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dUniversidad Peruana Cayetano

Heredia Unidad de Formación Básica Integral

Comunicación y redacción II
Compendio de cuentos para la PC 1,PC 2 , examen parcial y
el examen final

❖ PC 1:
“Interior L” (Julio Ramón Ribeyro),
“Juana la campa te vengará” (Carlos Eduardo Zavaleta)

❖ PC 2:
“Las chicas de la yogurtería” (Pilar Dughi),
“Dime sí” (Pilar Dughi)

❖ EXAMEN PARCIAL:
“De color modesto” (Julio Ramón Ribeyro)
“Alienación” (Julio Ramón Ribeyro)
“La señorita Cora” (Julio Cortázar) “

❖ EXAMEN FINAL
“Esa vez del huaico” (Eleodoro Vargas Vicuña)
“La Pascualina” (Eleodoro Vargas Vicuña)
“Ushanan Jampi” (Enrique López Albújar)
PC 1
Interior L
(Julio Ramón Ribeyro Zúñiga, Lima 1929-1994)

El colchonero con su larga pértiga de membrillo sobre el hombro y el rostro recubierto de polvo y de pelusas
atravesó el corredor de la casa de vecindad, limpiándose el sudor con el dorso de la mano. —¡Paulina, el té! —
exclamó al entrar a su habitación dirigiéndose a una muchacha que, inclinada sobre un cajón, escribía en un
cuaderno. Luego se desplomó en su catre. Se hallaba extenuado. Toda la mañana estuvo sacudiendo con la vara
un cerro de lana sucia para rehacer los colchones de la familia Enríquez. A mediodía, en la chingana de la
esquina, comió su cebiche y su plato de frejoles y prosiguió por la tarde su tarea. Nunca, como ese día, se había
agotado tanto. Antes del atardecer suspendió su trabajo y emprendió el regreso a su casa, vagamente
preocupado y descontento, pensando casi con necesidad en su catre destartalado y en su taza de té.
—Acá lo tienes —dijo su hija, alcanzándole un pequeño jarro de metal—. Está bien caliente. —Y regresó al cajón
donde prosiguió su escritura. El colchonero bebió un sorbo mientras observaba las trenzas negras de Paulina y su
espalda tenazmente curvada. Un sentimiento de ternura y de tristeza lo conmovió. Paulina era lo único que le
quedaba de su breve familia. Su mujer hacía más de un año que muriera víctima de la tuberculosis. Esta
enfermedad parecía ser una tara familiar, pues su hijo que trabajaba de albañil, falleció de lo mismo algún tiempo
después.
—¡Le ha caído un ladrillo en la espalda! ¡Ha sido sólo un ladrillo! —Recordó que argumentaba ante el dueño del
callejón, quien había acudido muy alarmado a su propiedad al enterarse que en ella había un tísico. —¿Y esa
tos?, ¿y ese color?
—¡Le juro que ha sido sólo un ladrillo! Ya todo pasará.
No hubo de esperar mucho tiempo. A la semana el pequeño albañil se ahogaba en su propia sangre. —
Debió ser un ladrillo muy grande —comentó el propietario cuando se enteró del fallecimiento. —Paulina,
¿me sirves otro poco?
Paulina se volvió. Era una cholita de quince años, baja para su edad, redonda, prieta, con los ojos rasgados y
vivos y la nariz aplastada. No se parecía en nada a su madre, la cual era más bien delgada como un palo de tejer.
—Paulina, estoy cansado. Hoy he cosido dos colchones —suspiró el colchonero, dejando el jarro en el suelo para
extenderse a lo largo de todo el catre. Y como Paulina no contestara y dejara tan sólo escuchar el rasgueo de la
pluma sobre el papel, no insistió. Su mirada fue deslizándose por el techo de madera hasta descubrir un tragaluz
donde faltaba un vidrio. «Sería necesario comprar uno», pensó y súbitamente se acordó de Domingo. Se extrañó
que este recuerdo no le produjera tanta indignación. ¡También había tenido que sucederle eso a él!
—Paulina, ¿cómo apellidaba Domingo?
Esta vez su hija se volvió con presteza y quedó mirándolo fijamente.
—Allende —replicó y volvió a curvarse sobre su tarea.
—¿Allende? —Se preguntó el colchonero. Todo empezó cuando una tarde se encontró con el profesor de Paulina
en la avenida. Apenas lo divisó corrió hacia él para preguntarle por los estudios de su hija. El profesor quedó
mirándolo sorprendido, balanceó su enorme cabeza calva y apuntándole con el índice le hizo una revelación
enorme:
—Hace dos meses que no va al colegio. ¿Es que está enferma acaso?
Sin dar crédito a lo que escuchaba regresó en el acto a su casa. Eran las tres de la tarde, hora eminentemente
escolar. Lo primero que divisó fue el mandil de Paulina colgado en el mango de la puerta y luego, al ingresar, a
Paulina que dormía a pierna suelta sobre el catre.
—¿Qué haces aquí?
Ella despertó sobresaltada.
—¿No has ido al colegio?
Paulina prorrumpió a llorar mientras trataba de cubrir sus piernas y su vientre impúdicamente al aire. Él,
entonces, al verla tuvo una sospecha feroz.
—Estás muy barrigona —dijo acercándose—. ¡Déjame mirarte! —Y a pesar de la resistencia que le ofreció logró
descubrirla.
—¡Maldición! —exclamó—. ¡Estás embarazada! ¡No lo voy a saber yo que he preñado por dos veces a mi
mujer!
—Allende, ¿no? —preguntó el colchonero incorporándose ligeramente—. Yo creía que era Ayala. —
No, Allende —replicó Paulina sin volverse.
El colchonero volvió a recostar su cabeza en la almohada. La fatiga le inflaba rítmicamente el pecho. —
Sí, Allende —repitió—. Domingo Allende.
Después de los reproches y de los golpes ella lo había confesado. Domingo Allende era el maestro de obras de
una construcción vecina, un zambo fornido y bembón, hábil para decir un piropo, para patear una pelota y para
darle un mal corte a quien se cruzara en su camino.
—Pero ¿de quién ha sido la culpa? —habíale preguntado tirándola de las trenzas.
—¡De él! —replicó ella—. Una tarde que yo dormía se metió al cuarto, me tapó la boca con una toalla y… —
¡Sí, claro, de él! ¿Y por qué no me lo dijiste?
—¡Tenía vergüenza!
Y luego qué rabia, qué indignación, qué angustia la suya. Había pregonado a voz en cuello su desgracia por todo
el callejón, confiando en que la solidaridad de los vecinos le trajera algún consuelo. —Vaya usted donde el
comisario —le dijo el gasfitero del cuarto próximo.
—Estas cosas se entienden con el juez —le sugirió un repartidor de pan.
Y su compadre, que trabajaba en carpintería, le insinuó cogiendo su serrucho.
—Yo que tú… ¡zas! —Y describió una expresiva parábola con su herramienta.
Esta última actitud le pareció la más digna, a pesar de no ser la más prudente, y armado solamente de coraje se
dirigió a la construcción donde trabajaba Domingo.
Todavía recordaba la maciza figura de Domingo asomando desde un alto andamio. —
¿Quién me busca?
—Aquí un señor pregunta por ti.
Se escuchó un ruido de tablones cimbrándose y pronto tuvo delante suyo a un gigante con las manos manchadas
de cal, el rostro salpicado de yeso y la enorme pasa zamba emergiendo bajo un gorro de papel. No sólo
decayeron sus intenciones belicosas, sino que fue convencido por una lógica —que provenía más de los
músculos que de las palabras— que Paulina era la culpable de todo.
—¿Qué tengo que ver yo? ¡Ella me buscaba! Pregunte nomás en el callejón. Me citó para su cuarto. «Mi papá no
está por las tardes», dijo. ¡Y lo demás ya lo sabe usted!…
Sí, lo demás ya lo sabía. No era necesario que se lo recordaran. Bastaba en aquella época ver el vientre de
Paulina, cada vez más hinchado, para darse cuenta que el mal estaba hecho y que era irreparable. En su
desesperación no le quedó más remedio que acudir donde la señora Enríquez, vieja mujer obesa a quien cada
cierto tiempo rehacía el colchón.
—No sea usted tonto —lo increpó la señora—. ¡Cómo se queda así tan tranquilo! Mi marido es abogado.
Pregúntele a él.
Por la noche lo recibió el abogado. Estaba cenando, por lo cual lo hizo sentar a un extremo de la mesa y le invitó
un café.
—¿Su hija tiene sólo catorce años? Entonces hay presunción de violencia. Eso tiene pena de cárcel. Yo me
encargaré del asunto. Le cobraré, naturalmente, un precio módico.
—Paulina, ¿no te dan miedo los juicios? —preguntó el colchonero con la mirada fija en el vidrio roto, por el cual
asomaba una estrella.
—No sé —replicó ella, distraídamente.
Él sí lo tenía. Ya una vez había sido demandado por desahucio. Recordaba, como una pesadilla, sus diarios
vagares por el Palacio de Justicia, sus discusiones con los escribanos, sus humillaciones ante los porteros. ¡Qué
asco! Por eso la posibilidad de embarcarse en un juicio contra Domingo lo aterró. —Voy a pensarlo —dijo al
abogado.
Y lo hubiera seguido pensando indefinidamente si no fuera por aquel encuentro que tuvo con el zambo Allende,
un sábado por la tarde, mientras bebía cerveza. Envalentonado por el licor se atrevió a amenazarlo. —¡Te vas a
fregar! Ya fui donde mi abogado. ¡Te vamos a meter a la cárcel por abusar de menores! ¡Ya verás!
Esta vez el zambo no hizo bravatas. Dejó su botella sobre el mostrador y quedó mirándolo perplejo. Al percatarse
de esta reacción, él arremetió.
—¡Sí, no vamos a parar hasta verte metido entre cuatro paredes! La ley me protege. Domingo pagó su cerveza
y sin decir palabra abandonó la taberna. Tan asustado estaba que se olvidó de recoger su vuelto.
—Paulina, esa noche te mandé a comprar cerveza.
Paulina se volvió.
—¿Cuál?
—La noche de Domingo y del ingeniero.
—Ah, sí.
—Anda ahora, toma esto y cómprame una botella. ¡Que esté bien helada! Hace mucho calor. Paulina se levantó,
metió las puntas de su blusa entre su falda y salió de la habitación. El mismo sábado del encuentro en la taberna,
hacia el atardecer, Domingo apareció con el ingeniero. Entraron al cuarto silenciosos y quedaron mirándolo. Él se
asombró mucho de la expresión de sus visitantes. Parecían haber tramado algo desconocido.
—Paulina, anda a comprar cerveza —dijo él, y la muchacha salió disparada.
Cuando quedaron los tres hombres solos hicieron el acuerdo. El ingeniero era un hombre muy elegante. Recordó
que mientras estuvo hablando, él no cesó de mirarle estúpidamente los dos puños blancos de su camisa donde
relucían gemelos de oro.
—El juicio no conduce a nada —decía, paseando su mirada por la habitación con cierto involuntario fruncimiento
de nariz—. Estará usted peleando durante dos o tres años en el curso de los cuales no recibirá un cobre y
mientras tanto la chica puede necesitar algo. De modo que lo mejor es que usted acepte esto… —Y se llevó la
mano a la cartera.
Su dignidad de padre ofendido hizo explosión entonces. Algunas frases sueltas repicaron en sus oídos. «¿Cómo
cree que voy a hacer eso?», «¡Lárguese con su dinero!», «¡… el juez se entenderá con ustedes!». ¿Para qué
tanto ruido si al final de todo iba a aceptar?
—Ya sabe usted —advirtió el ingeniero antes de retirarse—. Aquí queda el dinero, pero no meta al juez en el
asunto.
Paulina entró con la cerveza.
—Destápala —ordenó él.
Aquella vez Paulina también llegó con la cerveza pero, cosa extraña, hubo de servirles al ingeniero y a su
violador. Ella también bebió un dedito y los cuatro brindaron por «el acuerdo».
—¿No quieres un poco? —preguntó el colchonero.
Paulina se sirvió en silencio y entregó la botella a su padre.
Por el hueco del vidrio seguía brillando la estrella. Entonces, también brillaba la estrella, pero sobre la mesa,
ahora desolada, había un alto de billetes.
—¡Cuánto dinero! —había exclamado Paulina cayendo sobre el colchón.
Mucho dinero había sido, en efecto, ¡mucho dinero! Lo primero que hizo fue ponerle vidrios al tragaluz. Después
adquirió una lámpara de kerosene. También se dieron el lujo de admitir un perrito. —Paulina, ¿te acuerdas de
Bobi? ¡El pobre!
Y así como el perrito desapareció sin dejar rastros —se sospechó siempre del carnicero— el cristal fue
destrozado de un pelotazo. Sólo quedaba el lamparín de kerosene. Y el recuerdo de aquellos días de fortuna. ¡El
recuerdo!
—¡Qué días esos, Paulina!
Durante más de quince días estuvo sin trabajar. En sus ociosas mañanas y en sus noches de juerga encontraba
el delicioso sabor de una revancha. Del dinero que recibiera iba extrayendo, en febriles sorbos, todas las
experiencias y los placeres que antes le estuvieron negados. Su vida se plagó de anécdotas, se hizo amable y
llevadera.
—¡Maestro Padrón! —le gritaba el gasfitero todas las tardes—. ¿Nos vamos a tomar nuestro caldito? —Y juntos
se iban a la chingana de don Eduardo.
—¡Maestro Padrón! ¿Conoce usted el hipódromo? —Recordaba un vasto escenario verde lleno de chinos, de
boletos rotos y naturalmente de caballos. Recordaba, también, que perdió dinero.
—¡Maestro Padrón! ¿Ha ido usted a la feria?…
—¡Sería necesario poner un nuevo vidrio! —exclamó el colchonero con cierta excitación—. Puede entrar la lluvia
en el invierno.
Paulina observó el tragaluz.
—Está bien así —replicó—. Hace fresco.
—¡Hay que pensar en el futuro!
Entonces no pensaba en el futuro. Cuando el gasfitero le dijo: «¡Maestro Padrón! ¿Damos una vuelta por La
Victoria?», él aceptó sin considerar que Paulina tenía ocho meses de embarazo y que podía dar a luz de un
momento a otro. Al regresar a las tres de la mañana, abrazado del gasfitero, encontró su habitación llena de
gente: Paulina había abortado. En un rincón, envuelto en una sábana, había un bulto sanguinolento. Paulina
yacía extendida sobre una jerga con el rostro verde como un limón.
—¡Dios mío, murió Paulicha! —fue lo único que atinó a exclamar antes de ser amonestado por la comadrona y de
recibir en su rostro congestionado por el licor un jarro de agua helada.
Por el tragaluz se colaba el viento haciendo oscilar la llama del lamparín. La estrella se caía de sueño. —¡Habrá
que poner un vidrio! —suspiró el colchonero y como Paulina no contestara insistió—: ¡Qué bien nos sirvió el de la
vez pasada! No costó mucho, ¿verdad?
Paulina se levantó, cerrando su cuaderno.
—No me acuerdo —dijo y se acercó a la cocina. Recogiendo su falda para no ensuciarla puso las rodillas en tierra
y comenzó a ordenar los carbones.
—¿Cuánto costaría? —Pensó él—. Tal vez un día de trabajo. —Y observó las anchas caderas de su hija. Muchos
días hubieron de pasar para que recuperara su color y su peso. Los restos de su pequeño capital se fueron en
remedios. Cuando por las noches el farmacéutico le envolvía los grandes paquetes de medicinas él no dejaba de
inquietarse por el tamaño de la cuenta.
—Pero no ponga esa cara —reía el boticario—. Se diría que le estoy dando veneno. El
día que Paulina pudo levantarse él ya no tenía un céntimo.
Hubo, entonces, de coger su vara de membrillo, sus temibles agujas, su rollo de pita y reiniciar su trabajo con
aquellas manos que el descanso había entorpecido.
—Está usted muy pesado —le decía la señora Enríquez al verlo resoplar mientras sacudía la lana. —
Sí, he engordado un poco.
Hacía de esto ya algunos meses. Desde entonces iba haciendo su vida así, penosamente, en un mundo de polvo
y de pelusas. Ese día había sido igual a muchos otros, pero singularmente distinto. Al regresar a su casa,
mientras raspaba el pavimento con la varilla, le había parecido que las cosas perdían sentido y que algo de
excesivo, de deplorable y de injusto había en su condición, en el tamaño de las casas, en el color del poniente. Si
pudiera por lo menos pasar un tiempo así, bebiendo sin apremios su té cotidiano, escogiendo del pasado sólo lo
agradable y observando por el vidrio roto el paso de las estrellas y de las horas. Y si ese tiempo pudiera
repetirse… ¿era imposible acaso?
Paulina inclinada sobre la cocina soplaba en los carbones hasta ponerlos rojos. Un calor y un chisporroteo
agradables invadieron la pieza. El colchonero observó la trenza partida de su hija, su espalda amorosamente
curvada, sus caderas anchas. La maternidad le había asentado. Se la veía más redonda, más apetecible. De
pronto una especie de resplandor cruzó por su mente. Se incorporó hasta sentarse en el borde del catre:
—Paulina, estoy cansado, estoy muy cansado… necesito reposar… ¿por qué no buscas otra vez a Domingo?
Mañana no estaré por la tarde.
Paulina se volvió a él bruscamente, con las mejillas abrasadas por el calor de los carbones y lo miró un instante
con fijeza. Luego regresó la vista hacia la cocina, sopló hasta avivar la llama y replicó pausadamente: —Lo
pensaré.
Juana la campa te vengará
(Carlos Eduardo Zavaleta Caraz, 1928-Lima, 2011)

