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UNIVERSIDAD NACIONAL MAYOR DE SAN MARCOS

FACULTAD DE LETRAS Y CIENCIAS HUMANAS

ESCUELA PROFESIONAL DE LITERATURA

TEORÍA LITERARIA I

Docente:

Morales Mena, Javier Julián

Estudiante:

Huaman Malasquez, Luis Alejandro Juan 20030029


El problema del autor
a. Roland Barthes, teórico de la literatura, cierra la justificación de su ensayo “La muerte del
autor” con una serie de argumentaciones que proponen centralizar la atención de la crítica
únicamente en la obra, pues el caudal de potenciales interpretaciones surge entre la interacción
de la misma frente a los múltiples lectores incategorizables del mundo, quienes irán
transformándola a medida que la decodifiquen:

“Un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con
otras, establecen un diálogo, una parodia, un cuestionamiento; pero existe un lugar en el que se
recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el
lector: el lector es el espacio mismo en que se inscriben, sin que se pierda ni una, todas las citas
que constituyen una escritura; la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero
este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin
biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo
todas las huellas que constituyen el escrito.” (1968, p. 4).

Tras reflexionar sobre este concepto fundamental, un vistazo a profundidad del Pierre Menard,
autor del Quijote de Jorge Luis Borgues nos ofrece un ejemplo preciso e invaluable, pues
aplicando los cuestionamientos propuestos por Barthes respecto al autor es posible interpretar la
obra como un caso excepcional de metaliteratura, ya que el cuento encierra una meditación
respecto a la teoría literaria en forma de literatura propiamente dicha (pues es un cuento) pero
estructurada a semejanza de un artículo académico o ensayo literario. La idea general del Pierre
Menard es, aparentemente, bastante sencilla: el narrador, luego de realizar una antología
fidedigna de los trabajos publicados e inconclusos por aquel literato, nos explica la extenuante
odisea que recorrió para solo poder reconstruir algunos capítulos. Y cómo, pese a haber escrito
textualmente lo mismo que el autor original, las apreciaciones que los lectores tienen para con la
obra de Menard difieren bastante frente a las del autor original:

“Es sabido que D. Quijote (…) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes
era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre
contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas
sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a
la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa
de Bacourt, la influencia de Nietzsche (…) El texto de Cervantes y el de Menard son
verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico”

Es decir, Menard logra reconstruir exitosamente el Quijote de Cervantes desde su tiempo y


perspectiva no por la participación activa que pudo desempeñar como autor (ya que, de hecho,
no cambia nada del texto original) sino por las interpretaciones que su público, como lectores
del siglo XX, hace a partir de la obra, resignificándola en el proceso ya que la abordan desde las
revoluciones culturales que han tenido cabida dentro de los 3 siglos que separan a Cervantes de
Menard. Es más, en un fragmento inicial del cuento se nos plantea esta dinámica de forma
directa, pues Pierre explica, a través de una carta, que “Mi recuerdo general del Quijote,
simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen
anterior de un libro no escrito.” Otra alusión al proceso de transformación que cada lector hace
de una obra. Además, a decir del mismo Barthes, darle a un texto un autor es imponerle un
seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura. (1986: 4). Y esta postura es
claramente compartida por el narrador, quien no se limita a explicar las intenciones originales
de Menard (pues si tomara todo lo que él dice a rajatabla el cuento sería bastante corto) sino que
va intercalando al autor entre las interpretaciones hechas por sus lectores y lo que él mismo
entiende. Esto, en última instancia, demostraría que hay tantos quijotes como lectores existen.
Barthes diría que es correcto ya que, para él, en los lectores uno ve unificadas todas las
posibilidades de significado de un escrito. El narrador de Borges asintiría, puesto que “la
ambigüedad es una riqueza”. Siendo aquella ambigüedad la que permite a los lectores captar
diferentes significados.

