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CORPUS CUENTOS DE FÚTBOL

“Me van a tener que disculpar”, Sacheri

“Maradona si, Galtieri no”, Osvaldo Soriano

“Todo mientras Diego”, Ariel Scher

10.6 segundos, Casciari

La Mano De Dios Desde Un Bar En Fiorito, Pascual

Homenaje a Maradona, Casciari

Messi es un perro, Casciari

La valija de Messi, Casciari + respuesta de Messi

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Me van a tener que disculpar, Eduardo Sacheri

Para Diego...
Me van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una persona de bien
debe comportarse según ciertas normas, aceptar ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a
determinadas estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno quiere ser
un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus semejantes, siempre con la misma e
idéntica vara. No puede hacer excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su
conciencia crítica, su criterio legítimo.

Uno no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a sus amigos por el
sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como para suponer que uno es capaz de
sustraerse a sus afectos y a sus pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos
en el altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí intentando no apartarse
demasiado del camino debido, tratando de que los amores y los odios no le trastoquen
irremediablemente la lógica.

Pero me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no puedo. Y ojo que lo
intento. Me digo: no puede haber excepciones, no debe haberlas. Y la disculpa que requiero
de ustedes es todavía mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la
humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha consolidado la integridad de mi
patria. No, nada de eso. El tipo tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos
trascendente, mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista.
Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres palabras hablando del criterio
ético y sus limitaciones, y todo por un simple caballero que se gana la vida pateando una
pelota. Ustedes podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable. Tal vez
tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas disculpándome.

No obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo cambiar mi actitud.
Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara con la que juzgo al resto de los seres
humanos. Y ojo que no sólo no es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos
defectos. Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o como el que más.
Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores, sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi
juicio crítico se detiene ante él, y lo dispensa.

No es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más profundo, si me


permiten calificarlo de ese modo. Seré más explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo
algo. Le debo algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la peculiar
moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda halla sosiego en este hábito
de evitar siempre cualquier eventual reproche.

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El no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como anónima es la
deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe que le debo, e ignora los ingentes
esfuerzos que yo hago una vez y otra por pagarle.

Por suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se me presenta a menudo.
Es que hablar de él, entre argentinos, es casi uno de nuestros deportes nacionales. Para
enzalzarlo hasta la estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los infiernos, los
argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre y su memoria. Ahí es cuando yo
trato de ponerme serio y distante, pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y
cuando me invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder mi turno en el
ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco de que yo me ubique en el bando de sus
perpetuos halagadores. Nada de eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes
como los dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a más de uno
cambiar del bando de los inquisidores al de los plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que
se les mueva un pelo. Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.

Por eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de los muchachos
no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta directa, que cruza el aire llevando
específicamente mi nombre, tomo aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo
de «y, no sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a saber, son tantas cosas
para tener en cuenta». Es que tengo demasiado pudor como para explayarme del modo en
que aquí lo hago. Y soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar mis
argumentos y mis justificaciones.

Por empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el tiempo. Sí, como lo
escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en transcurrir, cuando a veces debería
permanecer detenido. El tiempo que nos hace la guachada de romper los momentos
perfectos, inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase ahí,
inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos libraría de los desencantos, de
las corrupciones, de las ínfimas traiciones tan propias de nosotros los mortales.

Y en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me comporto como lo
hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos alcances, esas barbaridades injustas
que el tiempo nos hace. En cada ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada
oportunidad en la cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo a este
presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser humano conserva para los
hechos esenciales me remonto a ese día, al día inolvidable en que me vi obligado a sellar este
pacto que, hasta hoy, he mantenido en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé), a que
alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a quienes desagrada la mezcla
de la nación con el deporte, en este caso acepto todos los riesgos y las potenciales
sanciones.

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Digamos que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar cristalino del cual
no debió moverse, porque era el exacto sitio en que merecía detenerse para siempre, por lo
menos para el fútbol, para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para
alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada vuelve a ser como era.
Porque no puede. Porque todo ha cambiado demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos
ha entrado algo de lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.

Esa mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde arranca, en apariencia,
como tantas otras. Una pelota y veintidós tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los
codos delante de la tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa tarde es
distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un partido. Hay algo más. Hay mucha rabia,
y mucho dolor, y mucha frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son
emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En un sitio mucho más
terrible, mucho más hostil, mucho más irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe
otra que contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos pocos, porque
estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la cancha, el fútbol, y son ellos o
nosotros. Y si somos nosotros el dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de
terminarse. Pero si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser todavía más
grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener que quedamos mirándonos las caras,
diciéndonos en silencio «te das cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a
nosotros».

Así que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es fútbol, pero es mucho
más que fútbol. Porque cuatro años es muy poco tiempo como para que te amaine el dolor y
se te apacigüe la rabia. Por eso no es sólo fútbol.

Y con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante prólogo de tragedia, va


este tipo y se cuelga para siempre del cielo de los nuestros. Porque se planta enfrente de los
contrarios y los humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y aunque sea
les devuelve ese afano por el otro, por el más grande, por el infinitamente más enorme y
ultrajante. Porque aunque nada cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus
pubs, queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de que el tipo salga
corriendo mirando de reojito al árbitro que se compra el paquete y marca el medio.

Hasta ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le robaste algo al que te afanó
primero. Y aunque lo que él te robó te duele más, vos te regodeas porque sabes que esto,
igual, le duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es suficiente, me doy por
hecho, hay más. Porque el tipo además de piola es un artista. Es mucho más que los otros.

Arranca desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo que está por
hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con la bandera. La lleva en una mano,
aunque nadie la vea. Empieza a desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por
uno, moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no entienden. No sienten la

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música, pero sí sienten un vago escozor, algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo
sigue adelante.

Para que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca. Para que allá lejos
los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa que tengan en la mano. Para que se queden
con la boca abierta y la expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que
alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de argentino no va a entrar al área
con la bola mansita a su merced, que alguien va a hacer algo antes de que le amague al
arquero y lo sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la historia y que
las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en el fútbol tiene que ser como en la
vida, donde los que llevan las de ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se
miran entre ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla. Pero no hay caso,
porque ni siquiera cuando el tipo les regala una fracción de segundo más, cuando el tipo
aminora el vértigo para quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a
evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses despatarrados e incrédulos,
los millones de ingleses mirando la tele sin querer creer lo que saben que es verdad para
siempre, porque ahí va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a
abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él lo sabe, pero hace tan bien en
mirar al cielo.

Porque el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era demasiado grande.
Así que faltaba humillarlos por las buenas. Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol
volviese a verse una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos volviendo
a verse una y mil veces hasta el cansancio en las repeticiones incrédulas. Ellos pasmados,
ellos llegando tarde al cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose
definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y absoluta y eterna e
inolvidable.

Así que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la misma vara con la que
se supone debo juzgar a los demás mortales. Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra.
Y el único modo que tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya que
el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que optó por acumular un montón
de presentes vulgares encima de ese presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad
de recordarlo para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria.

1. En el cuento “Me van a tener que disculpar” Sacheri hace referencia a un partido que
fue uno de los momentos más importantes de fútbol argentino. Luego de leerlo,
¿pudieron darse cuenta a qué partido y qué jugador hace referencia? Investiguen el
partido Argentina - Inglaterra del Mundial 86, pueden ver videos de las jugadas que se
mencionan. ¿A qué acontecimientos extrafutbolísticos hace referencia el cuento?

2. ¿Es una descripción objetiva o subjetiva la que realiza el autor? ¿Estás de acuerdo?

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“Mardona sí, Galtieri no”, de Osvaldo Soriano

“Maradona es el gran relato de este país. Un gran relato que todavía no terminó. Nosotros estamos

viéndolo ahora en la inmediatez. Porque lo que le pasa al sujeto de nuestro amor no puede sernos

ajeno. Por eso no cuenten conmigo para crucificar a Diego”. Osvaldo Soriano.

Texto del escritor argentino publicado en Página 12.

Nunca entendí por qué a ningún diario argentino se le ocurrió enviar un cronista a seguir el partido

Argentina-Inglaterra desde Puerto Argentino. Allí no admiten criollos, pero ésa no es suficiente

excusa: podrían haber mandado a uno de otra nacionalidad. Hoy muchos argentinos tienen más

pasaportes que un agente secreto de la CIA o de la KGB.

Cuando Diego Maradona saltó frente al arquero Shilton y le pasó la pelota con una mano por

encima de la cabeza, el concejal Louis Clifton tuvo su primer desmayo en las Malvinas. El

segundo, más prolongado, ocurrió cuando Diego dribleó a media docena de ingleses y consiguió

el segundo gol de Argentina. Afuera un viento helado barría las desiertas calles e Port Stanley y

las tropas británicas estaban en el cuartel oyendo, azoradas, cómo el pequeño diablo del Nápoli

les arruinaba el festejo del cuarto aniversario de la reconquista de los que ellos llaman las

Falkland.

El sábado, Clifton había llamado al único periodista condenado a vivir en ese lugar para

anunciarle que todos los habitantes del archipiélago, deseaban el triunfo británico, “igual que en

1982”. Ese año, Inglaterra no sólo ganó la guerra: también venció en el partido por la copa del

mundo, en España. Esta vez fue diferente porque Maradona estaba inspirado con las manos

como con las piernas y el árbitro tunecino Alí Bennaceur era del Tercer Mundo y no hacía

diferencias entre un miembro superior y uno inferior del cuerpo humano.

De modo que el concejal Clifton sospechó la conjura y trató de comunicarse con el Foreign Office

mientras yo, desde mi casa de La Boca, trataba de llamarlo a él para explicarle que cuando

nosotros éramos chicos los goles con tanta gambeta se anotaban dobles, de manera que el

segundo de Diego valía también por el que metió con el puño.

Pero no es fácil comunicarse con las Malvinas desde Buenos Aires. En Entel se sorprendieron

cuando les expliqué que quería llamar a Clifton y me dieron un número en el que luego de media

hora de espera me dijeron que la única manera era hablar por radio, a través de las ondas cortas.
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Como las Malvinas son territorio de ultramar, el servicio es el mismo que para comunicarse con un

barco en medio del Atlántico.

La cosa era así: si yo estaba dispuesto a esperar, la radio lanzaría una señal más o menos

desesperada y larga hasta que el adormecido jefe de Port Stanley la captara, saliera de su

estupor, y si no había demasiada nieve, corriera a buscar a Míster Louis Clifton que estaba

desmayado de espanto.

Esto ocurría mientras Bélgica y España forcejeaban para saber quién sería el rival de Argentina

en las semifinales. Cuando llegó la hora de los penales desistí de hablar con el concejal Clifton

por temor a provocar un incidente internacional.

En las calles de Buenos Aires desfilaban centenares de coches con banderas que reclamaban la

devolución de las Malvinas que el general Galtieri perdió del todo en 1982. en los camiones

repletos de muchachones que partían de los barrios, se cantaba el nombre de Maradona y las

radios retomaban un tono chauvinista que habían abandonado desde la capitulación de Puerto

Argentino.

“Estamos entre los cuatro mejores del mundo”, gritaba José María Muñoz, el mismo que en 1979

incitó a la multitud que festejaba el título mundial juvenil para que repudiara a la Comisión

Interamericana de Derechos Humanos que visitaba Buenos Aires.

Don Salvatore, mi vecino, se había caído de la silla con el segundo gol de Maradona y no quiso

que lo levantaran hasta que el partido no hubiera terminado. Desde la eliminación de Italia que

don Salvatore no probaba bocado y los gatos de todo el barrio se acercaban a comer lo que él

dejaba. El sábado, con el vértigo de Francia-Brasil, hubo que sacarlo tres veces de la vereda

porque los franceses del barrio no toleraban que cantara la Marsellesa con la letra de la Marcha

peronista.

