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Tema 11.

CONSTITUCIONALISMO Y NUEVO ORDEN JURÍDICO INTERNACIONAL


DEL SIGLO XIX

Sumario.
1. El nuevo orden jurídico internacional: el Congreso de Viena, el Concierto europeo, la Santa
Alianza. 2. Los movimientos revolucionarios (1820-1848). 3.1. Revoluciones en Francia y en España. 3.2.
Una consecuencia: la independencia de las repúblicas de la América hispana. 3.3. Otra consecuencia: el
paso de Navarra de reino a provincia. 3. El liberalismo doctrinario o el triunfo de la burguesía conservadora.
4. La España de la segunda mitad del siglo XIX. 4.1. El constitucionalismo español. 4.2. La solución dada a
los fueros vasco-navarros. 4.3. El final del dominio español en Cuba y Filipinas. 5. La Francia del
Segundo Imperio y de la Tercera República (1852-1870). 6. El Estado-nación liberal: las unificaciones de
Italia y Alemania. 6.1. Causas de la unificación. 6.2. La unificación italiana. 6.3. La unificación alemana.
7. Los imperios plurinacionales (el Imperio ruso y el Imperio austro-húngaro). 8. El imperio turco. 9. El
imperio japonés.

1. El nuevo orden jurídico internacional: el Imperio napoleónico, el Congreso de Viena, el


Concierto europeo, la Santa Alianza

Entre 1805 y 1807, coronado ya Napoleón como emperador, firmada la paz con Austria, Rusia y
Prusia, y bloqueada comercialmente Gran Bretaña en el continente y abolido el milenario Sacro Imperio,
Francia empezaba a alcanzar el cénit de su dominación. Bélgica, Holanda, la Toscana y Roma habían sido
anexionadas. Existían zonas sometidas a la tutela imperial, como la Confederación Renana (sustituta del
Sacro Imperio), la Helvética, el reino de Italia o el recién creado ducado de Varsovia. Figuraban también
Estados satélites dependientes de los intereses franceses y no faltaban nuevos reinos de la dinastía Bonaparte,
como la Holanda del hermano Luis, el reino de Westfalia del hermano Jerónimo, o la España del hermano
José.

Fue la repulsa a este imperialismo napoleónico lo que determinó la configuración futura del orden
europeo. En efecto, la hegemonía francesa suscitó con frecuencia el rechazo de los Estados anexionados o
tutelados (Prusia y España), y provocó la hostilidad, abierta o tácita, de las restantes potencias, materializada
en las frecuentes campañas militares que terminaron derrocando a Napoleón.

La nueva ordenación de Europa se gestó tras la primera derrota de Napoleón en 1814. El primer
Tratado de paz de París (30 de mayo de 1814) suscrito por las potencias aliadas y la monarquía francesa
recién restaurada, ya preveía la convocatoria de un congreso en Viena al que serían invitados todos los países
involucrados en la guerra y cuyo objetivo habría de ser el establecimiento de “un sistema de real y
permanente equilibrio de poderes en Europa”.

Pocos días antes de la derrota definitiva de Napoleón en Waterloo, se suscribió el acta final del
Congreso de Viena (9 de junio de 1815). Su acuerdo principal se ocupó de la reorganización territorial de
Europa con el fin de impedir una nueva expansión francesa. Los puntos más destacados de dicha
remodelación fueron los siguientes:
a) La creación del reino de los Países Bajos, compuesto por las actuales Bélgica y Holanda,
anteriores provincias del Imperio austriaco, para ejercer de muro de contención de Francia por el noroeste.
b) La neutralización de la Confederación suiza acordada como compensación por su retirada de
los Países Bajos y Renania.
c) La extensión de la influencia austriaca en el norte de Italia con la incorporación del Tirol,
Venecia y Lombardía, y la entrada en su esfera de control de los principados de Parma y Módena.
d) La constitución de la Confederación germánica, compuesta de 38 unidades políticas, con una
Dieta en Frankfurt como máximo órgano común, presidida por Austria y con mayor presencia territorial y
económica de Prusia.
El nuevo mapa europeo colocó así a Austria y Prusia como potencias intermedias capaces de
frenar cualquier veleidad hegemónica, tanto francesa como rusa, y rodeó a Francia de territorios neutralizados
o bajo control británico.

Si el Congreso de Viena intentó asegurar territorialmente el equilibrio europeo, el Concierto de


las potencias instituyó el modo de gobernación internacional que lo preservaba. Ya en el tratado de
Chaumont (marzo de 1814), las potencias aliadas contra Francia se comprometieron a actuar de forma
“concertada” para defender una suerte de interés común europeo contra futuras tentativas hegemónicas. Sin
embargo, la gobernación transnacional establecida tras el Congreso de Viena suponía, otra vez, un control de

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tipo hegemónico, ejercido ahora, no por un solo país, sino por los Estados más poderosos, que identificaban
sus intereses particulares con un presunto interés general europeo.

Como institucionalización del Concierto, se instauró el llamado “sistema de congresos”,


mecanismo de diplomacia multilateral consistente en la reunión esporádica de los representantes de las
potencias para deliberar sobre las crisis que perturbasen el statu quo internacional. El primer congreso se
celebró en 1818 en Aquisgrán (Alemania), donde se decidió levantar la ocupación militar de Francia y se
acordó la entrada de ésta en el club de las potencias, formándose con ello la Quíntuple Alianza.

Aunque nacieron juntos y respondían originariamente a una misma lógica, el Concierto europeo y
el sistema de congresos conformaron dos prácticas jurídico-internacionales autónomas. El Concierto, si se
entiende como la necesidad de la aquiescencia unánime de todas las potencias para resolver las crisis
internacionales, nunca llegó a darse, vista la oposición británica a las decisiones adoptadas en los primeros
congresos que ahora examinaremos. Si se concibe, en cambio, como un modo consensuado de proceder, en el
que cabe la abstención o indiferencia de alguna de las potencias, y que desde luego excluye el enfrentamiento
directo entre ellas, tuvo indiscutible vigencia al menos hasta mediado el siglo XIX.

La descomposición progresiva de la lógica concertada, y su paulatina sustitución por liderazgos


unilaterales y conflagraciones entre potencias, no melló el objetivo del equilibrio entre poderes, que continuó
siendo el marco de referencia comúnmente aceptado para los negocios y la estabilidad internacionales hasta
1914.

