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1.6.

El canon literario

De ese enorme número de obras producidas a lo largo de la historia, por qué


permanecen y llegan hasta nuestra época una cantidad de autores representativos
de diferentes épocas. Seguramente hay algo de afortunado azar en esta situación,
pero también un conjunto de factores que es sumamente importante tomar en
cuenta. La literatura, como la organización de un conjunto de obras características
de una época, en ocasiones se institucionaliza, se define a partir de postulados de
importantes grupos literarias y de la crítica, de las masas de lectores, de académicos
que seleccionan de manera jerárquica las aportaciones que han hecho los escritores
al arte literario. Su decisión, a veces puede ser arbitraria, ya que existen grandes
escritores que en ocasiones quedan fuera de los manuales de literatura. Pero lo que
sí es un hecho, es que esta organización nos permite ubicarnos para realizar
nuestras lecturas, tener una mirada general sobre eso que se produjo en una época
determinada, para después ampliar, si lo queremos, nuestro horizonte de lecturas.
A este listado de autores representativos de la literatura universal, lo denominamos
“el canon”. La RAE lo reconoce como el “catálogo de autores u obras de un género
de la literatura o el pensamiento tenidos por modélicos”. El término lo podemos
tomar también de El canon occidental, el polémico libro del crítico norteamericano
Harold Bloom. En dicha obra, el autor elabora un “catálogo de libros preceptivos”.
Bloom plantea la pregunta necesaria: “¿Qué debe intentar leer el individuo que
todavía desea leer en este momento de la historia?”, una pregunta necesaria, si
tomamos en cuenta que: “el que lee debe elegir, puesto que literalmente no hay
tiempo suficiente para leerlo todo, aun cuando uno no hiciera otra cosa en todo el
día”. Bloom coloca en el centro de este
canon a William Shakespeare. De acuerdo
a sus palabras, se trata de “el más grande
escritor que podremos llegar a conocer”.1
Junto al escritor al escritor inglés, Bloom
ha seleccionado para este canon a 25
autores más, entre los que se incluyen los
nombres de Dante, Cervantes, Tolstói,
Wordsworth, Montaigne, Joyce, Dickens,
Neruda, Emily Dickinson, Walt Whitman,
Proust, Borges y Beckett.

Es necesario señalar que el canon


cambia con las épocas. Autores que fueron
muy reconocidos en algún periodo de la
historia son relegados al olvido después, o
viceversa, autores que no se les tomó en
cuenta durante un largo periodo, tiempo después son rescatados. Y es que no hay
un canon inamovible, ni existe un canon único. Muchas veces los escritores van
construyendo ese listado personal de autores a los que atribuyen sus mayores
influencias. Y entre esos autores del pasado, se pueden encontrar autores que no
son muy conocidos. Quizá por eso el escritor argentino dijo: “Cada escritor
crea a sus precursores”.

Y aunque uno no sea escritor ni estudioso de la literatura, pero si un


agradecido lector, con el paso del tiempo va construyendo en su memoria ese canon
personal de escritores que influyeron en nuestra forma de pensar, de ver el mundo;

1
Harold Bloom, El canon occidental, Barcelona, Editorial Anagrama, 2006, p. 13.
autores que nos emocionaron y que desarrollaron en nosotros una nueva
sensibilidad estética.

Actividad de aprendizaje 5.
De los escritores mencionados en El canon occidental de Harold Bloom
elige una obra o el fragmento de una obra y léela. Realiza un resumen de
la historia de la obra leída. También comenta por escrito tu experiencia de
lectura.
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Subproducto 3. Resumen

1.7. Perspectivas para abordar un texto literario

No hay un camino único para abordar una obra literaria. Decir que una obra se debe
leer de una sola manera, quizá nos limitaría nuestro camino como lectores. Por
principio está el placer, el gusto de leer esos libros por el interés que propician sus
temáticas, o por la convocatoria que abren para descubrir y aprender de ellos
nuevas cosas.

