
Japón 2002 con su selección. Un jugadorazo que le daba
categoría a la parte ofensiva, la que se complementaba con
ese delantero rápido y encarador que era Daniel Pérez, y
con Arturo Norambuena, un goleador entrañable que ese
campeonato no se cansó de hacer goles, un jugador difí-
cil de describir, porque era un hombre bueno y educado,
un tipo de esos con los que uno se encariña con facilidad,
porque Norambuena lo dejaba todo en la cancha, nunca
quedaban dudas de eso, a pesar de ser un delantero que
había empezado más tarde que todos: primero fue un es-
tudiante universitario, se tituló de ingeniero forestal, y en
esas canchas universitarias mostró su talento que lo termi-
nó derivando al fútbol profesional: debutó con 25 años y
vivió su mejor época con esa Católica de 2002: un delan-
tero con ese olfato necesario y único. No era un jugador
impresionantemente dotado, pero cabeceaba y definía con
clase y eso, en realidad, no es decir poco: en ese Torneo de
Apertura de 2002 metió 14 goles y en la final contra Ran-
gers abrió el camino para la goleada.
Ese equipo se distinguía por la regularidad en todas sus
líneas más que por tener un jugador excepcional: mantu-
vo un nivel alto durante todo el torneo y cuando llegó a
las instancias finales demostró que tenía el juego suficiente
para salir campeón.
Es cierto: uno se acuerda de ese campeonato principal-
mente por la final contra Rangers, que fue una goleada,
una fiesta que se pudo celebrar en San Carlos de Apoquin-
do: por primera vez podíamos ser campeones en San Car-
los de Apoquindo. Y es probable que esa estrella se recuer-
de, sobre todo, por eso. Y que las imágenes sean siempre

102
aquella goleada contra Rangers, que comenzó con un gol de
Norambuena –después de llegar y llegar al arco de Peric–,
que fue una forma de destapar esa olla a presión en que se
había convertido San Carlos, porque estaba el fantasma de
los subcampeonatos, de perder en instancias finales. Pero
esa tarde invernal no hubo ninguna sorpresa: Norambuena
metió el primero, y después el segundo, y después de uno
de esos goles se sacó la camiseta y vimos que debajo de esta,
en el pecho, se había pintado una franja celeste, la franja
de la camiseta de Católica, queriendo decirnos, queriendo
eternizar en ese gesto que su amor por el club iba a ser para
toda la vida, y vinieron esos goles, entonces, y ya todo era
una fiesta interminable, que se coronó con los otros tantos
de Daniel Pérez y el incansable Milovan, que ese día jugó
un partidazo.
Sin embargo, creo, el campeonato no se ganó en esa
final, sino que antes, unos partidos antes, cuando jugamos
las semifinales contra la U.
En realidad ganamos ese campeonato cuando faltaban
15 minutos para que se terminara esa primera semifinal,
donde la U era local en el Nacional, y logramos empatar el
partido que íbamos perdiendo 3 a 1.
Sí: íbamos perdiendo 3 a 1 en el minuto 75 cuando
el argentino Iván Gabrich recibió una pelota en el área,
después de algunos rebotes, y la puso abajo, en una esquina
imposible para Herrera. Pero lo realmente épico llega a los
87, cuando el gigante Mauricio Segovia toma una pelota
en la mitad de la cancha y habilita al Pato Ormazábal, que
recibe solo por la derecha, entra al área y le pega cruzado,
abajo, fuerte.
No digo que Rangers no hubiera tenido posibilidades
de ganar esa final. Después de todo, habían eliminado a
Colo-Colo. Eran justos ganadores, justos finalistas, pero

103
remontar ese 3 a 1 en el Nacional, cuando faltaban menos
de 15 minutos, es algo anímicamente difícil de comparar:
después de eso solo quedaba salir campeones. Por eso en
la semifinal de vuelta, en un partido horroroso y profun-
damente aburrido, terminamos ganando 2 a 1 con un gol
también cuando ya no quedaba nada, un golazo de “Cam-
pitos”, que encaró por la izquierda, entró al área y le pegó
fuerte, abajo, al palo del portero, que en ese entonces era
un joven y modesto Johnny Herrera.
Después, entonces, vendría la final con Rangers, el 1 a
1 en Talca, en una noche lluviosa y una cancha en pésimo
estado, y luego la fiesta en San Carlos de Apoquindo, los
fuegos artificiales, la alegría, la inmensa alegría de ser cam-
peones en casa, por primera vez, junto a la hinchada que se
desbordaba y un Juvenal Olmos que no podía con la ale-
gría, porque sabía que ese campeonato era, en gran parte,
obra suya: un trabajo serio, un trabajo lleno de intensidad,
un trabajo en el que se notaba la pasión por todos lados, un
trabajo incansable que se reflejaba en la cancha y que des-
pués lo llevó a ser entrenador de la selección chilena, pero
sin buenos resultados.
Me acuerdo que no pude ir al estadio porque no conse-
guí entrada. Me acuerdo que era domingo, que era invier-
no, que hacía frío y que me encerré en mi pieza, encendí
una radio y escuché el partido ahí, solo, porque el nervio-
sismo era muy grande, porque no quería vivir otra derrota,
porque quería que saliéramos campeones en San Carlos,
quería que fuéramos campeones después de cinco años.
Y grité los goles, primero con desconfianza y luego con
la tranquilidad que daba saber que éramos campeones, que
nadie nos iba a quitar esa corona y que finalmente íbamos
a ser felices por un tiempo.

104
Estadio Nacional:
2006 (o cómo celebrar en la casa del enemigo)

Esta es la historia de una dupla de argentinos que nos


dio la alegría de ser campeones frente al archirrival, ahí, en
su casa –o en algo parecido a su casa–, con su gente, en una
instancia final, en una instancia en la que nadie daba un
peso por nosotros, porque se supone que somos arrugones,
segundones y todo ese blablá que aquella noche del 22 de
diciembre de 2005 quedó enterrada por un buen tiempo,
porque ahí, en el Estadio Nacional, jugando contra la Uni-
versidad de Chile, fuimos campeones en su cara, después
de que Jorge Quinteros, el Polo Quinteros pateara ese últi-
mo penal y nos diera la novena estrella, la felicidad, la ale-
gría de ver cómo el mejor equipo del campeonato lograba,
con justicia, ser campeón.
Pero ese torneo se lo íbamos a deber, en gran medida, a
esa dupla argentina que estaba formada por el Polo Quinte-
ros, un 9 clásico, un goleador, y por Darío Conca, que era
el 10, el creador, el del juego bonito, el de las habilitaciones
perfectas.
Quinteros y Conca. Dos nombres desconocidos, pero
que a los pocos partidos ya nos habían convencido de que
eran grandes y de que, esta vez, sí teníamos posibilidades
de ser campeones.
Al igual que cuando lo fuimos en 2002, esta vez asu-
mió la banca un hombre de la casa: Jorge Pellicer. En ese

105
momento, en 2004, dirigía las divisiones inferiores de Ca-
tólica, y entonces vino la crisis con Oscar Garré, uno de
esos técnicos que parecían estar hechos para perjudicarnos.
Y fueron muchas derrotas seguidas y un camarín golpeado.
Eso recibió Pellicer en abril de 2004: un equipo destro-
zado. Pero él supo rearmar un plantel que se reforzó para
la temporada de 2005 con esta dupla argentina, además
de José María Buljubasich, que se hizo cargo del arco, y
Facundo Imboden, que aportó experiencia en la defensa.
Eso: cuatro extranjeros que vinieron a aportar de verdad,
que fueron titulares y que se mezclaron con jugadores cla-
ves como Jorge Ormeño –que ordenaba el mediocampo–,
Eros Pérez –que era dueño de la banda izquierda– y Fran-
cisco Arrué –que pasaba por una de sus mejores tempora-
das–: eso era Católica. Un equipo compacto, con buenos
jugadores en todas las líneas, con un delantero que metía
los goles cuando había que meterlos, y que era acompaña-
do por un joven y rápido Eduardo Rubio, un veinteañero
que prometía, aunque aquello finalmente no se cumplió.
Pero ese equipo deslumbró, no por un juego vistoso, sino
por la contundencia y la regularidad: terminaron con un
80 por ciento de rendimiento, solo perdieron un partido
a lo largo del campeonato e hicieron un fútbol correcto y
sensato. Porque Pellicer les transmitió eso a los jugadores:
una serenidad que se terminó consumando en la cancha y
en esa final, en el Estadio Nacional, contra la U. Una final
inolvidable. Más todavía hoy, cuando no dejamos de pen-
sar en esa otra final de 2011, cuando perdimos en ese mis-
mo estadio contra la U.
Pero es bueno recordar ese campeonato de 2005, es
bueno recordar esa primera final, cuando ganamos en el
Nacional por 1 a 0, con un gol de penal de Eduardo Ru-
bio, con un Conca herido en la cabeza y que jugó casi todo