Mayor fortuna, en cambio, tuvo el sistema de congresos y conferencias, procedimiento


diplomático flexible que podía servir tanto a los fines de una acción concertada entre potencias como también
al predominio diplomático de una de ellas. Su carácter esporádico y coyuntural impide confundirlo con un
organismo internacional permanente, con órganos directivos, instancias jurisdiccionales y personal
burocrático propios, tal como lo sería con posterioridad la Sociedad de Naciones. Se trata solamente de la
habilitación de foros de encuentro que facilitasen negociaciones multilaterales, la pulsación conjunta de
intereses y la resolución consensuada de la crisis. Son múltiples las pruebas de su éxito y perduración: las
independencias griega y belga fueron bendecidas en sendas conferencias internacionales celebradas en
Londres, la guerra de Crimea concluyó con los acuerdos del congreso de París de 1856, la creación de los
Estados fruto de la desaparición del Imperio Otomano (Serbia, Bulgaria, etc.) a través del congreso de Berlín
de 1878, etc.

En el contexto de capitulación napoleónica, restauración europea y nacimiento del sistema de


congresos hay que situar el tratado de la Santa Alianza de 26 de septiembre de 1815, auspiciada por el zar
Alejandro I y suscrita por Austria y Prusia y abierta a la adhesión de todos los “príncipes cristianos”. Este
pacto entre soberanos pretendía formular los valores inspiradores del orden internacional y comprometer a los
signatarios en su común defensa. Se trataba de un tratado de alianza defensiva y de proclamación solemne de
“principios sagrados” fundadores de la comunidad europea. Suponía la creación de una asociación solidaria
de monarquías cristiana basada en el principio de legitimidad dinástica. Se unieron casi todos los monarcas
europeos, incluidos Luis XVIII de Francia y Fernando VII de España. Estos principios monárquicos y
tradicionales implicaban la exclusión, por no cristiano, del Imperio otomano.

2. Los movimientos revolucionarios (1820-1848)

3.1. Revoluciones en Francia y en España

A partir de 1820, en diferentes estados que habían suscrito el Congreso de Viena vivieron
revoluciones que implantaron un sistema liberal más radical. Se desarrollaron en estados del sur de
Europa.

En España la revolución de Riego abrió el Trienio Liberal (1820-1823), donde se restableció la


Constitución de Cádiz. La revolución portuguesa promulgó la Constitución de 1822. Grecia también
inició en 1820 un período revolucionario que terminó en 1830 con la declaración de su independencia. Y
hubo una última revolución en el reino de Piamonte (Italia), muy similar a la española. Todas estas
revoluciones implantaron un liberalismo radical, que estuvo protagonizado por militares, cargos medios
de la Administración del ejército, economistas, clases medias ilustradas, una parte de propietarios agrarios
que se vieron perjudicados en procesos desamortizadores anteriores, etc.

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Estos procesos fueron atajados por la Santa Alianza europea. En el caso de España, la Santa
Alianza envió la armada francesa en 1823, los denominados “Cien Mil hijos de San Luis”, que restauró el
absolutismo de Fernando VII, abriendo el período de la Década ominosa (1823-1833).

A partir de 1829 se produjo un nuevo ciclo revolucionario que se extendió a prácticamente


toda Europa, que exigía acabar con el absolutismo. Aunque en principio estas revoluciones no tuvieron un
alcance ideológico tan destacado como las anteriores, las naciones que lo protagonizaron impulsaron un
liberalismo no tan radical, pero que supuso que esos Estados no volvieran nunca al Antiguo Régimen.

El proceso tuvo una especial significación en Francia, cuando burgueses y obreros lograron
hacer destronar en julio de 1830 a Carlos X, el último Borbón. Francia instauró una nueva monarquía,
ahora de carácter constitucional, regida por Luis Felipe de Orleans, en lo que supuso un triunfo del
liberalismo doctrinario. El poder pasó a la aristocracia nobiliaria y a la alta burguesía. La nueva
Constitución francesa de 1830 reconoció nuevamente la soberanía nacional (el rey de Francia no lo era
por derecho divino, sino por la voluntad de los franceses). El monarca era el jefe del ejecutivo y
compartía la iniciativa legislativa con las Cámaras.

Años después, el giro autoritario del rey Luis Felipe y la delicada situación económica
francesa provocaron una nueva revolución, en febrero de 1848. Huido el rey, se proclamó la Segunda
República Francesa (febrero 1848-diciembre 1852), en la que se introdujeron reformas de calado, como
el sufragio universal masculino o la abolición definitiva de la esclavitud.

En España la muerte de Fernando VII (1833) desencadenó la lucha entre absolutistas y


liberales latente, pero cada vez más palpable, desde los últimos años de su reinado. Establecido el
régimen liberal en el poder gracias al apoyo de María Cristina, regente de su hija Isabel II, y en oposición
al absolutismo defendido por los partidarios de don Carlos, hermano de Fernando VII, se intentó en los
primeros años del reinado de Isabel II la instauración de un cierto orden moderado o transaccional con el
fin de atraerse al régimen a los partidarios de don Carlos, que luchaban con las armas contra Isabel II.
Estos intentos, debidos a Martínez de la Rosa y Javier de Burgos, cristalizaron en el llamado Estatuto
Real de 1834, que más que una Constitución era un decreto de convocatoria de Cortes organizadas por el
rey e integradas por dos estamentos: el de Próceres y el de Procuradores, animados de un espíritu
conciliador, intermedio entre la concepción absolutista y la liberal de 1812. Pero fracasó al no satisfacer a
ninguno de los dos bandos y fue suprimido tras el motín de La Granja (1836) de signo liberal progresista.

La consecuencia política de los sucesos de La Granja fue la convocatoria de Cortes


constituyentes y la aprobación, en las mismas, de la nueva Constitución de 1837, inspirada
fundamentalmente en la de Cádiz de 1812, pero algo más templada por cierta aproximación al Estatuto
Real. Dentro de la línea fundamental de Cádiz y recogiendo, como ella, el principio de soberanía
nacional, se diferenciaba de la misma por su contextura formal, más reducida y concreta en 1837, por el
relieve y distribución de las materias, resaltando en ésta más la parte orgánica que la dogmática. La
organización de las Cortes difería también: en 1837 se organizaban en dos Cámaras (Congreso de los
Diputados y Senado), frente a la única de Cádiz.

El movimiento de 1840, con la caída de la regente y los años posteriores hasta la llegada a la
mayoría de edad de Isabel II (1843), desembocaron en una preponderancia del partido moderado, que
ejercería el poder, virtualmente, hasta la revolución de 1868, salvo el breve paréntesis del Bienio Liberal
(1854-1856). La cristalización constitucional de este régimen fue la Constitución promulgada en 1845,
que aún elaborada como modificación de la de 1837 presentaba, a tenor de la plataforma política que a
sustentaba, un espíritu distinto y unas reformas muy distantes del esquema de aquella.