b. Walter Benjamín, en “El autor como productor” se pregunta: ¿Cuál es la posición que
mantiene una obra con respecto a las relaciones sociales de producción de la epoca? ¿Está de
acuerdo con ellas, es reaccionaria, o tiende a su superación, es revolucionaria? (1934: 6). La
cuestión encierra una reflexión profunda, aunque determinista, respecto al acontecer literario: es
otra de las muchas actividades sujetas a la eterna lucha de clases, donde el sujeto creativo,
entiéndase autor, debe direccionar la obra hacia aquello que resulte útil al proletariado (1934:
4), aunando tendencia (en donde la orientación política será indesprendible de la orientación
literaria) y técnica como factores principales para generar calidad en su obra. Ante todo,
Benjamín analiza al autor a través de la crítica materialista, quien lo identifica como un ser
sujeto a las condiciones sociales, económicas y políticas de su tiempo, para demostrar el
importante rol éste que cumple (conscientemente o no) como productor para con la revolución
del proletariado. Ahora bien, centrándonos únicamente en la pregunta inicialmente planteada, es
posible encontrar parangón con algunas de las ideas planteadas por Miguel Ángel Huamán en su
ensayo “Tradición cultural, literatura e identidad” puesto que, por ejemplo, él establece una
relación entre el auge capitalista, las revoluciones sociales burguesas y la necesidad de
desarrollar una identidad en común para consolidarse como clase dominante y unificada a través
de la formación de tradiciones culturales (como ceremonias, festividades, la escuela o la
literatura) en el proceso occidental europeo. Dicho de forma más concisa: “la función de la
invención de tradiciones desempeña un papel esencial en el mantenimiento de las repúblicas,
pues posibilitan mantener el tejido y el orden sociales.” (cita) De aquí puede colegirse el
valioso bastión cultural que ha representado la literatura para todo grupo social (como los
criollos) que aspire al control hegemónico. Por otro lado, Huamán responde la pregunta
formulada por Benjamin al decir que:
La dimensión social es inherente a lo humano, por ende no existe aspecto o práctica individual
aislada o al margen de la interacción con la colectividad. La creación verbal denominada
literatura en la modernidad, a pesar de constituir un espacio idóneo para el culto a la libertad del
escritor como sujeto creador, no es la excepción. En cualquiera de sus tres acepciones, como
actividad artística, investigación académica o institución social, el uso de la escritura con
intencionalidad estética forma parte de la experiencia simbólica de la humanidad, posee por lo
tanto un rasgo esencialmente social y comunitario. (cita)
Es decir, ambos coinciden en que la literatura (y las obras que ésta produzca a través de la figura
del autor) no está excenta de las complejidades de la colectividad en la que nace y se desarrolla.
Por tanto, las obras de la literatura contribuirían, potencialmente, al establecimiento de una
“tradición” que brinde legitimidad simbólica al grupo social dominante de turno. En tal caso
podría hablarse de una gran de mayoría de obras que “están de acuerdo” con ser emblema o
blasón representativo de la cultura de aquellos quienes concentran en sus manos el poder y
control de una sociedad. Tal podría ser el caso del coloniaje, cuyo cambio brusco en el sistema
económico marcó definitivamente al sector andino. No hubo ni educación ni alfatebización sino
hasta muchísimos siglos más tarde y, por tanto, tampoco se tuvo acceso a la literatura escrita.
Mientras tanto, los nuevos criollos en el poder sí que accedieron a estos derechos, por lo que su
descendencia era mucho más proclive a generar escritores decentes que marquen la historia y
fometen corrientes literarias potencialmente centralistas, ya que, a decir de Benjamin,
controlaban los mecanismos de producción.

c. Foucault, en su ensayo ¿Qué es un autor?, plantea lo siguiente:

“Sabemos bien que en una novela presentada como el relato de un narrador, el pronombre de
primera persona, el presente del indicativo, los signos de la localización nunca remiten
exactamente al escritor, ni al momento en que escribe ni al gesto mismo de su escritura; sino a
un alter ego cuya distancia con respecto al escritor puede ser más o menos grande y variar en el
trascurso mismo de la obra” (1969: p. 28).
Al respecto, Miguel de Unamuno, en su novela Niebla, establece una peculiar dinámica en los
capítulos finales: el protagonista, quien está pensando seriamente en el suicido, decide visitar a
Unamuno, su creador (así lo dice textualmente la obra: creador). Inesperadamente, éste le revela
la falsedad de su existencia, pues solo es un personaje a merced de sus órdenes, no posee ni
deseos ni motivaciones reales más allá de lo que Unamuno considere pertinente:

“No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de
mi fantasía y de aquellos de mis lectores que lean el relato (…) no eres más que un personaje de
novela.” (1914: 135)