106
el partido con una venda en la cabeza, y un Quinteros que
las peleó todas. Un triunfo merecido, pero que no asegura-
ba nada. Por eso cuando empezó la final de vuelta y vimos
el gol de Alejandro Osorio, poco después de comenzar el
partido, sentimos que la novena estrella estaba, ahora sí,
más cerca, porque con ese resultado la U necesitaba hacer
dos goles para ir a penales y no se veía, en ese momento,
por dónde, porque el gol los aturdió por un buen rato: se
juntó Ormeño con Osorio, este con Arrué, que le devolvió
una pared y lo dejó solo frente a Johnny Herrera. Pero la
genialidad recién vino ahí, cuando Osorio no dejó que la
pelota cayera al piso y la golpeó antes, la cacheteó con el
borde externo de su pie derecho y dejó a Herrera sin poder
hacer nada: una volada estéril y gol de Católica, que cele-
brábamos ahí, en el estadio, como locos, porque de verdad
sentíamos más cerca la copa. Pero después la U revivió,
específicamente porque en la cancha tenían a ese fuera de
serie que era Marcelo Salas, incluso en esos años, cuando
ya estaba cerca del retiro, cuando no corría lo de antes.
Incluso ahí Salas era un jugador temible, un tipo que en
cualquier momento podía cambiar el partido. Y eso lo sa-
bía Pellicer, que le dijo a Ormeño que lo marcara, en un
duelo que iba ganando el cruzado hasta que en el segundo
tiempo, después de un centro en el que la pelota se había
ido por la línea de fondo –aunque aquello no lo vio el juez
de línea–, Marcelo Salas conectó el pase y le pegó fuerte
y cruzado, abajo: golazo. El Tati no pudo hacer nada. La
U empataba, y a pesar de que aun así éramos campeones,
una sensación negra nos empezó a embargar. Porque los
fantasmas, porque la historia, porque vivimos luchando
siempre contra ese relato que realmente no nos pertene-
ce, pero que los demás nos han terminado por conven-
cer de que es nuestro. Ese relato sobre las finales perdidas,

107
sobre arrugar, sobre no ser capaces de dar la última estoca-
da cuando es necesario.
De pronto todo eso se vino encima, pero resistimos,
alentando, hasta que vino el segundo de la U, el gol de
Rivarola y nos fuimos un poco al carajo, porque los fantas-
mas parecían reales a esa altura, porque todas las certezas
desaparecieron, porque faltaban más de 15 minutos para
que el partido terminara y entonces parecía que la U se iba
con todo arriba, parecía más viva, con más actitud, porque,
claro, habían dado vuelta el partido, entonces el ánimo era
otro y yo no sé cómo resistimos esos últimos 15 minutos,
la verdad, pero los resistimos, entiendo que la única opción
en esas condiciones era llegar a penales, es decir, llegar a ese
juego azaroso y muchas veces traidor.
Y resistimos esos últimos minutos, y nos acordamos,
inevitablemente, también, de que sí merecíamos ganar
ese campeonato porque habíamos sido, indudablemente,
los mejores. Y las cifras lo remarcaban: nos habían hecho
apenas tres goles durante el torneo regular, no habíamos
perdido sino hasta ese partido con la U, hacíamos mu-
chísimos goles y llegamos a pelear la Sudamericana hasta
las semifinales, cuando le sacamos un empate heroico a
Boca Juniors en La Bombonera, pero no pudimos ganar-
les en casa. Finalmente ellos serían los campeones de esa
Sudamericana, pero el recuerdo de ese empate en Buenos
Aires no lo olvidaríamos durante mucho tiempo, porque
Pellicer planteó un partido inteligente y los argentinos
no lo podían creer. De hecho, llegamos a estar arriba 2-1
hasta casi el final, cuando vino un gol de chilena –o me-
dia chilena– de Palermo y nos acordamos que estábamos
en La Bombonera. Recuerdo a Niembro comentando el
partido y alabando el juego de Católica, la movilidad,
el trabajo de Quinteros, Conca y Arrué. Deslumbrado

108
por este equipo que parecía estar jugando en el patio
de su casa.
El recuerdo de ese juego, en el fondo, era una de las
pocas cosas que nos daba esperanzas aquella tarde-noche de
diciembre en el Nacional, donde habíamos llenado el codo
norte, donde estábamos ahí, nerviosos, esperando que lle-
garan los penales y ver si la suerte estaría de nuestra parte.
Y entonces empezaron, y pateó Conca, que llevaba la 10
en la espalda con absoluta justicia, y después pateó Arrué, y
entonces falló el de la U y no lo podíamos creer, falló Wal-
do Ponce, lo tapó el Tati, no lo podíamos creer: ahora le
tocaba a Luis Ignacio Quinteros, y si convertía pasábamos
adelante y la novena estrella ahora sí que estaría más cerca,
estaría ahí, junto a nosotros. Y pateó Quinteros y fue gol y
recién ahí sentimos que esta vez la suerte estaría de nuestro
lado: después convirtió Droguett para la U y Fuenzalida
para Católica y llegó el final, los dos últimos tiros: Diego
Rivarola y Jorge Polo Quinteros: Rivarola lo hizo y le dejó
toda la responsabilidad a Quinteros: si el Polo lo hacía, éra-
mos campeones. Si el Polo lo hacía, le ganábamos a la U
en su estadio, si el Polo lo hacía éramos campeones ahí, en
la casa del enemigo, en el arco sur, rodeados de chunchos,
ahí, éramos campeones en su cara.
El Polo Quinteros, que llevaba la 9 en la espalda con
absoluta justicia, tomó la pelota, la puso en el punto penal
y se alejó lentamente hasta el borde del área. Las manos en
la cintura. Al frente, Johnny Herrera. Al frente, la barra de
la U. Al frente, la historia. Empezó a correr, con fuerza, y
aquí me guardo mis palabras y les dejo el relato que hizo
Claudio Palma, que es uno que sabe de palabras.
El Polo en el borde del área, se escucha el pito de
Rubén Selman y Palma dice: “Si lo hace el Polo, Ca-
tólica es campeón”. Y el Polo empieza a correr y Palma:

109
“Quinterooooos… ¡Católica campeón del torneo de Clau-
sura! Anotó Quinteros y la algarabía cruzada… Quién dijo
que eran arrugones, quién dijo que en las instancias finales
se quedaban en el camino. Hoy, con muchos huevos, con
mucha fuerza, la Católica da la vuelta olímpica acá en el
Estadio Nacional. Marcó el Polo Quinteros y hay sangre
cruzada, claro… La Católica es el campeón del Torneo de
Clausura del futbol chileno. Qué final, señores. Ratifican-
do todo lo exhibido en el Torneo de Clausura, los cruzados
se van a la Copa Libertadores de América”.
Y los fuegos artificiales, y nosotros gritando como si se
fuera a acabar el mundo, celebrando el gol del Polo Quin-
teros: éramos campeones. Después de tres años volvíamos
a ser campeones y ese equipo se lo merecía, y ese técnico y
esa gente, que estaba ahí, que estábamos ahí, gritando sin
control, emocionados, llorando, y los fuegos artificiales, y
el humo y el ruido y la alegría, que era inconmensurable,
que la necesitábamos.
La alegría de ser campeones.

