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Álvaro J. Medina G.

LONGITUD 77°
Longitud 77°

T ras despertar, Faustino se sienta en


la cama. Ha descansado un buen rato esta
tarde. La semana que concluye fue más que
nunca extenuante. Sin embargo, no quedó
listo el terreno para la siembra. Falta
todavía por arar una fanegada. El clima lo
está favoreciendo. Ruega que las lluvias
sigan retardadas. Si llueve, la hierba
crecería en el área ya removida. Sin
pensarlo más se baña y afeita. La sensación
de limpieza y el toque del agua fría que le
llega desde el manantial, terminan de
reanimarlo. Toma un tinto que prepara en el
fogón de leña. Se jacta en su intimidad
de ser hábil en el manejo del fuego. No sólo

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cuida que la hornilla permanezca limpia y
dispuesta para reavivar el rescoldo, sino que
además se precave de tener leña bien
dispuesta a la mano. Según sus palabras, no
hay mejor sazón que la brasa. Deja la taza,
se santigua, sale del rancho y monta en el
caballo. Lo expolia con suavidad. Una onda
nerviosa se desplaza por la piel de la
cabalgadura. Lo llama «Mi Alazán». El sol
de oro se pierde tras las montañas. Es un
atardecer claro, de arreboles rojizos y
anaranjados, con un trasfondo de grises
tenues y un azul suave y delicado que se
torna intenso y profundo hacia el oriente.
Por entre un ocobo rosado en flor, la luna
de algodón asciende apacible. Mi Alazán
avanza a paso por la trocha. Faustino
disfruta la brisa cálida. Va contento,
satisfecho. Disfruta los días en que retorna a
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esa vida arcaica de campo. Se deleita con el
vuelo apacible de un chulo que se pierde en
la distancia dibujando una línea exquisita
de planeo. Llega al río cuando comienza a
oscurecer. Antes de cruzarlo, detalla en la
distancia el cortijo de María Antonia. Sus
luces están encendidas y suena la música.
Acicatea al caballo. Al trote pasa el puente
colgante. Cables de acero pendientes de
pilares de piedra sostienen gruesos tablones
atravesados de pernos. Se ha resistido al
tiempo y orgulloso sigue sirviendo.
Faustino entra en el sendero cercado de
orquídeas que va a la estancia. Flores estas
tan bellas, en su sentir, como María
Antonia. Frena a Mi Alazán, toma una
catleya, y como dando inicio a un cortejo,
lo insta a brioso caracoleo. Su pecho se
expande y la sangre se le arrebata.
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Con un pique, al galope arriba al rancho.
Se le ve por fuera especialmente acicalado.
Los corridos suenan algo más alto que de
costumbre. Se escucha en su interior el
rumor de la jarana. Está el caballo de
Fortunato. Reconoce la camioneta de
Máximo. Desmonta ágil de Mi Alazán. La
puerta del rancho está abierta. Una
mampara, de noble artesanía de guadua y
esparto tejido, corta la vista hacia el
interior. Faustino se asoma con recato,
como si fuese un intruso curioso. Casi en el
acto María Antonia lo descubre y le
corresponde el guiño que con picardía él le
hace.
—Buenas noches —saluda Faustino—.
Para la más bella —regala a María Antonia
con la orquídea.

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Ella sonríe con sus labios de color aloque.
Le hace gracia. Es una de sus catleyas.
Siguiendo el flirteo recibe la flor con
ademanes coquetos y la acomoda en un
vaso en el que vierte agua de la jarra.
—Miren quién llegó —observa Fortunato
mientras termina de barajar los naipes.
—El cuarto del tute —precisa Máximo.
Faustino se acerca a la mesa y termina de
saludar. Hay una cara nueva. Máximo le
presenta a Agustín, que viene de las tierras
del sur al Festival del vino. Faustino le
estrecha la mano y le da la bienvenida. Por
amplias referencias sabe de quién se trata.
María Antonia se acerca con copas y una
botella que exhibe:
—De Agustín para nosotros.
Éste sonríe gustoso y hace una venia
obsequiosa:
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—Una antigua bebida de mi tierra,
mejorada por mí —anota orgulloso y con
un simpático dejo de malicia.
Brindan.
—¿Cómo les parece? —indaga María
Antonia.
—Exaltante —elogia Faustino.
—Ardiente —puntualiza Fortunato.
—Chispeante…, de cuidado —anota
Máximo catando.
Escancian animosos. Los corridos, las
rancheras y los ballenatos se alternan en la
rocola. Las cartas van y vienen. La baraja
pasa de un tallador a otro. Conversan, ríen,
cantan. María Antonia se divierte viéndolos
jugar; surte la música. La botella baja su
nivel. «Ganaste», «perdí», «vaya suerte»,
«qué delicia de clima», «algo más mis
señores». Se cruzan las palabras.
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Afuera se escuchan voces y risas
femeninas. Hortensia, Clarivel y Rosalinda
se aproximan. María Antonia sale a
recibirlas.
—¡Sorpresa señores! —exclama María
Antonia—. Este es Agustín, el convidado
de la noche —lo presenta a sus amigas.