Frente a éste mi último amo, me quedo en pie para no sentir de cerca su casa bonita y llena de ventanales y
libros por todas partes, pero él me dice como nunca siéntate, Juana, vamos a hablar como amigos, ya van tres
años que trabajas en mi casa; pero yo digo no, muchas gracias, estoy bien así no más. Me dice que olvide a mis
otros patronos por malos y perversos. Dice que por ser jóvenes nos hemos llevado bien, siempre que yo haya
cumplido con mis obligaciones de cocinera y lavandera. Es la tercera o cuarta vez que me regaña por
contestarle mal a su mujer, tan linda que me asusta cuando la veo.
Mientras agacho la cabeza me está diciendo quién soy, cómo salí de Oxapampa hasta la cocina de mi primera
ama ya muerta, cómo me sentí al dejar el monte y subir a esa casa con ruedas y ronquidos que sólo después
supe llamar camión. Me cuenta hasta cómo, sin saberlo, yo estaba resentida de que mis padres me hubieran
vendido por un corte de tocuyo de veinte soles. Lo dejo hablar: debe ser cierto lo que dice un maestro de colegio
de Media como él. Después de todo, soy apenas una campa sin edad precisa aunque joven, sin una partida de
bautismo o nacimiento, sin nadie más en el pueblo con mi forma de cabeza, cara y piernas. Dice que ha
investigado bien toda mi vida antes de recibirme en su casa y enseñarme a leer y escribir tan bien como a
cualquier señorita. Ahora eres otra, puedes pasar muy bien por mi sobrina —se sonríe—. Y te gusta leer revistas
y periódicos más que a mi mujer. ¿Te acuerdas cómo llegaste..? Y sigue y sigue hablando como un loro: que lo
haga si cree que va a cambiarme.
Pagaron por ti un corte de tocuyo de veinte soles en el mercado de Oxapampa —dice—; a tu lado se vendían
plátanos para hacer pan, toda clase de yuca y tapioca, piñas y paltas mejores que las que llevan a Lima y unos
monos chicos para comer, son ricos ¿verdad?, especialmente la cabeza que se chupa durante horas. Tú eras
otro monito gritón y miedoso, escondido en los andrajos de tu madre. Claro que ella no te ofrecía en voz alta ni
decía tu precio, pero los hombres de La Merced o San Ramón ya sabían cómo comprar niñas. Ella les pidió dos
cortes de tocuyo o seis tarros de anilina alemana, o una lampa nueva, o dos machetes filudos y de buen
tamaño, así fueran usados. Pero dos de esos mercachifles, que metían desafiantes las botas en el barro, le
dijeron un corte de tocuyo o nada; y empezaron a irse para que tu madre te cargara y los siguiera, rogándoles
que te compraran de una vez.
No te diste cuenta —sigue diciendo él—. En cosa de un rato ya estabas arriba en el camión de los mercachifles,
sentada en la plataforma y mirando al cholito de diez años que se había puesto entre los chanchos y tú, para
que no te comieran. Sin duda gritaste mucho viendo que tu madre te dejaba, pero eso pasaría pronto o jamás,
como todo en el mundo. Con el camión en movimiento la tierra dio vueltas por primera vez para ti y el monte fue
como un solo árbol, cortado en dos por la cicatriz del camino, sobre el que ya caían hojas y ramas para tratar de
borrarlo. El cholito no entendió lo que pudiste hablar y tú creíste por un momento que los chanchos, nuevos para
ti, conspiraban en su propio lenguaje; subiendo entre muchas vueltas, terminaste por gruñir como ellos y vomitar
un embarrado de plátano y yuca que hizo fruncir la cara del chico que se alejó de ti.
Cada vez que el vómito te exprimía haciendo crecer de dolor tu cabeza, el camión se paraba, uno de los
hombres abría la reja de atrás y los dos con el chico bajaban a un chancho gritón y lo vendían en una puerta, no
por un corte de tocuyo sino por plata o billetes. Y otra vez la marcha, el vómito, los fuertes latidos dentro o fuera
de la cabeza, y de nuevo un chancho menos que gruñía y pataleaba al despedirse. Y luego te quedaste solita en
la plataforma, porque hasta el chico fue vendido en otra puerta (lo creíste así, aunque sólo había vuelto a su
casa después de trabajar). El camión entró por un camino muy largo lleno de gente y puertas, gente y puertas.
En vez de chozas había unos grandes bultos techados para la gente, y por todas partes animales con ruedas
como éste, o más pequeños, moviéndose y produciéndote un dolor en
los ojos y el estómago. Así conociste La Merced. En la plaza te dejaron como en una jaula para que los curiosos
te miraran, una campa, oh una campa del monte, sentadita en la plataforma, envuelta en la manta rota —lo
único que te dejó tu madre—, y sin poder hablar, primero porque apenas estabas aprendiendo a hacerlo cuando
empezó este viaje, y luego porque la boca de los curiosos era totalmente nueva y rara. Hasta que tus dueños los
apartaron, subieron adelante, se movió el gran animal con ruedas y allá seguiste bajo el sol de la tarde por
tierras que al fin se veían un poco entre los árboles. Era San Ramón, donde una banda de viejos y viejas se
paseaba por la plaza y te descubrió en el camión, hasta que una pareja de ellos pagó el precio y te llevó a su
cocina cuadrada y pequeñita, con el suelo lleno de hormigas y cruzado por los viajes de cuyes y conejos; te
sentaste quieta como una gallina enferma, mirando el fogón de donde sabías que tarde o temprano vendría la
comida.
Me río si cree él que sufro con su cuento; me río y me tomo feliz esa primera sopa que me dieron ahí en el
suelo.
Después, cuando dijeron que mataste a la vieja, los guardias te preguntaron por qué la escogiste a ella y no a tu
amo, un tinterillo famoso por sus maldades. Para mí es fácil de explicar: la vieja estuvo más cerca de ti que el
otro y te insultó desde el primer día, molesta porque no entendías sus órdenes ni su mímica. Cuando abrió el
pesebre con pocos chanchos, sin duda para enseñarte a darles de comer el sango, te fuiste derecho a dormir a
ese lado; pero ella, con dos tirones de pelos, te volvió a la cocina para que los cuyes y conejos te enredaran las
piernas con sus chillidos y vocecitas. Así comenzaron la muerte de la vieja, sus gritos
señalándote el nombre de las cosas mientras ella cogía las cosas mismas en alto, metiéndotelas por los ojos;
sus empujones en una dirección para que fueras en esa dirección; sus miradas furiosas sobre las ollas para que
aprendieras cómo hacía los potajes; los golpes sobre ti y hasta sobre la escoba de ramas, si barrías mal; y los
extraños modos de conectar ese demonio llamado plancha, que a veces podía servir para jugar con la ropa y a
veces para quemarla tan bonito, haciéndole huecos en forma de plancha, y los huecos tan profundos que
podían irse hasta el suelo, a través de la ropa y la mesa.

Al principio la vieja fue un solo grito que no paraba, un gusano en tus orejas. Con el tiempo su mirada no sólo
fueron sus ojos huecos con otros ojos adentro, sino sus dientes medio quemados, su boca sin labios, su cuerpo
deforme, barrigón y jorobado —ah, cómo te ríes ¿no? —, una maldición que te miraba de arriba abajo, día y
noche. Y todo mezclado con los nombres raros que le ponía a las cosas y las órdenes absurdas de ir allá
cuando te había mandado acá, de cocinar esto cuando te había dicho barre no más, o limpia, o plancha esa
camisa del señor. La obedeciste, pero no como ella quería: metiste a la olla otro animal, quemaste una parte de
la cocina. Su cara se encendió más que el fogón y te vino a quemar con un leño de la bicharra, y cuando caíste
y te hiciste un ovillo en el suelo, el mismo bulto que formaste al llegar, una manchita miserable en la cocina...
¡Qué estará diciendo, habla muy rápido! ¿A qué hora vuelvo a mi cocina? Después dirá que soy demorona. Ella
llamó al viejo de su marido y te señaló echando espuma por la boca, hasta que el viejo se animó a probarte con
los pies, y como estabas dura, te metió los zapatos en la barriga y las piernas. Esa fue la primera gran paliza,
allá por 1945. ¿Me equivoco o no?
Si usted lo dice, así debe ser, señor.
Te quedó la lección aunque ella no lo soñara ¿verdad? Aprendiste el nombre de las cosas, una gran parte de lo
que no debía hacerse, las costumbres del lavado en la acequia del pesebre, de ensuciarte y hacer del cuerpo
sólo junto a las matas de chincho para el ají, de comer metiendo las manos en las ollas y consumirte de sueño
frente al fogón, pero de pie, y sin doblar las rodillas.
Anda, sigue no más. ¿Ya te cansaste? ¿Adónde irás a parar?

Crecías y abultabas más cada semana, pero sólo supiste quién eras un domingo que la vieja se tardó en la calle
y creíste entrar en su dormitorio, pero te metiste un buen trecho, casi un viaje, dentro del enorme espejo de su
ropero: tenías la cabeza en forma de canoa, en tu cara se veían las líneas azules del tatuaje, tus dientes
enfermos estaban muy flojos, tus pelos eran una cortina estilo reina Cleopatra, sí, sí, eso me dijo una vez que su
mujer me pegó, para pasarme la mano: reina bien fregada y jodida como yo, seguiste mirando tu cara larga
como un cuchillo, esos brazos largos de mono, esas piernas arqueadas de enana, al fin, al fin se atreve a
insultarme, y aquellos zapatones de soldado que te hacían arrastrar los pies... Entre esos dos sitios, la cocina y
el espejo del dormitorio, empezaste a contar los días sin saber todavía los números, así como tampoco sabías
ver el reloj, ese aparatito brujo que estando lejos de la cocina tenía que ver con las ollas y con los puños de la
vieja que te entraban por las costillas. Hasta que una mañana la cocina se te escapó corriendo y ya no pudiste
volverla a su sitio. Se movía y te engañaba por todas partes. Creíste haber parado la olla de agua con agua,
pero estaba seca y se partió sobre la candela en momentos de entrar la vieja; después le llegó el turno a la
leche, otra agua que sin duda se había metido en la olla con su burra o vaca entera, se hinchó hasta arrojar la
tapa, chasna y chasna como la misma fiebre de la vieja que ya había empezado a pegarte.

¡Bruta, animal, idiota!, gritó al preguntar qué tenías en la tercera olla. No supiste el nombre pero la abriste: de la
carne de varios días que habías guardado para mordisquear solita salieron unos gusanos lindos, blancos y
gordos, incapaces de molestar a nadie y mucho más tranquilos que los cuyes de la cocina. La vieja dio un nuevo
grito y te echó a la cara esos pobres gusanos cuyos gemidos de dolor creíste oír. Y la carne estaba ahora por el
suelo, con lo valiosa que era siempre para ti, y entonces hubo que darle su merecido con lo primero que
hallaras, el cuchillo del tamaño de tu brazo manejado sólo para seguir el movimiento de la vieja, la invitación al
cuchillo ¿invitación? ¿acaso es un baile? para unir a ambos como querían, junto a la paletilla, dos veces y nada
más, porque el viejo, con la misma brujería del reloj, estando lejos descubrió lo que sucedía y llegó a tiempo o
destiempo, imposible decirlo.
Fue la primera patrona que maté, digo por fin, empezando a sudar.
No la mataste de veras, la heriste, dice él. La mató su marido por no querer curarla hasta que la vieja
reventó por la hemorragia del pulmón agujereado: el hombre ni siquiera pensó en llamar a un médico. Estaba
enamorado de una señorita joven y linda, digo.
Sí, sí, claro, y por eso divulgó la noticia de que su mujer estaba enferma de neumonía, de costado como le
llaman acá, para decir unos días después que había muerto, y todavía la veló dos noches en ese pueblo donde
no se necesita un certificado de defunción para enterrar a nadie. Después de todo le hiciste un gran favor y así
el viejo pudo mudarse aquí a Tarma a empezar su nueva vida con la otra mujer.
Y en el velorio estaba esa señorita, le cuento yo, pero él ya lo sabía.
La que fue después tu ama, dice.
Tan suavecita y buena al comienzo que no soñé cómo cambiaría. Se lo juro.
Tenía sus planes y por eso empezó a congraciarse contigo: te pasó la mano por los pelos y cada domingo te
llevó primero a misa y luego al mercado por las calles llenas de tiendas, las tiendas llenas de telas, las telas
llenas de colores, los colores llenos de ojos que te miraban, ¡sigue, sigue, y yo llena de felicidad, sin pensar en
ollas ni sopas!, y tú llevando las canastas por en medio de la gente, sin poder igualar el paso tan prosista de tu
ama joven. Después de pasar ella, los ojos de los hombres te envolvían mareados como si también fueras
alguien digna de admiración o envidia, mientras oías frases claras y fáciles, sin comprenderlas aún.