110
Un emblema llamado Gary Medel

Supimos que Gary Medel era un jugador extraordina-


rio esa tarde de 2007, en el Estadio Nacional, cuando le
pegó a esa pelota en el aire, casi de volea, al borde del área,
y la clavó en el arco de Miguel Pinto, en uno de los goles
más hermosos y terribles que se hayan visto en un clásico
universitario.
Un gol inolvidable.
Un gol perfecto.
Esa tarde supimos que Gary Medel no era un jugador
más, que no era otro talentoso, que no era solo una prome-
sa, sino que era una bestia indomable, llena de habilidad,
llena de fuerza, llena de presente y de futuro.
Era un jugador de otro planeta.
Porque pegarle a la pelota así, en el aire, con el sol dán-
dole en la cara; pegarle así a esa pelota, en ese estadio, don-
de había más hinchas azules que cruzados, digo, pegarle
a esa pelota así, en el aire, no dejarla caer, y con el sol en
contra, y darle así, con esa fuerza, con esa potencia, con ese
efecto, con esa precisión y dirección era la demostración
definitiva de que ese veinteañero estaba para grandes cosas.
Ya lo había demostrado en el Mundial Sub 20 de Ca-
nadá, ese mismo año, y ahora no hacía otra cosa que con-
firmarlo frente a nuestros ojos, ahí, en el borde del área,
sin dejar que la pelota tocara el piso, no, le pegó antes,
un bombazo de aquellos, un disparo de otro partido, una

111
jugada excepcional que no sé si Medel estaba consciente, en
ese momento, de lo que significaba, de lo que había hecho,
de lo que estaba haciendo: pegarle a esa pelota en el aire y
fusilar a Pinto, pegarle con una libertad hermosa y única,
como si hubiera estado jugando en las canchas de tierra
de Conchalí, donde se formó, donde se forjó la personali-
dad de uno de los últimos ídolos de Católica, un jugador
impredecible que yo sigo sin saber muy bien hasta dónde
llegará, porque no sé cuál es su techo, porque esa tarde en
el Nacional comprendimos todos que Medel estaba hecho
de una materia indescifrable y única, estaba hecho de la
materia que conforma a esos jugadores que uno nunca va
a olvidar, jugadores que hacen historia, jugadores que mar-
can épocas, generaciones.
Lo que quiero decir es que si hay un motivo por el
cual me siento profundamente orgulloso de ser cruzado,
ese motivo es Gary Medel. Y sí, hablo de clases sociales,
hablo de pobreza, hablo de superación, hablo de un talento
difícil de explicar con palabras, hablo de aquellos que no
tienen nada y que por eso lo quieren todo, hablo de Mario
Lepe, hablo de la generación de Medel: de Mauricio Isla,
de Hans Martínez, de los que nacieron allá abajo. Hablo de
Luis Núñez, ese tipo talentoso y lleno de barrio que termi-
nó preso, pero que cada vez que entró a jugar por Católica
la mojó hasta el final, porque amaba al equipo, porque que-
ría ser campeón, porque nunca se guardó nada. Hablo de
ellos, hablo de Medel, que es todo eso y más, porque Medel
es un ídolo, y digo ídolo pensando en aquellos jugadores
que todos quisiéramos tener en nuestro equipo, aquellos
jugadores que son respetados y admirados más allá de la
camiseta. Y de esos en Católica ha habido varios, varios de
los que ya hemos escrito en estas páginas, pero si tengo que
elegir a uno, solo a uno –y aquí remarco el tono generacio-

112
nal de este libro, de esta historia–, digo, si tengo que elegir
solo a uno, ese sería Gary Medel.
No tengo dudas.
Aunque no haya ganado –todavía– un campeonato con
Católica, aunque lo hayamos visto solo unos años, sus pri-
meros años antes de convertirse en un crack en Argentina,
España e Inglaterra; aunque no nos haya dado títulos, para
mí Medel es el jugador cruzado que más me ha emociona-
do, que más orgullo me ha dado verlo jugar con nuestra
camiseta. Y puede que sea porque me tocó verlo cuando yo
ya era más grande y consciente de lo que significa el fútbol,
más consciente de por qué me gusta ver fútbol, digo, puede
que sea eso, está bien, pero nadie puede negar que Medel es
un fuera de serie y que en un futuro no muy lejano volverá
a Católica y nos dará quizá cuántas alegrías.
Yo no dudo de eso.
No podemos dudar de eso.
Alguna vez, Juan Villoro escribió: “El crack solo existe
rodeado de cierto dramatismo. Aunque las biografías de los
futbolistas nunca son tan tristes como las de las patinado-
ras de hielo o las bailarinas rusas, hay que haber sufrido lo
suficiente para tener ganas de patear al ángulo”.
Y la verdad es que esas palabras le calzan perfecto a
Gary Medel y no dejan de resonar mientras escribo sobre
el Pitbull, mientras recuerdo su historia en Conchalí, sus
partidos contra equipos de otras poblaciones más difíciles
que la de él, partidos en los que no solo tenías que tener
talento, sino también la guapeza suficiente para que los ri-
vales te respetaran, y no hablo de respeto deportivo sino de
otra cosa: el respeto que se tiene que ganar en el barrio para
que no te pasen a llevar, para que puedas vivir tranquilo,
para que puedas vivir en medio de esa precariedad.
No es fácil.

113
No fue fácil para Medel esa vida rodeada de dramatis-
mo, de ciertas carencias que le ayudaron a forjar su perso-
nalidad.
Solo alguien que crece en medio de eso es capaz de po-
ner tanto corazón y tanta fuerza en una cancha de fútbol,
porque sabe que se lo debe todo a su talento manejando esa
pelota. Solo alguien así le pega con esa violencia a la pelota
y mete un gol impactante en un clásico. Solo alguien así
puede jugar en Boca Juniors y hacerle dos goles a River,
en La Bombonera, y darle el triunfo a su equipo, a pesar
de que no es delantero, a pesar de que sus funciones en la
cancha son otras.
Pero quiero volver a esa tarde de 2007, a ese clásico
universitario, a ese gol, porque creo que en ese partido se
puede resumir perfectamente lo que es Gary Medel.
Por eso quisiera detenerme en esa imagen, quisiera de-
tenerme en esa jugada y hacer una novela de aquellos se-
gundos que pasan entre que Rodrigo Toloza centra desde
la izquierda y la pelota cruza la cancha en forma diagonal,
la pelota se eleva en el aire buscando el pie de un hombre
que todavía no llega al lugar donde caerá, pero me gustaría
hablar de esos segundos, hacer una novela, escribir un re-
lato que dure doscientas páginas sobre ese tiempo que pasa
entre que Toloza golpea la pelota y esta llega a su destino,
tres o cuatro segundos en los que desearía saber qué está
pensando el protagonista de esta historia, ese fuera de serie
que va corriendo en dirección al arco de Miguel Pinto, con
el sol en contra, con la mirada puesta en esa pelota que aca-
ba de lanzar Toloza y a la que quiere llegar a pegarle antes
de que toque el pasto, ahí, al borde del área, pegarle en el
aire y reventarle el arco a Pinto. Pero no puedo estar seguro
de que pensó eso, no puedo, pero me gusta imaginar que
cuando va corriendo hacia el arco se va acordando de esos