«Te dije que habría comilona y
francachela», le susurra Fortunato a
Agustín, que sonríe admirado por la gracia
de las muchachas y cautivado por la
esbeltez y donaire de Clarivel. La partida se
acaba. Charlan, cantan, bailan y apuran uno
y otro trago. Comen una picada. La
longaniza, la morcilla, el chicharrón, se
acompañan con la papa salada y la criolla
freída. Las papilas gustativas se motivan
con la salsa de ají chivato. El jugoso
chunchullo asado abre paso al maíz pira que
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recuerda la urgencia de refrescar los labios
con otro chisguete. Comida y bebida hacen
buen maridaje, augurando enlaces
candentes.
Avanza la noche. María Antonia es cada
vez más permisiva con Faustino. Clarivel y
Agustín intentan mutuamente agradarse.
Hortensia se muestra insinuante con
Fortunato. Este siempre la ha pretendido,
pero sus
El licor se bebe sin reparos. Llega el
turno a los boleros. La luz de las velas
sustituye la de los bombillos. Bailan las
parejas muy juntas. El ambiente es
voluptuoso. La mirada de Fortunato pasa al
escote insinuante de Hortensia. «¡Ay San
Antonio!, qué senos mujer», piensa, y
aspira la fresca fragancia de ella. «¡Mujer,

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tu olor me excita!», le susurra al oído.
Hortensia se suelta. Él le escudriña con cara

de sátiro el cuerpo. «¡Qué nalgas, madre


mía!». La mirada le destella, la respiración
se le agita, le palpita el corazón acelerado.
Está en el umbral de la descompostura. Se
muerde los labios. Los ojos parecen
salírsele de las cuencas. Están
sanguinolentos. Le recita a Hortensia: «tus
labios me tienen preso». Sirve un trago y lo
bebe de golpe. Violenta la copa al interior
del hogar de la chimenea. Sostiene en la
mano la botella. Mira desconsolado a
Hortensia: «...tus ojos me han herido...».
Bebe a pico de botella: «...soy
malquisto...». Con las manos rasga la
camisa: «...la vida sin ti no vale nada...».
Zapatea: «...me muero por ti». Se dirige a

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Hortensia, la toma de la cintura y la atrae
hacia sí. La besa apasionado. Ella queda
como petrificada. La suelta y le aprieta con
la mano una nalga. Guarda un instante de
silencio con la cabeza gacha. A tropezones
sale del rancho. Monta en el caballo, lo
expolia. Se pierde en la oscuridad del
camino mientras grita «¡Ay corazón!»
Faustino, atónito, sale e intenta seguirlo.
María Antonia lo retiene: «Déjalo que la
bestia lo lleva». Regresan adentro.
Hortensia solloza y ríe. Las velas flamean
excitadas; están por consumirse.
Inesperadamente truena y relampaguea.
María Antonia intenta prender la luz
eléctrica. El bombillo chisporrotea y queda
sin corriente. El viento golpea los postigos
de las ventanas. Faustino corre a cerrarlos.
Hortensia se muerde una uña; está muda,
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con el rostro desencajado. Se apaga la
última vela que quedó encendida. Casi a
hurtadillas, Clarivel y Rosalinda salen del
rancho llevando a Agustín y a Máximo de
la mano. Este, con brusquedad, acelera la
camioneta. El caballo de Faustino corcovea
asustado.
Nace el día. La atmósfera, cristalina, se
siente fresca. El rocío que refracta los
primeros rayos del sol, proyecta destellos
iridiscentes entre el verdor de la hierba que
entrecorta el azul transparente del cielo. Los
pájaros revolotean alegres entre racimos de
bananos, guayabas, naranjas, mandarinas y
guanábanas. Erizados gusanos, en
ondulantes desplazamientos, transitan
parsimoniosos en ramas, troncos y
chamizos. Entre el húmedo follaje resuena
el contrapunto del croar de ranas y sapos
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invisibles. Los gallos se alternan en
barítonos y tenores quiquiriquíes. El burro
rezonga con airado rebuzno. La gallina
saraviada expande la cloaca y deposita
generosa el huevo en el cálido nido. El
marrano chilla en la porqueriza. El perro
juguetón corre entusiasta entre la montaña
tras una pieza de caza imaginaria. En
disciplinadas columnas las hormigas
marchan con sus cargas de provisiones. Las
abejas zumbando, persistentes van por su
néctar a los diáfanos recintos íntimos de las
flores. Las mariposas practican su
zigzagueante coreografía multicolor. Se
abre a la luz el capullo y exhibe la tersura
de sus pétalos. Poco a poco la vida
consciente retorna al hombre.
Faustino va despertando en tanto la
claridad de la mañana se filtra por los
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resquicios de la ventana alegrando la
penumbra del cuarto. María Antonia ya no
está en la cama. En las sábanas ha dejado su
calor y fragancia, y en la mesa de noche la
catleya. Faustino respira profundo y su
alma enamorada exhala un prolongado
suspiro. Nuca se sintió tan plácido, contento
y dichoso al despertar. Su anhelo fue
satisfecho. Tiene la tersura de la piel y la
suavidad de las caricias de María Antonia
en todo su cuerpo. Goza de un ahora en
que su corazón solo late para ella, y todo es
ella. Qué instantes infinitos de plenitud.
Aprieta la almohada contra su pecho e
imaginariamente abraza a su amada. Se
experimenta completo. Es él en ella. En la
cocina escucha la voz de María Antonia.
