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Desarrollo Urbano, fraccionamientos campestres y prácticas culturales

en Hermosillo, Sonora, México

Rebeca Moreno Zúñiga*

Abstract
The following article examines the processes and meanings associated with the acquisition of
country real states in Hermosillo, Sonora, Mexico. It can be considered that the acquisition has a
simple commercial character; however, it is argued that it obeys to a cultural practice where
emotive and affective processes are involved. This study used an ethnographic perspective and
Bourdieus´s concept of habitus.

Resumen
El presente trabajo aborda la compra de lotes campestres en la ciudad de Hermosillo, Sonora,
México y los significados que se construyen en torno a los predios campestres . Se podría
considerar que la adquisición tiene un carácter estrictamente mercantil. Pero también obedece a una
práctica cultural y puede analizarse atendiendo a procesos emotivo-afectivos, conformados en un
contexto social determinado. La etnografía y la categoría de habitus de Pierre Bourdieu fueron
empleados para el estudio del problema planteado.

Introducción
La adquisición de un lote campestre en las inmediaciones de los centros urbanos en México
constituye una transacción comercial común que rebasa, empero, el umbral de lo
meramente económico. Se trata al mismo tiempo de una práctica simbólica 1. En ella se
renueva un habitus entendido como un conjunto de disposiciones duraderas como son las
formas de pensar, sentir, percibir y actuar de un grupo social. El habitus designa así la
cultura internalizada que se renueva en determinadas situaciones ligadas al desarrollo de las
estructuras sociales (Bourdieu, 1990). En este caso concreto nos referimos a la modernidad
urbana y los procesos migratorios que inciden en el crecimiento de las grandes urbes.

El habitus se articula a través de las formas de acción de los individuos; sin


embargo, no surge de ellos. El hecho de que el habitus refiere a una forma de conducta

*
La autora es profesora de cátedra e investigadora del Instituto Tecnológico y de Estudios
Superiores de Monterrey (ITESM). Su dirección electrónica es rebecamoreno@itesm.mx
1
Los conceptos de práctica simbólica y práctica cultural se utilizan indistintamente.
compartida por un conjunto de sujetos sociales indica que se relaciona con estructuras
socioculturales supraindividuales. Constituye, por lo tanto, una subjetividad compartida por
un grupo de individuos con experiencias afines (Bourdieu, 1990). Lo anterior permite
afirmar que la subjetividad y las emociones se desprenden de valores y concepciones
socialmente compartidas, en otras palabras, son fenómenos sociológicos.

En el presente estudio analizaremos desde esta perspectiva teórica la adquisición de


lotes campestres por habitantes de la ciudad de Hermosillo (Sonora, México). Dichos
individuos son migrantes procedentes de la sierra sonorense donde algunos de ellos
pasaron su niñez; otros, en cambio (los hijos de migrantes), escucharon acerca de estos
lugares rurales a través de los relatos de sus padres.

En el aspecto metodológico recurrimos a la etnografía ya que nos pareció el método


más apropiado para desenmarañar la trama de significaciones, para estudiar las emociones
y reconstruir la subjetividad de los individuos ligados a la adquisición de predios
campestres. Se trata de una etnografía de tipo experimental que plantea nuevas formas de
descripción de la realidad estudiada a través de la narrativa y las notas personales del
investigador.

Extensión de la mancha urbana y fraccionamientos campestres

Desde la década de los ochenta, la ciudad de Hermosillo, capital de Sonora, ha entrado en


un rápido proceso de expansión urbana impulsado por el desarrollo de la industria, el
comercio y los servicios. La mancha urbana se está extendiendo al grado que está
invadiendo las zonas rurales que la rodean. Sin embargo, no todo el suelo incorporado al
perímetro urbano que mide en la actualidad 82.4 kilómetros cuadrados sirve a fines
económicos. Los crecientes niveles de concentración poblacional (la ciudad alberga a
medio millón de habitantes) se articulan asimismo por medio de la demanda por espacios
de recreación y descanso, fenómeno que ha dado lugar a la creación de numerosos
fraccionamientos campestres en las afueras de Hermosillo.
Uno de ellos es el fraccionamiento Real del Alamillo que surgió dentro de los
terrenos de una antigua hacienda. Fue pensado por la empresa desarrolladora como una
gran huerta que ofreciera un ambiente familiar que se asemejara a los pueblos y donde la
gente plantara árboles frutales. 2 Al principio se ofrecieron lotes de cuatro mil metros
cuadrados, lo suficientemente grandes “… para que hagas tu palapa, tu asador, tu pila; para
que la pases en familia a gusto; siembra árboles... Eso es lo que buscamos” (Marcos
Urquidez, subgerente). El fraccionamiento fue presentado a nivel publicitario como un
lugar “… donde el tiempo se detiene” a semejanza de un pueblo antiguo. 3 Al adquirir un
lote, los compradores – familias de los más diversos estratos socioeconómicos4 – lograrían
encontrar un espacio para alejarse de la rutina diaria en la ciudad. Sin embargo, esta idea se
empezó a alejar pronto conforme los habitantes de Hermosillo empezaron a explorar – al
estilo de los suburbios de los años cuarenta en Estados Unidos – nuevos lugares
residenciales distanciados del centro, los cuales les brindarían tranquilidad y formas de vida
más saludables. El fraccionamiento campestre transmutó en un espacio residencial
permanente.