114
partidos interminables en Conchalí, esos partidos donde
arriesgaba la vida, donde tenías que ser valiente porque el
fútbol, en esas canchas, no es apto para cobardes, no, el fút-
bol es otra cosa, es sobrevivir. Por eso le pega así de fuerte
en el aire, de volea. Por eso Medel le pega con una irracio-
nalidad conmovedora, una irracionalidad llena de talento,
porque para hacer un gol así, para tener la certeza de que
debe pegarle a la pelota antes de que toque el pasto, para
tener los cojones de hacer una jugada así en ese momento,
tienes que ser de otra raza, así de simple, tienes que estar
pensando en otra cosa, en otro lugar, porque es un clásico
universitario, porque vas empatando, porque está la gente
en contra, porque no eres delantero, porque tienes solo 20
años y nadie va a entender que tengas la osadía de pegarle
a esa pelota antes de que caiga, porque eso le corresponde
a otros, pero ahí estás tú, Gary, ahí estás jugando un par-
tido que será recordado específicamente por ti, un partido
que llevará tu firma, tu historia, porque hace unos minutos
acabas de meter el gol del empate, un gol de cabeza –tú,
que mides 1,71 metros, pero que rechazas de una forma
sobrenatural–, que revivió a Católica y ahora estás ahí, pe-
gándole a esa pelota que Pinto no la va a ver, a pesar de
que volará, a pesar de que intentará manotearla pero en
vano, porque esa pelota va con una fuerza inusitada: golpea
levemente en el travesaño y entra, y nosotros no podemos
creerlo, nadie puede creerlo, Gary, porque ese gol es, real-
mente, indescriptible, es el más hermoso que yo he visto en
un clásico, el más sorprendente, el que nunca voy a olvidar,
Gary, porque ese día te graduaste de ídolo –discúlpenme
los lugares comunes a esta altura, pero la emoción no se
puede manejar–, Gary, ese día te graduaste de crack, no
solo por esos dos goles y por esa pelota que salvaste en la
línea, poco antes de que terminara el partido, Gary, no solo

115
por eso te graduaste de crack, sino porque nos demostraste
que no tenías –que no tienes, por ahora– límites, y que
todo tu amor por Católica era algo que iba mucho más
allá de las palabras, porque todo ese amor se tradujo en esa
actuación soberbia que tuviste aquella tarde de agosto de
2007 en el Nacional, Gary.
Jugaste uno de los mejores partidos de tu vida.
Te robaste un clásico universitario.
Y, de paso, nos recordaste por qué es un orgullo ser
de Católica, por qué amamos tanto a este club, y por qué
varios de nuestros ídolos vienen del mismo lugar que tú,
Gary, ese lugar donde se forman los jugadores de verdad.
Gracias por ese partido, Gary.
Nos regalaste una tarde inolvidable, una tarde de ale-
gría infinita, una tarde que tenemos enmarcada en nuestra
memoria.

116
Milovan Mirosevic: el hombre de los clásicos

El hombre que va corriendo hacia el banderín, gritan-


do desaforadamente, apunta con el dedo su pecho y lue-
go mueve la mano ahí, como si se estuviera pintando una
franja. Ese hombre que corre, celebrando hacia la barra, se
llama Milovan Mirosevic, y eso es lo que tiene en el pecho,
debajo de la camiseta de Católica: una franja, la franja cru-
zada, la marca de aquellos jugadores imprescindibles, esos
que ganan partidos, esos que se transforman, rápidamente,
en referentes de un club, porque no solo juegan con todo,
sino porque demuestran en la cancha un liderazgo absoluto.
Eso es Milovan Mirosevic: un líder, un referente, el últi-
mo capitán de Católica que ha estado a la altura del puesto
–el otro, sin duda, es Cristián Álvarez, que una vez se disfra-
zó de portero, en un clásico universitario en 2002, cuando,
sin miedo, se puso bajo los tres palos y le detuvo un penal
a Pedro González, en una maniobra que tiene que ver con
la pasión y la valentía, con los huevos y la voluntad, con esa
capacidad única que tienen algunos jugadores para no ceder
en los momentos más difíciles. Eso es Cristián Álvarez, y
eso es Mirosevic: un volante de creación que hace goles,
goles importantes, pero que también cumple con los requi-
sitos para llevar la 10, que tantas veces ha vestido. Incluso,
en los últimos años, generosamente, ha cumplido con lo
que un par de técnicos le han pedido: que juegue un poco
más atrás de la línea de creación, acompañando al volante

117
de contención, recuperando pelotas y siendo un cómplice
más silencioso del creador, como ha ocurrido cuando jugó
junto a Darío Botinelli; como ocurrió en 2010, cuando se
adueñaron del mediocampo y terminaron consiguiendo el
décimo título de nuestra historia.
Pero antes de eso, Mirosevic fue, durante un buen
tiempo, ese 10 que extrañábamos en San Carlos, ese crea-
dor que se echaba el equipo al hombro y que, además, en su
caso, asumía un protagonismo que lo llevaba a hacer goles,
muchos goles: desde fuera del área, de cabeza, de penal,
definiendo como un centrodelantero.
Piensen en el campeonato de 2002, cuando encontró
un cómplice como Pato Ormazábal y no se cansó de gene-
rar fútbol, de habilitar al Ingeniero Norambuena, de lle-
varnos, finalmente, al título de ese año. Por eso celebramos
tanto cuando hizo el tercer gol en la final contra Rangers,
porque se lo merecía: fue el que lideró el ataque esa tarde,
el que tuvo los momentos más lúcidos al comienzo del par-
tido, cuando los de Talca mantenían el cero en su arco y
estaban completamente cerrados.
Recuerdo un disparo de Mirosevic que da en el palo,
recuerdo que lo miramos con la misma atención con que
siguió la trayectoria de esa pelota Nicolás Peric: debió ser
el primer gol de esa tarde. Pero ya sabemos que el fútbol
no tiene nada que ver con la justicia. El fútbol es otra cosa.
Ahora que lo pienso, justamente en ese partido nació
lo que sería la celebración característica de Mirosevic, pues
fue Norambuena el primero que se pintó en el pecho la
franja celeste de nuestra camiseta. Desde ahí que Mirosevic
no se ha cansado de hacer ese gesto, sobre todo cuando hay
que celebrar un gol contra la U o el Colo.
Es decir: muchas veces, porque Mirosevic es un juga-
dor de clásicos, uno que aparece siempre en esos partidos

118
importantes. Y no hablo solo desde la memoria, sino tam-
bién desde las estadísticas: es el jugador de Católica que
más goles le hizo a Colo-Colo vistiendo nuestra camiseta –
ocho– y quedó a tres de ser el jugador de Católica que más
goles le haya hecho a la Universidad de Chile, pues Rai-
mundo Infante sigue teniendo ese récord –le convirtió en
su carrera nueve goles a la U–. Pero las estadísticas son esa
parte del fútbol que a mí, en lo personal, no me obsesiona:
información fría que no siempre refleja lo que de verdad
ocurre dentro de una cancha, a lo largo de un campeonato,
durante toda una historia. Porque los goles, además, son un
gesto siempre extraño, fuera de lo común.
Lo dice mejor Martín Caparrós, en un e-mail que le en-
vió en 2010 a Juan Villoro, mientras se jugaba el Mundial
de Sudáfrica.
Caparrós escribe: “El gol sucede tan de tanto en tanto
que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica
del juego –como en el básquet o el volley o el tenis– sino
un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El
fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol: ese
momento que no sucede casi nunca y que, al suceder, hace
que todo el resto cobre sentido”.
Si hay alguien que le ha dado sentido al fútbol, en los
últimos años, vistiendo la camiseta de Católica, y haciendo
goles inolvidables, goles importantes, ese es Mirosevic.
Ahora solo me detendré en un partido, porque quizás
ese encuentro fue la confirmación de que aquel campeona-
to terminaría siendo de Católica.
Estoy hablando del partido por la segunda rueda del
campeonato de 2010, el campeonato del Bicentenario,
cuando peleábamos muy cerca el liderazgo con Colo-Colo.
En estricto rigor, íbamos abajo, fuimos abajo por un buen
rato durante ese campeonato y el punto más crítico –y el