Llega a sus oídos melodiosa. La acompaña
Hortensia con sus risas. El aroma del
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chocolate y del guiso de los huevos le
anuncia que debe levantarse; además es la
hora de hacerlo para llegar puntual a la
apertura de la feria. Mas no quiere salir de
su ensoñación. Pero toca. Llega a la cocina
cuando María Antonia sirve el desayuno.
Sus ojos ven en ella un raudal de gracia con
su sonrisa franca, con la frescura de un
racimo de uvas. Hortensia está animosa y
derrocha alegría. Mientras desayunan ella
se abstrae de este mundo y casi
inconsciente musita: «Ay, qué beso
Fortunato», y aprieta los muslos uno contra
otro. María Antonia y Faustino sonríen con
picardía.
El tañido de las campanas convoca a la
población en la iglesia. Todo está dispuesto
desde la tarde anterior en la plaza continua
para la apertura del evento vinícola. El
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gobernador, el alcalde, el juez, el personero,
el comandante de la policía, el rector del
colegio y la reina atienden la cita en el atrio.
Acompañan deferentes al conjunto de
expositores invitados, enólogos,
vinicultores, viñateros, viñadores y
gastrónomos. Un experto polvorista los
saluda con una descarga de juegos
pirotécnicos manejados desde una consola
digital. Faustino, entre los viñadores,
extraña a Fortunato, a Agustín y a Máximo.
Cuando acceden a la iglesia ve venir a
Máximo y a Agustín. Se abren paso entre la
feligresía y se incorporan al grupo de
personalidades disimulando su retraso.
Fortunato no aparece. Hortensia, en el
grupo de los gastrónomos, lo extraña. A
diferencia de sus amigas no tiene con quien
compartir insinuantes guiños y sonrisas
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subrepticios. Se lamenta y siente un
cosquilleo de preocupación en las ingles
que le invade el vientre. Repican por última
vez las campanas. Se inicia el Oficio
Divino ausente el vinatero Fortunato.
Atendiendo el motivo de la celebración de
la liturgia, el párroco ha preparado su
sermón. Acomoda mejor el micrófono
inalámbrico dispuesto en el borde de la
casulla. Con una mano en el corazón y la
otra apoyada en el ambón, habla con
lucidez argumentativa. El tornavoz difunde
su palabra firme, serena, de agradable
modulación. Recuerda la desnudes de Adán
y Eva cubierta con una simple hoja como
símbolo de la vergüenza por haberse
perdido la inocencia. Suplica que no
carguemos nuestros corazones con
remordimientos y culpas por alejarnos de
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los dictámenes del bien, de lo bueno para la
vida, cediendo a las tentaciones del mal que
nos arroja a los dominios de la muerte. Pide
que la embriaguez inocente de Noé sea un
llamado a la prudencia y que los errores del
hombre no sean objeto de escándalo sino de
misericordia, pues la arrogancia palidece
ante la generosidad del alma. Evoca el
prodigio de la conversión del agua en vino
como un obsequio de nuestro Señor
Jesucristo al amor en gracia a la intercesión
de la mujer. Por ello, reclama que al
escanciar no se busque exaltar la lascivia, la
lujuria y la concupiscencia, para que los
deleites carnales trasciendan en entrega
generosa y sincera que une al hombre y la
mujer en el amor que hacer florecer la vida.
Invita a que en esta festividad el vino sea
para libar en ofrenda a la fidelidad, al
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respeto, a la ternura, a la alegría, para
enaltecer los goces sensuales y reivindicar
la carne, y no para obnubilar la conciencia,
lo que nos hace propensos a que el mal nos
posea y a ratificar el proverbio «El vino es
pendenciero, los licores insolentes, el que
en ellos se pierde no es sabio». El párroco
hace de sus palabras un oleaje cadencioso;
guarda unos instantes de silencio y examina
su feligresía con mirada inquisidora pero
noble. Remata su sermón. «La
transubstanciación se nos anunció en la
conversión del agua en vino. Consagrada la
hostia y el vino, son el cuerpo y la sangre
de nuestro Señor Jesucristo por la gracia
divina. Que por nuestra nobleza de espíritu
el mosto fermentado de esta festividad torne
más dulce los corazones para la alegría de
Dios».
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Termina la misa y Fortunato no llega.
Hortensia empieza a evidenciar su
preocupación y sus ansias de verlo
preguntándolo a Máximo y a Faustino, que
tampoco saben de él. Como vinatero
anfitrión su falta ya se hace sentir.
El jolgorio rebosa la plaza principal bien
dispuesta para la ocasión. Está fastuosa. En
ella se exhiben productos de la región. Es
visitada aquí y allá por el grupo de
personalidades en un acto de cortesía.
Finalmente se dirigen a la espaciosa sala de
eventos. Después de las breves
palabras de bienvenida de Rosalinda,
organizadora del certamen, inician el
itinerario por España, presente en un
abanico de regiones, de oriente a occidente,
desde Rias Baixas con sus vinos blancos
refrescantes de la Albariño, pasando por los
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tintos soberanos de Ribera del Duero, hasta
los animosos de Priorato; de norte a sur,
desde La Rioja con sus orgullosos tintos
Gran Reserva de color y sabor únicos,
pasando por la extensa y sin par región
vitivinícola manchega de dorados viñedos y
por Valencia, hasta la andaluz Jerez con sus
blancos generosos. En Francia se
encuentran con el espumante Dom Perignon
de cepas Chardonnay y los afamados tintos
de la Pinot Noir, Merlot y Malbec de las
comunas de Borgoña, y con el invitado
especial, el brandy de Coñac, ese destilado
de vino inventado para burlar los controles
aduaneros y que conquistó el gusto inglés.