Cuando Platini tiró el penal a la tribuna, don Salvatore escupió hacia el televisor y preguntó a

gritos quién era el imbécil que podía comparar semejante salame con el gran Maradona. Se

refería a mí, que había escrito en ‘Il Manifesto’ un artículo donde ponía en duda el genio de Diego.

Al atardecer pudimos levantarlo y convencerlo de que se tomara unos mates y comiera unas

galletitas, porque estaba tan flaco que parecía un espectro. Don Salvatore ya había asumido al

equipo de Argentina como propio y no le interesaba saber si nuestro rival en las semifinales sería

Bélgica o España. Él ya se siente campeón y lo único que pide es que para los finales le

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pongamos delante un televisor color en lugar del armatoste en blanco y negro que le dejaron sus

yernos.

El único que en el barrio mantiene su pronóstico invicto es Luis, el de la Unidad Básica, que

renovó las fotos de Maradona y Evita y sacó la bandera del justicialismo a al puerta. Desde hace

un mes viene diciendo que la final será entre Argentina y Francia, de manera que ahora

empezamos a creerle y mi mujer, que es de Estrasburgo, teme el repudio de todo el barrio si

Platini prevalece sobre Maradona.

Luis se quejaba el domingo de que Carlos Bilardo, mientras los jugadores festejaban la segunda

conquista, se levantara del banco para ordenarles que calmaran el juego y pasaran a la defensiva

cuando los ingleses parecían resignados a la goleada. Don Salvatore, alucinado por el hambre,

opinó que el Duce debía dictar un decreto ordenando que Dinamarca y Brasil volvieran al Mundial

en lugar de Bélgica y Alemania, que dan pena.

El peluquero, que es un aguafiestas, se descolgó con una reflexión que nos dejó a todos

inquietos. “Casi seguro que en la semifinal va a haber otra sorpresa”, dijo, y preguntó: “¿Cuál de

esos muertos –Alemania o Bélgica- se va a levantar de la tumba para amargarle la vida a los que

ya creen estar en la final?”. De inmediato lo reprobamos con una silbatina y don Salvatore, que

seguía delirando, preguntó por qué teniendo un jugador como Maradona todavía no habíamos

conseguido pagar la deuda con el Fondo Monetario Internacional.

ACTIVIDADES:

1. En este cuento se relatan dos historias ¿Cuáles son?


2. ¿Qué propone el autor al final? ¿Por qué?
3. ¿Cómo aparecen representados los personajes?
4. ¿Es una descripción objetiva o subjetiva la que realiza el autor? ¿Estás de acuerdo?

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Todo mientras Diego
Por Ariel Scher, publicado en La vaca

* Para León Scher, mi papá, por ese y por todos los goles que vimos juntos

El 22 de junio de 1986, mientras casi el universo se quedaba quieto detrás de una sola imagen y de un

solo hombre, el Gordo no sabía que estaba a punto de encontrar una pasión. No lo sabía el Gordo

porque, durante esa sola imagen y durante ese solo hombre, quedó dominado por una corriente de

fuegos y de sangres que le viajó desde el coxis hasta la lengua y desde la lengua hasta el aire para

terminar gritando gol. Pero después sí. Después y mucho después, y también cada sábado, sobre las

mesas áridas del Bar de los Sábados, el Gordo se definió una misión en el mundo y preguntó a unas

gentes y a todas las gentes la gran pregunta de su historia. Esta pregunta: ¿qué le pasó a usted cuando

Diego Maradona, en la mejor jugada de cualquiera de los tiempos, le hacía el segundo gol de

Argentina a los ingleses en el Mundial de México?

“Una tarde, no hace tanto —narró el Gordo con el Bar de los Sábados vuelto una quietud que lo oía—,

una mujer me dijo que mientras Diego zigzagueaba personas, ella colgaba ropa mojada y que, cuando la

pelota entró al arco, la ropa, de golpe, se secó”. El Alto, un racionalista intenso que no se ausenta del bar

ni en los sábados sin destino, le apuntó que eso era imposible. Pero el Gordo ni lo consideró. Y siguió:

“Otro hombre me contó que estaba viendo ese partido dentro de una pensión sin nombre y prisionero de

la más fea de las soledades, pero que cuando el gol fue por fin gol, corrió hasta un cuadro que colgaba

torcido en una pared sucia, lo estrechó en un abrazo, y uno de los personajes del cuadro, a la vez, lo

abrazó a él”.

El Roto, otro feligrés del Bar de los Sábados que venía atendiendo fascinado, no fue insensible a las

búsquedas del Gordo y le añadió su experiencia: “Por discreción o por vergüenza, no suelo contarlo,

pero en el momento justo en el que Maradona terminó de armar ese camino de jugadores ingleses

frustrados, yo me levanté de mi silla y le acaricié las mejillas a mi abuelo, que lloraba y que reía. Fue

extraordinario, fueron mi vida, mi infancia, mi identidad y mi memoria desplegadas en una sola

circunstancia. Tardé cuatro o cinco minutos en recordar que mi abuelo había muerto hacía diez años.

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Pero yo sé, lo sé claramente, que ahí lo acaricié”.

El Gordo aseguró que la historia del Roto era posible. Con el labio superior, apretó entusiasmado los

contornos de su taza de café y volvió a llenar de detalles al Bar de los Sábados. Afirmó que a un pueblo

campesino de economías malogradas se le acabó la más larga de sus sequías no bien Diego empezó su

fiesta, y que, también cuando Diego transformaba en nada el esfuerzo del arquero inglés, un sobrino

suyo que tropezaba cada día con los desafíos escolares entendió súbitamente la lógica de la suma

algebraica y que un amigo enfermo que se arrimaba a la muerte distinguió las formas de ese avance

irrepetible y extendió su agonía hasta que Maradona cantó el gol.

Vencido por tanta demostración contundente, el Alto se sintió en el deber de sumar una evocación bien

suya que jamás había confesado. Lo hizo tan racional como siempre, pero conmovido desde la primera

palabra: “Vi ese Mundial, ese partido y ese gol junto con mi papá en el comedor de su casa. Cuando

Diego eludió al segundo rival, el corazón no me latió más. Me acuerdo mucho mejor de los anteojos

asombrados de mi padre, de mi propio asombro porque el corazón no me latía y de la sensación plácida

de una felicidad en ascenso que de la secuencia del gol. Era curioso: el corazón no me latía, como si

se hubiera ido todo entero detrás de esa jugada, y, sin embargo, yo estaba más vivo que nunca.

Recuperé la normalidad recién cuando los ingleses sacaron del medio. Mi papá sonreía…”.

Una emoción igual a un campeonato atrapaba los rincones viejos del Bar de los Sábados. Cuando el Alto

pidió café, las puertas en vaivén del lugar se abrieron por un viento y una mujer de pestañas como

bosques enfocó una mirada de amor directa hacia el Gordo. El Roto quiso decir que nunca fallaba, que

así era, que ese gol lo seguía pudiendo todo. Pero el Gordo lo interrumpió sin registrarlo y, deslumbrado

por esa hermosura que tenía enfrente, alcanzó a balbucear la única frase que le cabía en la boca:

—Gracias de nuevo, Diego.

ACTIVIDADES:

1. ¿Qué poderes le atribuyen a Diego? ¿Por qué?

2. ¿Cómo lo construye el autor? ¿Qué se destaca de él?

3. Preguntale a tus padres/abuelos si recuerdan qué estaban haciendo cuando Maradona hizo el

segundo gol a los ingleses.

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“10.6 segundos”, Hernán Casciari

Menos de once segundos antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un compañero, el
reloj en México marca las trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena central hay
también dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino. El deporte al que juegan, el
fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el africano parece el único que no está en actitud de
alarma atlética.

Se llama Alí Bin Nasser y, mientras los otros corren, él camina despacio. Tiene cuarenta y dos años
y está avergonzado: sabe que nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial entre naciones.

También sabe que si, doce años antes, cuando se lesionó en la liga tunecina, le hubieran dicho que
estaría en un Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que se convirtió en juez: en Túnez
no es necesario, para acceder al puesto, más que tener el mismo número de piernas que de
pulmones.

Cuando dirigió su primer partido descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que eso: logró
ser el primer juez de fútbol al que reconocían por las calles de la ciudad. Lo convocaron para las
eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan eficaz que, un año más tarde, fue llamado a
dirigir un Mundial.

En México le pedían autógrafos, se sacaban fotos con él y dormía en el hotel más lujoso. Había
arbitrado con éxito el Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea izquierda en un
Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo tiempo al achique; él no se
equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.

Cuando los organizadores le informaron que dirigiría un choque de cuartos —nunca un juez
tunecino había llegado tan lejos—, Alí llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se lo
contó a su padre y los dos lloraron.

Esa noche durmió con sofocones y soñó dos veces con el ridículo. En el primer sueño se torcía el
tobillo y tenía que ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el cuarto árbitro era su madre.
En el segundo sueño saltaba al campo un espontáneo, le bajaba los pantalones y él quedaba con los
genitales al aire frente a las televisiones del mundo.

De cada sueño se despertó con palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la víspera, en dar por
válido un gol hecho con la mano. No soñó con que, en la jerga callejera de Túnez, su apellido se
convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso ahora dirige el segundo tiempo de ese partido
con ganas de que todo acabe pronto.

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*

Ahora el jugador argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro de la sombra.
El calor supera los treinta grados y esa sombra, con forma de araña, es la única en muchos metros
a la redonda.

Alrededor del campo, acaloradas, ciento quince mil personas siguen los movimientos del jugador
pero solo dos, los más cercanos a la escena, pueden impedir el avance.

Se llaman Peter: Raid uno, Beardsley el otro; nacieron en el norte de Inglaterra, uno en el cauce y
el otro en la desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes, un hijo varón al que
llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer antes de viajar a México; y los dos están
convencidos, a las trece horas, doce minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al
jugador argentino porque lo ha recibido a contrapié y ellos son dos: uno por el frente y el otro por
la espalda.

No saben que, una década después, Peter Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán amigos, tendrán
quince y dieciséis años y estarán bailando en una rave de Londres.

Un escocés de apellido O’Connor —que más tarde será guionista del cómico Sacha Baron Cohen—
los reconocerá y, en medio de la danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo hará una vez,
dos veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez años antes, le practica a sus padres
el jugador argentino.

Raid hijo y Beardsley hijo no entenderán la broma, entonces otros participantes de la rave se
sumarán a la burla de O’Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de tren humano,
esquivará a los muchachos en dos tiempos.

Peter Raid hijo será el primero en comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es por el video de
nuestros padres, el de México ochenta y seis».

Peter Beardsley hijo hará un gesto de humillación y los dos amigos escaparán de la fiesta
perseguidos por decenas de muchachos que gritarán, a coro, el apellido del jugador que diez años
antes, ahora mismo, se escapa de sus padres con un quiebre de cintura.

Muy pronto Raid padre y Beardsley padre dejarán de perseguir al jugador: será el trabajo de otros
compañeros intentar detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de una cinta que el
tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.

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Ahora sus hijos tienen cinco y seis años y no recordarán haber visto en directo el primer regate del
jugador, pero al comienzo de la adolescencia lo verán mil veces en video y dejarán de sentir respeto
por sus padres.

Peter Raid y Peter Beardsley, inmóviles aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente
qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre.

Raudo y con pasos cortos, el jugador argentino traslada la escena al terreno contrario. Solo ha
tocado el balón tres veces en su propio campo: una para recibirlo y burlar al primer Peter, la
segunda para pisarlo con suavidad y desacomodar al segundo Peter, y una tercera para alejar el
balón hacia la línea divisoria.

Cuando la pelota cruza la línea de cal el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y dos metros que
recorrerá y ha dado once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.