119
que a la larga fue el de inflexión– ocurrió en el partido
contra Colo-Colo, en el Monumental, donde perdimos 3
a 2, y así el Colo nos sacó siete puntos de ventaja cuando
quedaban solo siete fechas para el término del campeonato.
En una de esas siete fechas, Católica tuvo que jugar el
clásico contra la U, y entonces aquí aparece –cómo no–
Milovan y sus goles y su ímpetu y su importancia, pues ese
encuentro era trascendental: Católica venía ganando todos
sus partidos, después de perder con Colo-Colo, y casi lo
alcanzaba en la punta. Si ganaban ese clásico universitario,
el sueño de remontar esa distancia que parecía inalcanzable
unas fechas antes, era cada vez más real. Por eso fue un clá-
sico especial, porque se jugaban muchas cosas. Y sí: fue un
partido memorable, un partido que tuvo todo lo que uno
como espectador quiere: penales, expulsados, remontadas,
suspenso.
Pero ahí estaba Mirosevic, que cuando iban 1 a 1 nos
puso en ventaja con un cabezazo fuertísimo, y nada pudo
hacer Miguel Pinto. El triunfo estaba más cerca, pero lue-
go vino el empate de la U y el partido se enrareció: se fue
expulsado Manuel Iturra en la U, pero justo después de eso
Enrique Osses cobró un penal dudoso a favor de la U, y
entonces pensamos que todo se acababa ahí, que Rivarola
metería el penal y que Colo-Colo se iba a alejar para siem-
pre en el primer lugar. Pero Rivarola lo falló y minutos más
tarde Osses cobró un penal dudoso a favor de nosotros,
cuando faltaban menos de 10 minutos para que se termi-
nara el partido.
Milovan Mirosevic, entonces, se paró frente al punto
penal y no dudó, y nosotros tampoco dudamos porque
Mirosevic está hecho para estos partidos: pateó, gol, nos
poníamos arriba y Colo-Colo estaba más cerca, y la posi-
bilidad de conseguir la décima estrella ya no era imposible.

120
Después, cuando se jugaban los descuentos, Lucas
Pratto –qué bueno que es Lucas Pratto, ojalá vuelva a Ca-
tólica algún día–, digo, Pratto puso el 4-2 final, pero noso-
tros nos acordaríamos de ese clásico porque apareció, una
vez más, Milovan.
En 2013, en el Nacional, volvería a aparecer ante la
U, cuando Ismael Sosa echó a correr la pelota desde an-
tes de mitad de cancha y Pepe Rojas no lo pudo alcanzar
más, hasta que llegaron al área, Sosa enganchó y esperó que
apareciera Milovan para darle esa pelota que terminaría en
gol, un golazo, y ahí estábamos nosotros, celebrando des-
controladamente, y ahí estaba Milovan, corriendo hacia el
banderín, gritando, mientras se apuntaba el pecho con su
dedo y hacía ese gesto de la franja, ese gesto que encierra
una historia épica, una declaración de principios, el relato
de un amor incondicional por Católica que cuando estoy a
días de entregar este libro a la imprenta se mancha con un
anuncio inesperado: los dirigentes de la sociedad anónima
que hoy gobierna el fútbol en Católica acaban de infor-
marle a Mirosevic en una reunión de cuatro minutos que
el jugador símbolo de los últimos años no sigue en el club.
Así funciona Católica hoy en día. Pero nosotros, los que
nos hemos emocionado con Mirosevic, los que hemos visto
cómo lo ha dejado todo por el club, no lo vamos a olvidar
nunca.
Nunca.

121
La décima estrella

Era un equipazo.
Al principio no sabíamos bien a dónde íbamos, porque
a mitad del campeonato, más o menos, despidieron a Mar-
co Antonio Figueroa de la dirección técnica: habíamos per-
dido la final del torneo anterior contra Colo-Colo, en una
de las tardes más tristes que recuerde. Entonces, asumió
Juan Antonio Pizzi junto a Jorge Fleitas como preparador
físico. Era una dupla que prometía. Además, repatriamos a
Botinelli desde México, volvió también Roberto Gutiérrez
y se sumó un nombre nuevo, que al principio generó du-
das, pero que terminó convirtiéndose en una de las figuras
de Católica: Lucas Pratto.
Así se afrontó el segundo semestre de 2010, y así llegó
ese partido bisagra que fue el clásico contra Colo-Colo, en
el Monumental: estábamos a cuatro puntos de ellos, es de-
cir, si ganábamos solo nos separaría un punto, y remontar
eso era absolutamente posible. Pero perdimos. Perdimos en
el Monumental por 3 a 2 y todos creímos –o casi todos
creímos– que el campeonato ya estaba perdido.
Pero no los jugadores.
Días después de ser campeones, la prensa iba a decir
que cuando terminó ese partido con Colo-Colo, los juga-
dores se quedaron un buen rato en el camarín y se prome-
tieron ganar todos los puntos que faltaban por disputar, los
siete partidos que restaban de campeonato. No sabían lo

122
que iba a pasar con Colo-Colo, pero ellos no iban a perder
ningún punto.
Fue una promesa.
Fue un desafío, pues nos separaban siete puntos de
Colo-Colo, cuando quedaban solo siete partidos. Es decir,
nosotros debíamos ganar todo y Colo-Colo se debía caer
más de un par de veces.
Parecía imposible, pero así fue: Roberto Gutiérrez em-
pezó a hacer goles, apareció el impresionante Lucas Pratto,
Darío Botinelli asumió la creación y Milovan Mirosevic se
encargó de liderar esa remontada, metiendo goles como si
fuera un 9 absoluto: terminó siendo, de hecho, el goleador
de ese campeonato, con 19 tantos.
Pero esa remontada no fue fácil.
Habíamos perdido el campeonato anterior con Colo-
Colo en la final, había nerviosismo, había desconfianza, ha-
bía incredulidad con respecto a que pudiéramos arrebatarle
el título, cuando nos separaban tantos puntos.
Fue en esas últimas fechas, entonces, que demostra-
ron de qué estaban hechos. Porque con un Pizzi que supo
encontrar una forma perfecta para potenciar al equipo y
un preparador físico como Fleitas, que es un motivador
incansable, lograron darle una identidad a Católica. Una
identidad que se tradujo en resultados.
El equipo ganaba. El equipo goleaba. El equipo gustaba.
Pero, como dije, no fue fácil: se tuvo que luchar parti-
do a partido esas últimas fechas para ganar, hasta llegar a
ese duelo con Cobreloa, en Calama, cuando se jugaba la
penúltima fecha.
Veníamos de ganar el clásico universitario y, entonces,
hubo que ir al norte a enfrentar a Cobreloa. Y fue un par-
tido durísimo, un partido hostil, porque no solo se jugaba
contra Cobreloa, sino también contra Colo-Colo y, sobre
todo, contra nuestros propios fantasmas.

123
Y quizás ese siempre ha sido el gran problema de Ca-
tólica: no poder ganarle al pasado, no dejar atrás los fan-
tasmas que nos acechan quién sabe desde cuándo, no saber
manejar la presión, no convencernos de que estamos pre-
parados para ganarlo todo.
Y ahí estaban los fantasmas, una vez más, en Calama:
corría el minuto 88 y estábamos empatando con Cobreloa,
es decir, estábamos perdiendo la posibilidad de llegar con
ventaja al último partido, estábamos poniendo en riesgo
la décima estrella, estábamos perdiendo la posibilidad de
depender solo de nosotros en ese último partido, que juga-
ríamos en San Carlos contra Everton.
Pero vino el milagro.
Minuto 88: una falta cerca del área.
Minuto 89: Juan Eluchans se para frente a la pelota, la
acomoda, toma el impulso necesario y entonces le pega.
Minuto 90: éramos campeones. Sí, Eluchans la clavó
en un ángulo, el partido se terminó, ahí se acabó el cam-
peonato.
Ese fue el gol del campeonato.
Faltaba jugar contra Everton, pero era un trámite: to-
dos sabíamos que Católica ya era campeón, porque ganar
el penúltimo partido cuando ya no quedaba nada, ganarlo
así, de esa forma, con ese golazo, no podía significar otra
cosa que levantar la copa.
Ahí se definió el campeonato de 2010.
El fin de semana siguiente, con un San Carlos de Apo-
quindo repleto, golearíamos a Everton por 5 a 0 y vendría
una fiesta interminable.
Sería, lamentablemente, nuestra última alegría.

