Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
****
Un día antes.
—¿Crees que lo mejor es no decirle nada? —preguntó Valia al mismo
tiempo que le daba un sorbo a su refresco de cola.
—Me impedirá ir y aún más si se entera de que quiero hacer esto
sola.
—No puedes hacerlo, Arizona, no le debes nada a Atenea.
—¡Gracias a ella consiguieron sacarme de la casa de Misha! —
exclamé—. Si no hubiera sido por Atenea, ahora mismo,
probablemente, estaría en uno de los cientos de clubes de Yuri siendo
explotada sexualmente —espeté llena de dolor—, o a saber si estaría
muerta en una cama por culpa de una sobredosis de droga que me
habrían obligado a tomar… —Mi voz fue deshaciéndose como si
nunca hubiera estado ahí.
Me abracé a mí misma acongojada, solo de imaginarme lo que
podrían haberme hecho me sentía sucia y en deuda con Atenea, si
estaba libre y en casa era gracias a ella.
—No pienses en eso —me pidió
—Claro que lo pienso, Valia —musité.
—Aunque lo hagas, no puedes ponerte en peligro así.
—Ella se arriesgó por mí —aseguré.
—¿Y si la verdad solo le provoca sufrimiento?
Negué una y otra vez, no podía ser, si yo fuese ella, querría saber
la verdad, a pesar de todo, igual que ocurrió con Arthur. No podía
aceptar que aquel fuese el final de Atenea, no merecía estar sometida,
coaccionada, menospreciada y utilizada por esos malditos hijos de
puta.
—La sacaré de allí cueste lo que cueste.
****
Me sentía muy débil, lo más seguro era que aún tuviera efectos
del somnífero que me había dado Misha, sentía cómo mi
cabeza me daba vueltas, tenía ganas de vomitar. No sabía
cuántas horas llevaba allí metida cuando las puertas volvieron
a abrirse y la luz cegadora que había tras ellas me deslumbró,
haciendo que cerrase los ojos de golpe. Apreté los dientes,
sintiendo el dolor atravesar mi mente como un jodido rayo.
Ladeé la cabeza, huyendo de aquel resplandor, lo que no
esperaba ver era cómo, cuando abrí los ojos de nuevo, dos
hombres arrastraban a Atenea. Mi malestar desapareció en el
preciso instante en el que me fijé en que tenía el rostro
magullado, amoratado e hinchado, parecía no tener
consciencia, ya que daba la sensación de que aquellos hombres
la cargaban como a un muñeco.
—Mierda —susurré en voz baja mientras veía cómo se
acercaban—. ¡Atenea! —grité—. ¿Qué le habéis hecho,
malditos hijos de puta? —gruñí. Forcejeé con las ataduras que
me mantenían sujeta a la silla, me moví con tanta fuerza como
pude, necesitaba llegar hasta ella. La tiraron frente a mí sin
ninguna delicadeza, dejando que su pequeño cuerpo cayese
como un peso muerto.
»Sois unos miserables. —Alcé la voz de nuevo—. Cuando
salga os mataré y no me importará a quién me encuentre por el
camino —juré.
Iba a acabar con toda aquella maldita escoria, todos esos
hombres que utilizaban a mujeres como a Atenea como simple
mercancía y no como los seres humanos que eran. Cogí una
bocanada de aire.
—No es más que una puta —comentó uno de los hombres
antes de salir del búnker en el que nos encontrábamos.
—Y vosotros, escoria, cada uno tiene lo suyo —les reté—,
qué pena que no tengáis cerebro, aunque supongo que eso es
lo que quiere vuestro asqueroso jefe.
—Sigue jugando con fuego y te acabarás quemando —me
advirtió.
—Cuidado no os queme con él.
Cuando las puertas se cerraron, intenté acercarme a Atenea
dando pequeños saltos con la silla. Cosa que era bastante difícil,
ya que tenía las manos y los pies atados a la misma. Negué con
la cabeza al mismo tiempo que dejaba ir un gruñido mientras
volvía a luchar por deshacerme del agarre.
—Joder —siseé entre dientes—. Atenea —la llamé. No se
movía, no podía llegar a tocarla y estaba lo suficientemente
lejos como para que no fuese sencillo acercarme.
