Está en la página 1de 1

Lúcidos, sobrios o dementes

Alguna vez me encontraba en el parque Rodolfo Landeros en Aguascalientes junto a mi


novia y su hermana, los tres mirando al suelo con los sentidos nublados y estimulados por
el cuadro de ácido lisérgico dietilamida que nos habíamos metido unas cuatro horas antes.
Ahí, de súbito, me vino a la mente un mensaje muy poderoso que, apenas al pensar, ya
había expresado oralmente: “extraño los buffets”. Me pareció muy curioso porque esa idea
se hizo muy fuerte en mi cabeza y, en realidad, se presentaba como un deseo irrenunciable:
quería ir a un buffet, los extrañaba; extrañaba ver que se podía elegir entre muchísimos
platillos; extrañaba ensuciar muchos platos cada que dobleteaba; extrañaba rellenar mi vaso
con una variedad de aguas frescas más amplia que en cualquier otro tipo de restaurante.
Después de ejecutar aquella expresión, la hermana de mi novia pronunció algo
como: “estaría muy chido tomar jugo de naranja”, yo asentí, definitivamente estaría muy
chido palpar un pandita de los naranjas para saber si sabría rico, luego, mi novia agregó:
“esos patos me están mal vibrando”, para ese momento yo estaba convencido de que los
tres hablábamos de lo mismo, por lo que agregué: “considero importante que adoptemos
una posición de reposo”, ellas voltearon a verme con una carcajada y supe que
definitivamente yo no estaba metido en la conversación en la que ellas estaban. Entonces,
esforzándome vehementemente, me detuve a analizar todas las expresiones que
realizábamos en nuestra conversación y me di cuenta de algo terrible: aunque asentíamos a
todo lo que los demás dijeran cada quien hablaba de algo distinto. Fue ahí donde empezó el
mal viaje.
Empecé a pensar que nunca nadie escucha a nadie; que todos los esfuerzos por
comunicarnos eran un grito desesperado dirigido a un interlocutor ensordecido por sus
propios gritos. Eso me causaba un malestar creciente. Pensé en la violencia. Pensé que
alguna vez escuché a un amigo decir que “las palabras duelen más que los golpes”. Fue ahí,
con ayuda de las cualidades discursivas del LSD que me di cuenta que no, que los golpes
comunicaban y comunicaban la anti-comunicación. Entonces esclarecí una conclusión:
¿Qué duele más, palabras que te hieren, o golpes que esclarecen que por más que puedas
hablar nunca serás escuchado? Todo ese maltrip fue silenciado cuando la hermana de mi
novia gritó: “vamos a los columpios de pepe el grillo”, y mi novia agregó: “Sí, hay que
rentar una bicicleta”.
Sé que en este relato el poderoso psicodélico influyó categóricamente en nuestras
fallas comunicativas, aunque creo que la realidad no dista tanto de esta intoxicación.
Recuerdo cuánta influencia injería el lenguaje en nuestro proceder, por más absurdo que se
tornara. Al leer el texto de “Los lenguajes fracasados”, me di cuenta que, en un viaje de
ácido, el lenguaje simplemente amplifica nuestra voz interna, introyec

También podría gustarte