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La marihuana, el maestro en forma de humo

Es difícil olvidar el primer encuentro con la marihuana. Comida o fumada; en una fiesta o a
solas; con amigos o en pareja; es imposible pasar por alto la forma en la que de golpe modifica
la percepción, pasando del habitual dominio de los sentidos a su súbita agudización. Yo aún
lo recuerdo. La mía fue una pésima experiencia; muy distinta a las que tuve con el pasar de
los años. Me desesperaba no tener control de mi mente, dirigir la mirada hacia cualquier sitio
y percibir el movimiento como una sucesión de fotografías, escuchar la voz de mis amigos
en un tono más grave, sentir como si mi ritmo cardiaco emergiera desde el núcleo de la tierra;
como si la vida hubiese sido puesta en cámara lenta. Había momentos en los que lograba
tranquilizarme y pensaba que el efecto comenzaba a bajar, pero luego volvía a sentir que todo
a mi alrededor se movía y la preocupación retornaba. Miraba el reloj y, en el tiempo que
percibía como decenas de minutos, descubría que sólo se trataba de unidades. Luego vino la
risa incontrolable, cualquier nimiedad fungía como pretexto para que yo me carcajeara sin
escrúpulos. Mis amigos, cuatro personas de las cuales solo dos habíamos fumado, se burlaban
de mi comportamiento irracional señalando que me veía ridículo; un acto de nula empatía
que incrementó mi incomodidad y el inútil deseo de bajar del viaje.

Pero algo que no puedo olvidar por haber sido una experiencia casi mística, y la única
razón por la que volví a fumar marihuana, fue la forma en la que la música modificó mi
estado. Después de pasar un rato en el sitio donde habíamos fumado, mi amigo el más
experimentado sugirió caminar y, mientras andábamos, decidió reproducir una canción de
Zona Ganjah en su celular. Consciente de impacto de sus actos, colocó el celular entre su
oído y el mío mientras caminábamos y de golpe todo el ambiente mutó. Las voces en
Fumando vamos a casa emergían una tras otra como cantos celestiales, se fundían con un
teclado misterioso que saltaba a la par de la batería. Yo miraba absortó los grafitis de la calle
y me parecía que cobraban vida, un instante carnavalesco en el que la música dictaba mis
emociones. De súbito desapareció la preocupación que me había hecho arrepentirme de darle
unos jalones al porro y ahora sólo importaba escuchar a los sabios que cantaban sobre el amor
y se trasponían a los sonidos mientras caminaba sin percibir mis pasos; en ese momento, en
un barrio poco seguro, experimenté ese lugar común de quien vuela luego de fumar.
Hoy, luego de siete años del suceso, vuelvo los ojos y entiendo la razón de mi
malviaje. Un muchacho de catorce años, influenciado por sus amigos de la misma edad, que
no se informó en lo más mínimo sobre la hierba y sus efectos, sin preparación, en un barrio
intranquilo y con gente que no paró de burlarse durante el rato. No tuve las decisiones más
inteligentes para el consumo, pero ¿quién sí? Son escasas las personas que entienden la
importancia de guiar al primerizo para evitar experiencias traumáticas que pueden generar
una visión negativa de las sustancias. Gran parte de los consumidores parece ignorar que los
efectos son recibidos de manera distinta según el consumidor y cometen el error de dar dosis
exageradas a los principiantes y no acompañarlos en una primera experiencia que es extraña
para todos.1

Luego de aquel día continúe fumando marihuana de forma constante. Tuve algunas
experiencias memorables pero, francamente, mi uso de la planta fue sumamente
irresponsable. La fumaba a diario, lo que provocó que gradualmente dejara de experimentar
sus efectos y ya no percibiera sino una sensación de adormecimiento. Se volvió una actividad
monótona que abandoné con el pasar de los meses. No fue sino hasta mis dieciocho años -
más maduro, con distintos hábitos y ahora enterado de sus efectos- que decidí volver a
fumarla. Para este momento yo me había convertido en un ávido fanático de las artes; amaba
la música, descubrir películas extrañas, mirar pinturas y recién ingresaba al mundo de la
literatura; hábitos que, me parece, pueden hermandarse con el consumo de psicodélicos y los
artistas del siglo XX me darán la razón. Volví a tener experiencias mágicas con la música.
Descubría cosas nuevas en canciones que escuchaba con constancia, ya no se trataba de una
melodía de fondo al servicio de una voz, sino de un conjunto en el que todos los integrantes
-bajo, batería, guitarra, teclado y voz- poseían la misma importancia en la creación de ese
fenómeno místico que ingresa por los oídos e hipnotiza al que los porta. En mis estados de
pachequez comprendí que detrás del rock psicodélico (género que más solía escuchar) había
un trabajo complejísimo y emprendí la tarea de conocer la variedad y riqueza del género.
Pero la cosa no paró ahí. A partir de aquel cambio de percepción comencé a navegar por
distintos estilos musicales que solía despreciar por considerarlos aburridos o vulgares.
Gradualmente fui disipando mis prejuicios negativos sobre géneros como el ska, jazz, reggae,