124
Estadio Nacional: 2011

Me gustaría no escribir estas líneas, pero siento que


debo hacerlo. Me gustaría no recordar nunca más esa tarde-
noche de junio de 2011, pero aquí estoy, aquí estamos los
hinchas de Católica, tratando de sobrevivir a ese día.
¿Qué más se puede decir de esa final?
Yo nunca he visto el partido por televisión. Nunca he
visto los goles, nunca he visto imágenes de esa final. Y creo
que nunca lo haré.
Para escribir este libro he recurrido a la memoria y, so-
bre todo, a la generosa cantidad de archivos que hay re-
partidos por Internet con partidos claves de Universidad
Católica.
He revisado con alegría –y también a veces con frustra-
ción– gran parte de las campañas de Católica, desde los 90
hasta estos días, pero nunca he visto esa final que perdimos
contra la U.
Yo estaba en el estadio.
Yo salí destrozado de ese estadio.
No sé cómo perdimos esa final.
O quizá sí sé: la perdimos no solo porque la U fue
superior en la cancha, sino sobre todo porque no pudimos
contra nosotros mismos, contra esos fantasmas, contra la
presión.
Pero qué más da. Lo que realmente me preocupa, lo
que realmente me parece que todavía no tiene una respuesta

125
real, es cómo nos recuperamos de esa tarde-noche de junio
en el Nacional.
Cómo recobramos la confianza.
Porque después de ese partido la cosas en Católica nun-
ca volvieron a ser las mismas.
Y quizá por eso, también, me cuesta culpar a Martín
Lasarte de los últimos fracasos de Católica.
Me cuesta, porque ese camarín con el que se encontró
estaba en el piso. Ese camarín estaba fracturado, porque
perder una final así como la perdimos...
No sé qué más decir.
Solo quisiera contar una historia de ese fin de semana,
una historia que nunca pude contar.
Yo había entrado a trabajar como periodista a la revista
Qué Pasa un mes antes de la final. Era nuevo, me interesaba
escribir sobre diversos temas, quería, desde hace rato, en-
trevistar a alguien de Católica, pues sentía que ese equipo
de Pizzi iba derecho al bicampeonato.
¿Quién de Católica no sentía eso?
Yo estaba seguro.
Estaba tan seguro que en una de las pautas de la revista
propuse hacerle un perfil a Jorge Fleitas, pues sentía que era
el gran artífice del buen juego de Católica: el hombre que
había potenciado físicamente a varios jugadores, el hombre
que anímicamente era clave en ese plantel.
Creo que fue tal mi entusiasmo, que en la revista no
dudaron en aceptar el tema y me dijeron que me pusiera a
trabajar lo antes posible, pues querían leer ese perfil, que-
rían saber quién y cómo era el hombre que estaba detrás del
buen rendimiento de Católica.
Así que me puse a investigar, tranquilamente, hasta que
llegó la final, la primera final contra la U, y ganamos 2 a
0 y, entonces, los editores me dijeron que ahora sí que sí

126
tenía que apurar el perfil, porque era probable que Católica
saliera campeón, y había que publicarlo lo antes posible.
Estaba bien, yo quería hacer el tema, escribirlo, pero
había un problema: Jorge Fleitas estaba concentrado en lo
que ocurría con Católica y era inubicable. Pero insistí, in-
sistí, insistí hasta que conseguí una entrevista con él, una
entrevista ideal: conversaríamos el sábado 11 de junio, un
día antes de la final de vuelta. Lo haríamos en San Carlos,
después del último entrenamiento de Católica.
Y así fue.
Terminó el entrenamiento, almorzaron los jugadores
con el cuerpo técnico y, entonces, pude sentarme a conver-
sar con Jorge Fleitas.
Hablamos más de una hora ahí, mientras yo veía que
se paseaban Enzo Andía, Tomás Costa, Milovan Mirosevic.
Los veía tranquilos, concentrados, silenciosos. O al me-
nos esa impresión me daba mientras Fleitas me contaba
su vida, sus orígenes difíciles, su fuerza para salir adelante,
su intensidad. Porque si hay algo que define el trabajo de
Fleitas, es esa palabra: intensidad.
Conversamos todo lo que pudimos hasta que se nos
acabó el tiempo, pues ya debían ir a concentrarse al hotel.
Todos. Jugadores y cuerpo técnico.
Pero a mí me faltaba hacer más preguntas, me faltaba
que habláramos de Católica, de su presente en ese enton-
ces. Así que le pregunté cómo podíamos seguir conversan-
do, y él me dijo que fuera al hotel, que me iba a poder
recibir allá, que no había problema.
Era temprano, las cuatro de la tarde, así que agarré mis
cosas y me fui al hotel, donde ya a esa hora había hinchas,
muchos hinchas que estaban esperando el bus con los juga-
dores de Católica.
Y llegaron y después de un buen rato apareció Fleitas,

127
en el hall del hotel y me hizo pasar, y conversamos todo lo
que pudimos, sobre fútbol, sobre Católica, sobre la forma-
ción de juveniles, sobre la pobreza, sobre el hambre.
Fue en medio de alguno de esos temas cuando le pre-
gunté que qué pasaba si no ganábamos la final.
Y él me dijo, tajante, que no, que eso no podía ocurrir,
que él se mataba si eso ocurría.
Yo me fui a mi casa tranquilo.
Yo me fui a mi casa contento.
El domingo iba a ser un día de alegrías, no solo porque
Católica iba a ser bicampeón, sino porque yo iba a poder
contar la historia de Fleitas, y estaba seguro de que ese tex-
to iba a quedar bien, porque Fleitas tenía historia, tenía
mirada, tenía cosas que decir. Además, el contexto iba a ser
perfecto: la copa iba a ser la imagen elocuente de que su
trabajo como preparador físico, su trabajo con los jugado-
res había sido el mejor.
Pero entonces perdimos y ese texto se fue a la mier-
da. Todos los hinchas de Católica nos fuimos un poco a la
mierda esa tarde-noche de junio de 2011, en realidad, hace
ya un buen rato, pero que parece como si hubiera sido ayer.
Finalmente nunca publiqué esa entrevista, nunca la es-
cribí. Me pidieron, en cambio, que entrevistara a Federico
Valdés para hablar sobre su exitosa gestión como presidente
de Universidad de Chile.
Fue un pequeño infierno.
Pero a esa altura, un día después del partido, yo ya me
había vuelto un ser indolente, porque en el Estadio Nacio-
nal lo perdí todo.
Lo perdimos todo.
Y no sé muy bien cuándo lo volveremos a recuperar.

128
Una historia uruguaya

No me pidan explicaciones, pero tengo la sensación


de que los uruguayos son una raza superior. Así de simple.
No solo tienen una capital hermosa y melancólica, como
es Montevideo; no solo tienen mujeres bellísimas, un pre-
sidente como Pepe Mujica y escritores únicos –desde ese
genio que es Juan Carlos Onetti, pasando por el delirio de
Felisberto Hernández, Armonía Sommers y Mario Levrero,
hasta la poesía desgarradora de Idea Vilariño–, digo, sino
que poseen algo difícil de explicar, pero que donde mejor
se refleja es en el fútbol.
Especialmente en la selección de fútbol de Uruguay.
Hay un talento evidente, condiciones físicas, habilidad.
Pero también hay algo más: podríamos llamarlo coraje, po-
dríamos hablar de huevos, podríamos decir que son juga-
dores que dejan el corazón en la cancha cada vez que deben
jugar.
Por eso cuando supe que Martín Lasarte era uruguayo
me ilusioné. Debo admitirlo: después de esa final perdida
con la U, después de un torneo modesto con Mario Lepe
como director técnico, después de estar perdidos durante
tantos meses, con un camarín con el ánimo por el suelo,
que viniera un uruguayo a revivirlos, me pareció que era
una decisión perfecta. Si alguien podía darle vida a este
equipo, ese era un uruguayo.
Y creo que así fue.