La Constitución moderada de 1845 nacía, efectivamente, como fruto de un “pacto entre el rey
y las Cortes”, no como un imperativo de la soberanía nacional. Esta, según el nuevo texto, se encarnaba
en las Cortes con el rey, correspondiendo a ambos elementos conjuntamente el poder legislativo. Se
afirmaba más acentuadamente la persona del soberano y su autoridad en el orden interno y seguridad
exterior del Estado. En la parte orgánica (Senado, Congreso) se agudizaban las diferencias aludidas.

3.2. Una consecuencia: la independencia de las repúblicas de la América hispana

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Una de las cuestiones que ni el Congreso de Viena ni los posteriores quisieron entrar de lleno fue
en el reconocimiento de un hecho más evidente a medida que transcurrían las tres primeras décadas del siglo
XIX: la inmensa monarquía española se estaba reduciendo notablemente.

Las guerras de independencia latinoamericanas fueron una serie de conflictos armados que se
desarrollaron en las colonias españolas en América a principios del siglo XIX, en los cuales se
enfrentaron los partidarios de establecer nuevas naciones y estados independientes contra las autoridades
virreinales del rey Fernando VII y los partidarios de la Monarquía española.

En el conjunto de América Latina existían dos grandes espacios territoriales: uno, bajo
dominio portugués (aproximadamente el actual Brasil) y otro bajo dominio español (Hispanoamérica). El
territorio español se dividía en cuatro virreinatos (Nueva España, Perú, Nueva Granada y Río de la Plata,
al frente de los cuales había un virrey) y cuatro capitanías generales (Guatemala, Cuba, Venezuela y
Chile, al frente de las cuales estaba un capitán general). Junto a ellos las intendencias (para el control de
los ingresos
reales y el abastecimiento de los ejércitos), las audiencias (ejercicio de la justicia) y los obispados y
arzobispados (jurisdicción eclesiástica). Todo este entramado administrativo estaba en manos de
peninsulares, siendo escasa la presencia de criollos.

Los peninsulares eran muy pocos, apenas el 1% de la población, compuesta por blancos (20%),
mestizos (24%), indios (38%) y negros (18%). Se trataba, por tanto, de una sociedad muy heterogénea y
en la que la elite social la formaba la población blanca.

Económicamente América Latina producía materias primas con destino a Europa y compraba
productos manufacturados. Todo este comercio debía pasar por España, que se beneficiaba de las cargas
tributarias que tal comercio generaba. Pero el desarrollo industrial de Inglaterra y Francia convirtieron a
América Latina en un enclave necesario para ampliar su mercado y potenciar su desarrollo industrial. La
debilidad de la marina española y de su armada, acentuada tras la derrota de Trafalgar, conllevaba la
incapacidad de España para responder a las crecientes demandas de tráfico marino, a la vez que, cada vez
más, navíos de diferentes naciones decidían comerciar directamente sin pasar por España. Esta situación
uniría los intereses americanos e ingleses durante la invasión napoleónica de España, favoreciendo los
procesos de independencia.

La invasión de España, por parte de los franceses, provocará que las colonias americanas
tomen el poder en sus manos, evitando caer en manos francesas. Para ello tuvieron que oponerse a las
autoridades nombradas desde España, que permanecían fieles a Cádiz. La independencia de los diferentes
estados se consolidó en los años veinte del siglo XIX. En este proceso podemos distinguir dos modelos:
uno el iniciado en las capitales, protagonizado por las élites blancas que luego se extiende al mundo rural
y otro de origen campesino y popular, que se vivió en México. En el primer modelo los cabildos
metropolitanos asumieron el poder, destituyendo a las autoridades españolas y formando Juntas de
gobierno. Más adelante estas Juntas convocarán congresos constituyentes en los cuales se declaró la
independencia. Este es el proceso que se vivió en: Venezuela, Argentina, Chile y Ecuador. El segundo
modelo es el vivido en Nueva España (México). Allí, en la localidad de Dolores, el 16 de septiembre de
1810 el cura Miguel Hidalgo convocó a indios y mestizos frente a la población blanca, asaltando las
posesiones de éstos y convirtiendo la revolución en un gran movimiento social, ante el que se produjo la
reacción de los blancos y criollos, que frenaron, con el apoyo del ejército español, la revolución.

En cuanto a la América portuguesa, la independencia de Brasil arranca de la invasión de


Portugal realizada por los ejércitos franceses. El rey Juan VI huye con su esposa Joaquina y el resto de la
familia real a Brasil, con la ayuda de la armada inglesa. La llegada de la familia real a Brasil supuso un
cambio en el estatus de la colonia, al realizarse una serie de reformas que convierten a Brasil en sede del
imperio. A la vez se abren los puertos al comercio con todas las naciones poniendo fin al monopolio
portugués, creándose las instituciones de gobierno (Consejo de Estado, Corte de Justicia, etc.). Tras el fin
de la ocupación francesa en Portugal se estableció una regencia que se hizo muy impopular, provocando
una revuelta liberal que reclamó el regreso del monarca. Juan VI regresa dejando a su hijo Pedro como
regente en Brasil. Pero el regreso del monarca a Portugal supuso un retroceso en el estatus de Brasil que
volvía a ser considerada colonia. Este descontento se encauzó en una demanda independentista que tuvo
su punto de partida en el grito de Ipiranga (1822), que declaraba la independencia de Brasil y nombraba
emperador al príncipe Pedro. Las tropas portuguesas fueron expulsadas de Brasil.

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Existen unas características generales del proceso independentista. Aunque el proceso va a
ser distinto en cada uno de los virreinatos americanos, no por ello dejan de compartir una serie de
características, entre las que podemos destacar:

a) Fue un proceso protagonizado por las minorías criollas y blancas, en el que la población
indígena se vio relegada. Este proceso independentista americano estará en manos de una pequeña parte
de la población, la criolla, que buscó satisfacer sus demandas mediante la independencia política, pero
olvidando las pretensiones y necesidades del resto de la población, lo que está en la base de los
posteriores movimientos sociales que vivió América Latina. Los intereses económicos de la población
criolla están también en la base de la posterior división administrativa de América Latina. El “proyecto
criollo” no era único, sino múltiple, en función de los diferentes intereses económicos de cada zona,
vinculados a la minería, agricultura, comercio, ganadería o industria. Es esta madurez criolla, unida a la
situación que se producirá en España tras la invasión napoleónica, lo que propiciará el inicio del proceso
emancipador.
b) Tuvo el proceso un carácter autoritario y caudillista, no promoviendo un cambio social, sino
un cambio en la titularidad del poder.
c) Fue un proceso largo y complejo, en el cual no sólo se luchó contra los españoles, sino que
también se produjeron enfrentamientos entre los propios americanos.
d) la estrecha relación entre el proceso de independencia y la evolución de España: ya que la
invasión francesa será aprovechada para proclamar la independencia, mientras que la vuelta al
absolutismo por parte de Fernando VII impulsará el liberalismo en América. Por último, las tropas que en
1820 se levantan en España contra el absolutismo de Fernando VII y a favor de la Constitución de Cádiz,
estaban destinadas a América para sofocar las rebeliones. El que esas tropas no llegasen a América
facilitará la definitiva independencia.