1
Sobre este tema Howard Becker ha escrito un libro bastante útil llamado Cómo fumar marihuana y tener
un buen viaje.
salsa, cumbia, trova, etc., terminé por respetar la diversidad cultural que nos ofrece el
ancestral arte de la música y, en sentido opuesto a mi postura inicial, comencé la búsqueda
de nuevos sonidos. Comprendí que no existían los géneros malos o vulgares y que cada uno
supone exposición a un lenguaje distinto.

Mi experiencia con las demás artes no fue distinta. Mirar películas, leer poesía u
observar pinturas bajo ese estado suponía vivir instantes únicos. En una ocasión decidí fumar
con un amigo antes de ingresar al museo Soumaya y nunca voy a olvidar la sensación que
tuve al detenerme en una sala cuya temática pictórica era la representación de barcos a lo
largo del tiempo. De izquierda a derecha tapizado de velas y puertos cuyos trazos azules me
transportaban al mar de innumerables países y épocas; en mi estado incluso imaginaba que
podía sentir la brisa del océano. Cuando se está marihuano las imágenes y el lenguaje son
más intensos; uno puede percibir en las obras artísticas una variedad de sentidos que quizá
no serían visibles en un estado habitual. No defiendo la idea de que fumar mota te vuelve
más inteligente, esa es una aseveración fácilmente refutable. Pero sí creo que puede
enseñarnos a mirar la vida desde otro ángulo. He notado que bajo sus efectos me vuelvo una
persona más sensible y, platicando con otros consumidores, descubrí que es una condición
generalizada; el sentimiento del amor se intensifica y el del odio es contrarrestado. Si en ese
estado te detienes a observar tu casa, ésta será más que un cúmulo de ladrillos donde habitas;
se convertirá en el sitio que han pisado varias generaciones de personas que dicen tener tu
sangre, el lugar que cuando niño se tornaba inmenso, el espacio que más veces te ha visto
llorar. Lo esencial de los objetos que Huxley señalaba en su experiencia con la mescalina.

Si se aprende a observar, esos sentidos distintos que emergen de la contemplación


artística pueden extrapolarse a la vida cotidiana y entregarnos múltiples enseñanzas. Bajo ese
estado las actividades más rutinarias pueden ser cargadas de sentido: uno puede caminar por
la calle y, al ser más observador, puede concluir que su barrio, el barrio por donde todos los
días camina, ha sido azotado por la desigualdad y dejar de ser indiferente a los problemas de
su espacio; puede pensar en su madre y conmoverse por los sacrificios que ha hecho por su
familia y comenzar a ser más responsable; o puede voltear la mirada hacia sus amigos y
comprender que a su lado tiene una compañía invaluable.
La vida puede adquirir más sabor y esa es la razón, pienso, que lleva a muchas
personas a abusar de su consumo. Todos conocemos a alguien que no para de hablar de lo
maravillosa que se vuelve tal o cual actividad: el incremento del placer en el sexo, el
bombardeo de reflexiones durante una caminata -la caminata, la hermana del pensamiento-,
el afinamiento del paladar que te hace volverte creyente de la religión de la comida y hasta
bañarse puede volverse muy entretenido. Son cosas que no pongo en duda. Pero pienso que
el consumo de la marihuana -como el de cualquier sustancia- debe ser esporádico y
respetuoso para que esas experiencias nos enseñen a leer el mundo y no para vivir
eternamente en la pachequez que termina por mutar en mero letargo, en depresión y en
cuadros de ansiedad.

Es posible aprender a leer el mundo prescindiendo de la marihuana, pero si hacemos


un uso correcto de ella sirve como un gran impulso. Consumirla esporádicamente y cuidar el
set y setting es lo que engendra experiencias significativas y reflexiones profundas sobre la
condición humana, sobre el rumbo que lleva nuestra vida, sobre la inevitabilidad de la muerte.
Pensamientos e ideas que golpean más fuerte cuando se ha bajado del viaje y que incluso
pueden suponer un cambio radical en nuestra forma de ser. Volverse más empático, más
sensible, más responsable y más observador son ideales que solo pueden ser alcanzados
haciendo un uso responsable e inteligente de la planta. Es preciso redirigir nuestros hábitos
de consumo; guiar e informar a los otros. Solo así podremos eliminar el estigma negativo que
la planta ha adquirido y combatir la incesante persecución de la que durante décadas ha sido
presa.

Alexis Aparicio

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