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I. INTRODUCCIÓN
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El texto del presente trabajo se ha incorporado, como parte de la Lección Primera, a mis
Lecciones sobre el acto administrativo, Civitas, Madrid, 2002.
Raúl Bocanegra Sierra
su sentido original [MAYER, 1895, 1924; VOGEL, 1977; HUERGO, 2000] y para lo que
sirven o en lo que, básicamente, consisten, una vez superada su función inicial de
señalar el ámbito de la actuación administrativa exenta de control judicial [HUERGO,
2000]), no ha sido nunca, sin embargo, sorprendentemente, una preocupación especial
de nuestra doctrina, que tampoco ha notado suficientemente la perversión del concepto,
convertido indebidamente en el centro del sistema del Derecho Administrativo, al erigirse
en el criterio delimitador del ámbito de la Jurisdicción contencioso-administrativa, pero
cuyo juego y finalidad nada tienen que ver con lo que realmente son, y para lo que
sirven, los actos administrativos. La búsqueda de una figura jurídica sustantiva de acto
administrativo, con perfiles propios y precisos, el intento, en definitiva, de construir una
institución y encontrar los principios, la entraña dogmática y las exigencias institucionales
de los actos administrativos y formular un concepto, ha estado, en efecto, ausente,
prácticamente por completo, en las páginas, abundantísimas, por cierto, dedicadas entre
nosotros a los actos administrativos, páginas que no ahorran, no obstante, una extensa
exposición de definiciones, sostenidas en autores de todo tipo, y que poco o nada
aportan ni explican.
La figura de los actos administrativos se incorpora a nuestro Derecho procedente de
Francia, su país de origen, y se desarrolla a través de las elaboraciones dogmáticas
italianas y alemanas, y de ello dan buena cuenta, efectivamente, los autores, que no
suelen describir, sin embargo, nuestra realidad, tan diferente al contexto en el que se
formulan y se desarrollan estas posiciones extranjeras, que quedan reducidas, así, casi
siempre, a meros alardes de erudición –cuando no resultan, por no haberlas leído, la
repetición incansable de lo ya dicho por otros. En todos estos sistemas, para que haya
acto administrativo es necesario, con todos los matices que se quiera, pero necesario al
fin, que exista una declaración administrativa dirigida derechamente a la producción de
efectos jurídicos y dictada en el ejercicio de una potestad administrativa, lo que no
sucede, desde luego, en nuestro Derecho, en donde, como se ha dicho, los actos
administrativos se han convertido, con una extensión completamente desmesurada,
nada menos que en el criterio que permite decidir qué es lo que de la actividad
administrativa es susceptible o no de control jurisdiccional.
Con ello, se ha venido a hacer insalvable la distancia entre las formulaciones
doctrinales sobre los actos administrativos que se exponen (básicamente extranjeras,
para todos los gustos, y no siempre las más solventes en sus países de origen) y la
realidad (con la que aquellas no tenían ya nada que ver) de una práctica soportada en un
concepto jurisprudencial de acto administrativo absolutamente inmanejable por su
heterogeneidad (un no concepto), de tal manera que los actos administrativos venían a
comprender –y sigue siendo así, aún hoy, en la jurisprudencia- toda la actividad
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administrativa, cualquiera que ella sea, sujeta a control judicial, es decir, prácticamente la
actividad administrativa entera, porque toda ella se encuentra efectivamente sometida al
control jurisdiccional. Esta posición jurisprudencial no fue, sin embargo –ni lo es hoy
tampoco-, gratuita ni caprichosa (si se exceptúa la increíble continuidad de la afirmación
del carácter revisor de la Jurisdicción contenciosa, todavía hoy tan viva), porque se
trataba nada menos que de dar acceso a la Jurisdicción contencioso-administrativa, a la
tutela judicial, a las pretensiones de los particulares. Siendo la existencia de un acto
administrativo un requisito inexcusable del contencioso (pretensiones deducidas en
relación con “actos de la Administración pública sujetos al Derecho Administrativo”, decía
el art. 1.1 de la Ley Jurisdiccional de 1956 –hoy, la de 1998, dice “actuación”, en vez de
acto-, aparte de los Reglamentos), nada extraño resulta que los Tribunales tendieran a
considerar actos administrativos a todo tipo de actuaciones administrativas, fueran
realmente actos administrativos o no, con la finalidad de entender cubierto el requisito de
accesibilidad al proceso, cumpliendo, con ello, por cierto, con una inexcusable función
jurisdiccional, hoy una exigencia constitucional de tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) -
entre las cuales no figura, desde luego, la construcción dogmática de conceptos. Así, la
jurisprudencia contencioso-administrativa -y después, lo que es más llamativo, el
Tribunal Constitucional-, en una posición absolutamente original en el panorama
