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Álvaro J. Medina G.

FUGA EN DOMINGO
FUGA EN DOMINGO

E l hogar ha quedado atrás.


Ingenuo, piensa escapar de él hoy
domingo, día soleado, para no tener
que regresar el lunes al colegio; sin
embargo, no sabe adónde ir. Lleva
papel y lápiz. Está decidido a dar
noticia por escrito de la decisión de
su partida. Quiere sentarse en un
escaño del parque a escribir la nota,
pero la chiquillería se lo impide.
Cruza osado la puerta del café del
pueblo dispuesto a redactarla en él,
mas una mujer corpulenta y de rostro
pintorreado le cierra el paso. Da
media vuelta. No desiste de su
empeño y piensa en un lugar tranquilo
donde nadie ni nada interrumpa su
tarea: «¡El cementerio!». Ve en el

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camino la funeraria y se dirige a ella.
Entra. Con la mirada escudriña
rápidamente el interior. Recuerda el
miedo que siente sólo al ver un ataúd.
Sin embargo, observa con naturalidad
las oscuras cajas. Esta mañana su
ánimo es diferente. Está confiado y
seguro. «Si se goza aquí —piensa—
de tal silencio, ¿cómo será en el
cementerio?» Cuando termina de
explicitar su pensamiento, entra por la
puerta interior, seguido de una
jovencita, un hombre cano que viste
riguroso luto. Porta en las manos una
cinta bermellón y tras las lentes de
sus antiparras, descolgadas a media
nariz, lo detalla y mira receloso.
—Buenos días señor —se anticipa el
niño al anciano—. ¿Por dónde llego al
cementerio?
Ya no alberga duda de que es el
mejor lugar para escribir su
despedida. Se encamina hacia él por
una carretera polvorienta, reseca por

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el sol. Llega hasta su puerta, la
franquea. Repasa con la vista el
paisaje. Busca una sombra donde
escribir. Entra en la llanura tapizada
de flores amarillas que colorean la
atmósfera apacible. Sentado en el
césped se recuesta en el tronco de un
árbol. Desabotona la camisa, seca el
sudor de la frente con uno de sus
extremos y refresca su tierno pecho
con el soplo de la boca. En tanto
intenta escribir las primeras palabras,
sus ojos se cierran arrebatado por la
inconsciencia del sueño. El papel y el
lápiz se deslizan de sus tiernas manos.
Los pájaros abandonan cautelosos el
árbol. Las abejas, a prudente
distancia, revolotean entre las flores:
perseveran alegres en su labor. Las
hormigas avanzan en estricta
disciplina de trabajo.
Mientras duerme, su mente se
adentra en extraños senderos. Se
suceden y sobreponen imágenes.

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Sueña que deambula sin destino,
acompañado por el declinar del sol.
Parado encima de una roca, queriendo
ver más allá del horizonte en que se
sumerge el inmenso astro anaranjado,
grita furibundo: «¡Aquííí...
estoyyy...!». Siente que el eco de su
voz se pierde en las profundidades
inmensas del universo. Su garganta
está reseca como un desierto. Ve en la
distancia la hondonada de una
quebrada. Corre hacia ella para
mitigar su sed. Es una corriente
maloliente e impotable en la que se
mezclan desechos químicos orgánicos
e inorgánicos contaminantes.
Desconsolado y confundido, da un
puntapié a una pequeña piedra que
rueda desorientada, cae en un charco
y forma en él círculos concéntricos; le
parece que se confunden con el pito
agónico de un tren lejano. Sufre un
malestar insoportable en el estómago.
Trastornado se recuesta en la baranda

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del puente. Con mirada angustiada
observa el curso del caño. Cree que lo
arrastra la corriente. No soporta las
náuseas. Los ojos le lagrimean. Las
sombras de la tarde se alargan como
si el universo se expandiera. La
oscuridad de la noche se va tragando,
como un voraz agujero negro, los
últimos rayos de sol. Sigue soñando
que intenta dormir en un colchón
percudido, que parece un viejo jergón
de monasterio, extendido en un
inmenso salón ovalado entrecruzado
de paralelos y meridianos. El salón
está desordenado. En sus paredes
grises y descascaradas cuelgan
mapamundis en diferentes
proyecciones. A todo lo largo, ancho
y alto de su espacio, el tiempo se
apretuja a reventar de principio a fin
en sus días, semanas, meses, años,
quinquenios, décadas, centurias,
milenios, crones y evos, de la historia
del hombre, de la tierra y del

