Está en la página 1de 213

Faith

Serie Tótem Vol.5


R.Cherry
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a
un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes
del CÓDIGO PENAL).

Primera edición: abril de 2022

Copyright© R.Cherry 2022

Diseño de portada: Rachel’s Design


Maquetación: Rachel’s Design

Corrección: Raquel Antúnez


Impreso en la UE – Printed in the UE
A Arizona, por ser la mujer valiente que siempre quise ser.
Gracias por dejarme vivir tu historia y por haberme
permitido entrar en tu corazón.
Siempre mi huracán.
Nota de la autora
Debo admitir que tengo el corazón en un puño, jamás pensé
que me sería tan difícil escribir los últimos detalles de un libro
o poner un punto y final a una historia que me ha dado
tantísimo. Como bien sabéis, he amado a Arizona y Arthur con
todo mi corazón y mi alma y sé que parte de ellos siempre
quedará en mí, pero saber que no van a volver me parte la
vida.
Para mí Arizona ha sido como un huracán, una ráfaga de
aire fresco que me ha enseñado a ser una guerrera, a que no
debo rendirme, a que ser como ella también es tener bajones, a
que debo amarme con todas las circunstancias con las que me
encuentro y que no hay nadie que pueda pararme. Arizona ha
sido una inspiración continua y sé que lo seguirá siendo por el
resto de mi vida.
Espero que disfrutéis muchísimo de esta última aventura de
Arthur y Ari, para mí ha sido un auténtico placer poder
contaros su historia, aprender a amar cada rinconcito de su ser
y comprender sus acciones.
¡Larga vida a Arizona y Arthur!
¡Larga vida a Tótem!
Agradecimientos

Antes de nada quiero empezar agradeciendo a mis personajes,


Arthur y Arizona, por darme tantísimo como me han dado
durante estos últimos años. Creo que en los últimos
agradecimientos siempre he empezado así y no podía ser de
otra forma.
Quiero agradeceros a vosotras, mis Cherritas, por estar
siempre ahí, devorando cada novela que escribo con la
voracidad de una fiera, por cada mensaje que me enviáis
alegrándome los días, por comentar conmigo, por las lecturas
conjuntas, por amar cada una de las páginas de esta serie y por
emocionaros como yo misma lo he hecho. Sois unas warrior, y
os admiro muchísimo. ¡Gracias por ser el mejor regalo que
podría haberme dado el mundo literario! Gracias a: mi Mari
preciosa (mari.lectora), mi Maria (_mariadream), mi Noelia
(noelautnerstory), a mi Sassenach favorita Laia
(sassenachsbooks_), mi Cinthia (manostijeras78), mi burjilla
favorita (isavelazescritora), mi Tamara preciosa, por
acompañarme siempre (tamara6_), mi Laura (laurylectora), mi
loca Inés (capti.in.libris), mi eterna María Angeles
(marian.rubior), mi (laurasaxo_), mi Montse por estar toda la
vida cerca (albalamontse), mi preciosa Edurne (edurne.87), mi
curly Sandra preciosa (sandrycurly), mi dulce Eva
(laslecturasdeeva), mi Ana por estar siempre ahí
(anita_as1993), mi Isabel (isabelsmg), mi Laurita
(laurabooksblogger), mi artista Zaida (zaidaswonderland), mi
Ester (akanechan1986) y como no, a todas las lectoras que me
acompañan día a día, y todas las bookstagrammers que han
colaborado conmigo, pero especialmente a las Hijas de Satán
sobre todo al grupo HDPM, ¡sois maravillosas!
Como no podía ser diferente, quiero agradecer a mis
Cherritas cero y amigas: Anna Bissette, Laura y Patricia *doña
látigo*, que siempre están ahí para criticarme las novelas y
echarme bronca para que me ponga las pilas, pero también
disfrutando y enfadándose a cada capítulo que pasaba por
querer siempre más, jaja. ¡Sois maravillosas! No podría haber
tenido mejor escuderas que vosotras, mis chicas.
Gracias a mi Aroa, por amarme y apoyarme siempre como
soy, con mi poca paciencia, mis cambios de humor y mis
dramas, pero también con mis tonterías. No sé qué sería sin ti,
Eliz, ¡qué bonito estar juntas! Gracias a mi Irene, mi
compañera de teletrabajo, de dramas, de cotilleos, de críticas y
de todo, aunque sé que no lo leerá. Gracias de verdad por todo
lo que me aportas en la vida, por la alegría que solo tú me das
y por estar siempre ahí, aunque sea una pesada de campeonato,
¡eres un regalo de la vida y una valiente, aunque no te lo creas!
Gracias a mi amiga y correctora, Raquel Antúnez, por siempre
estar ahí y ayudarme hasta cuando voy de culo y sin frenos,
por tener esa bondad y esa dulzura tan especial y por haber
disfrutado de este final.
Y, cómo no, gracias a mi amor, por estar siempre
acompañándome en mis locuras, apoyándome en cada paso
que doy y dándole luz a mi vida cuando la oscuridad lo arrasa
todo.
¡Os quiero!
Despacio
Tan solo vete despacio
Prométeme que yo he sido
El mejor de tus errores
Y que si vamos a irnos
Es para echarnos en falta entonces
-El mejor de tus errores, Rayden y Alice Wonder.
Prólogo

—Vaya… Vas a tener suerte. —Escuché cómo decía Misha al


mismo tiempo que las puertas se abrían a su espalda.
Alcé la mirada y tras dos fuertes focos de luz aprecié cómo
la silueta de alguien se acercaba, pero no fue hasta que estuvo
justo detrás de Misha que pude reconocerlo.
—No puede ser… —musité.
—Querida, es un placer volver a verte.
Parpadeé varias veces, negué con la cabeza, no podía creer
lo que veían mis ojos, aunque, en cierto modo, debí predecirlo.
¿Quién iba a ordenar organizar una fiesta como aquella solo
para tenderme una trampa? Porque lo era, estaba tan segura de
que se me había adelantado que no era capaz de lograr
descifrar cómo lo había hecho.
Misha sonrió de medio lado, podía ver una burla en sus
labios, cómo me observaba con aquella lujuria obscena y
asquerosa que conseguía erizarme cada vello de mi cuerpo.
Había llegado a mi límite, odiaba a Misha Vólkov, me
repugnaba solo verlo, si hubiera podido lo habría ahogado con
mis propias manos.
—¿Demasiado shock, querida? —preguntó alzando una de
sus pelirrojas cejas.
Tragué saliva, sintiendo cómo todo mi cuerpo temblaba,
aunque ya no sabía si lo hacía por el frío que asolaba el
interior de aquella habitación o por la rabia que me corroía.
—Francesca… —susurré.
Me fijé en ella, iba con un vestido negro lleno de pedrería
por la parte inferior, unos largos guantes a juego y que
llegaban casi hasta su codo, todo ello acompañado de un
abrigo de pelo blanco como la nieve.
—Estoy segura de que ahora mismo tienes muchas
preguntas… —Se pasó una mano por el cabello—. Una vez
más, vas a tener que llamar a la caballería para que te saquen
de este embrollo en el que te has metido tú solita por necia. —
Sonrió con maldad.
—¿Cómo…? —empecé a decir.
—¿Que cómo lo he sabido? —inquirió—. ¿Acaso te crees
que sería tan tonta como para contártelo?
—Atenea… —mascullé con un hilo de voz sintiendo cómo
esta acababa desapareciendo, a la misma vez que mis ojos se
llenaban de lágrimas.
Negué con la cabeza, no me lo podía creer, no podía
haberlo hecho… Solo ella sabía que estaba en la fiesta, y
Valia, a quien no había hecho ni caso, a pesar de que me había
advertido un millón de veces. Le juré que no vendría, la
engañé para salirme con la mía, creía que le estaba haciendo
un bien a Atenea, y lo único que había conseguido era
meterme en la boca del lobo a más no poder.
Tenía que salir de allí como fuese y costase lo que costase,
necesitaba avisar a alguien, yo sola no iba a poder, pero… ¿a
quién? Apreté la mandíbula, a sabiendas de que no iba a ser
sencillo que me encontrasen allí.

****
Un día antes.
—¿Crees que lo mejor es no decirle nada? —preguntó Valia al mismo
tiempo que le daba un sorbo a su refresco de cola.
—Me impedirá ir y aún más si se entera de que quiero hacer esto
sola.
—No puedes hacerlo, Arizona, no le debes nada a Atenea.
—¡Gracias a ella consiguieron sacarme de la casa de Misha! —
exclamé—. Si no hubiera sido por Atenea, ahora mismo,
probablemente, estaría en uno de los cientos de clubes de Yuri siendo
explotada sexualmente —espeté llena de dolor—, o a saber si estaría
muerta en una cama por culpa de una sobredosis de droga que me
habrían obligado a tomar… —Mi voz fue deshaciéndose como si
nunca hubiera estado ahí.
Me abracé a mí misma acongojada, solo de imaginarme lo que
podrían haberme hecho me sentía sucia y en deuda con Atenea, si
estaba libre y en casa era gracias a ella.
—No pienses en eso —me pidió
—Claro que lo pienso, Valia —musité.
—Aunque lo hagas, no puedes ponerte en peligro así.
—Ella se arriesgó por mí —aseguré.
—¿Y si la verdad solo le provoca sufrimiento?
Negué una y otra vez, no podía ser, si yo fuese ella, querría saber
la verdad, a pesar de todo, igual que ocurrió con Arthur. No podía
aceptar que aquel fuese el final de Atenea, no merecía estar sometida,
coaccionada, menospreciada y utilizada por esos malditos hijos de
puta.
—La sacaré de allí cueste lo que cueste.

****

A mi cabeza vinieron tantas cosas que ni siquiera era capaz de


procesar la información, todo lo que me había dicho Misha
resonaba en mi mente una y otra vez. ¿Quién demonios me
quería tanto? ¿Era Francesca a quien se refería? ¿O tal vez
fuese Paul quien estuviera moviendo los hilos para arrancarme
de entre los brazos de Arthur? Todo había sido a causa de
Atenea, ¿y si ella misma estaba metida en toda aquella traición
a modo de venganza por lo que había hecho? No quería herirla
ni mucho menos me lamentaba por ello, sin embargo…, todo
empezaba a encajar de una forma que no me gustaba un pelo.
Estaba tremendamente rabiosa, por un instante creí que iba a
perder el conocimiento. El corazón me latía con una intensidad
tal que su sonido era ensordecedor.
Alcé la cabeza fijando la vista en mi captora, quien se
regodeaba con una sonrisa burlona dibujada en sus labios.
Tenía sus felinos ojos clavados en mí, esos que tiempo atrás
llegaron a cohibirme, pero no volverían a hacerlo. La Arizona
que entró por primera vez en Tótem desapareció
convirtiéndose en ceniza para que pudiera resurgir como un
puto ave fénix capaz de acabar con todos ellos. Me habían
provocado demasiadas heridas y miedos que decidí que era el
momento de parar. Ni siquiera me di cuenta de cuándo ocurrió.
Allí estaba, observando a Francesca sin que me temblase un
pelo.
—¿Qué vas a hacer con ella? —le preguntaba Misha a su
espalda.
El ruso parecía nervioso o más bien ansioso. Sabía igual
que yo que estaba obsesionado conmigo, más de lo que jamás
podría estarlo nadie, por alguna razón él también había
cambiado. Se había dejado doblegar de nuevo, obligado a
acatar órdenes en las que no creía y no le satisfacían.
—Misha, no me dejes con ella —le pedí fingiendo estar
aterrada—. Te lo suplico. —Me miró nervioso perdido,
apretando las manos en puños sin saber qué demonios hacer, a
punto de perder el control. Sonreí para mis adentros, era
demasiado fácil manipularlo, sabía que haría lo que yo
quisiera y, cuando saliera de allí, me ayudaría a acabar con
Vólkov.
»Por favor… —dije con un hilo de voz, al mismo tiempo
que bajaba la vista. Escuché cómo el ruso pegaba un bufido
dando un paso adelante. Alcé la cabeza lo suficiente, sin que
nadie se diera cuenta, para poder observarlo. Se pasó una
mano por el cabello, cerró los ojos con fuerza y negó.
»Misha —susurré.
Sabía que estaba pendiente de un hilo, solo faltaba una
pequeña insistencia más para que ese hilo se cortase, y el ruso
cayese al vacío donde perdería el control de su rabia.
—¿¡Qué vas a hacer con ella!? —volvió a preguntar, esta
vez alzando la voz.
Di un respingo, no me esperaba aquel giro, pero sabía que
mi plan estaba encauzado y a punto de llegar a su final. Sonreí
para mis adentros, Misha era fácil de manipular, en el fondo
no era más que un crío aterrado por culpa de su padre,
sometido a sus golpes y menosprecios, y haría todo lo que
pudiera por aprovecharme de ello.
—Eso no es asunto tuyo, Misha.
—¿Que no? —inquirió con rabia. Se acercó un poco más a
donde se encontraba Francesca, ya que estaba un poco retirado
de ambas. Sin apartar la mirada de mí, la agarró por el brazo y
tiró de ella lo suficiente como para que se girase.
»¡Claro que lo es! —exclamó provocando que toda la sala
en la que estábamos se llenase con su grito.
Vi cómo la pelirroja negaba con la cabeza una y otra vez,
apretaba la mandíbula y, sin que ninguno de los dos nos lo
esperásemos, sacó una pistola con silenciador que le colocó en
la sien mientras dejaba caer una pequeña bolsa de la que no
me había percatado que sonó pesada contra el suelo.
—Tu trabajo acaba aquí, Misha Vólkov —dijo mi captora
con altivez—. Y, como se te ocurra abrir esa bocaza de mierda
que tienes, haré que te arranquen la lengua y te cosan los
labios para que te ahogues con tu propia sangre.
Capítulo 1

Los hombres de Keanu no estaban allí, pero sí los de Vanko,


imaginé, quienes entraban como un jodido equipo de élite,
armados hasta los dientes y sin opción a dialogar. Sentí ganas
de vomitar, cómo el cerebro parecía que iba a estallarme de la
presión que había en aquel lugar por culpa de la maldita
explosión. No comprendía cómo ninguno pudo llegar a
detectarlos a tiempo, lo teníamos controlado o eso creíamos.
Cogí una bocanada de aire, mi mente voló hacia Arizona, a
todo lo que no le había dicho al despedirnos, a todos esos
besos que me quedaron por darle… Una lágrima descendió por
mi mejilla antes de cerrar los ojos.
—Y ahora te he vendido a ti, Arthur. —Sonrió con una
malicia que consiguió helarme la sangre.
Apreté la mandíbula, maldiciendo a aquel hijo de puta que
después de todas mis confesiones había decidido entregarme al
segundo mayor traficante de armas y tratas de todo el mundo.
Tragué saliva, aún aturdido por la explosión, coloqué las
manos sobre mi nuca, esperando que no me hicieran daño y
aguardé a que llegase el momento.
Cogí una bocanada de aire, sintiendo cómo la angustia
tomaba el control de todo mi ser, cómo mis ojos se llenaban de
amargas lágrimas, aunque estaban cerrados. Deseé no haberme
reunido con Izan, haber besado a Arizona antes de marcharme,
haberle dicho cuánto la amaba y lo feliz que me hacía estando
a mi lado, a pesar de todo lo que nos pudiera haber pasado…
Pero eso ya no iba a volver a ocurrir, se acabaron los abrazos
después de hacernos el amor, las miradas llenas de lujuria, el
pasear la punta de mis dedos por su espalda hasta erizar su
piel. A mi mente vino la imagen de ella sonriendo en casa una
noche, estábamos cenando sushi en la terraza cuando se me
derramó el vino encima, por alguna razón no se le ocurrió otra
cosa que echarse a reír, era lo más bonito que había visto
jamás. Arizona era la mujer más pura y real que había
conocido en toda mi vida, no se rendía incluso con todo lo que
le había pasado, disfrutaba al máximo de sus días, cantaba a
pleno pulmón en el coche… Siempre me volvería loco con ese
gesto desafiante repleto de retos por cumplir.
No saber si podría volver a disfrutar así de ella me encogió
el corazón, retorciéndolo, sacando el amor que había en él para
dejarlo seco.
—Lo siento, mi amor —susurré, como si fuese capaz de
escucharme en la lejanía, aunque bien sabía que no era así.
Los intercomunicadores habían dejado de funcionar, ni
siquiera Valia podría haber grabado aquellas palabras para
después hacérselas llegar. Cogí una bocanada de aire,
sintiendo cómo un ahogado quejido lleno de dolor se escapaba
de entre mis labios. No me daba miedo morir, sabía que tarde
o temprano llegaría el momento, pero me aterraba saber que ya
no iba a poder estar junto a Arizona para ayudarla a
defenderse, abandonarla de aquella manera, dejarla sola ante
tanto hijo de puta para descubrir dónde demonios tenían
encerrado a Mike o qué había sido de Paul.
—Levanta —decía un hombre con un deje ruso muy
marcado.
Alcé la cabeza, entonces me percaté de que era a Izan a
quien se lo decían al mismo tiempo que le apuntaban con un
fusil de asalto.
—Pero ¿qué demonios…?
—Cállate —le ordenó el hombre.
Apreté la mandíbula, intentando contenerme, si quería
seguir vivo tenía que mantener las formas, tal vez así el equipo
pudiera llegar a rescatarme como ya habían hecho cientos de
veces.
—¡No es a mí a quien buscáis! —Alzó la voz.
—Sé muy bien a quién busco, Izan.
El abogado se quedó helado al escuchar su nombre salir de
entre los labios del hombre que le apuntaba con el fusil. Este
llevaba un pasamontañas que solo dejaba a la vista parte de sus
ojos.
—Señor Martins, puede levantarse.
—Pero ¿qué demonios…? —dije yo también.
El hombre me tendió la mano para ayudarme a ponerme en
pie. Estaba ligeramente mareado, sentía cómo la cabeza me
daba vueltas y las piernas me temblaban.
—¿Quiénes sois? —pregunté confuso.
Negó con la cabeza mientras hacía un ligero movimiento
para que sus hombres amordazaran a Izan.
—Será mejor que no hablemos aquí. —Me agarró por el
brazo—. Soy Adrik.
—¿Debería darte las gracias? —Alcé una ceja.
—Eso lo decidirás luego.
Antes de que pudiera añadir nada más, me percaté de unos
pasos correr hacia donde nos encontrábamos y cómo los
hombres de Adrik se apartaban dejando pasar a alguien.
—Arthur. —Escuché cómo me llamaba Valia, desde la
lejanía, con el auricular medio colgando.
—Arthur, ¡estás bien! —exclamó Frida, quien seguía sus
pasos viniendo hacia mí para abrazarme con una fuerza
desmedida.
Me aparté de ellas lo suficiente como para mirarlas de
arriba abajo, no comprendía cómo habían podido llegar con tal
rapidez.
—¿Qué hacéis aquí? —Quise saber.
—Estábamos repartidos por el perímetro y, cuando oímos la
explosión, no pudimos evitar venir a por ti. Entonces nos
encontramos todo este percal… —explicó Frida.
Me pasé una mano por el cabello, no podía creerme lo que
estaba sucediento, cómo todo había cambiado en tan solo unos
minutos. Por un momento pensé que todo estaba perdido, y
gracias a Adrik y sus hombres no era así.
—¿Dónde están los demás?
—Aguardan abajo… Hay algo que debes ver —respondió
esta vez Valia, con el semblante serio y los ojos fijos en los
míos.
—¿El qué? —susurré.
Valia desvió la vista hacia Adrik, que estaba hablando con
sus hombres mientras otros se llevaban al traidor de Izan
esposado, con una bolsa de tela negra sobre la cabeza para que
no pudiera ver hacia dónde nos dirigíamos, lo que no me gustó
un pelo.
No sabía quiénes eran, de dónde habían salido ni quién les
había ordenado irrumpir en la reunión. Izan sabía que alguien
iba a venir a por mí, lo que no se esperó en ningún momento
fue que la traición era hacia él.
—¿De dónde coño han salido? —siseé.
—No tenemos constancia de ellos —me informó Frida.
Dejé ir un bufido, examiné el exterior por el gran ventanal
del despacho de Izan y me percaté de que en la esquina
contraria a la entrada del edificio había tres Mercedes G500
blindados aguardando a que saliéramos. Solo podía pensar que
aquello era una jodida trampa y que tarde o temprano nos
utilizarían igual que Izan.
—¿Y Hernán? —insistí nervioso.
—Tampoco —aseguró.
—Joder… —dije entre dientes.
Frida se quedó sin habla cuando Adrik se colocó detrás de
mí, haciendo que pareciese insignificante ante su enorme
cuerpo.
—Debemos irnos ya —me informó.
—No me marcho sin mi equipo —me negué en rotundo,
cruzando los brazos sobre mi pecho.
Por un momento pareció pensárselo.
—Está bien, pero solo vendrán ellas.
—De acuerdo.
Adrik se encaminó hacia sus hombres, quienes permanecían
postrados junto a la puerta de entrada al despacho de Izan.
Recogí mi pistola, que seguía en el suelo, y la guardé en la
cinturilla del pantalón que vestía.
—¿Y qué hay de Hernán y Keanu? —inquirió Valia en voz
baja.
—Nos pondremos en contacto con ellos mediante el
localizador de emergencia.
Por suerte para nosotros, siempre llevábamos un pequeño
geolocalizador guardado en un lugar seguro, había veces que
simplemente era en un collar, la suela de un zapato o estaba
pegado en la piel para que fuesen casi imposibles de encontrar.
Adrik y sus hombres nos metieron en los coches y
condujeron hasta Saxon Woods Park, llegando a las afueras de
la ciudad, casi al límite con Connecticut, allí tenían su centro
de operaciones, escondido entre la frondosa vegetación que
crecía.
—Nos están esperando —me informó Adrik.
—¿Quién? —inquirí.
—Alguien que ha decidido salvarte el culo, Arthur Martins.
Capítulo 2

Misha cogió la bolsa que había dejado Francesca en el suelo y


sin mirarme por última vez se dio la vuelta para desaparecer en
la oscuridad. «Maldito cagón», pensé. Ni siquiera fue capaz de
enfrentarse a la pelirroja, era más sencillo volver a acatar
órdenes como llevaba haciendo durante toda su vida, en vez de
tomar el control por una jodida vez.
—¿Acaso me tienes miedo? —preguntó Francesca
acercándose a mí, posando uno de sus largos dedos bajo mi
mentón para que la mirase.
Apreté la mandíbula y sin apartar los ojos de ella la escupí
en el moflete, ya que se había acercado lo suficiente como
para que la alcanzase.
—Ni en un millón de vidas te temería, Francesca.
La desafié achicando los ojos, no iba a amedrentarme, si
algo había aprendido durante todo ese tiempo era que no debía
mostrar mis debilidades y mucho menos el miedo. A la
Arizona que había entrado en Tótem la machacó la actual
Arizona, no me iba a callar ni una, lucharía por quienes quería
y no dudaría ni un solo instante. Colocó la misma pistola con
la que había amenazado a Misha en mi sien y la apretó con
fuerza. Cogí una bocanada de aire cuando sentí cómo el frío
metal se clavaba en mi piel.
—Mátame si quieres, ¡vamos! —La invité a hacerlo—. No
conseguirás lo que quieres.
—Tal vez lo que quería ya lo tengo.
—¿Qué demonios te pasa conmigo? —inquirí cabreada—.
¿Es que te pongo cachonda, Francesca? —Francesca dejó ir
una sonora carcajada y se apartó para mirarme desde las
alturas. Estaba desquiciada y por mucho que me moviera no
podía lograr soltarme del agarre que me mantenía allí
atrapada.
»Ya me tienes, ¿qué más quieres? —Quise saber.
—¿Quién te ha dicho que seas tú, querida? —preguntó
divertida, al mismo tiempo que la comisura de sus labios se
alzaba con malicia.
Sentí cómo todo en mi interior se desmoronaba como si un
huracán hubiera arrasado con ello. A mi mente vino Athur, ¿y
si había venido siguiéndome los pasos? ¿Y si Valia se lo había
contado y por eso no me había dejado venir sola? Por mi
mente cruzaron cientos de ideas y cada una de ellas me parecía
peor que la anterior.
—No… —susurré—. ¡Mátame! —Alcé la voz.
Si le tenía a él, no lo soltaría, lo mataría como habían
intentado hacer con Paul. Gruñí con rabia, acercando mi rostro
al suyo.
—Eres como una leona enjaulada, Arizona —dijo con
sensualidad contra mi oído—. Y no sabes lo mucho que me
gusta.
—Me das asco —contesté repugnada.
—Deberías tenerme miedo, preciosa.
—No lo tengo —aseguré llena de rabia.
Volvió a agarrarme de la barbilla y con un movimiento
lleno de desprecio me giró el rostro para que dejase de
observarla.
—Tranquila, ya lo harás. —Aquella despedida sonó como
una promesa que consiguió erizar cada vello de mi piel.
No sabía de qué era capaz, algo me decía que de nada
bueno. Francesca no conocía los límites y su codicia era tanta
que nada la frenaría con tal de conseguir aquello que ansiaba,
pero… ¿qué demonios era?
Antes de que pudiera decir nada más, Francesca
desapareció por donde había venido, cegándome con el foco
de luz que aparecía tras las puertas. Cerré los ojos, cogí aire,
intentando calmarme, estaba nerviosa, no podía negarlo, tal
vez incluso un poco asustada, tenía que salir de allí de una
forma u otra antes de que Francesca enviase a nadie más para
trasladarme a cualquier otro lugar donde se me perdiera la
pista.

Me sentía muy débil, lo más seguro era que aún tuviera efectos
del somnífero que me había dado Misha, sentía cómo mi
cabeza me daba vueltas, tenía ganas de vomitar. No sabía
cuántas horas llevaba allí metida cuando las puertas volvieron
a abrirse y la luz cegadora que había tras ellas me deslumbró,
haciendo que cerrase los ojos de golpe. Apreté los dientes,
sintiendo el dolor atravesar mi mente como un jodido rayo.
Ladeé la cabeza, huyendo de aquel resplandor, lo que no
esperaba ver era cómo, cuando abrí los ojos de nuevo, dos
hombres arrastraban a Atenea. Mi malestar desapareció en el
preciso instante en el que me fijé en que tenía el rostro
magullado, amoratado e hinchado, parecía no tener
consciencia, ya que daba la sensación de que aquellos hombres
la cargaban como a un muñeco.
—Mierda —susurré en voz baja mientras veía cómo se
acercaban—. ¡Atenea! —grité—. ¿Qué le habéis hecho,
malditos hijos de puta? —gruñí. Forcejeé con las ataduras que
me mantenían sujeta a la silla, me moví con tanta fuerza como
pude, necesitaba llegar hasta ella. La tiraron frente a mí sin
ninguna delicadeza, dejando que su pequeño cuerpo cayese
como un peso muerto.
»Sois unos miserables. —Alcé la voz de nuevo—. Cuando
salga os mataré y no me importará a quién me encuentre por el
camino —juré.
Iba a acabar con toda aquella maldita escoria, todos esos
hombres que utilizaban a mujeres como a Atenea como simple
mercancía y no como los seres humanos que eran. Cogí una
bocanada de aire.
—No es más que una puta —comentó uno de los hombres
antes de salir del búnker en el que nos encontrábamos.
—Y vosotros, escoria, cada uno tiene lo suyo —les reté—,
qué pena que no tengáis cerebro, aunque supongo que eso es
lo que quiere vuestro asqueroso jefe.
—Sigue jugando con fuego y te acabarás quemando —me
advirtió.
—Cuidado no os queme con él.
Cuando las puertas se cerraron, intenté acercarme a Atenea
dando pequeños saltos con la silla. Cosa que era bastante difícil,
ya que tenía las manos y los pies atados a la misma. Negué con
la cabeza al mismo tiempo que dejaba ir un gruñido mientras
volvía a luchar por deshacerme del agarre.
—Joder —siseé entre dientes—. Atenea —la llamé. No se
movía, no podía llegar a tocarla y estaba lo suficientemente
lejos como para que no fuese sencillo acercarme.
»Atenea, por favor —insistí, aunque de nada parecía servir.
No quería saber lo que le habían podido hacer esos malditos
gorilas, lo más seguro es que alguien la hubiera visto hablando
conmigo o la hubieran pillado saliendo del baño del que más
tarde saldría yo. Mi angustia empezó a crecer, Atenea se había
llevado una paliza por mi culpa, si no me hubiera colado en la
fiesta para contarle lo de Paul, nada de eso habría ocurrido.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, todo aquello era culpa
mía, no me podía creer que hubieran apaleado a Atenea solo
por haberla visto conmigo. Me tenían a mí, ¿qué más querían?
¿A Arthur? ¿A todos los del equipo? No sabía hasta dónde
podían llegar, pero solo estaba en el inicio para descubrirlo.
Necesitaba respuestas, sin embargo, solo llegarían si
Francesca quería dármelas y para eso tenía que empezar
jugando con ella. Examiné mi alrededor, apenas había
claridad. Entre toda la oscuridad pude distinguir una pequeña
luz roja parpadeante, por lo que supuse que aquello era una
maldita cámara de seguridad o, mejor dicho, una cámara de
vigilancia, que era lo único que querían. Si quería salir de allí
con vida, iba a necesitar reventarla y conseguir la llave que
abría las puertas metálicas que daban al exterior.
—Atenea —le rogué.
Durante horas la observé, deseando que esos ojos caramelo
volvieran a mirarme. Estaba preocupada, me aterraba pensar
que hubieran podido acabar con su vida. Atenea no era una
mujer robusta, al contario, era algo más pequeña que yo,
delgada y dudaba que le proporcionaran todos los nutrientes
que necesitaba como para mantenerse en pie después de que le
pegasen una paliza.
En ningún momento creí que algo así podía llegar a pasar,
solo quería contarle la verdad a Atenea y todo se había torcido
sobremanera. Sentí cómo el corazón se me encogía y los ojos
se me llenaban de lágrimas solo de pensar en que ella pudiera
morir allí, tirada en el suelo como si no valiera nada, como si
nadie la quisiera y sin que pudiera abrazarla para hacerle saber
que, a pesar de todo lo que había pasado, siempre podría
considerarme la hermana que nunca había tenido y la
confidente que hubiera deseado tener.
—Atenea, por favor —le supliqué aun sabiendo que no
despertaría.
Las lágrimas empezaron a descender por mis mejillas,
empapando lentamente el vestido que llevaba, había pasado
demasiado tiempo desde que la trajeron y desde la lejanía no
podía verla respirar, por lo que una parte de mí se temió lo
peor.
—Arizona… —La escuché susurrar mi nombre.
Capítulo 3

Cuando bajamos de los coches, pude oler la humedad del


terreno, habían hecho un túnel en medio de la montaña, el cual
empezaba a quedarse sin luz en el instante en el que una
enorme puerta se cerraba, dejándonos sin escapatoria alguna.
Me pasé la mano por el cabello, rebusqué en el interior de mi
bolsillo y encontré mis gafas. Las iba a necesitar, sobre todo,
para que pudieran sacarnos de allí.
—Suerte que han sobrevivido —bromeó Adrik.
—Si no, no vería nada —intenté seguirle la corriente.
Hice una mueca, apenas veíamos, cuando después de sonar
un clic empezaron a prenderse todas las luces que había allí.
—Adrik. —Escuché cómo un hombre lo llamaba desde la
lejanía.
—Si me disculpas…
Le dije que sí con la cabeza, sin apartar la vista del hombre
que le requería. Al final del largo pasillo había una nueva
puerta custodiada por dos militares más o al menos eso
parecían. A ambos lados de donde se encontraban estos había
dos cámaras que lo registraban todo y, para abrir la puerta, un
panel de detección bioquímico. Podía reconocerlo, porque en
la entrada a nuestra armería instalamos uno.
—¿Qué crees que hacemos aquí? —siseaba Valia a mi
espalda.
—Tenemos que descubrir quién los ha enviado, Valia —le
respondí en un tono bastante neutro, intentando no llamar la
atención de ninguno de nuestros captores—. Ya está activada
la alerta, Hernán y Keanu no tardarán en encontrarnos.
—Eso si no los matan antes de que lleguen —comentó con
una frialdad pasmosa.
—¿Cómo dices eso? —preguntó Frida acongojada.
—Cabe la posibilidad, hay que ser realistas, no sabemos a
qué nos estamos enfrentando ni quién es el líder de todos
estos.
—Lo sabremos pronto.
No aparté la vista de la puerta, hasta que Adrik puso su
mano sobre el detector. Si la necesitaba para escapar, no
dudaría en cortársela si no nos dejaba salir por las buenas,
íbamos a marcharnos de allí en cuanto pudiéramos. Estas se
abrieron sin que me diera tiempo a pestañear, el interior de
aquel lugar parecía un hotel de lujo, lo que no era capaz de
comprender. ¿Qué hacían allí?¿Por qué nos habían salvado?
—Te esperan en la sala del fondo —me informó Adrik—.
Tú solo —recalcó con seriedad.
—Está bien.
—Me aseguraré de que estén bien atendidas, no te
preocupes por ellas.
—No necesito que nadie se ocupe de mí —musitó Valia,
molesta.
—Tranquila, morena —contestó Adrik, divertido, luego se
quitó el pasamontañas.
Con un rápido movimiento, Valia se acercó a él, le arrebató
la pistola que llevaba en el cinturón que colgaba de su
pantalón y lo encañonó sin parpadear ni un solo instante, sin
dudar.
—Ni se te ocurra volver a llamarme así, hijo de puta —
siseó cabreada.
—Valia —dije colocando una de mis manos sobre su
hombro—, por favor.
Volvió a desafiarlo una última vez con la mirada y se
guardó el arma de Adrik en su pantalón.
—Que sepas que me la quedo.
—Toda tuya. —Sonrió Adrik de oreja a oreja,
deslumbrándonos con su blanca dentadura, que destacaba aún
más con su oscura piel.
Las puertas de la última sala se abrieron, invitándome a
entrar, por lo que me encaminé hacia allí y antes de acceder les
lancé una última mirada a mis compañeras. Valia y Frida
estarían a salvo, ninguna dejaría que le pusieran la mano
encima a la otra y no dudarían en escapar cuando tuvieran
ocasión, como bien les había pedido en cientos de ocasiones.
Cogí una bocanada de aire y una vez dentro las puertas se
cerraron a mi espalda. Frente a mí había un butacón negro,
donde un hombre joven me observaba al mismo tiempo que un
enorme rottweiler empezaba a gruñir y a ladrarme como un
auténtico energúmeno.
—Tranquilo, Jace.
Permanecí inmóvil frente a la puerta, observando cómo
toda la rabia del perro desaparecía en el momento en el que el
muchacho decía su nombre. El animal se tumbó junto a él,
entonces me hizo un gesto con la mano para que caminase
hacia él.
—¿Una copa? —me ofreció.
—No, gracias.
No aparté la mirada de él, estaba seguro de que mi
semblante era aún más serio de lo que pretendía. Aquel chaval
tendría que darme más explicaciones de las que había dado en
su vida.
—Por favor, siéntate —me pidió—. Jace no te hará nada.
—¿Quién cojones eres? —pregunté molesto mientras me
sentaba en la butaca que había frente a él.
—Soy Alexander Vólkov.
Parpadeé varias veces, aquella respuesta no me la esperaba.
¿Por qué nadie sabía de la existencia de otro hijo de Vólkov?
Entonces caí en la cuenta de que no era la primera vez que
escuchaba aquel nombre: Alexander. Recordé la fiesta en la
que habíamos estado Arizona y yo, cómo Francesca y Dara
hablaban de un tal Alexander, pero… ¿por qué no había
ningún registro donde apareciese?
—¿Eres hijo de Yuri? —Quise saber.
Había tantas preguntas que me hacía que necesitaban
respuestas antes de marcharme de aquel lugar.
—Digamos que sí.
—¿Digamos? —repetí lo que él mismo había dicho.
—Soy medio hermano de Misha —esclareció—, solo por
parte de padre.
—Entiendo —murmuré y me pasé una mano por la corta
barba que había empezado a salirme. Durante unos minutos,
permanecí en silencio observándolo, procesando toda la
información que estaba recibiendo.
»¿Tu padre sabe de tu existencia? —inquirí.
—Supongo que en algún momento le habrá llegado la
información —comentó alzando los hombros, resignado.
—¿No os conocéis? —resumí.
Eran tantas las preguntas que tenía que se me agolpaban en
la mente sin que pudieran conectarse con las respuestas que ya
tenía. Alexander iba a ser la clave para que pudiéramos acabar
con Vólkov e incluso con todo lo que suponía Tótem para la
sociedad.
—No.
—¿Y por qué estás haciendo todo esto? —pregunté
seriamente, no sabía si podía confiar en él, pero conseguiría
toda la información que necesitaba—. ¿Qué ganas tú con todo
esto? ¿Por qué ibas a traicionar a tu padre?
—Porque soy el bastardo de un magnate al que nunca han
querido —contestó al mismo tiempo que acariciaba la gran
cabeza de Jace.
—¿Y por qué ahora?
Aquello empezaba a sonarme como un cuento chino, tenía
que explicarme demasiadas cosas antes de que saliera por la
puerta de la habitación en la que estaba metido, eso si no
acababa devorado por el maldito perro que no me quitaba el
ojo de encima.
—Llevo años planeando esto, hasta que os entrometisteis
en mi camino, entonces lo jodisteis todo —gruñó.
—¿Cuándo?
—Una de vuestras chicas llamó la atención de mi padre, la
verdad es que no lo culpo, tiene un polvazo —comentó con un
tono que hizo que el vello de la espalda se me erizase—. Le
tendieron una trampa y como una boba cayó en ella sin darse
ni cuenta.
—Será mejor que te laves la puta boca antes de hablar de
ella —gruñí.
—Eh, tío, que estamos hablando. —Alzó las manos—.
Relájate.
—Ve al grano —siseé entre dientes, cada vez más molesto.
—Se llamaba A…
—Arizona —dije su nombre.
—Eso es —añadió desviando la vista hacia el perro, el cual
permanecía sentado—. Uy, vaya, ¿es tu hembra?
—Ella es un jodido huracán libre, pero tengo la suerte de
que se haya enamorado de mí —respondí con orgullo—. Más
te vale no volver a hablar así de ella —le advertí.
—¿O qué?
—Te arrancará los huevos y te los hará comer mientras tus
hombres miran —aseguré.
Arizona no se andaba con chiquitas, mucho menos con
hombres como él. Sabiendo que era el hermano de Misha, no
necesitaba más razones para acabar con él si intentaba hacerle
cualquier cosa.
—Lo tendré en cuenta.
Capítulo 4

—Atenea, por Dios —susurré entre lágrimas. Se arrastró a


duras penas hacia donde me encontraba hasta que sus brazos
rodearon mis piernas y rompió a llorar en ellas. Un profundo
quejido se escapó de entre sus amoratados labios, el cual
resonó por toda la estancia.
»Lo siento —dije con un hilo de voz percibiendo cómo este
desaparecía a causa de la congoja que me atrapaba. Apoyé
como pude mi frente sobre su coronilla mientras ambas
llorábamos, aquello era real, Atenea no pudo haberme
delatado, si no, no se comportaría así. Me negaba a pensar que
podía haber maldad en ella, mucho menos después de la paliza
que le habían propinado.
»Tenemos que salir de aquí —aseguré.
No podíamos permanecer demasiado tiempo allí o todo
estaría perdido.
—Pero…
—¿Cómo vamos a hacerlo? —le pregunté sin siquiera saber
la respuesta.
No tenía ni idea de cómo lo conseguiríamos, sin embargo,
costase lo que costase debíamos marcharnos antes de que
fuese demasiado tarde. Misha estaba emperrado en hacerse
conmigo o eso era lo que parecía. Ni todo el oro del mundo ni
el dinero conseguirían que se detuviera.
Me moría de ganas de arrancarle las pelotas, esas que nunca
tuvo, de hacerle pagar. Durante un tiempo había perdido la sed
de venganza y, al verlo de nuevo, habían renacido todos los
sentimientos que tanto retuve. Misha no era más que un
desgraciado capaz de cualquier cosa con tal de agradar a su
padre o conseguir algo más de poder, el cual no le servía de
nada, porque siempre tenía a su progenitor por encima, quien
hacía y deshacía a su antojo.
—No tengo ni idea —admití—, lo único que sé a ciencia
cierta es que no voy a permitir que nos vuelvan a poner una
mano encima. —Atenea se llevó las yemas de los dedos a su
moflete derecho, que estaba abultado a causa de los golpes
recibidos. Tenía una pequeña brecha en la ceja por la que había
emanado bastante sangre, al menos la suficiente como para
caer por su mejilla hasta empapar su vestido.
»¿Quién te ha hecho esto? —pregunté con pesar.
—Estaba muy asustada… Cuando me contaste la verdad
sobre la muerte de Paul me quedé consternada.