A las las trece horas, doce minutos y veintitrés segundos del mediodía un rumor de asombro baja
desde las gradas y las nalgas de los locutores de las radios se despegan de los asientos en las
cabinas de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador por la banda derecha,
después del regate doble y la zancada, hace que todo el mundo comprenda el peligro.

Todos menos Kenny Sansom, que aparece por detrás de los dos Peter y persigue al jugador con una
parsimonia que parece de otro deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin desespero,
como si llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en bicicleta.

«Parecía que estuvieras en un entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson dos
horas después, en los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un año más
tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.

Kenny Sansom rebobinará mil veces el video en el futuro. Verá su paso desganado, casi un trote,
mientras el jugador se le escapa.

Comenzará, en noviembre de ese año, a tener problemas con el juego y el alcohol. En la prensa
sensacionalista lo apodarán «White» Sansom, por su afición al vino blanco.

Su único amigo de las épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje
de un trauma idéntico.

Butcher es el que ahora, cuando los relatores de radio y los espectadores en las gradas todavía
están poniéndose de pie, le tira una patada fallida al jugador que avanza por su banda. Butcher
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(que en el idioma del rival significa carnicero) perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una
segunda patada, esta vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.

Terry Butcher tampoco superará nunca el fantasma de esos diez segundos en el mediodía
mexicano. «Al resto de mis compañeros los regateó una sola vez, pero a mí dos..., pequeño
bastardo», le dirá a la prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.

Kenny Sansom y Terry Butcher no regresarán a México jamás, ni siquiera a playas turísticas
alejadas del Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por afición (con
casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por la noche e inventar nuevos
insultos contra el jugador argentino que ahora, sin marca, entra al área grande con el balón pegado
a los pies.

Antes del inicio de la jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error empieza la historia. Podría
haber jugado hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar el balón al jugador menos libre.

Ese hombre se llama Héctor Enrique y se queda inmóvil después del pase, con las manos en la
cintura. Después de ese partido nunca podrá separarse del jugador, como si el hilo invisible del
pase vertical se transformara, con el tiempo, en un campo magnético.

Enrique todavía no lo sabe, pero volverá a participar de un Mundial de fútbol, veinticuatro años
después y en tierra sudafricana. Será parte del cuerpo técnico de un entrenador que, más gordo y
más viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora corre en zigzag. Y acabará su carrera
todavía más lejos, en los Emiratos Árabes, de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos
segundos, le ha dado un pase a contrapié.

Durante muchas noches del futuro, en un país extraño donde las mujeres tienen que ir en el
asiento trasero de los coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa mala entrega,
le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.

Burruchaga es el que ahora corre en paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las trece
horas, doce minutos y veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador le dará el pase
antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las marcas para dejarlo solo frente a los
tres palos.

Burruchaga corre y mira al jugador; con el gesto corporal le dice «estoy libre por el medio» y
mientras espera el pase en vano no sabe que un día, algunos años después, aceptará un soborno en

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la liga francesa y será castigado por la Federación Internacional. Otra entrega a destiempo. Pero él,
congelado en el presente, todavía corre y espera la cesión que no llega nunca.

Días más tarde hará el gol decisivo de la final, pero el mundo solo tendrá ojos y memoria para otro
gol. Año tras año, homenaje tras homenaje, el suyo no será el más admirado.

Una noche Burruchaga llamará por teléfono a Arabia Saudita para conversar con su amigo Héctor
Enrique, y lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que opacó el decisivo de
la final. Entonces Enrique verá por la ventana una tormenta de arena y, sin pretenderlo, lo hará
sonreír. «No fue para tanto aquel gol», le dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».

Dentro del campo de juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera soplado a sesenta
kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis días más tarde, quizás la jugada no
hubiera acabado bien.

El avance parece veloz por ilusión óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una
geometría secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto con un cambio en el
viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las gradas.

Terry Fenwick piensa en las variables del azar mientras se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre
todo en una, la menos descabellada.

Antes del partido, Fenwick le aconsejó a su entrenador Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al
jugador rival, un marcaje hombre a hombre. Bobby respondió que la marca sería zonal, como en
los anteriores partidos.

¿Qué habría ocurrido si Robson le hacía caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad
del vestuario, con el agua reventándole las sienes.

En este momento, a las trece horas, doce minutos y veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve
llegar al jugador con el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al centro del área.
Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en su pierna derecha para evitar el
pase y deja sin candado el flanco izquierdo. El jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el
hueco libre, pisa el área y encuentra los tres palos.

«Mierda», le dirá a la prensa Terry Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro segundos».
Dos años después del exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por conducir

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borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la mano al jugador argentino si
lo volviera a ver.

En esas mismas fechas una de sus hijas cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta, Terry Fenwick
la encontrará besándose con un argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la identidad del
muchacho por una camiseta celeste y blanca con el número diez en la espalda. Fenwick aún no lo
sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y
Tobago, un país que que jugó un solo Mundial, pero que tiene playas.

Fenwick se emborrachará cada día en la arena de esas playas. La tarde del encuentro de su hija con
el argentino querrá acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto salir para la
izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá el amague.

Ocho pasos, de cuarenta y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y le bastarán para
entender que el panorama no es favorable.

Hay un rival soplándole la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le
impide la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el posible pase
atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer palo.

El norte, el sur y el este están vedados para cualquier maniobra. Son las trece horas, doce minutos
y veintisiete segundos del mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas más en Londres.

En cualquier ciudad del mundo, a cualquier hora del día o de la noche, intentar el disparo a puerta
en medio de ese revoltijo de piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge Valdano, que
llega solo, muy solo, por la izquierda.

Nadie se percata de la existencia de Valdano, ni ahora en el área grande ni durante la escuela


primaria, en el pueblo santafecino de Las Parejas.

Jorge Valdano se sentaba a leer novelas de Emilio Salgari mientras sus compañeros jugaban al
fútbol en los recreos, arremolinados detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego básico a los
nueve años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y supo, sin sorpresa, que los demás
chicos no lo practicaban con inteligencia.

Empezó a jugar con ellos y, mientras el resto perseguía el balón sin estrategia, él se movía por los
laterales buscando la geometría del deporte.

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Y fue bueno. Integró dos clubes del pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las inferiores de
Newell’s; debutó en primera antes de los dieciocho. A los veinte era campeón mundial juvenil en
Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección absoluta.

Pero en esos años de vértigo nunca amó el juego por encima de todo. Si le daban a elegir entre un
partido entre amigos o una buena novela, siempre elegía el libro.

Hasta ese momento de sus treinta años, Valdano no estaba seguro de haber elegido su verdadera
vocación. Por eso ahora, que espera el pase, siente por fin que ese puede ser su destino, que quizá
ha venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.

Sabe que la única opción del jugador es el pase a la izquierda. No le queda otra salida. Mientras
pisa el área piensa: «Si no me la da, largo todo y me hago escritor».

Pero el jugador entra al área sin mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se
enteran de su presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano corto, lo
distingue a tiempo.

En el video, Valdano es un fantasma que asoma el cuerpo completo recién cuando el balón está en
el vértice del área pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de ese torneo comenzará
a escribir cuentos cortos.

No hay enemigo mayor para un atacante que el portero. El resto de los rivales puede usar la
zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No importa, son armas lícitas en un
deporte de hombres y el agredido puede devolver la acción en la siguiente jugada.

Pero el portero, el guardavallas, el goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son
infinitos) puede tocar el balón con las manos.

El portero es una anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias
que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de campo había logrado
devolver esa afrenta en un Mundial.

Por eso ahora, cuando el jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris,
guantes blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.

Media hora antes el argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había
convertido un gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el puño del

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guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero en las reglas de otro juego,
más inhumano que el fútbol, se había hecho justicia.

Por eso en este momento culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve
segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que está en sus manos
desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita hacerlo, además, para volver a su país como
un héroe.

Shilton había nacido en Leicester, treinta y seis años antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una
leyenda viva, no le hacía falta llegar a su primer y tardío Mundial para demostrarlo.

Aún no lo sabe, pero jugará como profesional hasta los cuarenta y ocho años. Protagonizará en el
futuro muchas paradas inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo convertirán en el mejor
goalkeeper inglés.

Sin embargo (y esto tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la
Britannica, que dirá sobre él:

«Shilton, Peter: guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como ‘la mano de
Dios’ y el ‘del Siglo’».

Ese será su karma y es mejor que no lo sepa, porque todavía sigue mirando a los ojos al jugador
argentino que se acerca, y tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus maestros.

Cree que Terry Butcher puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa.
«Quizá pueda sacar el balón con la yema de los dedos».

Tampoco sabe que dos años más tarde se publicará en Gran Bretaña un videojuego con su nombre,
titulado «Peter Shilton’s Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas, en las vacaciones de
1992.

Mejor que no conozca el futuro ahora, porque debe decidir, ya mismo, cuál será el siguiente
movimiento del jugador. Y lo decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y espera el
zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir por la derecha.

Antes de tocar por última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y treinta
segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado atrás a Peter Shilton; ve
que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick; ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn
Hoddle han quedado en el camino; ve a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de
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punta; ve a Jorge Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía
clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su entrenador que salta
del banquillo como expulsado por un resorte y al otro entrenador, el rival, que baja la mirada para
no ver el final del avance; ve a un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja
de las gradas; ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado que,
durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su hermano el Turco que, con
siete años, le echa en cara un error que cometió en Wembley en un jugada parecida, ve los labios
sucios de dulce de leche de su hermano cuando dice:

«La próxima vez no le pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».

Ve el rostro de su hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que lo
miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas sobre fondo rojo; ve las uñas
pintadas de verde de su primera novia, el día que la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer,
amamantando a una niña; ve una pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta
dominarla; ve a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén
por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario de La Paternal, que
lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su orgullo adolescente al leer por primera vez
su nombre y su apellido en la taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un
día el estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.

El jugador argentino ha controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a
punto de soltar todo el aire de un soplido.

Al revés que todos los rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna
izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los pies.

Ve, antes de tiempo, que Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher
a sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los brazos, visitando la
entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de bronce sin nombre: solo un jugador
joven con el pecho inflado, un balón en los pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de
1986; ve una rave en Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se
burla; ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo sobre
la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por un chico que lleva
puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas y fotógrafos a la salida de todos los
aeropuertos, de todas las terminales, de todos los estadios y de todos los centros comerciales del
mundo; ve a un niño embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano

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vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre viejo que ha muerto en
Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que también ha visto todas las cosas del
mundo en un único instante.

Ve Fiorito de día; ve Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.

Ve el estadio de Boca a reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies,
sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que espera a su hijo en
el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo; ve un tobillo inflamado; ve a una
enfermera de la Cruz Roja, regordeta y sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve
todos los goles que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres años,
mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el día que verá a su madre
por última vez; ve la noche en que verá por última vez a su padre; ve crecer a todos los hijos de sus
hijos; ve los dolores de parto de una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un
año y dos días más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el
poste derecho y el botín de Terry Butcher.

Cierra los ojos. Se deja caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el
mundo.

El jugador sabe que ha dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la
jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de explicarle a todos
quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de los tiempos.

ACTIVIDADES:
1. ¿cómo aparece representado Maradona en el relato? ¿Estás de acuerdo?
2. ¿Cómo aparecen representados el resto de los jugadores en el relato?
3. ¿Hay alguna relación entre la vida personal y profesional de los jugadores?
4. ¿Cómo repercute esa jugada en todos los jugadores involucrados? ¿Tiene consecuencias?
¿Cuáles? ¿Por qué?
5. ¿A qué hace referencia la frase “ pero en las reglas de otro juego, más inhumano que el
fútbol, se había hecho justicia”?