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universo. En un rincón se amontonan
restos de capiteles, pedestales, fustes
de columnas, arquitrabes, frisos,
cornisas y piedras angulares. Hay en
el piso papeles con escrituras, unas en
forma de cuñita y otras de múltiples
signos que se van transformando en
letras de alfabetos; también hay
manuscritos y textos en caracteres
impresos. En un nicho una estantería
exhibe en sus anaqueles una colección
de pinceles, lápices, plumas,
bolígrafos, modelos a escala de varios
tipos de imprenta, curiosas máquinas
de escribir y el monitor de un
ordenador de palabras cuyos finos
destellos de luz forman una mano
tridimensional, que, con el dedo
índice desafiante, lo invita a penetrar
en su cosmos. Sobre una mesa
desvencijada de biblioteca se alzan
columnas de libros cubiertos de
polvo. Semejan la tumba de millones
de palabras, en lenguas muertas y

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vivas, que representaron y representan
la multiplicidad de sonidos a través de
los cuales el ser humano ha expresado
sus alegrías, sus tristezas, sus
temores, sus dudas, sus mentiras, sus
verdades y sus ilusiones; sus historias
cortas y extensas de traiciones,
lealtades, amistades, guerras y
amores; sus sentimientos sobre lo feo
y lo bello; sus reflexiones sobre Dios.
Palabras y vocablos que dan cuenta de
la conciencia humana que relata
fábulas, enuncia proverbios,
aforismos, parábolas, máximas,
axiomas, principios, leyes y concibe
poemas, cuentos y novelas. En un
asiento olvidado junto a la mesa, que
ya no aguarda a nadie, se ve a sí
mismo transitar de embrión a feto, de
niño a joven, de adulto a anciano; de
hijo a padre, de padre a abuelo. En un
gigantesco ropero ve colgados,
apolillados y mohosos, trajes
completos de todas las épocas y

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culturas. Llevan la nostalgia de la
ausencia de sus dueños. En un
armario del salón se amontonan
coronas y cetros de reyes olvidados, y
en un desván se apilan herramientas
de toda clase y épocas. A través de la
cortina decolorada del ventanal del
salón, la que recuerda un viejo telón
de boca, penetra el resplandor de la
luna en sus fases de luna nueva,
cuarto creciente, luna llena, cuarto
menguante, que se suceden sin orden
ni concierto como si no existiese
calendario alguno. En las paredes se
proyectan formas fantasmagóricas de
montañas y plantas, haciendo del
salón un espectacular caleidoscopio.
En su sueño, ve emerger de un oscuro
mar que rodea el salón, un tropel de
animales miniaturizados, de formas
tan variadas como inimaginables son
sus nombres, que penetra
mágicamente por entre las aristas de
los muros, por las grietas y uniones de

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las tablas del piso, por los pliegues
del espacio. De sus entrañas surgen
unos nuevos. Es una escena
atropellada y fascinadora. El calor es
sofocante. Desesperado da botes en el
colchón. Siente el cuerpo
desproporcionado, la cabeza como una
bomba de aire comprimido; las
piernas están flácidas, paralizadas.
Intenta sentarse. No puede hacerlo.
Logra mover sólo los brazos que
parecen forros de tela tupidos de paja.
Crispa los dedos de las manos. Los
ojos son bolas de fuego que despiden
llamaradas. Escucha el chasquido de
un misterioso látigo invisible que
rasga el aire. Un cambio repentino le
afecta el cuerpo: su suave piel se
cubre de ásperos pelos, se le va
encorvando la columna vertebral, se
le aplana la frente, los ojos se le
hunden es cuencas oscuras, la nariz se
le achata, las fosas nasales se le
expanden, la boca se le agranda y los