Sentía cómo el pecho me dolía, apenas podía respirar con


normalidad, por lo que la cabeza empezaba a darme vueltas.
Tenía unas terribles ganas de vomitar y, sobre todo, de llorar y
gritar a los cuatro vientos todo el dolor que había revivido
Arizona en mí con aquella confesión. La más grande de mis
heridas volvía a abrirse para sangrar a borbotones, sin que
pudiera hacer nada por impedirlo.
Mis ojos se llenaron de lágrimas, tantas que apenas podía
ver con claridad. Mi único objetivo era salir de aquella
mansión, perderme entre los arbustos y esconderme de todo el
mundo en aquella fría noche. Ya no me importaba si moría de
hipotermia, si alguno de aquellos asquerosos me pegaba un
tiro por intentar escapar… Nada. Antes de que pudiera llegar
al jardín trasero de la mansión, percibí cómo una enorme mano
me agarraba con fuerza del brazo derecho, impidiéndome
avanzar. Allí había tanta gente que ni siquiera me di cuenta de
que era Arseni, una de las manos derechas de Yuri en la
organización, el que me cogía.
—Me estás haciendo daño —me quejé tirando un poco de
su agarre.
—¿Dónde cojones te crees que vas? —me preguntó Arseni
con rabia.
—Necesito tomar el aire —aseguré.
Solo necesitaba despejarme un rato, pensar en toda la
información que acababa de recibir y desahogarme de una vez
por todas.
—Tienes clientes esperando.
—Ahora no, por favor —le rogué.
—¿Cómo que no? —siseó contra mi oído.
Tiró de mí con tanta virulencia que me arrastró por todo el
salón, paró la música que sonaba e hizo que todos los focos se
fijasen en mí. Con un gesto de desprecio me sentó sobre la
mesa central que había frente a la chimenea y subió mi vestido
hasta mis caderas. Examiné mi alrededor, podía percibir la
lujuria de cada uno de los hombres que me observaban,
acechaban como lo harían unos leones a su presa, preparados
para violarme en el preciso instante en el que Arseni diera
comienzo.
Una lágrima descendió por mi mejilla, cuando vi cómo sin
apartar la vista de mí, con esa asquerosa lascivia que tenía, se
desabrochaba primero la hebilla del cinturón y después el
botón que sujetaba sus vaqueros. Cerré los ojos al sentir cómo
me agarraba con firmeza por las caderas y empezaba a lamer
mi cuello. Una de sus manos voló hasta los tirantes de mi
vestido, tiró de él lo suficiente como para dejar a la vista mis
pechos. Una carcajada se escapó de su interior o, mejor dicho,
él mismo la provocó haciendo que todos aplaudieran.
—¿Quién quiere follársela después? —preguntó alzando la
voz.

No podía creer lo que estaba escuchando salir por la boca de


Atenea, el estómago se me revolvió y acabé vomitando junto a
la silla.
—Lo siento —susurré.
—Esos hombres…
—Te violaron todos —sentencié con rabia.
—Llegó un punto en el que perdí el conocimiento, apenas
puedo recordar cuántos eran, lo que me hicieron o cómo he
acabado con la cara así —me explicó en voz baja, totalmente
quebrada.
—Desátame —le pedí, aunque acabó siendo más un ruego
—. ¿Crees que podrás?
Atenea asintió, al mismo tiempo que se llevaba una mano a
su zapato de tacón, desabrochó la correa que lo ajustaba a su
tobillo, con la punta de una de sus largas uñas sacó una
pequeña tapa con lo que parecía una cuchilla, la cual quedaba
oculta en la suela del zapato.
—¿Cómo…? —empecé a decir.
—La llevo desde hace años, creí que, si en alguna ocasión
estaba en peligro, podría utilizarla para defenderme… —Hizo
una mueca de pena que consiguió encoger mi corazón—.
Estaba demasiado equivocada, en ese momento no eres capaz
de pensar en nada más que en tu propia muerte.
Verla en aquella situación me partía el alma y saber que
esos hombres la habían cogido por mi culpa era lo peor de
todo. Cuando los tuviera frente a mí, no dudaría ni un solo
segundo.
—¿Cómo te encuentras?
—Agotada —admitió con pesar—. Cierro los ojos y no
puedo evitar recordar una y otra vez sus ojos claros como el
hielo y esa cicatriz cruzando su mejilla izquierda.
Solo de escucharla sentí cómo un escalofrío me recorría de
pies a cabeza, repugnándome solo de imaginarlo.
—No sabes cuánto lo siento —aseguré a la vez que percibía
cómo mis ojos volvían a llenarse de esas amargas lágrimas que
no hacían más que desquiciarme.
—No eres tú la responsable, tranquila.
—Claro que lo soy, si no hubiera ido a por ti…
—Esos hombres me hubieran violado igual —apuntó,
intentando que no me sintiera culpable—. Arseni llevaba años
esperando la oportunidad. Hoy le he dado la excusa perfecta
para aleccionarme delante de todos los asistentes de la fiesta.
No podía ni siquiera pensar en ello, en cómo esos
malnacidos no tenían corazón como para apiadarse de una
mujer como ella y que, además de violarla, la habían apaleado
hasta dejarla inconsciente.
—¿Es que Yuri no haría nada por detenerlo? —inquirí
atónita.
—¿Para qué? No soy más que una de sus putas —susurró
acongojada.
—Eres mucho más que eso, Atenea, no dejaré que vuelvan
a llevársete —le prometí.
—Ya nada me importa, ¿sabes? —Empezó a cortar la
cuerda mientras se sorbía los mocos causados por cada una de
las lágrimas—. Creí que la muerte de Paul era mi liberación,
saber que ya nada más podía hacerme daño, que jamás saldría
del agujero de mierda en el que estaba metida… Pero, saber
que Paul sigue vivo y ni siquiera ha sido capaz de buscarme…,
eso me ha roto por dentro —se sinceró rompiendo a llorar.
—No quería hacerte daño.
—No eres tú quien me lo ha hecho, Arizona, sino él.
Capítulo 5

Después de hablar con Alexander, me enseñó el complejo en


el que estábamos, incluidas las habitaciones. Aquello parecía
un jodido hotel metido bajo tierra, aunque lo agradecía,
también se me antojaba como una trampa para ratones.
—Arthur… —me llamó Valia—. Tengo que hablar contigo.
—¿Tiene que ser ahora? —pregunté al mismo tiempo que
me ponía el jersey que me habían dado los hombres de
Alexander.
—Es urgente.
—¿Cómo de urgente?
—Jodidamente urgente —recalcó la última palabra.
Giré sobre mis talones y la miré aguardando a que me
explicase qué era lo que estaba ocurriendo como para venir
con aquellos aires.
—Adelante —insté haciendo un ligero movimiento de
cabeza.
—Es sobre Arizona… —Su voz desapareció.
Su respuesta me descolocó, llevaba horas sin saber nada de
ella, en realidad, ni siquiera encontraba mi teléfono, sin
embargo, me extrañó que no se hubiera puesto en contacto con
algún miembro del equipo y más sabiendo que iba a reunirme
con Izan.
—¿Qué demonios ha pasado? —gruñí.
—Arizona ha ido a la fiesta que organizaban en la casa
de Dara —me explicó—, con la ayuda de Frida
conseguimos localizar el lugar y…
—¿Cómo habéis sido capaces de esconderme algo así,
Valia? —Alcé la voz, interrumpiéndola—. ¡Nos vamos!
—Pero… —empezó a decir Valia.
—He dicho que nos vamos —siseé cabreado.
No eran capaces de entender que esos hijos de puta estaban
obsesionados con ella y harían cualquier cosa para llevársela.
Se la habíamos servido en bandeja de plata, lista para que la
capturasen y la hicieran desaparecer de la faz de la tierra.
Estaba tan cabreado que sentía arder la sangre en mis venas,
me palpitaba el corazón con tal fuerza que lo oía incluso en mi
cabeza. Apreté las manos en puños y con paso rápido me dirigí
hacia el despacho de Alexander, donde estaba reunido junto
con Adrik.
—Necesito tu escuadrón —le dije sin rodeos.
—Cuenta con él.
—¿Ni siquiera vas a preguntarme para qué? —Alcé una
ceja, extrañado.
—No, aunque algo me dice que tu damisela está en apuros,
si no, no vendrías así a pedírmelo —respondió.
—Salimos ya.
Adrik asintió, al mismo tiempo que se llevaba la mano al
pinganillo que tenía en el oído derecho.
—Poydem[1]—añadió sin apartar la vista de mí—. Los
chicos estarán listos en cinco minutos, tenemos los furgones
cargados —me informó.
—Gracias —le dije a Alexander.
—Ya me devolverás el favor. —Me guiñó un ojo.
No quería deberle favores a la mafia rusa, si es que él
también formaba parte, pero por Arizona haría cualquier cosa,
hasta un pacto con el mismísimo diablo. Me encaminé hacia la
salida, donde ya aguardaban Valia y Frida con el semblante
serio.
—Tenemos su localización —me informó Frida.
—¿Cómo? ¿No están en la casa? —inquirí.
—Las han movido de sitio, por suerte le coloqué un
implante a Arizona en una de sus muelas por si algo así
ocurría —respondió Frida mostrándome la tablet que sujetaba
entre sus manos.
—Gracias —susurré esperanzado.
Nunca se me hubiera ocurrido colocar un localizador en
ninguna parte de Arizona, aquello, posiblemente, iba a salvarle
la vida. Desde que se la llevaron la primera vez temía que
volvieran a hacerlo, me aterraba pensar que nunca más pudiera
volver a sacarla de aquel agujero y que se la pudieran llevar a
Rusia para prostituirla o a saber qué más.
No comprendían la maldita obsesión que tenían con ella y
por qué solo hacían buscarla. Lo que tenía claro era que no
permitiría que volvieran a hacerle daño y, a quien lo hiciera, lo
mataría con mis propias manos.
—Será mejor que nos demos prisa —apuntó Valia.
Ni siquiera le respondí, estaba tan cabreado con ella que me
callé y me mordí la lengua con tal de no contestarle de mala
manera. La fulminé con la mirada y no respondió nada, a
sabiendas de que estaba más enfadado de lo que me habían
visto en toda la vida. Los hombres de Adrik llegaron un par de
minutos después, preparados para lo peor.
—Poneos esto —comentó Adrik y me tendió tres chalecos
antibalas, tres cinturones con cargadores y tres
semiautomáticas.
—Gracias.
Frida se encargó de ayudar a Valia, mientras yo me sujetaba
el mío. La mente me iba a dos mil por hora, cada minuto que
pasaba aumentaba la agonía que crecía en mí por la
incertidumbre de no saber en qué condiciones estaría Arizona
cuando llegáramos. Me aliviaba saber que la teníamos
localizada, aunque me mataba por dentro la situación a pesar
de todo.
Quería llamar a Jude, contarle lo que estaba pasando, pero,
si lo hacía, vendría a arriesgar su vida, y no podía permitir que
eso ocurriera. Iba a ser padre, tenía una vida que vivir, y no iba
a dejar que lo tirase todo a la basura con tal de salvar a su
hermana.
Me pasé una mano por el cabello al mismo tiempo que daba
un par de pasos hacia adelante. Adrik abrió uno de los
furgones, y sus hombres entraban en el segundo, rebusqué en
los bolsillos de mis pantalones, no había ni rastro del teléfono.
—¿Lo necesitas? —me preguntó Adrik tendiéndome un
teléfono satélite antirrastreo.
—Gracias.
Entretanto todos entraban, marqué el número de teléfono de
Eirny, no le dije demasiada información, no sabía qué podía
llegar a pasar, pero, cuanto menos supiera, mejor. Le pasé la
dirección hacia donde nos dirigíamos, también cuántos éramos
y que por suerte todos estábamos bien. Este reuniría al resto
del equipo junto con el que aguardaría a nuestra llegada para
que pudiéramos atacar conjuntamente.
—Nos vemos allí, amigo —me despedí de él.
—No dejes que esos capullos la dañen.
—Ninguno lo permitiremos. —Tras aquella simple
conversación, colgué y le cedí de nuevo el teléfono a Adrik.
»Gracias.
—Lo que necesites. —Y asintió.
Agradecía cómo se estaban comportando con nosotros,
aunque lo cierto era que no acababa de fiarme del todo. Sin
embargo, viniendo de la familia de la que procedía Alexander,
era impensable no imaginar lo peor.
Me subí al furgón, sentándome en el último hueco que
quedaba libre, junto a Valia, y fue entonces cuando no pude
aguantarme más.
—Más te vale que la localicemos —mascullé cuando
estuvo a mi lado sin poder contenerme más.
Capítulo 6

—Lo que él te haya hecho no tiene que determinar lo que


hagas tú ahora, Atenea —dije intentando que entrase en razón.
—Lo sé… —susurró.
Poco a poco, y con cuidado de no herirme, fue cortando las
cuerdas que me sujetaban a la silla, aunque con aquella
pequeña cuchilla le costaría un rato.
—Necesito que me liberes, para que, cuando vuelvan,
podamos prepararles una emboscada entre las dos.
—No sé si voy a poder… —dijo en voz baja.
—No voy a marcharme sin ti de aquí, Atenea —aseguré. Si
algo tenía claro era que costase lo que costase la sacaría de allí
dentro, si la dejaba y volvían a abusar de ella, no duraría viva
más de una semana, si es que llegaba. Después de ver lo que
ese tal Arseni le había hecho, sabía que no tendría
remordimientos y mucho menos compasión con ella.
»Te juro que no saldré por esa puerta si no me acompañas
—prometí.
—Tendrás que hacerlo si quieres llegar lejos.
—No importa dónde llegue mientras consigamos alejarnos
de este puto infierno —añadí. No sabía si aún estábamos en la
casa, había estado escuchando en la lejanía la música de una
fiesta, pero ¿era la misma a la que habíamos asistido? No
estaba tan segura de ello, por lo que encontrarnos iba a ser una
jodida odisea para quien lo intentara.
»Debe de haber una forma de salir —comenté, sin tener ni
idea—. No eres capaz de recordar nada, ¿verdad?
—No, lo último que recuerdo es estar en la mansión
rodeada de hombres —contestó con pesar.
Entonces caí en la cuenta, Frida, bastante tiempo atrás,
había puesto un localizador en un pequeño implante que
llevaba en las muelas. Sonreí, por fin algo que podía
ayudarnos.
—Es una puta genia —susurré.
—¿Cómo?
Apreté con fuerza la mandíbula, hasta que oí un pequeño
clic con el que activé el localizador. Aquello era una jodida
obra maestra, Frida sabía tan bien como yo que nunca iba a
estar del todo a salvo por eso me pidió que lo llevase.
—¿Qué pasa, Arizona? —preguntó Atenea preocupada.
Cuando estuve a punto de contestarle, escuché cómo el
mecanismo de las puertas se abría, por lo que le hice un gesto
para que se tirase al suelo, como si aún estuviera inconsciente.
Aquella era nuestra única baza sorpresa, jugar con lo que
creían y veían.
—¿Cómo has pasado la noche, Arizona?
Ni siquiera sabía qué hora era, ni si era de día o de noche,
eran tantas las horas que llevaba allí metida que no tenía
noción del tiempo. En el búnker no existían las ventanas y
apenas se colaba luz por debajo de la puerta. Apreté la
mandíbula, cabreada, desvié la vista hacia Atenea y bufé.
—Vaya, ¿aún no se ha despertado? —preguntó con maldad
Francesca—. Los chicos deben de habérselo pasado muy bien
con ella.
Una sonora carcajada salió de entre sus labios, para
acompañarla con una maléfica sonrisa que consiguió hervirme
la sangre.
—No eres más que una sucia víbora, Francesca, no tienes
corazón.
—Claro que lo tengo. —Se acercó a donde me encontraba y
paseó la punta de sus dedos por mi mejilla izquierda—. Pero
está hecho de piedra, querida.
—Eres el demonio, Francesca, ese no tiene nada por dentro.
—Tal vez… —Se sentó en el butacón que había en frente
de la silla donde estaba atada y se encendió un cigarrillo sin
dejar de mirarme.
»¿Te apetece uno? —Hizo un gesto, como tendiéndomelo.
—Preferiría morirme antes que tocar nada tuyo —respondí
llena de ira.
—¿Y si tu única forma de sobrevivir fuese estar conmigo?
—propuso.
Desvié la mirada. Solo de pensar en que pudiera obligarme
a hacer cualquier cosa con ella mi vello se erizaba. El
estómago se me revolvió. Francesca era una mujer imponente,
atractiva y sensual, pero era tan mala persona que todo se veía
eclipsado por eso.
—La muerte, sin duda, sería el más dulce de mis finales —
aseguré—. No puedes darme más asco, Francesca.
Esta volvió a sonreír de medio lado, haciendo que sus
gatunos ojos se achicasen, entre seductores y malvados.
—Tranquila, querida, no te daré ese gusto —respondió—.
De momento vas a permanecer aquí una temporada.
—¿Dónde estamos? —Quise saber.
—No sigues en la casa, si es eso lo que te preguntas.
Necesitaba ganar tiempo para que pudieran localizarnos
mediante el implante de Frida y, si podían encontrarla
conmigo, aún mejor. No sabía si me estaban buscando, si se
habían dado cuenta de que no daba señales de vida, pero le
recé al cielo para que Arthur se hubiera extrañado, era un
chico listo, y esas cosas no se le pasaban por alto.
—¿Qué cojones le habéis hecho a Atenea? —siseé, a pesar
de que ya lo sabía.
Podía sentir cómo el fuego volvía a recorrer todo mi
cuerpo, solo de pensarlo me hervía la sangre. Si hubiera
podido habría matado a todos esos tipos que habían osado
ponerle la mano encima y pegarle aquella brutal paliza.
—Solo le han dado lo que merecía, Ari —me llamó con
aquel nombre cariñoso con el que solo las personas más
cercanas se dirigían a mí.
—Ni se te ocurra llamarme así —le rebatí cabreada—, y no
creo que nada de lo que le habéis hecho a Atenea pueda estar
justificado.
Se acercó a donde me encontraba, se acuclilló frente a mí,
dejando que su mirada quedase a la altura de la mía.
—Tranquila, gatita. —Acarició mi rostro con delicadeza—.
Estás preciosa enfadada.
Mi respiración se volvió agitada, bufé aún más enfadada,
no soportaba ver cómo me hablaba, cómo una malvada sonrisa
se dibujaba en sus labios. Consideré pegarle un cabezazo allí
en medio, sin embargo, no quería joder todo el plan. Teníamos
la oportunidad de salir y, si agredía a Francesca, lo más seguro
era que me hicieran pagar por ello.
Apreté la mandíbula con tanta fuerza que sentí que mis
dientes iban a saltar de un momento a otro.
—Te agradecería que me dejases sola —le dije—, no tengo
ganas de estar rodeada de escoria.
—Qué mal hablas de tu querida amiga Atenea. —Sabía que
a quien de verdad me refería era a ella, que no dejaba de
incordiar una y otra vez, entrometiéndose en cada uno de
nuestros planes.
»Me encantaría quedarme un ratito más, pero lo cierto es
que tengo cosas mil veces más importantes que hacer que
desperdiciar mi vida contigo.
—¿Ahora soy un desperdicio? —Alcé una ceja.
—Eres un tesoro, Arizona, hasta que no lo comprendas no
serás capaz de conocer tu potencial —contestó ya de pie,
observándome desde las alturas con aquella soberbia que la
caracterizaba— y, por ende, hablar contigo será una pérdida de
tiempo. —El sonido de sus tacones contra el suelo
repiqueteando resonó por todo el lugar, llenando el vacío que
había a mi alrededor. No aparté la mirada de ella, mientras se
contoneaba hasta llegar a la puerta por la que había entrado.
»No tardaremos en vernos, querida, ya lo verás.
—Espero que sea fuera de este puto zulo roñoso —espeté.
—Ten paciencia, gatita, te queda demasiado por aprender.
—Vi cómo me guiñaba un ojo.
—Que te follen, Francesca. —Esta dejó ir una sonora
carcajada que erizó cada vello de mi piel, tensando todo mi
cuerpo, y no fue hasta que desapareció que me quedé
tranquila.
»Ya se ha marchado —avisé a Atenea, aunque lo más
seguro era que ya se hubiera percatado.
—Tenemos que irnos —sentenció—. Quieren usarte igual
que a mí, Ari… Recuerdo cuando me vendieron… —Sus ojos
volvieron a llenarse de lágrimas—. No permitiré que vivas el
mismo infierno que yo.
—Saldremos de aquí —le prometí—. Pero necesito que me
sueltes.
Esta asintió un par de veces al mismo tiempo que se
limpiaba las lágrimas con la manga del vestido. Sacó de nuevo
la cuchilla y empezó a cortar la gruesa cuerda que me ataba.
No quedaba demasiado, con algo de fuerza bruta y lo que
había conseguido romper, acabaría rasgando lo que quedaba
de cuerda.
—Ya está casi —aseguró Atenea.
—Corta un poco más —le pedí.
Forcejeé, sentía cómo el corazón me iba a estallar, iba tan
rápido que por un momento creí que Atenea acabaría
escuchándolo. Debíamos marcharnos antes de que
descubrieran que ella había despertado y de que yo ya no
estaba sujeta a la silla. Si no, nos sacarían para separarnos. No
quería ni imaginar lo que le harían a Atenea si nos encontraban
en aquella situación.
Cogí una bocanada de aire, hinché todo lo que pude mis
pulmones y con toda mi fuerza, la cual no era demasiada, abrí
los brazos, sintiendo cómo la cuerda se clavaba en mi piel. Me
dolía, pero no podíamos esperar más, a la vez que intentaba
tirar ella también.
Mis ligaduras parecieron saltar en el momento en el que el
último filamento se rompió. Mi respiración se cortó y por un
instante creí perder el conocimiento para volver al presente,
donde aquello que deseaba que no ocurriera estaba pasando.
Las enormes puertas que acababan de cerrarse para Francesca
volvían a abrirse.
Capítulo 7

—¡Manos arriba! —Escuché cómo gritaba uno de los


componentes que entraban en el búnker—. ¡Sobre la nuca!
—Mierda —musité entre dientes.
Me tiré al suelo, igual que lo hizo Atenea a mi lado,
sintiendo cómo el frío nos contagiaba con su helor. Cerré los
ojos, no quería pensar en cuál sería nuestro destino a partir de
ese momento ni si llegaríamos vivas al final del día. Lo único
que quería era escapar y darle la vida que merecía, pero venir
había sido su sentencia de muerte.
—Lo siento —le dije a mi amiga, a la vez que estiraba uno
de mis brazos.
Cuando las manos se tocaron, dejé que nuestros dedos se
entrelazaran, uniéndonos, dándonos fuerza para lo que
estuviera a punto de ocurrir. ¿Tenía miedo? Sí, me aterraba no
volver a ver a Arthur, no ser capaz de conocer al pequeño bebé
que Rose llevaba en su vientre, solo tenía una misión con él:
ser la tía que le malcriara y ni siquiera iba a ser capaz de
sobrevivir para ello. Mis ojos se llenaron de lágrimas y lloré
en silencio, pensando en la vida que iba a perder a partir de
aquel instante, la cantidad de momentos que no volvería a
vivir junto a mi estúpido, sensual e intelectual Arthur.
Atenea, que se dio cuenta de lo que me pasaba, apretó mi
mano, se acercó un poco más a mí y pasó su brazo sobre mi
espalda.
—Saldremos de esta. —Aquella promesa me supo más a
despedida que a cualquier otra cosa.
Los hombres se acercaban a donde nos encontrábamos,
llevaban fusiles de asalto equipados con linternas. Tragué
saliva, me sentía mal, decepcionada conmigo misma por no
haber sido capaz de escapar, triste y jodidamente aterrada. Mi
cuerpo empezó a temblar a medida que oía cómo los pasos se
volvían más cercanos y claros.
Mi corazón se desbocó, en mi mente se cruzaban cientos de
imágenes, de recuerdos vividos con la gente a la que más
amaba. Ni siquiera había avisado a Janeth, no le había dado las
explicaciones que necesitaba, tampoco me había despedido de
Rose, a quien deseaba darle todas las fuerzas necesarias para
que encontrase el valor de decidir lo mejor para ella y el bebé.
Cogí una bocanada de aire, sintiendo cómo un ahogado
quejido se escapaba entre mis labios. Tenía demasiado por lo
que vivir, personas a las que decirles que los amaba… Dejaba
tanto atrás que solo de pensarlo me daba vértigo.
Cerré los ojos, cogí la cuchilla con la que Atenea había
cortado la cuerda y, mientras veía por el rabillo del ojo cómo
se acercaba uno de los hombres, de un salto y como si fuese un
resorte, me puse en pie y le coloqué la cuchilla contra su
garganta. Rodeé su cuello con uno de mis brazos y tiré hacia
atrás, lo que hizo que su espalda se arqueara, ya que era un
poco más alto que yo. El hombre levantó las manos mientras
el resto nos apuntaban.
—Atenea, a mi espalda —le ordené alzando la voz. Mi
respiración se había vuelto agitada, las manos me temblaban,
intenté relajarme, a la vez que sujetaba con fuerza la cuchilla.
Mi amiga se pegaba contra mi cuerpo, no sabía si aquello
saldría bien, pero era nuestra única baza e iba a jugarla hasta el
final.
»Dejadnos salir y no habrá heridos —aseguré. Un último
hombre entró en el búnker, por lo que no pude evitar desviar la
mirada hacia él, achicando los ojos, llena de rabia. Observé a
todos los que nos apuntaban, no habían dudado un solo
instante, permanecían quietos, aguardando a esa orden que
solo un hombre podría dar.
»¡Tirad las armas o lo mato! —grité.
El último en unirse a la fiesta caminó hacia donde nos
encontrábamos y se detuvo a medio camino cuando vio cómo
la cuchilla empezaba a clavarse en el cuello de mi rehén y un
pequeño hilo de sangre emanaba de la herida.
—Arizona. —Escuché mi nombre en sus labios de nuevo,
con su aterciopelada voz acariciando cada una de sus letras—.
Arizona, mi amor —me llamó de nuevo.
Por un momento el corazón se me detuvo, no podía creer lo
que estaba oyendo, tenía que ser falso. Negué con la cabeza,
no podían haber llegado tan deprisa o tal vez el tiempo hubiera
pasado demasiado lento en aquel maldito búnker.
—Demuestra que eres tú —siseé en voz alta.
El hombre que había entrado se deshizo del
pasamontañas que le cubría el rostro, igual que lo hicieron
todos los demás. Ahí estaba, mi hombre, ese que era capaz
de llenar mi pecho de orgullo y amor. Dejé caer la cuchilla a
mis pies, mis ojos se volvieron a llenar de lágrimas, solté al
hombre y sin pensarlo ni un solo instante corrí a sus brazos.
Me lancé sabiendo que me sujetaría, por lo que le rodeé con
mis piernas, abrazándome a él como un koala.
—La que has liado, amor —susurró contra mi oído.
Las lágrimas mojaron el chaleco antibalas que llevaba, las
palabras apenas me salían, por lo que me limité a asentir. Me
había metido en el peor de los jardines, sin embargo, lo cierto
era que no me arrepentía. Me puse en peligro, sí, pero había
conseguido que Atenea fuese libre por fin, ya no tendría que
volver a complacer a ninguno de esos malnacidos con los que
había estado.
—Atenea… —empecé a decirle.
—Será mejor que nos demos prisa —me interrumpió el
hombre al que había amenazado hacía unos minutos.
—Adrik —le riñó alguien a quien identifiqué como a Eirny.
—Cállate —le ordenó Valia.
—Chicos, se acercan dos hombres. —Esta vez fue Frida
quien, con su tablet en mano, se acercaba a Arthur y a mí.
Me solté de sus brazos, no me importaba en absoluto que
hubiera un grupo de desconocidos y conocidos observándonos,
pensé que jamás volvería a sentir mi cuerpo contra el suyo.
—Me alegro muchísimo de verte —le dije a Valia cuando
estuvo junto a mí.
La abracé con fuerza y pude sentir cómo me estrechaba
entre sus brazos. No sabía qué era lo que me unía a ella, pero
habíamos creado un vínculo especial en el que las palabras no
eran lo más importante.
—Yo también me alegro mucho —contestó—. Voy a matar
a quien te haya hecho esto, Arizona —me prometió.
—Lo haremos juntas —le propuse, aunque no admití que
me rebatiera y le guiñé un ojo cuando me aparté de ella.
—Toma. —Mi amiga me tendió un fusil de asalto con
silenciador.
Asentí y vi cómo el hombre grande de ojos de gato me
observaba desde la lejanía, al mismo tiempo que se acercaba a
Frida.
—¿Quién es? —le pregunté a Valia.
—Adrik —contestó con desprecio.
Aquella escueta respuesta, unida con la repulsa que había
detectado en el tono que usó, hizo que la curiosidad me picara.
No recordaba haberle visto en ninguna de las reuniones con el
equipo, en realidad, ni siquiera su nombre me sonaba.
—¿De dónde ha salido? —Quise saber.
—Te has perdido muchas cosas, Arizona…
Estaba claro que en las últimas horas había pasado
demasiado y era difícil de explicar, Arthur se había reunido
con Izan, ¿tendría algo que ver con él? Achiqué los ojos sin
apartar la mirada de su gran cuerpo.
—¿Ha pasado algo con él? —pregunté al notar el desdén
con el que hablaba de él y en lo que le hacía referencia.
—Solo es un capullo más —me resumió.
Tras aquella simple respuesta, dio media vuelta girando
sobre sus talones y salió del búnker en el que estábamos.
—Arizona, necesito que prestes atención. —Arthur se
acercó a mí, me tomó por la mano y tiró de ella hasta que
llegamos a la altura de Adrik y Frida, quienes observaban la
pantalla de la tableta—. Estamos aquí, los furgones nos
esperan en la salida norte, no va a ser sencillo.
—No tengo miedo.
Había dejado de tenerlo, porque la venganza corría por mis
venas y abrasaba mi corazón unida a la rabia que me corroía.
Tenía tantas ganas de matar a todo aquel que se me cruzase
que no me lo pensaría dos veces. Jamás creí ser capaz de
arrebatarle la vida a nadie, sin embargo, después de todo lo
que había vivido y visto, todo cambiaba. Los hombres que
estaban en la mansión eran escoria, no se salvaba ni uno solo
de ellos, y lo que no iba a permitir era que siguieran
aprovechándose de mujeres indefensas.
—Los voy a matar a todos —sentencié.
Capítulo 8

—No te diré que no —apuntó Adrik soltando una carcajada,


por lo que Arthur no dudó en fulminarlo con la mirada.
—Ponte esto —me ordenó, al mismo tiempo que me tendía
un chaleco antibalas.
Me di la vuelta para girarme hacia Atenea, pero, antes de
que pudiera decir nada, me percaté de que ya la estaban
equipando, incluido un pasamontañas como el que llevaban
todos los demás.
—Nos vamos —anunció Adrik.
—Ve con cuidado —me pidió Arthur.
—Si salimos de esta, ya puedes ir pidiéndome matrimonio
o te la corto. —Sonreí y le di un ligero beso en los labios.
—Te veo fuera, ¿vale?
Asentí y volví a besarle, como si aquella fuese nuestra
última vez, aunque deseé y le rogué al universo que no lo
fuera. Adrik hizo un movimiento con la mano, lo que provocó
que sus hombres se pusieran en formación, dejándonos a
nosotros en la parte central y trasera del escuadrón.
Valia se colocó junto a mí, pude ver en la lejanía la casa.
Sentía cómo todo el cuerpo me quemaba, las manos me
temblaban de la ira que llevaba dentro, era como si todo mi ser
se hubiera prendido en llamas sin que pudiera hacer nada por
detenerlo. Me fijé en el escuadrón, en el fusil que sujetaba con
las dos manos, tragué saliva y, en el preciso instante en el que
mi mirada se encontró con la de Atenea, algo hizo clic en mi
mente.
Salí corriendo hacia la mansión, la furia me cegaba, no
podía evitarlo, necesitaba matar a esos malnacidos que tanto
mal habían provocado, no merecían clemencia ni redención, su
único final debía ser la muerte.
—Malditos hijos de puta —grité, al mismo tiempo que
abría fuego contra la cristalera de la mansión.
Los miles de fragmentos de vidrio cayeron al suelo como si
de una lluvia se tratase, las mujeres que había en el interior
corrieron despavoridas, podía sentir su miedo. Tenía ganas de
gritarles que escaparan y huyeran de todo lo que los rodeaba,
aunque algo me decía que a cada una de esas chicas las tenían
amenazadas y coartadas para que hicieran lo que ellos
quisieran.
Iban a saber con quién se estaban enfrentando, no
permitiría que se marcharan sin pagar a cambio de lo que le
habían hecho a Atenea y de lo que seguramente le hicieron a
cientos de mujeres a las cuales esclavizaban para utilizar para
su propio goce y para ganar el sucio dinero con el que luego
compraban coches para fardar delante de todos.
—¿Qué coño haces, Arizona? —me preguntó Valia viendo
cómo me acercaba hacia el interior de la casa.
—Pagarán —contesté con seriedad, tan cabreada que ni
siquiera osó llevarme la contraria—, su sangre será el
descanso de todas las niñas secuestradas y mujeres violadas.
—Volví a disparar—. Llévate a Atenea —le pedí.
Valia no volvió a preguntar, corrió junto al pelotón, le dijo
algo a Eirny, que sujetó a Atenea con fuerza, ya que a la pobre
apenas podía caminar con normalidad a causa de todo lo que le
habían hecho. Cogí aire, aquellas fiestas muchas veces
duraban días, ya que, no solo disfrutaban de música y alcohol,
sino de orgías interminables que los acababan atrapando donde
se estuviera celebrando. Por suerte, y no para ellos, aquella era
una de esas eternas fiestas.
—Gracias —le dije a Valia cuando esta pasó junto a mí.
—¿A quién hay que matar? —Quiso saber, al mismo
tiempo que una sonrisa se dibujaba en sus labios.
—A todos.
Sin pensarlo más, abrió fuego, igual que lo hice yo, no
íbamos a dejar títere con cabeza. Era una pena, ya que estaba
segura de que la gran mayoría de asistentes se habían
marchado horas antes, exhaustos, pero me complacía saber
que algunos de ellos perecerían.
—¡Deteneos! —Escuché a Adrik—. Vais a provocar una
puta guerra, insensatas.
—La guerra ya ha llegado —respondió Valia.
—Tengo que encontrar a Arseni —le dije a mi amiga.
Esta asintió, no tenía ni idea de quién era, pero sabía que
me acompañaría al fin del mundo con tal de protegerme.
—¡Solas no vais a poder! —Alzó la voz Adrik.
—¡Observa, capullo! —gritó Valia mientras corría junto a
mí.