Por tanto, nos encontramos ante un texto que desafía una de las reglas de la presencia del autor
en la novela esbozada por Foucault. Evidentemente, en lo referente al campo literario, se pueden
transgredir a voluntad las categorías de autor, personaje o narrador en pos de la creatividad,
dando por resultado múltiples posibilidades imprevistas. Bastaría con recordar el capítulo IX del
Quijote, en la que Cervantes narrador se hace Cervantes personaje y compra unos manuscritos
arábigos con la historia del Quijote; como también a Morelli, un personaje dentro de Rayuela
que reflexiona (cual Cortázar) respecto a la construcción de Rayuela, y que comunica al resto de
personajes la creación de su propia novela (que se sobreentiende es Rayuela) dentro de la misma
Rayuela. Ahora bien, la intención de Unamuno es, claramente, subvertir aquella distinción tan
coherente que plantea Foucault (quien seguramente generalizó para agilizar su análisis) respecto
a las distancias que se toma el autor a través de algún alter-ego. Al igual que en los dos casos
anteriores, aquí se aprecia una mecánica similar, aunque llevada al límite: el autor se introduce a
sí mismo como personaje, pero sigue empleando todas las facultades creativas del autor e
incluso intercepta las líneas del narrador, empleando la primera persona para describir sus
acciones y pensamientos mientras intercala diálogos con su creación, quien a la vez no es más
que una construcción mental del autor ahora hecho personaje. Por si fuese poco, existen dos
textos escritos al inicio y al final de la obra por Unamuno… ¡Pero! ¿Cuál de los tres Unamuno
escribió ello? ¿El Unamuno autor, el Unamuno personaje o el Unamuno autor hecho personaje
que se apropia del narrador? Foucault necesitaría recurrir a teorías de la literatura e
interpretación literaria para poder zanjar eficazmente este acertijo, puesto que gran parte de su
conferencia pasa brevemente por diferentes tipos de textos (humanísticos, científicos, etc) para
esbozar conjeturas respecto al autor.

d. Dosse, en su introducción a El arte de la biografía. Entre historia y ficción, nos presenta uno
de los principales motivos que impulsaron exitosamente la compra de biografías por parte del
público popular (a diferencia de los universitarios):

“Respondía a un deseo más allá de las fluctuaciones de la moda. Indudablemente, la biografía


da al lector la ilusión de tener un acceso directo al pasado y, de ese modo, de poder evaluar su
propia finitud con la de la figura biografiada. Adicionalmente, la impresión de totalización del
otro, sin importar lo ilusoria que sea, responde a la constante preocupación de construcción de
su yo por la confrontación con el otro.” (2006. p. 18).

En relación a ello, Alejandra Hueste (2013), en su artículo “El espacio biográfico en la crítica
literaria. Acerca de Gregorio Martínez, danzante de tijeras de Roland Forgues” corrobora lo
dicho anteriormente, pues la finalidad principal de lo biográfico apunta a aprehender la cualidad
“evanescente” de la vida en oposición a la repetición abrumadora de los días y al
desfallecimiento de la memoria. (p. 4). Por otro lado, introduce el concepto de espacio
biográfico. Dicho de forma sencilla, consiste en la multiplicidad intertextual que coexiste en
torno a la vida “real” de una persona: la biografía, la autobiografía, la historia de vida, el diario
íntimo, las memorias, etc; pero que puede exceder las clasificaciones puesto que también
incluiría entrevistas, conversaciones grabadas y/o apariciones en programas de tv.
En suma, enfrentarse a los grandes dilemas que rodean la figura del autor constituye una ardua
labor. Ante todo, el desafío más complicado radica en notificar cuán diferentes resultan todas
aquellas ramas del conocimiento que reclaman para sí mismas el elemento en común del autor.
Ya sea científico, literario, religioso, historiador, etc. Aquello impediría un análisis eficiente,
como bien quedó demostrado en el texto de Foucault, quien trató de generalizar todas las
variantes de autor en su conferencia, acertando en algunos casos (por ejemplo, en la
discursividad de las ciencias sociales) pero errando en otros, como en lo referente al autor
literario y la transgresión a la que éste, de forma constante, recurre en pos de la obra, lo que
imposibilita establecer una característica compartida con el resto de autores. Quizá un camino
más despejado pueda hallarse en los planteamientos de Barthes, pues este únicamente se centra
en el autor literario y cuán prescindible resulta, ya que la pluralidad de contenidos e
interpretaciones solo surge entre la obra y sus lectores. No obstante, pese a lo dificultoso de
estas dos posturas, al menos puede hablarse de un gran avance, puesto que ya se superó el
obtuso biografismo.

Referencias:

Barthes, R. (1968). La muerte del autor.


Benjamin, W. (1934). El autor como productor.
Borges, J. (1968). Ficciones. Extraído de https://ciudadseva.com/texto/pierre-
menard-autor-del-quijote/
Dosse, F. (2007). El arte de la biografía. Entre historia y ficción.
Foucault, M. (1969). Qué es un autor.
Huespe, Alejandra. (2013). El espacio bibliográfico en la crítica literaria. Acerca
de Gregorio Martinez, danzante de tijeras de Roland Forgues.
Huamán, M. (2019). Sin medias palabras: ensayos de humanismo crítico.
Unamundo, M. (1914). Niebla.

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