Estos cambios se plasman en la publicidad que utilizó la empresa fraccionadora para


promover la venta de sus terrenos. Mientras que en 1983 publicitó el fraccionamiento de
forma directa como espacio habitacional (“Se construyen casas para vivir... ¡para
quedarse!”), catorce años después, en 1997, lo promovió como “un nuevo modelo de vida...
una nueva manera de vivir” que no se restringe al momento efímero del presente sino que
perdura en el futuro. Como llave hacia un nuevo „modelo de vida‟, un lote residencial
promete, además, superar la dicotomía entre campo y ciudad, ya que viviendo ahí permitiría

2
El subgerente del fraccionamiento recordó lo siguiente: “... en aquel tiempo existían dos
fraccionamientos de este tipo (Los Pinos y Las Granjas) y estaban ofreciendo lotes campestres.
Entonces se pensó en esa opción [...]; se buscaba un ambiente familiar, la gente salía a los pueblos
o salía a las orillas de Hermosillo. Entonces (pensamos) que tuvieran su pedacito de tierra para
que se juntaran ahí los fines de semana..”
3
Marcos Urquidez lo expresó así: “cuando por ejemplo va uno a un pueblo ¿no?, y ve las casas
antiguas y cosas de esas, pues ese pueblo no cambió, siguió siendo igual, se detuvo el tiempo... era
más o menos la idea también.”
4
“Hay de todo [...] de todos los niveles porque muchos se esforzaron por tener un terrenito, pues
dábamos crédito por medio de la misma empresa... Pues hay carpinteros, hay plomeros, hay
herreros, hay licenciados, hay profesionistas, hay políticos. Hay de todo, no hay algo en especial.”
(Marcos Urquidez)
a sus habitantes gozar del contacto con la naturaleza y la pacífica vida del campo sin
renunciar a las comodidades de la ciudad. Esta sugestión se subrayaba en el folleto
promocional mediante un color verde manzana con „vivos‟ en un verde más fuerte, y un
dibujo en blanco y negro de una carretera que conduce a una zona arbolada con pequeños
cerros.

Es obvio que el discurso promocional buscaba crear una visión positiva del campo.
No se hace alusión al campo como un espacio social lleno de problemas estructurales,
pobreza y carencias socioeconómicas, sino como el lugar ideal para la convivencia familiar,
el encuentro con los amigos, un chapuzón en una alberca o la carne asada: todas ellas
actividades que ciertos grupos sociales en la ciudad ligan con actividades de fin de semana
en un lote campestre. Adquirir un lote en el fraccionamiento residencial significaría así
entrar en posesión de un lugar donde los individuos podían relajarse de la vida agitada de la
ciudad y escapar del tráfico y el congestionamiento de la misma al momento de sumergirse
en un ambiente repleto de tranquilidad, felicidad, naturaleza. Además, el discurso
rememoraba los idílicos tiempos de los pueblos y los recuerdos de la infancia; proponía
reencontrar este pasado idealizado en el presente del fraccionamiento campestre. Más aún,
las familias podían gozar de todas estas ventajas al tiempo que su propiedad aumentaría de
plusvalía gracias a la incesante expansión urbana.