Cuando salí de la casa hacia el jardín exterior, ya no quedaba


nadie dentro, la gran mayoría de ellos había huido del lugar
como buenas ratas que eran, algunos de ellos yacían muertos
sobre el suelo del gran salón donde unas horas antes
disfrutaban violando a Atenea. No era capaz de comprender
cómo aquellos malnacidos se habían marchado en vez de
presentar batalla, tal vez hubiéramos tenido suerte o solo era la
antesala de una guerra que no podíamos ganar.
El corazón me iba a dos mil por hora, lo notaba repiquetear
en mi pecho de una forma ensordecedora. Había perdido a
Valia en la casa, por lo que decidí salir al jardín trasero, donde
lo que vi me dejó sin habla.
—Paul… —susurré.
Corrí en dirección a donde se encontraban, Arthur estaba
con él, tenía las manos alzadas, mientras su hermano le
apuntaba con una semiautomática. Hice lo mismo, no dudé, si
estaba a punto de matar a mi hombre, lo mataría yo antes sin
dudarlo. Los escuchaba hablar, aunque estaba tan sumamente
nerviosa que ni siquiera era capaz de entender lo que decían.
Tenía claro lo que debía hacer, pero no estaba segura de poder
hacerlo en el momento en el que viera a Arthur en su rostro.
Cogí aire, estaba a puntito de dispararle, dio un paso
adelante dejándome sin aliento, cada vez estaban más cerca y
parecía que yo no llegaba nunca.
—¡Debiste dejarme morir! —gritó Paul con aquella voz
tremendamente similar a la de Arthur.
—Eres y siempre serás mi hermano, Paul.
Arthur fijó la vista en mí, me hizo un ligero movimiento de
cabeza y, cuando él me indicó, apreté el gatillo para disparar al
traidor de su hermano en una pierna, lo que hizo que cayera de
rodillas. Justo antes de que llegase, él hizo lo mismo, hiriendo
a Arthur en el abdomen.
—¡Arthur! —chillé sintiendo cómo mi garganta se
desgarraba. Corrí con todas mis fuerzas, hasta tal punto que
creí que me desmayaría a causa de la presión y, cuando Paul
estaba a punto de volver a dispararle, le golpeé con fuerza en
la nuca con la culata del arma. Mi cuñado cayó inconsciente a
un lado y, sin siquiera mirarlo, me tiré junto a Arthur.
»Mi amor, por favor… —susurré. Rasgué parte del vestido
que sobresalía del chaleco antibalas, hice una bola y se lo
coloqué en la herida. La sangre salía a borbotones, tanto que el
pequeño trapo se empapó a los pocos minutos de colocarlo
sobre esta.
»Aguántalo aquí —le pedí, poniendo mis manos sobre las
suyas para hacer presión y así intentar parar la hemorragia.
Parpadeó mirándome, como si no fuese capaz de enfocarme.
Podía percibir cómo algo en él se apagaba, lo que me rompió
por dentro. No iba a permitir que me lo arrebataran otra vez,
nos merecíamos vivir la vida con la que siempre soñamos.
»Arthur, mírame —le rogué al borde del llanto—, te sacaré
de esta —le prometí sintiendo cómo mi voz temblaba a cada
palabra que salía de mi boca—. Además, tienes que casarte
conmigo, no puedes dejarme ahora. —Susurré—. Hay que
organizar la mudanza, hay mucho por recoger… —Intenté
mantenerme serena, pero las lágrimas ya recorrían mis
mejillas, empapándome todo el rostro—. Me tienes que llevar
a nuestra casa… —Mi voz se quebró—. Quiero envejecer a tu
lado, Arthur Martins, no puedes dejarme ahora. —Lloré
desconsolada.
Capítulo 9

Al llegar al refugio se llevaron a Arthur al dispensario


sanitario que tenían dentro del búnker, aún no había conocido
al tal Alexander, pero lo cierto era que no tenía ilusión alguna.
Sí que quería agradecerle su ayuda y que nos dejase estar en
sus instalaciones, sin embargo, saber que su apellido era
Vólkov conseguía erizarme cada vello del cuerpo.
Cogí aire al mismo tiempo que cerraba la puerta de la
habitación a mi espalda y me apoyaba en ella pasándome una
mano por el cabello, Valia me había acompañado para
asegurarse de que estuviera bien.
Fingí estarlo, le aseguré una y mil veces que no necesitaba
que estuviera conmigo, que podía estar sola sin que los
demonios que me acorralaban hablándome al oído ganasen la
batalla. Me metí en la ducha y rompí a llorar, me sentía sucia,
cuando la rabia y el afán de venganza se desvanecieron, me di
cuenta de la escoria en la que me había convertido con tal de
conseguir lo que quería. Me había puesto a su mismo nivel, los
había matado con mis propias manos, era una maldita asesina
como todos ellos. Un desgarrador quejido se escapó entre mis
labios hiriéndome la garganta y tras ellos vinieron más. Me
tapé el rostro con las manos y me dejé caer en el suelo de
piedra negra, notando cómo el agua caliente caía sobre mí.
¿Cómo demonios le iba a contar a Jude todo lo que había
hecho? Ni siquiera era capaz de contar los hombres a los que
había disparado aquella noche ni de cuántos acabarían muertos
por las heridas de las balas que traspasaron las cristaleras
cuando abrí fuego contra ellos. Estaba metida de lleno en un
mundo que me repugnaba, donde la ley del más fuerte
prevalecía y el resto parecía carecer de importancia. No podía
dejar de lamentarme, me había convertido en una criminal. ¿O
acaso estaba todo justificado? No valía más que ninguno de
ellos, era cierto que lo merecían, pero tal vez no tendría que
haber sido yo la mano ejecutora.
Una fuerte náusea vino a mí, por lo que corrí al váter,
estaba tan asqueada de mí misma que no pude evitar vomitar
lo poco que había comido en el trayecto del caserío al refugio
de Alexander.
—Arizona. —Escuché cómo Valia llamaba a la puerta del
baño.
Me tapé la boca con la mano, y una arcada volvió para
delatarme. Todo mi cuerpo temblaba a causa del esfuerzo y del
frío, pero también del miedo y del pánico que me daba a mí
misma. No quería convertirme en ellos y había conseguido
repugnarme hasta el límite que no era capaz de sostenerme la
mirada en el espejo cuando accedí al baño por primera vez.
Empecé a llorar de nuevo, fue entonces cuando Valia no dudó
en entrar.
—Arizona, Arizona —repitió, cogió una toalla y me
envolvió en ella con cuidado—, ¿qué te pasa?
Con una pequeña toalla me limpió las lágrimas, me secó el
cabello y se sentó a mi lado en el suelo para abrazarme y
cobijarme. Podía sentir su calor contra mi cuerpo, calmando
esas voces que no dejaban de repetirme la escoria que era.
Acarició con delicadeza mi espalda, sin importarle nada, ni
siquiera que estuviera empapando toda su ropa.
—Ya está, mi pequeña Ari —susurró con ternura, mientras
no dejaba de llorar contra su pecho.
—N… No sé en qué demonios me he convertido. —
Lloriqueé—. Los he matado, Valia… Los he matado…
—Al principio es difícil asumirlo —me explicó con
cuidado, mimándome con cada uno de sus gestos, como lo
haría una hermana—, aunque parezca mentira, aún recuerdo
los rostros de las primeras personas a las que maté… —
admitió. Por primera vez desde que la conocí pude ver en ella
arrepentimiento y vulnerabilidad.
No podía negar que una parte de mí se alegraba de que esos
malnacidos estuvieran muertos, sin embargo, me corroía haber
sido yo quien les hubiera arrebatado lo más valioso que tenían:
la vida.
—¿Y ahora? —pregunté.
—Llega un punto en el que no sientes nada, en el que cada
muerte es una más —se sinceró—. No eres como ellos, no eres
una asesina, esos malnacidos merecían morir y, si no lo
hubieras hecho tú, lo habría hecho yo.
—Pero…
—Son asesinos, Ari, violadores, proxenetas,
secuestradores… —me interrumpió hablando con dureza, tanta
que pude sentir cómo un escalofrío me recorría de pies a
cabeza—. No sabes la cantidad de niñas que tienen retenidas
lejos de sus familias, las venden, las utilizan en eventos
privados ultraexclusivos y las prostituyen para seguir
lucrándose tras haberlas arrancado de los brazos de sus madres
y padres. —Suspiró—. No se merecen tus lágrimas ni tu
arrepentimiento. —Me pasé una mano por el rostro, me limpié
la boca con la pequeña toalla que había utilizado antes Valia y
cogí aire, intentando calmar los hipidos causados por el llanto.
Con ella era sencillo hablar, no sabía qué era lo que nos
conectaba, pero adoraba tener a alguien como Valia a mi lado.
Sabía que era dura como una roca, aun así, verla tan cerca de
mí me reconfortaba.
»Ahora ya no podrán utilizar a nadie más, piensa en todas
las niñas a las que has salvado, a todas las mujeres a las que ya
no volverán a poner la mano encima.
—Pero tras ellos vendrán otros —dije apartándome de ella,
cubriéndome con la toalla que me había puesto.
—A esos ya no tendrás que matarlos —aseguró.
—¿Por qué?
—Porque lo haré yo por ti, hasta que no quede ni uno sobre
la faz de la tierra —me prometió.
—Gracias —susurré.
De un salto se puso en pie y me observó desde las alturas.
Agradecía tener a alguien en el equipo como ella. Frida era un
amor, pero lo cierto era que no habíamos tenido esa afinidad
que sí que sentí con Valia nada más conocerla o incluso con
Atenea.
—Vístete, en diez minutos te espero en la puerta —me
ordenó—, tienes que conocer a Alexander, ahora que no está
Arthur estoy segura de que tendrá aún más ganas de conocerte.
—Yo no soy quien está al mando —me negué.
—Bueno, pero eres el contacto más cercano a Martins.
—Está bien —claudiqué.
—¡Diez minutos! —me recordó al mismo tiempo que salía
del baño e, instantes después, escuché cómo se cerraba la
puerta de la entrada.

Volví a ducharme, me lavé los dientes y cuando salí del baño


me encontré sobre la cama unos pantalones cargo de color
verde militar y un jersey negro de cuello cisne, además de ropa
interior, cosa que agradecí. Supuse que había sido Valia quien
lo traía en el momento en el que me encontró tirada en el suelo
y ya ni siquiera se acordó de decírmelo.
Comprobé el reloj, quedaban apenas unos segundos y, antes
de que la manecilla del segundero llegase a marcar el minuto,
escuché cómo Valia llamaba con los nudillos a la puerta. Salí y
no dije nada, simplemente me limité a caminar en la misma
dirección que ella.
—Sé que a Arthur le gustaría ser él quien te presentase a
Alexander, pero aún está descansando —me informó.
—Será mejor que duerma un poco, hasta que se sienta con
fuerzas —aseguré.
Por suerte, le habían podido extraer la bala sin
complicaciones, había perdido bastante sangre, aunque
pudieron hacerle una transfusión con parte de la que tenían de
reserva. No éramos compatibles, si no, le hubiera dado la mía
propia. Solo le quedaba hacer reposo el mayor tiempo posible,
hasta que los puntos cerrasen la herida y el dolor pasase. Había
tenido tantísima suerte que aún no me lo creía, la bala había
estado a punto de rozar la aorta. También fue afortunado de
que Alexander tuviera un puñetero hospital metido en aquel
búnker bajo tierra, el cual contaba con casi cualquier máquina
que pudiéramos haber necesitado para salvar a Arthur.
—Tranquila, se pondrá bien —me prometió—. En unas
horas, cuando esté cien por cien estabilizado, lo llevarán a
vuestra habitación.
—¿Dónde coño estamos? —Quise saber—. ¿Y de dónde ha
salido todo esto?
—No sé de dónde saca el dinero, pero Alexander ha
construido aquí algo que ni siquiera sabría definir. —Se pasó
una mano por su rizado cabello—. Esto parece una ciudad
metida dentro de una montaña —comentó con cierta
admiración—, tiene campo de tiro, hospital, médicos y
enfermeras, un enorme comedor, una cocina con chefs, gente
que se encarga de la limpieza… Este lugar es inexpugnable.
—¿Y si alguno de ellos se chiva?
—Alexander tiene gente de confianza.
No sabía si realmente debía fiarme ciegamente de él, lo
único que sabía era que su apellido era Vólkov y todos con los
que me había topado eran una panda de hijos de puta.
—¿Y qué hay de Adrik? —le pregunté alzando una ceja.
—Él es un caso aislado —murmuró—. No creo que vaya a
delatarnos, pero no acabo de fiarme.
Valia se ponía ligeramente a la defensiva cuando
hablábamos de Adrik, por lo que sentía que había algo detrás.
—Tendré que hablar con él. —La miré de reojo, a
sabiendas de que no le gustaba ni un pelo aquel hombre.
—Será mejor que nos apresuremos, no tenemos demasiado
tiempo.
Capítulo 10

—Vamos, no muerde —me instó Valia.


Cogí una bocanada de aire, sintiendo cómo un sudor frío
me recorría toda la columna vertebral. Llamé a la puerta con
los nudillos, escuché cómo al otro lado me instaban a entrar.
De reojo observé a mi amiga, que dio un paso atrás, por lo que
entendí que Alexander quería verme a solas. Tragué saliva y
abrí la puerta con cuidado.
Tras el escritorio de madera de roble, vi una gran butaca
que permanecía girada, cuando oí el clic de la puerta
cerrándose, esta se giró mostrándome algo que no imaginaba.
Frente a mí había un chico de mirada triste, ojos oscuros y
gesto sombrío. Cuando se percató de mi presencia sonrió de
forma chulesca. Iba sin camiseta, por lo que pude ver cómo su
piel tatuada lucía bajo las luces del despacho. Sobre su pecho
había dos rosas y un alambre de espino y en su abdomen lucía
un año: mil novecientos noventa y cuatro, ¿sería la fecha de su
nacimiento?
—Supongo que tú eres Alexander —musité a la defensiva.
—Adelante, siéntate —me pidió.
Hice lo que me ordenó y vi cómo un enorme rottweiler se
sentaba a su lado sin apartar la vista de mí. Alexander sacó una
caja de cigarrillos y me observó:
—¿Fumas?
Asentí y, sin que tuviera que decir nada más, colocó uno
entre sus labios, lo encendió con un mechero Zippo para
minutos después tendérmelo con una mueca agradable. Su
gesto me hizo sentir confusa, pero, por otra parte, me
reconfortó. No sabía si me estaba intentando engatusar, igual
que había hecho Misha, sin embargo, mi instinto me decía que
era diferente.
—¿Qué es lo que quieres? —pregunté dándole una larga
calada.
—Vaya, veo que no eres mujer de rodeos.
—Me gustan las cosas claras y de frente —respondí sin
dejar que dijera nada más—. No sé qué coño os pasa a los
Vólkov ni en qué mierda estáis metidos, pero lo que tengo
claro es que no voy a dejar que nos arrastréis con vosotros.
—Tranquila, Arizona —dijo en un tono neutro y relajado
—. No quiero arrastraros a ninguna parte, simplemente, Arthur
estaba en peligro y decidimos actuar.
—¿Por qué? —inquirí—. ¿Qué queréis a cambio? —añadí
—. ¿Qué quieres tú a cambio? —rectifiqué antes de que
respondiera.
—Nada, no queremos nada, ya te lo he dicho, solo
queríamos ayudar.
—No te creo.
Negó con la cabeza un par de veces al mismo tiempo que se
ponía en pie para servir dos vasos con bourbon.
—Piensa lo que quieras, Arizona, te demostraré que no
venimos a pedir nada —me prometió, lo que en cierto modo
me congratuló, no esperaba aquella respuesta, pero me gustaba
saber que cumpliría su palabra—. Nuestro enemigo es el
mismo, no podíamos permitir que alguien inocente como
Arthur fuese uno de sus daños colaterales.
—¿Por qué haces esto? —Quise saber.
—Es una larga historia.
—Cuéntamela o nos largaremos en cuanto Arthur pueda
caminar —le amenacé.
—Marchaos, nada os retiene aquí —dijo alzando una ceja,
lo que me dejó descolocada una vez más—. Arizona, huid en
cuanto podáis, no lo penséis, de verdad. No quiero que os
involucréis más en esta guerra.
Le di una calada al cigarrillo, intentando calmar el
nerviosismo que empezaba a corroerme de nuevo.
—No existe tu guerra, Alexander.
—Claro que sí y estáis en medio de un fuego cruzado, lo
que aún no sabe mi padre es que soy yo quien maneja los
hilos de su perdición.
—No eres más que un niño asustado, Alexander —me
sinceré ante lo que veía— que pretende jugar a un juego del
que ni siquiera sabe las reglas.
Del bolsillo trasero de su pantalón negro sacó una
semiautomática con la que me apuntó sin siquiera pestañear.
Contuve el aliento. «En ciertas ocasiones, tal vez debería
callarme un poco», pensé para mis adentros. No sabía de qué
demonios era capaz Alexander, pero en ese instante me pilló
desprevenida y sin ningún arma con la que poder defenderme,
por lo que me limité a observarlo, intentando parecer segura de
mí misma.
—¿Crees que no sería capaz de matarte aquí mismo,
Arizona? —siseó provocando que un escalofrío me recorriera
todo el cuerpo.
—Entonces te convertirías en ellos, Alexander —respondí y
apreté la mandíbula—. Tu puto padre y tu hermano de mierda
están obsesionados conmigo. —Hice una pausa para fumar—.
Tendrías que coger número para ponerte a la cola, estoy segura
de que serían capaces de matar a cualquiera por mí.
Aquello era mentira, habían desarrollado un ansia por mí
que no era normal, pero lo cierto era que no sabía hasta qué
punto llegarían. Misha estaba al borde de hacer lo que yo
quisiera, aunque dudaba que Yuri fuese tan manejable como el
pelele de su hijo mayor. Alexander se dejó caer de nuevo sobre
el butacón y bebió un sorbo del bourbon que había servido
minutos antes.
—No ganaría nada matándote, no soy gilipollas, Arizona —
aseguró.
—Ah, ¿no?
—Sé lo que está en juego. —Parecía bastante seguro de lo
que estaba diciendo, por lo que no dudé—. Os hemos estado
vigilando desde hace muchísimo tiempo, sé los planes que
tienen para ti, lo codiciada que estás y lo mucho que te ama mi
querido hermanastro.
—¿Misha y tú no sois hermanos?
—No, solo compartimos padre.
Asentí lentamente, pensando en todo lo que ya sabía de la
familia Vólkov, que era lo suficiente como para huir en
dirección contraria a todos ellos en cuanto los viera. Había
demasiadas preguntas que se agolpaban en mi mente, por un
momento incluso sentí que me iba a estallar en mil pedazos.
—¿Y por qué no estás lamiéndole los pies como lo hace él?
—pregunté curiosa.
—No creo que sea de tu incumbencia —contestó molesto.
No pude evitar mirarlo incrédula, aquella no era forma de
que nos conociéramos y mucho menos tuviéramos una
relación, ya fuese de amistad, negocios o de cualquier tipo,
aunque no estaba del todo segura de si quería seguir
manteniendo una conversación con él.
Con cada una de sus palabras podía ver a Misha, recordar
todo lo que me hizo en su casa y lo que hubiera llegado a
hacer si no fuese por Francesca. Ella también era despreciable,
pero conseguía tener a su perro Vólkov bien atado del collar
para que hiciera lo que a ella le daba la gana. Solo de pesar en
él se me revolvía el estómago, recordar cómo me observaba, la
sensación de tenerle cerca… Me repugnaba hasta límites
insospechados.
—Está bien, no me lo cuentes si no quieres. —Bebí del
acaramelado líquido—. Pero así no conseguirás que confíe en
ti.
—Ese es tu problema, Arizona.
Su altivez me sacaba de quicio, tal vez fuese porque no me
gustaba que no me dieran aquello que quería, y Alexander era
bastante parecido a mí, solo que habíamos nacido en mundos
completamente distintos.
—Entonces tendré que decidir si me fío de ti o no, de
momento la balanza ya se ha decantado por uno de los lados.
—Lo desafié achicando los ojos.
Su respuesta no tardó en llegar, durante esos segundos que
pasaron el ambiente pudo cortarse con un cuchillo de juguete.
—Recuerda por qué tu novio sigue vivo. —Me guiñó un
ojo.
Dejé ir un bufido y, cuando estaba a punto de atacar,
escuché cómo alguien llamaba a la puerta para, segundos
después, abrirse. Me giré para ver de quién se trataba y fue
entonces cuando me encontré con mi amiga.
—Me habían dicho que… —La voz de Atenea se
desvaneció cuando sus ojos se posaron sobre Alexander.
—Pasa —le pidió él.
—No quería molestar —se excusó pasándose una mano por
el cabello para colocar un mechón tras su oreja.
—Tranquila, ya me iba —le informé, mientras me ponía en
pie y miraba a Alexander—, y tú conmigo.
—No hace falta, yo… —empezó a decir.
—Nos vamos, Atenea —repetí.
Capítulo 11

Cuando salimos del despacho de Alexander percibí un alivio


extraño que jamás había sentido, no sabía qué era lo que había
en él, no acababa de comprender por qué no me gustaba.
Estaba claro que haría todo lo necesario por conseguir su fin,
no había término medio y no se detendría por nada ni nadie. Si
te entrometías en su camino, acababa contigo sin siquiera
pestañear para seguir avanzando. Mientras no le molestases,
seguirías con vida, pero, a la que quisieras frenarlo…,
morirías.
Observé de soslayo a Atenea, quien parecía temblar todo el
rato. Le habían dado la misma ropa que a mí, solo que ella
además llevaba un abrigo de plumas del mismo color que el
jersey. Se había recogido el cabello moreno en una larga trenza
que le colgaba a su espalda y a cada paso que daba se movía al
mismo son.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté. La notaba inquieta,
más de lo que me esperaba que estaría, por lo que tomé su
mano, estaba fría como el hielo, podía notarla tiritar y no era
precisamente por el frío. Con paso ligero nos dirigimos hacia
su habitación, antes teníamos que coger el ascensor que
comunicaba la zona del despacho de Alexander con las
habitaciones.
»Estaremos allí en nada. —Asintió sin contestar, su pecho
subía y bajaba rápidamente, desvió la mirada de la mía y pude
ver cómo sus ojos se llenaban de lágrimas.
»Tranquila. —Le estaba dando un jodido ataque de
ansiedad allí en medio y lo peor de todo era que no tenía ni
idea de cómo gestionarlo. Lo había vivido en algunas
ocasiones, pero era tan complicado ponerse en el lugar de la
persona que lo pasaba que ni siquiera era capaz de pensar con
claridad.
»Mírame —le pedí, a la vez que le colocaba el dedo índice
bajo su barbilla—. Vamos, Atenea, mírame —le rogué de
nuevo. Tomé sus manos con delicadeza, cobijándolas entre las
mías, y con ternura me las llevé a los labios.
»Coge aire por la nariz lentamente, siente cómo tu pecho
se llena de oxígeno —fui indicándole, intentando que se
centrase en lo que le estaba diciendo y no en el pánico que
estaba viviendo—. Muy bien —la felicité al ver cómo me
hacía caso y dibujé una mueca en mis labios—. Necesito que
te centres en mi voz, que cierres los ojos poco a poco y sigas
respirando con profundidad. Las manos aún le temblaban y el
frío permanecía, ni siquiera yendo abrigada como para irse al
Polo Norte conseguía quitarse el helor de encima y todo era
causado por la agonía que la corroía.
»Vamos, Atenea —dije en el momento en el que las puertas
se abrieron.
Fijó sus ojos azules, sumamente claros y cristalinos como el
mar Caribe, abriéndolos como platos, cuando me quise dar
cuenta, Alexander tenía una mano sobre su hombro. Alcé la
vista, dibujé una mueca burlona en mis labios y alcé una ceja.
—¿Va todo bien? —Quiso saber.
—Estupendamente, además, no creo que nada de lo que nos
pase sea de tu incumbencia —respondí y acto seguido le guiñé
un ojo. Tiré de la mano de Atenea y, nada más subirnos al
ascensor, apoyé la espalda contra la fría pared y cerré los ojos.
Alexander me ponía de los nervios, tenía esa mirada parda,
igual que su hermano, que era capaz de recordarme cada
momento en la casa.
»¿Cómo te encuentras? —le pregunté a Atenea.
Necesitaba con urgencia un cigarrillo o, mejor dicho, un
paquete entero, estaba de los malditos nervios, pero tenía que
controlarme para que Atenea no lo notase demasiado, no
quería alertarla ni que mis emociones se le contagiasen.
—Bien. —Sonreí fingiendo—. ¿Cómo va tu ansiedad?
—Creo que mejor, la verdad. —Hizo una pequeña mueca
—. Por lo menos ya no siento que se me vaya a salir el
corazón del pecho —bromeó, cosa que me gustó.
Dejé ir una carcajada justo cuando las puertas se abrían para
nosotras.
—No sabes cuánto me alegro de que estés aquí —aseguré
abrazándola.
—¿No te arrepientes?
—De nada, Atenea —aseguré—, jamás podría
arrepentirme, si ese era el precio que debía pagar por sacarte
de ese maldito infierno, lo haría un millón de veces si hiciera
falta.
Me repugnaba pensar que aún había mujeres que seguían
estando sometidas por ese yugo que no las había dejado vivir,
que a cada paso que daban era porque su amo se lo ordenaba,
porque los hombres que las tenían cautivas se lo exigían. Sus
ojos se llenaron de lágrimas y pude sentir su dolor como el
mío propio, no quería verla sufrir ni que reviviera cada
momento en los clubs de Vólkov. No merecían sus lágrimas ni
que siguiera torturándose por lo que le habían obligado a hacer
durante años.
—Ojalá hubieran podido escapar más —dije con pesar.
—Lo conseguiremos.
—Ah, no —negué al mismo tiempo que abría la puerta de
su habitación—, no, no, no —seguí haciéndolo—, de eso nada.
La vida de acción y de estar metida en una maldita mafia se ha
acabado. En cuanto podamos haré que el amigo de Arthur,
Mike, hable con el programa de protección de testigos para
que te den una nueva identidad y un nuevo hogar.
—Pero…
—No hay peros que valgan, ¿es que no has sufrido lo
suficiente, Atenea? —Me giré para mirarla—. ¿Es que no
recuerdas cómo te dejaron en el búnker? —pregunté llena de
lástima y alcé una de mis manos para acariciar su magullado
rostro—. Mírate. —La coloqué frente a un espejo—. ¿Crees
que mereces volver a pasar por todo eso o que acaso dejarán
que vivas?
—No —susurró.
—En el momento en el que te encuentren te pegarán un tiro
o te aleccionarán delante de las demás para que sepan lo que
no hay que hacer. —No dijo nada, permaneció en silencio,
sabía que estaba en lo cierto, conocía a esos cerdos que la
habían violado y usado en decenas o cientos de ocasiones sin
que pudiera negarse a ello.
»Quiero conocer tu historia, Atenea —admití—, quiero
comprender por qué llegaste a este lugar… —Atenea cerró los
ojos, y pude ver cómo una lágrima descendía por su mejilla
derecha, repleta de dolor y amarga como el más puro de los
cacaos.
»Entendería que no quisieras hacerlo ahora, tranquila —dije
al mismo tiempo que le tomaba las manos—. Cuando te
sientas segura y en paz estaré para escucharte.
—Gracias, Arizona.
Podía ver la ternura en sus ojos. Atenea estaba derruida por
dentro, era como una muñeca de porcelana que tenía que
reconstruirse con paciencia y muchísimo cariño. Tal vez
hablara con Janeth, ella podría ayudarla a forjar un nuevo
camino, Atenea iba a tener que aprender a lidiar con los
fantasmas que gritaban en su interior y que no se habían
atrevido a salir durante su cautiverio.
—Siempre estaré ahí, ¿vale? —Atenea asintió e hizo que
una pequeña curva se dibujase en sus labios. Si ella me lo
pedía la acompañaría en su recuperación, no quería dejarla
sola, había vivido demasiados años encerrada, necesitaba
apoyo y no sabía si tenía a alguien a quien recurrir. Lo más
seguro era que aquellos a los que conocía la hubieran dado por
muerta después de muchos años desaparecida.
»¿Necesitas algo más? —me preocupé, no quería
marcharme hasta que no estuviera al cien por cien segura de
que estaba bien—, la cena es a las ocho y media —le informé
—, voy a ir a ver a Arthur, pero si quieres luego me paso a
verte, ¿vale?
—Tranquila, estaré bien —me prometió—, ve a ver a tu
amor, debe de estar preguntándose dónde te has metido.
»Arizona —me llamó antes de que pudiera volver a
desaparecer tras la puerta.
—Dime.
—Gracias por ser como la hermana que no he tenido nunca.
Volví a donde se encontraba y la abracé con mucha fuerza,
por un momento creí que nos fusionaríamos. Sentí cómo las
amargas lágrimas llenas de rabia y de rencor emanaban de mis
ojos sin que pudiera hacer nada por detenerlas. Apenas la
conocía, pero solo de pensar en todo lo que había vivido… Ver
cómo se había puesto en riesgo por salvarme era lo único que
necesitaba saber, eso no lo hacía cualquiera. No me hacía falta
nada más para tener claro que quería acabar con su sufrimiento
y con todos aquellos que le hubieran puesto una mano encima.
—Me salvaste la vida, Atenea, y ahora te he devuelto la
tuya.
Capítulo 12

Arthur llevaba casi veinticuatro horas dentro de la enfermería,


no me habían dejado entrar casi en ningún momento, ni
siquiera cuando aún estaba consciente. Le habían dado
tranquilizantes para que todo pasase más rápido, por lo que
durante la gran parte del tiempo estuvo dormido.
Saludé a la enfermera, quien nada más verme entrar en la
habitación hizo un pequeño gesto y se marchó hacia el
exterior. Me acerqué hasta que noté cómo el frío hierro de las
barandillas de la cama se pegaba a la tela de mis pantalones.
Cogí aire, intenté mantener la calma, verlo en aquella situación
hacía que tuviera ganas de ir a donde demonios tuvieran a Paul
para arrancarle las pelotas.
Acaricié su cabello con delicadeza, tenía algunos mechones
cayendo sobre su frente. El pelo cada vez se le aclaraba más a
causa de la luz del sol, incluso algunas partes llegaban a ser
casi rubias. Sonreí, adoraba a aquel hombre, era como un
jodido ángel, un dios inalcanzable con alma de guerrero y con
un corazón lleno de bondad. Nunca me había topado con
alguien así, tan auténtico, que me quisiera y cuidase con
aquella devoción que solo él me profesaba. Estaba locamente
enamorada de él, no podía negarlo, ni siquiera mis ojos
podrían esconderlo, porque mirarlo era sentir cómo todo mi
cuerpo se estremecía. Sabía que cuando todo esto acabase me
iría al fin del mundo con él, donde pudiéramos pasar
desapercibidos y donde Tótem no pudiera encontrarnos. No
me importaba nada más, solo quería hacer mi vida con él,
disfrutarnos y ser lo felices que no habíamos sido durante todo
el tiempo que permanecimos separados.
Una pequeña gota descendió por mi mejilla, no quería estar
así, estaba contenta de saber que la intervención había salido a
la perfección, y ahora lo único que necesitaba era descansar el
máximo posible para que se recuperase.
—Arizona… —dijo en voz baja mientras entreabría los
ojos.
—Hola, mi amor —susurré y paseé mis dedos sobre su
hermoso rostro—. ¿Cómo te encuentras?
—Dolorido —murmuró, dejó ir una leve carcajada que vino
acompañada por un quejido.
—No hagas eso, tonto —le reñí—, ¿es que no te acuerdas
de que te han atravesado el costado?
—¿Cómo estás tú? —se preocupó.
No habíamos podido hablar apenas desde antes de la noche
en la que me planté en la fiesta de Dara. No sabía lo que le
había pasado a Atenea ni lo que me dijo Francesca, por lo que
aproveché el ratito que estuve con él para ponerle al día de
todo lo que había escuchado, aunque tampoco era demasiado.
—Aún no comprendo por qué Francesca tiene esa ansia
contigo y por qué todos dicen que eres un tesoro —meditó
Arthur.
Yo tampoco lo entendía, ¿qué era lo que había hecho yo
para que esa panda de tarados estuvieran tan obsesionados
conmigo? Quería pensar en todo lo que había vivido en mi
vida, pero nada me hacía caer de qué demonios conocía a
todos ellos, solo Tótem unía nuestros caminos, no tenía ningún
sentido…
—Ojalá lo supiera —musité.
—Lo averiguaremos antes de que sea demasiado tarde —
dijo dejando ir un quejido, al mismo tiempo que se intentaba
incorporar.
—Déjate de rollos, lo único que vas a hacer tú es descansar.
—Me gustaría que me trasladaran a nuestra habitación,
estar aquí es un aburrimiento, en un par de días podré caminar
bien, sin dolor y podremos marcharnos.
No sabía cómo decirle que Paul estaba con nosotros, y que
los hombres de Alexander se lo habían llevado a algún lugar
del búnker que ni siquiera conocía. Cuando le disparó, Arthur
acabó desmayándose, por lo que estaba segura de que casi no
se acordaría de nada de lo que había pasado después.
—Aún tenemos que interrogar a tu hermano —le recordé.
Su gesto cambió, apretó la mandíbula y pasó de estar
tranquilo a la seriedad absoluta, estaba cabreado. No era por el
disparo, sino por todo lo que le había hecho antes, la traición,
las mentiras, el dolor por su no-muerte… Todo eso era mucho
más importante que cualquier otra cosa. Sabía que se sentía
decepcionado, lo peor de todo era que él siempre le consideró
un hombre ejemplar y se había topado con la realidad como si
fuera un muro. Un hombre bueno no hacía tratos con la mafia,
no abandonaba a la que iba a ser su mujer, no la dejaba en un
prostíbulo ni en fiestas para que la violaran… Paul había
estado ahí durante toda la noche y había permitido, desde la
distancia, que abusaran de Atenea sin hacer nada por
remediarlo.
—¿Dónde está?
—Alexander aún no me lo ha dicho. —En realidad había
salido demasiado rápido de su despacho, ni siquiera había
tenido ocasión de preguntarle.
—¿Has conocido a Alexander? —preguntó receloso alzando
una ceja. Le conté que Valia había sido quien me había llevado
ante él, quien quería que nos conociésemos. Aquella idea no le
gustó por el simple hecho de que el apellido que llevaba y yo
no nos llevábamos demasiado bien.
»¿Te ha hecho algo? —Quiso saber, preocupado.
—No, Arthur, tranquilo —intenté hacerle entrar en razón
—. Está todo bien, ¿vale?
—En cuanto pueda nos largaremos de aquí —sentenció.
—Solos no podemos…
—No utilizaremos más sus armas. —Negó con la cabeza—.
Sacaros del agujero donde estabais metidas era una prioridad
de vida o muerte, pero eso se ha acabado —añadió tajante—.
No quiero saber nada de ningún Vólkov.
—Arthur, tienes que entrar en razón.
Había que ser lógico, Alexander contaba con un maldito
ejército al cual podía llamar en cualquier momento, tenía un
lugar seguro donde esconderse, armamento para ganar
cualquier guerra… Nosotros lo único que teníamos era un
agujero donde meternos cuales ratas asustadas. Los hombres
de Yuri no tardarían en localizarnos en el momento en el que
saliéramos de allí.
—Tenemos que acabar de atar los cabos que tan en peligro
nos ponen —anunció.
—Claro que debemos atarlos, no por eso debemos ser
gilipollas y dejar que nos vuelvan a atrapar —murmuré—, ya
lo han hecho en repetidas ocasiones, ¿es que no hemos
aprendido nada de todo esto?
—A mí no me atraparon —musitó.
—Tú tuviste suerte de que fue Alexander quien apareció, si
no, a saber dónde estarías ahora mismo —le regañé—. Paul te
hubiera matado sin pestañear, ¿no te das cuenta? —inquirí
cabreada.
Me enfadaba ver cómo había sido capaz de decir el «a mí
no me atraparon» con ese retintín que me sacaba de quicio. A
mí me habían secuestrado dos veces, fue por mi culpa, y no lo
negaba, pero ¿qué les impedía volver a hacerlo? Pegué un
bufido y, sin siquiera volver a mirarle, salí de la sala de curas
para que la enfermera volviera a entrar.
—Cuando esté listo, llévelo a la habitación ciento treinta y
nueve —le informé.
—Así lo haré.
—Muchas gracias. —Sonreí.
La mujer agradeció aquel gesto que para mí había sido tan
simple y es que no hacía falta mucho para alegrarle el día a
alguien, solo una simple mueca.
Empecé a cavilar mientras avanzaba hasta el ascensor que
conectaba la enfermería con las demás plantas. Le di al botón
y me encendí un cigarrillo.
—¿Qué es lo que esconde Francesca? —dije para mí.
¿Qué relación tenía Tótem con la mafia rusa y con la trata
de mujeres? ¿Y con el hecho de mantener el anonimato de la
gente que iba a sus fiestas? Era el lugar en el que ningún
paparazzi podría entrar, donde nadie filtraría las atrocidades
que hacían. Tragué saliva, no habíamos visto ni un diez por
ciento de todo lo que se hacía dentro de la organización y me
aterraba pensar en lo que podrían llegar a llevar a cabo en esas
fiestas, solo de ver cómo había acabado Atenea, se me erizaba
todo el vello.
Cuando las puertas se abrieron, me quedé callada, ya que
me encontré a Valia besándose con Adrik. Por un momento
medité el hecho de esconderme contra la pared para que no se
percatasen de que los había pillado, pero no pude evitar sentir
la necesidad de carraspear y sonreír. Ambos se separaron
como si su contacto les quemara y quedaron pegados a cada
lado en una de las paredes del ascensor.
—Parece que interrumpo —intenté aguantarme la risa al
ver sus caras.
—No es lo que… —empezó a decir Adrik.
Valia le cruzó la cara de un bofetón antes de que pudiera
entrar, lo que me pilló de sorpresa, por lo que abrí los ojos
como platos.
—Es un capullo —refunfuñó Valia.
Mi intuición me decía que a Valia le gustaba más Adrik de
lo que quería decir y era por eso que contestaba siempre con
esa rabia contenida que tenía dentro. No dejaba que nadie se
asomase al interior de su coraza, a pesar de que yo lo había
hecho.
—¿Dónde vais? —Quise saber, cambiando de tema.
—A ver a Paul —me informó Adrik.
—Os acompaño.
Capítulo 13