3.3. Otra consecuencia: el paso de Navarra de reino a provincia

La primera guerra carlista prendió especialmente en Navarra y las Provincias Vascongadas,


epicentro de una dura y ruinosa guerra civil. A medida que se alarga la guerra crece la convicción entre
los contendientes de que la clave para la consecución de la paz se hallaba en encontrar una solución a la
continuidad del sistema foral. Así lo veían la mayoría en el país, y en este sentido presionaron a algunas
cancillerías extranjeras, y por esa solución se inclinaron también los liberales moderados en Madrid. Pero
los Fueros –o quizás algunas de sus instituciones, como la libertad de comercio– tenían también enemigos
en la sociedad vasca. Así el comercio donostiarra, y sobre todo poderosos grupos en Navarra que por
distintos motivos tomaron una postura contraria: unos porque rechazaban las Aduanas; otros porque no
creían en la capacidad del Reino para pagar la cuantiosa deuda pública contraída; y otros porque temían el
restablecimiento de las Cortes propias que hubieran declarado contrafuero la legislación estatal
desamortizadora que les había permitido adquirir bienes nacionales. Entre el mantenimiento de los Fueros
políticos y los intereses de clase vinculados a la uniformización optaron claramente por esta última.

La guerra carlista terminó el 31 de agosto de 1839 en una situación de empate técnico y


mediante un pacto político, el llamado Convenio de Bergara. El principio de mantenimiento y reforma
de los Fueros se recoge en el artículo 1º, de sorprendente vaguedad pese a la importancia del pacto
establecido ("El Capitán General D. Baldomero Espartero recomendará con interés al Gobierno el
cumplimiento de su oferta de comprometerse formalmente a proponer a las Cortes la concesión o
modificación de los Fueros"), aunque detrás se hallaba un compromiso solemne del Gobierno en este
sentido.

El Gobierno asumió el compromiso y presentó en las Cortes un proyecto de Ley de


confirmación foral y de compromiso de reformarlos por un procedimiento pactado o al menos con
audiencia de las autoridades forales. Ahora bien, la mayoría de las Cortes era de composición política
distinta al Gobierno, y quiso atar las cosas en corto suprimiendo las instituciones forales de naturaleza
política –por ser contrarias al principio de unidad constitucional–, permitiendo sólo las de carácter
económico-administrativo. Se aceptó una enmienda transaccional lo que permitió la aprobación por las
Cortes de la Ley de 25 de octubre de 1839, cuyo tenor fue al final el siguiente:
"Doña Isabel II, etc., sabed: que las Cortes han decretado y nos sancionado lo
siguiente:
Artº. 1º. Se confirman los Fueros de las Provincias Vascongadas y de Navarra, sin
perjuicio de la unidad constitucional.

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Artº 2º. El Gobierno, tan pronto como la oportunidad lo permita, y oyendo antes a las
Provincias Vascongadas y a Navarra, propondrá a las Cortes la modificación indispensable que
en los mencionados Fueros reclama el interés de las mismas, conciliando con el general de la
Nación y de la Constitución de la Monarquía, resolviendo entre tanto provisionalmente, y en la
forma y sentido expresados, las dudas y dificultades que puedan ofrecerse, dando de ello cuenta
a las Cortes".

Obviamente el problema estaba en el alcance a atribuir a la unidad constitucional. En el debate


se ponderó la flexibilidad y elasticidad del concepto. En todo caso, y prescindiendo ahora de la acogida y
de la valoración que se hizo de la Ley, los liberales moderados vascos vieron en ella una garantía de
naturaleza constitucional para los Fueros. Los Fueros se mantendrían hasta que se produjera una
negociación en toda regla de reforma de los mismos.

El Gobierno restableció las instituciones forales abolidas en 1836 y 1837 con objeto de que se
pudiera dar cumplimiento a la negociación prevista en la Ley. Se reinstauran las Juntas Generales y las
Diputaciones Forales en Álava, Gipuzkoa y Bizkaia; no obstante en Navarra no se autorizan las Cortes del
Reino, órgano fundamental de representación de la comunidad, y la Diputación fue nombrada por
procedimientos ordinarios, si bien es cierto que se le dotó de poderes excepcionales. Este hecho fue
determinante para la marcha posterior de la reforma.

La Diputación provincial navarra, que representaba solamente a los sectores partidarios de


conservar solamente los Fueros económicos, prescindiendo de los políticos y eliminando las Aduanas del
Ebro, no quiso negociar la reforma conjuntamente con las Diputaciones forales de las tres provincias, por
temor a su radicalismo en lo concerniente a la conservación del sistema. Llegó rápidamente a un acuerdo
con el Gobierno Central: aceptó la supresión de todas aquellas instituciones regnícolas que se dijo que
eran contrarias al principio de unidad constitucional (Cortes, Tribunales, Virrey, fuerzas armadas,
moneda, aduanas...) y obtuvo un Convenio Económico por el que pagaría solamente al Estado una
cantidad alzada anual, conservando la Hacienda propia; ciertas facultades para el gobierno económico-
administrativo de los Ayuntamientos, así como una composición especial de la Diputación.

El acuerdo se puso inmediatamente en vigor mediante una Ley posterior, la de 16 de agosto


de 1841. La valoración de la Ley fue muy negativa en Álava, Gipuzkoa y Bizkaia –pues se vio en ella el
tope que podría alcanzar cualquier posible negociación–, y no fue apreciada en Navarra por los sectores
partidarios de la ortodoxia constitucional regnícola, excluidos muchos del gobierno provincial tras el
resultado de la guerra. Solamente después de 1876, tras el desastroso final de los Fueros de Álava,
Gipuzkoa y Bizkaia, ganó aprecio el statu-quo creado, que estaba garantizado por una Ley.