»Atenea, por favor —insistí, aunque de nada parecía servir.
No quería saber lo que le habían podido hacer esos malditos
gorilas, lo más seguro es que alguien la hubiera visto hablando
conmigo o la hubieran pillado saliendo del baño del que más
tarde saldría yo. Mi angustia empezó a crecer, Atenea se había
llevado una paliza por mi culpa, si no me hubiera colado en la
fiesta para contarle lo de Paul, nada de eso habría ocurrido.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, todo aquello era culpa
mía, no me podía creer que hubieran apaleado a Atenea solo
por haberla visto conmigo. Me tenían a mí, ¿qué más querían?
¿A Arthur? ¿A todos los del equipo? No sabía hasta dónde
podían llegar, pero solo estaba en el inicio para descubrirlo.
Necesitaba respuestas, sin embargo, solo llegarían si
Francesca quería dármelas y para eso tenía que empezar
jugando con ella. Examiné mi alrededor, apenas había
claridad. Entre toda la oscuridad pude distinguir una pequeña
luz roja parpadeante, por lo que supuse que aquello era una
maldita cámara de seguridad o, mejor dicho, una cámara de
vigilancia, que era lo único que querían. Si quería salir de allí
con vida, iba a necesitar reventarla y conseguir la llave que
abría las puertas metálicas que daban al exterior.
—Atenea —le rogué.
Durante horas la observé, deseando que esos ojos caramelo
volvieran a mirarme. Estaba preocupada, me aterraba pensar
que hubieran podido acabar con su vida. Atenea no era una
mujer robusta, al contario, era algo más pequeña que yo,
delgada y dudaba que le proporcionaran todos los nutrientes
que necesitaba como para mantenerse en pie después de que le
pegasen una paliza.
En ningún momento creí que algo así podía llegar a pasar,
solo quería contarle la verdad a Atenea y todo se había torcido
sobremanera. Sentí cómo el corazón se me encogía y los ojos
se me llenaban de lágrimas solo de pensar en que ella pudiera
morir allí, tirada en el suelo como si no valiera nada, como si
nadie la quisiera y sin que pudiera abrazarla para hacerle saber
que, a pesar de todo lo que había pasado, siempre podría
considerarme la hermana que nunca había tenido y la
confidente que hubiera deseado tener.
—Atenea, por favor —le supliqué aun sabiendo que no
despertaría.
Las lágrimas empezaron a descender por mis mejillas,
empapando lentamente el vestido que llevaba, había pasado
demasiado tiempo desde que la trajeron y desde la lejanía no
podía verla respirar, por lo que una parte de mí se temió lo
peor.
—Arizona… —La escuché susurrar mi nombre.
Capítulo 3
Había caminado durante casi una hora, sin rumbo, hasta que
llegué a una colina desde la que se veía un pequeño embalse
que no supe reconocer. Después de hablar con Atenea,
necesitaba alejarme de todo, pensar con claridad, sabía que lo
que había hecho no estaba bien, sin embargo, tenía que
intentarlo. Valia saldría hacia uno de los clubes de Vanko,
donde la colarían hacia la zona de la mejor mercancía, donde
llevaban a las mujeres que luego obligaban a pasearse entre los
asistentes de las fiestas de Yuri.
No sabía cómo demonios íbamos a salir de aquella,
Alexander pretendía robarles todo el dinero, dar un primer
golpe que los desplumase a todos a la vez: Vanko, Yuri y
Francesca pagarían. Era una primera advertencia, aunque lo
que yo quería era meterle una bala entre ceja y ceja a la
pelirroja.
—¿Arizona? —Oí cómo decía Jude al otro lado del
teléfono.
—Hermanito —lo saludé. Estaba triste, sentía que había
algo en mi interior que me decía que aquello no iba a salir
bien. Era demasiado el riesgo que íbamos a correr, que iba a
correr yo, mientras el resto saqueaba las instalaciones de todos
ellos. Tenía demasiado que perder, pero a la vez tanto por lo
que luchar que no podía no hacerlo.
»¿Cómo estás? —le pregunté— ¿Y Rose y el bebé?
—¿Va todo bien? —preguntó extrañado.