Los que estudian el tema de cómo se aborda una obra literaria, hablan de una serie
de enfoques que es importante conocer.

Ignacio Trejo Fuentes, en su libro introductorio sobre el tema Faros y Sirenas2 hace
una síntesis de esos enfoques a los que recurren los críticos literarios:

El método histórico Al abordar la literatura desde una


perspectiva histórica, “nos referimos a
escritos o escritores, tendencias,
corrientes y movimientos literarios. La
historia da cuenta de casos concretos y
generales, susceptibles de
comprobación, de manifestaciones
literarias”. (29)
El método biográfico “Buscaba la esencia de las obras no a la
luz, sino bajo la que el autor mostraba.
Es decir, el crítico se apoya en lo
autobiográfico para dilucidar las
características de su gestación. Hurgaba
en la vida literaria y extraliteraria del
autor suponiendo que encontraría de
ese modo los soportes de sus juicios”.
(30-31)
El método impresionista Esta es “la fórmula más antigua para
juzgar la literatura”. Este método
deposita “su ingrediente principal en la
tesis de que sólo es posible conseguir
una verdadera crítica anteponiendo a

2
Ignacio Trejo Fuentes, Faros y sirenas, México, Plaza y Valdés, 1988.
cualquier otra cosa la impresión que la
lectura deja en el crítico”. (35) Es un
enfoque cercano al goce de los libros sin
una mediación conceptual ni teórica.
El método marxista “exige plantear la situación –así sea de
forma parcial—de la literatura cuando
está en manos de corrientes ideológicas;
esto es, ver la literatura no sólo como
una manifestación puramente artística,
sino como vehículo de primer orden en
el desarrollo integral del ser humano”. En
ese sentido, esta forma de literatura
convoca la posibilidad de ver “el arte
como medio revolucionario”. (41- 42)
El método psicológico Este tema se remonta hasta los orígenes
de la literatura. Sin embargo, con el
advenimiento del psicoanálisis adquiere
más fuerza. Situaciones que
“determinan la conducta de los
individuos”, aspectos que dan
“importancia fundamental de la primera
infancia”, son entre otras cosas,
elementos que retoma este método. (58)
El método estructuralista “La esencia de sus postulados es el
lenguaje, el reflejo y el sentido del
lenguaje no traduce una experiencia
metafísica: es esa experiencia misma.
En consecuencia, la obra literaria no es
lo que se dice, sino lo que lo dice. Lo
ideal en este método es “hacer hablar al
texto”. (61)
Es necesario no pensar que uno de estos métodos es el más importante. ¿Por qué?
Porque la literatura es mucho más que eso. Sin embargo, recoger elementos de
algunas de estas importantes perspectivas, nos permite interpretar de una manera
más rigurosa una obra literaria. Incluso, no se descarta que, al incorporar estas
formas de concebir la literatura, éstas ayuden de manera más completa a la
realización del trabajo interdisciplinario con otras asignaturas.

Actividad de aprendizaje 6. Lee el texto Nos han dado la tierra de Juan Rulfo y
después realiza las actividades indicadas.
a) Explica de manera general de qué trata el texto que leíste.
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b) Para complementar la lectura de este texto, e interpretarlo de una manera
más completa que actividad de investigación realizarías.
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c) Si te pidieran que interpretaras el texto a partir de alguno de los métodos
anteriores, ¿Cuál elegirías? (Explica por qué)
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Lectura 4