La compra de lotes campestres como una práctica cultural

Desde la década de los años veinte, la sierra sonorense se ha despoblado gradualmente ya


que la minería y la ganadería extensiva no lograron mantener su desarrollo productivo y
perdieron poco a poco su importancia socioeconómica. La población rural desocupada
encontró una nueva base de vida en los polos de desarrollo urbano e industrial que
emergieron en las zonas costera y fronteriza de Sonora. Este desarrollo invirtió por
completo la distribución regional de la población en el estado. Mientras que a principios del
Siglo XX, el 55% de los sonorenses habitaba en la sierra y el 27% en la llanura, para 1986
las montañas albergaban ya sólo el 10% del total en tanto que el 66% radicaba en la pradera
(Camou y Chávez, s/f).

El proceso migratorio impuso a Hermosillo una conformación cultural particular. Se


trata de una ciudad que aloja en su seno la arquitectura moderna propuesta por Abelardo L.
Rodríguez durante los años cuarenta al igual que las visiones posmodernas de los años
ochenta y noventa. Es habitada por las generaciones de inmigrantes que viven entre el
desarraigo, la nostalgia y la memoria 5 de un pasado perdido, por un lado, y las exigencias
de la vida urbana, por el otro. Sin embargo, la vida en la ciudad no resulta del todo
placentera. Los problemas con el servicio de agua, la dinámica social en general y la
creciente inseguridad en las calles han impulsado el deseo de muchas familias por encontrar
áreas residenciales más reconfortantes en los alrededores, donde lograrían reafirmar los
nexos primario-afectivos relacionados con las comunidades. No sorprende, por ello, que la
existencia en la ciudad está referenciada permanentemente a la matria: concepto propuesto
por Luis González y González para designar la producción cultural histórica de carácter
regional, local, barrial o parroquial.

Es la unidad tribal culturalmente autónoma y económicamente autosuficiente, es el


pueblo entendido como conjunto de familias ligadas al suelo, es la ciudad menuda en
la que todavía los individuos se reconocen entre sí, es el barrio de la urbe con la gente
agrupada alrededor de una parroquia […] es la colonia de los inmigrados a la ciudad
[…] es el pequeño mundo de las relaciones personales y sin intermedio (Luis
González citado por Núñez s/f: 3).

Según Núñez Noriega (s/f) la referencia a la matria representa, para los habitantes
de la ciudad de Hermosillo venidos del campo, una forma de resistencia: “el panorama
cultural de los cantos al terruño, de los corridos al pueblo, a la ciudad o al estado de las

5
Para Halbwaches, la memoria colectiva es “una memoria vivida por el grupo en la continuidad y
en la semejanza a sí mismo, lo que permite contraponerla a la memoria histórica, que sería la
memoria abstracta de los historiadores, que periodiza el pasado, lo inserta en una cronología y
pone énfasis en la diferencia” (Giménez, 1986: 45). Por su parte, para Fossaert la memoria
colectiva es “aquella que se constituye en y por el discurso social común, en el seno de las redes
sobre todo primarias, pero también secundarias de sociabilidad, que dan origen a la proliferación
de grupos o de colectividades concretas fuertemente autoidentificadas y conscientes de su relativa
estabilidad a través del tiempo.” (Giménez, 1986: 45).
viejas historias contadas y cantadas”. Se caracteriza por estructuras emotivo-afectivas6 que
se traducen en nostalgia, en sentimientos de pérdida y de desarraigo y en la idea de otredad,
es decir, en la idea de ser diferente al otro, de constituirse con una identidad propia. Pero,
además, “estos discursos [...] introducen una serie de principios de diferenciación al interior
del estado. Las poblaciones de la costa en cuanto son las que reciben casi todo el impacto
de estos proyectos, se constituyen en los signos de civilización […] las comunidades al
margen de estos discursos pierden no sólo poder económico y político, sino también poder
simbólico” (Nuñez, 1993: 315). Así, las poblaciones serranas se convierten en símbolo del
atraso y de la ignorancia.

Aun cuando las estructuras emotivas se transforman al entrar en contacto con otros
códigos de significación más operativos o prácticos, algunos de sus elementos logran
permanecer en los individuos. Se manifiestan en la vida diaria de muy diversas maneras: a
través de las caravanas del recuerdo o las canciones populares (Viva Tepupa, por ejemplo),
las obras de teatro regional (Se sopla mejor a los cuarenta; Huevos rancheros). Estas
emociones y sentimientos no se pueden desligar de la compra de un terreno campestre.
Desde nuestra perspectiva, esta operación comercial rebasa el ámbito de una simple acción
de compra-venta. Refiere a una de las tantas manifestaciones culturales que emergen de una
memoria colectiva cifrada en la nostalgia y el desarraigo que constituye la herencia de
generaciones. A través de la adquisición de un terreno campestre los sujetos recrean los
espacios abiertos; parecen respirar de nueva cuenta el aire fresco, limpio y cargado de
recuerdos de la sierra donde vivieron en algún momento sus padres, sus abuelos o ellos
mismos. En otras palabras, las disposiciones, producto de los procesos migratorios rural-
urbanos de los años cuarenta, cincuenta y sesenta y de la experiencia de la dinámica urbana,
se actualizan en la adquisición de terrenos campestres.