Hice una pausa, por un momento contuve el aliento,
percibiendo cómo todas las emociones que llevaba
conteniendo durante todo el día venían como un maldito
huracán, convencidos de arrasar con todo lo que encontrasen
en su camino.
—Sí… Es solo que…
—Cuéntamelo, hermanita —me pidió, interrumpiéndome.
Sin poder hacer nada por remediarlo me eché a llorar, no
quería que me percibiera de aquella manera, pero tenía
muchísimo miedo, no podía sacarlo de otra manera. Me
aterrorizaba pensar que algo no saliera bien, que los atrapasen
a todos y los torturasen. No podía permitir que mi pequeño
sobrino se convirtiera en un mini Misha al que manipular a su
antojo, porque lo harían. No habría peor castigo que ver que tu
hijo se convierte en un maldito proxeneta. Aparté el teléfono,
dejándolo en el suelo. Podía oír a Jude hablándome al otro
lado.
»¡Arizona! —Alzó la voz.
—Jude, voy a solucionarlo todo —le prometí—. Cuando
todo esto acabe, haré que un amigo os lleve documentación
falsa para que podáis huir del país y dinero como para
enterraros en él.
—¿De qué estás hablando?
—Francesca ha matado a Mike —tras pronunciar esas
palabras, un quejido salió de mis labios.
Me llevé las manos al rostro y limpié las amargas gotas que
bañaban mis mejillas, aquello dolía demasiado como para
seguir dentro, como para arriesgarlo todo de nuevo. Ese era el
final de mi vida junto a Tótem.
—¿El amigo de Arthur? —preguntó.
—Así es, hicimos un intercambio entre Paul y Mike y,
cuando estábamos a punto de lograrlo, uno de los hombres de
Vanko, obviamente comandado por Francesca, le pegó un tiro
haciendo que muriera entre los brazos de Arthur.
Escucharme contarle lo que había pasado me hacía ser
consciente de que aquello no era un juego, la muerte era ley y
quien no acatase las órdenes se llevaba un tiro en las sienes. Le
expliqué mi conversación.
—No, no puedes ir —se negó en rotundo—, quieren tenerte
de nuevo, Arizona, no puedes permitir que te atrapen.
—No lo harán —aseguré—, Valia estará conmigo dentro,
mientras los demás aprovechan la gala y mi distracción para
saquearles.
—¿De ahí sacarás el dinero?
—Jude, por favor —susurré.
—No quiero dinero de la trata, Arizona.
—Es la única opción que tengo de manteneros a salvo y no
dudaré en utilizarlo —aseguré—, Alexander y Adrik se
encargarán de liberar a las mujeres de Vanko más adelante,
pero ahora mismo es inviable —le expliqué.
—Arizona…
—Ni Arizona ni nada —me negué—, cuando os lleven el
dinero os proporcionarán también una nueva identidad, billetes
de avión y las llaves de una casita. —No dejé que rechistase
más—. Y vas a ir o te engancharé de los pelos y te patearé el
culo hasta que llegues a tu destino.
—Eso no está bien, Arizona.
—¿Y qué está bien, Jude? —inquirí—. Porque robarle al
mayor proxeneta de todo el país a mí no me parece tan malo.
—Joder… —murmuró.
—Si no lo haces por ti, hazlo por tu hijo y por Rose.
Durante un instante permaneció en silencio, pensativo,
supuse, le podía oír respirar al otro lado, cómo caminaba por
su piso hasta que salió al balcón. Me encendí un cigarrillo
mientras aguardaba su respuesta, aunque no le iba a dar opción
a negarse de nuevo.
—Está bien —accedió por fin.
—Es la mejor decisión que podrías haber tomado —
aseguré.
—Solo hay una condición.
—No vendrás a la gala de Francesca —me negué—. No se
aceptan condiciones, esto es lo que hay, si no, haré que te
saquen de tu piso y te arrastren hasta tu nuevo hogar.
Dejó ir un gruñido al otro lado del teléfono, no le gustaban
las órdenes y mucho menos si venían de su hermana pequeña.
Jude era la persona más tozuda que había conocido, por
detrás de mí, aun así, no lo cambiaría por nada del mundo.
Era capaz de arriesgarlo todo por las personas a las que
quería, tal vez en eso nos pareciésemos demasiado.