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La Mano De Dios Desde Un Bar En Fiorito, José Pascual

Los potreritos tienen un algo especial para atraer a los pibes que ni el más pensado de los juguetes
todavía pudo descifrar.
Y ahí, cerca del chaperío, donde los veranos son mas calurosos y los inviernos son mucho más
fríos, cualquier pedacito de tierra sirve para escapar de algunas crueles realidades.
Detrás de ese tornado de polvo que levantan los chicos por correr detrás de una pelota, hay
historias increíbles. Esta es la de uno muy especial, uno que cada vez que la pelota llega a sus pies
todo puede pasar porque la imaginación se hace presente hasta burlar las leyes de la física, porque
no se trata de lógica sino de esa magia que tiene la voz de Gardel, esta vez depositada en un par de
botines y al servicio de la redonda esa que le juró fidelidad desde que empezó a caminar.
La tarde llegó lenta al bar de aquella esquina. De a poquito se fueron poblando todas las mesas. No
era un día común, la selección argentina jugaba contra los ingleses.
El gallego se subió a un cajón de soda y prendió el televisor, los parroquianos comenzaron a girar
las sillas, las cartas de truco se tomaron un descanso y los vasos se llenaron de moscato.
Los equipos estaban en la cancha, en ese momento todas las historias fueron la misma por 90
minutos, el doctor, el lustrabotas, el ladrón, el policía, la peluquera, el cura, el presidente, el pobre
,el rico, todos frente a la pantalla para ver a la celeste y blanca.
En el bar no se escuchaba ni una respiración, hasta que el uno a cero reventó en la garganta de los
presentes. El gallego, pasando el trapo rejilla por el mostrador para limpiar un vermouth que se
derramó con el festejo, dijo en voz baja: -Pero mira que guarro, ese gol fue hecho con la mano,
hombre!
-Callate gallego ¿ que decís?!. Gritó a coro la clientela.
La calle guardaba un silencio que permitía escuchar los pasitos apurados de un perro vagabundo
en busca de su cena.
Y de pronto, el instante increíble, el 10 toma el esférico en el círculo central, comienza una danza
que va dejando a los marcadores en otra dimensión, un hilo invisible entre la pelota y los pies, una
jugada que deja con la boca abierta a los espectadores, como en un sueño lento el cielo azteca no
puede creer lo que esta viendo, el arquero está en el piso y la redonda cruza la línea de gol.
Ni supieron como gritarlo en el bar, había ojos con lagrimas, nudos en la garganta, manos que
buscaban apoyo para evitar esa sensación de mareo.
Es que muchos de los que estaban ahí conocían al pibe de la 10, lo habían visto en el potrero
haciendo la misma jugada, lo escucharon decir que quería ser campeón del mundo y ahora lo
estaban viendo por la tele.
El gallego fue el primero en gritar: -Qué gol ha hecho el Diego, joder!. Y revoleó el trapo casi hasta

21
el techo. Los que estaban sentados bajaron lo que tenían en el vaso de un solo trago y los que
estaban de pie se sentaron para ver si aflojaba el temblor.
El silencio se transformó en murmullo, se escuchaban cosas como :-¿Lo viste? -No lo puedo creer,
pellizcame hermano, no se puede creer.
El gallego seguía su monólogo: -Un gol del carajo, hombre, que ya decía yo que este chaval iba a
llegar lejos…
Cuando el juez marcó el final, uno se acercó a la barra y le dijo con tonito irónico: - qué lástima que
no le cobraron el primero, ¿ no ?.

-¿Cómo que no lo han cobrado, si ha terminado 2 a 1?

-Lo que pasa es que el segundo valió doble gallego. Le dijo el hombre mientras sonreía
emocionado.
Esa tarde, un pedacito del potrero de Fiorito estaba a miles de kilómetros y una de las obras
maestras del fútbol había sido firmada por ese pibe que no se va a cansar nunca de arrancarnos
lagrimas de alegría, ese que juega distinto, que está enamorado de la pelota y la pelota de él, ese
que tiene en los pies la magia que tiene la voz de Carlos Gardel.

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Homenaje a Maradona, Casciari
"A mi marido lo vi llorar tres veces en la vida. Cuando le dijeron que el Nacho era un varoncito,
cuando le metiste el segundo a los ingleses, y cuando te echaron del Mundial '94. Así que date
cuenta: gracias a vos descubrí que mi marido tenía sangre en las venas".
"Por eso si él reza se pone enfrente del televisor y reza por vos, yo también rezo. Y no me importa
si otra vez hay que rezar por vos. En esta casa, cuando mi marido dice que hay que prender dos
velas, se prenden dos velas y se acabó".
"La verdad es que no sos santo de mi devoción; siempre me caíste para el culo porque sos un
fanfarrón y un boca sucia. Mi marido dice que si me gustara el fútbol sería otra cosa, que vos
adentro de la cancha eras algo que no tenía nombre, una cosa de otro mundo." "Dice mi marido
que eras capaz de enloquecer las leyes de la física. Pero por ese lado a mí nadie me compra. Yo
soy una señora, no entiendo y no quiero entender de fútbol. Pero hay otras cosas que sí entiendo.
Y por esas cosas rezo estas noches, pero ojo: no es por vos".
"¿Sabés por qué rezo? Porque hubo momentos en los que no tuvimos nada, pero nada, arriba de
la mesa, y vos le dabas alegría a mi familia. Alfonsín estaba haciendo estragos, y gracias a Dios
justo nos cayó del cielo un Mundial que ganaste de punta a punta".
"Para mí fue un invierno horrible, porque solamente podía cocinar buñuelos acelga en el almuerzo
y más acelga en la cena. Pero si hoy le pregunto a mi marido o a mi hijo qué se acuerdan de ese
invierno, ellos te nombran, sonríen... No tienen la menor idea de que pasaron hambre".
"Esta noche afuera, en la puerta de la clínica, está lleno de periodistas extranjeros sacándole
fotos a la gente que prende velas y que se pasa la madrugada recitando el rosario. A veces me da
vergüenza que el resto del mundo crea que somos tan básicos, tan cabezones".
"Pero después me dan ganas de explicarle al mundo que nadie reza por el boca sucia, ni tampoco
por el fanfarrón. Me dan ganas de explicarle al mundo qué pocas alegrías tuvimos en los últimos
veinte años, y que de esas pocas, casi todas vinieron con tu firma".
"Con lo que nos cuesta ponernos de acuerdo en algo. Reírnos o llorar o gritar por lo mismo. Con
lo que nos cuesta cantar ¡Argentina Argentina! y al mismo tiempo sentir que el pecho se infla. Y
hacer fuerza por lo mismo, y querer ser mejores, y patalear de rabia".
"El día de la efedrina salí a la calle y vi a todo el mundo llorando. La gente iba en silencio por la
calle y se le caía los mocos. Todo el país desinflado. ¡Qué raros somos!, pensé, pero me sentí
orgullosa de ser de acá, porque yo también lloraba y no sabía desde cuándo".

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"Si hasta mi hijo, que nunca te vio levantar una copa del mundo, tiene un póster tuyo en la pieza y
habla de vos como si te hubiera vivido. Si hasta el Nonno te perdonó que mandaras a la puta que
los parió a toda Italia en directo. ¿Cómo no voy a rezar para que te pongas bien?".
"Dentro de muchos años, los hijos de mis hijos van a vivir en una Argentina mucho mejor. Estoy
segura. Y nadie se va a acordar de tus cosas malas. En los libros de lectura se va a decir de vos
lo importante: que acá una vez nació un negrito que jugaba a la pelota como nadie".
"En el futuro nadie se va acordar de que eras un fanfarrón y un boca sucia. Van a decir que era
capaz de levantar a un pueblo triste y volverlo loco de alegría, de hacerlo feliz incluso en las
épocas más negras... Para que no se muera ese, yo rezo".
"Para que puedas descansar de todo el esfuerzo de haber sido vos. Para que puedas abrazar a
tus nietos y contarles quién fuiste. Porque debe ser muy lindo llegar a viejo, mirar a un nieto a los
ojos y decirle: ¿Sabés quién era yo? Yo era Maradona... Y estar vivo para contarlo".

ACTIVIDADES:
1. ¿Quién es el narrador? Caracterizarlo y justificar con una cita textual
2. ¿Cuáles son las razones por las que reza?
3. ¿Qué siente por Maradona? Finalmente, qué sentimiento prevalece, ¿por qué?
4. ¿De qué manera el autor y la narradora construyen a Maradona? ¿Qué resaltan de
él?
5. ¿Es una descripción objetiva o subjetiva la que realiza el autor? ¿Estás de acuerdo?

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Messi es un perro, Casciari

La respuesta rápida es por mi hija, por mi esposa, porque tengo una familia catalana. Pero si me
preguntan en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horribles y aburridas, es porque
estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia.

Quiero decir: si mi esposa y mi hija decidieran irse a vivir a Argentina ahora mismo, yo me
divorciaría y me quedaría acá por lo menos hasta la final de la Champions. Y es que nunca se vio
algo parecido adentro de una cancha de fútbol, en ninguna época, y es muy posible que no ocurra
más.

Es verdad, estoy escribiendo en caliente. Redacto esto la misma semana en que Messi hizo tres
para Argentina, cinco para el Barça en Champions y dos para el Barça en Liga. Diez goles en tres
partidos de tres competiciones diferentes.

La prensa catalana no habla de otra cosa. Durante un rato, la crisis económica no es el tema de
inicio en los noticieros. Internet explota. Y en medio de todo esto a mí me acaba de pasar por la
cabeza una teoría extraña, muy difícil de explicar. Justamente por eso intentaré escribirla, a ver si
termino de darle vuelo.

Todo empezó esta mañana: estoy mirando sin parar goles de Messi en Youtube, lo hago con culpa
porque estoy en mitad del cierre de la revista número seis. No debería estar haciendo esto.

De casualidad hago clic en una compilación de fragmentos que no había visto antes. Pienso que es
un video más de miles, pero enseguida veo que no. No son goles de Messi, ni sus mejores jugadas,
ni sus asistencias. Es un compilado extraño: el video muestra cientos de imágenes —de dos a tres
segundos cada una— en las que Messi recibe faltas muy fuertes y no se cae.

No se tira ni se queja. No busca con astucia el tiro libre directo ni el penal. En cada fotograma, él
sigue con los ojos en la pelota mientras encuentra equilibrio. Hace esfuerzos inhumanos para que
aquello que le hicieron no sea falta, ni sea tampoco amarilla para el defensor contrario.

Son muchísimos pedacitos de patadas feroces, de obstrucciones, de pisotones y trampas, de


zancadillas y agarrones traicioneros; nunca las había visto a todas juntas. Él va con la pelota y
recibe un guadañazo en la tibia, pero sigue. Le pegan en los talones: trastabilla y sigue. Lo agarran
de la camiseta: se revuelve, zafa, y sigue.

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Me quedé, de repente, atónito, porque algo me resultaba familiar en esas imágenes. Puse cada
fragmento en cámara lenta y entendí que los ojos de Messi están siempre concentrados en la
pelota, pero no en el fútbol ni en el contexto.

El fútbol actual tiene una reglamentación muy clara por la que, muchas veces, caer al suelo es
asegurar un penal, o conseguir que se amoneste al zaguero contrario es propicio para futuros
contragolpes. En estos fragmentos, Messi parece no entender nada sobre el fútbol ni sobre la
oportunidad.

Se lo ve como en trance, hipnotizado; solamente desea la pelota dentro del arco contrario, no le
importa el deporte ni el resultado ni la legislación. Hay que mirarle bien los ojos para comprender
esto: los pone estrábicos, como si le costara leer un subtítulo; enfoca el balón y no lo pierde de vista
ni aunque lo apuñalen.