Mameta, mameta, la llamabas: ¿qui cosa is puta? ¿Alguito bueno como pan o ázucar?
¡Jajay, tarmeños, qué risa, igualito a lo que hablaba me está remedando!
¡Calla, cochina!, gritaba ella. ¿Quién te enseñó a decir eso?
Esos muchachos pasando ti luan decíu, constestabas tú.
¿A mí?, se sorprendía ella al comienzo, pero después largaba a reírse: A ver, a ver ¿qué has oído que me
decían esta vez?, preguntaba.
Cololendo.
Soltaba la risa y pedía: A ver, dilo de nuevo.
Cololendo.
Culo lindo, pronunciaba ella despacio, al fruncir la boca como para un beso. Culo lindo: vamos, repite.
Cololendo.
Se apretaba el estómago de la risa, así como tú ahora, ya, ya, basta Juana, cómo nos divertimos ¿no?, y bueno,
así fue tomándote confianza, recortándote ella misma el pelo, haciéndote cosquillas y regalándote sus trajes
usados, sus zapatos de tacón alto adonde subirse era muy difícil, o llevándote a una casa que se llamaba cine y
donde había un enredo de sombras, un hombre que venía a ti con una vela encendida por un pasadizo
interminable, y detrás, en puntitas de pie, lo seguía un monstruo con los colmillos afuera, babeando porque ya
iba a comérselo, y a tu lado tu patrona y un hombre gritaban cogidos de la mano y todos los niños del cine
movían sus sillas chillando menos que tú: al caerse la vela, el monstruo apretó las manos sobre el cuello de
todos y la gritería fue tal que debiste cerrar los ojos decidida a no abrirlos más, hasta que del fondo surgió la
lindura de un río con sus orillas tejidas de árboles y te quedaste fría, sintiendo que eso eras tú, que de ahí
venías, pero que ya era imposible volver, y seguiste mirando con fuerza en los ojos, dispuesta a volar y meterte
ahí, aunque el río se fue y te quedaste con sed, sin comprender que tu ama en la oscuridad estaba comiéndose
la boca de ese hombre y que se abrazaban hasta hacer crujir las sillas. Esa casa no se llamó para ti como se
llamaba la película sino nada más que El río, y varias veces volviste con tu ama y el hombre desconocido, pero
jamás viste de nuevo caer la vela ni la mano apretando todos los cuellos, ni el río o sus árboles que habían
muerto para siempre, dejándote sola.
Se llamaba La venganza de no se quién, de un nombre raro, digo.
Una noche, después de lavar las ollas y ensartar el trozo de carne en el alambre a la intemperie, tendiste en el
suelo tu cama de pellejos donde no tardarías en morir hasta resucitar mañana bien temprano. Empezaste a
cantar no sabías qué, una larga canción que te obligaba a repetir los sonidos y volver sobre ellos varias veces,
quizá algo que duraría horas y días. De repente se abre la puerta y entra algo así como el monstruo con la vela
encendida; coges el hacha de partir la carne y sin duda diste un grito. Tu viejo patrón estaba ahí con el lamparín
de querosene y finalmente te arrolló y te dejó sin hacha, cogiéndote de los pelos:
¿Dónde está mi mujer? ¡Tú lo sabes! ¿Con quién va al cine?
¡Uy, señor, casi me muero!, grito yo también, y empiezo a temblar como si viera otra vez al condenado. El viejo
me quería matar, sí, sí, y yo entonces...

Al salir ya te había tirado al suelo con un par de puntapiés, te dejó ardiendo y latiendo el cuerpo con tanta fuerza
que se te fue el sueño hasta la medianoche, cuando oíste gritar a la señora y nacieron otros ruidos salvajes allá
en el dormitorio. Sonriendo, casi feliz de que a ella también la golpeara, te pusiste a dormir. Ya quisiera, don.
¡Cómo se sabe que usted no estuvo ahí!
Bueno, como sea, a la mañana siguiente le tocó a la señora entrar en la cocina, transformada su cara preciosa
por la tunda del viejo, ¡Tú se lo contaste! ¡Fuiste tú, campa del demonio!, chillaba, y se te fue encima. Por un
rato pensaste en recoger el hacha, pero por la poca fuerza de sus manos cerraste la puerta para castigarla de
arriba abajo, de atrás adelante, en medio de tantos pelos y ropas, tumbándola sobre tu cama de pellejos
mientras lloraba como una criatura. Sabías que el viejo había salido y así nadie podía robarte esa felicidad. Te
olvidaste, claro está, de los vecinos que oímos sus gritos de auxilio y rebuscamos por toda la casa para dar con
la pobre, que más lloraba de susto que de dolor. Así, por fin, te conocí de cerca. Te había visto desde el día que
llegaste ahí al lado y siempre te miré con curiosidad, no lo niego.
¿Por mi cabeza fea como un mate, por mis rayas pintadas en la cara, por mis piernas torcidas..?

No lo niego, porque eres campa y nada más, sin pensar en hacerte daño. Te veía comprar el pan, recibir la
leche en tu olla o acompañar a tu ama a misa o al mercado. Esa vez te di de tomar un calmante y me quedé en
la cocina a conversar contigo. ¿Te acuerdas? Los demás vecinos se fueron con el cuento de que eras una
salvaje y que, si estuviste casi por matar a tu segunda ama, con toda seguridad que mataste a la primera.
Me acuerdo, pero usted me preguntaba tanto y yo tenía que cocinar.
Te vi hacer tan bien el locro de zapallo, hervir en su punto las ocas, resbalar tan bien con ceniza el mote de trigo
o maíz, salar los jamones, lo más difícil para una cocinera, además de barrer la casa de arriba abajo, que desde
ahí me dio la idea de traerte a mi casa.
Gracias por defenderme de los guardias, señor, pero usted sabe que tarde o temprano me iré. También he
pensado en eso. Quizá te vayas a Lima donde a lo mejor estudias para secretaria o te pones a trabajar en una
tienda.
No se burle, don, no me engañe.
Y tú no me hagas pensar que eres tonta. ¿Por qué no te escapaste luego de la pelea con tu patrona? Otra
empleada hubiera pensado que el viejo te mandaría en el acto a la cárcel, cosa que todos los vecinos dábamos
por seguro. Habría sido algo normal, ¿no? ¿Por qué volviste?

Medio que me río cerrada la boca y mirando a otro lado.


Quién se burla de quién? Te diré yo por qué: el viejo no te denunció, aunque los guardias se lo pidieron, por
miedo a que contaras cómo murió su primera mujer; y además, iba a premiarte por haberle dado una paliza a
esta su segunda mujer que lo engañaba con el hombre del cine. Así, no te pasó nada, y desde entonces (yo te
miraba por la ventana de mi casa) te lucías oronda por el patio, pasando el tiempo en peinarte y sacarte las
liendres y en hacer primero tus cosas. El viejo debió tomar otra muchacha para la cocina y tú solamente lavarías
la ropa, cantando en la acequia junto al pesebre. Fue ahí donde asustaste a una señora Bolaños ¿no?
Hoy sí me río de golpe, sin tiempo de taparme los poquitos dientes que me quedan. No vi la escena pero la
imagino, dice él. Tú y tu amiga la sirvienta de la señora Bolaños cantaban felices y lavaban la ropa de sus
patronas, cuando la vieja Bolaños, esa flaca, ese hueso para perros, llega a la acequia y empieza a regañar a tu
amiga porque se demora mucho, porque dejó cortarse la leche del día anterior, porque se agarró dos panes en
vez de uno... Entonces le da un segundo para responder, pero, con el susto, a la india se le traba la lengua y
sólo se cubre la cara con los brazos, esperando los golpes. Tienes la conciencia sucia y por eso tiemblas, dice
ella. ¡Contéstame!, si bien la otra ya olvidó con los nervios de qué se trataba y vuelve a taparse la cara. Te
frunces así para que digan que te pego ¿no?, grita después y le va a tirar de las trenzas cuando tú le das un
empujón. Si le toca un pelo a mi amiga yo la mato, le dices tranquilamente. O sea que mejor váyase volando. Y
te vuelves a la india para calmarla: No te asustes, Juana la Campa te vengará si algo te hacen. Con los ojos que
se le salen la señora Bolaños retrocede y grita: ¿Y quién eres tú para defenderla? ¡Campa salvaje! ¡Con razón
matas a tus patronas! ¡Campa salvaje!, pero ya lo dice saltando la pirca del pesebre y corriendo por la calle
principal, perseguida por ti. Se me fue la risa: con los puñetes bien cerrados me veo persiguiendo a esa vieja,
pero también escapo de los guardias y de este mi nuevo amo que corre detrás: lo estoy oyendo.
Menos mal que ese día corrimos y eso fue todo ¿verdad, Juana? Te juro que para mí lo peor fue por la noche,
cuando ya había creído que todos en el barrio dormiríamos en paz. Oí unos golpes raros en el suelo de tu casa
(todo se oye de una pared a otra en las casas de Tarma) y después no solamente unos gritos de tu ama, sino
gritos tuyos, cosa muy extraña, pues siempre he pensado que tú eres más valiente y aguantas más el dolor que
cualquier hombre. Me vestí y corrí como un loco. Sin tocar el portón subí a oscuras por el lado del pesebre y
entré igualito que un ladrón; en la cocina no estabas ni tampoco en la sala. Me metí corriendo en el dormitorio,
como si hubiera mucho sitio para correr, y te hallé, ¿recuerdas? con las manos cubriendo tus ojos, espantada de
los hachazos que tu ama joven y bonita, pero convertida en un monstruo, le daba al viejo en la cama, al viejo
que ya estaba muerto y que ella seguía despedazando entre manchas
de sangre, una lluvia increíble que también me hizo gritar. Y luego te entregó el hacha y te pidió a voces: ¡Dale
tú también! ¡Te pagaré, Juana! ¡Dale tú también! ¡Mátalo, por favor!
Suerte que usted vio la verdad, digo, temblando y sudando otra vez; el pueblo entero iba a lincharme cuando
ella dijo que yo lo había matado. Ya era una costumbre decir que todo lo malo lo hacía yo, Juana la Campa.
Parece mentira que hayan pasado varios años de eso, que tú tengas más de veinte y que yo siga enseñando en
el mismo colegio, casado y con un hijo. Estamos viejos ¿no, Juana?
Yo sí y hasta sin dientes, pero usted nunca, señor, digo. Por usted no pasan los años; se le ve menor que yo.
Ya te haré componer esas muelas podridas desde tu niñez, si tú me haces un gran servicio, dice él. Mira que te
he defendido de los guardias y te he enseñado a hablar, leer y escribir como a una señorita. ¿Cuál servicio, don?
Sé que hace tiempo quieres irte de mi casa aunque no lo digas. Quizá sólo esperes que arregle tus papeles, tu
partida de bautismo y lo demás, para luego escaparte a Lima el rato menos pensado. Agacho los ojos pasando
la lengua por mis encías duras como callos.
No te reprocho nada, pero debo viajar urgente a Lima para asuntos de mi trabajo y no voy a dejar solos a mi
mujer y mi hijo, sin nadie que les cocine, lave y planche. Solamente dos meses, Juana; después vuelvo, arreglo
tus papeles y te vas adonde te dé la gana. ¿Qué dices?
Mejor no se vaya, don.
Es que debo ir de todos modos.
Pero mejor sería...
Tengo que hacerlo.
Si es así está bien, señor.

Se queda asustado del poco rato que le costó convencerme y me mira dos y tres veces, pero al fin me da la
mano diciendo que hemos sellado un compromiso y me deja ir después de tenerme una hora parada en su
escritorio lleno de ventanales y libros.
Estoy cansada al volver a la cocina, pero todavía hay que lavar las ollas, secar los platos y cubiertos uno por
uno, quitar la ropa de los cordeles del patio, echarle harta agua al filtro de piedra. Casi me muevo dormida
poniendo la mesa con las tazas del desayuno de mañana. Eso sí, trato de abrir bien los ojos al devolver a su
sitio los biberones del chiquito, que ya he roto muchos y no quiero más líos con su madre. Por poco llego
gateando a mi cama en el suelo: tengo más de veinte años como él dice, y hablo y escribo como una señorita,
pero mi cama sigue siendo de inmundos pellejos llenos de pulgas, hormigas y arañas. Me quito el traje regalado
por ella y en vano pretendo dormir con el discurso del señor en mis oídos, con el servicio que debo hacerle. Dos
meses sin él, y yo sola frente a su mujer bonita y limpia, blanca igual que una sábana, sus pelos negros como la
noche, su boca tan feliz cuando lo mira y sus dientes tan bestias cuando me apuntan y odian, mientras sus ojos
se queman de veras en la luz. Y a cada rato empujándome con sus uñas que rasgan. ¡Cuántas veces no le
habré oído reírse de mi cabeza larga como un chiclayo, de mis colmillos de Drácula (así los llama), de mi tatuaje
de chuncha! La soporto porque mi marido la está estudiando, les dice ella a sus amigas; sólo por eso. La estudia
para escribir una tesis sobre la conducta de los campas. Por mí la botaría mañana mismo y me buscaría una
menos salvaje y más limpia. Y sus amigas se ríen sin preguntar, eso no, si alguna vez me han pagado un sueldo
que no sea un traje viejo o una propina que me da justo para la cazuela del cine, ahí donde sólo suben los
hombres.