No obstante, es preciso dejar en claro que la compra de un terreno campestre puede


deberse también a otros motivos: un medio para dejar asentado el prestigio social de un
sujeto o una forma de inversión. Se trata, empero, de motivos que no excluyen los

6
Lo que Raymond Williams llamaría „estructura de sentimientos‟ o lo que Bourdieu llama
„habitus‟, que más adelante explicaremos con mayor detenimiento.
elementos simbólicos ligados al desarraigo sociocultural y la nostalgia de muchas
generaciones de migrantes rural-urbanos.

La adquisición de terrenos campestres y el habitus

Según Bourdieu (1996), existe una relación entre las características socioeconómicas de un
grupo social, su lugar en el espacio social7 y la forma como organiza simbólicamente su
vida, es decir, su habitus. El habitus constituye un sistema durable de categorías y
esquemas de percepción y apreciación así como de formas de acción que es constituido
socialmente por cada grupo. Los miembros de una clase social adquieren el habitus de su
clase (por ejemplo, el gusto por cierto tipo de comida, ropa, formas de entretenimiento,
etcétera) a través de un aprendizaje implícito o explícito al momento de interactuar con los
demás integrantes de su condición social. El habitus refiere así a una subjetividad
socializada que es renovada constantemente a través de las prácticas sociales de los
individuos. En otras palabras, el habitus representa la matriz de las prácticas sociales al
igual que de los gustos y preferencias (Nuñez, 1994: 218). Por ser constituidos socialmente
los individuos que comparten un mismo habitus se reconocen entre sí y se integran como
grupo. En este sentido, los gustos y preferencias al igual que las emociones o las
aspiraciones de los individuos no son libres y fortuitos, sino refieren siempre al “… modo
en que la vida se adapta a las posibilidades estilísticas de su condición” (Núñez, 1994: 169).

Los migrantes rural-urbanos en Hermosillo comparten un mismo habitus que se


expresa en sus prácticas cotidianas (por ejemplo, a través de sus diversiones, los deportes
que practican o que les gusta observar, los objetos que adquieren, sus formas de
comunicación, entre otros) y los usos que dan a su espacio, su tiempo o los objetos que les
rodean. Visto así, es posible afirmar que la adquisición de un lote campestre constituye una
práctica cultural que emerge de un habitus específico de este grupo social8.

7
El „espacio social‟, según Bourdieu, es el espacio práctico de la existencia cotidiana, con sus
distancias guardadas y marcadas (1988: 169).
8
Los entrevistados son en un 90% profesionistas, en un 6% dueños de pequeños comercios y en un
4% empleados o jubilados, lo cual los ubica desde su propia perspectiva entre los sectores medios.
La ciudad está creciendo y, como todas las ciudades en México, está experimentando
un crecimiento anárquico y esto causa angustia por la inseguridad que hay. Tal vez
por esta razón compré el lote y también por sentirme ligado a la tierra, por reproducir
prácticas familiares de origen rural [...] como una terapia para descansar del trabajo,
algo que me permite distraerme, hacer trabajo físico, hacer hoyos, zanjas, plantar
árboles.
Cuando éramos pequeños mi papá nos llevaba al monte, a un arroyo, buscábamos
leña, nos metíamos al agua, convivíamos. Mis papás eran de origen rural, de Sinaloa.
Tal vez esa pudiera ser una explicación de por qué ese afán por el trabajo físico, el
gusto por el campo; la nostalgia del rancho, como dice Ernesto... (Trinidad agrega)
yo mismo hice el cerco, seleccioné el tipo de cerco, me corté con el alambre, sangré.
Mi sangre está en el cerco (ríe). Incluso compré herramienta: pala, pico, machete;
para el trabajo duro. Para mí es una forma de emotividad reprimida.
Trinidad

