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Matadero cinco

Un par de semanas después de haber llamado por teléfono a mi viejo camarada de guerra Bernard V.
O’Hare, fui a verlo en persona. Esto habrá sucedido en 1964 más o menos. Me llevé a dos niñas, mi hija
Nanny y su mejor amiga, Allison Mitchell.
Cuando se puso el sol, llamé a la puerta principal de la hermosa mansión de Bernard V. O’Hare. Yo llevaba
una botella de whisky irlandés.
Conocí a su encantadora esposa, Mary. Ella halagó a las dos niñas que traía conmigo y se las llevó escaleras
arriba, con sus hijos, para que jugaran juntos y vieran la televisión. Solo después de que los niños se
marcharon me di cuenta de que yo no le gustaba a Mary, o que no le gustaba algo de aquella noche. Se
mostraba cortés pero fría.
—Tienes una casa preciosa y agradable —dije.
Y era cierto. Pero ella hizo como si no hubiera oído, y comentó:
—He arreglado un lugar donde pueden charlar tranquilos, sin que los molesten. —Bien —contesté, e
imaginé enseguida dos sillones de piel junto al hogar encendido
de una salita con paneles de madera, donde dos viejos soldados podrían beber y charlar. Pero ella nos llevó
a la cocina y nos hizo sentar en dos sillas de respaldo rígido, junto a la típica mesa de superficie blanca y
brillante.
Nos sentamos. O’Hare estaba algo confuso, pero no me decía lo que ocurría. Por mi parte, no podía imaginar
qué era lo que podía molestar a Mary de aquella manera. Yo era un hombre de buena familia, me había
casado solamente una vez, no era un borracho y no le había hecho nada sucio a su marido durante la guerra.
Ella se sirvió una Coca-Cola, haciendo un ostentoso ruido con los cubitos de hielo sobre el fregadero de
acero inoxidable. Después se fue al otro extremo de la casa.
Le pregunté a O’Hare qué podía haber hecho o dicho para irritarla de aquella manera.
—Todo va bien —dijo él—. No te preocupes por ello. No tiene nada que ver contigo.
Estábamos allí intentando recordar, y Mary continuaba haciendo ruido. Al final entró en la cocina otra vez y
tomó otra Coca-Cola. De nuevo sacó una bandeja de cubitos de la nevera y la golpeó en el fregadero.
—¡Entonces no eran más que niños!
—¿Qué? —pregunté.
—Durante la guerra no eran más que unos niños, como los que ahora juegan arriba. Asentí. Era cierto,
durante la guerra no éramos más que unos necios e ingenuos
bebés.
—Pero no lo escribirás así, claro —prosiguió. No era una pregunta; era una
acusación.
—Yo... no sé —balbucí.
—Pues yo sí que lo sé —exclamó—. Pretenderás hacer creer que eran verdaderos
hombres, no unos niños, y un día serán representados en el cine por Frank Sinatra, John Wayne o cualquier
otro de los encantadores y guerreros galanes de la pantalla. Y la guerra parecerá algo tan maravilloso que
tendremos muchas más. Y la harán unos niños como los que están jugando arriba.
Fuente: Kurt Vonnegut, Matadero cinco. Trad. Margarita García de Miró. Barcelona: Editorial Anagrama
(1991), pp. 18-21 (fragmento adaptado).

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