—No hay otra opción —sentencié.
—Ve con cuidado —me pidió o, mejor dicho, me rogó,
porque su tono fue totalmente distinto al de otras veces—. No
quiero tener que ir a vengarte —bromeó. Así era Jude, capaz
de ponerle un toque de humor en los peores momentos. Una
leve sonrisa se esbozó en mis labios, le echaba tantísimo de
menos que solo quería reunirme con él para que me cobijase
entre sus brazos, como lo había hecho cientos de veces,
dándome ese lugar seguro en el que nadie podía hacerme daño.
Sin embargo, no podía arriesgarme a ponerles en peligro antes
de nuestra última misión—. Prométeme que te alejarás de todo
esto una vez consigas lo que quieres —me pidió con pesar.
—Solo esta vez y nos iremos —le prometí. Vi cómo en la
lejanía Arthur caminaba en mi dirección, no sabía cómo había
dado conmigo, pero lo hizo. Alcé una mano, saludándolo, y
me puse en pie para dirigirme hacia donde estaba—. Voy a
tener que colgar, hermanito —le comenté—, tenemos que
acabar de organizarlo todo, solo queda una semana y tiene que
estar todo a la perfección.
—Ve informándome —me pidió.
—Así lo haré.
—Te quiero, pequeña —se despidió.
—Y yo a ti. —Una lágrima descendió de nuevo, cayendo
sobre la tierra del húmedo bosque—. Dale un beso a Rose de
mi parte. —Colgué, me guardé el teléfono en el bolsillo
trasero de mi pantalón y limpié las lágrimas que se me habían
escapado.
»¿Cómo me has encontrado? —le pregunté curiosa.
—Te encontraría hasta en la más absoluta oscuridad —me
respondió y cuando llegó a mí me acarició la mejilla. —Nos
unió en un dulce beso y me abracé a él, sintiendo el calor de su
cuerpo, ese que me daba una tranquilidad absoluta. Respiré su
dulce olor, dejando que me embriagase, cerré los ojos, y así
permanecimos durante unos minutos, disfrutando de la paz que
reinaba entre los árboles que rodeaban las hectáreas en las que
se escondía el refugio.
»Mi amor… —susurró separándose de mí y fijando sus
ojos en los míos—. Todo irá bien, saldremos de esta y
podremos vivir por fin la vida que merecemos.
—Paul me dijo que tal vez tú no quisieras dejar todo esto…
—murmuré—, ¿estaba en lo cierto?
—Lo único que quiero es vivir a salvo contigo —aseguró,
y tras eso me dio un beso en los labios como si aquello
pudiera sellar una promesa.
Volví a besarlo y a abrazarme a él, no quería que nos
separáramos jamás, pero debíamos hacerlo una última vez para
conseguir la paz que nos merecíamos.
—Te amo tanto que me duele el alma, Arthur —admití.
—Daría la vida por ti —murmuró.
Capítulo 32
Día de la gala.
Estaba desmesuradamente nerviosa, sentía cómo el corazón se
me iba a salir por la boca, me había puesto un precioso vestido
negro que eligió Atenea con un prominente escote en forma de
corazón que se ajustaba a mi cuerpo como un jodido guante.
Me sentía como una marioneta a las órdenes de Francesca, no
había podido comer nada en horas de la congoja que me
devoraba por dentro.
Me habían pintado las uñas rojas a conjunto con el labial
vinílico que coloreaba mi boca. Habían peinado mi corto
cabello hacia atrás, dejándolo escondido bajo una enorme
pamela negra que me cubría parte del rostro. Sabía que no iba
a pasar desapercibida, todos estarían enterados de mi visita,
pero al menos no quería que se me viera demasiado
involucrada en su puñetera gala.
No podía dejar de darle vueltas a todo el plan, a lo que
hablamos durante horas, a lo que me dijo Alexander antes de
salir de su despacho. Valia se había puesto en contacto con
nosotros, seguía sana y salva, había conseguido colarse y la
habían seleccionado para estar en la fiesta. Atenea le dijo
dónde encontrar su antiguo antifaz rojo y todas sus cosas, ya
que estaba en el mismo club donde la tenían a ella encerrada.
—Ha llegado la hora de la verdad —susurré cuando Arthur
colocó con mimo el collar que Francesca me había hecho
llegar.