Sentía cómo el corazón se me iba a salir del pecho, estaba


enrabietada, pero también nerviosa, no sabía cómo iba a
reaccionar al ver a ese maldito hijo de puta. Quería hacerle
pagar por todo el mal que nos había hecho vivir, porque todo
lo que habíamos pasado era por su maldita culpa. Arthur no se
hubiera adentrado en Tótem si no hubiera sido por él, a Atenea
no la hubiera violado con aquella brutalidad si él hubiera
aparecido o si simplemente yo no hubiera tenido que
intervenir.
Cogí una bocanada de aire cuando las puertas del ascensor
se abrieron de par en par y di un paso adelante sin tener ni idea
de hacia dónde nos dirigíamos.
—Vosotras entrad en esa sala. —Nos hizo un gesto
indicándonos que abriéramos la puerta que nos quedaba a la
derecha.
—¿Y tú dónde vas? —inquirió Valia con tal de llevarle la
contraria.
—A por él. —Sonrió de medio lado, provocador—. ¿O es
que quieres venir conmigo, morena?
Los ojos de Valia brillaron de la rabia, por lo que me limité
a agarrarla por la cintura y empujarla hacia el interior.
—¡Como vuelvas a llamarme así te arranco los huevos! —
gritó mientras veíamos cómo desaparecía tras la puerta
automática que había accionado con una pequeña tarjeta.
—Adrik te vuelve loca, amiga —comenté con guasa.
Me fulminó con la mirada, por lo que me hizo aún más
gracia su actitud, Valia y Adrik eran polos opuestos, de esas
personas que son como imanes que se repelen, y que al mismo
tiempo tienen un magnetismo especial. Eso era lo que más
rabia le daba a ella, podía verlo a simple vista. Mi amiga era
un enigma, aun así, siendo mujer podía comprender muchos de
los sentimientos que le atravesaban en el momento en el que la
observaba. Entramos en el lugar que nos había indicado,
estábamos en una puta sala de interrogatorios. Di un par de
golpes en el cristal, su sonido era extraño, por lo que supuse
que estaría blindado para que nadie se pudiera hacer daño.
Justo bajo este había un botón y un interfono, el cual no
dudaría en usar si no me dejaban entrar a hablar con ese
maldito traidor.
Tenía clara una cosa y era que no dejaría que se fuera de
rositas, le iba a echar en cara toda la mierda que había hecho y
el mal que provocó en Atenea. Tenía tantas preguntas sin
respuesta que no sabía si podría soltarlas todas antes de entrar
a partirle la boca. Parecía que los Martins creaban eso, dudas y
rabia.
—Tranquila, ¿vale? —me dijo Valia.
—No creo que seas la persona más adecuada para pedirme
que me tranquilice —respondí sin ganas—. Te recuerdo que
eres tú la que estaba gritándole a ese morenazo que te rompe
los esquemas.
No dijo nada a sabiendas de que tenía razón, por eso ni
siquiera osó rechistarme. Cogí aire y cerré los ojos, si hubiera
tenido a Paul delante de mí en aquel momento, lo hubiera
ahogado con mis propias manos sin dudarlo. Di un respingo
cuando noté cómo Valia me tocó los hombros, apoyándose en
ellos.
—Ya están aquí —me informó.
Abrí los ojos y maldije para mis adentros por no cagarme
en su puta vida en aquel preciso instante. Paul y Arthur se
parecían muchísimo, pero no eran para nada iguales o al
menos para mí no lo eran y mucho menos con el aspecto
desmejorado que tenía el mayor de los gemelos. Adrik unió las
esposas que ya llevaba a una cadena de metal que se anclaba al
suelo para que no pudiera huir.
Adrik le quitó la bolsa negra que llevaba en la cabeza, lo
cual aprovechó para acomodarse el cabello que se le había
despeinado, lo que me extrañó. ¿Qué más le daba cómo
tuviera el cabello? Debería estar más preocupado por otras
cosas y no por algo así. Paul conseguía desconcertarme y
cabrearme hasta límites insospechados.
El corazón se me desbocó cuando sentí cómo sus ojos se
posaban en mí, como si fuese capaz de detectarme a pesar del
cristal, como si mi imagen fuese nítida igual que si estuviera
frente a él.
—No puede vernos —me informó Valia.
—Me está mirando, ¿Cómo no va a vernos? Tiene la
mirada fija en mí —aseguré asqueada.
—Es una sala de interrogatorios, el cristal que hay frente a
nosotros tiene efecto espejo, por lo que él no puede ver nada
—me explicó, entonces caí en la cuenta de cómo se veía en las
películas y me lo imaginé igual—, en teoría. —Aquella última
coletilla no me había gustado un pelo, hacía que estuviera aún
más inquieta que al principio.
»A ver qué coño dice —murmuró y sacó una caja metálica
de su bolsillo de la que extrajo un cigarrillo—. ¿Quieres?
Asentí un par de veces, los nervios iban a consumirme de
un momento a otro, ¿o tal vez era la sed de venganza lo que lo
hacía? Un tic nervioso empezó a mover mi pierna con
insistencia, la única forma que tenía de quitármelo era
desaparecer de allí y olvidarme de todo lo que había hecho
Paul. Valia me tendió un cigarrillo encendido y no pude evitar
darle una larga calada.
—Gracias.
—Buenas tardes, Paul.
—¿Y tú eres? —preguntó con despotismo.
A pesar de estar desmejorado, e incluso débil, Paul tenía un
porte especial, igual que lo tenía Arthur. Se había dejado el
pelo más largo de lo que lo llevaba mi novio, lo repeinaba
hacia atrás con gracia, igual que la barba que cubría su rostro.
Escruté lentamente su cara, quería ver todas las diferencias
que había entre uno y otro, me negaba a creer que alguien con
la bondadosa imagen de Arthur hubiera podido estar
engañando a todo el mundo y creando tanto mal.
—Eso no es de tu incumbencia.
Paul asintió un par de veces, como pensativo, desviando la
vista hacia una de las esquinas de la habitación. Había
observado todo lo que le rodeaba, cosa que pudimos ver
mediante las cámaras de seguridad con las que contaba el
cubículo en el que estaba metido.
—Me gustaría saber con quién hablo —le informó.
—No estás en condiciones de exigir nada, Paul.
Este dejó ir una sonora carcajada, que me recordó
demasiado a las de Arthur, por lo que no pude evitar
asquearme. Negué con la cabeza.
—¿Qué tal una respuesta por otra? —propuso.
—No negocio con hombres como tú.
—¿No? —se extrañó—. Hay quien dice lo contrario, Adrik.
Abrí los ojos como platos, ¿cómo demonios sabía su
nombre y a qué se refería con eso de que había quien decía lo
contrario? Tal vez nos hubiera escuchado durante su traslado
al búnker, había llevado la cabeza cubierta, por lo que me
habían contado, y unos cascos insonorizantes, pero… ¿y si
habían fallado? Una sonrisa se dibujó en sus labios. Adrik
consiguió mantener la cara de póker y la calma, aunque por un
instante le vi cerrar la mano en un puño, lo que le había dado
una pista a Paul.
—¿Qué trato tienes con Vanko? —Quiso saber.
Negué con la cabeza una y otra vez, me movía por la sala
en la que estábamos encerradas como un león enjaulado.
—¿Qué coño le pregunta? —espeté—. No tiene ningún
sentido. —Me pasé las manos por el cabello—. Debe
preguntar por Atenea, por Yuri e incluso por Francesca, ¿qué
los relaciona y qué puto trato tienen? —Me estaba
desesperando.
—Aguarda a ver qué más le pregunta —me pidió mi amiga.
—¿Cómo voy a esperar? —solté cabreada—. No tenemos
tiempo, necesitamos interrogarle antes de que se den cuenta de
que no está.
Sabía que estaba en lo cierto, si Paul era uno de los
hombres importantes de Yuri le buscarían por todas partes
hasta dar con él o incluso enviaría a Vanko y sus hombres a
que lo encontrasen.
—¿Por qué salvar a Arizona? —le preguntó esta vez,
dejándome sin palabras.
Volvió a mirarme a través del cristal, pude sentirlo, mi
cuerpo se estremecía por el contacto de sus ojos en los míos.
Apreté la mandíbula y las manos, en puños, estaba a punto de
reventar el cristal para entrar, me daba igual lo que me costase,
le haría hablar hasta que no tuviera nada más que decir.
—Responde, cabrón —dije por el interfono.
—Oh, Arizona, estás ahí. —Sonrió de medio lado, con
chulería—. Menuda sorpresa, ¿cómo se encuentra mi querido
hermano?
Aquella fue la gota que colmó el vaso, se había acabado el
esperar a que Adrik consiguiera respuestas, yo misma se las
sacaría, aunque fuese a base de golpes.
Capítulo 14

Salí de la habitación en la que estábamos metidas, caminé por


el pasillo, intentando pensar con un poco más de claridad y
mente fría, pero lo cierto era que solo quería entrar en la sala
de interrogatorios para cogerle del cuello y apretar hasta que
dijera algo de verdad que nos ayudase a arrojar un poco de luz
sobre todos los malditos problemas que se nos venían encima.
Porque no solo habíamos escapado, sino que habíamos matado
a una decena de hombres de Yuri, y lo más seguro era que nos
estuvieran buscando para clamar venganza y que pagásemos
por ello.
Toqueteé la pantalla que se encargaba de dejarnos pasar a
donde se encontraban, probé a teclear varios códigos, no había
manera de que eso se abriera. Apoyé mis manos sobre la pared
y bajé la cabeza, debía de haber una forma de entrar sin que
fuese con la tarjeta con la que había abierto Adrik, si no, no
habría ninguna oportunidad de interrogar a Paul como
merecía.
—¿En qué piensas? —me preguntó Valia.
—Tenemos que entrar ahí como sea.
Me echó a un lado y, antes de que pudiera decir nada más,
le pegó un fuerte golpe a la pantalla con la culata de la pistola.
Del bolsillo sacó una navaja multiusos con la que empezó a
hacer palanca para quitar la parte del cristal y así acceder al
cableado del mismo. No sabía qué estaba haciendo ni qué
cables cortaba, en un abrir y cerrar de ojos vimos cómo la
puerta nos dejaba pasar.
Sonreí mirándola, alucinada, me había sorprendido lo
resolutiva que llegaba a ser mi amiga, si no hubiera sido por
ella, jamás hubiera logrado entrar. Me tendría que haber
quedado esperando hasta que Adrik acabase, sin resultados.
—¿A qué esperas? —Alzó una ceja—. Vamos a patearle el
culo a ese cabrón.
—Estoy intentando calmar mi ansia —le informé—, como
entre, tal y como estoy, le reviento la boca —bufé.
Me daba igual lo que dijera de mí, sin embargo, no
permitiría que se cachondeara de Arthur después de todo lo
que luchó por él y por hacer la justicia que creía que merecía
su hermano. Había jugado con sus sentimientos, con esas putas
cartas, como si no fuese más que un pelele al que poder
manejar a su antojo, ¡lo había metido en la boca del lobo! Lo
que jamás le perdonaría sería el haber dejado a Atenea
abandonada a su suerte conociendo las consecuencias que
tendría su intento de fuga. La muerte hubiera sido el mejor de
sus regalos, aunque todos sabíamos que eso jamás ocurriría.
Una traición así se la cobrarían con sangre y millones de
lágrimas. Yuri y los suyos no se conformarían con matar a
Atenea, por eso la torturarían y violarían cuantas veces
quisieran. Cerré las manos en puños, no podía calmarme, tenía
que hacerle pagar, en ese momento que podía. No sabíamos
cuánto tiempo disponíamos para interrogarle, pero debíamos
aprovecharlo al máximo.
—Vamos, antes de que se dé cuenta —insistió Valia, esta
vez susurrando para que Adrik no nos escuchase.
Nos adentramos en el pasillo que conectaba la zona exterior
con lo que supuse que serían los calabozos y la sala en la que
se encontraban. Con un rápido movimiento abrí la puerta,
dejando que fuese mi cómplice quien con la pistola apuntase a
nuestro acompañante.
—Fuera de aquí —le indiqué—. ¡Ya! —grité.
—¿¡Qué demonios estáis haciendo aquí!? —espetó Adrik.
—No me obligues a disparar —siseó Valia.
Abrí los ojos como platos, ambos sabíamos que sería capaz
de cualquier cosa con tal de salirse con la suya. Caminé hacia
el interior de la sala y, con un ligero movimiento de cabeza,
avisé a mi amiga y, sin pensarlo más veces, entre Valia y yo lo
empujamos hasta que logramos sacarlo de la sala de
interrogatorios. Cerramos con la seguridad de la puerta y
bloqueamos la entrada para que no pudiera interrumpirnos.
Me coloqué frente a él, mi respiración era agitada, parecía
un maldito toro a punto de embestir a su contrincante. Con un
rápido movimiento, le golpeé con fuerza, de tal forma que su
cara se giró y acabó mirando al suelo.
—¿Qué-cojones-hacéis? —inquirió por el interfono,
recalcando cada una de las palabras de la frase, cabreado como
nunca antes.
—No estabas consiguiendo los resultados que necesitamos
—le contesté enrabietada.
Me giré hacia Paul, aparté de un golpe la mesa que había
frente a él, le agarré por el cabello y le alcé la cabeza, para que
me mirase directamente a la cara. Él había permitido que
violasen a Atenea hasta dejarla casi muerta, no iba a ser
precisamente buena con él.
—¿Por qué me salvaste la vida? —pregunté—. ¿Eh? —
añadí cada vez más enfadada— ¡Responde! —exclamé.
—Te gustó ese beso, ¿verdad? —Alzó una ceja—. Pensaste
que era tu querido Arthur.
Volví a golpearlo sin que Valia hiciera nada por detenerme,
iba a matarlo, no me importaba lo que Arthur dijera ni si
Alexander se cabreaba. Me daba absolutamente igual, ese
malnacido merecía morir torturado, pagando por todo el mal
que provocó.
—¿Cómo está, por cierto?
—Será mejor que te calles la puta boca y no vuelvas ni a
mentarle —le advertí.
—¿O qué?
Sin dudarlo, cogí la navaja que había utilizado Valia para
romper el panel de la entrada y se la clavé en la herida que ya
tenía, la cual le habían limpiado y vendado. Paul dejó ir un
profundo alarido que resonó por toda la habitación y que
consiguió erizar todo mi vello. Apreté la mandíbula, cabreada,
no iba a dejarle pasar ni una, iba a cantar como un maldito
periquito o lo mataría allí mismo antes de que pudiera
delatarnos, porque lo haría, estaba segura de ello.
—Vas a sufrir más de lo que te gustaría, maldito hijo de
puta.
Valia permanecía apoyada contra el cristal, sin apartar la
vista de lo que estaba sucediendo, tampoco iba a frenarme, y
lo sabía. Se acercó lo suficiente como para poder sujetar la
cadena que unía las manos de Paul al suelo y las retorció de
una forma que hizo que quedase inmovilizado.
—¿Quieres que empecemos a hablar? ¿O tal vez prefieres
que te iguale la otra pierna? —pregunté con sorna.
No respondió, simplemente se limitó a observarme, apretó
la mandíbula, la sangre no dejaba de salir a borbotones, como
empujada.
—Puedes contestar a mis preguntas y que luego te curemos
la pierna. —Le di a elegir—. O puedes desangrarte aquí
mismo.
—Ese no dejará que lo hagas.
—Ah, ¿no? —Alcé una ceja—. ¿Y por dónde te crees que
va a entrar? ¿Por ahí? —Señalé a la puerta—. No lo creo,
porque, en cuanto lo intente, Valia le reventará los sesos. —
Nos habíamos metido en un mundo en el que, o comías, o te
comían y no dejaría que nadie volviera a hacerlo. Durante
mucho tiempo viví con miedo, pero ya no iba pasar otra vez,
me negaba.
»Dime, ¿qué relación tienen Francesca y Yuri? —Quise
saber mientras cogía uno de los cigarrillos de Valia y lo
encendía—. ¿Por qué te marchaste? —pregunté al ver que se
negaba a responder a la anterior.
—Tenía negocios que atender.
—¿Y Atenea? —añadí—-. ¿Es que esos negocios de
mierda eran mejores que ella? ¿O es que no te importaron las
consecuencias que sufriría a causa de su intento de deserción?
—Estaba llena de rabia, sentía cómo la sangre me hervía—.
¿Acaso te importó en algún momento? —No comprendía
cómo podía existir gente con tan poco corazón. Arthur me
contó lo bueno que era Paul, lo mucho que lo admiraba por
todo lo que había conseguido, pero aquel no era el hombre con
el que yo me había topado. Era una basura de persona que
había perdido el norte al que no le importaba nada.
»Has estado todo este tiempo viendo cómo violaban a
Atenea, estabas en la fiesta del otro día, donde la dejaron
tirada cual colilla, inconsciente, después de haberla violado
entre decenas de hombres y de haberle pegado una paliza. ¿Es
que ni siquiera eso te mueve el corazón, Paul? —Sentía asco al
ver cómo su gesto no cambiaba al escucharme, no le
importaba nada de lo que había sufrido Atenea, dudaba que en
algún momento la hubiera querido más allá de ser un polvo—.
¡Estuvo horas inconsciente! —Alcé la voz.
—¿Y qué querías que hiciera? —preguntó con un tono tan
lineal y lleno de indiferencia que sentí cómo mis ojos se
llenaban de las más amargas lágrimas.
—¡Que los detuvieras! —grité—. ¡Iban a matarla! ¿Es que
no te das cuenta?
Claro que se había dado cuenta, pero le importaba bien
poco, no pondría en riesgo todo lo que tenía con Vanko por
ella. No era más que una puta, una mujer sucia a la que habían
violado cientos o miles de hombres durante su vida o al menos
eso era lo que debía de pensar aquel desgraciado.
Me pasé una mano por el cabello, me estaba sacando de
quicio y no sabía hasta cuándo podría controlarme y detener
mis instintos asesinos que me gritaban que lo matase o, mejor
dicho, que trajera a Atenea para que ella misma lo hiciera.
—¿Por qué te crees que todos te quieren, Arizona? —
Sonrió, mostrándome su boca ensangrentada.
—Eres puta escoria —gruñí—, solo me sacaste de ahí para
que pudieran encontrarnos, ¿no? —inquirí mirándole
directamente a los ojos—. ¡Para que pudieran atrapar a tu
hermano!
Capítulo 15

—¡Eso era lo que querías! —chillé—. Le has vendido porque


no te importa nadie salvo tú —escupí llena de rabia—. Te
mereces la peor de las muertes y torturas, como la sanguijuela
que eres.
No podía aguantarle ni siquiera la mirada de lo mucho que
llegaba a repugnarme, no quería enfrentarme a su cara, porque
al hacerlo podía ver partes de Arthur en él, y me negaba a
dejar que un ser así pudiera contaminar la imagen que tenía de
mi hombre.
—¿No te duele pensar que Arthur pueda ser igual? —
preguntó chulesco y echó al suelo parte de la sangre que aún
tenía en la boca—. No le conoces, Arizona —me advirtió—,
¿o es que no recuerdas lo que te hizo? Intentó que creyeras que
te había violado, jugó contigo, igual que yo he jugado con los
demás.
—¡Ni se te ocurra mentarlo! —grité—. No le llegas ni a la
puta suela del zapato, ya te gustaría a ti ser la mitad de hombre
y tener el buen corazón que tiene él —respondí—. ¡Qué pena
me das, Paul! De verdad… No mereces tener el placer de vivir
y mucho menos de tener a alguien como él cerca.
—¡Pobre Arizona! —Rio descaradamente—. ¡Qué cegada
estás! ¡Qué engañada te tiene, querida!
—El único que vive intentando engañar a los demás eres tú
—escupí enfurecida—. No vales una puta mierda. —Cogí una
silla y me senté frente a él—. Eres un maldito desgraciado,
¿sabes? Lo tenías todo, ¡todo! —Alcé la voz—. Una mujer
maravillosa que te amaba y que hubiera dado la vida por ti,
negocios por todo el mundo, una familia leal que te quería,
dinero… —Mi voz se fue apagando—. Pero preferiste fingir tu
muerte como la cucaracha que eres, porque te cagaste en los
calzoncillos al ver que no tenías los huevos suficientes de
merecer nada de lo que había en tu vida, Atenea siempre fue
mucha mujer para ti, igual que Arthur fue demasiado buen
hermano. —Me encendí un cigarrillo—. De verdad que me da
pena ver que mi amiga se enamoró de un asqueroso como tú y
se dejó engañar con falsos planes de futuro, esos que le
contabas para tenerla contenta mientras te la follabas,
haciéndola soñar y enamorarse de ti.
Escuché cómo chasqueaba la lengua en el preciso instante
en el que cerraba los ojos, luego un sonido metálico… Todo
ocurrió tan deprisa que no sabría cómo explicarlo. Abrí los
ojos angustiada cuando sentí cómo el acero de las cadenas de
Paul me rodeaban el cuello, provocando que apenas pudiera
respirar.
—¿Qué cojones haces, desgraciado? —chilló Valia
apuntándolo con la pistola.
Forcejeé intentando zafarme de él, pero de nada servía,
podía sentir cómo tiraba de mí hacia él, haciendo que cayera al
suelo, entre sus piernas, ahogándome cada vez más.
—¡Adrik! —gritó Valia con urgencia.
Quitó el cierre de seguridad que le impedía entrar y volvió
a apuntarlo, esta vez posando directamente el cañón de su
arma contra la sien de Paul. Podía haber disparado, sin
embargo, le necesitábamos vivo para conseguir la información
que nos faltaba, Arthur tenía que zanjar sus problemas con él,
y Atenea…, ella simplemente tenía que dejarlo ir.
—¡Suéltala! —Volvió a alzar la voz mi amiga.
—¿Crees que me da miedo a morir? —preguntó guasón—.
Estoy deseándolo. —Sonrió.
Oía las voces lejanas, como si hubiera dejado de
escucharlos al cien por cien. Mi cuerpo empezaba a
debilitarse hasta que, por alguna razón, Paul aflojó su agarre
lo suficiente como para que no perdiera la consciencia.
Estaba claro que valía más viva que muerta, igual que él.
De un fuerte golpe Adrik abrió la puerta, arma en mano y
preparado para disparar si hubiera hecho falta. Mi pecho subía
y bajaba, histérico, me estaba dando un maldito ataque de
ansiedad en el momento más inoportuno.
—¡Suéltala!
—Id a buscar a Arthur —le ordenó Paul a Valia—. No
hablaré con nadie más.
—Athur no puede…
—¡Vamos! —le interrumpió—. ¡O la mato!

Me erguí en la cama lo suficiente como para que un fuerte


dolor me atravesase el cuerpo entero por culpa del disparo de
Paul. Ahogué un quejido que me rasgó la garganta.
Valia entró en mi habitación como un jodido huracán, sin
siquiera llamar a la puerta. Se la veía tan agobiada que pude
ver cómo su rostro había empalidecido, hiperventilaba y tuvo
que apoyarse sobre el colchón, por lo que aguardé durante
unos minutos para que se repusiera.
—¿Qué demonios ha pasado? —le pregunté, colocándome
bien las gafas.
Algo de suma urgencia, pensé. Me estaba poniendo de los
nervios que no me contase lo que ocurría, por lo que me
removí en la cama.
—Tienes que venir conmigo —me pidió finalmente.
—¿Cómo?
—Paul… tiene a Arizona, Arthur —resumió.
Mi corazón se aceleró con fuerza, sentí incluso cómo del
miedo se me iba a escapar del pecho. Estaba entrando en un
estado de pánico, por no saber de qué sería capaz Paul
teniendo a Arizona amenazada.
—Dice que no hablará con nadie que no seas tú —me
informé.
—Está bien… —murmuró—. Iré.
Un fuego imparable nació en mi interior, haciendo que la
sangre que corría por mis venas ardiera en llamas. Apenas
podía caminar, pero no me importó, apoyándome sobre la
cama y con mucho esfuerzo me levanté. Estaba muy cabreado,
lleno de ira, y ese iba a ser el motor que me llevase hasta ella.
—Deja que te ayude —me dijo Valia.
—No, déjame pasar.
Estaba sumamente cabreado, si hubiera podido, habría
salido corriendo para pegarle una paliza a mi hermano por el
simple hecho de haberle puesto una mano encima a Arizona.
La estaba amenazando de muerte en el peor de los sitios,
jamás saldría del búnker si la hería, y lo sabía igual de bien
que yo.
—Arthur, por favor. —Valia intentaba hacerme entrar en
razón—. No hay tiempo que perder, así que siéntate y te
llevaré.
Me di la vuelta y allí estaba ella con la silla de ruedas con la
que me habían llevado a la habitación hacía una hora
aproximadamente. Al no poder ir todo lo rápido que quería
cada vez estaba más ansiosa. Me sentía inútil y frustrado, no
sabía cómo iba a poder controlarme, mi cabeza no dejaba de
maquinar, de pensar en todo lo que Paul podía estar
haciéndole.
No sabía en quién o qué se había convertido mi hermano,
pero saber que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa
provocaba que tuviera la certeza de que aquel ya no era el
hermano al que tanto quise. Cerré los ojos y me pasé una
mano por el cabello, ni siquiera era capaz de pensar con
claridad, todo lo que pasaba por mi cabeza era demasiado
terrible como para verbalizarlo, era mi hermano y mi
conciencia jamás me lo perdonaría. Necesitaba callar las
voces que no hacían más que susurrarme al oído que le diera
su merecido sin importar quién fuera. Apreté los ojos y conté
hasta diez, igual que me había pedido mi madre en cientos de
ocasiones cuando Paul la liaba o me sacaba de mis casillas.
Durante toda mi vida había cuidado de él, lo acompañé en su
etapa más dura y lo apoyé en cada uno de sus proyectos,
creyendo en él más que nadie. No podía evitar pensar en todo
lo que lo ayudé y en cómo me lo estaba devolviendo, a base
de burdas mentiras, traiciones y chantajes.
Todos podíamos cometer errores en la vida, yo lo había
hecho, para algo éramos humanos… Podría haberle perdonado
muchas cosas, incluso que fingiese su muerte o me disparase,
sin embargo, lo que jamás le perdonaría sería que jugase con la
vida de Arizona para conseguir sus propios fines.
La silla se detuvo y entonces me percaté de que estábamos
frente a una puerta corredera junto a la que había una pantalla
destrozada, entonces esta se abrió. Tenía el corazón
desbocado, las manos me sudaban y podía sentir cómo todos
mis sentidos se agudizaban, quería escuchar y saber qué estaba
haciendo con Arizona, pero, hasta que lo vi, no me di cuenta
de que aquello era igual de real que el disparo que me había
atravesado.
Mi chica me miró con los ojos enrojecidos llenos de
lágrimas, no había derramado ni una sola, era demasiado
terca, no dejaría que mi hermano la viera llorar ni tener
miedo. Respiraba de forma agitada, por un momento creí que
se desmayaría. Paul aún la mantenía sujeta con la cadena,
haciendo que quedase recostada hacia atrás, sobre sus
piernas. Aquella imagen me repugnó e hizo que mi estómago
se revolviera.
—Suéltala y hablaremos —le ordené.
—Arthur —susurró Arizona en el momento en el que se
lanzó a mis brazos, una vez liberada.
—¿Estás bien, amor? —le pregunté agobiado.
—Sí, tranquilo. —Hizo una pequeña mueca similar a una
sonrisa, intentando reconfortarme, pero lo cierto era que solo
tenía ganas de matar a mi hermano con mis propias manos.
Acaricié su espalda con mimo, podía escuchar el latir de
su corazón, estaba tan nerviosa como lo estaba yo antes de
verla. Me reconfortaba saber que estaba bien y que Paul no le
había hecho casi nada.
—Ve con Frida y Valia —le pedí—, no tardaré.
—Estarás el tiempo que yo quiera —dijo Paul.
—Eso no te lo crees ni tú —respondió Arizona y le cruzó la
cara de un bofetón—. La próxima vez que me vuelvas a tocar,
no tendrás la suerte de pillarme desprevenida.
—Vamos, marchaos. —Le hice un movimiento con la
cabeza—. Dejadnos solos.
Capítulo 16

—¿Qué demonios hacías en la casa de Dara? —espeté


cabreado.
Iba a sacarle toda la información que pudiera, estaba
cansado de esperar respuestas, iba a tomarlas costase lo que
costase. Debíamos actuar con rapidez, pero también con
cautela, no sabíamos si le estaban buscando, Hernán y Frida
estaban colaborando con el equipo de Alexander para
averiguarlo.
—¿Me das un cigarrillo? —me pidió.
—No, hace mucho que lo dejé.
—Pues pídele uno a tu querida Arizona —dijo con retintín.
No quería que la mencionara siquiera, no merecía poder
decir su nombre, no después de lo que había intentado, podría
haber muerto asfixiada por su maldita culpa. Apreté la
mandíbula.
—No te lo va a dar, ¿o es que te crees que después de lo
que has hecho podéis ser amigos? —Alcé una ceja, como solía
hacerlo ella.
—No quiero ser su amigo, ni siquiera me la follaría —
contestó desviando la vista hacia un lado.
Apreté las manos en puños, cada vez estaba más
enrabietado, aunque supuse que ese era su fin principal, ver
hasta qué punto podía llevarme y encontrar dónde meter el
dedo en la llaga, aunque sabía a la perfección que mi debilidad
era Arizona, en todos los sentidos.
—Jamás tendrías el honor y placer de hacerlo, hermano. Es
el mayor tesoro que existe y me apena ver que tú nunca
volverás a tener a alguien que te ame como ella me ama a mí.
—No te creas… Es fácil de manipular —comentó.
Dejé ir una sonora carcajada que llenó el espacio y que
provocó que un pinchazo me recorriera. Fingí, intentando que
no notase mi dolor y esbocé una sonrisa en mis labios.
—Arizona es la persona más terca y leal que he conocido
en toda mi vida, no dudará de mí, porque entre nosotros no
existe ni un solo secreto —respondí—. No importa lo que le
digas, no va a creerte. —Pensar en la mujer que tenía a mi lado
me hacía sentir el más afortunado del universo, me alegraba de
no haber seguido el camino que recorrió mi hermano y que le
habían llevado a tomar las peores decisiones de su vida.
»¿Vas a responder a mis preguntas o solo me has hecho
venir para verme?
—Lo cierto es que no tengo intención de responder a nada
—murmuró déspota.
Aquel comportamiento infantil y lleno de chulería estaba
cansándome, hasta tal punto que tuve que volver a contar hasta
diez. Recordaba a mi madre cada vez que lo miraba, no se iba
a creer lo que había ocurrido, le daría un infarto cuando le
contase que Paul seguía vivo.
—¿Entonces? —inquirí.
—Quería ver que estabas bien.
—Después de tu disparo, querrás añadir, ¿no? —Me recosté
contra la silla de ruedas—. ¿Cómo demonios le voy a contar a
mamá que sigues vivo? ¿O acaso lo vas a hacer tú?
—No tengo intención de pasarme por Leeds —comentó
guasón, de nuevo.
—No tienes vergüenza alguna —escupí lleno de rabia—,
no sabes lo mucho que sufrió mamá cuando se enteró de tu
muerte. —Entrecomillé la última palabra—. Durante más de
un año estuvo hundida en el peor de los pozos, tomando
medicación con la que poder dormir, incluso llegó un día en
el que intentó quitarse la vida, Paul —le expliqué intentando
hacerle entrar en razón—, estuvo yendo al hospital a pasar el
día, para que la tuvieran controlada porque los pensamientos
suicidas eran más recurrentes de lo que podía soportar. Las
pastillas la hacían parecer un puto zombi, tenía el corazón
roto… Sabías que después de la muerte de papá no soportaría
perdernos y, aun así, decidiste que fingir tu muerte era lo
mejor… —Mi voz se deshizo como si nunca hubiera existido
—. ¡Casi la pierdo por tu maldita culpa! —Estaba sumamente
cabreado pensando en lo de Arizona, por lo que no había
recordado todo lo que pasamos mi madre y yo cuando
«murió». Sufrimos tanto que me encerré en el sentimiento de
venganza para poder sobrellevar de la mejor manera su
pérdida, me convertí en un ermitaño, investigué a Tótem, me
infiltré… Podría haber perdido la vida por intentar descubrir
lo que le había pasado, pero, por suerte, Arizona se cruzó en
mi camino antes de que nada pudiera pasar.
»No te mereces respirar el mismo aire que nosotros —
siseé—, en realidad, no mereces la segunda oportunidad que
estás teniendo. No sé qué harán contigo, lo que tengo claro es
que no los intentaré detener.
Sin decir nada más, salí de la habitación en la que nos
encontrábamos y golpeé un par de veces la puerta de la sala
contigua para que Adrik pudiera llevárselo, suponiendo que
había estado escuchando todo lo que habíamos hablado.
—¿Estás seguro? —me preguntó cuando llegué al pasillo.
—Ha sido todo por hoy.
Quería que pensase en lo que le había dicho, tal vez así
pudiera reflexionar o hacer que se diera cuenta de lo que
estaba perdiendo al actuar así. Tal vez no todos le
perdonasen, pero podría tener una nueva vida si nos ayudaba
a acabar con Tótem antes de que lo hicieran ellos.
—Arthur —me llamó una última vez—, no seas duro
contigo mismo.
—No me digas lo que debo o no hacer —contesté tenso, no
me gustaba que me dijeran cómo debía sobrellevar las cosas y
mucho menos un tipo al que apenas conocía—, gracias. Nos
vemos en la cena.

