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Franco, ciudad y sombra:

No tuvo una vida con suerte. Doce mil pesos la compañía y lo que les sobraba en el bolsillo.
Muertos. Ya no lo podían reclamar. Se esparcia por las calles de Buenaventura, dejando
pegado en callejones, manchas sucias de placer y sangre; la poca remuneración eran
repuestos en satisfación, en lugares propicios para azotar y ver a carne viva como el alma
se escapa de los cuerpos de los ninfómanos frustrados. Se divierte en sus calles, con cierta
benevolencia, traía una que otra chaqueta de renombre a los vagabundos que, sin ninguna
obligación, no decían nada cuando les preguntaban por las decoraciones en bermellón en
su gran morada.

Buenaventura en general es lúgubre; con postes de alumbrado que apenas brillan y


edificios que figuran laberintos; con un cielo hecho pedazos y nubes muy oscuras que
anudan el día y la precariedad. Un lugar que recibe de brazos muy abiertos toda clase de
inadaptados o quien quiera aparentarlo, sobre todo a las mafias, generador exclusivo de los
ingresos y “servicios” públicos. Con un abandono que acenta a los distribuidores de magia
blanca y uno que otro proxeneta; ludópatas, psicópatas y por supuesto Franco
Ternudio.Todos ellos yacían en la misma ciudad.

Se pintó por la temporada. La canela en su cabello denotaba tranquilidad. Una falda y


corset beige, que no jugaban con unos tacos verdinegros, ni platicaban con la camisa del
mismo color. En ese momento solo buscaba dónde poder descansar; recorría sus calles con
paciencia, cuando pasaba por el club “Ugly happy” y los hombres que la veían llevaban
sus manos al bolsillo sin dejar de mirarla. Fumaba en silencio como pidiendo perdón. Ya
tarde y después de caminar algunas cuadras, se sentó en un banquillo justo al frente de la
pista principal. Recorrían carros de buen ver la mala ciudad, les atraía de algún modo la
clandestinidad que se sentía hasta en la cojera de los perros o quizás en él dejo a tabaco y
whisky que convive con el aire. Ya sentado recordó lo agotador de limpiar el látigo y borrar
los cuerpos. Esa noche también pensó y se refugió en la espera del amanecer para
desaparecer de nuevo. Y sacó otro cigarrillo.

No pudo responder a la llamada, la madre colmada de golpes no le dio fuerza para


contestar ni dar aviso. Edvino (del organismo policial) martirizó a su esposa por defender a
su único hijo que, pasmado seguía con el lápiz labial en la mano. Asustado el niño, no sabía
qué hacer; el mostacho del progenitor sostenía una harina extraña. Y cuando se dió cuenta
que su esposa ya no sentía su disgusto le tocaba a su hijo. Solo se escucharon los
quebradizos alaridos empañando las ventanas; los vecinos que solo escuchaban, no podían
hacer nada. La policía ya estaba ahí. El padre, que sin piedad, con más ímpetu siguió
cuando veía su mano llenándose de rojo; el hijo lloraba cada vez más fuerte mientras su
madre, ya vegetal, solo alcanzaba a ver. Terminado con los dos, Edvino se dirige a la sala,
acomodándose en el sofá, con esposa e hijo tirados en el dormitorio, gritó:

–Franco, se un buen hijo y traele una cerveza a papá. Mientras prendía el televisor y el
teléfono seguía sonando.

Siguió con el cigarro hasta el apogeo de la noche y después, a cuatro horas para el alba,
notó que se le acercaba un joven. Un joven de lo más honesto.

–Disculpe señor… señorita– dijo con una cara bastante inocente.

Franco lo ignoró hasta acabar su cigarro. El zagal, que se le deducía en su rostro


universitario unos diecinueve años, entendió y esperó.

–Ahora sí. Por favor, no me digas “señor”, que todavía son las tres de la mañana–
respondió Franco con cierta picardía, mientras lo miraba de pies a cabeza– que sean diez
mil pesos para ti– agregó.

El joven era muy bien parecido.

–Solo tengo nueve, por favor, no le tomaré mucho tiempo – explicó casi suplicando.

Franco, dándole una mirada permisiva, solo se levantó y se dirigió al cruce de sombras al
mismo tiempo que sacaba y prendía otro. El joven Jose María, que se quedó un momento
admirando sus largas piernas se emparejo junto a ella y le preguntó:

–¿Dígame cómo se llama?