¿Dónde había visto yo esa mirada antes? ¿En quién? Me resultaba conocido ese gesto de
introspección desmedida. Dejé el video en pausa. Hice zoom en sus ojos. Y entonces lo recordé:
eran los ojos de Totín cuando perdía la razón por la esponja.

Yo tenía un perro en la infancia que se llamaba Totín. Nada lo conmovía. No era un perro
inteligente. Entraban ladrones y él los miraba llevarse el televisor. Sonaba el timbre y no parecía
oírlo. Yo vomitaba y él no venía a lamer.

Sin embargo, cuando alguien (mi madre, mi hermana, yo mismo) agarraba una esponja —una
determinada esponja amarilla de lavar los platos— Totín enloquecía. Quería esa esponja más que
nada en el mundo, moría por llevarse ese rectángulo amarillo a la cucha. Yo se la mostraba en mi
mano derecha y él la enfocaba. Yo la movía de un lado a otro y él nunca dejaba de mirarla. No
podía dejar de mirarla.

No importaba a qué velocidad moviera yo la esponja: el cogote de Totín se trasladaba idéntico por
el aire. Sus ojos se volvían japoneses, atentos, intelectuales. Como los ojos de Messi, que dejan de
ser los de un preadolescente atolondrado y, por una fracción de segundo, se convierten en la
mirada escrutadora de Sherlock Holmes.

Descubrí esta tarde, mirando ese video, que Messi es un perro. O un hombre perro. Esa es mi
teoría, lamento que hayan llegado hasta acá con mejores expectativas. Messi es el primer perro que
juega al fútbol.

Tiene mucho sentido que no comprenda las reglas. Los perros no fingen zancadillas cuando ven
venir un Citroën, no se quejan con el árbitro cuando se les escapa un gato por la medianera, no

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buscan que le saquen doble amarilla al sodero. En los inicios del fútbol los humanos también eran
así. Iban detrás de la pelota y nada más: no existían las tarjetas de colores, ni la posición
adelantada, ni la suspensión después de cinco amarillas, ni los goles de visitante valían doble.
Antes se jugaba como juegan Messi y Totín. Después el fútbol se volvió muy raro.

Ahora mismo, en este tiempo, a todo el mundo parece interesarle más la burocracia del deporte,
sus leyes. Después de un partido importante, se habla una semana entera de legislación.

¿Se hizo amonestar Juan exprofeso para saltarse el siguiente partido y jugar el clásico? ¿Fingió
realmente Pedro la falta dentro del área? ¿Dejarán jugar a Pancho acogiéndose a la cláusula 208
que indica que Ernesto está jugando el Sub-17? ¿El técnico local mandó a regar demasiado el
césped para que los visitantes patinen y se rompan el cráneo? ¿Desaparecieron los recogepelotas
cuando el partido se puso dos a uno, y volvieron a aparecer cuando se puso dos a dos? ¿Apelará el
club la doble amarilla de Paco en el Tribunal Deportivo?

¿Descontó correctamente el árbitro los minutos que perdió Ricardo por protestar la sanción que
recibió Ignacio a causa de la pérdida de tiempo de Luis al hacer el lateral?

No señor. Los perros no escuchan la radio, no leen la prensa deportiva, no entienden si un partido
es amistoso e intrascendente o una final de copa. Los perros quieren llevarse siempre la esponja a
la cucha, aunque estén muertos de sueño o los estén matando las garrapatas.

Messi es un perro. Bate records de otras épocas porque solo hasta los años cincuenta jugaron al
fútbol los hombres perro. Después la FIFA nos invitó a todos a hablar de leyes y de artículos, y nos
olvidamos que lo importante era la esponja.

Y entonces un día aparece un chico enfermo. Como en su día un mono enfermo se mantuvo
erguido y empezó la historia del hombre. Esta vez ha sido un chico rosarino con capacidades
diferentes. Inhabilitado para decir dos frases seguidas, visiblemente antisocial, incapaz de casi todo
lo relacionado con la picaresca humana. Pero con un talento asombroso para mantener en su poder
algo redondo e inflado y llevarlo hasta un tejido de red al final de una llanura verde.

Si lo dejaran, no haría otra cosa. Llevar esa esfera blanca a los tres palos todo el tiempo, como
Sísifo. Una y otra vez. Guardiola dijo, después de los cinco goles en un solo partido:

—El día que él quiera hará seis.

No fue un elogio, fue la expresión objetiva del síntoma. Lionel Messi es un enfermo. Es una
enfermedad rara que me emociona, porque yo amaba a Totín y ahora él es el último hombre perro.

27
Y es por constatar en detalle esa enfermedad, por verla evolucionar cada sábado, que sigo en
Barcelona aunque prefiera vivir en otra parte.

Cada vez que subo las escaleras internas del Camp Nou y de pronto veo el fulgor del pasto
iluminado, en ese momento que siempre nos recuerda a la infancia, digo lo mismo para mis
adentros: hay que tener mucha suerte, Jorge, para que te guste mucho un deporte y te toque ser
contemporáneo de su mejor versión, y, trascartón, que la cancha te quede tan cerca.

Disfruto esta doble fortuna. La atesoro, tengo nostalgia del presente cada vez que juega Messi. Soy
hincha fanático de este lugar en el mundo y de este tiempo histórico. Porque, me parece a mí, en el
Juicio Final estaremos todos los humanos que han sido y seremos, y se formará un corro para
hablar de fútbol, y uno dirá: yo estudié en Amsterdam en el 73, otro dirá: yo era arquitecto en São
Paulo en el 62, y otro: yo ya era adolescente en Nápoles en el 87, y mi padre dirá: yo viajé a
Montevideo en el 67, y uno más atrás: yo escuché el silencio del Maracaná en el 50.

Todos contarán sus batallas con orgullo hasta altas horas. Y cuando ya no quede nadie por hablar,
me pondré de pie y diré despacio: yo vivía en Barcelona en los tiempos del hombre perro. Y no
volará una mosca. Se hará silencio. Todos los demás bajarán la cabeza. Y aparecerá Dios, vestido de
Juicio Final, y señalándome dirá: tú, el gordito, estás salvado. Todos los demás, a las duchas.

Responder:

1) En el relato "Messi es un perro" se narran dos historias en una: ¿cuáles son?, ¿qué cuenta cada una
de ellas?, ¿cómo se relacionan entre sí?

2) ¿Qué tipo de narrador (protagonista-testigo- omnisciente) presenta el cuento?, ¿qué características


tiene este narrador en su etapa adulta?

3) El autor del cuento juega con la ambigüedad de la palabra "perro" desde el título del relato. ¿Qué dos
sentidos de dicha palabra se interpretan en él?, ¿qué sentido prevalece en el desenlace?

4) ¿Qué argumentos brinda el narrador para fundamentar su afirmación de que "Messi es un perro"?
¿Estás de acuerdo?

5) ¿Por qué el narrador considera que el fútbol ya no es como antes?

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Esperándolo a Tito, Eduardo Sacheri

Yo lo miré a José, que estaba subido al techo del camión de Gonzalito. Pobre, tenía la
desilusión pintada en el rostro, mientras en puntas de pie trataba de ver más allá del portón
y de la ruta. Pero nada: solamente el camino de tierra, y al fondo, el ruido de los camiones.
En ese momento se acercó el Bebé Grafo y, gastador como siempre, le gritó: "¡Che,
Josesito!, ¿qué pasa que no viene el 'maestro'? ¿Será que arrugó para evitarse el papelón,
viejito?". Josesito dejó de mirar la ruta y trató de contestar algo ocurrente, pero la rabia y la
impotencia lo lanzaron a un tartamudeo penoso. El otro se dio vuelta, con una sonrisa
sobradora colgada en la mejilla, y se alejó moviendo la cabeza, como negando. Al fin, a
Josesito se le destrabó la bronca en un concluyente «¡andálaputaqueteparió!», pero quedó
momentáneamente exhausto por el esfuerzo.
Ahí se dio vuelta a mirarme, como implorando una frase que le ordenara de nuevo el
universo. «Y ahora qué hacemo, decíme», me lanzó. Para Josesito, yo vengo a ser algo así
como un oráculo pitonístico, una suerte de profeta infalible con facultades místicas. Tal vez,
pobre, porque soy la única persona que conoce que fue a la facultad. Más por compasión
que por convencimiento, le contesté con tono tranquilizador: «Quédate piola, Josesito, ya
debe estar llegando». No muy satisfecho, volvió a mirar la ruta, murmurando algo sobre
promesas incumplidas.
Aproveché entonces para alejarme y reunirme con el resto de los muchachos. Estaban
detrás de un arco, alguno vendándose, otro calzándose los botines, y un par haciendo
jueguitos con una pelota medio ovalada. Menos brutos que Josesito, trataban de que no se
les notaran los nervios. Pablo, mientras elongaba, me preguntó como al pasar: «Che,
Carlitos, ¿era seguro que venía, no? Mira que después del barullo que armamos, si nos falla
justo ahora...».
Para no desmoralizar a la tropa, me hice el convencido cuando le contesté:
«Pero muchachos, ¿no les dije que lo confirmé por teléfono con la madre de él, en Buenos
Aires?». El Bebé Grafo se acercó de nuevo desde el arco que ocupaban ellos: «Che, Carlos,
¿me querés decir para qué armaron semejante bardo, si al final tu amiguito ni siquiera va a
aportar?». En ese momento saltó Cañito, que había terminado de atarse los cordones, y sin
demasiado preámbulo lo mandó a la mierda. Pero el Bebé, cada vez más contento de
nuestro nerviosismo, no le llevó el apunte y me siguió buscando a mí: «En serio, Carlitos,
me hiciste traer a los muchachos al divino botón, querido. Era más simple que me dijeras
mirá Bebé, no quiero que este año vuelvan a humillarnos como los últimos nueve años, así
que mejor suspendemos el desafío». Y adoptando un tono intimista, me puso una mano en
el hombro y, habiéndome al oído, agregó: «Dale, Carlitos, ¿en serio pensaste que nos
íbamos a tragar que el punto ése iba a venirse desde Europa para jugar el desafío?». Más
caliente por sus verdades que por sus exageraciones, le contesté de mal modo: «Y decíme,
Bebé, si no se lo tragaron, ¿para qué hicieron semejante kilombo para prohibirnos que lo
pusiéramos?: que profesionales no sirven, que solamente con los que viven en el barrio.
Según vos, ni yo que me mudé al Centro podría haber jugado».
Habían sido arduas negociaciones, por cierto. El clásico se jugaba todos los años, para
mediados de octubre, un año en cada barrio. Lo hacíamos desde pibes, desde los diez años.
Una vuelta en mi casa, mi primo Ricardo, que vivía en el barrio de la Textil, se llenó la boca
diciendo que ellos tenían un equipo invencible, con camisetas y todo. Por principio más que
por convencimiento, salté ofendidísimo retrucándole que nosotros, los de acá, los de la
placita, sí teníamos un equipo de novela. Sellar el desafío fue cuestión de segundos. El viejo
de Pablo nos consiguió las camisetas a último momento. Eran marrones con vivos amarillos
y verdes. Un asco, bah. Pero peor hubiese sido no tenerlas. Ese día ganamos 12 a 7 (a los
diez años, uno no se preocupa tanto de apretar la salida y el mediocampo, y salen partidos
más abiertos, con muchos goles). Tito metió ocho. No sabían cómo pararlo. Creo que fue el
primer partido que Tito jugó por algo. A los catorce, se fue a probar al club y lo ficharon ahí
nomás, al toque. Igual, siguió viniendo al desafío hasta los veinte, cuando se fue a jugar a