Quiero dormir, pero también hay que levantarse y resolver esto cuanto antes. No hay tiempo para caerse de
sueño. Me visto de nuevo y muy calladita porque mi patrón sabe todo lo que sucede en la casa, día y noche. A
él nadie lo engaña. Vestirme en silencio, recoger mi atadito de ropa que por años me ha esperado ahí, bajo el
fogón, y escaparme con los zapatos viejos (también regalados por ella) en la mano para no quedarme a solas
con su mujer.
Me falta muy poco: apenas cruzar medio patio, quitar el pestillo, abrir y juntar el portón y echarme a correr hasta
el mercado donde siempre hay camiones para Lima. Pero, ¿no ve?, ya él se dio cuenta. Ha prendido su luz y
grita: ¿Eres tú, Juana? Sigo mi camino rogando que todavía tarde en vestirse, pero justo he llegado al Club
Social Tarma cuando lo veo corriendo con zapatillas y bata. Me da pena porque va a resfriarse con lo delicadito
que es. Corro lo más que puedo, segura de ganar, fuerte como soy, pero él es tan decidido que hace un gran
esfuerzo y ya me pisa los talones.
Un trecho más arriba está la plaza de armas llena de gente paseando como en las retretas de los domingos.
Hasta la medianoche se divierten aquellos ociosos. Es ahí donde mi patrón llama a sus amigos, hombres y
mujeres, para formarme un cerco, me da el primer manotón y grita:
¡Atájenla! ¡Qué no se vaya! ¡Yo la he comprado y no puede irse sin mi autorización!
Entonces lo miro fijamente, sintiendo que las palabras están de su lado y no me defenderán, y sé que los dos
vemos a su mujer muerta en mi cocina y que esta vez no habrá salvación.
Por favor, déjeme ir, le pido.
¡De ninguna manera!, dice él.
Se lo ruego, señor...
¡Nada, nada!
Y otra vez sé que él y yo vemos a su mujer muerta a mis pies en la cocina, sin que él me defienda ante los
guardias.
¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?, digo en voz baja.
No sé de qué hablas, mujer.
Entonces grito:
¿Por qué no la mata usted solo y me deja en paz?
¡Calla, animal!, grita a su vez, más fuerte que yo, para después llamar de nuevo a sus amigos: ¡Vamos,
agárrenla entre todos!
¡Cuidado que me muerdas, campa!, dice el primero de ellos, y viene contra mí, cerrando el cerco.

(1969)

PC 2

Las chicas de la yogurtería


(Pilar Dughi, Lima 1956 - 2006)

—En esta ciudad no se puede ser alegre y bonita —rezongó Lucha—, porque la gente murmura. La
mujer pareció no entenderla.
—Olvídelo, estaba pensando en voz alta —continuó.
—¿Usted la conoce? —preguntó la mujer.
—Bueno, la he visto en la yogurtería.
—Ah, Luchita, mejor no se junte con ella —afirmó sentenciosa la mujer, que era una empleada de la
municipalidad, muy habladora y conocedora de los chismes de la localidad. Le gustaba comentárselos a Lucha
cada vez que la veía. Lucha sonrió débilmente y se despidió. La mujer le hacía perder tiempo. Desde que llegó a
Ayacucho, hizo algunas amistades sin mucho esfuerzo. Tenía cinco meses en la ciudad y ya era conocida como
administradora de un proyecto de desarrollo rural. Se había presentado ante las autoridades locales con las que
tenía que coordinar por razones de trabajo: profesores de la universidad, directores de instituciones afines y hasta
con el obispo auxiliar. El proyecto era de cierta envergadura y le habían aconsejado en Lima que estableciera
buenas relaciones con el gobierno regional. Un día, a las pocas semanas de su arribo, se encontró con una
antigua conocida, una psicóloga que, le explicó, vivía hacía un año en Ayacucho. Era originaria del lugar y, como
ella, desde que la zona se estaba pacificando muchos habían regresado a establecerse de nuevo. El turismo se
había incrementado, se abrían nuevos negocios y hostales.
—Mi marido ha puesto un restaurante en la Cámara de Comercio, ¿por qué no vienes? —le propuso la mujer. Le
daba pereza cocinar todos los días y se acostumbró a ir a almorzar al local de la Cámara de Comercio. Como el
lugar estaba regularmente vacío a partir de las dos de la tarde, entonces ella se compraba el periódico e iba a
comer tranquilamente. Por las tardes, cuando estaba libre, daba una vuelta por la ciudad. Luego hacía un paseo
por las inmediaciones de la plaza central, tratando de conocer las tiendas, las farmacias y los restaurantes. Así
fue que encontró un pequeño comercio donde se expedían productos lácteos y hierbas naturales, pero la
especialidad de la casa era un yogur natural que se preparaba con plantas aromáticas, a pedido de los clientes.
La dueña, una mujer de unos treinta años, que atendía detrás del mostrador, tenía el cabello largo y ondulado,
teñido de rubio. Sus ojos vivaces, acentuados con lápiz delineador de color negro, animaban el rostro redondo de
piel sonrosada. Desde el principio fue muy amable.
—Tú no eres de aquí—le dijo con convicción.
Lucha se presentó como estaba habituada a hacerlo. Pensaba que en una ciudad donde la mayor parte de gente
se conocía, una debía ser cordial. La tendera se llamaba Charito y conocía bastante de productos naturales. Le
habló del germen de trigo y le mostró con orgullo una colección de infusiones medicinales empaquetadas,
semejantes a las que se vendían en el mercado.
—La diferencia es que yo selecciono las mejores hierbas —le explicó Charito—, y, si no conoces su uso, es mejor
que compres los productos ya escogidos.
Hablaron de dietas y de cómo conservar mejor la piel en el clima serrano. El frío helado de la ciudad le había
resecado a Lucha el cutis y los labios[2]. En ocasiones había sufrido de gastritis y reacciones alérgicas de causa
desconocida.
—Lo mejor para tu estómago son las flores de azahar —y le alcanzó una bolsa de hojas y flores secas—. Lo
preparas en infusión y bebes una taza diaria[3].
Lucha agradeció.
—Si lo mezclas con cáscaras de naranja, es bueno para el mal aliento —añadió Charito con picardía. Desde
entonces, Lucha se convirtió en una compradora asidua. El yogur natural era lo único que tomaba durante el día
cuando tenía apetito. La comida serrana le producía gases y la digestión se le hacía pesada. Cuando caminaba
por las calles, la gente la saludaba. Ella a veces no recordaba bien los rostros o los nombres, pero siempre
respondía con una sonrisa. Poco a poco la fueron invitando a fiestas y reuniones. Conoció a músicos notables y
participó en festejos y pachamancas. Alquiló una pequeña casita en Dos de Mayo, una calle colonial que
serpenteaba cerca del río. Tenía un alto portón de madera, un pequeño jardín sembrado con jacarandás, tunas,
girasoles y retamas. A veces llegaban bandadas de palomas que se posaban en los techos vecinos. Ella les
dejaba pedacitos de pan que los animales picoteaban sin ninguna timidez. Como se sentía un poco sola, compró
un televisor pequeño que mantenía generalmente encendido para escuchar el noticiero nocturno.
En la sala de entrada habilitó una oficina para recibir a la gente del trabajo. Colocó algunos taburetes sobre los
cuales distribuyó publicaciones y documentos que el público podía consultar. Instaló un teléfono en el dormitorio y
amplió las conexiones de luz. Cuando necesitaba a un carpintero o gasfitero, consultaba a los conocidos con los
que se encontraba en las calles. El agua escaseaba, así que a partir de las once de la mañana guardaba el
líquido en grandes recipientes para poder lavar y asearse. Ese era un problema antiguo de la ciudad. La gente
decía que la población aumentaba tanto, que ya las cañerías no se abastecerían hasta que culminara la
construcción de una nueva represa[4], que era el sueño de toda la región.
A veces se aburría, así que adquirió una bicicleta, y por las tardes se dedicó a pasear a lo largo de la calle. Se
vestía con unas mallas de gimnasia y hacía invariablemente el mismo recorrido. Bajaba por la avenida hasta el río
y volvía remontando la pendiente. Notó que al atardecer un grupo de vecinos solía sentarse en la vereda y
conversar hasta caer la noche. Bebían cerveza y la miraban pasar. Uno de ellos, de unos cincuenta años de
edad, con nariz prominente y piel enrojecida, la contemplaba fijamente cada vez que ella regresaba exhausta de
su recorrido.
—Qué rica hembrita, mueve tu culito —le decía cuando pasaba.
Lucha le devolvía una mirada furiosa.
—Muévete, muévete —le contestaba el tipo.
Los otros tipos se reían y Lucha trataba de evitarlos, pero se sentaban muy cerca de su portón y era imposible.
—¿No quieres chupármela? —le dijo un día el tipo.
Lucha se le acercó.
—¡Huevón! ¡Cállate! —le contestó.
El hombre se puso rígido.
—¡Déjala! ¡Déjala! —le gritaron los otros. Uno le cogió el brazo y lo jaló hacia ellos. —
Puta de mierda —masculló el hombre.
Desde entonces, Lucha redujo sus horas de deporte. Supo que el tipo vivía en la casa de al lado. No había
reparado antes en él, pero ahora lo veía con frecuencia en la bodega y en el horno donde compraba el pan. El
hombre parecía mirarla con rabia. Lucha dejó de saludar indistintamente a los vecinos, porque ya no sabía cuáles
eran los groseros que podían tener amistad con aquel. Cuando lo veía, evitaba su rostro y lo esquivaba cuando lo
cruzaba por la calle.
Para entretenerse, acudía a la biblioteca de la universidad. Ahí se encontró con un profesor bastante gentil, con
cierta autoridad fundada en sus largos años de docencia. Intercambiaron libros y luego se encontraron en algunas
reuniones. Conoció a su esposa, una mujer joven y pálida que la saludaba con cortesía. Una vez el profesor le
prometió un libro que supuso sería muy útil para Lucha. Ella lo fue a buscar varias veces a su oficina, pero no lo
encontró. Una noche, el profesor tocó la puerta de su casa. Ella lo recibió con alegría y lo hizo pasar a la sala. El
hombre parecía algo nervioso. Lucha no supo qué hacer y le invitó un café.
—Te has acostumbrado bastante bien —le dijo él.
—Más o menos —contestó ella—. La falta de agua me molesta. Es penoso tener que recolectarla todos los días.
A Lucha le complacía tener relación con la gente de la universidad. Sentía que podía conversar sobre las
reflexiones que le despertaba su trabajo, las noticias locales y los libros que leía. La principal forma de enterarse
de lo que pasaba en la ciudad era intercambiando opiniones con ellos. Ya que no había un periódico regional, la
radio y los encuentros personales eran una forma de estar informada.
—¿Y qué te parecemos los ayacuchanos?
—Oh, han sido muy hospitalarios conmigo. Lo único que no me gusta es que beben mucho en las reuniones y, si
una no quiere hacerlo, se molestan. Lo consideran una afrenta.
—Ah, eso es en toda la sierra —exclamó él—. El campesino bebe en sus fiestas patronales durante días. La
comunidad entera, hombres y mujeres, hasta perder el sentido.
—Sí, ya lo sé, pero es excesivo.
—Es un pretexto para poder llorar —comentó él—, sin tener vergüenza.
Y a continuación contempló el techo alto de la sala.
—Esta casa es muy antigua, tiene techos de bóveda —señaló.
—Es muy fresca cuando hace calor.
—¿Puedo ver la casa? —inquirió él.
—Sí, claro —respondió ella.
Él se levantó y se dirigió hacia la cocina, que daba al patio.
—Bonita casa —dijo, y luego se acercó hacia el cuarto que estaba al lado de la sala. Era el dormitorio de
Lucha.
—Tienes una cama matrimonial —le dijo.
Y la miró con curiosidad. Lucha se sintió incómoda.

—¿No tienes frío? —le dijo él y trató de rodearle los hombros. Lucha se apartó rápidamente. —
No —contestó irritada.
—Es una cama muy grande para ti —respondió él, tratando de abrazarla de nuevo.
Lucha salió inmediatamente del dormitorio.
—Ya es muy tarde —le dijo—. Es mejor que te vayas.
El hombre salió detrás de ella y se puso la casaca que había dejado sobre la silla del comedor. —Anda a
buscarme a la universidad cuando quieras —subrayó mientras Lucha le abría la puerta. Lo despidió de un portazo.
Estúpido, pensó. ¿Qué se ha creído ese cirio? Se preparó un mate de coca y antes de acostarse ajustó los
cerrojos de las puertas.
La época de lluvias había llegado y el clima se volvió húmedo. Por las mañanas se levantaba con la nariz
congestionada y comenzó a toser en forma intermitente. Se encontró con Charito, que conversaba con dos
amigas en uno de los portales de la plaza.
—Yo creo que debes tomar canchalagua —le recetó Charito—. Además de ser buena planta para el resfriado,
facilita la digestión y la puedes preparar con limón como refresco.
La presentó a sus acompañantes. Eran dos chicas altas, algo gorditas, no pasaban de treinta años y lucían
bastante guapas. Tenían el cabello largo, ondulado y suelto sobre los hombros.
—Son mis amigas —le dijo Charito—. Cuando quieras, podemos hacer jogging[5] hasta el aeropuerto los
domingos por la mañana.
Se había convertido una costumbre en la ciudad correr a lo largo de la carretera los fines de semana desde horas
muy tempranas. El camino hacia el aeropuerto era la distancia preferida por los deportistas. Jóvenes y adultos de
ambos sexos, enfundados en buzos de colores, practicaban el deporte los domingos. Lucha aceptó la invitación,
pero no quedaron en nada concreto. Caminó hacia el mercado para comprar algunos quesos de cabra y enviar a
Lima. En la calle distinguió al mayor de policía, un hombre canoso y fortachón, muy conocido entre los
ayacuchanos. Cruzaron algunas palabras de simpatía. Lucha le estaba agradecida porque siempre le resolvía
algunos problemas que no faltaban en el trabajo, como los permisos que a veces tenía que recabar para que los
promotores del proyecto pudiesen viajar a la zona de la selva ayacuchana con algunos productos, como el
querosene, que estaban restringidos por la presencia del narcotráfico en la región.
—Te he visto conversando en la plaza —le dijo el mayor.
—Ah, sí, con Charito y sus amigas.
—No es una buena compañía, Luchita —le contestó.
—¿Por qué? —objetó sorprendida.
—Yo sé lo que te digo, Luchita —insistió el mayor.
—¿Pero no era tu amiga? Yo también te he visto conversando con ella.
—Por eso mismo, Luchita, yo la conozco —respondió él, moviendo la cabeza con cierto tono de censura. Lucha
se quedó callada. Se despidió de él y continuó caminando. Sintió que le invadía la cólera. ¿Y ahora de qué se
trata? Es porque son bonitas y, si son alegres, peor, se dijo. Estuvo reflexionando en ello los días siguientes y
rememoró algunas escenas. Recordaba haber visto a las chicas en la yogurtería por las tardes, platicando
entretenidamente con algunos parroquianos a la hora en que la gente salía a pasear por la plaza. Era un trío que
no dejaba de ser llamativo en la esquina de la tienda.
Aquella semana llovió intensamente y el muro de adobes que rodeaba parte del patio interior de su casa se
desplomó con la lluvia torrencial. Tuvo que hablar con la dueña y contratar a un par de albañiles para que le
reconstruyeran la pared. Una noche en que se encontraba cocinando, descubrió que se habían robado la ropa
colgada en el cordel.
Asustada y provista de una linterna, revisó sus pertenencias y vio que además se habían llevado varias cajas con
medicinas y alimentos. Como todavía no estaba reparada la pared derruida, tuvo miedo. Se dio cuenta de que era
muy fácil entrar a la casa desde la calle. Llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes, recorrieron las calles
laterales y los vecinos se alarmaron. Lucha les explicó que le habían robado. Uno de los muchachos vecinos se
ofreció a subirse a los techos a revisar si había huecos. Era el hijo del hombre grosero que le hacía comentarios
vulgares cuando ella paseaba en bicicleta. Al poco tiempo llegó el tipo furioso.
—Esa mujer es una loca —les gritó a los policías señalando a Lucha—, se ha peleado con todos los vecinos. Y
llamó a su hijo dando alaridos.
—Oiga, ¡déjelo! —protestó Lucha—. Él me está ayudando.
El hombre cogió del brazo a su hijo y lo arrastró dándole empellones hacia su casa. Los policías tranquilizaron a
Lucha.
—Ese tipo es un malcriado —les dijo indignada—. Es un descarado.