Nos han dado la tierra

Juan Rulfo

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una
semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría
después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada
de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran
los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente
como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca. Hemos venido
caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde.
Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:
-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto
con él, vamos Faustino, Esteban
y yo. Somos cuatro. Yo los
cuento: dos adelante, otros dos
atrás. Miro más atrás y no veo a
nadie. Entonces me digo:
"Somos cuatro." Hace rato,
como a eso de las once, éramos Imágenes de Los confines. Una película realizada por Mitl Valdez, basada en algunos
cuentos de Juan Rulfo. Producida en 1987 y estrenada hasta 1992.
veintitantos, pero puñito a puñito
se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos
nosotros. Faustino dice:
-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por
encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí."
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de
hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte,
pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca
con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el
resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando
una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan
cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda
prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras
azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la
desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh? Hemos vuelto a
caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a
caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos
andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas.
Con todo,yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano,
lo que se llama llover.
No, el Llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no
ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con
las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y
traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina. Yo
siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá
resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora
con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a
caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros
estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo
hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también
nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se
le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas
lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego
q u e sienten la tatema del sol, corren a esconderse en la sombrita de una piedra.
Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos
del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la
sembráramos.
Nos dijeron:
-Del pueblo para acá es de
ustedes.Nosotros preguntamos:
-¿El Llano?
-Sí, el Llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el Llano no lo queríamos. Que queríamos
lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles
llamados casuarinas y las parameras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca
que se llama Llano. Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no
venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:
-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.
-Es que el Llano, señor delegado...
-Son miles y miles de yuntas.
-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego.
Encuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.
-Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado
se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer
agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca
nada; ni maíz ni nada nacerá.
-Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que
atacar, no al Gobierno que les da la tierra.
-Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el
Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es
lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar
por dónde íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos
semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de
aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera;
tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde
nada se mueve y por donde uno camina como reculando. Melitón dice:
-Esta es la tierra que nos han
dado.Faustino dice:
- ¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el
calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha
calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han
dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los
remolinos."
Melitón vuelve a decir:
-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.
-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en
él.Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la
cabeza algo así como una gallina. Sí, es una gallina colorada la que lleva
Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si
bostezara. Yo le pregunto:
-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?
-Es la mía- dice él.
-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?
-No la merque, es la gallina de mi corral.
-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?
-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera
decomer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.
-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire. Él se la acomoda debajo
del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:
-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para
bajarla barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por
las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las
piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como
sifuera un atajo de mulas lo que bajará por allí; pero nos gusta llenarnos de
polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del
Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre
nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de
chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta. Ahora los ladridos de los
perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del
pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras
casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina
desaparecen detrásde unos tepemezquites.
-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han
dadoestá allá arriba.

1.8. El papel del héroe en la literatura

Seguimos dialogando sobre literatura, ahora en torno a un elemento que es


necesario conocer: el héroe. Se trata de una figura de gran importancia en la
literatura. Al revisar el canon de
Bloom, se establece que la
presencia de este tipo de
personajes resulta esencial para
tener una visión más amplia del
desarrollo de la literatura a lo
largo de la historia. La presencia
de héroes se ha manifestado en
todas las épocas. Las historias
nacionales, por ejemplo, están
repletas de estas figuras. Y la
literatura lo incluye entre los
La pintura también ha representado grandes héroes de la literatura. En la imagen
arquetipos representativos de la Briseida devuelta a Aquiles por Néstor (1630 – 1635) de Pedro Pablo Rubens.

