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Capítulo 3
Cristo y la misericordia de Dios

“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, 2 en los cuales
anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la
potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, 3 entre los cuales
también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la
voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los
demás. 4 Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, 5 aun estando
nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), 6 y
juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo
Jesús, 7 para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad
para con nosotros en Cristo Jesús. 8 Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de
vosotros, pues es don de Dios; 9 no por obras, para que nadie se gloríe. 10 Porque somos hechura
suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que
anduviésemos en ellas” (Efesios 2:1-10).

“El Hijo de Dios, el glorioso Soberano del cielo, se conmovió de compasión por la raza caída. Una
infinita misericordia conmovió su corazón al evocar las desgracias de un mundo perdido. Pero el
amor divino había concebido un plan mediante el cual el hombre podría ser redimido. La
quebrantada ley de Dios exigía la vida del pecador. En todo el universo sólo existía uno que podía
satisfacer sus exigencias en lugar del hombre. Puesto que la ley divina es tan sagrada como el
mismo Dios, sólo uno igual a Dios podría expiar su transgresión. Ninguno sino Cristo podía salvar al
hombre de la maldición de la ley, y colocarlo otra vez en armonía con el Cielo.
Cristo cargaría con la culpa y la vergüenza del pecado, que era algo tan abominable a los ojos de
Dios que iba a separar al Padre y su Hijo. Cristo descendería a la profundidad de la desgracia para
rescatar la raza caída.
Cristo intercedió ante el Padre en favor del pecador, mientras la hueste celestial esperaba los
resultados con tan intenso interés que la palabra no puede expresarlo. Mucho tiempo duró aquella
misteriosa conversación, el “consejo de paz” (Zacarías 6:13) en favor del hombre caído. El plan de
la salvación había sido concebido antes de la creación del mundo; pues Cristo es “el Cordero, el
cual fue muerto desde el principio del mundo.” Apocalipsis 13:8. Sin embargo, fue una lucha, aun
para el mismo Rey del universo, entregar a su Hijo a la muerte por la raza culpable. Pero, “de tal
manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree,
no se pierda, mas tenga vida eterna.” Juan 3:16 (Elena G. de White - PP 48-49).

“Satanás ha representado mal el propósito de Dios y ha causado que el hombre lo conciba


bajo una luz falsa; pero a lo largo de los siglos, el amor de Dios por el hombre nunca ha
cesado. Cristo, el divino Maestro, vino a revelar al Padre como un Ser misericordioso y
compasivo, lleno de bondad y verdad. El Salvador replegó la sombra en que el enemigo
había cubierto al Padre al declarar: 'Yo y el Padre una cosa somos; el que me ve a mí, ha
visto a Dios'... Cristo habló con claridad, y una voz distintiva y melodiosa. Sus tonos eran
naturales y armoniosos. Si hubiese levantado la voz en una clave no natural, como tantos
oradores hacen hoy día, su emoción y su melodía habrían sido destruidas, y se hubiera
perdido mucha de la fuerza de la verdad” (Elena G. de White – Signs of the Times, 1 de
mayo, 1901).

“Cristo vino a la tierra con el objeto de revelar al hombre el carácter de su Padre, y su vida rebosó
de actos de ternura y de compasión divinas” (Elena G. de White - PP 502).
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“El Hijo de Dios se humilló para levantar al caído. Por ello dejó los mundos celestiales que no han
conocido el pecado, los noventa y nueve que le amaban, y vino a esta tierra para ser “herido por
nuestras rebeliones,” y “molido por nuestros pecados.” Isaías 53:5. Fue hecho, en todas las cosas,
semejante a sus hermanos. Se revistió de carne humana igualándose a nosotros.
Él sabía lo que significaba tener hambre, sed y cansancio. Fue sustentado por el alimento y
refrigerado por el sueño. Fue un extranjero y advenedizo sobre la tierra, —en el mundo, pero no
del mundo. Tentado y probado como lo son los hombres de la actualidad, vivió, sin embargo, una
vida libre del pecado. Lleno de ternura, compasión, simpatía, siempre considerado con los demás,
representó el carácter de Dios. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, ... lleno
de gracia y de verdad.” Juan 1:14 (Elena G. de White - HAP 376-377).

“Toda su vida, Cristo había estado proclamando a un mundo caído las buenas nuevas de la
misericordia y el amor perdonador del Padre. Su tema era la salvación aun del principal de los
pecadores” (Elena G. de White - DTG 701).

“Dios dio a su Hijo para que muriera en la agonía y la vergüenza. A los ángeles que presenciaron la
humillación y la angustia del Hijo de Dios, no se les permitió intervenir como en el caso de Isaac. No
hubo voz que clamara: “¡Basta!” El Rey de la gloria dio su vida para salvar a la raza caída. ¿Qué
mayor prueba se puede dar del infinito amor y de la compasión de Dios? “El que aun a su propio
Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las
cosas?” Romanos 8:32 (Elena G. de White - PP 150).

“El misterio de la cruz explica todos los demás misterios. A la luz que irradia del Calvario, los
atributos de Dios que nos llenaban de temor respetuoso nos resultan hermosos y atractivos. Se ve
que la misericordia, la compasión y el amor paternal se unen a la santidad, la justicia y el poder. Al
mismo tiempo que contemplamos la majestad de su trono, tan grande y elevado, vemos su
carácter en sus manifestaciones misericordiosas y comprendemos, como nunca antes, el
significado del apelativo conmovedor: “Padre nuestro” (Elena G. de White - CS 710).

“Entre las terribles tinieblas, aparentemente abandonado de Dios, Cristo había apurado las
últimas heces de la copa de la desgracia humana. En esas terribles horas había confiado en la
evidencia que antes recibiera de que era aceptado de su Padre. Conocía el carácter de su Padre;
comprendía su justicia, su misericordia y su gran amor. Por la fe, confió en Aquel a quien había
sido siempre su placer obedecer. Y mientras, sumiso, se confiaba a Dios, desapareció la
sensación de haber perdido el favor de su Padre. Por la fe, Cristo venció” (Elena G. de White - DTG
p. 704).

“Si se hubiera podido cambiar la ley, el hombre habría sido salvado sin necesidad del sacrificio de
Cristo; pero el hecho de que fuese necesario que Cristo diera su vida por la raza caída prueba que la
ley de Dios no exonerará al pecador de sus demandas. Está demostrado que la paga del pecado es
la muerte. Cuando murió Cristo, quedó asegurada la destrucción de Satanás. Pero si la ley hubiera
sido abolida en la cruz, como muchos aseveran, entonces el amado Hijo de Dios hubiera sufrido la
agonía y la muerte sólo para dar a Satanás lo que pedía; entonces el príncipe del mal habría
triunfado; y sus acusaciones contra el gobierno divino hubieran quedado probadas. Pero el mismo
hecho de que Cristo sufrió la pena de la transgresión del hombre, es para todos los seres creados un
poderoso argumento en prueba de que la ley es inmutable; que Dios es justo, misericordioso y
abnegado; y que la justicia y la misericordia más infinitas se entrelazan en la administración de su
gobierno” (Elena G. de White - PP 57-58).

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