Contuve el aliento y me llevé las manos al mismo,
mirándome en el espejo del baño de la habitación. Un hammer
negro me esperaba a las afueras del complejo, el trayecto en
coche hasta la mansión se me iba a hacer eterno.
—Todo va a ir bien —aseguró Arthur.
—Eso espero. —Hice una pequeña mueca de tristeza.
—No llores o te estropearás el maquillaje. —Sonrió.
Intenté corresponderle, aunque estaba tan inquieta que lo
único que quería era que ese maldito día acabase para no
volver a ver a aquella escoria nunca más en la vida.
Debíamos alejarnos de todo cuanto antes.
—Toma —dijo Alexander tendiéndome un diminuto
pinganillo que me coloqué en la oreja sin problema alguno.
Frida había vuelto a implantarme el localizador en una de
mis muelas, estaba preparada para salir y acabar con esa
maldita víbora. Sentía el corazón repiquetear en mi pecho,
estaba al borde del infarto, sin embargo, no iba a dejar que eso
jodiera el plan. Antes de salir me acerqué al minibar que había
junto al enorme sofá del salón, me serví un vaso de whisky y
me lo bebí de un solo trago.
Era una puta locura, pero estaba preparada para ello o eso
esperaba. Arthur se colocó su chaleco antibalas, Alexander y
Adrik acababan de organizar a los hombres. Eirny y Keanu se
quedarían junto a Janeth y Atenea mientras el resto nos
marchábamos, Hernán controlaría el dispositivo desde el lugar
más alto de la ciudad, el One World Trade Center.
—¿Estáis todos preparados? —Alzó la voz Arthur.
Asintieron sin dudar, Atenea tenía los ojos entelados en
lágrimas, igual que Janeth, no sabía si volvería a verlas algún
día, aun así, sabía que teniéndose la una a la otra saldrían
adelante en el caso de que yo no pudiera estar a su lado.
—Cuidaos la una a la otra —les pedí.
—No dejes que te atrapen —me rogó Atenea.
—Tienes una vida por delante, no pienses en ellos y
márchate. —Tomé sus manos—. Mereces vivir libre. —Ella
asintió y me abrazó, empezó a llorar contra mi pecho mojando
la piel desnuda de mi escote.
»Todo saldrá bien —le juré.
—Me quedaré con ella —me informó Janeth.
—Gracias, amiga mía. —Le besé en la mejilla dejando el
labial marcado—. No podría tener mejor ayuda que la tuya.
—Te echaré de menos, Ari. —Desvió la vista hacia un lado,
sabiendo que, si volvía a fijarla en la mía, las lágrimas no
tardarían en aparecer.
—Te quiero —le dije al oído cuando nos abrazamos.
Intentó mantener la compostura, aunque en aquellos
momentos era demasiado complicado como para hacerlo.
Teníamos los sentimientos a flor de piel y todo se veía
magnificado por la situación en la que estábamos envueltas.
—Arizona, tenemos que irnos —me informó Adrik.
Asentí, cogí una bocanada de aire y, antes de separarme de
mis amigas, les di un beso a cada una y les dirigí un último
vistazo. No quería llorar más, estaba harta de hacerlo, pero no
podía negar que era lo que más necesitaba, ahogarme en mis
propias lágrimas allí dejaba parte de mi corazón, ellas lo
llevarían consigo a cada lugar que fuesen y viviría eternamente
a su lado.
Adrik sería mi chófer, junto con otros dos de sus hombres
para ayudarnos a sacar el dinero que escondía Francesca en su
mansión, Alexander se encargaría de atacar a su padre,
mientras Arthur y su equipo hacían lo mismo con Vanko. Era
una operación complicada, habíamos reclutado a todos los
hombres con los que teníamos contacto, no podían superarnos
en número, sobre todo porque la gran mayoría estarían en la
fiesta de Francesca, cosa que nos daba tiempo extra hasta que
se dieran cuenta.
Vanko tenía cuatro hombres en su club, y Yuri contaba con
ocho haciendo rondas constantes por su palacio, Francesca
tendría muchísimos más, pero cerca de su caja fuerte, y solo
cuatro que aguardaban a cada lado de las puertas del despacho
donde se encontraba el tesoro.