Una vecina le explicó confidencialmente a Lucha que ese hombre era un antiguo policía que había sido dado de
baja por comportamiento violento. Le pegaba a su mujer y a sus hijos y era un borracho. Lucha se despidió de la
gente y se encerró en su casa. Inspeccionó los seguros de las puertas y ventanas y decidió comprarse candados
grandes para instalarlos al día siguiente. La imagen del tipo exaltado alardeando en medio de la calle le molestó.
Resolvió tener más cuidado. Los vecinos no eran todos de fiar.
Al atardecer del día siguiente, cuando regresaba de hacer las compras de la semana, vio a un grupo de chicos
jugando en la acera de su casa. Entre ellos distinguió al hijo del vecino, el muchacho que había intentado
ayudarla la noche anterior.
—Por culpa de esa, mi papá me ha agarrado a latigazos anoche[6] —exclamó el chico, lanzándole una mirada
cargada de violencia. Los otros la miraron también. Lucha se sintió desnudada. Ingresó inmediatamente a la casa
y cerró con fuerza el portón.
La habían invitado a una reunión por la noche y pensó que le convenía salir para despejarse un poco. Casi no
había podido trabajar en la oficina, apurando a los albañiles para que terminaran la construcción y buscando a un
cerrajero que le reemplazara las bisagras oxidadas de las puertas[7]. Siendo día de semana prefería acostarse
temprano, pero la inseguridad de la casa producida por los desmanes del aguacero le
generaba una cierta inquietud y temía no poder dormir[8]. Se preparó una infusión de azahar muy cargada y se
fue a la fiesta. Era un grupo pequeño, gente que trabajaba en algunas instituciones con las que se relacionaba y
había también algunos desconocidos. Uno de los asistentes la enlazó por la cintura[9]. —¿Qué hace una mujer
solita en Ayacucho? —le preguntó mientras bailaban.
—¿Me conoces de algún sitio? —respondió inquieta.
—Aquí todos nos conocemos —contestó él desdeñosamente.
Alguien bromeó y dijo que Lucha no estaba sola sino que era amiga de los visitantes asiduos de la Cámara de
Comercio. La gente estaba ya borracha y reía. ¿Cómo iba a estar sola Luchita?, repetían. Siempre estaba bien
acompañada, decían jocosamente. Lucha comenzó a inquietarse[10]. ¿Sabían dónde vivía? ¿Que estaba sola? El
resto de la noche permaneció ensimismada y pidió a una de las mujeres que la acompañara a tomar un taxi en la
plaza. Una pareja de esposos se ofreció a llevarla. Las calles estaban bastante oscuras y la iluminación era muy
débil. Al llegar a su casa abrió el portón y cruzó raudamente el jardín. Cerró las puertas y las aseguró con
candados. Tengo que poner más luces afuera, pensó. Revisó su linterna y notó que le faltaba una pila. No sirve
para nada, razonó, y la arrojó sobre la mesa. Recolectó velas y fósforos y los puso sobre la mesa de noche. Trató
de dormir, pero escuchaba ruidos en el techo. Las paredes eran de quincha, al estilo de las construcciones
antiguas, de caña empastada con barro, y crujían permanentemente. Era imposible distinguir pasos humanos o
pisadas de gatos. Al menor ruido, llamo a la policía, pensó. La puerta del patio era de listones de madera y de
consistencia muy frágil. De una patada la pueden destrozar, se dijo. Pero ella escucharía los ruidos y correría
hacia la calle. ¿Tendría tiempo de cruzar el jardín? Dio vueltas en la cama durante la noche sin poder conciliar el
sueño. Se levantó en la madrugada al escuchar las campanadas de la iglesia vecina. Por primera vez desde que
había llegado a la ciudad sintió que era una foránea. Aquel día decidió no comprar yogur a pesar de que se le
había acabado. No quería pasar por la tienda y que la vieran conversando con Charito y sus amigas.
Cuando iba a la municipalidad a recoger unos documentos, se encontró con una señora integrante de una antigua
familia ayacuchana y que trabajaba como directora de una institución.
—Ay, Luchita —le dijo afligida—. No sé si ya sabes lo que ha pasado. Una desgracia, una verdadera tragedia. —
No, no sé nada —contestó Lucha.
—Quién lo iba a decir, aquí, en la ciudad, ya ha llegado la plaga.
—¿Qué ha pasado?
—La gente está comentando en todos los sitios, hijita. La semana pasada un paciente murió de sida. —
¿Cómo?
—Sí, de sida, imagínate.
—¿Cómo ha sabido usted?
—Me lo comentaron en el consultorio del doctor Capuñay.
Era el dentista del hospital.
—Me lo ha dicho también la señora Rojas, la obstetriz —exclamó compungida la mujer—. Tenemos que hacer
algo por nuestra juventud.
—Bueno, es una pena, así ocurre en todo el país.
—Pero tenemos que detenerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Tanta corrupción, tanto alcohol —
continuaba la mujer— hay mucha vida indecente, demasiada inmoralidad.

Aquel día en la Cámara de Comercio, cuando Lucha fue a almorzar, la dueña se acercó a conversar con ella. —
Dicen que van a hacer campañas preventivas en los colegios —le explicó a Lucha—. Ha estado aquí el director
de salud de la región con otros médicos y con el mayor de la policía. Van a hacer un despistaje. —¿Un
despistaje? Pero tendrían que hacérselo a toda la población.
—No, pues —alegó la mujer—, nada más a los sospechosos.
—¿Y cómo van a saber quiénes son sospechosos? Es imposible.
—Luchita, se sabe, eso aquí se sabe —afirmó la mujer con seguridad.
Lucha rio.
—Están locos.
La mujer la miró desconcertada.
—Pero el mal recién ha comenzado. Además, en la ciudad nos conocemos muy bien y eso facilita la intervención,
eso lo dicen los médicos —continuó.
Ella se alzó de hombros y pidió un menú. Comió sin mucho apetito pensando en el trabajo que tenía atrasado.
Aquí son unos chismosos, caviló mientras intentaba pasar algunas cucharadas de sopa de verduras. De segundo
había un estofado de pollo que se veía muy grasiento, así que apenas pudo comerse el arroz con un poco de
zanahorias guisadas, apartando cuidadosamente la carne y la salsa del resto del plato.
A los tres días fue a una de las bodegas más surtidas de la calle principal, que quedaba al lado de los portales de
la plaza. Se encontró con uno de los abogados que trabajaban en el juzgado.
—¿Ha sabido ya, Luchita? —le preguntó él.
—¿Qué?
—Lo del sida.
—Sí, ya me han contado.
—Han detenido a varios sospechosos.
—¿Pero cómo van a hacer eso?
—Yo sé de nueve personas a las que se han llevado al hospital a hacerles análisis. —
Pero no puede ser —exclamó Lucha asombrada.
El abogado continuó distraídamente.
—Qué tal castigo. Es como la sífilis antiguamente, de noche con Venus y de día con arsénico. Porque se
medicaba con arsénico. Muchos se morían con la cura, ¿sabía usted?
Lucha ya no escuchaba.
—Es una llamada de atención para los muchachos, para la gente de vida ligera, digan lo que digan, es una
verdadera muestra del abandono de las buenas costumbres[11]. La sociedad ayacuchana, de tanto sufrir con el
terrorismo, se ha relajado mucho —exclamó sombríamente.
Lucha se despidió precipitadamente y salió del local. Al dar la vuelta en una esquina se tropezó cara a cara con la
empleada que trabajaba en la municipalidad.
—Luchita, Luchita, ¿adónde vas tan apurada? Hace tiempo que no te veo.
—Uf, he tenido mucho trabajo —contestó.
—Oye, se han llevado a las mujeres esas, a las de la yogurtería.
—¿Cómo?
—Sí, a varios los han llevado al hospital para ver si estaban contagiados de sida. A las tres mujeres también les
han obligado a hacerse el examen.
—¿Pero por qué? ¿Cuándo?
La mujer abrió los ojos.
—¿Cómo que por qué? Por prevención, pues. Porque una de ellas trabajaba en el hospital y allá todo el mundo
se ha enterado. Ayer las obligaron a ir. Imagínate. Con el mayor de policía y todo. —Ah, bueno, qué sorpresa —
contestó Lucha automáticamente.
Continuó caminando sin levantar la vista. Al llegar a la esquina vio a Charito que estaba parada en la puerta de la
tienda, como siempre. Cruzó la vereda, pero no pudo evitar que sus ojos se encontraran con los de ella. Volvió
entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por otra calle.
Dime sí
(Pilar Dughi, Lima 1956 - 2006

Cuando la vendedora de la tienda vio a la mujer salir a la Calle vestida con una blusa que no había pagado, corrió
hacia la puerta de salida, pero por alguna extraña razón no hizo nada para detenerla. Tal vez fue intimidada por la
gente que cruzaba la acera, o quizá no sabía exactamente qué hacer. Si gritar o llamar al vigilante de seguridad
del establecimiento. Esa noche la reprendieron y tuvo que pagar de su sueldo el precio de la prenda. Cuando
regresó a su domicilio, todavía seguía confundida por lo que había ocurrido en su primera semana de trabajo. La
mujer que huyó con la blusa se introdujo a un automóvil rumbo a su casa. Ella sabía perfectamente lo que había
hecho, y no tenía el menor remordimiento. Aquella tarde tuvo el súbito impulso de cometer un acto temerario que
la sacudiera de la rutina. Consideraba que su vida era aburrida. Estaba cansada de salir con sus amigas al cine y
luego tomar un invariable trago en un lugar conocido y monótono.
Pero también sabía que lo que la hacía languidecer era una funesta soledad. Sus amigas hablaban de los novios,
los maridos, o de lo solas que se sentían por no tenerlos. Una vez una de ellas dijo que ya no había hombres
disponibles en la ciudad. La mayoría de las amigas tenía treinta años, y decían que los hombres apropiados de
acuerdo a edad ya estaban casados y tenían hijos. O eran divorciados o viudos, y en esos casos siempre existía
la posibilidad de un trauma encubierto que aparecería en cualquier momento. O hijos insoportables, o un pasado
desdichado, o una

historia de infidelidad. Cuando la charla llegaba a este punto, las voces se apagaban, y un clima de tristeza las
invadía.
Había tenido varias parejas, pero ni se había casado ni había tenido hijos. Como ya llegaba a los treinta y dos
años, suponía que si no se apuraba, las posibilidades de encontrar un novio adecuado se volvían cada vez más
lejanas. Se sentía defraudada. Cuatro años habían pasado desde que terminó con su último acompañante.
Pensaba todo aquello en lo más íntimo de sí misma, aunque exteriormente no lo manifestara. Cada vez valoraba
más su trabajo, como relacionista pública en una empresa de publicidad, pero aquello resultaba insuficiente.
Consideraba que el trabajo, la familia o las amigas no tenían la misma importancia que una pareja.
A veces tenía ráfagas de mal humor y sus padres decían que su carácter se estaba agriando. Tenía dos
hermanas casadas, con hijos, y los sobrinos ya la llamaban tía, y aquello le desagradaba. Le gustaba tomar vino
en las veladas familiares, lo que hacía que su madre la observara con desconfianza porque pensaba que una
mujer soltera que bebía por placer podía inclinarse hacia una peligrosa curva de conducta que terminaría en el
desorden. Existía el antecedente de una tía soltera que se volvió alcohólica, y el recuerdo de sus últimos días en
un hospital aparecía con cierta frecuencia en las pláticas familiares. Las salidas nocturnas de los fines de semana
que se prolongaban hasta la madrugada también despertaban sospechas. Pero ella tenía la certeza de que la
mayoría de las fantasías de sus hermanas y padres desaparecería el día en que conocieran al novio oficial.
Una noche quedó en encontrarse con una amiga en el café Haití en Miraflores. Hacía calor, era verano, y le
provocó sentarse en las mesitas’ exteriores al lado de la calle. Pidió una copa de vino y la tomó. Como su amiga
no llegaba, pidió otra y también la tomó. Estaba ensimismada en la espera, cuando vio llegar a un grupo de gente
en animada conversación. Eran sus hermanas con sus esposos y unos amigos. Reparó soslayadamente que la
miraban con compasión. Los ojos iban desde las copas vacías hasta ella y viceversa. Además era sábado por la
noche, y podían suponer que ella estaba sola y que estaría sola en las horas siguientes. Después de saludarla, el
grupo se sentó en una mesa no muy lejana. Sintió las miradas clavadas en su espalda y tuvo deseos que su
amiga llegase cuanto antes a la cita. Pero aquello no ocurría, así que tuvo que pagar la cuenta y marcharse. En el
camino de regreso a su casa, reflexionó sobre lo absurdo de la situación en que se veía prisionera. Sentarse sola
a tomar vino un sábado por la noche en un lugar céntrico despertaba algunas interrogantes y comentarios. Casi
los podía escuchar. Qué sola está. ¿Por qué tomará tanto? Pobre, pasar así un sábado por la noche. Es que ha
tenido mala suerte. Y a continuación comenzarían los relatos sobre sus antiguas’ parejas, sus defectos, y claro,
también se mencionarían los problemas de carácter que ella tenía. Alguna voz bondadosa sugeriría buscar un
novio, y se entretendrían un breve período de tiempo eligiendo al candidato, y luego se olvidarían y pasarían a
otro tema de plática,
Le gustaba el cine, y en ocasiones había ido a ver alguna película por la tarde. Había abandonado los horarios
nocturnos porque temía encontrarse con conocidos. Veía a hombres solos eventualmente, pero muy rara vez vio
a una mujer solitaria entre las butacas. Alguna vez pensó en irse del país a cualquier otra ciudad en donde no
fuera extraño ver a una mujer sola en un cine los sábados por la noche. Pero no tenía ahorros para hacerlo y sus
motivaciones no eran muy sólidas.
Aquella noche cuando llego a su casa, no tenía sueño. Estuvo leyendo algunas revistas en inglés y encontró algo
que le llamó la atención. Una página de correo del corazón. Los subscriptores eran de diferentes ocupaciones y
edades. Algunos querían correspondencia con extranjeras, e incluso señalaban las nacionalidades posibles. Entre
todos los propuestos, seleccionó tres que le parecieron convenientes.