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labios se le contraen, los pómulos se
le vuelven prominentes como las
encías, los brazos le crecen hasta el
suelo, las manos se asemejan a las
patas y le brota una diminuta y
ridícula cola de pez. No habla, chilla.
Está atónito: conserva la conciencia.
Cruza los límites de lo verosímil hasta
hallarse, con forma de simio enano,
en una noche de algarabía, de dulces y
disfraces de brujas e inquisidores. Se
ve de pronto como un payaso flotando
en el aire, con sonrisa siniestra, que
empieza a desinflarse y a zigzaguear
vertiginosamente sin control, hasta
hallarse en su forma actual de niño
frente a su maestra. Ella le habla,
pero él no comprende sus palabras. Le
nombra uno a uno los animalillos,
mientras él los recoge dentro de una
caja. En su interior se transforman en
piezas de un rompecabezas
desordenado de fósiles, letras,
palabras, números y figuras

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geométricas. Por un pequeño agujero
de la caja se escapan puntos, líneas,
triángulos, rectángulos, círculos,
pirámides, cubos, conos, esferas,
cilindros, octaedros, dodecaedros,
armados de lanzas, arcos, ballestas,
hondas, cuchillos, dagas, hachas,
segures, espadas, floretes,
espingardas, mosquetes, trabucos,
pistolas, revólveres, escopetas,
carabinas, fusiles y ametralladoras. Es
un ejército que comanda el general en
jefe Ecuación, con su lugarteniente, el
temible icositetraedro pentagonal con
su proyección estereográfica. Este
vomita su alarido de guerra y da la
orden que lo ataquen. Le disparan una
descarga cerrada de quarks,
electrones, positrones, protones,
neutrones, átomos, moléculas,
planetas, estrellas, constelaciones,
virus y bacterias. Finalmente queda
atrapado en una red de bucles y
cuerdas cuánticos. Su situación es

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desesperante, está confundido. Quiere
la paz, pero no la rendición. ¿Y
huir?... ¡No!
Brilla el sol. Una avanzada de
hormigas lo ataca. Se despierta
«¡Qué pesadilla!», exclama. Se
tranquiliza al saber que todo fue un
sueño. Se da tiempo para liberarse del
sopor. Un toque de indignidad lo
agobia. Ha sentido miedo.
Observa el campanario de la iglesia
del cementerio. Se dirige hacia él con
paso resoluto. Por instantes se detiene
y lee los epitafios y los nombres
grabados en las lápidas. Calcula
lapsos de vida. Constata que algunos
vivieron pocos años y otros muchos.
Concibe cómo el día y la noche se
confunden bajo tierra. Se imagina la
oscuridad de la muerte. Le aterra
verse algún día dentro de un féretro.
«Con cuidado, que lo metan con
cuidado —resuenan voces en su
cabeza—, eviten rayar el ataúd». Por

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su mente pasan rostros afligidos que
se duelen de su ausencia. Es ya un ser
querido. «Que brille para él la Luz
perpetua», le desean. Vuelve en sí.
Sonríe con ironía. Camina
parsimonioso entre las cruces. Entra
en la iglesia y por la estrecha escalera
de la torre asciende al campanario. En
lo alto extiende los brazos. Se
imagina volando como un ave. En el
planeo de su vuelo detalla perspicaz
que el cementerio sufre a cada
instante una leve variación en el
aspecto del paisaje. Se le torna ocre,
estéril y lúgubre. El color de las
flores pierde brillo, y en tanto se
marchitan exhalan un olor dulzón que
mortifica su nariz. Descuelga los
brazos enervado. Aún sostiene en las
manos el lápiz y el papel. Ya no vuela
su imaginación. Un hálito de tristeza
lo invade. Su alma transita de verano
a otoño, de otoño a invierno.