Ambienta el recinto dos magnificas
fotografías de la abadía benedictina
Hautvillers en Épernay, donde el célebre
monje Dom Pierre descubrió la doble
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fermentación en botella. Portugal espera a
la comitiva con el dulce encantador de las
vides de Oporto. Exhibe complacido su
vino blanco, tinto, rubí y pardo, de mostos
de la Touringa Nacional, Tinta Amarela,
Tinta Barroca, de entre la numerosa gama
de cepas que intervienen en su elaboración.
La región de Setúbal incita el apetito con el
delicioso sabor y aroma de su variedad
moscatel. Está también la insular Madeira
con un seco de la Verdhelo y un dulce
de la Malvasía. Portugal se destaca por la
longevidad de sus vinos y sus casi
cincuenta variedades de cepas. Así lo
destaca un vídeo promocional, proyectado
en una magnifica pantalla, de la población
de Vilanova de Gaia, de sus cavas y su
acceso por el río Duero. Por su parte Italia
—Enotria, la tierra del vino— exhibe vinos
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de dos de sus veinte regiones, Piamonte y
Toscana. De la primera, un tinto de la
Nebbiolo, de Denominación de Origen
Controlada, y un blanco de la Moscazo de
Zona Restringida; de la segunda, un Chianti
de la Sangiovese con su emblemático gallo
negro. Decora la estancia una excelente
transparencia del Fuerte Cosimo de Medici,
en Siena, y de la extraordinaria enoteca que
él alberga. Alemania expone su afamado
Liebfraulich de la región de Rheinhessen,
orgullosa de sus cepas Riesling, Müller
Thurgau y Sylvaner; los aromas a manzana
y melocotón del Riesling, el primero de los
vinos blancos del mundo, deja una
sensación de ensueño que hace pensar en
Rheingau como un vergel del Rin. Se cierra
el itinerario europeo y Fortunato sigue
ausente. Como anfitrión de los
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comerciantes de vino es una baja sensible
para la organización del certamen. Para
suplirlo, Máximo ha integrado en un solo
grupo a vinicultores y vinateros, pero se ve
en apuros por su inglés carente del dominio
de los tecnicismos comerciales que
Fortunato sí domina. Con habilidad recurre
a su conocimiento amplio del francés para
paliar la situación. Sin poder abandonar el
frente gastronómico, Hortensia envía a su
estafeta a buscarlo en su villa. Allí, la
conserje tampoco da razón de él y aclara
que no llegó la noche anterior.
Discretamente se lo hace saber a Máximo
en el interregno entre el Añejo Continente y
la Joven América. Brasil despliega una
ofensiva promocional de sus mostos
“Premium” de cepas Syrah y Moscatel, de
reciente historia en el valle de San
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Francisco, y en la vanguardia destaca un
espumante brut de alcurnia internacional.
Con las cepas Tempranillo, Alfrocheiro,
Touriga nacional y Pinot grigio se
confronta con Argentina y Chile.
Entre tanto, en otro lugar, Fortunato abre
los ojos lentamente, sus pupilas se
desplazan de izquierda a derecha. Su rostro
va revelando un semblante de sorpresa en
tanto regresa de las profundidades de la
inconsciencia del sueño y la ebriedad. Su
cabeza gira como un carrusel de imágenes
inconexas y abigarradas. Experimenta una
sensación de caída en el vacío. Lo
embargan sentimientos de culpas
indefinidas. Está caído dentro de un
inmenso tonel, cortado al través, en la gran
bodega que alberga los vinos que comercia.
No se explica por qué se echó allí. A su
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lado permanece el caballo como un
afectuoso guardián. Mejor ubicado ya en
este mundo, mira el reloj. Poseído por la
preocupación, que desplaza sus otros
sentimientos, sale del tonel y abandona la
bodega. El piso se le mese en un vaivén que
no le permite sostenerse de pie con
equilibrio. Cruza los prados del jardín hasta
la casa. Entra gritando «¡Dolores..!
¡Dolores..! Un café. Pronto, tráeme la ropa
para la feria». En el camino va dejando las
prendas que desviste. Entra en el baño de su
amplia habitación. «¡Señor, señor!… Lo
han estado buscando con urgencia». Le
anuncia Dolores mientras le extiende
afanosa sobre la cama la excelente muda
que le alisto desde la tarde anterior.
Duchado y tonificado por el agua fría, se
mira en el espejo. Su imagen, repuesta, se
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entremezcla con el rostro y cuerpo de
Hortensia que imagina ver allí proyectados.
Entre la sensación de vergüenza y los
deseos de poseerla, se agita su pecho.
Mientras se viste apresurado, toma una
decisión. Pondrá punto final a ese vacío
amoroso que lo exaspera. Calza las botas y
en una última mirada al espejo se saluda
con una venia. Se siente orgulloso de su
estampa. El ánimo se le aviva para cumplir
su decisión. Una sonrisa entre sarcástica y
desafiante precede los sorbos que aligera de
la taza de café que bien servida le trajo
Dolores. Baja las escaleras. Fuera de la
casa, con un silbido llama a su caballo. El
chalán ya lo ha acicalado. Sobre la
cabalgadura le anuncia a Dolores:

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—¡Dolores…, te daré una sorpresa para
tu gusto! ¡A la carga mi amigo! —y expolia
al animal.