Yo en lo particular lo compré con la ilusión de convivir con la familia ahí y en un


futuro tener cultivo de hortalizas, frutas; tener la satisfacción de comer lo que yo
cultivé; o, si la veo a manera de negocio, tener una granja con fines de lucro. Para mí
es una satisfacción comerme una fruta o alguna hortaliza si sé que yo mismo la
cultivé. Me va a saber más rica porque es fruto del esfuerzo, producto del sudor. Yo
no quiero el lote para ir a embrutecerme ahí con cerveza, como muchos, ni para hacer
de él un muladar acumulando cosas; yo más bien lo quiero para ir a cultivar y como
alusión al amor al trabajo que me enseñó mi padre.
Jorge

Yo inicialmente lo compré por inversión, con miras a poner una granja; es mi anhelo
(para) cuando me retire de la vida empresarial. Cuando sea vieja quiero criar aves
como gallinas, patos... Tal vez esto es cuestión educacional porque siendo niños (ella
y sus hermanos) mi abuela nos enseñó a cuidar aves allá en Empalme. Ella todavía
vive allá.
Lupita

El 50% de los propietarios entrevistados son de la sierra sonorense ubicada al norte del estado, un
20% llegó a la ciudad de Hermosillo procedente del sur del estado (Guaymas, Navojoa,
Huatabampo) y un 5% de la frontera con Estados Unidos (Nogales). El 75% de las personas
entrevistadas son primera generación de migrantes, mientras que sólo la cuarta parte de éstas son
segunda generación de migrantes. Ahora bien, la compra de un lote campestre es expresión de lo
que Bourdieu llama „gusto‟ y que sabemos parte de un „habitus‟ de grupo, específicamente de una
clase social, en nuestro caso no hablamos de una clase social (aunque nuestros entrevistados
pertenecen a los sectores medios) sino de un grupo social específico: la primera y segunda
generación de migrantes.
A mí me fascina aquí, limpiar los rodetes de los árboles, vengo casi todos los días,
una o dos veces a la semana [...]. Yo me crié en un rancho (Mazatán). Ahora los
árboles están llenos de azahares, me encantan [...] No se te puede quitar la cosa del
arraigo del campo, andar entre las choyas, los mezquites [...]. Como que te vas
encariñando cuando ves que los árboles dan fruto, que los nietos corren.
Mercedes

Hace 8 años que compramos el lote. El lote no es mío, era de mi papá pero él murió
de una enfermedad y mis hermanos y yo decidimos quedarnos con el lote por algo
sentimental. Para mi „apá‟ era su pasatiempo […]. Mi papá era de Topahue, pero
vivimos en un pueblo que se llama el Zacatón que está cerca de San Miguel de
Horcasitas... Mi papá compró el lote para cuando se jubilara comprar unas vaquitas,
ir y estar allá. Mi papá plantó en el lote naranjo, toronja, guayaba, limones, higueras,
plátanos, membrillos, chiltepines... Ahora cuando vamos al lote nos ponemos a regar
las plantas, a fertilizarlas, a podarlas [...]. No falta qué hacer cuando uno está allá.
Martín

Todos los entrevistados comparten un mismo tipo de placer ligado a la vida rural:
cuidar plantas y animales, hacerle rodetes a los árboles o “comerse lo que uno cultiva”. En
estas frases emerge el concepto de la economía de autoconsumo –que es propia de las
sociedades campesinas– al igual que el trabajo físico que se recoge con orgullo como
herencia de los padres y como recuerdo de la niñez. Sin embargo, estas actividades que son
recordadas con una nostalgia que parece borrar sus aspectos cansados y fatigosos sólo
caben en la vida de los entrevistados como parte de su tiempo libre, como entretenimiento y
diversión. El cultivo y el cuidado de la tierra en las huertas campestres no siguen criterios
económicos (por ejemplo, productividad, rendimiento, ganancia), sino forman parte de un
trabajo emocional: al cuidar, fertilizar los árboles frutales y las reducidas extensiones con
hortalizas, los sujetos cuidan una parte de su afectividad que no se ha logrado satisfacer a
través de actividades más propias de la vida de la ciudad.

El cuidado de los mini-campos de cultivo se convierte en un espacio social para la


recuperación simbólica de los lazos familiares que se modifican paulatinamente en la vida
citadina, donde los horarios de los miembros familiares se alejan gracias a las agendas de
las empresas y escuelas. Es en la huerta, alejada de las instituciones citadinas enajenantes
que sujetan a los individuos a su propia dinámica, donde parece abrirse un espacio de
reencuentro al sentarse juntos, al preparar conjuntamente la comida, al compartir los
alimentos o al observar los niños jugando.