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Nubes plateadas ocultan
momentáneamente el sol. Sus sombras
pasan ondulantes sobre las tumbas.
Sólo se escucha el canto de los
pájaros que danzan en las ramas de
los árboles, y el rumor de éstas
agitadas por la cálida brisa que
envuelve el cementerio. De ellas se
desprenden hojas secas que caen,
como un rocío dorado, sobre las
tumbas.
Desde lo alto, apostado entre las
campanas, ve avanzar a una jovencita
de semblante lozano que camina con
la mente abstraída y movimientos
pausados. Su rostro transparenta
candor y ternura. Vilanos de las flores
de la planta diente de león, flotan
cadenciosos en torno suyo. La mirada,
que en sus destellos revela un espíritu
vivaz, va unos metros adelante de sus
pasos. Viste una bata nívea, calza
medias tobilleras blancas y zapatos de
charol negro impecables. Su cabellera

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se recoge en larga trenza anudada con
una cinta bermellón. Se inclina sobre
una sepultura, le retira la hojarasca y
la orna cariñosamente con un
ramillete de lirios. Sus delicadas
manos desdoblan y extienden un
pañuelito sobre el césped para
hincarse en él. Con ademanes suaves
se santigua e inicia, en tono bajo y
melodioso, fervoroso rezo: «Hoy te
quiero cantar, hoy te quiero rezar, /mi
plegaria es canción. /Yo te quiero
ofrecer lo más bello y mejor /que hay
en mi corazón.» Hizo una pausa,
suspiró y continuó su oración: «Tengo
un camino que seguir /enséñamelo
tú. /Madre, se tú mi luz.» Y recogió
su ser en profunda meditación.
Parado en el borde del campanario,
desafiando la altura, se deleita con la
belleza de la jovencita. Reconoce, en
la trenza de su peinado, la cinta
bermellón que vio en manos del
anciano en la funeraria. E s t á

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embelesado. De súbito siente
desplazarse en una nube. Se le
aceleran los latidos del corazón. Se le
agita la respiración. El rubor le posee
las mejillas. Las piernas se le ponen
flácidas. Lo colma la placidez. Su
alma entristecida se alegra, transita de
invierno a primavera. Sin siquiera
darse cuenta, de las manos caen el
lápiz y el papel.
El sepulturero descansa. Está
recostado en la hamaca. Se protege la
cara de los rayos del sol con el
sombrero. Sus pupilas juguetean con
los hacecillos de luz que penetran
saltarines por las ranuras del tejido.
Piensa: «He enterrado mucha gente,
pero nunca había imaginado sus vidas
a la vez». Ve al niño, al joven, al
adulto y al anciano. Ve tristezas y
alegrías. Escucha sollozos y sonrisas.
«¿Y qué fue uno en vida? —se
interroga— ¿Nada más que una
ilusión bajo esta inmensa carpa azul?»

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Sonríe como si se burlara del mundo.
Una abeja se obstina en revolotear en
torno suyo. Molesto retira el
sombrero de la cara. La espanta. El
himenóptero huye. Lo persigue con la
mirada. Detiene la vista en el
campanario; la agudiza. Se sobresalta.
Emprende veloz carrera a pesar de su
edad. Con uno de los brazos agita el
sombrero por encima de la cabeza en
señal de alarma, al tiempo que grita:
—¡No, joven! ¡No..., no! ¡Espere!
¡Quieto ahí! ¡Padre Carmelo, al
campanario, rápido, al campanario! —
su voz exaltada parece anunciar un
desastre.
El padre Carmelo intercala la cinta
del libro que lee entre las páginas
donde se narra el prodigio de Jesús de
transformar del agua en vino en la
boda de Caná. Resignado lo deja
sobre su escritorio. Fue un obsequio
de un monje franciscano amigo suyo a
propósito de su visita a Jerez de los

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Caballeros. En él, Alboreo
Vergüenza cuenta la historia de los
vinos y las más famosas ebriedades,
como la de Noé. De mente lúcida y
ánimo mesurado pero diligente, el
padre Carmelo sale del estudio. Su
cuerpo esbelto de hombre bien
formado, más que caminar, parece
flotar ligeramente. Hace parte de la
nueva generación de curas, que
formados en las postrimerías del
penúltimo siglo, se proyectan
visionarios en prácticas pedagógicas
en la nueva centuria. Por sus dones,
desde niño, tuvo la dicha de
vincularse con los Monjes Silenciosos
del Tequendama, hermandad que
nació, según alguna leyenda, para
reagrupar los miembros dispersos de
la orden que administró la Hacienda
de Tena. Algunos miembros de la
comunidad cuando esta fue
perseguida, se resistieron abandonar
la región y despojados, muy a su