La energía que brota de su súbita
decisión, revitaliza a Fortunato para ir
adelante con entusiasmo. Ya no llegará a
tiempo a la apertura del evento, pero sí para
poner los puntos sobre las íes con
Hortensia.
La comitiva ha dejado atrás las muestras
de Argentina, Perú y Chile. Ingresa a la
sección de Colombia. Un espectacular mapa
del país la decora. Lo enmarcan sarmientos
y vides de la cepa chalis, única en el
mundo. Es atribuida a los Monjes
Silenciosos, quienes, se dice, la produjeron
como resultado de una investigación de
ingeniería germinal. Esta cepa llegó a
manos de un ancestro de Máximo como
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legado que le hicieron los monjes en
agradecimiento a su prudencia al abstenerse
de revelar su enclave ascético que él, por
circunstancias milagrosas, descubrió en sus
travesías de colono en cierta zona del país.
Tras varios años de trabajar con ellos, se
granjeó su admiración por su arrojo,
ingenio y agudeza para relacionarse con la
inhóspita naturaleza y domeñarla, como por
su especialísimo don de comprensión de las
verdades bíblicas que lo revestía de una
aura mística a pesar de su carácter
intrépido, enérgico y disciplinado, aura que
lo hacía aparecer con los pies en la tierra y
la cabeza en los cielos. Su semblanza se
conoce a través de Máximo, a quien llegó
por tradición verbal de familia. Máximo,
por su parte, es el último heredero de la
hacienda vinícola Estancia Longitud 77°,
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fundada por ese tatarabuelo mítico en una
ingente labor emprendedora en las
estribaciones suroeste de la cordillera
occidental entre ríos. Estas tierras, que
fueron inhóspitas, se convirtieron en el
terruño de la chalis por su precipitación
fluvial, la temperatura media del aíre, el
promedio de horas de sol anual, los niveles
de evapotranspiración, la humedad y
calidez del suelo y su vecindad con bosques
higrófilos, características que le dieron toda
su riqueza de aroma, sabor y color, riqueza
que hace de ella una cepa especialísima. Su
mosto fue conquistando la exquisitez de los
degustadores del mundo. En reciente
homenaje, que llenó de satisfacción a
Máximo, a Longitud 77° le fue otorgado el
reconocimiento de ostentar en su etiqueta el
indicativo de “Denominación de Origen”
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por La Cava Real de Catadores, rectora
internacional de la calificación de vinos.
Esa área geográfica se destaca en el mapa
de Colombia que decora la sección nacional
de la feria. Entre exóticas y exuberantes
flores nacionales, las botellas de Longitud
77° destellan sus vivos y límpidos destellos
del rojo tinto y dorado vino blanco. Se
exponen en el recinto magnificas
fotografías que historian la casa productora
y los hombres y mujeres que la gestaron.
Excelentemente iluminada, se destaca una
espléndida reproducción en gran formato de
«El sueño de la vida por una mujer», de
Antónimo. Es una alegoría de las edades
del ser humano, con un finamente
concebido cuerpo femenino desnudo que se
mimetiza en el horizonte del paisaje,
alegórico de la fertilidad. Es un emblema de
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Estancia Longitud 77° y se exhibe en todas
sus casas nacionales e internacionales. El
original es de su propiedad como pieza muy
estimada de su colección particular.
El itinerario se cierra en una pequeña
cava, tenuemente iluminada por un
resplandor ámbar, donde el tiempo parece
recogerse hacia el pasado. Allí se exhiben,
como caras piezas rescatadas de un mundo
imaginario, muestras fósiles de las uva del
viñedo de Noé, la copa en que brindaron los
novios de Caná, una vinajera de Enotria,
unos ejemplares de los primeros envases
vítreos para vino, un código manuscrito de
Dom Perignon con anotaciones sobre el
proceso de la doble fermentación, la
colección de corchos que se salvó de la
destrucción del monasterio benedictino de
Montecasino, el alambique en que empezó
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a destilarse el brandy, y otras cuantas
curiosidades del museo fantástico del
sacristán, que despertaron la grácil
admiración de los visitantes.
La comitiva pasa al amplio recinto
campestre de recepciones y en él se
embelesa con la melodía de la sinfonía
«Almas ancestrales» que lo ambienta. Es
impactante la exquisitez del mismo. Un
espléndido lagar para la coreografía esparce
un fino aroma de vid. Suntuosos arreglos de
flores colombianas sorprenden por su
ingenio artístico. Mesas bien dispuestas en
generosos espacios aguardan a los
invitados. En manteles de bordados
primorosos el servicio revela buen gusto y
encanto. Clarivel está satisfecha del
resultado. No ha escatimado finura en el
detalle. Su experiencia en eventos
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gastronómicos y su exigencia personal de
ser siempre mejor, enriquecieron su sentido
para combinar la elegancia con la sencillez,
la armonía con la alegría, la finura con la
comodidad, la economía con el esplendor.