Por los niños. Aquí uno no tiene que cuidarlos [...]. Ya ve en Hermosillo, ya no
pueden andar en bicicleta --es muy peligroso--; además aquí aprenden lo que es el
campo...
Madero

Aquí es para comer (hay unas mesas y bancas de madera). Aquí (haciendo referencia
a un asador montado sobre azulejos) los muchachos (sus hijos, que son seis) hacen
carne. Allá está la pila para mis nietos. Tengo mi casa (que está construida con
ladrillos); tiene todo: cocina, baño. Y allá tengo ese pozo.
Javier

La convivencia aquí es más relajada, aquí los niños hacen lo que quieren: corren,
nadan en la pila, juegan [...]. Yo hice que mis nietos plantaran una matita de fríjol y
que cuidaran de ella. A los niños les gusta mucho. ¡Da gusto ver la cara que ponen!
León

La satisfacción emocional no emana sólo de lograr por momentos una intensa


convivencia familiar y de canalizar la nostalgia en una forma de interacción placentera,
aunque poco duradera en el presente, sino al percibir entre las generaciones jóvenes –los
hijos y los nietos– la aceptación del legado cultural rural a pesar de que su forma de vida se
encuentre más fuertemente estructurada por la vida en la ciudad.

Si bien los intentos por recuperar estilos de vida asociados al campo evidencian una
resistencia a aceptar por completo las formas de interacción social y el ritmo dictado por
instituciones extrafamiliares, las cuales parecen exigir la obediencia total de los sujetos
como única vía para salir adelante, esta resistencia no es total. La vida en el lote campestre
durante los fines de semana integra también elementos propios de la ciudad como la
búsqueda de prestigio y estatus social. Pruebas de ello son el uso de la tecnología y las
disposiciones de espacios en los lotes campestres: parabólicas que mantienen a los
residentes en contacto con el resto del mundo; piscinas que comunican prestigio y posición
social, estilos y materiales de construcción que rompen abiertamente con la cultura
arquitectónica de los pueblos y ranchos.

El lote campestre ofrece un escape de la vida común en la ciudad. Al mismo tiempo


es el escenario para poner en marcha una obra de teatro sobre la vida rural, preparada y
llevada a cabo con gran esmero. Por ello no sorprende que sus directores y estadistas
retoman incluso elementos campiranos que se relacionan con los estereotipos de la vida
rural puestos en circulación por las películas westerns producidas en Hollywood: los
espacios se construyen sobre extensiones considerables de pastos y jardines; las fuentes de
agua se convierten en elementos netamente decorativos al estilo de los jardines de la
aristocracia europea que contrastan extrañamente con las canastas de básquetbol de la
cultura americana. Una nota del diario de campo ilustra esta mescolanza de estilos e
identidades:

La casa de León tiene un camino encementado; una valla de rosas lo bordea y


conduce hasta la entrada de la casa. La casa es de ladrillo sin enjarrar y tiene a un
lado una chimenea que se dibuja desde afuera; el techo de tejas californianas sirve de
base a una antena parabólica.

Malena vive de manera permanente en el fraccionamiento campestre desde hace diez


años. Ella está casada y tiene dos hijos adolescentes que también viven aquí. El lote
tiene una casa bien equipada, con jardín y cochera. En la parte trasera pudimos ver a
unos albañiles construyendo unos cuartos; el material usado para su construcción son
ladrillos hechos con tierra de un pozo que hicieron en el terreno. En este pozo Malena
planea hacer una alberca.

Malena fue de las pocas personas que nos permitió entrar a su casa. La decoración de
la casa combina elementos „modernos‟ como una cocina integral, un ante comedor,
con elementos prehispánicos materializados en artesanías mexicanas. La casa está
construida en desniveles, las paredes enyesadas en color blanco y verde. Pareciera
que se está en una casa de las que aparecen en las revistas especializadas; las
artesanías no encajan. En la entrada de la casa pudimos ver otros elementos
decorativos como una guacamaya de cartón duro, un venadito hecho de pequeños
troncos de madera, una tortuga de piedra, una silla de madera rústica (con apariencia
de pudrición) con una maceta de barro encima. En la parte trasera del jardín hay una
noria falsa que tiene la función de macetero; una pequeña estatua de piedra representa
a San Francisco de Asís. En la parte delantera del jardín se encuentra un estanque sin
agua; un patito de yeso completa el cuadro.