Mi teléfono empezó a sonar nada más llegar a la habitación,


no había ni rastro de Arizona, por lo que supuse que aún
estaba con Valia y Frida. Apenas había hablado con Paul,
aunque lo cierto era que lo último que me apetecía era
ponerme como un energúmeno intentando hacerle entrar en
razón. Era una batalla perdida.
—¿Sí? —pregunté.
—Athur, soy Jude. —Escuché cómo respondía mi cuñado.
—¿Va todo bien? —me preocupé—. ¿Rose está bien?
Un breve silencio hizo que me temiera lo peor, pocas veces
hablaba con Jude, aunque era alguien muy importante en
nuestras vidas, no solo porque era el hermano de Arizona, sino
porque desde el principio se comportó como si fuese uno más
de la familia, a pesar de todo lo que había pasado.
—Sí, tranquilo, estamos todos bien —respondió alegre—,
el bebé de momento sigue dentro de su madre. —Rio—. Es
solo que quería hablar contigo.
—Claro, adelante.
—Ya sabes que si necesitáis ayuda solo tenéis que
pedírmelo, no voy a dejar que nadie vuelva a hacerle daño a
Arizona.
Tenía suerte de no saber que a Arizona habían vuelto a
secuestrarla en medio de una fiesta en la que ella misma se
había metido, que estaba plagada de mafiosos rusos dispuestos
a matar a cualquiera con tal de tenerla. Todo eso estaba
solucionado, aunque sabía que ese no sería el final de esta
historia, nos habíamos ganado enemigos a los que jamás
podríamos vencer, solo teníamos una opción: huir, y no haría
que Jude y Rose tuvieran que pasar por lo mismo.
—Lo sé, Jude, ni Arizona ni yo queremos que vuelvas a
esto —le aseguré—, tenemos todo bajo control y ahora
contamos con un aliado poderoso que nos servirá de gran
ayuda.
—Ya, pero…
—Jude, estad tranquilos, en serio. —No quería que le diera
más vueltas, sabía que habría estado pensándolo durante días
hasta decidirse a decírmelo, sin embargo, no podía permitir
que pusiera en riesgo a su familia—. Ahora tienes que pensar
en Rose y en el bebé antes que nada.
—Lo sé —contestó en voz baja.
—Entonces no hay nada más que hablar —sentencié—.
Quiero que estéis a salvo, y Arizona también, no podéis
poneros en peligro por intentar ayudarnos, ni Rose ni tú.
Durante un rato le conté todo lo que había pasado, sin
mencionar el pequeño incidente, aunque sí informándole de las
nuevas incorporaciones al equipo. Igual que nosotros, alucinó al
saber con quién nos habíamos aliado y dudó que tuviera buenas
intenciones. Al principio, pensé lo mismo, en realidad no sabía
qué era lo que quería de vuelta por ayudarnos a sacar a Ari de la
casa, aun así, sabía que el precio que pagaría sería ínfimo en
comparación con saber que Arizona estaba salvo y conmigo.
—Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos
vimos —bromeé.
—¡Ya lo veo! Ojalá no fuese todo tan peligroso.
—Lo es, si no, no me habría llevado un tiro en el abdomen
que casi me cuesta la vida —intenté tomármelo a guasa.
—Oye, Arthur, hay algo más de lo que quería hablar
contigo —añadió.
Durante unos segundos pareció nervioso, hasta que por fin
se decidió a volver a hablar. Jude no era el típico que se
cohibía con cualquier cosa, era de armas tomar, igual que su
hermana, solo que con más cabeza y conciencia del bien y el
mal, cosa que Arizona había veces que confundía.
—Adelante —le invité a arrancar a hablar.
—Voy a pedirle matrimonio a Rose…
—¡No sabes cuánto me alegro! —le interrumpí.
—Y quiero que seas mi padrino de bodas.
Capítulo 17

No podía respirar con normalidad, sentía cómo una fuerza


sobrenatural me aprisionaba el pecho. El corazón me latía con
potencia haciendo que su sonido fuese ensordecedor, de tal
forma que retumbaba en mi cabeza como un martilleo infinito
que jamás lograría detener. Pensar en que Paul podía estar tan
cerca provocaba en mí un nerviosismo que conseguía que
perdiera todo control sobre mi cuerpo y mis pensamientos…
Estaba acongojada, mis ojos empezaron a llenarse de lágrimas.
No quería verlo, me partiría el corazón en un millón de
pedazos ver al hombre que me engañó haciéndome creer que
me amaba, cuando lo único que quería era aprovecharse de mí.
Busqué a Arizona por todo el complejo, no podía pensar
con claridad y encima no la encontraba por ninguna parte,
sentía cómo el mundo se me venía encima. El aire seguía sin
entrar en mis pulmones, por lo que corrí hacia el exterior,
estaba demasiado agobiada…
Necesitaba perderme en el bosque que nos rodeaba,
desconectar mi mente, olvidarme de la tortura que viví durante
años o simplemente que se me llevase la vida para dejar de
sufrir. Estaba desesperada… Las lágrimas emanaban
empapando mis mejillas. Abrí la pesada puerta que daba a la
parte exterior del búnker, arrastrándola con todas las fuerzas
que me quedaban. Aún estaba débil, había podido descansar
un poco y comer como hacía años que no hacía.
Cogí una bocanada de aire al recordar la tortura que era
vivir en el complejo de Yuri, donde no nos permitían comer
más allá de la ración especial que preparaban para nosotras,
apenas nos saciábamos, nos pesaban todos los días para ver
que no hubiéramos engordado, salvo a ciertas mujeres a las
que solo tenían para engordarlas y aprovechar los fetiches de
los hombres a los que les gustaban menos delgadas. Dejé ir un
profundo quejido que me rasgó la garganta, abrasándome,
pensar en todo ello me erizaba el vello, a causa del asco que
me provocaba. Obligaban a todas y cada una de las mujeres
que estaban allí a consumir drogas de todo tipo para
condenarlas de por vida, haciéndolas adictas a su mercancía, y
que así todos los clientes pudieran cumplir con sus fetiches.
Me daban tanto asco… Usaban a las mujeres a su antojo como
si no fuesen más que seres inferiores de los que aprovecharse,
sin voluntad ni derechos ningunos. Comerciaban con ellas, las
violaban cuando les daba la gana e incluso llegaban a vender a
algunas de ellas para que vivieran en la casa de algún magnate
al que se le había antojado tener una puta privada.
Lloré con todo el dolor de mi corazón, dejando que las
amargas gotas que emanaban de mis ojos murieran en la tierra
que había bajo mis pies. Corrí todo lo que pude, intentando
huir, quería alejarme de todo y todos, desaparecer para que
nunca más volvieran a ponerme una mano encima, para que no
me forzasen de nuevo… El pánico me recorría solo de
imaginar que pudieran capturarme para llevarme otra vez al
complejo. Caí de rodillas, derrotada, tan acongojada que no
podía dejar de lamentarme.
Cerré los ojos, cientos de imágenes bombardeaban mi
mente, podía ver la sucia mirada de Arseni, todas y cada una
de las veces que se había colado en mi habitación para abusar
de mí, cómo había colado sus dedos en mi ropa interior sin que
pudiera hacer nada por impedirlo, cuando gritar no servía de
nada, porque en aquel lugar todos callaban y aceptaban las
órdenes, incluida yo.
Mi corazón estaba roto en mil pedazos, no era más que una
muñeca a la que jamás volverían a arreglar. Llevé una mano a
mi vientre, pensando en el pequeño bebé que hubiera nacido si
Paul no hubiera desaparecido, si no me hubiera abandonado y
vendido como lo hizo. Un alarido salió de mí, estaba muerta
en vida, perdí mi bebé, me lo arrebataron para castigarme por
mi intento de fuga.
Rebusqué en el bolsillo de mi pantalón y de este saqué una
pequeña pistola y la coloqué bajo mi barbilla, estaba dispuesta
a morir, a olvidarme de todo lo que había vivido. No podría
continuar escuchando a los fantasmas de mi pasado, esos que
me recordaban a cada segundo todo lo malo que había hecho
—¡Alisa! —alguien me gritaba desde la lejanía al mismo
tiempo que corría hacia mí.
Un profundo grito salió de mí al reconocer mi nombre, ese
que casi nadie conocía, ese que olvidé en el momento en el
que Yuri se me llevó de Óbninsk para separarme de mi familia.
Lloré aún con más fuerza, sentí que cada alarido que se
escapaba entre mis labios acabaría rompiéndome y
haciéndome estallar en mil pedazos.
Alguien me agarró por los hombros y me abrazó como
hacía años que nadie lo hacía, aquel gesto estaba lleno de
bondad y de cariño. Lloré contra su pecho desconsolada,
percibiendo cómo el calor de su cuerpo me envolvía y me
hacía sentir resguardada. Hacía tanto que nadie me abrazaba
así que no pude evitar querer quedarme allí para siempre, pero
sabía que eso jamás ocurriría. Ningún hombre querría volver a
verme como nada más que no fuese una puta, como lo había
estado siendo durante los últimos años.
—Ya está, Alisa —susurró contra mi oído, acariciando mi
cabello con dulzura. Sentí su pecho subir y bajar agitadamente,
supuse que de la carrera. Con la mano que le quedaba libre me
quitó la pistola y se la guardó en la cinturilla del pantalón. No
dije nada, simplemente quise quedarme allí, a salvo.
»¿En qué estabas pensando? —me preguntó, preocupado.
No supe qué responder, sabía qué era lo que quería hacer,
poner fin a mi sufrimiento y no tener que volver a sentirme
insignificante y sucia.
Se separó un instante de mí, lo suficiente como para
quitarse la cazadora de ante grisácea cubierta de pelo en el
interior para posarla sobre mis hombros. Cuando alcé la vista
me encontré con unos ojos pardos que me taladraron el alma y
provocaron que una descarga me recorriera de pies a cabeza.
No sabía quién era, pero me acababa de salvar la vida y
jamás olvidaría lo que esos dos pozos oscuros habían
conseguido. Mi corazón se desbocó en el momento en el que
colocó una de sus manos sobre mi cintura y por alguna razón
volví a abrazarme a él, segura de que era el único lugar en el
que podía estar a salvo.
—Vamos dentro, hace frío aquí —susurró con dulzura,
pasando uno de sus brazos sobre mis hombros y acercándome
más a su cuerpo.
Había aparecido como un maldito ángel para darme una
segunda oportunidad que no esperaba. Sin embargo, en sus
ojos podía ver una oscuridad abrumadora que conseguía
obnubilarme para dejarme sin palabras.
—¿Cómo…? —titubeé—. ¿Cómo sabes mi nombre? —
Quise saber acongojada.
—Soy Alexander Vólkov.
Capítulo 18

Entramos de nuevo en el búnker y, sin que nadie nos viera,


Alexander me hizo pasar a su habitación. Con un leve
movimiento cerró la puerta a nuestra espalda y con una
ternura asombrosa presionó su mano contra mi piel para que
lo acompañase hasta la cama, donde me hizo sentar.
—¿Estás bien? —se preocupó. No dije nada, estaba tan
confusa por su culpa que ni siquiera era capaz de articular
palabra alguna. Me examinó con mimo las rodillas, las cuales
se habían arañado ligeramente.
»Será mejor que te limpie esto antes de que se te infecte —
comentó.
Durante unos minutos le escuché remover cosas en un
cajón, supuse que buscando algo con lo que poder llevar a
cabo su cometido. Observé la habitación, había una gran cama
de perro, fotos de él con la enorme bestia llamada Jace, otra en
la que aparecía con una mujer con el cabello rubio y los ojos
más claros que había visto jamás.
Contuve el aliento cuando lo vi arrodillarse frente a mí, con
aquella mirada de preocupación, hacía tiempo que nadie se
preocupaba así por si estaba bien, por lo que no pude evitar
que mis ojos se llenaran de lágrimas.
—Gracias —susurré.
—No hay de qué. —Hizo una pequeña mueca similar a una
sonrisa—. Aquí todos cuidamos de todos.
Tenía demasiadas preguntas por hacerle que se me
agolpaban en la mente y me aturullaban hasta tal punto que no
pude evitar permitirme observarlo, deleitándome con la
imagen más tierna que había visto en años. Alexander parecía
un tipo duro, de esos que son capaces de apretar el gatillo sin
pestañear o al menos eso era la imagen que daba. Estar en su
habitación, en su lugar seguro, me hacía sentir a salvo, no
tenía miedo, pero sentía que había accedido al sitio más
privado que tenía.
—¿Cómo has acabado aquí? —Quiso saber.
—Algún día, cuando todo esto termine, te lo contaré. —
Esbozó una mueca de tristeza—. El día en el que podamos ser
felices juntos. —Aquella respuesta no la esperaba, sentí cómo
mi corazón se desbocaba solo de escucharlo, no sabía qué era
lo que nos unía, pero sentirlo tan cerca, tan preocupado… Tal
vez fuese yo quien estaba confundiendo los términos.
»¿Se te ha comido la lengua el gato, Alisa? —bromeó.
—No, claro que no… Es solo que… —Mi voz se
desvaneció, cuando alzó la vista lo suficiente como para que
sus ojos se posaran sobre los míos, traspasándome.
—¿Solo qué? —Sonrió de medio lado.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Yo lo sé todo o casi todo —aseguró—, tengo
informadores en cada una de las esquinas de todo este puto
mundo.
—Eso es imposible.
—Claro que no. —Se puso serio a la vez que se sentaba en
la cama—. Tu nombre es Alisa Petrova. —Tomó mi mano
con delicadeza a la vez que jugueteaba con mis dedos—.
Naciste en Obninsk, Rusia, tu madre era costurera y se
llamaba Masha, mientras que tu padre, Filipp, era doctor en
el mejor hospital de Moscú, donde trabajaba largas jornadas,
por lo que apenas lo veías, salvo los fines de semana, cuando
ibais a la casa del campo que teníais en Tver, donde nació tu
madre.
Lo observé achicando los ojos, no sabía de dónde había
sacado toda esa información, por lo que la nube en la que
estaba subida se deshizo, dejando paso a la confusión. No
acababa de fiarme de él.
—¿Cómo lo sabes?
—Te lo he dicho, Alisa —respondió—, lo sé todo. —Se
giró para mirarme, acarició con uno de sus largos dedos mi
mejilla, pasando uno de los mechones que caían sobre esta
para ponerlos tras mi oreja.
»Cuando estás metido en un mundo como el mío, la
información es la mejor arma que puedes utilizar en contra de
los demás —añadió tajante, explicándome la razón de que
supiera tanto de mí—, te investigué porque estabas en la vida
de Paul. Nadie quiere hacerte daño —aseguró.
Un enorme vacío me invadió y no pude evitar romper a
llorar una vez más. Sentía que estaba en un lugar que no era el
mío, donde no sabía quién podía herirme o si alguno de ellos
me vendería a Vólkov de nuevo para conseguir una
recompensa. Eran demasiados los miedos que tenía que no
había podido pegar ojo desde que llegamos, ni siquiera con las
pastillas que me dieron en la enfermería. Me sentía extraña
entre todos ellos, no pertenecía a ese lugar, tenía que soportar
saber que Paul estaba allí, cerca de mí, sin poder decirle nada.
—¿Es por el capullo que tenemos en los calabozos? —
Quiso saber. Asentí lentamente, y vi cómo soltaba mi mano
para ponerse en pie.
»Ven conmigo —me pidió.
Por un momento dudé, pero su gesto serio me hizo seguir
sus órdenes, no sabía de qué era capaz, aunque tampoco tenía
ganas de averiguarlo. Tiró de mi mano con delicadeza y con
paso ligero recorrimos los largos pasillos del búnker en el que
estábamos, que parecía un hotel. Bajamos a la planta inferior,
y mi corazón empezó a latir con demasiada fuerza, por un
momento creí que Alexander lo escucharía.
Cuando entramos en la sala de interrogatorios, vi a Paul
sentado en una silla, con una notable barba que nunca le había
visto. Sus ojos se habían apagado, ya no eran de ese color azul
que tanto me enamoró. Parecía más delgado, incluso llegaba a
estar ligeramente demacrado por el paso del tiempo, no sabía
dónde había estado, estaba distinto, demasiado, ni siquiera era
capaz de reconocerlo.
Apreté la mandíbula y sentí cómo una pequeña gota se
escapaba de mis ojos para recorrer todo mi rostro. No quería
saber nada de lo que había hecho ni si había estado presente en
las fiestas en las que una y otra vez me violaron, no quería
pensar en que había sido tan malnacido como para dejar que
siguieran comerciando conmigo. Quería quedarme con la
imagen de Paul que tenía, con la de aquel hombre que me
cuidó, que era atento, me mimaba como nadie antes lo había
hecho, con todos esos planes de futuro que una vez escribimos
juntos. No merecía mi odio y mucho menos mi perdón.
—Solo tienes que decírmelo —susurró Alexander contra mi
oído.
Tragué saliva sin ser capaz de articular palabra. Jamás
perdonaría a Paul, lo que había hecho no estaba justificado y
mucho menos sabiendo en qué condiciones estaba. Sentí cómo
otra gota emanaba de mis ojos, nuestro bebé murió por su
culpa, por haberme dejado abandonada a mi suerte. Jamás le
importó nada de lo que me pasase, por lo que empezaba a
dudar de si había alguien más.
—Todavía puede servirnos de algo —murmuré en voz baja.
—Tú ordenas, y yo ejecuto, Alisa —me dijo con un hilo de
voz pegándose a mi espalda.
Capítulo 19

—¿Qué cojones te crees que estás haciendo? —le grité a


Alexander al verlo dentro de la sala de interrogatorios junto
con Atenea—. ¿Es que has perdido la cabeza? ¡Podría darle
otro ataque de ansiedad!
—Estoy bien, tranquila —aseguró ella intentando
calmarme.
—Eres un puto inconsciente, Alexander —siseé.
—Tal vez la inconsciente seas tú, que ni siquiera sabes qué
le ronda la cabeza para tener esos ataques —gruñó al mismo
tiempo que se acercaba a mí.
Como una maldita fiera fui hacia él y le di un empujón
posando mis manos sobre su duro pecho. Le fulminé con la
mirada, estaba cabreada por lo idiota que era, no podía
exponer a Atenea de esa forma ante Paul.
—¿Es que solo puedes pensar con la polla? —espeté
llevando una de mis manos a su paquete—. ¿O qué coño te
pasa? —inquirí—. Atenea no es tu puto juguete y, como
vuelvas a ponerle una mano encima, te la corto y se la doy de
comer a tu perro. —Vi cómo Alexander apretaba con fuerza la
mandíbula, parecía que en algún momento fuesen a saltársele
las muelas. Cuando se cabreaba parecía hincharse como un
jodido globo y crecer hasta el metro noventa.
»¿Te crees que me das miedo? —bufé cabreada.
—Debería —siseó.
Tal vez no impusiera demasiado ante un hombre como él,
pero lo que no iba a hacer era amedrentarme con nadie.
Suficiente había agachado las orejas durante mi vida como
para volver a hacerlo y mucho menos con él.
—¡Parad! —nos pidió Atenea alzando la voz.
—Será mejor que te largues —le advertí al pequeño de los
Vólkov—, y que la dejes en paz.
Atenea rápidamente vino a donde nos encontrábamos y se
puso entre ambos para que quedásemos separados el uno del
otro.
—Arizona, no es lo que parece —intentó explicarme—. Por
favor, para —me rogó.
—Está bien.
Estaba atacada, no comprendía por qué Atenea defendía a
Alexander, ya que sabía tan bien como yo lo que podía llegar a
provocar una confrontación como la que estaba intentando.
Atenea estaba en un estado de alerta permanente y cualquier
cosa podía llegar a hacer que explotase. Durante años vivió
cautiva, haciendo aquello que le obligaban, por primera vez en
mucho tiempo tenía control sobre sus decisiones y su cuerpo, y
contaba con la libertad suficiente como para decidir.
Alexander no era, precisamente, la clase de hombre a la que
debía acercarse, no sabía qué era lo que tenía, pero no me
gustaba ni un pelo.
—Vamos —le informé sin apartar la vista de él.
—Nos vemos después —se despidió de ella.
—No, si puedo impedirlo —siseé.
No quería que se vieran, no podía evitarlo, pero por lo
menos le haría pensar que sí. Atenea no estaba a salvo con él,
solo había que ver el apellido que acompañaba su nombre,
nada bueno podía venir de un hombre por el que corría la
misma sangre que la de Yuri Vólkov. Tomé a Atenea de la
mano y tiré de ella, guiándola por el maldito búnker en el que
estábamos metidas.
—No quiero que ese capullo esté cerca de ti… —admití—.
Me da miedo lo que te pueda hacer.
—No me hará nada —respondió.
—¿Cómo puedes estar segura?
—No lo sé, simplemente sé que no me hará daño —
contestó, dándome una respuesta ambigua que no consiguió
disipar ninguna de mis dudas.
—Ándate con ojo —le pedí—, sé que no puedo obligarte a
no verlo —murmuré al mismo tiempo que me encendía un
cigarrillo—, pero mi consejo de amiga es que te mantengas
alejada de él, al menos hasta que sepamos de qué pie cojea.
—La familia es su punto débil.
—No tiene a nadie más allá de Adrik —respondí.
—Tiene a su madre.
Me giré de golpe hacia ella para poder mirarla y abrí los
ojos como platos. ¿Cómo demonios sabía ella nada sobre
Alexander? Entramos en el ascensor, entonces me di cuenta de
que en una de sus rodillas había sangre seca.
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté preocupada.
—Salí del búnker —susurró.
—¿Y qué tiene que ver eso con tus heridas? —insistí, había
algo que no me estaba contando y eso me mosqueaba.
—Me dio un ataque de pánico, caí de rodillas…
—¿Eso es todo? —inquirí.
—Estuve a punto de suicidarme —admitió con pesar—.
Alexander llegó justo a tiempo, si no hubiera sido por él, ahora
mismo no estaría hablando contigo.
Tragué saliva, entonces me di cuenta de que mi bocaza la
había vuelto a cagar una vez más y, tal vez, Alexander se
mereciera una disculpa.
—Joder… —mascullé—. ¿Cómo estás ahora? Deberías
haberme avisado, te habría ayudado, ya lo sabes. —Sus ojos se
llenaron de lágrimas y se lanzó a mis brazos, llorando
desconsolada, despojándose de esa coraza que se había puesto
para responder a mis preguntas. La acogí entre mis brazos,
sintiendo cómo su dolor pasaba a ser mío, a la vez que
acariciaba con mimo su espalda.
»Ya está, todo pasó… —le susurré con ternura—. La
próxima vez, avísame y, si no me encuentras, ponte a chillar lo
más fuerte posible, y cualquiera de nosotros te encontrará
antes de que se te pase algo así por la cabeza.
—Yo… —dijo en voz baja.
Una fuerte presión contra mi pecho empezó a dejarme sin
aire, solo de pensar que Atenea podría haber muerto sin que lo
impidiera me daba pánico. La vida no había sido justa con ella,
se merecía volver a ser feliz por todos los años de penurias que
había vivido.
—Prométeme que no volverás a intentar una tontería así —
le rogué sintiendo cómo las lágrimas empezaban a emanar de
mis ojos.
—Te lo prometo —susurró.
—No me perdonaría el perderte —admití gimoteando—.
Nadie se ha portado bien contigo y ya es hora de que empiecen
a hacerlo.
Lloramos en silencio dentro del ascensor, sin decir nada
más, no hacían falta las palabras, Atenea era la hermana que
nunca había tenido. Sabía que no era cosa mía, pero haría todo
lo que estuviera en mi mano por que no volviera a sufrir como
lo había hecho, si tenía que matar a todos los hijos de puta que
la buscasen, lo haría sin pensarlo ni un solo instante.
—¿Qué os pasa, magdalenas? —Escuché cómo nos
preguntaba Adrik. Me giré con los ojos hinchados de llorar y
le fulminé con la mirada, por lo que alzó las manos. Se llevó
una de estas hasta su nuca y poco después hizo una mueca de
arrepentimiento o por lo menos así lo percibí yo.
»Perdona, perdona —añadió poco después al vernos salir
sin siquiera responder.
—Puedes meterte las bromitas por donde bien sabemos —
gruñí.
Sabía que me había cabreado, no era momento de hacer
bromas, no había sido con mala fe, pero lo cierto era que no
me había hecho ninguna gracia. No sabía qué pasaba, aun así,
vernos llorar debería haber sido suficiente información como
para saber que algo no andaba del todo bien.
—Perdona… No quería ser grosero, Arizona —se disculpó
de nuevo.
—Hay veces que es mejor quedarse callado —comenté—,
como ahora mismo.
—Me marcho, lo siento —añadió mientras nos veía salir
del ascensor y entraba él.
—No te preocupes —susurró Atenea, visiblemente afectada
por todo lo que había acontecido.
Desapareció como si nada, cosa que agradecí, sin decir
nada más. Atenea necesitaba descansar y desconectar, por lo
que pensé en preparar una noche de chicas en la habitación de
Valia. Mi teléfono empezó a sonar justo antes de que pudiera
abrir su puerta, lo que me extrañó, lo saqué del bolsillo y en la
pantalla vi un nombre: Janeth.
Capítulo 20

—¿Qué ocurre, Jan? —pregunté nerviosa.


—Arizona, Arizona —repitió.
—¿Estás bien? —inquirí sintiendo cómo el ansia empezaba
a recorrerme todo el cuerpo—. Janeth, por favor, dime dónde
estás y si estás bien —le pedí o más bien le rogué.
—Arthur… Arthur y tú estáis saliendo en la televisión.
—¿Cómo? —pregunté confusa—. Dime dónde estás —le
ordené.
—Están saliendo por la televisión imágenes vuestras,
Arizona —contestó agobiándose cada vez más—, no puedo oír
lo que dicen, no puedo oírlo, pero hablan de trata —acabó
diciéndome.
—Dime dónde cojones estás —le rogué.
Miré a Atenea, me estaba poniendo de los nervios, el
pánico entró en mí de nuevo y, sin que pudiera remediarlo,
empecé a caminar por el largo pasillo intentando calmarme.
—Estoy en el Manhattan Mall, el centro comercial —me
explicó.
—Enviaré un hombre a recogerte, espera en la salida norte
—le pedí—, en veinte minutos estarán allí.
—Pero…
—Por favor, Janeth —dije sin apenas fuerzas, abatida.
—¿Estás bien? —se preocupó.
—Cuando vengas te contaré todo lo que necesitas saber. —
Tiempo atrás la dejé con la palabra en la boca, sin darle la
oportunidad de contarle lo que pasaba, ya era imperativo que
lo supiera—. Por favor, escóndete hasta que en veinte minutos
salgas, ¿de acuerdo?
—Me esconderé —me prometió.
—No salgas por nada del mundo, te enviaré la ubicación
del hombre que te recogerá al móvil para que puedas
identificarlo.
—¿Por qué tanta seguridad?
—Cuando te lo explique todo, lo entenderás —aseguré.
—De acuerdo.
—Nos vemos en un rato, ve con cuidado —le pedí—, te
quiero, Jan.
Me pasé una mano por el cabello, guardé el teléfono en el
bolsillo trasero de mi pantalón y me apoyé contra la pared
cerrando los ojos.
—¿Va todo bien? —preguntó Atenea.
Le conté todo lo que había hablado con Janeth y tras eso
nos separamos, ella se marchó a su habitación mientras yo
empecé a buscar a Adrik. Tenía que disculparme por él, le
había hablado fatal hacía apenas unos minutos, pero los
nervios me comían por dentro. No era justificación alguna, sin
embargo, necesitaba su ayuda.
—Adrik —le llamé cuando entré en la armería.
—Vaya, ¿ahora sí que quieres hablar conmigo? —dijo con
ironía.
—Lo siento —respondí de todo corazón—. No soy de las
que se tragan el orgullo, aun así, sé reconocer cuando me
equivoco y lo cierto es que he tenido una actitud de mierda…
Estaba muy nerviosa, sé que nada lo justifica, pero…
—No te preocupes —me interrumpió, al mismo tiempo que
se acercaba donde me encontraba y me abrazaba—, lo sé bien,
cuando empiezas a vivir como lo hacemos nosotros, es difícil
gestionar las emociones —me explicó—. Hay que tener mucha
mente fría para actuar sin tener remordimientos, sin tener
miedo, sin que te aterre poder morir.
—Pues a mí me está desesperando —admití en voz baja,
sintiendo cómo las ganas de llorar acechaban para aparecer en
cualquier momento.
—Este no es tu mundo, Arizona, pero el de Arthur sí… —
murmuró—, tendrá que decidir si quiere alejarse de todo esto,
irse contigo o, por el contrario, tú te adentrarás en las tinieblas
para vivir a su lado. —Por un momento lo pensé, ¿sería capaz
de sacrificarlo todo por Arthur? Me daba miedo solo de darme
cuenta de lo que de verdad quería, aunque mi corazón me
gritaba que sí.
»¿Necesitas algo?
—Mi amiga Janeth puede estar en peligro, ha visto en las
televisiones una noticia en la que salimos Arthur y yo, hablan
de trata de blancas… —murmuré intentando que no me
afectase con lo que me estaban relacionando—. Me ha
llamado desde su número y me da miedo que la puedan
localizar.
—¿Es de confianza?
—Sí, es como mi hermana —aseguré—, le confiaría mi
vida.
—Está bien, saldré para allí ahora mismo —me informó—,
pero primero iré a avisar a Alexander, no creo que tenga
ningún inconveniente.
—Te lo agradezco mucho, Adrik —dije abrazándole de
nuevo.

Llevaba quince minutos encerrada en el baño, intentando


poner en orden mis pensamientos o, mejor dicho, probando
que Arthur no me viera llorar como lo hacía, bajo el agua de la
ducha. Le había pedido a la enfermera del búnker pastillas
para dormir, necesitaba desconectar o al menos que lo hiciera
mi mente, descansar, olvidarme de los fantasmas que me
perseguían cada noche.
Me sequé el cabello con una toalla, igual que lo hice con la
cara. Mirarme al espejo solo hacía que me sintiera aún peor,
no dejaba de atormentarme, mi cerebro se pasaba el día
recordando cada segundo que estuve junto a Misha, el pánico
que sufrí cuando nos atacaron en Islandia, el momento en el
que Francesca me secuestró y me retuvo, en la sensación que
tuve cuando Atenea apareció y la lanzaron frente a mis pies,
inconsciente.
Esos malnacidos no tenían límites ningunos. Me arrepentía
sobremanera por no haberle hecho caso a Jude cuando me
advirtió de que no debía adentrarme en Tótem. De lo único de
lo que no podía renegar era de haber conocido a Arthur, era el
único regalo que la vida había puesto a mi alcance desde hacía
mucho tiempo.
—Joder… —lloriqueé.
—¿Qué te pasa, amor? —Escuché cómo me preguntaba
Arthur sentándose a mi lado, abrazándome.
—Me estoy volviendo loca, Arthur… —susurré—, todo
esto me está afectando demasiado, no soy capaz de salir del
miedo, de sentir pánico a cada paso que doy, porque me aterra
que puedan volver a por nosotros… No soy capaz de
controlarme. —Rompí a llorar. Me giré hacia a él, enterrando
mi rostro contra su pecho, sintiendo cómo la ansiedad
empezaba a taladrarme.
»Todo esto me sobrepasa —me sinceré por primera vez,
haciendo que todo se volviera más real aún—. Siento que ya
no soy yo, estoy siempre a la defensiva, salto a la mínima…
—Me di cuenta de que realmente llevaba mucho tiempo así—.
Es como si la Arizona que conociste hubiera muerto —
susurré.
—Es normal, todo esto… —masculló e hizo una pausa— es
demasiado duro, entras en un estado de alerta permanente que
no te deja pensar con claridad, todo parece que se magnifica.
Acarició mi cabello con delicadeza, me dio un ligero beso
en la cabeza, y no pude evitar pensar en lo que me había dicho
Adrik: aquel mundo o yo… Arthur debería elegir entre ambos,
y me moría solo de pensar que pudiera optar por alejarse de
mí.
—Me siento perdida, Arthur… —Mi voz se quebró—. No
sé hasta cuándo podré hacerlo… Es como si no hubiera nadie
al volante —me confesé, notando cómo las pequeñas gotas no
dejaban de recorrer mis mejillas, hasta morir en la moqueta del
suelo de la habitación—. Muchas veces reacciono mal ante
según qué situaciones, sobre todo, cuando tiene que ver con
Atenea, no quiero que nadie le haga daño. —Un hipido se
escapó de entre mis labios—. Joder… Me creo capaz de
cambiar el mundo y no soy más que una mosca volando contra
un cristal —susurré, rota.
—No puedes pretender hacerlo, Atenea es una mujer
adulta, libre e independiente como para poder decidir lo que
es bueno o no para ella —me explicó—, tienes que ser
consciente de que no es una cría a la que proteger. —
Aquello me dolió, sabía que no era una cría, pero había
sufrido tanto que me creía con el deber de hacer que su
mundo fuese de color de rosa. Estaba muy equivocada y,
cuanto antes me diera cuenta, antes dejaría de perturbarme
por todo lo que me rodeaba.
»Creo que la presencia de Janeth te hará mucho bien, amor
—comentó antes de colocar uno de sus largos dedos en mi
barbilla para alzar mi rostro y que nuestras miradas se
encontrasen.
—Tengo miedo, Arthur —susurré rompiéndome en mil
pedazos, deseando que me recogiera con mimo y cuidase de
mí—, me aterra muchísimo no poder vivir una vida contigo,
no conocer a mi pequeño sobrino, no verlo crecer, no tener una
familia, no disfrutar nunca más de mis padres y de mi
hermano… —Lloré desgarrándome la garganta—. Arthur…,
no nos merecemos esto —dije en voz baja ahogando un
quejido—, quiero largarme de aquí, salir ya y no volver a
mirar atrás. —Cuando alcé la vista me encontré con sus
hermosos ojos azules envueltos en lágrimas, pero no eran de
pena, sino de rabia e impotencia, la misma que sentía yo de no
poder dejar atrás la maldita vida que estábamos viviendo.
»Quiero olvidarme de Francesca, de Misha, de los Vólkov,
de Tótem… Quiero olvidarme del mundo en el que estamos
metidos para no volver jamás.
—Te sacaré de esto, te lo prometo —me juró al mismo
tiempo que tomaba mis manos entre las suyas—. Tienes que
aguantar un poco más, solo un poco —me rogó, llorando
conmigo.
Capítulo 21

—Janeth no tardará en llegar —me informó Arthur, quien


había recibido un mensaje de Adrik, en el que le informaba de
que había recogido a mi amiga.
Suspiré aliviada, sentía la presión solo de pensar en que la
estaba poniendo en peligro que perdía todas las fuerzas.
—Me da igual lo que salga en la televisión. —Le di una
larga calada al cigarrillo.
—Arruinarán tu carrera, Ari —rebatió Arthur—. No voy a
dejar que consigan lo que quieren.
—Solo quiero olvidarme de ellos, me da igual tener que
largarme a una aldea perdida de la mano de Dios, donde tener
un huerto y cosechar mi propia comida —admití.
Adoraba la cuidad, el jaleo, las fiestas, la diversión que
había en cada esquina, pero, cuanto antes desapareciera Tótem
de nuestras vidas, antes volvería ser la de siempre. Cerré los
ojos, recostándome en el butacón que había junto a la larga
estantería que cubría toda la pared principal de la habitación.
—Alexander me ha dicho que podemos quedarnos cuanto
tiempo queramos.
—No me fío de él, Arthur… —comenté—. Es un maldito
Vólkov, ellos no hacen nada por amor al arte —aseguré.
—Eso no lo sabemos —me rebatió—, además, solo es
medio Vólkov, piensa que ha vivido alejado de todo ese
mundo.
—¿Y ahora se quiere meter de cabeza en él? —Alcé una
ceja—. No me cuadra.
—No creas que quiero defenderlo ni que me fío al cien por
cien de él, por lo menos nos ha echado una mano cuando lo
hemos necesitado, Ari —se excusó—. Puede que quiera algún
favor a cambio o simplemente nos haya querido ayudar,
pero… ¿sabes qué? —preguntó, aunque sin esperar a que
respondiera—. Que por sacarte de allí le hubiera vendido mi
alma al diablo si hubiera hecho falta.
—Esperemos que a Alexander no le salgan cuernos y cola
—bromeé. Una hermosa sonrisa se dibujó en su boca,
embelesándome. Echaba de menos tenerlo a solas para mí. Me
senté en la cama junto a él, recostándome ligeramente sobre su
pecho para no hacerle daño.
»Te echo de menos, Arthur —susurré.
—Pronto podremos volver a estar tranquilos. —Una ligera
mueca arqueó sus labios.
—¿Crees que podremos mudarnos a nuestra casa? —
pregunté ilusionada.
Llevaba pensándolo desde el momento en el que entramos
en el búnker, estaba deseando salir para volver a nuestra vida,
aunque sabía tan bien como él que jamás volveríamos a ser los
mismos después de todo lo que habíamos pasado. Tenía miedo
a ahogarme en la rutina, pero a la vez que me moría por volver
a ella, a aburrirme, a viajar por todo el mundo sin que nadie
fuese capaz de reconocerme.
—Frida y Hernán se están encargando de eliminar los
archivos de todas las noticias, para que no se expandan a las
redes sociales —me informó mientras se colocaba las gafas
para poder mirar la pantalla del teléfono, la cual le quedaba a
cierta distancia—. Eliminarán todo rastro e intentarán seguirlo
para encontrar su procedencia.
—¿Crees que podrán encontrarlos?
—Eso espero —musitó—, aunque tengo claro de dónde
procede.
—Francesca —escupí con rabia.
Esa maldita arpía lo había vuelto a hacer, siempre tenía que
estar metida en todos los meollos. Cerré los ojos e inspiré,
llevándome conmigo el olor de Arthur, el de la ropa limpia y
el de los vendajes que le cubrían. Iba a tomarme las cosas con
más calma, tenía que aprender a no querer hacerlo todo, a no
obsesionarme con cuidar de los míos, cada uno era libre de
hacer lo que quisiera y, si Atenea había decidido fiarse de
Alexander de una manera más personal, podía hacerlo.
—Sé que todo saldrá bien —intenté convencerme.
—Lo hará, y volveremos a tener una vida tranquila.
—Arthur, mi amor, ¿en qué momento hemos tenido una
vida tranquila? —Dejé ir una sonora carcajada que consiguió
que se uniera a mí—. Solo unos meses, en los que me
ocultaste el mayor de tus secretos —bromeé.
—Touché!
—Te quiero, Arthur Martins —admití, aunque bien lo sabía
—. No sé qué demonios me hiciste, pero no puedo alejarme de
ti.
—Me alegro, supongo. —Rio.
—¡Más te vale!
Quería olvidarme de todo lo que habíamos vivido y ser
felices de una vez por todas, debía admitir que tenerlo junto a
mí lo hacía todo más fácil. Sabía que lo conseguiríamos o al
menos haríamos todo lo que estuviera en nuestras manos
porque así fuera.
—Te quiero, mi amor —susurró para poco después besarme
con una dulzura sin igual.
Alguien llamó a la puerta antes de que pudiera responderle,
por lo que no dudé en levantarme para ver de quién demonios
se trataba, ya que no esperábamos a nadie, salvo a Janeth,
quien supuse que no sería, pero… ¡cuán equivocada estaba!
Nada más abrir se lanzó a mis brazos, asustada, con los ojos
llenos de lágrimas y el cabello alborotado por el casco que
había llevado.
—Por favor, dime que todo eso no es real —me suplicó.
—Ven conmigo —le pedí. Lancé un último vistazo a Arthur
antes de desaparecer tras la puerta de nuestra habitación.
Arthur había hablado con Alexander, que había ordenado
preparar una habitación para Jan y habían despejado el salón
para que pudiéramos hablar con tranquilidad en un lugar
alejado de los demás.
»Sé que tienes muchas preguntas y las responderé todas —
prometí al mismo tiempo que esbozaba una pequeña mueca en
mis labios, intentando destensar la situación.
—Es que todo lo que he visto… —susurró y su voz se
quebró—. Tú no eres así, Ari.
—Tú lo has dicho, no lo soy y no he hecho nada de lo que
se me acusa. —No tardamos demasiado en llegar, ya que el
salón se encontraba en la misma planta en la que estábamos.
Entonces caí en la cuenta de que alguien debía de haber
acompañado a Janeth hasta la puerta de mi habitación, por lo
que supuse que habría sido el mismísimo Adrik quien lo había
hecho.
»Adelante —la invité a pasar—. ¿Quieres un té o un café?
—Mejor una tila —comentó en voz baja.
Se deshizo de la chaqueta que llevaba y dejó el bolso en
uno de los butacones que había junto al enorme sofá central.
Se llevó una mano a su cabello rubio y se lo recogió en forma
de moño con esa gracia especial que solo ella tenía. Preparé
una tila para ella y un café solo para mí y, nada más dejarlos
sobre la mesita que había frente al sofá, me abracé a ella.
—Te he echado tanto de menos, Jan…
—Y yo a ti, Ari. —Me abrazó con aún más fuerza.
—Sé que te dejé tirada sin decirte qué demonios pasaba, era
demasiado peligroso como para hacerlo —me excusé,
diciéndole la verdad.
—¿Y ahora no lo es?
—Lo sigue siendo —admití—, aunque ahora las tornas han
cambiado.
La puerta del salón se abrió y tras ella apareció Frida con su
inseparable tableta, la cual le acompañaba a todas partes.
Parecía preocupada y nerviosa, lo que hizo que me extrañase,
ya que Frida era la mujer con más temple y tranquilidad que
había conocido jamás.
—Ari, tengo que comentarte algo… —me informó.
—¿Importa si está ella?
—No, en realidad, le incumbe.
Asentí un par de veces, no sabía qué demonios quería
decirme, pero era lo suficiente importante como para que me
interrumpiera. Se sentó a mi lado y me enseñó el vídeo que
había aparecido en las noticias y que Janeth había visto con
sus propios ojos.
—¡Este es el vídeo que he visto en el escaparate! —
exclamó Janeth.
—¿Qué pasa con él? —le pregunté directamente a Frida.
No quería saber con qué se me estaba calumniando, lo
único que quería era que quitaran toda esa información lo
antes posible para que nadie más la viera, sobre todo, mi
familia. Mi madre se moriría si llegaba a encontrarse con una
noticia así.
—Solo lo vio ella.
Capítulo 22

—¿Qué está pasando? —Quiso saber Janeth.