En esta ocasión creó un ambiente de suaves
colores y de orden asimétrico que envuelve
los espíritus en una atmósfera de frescura y
suavidad. Su talento hace del recinto un
ensueño sutil que deleita los sentidos. En
una mesa central se expone el Gran
Longitud 77°, de cosecha reservada, que se
ofrecerá. Este cálido estimulante del
apetito, desinhibe los ánimos y desencadena
pasiones. Españoles, italianos, franceses,
portugueses, americanos, alemanes,
australianos, brasileños, argentinos,
peruanos, chilenos, bolivianos y la
comitiva en general deja ver en sus rostros
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y ánimo el agrado y la admiración que les
despierta la delicadeza y creatividad del
comedor. Todos saben que están ante un
lugar trabajado con máximo talento
artístico. Se sienten honrosamente
homenajeados. Por instantes se percibe el
aroma de las comidas que estimula el
apetito. María Antonia y Hortensia,
gastrónomas de profesión, son las artífices
del menú. Es espectacular, suculento. Platos
exquisitos para gustos selectos. Han
cuidado con esmero la selección de los
mejores productos e ingredientes.
Responden a las recetas copiladas en un
trabajo conjunto de las dos, en detalladas
indagaciones a cocineras criollas
campesinas de varias regiones del país. Un
aporte invaluable a la tradición
gastronómica colombiana. Labor que les
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reportó un premio nacional y una bella
edición de lujo de los resultados de su
investigación.
Sentada a la mesa, Agustín tiene enfrente
a Clarivel. Todo el lugar es una exquisita
escenografía para sus encantos, y él el único
espectador. Escucha su suave risa y el
timbre encantador de su voz como finas
melodías; los ademanes de sus manos
delicadas y postura del cuerpo, son a sus
ojos un fluido de formas ensoñadoras y
danzantes; sus negros cabellos, pinceladas
ondulantes en torno a un límpido rostro,
terso como pétalos de rosas blancas. ¡Qué
linda! ¡Qué bella! Esta cautivado. Así lo
intuye Clarivel. Lo mira y gratifica con una
hechizante sonrisa que acompaña con
destellos diamantinos de su mirada
inteligente. Agustín siente en su alma
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confusión acompañada de una sensación de
sorpresa consigo mismo. El pecho se le
contrae y lo obligaba a respirar hondo y ha
exhalar un suspiro. Trata de darle ritmo
pausado a su corazón. Por momentos le
palpita incontrolado y se cree ausente del
mundo. Por más que se exige para ubicarse
en el cauce normal de su intelecto, una
fuerza briosa se expande entre pecho y
estómago. ¡Qué ansiedad! Vuelve a aspirar
profundo. Al hacerlo, lo invade toda la
fragancia de Clarivel. Le resultaba
inexplicable la alteración de los sentidos y
de la mente que ella le está ocasionando.
Las dimensiones espaciales y temporales se
le tornan ondulantes y acusa
descoordinación en sus movimientos y
atención. La atmósfera le resultaba brillante
y los colores vivaces. Una vivencia de
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vacío y ansiedad reclama, más que la
presencia de Clarivel, la exigencia de
abrazarla y fundirla a su ser. Está
delirando por ella. Pertenece a ella. Lo ha
poseído.
Ya los paladares están satisfechos y los
cuerpos placenteramente indefensos. El
aroma del selecto café, que cerró la comida
tras delicados postres, se diluye en las notas
musicales del mosaico de aires que concitan
al baile. Los espíritus empiezan a animarse
al influjo de las melodías.
Todo es alegría cuando irrumpe Fortunato
en el recinto a horcajadas en su fino y
hermoso corcel. Hombre y cabalgadura
capturan la atención de todos. Es insólito lo
que está haciendo, pero impactante. Se
acerca a paso fino hasta Hortensia, que está
atónita. Extiende hacía ella su brazo
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acompañándose con un ademán de venia y
le brinda una rosa. Sus miradas liberan
rayos de pasión que parecen chocar en el
aire y eclosionar en diminutas chispas
ardientes. Hortensia contrae sus muslos;
una onda de aleteo de mariposas se expande
por su genitalidad, transita como caricia de
seda por su ingle, se arremolina en el centro
de su vientre y asciende hasta sus henchidos
senos; su arrebatada sangre inyecta sus
pezones, le bulle en sonrojos en las mejillas
y le hace palpitar los carnosos labios. De
súbito se siente arrebatada por los aires en
un vuelo de éxtasis que la lleva sobre la
cabalgadura. Hasta allí la ha elevado
Fortunato tomándola con firmeza y agilidad
de la cintura, en rapto impecable de la silla.
Avanza hasta el lagar y desmonta con ella
en los brazos sobre las uvas, que al peso de
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los cuerpos liberan chisguetes de su jugo.
En el centro de la gran tina, Fortunato besa
apasionado a Hortensia. Ella se entrega
a sus brazos sin resistencia y con goce
impúdico. En la pasión del beso le palpitan,
se le contraen y relajan los pliegues de su
íntima sexualidad y descarga un flujo de
vibraciones que le hacen liberar un sutil
jadeo en la cálida boca de su impetuoso
amante, que siente penetrar en su cuerpo las
emanaciones térmicas del clímax emocional
de Hortensia. Sus cuerpos se desploman
cadenciosos entre las uvas irradiando
destellos, globitos y sutiles vapores
coloridos y perfumados de sus ardientes
deseos. A son de bambuco, que interpreta la
orquesta, un grupo de jóvenes parejas, de
semblantes pícaros y alegres, rodean el
lagar con su baile de cortejo, y por las
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escalinatas que lo flanquean entran en él en
espléndida y festiva coreografía.