Inmediatamente escribió una carta en inglés bastante escueta y tratando de ser lo más cautelosa posible en la
información que brindaba.
Al otro día envió copias a las direcciones indicadas. Sospechaba que había hecho algo desatinado, pero en los
días siguientes comenzó a entusiasmarse. Había escuchado historias de muy diversa índole sobre aquellos
asuntos amorosos establecidos por carta. Desde trata de blancas hasta posibles psicópatas que buscaban
mujeres con dinero para asesinarlas. Pero también conocía de uno que otro caso que había tenido un final feliz.
El último que recordaba era el de una muchacha que se había carteado con un sueco interesado en coleccionar
estampillas de todo el mundo. Un día el sueco llegó a Lima, conoció a la mujer con la que mantenía
correspondencia, la invitó a Estocolmo, y ahora vivían casados con tres hijos en alguna ciudad de Europa.
Aunque la historia había despertado ciertas interpretaciones escépticas entre sus amigas, algunas no dejaron de
manifestar un encendido interés. Pero nunca se habló entre ellas si es que se habían atrevido a iniciar una
correspondencia de tal naturaleza. Estaba segura, además, que sus amigas se burlarían apenas les contase el
hecho, así que guardé el secreto.
A las pocas semanas recibió ocho respuestas. Una de ellas era de un ingeniero de Boston, cuarenta años,
divorciado, dos hijos, con un empleo estable en una empresa envasadora de alimentos, al que le gustaba bailar,
pescar, cazar y los deportes de aventura. Afirmaba que estaba buscando una esposa y deseaba tener una familia.
El segundo era un hombre de cincuenta años, divorciado, sin hijos, que laboraba en una empresa de transportes,
viajaba. mucho por USA, le gustaba la música, el cine y conocía algunos países de América Latina. Señalaba que
estaba interesado en cultivar una buena amistad, básicamente.
Entre los dos, evaluó que el primero tenía pretensiones poco mesuradas. Además a ella no le gustaba ni pescar,
ni cazar, ni los deportes de aventura. Sobre el segundo, le llamó la atención que a los cincuenta años no hubiera
tenido hijos, pero luego supuso que los hombres no tenían una idea de la paternidad tan concreta como lo era la
maternidad para las mujeres. Le pareció, además sensible, y su lenguaje parecía ser más educado que el
primero. Contestó la carta del segundo y se explayó sobre sí misma. Relató la historia de su familia, sus
actividades cotidianas, algunas reflexiones sobre la vida, el futuro, y agregó algo sobre sus habilidades
personales como cocinar y el confeccionarse ella misma su ropa. Tuvo especial cuidado en no mencionar la
palabra matrimonio por ningún lugar.
En el transcurso de las semanas siguientes, la correspondencia se hizo regular. Recibía una carta semanal y
contestaba inmediatamente. E! norteamericano desde las primeras cartas, le explicaba que había llegado a una
etapa de su vida en que sentía que había trabajado demasiado por acumular dinero, y ahora no lo disfrutaba.
Deseaba volver a recuperar el gusto por aquellas actividades que hacían felices a los otros, como viajar, conocer
gente, descansar en una cabaña en la montaña o recorrer una ciudad desconocida. Lamentaba haberse dado
cuenta de esto bastante tarde, y añadía que si se hubiera casado un tiempo atrás, no se hubiera divorciado. Tenía
algunas propiedades que había comprado con mucho esfuerzo porque su familia era de origen humilde, y en la
actualidad estaba constituyendo una gran empresa semejante a aquella en la que había trabajado gran parte de
los últimos años. Pero ya no quería organizar su existencia en función del trabajo, y el deseo de conocer gente
distinta lo había llevado a inscribirse en el correo de la revista en cuestión. Le avergonzaba un poco haber tenido
que recurrir a este medio, pero le divertía saber que a ella le había pasado lo mismo.
Creyó distinguir entre líneas que la soledad de él era una falta de afecto que se hacía evidente a cierta edad.
Quizá se trataba de esos hombres que viven libremente durante mucho tiempo, hasta que llega el momento en
que desean descansar, tener una casa y una familia acogedora. Había escuchado muchas veces que la sociedad
norteamericana era violenta y la gente vivía con mucho estrés. Además ella conocía a empresarios que después
de una larga soltería empedernida terminaban añorando el hogar de la infancia. Ella estaba en circunstancias algo
parecidas, así que le pareció que ambos se complementaban.
En todo aquel tiempo, él la había llamado numerosas veces por teléfono. Su voz era cálida y afectuosa y las
conversaciones prolongadas estaban envueltas en una tenue atmósfera erótica. Su madre y sus hermanas no
tardaron en identificar las llamadas misteriosas del extranjero. Aunque fue discreta desde el inicio, la impaciencia
que demostraba ante cada timbre telefónico de larga distancia, y la correspondencia ininterrumpida, comenzaron
a despertar conjeturas en la familia. Se barajaron ciertos comentarios sobre el peligro de salir con hombres
desconocidos, sobre la facilidad con la que muchas personas mentían acerca de su vida, sobre las sorpresas que
aguardaban a las mujeres ingenuas. Estuvo entonces alerta respondiendo a cada frase malintencionada y
aquello, lejos de desanimarla, la dotaba de renovado vigor para reiterar sus expectativas.
En el transcurso del intercambio postal, el tono de ambos se fue haciendo cada vez más íntimo. Se contaron sus
respectivas historias afectivas, sus ilusiones y las decepciones de sus vidas. Aunque no hablaron del futuro, era
implícito que el primer encuentro sería tal vez determinante. Seguían hablando de una buena amistad, del mutuo
interés, del deseo de por fin conocerse, pero de ahí no pasaba ninguno de los dos. Ella hubiera preferido que él
fuese más decidido, pero luego se alegraba de verlo tan prudente y cuidadoso.
A lo largo de aquellas semanas había ido meditando sobre los riesgos a los que podía estar expuesta
comprometiéndose en una relación a larga distancia. Pero la tranquilizaba el hecho de que él parecía muy sencillo
y natural en sus hábitos cotidianos, y le daba confianza el ver que la conversación entre ambos fluía
espontáneamente. También había cavilado sobre las dificultades del idioma —él nunca le había escrito en
español—, de las diferentes culturas, de la decisión que tendrían que tomar alguna vez sobre si vivir en EEUU o
en Lima, si él se acostumbraría a ella, si congeniarían. Aunque nunca había vivido con nadie, había pasado
alguna semana de vacaciones con sus novios, y opinaba que en la intimidad era donde mejor se conocían las
personas.
Sus amigas notaron en ella una conducta inexplicablemente reservada, y sin necesidad de insistir mucho lograron
que les con- tara la historia. Los opiniones fueron encontradas, desde algunas que consideraban el asunto como
una locura, hasta otras, la mayoría, que apostaban porque el vínculo evolucionaría felizmente. Leyeron la
correspondencia y vieron las fotos. Poco a poco llegaron a la conclusión de que cuando el amor llegaba, no debía
ser despreciado. Consideraban que ese empeño que él había demostrado de mantener una correspondencia
sistemática no podía ser gratuito. Un hombre de esa edad no perdía tiempo tan fácilmente. Una amiga contó que
la secretaria de la empresa donde trabajaba había conocido a su esposo, de nacionalidad mexicana, a través de
un sistema de correspondencia. Después de un breve noviazgo de tres meses habían terminado casándose
profundamente enamorados. Él era un buen hombre y ganaba mucho dinero. Entonces algunas señalaron que el
desarrollo de los acontecimientos podía ser exitoso, e insinuaron que tal vez el candidato elegido tendría otros
amigos que pudieran conocer. Les gustó la idea de que ella fuera a residir a EEUU, pues así podrían ir a visitarla
de vez en cuando. Le reprocharon que no hubiera averiguado cómo era la casa de él, y afirmaban que en las
pequeñas ciudades norteamericanas las casas eran grandes, tenían sótano y desván, y tal vez piscina. A todas
les preocupaba el problema del sida y también de la importancia de descartar una vida sexual promiscua.

Ella creyó notar cierta envidia en algunos comentarios, y aseguró que era más precavido de lo que se pudiera
imaginar. Tomó la decisión de ir a EEUU a conocerlo. Había madurado la idea de viajar a Miami, comprar ropa de
ocasión y luego hacer negocio con ella en Lima. De paso, ambos se encontrarían y podrían pasear y hacer planes
para su corta estadía. Se sometió a una rigurosa dieta y se cortó el cabello. Solicitó un préstamo de dinero al
banco para devolverlo en mensualidades, hizo una lista de mercadería que pudiera comprar a buenos precios, y
adquirió un buen juego de maletas de cuero. Se despidió de su familia sin explicar las razones del viaje, aunque
supuso que ellos las presentían.
El avión salía por la noche, así que la acompañaron al aeropuerto su cuñado y su hermana, y aunque no se habló
explícita mente del cortejante, en la despedida hubo risas y bromas sobre los noviazgos sorpresivos. Durante el
vuelo estuvo releyendo las cartas y contemplando las fotos. En una de ellas, él estaba con una gorrita blanca
vestido con ropa de tenis. Sin ser guapo, tenía el rostro delgado y una nariz larga y fina que le daba cierta
apariencia de fragilidad y ternura. Ella no dejaba de pensar, sin embargo, que debía ser prudente en su conducta,
y estar dispuesta a desaparecer ante el menor signo extraño que descubriera en él. Sin embargo, aquel la
posibilidad la sentía muy alejada, porque tal había sido el nivel de comunicación entre ambos, que creía
conocerlo, si no bien, por lo menos lo suficiente como para confiar mínimamente en su sensatez. Él le había
hablado de unos amigos que vivían en Miami a quien querían que visitaran juntos, así como también algunos
familiares, en cuya casa podrían hospedarse.
EÍ avión aterrizó en medio de un pesado aguacero que produjo fuertes turbulencias. Aunque era la primera vez
que ella iba a Miami, sus amigas le habían informado al detalle cómo tenía que desplazarse y qué trámites debía
realizar. Apenas descendió hacia los pasillos de espera del aeropuerto, distinguió la masa de gente que esperaba
a los viajeros. Era imposible que ella lo reconociera en aquel tumulto, y era más fácil que él ya la hubiese ubicado.
Ella le habla dicho, además, que llevaría puesto un saco verde y unos pantalones azules. Para mayor seguridad,
llevaba un pañuelo de colores en el bolsillo, señal distintiva que ambos habían acordado. Terminó de recoger su
equipaje y pasar por los vistas de aduana, y se dirigió hacia el gentío que se distribuía entre los pasajeros.
AI cabo de una hora ya había paseado por los pasillos y las inmediaciones, y no lo encontraba. Esperó sentada al
lado de sus maletas otta hora más y acudió a informaciones. Temía que él hubiera confundido los horarios de los
vuelos. La azafata verificó los arribos y las llegadas programadas de los aviones, y comprobó que la mayoría
habían aterrizado puntualmente, así que las posibilidades de equivocación eran remotas. Cuando ya habían
pasado tres horas, decidió llamar al teléfono que él le había dado de la ciudad de Miami. Le contestó una voz
soñolienta como llamada equivocada. Llamó también a Oklahoma, pero nadie respondió. Cansada por los
ajetreos y emociones de las últimas veinticuatro horas, acudió a sentarse a un snack del aeropuerto. Pidió una
copa de vino y se la tomó. A la cuarta copa notó, en medio de la algarabía de niños que correteaban entre las
mesas, a un par de ancianas que la miraban con curiosidad. Intuyó entonces, con luminosa claridad, que la
historia recién estaba comenzando.
EXAMEN PARCIAL

De color modesto
(Julio Ramón Ribeyro Zúñiga, Lima 1929-1994)