Precisamente la naturaleza de la Ley ha suscitado ya desde el principio y hasta la actualidad,


un debate entre historiadores y juristas. Ley ordinaria para muchos –así Cánovas y Tomás y Valiente– por
no hallar en ella caracteres formales que la distingan de otras; ley paccionada para la doctrina navarra en
general, tanto de los entusiastas como de los resignados a la misma; ley ordinaria pero especial
(Ilarregui), que la pone a cubierto de interpretaciones y cambios unilaterales por parte del Estado.

El resultado de Navarra no estimuló el ánimo negociador de las Diputaciones forales de Álava,


Gipuzkoa y Bizkaia. El Gobierno Central tomó allí algunas iniciativas –supresión del pase foral– que
acrecieron la tensión. Parece que hubo una implicación vasca en el fracasado golpe de Estado de Diego de
León: esta vez Espartero vino con un ejército al país, no para defender con su espada los Fueros, como
declaró con toda solemnidad al final de la guerra, sino para suprimirlos.

3. El liberalismo doctrinario o el triunfo de la burguesía conservadora

Los procesos históricos que acabamos de analizar supusieron el triunfo de la burguesía


conservadora, que impuso, en adelante, la filosofía política del liberalismo doctrinario. Se considera que el
liberalismo propugna la libertad e independencia del individuo, libertad que garantiza a partir de una serie
de derechos que se le conceden al este. La burguesía fue el único sector social que se impuso en el
proceso de las revoluciones liberales de Europa, pero su liberalismo, que llevó a la caída al Antiguo
Régimen, no se preocupó por conseguir conquistas sociales.

La burguesía consolidó el liberalismo doctrinal, lo que supone defender la doctrina pura del
liberalismo, es decir, que el Estado es un simple tutor de la sociedad y que ésta puede actuar como quiera.

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Las características principales de este liberalismo doctrinario son las siguientes:

1) Reconocimiento en sentido restrictivo el principio de la soberanía nacional: la nación


plasma los intereses del pueblo pero a éste se le limita su representación. Uno de los argumentos
principales es el principio de Soberanía compartida, que supone que el ejercicio del poder se comparte
entre la nación y el monarca, porque se entiende que el rey representa los valores tradicionales del Estado.
Así, los poderes quedan repartidos entre el Ejecutivo (el monarca), el Legislativo (el monarca y las
Cortes) y el Judicial.

2) Adopción del sistema bicameral: Cámara Alta, que representa los intereses históricos de la
nación (con representación de la nobleza y del clero); y Cámara Baja, en la que están representados los
verdaderos intereses de la nación.

3) Derechos políticos limitados. Teniendo en cuenta que la soberanía nacional queda anulada,
se limitan también los derechos políticos. Se otorga el derecho de voto sólo a aquellos sectores que
contribuyen a la buena marcha de la nación (contribuyentes), o bien a aquellos que son capaces de
distinguir entre lo bueno y lo malo.

4) Plantea un control de proceso de centralización política y administrativa del Estado.

5) Busca la igualdad jurídica porque se pretende confirmar los logros que ha obtenido la
burguesía con anterioridad. Se hace la suposición de que se asiste a un proceso de desigualdades sociales
porque el Estado asiste esas desigualdades.

5) Textos constitucionales escritos en los que se recogen los planteamientos ideológicos del
liberalismo doctrinal.

4. La España de la segunda mitad del siglo XIX

4.1. El constitucionalismo español

La Constitución de 1845 conoció dos proyectos de reforma que no prosperaron. Por un lado,
el plan de Leyes del Estado impulsado por Bravo Murillo en 1852 y, por otro, el Proyecto de constitución
desarrollado en el Bienio progresista por el gobierno de Espartero y O’Donell, conocida como
Constitución “non nata” (1856), pues, aunque fue aprobada por las Cortes, no llegó a promulgarse, por la
caída de Espartero y disolución de las Cortes en este mismo año, pero es interesante registrarla como
expresión de la tendencia hacia la afirmación de un régimen representativo sin el supuesto de un pacto
entre la Monarquía, anterior a la Constitución, y las Cortes como representación nacional.

La revolución conocida como “La Gloriosa” inauguró el Sexenio revolucionario (1868-


1874), caracterizado por su signo liberal-democrático. El movimiento revolucionario de 1868, con el
destronamiento de la dinastía, condujo a las Cortes constituyentes de 1869, que elevaron como rey a
Amadeo I de Saboya y sancionaron en el propio año un texto constitucional.

La Constitución de 1869, como fruto de la radical revolución septembrina la tradición política


de las de 1812, 1837 y non nata de 1856, acentuando el carácter representativo del régimen constitucional
español, mediante el establecimiento del sufragio universal masculino (hasta entonces sólo se admitía el
reducido o censitario).

Se distinguía de las anteriores por el mayor despliegue que obtenía el sistema de garantías
ciudadanas, verdadera “declaración de derechos” de los españoles. En el orden dogmático, se presentaba
notoriamente avanzada y discrepante de la tradición nacional, con la proclamación de la libertad de cultos
(las anteriores admitieron siempre la unidad católica) y el matrimonio civil. En la parte orgánica, aparecía
como la más sistemáticamente ordenada de todas las Constituciones españolas.

El fracaso del gobierno de Amadeo de Saboya llevó a la instauración de la Primera


República (1873), que en su precario año de vida llegó a formular un proyecto de Constitución federal
de 1873. Pero ésta no llegó siquiera a aprobarse, al desaparecer la República, precisamente por las hondas
discrepancias surgidas entre los propios dirigentes del régimen en orden a la orientación que debía darse

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al mismo y la situación de anarquismo cantonal originada por la tendencia federalista de Pi y Margall, no
compartida por otros sectores republicanos. En efecto, se trataba de un régimen sin apenas
reconocimiento interior y con el único reconocimiento exterior de Suiza y los Estados Unidos de
América. El estallido de una nueva guerra carlista y las revueltas cantonales en Andalucía y Levante,
llevaron a Castelar a suspender las garantías constitucionales y pasó a gobernar por decreto. Castelar
perdió las elecciones, y ante la amenaza federalista, el general Pavía envió sus tropas al Congreso y lo
disolvió.