Le conté todo lo que habíamos estado viviendo desde los
últimos años, incluyendo la no-violación de Arthur, el
secuestro de Misha, la huida de Arthur para que no lo
encontrasen, la obsesión de Francesca, mi cuñado no-muerto,
la chica a la que engañó… Todo lo que nos rodeó y nos
atormentaba desde hacía tanto tiempo que parecían siglos.
—Pero… —susurró—. Por eso estabas así…
Cogí una bocanada de aire, sintiendo cómo todo se derruía
de nuevo en mi interior, Janeth me conocía mejor que nadie,
durante años fuimos como hermanas y aún lo seguíamos
siendo, sin embargo, había cosas que no le había podido contar
hasta entonces.
—Todo es jodidamente difícil… —dije en voz baja.
—Te has metido en la boca del lobo, literalmente, amiga.
—Lo sé y soy consciente de ello —respondí con pesar—, lo
que más me jode es que todo esto está acabando conmigo…
—Entiendo que lo haga, has sufrido demasiado. —Hizo una
mueca de tristeza cobijando mis manos entre las suyas.
—Tengo miedo de que todo esto acabe conmigo y de no
volver a ser la Arizona de siempre —admití.
—Nunca más volverás a ser esa Arizona, has madurado,
aprendido, cada paso que has dado te ha hecho más fuerte, más
consciente de lo que pasa en tu vida. —Adoraba la sinceridad
de Janeth, que más allá de mi amiga fuese capaz de
comprender como psicóloga lo que me ocurría—. Ya no eres
la Arizona alocada e inconsciente, has aprendido a tomar
decisiones, a responsabilizarte de tus actos —continuó—, no
solo eres la Arizona que se pasa todo el día de mal humor, con
cambios repentinos, capaz de prenderle fuego al mundo, te
preocupas por los tuyos de manera ferviente, lo que pasa es
que tienes que aprender a controlar esos impulsos que te
poseen cuando algo no te gusta o te desconcierta.
—Todo ha cambiado mucho en muy poco tiempo —
murmuré.
—No has tenido la asimilación que necesitabas, por eso
también te sientes perdida, Ari, todo ha pasado tan rápido que
ni siquiera has sido capaz de comprender todo lo que estaba
ocurriendo a tu alrededor.
Asentí, era como si estuviera en mi cabeza, por eso
conectábamos de esa forma, con nadie más sentíamos esa
conexión casi telepática.
—No te haces a la idea de lo que echaba de menos estas
charlas. —La abracé con fuerza—. Solo tú me entiendes de
esta manera.
—Yo también te he echado de menos. —Sonrió—. Tengo
que admitir que al principio me mosqueé, porque no entendía
qué pasaba y por qué estabas esquiva conmigo, pero ahora lo
entiendo todo y sé que lo hacías por mi bien, no negaré que me
cabreé. Saberlo todo me hace sentirme en paz.
—Gracias por no desaparecer de mi vida.
—Jamás lo haría, para siempre juntas, ¿te acuerdas? —me
dijo al oído, recordando las palabras que nos dijimos al
separarnos en la universidad.
—Siempre.

Tras estar a solas un rato, vino Valia a informarnos de que


Alexander había convocado una reunión en la sala principal.
Cogí aire cuando las puertas se abrieron y vi en la enorme
pantalla cómo imágenes de Arthur y de mí no dejaban de
aparecer en esta, tratándonos como delincuentes. Intenté
calmar mi rabia, necesitaba hacerlo o acabaría calva del estrés
que estaba sufriendo.
—Antes de empezar a hablar, me gustaría deciros una cosa
—comenté apoyando mis manos sobre la enorme mesa de
roble—. Sé que últimamente me he estado comportando como
una auténtica gilipollas, he perdido el control y he actuado de
forma inconsciente, poniendo la vida de todos en peligro. —
Hice una pausa—. Entiendo que podáis estar molestos
conmigo, yo misma lo estaría, es por eso que creo que os debo
una disculpa y aquí la tenéis. —Bajé la vista hacia mis manos.
—Te honra disculparte, Arizona —me dijo Alexander con
gesto amable—. Por mí no hay nada más que reprochar ni por
lo que tengas que disculparte —aseguró—. Este mundo no es
sencillo, Arizona.
Me sorprendió que el primero en hablar fuese él, con quien
había chocado en todas las ocasiones en las que lo había visto.
Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, llena de bondad, y
por un momento pude ver eso que Atenea vio en él, no era
como los otros Vólkov o eso parecía.
—No te preocupes, Ari, la presión te jugó una la mala
pasada —añadió Adrik.
—Siéntate, será mejor que empecemos, no pasa nada,
queda todo olvidado —comentó Hernán al mismo tiempo que
ponía una de sus manos sobre mi espalda.
—Gracias.
Hice lo que me pedían, y tanto yo como Janeth no sentamos
junto a Arthur, quien observaba la enorme pantalla que había
tras Hernán, la misma donde había visto las imágenes que
Janeth visionó unas horas atrás. Arthur extendió su brazo para
acariciar mi mano con delicadeza, haciendo que aquel
encuentro me pareciera de lo más clandestino. Aquel simple
gesto fue capaz de calmar mis nervios, sabía que todo saldría
bien, de alguna forma u otra, lo conseguiríamos. Agradecía
tener a alguien como él a mi lado, que jamás me soltaría por
muy feas que se pusieran las cosas.
Alexander se puso en pie como un resorte cuando la imagen
de Atenea apareció en la pantalla. Vi cómo cogía aire,
haciendo que las aletas de su nariz se expandieran. Dio un
golpe sobre la mesa, haciendo que botáramos sobre nuestro
asiento, sin esperárnoslo.
—Nos han declarado la puta guerra —espetó Alexander,
cabreado.
—Ha sido solo un ataque aislado —intentó calmarle Arthur,
a sabiendas de lo alterado que estaba nuestro anfitrión.
—Según ha dicho Frida, solo lo ha visto Janeth y la gente
que haya estado pasando a su alrededor.
—Entonces, Janeth es uno de sus objetivos —murmuró
Adrik.
Todos se giraron a mirar a mi amiga, lo que hizo que sus
mejillas se enrojecieran y una mueca teñida de preocupación
se dibujase en su rostro.
—¿Por qué ella? —preguntó Arthur.
—Es confidente de Arizona —contestó Eirny.
—¿Y qué tiene que ver eso? —inquirí.
—¿Qué quieren de Arizona?
—¿Los habrán seguido? —preguntó uno de los hombres de
Alexander.
Este negó con la cabeza, nos informó de que la ruta que
habían elegido para despistar a todo aquel que pudiera estar
siguiéndolos era tan secreta que ni siquiera él mismo la
conocía. Cada uno de los integrantes del equipo de Alexander
tenía una entrada y un circuito por el que ir en el caso de que
tuvieran que adentrarse en la ciudad y luego volver.
—No tiene ningún sentido… —comentó Valia—. No
pueden haber hecho esto porque sí, sin esperar algo a cambio.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Janeth, confusa.
—¿Por qué te iban a dejar escapar así sin más? —le
preguntó la morena.
Tenía razón, ¿qué era lo que escondían y por qué elegir a
Janeth para ello?
—Jan, necesito que te centres —le pedí y tomé sus manos
entre las mías con la mirada directamente en sus ojos. Esta
asintió, estaba nerviosa, podía notarlo en sus frías manos,
parecían estar hechas de hielo y no de carne.
»¿Hacia dónde ibas esta tarde?
—A consulta —respondió sin tener que pensarlo—. Había
parado un rato, me habían cancelado una cita media hora antes
y decidí pasarme por el centro comercial.
Negué con la cabeza.
—No… —murmuré mirando a Valia, que se acercó a
nosotras a sabiendas de lo que se me estaba pasando por la
cabeza—. Ellos ya sabían que tu cita se iba a cancelar…
—Y a qué hora pasarías por el centro comercial —terminó
mi frase.
Mi amiga me observó estupefacta sin creer lo que
acabábamos de decir, pero hacerlo en voz alta me hizo
percatarme de que tenía todo el sentido del mundo.
—¿Crees que fueron ellos quienes concertaron la terapia?
—preguntó Janeth asustada—. ¿Crees que habrían llegado tan
lejos?
—Janeth, esta gente asesina, viola, prostituye, vende, roba
y engaña a miles de personas sin pestañear —le contestó Valia
alzando una ceja, haciéndole ver la realidad de lo que
estábamos viviendo—. ¿Crees que no serían capaces de
reservar una cita contigo para luego cancelarla? —preguntó y,
sin esperar respuesta, prosiguió—: Me extraña que no
hubieran ido antes para interrogarte y matarte.
—Valia —la riñó Eirny.
—¡Es verdad! —Alzó la voz—. Esta se cree que esto es un
juego, y estamos arriesgando la vida por ella.
Agarré a Valia por el brazo intentando que se callase. Tenía
razón, no iban a detenerse e ir a por Janeth había sido poner en
peligro todas nuestras vidas, por suerte, Alexander siempre iba
un paso por delante.
—Tenemos que averiguar qué es lo que quieren de Arizona
—espetó Arthur cortando por completo la conversación.
—A ti —susurré al mismo tiempo que lo miraba.
Capítulo 23

—Francesca me dijo que había algo más importante que yo —


murmuré moviendo los cubitos de hielo en el interior del
dorado líquido mientras caminaba por la habitación—. A mí
todos me querían, pero para ella no era suficiente, quería algo
más, y no era a mí… ¿Por qué?
—Tengo que hablar con Paul.
—No… —murmuré.
—Él debe de saber algo —aseguró nervioso.
Se puso en pie como un jodido resorte y, sin esperar a que
le dijera nada, negó con la cabeza y empezó a caminar en
dirección a la entrada.
—Iré contigo, espérame. —No iba a dejar que Paul y
Arthur estuvieran solos en el mismo espacio y mucho menos
después de saber de lo que era capaz. Paul no dudaría en
destrozar a su hermano, en llevárselo por delante con tal de
conseguir lo que quería, iba a ser ruin como el que más, sin
importarle si en el proceso le partía el corazón a Arthur. Tomé
la mano de mi hombre con cuidado, me la llevé a los labios e
hice que fijase sus ojos en los míos.
»Prométeme que no dejarás que juegue contigo.
—Lo intentaré —respondió a sabiendas de que no era capaz
de prometerme algo así.
Nos dirigimos hacia los calabozos en los que estaba
retenido Paul, llevaba ya algo más de una semana sin ver a
nadie, solo entraban para darle de comer, lo que se merecía, el
absoluto desprecio de todos. Atenea no había osado bajar a
verlo, lo que pasó entre ellos era demasiado fuerte como para
encararlo de esa manera.
—Oh, vaya, si ha venido a verme la parejita feliz —
comentó con una sorna especial cuando accedimos.
Hice una mueca, asqueada, no le soportaba y verlo cerca de
Arthur hacía que todo mi vello se erizara. Jamás le perdonaría
que hubiera disparado a su hermano de esa forma tan ruin. Era
un ser inmundo, lleno de maldad, ¿por qué si no iba a fingir su
muerte, abandonar a Atenea y disparar a alguien de su propia
sangre? El dinero iba más allá y el poder regía, si no, no había
otro motivo para traicionar así a todo el mundo que le quería.
—Veo que estás mejor, hermanito —añadió.
—Será mejor que te calles —contestó Arthur, cabreado.
Posó su vista en mí con una lascivia que conseguía
revolverme el estómago, sonrió de medio lado, y no pude
evitar sentir cómo una arcada venía a mí. Arthur y él eran tan
diferentes que ni siquiera se parecían a la hora de mirarme, ¡y
gracias a Dios!
—¿Qué queréis de mí? —preguntó alzando una ceja.
—Que cantes, pajarito —respondí con sorna—, si quieres
salir vivo de esta, hablarás.
Sabía que aquello no iba a funcionar, pero, en el momento
en el que Arthur soltase la bomba, respondería a lo que
queríamos saber.
—¿Qué te hace pensar que le tengo algo de cariño a mi
vida? —Esbozó una mueca en los labios.
Puse los ojos en blanco, sabía al cien por cien que le
importaba una mierda morir, lo había intentado en cientos de
ocasiones, solo había una persona en el universo capaz de
deshelar su muerto corazón para que volviera a latir. Me giré
hacia Arthur, que no pudo evitar sonreír, había entendido que
el hombre que tenía enfrente no era el hermano con el que
creció y al que apoyó hasta el día de su muerte, literalmente.
—No eres más que basura, Paul —le dije sintiendo pena
por él—, a nadie le importaría tu muerte, salvo a… —Me
mordí el labio inferior y me senté en la silla que había delante
de él—. Creo que conoces bien a alguien a quien sí que le
afectaría. —Le guiñé un ojo.
—Tenemos localizada a Micca —añadió Arthur.
Su gesto cambió por completo, pasó de la chulería a
ponerse blanco como un folio, con la boca medio torcida. Eso
sí que no se lo esperaba.
—¡Déjala en paz, maldito hijo de puta! —gritó con todas
sus fuerzas—. Lo único que podías usar…
—Cállate —le ordené interrumpiéndolo.
—¡Micca es sagrada, cabrón! —Alzó la voz de nuevo,
encolerizado.
Paul se agarró a los barrotes, movido por la ira que le
corría, parecía estar fuera de sí, y lo cierto es que no pude
evitar sonreír. Se lo merecía por todo el mal que había
provocado en nuestras vidas, tanto la de Arthur como a la de
Atenea. No tocaríamos a Micca, ella no tenía culpa de lo que
el malnacido de su padre había hecho.
—Será mejor que le hagas caso —comentó Arthur y se giró
hacia mí.
—Empieza a hablar, Paul —le propuse—. Tenemos
hombres vigilando la casita de Cincinnati en la que vive con su
madre. —Su gesto cada vez se volvía más terrorífico, ya que la
rabia no dejaba de crecer—. Es preciosa —dije y saqué el
teléfono del bolsillo para mostrarle una cámara en tiempo real
que la vigilaba—. ¿Cuántos años tiene ya? —le pregunté,
sabiendo que le hería en lo más profundo de su corazón. Había
intentado jugar con todos, y era momento de que nosotros
hiciéramos lo mismo, solo que lo haríamos con algo más de
clase que él. Jugaríamos con lo que único que amaba en el
universo .
»Creo que es lo único bueno que has hecho en tu puta vida,
Paul —le expliqué lo que pensaba, mientras me encendía un
cigarrillo—, espero que haya salido a la madre, porque, como
sea igual de asquerosa que tú de mayor, acabará en una cuneta.
Aquello me dolió decirlo. Hice de tripas corazón,
necesitábamos ser crueles con él para que nos informara de
todo lo que queríamos o jamás encontraríamos a Mike ni
conseguiríamos escapar de la mafia que había en Tótem.
—Como le toquéis un solo pelo… —siseó entre dientes.
—Tenemos seis hombres vigilando la casa, tres de ellos son
francotiradores que no dudarán en disparar a matar —continué
—, tu querida Esme no podrá hacer nada por salvar a Micca, a
quien se llevarán y la harán desaparecer.
Arthur no era capaz de tomar el control de la situación ni de
ser cruel con su propio hermano, a pesar de todo lo que le
había hecho. No le importaba el pasado, sería capaz de
perdonarlo con una simple disculpa y arrepentimiento, como
había hecho cientos de veces
—Lo sabías… Solo ellas… —balbuceó—. Arthur… —
gruñó.
Estábamos jugando feo, aunque no me importaba, él
también lo había hecho y, en cuanto pudiera, volvería a
hacerlo.
—Estás hablando conmigo. —Me puse frente a él,
tapándole cualquier visión de Arthur—. ¿Crees que serás
capaz de salvarlas?
Paul seguía enamorado hasta las trancas de Esme y no
podía esconderlo. Tal vez por eso quiso desaparecer, para
volver a su vida, esa que tuvo que abandonar tiempo atrás. ¿Se
arrepentía de todo lo que había hecho? Tal vez, pero aquella
no era la manera de borrar su pasado, porque siempre estaría
ahí, para acosarle y hablarle al oído.
—Arthur… —llamó a su hermano.
Este desvió la vista y se limitó a dar un par de pasos en
dirección a la salida. No iba a conseguir aguantar. Por lo que
me pasé una mano por el cabello, debía ser dura, lo suficiente
como para llegar a coger su corazón con la mano y estrujarlo
hasta que hablase. Era nuestra libertad o la suya.
—Chicos, ¿tenéis visual? —pregunté por el teléfono.
—Afirmativo —respondieron al otro lado.
—¿Micca? —Quise saber.
Solo pronunciar su nombre sabía que a Paul se le tensaban
todos los músculos de su cuerpo. Se puso en pie, pasándose
una mano por el cabello, negó con la cabeza y volvió a
sentarse.
—Así es —contestó uno de ellos.
—Y Esmeralda —añadió otro compañero.
Observé a Paul, que dejó ir un profundo alarido que resonó
por toda la sala y que provocó que diera un respingo en mi
asiento.
—¿Qué quieres que les diga, Paul? —pregunté mirándole
directamente a los ojos, quería que pensase que sería capaz de
cualquier cosa, aunque yo no era como ellos. Cogí aire y
suspiré para llevarme el cigarrillo a los labios, dándole una
larga calada que casi lo consumió por completo. Crucé mis
piernas y lo contemplé con lástima. Era cierto que le odiaba
por todos los errores que había cometido, pero en el fondo me
daba pena ver cómo alguien que lo tenía todo lo había tirado
por la borda de esa manera.
»Vas a hablar, ¿o quieres que les hagamos una visita? —
inquirí desafiándolo—, aunque… estoy pensando en que…
Algo me dice que tus amiguitos Moguilevich y Vólkov
estarían encantados de hacerse cargo de Micca y venderla al
mejor postor.
—Está bien… —murmuró abatido—. Hablaré.
Capítulo 24

Arthur me hizo un gesto para que saliéramos nada más acceder


Paul a responder nuestras preguntas. No quería que le viera
afectado, por lo que avanzó hacia la puerta por la que hacía
unos minutos habíamos entrado, tomé una de sus manos,
pidiéndole que me esperase. No sabía qué le ocurría, pero se le
veía afectado, más de lo que creí que estaría.
—Arthur —le llamé justo cuando íbamos a desaparecer tras
la puerta, dejando atrás a Paul.
Se apoyó en la pared que había junto a la entrada y se dejó
caer, roto por dentro, con los ojos colmados de lágrimas. El
corazón se me encogió al verlo de aquella manera, era duro
tratar así a un hermano y mucho más a sabiendas de que no le
importaba nada, salvo su hija. Me agaché frente a él y le
abracé con fuerza, lo que provocó que un alarido se escapase
de entre sus labios, partiendo mi alma. Escucharlo llorar era lo
más doloroso que había hecho jamás. Quería mitigar su dolor,
sin embargo, sabía tan bien como él que el mal que lo
atormentaba era demasiado profundo como para poder
deshacerlo.
No dije nada, permanecí en silencio, sentada a horcajadas
sobre él y durante unos minutos permanecimos así, unidos,
llorando en silencio; él, por lo que provocaba su hermano en
su interior, y yo, por la tristeza que le corroía. Me apenaba
ver cómo Paul no era capaz de valorar a la gran persona que
tenía en frente, no le importaba nada de lo que pudiera sentir
Arthur, había dejado atrás cualquier amor hacia él o su
familia.
—Entraré yo sola —le dije.
—No… —murmuró contra mi pecho.
Podía sentir el helor de sus lágrimas empapando mi
camiseta, cómo llegaban a mojar mi piel bajo esta. Negué con
la cabeza, a la vez que enterraba mis dedos en su cabello con
delicadeza. No quería hacerle pasar otra vez por lo mismo,
suficiente estaba sufriendo ya por culpa de ese maldito cabrón,
no merecía nada de eso.
—Te quedarás aquí, la decisión está tomada, amor —
susurré contra su oído. Me separé de él lo suficiente como para
colocar mi dedo índice bajo su mentón para así alzarlo. Le
besé en los labios, muriéndome por dentro de verlo en el
estado en el que se encontraba, si podía aliviarle el
sufrimiento, lo haría.
»Si no quieres que nos llevemos a tu pequeña Micca y la
hagan desaparecer como por arte de magia, será mejor que
hables —le advertí. Vi cómo Paul apretaba la mandíbula y me
miraba desafiante, con la respiración agitada a causa de la
rabia. No me importaba en qué estado se encontrase, iba a
cantar como un pajarito o daría la orden que no quería
escuchar. Esos hombres se llevarían a Micca y a Esme a un
lugar seguro el suficiente tiempo como para que Paul creyera
que habían desaparecido, como prometí.
»¿Me has oído? —le insistí. Asintió sin apartar la vista de
mí, no pude evitar sentir cómo un poco de alegría me recorría
al ver la victoria que estábamos consiguiendo.
»Manteneos alerta —dije al teléfono justo antes de
bloquearlo y dejarlo sobre la mesa que había a mi lado—.
Vamos a hablar, y me vas a contar todo lo que quiera saber,
¿sí?
—¿Y eso es…?
—¿Quieres un cigarrillo? —pregunté, iba a estrujarle el
corazón, sin embargo, no quería que estuviera a malas
conmigo.
Me llevé uno a la boca y lo encendí antes de que me
respondiera, para mi sorpresa, esta fue un sí. Arthur no fumaba
y nunca lo había hecho de forma recurrente, sin embargo, Paul
parecía agradecer aquel gesto.
—¿Por qué abandonaste a Atenea? —La primera, primera
al corazón, aunque, teniéndolo de hielo como lo tenía, me
extrañaba que fuese a responder.
—Tenía mis razones.
—¿Cuáles? —inquirí.
—A ti te lo voy a decir —dijo con chulería.
—¿Es que no has entendido nada? —Gruñí—. Si no
respondes, las matan; si me mientes, las matan; si juegas
conmigo, las matan.
Le dio una larga calada al cigarrillo mientras me encendía
otro. Me recosté contra la silla y lo observé, parecía nervioso,
incluso ansioso, lo que no entendía era si solo lo provocaba el
saber que podíamos tener a Micca y a Esme o había alguna
otra cosa.
—Eso solo lo hablaré con ella —respondió—, si quieres
saberlo trae a Atenea, déjanos solos y se lo contaré.
Me negaba a dejar a ese energúmeno con Atenea, a no ser
que fuese ella quien decidiera venir, aunque sabía que eso solo
conseguiría agravar su situación. Janeth ya estaba ocupándose
de ella, había pasado demasiadas cosas en muy poco tiempo;
perdió a su bebé, su futuro se truncó, su libertad se esfumó y el
que era su prometido la abandonó sin pensarlo ni un solo
instante, dejándola a su suerte y rodeada de lobos.
—¿Qué tiene que ver Francesca en la organización de
Vanko y Yuri?
—Francesca es independiente a esos dos, simplemente
tienen tratos —me informó—, ella no es parte de la
organización de Yuri.
—¿Por qué se mezcla con la mafia? —Quise saber.
—¿Acaso necesita motivos para ganar poder? —inquirió
alzando una ceja.
—Para traficar con mujeres tampoco necesitará motivos —
añadí cada vez más molesta.
—Francesca no solo trafica con eso —comentó.
—¿Y con qué lo hace? ¿Droga?
—Información —sentenció.
Lo miré confusa sin entender muy bien lo que estaba
diciéndome. Entonces caí en la cuenta de que Jude me dijo que
cuando estuvo trabajando para ella en Tótem lo que hacía era
recopilar información, pero nunca me dijo para qué la
utilizaba. También entendía por qué tenía demasiadas
imágenes con las que relacionarnos y que publicar en los
medios. ¿Por qué traficar con información?
—¿Cómo?
—Tiene a medio mundo pillado por los huevos —me
resumió.
—Ese es el poder que tanto ansía… —murmuré.
—Bingo, guapita. —Me guiñó un ojo.
—No vuelvas a llamarme así —siseé acercándome a los
barrotes.
—¿Qué más quieres saber?
—¿Qué tratos tenías con Misha? —investigué—. Te vi
varias veces en su casa mientras me tenía retenida —le
informé.
—Durante mucho tiempo estuve ayudando a Yuri.
—¿En qué?
Parecía que estaba sacándole las respuestas como si le
tirase de la lengua, una y otra vez, no quería hablar, estaba
claro, aun así, debía hacerlo si quería mantener a salvo a su
familia, si es que se le podía llamar así.
—No creo que pueda hablarte demasiado de los negocios
que llevan Yuri y Vanko, me matarán si lo hago —aseguró—,
me encargaba de la contabilidad de las tapaderas que ambos
tenían.
—¿Qué hacías en casa de Misha? —repetí.
—Ya te lo he dicho.
—No, me has dicho qué hacías con Yuri y Vanko, no con
Misha —le rebatí.
Me estaba ocultando algo y no me hacía ninguna gracia que
me tomase por tonta, porque era más inteligente de lo que
creía y no se me escapaba una. Quería todas las respuestas y
no le dejaría en paz hasta que las consiguiera todas.
—Responde —insistí.
—Misha quería robarle a su padre, bueno, no solo a él…
—¿Cómo? —Quise saber. Aquella respuesta me había
vuelto a tomar por sorpresa, jamás pensé que Misha fuese
capaz de intentar actuar en contra de su padre. Siempre había
estado a su sombra, intentaba agradarle, por eso accedió a
pasar una temporada con Vanko, para que le instruyera en el
negocio.
»¿Iba a traicionar a su padre? —Paul asintió—. ¿Cuándo?
—pregunté—. ¿Y a quién más?
—Dentro de dos semanas —me informó—. A todos.
—¿Dónde?
—Ya sabes que a los rusos les encanta mostrar su
ostentosidad —empezó a explicarme—, no te haces a la idea
de la cantidad de dinero, drogas y joyas que se mueven en las
fiestas, pero no solo eso, también…
—Mujeres —le interrumpí.
—Niñas —me corrigió.
Capítulo 25

Sentí cómo la sangre hervía de la rabia que estaba empezando


a corroerme, escucharle decirlo provocó que una arcada
llegase a mi garganta, por lo que tuve que taparme la boca con
la mano para no vomitar la poca comida que había podido
ingerir a causa de los nervios.
—Malditos hijos de puta… —gruñí.
—Volverán a por Atenea, Arizona —aseguró—, no puedes
permitir que se la lleven.
—¿Qué demonios te importa a ti?
—No me importa, pero sé lo que ha sufrido, y no merece
tener un final como el que tienen las putas de Vanko o Yuri.
Sabía que en el fondo me mentía, si no se preocupase por
ella, no me habría advertido, Atenea era importante para Yuri,
pero ¿por qué? Había tantas cosas que no comprendía que por
un momento creí que me pasaría la vida allí, intentando
sonsacarle toda la información.
—¿Por qué me salvaste? —Aquella pregunta había
resonado en mi cabeza cientos de veces, por no decir miles, no
sabía por qué lo hizo sin conocerme. No era capaz de
comprenderlo, a Paul solo le importaba Micca y Esme, ni
siquiera valoraba su vida, ¿por qué la mía sí?
»No me vengas con eso de que soy importante, de que me
quieren y demás, porque estoy bastante cansada de ese rollo —
musité.
—No lo hice por ti, sino por él —dijo desviando la vista
hacia Arthur, que estaba en el pasillo y se le veía desde una
pequeña ventanita que daba a este.
—¿No eres el hombre del corazón de hielo? —inquirí.
—Lo vi en la fiesta a la que te llevó Misha como su
acompañante, no podías sostenerte en pie, estabas tan
jodidamente débil que no pude evitar interceder por ti —me
explicó—, por él. Salió detrás del coche que te llevaba,
gritando tu nombre, acongojado como nunca antes, parecía
capaz de rasgarse la garganta con tal de que le escuchases.
Estoy seguro de que se habría intercambiado por ti sin
pensarlo ni un instante.
—Pero me querían a mí —susurré.
—Arizona, no sé qué jodida obsesión tienen contigo ni qué
les hemos hecho, solo sé que no van a olvidarse de ti así como
así —añadió. No me gustaba oír eso, quería salir huyendo de
allí para desaparecer y que no pudieran encontrarme nunca
más, ni a mí ni a Arthur.
»Tienes que sacar a Arthur de esto —me pidió.
Fue entonces cuando pude ver que sí que le importaba, que
no había dejado de amar a su hermano a pesar de todo y que
solo llevaba una coraza de frialdad para que nadie le hiriera.
Micca y Esme habían sido la primera bala en atravesar su
escudo; Atenea, la segunda, y Arthur iba a ser el último.
—¿Dónde está Mike? —Quise saber.
—Vanko lo tiene en uno de sus clubes.
—Está bien, haremos un intercambio. —Me puse en pie—.
Si eres tan importante para ellos como parece, querrán tenerte
en casa.
—No, no, no —empezó a decir cuando me encaminé hacia
la salida.
—¿Por qué no? —inquirí.
—No quiero volver ahí dentro —imploró.
Negué con la cabeza, no me importaba lo bueno que me
había dicho ni si realmente tenía corazón, no sabía si todo lo
que habíamos hablado era real o no, sin embargo, lo que sabía
a ciencia cierta era que Hernán y Frida conseguirían la
información que necesitábamos para colarnos en la fiesta.
Cuando salí de los calabozos me encontré a Arthur apoyado
de nuevo contra la pared, algo más sosegado, cosa que
agradecí. Verlo como lo había hecho un rato atrás había
conseguido romperme el corazón. Nos reunimos con los
demás en una junta extraordinaria, les conté todo lo que había
estado hablando con Paul, y Alexander llegó a la misma
conclusión que lo había hecho yo: había que cambiar a Paul
por Mike, ya no nos servía, la información con la que
contábamos ya era suficiente como para trazar un plan.
—Intercambiaremos rehenes —sentenció—. ¿Te parece
bien, Martins? —le preguntó Alexander a Arthur.
Sabía que no quería vender así a su hermano, que aún creía
que había bondad en él y que, por mucho que le hubiera
traicionado, seguía siendo de su misma sangre, pero Mike
tenía una familia a la que atender, un pequeño al que cuidar, y
Paul lo único que tenía era la soledad de la que estaba rodeado,
ya que ni Esme ni Micca contaban con él.
—Sí, haremos un intercambio.

Después de varias horas hablando con Alexander sobre cómo


sería la llamada que harían a Vanko para organizar la quedada,
Arthur y yo decidimos marcharnos a la habitación, cenar con
tranquilidad, darnos un baño juntos y disfrutar de nuestra
mutua compañía como hacía días que no hacíamos.
Sentí las manos de Arthur recorrer mis brazos, mojándolos
con el agua caliente, me besó en la coronilla, había echado
mucho de menos estar los dos solos, sin pensar en lo que
pudiera estar ocurriendo fuera. Me giré, quedando a
horcajadas sobre él, mientras el agua caliente me acunaba.
—Me alegra ver que estás mejor… —susurré mientras
acariciaba su pecho con mimo.
Reseguí la brújula que llevaba tatuada sobre la cicatriz del
balazo que recibió cuando intentaron matar a Paul. Cuando
alcé la vista me encontré con la suya, en ella había tal lujuria
que noté como si estuviera devorándome lentamente,
deleitándose, disfrutando de cada parte de mi ser. Mi sexo
ardió, entre nosotros saltaban chipas como nunca antes, tanto
tiempo preocupados por lo que iba a pasar había hecho que
nos olvidásemos de nuestro amor, pero eso ya había acabado.
Coloqué sus manos sobre mi cintura, las mías tras su cuello y
me mordí el labio inferior pensando en todo lo que quería
hacerle, en la de veces que le haría el amor si pudiera. Sus
azulados ojos brillaron de nuevo tras el sensual beso que le di,
podía notar cómo su miembro se endurecía cada segundo que
pasábamos así, piel con piel.
Enterré mis dedos en su cabello y lo besé con ganas, por un
momento me olvidé incluso de respirar. Cada beso que nos
dábamos era más húmedo que el anterior, estaban llenos de esa
pasión arrolladora que nos invadía a ambos. Arthur acarició
con mimo mi espalda, subiendo y bajando, hasta que llegó a la
altura de mi cuello, por el cual me sujetó para que no pudiera
apartar mis labios de los suyos.
Sin decir nada, colé una de mis manos entre nosotros para
masajearle, estaba ansiosa por amarlo, tanto que lo adentré en
mí provocando que Arthur dejase ir un profundo y sensual
gemido que acabé capturando entre mis labios como el mejor
de los regalos. Me moví sobre él, percibiendo toda su largura,
cómo cada vez estaba más duro. Cogí una bocanada de aire
cuando alzó las caderas lo suficiente como para adentrarse con
mayor profundidad.
—Necesito salir de aquí —susurré contra sus labios—,
hazme olvidar todo lo que hemos vivido —le pedí invadida
por las ganas que tenía de sentirlo.
—Tus deseos son órdenes, amor —respondió sin apartarse.
Con un par de movimientos, y sin apartarme, me cogió
haciendo que rodease sus caderas con mis largas piernas,
salimos de la bañera, empapados, chorreando, envueltos en esa
lujuria arrolladora que nos controlaba a ambos. Sin poder
evitarlo, apoyó mi espalda en la fría pared de piedra blanca,
haciendo que un pequeño quejido se escapase de mi interior,
pero aquel respingo valió la pena por todo lo que estaba a
punto de venir.
»Joder, Arizona… —susurró ido.
Me sujetó a pulso, al mismo tiempo que no dejaba de
moverse con una sensualidad que conseguía volverme loca.
Arthur era un jodido dios que había bajado a la tierra para
hacerme disfrutar a su lado. Me mordí el labio de nuevo,
cuando una de sus estocadas provocó que una pequeña
descarga de placer me recorriera de pies a cabeza. Negó con la
cabeza, sabía que le volvía loco que lo hiciera.
Salimos del baño con cuidado, y me estiró sobre la cama
para observarme desde las alturas, haciendo que mis mejillas
se encendieran. No sabía por qué me ocurría, pero solo él era
capaz de conseguir que me cohibiera, aunque fuese por unos
segundos.
—¿Te gusta lo que ves? —pregunté pícara.
Se relamió antes de arrodillarse frente a mí, abrió mis
piernas con delicadeza, besó la parte interior de mis muslos,
haciendo que mi sexo palpitase ansioso, ardiendo por él.
Sonrió gatuno, para segundos después devorarme por
completo, arrancando gemidos que siempre le pertenecieron.
—Eres lo más hermoso que he visto en mi puta vida,
Arizona Pierce —respondió colocándose sobre mí.
—Arthur Martins no dice palabrotas —lo reñí, extasiada, y
le guiñé un ojo.
—Ah, ¿no?
—No, es demasiado estirado como para permitirse hablar
así —bromeé.
—Puede que le hayas cambiado un poquito —susurró
contra mi oído mientras se deslizaba por completo en mi
interior—. Voy a hacerte gemir hasta que grites mi nombre tan
fuerte que lo escuche todo el complejo.
Capítulo 26

—Prométeme que no les haréis nada —me pidió antes de salir


del coche.
—Nunca han estado en peligro —aseguré—. Esos hombres
no están ahí para matarlas, aunque lo harán si nos pones en
riesgo.
—No lo haré —prometió. No me daba pena, pero sí Micca
y Esme, ninguna de las dos merecía estar relacionada con una
escoria como lo era Paul, aunque no tenían opción. Salimos
del coche y se me revolvió el estómago cuando uno de los
hombres de Vanko abrió la puerta del cuatro por cuatro que
llevaban y tras esta apareció nada más y nada menos que
Misha Vólkov. Le habían enviado a hacer el trabajo sucio una
vez más.
»No creáis lo que veis, os equivocáis —me susurró para
que solo yo pudiera escucharle—, el mando no lo tiene quien
pensáis —añadió.
Le agarré con fuerza de las esposas e hice que caminase,
los hombres de Alexander, y él incluido, me acompañaban
con los rostros cubiertos por pasamontañas. Apuntaban con
fusiles de asalto a los subordinados de Misha, mientras
nosotros avanzábamos hacia donde se encontraban.
Sacaron a Mike del maletero del coche, tenía el rostro
cubierto por un saco de esparto marrón, por lo que no sabía si
era él.
—Confirmado —dijo Arthur por el pinganillo.
Nadie mejor que él era capaz de adivinar si era su mejor
amigo, habían pasado muchos años juntos, se conocían a la
perfección, cada gesto, andar o incluso sus magulladas manos.
Me latía el corazón con tanta fuerza que podía oírlo retumbar
en mi interior, estaba de los nervios. Deseaba que saliera bien,
su familia no tenía culpa de dónde estábamos metidos, no
merecían verse envueltos en todo el horror que nos rodeaba.
—Quítale las esposas —le ordené al hombre de Misha.
Él asintió, dejó que estas cayeran al suelo y, cuando quise
darme cuenta, me tendía un estuche de terciopelo rojo brillante
—Esto es para ti.
—¿Qué cojones es esto? —espeté—. ¿Es un juego de los
tuyos? —le grité a Misha, que me ignoró por completo.
Al ver que no respondía, y sin comprender qué demonios
era, les di a Paul, quien me observaba como un cordero al que
estaban a punto de ejecutar y por el que ya nadie podía hacer
nada. No iban a matarlo, pero aquel iba a ser peor castigo que
la muerte. Si Vólkov y Vanko se enteraban de todo lo que nos
había contado, no dudarían ni un solo instante en torturarlo,
por lo que decidimos callar para que por lo menos tuviera una
oportunidad de huir y desaparecer, cosa que haría en cuanto
tuviera ocasión.
Nos alejamos lo suficiente, como para estar a salvo o eso
creía. Me puse frente al amigo de Arthur y tomé mis manos
entre las suyas.
—Mike, tranquilo —le dije al sentir cómo empezaba a
ponerse nervioso—, soy Arizona, Arthur está esperándote.
—Joder…, Arthur… —susurró y rompió a llorar—. Ha
venido a por mí. —Un quejido escapó de su interior y no pude
evitar que su emoción se me contagiara.
—Eres libre, Mike. —Me abracé a él y le quité la bolsa que
le habían colocado sobre la cabeza.
Sus oscuros ojos se fijaron en los míos y pude ver un
agradecimiento que parecía eterno, el cual me llenó el alma y
el corazón de alegría. Sabía que aquello iba a resarcir algunas
de las heridas que atormentaban a Arthur, aquel era el primer
paso para la redención, y la conseguiríamos.
Caminamos en dirección a los coches, y sentí que por
primera vez en mucho tiempo estaba haciendo lo correcto.
Tendí el estuche de terciopelo rojo a uno de los hombres de
Alexander para que lo sujetase mientras me acercaba a mi
chico para que pudiera reencontrarse con su mejor amigo.
—No sabes cuánto te he echado de menos, hermano. —
Escuché cómo le decía Arthur, y se fundieron en un
emocionante abrazo.
—Y yo a ti —murmuró sin separarse de ti—, creí que no
volvería a veros…
En aquel momento creí que no podía llegar a ser más feliz,
un haz de luz cruzaba nuestra vida para alegrárnosla después
de sufrir día tras día. Era demasiado lo que habíamos tenido
que vivir en el poco tiempo que llevábamos metidos en Tótem,
todo era tan intenso que parecían siglos. En el momento en el
que Arthur se levantó el pasamontañas, se oyó un disparo
resonar en el bosque, asustando a todos los animales que había
a nuestro alrededor y haciendo que cientos de pájaros alzasen
el vuelo.
—¡Arthur! —grité con todas mis fuerzas.
Pero a él no le había ocurrido nada, en sus brazos Mike se
desplomó perdiendo toda la poca fuerza que le quedaba.
Arthur se tiró al suelo, sujetando a su amigo, abrazándolo, con
los ojos inundados en lágrimas. Mi cuerpo se paralizó por
completo, no podía estar ocurriendo aquello… Me negaba a
que fuese real, a que toda la felicidad que empezábamos a
vivir se hubiera esfumado, a que Arthur estuviera perdiendo
—No me dejes morir, Arthur —le suplicó—. Me estoy
muriendo… —Su voz se desvaneció mediante un hilo.
La sangre empezó a empapar la ropa de Arthur y parte del
suelo, salía a borbotones y con tal abundancia que no pude
evitar temerme lo peor.
—No, no, no —fue esta vez Arthur quien le imploró a la
vida que no se llevase a Mike, su mejor amigo, su hermano—.
Mike, te lo ruego. —Lloró contra su pecho.
—No me dejes morir —repitió lleno de dolor.
Mike dejó ir un alarido que solo fue tapado por el crujir de
las ruedas de los coches marchándose. Desvié la mirada, saqué
el arma que llevaba en la cinturilla del pantalón y disparé de
nuevo, llena de ira, tan cabreada que sentía cómo la sangre me
hervía al correr por mis venas.
Caí de rodillas junto a Mike, abatida, sintiendo el mal que
invadía a mi hombre, ese que no le dejaría vivir si su amigo
perecía en el frío suelo de aquel bosque. Las manos me
temblaban y ni siquiera era capaz de controlarme.
—No quiero morir, Arthur —lloriqueó.
Sentía cómo el corazón me iba a dos mil revoluciones, los
hombres de Alexander no dudaron en abrir fuego contra los
coches de Vanko, pero ya era demasiado tarde. Estaban
blindados y ninguno de sus hombres estaba fuera, ni siquiera
Paul. Las amargas lágrimas recorrieron mi rostro,
empapándolo. Negué con la cabeza una y otra vez intentando
taponar con fuerza la herida de bala que había atravesado a
Mike.
—Por favor, Mike —sollozó Arthur, roto en mil pedazos—,
tienes un pequeño esperándote, no puedes morir…
Por el rabillo del ojo vi cómo Alexander hacía un
movimiento con la mano para que trajeran la camilla plegable
para transportarlo al complejo.
—Prométeme… Prométeme que cuidarás de ellos —le
suplicó.
—Te lo prometo. —Lloró Arthur desconsolado y tan roto
que no era capaz de decir nada más.
Capítulo 27