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pesar, de la sotana para no ser
reconocidos, se reorganizaron en esa
nueva hermandad. De los Monjes
Silenciosos, en el transcurso de su
juventud, el padre Carmelo aprendió
el orden y la disciplina, herramientas
de conducta que contribuyeron con
eficacia a formar su mente para
coronar con éxito sus estudios y
encausar las euforias de su corazón.
El sepulturero y el sacristán, en
carrera atropellada, se estrellan al
llegar a la entrada del campanario.
Mientras el sepulturero se repone del
golpe, el sacristán, que supone algo
grave, se detiene ante las sogas de las
campanas. Confundido y sin mediar
reflexión las hace repicar a rebato. El
bronce, afinado por los artesanos de
Nobsa, libera sus vibraciones sonoras
a cada impacto del oscilar del bajado.
Allí llega también el padre
Carmelo. A lo largo de las escaleras
de la torre se escucha un grito

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continuo y los sucesivos golpes de
alguien que rueda por sus peldaños de
madera y cae a los pies de aquéllos.
—¡Muchacho de mi Dios, que se
mata! —exclama el sepulturero.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! —se queja. Se
incorpora maltrecho y atolondrado.
No atina qué parte del cuerpo sobarse.
—¡Pero niño, por todos los santos,
¿qué hacías allá arriba que nos
pegaste tremendo susto?! —inquiere
el sacristán indignado.
—¡Ay!... M-i-r-a-b-a el paisaje —
responde balbuceante y sonriente a
pesar del golpe. Dirigiéndose al padre
Carmelo se justifica diciendo:
—Además, fue ese señor quien nos
asustó —y señala con gesto
quejumbroso al sepulturero.
—Has debido pedir permiso para
subir al campanario... ¿Te sientes
bien?
—Sí padre.

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—Entonces vete a casa, sé prudente
y mejora tu figura —con acento afable
le conseja el padre Carmelo, que
amistoso le coloca su cálida mano en
el hombro y lo acompaña hasta la
puerta de la iglesia.
Contento abandona el cementerio no
sin antes recoger el papel y el lápiz y
buscar con la mirada a la jovencita.
No la halla por parte alguna. Su
mente está despejada, su ánimo
renovado. Tiene la sensación de
haberse liberado de confusiones,
temores, tristezas y pesares que
agobiaban su alma, sentimientos que
han quedado allí enterrados.
La «chiva» aparece en la carretera
entre nubes de polvo. Campesinos y
canastos se zarandean en su interior.
La carrocería trepita desajustada. Se
detiene bruscamente ante la seña de
pare del niño. La maneja un hombre
sudoroso que viste overol de dril
caqui. El sol es abrasador. De la

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parrilla del techo un gallo descuelga
el pescuezo por entre la urdimbre y la
trama del tejido de un costal de fique,
lo encorva, y mirando al jovencito
con ojos saltones, expele un
«¡quiquiriquííí...!».
¡Quiquiriquí...!, resuena en su
cabeza entre el eco del percutir de las
campanas cerca de sus oídos. Viene a
su mente la definición de
«Quiquiriquí», que curioso leyó en el
diccionario de la Real Academia de la
Lengua en la clase pasada destinada a
enriquecer el vocabulario. Sonríe. Se
apoya en el estribo de la carrocería,
brinca en su interior y toma asiento.
Evoca complacido la belleza de la
jovencita y el consejo del padre
Carmelo. «Mejor será regresar a casa
y madrugar a clases», pondera en
silencio. Con el lápiz dibuja en el
papel, con habilidad, la cinta
bermellón en forma de corazón y
dentro de él, bosqueja el rostro de la

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niña. Sabe dónde encontrarla. Lleva
en el alma una tierna ilusión y ante
sus ojos la vida entera.

FIN

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