29
Europa. Entonces se nos vino la noche. Nosotros éramos todos matungos, pero nos bastaba
tirársela a Tito para que inventara algo y nos sacara del paso. A los dieciséis, cuando
empezaron a ponerse piernas fuertes, convocamos a un referí de la Federación: el chino
Takawara (era hijo de japoneses, pero para nosotros, y pese a sus protestas, era chino).
Ricardo, que era el capitán de ellos, nos acusaba de coimeros: decía que ganábamos porque
el chino andaba noviando con la hermana grande del Tanito, y que ella lo mandaba a
bombear para nuestro lado. Algo de razón tal vez tendría, pero lo cierto es que, con Tito,
éramos siempre banca.
Cuando Tito se fue, la cosa se puso brava. Para colmo, al chino le salió un trabajo en
Esquel y se fue a vivir allá (ya felizmente casado con la hermana del Tanito). Con árbitros
menos sensibles a nuestras necesidades, y sin Tito para que la mandara guardar,
empezamos a perder como yeguas. Yo me fui a vivir a la Capital, y algún otro se tomó
también el buque, pero, para octubre, la cita siempre fue de fierro. Ahí me di cuenta del
verdadero valor de mis amigos. Desde la partida de Tito, perdimos al hilo seis años,
empatamos una vez, y perdimos otros tres consecutivos. Tuvimos que ser muy hombres
para salir de la cancha año tras año con la canasta llena y estar siempre dispuestos a volver.
Para colmo, para la época en que empezamos a perder, a algunos de nosotros, y también de
ellos, se nos ocurrió llevar a las novias a hacer hinchada en los desafíos. Perder es terrible,
pero perder con las minas mirando era intolerable. Por lo menos, hace cuatro años, y
gracias a un incidente menor entre las nuestras y las de ellos, prohibimos de común
acuerdo la presencia de mujeres en el público. Bah, directamente prohibimos el público. A
mí se me ocurrió argüir que la presión de afuera hacía más duros los encontronazos y
exacerbaba las pasiones más bajas de los protagonistas. Y ellos, con el agrande de sus
victorias inapelables, nos dijeron que bueno, que de acuerdo, pero que al árbitro lo ponían
ellos. Al final, acordamos hacer los partidos a puertas cerradas, y afrontamos la cuestión
arbitral con un complejo sistema de elección de referís por ternas rotativas según el año,
que aunque nos privó de ayudas interesantes, nos evitó bombeos innecesarios.
Igual, seguimos perdiendo. El año pasado, tras una nueva humillación, los muchachos
me pidieron que hiciera «algo». No fueron muy explícitos, pero yo lo adiviné en sus caras.
Por eso este año, cuando Tito me llamó para mi cumpleaños, me animé a pedirle la
gauchada. Primero se mató de la risa de que le saliera con semejante cosa, pero, cuando le
di las cifras finales de la estadística actualizada, se puso serio: 22 jugados, 10 ganados, 3
empatados, 9 perdidos. La conclusión era evidente: uno más y el colapso, la vergüenza, el
oprobio sin límite de que los muertos ésos nos empataran la estadística. Me dijo que lo
llamara en tres días. Cuando volvimos a hablar me dijo que bueno, que no había problema,
que le iba a decir a su vieja que fingiera un ataque al corazón para que lo dejaran venir
desde Europa rapidito. Después ultimé los detalles con doña Hilda. Quedamos en hacerlo de
canuto, por supuesto, porque si se enteraban allá de que venía a la Argentina, en plena
temporada, para un desafío de barrio, se armaba la podrida.
A mi primo Ricardo igual se lo dije. No quería que se armara el tole tole el mismo día
del partido. Hice bien, porque estuvimos dos semanas que sí que no, hasta que al final
aceptaron. No querían saber nada, pero bastó que el Tanito, en la última reunión, me
murmurara a gritos un «dejá Carlos, son una manga de cagones». Ahí nomás el Bebé Grafo,
calentón como siempre, agarró viaje y dijo que sí, que estaba bien, que como el año
pasado, el sábado 23 a las diez en el sindicato, que él reservaba la cancha, que nos iban a
romper el traste como siempre, etcétera. Ricardo trató de hacerlo callar para encontrar un
resquicio que le permitiera seguir negociando. Pero fue inútil. La palabra estaba dada, y el
Tanito y el Bebé se amenazaban mutuamente con las torturas futbolísticas más aterradoras,
mientras yo sonreía con cara de monaguillo.
Cuando el resto de los nuestros se enteró de la noticia, el plantel enfrentó la prueba
con el optimismo rotundo que yo creía extinguido para siempre. El sábado a las nueve
llegaron todos juntos en el camión de Gonzalito. El único que se retrasó un poco fue
Alberto, el arquero, que como la mujer estaba empezando el trabajo de parto esa mañana,
se demoró entre que la llevó a la clínica y pudo convencerla de que se quedara con la vieja
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de ella. Ellos llegaron al rato, y se fueron a cambiar detrás del arco que nosotros dejamos
libre. Pero cuando faltaban diez minutos para la hora acordada, y Tito no daba señales de
vida, se vino el Bebé por primera vez a buscar camorra. Por suerte, me avivé de hacerme el
ofendido: le dije que el partido era a las diez y media y no a las diez, que qué se creía y que
no jodiera. Lo miré al Tanito, que me cazó al vuelo y confirmó mi versión de los hechos. El
Bebé negó una vez y otra, y lo llamó a Ricardo en su defensa. Por supuesto, Ricardo se nos
vino al humo gritando que la hora era a las diez y que nos dejáramos de joder. Ante la
complejidad que iba adquiriendo la cosa, con el Tanito juramos por nuestras madres y
nuestros hijos, por Dios y por la Patria, que la hora era diez y media, que en el café
habíamos dicho diez y media, y que por teléfono habíamos confirmado diez y media, y que
todavía faltaba más de media hora para las diez y media, y que se dejaran de romper con
pavadas. Ante semejantes exhibiciones de convicción patriótico–religiosa, al final se fueron
de nuevo a patear al otro arco, esperando que se hiciera la hora. Después con el Tanito nos
dimos ánimo mutuamente, tratando de persuadirnos de que un par de juramentos tirados al
voleo no podían ser demasiado perjudiciales para nuestras familias y nuestra salvación
eterna.
Fue cuando lo mandé a Josesito a pararse arriba del camión, a ver si lo veía venir por
el portón de la ruta, más por matar un poco la ansiedad que porque pensase seriamente en
que fuese a venir. Es que para esa altura yo ya estaba convencido, en secreto, de que Tito
nos había fallado. Había quedado en venir el viernes a la mañana, y en llamarme cuando
llegara a lo de su vieja. El martes marchaba todo sobre ruedas. En la radio comentaron que
Tito se venía para Buenos Aires por problemas familiares, después del partido que jugaba el
miércoles por no sé qué copa. Pero el jueves, y también por la radio, me enteré de que su
equipo, como había ganado, volvía a jugar el domingo, así que en el club le habían pedido
que se quedara. Ese día hablé con doña Hilda, y me dijo que ella ya no podía hacer nada: si
se suponía que estaba en terapia intensiva, no podía llamarlo para recordarle que tomara el
avión del viernes.
El viernes les prohibí en casa que tocaran el teléfono: Tito podía llamar en cualquier
momento. Pero Tito no aportó. A la noche, en la radio confirmaron que Tito jugaba el
domingo. No tuve ánimo ni para calentarme. Me ganó, en cambio, una tristeza infinita. En
esos años, las veces que había venido Tito me había encantado comprobar que no se había
engrupido ni por la plata ni por salir en los diarios. Se había casado con una tana, buena
piba, y tenía dos chicos bárbaros. Yo le había arreglado la sucesión del viejo, sin cobrarle un
mango, claro. El siempre se acordaba de los cumpleaños y llamaba puntualmente. Cuando
venía, se caía por mi casa con regalos, para mis viejos y mi mujer, como cualquiera de los
muchachos. Por eso, porque yo nunca le había pedido nada, me dolía tanto que me hubiese
fallado justo para el desafío. Esa noche decidí que, si después me llamaba para decirme que
el partido de allá era demasiado importante y que por eso no había podido cumplir, yo le iba
a decir que no se hiciera problema. Pero lo tenía decidido: chau Tito, moríte en paz. Aunque
no lo hiciera por mí, no podía cagar impunemente a todos los muchachos. No podía
dejarnos así, que perdiéramos de nuevo y que nos empataran la estadística.
Al fin y al cabo, en el primer desafío, cuando era un flaquito escuálido por el que nadie
daba dos mangos, y que nos venía sobrando (porque en esa época jugábamos en la
canchita del corralón, que era de seis y un arquero), yo igual le dije vení pibe, jugá
adelante, que sos chiquito y si sos ligero capaz que la embocás. Por eso me dolía tanto que
se abriera, y porque cuando se fue a probar al club, como no se animaba a ir solo, fuimos
con Pablo y el Tanito; los cuatro, para que no se asustara. Porque él decía y yo para qué voy
a ir, si no conozco a nadie adentro, si no tengo palanca, y yo que dale, que no seas boludo,
que vamos todos juntos así te da menos miedo. Y ahí nos fuimos, y el pobre de Pablo se
tuvo que bancar que el técnico de las inferiores le dijera a los cinco minutos ¡salí perro, a
qué carajo viniste!, y el Tanito y yo tuvimos que pararlo a Tito que quiso que nos fuéramos
todos ahí mismo, y decirle que volviera que el tipo lo miraba seguido. Nosotros dos, con el
Tanito, duramos un tiempo y pico, pero después nos cambiaron y el guanaco ése nos dijo
ta'bien pibes, cualquier cosa les hago avisar por el flaquito aquel que juega de nueve, nos
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dijo señalándolo a Tito que seguía en la cancha. Pero no nos importó, porque eso quería
decir que sí, que Tito entraba, que Tito se quedaba, y nos dio tanta alegría que hasta a
Pablo se le pasó la calentura, primero porque Tito había entrado, y segundo porque, como
yo andaba con las llaves de mi casa, en la playa de estacionamiento pudimos rayarle la
puerta del rastrojero al infeliz del técnico. Y después, cuando le hicieron el primer contrato
profesional, a los 18, y lo acostaron con los premios, lo acompañé yo a ver a un abogado de
Agremiados y ya no lo madrugaron más, y cuando lo vendieron afuera yo todavía no estaba
recibido, pero me banqué a pie firme la pelea con los gallegos que se lo vinieron a llevar, y
siempre sin pedirle un mango. Ah, y con el Tanito, aparte, cuando nos encargamos de su
vieja cuando el viejo, don Aldo, se murió y él estaba jugando en Alemania; porque el Tanito,
que seguía viviendo en el barrio, se encargó de que no le faltara nada, y que los muchachos
se dieran una vuelta de vez en cuando para darle una mano con la pintura, cambiarle una
bombita quemada, llamarle al atmosférico cuando se le tapara el pozo, qué sé yo, tantas
cosas.
Nunca lo hicimos por nada, nos bastó el orgullo de saberlo del barrio, de saberlo
amigo, de ver de vez en cuando un gol suyo, de encontrarnos para las fiestas. Lo hicimos
por ser amigos, y cuando él, medio emocionado, nos decía muchachos, cómo cuernos se los
puedo pagar, nosotros que no, que dejá de hinchar, que para qué somos amigos, y el único
que se animaba a pedirle algo era Josesito, que lo miraba serio y le decía mirá, Tito, vos
sabes que sos mi hermano, pero jamás de los jamases se te ocurra jugar en San Lorenzo,
por más guita que te pongan no vayas, por lo que más quieras porque me muero de la
rabia, entendéme, Tito, a cualquier otro sí, Tito, pero a San Lorenzo por Dios te pido no
vayas ni muerto, Tito. Y Tito que no, que quedáte tranquilo, Josesito, aunque me paguen
fortunas a San Lorenzo no voy por respeto a vos y a Huracán, te juro. Por eso me dolía
tanto verlo justo a Josesito, defraudado, parado en puntas de pie sobre el techo del camión
de reparto; y a los otros probándolo a Alberto desde afuera del área, con las medias bajas,
pateando sin ganas, y mirándome de vez en cuando de reojo, como buscando respuestas.
Cuando se hicieron las diez y media, Ricardo y el Bebé se vinieron de nuevo al humo.
Les salí al encuentro con Pablo y el Tanito para que los demás no escucharan. «Es la hora,
Carlos», me dijo Ricardo. Y a mí me pareció verle un brillo satisfecho en los ojos. «¿Lo
juegan o nos lo dan derecho por ganado?», preguntó, procaz, el Bebé. El Tanito lo miró con
furia, pero la impotencia y el desencanto lo disuadieron de putearlo.
«Andá ubicando a los tuyos, y llamálo al árbitro para el sorteo», le dije. Desde el
mediocampo, le hice señas a Josesito de que se bajara del camión y se viniera para la
cancha. Para colmo, pensé, jugábamos con uno menos. Éramos diez, y preferí jugar sin
suplentes que llamar a algún extraño. En eso, ellos también eran de fierro. No jugaba nunca
ninguno que no hubiese estado en los primeros desafíos. Cuando Adrián me avisó en la
semana que no iba a poder jugar por el desgarro, le dije que no se hiciera problema. Hasta
me alegré porque me evitaba decidir cuál de todos nosotros tendría que quedarse afuera.
Tito me venía justo para completar los once.
Para colmo, perdimos en el sorteo. Tuvimos que cambiar de arco. Hice señas a los
muchachos de que se trajeran los bolsos para ponerlos en el que iba a ser el nuestro en el
primer tiempo. Yo sabía que era una precaución innecesaria. Con ellos nos conocíamos
desde hacía veinte años, pero me pareció oportuno darles a entender que, a nuestro
criterio, eran una manga de potenciales delincuentes. Cuando me pasaron por el costado,
cargados de bultos, Alejo y Damián, los mellizos que siempre jugaron de centrales, les
recordé que se turnaran para pegarle al once de ellos, pero lo más lejos del área que fuera
posible. Alejo me hizo una inclinación de cabeza y me dijo un «quédate pancho, Carlitos».
En ese momento me acordé del partido de dos años antes. Iban 43 del segundo tiempo y en
un centro a la olla, él y el tarado de su hermano se quedaron mirándose como vacas, como
diciéndose «saltá vos». El que saltó fue el petiso Galán, el ocho de ellos: un metro
cincuenta y cinco, entre los dos mastodontes de uno noventa. Uno a cero y a cobrar.
Espantoso.
Cuando nos acomodamos, fuimos hasta el medio con Josesito para sacar. Con la
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tristeza que tenía, pensé, no me iba a tocar una pelota coherente en todo el partido. De
diez lo tenía parado a Pablo. Si a los dieciséis el técnico aquél lo sacó por perro, a los treinta
y cuatro, con pancita de casado antiguo, era todo menos un canto a la esperanza. El Bebé,
muy respetuoso, le pidió permiso al árbitro para saludarnos antes del puntapié inicial
(siempre había tenido la teoría de que olfear a los jueces le permitía luego hacerse perdonar
un par de infracciones). Cuando nos tuvo a tiro, y con su mejor sonrisa, nos envenenó la
vida con un «pobres muchachos, cómo los cagó el Tito, qué bárbaro», y se alejó campante.
Pero justo ahí, justo en ese momento, mientras yo le hablaba a Josesito y el árbitro
levantaba el brazo y miraba a cada arquero para dar a entender que estaba todo en orden,
y Alberto levantaba el brazo desde nuestro arco, me di cuenta de que pasaba algo. Porque
el referí dio dos silbatazos cortitos, pero no para arrancar, sino para llamar la atención de
Ricardo (que siempre es el arquero de ellos). Aunque lo tenía lejos, lo vi pálido, con la boca
entreabierta, y empecé a sentir una especie de tumulto en los intestinos mientras temía que
no fuera lo que yo pensaba que era, temía que lo que yo veía en las caras de ellos, ahí
adelante mío, no fuese asombro, mezclado con bronca, mezclado con incredulidad; que no
fuese verdad que el Bebé estuviera dándose vuelta hacia Ricardo, como pidiendo ayuda;
que no fuera cierto que el otro siguiera con la vista clavada en un punto todavía lejano,
todavía a la altura del portón de la ruta, todavía adivinando sin ver del todo a ese tipo
lanzado a la carrera con un bolsito sobre el hombro gritando aguanten, aguanten que ya
llego, aguanten que ya vine, y como en un sueño el Tanito gritando de la alegría, y
llamándolo a Josesito, que vamos que acá llegó, carajo, que quién dijo que no venia, y los
mellizos también empezando a gritar, que por fin, que qué nervios que nos hiciste comer,
guacho, y yo empezando a caminar hacia el lateral, como un autómata entre canteros de
margaritas, aún indeciso entre cruzarle la cara de un bife por los nervios y abrazarlo de
contento, y Tito por fin saliendo del tumulto de los abrazos postergados, y viniendo hasta
donde yo estaba plantado en el cuadradito de pasto en el que me había quedado como sin
pilas, y mirándome sonriendo, avergonzado, como pidiéndome disculpas, como cuando le
dije vení pibe, jugá de nueve, capaz que la embocás; y yo ya sin bronca, con la flojera de
los nervios acumulados toda junta sobre los hombros, y él diciéndome perdoná, Carlos, me
tuve que hacer llamar a la concentración por mi tía Juanita, pero conseguí pasaje para la
noche, y llegué hace un rato, y perdonáme por los nervios que te hice chupar, te juro que
no te lo hago más, Carlitos, perdonáme, y yo diciéndole calláte, boludo, calláte, con la
garganta hecha un nudo, y abrazándolo para que no me viera los ojos, porque llorar, vaya y
pase, pero llorar delante de los amigos jamás; y el mundo haciendo click y volviendo a
encastrar justito en su lugar, el cosmos desde el caos, los amigos cumpliendo, cerrando
círculos abiertos en la eternidad, cuando uno tiene catorce y dice 'ta bien, te acompañamos,
así no te da miedo.
Como Tito llegó cambiado, tiró el bolso detrás del arco y se vino para el mediocampo,
para sacar conmigo. Cuando le faltaban diez metros, le toqué el balón para que lo sintiera,
para que se acostumbrara, para que no entrara frío (lo último que falta ahora, pensé, es
que se nos lesione en el arranque). Se agachó un poquito, flexionando la zurda más que la
diestra. Cuando le llegó la bola, la levantó diez centímetros, y la vino hamacando a esa
altura del piso, con caricias suaves y rítmicas. Cuando llegó al medio, al lado mío, la empaló
con la zurda y la dejó dormir un segundo en el hombro derecho. Enseguida se la sacudió
con un movimiento breve del hombro, como quien espanta un mosquito, y la recibió con la
zurda dando un paso atrás: la bola murió por fin a diez centímetros del botín derecho.
Recién ahí levanté los ojos, y me encontré con el rostro desencajado del Bebé, que
miraba sin querer creer, pero creyendo. El petiso Galán, parado de ocho, tenía cara de
velorio a la madrugada. Ellos estaban mudos, como atontados. Ahí entendí que les
habíamos ganado. Así. Sin jugar. Por fin, diez años después íbamos a ganarles. Los tipos
estaban perdidos, casi con ganas de que terminara pronto ese suplicio chino. Cuando vi
esos ademanes tensos, esos rostros ateridos que se miraban unos a otros ya sin esperanza,
ya sin ilusión ninguna de poder escapar a su destino trágico, me di cuenta de que lo que
venía era un trámite, un asunto concluido.
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Mientras el árbitro volvía a mirar a cada arquero, para iniciar de una vez por todas ese
desafío memorable, Josesito, casi en puntas de pie junto a la raya del mediocampo, le
sonrió al Bebé, que todavía lo miraba a Tito con algo de pudor y algo de pánico: "¿Y, viste,
jodemil...? ¿No que no venía? ¿no que no?", mientras sacudía la cabeza hacia donde estaba
Tito, como exhibiéndolo, como sacándole lustre, como diciéndole al rival moríte, moríte de
envidia, infeliz.
Pitó el árbitro y Tito me la tocó al pie. El petiso Galán se me vino al humo, pero devolví el
pase justo a tiempo. Tito la recibió, la protegió poniendo el cuerpo, montándola apenas sobre
el empeine derecho. El petiso se volvió hacia él como una tromba, y el Bebé trato de apretarlo
del otro lado. Con dos trancos, salió entre medio de ambos. Levantó la cabeza, hizo la pausa,
y después tocó suave, a ras del piso, en diagonal, a espaldas del seis de ellos, buscándolo a
Gonzalito que arrancó bien habilitado.

