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No tuvo una vida con suerte. Doce mil pesos la compañía y lo que les sobraba en el bolsillo.
Muertos. Ya no lo podían reclamar. Se esparcia por las calles de Buenaventura, dejando
pegado en callejones, manchas sucias de placer y sangre; la poca remuneración eran
repuestos en satisfación, en lugares propicios para azotar y ver a carne viva como el alma
se escapa de los cuerpos de los ninfómanos frustrados. Se divierte en sus calles, con cierta
benevolencia, traía una que otra chaqueta de renombre a los vagabundos que, sin ninguna
obligación, no decían nada cuando les preguntaban por las decoraciones en bermellón en
su gran morada.
–Franco, se un buen hijo y traele una cerveza a papá. Mientras prendía el televisor y el
teléfono seguía sonando.
Siguió con el cigarro hasta el apogeo de la noche y después, a cuatro horas para el alba,
notó que se le acercaba un joven. Un joven de lo más honesto.
–Ahora sí. Por favor, no me digas “señor”, que todavía son las tres de la mañana–
respondió Franco con cierta picardía, mientras lo miraba de pies a cabeza– que sean diez
mil pesos para ti– agregó.
–Solo tengo nueve, por favor, no le tomaré mucho tiempo – explicó casi suplicando.
Franco, dándole una mirada permisiva, solo se levantó y se dirigió al cruce de sombras al
mismo tiempo que sacaba y prendía otro. El joven Jose María, que se quedó un momento
admirando sus largas piernas se emparejo junto a ella y le preguntó:
No respondió. Después de unos segundos lo miro desde arriba y como un padre a su hijo le
acarició la cabeza con cierto recato. Mientras seguían caminando le dijo:
Era una entrada a un callejón estrecho y oscuro cercado por edificios apagados.
Franco, sin decir ninguna palabra, movía al son de la noche su falda, mientras entraba en la
oscuridad del callejón con el último cigarro de lucero. El joven lo siguió. Por un instante y en
tanta penumbra, sólo se escuchó el latir delicado de sus tacones.
–Que triste es ver esto– dijo un policía – si hay un Dios, o está avergonzado o se canso de
nosotros. Siguió mientras empapelaba los registros y antecedentes de algunos semejantes.
–¿Qué pasó ahora?– preguntó sin ganas su compañero, al mismo que se preguntaba qué
cenar esta noche.
–Nada fuera de lo común, un encargo que trajo viudas a la estación, el abandono de otro
infante y un parricidio a manos de un niño– explicó sin gracia el oficial, que ahora se
balanceaba en la silla de oficina.
–Según parece una mujer se cayó de las escaleras y un joven de 12 años, que se especula
que había consumido exageradas dosis de cocaína se desahogó con su padre (el oficina
Edvino de la segunda división) que fue ahorcado con un látigo que, de acuerdo el niño, el
padre usaba para maltratarlo; después no dijo nada, la policía lo había encontrado bañado
en sangre y con algunos crucifijos rotos. Naturalmente no se hizo más investigación que
una correccional y una morgue– dijo el oficial. Después hubo un silencio de 5 segundos y el
compañero volvió a levantar la ceja; esta vez un poco más.
Se había formado una persecución de un solo policía y Franco Berludio que no corría
por sus sombras. Se llegó al callejón de siempre, no tenía salida y entre los dos se podía
sentir quien tenía la propiedad. El oficial de un cuerpo desmenuzado y casi primerizo se
resbaló en las goteras de los aires acondicionados, con la única bala que su arma no
disparó. Se sintió muerto, y tal vez lo estaba. La oscuridad cubría la escena, pero Franco,
como siempre, surgió de las sombras con dirección a su soledad. Respecto al policía, no
sabría decirles, él no había pagado.