La restauración monárquica de 1875, que elevó al trono a Alfonso XII (hijo de Isabel II),
llevó también a Cortes constituyentes, las cuales promulgaron la Constitución de 1876, fruto del
pensamiento político conservador de Cánovas del Castillo, alma de la Restauración. La Constitución de
1876 se elaboró como la de 1845, su más próximo antecedente, en una atmósfera de doctrinarismo y,
como ésta, entraña un pacto o acuerdo entre los que se estimasen partícipes de la soberanía política (rey y
Cortes). Pero esta coincidencia fundamental se diluye en el articulado de las mismas, ya que la de 1876
no reproduce el texto de la de 1845, antes bien refleja un cierto influjo de la de 1869, así en la parte
dogmática como en la orgánica.

La Constitución de 1876 hacía posible la vigencia de los derechos y libertades individuales,


ofreciendo un cuadro de garantías personales más amplio que la de 1845; en lugar de la unidad católica
proclamaba la tolerancia de cultos; dentro del sistema bicameral, el Senado no era todo de nombramiento
real, sino que una mitad de sus miembros procedían de elección de diverso origen. En conjunto, parecía
como una Constitución amplia y flexible, de cierta inspiración inglesa, concebida por los artífices de la
Restauración como instrumento de estabilidad política para el país y de convivencia de sus diferentes
sectores.

Esta Constitución, con ciertos paréntesis de suspensión de garantías (como el de la Dictadura


de Primo de Rivera, 1923-1930), estuvo en vigor hasta la proclamación de la II República, que promulgó
la Constitución de 1931.

4.2. La solución dada a los fueros vasco-navarros

La última guerra carlista iniciada en 1872 una parte importante de la población de las cuatro
provincias forales fue una ocasión de oro que aprovechó Cánovas para culminar el proceso de unidad
constitucional. El triunfo militar fue completo esta vez, y el Presidente del Gobierno pudo decir que
"cuando la fuerza causa estado, la fuerza es el Derecho”. Para Cánovas la cuestión foral era una de los
temas constitucionales más importantes del siglo.

El ejército ocupaba el país y se suspendieron las garantías constitucionales. Cánovas convocó


a los representantes de las cuatro provincias a negociar el arreglo foral. En mayo de 1876 llamaba primero
a alaveses, guipuzcoanos y vizcaínos y después a los navarros, cuyo estatuto cuarentayunista quería
revisar. Y entre tanto, y una vez aprobada una nueva Constitución del Estado en el comienzo del mes de
julio, ampliamente inspirada por él, como ya hemos visto, en un sentido historicista, hizo aprobar por las
Cortes una Ley abolitoria de los Fueros, publicada el 21 de mayo de 1876.

La nueva Ley obligaba a las tres provincias “a presentar, en los casos de quintas y reemplazos
ordinarios y extraordinarios del ejército, el cupo de hombres que les corresponda”, y “a pagar... las
contribuciones, rentas e impuestos ordinarios y extraordinarios que se consignen en los Presupuestos
Generales del Estado”. Y en lo que respecta a las Juntas Generales, Diputaciones Forales y
Ayuntamientos tenían que negociar su reforma, teniendo en cuenta la Ley navarra de 1841 y el Decreto
esparterista del mismo año.

La Diputación Foral de Bizkaia se negó a cooperar en la aplicación de la Ley, y fue destituida


por el Gobierno, que mientras tanto efectuó el mismo año la leva de soldados. En lo que toca a los
impuestos Cánovas estuvo dispuesto a una aplicación gradual de la nueva Ley. El Presidente de Gobierno
se dio cuenta de que se podía crear un frente de resistencia a su política en las cuatro provincias, de ahí
que procuró dar una solución a la cuestión navarra aunque tuviera un carácter provisional, y negociar
después un arreglo fiscal con las otras tres provincias. Fue el nacimiento del Concierto Económico.

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En lo que toca a Navarra en febrero de 1877 elevó el cupo a dos millones de pesetas, pero
admitiendo importantes deducciones. Ahora bien en la misma Ley de Presupuestos de ese año se ponía de
relieve la voluntad del Gobierno de modificar el statu-quo fiscal navarro.

4.3. El final del dominio español en Cuba y Filipinas

Tras la independencia de América Latina, España aún controlaba algunas islas en el Caribe,
así como las Filipinas y otros archipiélagos en el Pacífico. La colonia más importante era Cuba por su
importancia comercial. Cuba vivía, desde mediados del siglo XIX, una cierta conflictividad, habiendo
surgido diferentes intentos independentistas que aumentaron tras el sexenio democrático.

Estos movimientos fueron duramente reprimidos pues el interés económico de España en


Cuba radicaba en el régimen de monopolio que estaba establecido, lo que era incompatible con la
concesión de autonomía o independencia a la isla. Sobre esta situación se producía la presión de EE.UU.
a quien se exportaba el 90% de la producción de la isla, y le interesaba una reducción de los aranceles o la
liberalización del comercio.

Tras varias décadas de sublevaciones contra el ejército colonial, en 1895 se produce un nuevo
intento independentista en Cuba. El llamado “Grito de Baire”, proclamando conjuntamente con la
República Dominicana y 35 localidades cubanas, dio paso al Manifiesto de Montecristi, el cuál inició el
proceso de independencia de la isla. Este levantamiento estuvo liderado por José Martí, Máximo Gómez y
Antonio Maceo.

Como muestra de los intereses económicos que tenía en la isla, Estados Unidos decidió
intervenir en la contienda utilizando como excusa la voladura del Maine, buque de guerra estadounidense
anclado en La Habana. EEUU culpó a España del hundimiento del buque y entró en guerra. Con la
asistencia militar de los Estados Unidos, el ejército independentista cubano avanzó en su lucha contra el
ejército español. En 1989 España había sido derrotada en dos batallas navales decisivas, la de Cavite en
Filipinas y la de Santiago de Cuba. La paz se firmó finalmente el 10 de diciembre de 1898 en París. A
través de este acuerdo, Cuba logró su independencia y EEUU se quedó con Puerto Rico, la isla de Guam
y las Filipinas, dejando patente sus intereses coloniales detrás de la intervención en Cuba. Las Carolinas,
Marianas y Palaos se vendieron al naciente imperio alemán.

5. La Francia del Segundo Imperio y de la Tercera República (1852-1870)

El golpe de estado de Luis Napoleón (1852) dio paso al Segundo Imperio. Se desarrolló un
sistema paternalista que siguió una política similar a la del Imperio de Napoleón: apariencia de Estado
liberal pero control administrativo y político por parte del emperador.

Había un Consejo de Estado compuesto por técnicos, expertos que redactaban las leyes y
aconsejaban al emperador. No era el órgano de gobierno, pero tenía más importancia que el legislativo y
el ejecutivo.