Antes de dividirnos, me acerqué a Arthur, que ya estaba
preparado y armado hasta los dientes. A pesar de que no
quería separarme de él, había llegado el momento y lo único
que conseguía era que la agonía se volviera eterna. Lo abracé
con fuerza, me resistía a dejarlo, la última vez que lo hice no
salió nada bien y pensar en ello provocaba que me temiese lo
peor.
—Prométeme que volveremos a vernos —le rogué.
—No vas a deshacerte de mí tan rápido. —Me besó con
dulzura—. Te quiero, mi vida —susurró.
—Y yo a ti. —Le devolví el beso—. Sigue vivo para el
final del día y me casaré contigo una y mil veces, Arthur
Martins.
—Lo intentaré. —Rio.
—Nos vemos luego —prometí.
Philpstoun, Escocia.
Unas semanas más tarde.
Después de lo que a mí me habían parecido un millón de
horas, llegamos a nuestro nuevo hogar. Arthur me había
tapado los ojos para que no viese nada, lo cual en cierto modo
me ponía de los nervios. Me ayudó a bajar del coche que había
comprado durante el viaje, habíamos cambiado nuestros
nombres, igual que Jude y Rose, cogimos varios aviones y
trenes, todo con tal de despistar a quien pudiera estar
persiguiéndonos. No podíamos permitir que nos encontrasen
tan fácilmente.
En un principio no supe a dónde nos dirigíamos, pero lo
cierto era que no me importaba con tal de estar al lado de
Arthur. Me hubiera ido al mismísimo infierno solo por no
separarme de él. Posé mis manos sobre las suyas, sintiendo el
calor que desprendían, jamás volveríamos a alejarnos el uno
del otro.
—Mi dulce Arizona —susurró—, te presento nuestro nuevo
hogar.
Cuando me destapó los ojos me encontré con una hermosa
casa de piedra blanca, con un enorme jardín lleno de árboles y
preciosas flores. Me quedé sin habla, después de todo lo que
habíamos pasado, la casa era un maldito sueño, estar allí los
dos, sanos y salvos, era lo mejor que podría haber imaginado
jamás.
Arthur y yo nos casamos a los pocos días de llegar a
Escocia en una pequeña ceremonia que grabamos para tener en
el recuerdo y poder enseñar a nuestras familias, ya que no
podían estar con nosotros, y la hermosa casa que teníamos era
el mejor regalo de bodas que podía llegar a tener. Lo abracé
con fuerza, al mismo tiempo que veía cómo un pequeño
cachorro negro, parecido a un lobo, corría en nuestra
dirección.
—Vaya, ¿y esto? —pregunté asombrada.
—Nuestro pequeño guardián. —Rio.
Lo cogí en volandas, y aprovechó para lamerme toda la
cara con su diminuta lengua. Cuando desvié la mirada hacia
Arthur, este me observaba embelesado, como si verme fuese lo
más hermoso que se había encontrado, pero lo que no sabía es
que él lo era para mí.
—Vaya, un perrito escoces. —Sonreí.
—¿Te gusta la casa? —preguntó.
—Me encanta, creo que no podrías haber elegido ningún
lugar mejor.
Siempre quise viajar a Escocia, conocer su cultura y
enamorarme de los prados verdes con los que tantas veces
había soñado. Cuando meditaba me imaginaba allí, rodeada de
la pureza que emanaba de la tierra húmeda, del olor de la
hierba y el sonido del aire acariciando las copas de los altos
árboles.
—Está un poco alejado de Edimburgo, pero prefería dejar
un poco de espacio entre la gran ciudad y nosotros —me
explicó—. Tengo muchísimas ganas de que vayamos a visitar
Midhope Castle, estoy seguro de que te fascinará.
—Es perfecto, de verdad —aseguré tomando su rostro entre
mis manos—, no dudo que vaya a enamorarme de este país.
Tenía un millón de ganas de recorrerlo de punta a punta, lo
había visto en tantas series y películas que no podía evitar
desear visitar cada uno de las localizaciones, por lo que tendría
que hacer una lista. Entramos las maletas a la casa, ese sería
nuestro nuevo hogar y por eso debíamos darle la calidez que
merecía.