Lo primero que hizo Alfredo al entrar a la fiesta fue ir directamente al bar. Allí se sirvió dos vasos de ron y
luego, apoyándose en el marco de una puerta, se puso a observar el baile. Casi todo el mundo estaba
emparejado, a excepción de tres o cuatro tipos que, como él, rondaban por el bar o fumaban en la terraza un
cigarrillo.
Al poco tiempo comenzó a aburrirse y se preguntó para qué había venido allí. Él detestaba las fiestas, en
parte porque bailaba muy mal y en parte porque no sabía qué hablar con las muchachas. Por lo general, los
malos bailarines retenían a su pareja con una charla ingeniosa que disimulaba los pisotones e, inversamente,
los borricos que no sabían hablar aprendían a bailar tan bien que las muchachas se disputaban por estar en sus
brazos. Pero Alfredo, sin las cualidades de los unos ni de los otros, pero con todos sus defectos, era un ser
condenado a fracasar infaliblemente en este tipo de reuniones.
Mientras se servía el tercer vaso de ron, se observó en el espejo del bar. Sus ojos estaban un poco
empañados y algo en la expresión blanda de su cara indicaba que el licor producía sus efectos. Para
despabilarse, se acercó al tocadiscos donde un grupo de muchachas elegía alegremente las piezas que luego
tocarían.
—Pongan un bolero —sugirió.
Las muchachas lo miraron con sorpresa. Sin duda se trataba de un rostro poco familiar. Las fiestas de
Miraflores, a pesar de realizarse semanalmente en casas diferentes, congregaban a la misma pandilla de
jovenzuelos en busca de enamorada. De esos bailes sabatinos en residencias burguesas salían casi todos los
noviazgos y matrimonios del balneario.
—Nos gusta más el mambo —respondió la más osada de las muchachas—. El bolero está bien para los viejos.
Alfredo no insistió pero mientras regresaba al bar se preguntó si esa alusión a los viejos tendría algo que ver con
su persona. Volvió a observarse en el espejo. Su cutis estaba terso aún pero era en los ojos donde una precoz
madurez, pago de voraces lecturas, parecía haberse aposentado. «Ojos de viejo», pensó Alfredo desalentado, y
se sirvió un cuarto vaso de ron.
Mientras tanto, la animación crecía a su alrededor. La fiesta, fría al comienzo, iba tomando punto. Las parejas
se soltaban para contorsionarse. Era la influencia de la música afrocubana, suprimiendo la censura de los
pacatos e hipócritas habitantes de Lima. Alfredo caminó hasta la terraza y miró hacia la calle. En la calzada se
veían ávidos ojos, cabezas estiradas, manos aferradas a la verja. Era gente del pueblo, al margen
de la alegría.
Una voz sonó a sus espaldas:
—¡Alfredo!
Al voltear la cabeza se encontró con un hombrecillo de corbata plateada, que lo miraba con incredulidad. —
Pero ¿qué haces aquí, hombre? Un artista como tú…
—He venido acompañando a mi hermana.
—No es justo que estés solo. Ven, te voy a presentar unas amigas.
Alfredo se dejó remolcar por su amigo entre los bailarines, hasta una segunda sala, donde se veían algunas
muchachas sentadas en un sofá. Una afinidad notoria las había reunido allí: eran feas. —Aquí les presento a un
amigo —dijo, y sin añadir nada más, lo abandonó.
Las muchachas lo miraron un momento y luego siguieron conversando. Alfredo se sintió incómodo. No supo si
permanecer allí o retirarse. Optó heroicamente por lo primero pero tieso, sin abrir la boca, como si fuera un ujier
encargado de vigilarlas. Ellas elevaban de cuando en cuando la vista y le echaban una rápida mirada, un poco
asustadas. Alfredo encontró la idea salvadora. Sacó su paquete de cigarrillos y lo ofreció al grupo.
—¿Fuman?
La respuesta fue seca:
—No, gracias.
Por su parte, encendió uno y al echar la primera bocanada de humo, se sintió más seguro. Se dio cuenta que
tendría que iniciar una batalla.
—¿Ustedes van al cine?
—No.
Aún aventuró una tercera pregunta:
—¿Por qué no abrirán esa ventana? Hace mucho calor.
Esta vez fue peor: ni siquiera obtuvo respuesta. A partir de ese momento ya no despegó los labios. Las
muchachas, intimidadas por esa presencia silenciosa, se levantaron y pasaron a la otra sala. Alfredo quedó solo
en la inmensa habitación, sintiendo que el sudor empapaba su camisa.
El hombrecillo de la corbata plateada reapareció.
—¿Cómo?, ¿sigues parado allí? ¡No me dirás que no has bailado!
—Una pieza —mintió Alfredo.
—Seguramente que todavía no has saludado a mi hermana. Vamos, está aquí con su enamorado. Ambos
pasaron a la sala vecina. La dueña del santo bailaba un vals criollo con un cadete de la Escuela Militar.
—Elsa, aquí Alfredo quiere saludarte.
—¡Ahora que termine la pieza! —respondió Elsa sin interrumpir sus rápidas volteretas. Alfredo quedó cerca,
esperando, meditando uno de los habituales saludos de cumpleaños. Pero Elsa empalmó ese baile con el
siguiente y enseguida, del brazo del cadete, se encaminó alegremente hacia el comedor, donde se veía una
larga mesa repleta de bocaditos.
Alfredo, olvidado, se acercó una vez más al bar. «Tengo que bailar», se dijo. Era ya una cuestión de orden
moral. Mientras bebía el quinto trago, buscó en vano a su hermana entre los concurrentes. Su mirada se cruzó
con la de dos hombres maduros que observaban lujuriosamente a las niñas y de inmediato se vio asaltado por
un torbellino de pensamientos lúcidos y lacerantes. ¿Qué podía hacer él, hombre de veinticinco años, en una
fiesta de adolescentes? Ya había pasado la edad de cobijarse «a la sombra de las muchachas en flor». Esta
reflexión trajo consigo otras, más reconfortantes, y lanzando la vista en torno suyo, trató de ubicar alguna chica
mayor a quien no intimidaran sus modales ni su inteligencia.
Cerca del vestíbulo había tres o cuatro muchachas un poco marchitas, de aquellas que han dejado pasar su
bella época, obsesionadas por algún amor loco y frustrado, y que llegan a la treintena sin otra esperanza que la
de hacer, ya que no un matrimonio de amor, por lo menos uno de fortuna.
Alfredo se acercó. Su paso era un poco inseguro, al extremo que algunas parejas con las que tropezó lo miraron
airadas. Al llegar al grupo tuvo una sorpresa: una de las muchachas era una antigua vecina de su infancia.
—No me digas que he cambiado mucho —dijo Corina—. Me vas a hacer sentir vieja. —Y lo presentó al resto del
grupo.
Alfredo departió un rato con ellas. Las cinco copas de ron lo frivolizaban lo suficiente como para responder a la
andanada de preguntas estúpidas. Advirtió que había un clima de interés en torno a su persona. —¿Ya habrás
terminado tu carrera? —indagó Corina.
—No. La dejé —respondió francamente Alfredo.
—¿Estás trabajando en algún sitio?
—No.
—¡Qué suerte! —intervino una de las chicas—. Para no trabajar habrá que tener muy buena renta. Alfredo la
miró: era una mujer morena, bastante provocativa y sensual. En el fondo de sus ojos verdes brillaba un punto
dorado, codicioso.
—Pero, entonces, ¿a qué te dedicas? —preguntó Corina.
—Pinto.
—Pero… ¿de eso se puede vivir? —inquirió la morena, visiblemente intrigada.
—No sé a qué le llamará usted vivir —dijo Alfredo—. Yo sobrevivo, al menos.
A su alrededor se creó un silencio ligeramente decepcionado. Alfredo pensó que era el momento de sacar a
bailar a alguien, pero sólo tocaban la maldita música afrocubana. Se arriesgaba ya a extender la mano hacia la
morena, cuando un hombre calvo, elegante, con dos puños blancos de camisa que sobresalían insolentemente
de las mangas de su saco, irrumpió en el grupo como una centella.
—¡Ya todo está arreglado, regio! —exclamó—. Mañana iremos a Chosica con Ernesto y Jorge. Las tres
hermanas Puertas vendrán con nosotros. ¿No les parece regio? Lo mismo que Carmela y Roxana. Hubo un
estallido de alegría.
—Te presento a un amigo —dijo Corina, señalando a Alfredo.
El calvo le estrechó efusivamente la mano.
—Regio, si quiere puede venir también con nosotros. Nos va a faltar sitio para Elsa y su prima. ¿Quiere
usted llevarlas en su carro?
Alfredo se sintió enrojecer.
—No tengo carro.
El calvo lo miró perplejo, como si acabara de escuchar una cosa absolutamente insólita. Un hombre de
veinticinco años que no tuviera carro en Lima podría pasar por un perfecto imbécil. La morena se mordió los
labios y observó con más atención el terno, la camisa de Alfredo. Luego le volvió lentamente la espalda. El vacío
comenzó. El calvo había acaparado la atención del grupo, hablando de cómo se distribuirían en los carros,
cómo se desarrollaría el programa del domingo.
—¡Tomaremos el aperitivo en Los Ángeles! Luego almorzaremos en Santa María, ¿no les parece regio?
Más tarde haremos un poco de footing…
Alfredo se dio cuenta de que allí también sobraba. Poco a poco, pretextando mirar los cuadros, se fue
alejando del grupo, se tropezó con un cenicero y cuando llegó al bar, escuchó aún la voz del calvo que
bramaba:
—¡Almorzaremos en el río, regio!
—¡Un ron! —dijo a la chica que estaba detrás del mostrador.
La chica lo miró enojada.
—¿No ha oído? ¡Un ron!
—Sírvaselo usted. Yo no soy la sirvienta —contestó, y se retiró deprisa.
Alfredo se sirvió un vaso hasta el borde. Volvió a mirarse en el espejo. Un mechón de pelo había caído
sobre su frente. Sus ojos habían envejecido aún más. «Su mirada era tan profunda que no se la podía ver»,
musitó. Vio sus labios apretados: signo de una naciente agresividad.
Cuando se disponía a servirse otro, divisó a su hermana que atravesaba la sala. De un salto estuvo a su
lado y la cogió del brazo.
—Elena, vamos a bailar.
Elena se desprendió vivamente.
—¿Bailar entre hermanos? ¡Estás loco! Además, estás apestando a licor. ¿Cuántas copas te has tomado?
¡Anda, lávate la cara y enjuágate la boca!
A partir de ese momento, Alfredo erró de una sala a otra, exhibiendo descaradamente el espectáculo de su
soledad. Estuvo en la terraza mirando el jardín, fumó cigarrillos cerca del tocadiscos, bebió más tragos en el bar,
rehusó la simpatía de otros solitarios que querían hacer observaciones irónicas sobre la vida social y por último
se cobijó bajo las escaleras, cerca de la puerta que daba al oficio. El ron le quemaba las entrañas.
Al segundo golpe, la puerta del oficio se abrió y una mucama asomó la cabeza.
—Deme un vaso de agua, por favor.
La mucama dejó la puerta entreabierta y se alejó, dando unos pasos de baile. Alfredo observó que en el
interior de la cocina, la servidumbre, al mismo tiempo que preparaba el arroz con pato, celebraba, a su manera,
una especie de fiesta íntima. Una negra esbelta cantaba y se meneaba con una escoba en los brazos. Alfredo,
sin reflexionar, empujó la puerta y penetró en la cocina.
—Vamos a bailar —dijo a la negra.
La negra rehusó, disforzándose, riéndose, rechazándolo con la mano pero incitándolo con su cuerpo.
Cuando estuvo arrinconada contra la pared, dejó de menearse.
—¡No! Nos pueden ver.
La mucama se acercó, con el vaso de agua.
—Baila no más —dijo—. Cerraré la puerta. ¿Por qué no nos vamos a divertir nosotros también? Los
parlamentos continuaron, hasta que al fin la negra cedió.
—Solamente hasta que termine esta pieza —dijo.
Mientras la mucama cerraba la puerta con llave, Alfredo atenazó a la negra y comenzó a bailar. En ese
momento se dio cuenta de que bailaba bien, quizá por ese sentido del ritmo que el alcohol da cuando no lo quita
o simplemente por la agilidad con que su pareja lo seguía. Cuando esa pieza terminó, empezaron la siguiente.
La negra aceptaba la presión de su cuerpo con una absoluta responsabilidad.
—¿Tú trabajas aquí?
—No, en la casa de al lado. Pero he venido para ayudar un poco y para mirar.
Terminaron de bailar esa pieza, entre cacerolas y tufos de comida. El resto de la servidumbre seguía
trabajando y, a veces, interrumpiéndose, los miraban para reírse y hacer comentarios graciosos. —¡Apagaremos
la luz!
—¿Qué cosa hay allí? —preguntó Alfredo, señalando una mampara al fondo de la cocina. —
El jardín, creo.
—Vamos.
La negra protestó.
—Vamos —insistió Alfredo—. Allí estaremos mejor.
Al empujar la mampara se encontraron en una galería que daba sobre el jardín interior. Había una
agradable penumbra. Alfredo apoyó su mejilla contra la mejilla negra y bailó despaciosamente. La música
llegaba muy débil.
—Es raro estar así, ¿no es verdad? —dijo la negra—. ¡Qué pensarán los patrones! —
No es raro —dijo Alfredo—. ¿Tú no eres acaso una mujer?
Durante largo rato no hablaron. Alfredo se dejaba mecer por un extraño dulzor, donde la sensualidad
apenas intervenía. Era más bien un sosiego de orden espiritual, nacido de la confianza en sí mismo readquirida,
de su posibilidad de contacto con los seres humanos.
Una gritería se escuchó en el interior de la casa.
—¡La torta! ¡Van a partir la torta!
Antes de que Alfredo se percatara de lo que sucedía, se encendió la luz de la galería, se abrió la puerta del
jardín y una fila de alegres parejas irrumpió, cogidas de la cintura, formando un ruidoso tren, tocando pitos,
gritando a voz en cuello:
—¡Vengan todos que van a partir la torta!
Alfredo tuvo tiempo de observar algo más: no habían estado solos en la galería. En las mesitas cobijadas a
la sombra de la enramada, algunas parejas se habían refugiado y ahora, sorprendidas también, se despertaban
como de un sueño.
El ruidoso tren dio unas vueltas por el jardín y luego se encaminó hacia la galería. Al llegar delante de
Alfredo y de la negra, la gritería cesó. Hubo un corto silencio de estupor y el tren se desbandó hacia el interior
de la casa. Incluso las parejas, desde el fondo de los sillones, se levantaron y los hombres partieron, arrastrando
a sus mujeres de la mano. Alfredo y la negra quedaron solos.
—¡Qué estúpidos! —dijo sonriendo—. ¿Qué les sucede?
—Me voy —dijo la negra, tratando de zafarse.
—Quédate. Vamos a seguir bailando.
Por la fuerza la retuvo de la mano. Y la hubiera abrazado nuevamente, si es que un grupo de hombres,
entre los cuales se veía al dueño de la casa y al hombrecillo de la corbata plateada, no apareciera por la puerta
de la cocina.
—¿Qué escándalo es éste? —decía el dueño, moviendo la cabeza.
—Alfredo —balbuceó el hombrecillo—. No te la des de original.
—¿No tiene usted respeto por las mujeres que hay acá? —intervino un tercer caballero. —Váyase usted
de mi casa —ordenó el dueño a la negra—. No quiero verla más por aquí. Mañana hablaré con sus
patrones.
—No se va —respondió Alfredo.
—Y usted sale también con ella, ¡caramba!
Algunas mujeres asomaban la cabeza por la puerta de la cocina. Alfredo creyó reconocer a su hermana
que, al verlo, dio media vuelta y se alejó a la carrera.
—¿No ha oído? ¡Salga de aquí!
Alfredo examinó al dueño de casa y, sin poderse contener, se echó a reír.
—Está borracho —dijo alguien.
Cuando terminó de reír, Alfredo soltó el brazo de la negra.
—Espérame en la calle Madrid. —Y abotonándose el saco con dignidad, sin despedirse de nadie, atravesó
la cocina, la sala donde el baile se había interrumpido, el jardín, y, por último, la verja de madera. «Caballísimo
de mí», pensó mientras se alejaba hacia su casa, encendiendo un cigarrillo. Al llegar a su bajo muro se detuvo:
por la ventana abierta de la sala se veía su padre, de espaldas, leyendo un periódico. Desde que tenía uso de
razón había visto a su padre a la misma hora, en la misma butaca, leyendo el mismo periódico. Un rato
permaneció allí. Luego se mojó la cabeza en el caño del jardín y se encaminó a la calle Madrid.
La negra estaba esperándolo. Se había quitado su mandil de servicio y en el apretado traje de seda su
cuerpo resaltaba con trazos simples y perentorios, como un tótem de madera. Alfredo la cogió de la mano y la
arrastró hacia el malecón, lamentando no tener plata para llevarla al cine. Caminaba contento, en silencio, con la
seguridad del hombre que reconduce a su hembra.
—¿Por qué hace usted esto? —preguntó la negra.
—¡Va! No interesa.
—Mañana no se acordará de nada.
Alfredo no respondió. Estaba otra vez al lado de su casa. Pasando su brazo sobre el hombro femenino, se
apoyó en el muro y quedó mirando por la ventana, donde su padre continuaba leyendo el periódico. Alguna
intuición debió tener su padre, porque fue volteando lentamente la cabeza. Al distinguir a Alfredo y a la negra,
quedó un instante perplejo. Luego se levantó, dejó caer el periódico y tiró con fuerza los postigos de la ventana.
—Vamos al malecón —dijo Alfredo.
—¿Quién es ese hombre?
—No lo conozco.
Esa parte del malecón era sombría. Por allí se veían automóviles detenidos, en cuyo interior se alocaban y
cedían las vírgenes de Miraflores. Se veían también parejas recostadas contra la baranda del malecón que daba
al barranco. Alfredo anduvo un rato con la negra y se sentó por último en el parapeto.
—¿No quieres mirar el mar? —preguntó—. Saltamos al otro lado y estamos a un paso del barranco. —
¡Qué dirá la gente! —protestó la negra.
—¡Tú eres más burguesa que yo!… Ven, sígueme. Todo el mundo viene a mirar el mar.
Ayudándola a salvar la baranda, caminaron un poco por el desmonte hasta llegar al borde del barranco. El
ruido del mar subía incansable, aterrador. Al fondo se veía la espuma blanca de las olas estrellándose contra la
playa de piedras. El viento los hacía vacilar.
—¿Y si nos suicidamos? —preguntó Alfredo—. Será la mejor manera de vengarnos de toda esta
inmundicia.
—Tírese usted primero y yo lo sigo —rió la negra.
—Comienzas a comprenderme —dijo Alfredo, y cogiendo a la negra de los hombros, la besó rápidamente
en la boca.
Luego emprendieron el retorno. Alfredo sentía nacer en sí una incomprensible inquietud. Estaban saltando
la baranda cuando un faro poderoso los cegó. Se escuchó el ruido de las portezuelas de un carro que se abrían
y se cerraban con violencia y pronto dos policías estuvieron frente a ellos. —¿Qué hacían allá abajo?, ¡a ver, sus
papeles!
Alfredo se palpó los bolsillos y terminó mostrando su Libreta Electoral.
—Han estado planeando en el barranco, ¿no?
—Fuimos a mirar el mar.
—Te están tomando el pelo —intervino el otro policía—. Vamos a llevarlos a la cana. Con una persona de
color modesto no se viene a estas horas a mirar el mar.
Alfredo sintió nuevamente ganas de reír.
—A ver —dijo acercándose al guardia—. ¿Qué entiende usted por gente de color modesto? ¿Es que esta
señorita no puede ser mi novia?
—No puede ser.
—¿Por qué?
—Porque es negra.
Alfredo rió nuevamente.
—¡Ahora me explico por qué usted es policía!
Otras parejas pasaban por el malecón. Eran parejas de blancos. La policía no les prestaba atención. —
Y a ésos, ¿por qué no les pide sus papeles?
—¡No estamos aquí para discutir! Suban al patrullero.
Esas situaciones se arreglaban de una sola manera: con dinero. Pero Alfredo no tenía un céntimo en el
bolsillo.
—Yo subo encantado —dijo—. Pero a la señorita la dejan partir.
Esta vez los guardias no respondieron sino que, cogiendo a ambos de los brazos, los metieron por la
fuerza en el interior del vehículo.
—¡A la comisaría! —ordenaron al conductor.
Alfredo encendió un cigarrillo. Su inquietud se agudizaba. El aire de mar había refrescado su inteligencia.
La situación le parecía inaceptable y se disponía a protestar, cuando sintió la mano de la negra que buscaba la
suya. Él la oprimió.
—No pasará nada —dijo, para tranquilizarla.
Como era sábado, el comisario debía haberse ido de parranda, de modo que sólo se encontraba el oficial
de guardia, jugando al ajedrez con un amigo. Levantándose, dio una vuelta alrededor de Alfredo y de la negra,
mirándolos de pies a cabeza.
—¿No serás tú una polilla? —preguntó echando una bocanada de humo en la cara de la negra—.
¿Trabajas en algún sitio?
—La señorita es amiga mía —intervino Alfredo—. Trabaja en una casa de la calle José Gálvez. Puedo
garantizar por ella.
—Y por usted, ¿quién garantiza?
—Puede llamar por teléfono para cerciorarse.
—Están prohibidos los planes en el malecón —prosiguió el oficial—. ¿Usted sabe lo que es un delito
contra las buenas costumbres? Hay un libro que se llama Código Penal y que habla de eso. —No sé si será
para usted delito pasearse con una amiga.
—En la oscuridad sí y más con una negra.
—Estaban abrazados, mi teniente —terció un policía.
—¿No ve? Esto le puede costar veinticuatro horas de cárcel y la foto de ella puede salir en Última Hora…
—¡Todo esto me parece grotesco! —exclamó Alfredo, impaciente—. ¿Por qué no nos dejan partir? Repito,
además, que esta señorita es mi novia.
—¡Su novia!
El oficial se echó a reír a mandíbula batiente y los policías, por disciplina, lo imitaron. Súbitamente dejó de
reír y quedó pensativo.
—No crea que soy un imbécil —dijo aproximándose a Alfredo—. Yo también, aunque uniformado, tengo mi
culturita. ¿Por qué no hacemos una cosa? Ya que esta señorita es su novia, sígase paseando con ella. Pero
eso sí, no en el malecón, allí los pueden asaltar. ¿Qué les parece si van al parque Salazar? El patrullero los
conducirá.
Alfredo vaciló un momento.
—Me parece muy bien —respondió.
—¡Adelante, entonces! —rió el teniente—. ¡Llévenlos al parque Salazar!
Nuevamente en el patrullero, Alfredo permaneció silencioso. Pensaba en la inclemente iluminación del
parque Salazar, especie de vitrina de la belleza vecinal. La negra buscó su mano, pero esta vez Alfredo la
estrechó sin convicción.
—Tengo vergüenza —le susurró al oído.
—¡Qué tontería! —contestó él.
—¡Por ti, por ti es que tengo vergüenza!
Alfredo quiso hacerle una caricia pero las luces del parque aparecieron.
—Déjennos aquí no más —pidió a los policías—. Les prometo que nos pasearemos por el parque. El
patrullero se detuvo a cien metros de distancia.
—Vigilaremos un rato —dijeron.
Alfredo y la negra descendieron. Bordeando siempre el malecón, comenzaron a aproximarse al parque. La
negra lo había cogido tímidamente del brazo y caminaba a su lado, sin levantar la mirada, como si ella también
estuviera expuesta a una incomprensible humillación. Alfredo, en cambio, con la boca cerrada, no desprendía la
mirada de esa compacta multitud que circulaba por los jardines y de la cual brotaba un alegre y creciente
murmullo. Vio las primeras caras de las lindas muchachas miraflorinas, las chompas elegantes de los apuestos
muchachos, los carros de las tías, los autobuses que descargaban pandillas de juventud, todo ese mundo
despreocupado, bullanguero, triunfante, irresponsable y despótico calificador. Y como si se internara en un mar
embravecido, todo su coraje se desvaneció de un golpe.
—Fíjate —dijo—. Se me han acabado los cigarros. Voy hasta la esquina y vuelvo. Espérame un minuto.
Antes de que la negra respondiera, salió de la vereda, cruzó entre dos automóviles y huyó rápido y encogido,
como si desde atrás lo amenazara una lluvia de piedras. A los cien pasos se detuvo en seco y volvió la mirada.
Desde allí vio que la negra, sin haberlo esperado, se alejaba cabizbaja, acariciando con su mano el borde áspero
del parapeto.