narratología, como cierto tipo de


protagonista de una obra de ficción. Si bien es cierto que aún podemos seguir
hablando de héroes, es importante señalar que este tipo de figuras hunde sus
raíces en el origen de la historia de la literatura misma. En la obra sumeria Poema
de Gilgamesh, lejana en el tiempo, pero muy cercana en su ejemplificación de
valores humanos universales, la figura del héroe es esencial. Otra obra
fundacional, La Ilíada, está llena de héroes de las más diversas características.
Las páginas de ese inmenso poema épico, nos llevan la mano por las más
asombrosas hazañas de personajes que destacan por su valor, por ser capaces
de realizar acciones arriesgadas. Sus virtudes los convierten en personajes
admirados, necesarios, aunque también detestados por los grupos antagónicos a
ellos. Esto implica que, por su naturaleza, el héroe también corra riesgos al realizar
determinadas acciones. Si bien hay ciertos rasgos él que lo hacen participar en
situaciones de riesgo, su omnipotencia no está del todo garantizada. Recordemos
que, en los mitos antiguos, era un hombre nacido de un dios o una diosa, pero
también de un ser humano. Y a pesar de tener mayores virtudes que un hombre,
su fuerza era menor a la de los dioses. De igual importancia es la presencia de las
heroínas. La literatura griega de la antigüedad clásica está llena de estos
magníficos personajes. Ellas contribuyeron a dar una mayor riqueza y una ejemplar
fuerza argumental a las obras de este periodo, y de las siguientes épocas,
originando personajes femeninos imborrables en la historia de la literatura.
La figura del héroe sigue teniendo presencia a lo largo de la historia. Tanto
la literatura de Roma, al igual que la misma historia de este imperio, están repletas
de personajes que se distinguen por sus grandes hazañas. En ocasiones, ya no se
trata de personajes derivados de divinidades, ellos encarnan fuerzas más
humanas, y su tiempo en la tierra, la inevitable muerte, la asumen de manera
consiente.
Esta expansión de figuras sigue durante el periodo medieval. La novela de
caballería, por ejemplo, comprende una serie de héroes que se convertirán en
ejemplares para la literatura. Personajes como Amadís de Gaula, Orlando el
furioso, Tirand lo Blanch, bien podrían entrar en esta categoría de figuras. En siglos
posteriores, la creación de estos personajes sigue manifestándose todavía. Aún en
la actualidad, la literatura juvenil, ha sido prodigiosa en la creación de este tipo de
personajes, prueba de ello es el inevitable éxito de las novelas y las películas de
Harry Potter, creado por la escritora británica J. K. Rowling.
Las figuras de los héroes son variadas, complejas. Carlyle en su trabajo
sobre los héroes estableció una serie de categorías que es necesario señalar: el
héroe como profeta, poeta, dios, sacerdote, rey o como hombre de letras.
Esta retrospectiva del héroe, permite remontarnos un poco a la historia y
recordar esa Grecia que construyó los grandes pilares de la literatura con los dos
grandes poemas épicos de Homero.

Actividad de aprendizaje 7. La siguiente actividad es recomendable realizarla en


equipos.
Después de leer el canto 22, responde las siguientes preguntas:
1. ¿Qué aconseja el anciano Priamo a Héctor?
2. ¿Qué aconseja Hécabe o Hécuba a su hijo Héctor?
3. ¿Qué pensamientos envuelve la mente de Héctor antes del combate?
4. Aquiles no quería que otros hirieran a Héctor, ¿por qué?
5. ¿A quién favorecían los dioses en el conflicto? (explica la postura de ellos)
6. ¿Qué hubieras hecho en el lugar de Héctor? (explica por qué)
7. ¿Has actuado alguna vez como un héroe? (explica tu experiencia)
8. ¿Qué características debe tener un héroe en nuestra época para resolver
las problemáticas de tu entorno?
Subproducto 4. Cuestionario