No respondió. Después de unos segundos lo miro desde arriba y como un padre a su hijo le
acarició la cabeza con cierto recato. Mientras seguían caminando le dijo:

–No importará dentro de algunos minutos.


Un perro había ladrado y José María se limitó a callar y seguir.

<<Eliminaba momentáneamente algunos problemas, pero se que para amenisar esto


todo tenía que desaparecer. No recuerdo. Ya internada y una vez puesta, no puedes salir.
Aprecio esto, pero odio cada dia que estoy a mi lado…>>Lo pensó. Y siguió pensando y
también alguien con demasiada sangre que ella no escuchaba; pero con la piedad que
rogaban el moribundo le era muy difícil concentrarse.

–¿Acá es?– dijo el joven sin expresiones.

Era una entrada a un callejón estrecho y oscuro cercado por edificios apagados.

–¿Esto es higiénico?–pregunto de nuevo.

Franco, sin decir ninguna palabra, movía al son de la noche su falda, mientras entraba en la
oscuridad del callejón con el último cigarro de lucero. El joven lo siguió. Por un instante y en
tanta penumbra, sólo se escuchó el latir delicado de sus tacones.

De la parte justificada, en el centro de policía, se seguía desde ya bastante tiempo sus


asesinatos (urbacidios). Ya se sabían muy bien los pasos de Franco, sus hábitos de la
misma calle, en el mismo banquillo; conocían hasta su gusto por los cigarros sin filtro. Su
retrasó en el arresto se debía a los muertos peritados:
Casi siempre con antecedentes maquiavélicos o ricos curiosos de bajo élite y, por
supuesto, algún transeúnte sin más gracias que su trivialidad. Ni ellos sabían por qué no lo
arrestaron. Su principal sustento eran las mafias (para no inducir a jefes). Ellos ordenaban
que placa y como se la tenían que poner. Y sabiendo que Franco en su gran lista tenía
alguno que otro familiar de esas mafias, era raro que no esté vivo y sufriendo o
naturalmente muerto. Esta noche se supone (como siempre prometen) que va a caer; aquel
que limpia y ensucia, él y todos los demás.

–Que triste es ver esto– dijo un policía – si hay un Dios, o está avergonzado o se canso de
nosotros. Siguió mientras empapelaba los registros y antecedentes de algunos semejantes.

–¿Qué pasó ahora?– preguntó sin ganas su compañero, al mismo que se preguntaba qué
cenar esta noche.
–Nada fuera de lo común, un encargo que trajo viudas a la estación, el abandono de otro
infante y un parricidio a manos de un niño– explicó sin gracia el oficial, que ahora se
balanceaba en la silla de oficina.

El compañero levantó la ceja sin sorpresa.

–Según parece una mujer se cayó de las escaleras y un joven de 12 años, que se especula
que había consumido exageradas dosis de cocaína se desahogó con su padre (el oficina
Edvino de la segunda división) que fue ahorcado con un látigo que, de acuerdo el niño, el
padre usaba para maltratarlo; después no dijo nada, la policía lo había encontrado bañado
en sangre y con algunos crucifijos rotos. Naturalmente no se hizo más investigación que
una correccional y una morgue– dijo el oficial. Después hubo un silencio de 5 segundos y el
compañero volvió a levantar la ceja; esta vez un poco más.

La policía llegó al punto cumbre de la sombras, el giro de la sirena comenzó a molestar


el descanso de los vagabundos y las luces alumbraban de forma alternada (azul y rojo) de
golpe callejón y a un joven cuerpo solo y a breves de morirse. Se miraban a sí mismos
buscando pistas, no encontraron más que a los pordioseros de siempre y dos mujeres (una
de las dos muy mal vestida) de las cuales no pidieron testimonio. Las Calles seguían
manteniendo su yugo notable de complicidad. Amaneció…

Se había formado una persecución de un solo policía y Franco Berludio que no corría
por sus sombras. Se llegó al callejón de siempre, no tenía salida y entre los dos se podía
sentir quien tenía la propiedad. El oficial de un cuerpo desmenuzado y casi primerizo se
resbaló en las goteras de los aires acondicionados, con la única bala que su arma no
disparó. Se sintió muerto, y tal vez lo estaba. La oscuridad cubría la escena, pero Franco,
como siempre, surgió de las sombras con dirección a su soledad. Respecto al policía, no
sabría decirles, él no había pagado.

En la mañana, después de trasladar al finado, se investigó por los alrededores.Los


vagabundos como siempre no vieron nada nuevo por la ciudad.

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