ACTIVIDADES “Esperándolo a Tito”:

1. ¿Qué importancia tiene el partido para los equipos? ¿Por qué?


2. ¿Quiénes son los rivales? ¿Qué piensan sobre la llegada de Tito?
3. ¿Por qué es importante que llegue Tito? ¿Qué implica su llegada para todos?
4. ¿Qué representa Tito? ¿qué destaca el autor de él? ¿Por qué?

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TRABAJO INTEGRADOR:

1. ¿Cómo aparecen representados los futbolistas en los cuentos? ¿Todos los autores los
representan de la misma manera? ¿A qué creés que se debe? ¿son objetivos? ¿en qué se
basan? ¿qué resaltan los autores de estas figuras?

2. Busca la definición de héroe y de ídolo. Luego elegir dos cuentos leídos y relacionarlos con
estos conceptos en un texto de al menos 6 párrafos.

(Recuerden que el texto debe tener una párrafo que corresponda a la introducción, al menos
dos párrafos de desarrollo y uno de conclusión)

3. ¿Cuál fue la jugada futbolística que más los emocionó? ¿Fue un gol? ¿Una atajada? Escriban
un cuento cuyo eje sea la descripción de esa jugada.

35
Ser inmortal es vivir siete partidos

Este relato apareció por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 6 julio, 2014.

La última vez que vi a Argentina en una semifinal yo no era yo: era un chico de diecinueve
años mal acostumbrado. Pero sobre todo era joven, era bastante flaco, era soltero y tenía una
extraña sensación de inmortalidad.

Ser inmortal, en la juventud, era saber que ibas a jugar los siete partidos. Ser inmortal era
entender que el peor destino podía ser jugar el sábado por el tercer puesto. Lo peor que te
podía pasar en la vida era el bronce, pero nadie te echaba antes de tiempo. Nacías para jugar
siete y jugabas siete.

De eso me di cuenta hace un rato: nunca había visto a la Argentina pasar a semifinales siendo
un adulto. Nunca había visto a la selección de mi país pasar de cuartos sin mi padre. Nunca
con mi hija.

Cuando terminó el partido contra Bélgica recordé cuánto hacía que no me sentía así de
inmortal. Fue hace mucho, en dos partidos inolvidables: mis quince años 2, Inglaterra 1; y mis
diecinueve años 3, Yugoslavia 2.

Eso es todo lo que sé. En mi adolescencia fui inmortal como muchos otros que ahora pasamos
los cuarenta. Fuimos inmortales, o creímos serlo, porque nuestros futbolistas nos mal
acostumbraron: antes de los diez años ya nos habían dado una Copa del Mundo, y antes de los
veinte nos regalaron dos finales y otra Copa. A eso hay que sumarle que siempre te sentís un
poco eterno en la adolescencia, con o sin fútbol.