La casa de Malena es usada regularmente para fiestas con familiares o amigos, [...]
carnes asadas, piñatas y reuniones de café con las vecinas del fraccionamiento.
Diario de campo

Las incongruencias estilísticas y las paradojas en el escenario arquitectónico


articulan con agudeza las contradicciones en los discursos identitarios de estos migrantes
rurales acomodados que, a diferencia de muchos otros migrantes, han encontrado en la
ciudad un espacio idóneo para hacerse de dinero, bienes, prestigio y estatus sociales. No
obstante, a pesar de sus condiciones afortunadas, muchos perciben un cierto vacío
emocional con relación a sus lazos íntimos que creen poder subsanar recreando un
escenario de vida campirana feliz. Ello revela que el habitus no es una forma acabada y
permanente sino una estructura en proceso de transformación de acuerdo con las
experiencias de los sujetos y grupos sociales. El éxito de los fraccionamientos campestres
demuestra que este vacío emocional, este descontento casi subliminal con la vida urbana,
no constituye un problema de algunos cuantos individuos sino que marca la experiencia de
muchas personas y familias que comparten un cierto trasfondo social tanto en el presente
como en el pasado. Por otra parte, el habitus también es un medio para que los individuos
se reconozcan mutuamente como un grupo. Es ahí donde el habitus se recrea y se
estabiliza.

Sin embargo, lo anterior no significa que el habitus se conserva para todos los
integrantes de un grupo de la misma manera. Dado que un grupo social constituye un
conjunto heterogéneo estructurado por la edad, el género, la religiosidad y otros elementos
sociodemográficos, es obvio que el mismo habitus se modifica en función de cada
subgrupo. Ello puede dar lugar incluso a conflictos y rupturas o a experiencias emocionales
marcadas por la preocupación, la angustia, el disgusto o cualquier otro tipo de emoción.
Esto se observa con claridad cuando los migrantes tematizan la actitud de sus hijos o nietos
hacia el lote campestre:

Por la ilusión de estar en el monte, porque aquí puedo montar. Aquí me gusta porque
uno puede cultivar o sembrar algo para comer. (Cuando se le cuestionó sobre eso de
la ilusión del estar en el campo, respondió...) Yo soy de Álamos y mis papas así me
criaron. (¿Con sus hijos pasa lo mismo?) Es diferente; yo estuve trabajando treinta
años y pues no me di el tiempo de inculcarles, ellos sí vienen al lote pero a „pistear‟
(sic). Yo creo que sí les gusta y a fin de cuentas esto es para ellos; de todas maneras
como es uno, son ellos.
Raymundo

(Su familia no comparte el gusto que él siente por visitar cada fin de semana el lote
campestre. Cuando se le preguntó por qué, contestó...) Porque ellos son más
citadinos. Tengo cuatro hijos, el mayor tiene 22 años. Cuando tenía unos 4 años no
salía de allá (del lote campestre). A los quince ya no quería ir. Así también la más
chiquita, ahorita tiene 14 años, ya va a cumplir 15. Lo que pasa es que ya no quieren
perderse el programa de televisión o los amigos. Ahora los que van son los sobrinos
más pequeños.
José Luis

Real del Alamito está a menos de 30 minutos de la ciudad de Hermosillo y eso me ha


llevado a pensar en vivir allá, tranquilo, seguro, amplio [...]. Probablemente si me
voy a vivir al Real (del Alamito) no venda mi casa en Hermosillo, pero sí quiero
construir una casa en Real del Alamito que me permita satisfacer las necesidades de
la familia... Vivir allá me permitiría estar más cerca de la tierra, ver crecer los
árboles, aunque esto significaría negociar con mi hija. A mi mujer sí le gusta pero no
va mucho porque tiene un niño pequeño. En cambio mi hija que tiene 11 años no le
gusta ir al lote; piensa que va a perder el tiempo. A ella le atraen más las actividades
más urbanas como ver televisión, estar con sus amiguitas, ir al cine, ir a los centros
de diversión o a comer hamburguesas. Para mí es un reto poder interesar a mi hija.
Trinidad