Lectura 5

Ilíada
Homero
Canto 22 (La muerte de Héctor)
MUERTE DE HÉCTOR
1
Los teucros, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los
hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en
tanto, los aqueos se iban acercando a la muralla, protegiendo sus hombros con
los escudos. El hado funesto sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de
Ilión, en las puertas Esceas.
7
Y Febo Apolo dijo al Pelida: — ¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz
carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una
deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los
teucros, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras
te extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me
condenó a morir.
14
Muy indignado le respondió Aquileo, el de los pies ligeros: — ¡Oh Flechador, el
más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la
muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilión.
Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad
a los teucros, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me
vengaría de tí, si mis fuerzas lo permitieran.
21
Dijo, y muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad, como el corcel
vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo; tan ligeramente movía
Aquileo pies y rodillas.
25
El anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la
llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus
vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre
de perro de Orión, el cual, con ser brillantísimo constituye una señal funesta,
porque trae excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba
el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse
la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos
dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía
vehemente deseo de combatir con Aquileo. Y el anciano, tendiéndole los brazos,
le decía en tono lastimero:
38
—¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre,
para que no mueras presto a manos del Pelida, que es mucho más vigoroso.
¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses como a mí: pronto se lo comerían, tendido
en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me
ha privado de muchos y valientes hijos matando a unos y vendiendo a otros en
remotas islas. Y ahora que los teucros se han
encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis
dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe,
ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el
ejército, los rescataremos con oro y bronce,
que todavía lo hay en el palacio; pues a
Laótoe la dotó espléndidamente su anciano
padre, el ínclito Altes. Pero si han muerto y se
hallan en la morada de Hades, el mayor dolor
será para su madre y para mí, que los
engendramos; porque el del pueblo durará
menos, si no mueres tú, vencido por Aquileo.
Ven adentro del muro, hijo querido, para que
salves a los troyanos y a las troyanas, y no
quieras proporcionar inmensa gloria al Pelida
y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y
desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronión me hará perecer
en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras:
muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los
niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas
manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros,
hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que
con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen, despedazarán
mi cuerpo en la parte exterior, beberán mi sangre, y saciado el apetito, se
tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por
el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse, todo es
bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba
encanecidas y las vergüenzas de un anciano muerto en la guerra, es lo más triste
de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
77
Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas
canas, pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se
lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y derramando lágrimas,
dijo estas aladas palabras:
82
—¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te
daba el pecho para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y
penetrando en la muralla, rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a
su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo
a quien parí y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa; porque los veloces perros
te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas.
90
De esta manera Príamo y Hécabe hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole
muchas súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando
a Aquileo, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido
hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa
terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva; así Héctor, con
inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la
torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
99
—¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme reproches
será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la
noche en que Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir —
mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado la ruina
del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas, de
rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame:
107
Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas. Así hablarán; y preferible fuera
volver a la población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente ante la
misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco
y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquileo, le dijera que
permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión
en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir
a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento
a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes
existen dentro de esta hermosa ciudad? ... Mas ¿por qué en tales cosas me hace
pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni
respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las
armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina o de una roca,
como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen
conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto a quién el
Olímpico concede la victoria.
131
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se
le acercó Aquileo, cual si fuese Ares, el impetuoso luchador, con el terrible fresno
del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce, que
brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al
verle, se echó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas
y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en
seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera,
se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con tortuosos giros y
aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas
veces, porque su ánimo le incita a cogerla: así Aquileo volaba enardecido y
Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de
Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas
la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahigo, y llegaron a los dos
cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero
tiene el agua caliente y lo cubre el humo
como si hubiera allí un fuego abrasador;
el agua que del segundo brota es en el
verano como el granizo, la fría nieve o el
hielo. Cerca de ambos hay unos
lavaderos de piedra, grandes y
hermosos, donde las esposas y las
bellas hijas de los troyanos solían lavar
sus magníficos vestidos en tiempo de
paz, antes que llegaran los aqueos. Por
allí pasaron, el uno huyendo y el otro
persiguiéndole: delante, un valiente
huía, pero otro más fuerte le perseguía
con ligereza; porque la contienda no era
sobre una víctima o una piel de buey,
premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de
Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en
los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la meta donde
se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer; de semejante
modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con
ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los
hombres y de los dioses, comenzó a decir:
168
—¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro.
Mi corazón se compadece de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en
mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de
Troya; y ahora el divino Aquileo le persigue con sus ligeros pies en derredor de
la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si le salvaremos de la
muerte o dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida
Aquileo.
177
Respondióle Atenea, la diosa de los brillantes ojos: — ¡Oh padre, que lanzas el
ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de
la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó
a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
182
Contestó Zeus, que amontona las nubes: —Tranquilízate, Tritogenea, hija
querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente.
Obra conforme a tus deseos y no desistas.
186
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en
raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
188
En tanto, el veloz Aquileo perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el
perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama,
y si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando
hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelida, de pies
ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba
encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por
si desde arriba le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquileo,
adelantándosele, le apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca
de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido,
ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquileo con sus pies podía dar alcance
a Héctor, ni Héctor escapar de Aquileo. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado
entonces de la muerte que le estaba destinada si Apolo, acercándosele por la
postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilitado sus rodillas?
205
El divino Aquileo hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no
permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien
alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la
cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro,
puso en la misma dos suertes —la de Aquileo y la de Héctor domador de
caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el
medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que
descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea,
la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
216
Espero, oh esclarecido Aquileo, caro a Zeus, que nosotros dos
proporcionaremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves
habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos
puede escapar, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los
pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a
Héctor para que luche contigo frente a frente.
224
Así habló Atenea. Aquileo obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en
seguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta.
La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz
infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:
229
—¡Mi buen hermano! Mucho te
estrecha el veloz Aquileo,
persiguiéndote con ligero pie
alrededor de la ciudad de Príamo.
Ea, detengámonos y rechacemos
su ataque.
232
Respondióle el gran Héctor de
tremolante casco: —¡Deifobo!
Siempre has sido para mí el
hermano predilecto entre cuantos
somos hijos de Hécabe y de
Príamo; pero desde ahora me
propongo tenerte en mayor
aprecio, porque al verme con tus
ojos osaste salir del muro y los
demás han permanecido dentro.
238
Contestó Atenea, la diosa de los brillantes ojos: —¡Mi buen hermano! El padre,
la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que
me quedara con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!— pero mi ánimo se sentía
atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la
pica, para que veamos si Aquileo nos mata y se lleva nuestros sangrientos
despojos a las cóncavas naves o sucumbe vencido por tu lanza.
247
Así diciendo, Atenea, para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos
guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, de tremolante
casco:
250
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta,
huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar
tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora te mate, ora me mates
tu. Ea pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más
cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si
Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya
despojado de las magníficas armas, oh Aquileo, entregaré el cadáver a los
aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
260
Mirándole con torva faz, respondió Aquileo, el de los pies ligeros: — ¡Héctor, a
quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que
haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los
lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a
otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga
uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de
toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y
esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir
pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a
quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
273
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla
venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea
la arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese.
Y Héctor dijo al eximio Pelida:
279
—¡Erraste el golpe, deiforme Aquileo! Nada te había revelado Zeus acerca de mi
destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para
que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la
pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente
a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea
lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más
liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
289
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un
bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor
se irritó al ver que aquélla había sido
arrojada inútilmente por su brazo;
paróse, bajando la cabeza pues no
tenía otra lanza de fresno y con recia
voz llamó a Deífobo, el de luciente
escudo, y le pidió una larga pica.
Deífobo ya no estaba a su vera.
Entonces Héctor comprendiólo todo, y
exclamo:
297
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la
muerte. Creía que el héroe Deífobo se
hallaba conmigo, pero está dentro del
muro, y fue Atenea quien me engañó.
Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les
habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el Flechador; los
El cine no ha dejado de realizar versiones de estas
grandiosas historias de la literatura.
cuales, benévolos para conmigo, me
salvaban de los peligros. Cumplióse mi
destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino realizando algo
grande que llegara a conocimiento de los venideros.
306
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado.
Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura,
atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida
liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada. Aquileo
embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho
con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro
abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto
colocara en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de
cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la
noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía
Aquileo, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte
del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía
protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y
sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los
hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí
el divino Aquileo envasóle la pica a Héctor, que ya le atacaba, y la punta,
atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero
con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar
algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquileo se jactó del
triunfo, diciendo:
331
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste
salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo
como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he
quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán
ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
237
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco: —Te lo ruego por
tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me
despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que
en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el
cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo pongan en
la pira.
344
Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros: —No me
supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me
incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has
inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o
veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida
ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz
te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña
destrozarán tu cuerpo.
355
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco: — ¡Bien te conozco, y
no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de
hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que
Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
361
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los
miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo
vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
365
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales
dispongan que se cumpla mi destino.
367
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de
los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás
aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno
dejó de herirle. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:
373
—¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando
incendió las naves con el ardiente fuego.
375
Así algunos hablaban, y acercándose le herían. El divino Aquileo, ligero de pies,
tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y
pronunció estas aladas palabras:
378
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos
concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los
otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es
el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido
Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas
¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo
muerto, insepulto y no llorado; y no le olvidaré, en tanto me halle entre los vivos
y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me
acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos, cantando el peán, a las
cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria:
matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos
cual si fuese un dios.
395
Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de
detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de
buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego,
recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que
arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver
mientras era arrastrado: la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza,
antes tan graciosa, se hundía en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los
enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
405
Así la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba
los cabellos; y arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos.
El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo
gemía y se lamentaba. No parecía sino que la excelsa Ilión fuese desde su
cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al
anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias, y
revolcándose en el lodo, les suplicaba a todos llamándoles por sus respectivos
nombres:
416
—Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo
de la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y
violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como
yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos;
pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que
se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque
su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor
que me precipitará al Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos,
y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre
que le dio a luz y yo mismo.
429
Así habló, llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécabe comenzó entre las
troyanas el funeral lamento:
431
—¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué viviré después de padecer terribles
penas y de haber muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo
para mí y el baluarte de los troyanos y troyanas, que te saludaban como a un
dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos, pero ya la muerte y el hado
te alcanzaron.
437
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún mensajero le
llevó la noticia de que su marido se quedara fuera del muro; y en lo más hondo
del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de
variado color. Había mandado a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran
al fuego un trípode grande para que Héctor se bañase en agua tibia al volver de
la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de brillantes ojos, le había hecho
sucumbir lejos del baño a manos de Aquileo. Pero oyó gemidos y lamentaciones
que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al
suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:
450
—Venid, seguidme dos, voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra;
el corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún
infortunio amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a
mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquileo haya separado de la ciudad a
mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor
que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los
combatientes sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
460
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el
corazón; y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la
multitud de gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el
campo: en seguida vio que los veloces caballos arrastraban cruelmente el
cadáver de Héctor fuera de la ciudad, hacia las cóncavas naves de los aqueos;
las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el
alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la
trenzada cinta y el
velo que la dorada
Afrodita le había
dado el día en que
Héctor se la llevó
del palacio de
Eetión,
constituyéndole
una gran dote. A
su alrededor
hallábanse Andrómaca llorando sobre el cadáver de Héctor (1762), del pintor escocés Gavin
Hamilton (1722-1798).
muchas cuñadas
y concuñadas suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer.
Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con desconsuelo, dijo
entre las troyanas:

477
—¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya,
en el palacio de Príamo; yo en Tebas, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de
Eetión el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá
no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión del Hades, en el
seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el
hijo, aún infante, que engendramos tú y yo infortunados... Ni tú serás su amparo,
oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa
guerra de los aqueos tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se
apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en
que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo
y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los
amigos de su padre, tirándoles ya del manto ya de la túnica; y alguno,
compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no
llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del
festín, dándole puñadas e increpándolo con injuriosas voces:

498
—¡Vete enhoramala! —le dice—, que tu padre no come a escote con nosotros.
Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo,
sentado en las rodillas de su padre, sólo comía médula y grasa pingüe de ovejas,
y cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño! dormía en blanda cama,
en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto
su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban
así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti,
cuando los perros te hayan despedazado, los movedizos gusanos te comerán
desnudo, junto a las corvas naves; habiendo en el palacio vestiduras finas y
hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas
vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en
ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las
troyanas.
515
Tal dijo, llorando, y las mujeres gimieron.

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