europeo, al margen ya por completo de sus modelos, no ha dudado en admitir sin
matices ni precisiones recursos contencioso-administrativos contra actuaciones
constitutivas de vía de hecho (bajo la Ley de 1956), como, por ej., en la STS de 7 de
febrero de 1978 (ponente Gabaldón López), presumiendo la existencia de un
(inexistente) acto administrativo soporte de la actuación material del caso; tampoco ha
tenido el menor reparo en tramitar recursos contencioso-administrativos contra actividad
técnica o material (una rueda de prensa convocada por el Consejo General del Poder
Judicial, por ej., en la Sentencia de 20 de febrero de 1995, ponente Madrigal García), ni
ha encontrado dificultad alguna en resolver pleitos contra la propia inactividad
administrativa, calificada, a veces, en sí misma (no a través de la producción de silencio
administrativo), como un auténtico acto administrativo, aunque tácito, producido por facta
concludentia (Así, la Sentencia del Tribunal Constitucional 294/1994, de 7 de noviembre
de 1994, ponente Díaz Eimil, FJ 4, reiterada en la 8/1995, de 16 de enero de 1995, del
mismo ponente, en un supuesto de impago material de una pensión previamente
reconocida por la Administración). El propio Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de
señalar, con un alcance más general (STC 160/1991, ponente López Guerra, referida al
desalojo de los vecinos de Riaño), que “en la expresión ¨actos de la Administración
Pública sujetos al Derecho Administrativo¨ y otras similares con las que las leyes
vigentes –y entre ellas se encuentran, desde luego, la Ley 62/1978 y la LOTC- definen el
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cuando haya sido discutido, sin razón, por algún autor [SCHMIDT-DE CALUWE, 1999]),
cuya consistencia ha destacado el BVerfG, en términos de alcance general (y de modo
didáctico) que seguramente vale la pena transcribir, en su Sentencia de 20 de abril de
1982:
“En el ámbito de la protección jurídica, los plazos procesales sirven, ante todo y junto
a la cosa juzgada, a la seguridad jurídica. En la firmeza de los actos administrativos se
encuentra un interés semejante del Estado de Derecho fundado en la seguridad jurídica.
Es cierto que en el orden constitucional de la Ley Fundamental, constituye una tarea
prioritaria de los jueces asegurar el Ordenamiento jurídico a través de la determinación
última y vinculante de lo que sea Derecho en el caso concreto, pero esta exigencia de
seguridad jurídica no es menor en otros ámbitos de eficacia del Ordenamiento y
especialmente en un campo que puede ser objeto de una futura contienda judicial. Tal
exigencia supone también que dondequiera que existan actos que tengan la pretensión
de ser vinculantes jurídicamente, se ofrezca al interesado, a poder ser de forma rápida,
seguridad sobre aquello que de forma vinculante le ha tocado en suerte. Esto vale sobre
todo para el Derecho Administrativo, que esta caracterizado por la posibilidad de una
resolución de autoridad y vinculante, constitutiva o declarativa, del Derecho.
Precisamente en un Estado que está sometido a controles jurídicos tan amplios, resulta
imprescindible, que la firmeza de los actos administrativos se produzca dentro de plazos
razonables, si no se quiere provocar su incapacidad para actuar y, con ello, todo tipo de
daños a la libertad. Si el Ordenamiento jurídico ofrece al órgano administrativo, en el
marco de su competencia, la posibilidad de declarar, constituir o modificar, de forma
vinculante y a través de un acto de autoridad, lo que sea Derecho para el caso concreto,
entonces existe también un interés constitucional en que se produzca la firmeza de esa
actuación. Esa firmeza del acto administrativo tiene, si bien en otra dimensión, el mismo
interés para la seguridad jurídica que la cosa juzgada de las resoluciones judiciales. Los
plazos para los recursos administrativos y contenciosos en relación con los actos
administrativos son instrumentos para la garantía de la seguridad jurídica en la misma
medida que los plazos para los recursos contra las resoluciones judiciales.” (BVerfGE 60,
253, 269 y 270).
Esta doctrina podría desde luego, ser asumida, sin más, entre nosotros, en la medida
en que los principios en los que se sostiene (el de eficacia y el de seguridad jurídica)
están expresamente consignados en la Constitución. De hecho, el Tribunal
Constitucional se ha pronunciado, aunque tímidamente, en este mismo sentido, en el
Auto de 24 de julio de 2000 (ATC 194/2000), que en su fundamento jurídico 31 señala
que:
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sea –los fundamentos y la técnica los pone el propio autor-, pero debe decirse, con todo,
que la Ley de 1998, en su redacción actual, es solo una estación intermedia en la
configuración de un contencioso que permita desprenderse de un excesivo apego al acto
administrativo previo –y a su perturbador corolario del carácter revisor del contencioso.