129
Llegó Martín Lasarte y si bien tuvo un comienzo irre-
gular, sobre todo en el torneo nacional, en la Copa Suda-
mericana 2012 logró demostrar su categoría: con una plan-
tilla modesta, donde se notaba la falta de jugadores de je-
rarquía, jugadores que pudieran dar vuelta un partido, que
se echaran el equipo al hombro, digo, a pesar de la ausencia
de esos jugadores, Lasarte fue transmitiendo una forma de
juego que nos llevó a avanzar y avanzar en la Sudamericana,
hasta que nos topamos con Sao Paulo en las semifinales y
no pudimos con ellos. Finalmente, Sao Paulo sería cam-
peón de ese torneo, pues tenían un equipazo, pero Lasarte,
con poco, logró demostrar que tenía aptitudes para devol-
verle el alma a Católica.
Me acuerdo de ese partido en el Morumbí. Me acuer-
do que lo vi junto a mis amigos Pancho Mouat y Matías
Celedón en la cantina de un hotel en Guadalajara. Vimos
cómo Sao Paulo llegaba y llegaba al arco de Toselli y este
detenía cada pelota imposible. Fue un partidazo de Toselli.
Pero más allá de él, el equipo no tenía grandes argumentos
para ganarle a Sao Paulo. De hecho, la estrategia de Lasarte
fue defenderse con todo durante el partido, para llegar a los
últimos diez minutos con vida y, entonces, atacar.
Y así ocurrió: Catolica llegó con vida a esos últimos mi-
nutos y trataron de atacar el arco de Sao Paulo, pero ya era
tarde: el equipo estaba destrozado físicamente, lo habían
dado todo, habían resistido, pero no nos alcanzó. Empata-
mos 0 a 0, y con ese resultado Sao Paulo clasificó a la final.
Ese año 2012 no ganamos nada, y solo nos quedó el
consuelo de haber hecho una de nuestras mejores parti-
cipaciones en la Sudamericana, pero no mucho más. Sin
embargo, la dirigencia decidió mantener a Lasarte como
director técnico, pues confiaban que el 2013 sería un año
de campeonatos, de alegrías.

130
Pero no fue así.
Es difícil explicar lo que ocurrió con la Católica de
Lasarte. Es difícil y quizá en cuánto tiempo logremos en-
tender cómo se nos escaparon dos campeonatos nacionales
que, claramente, pudimos haber ganado.
El primero lo perdimos por diferencia de goles con
Unión Española –pues terminamos con el mismo puntaje,
pero ellos con más goles a favor– y el segundo, en esa otra
final horrible que vivimos en el Nacional ante O’Higgins.
También habíamos llegado empatados al final del cam-
peonato, pero esta vez nosotros con una diferencia de goles
a favor. Sin embargo, la ANFP había determinado que si
ocurría eso en este torneo, ya no corría la diferencia de go-
les, sino que había que jugar un partido definitorio.
Y ese partido lo perdimos.
Esa es la historia de la Católica de los últimos años,
la historia de una tragedia constante. Porque en ese cam-
peonato, fuimos campeones por varios minutos, durante la
última fecha, cuando le íbamos ganando a Unión La Ca-
lera y O’Higgins perdía ante Rangers. Con ese resultado
éramos campeones. Y lo fuimos, sí, varios minutos, hasta
que O’Higgins dio vuelta el partido cuando ya no quedaba
nada y llegamos a esa final en el Nacional.
Recuerdo que fui profundamente ilusionado al estadio,
que salí temprano del trabajo y me instalé en la galería pen-
sando que esta vez sí salíamos campeones.
Y perdimos.
No lo podía creer, pero esta vez, no sé muy bien por
qué, no dolió tanto como en otras jornadas. Es cierto:
O’Higgins era un justo campeón, había vivido una tragedia
con sus hinchas, qué se yo. Se lo merecían.
Pero en realidad creo que no dolió tanto porque después
de haber vivido un par de finales perdidas, uno es capaz de

131
diferenciar la tragedia de la derrota, uno es capaz de matizar
las cosas, a pesar de que el dolor es siempre el mismo.
El dolor, la decepción, las frustraciones, la rabia.
Dicen que hubo problemas al interior del camarín, que
seguía penando la final perdida contra la U. Dicen tantas
cosas, pero la única certeza es que esa tarde, en el Nacional,
no jugamos como había que jugar, no aparecieron los re-
ferentes, no supimos remontar el 1 a 0 que se instaló en el
primer tiempo. No fuimos capaces de reaccionar.
Me acuerdo que días después había que jugar la liguilla
de Copa Libertadores, y que en el partido de vuelta perdi-
mos con Iquique por penales y quedamos eliminados.
A esa altura, no había forma de revivir a Católica.
Martín Lasarte había renunciado. Estábamos destro-
zados.
Me acuerdo que fui a San Carlos para ver el partido con
Iquique. Sentí que era necesario ir, que era un gesto peque-
ño, pero no por eso menos relevante: ir y apoyar al equipo
a pesar de haber perdido una final días antes. Ir y decirle al
equipo que a pesar de todo íbamos a seguir alentando.
Días después, en Qué Pasa, me pidieron que escribie-
ra una columna sobre ese triste final de la Católica 2013.
Aquí la transcribo, pues creo que refleja perfectamente la
sensación que me quedó después de la “Era Lasarte”.

Destino cruzado

Recuerdo que estábamos en el estadio y que


lloraban. Hombres, mujeres, niños, abuelos:
lloraban desconsoladamente y yo no sabía muy
bien qué hacer. No era mi derrota –era junio de
2011, era Buenos Aires, era el partido en el que
River Plate, por primera vez en su historia, des-

132
cendía a la B–, pero había algo en ese fracaso que
me parecía familiar, una sensación inevitable de
sentir empatía con esos hinchas que veían caer
a su equipo a lo más bajo de su historia. Empa-
tía con la derrota. Yo lo había vivido semanas
antes de ese partido, en esa final desconcertante
en la que Universidad Católica perdió el Torneo
de Apertura con la Universidad de Chile. 12 de
junio de 2011. Algunos cifran en esa fecha el
inicio de toda esta debacle que los hinchas de
Católica seguimos viviendo en estos días, des-
pués de perder la final con O’Higgins y quedar
eliminados de la liguilla este lunes con Iquique,
cuando se supone que era un partido absoluta-
mente abordable.
En el estadio no éramos más de siete mil per-
sonas, pero ahí estábamos, después de perder la
final unos días antes: es la historia de cualquier
hincha de Católica tener que estar siempre ahí,
a pesar de todo. Pero tampoco se trata de victi-
mizarse ni de crear una épica de la derrota. No es
eso. Nunca debiera ser eso. Sin embargo, Católi-
ca viene jugando en el límite entre el triunfo y el
fracaso desde hace mucho rato y eso ha generado
frustración y ha agotado la paciencia de todos.
Primero de los hinchas y también, inevitable-
mente, de los mismos jugadores: las peleas, los
egos, la sensación de que se hace todo bien, pero
que al final, por detalles, no se logra nada.
Así no se puede. Eso es seguro. Pero tampo-
co se sabe cuál es la solución. Hay culpables, sin
duda. Hay dirigentes que no reman para el mis-
mo lado, hay otros que debieran entender que