Mike no llegó al refugio a tiempo para que las enfermeras


pudieran estabilizarlo y hacerle una trasfusión, la herida de
bala fue mortal. No había hablado con Arthur desde que
llegamos, en realidad, ni siquiera sabía dónde estaba, prefirió
desaparecer y olvidarse de todo el mundo. Lo entendía,
necesitaba desconectar, incluso de mí, y no le culpaba por ello.
—Ojalá pudiera hacer algo más —le comenté a Janeth y le
di un sorbo al té que me había preparado.
—Tiene que pasar el duelo, puede estar así una temporada y
tienes que respetar su decisión de alejarse —respondió—,
acaba de perder a su mejor amigo, tiene que asumir que nunca
más volverá.
Por un instante pensé en cómo sería perder a Jude, el dolor
que me atravesaría sería tan fuerte que no sabría si lograría
superarlo. Mike era como el hermano de Arthur, habían
pasado años viviendo juntos, eran pilares fundamentales el uno
para el otro y saber que ya no volverían a verse debía de tener
destrozado a Arthur. No quería ni imaginar cómo sería el
instante en el que tuviera que llamar a su mujer para
informarla de lo que había pasado.
Cogí un cigarrillo y me lo llevé a la boca, tenía tal odio en
mi interior que controlarme estaba siendo todo un reto, quería
plantarme en casa de Vanko, en la de Yuri e incluso en la de
Francesca para acabar con todos ellos. No merecían seguir
respirando el aire que les envolvía, ya habían hecho suficiente
mal como para seguir rompiendo familias.
—Debes entenderlo, Arizona.
—Y lo hago, pero no puedo evitar repetirme una y otra vez
que todo es por lo que yo he hecho… —murmuré.
—No te culpes por esto —instó tomando mis manos entre
las suyas—, lo más seguro es que ya hubieran decidido
matarle antes incluso de que propusierais el intercambio.
—No soy capaz de comprender la maldad que hay en
ellos… —dije asqueada. Eran seres despreciables a los que
solo les importaban el dinero y el poder, nada más—. ¿Cómo
son capaces de arrebatar vidas con esa facilidad, sin pensar en
las consecuencias, en las familias que pierden a sus seres
queridos…? No pueden tener corazón.
—Nadie podría predecir que eso fuese a ocurrir, Ari —
aseguró.
—Lo sé… Pero, no sé, tal vez tendría que haber ordenado a
los hombres de Alexander que nos rodeasen para así no dejar
ningún espacio… He pensado en tantas alternativas para el
intercambio que creo que voy a acabar perdiendo la cabeza —
admití.
La mirada de Janeth era como un bálsamo para mi alma,
allí todas eran muy fuertes y sentirme tan vulnerable me
hacía creer que era insuficiente. No había nacido para ser
como ellos, era una mujer guerrera, fuerte y luchaba por lo
que quería, aunque no hasta aquel límite, yo no podía seguir
adelante al ver cómo le hacían daño a alguien a quien
quería, no podía controlar mis emociones como lo hacían
ellos y me moría de pensar que algo malo les ocurriera a los
míos.
—Joder… —gruñí y me pasé una mano por la cabeza,
perdida, sin saber cómo gestionar todo lo que estaba pasando.
—Arthur estará bien —aseguró—. Solo déjale algo de
tiempo para que asimile todo lo que ha pasado, tiene que
gestionarlo él solo, y tú simplemente puedes acompañarlo en
el proceso, para que no se sienta solo, nada más.
—Lo haré.
—Si quieres, también puede pasar a verme, tal vez pueda
ayudarlo de alguna manera… —se ofreció.
—Gracias, Jan… —Hice una pequeña mueca, algo similar
a una sonrisa—. La verdad es que me alegra muchísimo que
estés aquí, ojalá hubiera sido todo en otras circunstancias…
—Arizona. —Escuché cómo me llamaba Valia desde la
entrada—. Fue Francesca quien hizo que las imágenes
aparecieran en las televisiones que estaba viendo Janeth —me
informó.
Abrí los ojos como platos, no era capaz de comprender
qué demonios le pasaba a esa señora ni por qué tenía ese
afán por destruirnos. Pensé durante unos minutos,
intentando buscar algo que le hubiera podido enfadar, algo
que yo hubiera hecho para que nos persiguiera de esa
manera tan insistente. Había algo más que quería y no era
yo, pero tampoco era Paul, ni siquiera Arthur o al menos
eso creía, se nos escapaban cosas y no nos estábamos
dando cuenta.
—No sé qué demonios querrán de vosotros, pero parece
que esa tal Francesca está muy obsesionada con vosotros.
—Francesca está pirada —comentó Valia al mismo tiempo
que se sentaba con nosotras.
—Me está hartando… —murmuré.
—Tienes que intentar tomártelo con calma, Ari, ya lo sabes.
—Eso, no puedes coger una semiautomática y liarte a tiros
—añadió Valia—, otra vez.
La miré alzando una de mis cejas, anonadada, sin poder
creer lo que me acababa de decir mi amiga.
—Te recuerdo que me acompañaste —respondí.
—No iba a dejarte sola. —Me guiñó un ojo. Valia no era así
con los demás, lo cierto era que habíamos formado un tándem
maravilloso y había aprendido a quererla con su frialdad a
ratos, con su lealtad infinita y con su bondad escondida.
»Nunca te dejaré sola —prometió.
—Gracias. —La abracé—. Será mejor que vaya a ver a
Arthur, nos vemos luego.

Cuando entré en la habitación, allí estaba, sentado, con la vista


perdida en el suelo, como ido. No habló al oírme entrar, ni
siquiera alzó la vista, permaneció perdido en sus
pensamientos. Caminé lentamente hacia él y, cuando estuve
delante, me arrodillé entre sus piernas, besé sus manos con
delicadeza y sentí cómo una pequeña lágrima caía sobre mi
mejilla, era suya.
—Lo siento tanto… —susurré abrazándolo—. Todo ha sido
culpa mía…
Me sentía derrotada por haber propuesto un intercambio,
pensé que sería lo mejor y la única forma de conseguir que
Mike volviera a casa. Solo quería ayudar y al final no hice más
que estropearlo todo, de nuevo, como estaba haciendo
últimamente. Me senté a horcajadas sobre él, abrazándolo,
percibiendo el calor de su cuerpo contra el mío, con los ojos
empañados en las amargas lágrimas que mostraban el
arrepentimiento que había en mí.
—No lo ha sido —murmuró acariciando mi espalda con
delicadeza.
—Solo quería ayudar y que volvieras a estar con él…
—Si no me hubiera metido en Tótem, nada de esto habría
ocurrido —comentó en voz baja.
Me sentí mal, porque, si no hubiera entrado en Tótem,
nunca nos habríamos conocido, aunque no sabía en qué lado
de la balanza estaba, no sabía si pesaba más el haberme
conocido o no haber pasado por todo lo que vivimos. Estaba
enfurecido y nada aliviaría ese dolor hasta que dejase de
culparse por la muerte de Mike.
—Lo siento tanto… —sollocé contra su cuello sin ser capaz
de contener las pequeñas gotas repletas de desconsuelo.
—Ámame, Arizona, alivia este dolor —me rogó—, haz que
me olvide del mal que me rompe por dentro. —Lloró contra
mi pecho.

Durante horas permanecimos abrazados, llorando en silencio,


apoyándonos el uno en el otro, sin importarnos nada más.
Quería ser el bálsamo que acunara su alma, ese que curase
cada una de las heridas que Francesca y los rusos habían
creado en él y que tanto le dolían. Parecía un niño perdido,
desconsolado, estaba completamente roto, incluso parecía
haberse apagado por completo. Un profundo alarido se escapó
de su interior haciendo que mi corazón se encogiera. Quería
hacer desaparecer toda la pena que tenía, sin embargo, era tan
difícil superar una pérdida así que no sabía ni siquiera qué
decirle.
—Saldremos de esta, no voy a dejar que te sigan haciendo
daño así —le prometí—. No quiero sufrir más ni que tú lo
hagas, Arthur. —Acaricié con mimo su mejilla.
—Marchémonos, salgamos de aquí —me pidió.
—Aún tenemos que solucionar algunas cosas, pero te juro
por mi vida que en menos de un mes estaremos fuera, ¿de
acuerdo? —Asintió y pude ver cómo sus hermosos ojos azules
estaban rojos de la rabia y de haber derramado tantas lágrimas.
»Mi amor… —susurré con mimo con los ojos inundados en
las dichosas gotas que no dejaban de emanar de ellos—. Mi
dulce y adorado Arthur. —Le besé en los labios—. Te aliviaré,
prometo cuidarte para siempre.
—Cásate conmigo, Arizona —me pidió.
Capítulo 28

Aquella propuesta me cogió completamente por sorpresa,


dejándome sin palabras para responderle. Parpadeé varias
veces, mientras él me observaba expectante, aguardando a que
le dijera algo.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —pregunté confusa.
—Ahora mismo, casémonos —respondió sin dudar un
segundo—. ¿Qué me dices?
Mantuve la mirada fija en la suya sin acabar de creerme lo
que me estaba proponiendo, pero lo cierto es que mi corazón
empezó a latir con una fuerza desmedida y una luz capaz de
borrar todo lo malo que vivimos.
—Que sí, ¡que me casaré contigo una y mil veces! —
exclamé—. No pienso separarme de ti, Arthur Martins. —
Lloré esta vez llena de dicha.
Me dejó sobre la cama, se puso en pie y se acercó a una de
las cómodas que había junto a la televisión, de ella sacó una
pequeña cajita negra y, cuando volvió a sentarse, la abrió
maravillándome con un anillo de oro blanco con un hermoso
diamante. Suspiré quedándome sin habla. Era la joya más
bonita que había visto en toda mi vida, no sabía si porque era
parte de su muestra de amor o porque me había tomado por
sorpresa.
—Hazme el hombre más feliz del mundo —me pidió.
—Lo haré —susurré contra sus labios, al mismo tiempo que
le sujetaba el rostro entre mis manos con cariño.
Lo besé una y mil veces, tantas que perdí la cuenta. Dentro
del caos siempre había lugar para algo de luz, y esa había sido
la nuestra.
—Me hubiera gustado pedírtelo de otra manera…
Antes de que pudiera decir nada más, me lancé a sus brazos
y lo besé con ansias, de tal forma que acabamos cayendo sobre
la cama. Me abrazó con ternura, mientras no dejaba de
besuquearle, me hacía feliz aquel enlace, más de lo que jamás
me imaginé. Nunca había sido de esas mujeres que soñaban
con encontrar al amor de su vida, un príncipe azul, con vestirse
de blanco y llegar al altar rodeada de hermosas flores… Nunca
necesité nada así, sin embargo, cuando conocí a Arthur todo
cambió, quería convertirme en su compañera de vida para que
nada pudiera separarnos jamás.
—Te quiero, te quiero más que a mi vida, Arthur —
murmuré notando cómo las lágrimas volvían a emanar.
Nuestro amor iba más allá, era más puro, más visceral de lo
que jamás llegué a pensar, era necesidad, pero también era
libertad y sinceridad. Lo era todo.
—Y yo a ti, Arizona —respondió—. Eres la única luz que
he encontrado en tanta oscuridad, solo tú podías traerme de
entre las tinieblas y darme un lugar donde refugiarme —
aseguró—. Sé que va a ser difícil y me mata ser consciente de
que Mike no volverá. Tengo que hacer algo por arreglar todo
esto…
—¿El qué?
—No quería morir sin saber que la mujer más maravillosa
de todo el universo va a estar a mi lado hasta el resto de mis
días.
—No morirás. —Negué con la cabeza—. ¿Por qué ibas a
hacerlo?
Cada vez estaba más desconcertada, no comprendía por qué
me pedía que me casase con él si luego iba a comportarse
como un maldito kamikaze para resarcirse y conseguir la
redención por la pérdida de su amigo. Comprendía que
quisiera que hubiera represalias contra los Vólkov, aun así, no
podía permitir que lo hiciera.
—Acabaré con todo ellos, amor —aseguró—. Y, si tengo
que morir vengando a Mike, lo haré.
—No te lo permitiré —me negué en rotundo—, no, puedes
hacerme algo así.
—Debo hacerlo por él.
—Entonces lo haremos juntos —mentí—. Tienes que salir
vivo para que nos casemos y no lo haremos hasta que no
hayamos salido de aquí —le advertí.
No tenía intención de que la rabia de Arthur jugase en su
contra, tenía demasiado rencor en su interior como para pensar
con claridad, por lo que no iba a permitir que fuese a una
guerra que iba a perder. Vengaríamos a Mike, pero lo haríamos
entre todos, urdiendo un plan que jamás esperarían, donde yo
fuese el brazo ejecutor. No iba a ser tan tonta e impulsiva
como el resto de veces, iba totalmente en serio, no dejaría que
se metieran con mi familia como lo habían hecho.
—Está bien… —Antes de que pudiera decir nada más, lo
besé con ansia, estaba triste, podía notarlo, a pesar de ello,
algo en su interior había vuelto a encenderse. Tal vez estuviera
motivado por la esperanza de poder llegar a vengar a su
amigo, pero me daba igual, solo quería que no se hundiera en
el pozo en el que podría haber acabado.
»Cuando salgamos de aquí voy a hacerte el amor todos los
días, hasta que caigamos exhaustos, sin poder decir ni una sola
palabra —dijo contra mi boca.
—¿Y por qué no ahora? —pregunté a la vez que me
colocaba sobre él, a horcajadas, mordiéndome el labio.
—Ahora también me viene bien —murmuró a la vez que
unía nuestros labios en el más sensual de los gestos. Eres lo
mejor que podría haberme pasado jamás, Arizona.
—Pero también he traído muchos desastres…
—Eres como un volcán, tan destructivo como hermoso
—bromeó.
Lo volví a besar para que se callase de una vez por todas,
no pude evitar esbozar una sonrisa, lo amaba como nunca
había amado a nadie, y pensar en que habían estado a punto de
arrebatármelo me hacía disfrutar mil veces más de momentos
como aquel. Daba gracias a la vida por haber hecho que
alguien tan maravilloso como él se hubiera cruzado en mi
camino, a pesar de todas las desgracias que habíamos tenido
que pasar, no lo cambiaba por nada del mundo. Tal vez
estuviera loca, él provocaba en mí esa devoción y adicción de
la que ya no podría deshacerme jamás.
—¿Vas a hacerme el amor o piensas quedarte ahí
observándome? —inquirí al mismo tiempo que alzaba una
ceja. Antes de que pudiera decir nada más, y mediante un
rápido movimiento, nos giró, haciendo que quedase tumbada
sobre el colchón con él encima. Podía sentir su agitada
respiración rozando mi boca, y cómo la lujuria había tomado
su mirada.
»Hazme tuya —le pedí.
—Siempre has sido mía.
Abrió mis piernas con las suyas, para colocarse entre ellas,
entonces noté cómo nuestros sexos quedaban completamente
pegados, separados únicamente por la tela de los pantalones
que vestíamos. Tragué saliva, sintiendo cómo todo mi ser ardía
bajo el poder de sus ojos, cómo su miembro crecía por
segundos. Me besó con ese afán tan suyo, lleno de dulzura,
pero también tan sensual que podría deshacer hasta el
mismísimo Polo Norte.
Una de sus manos se coló bajo mi camiseta para acariciar
con mimo mis pechos, mientras no dejaba de moverse sobre
mí, rozándose, haciendo que desease que no nos separase nada
y que nuestros cuerpos se unieran como uno solo. Dejé ir un
pequeño grito ahogado cuando levantó la camiseta, empezó a
lamerlos y tiró de uno de ellos. Le contemplé entornando los
ojos, no iba a negar que me había gustado. Descendí mis
manos hasta la cinturilla de los pantalones, desabroché el
primer botón y, cuando quise intentar bajarlos, Arthur me
detuvo.
—Quiero oírte gemir, deleitarme con todo tu cuerpo y
venerarte como te mereces, mi Arizona —susurró contra mi
oído con esa sensual y aterciopelada voz provocando que mi
sexo ardiera aún más.
Se deshizo de mis pantalones cargo y los tiró al suelo, igual
que hizo con mi ropa interior. Una sonrisa gatuna se dibujó en
sus labios, mi corazón se desbocó al verlo con aquella mirada
cargada de tal erotismo que parecía un jodido león a punto de
devorarme, y me encantaba. Acarició mis piernas con lentitud,
haciendo que mi vello se erizase solo de pensar en lo que
estaba a punto de ocurrir.
—Quiero sentirte, Arthur —le pedí enredando mis dedos en
su cabello y tirando de él lo suficiente como para que alzase el
rostro—, acompáñame.
Los planes cambiaron y, sin pensarlo ni un solo segundo, se
bajó el pantalón y entró en mí haciendo que un gemido se
escapase de entre mis labios. Embestida tras embestida sentí
cómo todo mi cuerpo temblaba bajo el suyo, cómo a cada beso
que me daba conectábamos aún más.
—Estás tan húmeda —susurró contra mi oído sin dejar de
moverse.
Mordió mi labio inferior, haciendo que dejase ir un
pequeño quejido que se acompasó con nuestras respiraciones
cuando bajó el ritmo, entrando y saliendo con lentitud,
haciendo que notase toda su longitud. Joder… Con cada
acometida creía morir, todo mi cuerpo se deshacía entre sus
manos, y esa sensación se intensificó cuando una de sus manos
se coló entre nosotros para empezar a juguetear con mi
pequeño botón.
Arthur sonrió con maldad, se apartó de mí y descendió por
mi vientre, besando con cuidado cada centímetro de mi piel
hasta que llegó a mi monte de Venus. Volvió a esbozar esa
mueca gatuna que conseguía volverme loca. Abrió mis
piernas, dejándome expuesta a él, tomando el control de la
situación sin que pudiera hacer nada por liberarme, aunque
tampoco quería. Adentró uno de sus dedos en mí, al mismo
tiempo que atacaba de nuevo a mi clítoris. Haciendo que el
gozo aumentase hasta límites insospechados, arrancó de mi
garganta cientos de gemidos que él tomaba como victoria.
Minutos más tarde percibí cómo la oleada de placer se
acercaba como un maldito tsunami, decidido a acabar con todo
lo que estuviera en su camino, y su único objetivo era yo.
Agarré a Arthur por el cabello y tiré de él lo suficiente como
para que alzase el rostro y me mirase con aquella lujuria que lo
incendiaba todo.
—Vuelve a mí —le rogué.
—Quiero que te corras, mi amor, hazlo para mí.
Negué con la cabeza, no iba a hacerlo sin él, y sabía igual
que yo que a terca no me ganaba nadie, así que accedió a lo
que le pedía y volvió a unirnos con un movimiento lento que
hizo que todo mi ser temblase. Se movió con una sensualidad
desgarradora, acometiendo una y otra vez. Durante unos
minutos creí estar en una jodida nube, deliciosa y letal, hasta
que Arthur dejó ir un profundo gruñido, estábamos al borde
del colapso, y si terminábamos lo haríamos juntos.
Coloqué mi mano en su cuello, tirando de él para que
acercase su rostro al mío y lo besé con furia, con la pasión
contenida que llevaba guardando desde hacía días. Mi cuerpo
empezó a temblar y no pude evitar morir entre jadeos y
gemidos que él acompañó y capturó entre sus labios.
—Te quiero.
Capítulo 29

Unas horas más tarde.


—Tenemos que examinar lo que contiene la caja —me dijo
Valia—, los hombres de Adrik ya la han pasado por el
laboratorio e infrarrojos, no tiene nada sospechoso.
—Y eso es lo que más te hace sospechar, ¿no?
Valia asintió a la vez que abría la puerta de la sala donde se
encontraba el equipo que estaba custodiando la caja. No
comprendía por qué el hombre de Vanko me había dado
aquello ni de qué parte vendría.
Atenea se abrazó a mí cuando me vio entrar, por lo que
esbocé una sonrisa y le devolví el gesto con ternura. Me
alegraba verla mejor, no salía demasiado de su habitación, su
acercamiento con Alexander se había limitado a ser casi
inexistente, salvo el momento en el que la encontró. No sabía
si me alegraba o no de ello, lo cierto era que empezaba a
confiar más en él de lo que me hubiera gustado.
—¿Me enseñas qué habéis encontrado? —le propuse.
—Se ve algo circular… —empezó a decir Atenea, quien
había estado ayudando a los chicos para despejar un poco su
mente.
Entonces me fijé en la imagen que aparecía en la pantalla y
que venía de la sala contigua, donde estaban haciéndole
pruebas.
—Un collar —le interrumpí. Caminé en dirección a donde
se encontraba y, saltándome todos los protocolos que pudiera
haber, abrí la puerta, aparté a una chica que no supe reconocer
y cogí el estuche rojo de terciopelo para sacarlo de allí y
ponerlo sobre la mesa donde estaba el portátil.
»Veamos. —Coloqué mis dedos índice a ambos lados de
este y levanté la tapa.
Un hermoso collar repleto de diamantes con distintas tiras
de ellos intercaladas apareció, dejándonos a todos sin habla.
Nos miramos entre nosotros, ya que había una invitación
pegada a la parte superior de la caja.
—Creo que será mejor que te quedes tú sola viendo esto —
me dijo Adrik a la vez que colocaba una de sus grandes manos
sobre mi hombro derecho.
Asentí, hice una ligera mueca, y todos desaparecieron tras
la puerta por la que habíamos entrado hacía apenas unos
minutos. Observé de soslayo hacia la chica que estaba en el
laboratorio, se dio cuenta y salió de allí igual que el resto.
Cogí aire hinchando mi pecho para llenar mis pulmones.
No sabía qué cojones estaban tramando y eso era lo que más
nerviosa me ponía. Habían matado a Mike, reclamado a
Atenea o al menos eso harían… ¿Qué más querían?

Estimada Arizona, quedas invitada el próximo día 25 a la gala Pierce,


donde disfrutaremos de maravillosa compañía, negocios y mucha
lujuria.
Si no quieres que siga, sabrás qué hacer.
Dresscode: látex, cuero y encaje.

Esa maldita hija de puta le había puesto mi apellido a la


gala de la noche en la que quería cazarme de nuevo. Estaba
segura de que era Francesca quien enviaba aquel presente y no
podía estar más cabreada. Cerré las manos en puños. Si la
hubiera tenido frente a mí la hubiera ahogado con mis propias
manos sin dudarlo un instante. No se merecía ni el aire que
respiraba.
Leí la dirección que acompañaba a la nota y pude ubicarlo
en las afueras de la ciudad, una de las zonas más tranquilas,
pero a la vez donde más ostentación había. Justo lo que más
les gustaba a los putos traficantes. Me pasé una mano por el
cabello, desesperada, ya no sabía qué hacer, aquello parecía el
cuento de nunca acabar y me cabreaba sobremanera. Le di la
vuelta a la tarjeta y encontré un número de teléfono
acompañado de un: «Llámame», que me sentó como una
patada en el estómago.
Quería matarla, estaba jugando con nosotros como quería,
estaba segura de que ella movía cada puto hilo que nos
rodeaba. Estaba intentando asfixiarnos, matarnos uno a uno, de
lo contrario, no lo comprendía. No era capaz de vislumbrar
algo que me diera una pista con la que descifrar el motivo por
el que estaba muy obsesionada con nosotros. ¿Era yo? ¿Paul?
¿Arthur? ¿O tal vez los tres? Nada tenía sentido, al mismo
tiempo que nos deseaba también quería destruirnos hasta que
ninguno quedase en pie, si no, no veía otra razón para actuar
como lo hacía.
—Esa tía es mala… —Escuché cómo Valia decía a mi
espalda.
—Tú también has sabido que era ella, ¿verdad?
Asintió, nadie más sería tan cínica como para hacerme
llegar un collar de dimanantes el mismo día que matan al
mejor amigo de mi hombre. Suspiré, quedándome vacía por
dentro. Llevaba mucho tiempo dándole vueltas y cada
respuesta que me daba mi cerebro me parecía aún más ridícula
que la anterior.
—Está tarada, tiene una obsesión y no se la quitará hasta
que acabe con vosotros —dijo a mi espalda.
Era consciente de ello, o la matábamos, o nos mataría a
nosotros sin dudarlo ni un solo segundo. Pero ¿por qué? ¿Qué
era lo que le habíamos hecho para que tuviera ese odio en su
interior? No teníamos dinero ni siquiera poder, no podíamos
darle nada de lo que ella ansiaba, aun así, su afán era ilimitado.
—Será mejor que haga una llamada… —murmuré.
—No estás sola, Ari.
—Lo sé, tampoco quiero poneros en peligro por culpa de
Francesca.
—Y a mí me da igual lo que tú quieras —aseguró—,
llámala y me cuentas qué plan tenemos.
Asentí para que acto seguido Valia desapareciera, de nuevo,
tras la puerta. Las manos se me habían quedado congeladas,
tenía la mente aturullada de toda la información que estaba
procesando e iba tan deprisa que no sabía cómo pararla. Miré
el collar y pasé mis dedos por encima de los diamantes, era
hermoso, no podía apartar los ojos de él. No quería ni imaginar
cómo lo habrían conseguido, aunque mi interior me decía que
la trata y la venta de drogas era la parte principal.
Cogí una bocanada de aire, intentando calmar mi interior y
los nervios que provocaban que estuviera al borde del infarto.
Mis manos empezaron a temblar cuando saqué el móvil del
bolsillo trasero de mi pantalón y giré la tarjeta. Debía hacerlo
o la cadena de muertes continuaría. Si no hubiéramos
encontrado a Janeth a tiempo, lo más seguro es que hubiera
corrido la misma suerte que Mike, y no podía permitir que
nadie más saliera herido.
Tecleé el número, me vi reflejada en la pantalla y cerré los
ojos. Pensé en todas las consecuencias que podía tener mi
llamada, pero también si no lo hacía, así que le di al botón
verde y me llevé el teléfono a la oreja.
—Mi dulce y salvaje Arizona —decía al otro lado,
saludándome, erizando cada vello de mi cuerpo del asco que
me producía—, será mejor que no digas nada. —Accedí sin
pronunciar ni una sola palabra apretando las manos en puños
—. Vaya sorpresa la de esta mañana, ¿verdad? —Quería
matarla con mis propias manos, igual que había hecho con
Mike, no se merecía acabar así y mucho menos lo merecía la
familia que dejaba atrás, el pequeño que crecería sin un padre
que pudiera disfrutar de la vida a su lado y enseñarle los
secretos que se escondían en cada uno de los días que viviría
—. ¿En serio creíais que os íbamos a devolver a Mike después
de todo lo que habéis hecho? —preguntó sin esperar respuesta
alguna—. ¿Sabes? Yuri está muy enfadado contigo, tienes
suerte de que haya podido interceder por ti, querida, no sé por
cuánto más podré seguir haciéndolo —añadió con un falso
pesar que me repugnó hasta límites insospechados—. No
dudéis que volverá a por su querida Atenea y os la arrebatará
de entre vuestros inertes brazos como no la dejéis ir —me
advirtió con malicia—. De momento, vengo a proponerte algo.
—Escuché cómo prendía una cerilla, por lo que supuse que
estaría encendiéndose un cigarrillo—. Si quieres que tu
estimado Arthur no siga sufriendo más pérdidas —continuó
con aquel despotismo que conseguía enervarme hasta llevarme
a la más pura cólera—, lo mejor será que accedas a verte
conmigo. —Tragué saliva y quise interrumpirla, pero, cuando
un leve sonido salió de entre mis labios, me chistó
informándome de que debía seguir callada—, no hay otra
opción, querida mía —aseguró—, o me veré obligada a seguir
matando a aquellos que más quiere —prosiguió—. Tengo un
viaje pendiente a Leeds, me han dicho que es una ciudad
preciosa y hace tiempo que quiero pasarme por allí.
—No irás —negué cabreada como una mona.
—Ah, ¿no? —Pareció sorprendida de mi respuesta.
Cogí aire de nuevo, meditando lo que iba a decirle para no
insultarla y amenazarla. Francesca no necesitaba demasiado
para liarla, era deleznable y de mecha corta, la peor
combinación que podía existir.
—No, me reuniré contigo, si es eso lo que quieres. —
Acepté sus órdenes, porque no eran una propuesta, sino una
obligación que cumplir sí o sí—. ¿Dónde quieres que nos
veamos?
Mis manos empezaron a temblar tras la pregunta de la
maldita rabia que me corroía por dentro sin siquiera dejarme
pensar con claridad.
—Lo sabes bien, querida.
—Está bien —acepté dejando sobre la mesa la invitación.
—¿Es que acaso no te apetece acudir a la gala que he
creado en tu honor? —preguntó jocosa. Apreté la mandíbula
con tanta fuerza que pude sentir cómo la vena de mi sien se
hinchaba palpitando con fuerza—. No hace falta que te diga
que vengas sola, ¿verdad?
—No, no hace falta —respondí.
Jamás iría sola a una fiesta así y mucho menos sin un buen
pinganillo y un localizador para que si pasaba cualquier cosa
pudieran encontrarme antes de que fuese demasiado tarde. Con
esa mujer nunca se sabía.
—Nos vemos en unos días, querida —se despidió—, ven
sexi, así serás más apetecible para todos los lobos que te
esperan.
Capítulo 30

Nada más terminar de hablar con Francesca me dirigí al salón


principal, donde lo más seguro fuese que me estuvieran
esperando todos para que les informase de las nuevas
noticias, pero, al llegar, Adrik me informó de que Alexander
había pedido hablar conmigo antes de que dijera nada.
—¿Querías verme? —pregunté al abrir la puerta y me
encontré a Atenea sentada frente a su escritorio.
—Sí, adelante. —Me hizo pasar.
Atenea me abrazó cuando llegué a su altura, me senté junto
a ella y no pude evitar esbozar una mueca de tristeza, lo que
estaba pensando no era justo y le heriría, aun así, no podía
arriesgarme a entrar en la mansión de Francesca yo sola.
—¿Qué ha pasado?
Les informé de todo lo que me había dicho, de las dudas
que tenía y de lo incapaz que era de encontrar una respuesta a
su maldita obsesión, aunque nadie la tenía, era imposible
encontrarle alguna lógica a lo que le ocurría.
Antes de que pudiera decir nada más, y proponer lo que
tenía pensado, el teléfono de Alexander empezó a sonar, lo que
le extrañó, no conocía el número, por lo que decidió poner el
altavoz.
—¿Quién cojones eres? —siseó.
—No te alteres, cachorro —respondió una voz ronca al otro
lado del teléfono. Su semblante cambió del enfado a algo
similar al pánico y no solo expresaba eso, sino también rabia y
una ira difícil de contener. Desvió la vista hacia mi amiga,
quien me tomó una mano y la apretó con fuerza. Atenea me
miró, sus ojos sí que estaban llenos de terror, una pequeña
lágrima descendió por su mejilla.
»Sabías que este día llegaría —añadió—. Te has estado
escondiendo todo este tiempo en las sombras, Alexander, es
hora de que des la cara, ¿no crees?
—Eres un maldito hijo de puta —gruñó perdiendo los
pocos papeles que le quedaban.
—Tranquilízate, cachorro —le pidió haciendo que su
última palabra lo volviera completamente loco.
Como un acto reflejo, eché hacia atrás la silla, igual que
hice con la de Atenea, justo a tiempo, ya que, en un arrebato
de ira, Alexander agarró la mesa con fuerza y la volcó frente a
nosotras como si no pesase más que una pluma.
Cogí una bocanada de aire.
—¿Qué quieres? —Alzó la voz, que retumbó en el despacho,
haciendo que mi vello se erizase, y Atenea se pusiera a mi
espalda, acongojada.
Mi amiga parecía conocer al dueño de aquella voz oscura
que conseguía que un escalofrío me recorriera cada vez que la
escuchaba y a mi boca vino un nombre.
—Yuri —susurré, ni siquiera Atenea me oyó.
Tragué saliva, estaba viniendo a por ella, como me dijo
Paul y como Francesca también me había advertido.
—Creo que tienes algo que me pertenece.
—No hables así de ella —gruñó entre dientes.
—Vaya, parece que mi dulce te la pone tan dura que ni
pensar con claridad puedes —comentó con sorna.
Su mirada se desvió a la muchacha, quien aún seguía junto
a mí, sin osar decir nada por interrumpir la conversación que
estaba teniendo Alexander con su padre.
—Voy a llevármela, Alexander —aseguró—, aunque tenga
que arrancártela de tus inertes brazos. Esa puta me debe
mucho dinero y aún tiene servicios que atender.
Alexander dejó ir un fuerte grito lanzando el teléfono
contra la pared más lejana haciendo que se hiciera añicos.
Tragué saliva, nos quedamos como paralizadas por el miedo
que nos acababa de invadir.
—Fuera… —nos ordenó.
—Alex… —empezó a decir Atenea intentando calmarlo.
—¡Largo! —Alzó la voz, lo que hizo que alguien abriera la
puerta, asustado por los gritos.
Adrik se asomó y nos hizo salir del despacho de Alexander.
—Me quedo yo con él —le dijo a Atenea—, no te
preocupes, ¿vale?
Ella asintió, claro que se preocupaba, había un vínculo
diferente con él, algo que nadie salvo ellos sabía. Nos
dirigimos hacia el salón y cuando estaba a punto de abrir la
puerta vi cómo Valia se asomaba con el semblante lleno de
preocupación.
—¿Estáis bien? —preguntó. Le conté lo que había pasado,
el ataque de ira de Alexander en el momento en el que su
padre reclamó a Atenea como si no fuese más que un objeto
sin derecho a decidir su destino y sin voluntad.
»Joder… Maldito Yuri —gruñó—. ¿Tú estás bien? —se
preocupó por Atenea.
Ella asintió e hizo una pequeña mueca de tristeza, se
preocupaba por Alexander y por su estado, lo más seguro era
que se culpase, ya que había sido por protegerla a ella por lo
que estaba así.
—No se lo tengas en cuenta —le pedí—. Todos saltamos a
la mínima, ya me has visto a mí. —Me pasé una mano por la
nuca.
—Lo sé… —Bajó la vista al suelo—. Yuri lo ha provocado,
sabía cómo hacerlo —murmuró—, solo ha tenido que ir a
meter el dedo en la llaga y pincharle hasta estallar.
—Ahora no te preocupes por eso.
Sabía que tendría que hablar con ella tarde o temprano. El
episodio que acabábamos de vivir con Alexander no ayudaba
para nada a lo que quería proponerle. Me dolía, aun así, era
eso o volver a exponerme, adentrándome en la boca del lobo
sola y sin protección alguna. Si pudiera contar con ella…
Francesca me exigía ir sola, pero ¿y si hubiera alguien dentro
de la fiesta que pudiera ayudarme?
Suspiré, necesitaba que me diera el aire, hablar con Jude,
contarle todo lo que había pasado, decirle que Arthur iba
mejor y que descansaba en nuestra habitación y también tenía
que despedirme de él. No quería entrar en aquella gala sin
haberle dicho lo mucho que le quería por si pasaba cualquier
cosa. Después de ver lo que le habían hecho a Mike, ya no
confiaba para nada en ellos.
No podía negar que me aterrorizaba el tener que volver a
mezclarme con esa escoria que no hacían más que
repugnarme. Eran los seres más despreciables que existían
sobre la faz de la tierra y lo peor de todo era que no podía si no
sentirme impotente por no pararle los pies como merecían, con
la muerte.
Arthur se unió a nosotros un rato más tarde, había oído
alboroto por lo que no dudó en salir a ver qué era lo que estaba
ocurriendo. Fue a ver a Alexander, cosa que agradecí, ya que
Arthur era capaz de calmar hasta a la más fiera de las bestias o
al menos así ocurría conmigo.
—¿Cómo te encuentras, amor? —me preguntó al acercarse
a mí y me dio un dulce beso en la frente.
—Nos hemos asustado un poco —admití.
Ver a Alexander así de cabreado había sido una experiencia
que no quería volver a vivir, no sabía hasta dónde podía
llevarle su ira. Quería darle un voto de confianza, igual que lo
había hecho él conmigo, perdonándome mis cambios de
humor, aunque lo cierto era que no me gustaba esa falta de
control que había tenido.
—¿Cómo está ahora? —se interesó Atenea.
—Mejor. —Sonrió Arthur dejándome embelesada con su
belleza. Cuando él sonreía todo era mejor, tenía la sensación de
que era como un día soleado en otoño, las flores en primavera,
el calor del sol en invierno o tan gratificante como un baño
durante el más caluroso verano.
»No creo que tarde en venir —añadió.
—Gracias por ir a verlo, Arthur —dijo Atenea tomando sus
manos.
Cogí una bocanada de aire y lo dejé ir por la nariz, tenía
que hablar con ella antes de que fuese demasiado tarde y no
nos diera tiempo a crear un buen plan.
—Oye, Atenea…
—Dime, Ari. —Sonrió.
La cabeza empezó a darme vueltas, me sentía agotada
mentalmente y tener que proponerle algo así lo hacía todo más
duro.
—Sé que no debería estar pidiéndote esto… —empecé a
decir, sabiendo que aquello no era lo mejor para mi amiga—.
Necesito que entres conmigo en la gala de Francesca y te
camufles entre las chicas —le pedí.
Ella conocía mejor que nadie lo que se cocía en ese tipo de
fiestas y galas, podía pasar desapercibida entre todas las
mujeres con las que traficaba Yuri. La protegería con mi vida
si hacía falta, pero necesitaba que fuese mis ojos y mis oídos
allí dentro.
—N… No… No puedo hacerlo —titubeó muerta de miedo.
—¿Cómo te atreves a pedirle algo así? —inquirió
Alexander, irrumpiendo en la conversación, justo en el mismo
instante en el que entraba por la puerta del salón.
—Lo haré yo —se ofreció Valia.
Capítulo 31