Fortunato, entre tanto, le pide a Hortensia:
«Se mi esposa». Ella le susurra: «Soy
tuya…, si me dices cosas bellas». Él le
responde: «Mientras aprendo a decirte
cosas bellas, te haré vivir cosas hermosas…
¿Aceptas?». «Sí». No reparan que los
micrófonos dispuestos para la coreografía
penden sobre ellos y amplifican en el salón
la propuesta y la respuesta. «¡Bravo!» A
una voz festejan los invitados involucrados
emocionalmente con la escena y la celebran
con un aplauso unísono. El sacristán,
incontrolado por la emoción, descorcha una
gran botella de champaña y libera a presión
un baño de vino sobre los incontrolados
prometidos. Máximo, ya sacudido de su
sorpresa, le da continuidad al
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acontecimiento e invita a Rosalinda hasta el
centro de la pista de baile. Los secunda
Faustino y María Antonia. Agustín se
entusiasma, extiende su mano a Clarivel y
tercian en el baile. El delegado francés
apunta jocoso, mientras levanta su copa y
brinda con el cura —quienes han
congeniado y departen amistosos—:
“Chacun a son goût” (Cada uno tiene sus
gustos). Y el cura remata, modulando con
su mejor acento: “Chacun pour soi et Dieu
pour tous” (Cada uno para sí y Dios para
todos).
Entre las damas la fantasía se ha
disparado. Desprendidas de la realidad, al
ritmo del baile vuelan cadenciosas entre
atmosferas imaginarias de voluptuosa
ternura y transes de místicos arrebatos de
amor. Los caballeros destilan por los
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alambiques de sus excitados ingenios
encantadores halagos; las tensas catapultas
de sus ardorosas pasiones arrojan sutiles y
delicados disparos de insinuante erotismo,
impregnados de la exquisitez de sus
fragancias varoniles.
Mientras bailan, al contacto cálido de las
manos de Agustín en su cintura y en la
palma de su mano, la tersa piel de Clarivel
vibra como el aire excitado por las notas de
un arma andina encantadora; sus frases
imaginativas y galantes son ondas
acariciantes que la invaden y le penetran las
íntimas hendiduras de su anhelante
geografía de conquista; el sutil roce de su
pecho contra el suyo, hace que se le tensen
las sensitivas cimas de sus túrgidos riscos y
se estremezcan como ardientes volcanes; la
tibia respiración de Agustín es brisa
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fragante que con suaves exhalaciones
estimula el entorno de su cuello y las alas
de sus deseos; la delicada fricción de los
rítmicos movimientos de su muslo entre el
pliegue generoso de sus danzantes piernas,
es caricia que agita en torrentes de placer su
hirviente sangre y que desbordan el lago de
sus pasiones en efluvios gozosos. Clarivel
baila con la felicidad entre sus sensuales
sueños. Se aproxima decidida más a él,
ofreciéndole con expansión, intensidad y
alegría los afectos de sus palpitantes pétalos
para que la penetre en las profundidades de
su ser, saboree los fluidos néctares de su
tibia intimidad y se quede allí dentro para
siempre. Agustín, ingrávido, planea entre
las fragancias de Clarivel como cóndor
mítico que circunda el nido. Se posa en él
entre los aletos de su excitación. Su sangre
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arrebatada explota en térmicas erupciones
volcánicas que lo lanzan a embriagantes
alturas de ensoñación. Su éxtasis se explaya
en las palpitaciones placenteras de su fibra
muscular. Cautivado, entrega su ser como
el rio sus aguas al mar para nunca retornar.
Clarivel, en gesto delicado, le ofrece sus
palpitantes y entreabiertos labios. Agustín
le aproxima los suyos en suave caricia. Se
sumen luego en un profundo beso, que sella
su mutua entrega, en un fondo de sutil
penumbra y danzantes haces lumínicos, que
entretejen un tapiz de tiernos colores. Un
indiscreto haz diamantino se posa sobre
ellos.
¿Y Máximo y Rosalinda?
Los arreboles del crepúsculo matutino se
disipan en el límpido azul celeste. Los
destellos dorados del sol juguetean entre el
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suave vaivén del follaje de las copas de los
árboles mecidas por la brisa tibia. Con
canto alegre los pájaros danza de rama en
rama. Es una mañana fresca de verano,
siguiente al día de clausura del Festival del
vino. El cadencioso oleaje del agua de la
piscina se excita a cada brazada de
Rosalinda y Máximo. Nadan con pausado
ritmo. Han salido temprano del cálido lecho
para tonificar y refrescar sus cuerpos y
gozar de la belleza de la mañana. Es el
aniversario de su desposorio y están
dispuestos a saborearlo desde temprano. Se
han puesto fuera de línea con el mundo para
todo lo que no sea de su mutua
complacencia. Saben recogerse espiritual y
amorosamente. Han bloqueado todos los
canales de comunicación hacia ellos, «para
que el mundo no nos ponga pereque», como
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suelen hacer y decir cuando se recogen para
degustarse sin interrupciones impertinentes
a su mutuo deleite. Sus cuerpos húmedos
emergen de la piscina. Irradian entusiasmo.