El Legislativo se componía de dos cámaras. La Cámara Alta o Senado estaba nombrada por el
emperador. Y la Cámara Baja era el cuerpo legislativo elegido por sufragio universal masculino, aunque
las elecciones estaban controladas por el emperador. Además, sólo se podían discutir las leyes diseñadas
por el propio emperador.

Napoleón III llevó a cabo un proceso de reforma social y generó planteamientos para mejorar
la calidad de vida de las clases más desprotegidas. Crea un banco de crédito para favorecer un proceso de
mejoras a partir de los pequeños propietarios. Desarrolló medidas de servicios sociales y va a llegar a
reconocer un derecho de huelga para aquellos obreros que formasen parte de organizaciones reconocidas
por el Estado.

La caída de Napoleón III (1870) dio paso a la Tercera República, en la que se promulgó la
Constitución de 1875, la de vigencia más larga en Francia, pues duró hasta el inicio de la Segunda
Guerra Mundial. Se reconoce es la libertad individual y, a partir de ahí, todos los derechos inherentes a
ese principio (sufragio universal, etc.). El poder ejecutivo lo ostentaba el presidente de la República.
Contempló una cámara de Diputados con funciones legislativas, y un Senado como cámara de
representación territorial de las zonas agrarias.

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6. El Estado-nación liberal: las unificaciones de Italia y Alemania

6.1. Causas de la unificación

La idea del Estado-nación surge en el siglo XIX al compás del liberalismo. Desde mediados
del siglo XIX (1860-1871) van a aparecer en Europa dos nuevas naciones que incidirán de lleno en la
evolución europea contemporánea, el Reino de Italia y el Imperio Alemán.

En los procesos de unificación de Alemania e Italia, llevados a cabo en la segunda mitad del
siglo XIX, existen una serie de semejanzas. Si bien es cierto que en los estados alemanes el nacionalismo
ha estado presente de diversas formas desde la creación del Primer Reich, en Italia este concepto era
puramente geográfico y hasta el siglo XIX no existió ningún proyecto unificador destacable. No obstante,
hay una serie de elementos comunes en el siglo XIX, que preparan y hacen posible las unificaciones de
Italia y de Alemania, que son los siguientes:
- El impacto de la revolución y del Imperio napoleónico, extendieron las ideas de libertad,
igualdad y soberanía nacional por Europa, las cuales despertaron un sentimiento de nación con
personalidad propia que, por primera vez en la historia, considera que el Estado debe estar dirigido por
personas de la misma nacionalidad.
-La expansión económica en ambos casos y la unión comercial como preludio de la
unificación política, en el caso alemán.
- La disposición de un ejército moderno y de unos políticos audaces.

6.2. La unificación italiana

Italia, tras el Congreso de Viena, había quedado dividida en siete Estados independientes: el
reino de Piamonte, bajo la casa de Saboya; el reino Lombardo-Véneto, bajo el dominio directo de Austria;
los Ducados de Parma,Módena y Toscana, regidos por príncipes austriacos; los Estados Pontificios, bajo
el dominio del Papa; el reino de las Dos Sicilias, donde se repuso el trono de los Borbones. Esto suponía
una dificultad mayor para los patriotas italianos, que deseaban la unificación italiana.

En el proceso unificador convergieron el nacionalismo y el liberalismo. El sentimiento


nacionalista italiano venía siendo cultivado por historiadores, músicos y literatos, que popularizaron y
difundieron la riqueza cultural y las pasadas grandezas de Italia desde la antigüedad clásica. Por otra
parte, los liberales, empujados por la represión absolutista de los reinos italianos, se agruparon en
sociedades secretas, desde donde, con una intención conspiradora y de exaltación romántica, participaron
en los levantamientos.

Hubo una primera insurrección italiana en 1848, aplastada por Austria. Tras este hecho, el
reino de Piamonte introdujo importantes reformas interiores promovidas, entre otros, por Cavour,
consistentes en una política de acogida para todos aquellos patriotas que corrían peligro por sus ideas en
los demás estados italianos. Esto provocó en toda Italia una corriente de simpatía hacia la casa de Saboya,
que Cavour aprovechó para sus planes unificadores. Cavour buscó una alianza diplomática con la Francia
de Napoléón III (1858), con quien estableció un plan de intervención en Italia. Francia aportaría una
importante cantidad de dinero y un ejército de doscientos mil hombres contra Austria. Napoleón III
pretendía, que una vez liberada Italia de Austria, se estructurase como una federación de Tres Estados
bajo la influencia francesa y que Francia obtuviese como compensación Saboya y Niza. Cavour aceptó,
pues este era el único modo de contar con la tan necesaria ayuda de Francia para expulsar a los austriacos
de Lombardía y el Véneto.

La guerra comenzó en 1859. Napoleón III se vio obligado a firmar la paz con Austria, ante el
temor de que los prusianos atacasen Francia. El revolucionario Garibaldi extendió la insurrección por toda
Italia, ocupando incluso el reino de las Dos Sicilias. Por medio de distintos plebiscitos, los ducados de
Parma, también Sicilia y Nápoles piden su anexión al reino piamontés, y poco después Módena y Toscana
pidieron su incorporación al Piamonte. En 1861 el Parlamento italiano proclamó en Turín rey de Italia a
Víctor Manuel II. No fue hasta la paz de Viena de 1866 cuando Italia logró recuperar de manos austríacas
el Véneto. El mapa italiano se completó en 1870-1871 con los Estados pontificios, cuando los italianos
ocuparon Roma y se estableció allí la capital del nuevo reino.

6.3. La unificación alemana

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Los primeros intentos unificadores surgidos del nacionalismo romántico alemán no cuajaron.
El principal impulso unificador lo dio la política económica de Prusia, que quería hacer frente a la
afluencia masiva de productos ingleses para proteger su desarrollo económico, que se veía también
dificultado por las aduanas interiores entre los Estados de la Confederación Germánica, los cuales
dificultaban el comercio y reducían su mercado. En 1834 se constituyó una unión aduanera bajo el
patrocinio de Prusia, el Zollverein, unión formada por la mayoría de los estados alemanes, aunque quedó
excluida Austria. La creación de este mercado amplio y protegido posibilitó un mayor desarrollo
industrial, lo cual ayudaró al surgimiento de un importante burguesía de negocios, que promovió una
evolución política hacia las formas más liberales. En las grandes ciudades surgió una clase obrera, que
planteó reivindicaciones políticas y laborales. Ambos grupos se radicalizaron en sus planteamientos a raíz
de la crisis económica de 1846-1847, llegando así al estallido revolucionario de 1848. Los obreros
exigieron el fin de los privilegios y las desigualdades sociales y la burguesía reclama regímenes liberales
y constitucionales.