Yo me hubiera cagado mucho de risa, a principios de los años noventa, si un profeta de barba
larga y canosa me hubiera alertado:

—Disfruta lo que tienes ahora, joven gordito, sal a la plaza ahora y toca bocina y abrázate con
desconocidos, porque en el futuro solo habrá lágrimas y frustraciones; habrá una tarde en que
le cortarán las piernas a tu Dios resucitado y se activará la peor de tus crisis personales; luego
habrá penales fallados y prórrogas agónicas con final adverso; también veo un viaje en tu
futuro: vivirás para siempre en otra tierra y te sentirás lejos de los tuyos; habrá una noche
solitaria en Oriente en la que llorarás sin nadie que te consuele y sin octavos; habrá partidos
insulsos y torpes; habrá una hija, sí, pero también habrá germanos altos y rubios que te
quitarán la miel de la boca por dos veces, y esa hija te verá derrotado, llorando una goleada
ominosa escondido en un baño… Escucha lo que te digo, joven gordito: disfruta ahora y para
siempre, porque todavía no has cumplido veinte años y aún te crees inmortal; salta y grita y
canta bajo la lluvia de goles, porque en tu futuro habrá veinticuatro años de sequía y de
silencio.

No habría escuchado a ese vidente. Y en caso de que hubiera aguantado su monólogo sin
reírme, no le habría creído una sola palabra. Lo habría tomado por un borracho o un loco.

Aunque ahora que lo pienso, en mi adolescencia me encantaba creerles a los locos de las
plazas y conversar con ellos. Cuando sos inmortal te excita la gente con barba larga y canosa.
Entonces le hubiera preguntado, después de su prédica:

—¿Dijiste veinticuatro años, viejo?

—Exacto. Casi cinco lustros de dolor, un cuarto de siglo de silencio en la garganta. Año tras
año muriendo de angustia sin llegar a la orilla… Eso es lo que veo en tu futuro, oh, joven
gordito.

Y yo le hubiera preguntado:

—¿Pero llego vivo, viejo loco? ¿Estaré ahí veinticuatro años después, cuando otra vez
juguemos los siete partidos?

Y él asentiría con un gesto ambiguo, como diciendo «sí, con un colesterol muy alto pero
llegarás vivo».

—¿Y esa hija de la que hablás estará ahí, conmigo, o la madre me habrá ganado la tenencia y
vivirá en otra casa, odiándome, y yo pagando la manutención?

—No. Tu hija estará a tu lado.

—¿Y ella verá ese gol que nos deja en semifinales?

—Lo verá. Será un gol tempranero del hijo de Jorge Higuaín, el que juega en River.

—¿El hijo del Pipa?

—No te vayas de tema, joven gordito; he venido aquí para advertirte de que no eres inmortal;
disfruta los triunfos de la juventud porque más tarde habrá oscuridad y desconcierto y…

—¡No señor! —lo interrumpiría yo entonces—. Si mi hija estará ahí conmigo cuando pasemos
otra vez a semis, ella sabrá desde chica qué significa todo esto, qué quiere decir ser hincha de
Argentina. Sabrá que la vida es nacer para jugar siete, soñar toda la vida con jugar siete… ¡y
jugar siete, carajo! No me estás diciendo que no soy inmortal, viejo borracho: me estás
diciendo que espere un poco para volver a ser feliz.

Y al escuchar eso, el viejo se iría de la plaza con su barba canosa, arrastrando los pies,
cabizbajo, con todos sus pájaros de mal agüero encerrados en la jaula del futuro.

Hernán Casciari
6 julio, 2014
MESSI, MARADONA Y LA ARGENTINIDAD

Días después de la derrota de Argentina frente a Chile por la Copa América


de 2016, Ernesto Semán escribió este texto: "El Messi inventado por sus
idólatras y resistido por la masa maradoniana no es menos argentino que
Diego. En la Argentina no hay triunfalismo messista no porque falte
messismo, sino porque falta triunfo". A dos meses de la final de Qatar 2022,
revisita sus palabras.

Por: Ernesto Semán Arte: Marcela Dato


https://www.revistaanfibia.com/inventos-confusiones-disparates/

17/02/2023 / A dos meses del Mundial

El 27 de junio de 2016 Messi erró un penal, Argentina perdió la Copa América ante
Chile y entonces resultó que, una vez más, el 10 no sentía la camiseta, tenía
demasiada plata, no había jugado nunca en nuestro país, no sabía el himno, tenía
Asperger o Alzheimer. ¡Caminaba la cancha! Tres días después escribí estas líneas de
acá abajo que, como las de otros, resultaron proféticas: las palabras eran ruido, lo
único que separaba a Messi de la idolatría total era ganar.

En aquel entonces me preocupaba la escucha. ¿Qué quería decir la gente cuando lo


acusaban de “pecho frío”? En algún lugar había leído que un buen escritor era sobre
todo alguien que podía escuchar voces que otros ignoraban, así que quería escuchar.
Y una de las primeras cosas que había aprendido como historiador era el arte de
escuchar: prestar atención a lo que decían los protagonistas, pero, por otro lado,
indagar qué buscaban decir con sus palabras. Como había dicho el antropólogo
William Roseberry, hablamos con el “lenguaje disponible”, con lo que tenemos a mano.

El lenguaje disponible de los argentinos, formativo de la cultura nacional, era el que


organizamos alrededor de la carrera épica de Diego Maradona. Visto como lengua,
como un espacio turbio que hace las cosas menos transparentes, el maradonismo
nuestro de cada día se revelaba también como un obstáculo para vernos en el espejo
de una nueva final perdida. Para Juan José Sebreli, era la evidencia de un pueblo
bárbaro que jamás aceptaría una representación calma y de tonos cálidos; para los
otros, la muestra de que el Mesías seguía vivo, pero en la tribuna.

Pero la cultura popular es infinitamente rica y el espacio del fútbol sigue siendo un
lugar riquísimo para su producción, a pesar de la plata, de los excesos, de los usos.
Ahora que la cara perdida del GEN10 es alabada, ahora que caminar la cancha es un
método, ahora que un país y medio salió a la calle deshecho de emoción, ahora que la
Selección y los gestos de Messi también son cosa de negros, ahora que tenemos tan
cerca uno de los días más felices de nuestras vidas, es un buen momento para mirar
atrás.

Texto publicado el 30 de junio de 2016

Messi estuvo a un penal de llevarse por delante al tigre de papel más grande de
estos tiempos, el de la Argentina maradoniana. Tiró la pelota unos metros más
arriba, probablemente porque sí. Y ahí se quedaron mancados los sueños de
empezar a dejar atrás la retahíla de México '86, con su jerga avejentada y sus
personeros empastillados. No hay, ni en la audiencia de televisión, la ansiedad previa
a cada copa, la calle, las redes y el negocio que une todo esto, el más mínimo indicio
de que las formas extrañas de Messi ofrezcan alguna resistencia a la idolatría. Lo
que falta es ganar.

La defensa de Messi como un antihéroe resistido por el espíritu maradoniano de las


masas repite los clichés modernistas de una masa irracional e inculta (aún en el
fútbol), el corpus político argentino incapaz de apreciar esta maravilla redentora que
ha venido desde afuera a rescatarnos de esta Hibernia atávica y extemporánea en la
que no paramos de hundirnos. Fantasea un Messi que el mismo jugador jamás haría
propio, un chiquito al que le importa poco una copa y mucho jugar a la pelota.
Imagina enfrente suyo a un espíritu maradoniano irredimible, y justifica en su
creación las fantasías de una Argentina bárbara y sin remedio. Un "no salimos más"
definitivo.

Un disparate. El Messi inventado por sus idólatras tardíos y resistido por la


fantástica masa maradoniana es un tipo a contramano de la argentinidad. De ahí sus
moretones. Un renegado. Es verdad que a Messi lo precede Maradona, su tono
delictual, su machismo acosador, la prepotencia de su picardía, el nacionalismo alto,
la imperfección moral aceptada entre los que suben y desafían a la autoridad, el
despilfarro. Pero lo que nos trae Messi para reemplazarlo de una vez, no es, por
opuesto a todo esto, menos telúrico. Messi no es trans, ni judío. No deja de entrenar
para encerrarse a leer a Anne Carson. No se desinteresa franciscanamente del
mundo material. No es tan raro. Es, a su modo muy propio, una bola de estereotipos
no menos central para forjar a la Patria que los que arrastra su némesis imaginaria:
el que triunfa afuera del país, el que demuestra que con esfuerzo todo se puede, el
que se caga un poco en la Argentina, competitivo, el hombre casado, la novia de la
infancia, los dos hijos con los que despliega la paternidad propia de una
masculinidad de baja intensidad, apetecible y actual.

La gente se muere por un tipo así. ¡Se muere! Da lo que sea por dejar atrás la mística
maradoniana del '86. Se corta un brazo para salir del recuerdo tedioso de ese
pasado perfecto. Lo que la masa clama, necesita, exige, es que alguien se haga
cargo. Entre otras cosas porque sólo cuando él, México y Villa Fiorito puedan ser
recordados como historia, se hará más fácil separar a esa maravilla irrepetible del
balbuceo incoherente arrastrado de un set de televisión, la Argentina maradoniana
manufacturada, ajena, actual. Como mito fundante, la Argentina maradoniana está
más podrido que maduro. Es un reflujo, un recital de los Rolling Stones de esos de
los que uno sale excitado porque Mick Jagger aún puede caminar sin bastón, y los
fuegos y las pantallitas. El cotillón. Hay que inyectarse los goles del 86 en la retina
para aguantar el cuerpo gordo y a la deriva. Nadie está investido en ese Maradona.
Maradona no está investido en eso ni un centímetro más allá de los motivos
financieros evidentes, hastiado de no tener futuro, de las casas gigantes y
desamuebladas por las que deambula, irremontable.

En la Argentina no hay triunfalismo messista no porque falte messismo, sino porque


falta triunfo.

Por que faltó un equipo cerca y adelante suyo para salir rápido y recibir despejados
(como en dos de los tres goles de la final del '86). Un número 9 que no desaproveche
los generosos 7,32 metros que tiene delante suyo tres veces, tres finales. Hasta un
Messi más ajustado como técnico de facto, menos agotado a los 29 años. Y la
atención se centra en él no porque sea discutido sino porque es el mejor jugador del
mundo. Y se torna en frustración no porque su fenotipo provoque rechazo en la
masa sudorosa, sino todo lo contrario, porque la selección en la que todos quieren
poner un punto de referencia para dejar de hablar de México 86 no logra ganar una
copa. Esa selección es Messi. Nadie llega a la hora del partido desbordado por ver
cómo le iba a Funes Mori. ¡Ni Funes Mori!

Le damos sentido a la experiencia con el lenguaje existente. Pecho frío, cagón,


apátrida, calculador. El lenguaje es de la Argentina maradoniana que emerge de
México '86. No lo van a comparar con el marasmo España '82 o el melonazo de
Alemania '74 (jugó seis partidos, ganó uno. Contra Haití). El lenguaje no es neutro, es
cierto. Cada palabra tiene su peso. Pero el lenguaje tampoco es transparente; su
relación con la realidad que construye, menos aún. La relación que los individuos y
las masas establecen con las palabras de su cultura es muchas veces retórica,
ambigua. La selección pierde y Messi queda sepultado bajo el clamor "Messi Puto".
Pero si un día Messi anuncia que tiene novio y al día siguiente gambetea a seis y
lleva una copa del mundo a Buenos Aires, va a ver millones en Ezeiza esperándolo
con la bandera del arco iris.
El amparo precario de la liturgia maradoniana con la que se lo sacude a Messi cada
vez que la selección pierde una copa es más bien un lenguaje sintomático que
evidencia las carencias más que la vitalidad de esos recursos. La maravilla de Messi,
en su especificidad, en su belleza democrática, no encaja en nada de lo que expresa
esa lengua vieja. Y la principal razón por la que no emerge un idioma distinto para
festejarlo es que, por ahora, no hay nada para festejar.

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