Había caminado durante casi una hora, sin rumbo, hasta que
llegué a una colina desde la que se veía un pequeño embalse
que no supe reconocer. Después de hablar con Atenea,
necesitaba alejarme de todo, pensar con claridad, sabía que lo
que había hecho no estaba bien, sin embargo, tenía que
intentarlo. Valia saldría hacia uno de los clubes de Vanko,
donde la colarían hacia la zona de la mejor mercancía, donde
llevaban a las mujeres que luego obligaban a pasearse entre los
asistentes de las fiestas de Yuri.
No sabía cómo demonios íbamos a salir de aquella,
Alexander pretendía robarles todo el dinero, dar un primer
golpe que los desplumase a todos a la vez: Vanko, Yuri y
Francesca pagarían. Era una primera advertencia, aunque lo
que yo quería era meterle una bala entre ceja y ceja a la
pelirroja.
—¿Arizona? —Oí cómo decía Jude al otro lado del
teléfono.
—Hermanito —lo saludé. Estaba triste, sentía que había
algo en mi interior que me decía que aquello no iba a salir
bien. Era demasiado el riesgo que íbamos a correr, que iba a
correr yo, mientras el resto saqueaba las instalaciones de todos
ellos. Tenía demasiado que perder, pero a la vez tanto por lo
que luchar que no podía no hacerlo.
»¿Cómo estás? —le pregunté— ¿Y Rose y el bebé?
—¿Va todo bien? —preguntó extrañado.
Hice una pausa, por un momento contuve el aliento,
percibiendo cómo todas las emociones que llevaba
conteniendo durante todo el día venían como un maldito
huracán, convencidos de arrasar con todo lo que encontrasen
en su camino.
—Sí… Es solo que…
—Cuéntamelo, hermanita —me pidió, interrumpiéndome.
Sin poder hacer nada por remediarlo me eché a llorar, no
quería que me percibiera de aquella manera, pero tenía
muchísimo miedo, no podía sacarlo de otra manera. Me
aterrorizaba pensar que algo no saliera bien, que los atrapasen
a todos y los torturasen. No podía permitir que mi pequeño
sobrino se convirtiera en un mini Misha al que manipular a su
antojo, porque lo harían. No habría peor castigo que ver que tu
hijo se convierte en un maldito proxeneta. Aparté el teléfono,
dejándolo en el suelo. Podía oír a Jude hablándome al otro
lado.
»¡Arizona! —Alzó la voz.
—Jude, voy a solucionarlo todo —le prometí—. Cuando
todo esto acabe, haré que un amigo os lleve documentación
falsa para que podáis huir del país y dinero como para
enterraros en él.
—¿De qué estás hablando?
—Francesca ha matado a Mike —tras pronunciar esas
palabras, un quejido salió de mis labios.
Me llevé las manos al rostro y limpié las amargas gotas que
bañaban mis mejillas, aquello dolía demasiado como para
seguir dentro, como para arriesgarlo todo de nuevo. Ese era el
final de mi vida junto a Tótem.
—¿El amigo de Arthur? —preguntó.
—Así es, hicimos un intercambio entre Paul y Mike y,
cuando estábamos a punto de lograrlo, uno de los hombres de
Vanko, obviamente comandado por Francesca, le pegó un tiro
haciendo que muriera entre los brazos de Arthur.
Escucharme contarle lo que había pasado me hacía ser
consciente de que aquello no era un juego, la muerte era ley y
quien no acatase las órdenes se llevaba un tiro en las sienes. Le
expliqué mi conversación.
—No, no puedes ir —se negó en rotundo—, quieren tenerte
de nuevo, Arizona, no puedes permitir que te atrapen.
—No lo harán —aseguré—, Valia estará conmigo dentro,
mientras los demás aprovechan la gala y mi distracción para
saquearles.
—¿De ahí sacarás el dinero?
—Jude, por favor —susurré.
—No quiero dinero de la trata, Arizona.
—Es la única opción que tengo de manteneros a salvo y no
dudaré en utilizarlo —aseguré—, Alexander y Adrik se
encargarán de liberar a las mujeres de Vanko más adelante,
pero ahora mismo es inviable —le expliqué.
—Arizona…
—Ni Arizona ni nada —me negué—, cuando os lleven el
dinero os proporcionarán también una nueva identidad, billetes
de avión y las llaves de una casita. —No dejé que rechistase
más—. Y vas a ir o te engancharé de los pelos y te patearé el
culo hasta que llegues a tu destino.
—Eso no está bien, Arizona.
—¿Y qué está bien, Jude? —inquirí—. Porque robarle al
mayor proxeneta de todo el país a mí no me parece tan malo.
—Joder… —murmuró.
—Si no lo haces por ti, hazlo por tu hijo y por Rose.
Durante un instante permaneció en silencio, pensativo,
supuse, le podía oír respirar al otro lado, cómo caminaba por
su piso hasta que salió al balcón. Me encendí un cigarrillo
mientras aguardaba su respuesta, aunque no le iba a dar opción
a negarse de nuevo.
—Está bien —accedió por fin.
—Es la mejor decisión que podrías haber tomado —
aseguré.
—Solo hay una condición.
—No vendrás a la gala de Francesca —me negué—. No se
aceptan condiciones, esto es lo que hay, si no, haré que te
saquen de tu piso y te arrastren hasta tu nuevo hogar.
Dejó ir un gruñido al otro lado del teléfono, no le gustaban
las órdenes y mucho menos si venían de su hermana pequeña.
Jude era la persona más tozuda que había conocido, por
detrás de mí, aun así, no lo cambiaría por nada del mundo.
Era capaz de arriesgarlo todo por las personas a las que
quería, tal vez en eso nos pareciésemos demasiado.
—No hay otra opción —sentencié.
—Ve con cuidado —me pidió o, mejor dicho, me rogó,
porque su tono fue totalmente distinto al de otras veces—. No
quiero tener que ir a vengarte —bromeó. Así era Jude, capaz
de ponerle un toque de humor en los peores momentos. Una
leve sonrisa se esbozó en mis labios, le echaba tantísimo de
menos que solo quería reunirme con él para que me cobijase
entre sus brazos, como lo había hecho cientos de veces,
dándome ese lugar seguro en el que nadie podía hacerme daño.
Sin embargo, no podía arriesgarme a ponerles en peligro antes
de nuestra última misión—. Prométeme que te alejarás de todo
esto una vez consigas lo que quieres —me pidió con pesar.
—Solo esta vez y nos iremos —le prometí. Vi cómo en la
lejanía Arthur caminaba en mi dirección, no sabía cómo había
dado conmigo, pero lo hizo. Alcé una mano, saludándolo, y
me puse en pie para dirigirme hacia donde estaba—. Voy a
tener que colgar, hermanito —le comenté—, tenemos que
acabar de organizarlo todo, solo queda una semana y tiene que
estar todo a la perfección.
—Ve informándome —me pidió.
—Así lo haré.
—Te quiero, pequeña —se despidió.
—Y yo a ti. —Una lágrima descendió de nuevo, cayendo
sobre la tierra del húmedo bosque—. Dale un beso a Rose de
mi parte. —Colgué, me guardé el teléfono en el bolsillo
trasero de mi pantalón y limpié las lágrimas que se me habían
escapado.
»¿Cómo me has encontrado? —le pregunté curiosa.
—Te encontraría hasta en la más absoluta oscuridad —me
respondió y cuando llegó a mí me acarició la mejilla. —Nos
unió en un dulce beso y me abracé a él, sintiendo el calor de su
cuerpo, ese que me daba una tranquilidad absoluta. Respiré su
dulce olor, dejando que me embriagase, cerré los ojos, y así
permanecimos durante unos minutos, disfrutando de la paz que
reinaba entre los árboles que rodeaban las hectáreas en las que
se escondía el refugio.
»Mi amor… —susurró separándose de mí y fijando sus
ojos en los míos—. Todo irá bien, saldremos de esta y
podremos vivir por fin la vida que merecemos.
—Paul me dijo que tal vez tú no quisieras dejar todo esto…
—murmuré—, ¿estaba en lo cierto?
—Lo único que quiero es vivir a salvo contigo —aseguró,
y tras eso me dio un beso en los labios como si aquello
pudiera sellar una promesa.
Volví a besarlo y a abrazarme a él, no quería que nos
separáramos jamás, pero debíamos hacerlo una última vez para
conseguir la paz que nos merecíamos.
—Te amo tanto que me duele el alma, Arthur —admití.
—Daría la vida por ti —murmuró.
Capítulo 32

Día de la gala.
Estaba desmesuradamente nerviosa, sentía cómo el corazón se
me iba a salir por la boca, me había puesto un precioso vestido
negro que eligió Atenea con un prominente escote en forma de
corazón que se ajustaba a mi cuerpo como un jodido guante.
Me sentía como una marioneta a las órdenes de Francesca, no
había podido comer nada en horas de la congoja que me
devoraba por dentro.
Me habían pintado las uñas rojas a conjunto con el labial
vinílico que coloreaba mi boca. Habían peinado mi corto
cabello hacia atrás, dejándolo escondido bajo una enorme
pamela negra que me cubría parte del rostro. Sabía que no iba
a pasar desapercibida, todos estarían enterados de mi visita,
pero al menos no quería que se me viera demasiado
involucrada en su puñetera gala.
No podía dejar de darle vueltas a todo el plan, a lo que
hablamos durante horas, a lo que me dijo Alexander antes de
salir de su despacho. Valia se había puesto en contacto con
nosotros, seguía sana y salva, había conseguido colarse y la
habían seleccionado para estar en la fiesta. Atenea le dijo
dónde encontrar su antiguo antifaz rojo y todas sus cosas, ya
que estaba en el mismo club donde la tenían a ella encerrada.
—Ha llegado la hora de la verdad —susurré cuando Arthur
colocó con mimo el collar que Francesca me había hecho
llegar.
Contuve el aliento y me llevé las manos al mismo,
mirándome en el espejo del baño de la habitación. Un hammer
negro me esperaba a las afueras del complejo, el trayecto en
coche hasta la mansión se me iba a hacer eterno.
—Todo va a ir bien —aseguró Arthur.
—Eso espero. —Hice una pequeña mueca de tristeza.
—No llores o te estropearás el maquillaje. —Sonrió.
Intenté corresponderle, aunque estaba tan inquieta que lo
único que quería era que ese maldito día acabase para no
volver a ver a aquella escoria nunca más en la vida.
Debíamos alejarnos de todo cuanto antes.
—Toma —dijo Alexander tendiéndome un diminuto
pinganillo que me coloqué en la oreja sin problema alguno.
Frida había vuelto a implantarme el localizador en una de
mis muelas, estaba preparada para salir y acabar con esa
maldita víbora. Sentía el corazón repiquetear en mi pecho,
estaba al borde del infarto, sin embargo, no iba a dejar que eso
jodiera el plan. Antes de salir me acerqué al minibar que había
junto al enorme sofá del salón, me serví un vaso de whisky y
me lo bebí de un solo trago.
Era una puta locura, pero estaba preparada para ello o eso
esperaba. Arthur se colocó su chaleco antibalas, Alexander y
Adrik acababan de organizar a los hombres. Eirny y Keanu se
quedarían junto a Janeth y Atenea mientras el resto nos
marchábamos, Hernán controlaría el dispositivo desde el lugar
más alto de la ciudad, el One World Trade Center.
—¿Estáis todos preparados? —Alzó la voz Arthur.
Asintieron sin dudar, Atenea tenía los ojos entelados en
lágrimas, igual que Janeth, no sabía si volvería a verlas algún
día, aun así, sabía que teniéndose la una a la otra saldrían
adelante en el caso de que yo no pudiera estar a su lado.
—Cuidaos la una a la otra —les pedí.
—No dejes que te atrapen —me rogó Atenea.
—Tienes una vida por delante, no pienses en ellos y
márchate. —Tomé sus manos—. Mereces vivir libre. —Ella
asintió y me abrazó, empezó a llorar contra mi pecho mojando
la piel desnuda de mi escote.
»Todo saldrá bien —le juré.
—Me quedaré con ella —me informó Janeth.
—Gracias, amiga mía. —Le besé en la mejilla dejando el
labial marcado—. No podría tener mejor ayuda que la tuya.
—Te echaré de menos, Ari. —Desvió la vista hacia un lado,
sabiendo que, si volvía a fijarla en la mía, las lágrimas no
tardarían en aparecer.
—Te quiero —le dije al oído cuando nos abrazamos.
Intentó mantener la compostura, aunque en aquellos
momentos era demasiado complicado como para hacerlo.
Teníamos los sentimientos a flor de piel y todo se veía
magnificado por la situación en la que estábamos envueltas.
—Arizona, tenemos que irnos —me informó Adrik.
Asentí, cogí una bocanada de aire y, antes de separarme de
mis amigas, les di un beso a cada una y les dirigí un último
vistazo. No quería llorar más, estaba harta de hacerlo, pero no
podía negar que era lo que más necesitaba, ahogarme en mis
propias lágrimas allí dejaba parte de mi corazón, ellas lo
llevarían consigo a cada lugar que fuesen y viviría eternamente
a su lado.
Adrik sería mi chófer, junto con otros dos de sus hombres
para ayudarnos a sacar el dinero que escondía Francesca en su
mansión, Alexander se encargaría de atacar a su padre,
mientras Arthur y su equipo hacían lo mismo con Vanko. Era
una operación complicada, habíamos reclutado a todos los
hombres con los que teníamos contacto, no podían superarnos
en número, sobre todo porque la gran mayoría estarían en la
fiesta de Francesca, cosa que nos daba tiempo extra hasta que
se dieran cuenta.
Vanko tenía cuatro hombres en su club, y Yuri contaba con
ocho haciendo rondas constantes por su palacio, Francesca
tendría muchísimos más, pero cerca de su caja fuerte, y solo
cuatro que aguardaban a cada lado de las puertas del despacho
donde se encontraba el tesoro.
Antes de dividirnos, me acerqué a Arthur, que ya estaba
preparado y armado hasta los dientes. A pesar de que no
quería separarme de él, había llegado el momento y lo único
que conseguía era que la agonía se volviera eterna. Lo abracé
con fuerza, me resistía a dejarlo, la última vez que lo hice no
salió nada bien y pensar en ello provocaba que me temiese lo
peor.
—Prométeme que volveremos a vernos —le rogué.
—No vas a deshacerte de mí tan rápido. —Me besó con
dulzura—. Te quiero, mi vida —susurró.
—Y yo a ti. —Le devolví el beso—. Sigue vivo para el
final del día y me casaré contigo una y mil veces, Arthur
Martins.
—Lo intentaré. —Rio.
—Nos vemos luego —prometí.

Llevaba preparándome para aquello una semana, durante la


cual estuve aprendiendo a disparar y tomando clases de
defensa personal con Adrik, que era un completo experto.
Tenía las manos heladas y el estómago me dolía de no haber
sido capaz de ingerir nada durante el día. Llevaba tiempo sin
apenas dormir, los terrores nocturnos habían vuelto a dar
guerra creándome episodios de auténtico pánico, por lo que
solo echaba algunas cabezadas.
—¿Estás preparada, milady? —preguntó Adrik.
—No, pero no tengo otra opción —comenté con
resignación.
—Entonces, vamos a por ellos. —Adrik y los chicos se
adentrarían en la casa media hora más tarde de que lo hiciera
yo, Francesca me había citado a la entrada de la mansión,
donde supuse que me esperaría nada más cruzar sus puertas.
»¿Tienes claro el plan?
—Visita relámpago —resumí—, entro, hablo con
Francesca, le doro la píldora un rato, intento sacarle
información y, cuando el reloj marque las diez, entraréis.
—Veo que lo tienes todo claro.
Pude ver cómo sonreía a través del retrovisor, supuse que
para intentar calmar el ansia que iba consumiendo poco a
poco, pero lo cierto era que de nada servía. Lo único que
necesitaba era acabar cuanto antes con aquella misión,
conseguir el dinero y escapar de ellos para no mirar atrás.
Me bajé del coche y encendí el pinganillo que me había
puesto en el complejo para que pudieran hablarme en el caso
de que hubiera algún contratiempo.
—¿Me escuchas? —preguntó Adrik.
—Todo en orden —le informé.
El coche desapareció en las tinieblas de la calle, estábamos
muy alejados de la ciudad, tanto que lo único que había
alrededor de aquella mansión era todo bosque. Cogí una
bocanada de aire, sintiendo la pureza del lugar, cerré los ojos y
ordené a mis pies que caminasen en dirección a la entrada.
Nada más cruzarla, la vi, con un cigarrillo entre sus labios,
llevaba un vestido negro de piel y sobre sus hombros reposaba
un chal de pelo de zorro de las nieves.
—Vienes sola —se sorprendió—, muy bien. —Una sonrisa
maléfica se dibujó en sus labios y pude ver el regocijo con el
que analizaba la situación.
»Adelante.
Capítulo 33

Francesca me guio hacia el interior donde me exhibió como si


fuese un premio, ese que todos codiciaban y que nadie salvo
ella tenía. Me mosqueaba ver que eso era lo que tanto deseaba,
verse victoriosa con toda aquella panda de malnacidos. El
palacete de Francesca era muy luminoso, los suelos estaban
hechos de mármol blanco y las paredes eran blancas como la
nieve, parecía el cielo, pero nada más lejos de la realidad.
Aquella mansión se iba a convertir en el infierno personal de
muchas de las mujeres que serían vendidas, ya fuese a Vanko o
a compradores que se llevarían a las chicas a su casa para
utilizarlas hasta desfallecer.
—¿Te apetece beber algo? —preguntó cordial.
—No, gracias, no he venido a divertirme —respondí con
seriedad.
—Yo sí, querida —contestó tomándome de la mano y
tirando de mí hacia uno de los camareros.
Cogió dos copas de cava y me dio una de ellas. Todos los
hombres que estaban allí me miraban como si fuese una
gominola, lo que provocaba que la repugnancia que sentía
fuese en aumento y hasta límites insospechados.
Durante un buen rato me hizo vagar por la casa, dejándome
ver cómo las mujeres iban subastándose una a una, y donde
pude distinguir a Vanko, quien parecía estar disfrutando de la
velada como el que más, aplastando a todos sus oponentes.
Cuando su mirada se encontró con la mía, un escalofrío me
recorrió de pies a cabeza, lo que aprovechó para guiñarme un
ojo y sonreír con aquella maldad sobrecogedora.
—¿No ha venido Yuri? —pregunté.
—Estará al llegar —me informó—, ¿querrías verlo?
—No, lo cierto es que no —dije con asco.
Me repugnaba pensar que iba a poder estar en la misma sala
que ese hijo de puta. Recordar cómo había hablado de Atenea
hacía que me hirviera la sangre y, si llegaba a tenerlo enfrente,
no sabría controlarme y debía hacerlo para no levantar
sospechas.
—Tengo muchos planes para ti, y los cumplirás si no
quieres que toda tu gente muera —me informó.
No iba a cumplir ninguno de esos planes, pero necesitaba
sacar el máximo de información posible para después hacérsela
llegar a Alexander.
—¿A esto es a lo que te dedicas? —pregunté—. ¿Compras
y vendes mujeres?
—Me gusta la información, querida, pero podríamos decir
que tengo una ligera cooperación con mi querido Yuri —me
informó.
—Debes conocer los secretos más oscuros de todo el
mundo… —murmuré y entonces le di un trago al champán que
nos habían servido.
—Conozco todos los secretos de todo el mundo, Arizona —
aseguró.
Le gustaba que la adularan y le dijeran lo maravillosa que
era, pero me repugnaba tanto que ni siquiera esa carta podía
jugar en su contra, aun así, podía intentar sonsacarle todo lo
que pudiera.
—¿Y se puede saber qué clase de planes?
No me respondió, permaneció observando todo lo que
ocurría a nuestro alrededor, como cada una de las chicas se iba
anunciando y algunos de los compradores alzaban sus paletas
con números como si de una puja de antigüedades se tratara.
Aquello era lo más repugnante que había visto en mi vida,
porque no solo eran mujeres, sino también adolescentes e
incluso había niñas. La sangre me hervía, tanto que mi cuerpo
temblaba ante la rabia que sentía, quería acabar con todos
ellos, esos malnacidos no merecían ni el aire que estaban
respirando. Ya no podía soportar más aquel maldito circo, por
lo que insistí.
—¿De qué querías que habláramos?
—¿Es que no te lo estás pasando bien? —inquirió
asombrada. No, claro que no me lo estaba pasando bien, no
disfrutaba de estar rodeada de toda aquella gentuza—. Será
mejor que vayamos a un lugar más privado —me informó—,
¿no crees?

Desvié la vista hacia el reloj que había sobre la chimenea,


donde colgaba un enorme cuadro pintado al óleo donde
Francesca llevaba un hermoso vestido color coral. Aquel lugar
imponía, jamás pensé que la fortuna de esa víbora alcanzase
tal soberbia, aunque no supe de qué me sorprendía, solo había
que ver con quién hacía tratos. Aquella casa estaba hecha a
base de la sangre, sudor y lágrimas de todas las mujeres con
las que había traficado, de la información que había vendido a
gente peligrosa y mucho más.
Tragué saliva cuando se volteó para mirarme, tendiéndome
un vaso con un líquido ámbar, que supuse que sería bourbon o
whisky. Fingí que le daba un trago, no iba a ser fácil de
engañar, aunque por alguna razón me creía más ingenua de lo
que era.
—¿Qué es lo que quieres, Francesca? —inquirí.
—Lo que todos quieren —respondió con ambigüedad.
—¿Dinero?
Se puso en pie, acercándose a la caja fuerte que había tras
su escritorio, era tan grande que podrían haber cabido cinco
personas dentro sin ningún problema. Lo que no comprendía
era por qué guardar todo el dinero en un sitio tan sencillo de
localizar. La abrió sin pensar y entró en ella.
—¿Dinero? —repitió fijando su mirada en mí. Alguien tocó
la puerta, lo que me pilló por sorpresa e hizo que diera un bote
en el sitio—. Adelante. —Les hizo pasar.
Cuando me percaté de lo que estaba pasando, me asombré.
Valia, vestida con un ligero body de encaje rojo, unas largas
botas del mismo color y el antifaz de polipiel a conjunto del
que nos había hablado Atenea. Sobre sus manos llevaba una
bandeja de plata con una carta sobre ella.
—¿Qué es esto? —inquirí haciéndome la nerviosa.
—Un trato.
—¿Para qué? —Quise saber—. ¿Qué quieres?
Se llevó un cigarrillo a los labios, lo encendió y me lo dio
para que lo fumase. Me tragué el asco que provocaba saber
que eso había estado en su boca y le di una larga calada.
Quedaban cinco minutos para que Adrik hiciera acto de
presencia, lo que nadie sabía era que Valia ya había matado a
los dos hombres que custodiaban la entrada al despacho y
había drogado al que esperaba junto al ascensor. Una pequeña
bomba con detonador aguardaba en el salón de la mansión a
que mi amiga presionara el botón en caso de emergencia.
—Te ofrezco la libertad a cambio de tu amado Arthur.
—¿Como? —inquirí. Abrí los ojos como platos, tan
confusa como sorprendida—. ¿Qué demonios quieres de él?
—Digamos que soy adicta a los Martins. —Al ver cómo se
relamía una arcada llegó a mi garganta.
Cogí una bocanada de aire y, sin pensarlo ni un solo
instante, saqué una pequeña pistola del liguero que llevaba,
apuntándole directamente a la cabeza. Las diez sonaron en el
reloj de las chimenea, por lo que no pude evitar sonreír,
victoriosa, desconcertando a Francesca.
—Ari —me llamó mi amiga.
Los ojos de Francesca se fijaron en Valia, asombrada, quien
la apuntó con la semiautomática que había tomado prestada
hacía unos minutos. Había matado a los dos guardaespaldas
que esperaban junto a la puerta con la daga que guardaba en su
bota.
—¿Acaso creías que me dejarían sola, Francesca? —siseé
entre dientes y vi cómo Valia se levantaba el antifaz de piel
rojo de forma gatuna que cubría sus ojos.
—Oh, querida… —murmuró.
Tomé las ocho bolsas que llevaba Valia, las llené de todo el
dinero que pude, que era suficiente como para retirarnos de
por vida, al mismo tiempo que entraba todo nuestro escuadrón.
Todos iban a perder aquello que más ansiaban, el dinero y el
poder que les daba tenerlo.
—Se ha acabado tu juego, mi querida Francis. —La apunté
con la semiautomática que me tendió Valia, colocándola en su
sien, con fuerza—. ¡De rodillas! —grité.
Adrik tomó dos bolsas, mientras otro de sus hombres
custodiaba la entrada para que nadie nos pillase. Hice lo
mismo y cogí tres de ellas, las necesitaba para sacar a Jude y
Rose de la ciudad, además de a Arthur y a mí.
—Me las pagarás —gruñó.
—No me eches de menos, mi amor. —Tras darle un beso en
los labios, le guiñé un ojo—. Recuerdos a Dara.
Valia se colocó a su espalda, cogió las otras dos bolsas, se
colgó una de ellas cruzándola sobre su hombro y le golpeó con
tanta fuerza con la culata del arma que hizo que se desmayase.
—Adrik se ocupará de esto, será mejor que te vayas —me
informó.
—Pero… —dije a sabiendas de lo que conllevaría mi
marcha.
—Arizona —me interrumpió—, márchate, es tu momento
de ser feliz, huye de todo esto, olvídate, ya no hay nada que te
retenga aquí.
Por un momento mis manos temblaron, tuve miedo, dudé
de qué era lo que tenía que hacer y no pude evitar cerrar los
ojos al percibir que se me llenaban de lágrimas y cómo
empezaban a emanar empapando mis mejillas. Un hipido se
escapó de mi interior cuando sentí cómo mi amiga me
abrazaba con fuerza para minutos después separarnos.
—Valia… —susurré.
Me sentí como una niña pequeña, rota por dentro, llorando
desconsolada por saber que nunca más volvería a ver a la
gente con la que había compartido el último año y que se
habían convertido en parte de mi familia.
—¡Vamos, largo! —Alzó la voz.
—Te echaré de menos. —Lloré—. Cuida de Atenea —le
rogué entre lágrimas.
—¡Esta es solo la primera de las mil vidas que tienes que
vivir! —exclamó—. Hazlo y hazlo por mí también.
Epílogo

Philpstoun, Escocia.
Unas semanas más tarde.
Después de lo que a mí me habían parecido un millón de
horas, llegamos a nuestro nuevo hogar. Arthur me había
tapado los ojos para que no viese nada, lo cual en cierto modo
me ponía de los nervios. Me ayudó a bajar del coche que había
comprado durante el viaje, habíamos cambiado nuestros
nombres, igual que Jude y Rose, cogimos varios aviones y
trenes, todo con tal de despistar a quien pudiera estar
persiguiéndonos. No podíamos permitir que nos encontrasen
tan fácilmente.
En un principio no supe a dónde nos dirigíamos, pero lo
cierto era que no me importaba con tal de estar al lado de
Arthur. Me hubiera ido al mismísimo infierno solo por no
separarme de él. Posé mis manos sobre las suyas, sintiendo el
calor que desprendían, jamás volveríamos a alejarnos el uno
del otro.
—Mi dulce Arizona —susurró—, te presento nuestro nuevo
hogar.
Cuando me destapó los ojos me encontré con una hermosa
casa de piedra blanca, con un enorme jardín lleno de árboles y
preciosas flores. Me quedé sin habla, después de todo lo que
habíamos pasado, la casa era un maldito sueño, estar allí los
dos, sanos y salvos, era lo mejor que podría haber imaginado
jamás.
Arthur y yo nos casamos a los pocos días de llegar a
Escocia en una pequeña ceremonia que grabamos para tener en
el recuerdo y poder enseñar a nuestras familias, ya que no
podían estar con nosotros, y la hermosa casa que teníamos era
el mejor regalo de bodas que podía llegar a tener. Lo abracé
con fuerza, al mismo tiempo que veía cómo un pequeño
cachorro negro, parecido a un lobo, corría en nuestra
dirección.
—Vaya, ¿y esto? —pregunté asombrada.
—Nuestro pequeño guardián. —Rio.
Lo cogí en volandas, y aprovechó para lamerme toda la
cara con su diminuta lengua. Cuando desvié la mirada hacia
Arthur, este me observaba embelesado, como si verme fuese lo
más hermoso que se había encontrado, pero lo que no sabía es
que él lo era para mí.
—Vaya, un perrito escoces. —Sonreí.
—¿Te gusta la casa? —preguntó.
—Me encanta, creo que no podrías haber elegido ningún
lugar mejor.
Siempre quise viajar a Escocia, conocer su cultura y
enamorarme de los prados verdes con los que tantas veces
había soñado. Cuando meditaba me imaginaba allí, rodeada de
la pureza que emanaba de la tierra húmeda, del olor de la
hierba y el sonido del aire acariciando las copas de los altos
árboles.
—Está un poco alejado de Edimburgo, pero prefería dejar
un poco de espacio entre la gran ciudad y nosotros —me
explicó—. Tengo muchísimas ganas de que vayamos a visitar
Midhope Castle, estoy seguro de que te fascinará.
—Es perfecto, de verdad —aseguré tomando su rostro entre
mis manos—, no dudo que vaya a enamorarme de este país.
Tenía un millón de ganas de recorrerlo de punta a punta, lo
había visto en tantas series y películas que no podía evitar
desear visitar cada uno de las localizaciones, por lo que tendría
que hacer una lista. Entramos las maletas a la casa, ese sería
nuestro nuevo hogar y por eso debíamos darle la calidez que
merecía.

—Amor, traigo correspondencia —me informó Arthur a la vez


que entraba en la casa.
Todas las semanas se acercaba al centro del pueblo para
poder recoger las cartas que nos enviaban Jude y su madre, ya
que habíamos decidido alejarnos de las tecnologías al máximo,
para ser lo más irrastreables posible.
Las manos me temblaban, aún no había visto el resultado
del test, llevaba más de dos semanas de retraso, creía que sería
por todo el estrés que había estado viviendo, aunque mi regla
siempre había sido regular. Entonces empecé a entender todos
los cambios de humor, los llantos, no solo lo había provocado
la situación que vivíamos, sino que lo más seguro es que
tuviera un pequeño viviendo en mí. Escondí el test bajo la
almohada y aguardé a que entrase Arthur con la carta de Jude,
estaba deseando leerla.
Jamás podría agradecerle a Adrik todo lo que había hecho
por mí, a pesar de que no había confiado en él desde el
principio. Se encargó de localizar a Jude para hacerle llegar el
dinero y la nueva documentación, preparó billetes de avión a
su nuevo hogar, los escoltó hasta el aeropuerto y avisó a la
madre de Arthur para que pudiera protegerse en caso de que
algo ocurriera.
Querida Arizona:
No sabes lo mucho que te echamos de menos, saber que estás tan
lejos me hace desear aún más estrujarte entre mis brazos. Ojalá
pudiera llamarte para escuchar de nuevo tu voz, para disfrutar con tu
sarcasmo y con tu risa… Incluso creo que voy a echar de menos que
te metas en líos y tenga que echarte una mano para salir de ellos.
Deberías ver la barriga que tiene Rose, ya se le nota y no puedo
estar más feliz de ello. Hemos comprado una pequeña cámara
Polaroid para poder imprimir algunas fotografías al instante y te he
adjuntado un par para que nos veas.

Mis ojos se llenaron de lágrimas al sacar las fotografías.


Habías tres, en la primera de ellas, que era tipo selfi, Jude
llevaba la barba más larga, aun así, su hermosa sonrisa
destacaba por encima de todo, estaba abrazado a una radiante
Rose que lo observaba fascinada, más enamorada que nunca.
Me alegraba sobremanera que mi hermano hubiera podido
encontrar a alguien tan bueno como lo era ella. En la segunda
aparecían en las escaleras de su nuevo hogar, no sabía la
localización exacta, ya que no quería ser un peligro para ellos,
por lo que nos escribíamos a un apartado postal.

Estoy deseando que el pequeño bebé nazca, va a ser un niño, aún


no hemos decidido qué nombre tendrá, pero estamos barajando entre
unos cuantos, tal vez Arthur y tú podríais echarnos una mano. Nos
gustaría que fuerais la madrina y el padrino del pequeño y que
estuvierais en su nacimiento…, aunque entendemos que la situación
no es sencilla.
Tal vez dentro de no mucho tiempo podamos viajar a veros y pasar
una temporada allí, ¿qué os parece? Creo que hablaré con mamá y
papá para que vengan con nosotros a la casa, no me fío de lo que
Vólkov o Vanko puedan hacer.
Nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho por
nosotros, Arizona, eres la mejor hermana que podría haber tenido.
Aunque estemos metidos en todo este lío por no hacerme caso.
Ahí estaba la pulla que esperaba, Jude no era de los que se
callaban y, obviamente, no iba a hacerlo tampoco en un
momento así. Tenía que sacar su parte de hermano mayor y de
«te lo dije» a relucir, si no, no se quedaba a gusto.

Gracias por darme la oportunidad de ser tu hermano, Arizona. No


sabes lo orgulloso que estoy de ti, de la mujer en la que te has
convertido, de lo valiente y luchadora que eres cuando hay algo que
se te mete entre ceja y ceja.
Gracias por inspirarme a ser mejor persona y por desear crear un
mundo mejor al que traer a nuestro pequeño.
Te quiero.
Por y para siempre.

Me llevé la mano al vientre, dejando la carta sobre la cama.


Deseé llamarlo y contarle lo que estaba a punto de descubrir.
Me puse en pie, pensativa, observando las fotografías que
venían dentro del sobre de la carta.
Cogí una bocanada de aire, ¿era ese el mundo en el que
quería que se criara mi bebé? Miré por la ventana y vi cómo
Arthur corría por el jardín con el pequeño Brodie, a quien
habíamos llamado como un antiguo clan escocés. Cuando se
percató de mi presencia, alzó la mano y me saludó, mientras el
perro se le tiraba encima.
No le había contado nada a Arthur, había decidido comprar
el test y hacérmelo sola, a pesar de que no lo estaba. Me senté
en la cama y oí cómo las escaleras de madera sonaban bajo los
pies de Arthur, que no dudó en subir a comprobar qué ocurría.
—¿Va todo bien? —preguntó, entonces se percató de lo que
tenía entre las manos—. ¿Y esto…? —Desvié la mirada e hice
una mueca, apretando mis labios, creando una única línea.
Estaba muy nerviosa, no sabía ni qué contestarle. ¿Iba todo
bien?—. ¿Voy a ser papá? —añadió con los ojos llenos de
lágrimas, emocionado.
—Eso creo —susurré.
Me tomó con delicadeza el rostro y me besó una y otra vez,
lleno de dicha. Le hacía tanta ilusión que no pude evitar
sonreír, él era capaz de disipar todas mis dudas y mis miedos,
porque sabía que, pasase lo que pasase, siempre estaría a mi
lado.
—¿Lo has mirado ya? —Quiso saber. Le dije que no con un
movimiento de cabeza, no me atrevía a hacerlo. Cogí su mano
derecha y la puse sobre la mía, que sujetaba el test, y cuando
conté tres mentalmente le di la vuelta.
»Positivo —susurró. De un salto se levantó de la cama,
como si de un resorte se tratase, haciendo que una carcajada se
me escapase. Parecía un niño pequeño lleno de emoción—.
¡Arizona! ¡Es positivo! —Alzó la voz lleno de alegría. Estaba
tan dichoso que se me contagió un poco de esa felicidad que
tenía y me lancé a sus brazos. Me cogió en volandas y giró
sobre sus pies, dándonos vueltas.
»Me acabas de hacer el hombre más feliz del mundo —
aseguró cuando me dejó de pie, frente a él, y me besó.
—Sé que será una niña… Lo sé —le dije una vez
separamos nuestros labios.
Sonreí, no sabía cómo estaba tan segura, pero así era, una
pequeña niña guerrera nacería de mis entrañas con la fuerza de
su madre y la determinación y temple de su padre o eso quería.
—Esta niña es el fruto de nuestro amor cuando más nos
necesitábamos, mi Arizona —comentó feliz—, Faith —
susurró acariciando mi tripa, que era inexistente.
—¿Qué? —pregunté confusa.
—Se llamará Faith, ella será nuestra fe y nuestra esperanza,
mi amor —susurró en voz baja.
Lo besé, lo hice sellando nuestro amor en nuestro nuevo
hogar, ese en el que veríamos crecer a nuestra pequeña Faith y
donde seríamos felices hasta el fin de los tiempos.
—Te quiero, Arthur Martins.
—Y yo a ti Arizona Pierce.
—Para siempre —prometí.
[1]
«Vamos» en ruso.

También podría gustarte