Los gobiernos de Austria y Prusia reaccionaron rápidamente consiguiendo frenar los intentos
revolucionarios, atrayéndose a la burguesía, la cual prefería renunciar al poder político a cambio de la
seguridad de sus intereses económicos.

Otros intentos unificadores también fracasaron, hasta que llegó Otto von Bismarck, canciller
de Prusia desde 1862. Abordó el proceso unificador con una política realista, bajo el único criterio de la
razón de Estado. El único modo de que Prusia llevase a cabo la primera parte del plan de unificación, era
mediante una derrota militar de Austria. Se sucedieron hasta tres guerras en las que salió vencedor
ejército prusiano, que desembocaron en la fundación del Segundo Reich. Los triunfos habían creado un
gran fervor nacionalista alemán que fue aprovechado por Bismarck acelerar las negociaciones con los
estados alemanes del sur y obtener su incorporación al inminente Reich. Todos los estados aceptaron,
aunque hubo algunas reticencias por parte de Luis II, rey de Baviera, y esta aceptación llevó a la creación
de un estado federal, unido bajo la presidencia del rey de Prusia, Guillermo I, que se convirtió en el
primer emperador del Segundo Reich, siendo proclamado en enero de 1871 en el palacio de Versalles.

El Imperio alemán se dotó enseguida de una Constitución (1871), que reconocía la unión de
22 estados (federales) y 3 ciudades. Los territorios del Imperio Alemán eran los que debían estipular las
competencias del Imperio, de cada uno de los estados y de las ciudades. El Imperio, tenía la competencia
internacional, exterior, ferrocarriles, correo, moneda y cuestiones sobre legislación de presos y política
exterior. Frente a éstas, el resto de competencias de carácter administrativo quedaban reservadas los
diferentes Estados.

La organización del poder federal se basaba en un poder ejecutivo que quedó sistemáticamente
bajo el control de Prusia. El legislativo estaba dividido en dos cámaras (la baja o Reichstag y la alta –el
senado– o Bundestag), elegidas por sufragio aunque los terratenientes tenían ventaja en el proceso
electoral.

7. Los imperios plurinacionales (el Imperio ruso y el Imperio austro-húngaro)

La Rusia zarista estaba formada por nacionalidades que no tenían nada que ver entre sí. Era
un Imperio ajeno a cualquier cambio de carácter económico y social, dirigido por una sociedad
aristocrática propietaria de grandes extensiones de tierra y donde se imponía todavía el feudalismo, en el
que los campesinos estaban sujetos a un sistema de servidumbres. Estas servidumbres desapareció en
1861, a raíz de la crisis abierta tras la derrota rusa de la guerra de Crimea. El zar impulsó la
industrialización y surgió un proletariado urbano. En 1866 un atentado al zar frenó el proceso reformador,
y así se mantuvo hasta la revolución de finales del siglo XIX.

El Imperio austro-húngaro era también una forma característica del Antiguo Régimen. Con
capital en Viena, este gran imperio tenía grandes diferencias étnicas, religiosas y culturales. Estaba
formado por diferentes Estados con sus consiguientes parlamentos (dietas). Diferentes tensiones
provocaron que en 1867 se conformase la Monarquía dual, que supuso repartir el Imperio en dos zonas de
influencia, la austríaca y la húngara. Hubo en adelante dos parlamentos (Viena y Budapest), pero un solo
emperador, un solo jefe de estado y un solo primer ministro, y una organización común en materia de
Asuntos exteriores. El imperio austro-húngaro desapareció con la derrota en la Primera Guerra mundial
(1918).

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8. El imperio turco

El Imperio turco era en el siglo XIX es más extenso de todos, alcanzando el norte de África.
Tenía todavía una estructura medieval. El sultán era el soberano absoluto, jefe civil, militar y religioso.
Estaba asesorado por los ulemas (consejo, órgano que asesora en materia política y religiosa y tienen
funciones de carácter judicial). El poder del sultán se ejercía en las provincias por delegados de éste.

La necesidad de reformas abrió una crisis y en 1876 un golpe de estado propiciado por el
Comité Unión y Progreso dio paso a un Estado constitucional de política ultranacionalista. Ese año se
promulgó la Constitución turca, que diseñó un Parlamento bicameral, con una Cámara alta (o Consejo de
Notables, nombrados por el sultán) y una Cámara baja (elegidos por sufragio censitario de carácter
interno con participación de los diferentes territorios del Imperio).

El proceso de reformas se extendió hasta la Primera Guerra mundial, pero tras la derrota en
esta contienda, el Imperio quedó desmembrado.

9. El imperio japonés

La revolución japonesa de Meiji de 1868 acabó con las estructuras feudales del Imperio
japonés. La Constitución de 1889 presenta notables diferencias con respecto a los textos constitucionales
Europeos: reconocía un gran poder al monarca (el rey es sagrado e inviolable); introducía un poder
legislativo bicameral, aunque ambas cámaras podían ser libremente disueltas por el soberano; el monarca
no tenía por qué contar con ellas para dictar las leyes. El Gobierno y los ministros no serían responsables
de sus actos ante las cámaras, sino ante el emperador. Los antiguos poderes nobiliarios controlaban la
cámara alta (senado).

Para la elaboración de la lección se han adaptado y actualizado los textos, entre otros,
de:
Carrillo, Juan Antonio, El Derecho internacional en perspectiva histórica, Madrid: Tecnos,
1991.
Bayly, Christopher A., El nacimiento del mundo moderno, 1780-1914, Madrid: Siglo XXI,
2010.
De la Cruz, F. J., “El proceso de independencia de América Latina”, Clío 37 (2011).
http://clio.rediris.es.
Ferro, Marc, El libro negro del colonialismo. Siglos XVI a XXI. Del exterminio al
arrepentimiento, Madrid: La Esfera de los Libros, 2005.
Little, Roch, “Colonialismo e imperialismo: pretextos para el saqueo y los despojos”,
Credencial Historia, núm. 238 (octubre de 2009).
http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/revistas/credencial/octubre2009/colonialismo.htm
Martín, Sebastián y Portillo, José María, “Derecho Internacional y colonialismo desde la Paz
de Westfalia hasta la I Guerra Mundial”, M. Lorente y J. Vallejo (coords.), Manual de Historia del
Derecho, Valencia: Tirant lo Blanch, 2012, pp. 485-526.
Renouvin, Pierre, Historia de las relaciones internacionales (siglos XIX-XX), Madrid: Akal,
1998.
http://www.claseshistoria.com/

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