133
sus procesos ya terminaron hace rato, así como
lo entendió Martín Lasarte.
Quizá por eso también muchos de los que
estábamos en San Carlos de Apoquindo este lu-
nes pasado, cuando vimos que el partido se iba a
penales, sentimos que todo era una mala broma,
que no nos merecíamos eso y que lo mejor era
acabar ahí toda esta historia, no alargar más la
agonía, apagar las luces, cerrar la puerta y comen-
zar a escribir otro relato. Uno que debiera estar
protagonizado no solo por jugadores que sean
ídolos por sentir la camiseta, sino porque sean
inteligentes y sepan convivir con la presión que
significa, en este momento, jugar en un equipo
como Católica: una historia reciente de derrotas
que no se olvidan, y una hinchada ofuscada que
quiere –por sobre todas las cosas– títulos, triun-
fos que no se escapen porque el arquero rival
tuvo una noche de aquellas ni nada por el estilo.
Pero va a ser difícil que eso ocurra de forma
rápida, pues recién comenzará un nuevo proceso,
así que los hinchas sabemos que nos tendremos
que armar, una vez más, de paciencia. Lo más
desconcertante de todo –pero también lo más
hermoso de esto– es que uno va al estadio y su-
fre con estas derrotas en el último minuto, en las
últimas instancias, uno se frustra y se enoja, pero
no hay nada que hacer. Porque como dijo des-
pués de la final con O’Higgins Gary Medel, sin
duda el último ídolo de Católica: “Hoy más que
nunca soy cruzado y no aliento por tener copas,
como otros equipos, aliento por el amor a la ca-
miseta”. Amén.

134
Después de ese partido, asumiría Rodrigo Astudillo
como director técnico y volveríamos a estar en los prime-
ros puestos en el Torneo de Clausura de 2014, pero no
nos alcanzaría. Colo-Colo sería campeón y nosotros solo
lograríamos conseguir la clasificación para la Copa Suda-
mericana de 2014.
Quisiera decir unas últimas palabras sobre Lasarte, so-
bre ese 2013 que fue un año de mierda –donde además
perdimos la final de la Copa Chile ante una U que no te-
nía por dónde ganarnos, pero que por una desinteligencia
nuestra terminamos sucumbiendo–, digo, quisiera decir
unas últimas palabras sobre Lasarte: es cierto, no ganamos
nada con él, el equipo nunca logró encontrar una verdade-
ra identidad de juego, pero sí hizo un par de cosas que hay
que destacar: le dio confianza y seguridad a Enzo Andía,
movió la cantera de Católica, hizo un 2013 donde entrá-
bamos a la cancha con seis, siete u ocho hombres formados
en casa, lo que habla bien de su trabajo en esa línea. Lo de
Andía es admirable, pues antes de Lasarte era un defensa
con proyección, pero al que la hinchada y la prensa resistía,
pues a veces cometía errores absurdos. Pero Lasarte le dio
confianza, lo hizo titular y hoy es uno de los pocos juga-
dores de Católica que resaltó en el Clausura. Es un defensa
con futuro y en eso, creo, Lasarte tiene mucho que ver.
También lo hizo con Claudio Sepúlveda, pero ya sabe-
mos lo que ocurrió: se lesionó, estuvo fuera de las canchas
seis meses y ahora, que volvió a jugar, aún no puede ser el
mismo mediocampista que fue con Lasarte.
Ya lo dijimos: yo creo que Lasarte nunca pudo solucio-
nar la ausencia de Sepúlveda. Nunca.
Pero qué más da.
Ahora, que termino de escribir este libro, pienso en ese
partido memorable que jugamos contra Sao Paulo por la

135
Copa Sudamericana 2013, cuando nos enfrentamos en los
octavos de final.
Me acuerdo de ese partido en San Carlos, cuando Ro-
gerio Ceni lo tapó todo –pero todo–: fue un partido increí-
ble. Perdimos 4 a 3, pero llegamos al arco unas 15 veces,
digo, 15 ocasiones claras de gol donde Ceni atajó lo que
incluso no se podía atajar.
Hay en YouTube un video con su actuación de ese día.
Es impresionante verlo. Emociona tanto como cuando uno
ve a un jugador talentoso driblear o a un delantero meter
y meter goles.
La actuación de Ceni fue de antología.
Y llego al final de este libro y me acuerdo de las palabras
que dijo Lasarte en la conferencia de prensa de esa noche.
Me acuerdo ahora y creo que hay, en esas palabras, una
verdad absoluta, una verdad que no deja de darme vueltas,
una frase que parece encerrar un pedazo importante del
alma de Católica.
“Hoy el fútbol nos debe una”, dijo Lasarte.
Y sí, Martín, tienes toda la razón. Esa noche y los días
que siguieron, el fútbol nos quedó debiendo –y nos sigue
debiendo– una.
Y sí, Gary Medel: “Hoy más que nunca soy cruzado y
no aliento por tener copas, como otros equipos, aliento por
el amor a la camiseta”.

136
Agradecimientos

Ningún libro se escribe solo, por supuesto. Y este no es


la excepción.
Quiero empezar agradeciendo a Francisco Mouat, a
quien se le ocurrió que yo podía ser el hombre a cargo de
este libro. Recuerdo un llamado telefónico donde comen-
tamos la idea, y cómo un par de días ya estaba todo cerra-
do. Porque Pancho es así: uno de los hombres más entu-
siastas que tiene la literatura chilena. Uno de sus mejores
escritores y, por sobre todo, uno de sus mejores lectores.
Sin su entusiasmo, su dedicación y paciencia, este libro
no existiría.
También quiero agradecer a Guillo –por su generosí-
sima ilustración–, a Fernando Soto, a Cristián Guerra y a
todos los miembros de Lolita Editores que hicieron posible
que este libro fuera libro.
Tampoco serían posible estas páginas sin los amigos con
los que he compartido el amor por Católica: Roberto Ga-
jardo, José Dupouy, Natalia Olivares, Luz María Astudillo,
Hernán López, Catalina Gutiérrez, y, especialmente, José
Antonio Giordano y Miguel Concha, que leyeron y co-
mentaron esta historia antes de ser publicada.
Gracias, también, a Francisca Lange, con quien tuve
muchas conversaciones sobre lo que es ser de Católica, so-
bre Gary Medel y otros jugadores y momentos que están
plasmados en este libro.
Gracias, también, a José Luis Santa María, que me rega-
ló el comienzo de esta historia.

137
Finalmente, gracias a Gonzalo Maier, que no solo es un
escritor genial, sino también un lector de una generosidad
absoluta. ¡Y además es cruzado! Sin su lectura atenta, este
libro no sería lo que es.
Y, por último, pero no por eso menos importante, mu-
chas gracias a Lorena Amaro, a quien no le gusta el fútbol,
pero tuvo la generosidad de acompañarme pacientemente
durante la escritura de este libro. Todos los aciertos de estas
páginas le pertenecen.
Los errores, por supuesto, son míos.

138
Índice

¿Qué significa ser de Católica? 7

El orgullo de ser cruzado 11

Los primeros recuerdos 17

1987 23

El día que le ganamos al Barcelona 25

Todo empezó en Independencia 28

Una noche épica en Cali 32

El fútbol y los amigos cruzados 37

Tierra de campeones 42

(1994-1995) 56

Alberto Federico Acosta: Toro Salvaje 61

Néstor Raúl Gorosito: el hombre que vivía en el futuro 66

Raimundo Tupper (1969-1995) 71

Sebastián Rozental: ídolo de juventud 75

Alberto Federico Acosta: el regreso 79

139
Historia universal de la infamia
(o aquellos que lo prometían todo y no nos dieron nada) 83

Mario Lepe (o la estética del volante central) 87

Sergio Livingstone, Pato Toledo, Nelson Tapia


y los que vinieron 95

Juvenal Olmos ha vuelto a casa 101

Estadio Nacional:
2006 (o cómo celebrar en la casa del enemigo) 105

Un emblema llamado Gary Medel 111

Milovan Mirosevic: el hombre de los clásicos 117

La décima estrella 122

Estadio Nacional: 2011 125

Una historia uruguaya 129

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Este libro se terminó de imprimir
en el otoño de 2014.

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