Como quiera que ello sea, es verdad, en todo caso, que el camino para la construcción
técnica de un concepto preciso de acto administrativo parece ahora más abierto.
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ulterior”), constituyan, o no, actos administrativos en sentido estricto. Todos los actos de
trámite cualificados, pues, a que se refiere el art. 107.1 LPC deben ser entendidos,
únicamente a efectos procesales, como se verá, como actos administrativos sometidos a
control judicial, aun cuando, en realidad, sólo lo sean aquellos que efectivamente tengan
una eficacia constitutiva o declarativa ad extra, como la citada orden de sometimiento de
un funcionario a examen médico en el transcurso del trámite de prueba de un
procedimiento, o aquellos actos a través de los cuales un órgano administrativo toma
una decisión, en el seno de un procedimiento, que el órgano formalmente competente
para resolverlo no puede revisar ni modificar.
No parece necesario continuar este análisis, sólidamente asentado en un cuerpo de
doctrina comúnmente admitido, aunque, lógicamente, polémico en algunos extremos de
su riquísima casuística, para poner de manifiesto que la existencia de numerosas,
razonables y discutidas excepciones a una noción de acto administrativo como la que se
está explicando, no solamente confirma la solidez de la construcción del propio
concepto, sino también, y por las mismas razones, su capacidad de resistencia a todo
tipo de críticas, incluidas las relativas a su excesiva rigidez.
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circunstancias que justifiquen un cambio de criterio. Ello, en todo caso (la posible eficacia
externa que estos principios puedan suponer para las instrucciones y órdenes de
servicio), las sitúa más próximas a las normas jurídicas que a los actos administrativos.
Por otra parte, tiene efectos externos, y debe ser considerada, por tanto, como un acto
administrativo (o como un Reglamento, según su carácter innovador o no del
Ordenamiento), la orden que afecta al círculo de derechos y obligaciones personales del
funcionario o autoridad a la que se dirige, esto es, no sólo cuando tienen que ver con sus
derechos y posiciones jurídicas dentro de la relación de servicio, sino también cuando
actúan en el ámbito de su esfera jurídica general, como sería el caso de una orden que
le impusiera una conducta que fuera más allá de sus obligaciones legales (BACHOF,
1952).
Por lo que se refiere a las declaraciones de otros órganos, de la misma o de distinta
Administración, que se insertan en procedimientos complejos como presupuesto de la
resolución final, debe señalarse que tales declaraciones pueden tener eficacia directa
más allá del procedimiento en que se incluyen y reunir, por tanto, las condiciones para
ser considerados actos administrativos, cuando producen efectos inmediatos respecto a
los ciudadanos implicados en el procedimiento. Para determinar si esos efectos se han
producido o no, constituye un indicio importante el hecho de que el órgano que dicta el
acto aprobatorio o el que informa sea el competente para tomar en consideración
determinado interés público o determinada tarea dentro del procedimiento (MAURER,
2000; WOLFF/BACHOF/STOBER, 2000), a lo que no es ajeno, en nuestro sistema, el
artículo 107 LPC (ya que estos actos vendrían de hecho a determinar el fondo del asunto
en lo que a una determinada materia o función se refiere, y su ilegalidad no podría ser
subsanada por el acto final), lo que podría permitir la consideración de este tipo de
declaraciones, cuando estuviesen cualificadas por la especial función reservada al
órgano en cuestión, como actos de trámite cualificados y, eventualmente, en
consecuencia, como actos administrativos.
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República. Por otro lado, esta precisión legal sirve para excluir del concepto de acto
administrativo a las medidas adoptadas por sujetos privados o las acordadas por el
legislador, el Gobierno o las decisiones jurisdiccionales, aun cuando hay que señalar que
aquí no se aplica un criterio orgánico sino funcional o material del acto administrativo. La
alusión al órgano subraya asimismo el carácter unilateral de la medida de autoridad, que
permite distinguir el acto administrativo de toda la actividad contractual de la
Administración, de los contratos sobre potestades administrativas o de los convenios.
e) Finalmente, los actos administrativos deben ser consecuencia del ejercicio de una
potestad administrativa distinta de la reglamentaria, para decirlo en los términos de una
conocida expresión (GARCÍA DE ENTERRÍA/FERNÁNDEZ, 2000), con lo que pretende
subrayarse la limitación del concepto de acto administrativo al fenómeno de la aplicación
del Derecho y no al de su creación, cuyo criterio de distinción no es, en términos
generales, nada problemático entre nosotros, a partir de la afirmación de que el acto
administrativo no innova el Ordenamiento jurídico, sino que lo aplica, mientras que el
Reglamento supone una alteración del Derecho objetivo, un episodio de creación del
Derecho (GARCÍA DE ENTERRÍA/FERNÁNDEZ 2000).
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