El desayuno, frugal pero exquisito, espera
recién servido en una bien dispuesta mesa,
sombreada por un amplio parasol y
colindante con la piscina. Se dan el tiempo
para degustar la comida con alegría y
complacen el apetito mañanero. De la mesa
y de la intimidad de la alcoba, han hecho el
mejor punto de encuentro personal. Allí
entretejen, con los hilos del ingenio, la
imaginación y el grato humor, las ternuras,
los afectos y consideraciones que se
obsequian para acariciar sus cuerpos y
almas, o hablan en el silencio sus
corazones para decirse que no están solos.
Satisfechos, se recuestan en las sillas y se
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entregan por largo rato al reposo en esa
dimensión de la conciencia en que nada
parece discurrir, porque sentir la presencia
del otro lo es todo. La brisa trae hasta sus
olfatos el fascinante aroma de los parrales
que en la profundidad de la llanura se
pierden en el horizonte. Sin abrir los ojos y
con acento de trance ensoñador ella dice:
—Máximo…
El responde:
—Si…
—Has sido lo máximo en mi vida.
Máximo bosqueja una son risa de
complacencia, y retribuye:
—Tú eres la linda rosa por la que palpita
mi corazón.
El rosto de Rosalinda resplandece de
gusto, y agrega:

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—¿Sabes cuál es el mejor regalo que he
recibido de ti?
—Dime.
—Tu presencia.
Máximo retira de los ojos las gafas de sol
y gira su rostro hacia Rosalinda.
—¿Me miras? —intuye ella.
—No… Me deleito —y regresa a su
anterior postura.
—Fui temerosa de que el tiempo
marchitara nuestra relación… Viendo a la
vid crecer, florecer y dar el fruto en su
momento, y aprender a degustar su néctar
espirituoso, supe que el árbol, aunque se
marchite, no muere. Siempre vive en la
semilla. Ella recoge todo lo bueno del
cultivo. Y no somos menos que la vid.
Han venido y se han ido las vendimias entre
buenos y malos tiempos, pero hemos
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reverdecido y degustado nuevos frutos
que no podíamos cosechar antes ni después.
Se hizo un silencio de paz en el que
pareció verterse en el olvido lo que no fue
grato para la vida, y en el que maduran los
mejores vinos.
—Has sido la jardinera de mi vida.
Podaste mi alma con consideraciones y
miramientos, la nutriste con tus afectos y
generosidad, y la enalteciste con tus
reconocimientos. Con tu ejemplar
dedicación apartaste la maleza para que
entrase la luz en mi corazón… Soy por ti,
bella mujer.
—¿Un brindis? –propone ella.
—Un brindis –conviene él.
Rosalinda se encamina al interior de la
estancia. Una lágrima de felicidad destella
en sus vivaces ojos. Con delicado
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ademán la enjuga de su mejilla mientras
respira profundo para desatar el nudo de su
garganta. Superado ese instante de
emoción, regresa radiante con un chalis
reservado para el día.
—Por nosotros —brinda ella.
—En especial por ti —brinda él.
El toque de las copas deja escuchar su
musicalidad entre los destellos del cristal.
En las bocas de los amantes el vino libera
su esencia y en las alas de la exquisitez de
su sabor y aroma, sus sentidos se expanden
en vivificantes y efervescentes emociones.
La mañana festeja con cantos de alegría y
con jubilosas radiaciones lumínicas de su
mágica paleta. Las copas quedan sobre la
mesa y los cuerpos exhalando su frescura y
humana fragancias se aproximan para
unirse en un sentido beso. Los labios se
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deslizan por las pieles degustando sus
sabores. El tacto esparce sedosas y
estimulantes caricias. El olfato aspira los
aromas de la excitación. El deseo varonil
desciende a la flor de la vida, que se brinda
complacida, la consiente en sus pétalos y en
su tersa y eréctil intimidad con el ápice de
su gusto y el hálito tibio de su boca. La
apetencia femenina busca el temple vital
que la fecunda, lo eleva a su máxima
tensión con el oleaje estimulante de sus
caricias, y se lanza, contorneándolo, a la
conquista ascendente de su térmica cima
con sus cálidos y envolventes besos. Las
pasiones se recrean con libertad en los
jardines epidérmicos de la vibrante
topografía humana, hasta convergir, entre
lubricadas y gratificantes fricciones, en
penetrado acople. En la cúspide del
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estímulo, la femenina flor de la vida entrega
su néctar entre palpitantes ondulaciones de
sus pétalos que se expanden hasta los
confines sensitivos de su ser, y la vital
tensión varonil eclosiona en descargas
exultantes eyaculatorias de su esencia. El
ímpetu del éxtasis hace anhelante la
respiración de los amantes. Se ha
consumado la máxima fruición del
universo. La energía liberada es un tributo
reverente de la carne al espíritu que la
conquista. Los cuerpos transpirando,
yacen plácidos en la sábana extendida en el
suave césped a la sombra del árbol de la
vida. Un leal y desnudo abrazo de entrega
los une en un punto de la longitud 77.
En los parrales que se renuevan, las
yemas de los futuros sarmientos anuncian
prósperas cosechas.
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FIN

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