Las entrevistas apuntan a considerables diferencias entre aquellas personas que se


socializaron durante su infancia en el espacio rural y aquellos otros que nacieron ya en la
ciudad como hijos de padres migrantes o como sus nietos. Cada generación nueva – hijos,
nietos, bisnietos – empezó a perder parte de esta vinculación simbólica y material con el
pasado rural. Más aún, dado que los jóvenes nacieron en un entorno citadino, no
experimentan los procesos de desarraigo sociocultural que siguen articulándose en los
sueños nostálgicos de sus padres y abuelos. Por lo mismo, no experimentan la misma
necesidad de recrear el pasado rural ni tampoco amor por el terruño. Para esta generación
de jóvenes, la visita al lote campestre de su padre se justifica como un tipo de diversión
cuando se organiza, por ejemplo, una fiesta con amigos o cuando se requiere una casa para
un fin de semana. Ellos no encuentran placer ni satisfacción en cuidar de la tierra, cultivar o
en cualquier otro trabajo físico ligado al campo. Prefieren ver televisión, ir al cine o comer
hamburguesas en vez de pasar horas o días en la finca campestre.
No obstante, la transformación del habitus no es total. La resignificación de los
aspectos duraderos del habitus conserva la base primaria, de tal manera que la adaptación a
la nueva situación sigue conservando mucho de la memoria colectiva construida en un
contexto social diferente: la sierra. De ahí que las referencias a la matria y las formas
culturales matrióticas sean comunes aún entre las siguientes generaciones, que han
heredado un cúmulo de disposiciones originadas en contextos diferentes pero que conviven
con otras relacionadas con la vida urbana.

Conclusiones
El desarrollo urbano de Hermosillo se encuentra marcado por el proyecto urbanístico y
cultural de la modernidad que aporta „modelos de‟ y „modelos para‟, los cuales guían la
interacción entre los individuos. Por lo tanto, la modernidad no sólo se articula en términos
urbanísticos, en estilos, diseños y modelos de planeación urbana sino propone al mismo
tiempo un proyecto cultural que estructura las formas de vida de los habitantes.

Esta modernidad urbanística no se puede desligar de procesos socioeconómicos


poco favorables para las zonas rurales que se convirtieron en regiones expulsoras de mano
de obra. Estos migrantes acogieron la modernidad urbana de forma particular.

La subjetividad propia de las primeras generaciones de inmigrantes (es decir, de


quienes han experimentado de manera directa o indirecta ese proceso de desarraigo)
contiene elementos de memoria y disposiciones que orientan y moldean el „yo ideal‟: su
concepto de lo que deben ser, sus aspiraciones y preferencias que, por su parte, se
cristalizan en prácticas específicas. La subjetividad de muchos de estos inmigrantes rurales
es atravesada por la nostalgia y por un vínculo afectivo con el pasado rural que no se quiere
abandonar.

En su ambiente citadino estos inmigrantes recrean este pasado idealizado: las


caravanas del recuerdo, las obras de teatro regional, la literatura, la música popular, la
recreación del habla de la sierra, la compra de un terreno campestre son algunos de sus
expresiones más palpables. Ello indica que el territorio no se pierde necesaria e
inmediatamente al cambiarse de un espacio residencial a otro muy diferente. El territorio
como elemento simbólico sigue vigente en la ciudad mediante el apego afectivo, el
recuerdo del pasado individual y familiar, la memoria colectiva. En otras palabras, el
territorio representa un elemento interiorizado por los individuos que les permite mantener
el vínculo con el lugar “de donde se es” y a “donde se pertenece”. Dicho lazo se expresa
tanto a través de la nostalgia como de la esperanza de poder retornar en algún momento de
la vida al terruño. Mientras llega ese momento, los migrantes que cuentan con suficientes
recursos materiales se consuelan con la adquisición de un terreno campestre.

Estas necesidades simbólicas no han quedado desapercibidas por parte de las


empresas inmobiliarias. Con tal de estimular la venta de sus predios campestres, los
fraccionadores comerciales han desarrollado discursos publicitarios que hacen alusión
expresa a lo inhóspito de la urbe moderna y a los precios que cobra la modernidad urbana a
sus habitantes (el estrés, el deterioro de la salud, la inseguridad). Como solución ofrecen al
cliente un predio campestre cuya adquisición le permitiría escapar de los males citadinos y
sanar sus heridas afectivas y sociales. Si bien estas estrategias de venta suelen ser muy
exitosas, estabilizan al mismo tiempo los problemas provocados por la expansión urbana.
Por un lado, se neutraliza la presión social por reconvertir a las ciudades en espacios
residenciales cultural y afectivamente placenteros y, por tanto, en incrementar la calidad de
vida de sus habitantes. Por el otro lado, contribuye a la parcelización de los espacios
rurales, a la destrucción de ecosistemas y a la intensificación de la problemática ambiental.
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