(París, 1961)
Alienación
(Julio Ramón Ribeyro Zúñiga, Lima 1929-1994)

A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y
cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad
colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su
tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en
americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco
o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada
gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo
ni gringo, el resultado de un cruce contranatura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de
sueño rosado a pesadilla infernal.
Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero
que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada
fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre.
Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi.
Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y
mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la
plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el
barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas
calles y sabía que era hijo de la lavandera.
Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca,
que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con
las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la
Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en
ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez
capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas,
siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias.
Roberto iba sólo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de
San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta
de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le
rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta
se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le
gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de
adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que sólo la mano caritativa, entre las sábanas blancas,
consolaba.
Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la
banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto
aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una
acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la
alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado,
un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez
visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada.
Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”.
Estas cinco palabras decidieron su vida.
Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero
su mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige,
califica.
Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos
perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos
nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través
de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el
pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando
sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya sólo hablaba con Chalo Sander y la primera vez
que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra deidad había dejado de
pertenecernos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y
visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses.
Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos
nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo
irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos
seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le
decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar
de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono.
Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio.
Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos,
se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos
frente al ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su
papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y
peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía
apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en
ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una
etapa de nuestra juventud.

Casi todos desertaron la plaza, unos porque preparaban el ingreso a la universidad, otros porque se fueron
a otros barrios en busca de una imposible réplica de Queca. Sólo Roberto, que ya trabajaba como repartidor de
una pastelería, recalaba al anochecer en la plaza, donde otros niños y niñas cogían el relevo de la pandilla
anterior y repetían nuestros juegos con el candor de quien cree haberlos inventado. En su banca solitaria
registraba distraídamente el trajín, pero de reojo, seguía mirando hacia la casa de Queca. Así pudo comprobar
antes que nadie que Chalo había sido sólo un episodio en la vida de Queca, una especie de ensayo general que
la preparó para la llegada del original, del cual Chalo había sido la copia: Billy Mulligan, hijo de un funcionario del
consulado de Estados Unidos.
Billy era pecoso, pelirrojo, usaba camisas floreadas, tenía los pies enormes, reía con estridencia, el sol en
lugar de dorarlo lo despellejaba, pero venía a ver a Queca en su carro y no en el de su papá. No se sabe dónde
lo conoció Queca ni cómo vino a parar allí, pero cada vez se le fue viendo más, hasta que sólo se le vio a él, sus
raquetas de tenis, sus anteojos ahumados, sus cámaras de fotos, a medida que la figura de Chalo se fue
opacando, empequeñeciendo y espaciando y terminó por desaparecer. Del grupo al tipo y del tipo al individuo,
Queca había al fin empuñado su carta. Sólo Mulligan sería quien la llevaría al altar, con todas las de la ley, como
sucedió después y tendría derecho a acariciar esos muslos con los que tanto, durante años, tan inútilmente
soñamos.

Las decepciones, en general, nadie las aguanta, se echan al saco del olvido, se tergiversan sus causas, se
convierten en motivo de irrisión y hasta en tema de composición literaria. Así el chancho Gómez se fue a
estudiar a Londres, Peluca Rodríguez escribió un soneto realmente cojudo, Armando Wolff concluyó que Queca
era una huachafa y Lucas de Tramontana se jactaba mentirosamente de habérsela pachamanqueado varias
veces en el malecón. Fue sólo Roberto el que sacó de todo esto una enseñanza veraz y tajante: o Mulligan o
nada. ¿De qué le valía ser un blanquito más si había tantos blanquitos fanfarrones, desesperados, indolentes y
vencidos? Había un estado superior, habitado por seres que planeaban sin macularse sobre la ciudad gris y a
quienes se cedía sin peleas los mejores frutos de la tierra. El problema estaba en cómo llegar a ser un Mulligan
siendo un zambo. Pero el sufrimiento aguza también el ingenio, cuando no mata, y Roberto se había librado a
un largo escrutinio y trazado un plan de acción.
Antes que nada había que deszambarse. El asunto del pelo no le fue muy difícil: se lo tiñó con agua
oxigenada y se lo hizo planchar. Para el color de la piel ensayó almidón, polvo de arroz y talco de botica hasta
lograr el componente ideal. Pero un zambo teñido y empolvado sigue siendo un zambo. Le faltaba saber cómo
se vestían, qué decían, cómo caminaban, lo que pensaban, quiénes eran en definitiva los gringos.
Lo vimos entonces merodear, en sus horas libres, por lugares aparentemente incoherentes, pero que
tenían algo en común: los frecuentaban los gringos. Unos lo vieron parado en la puerta del Country Club, otros a
la salida del colegio Santa María, Lucas de Tramontana juraba haber distinguido su cara tras el seto del campo
de golf, alguien le sorprendió en el aeropuerto tratando de cargarle la maleta a un turista, no faltaron quienes lo
encontraron deambulando por los pasillos de la embajada norteamericana.
Esta etapa de su plan le fue preciosa. Por lo pronto confirmó que los gringos se distinguían por una manera
especial de vestir que él calificó, a su manera, de deportiva, confortable y poco convencional. Fue por ello uno
de los primeros en descubrir las ventajas del blue-jeans, el aire vaquero y varonil de las anchas correas de
cuero rematadas por gruesas hebillas, la comodidad de los zapatos de lona blanca y suela de jebe, el encanto
colegial que daban las gorritas de lona con visera, la frescura de las camisas de manga corta a flores o anchas
rayas verticales, la variedad de casacas de nylon cerradas sobre el pecho con una cremallera o el sello
pandillero, provocativo y despreocupado que se desprendía de las camisetas blancas con el emblema de una
universidad norteamericana.
Todas estas prendas no se vendían en ningún almacén, había que encargarlas a Estados Unidos, lo que
estaba fuera de su alcance. Pero a fuerza de indagar descubrió los remates domésticos. Había familias de
gringos que debían regresar a su país y vendían todo lo que tenían, previo anuncio en los periódicos. Roberto
se constituyó antes que nadie en esas casas y logró así hacerse de un guardarropa en el que invirtió todo el
fruto de su trabajo y de sus privaciones.
Pelo planchado y teñido, blue-jeans y camisa vistosa, Roberto estaba ya a punto de convertirse en Boby.

Todo esto le trajo problemas. En el callejón, decía su madre cuando venía a casa, le habían quitado el
saludo al pretencioso. Cuando más le hacían bromas o lo silbaban como a un marica. Jamás daba un centavo
para la comida, se pasaba horas ante el espejo, todo se lo gastaba en trapos. Su padre, añadía la negra, podía
haber sido un blanco roñoso que se esfumó como Fumanchú al año de conocerla, pero no tenía vergüenza de
salir con ella ni de ser pilotín de barco.
Entre nosotros, el primero en ficharlo fue Peluca Rodríguez, quien había encargado un blue-jeans a un
purser de la Braniff. Cuando le llegó se lo puso para lucirlo, salió a la plaza y se encontró de sopetón con
Roberto que llevaba uno igual. Durante días no hizo sino maldecir al zambo, dijo que le había malogrado la
película, que seguramente lo había estado espiando para copiarlo, ya había notado que compraba cigarrillos
Lucky y que se peinaba con un mechón sobre la frente.
Pero lo peor fue en su trabajo. Cahuide Morales, el dueño de la pastelería, era un mestizo huatón, ceñudo y
regionalista, que adoraba los chicharrones y los valses criollos y se había rajado el alma durante veinte años
para montar ese negocio. Nada lo reventaba más que no ser lo que uno era. Cholo o blanco era lo de menos, lo
importante era la mosca, el agua, el molido, conocía miles de palabras para designar la plata. Cuando vio que
su empleado se había teñido el pelo aguantó una arruga más en la frente, al notar que se empolvaba se tragó
un carajo que estuvo a punto de indigestarlo, pero cuando vino a trabajar disfrazado de gringo le salió la mezcla
de papá, de policía, de machote y de curaca que había en él y lo llevó del pescuezo a la trastienda: la pastelería
Morales Hermanos era una firma seria, había que aceptar las normas de la casa, ya había pasado por alto lo del
maquillaje, pero si no venía con mameluco como los demás repartidores lo iba a sacar de allí de una patada en
el culo.
Roberto estaba demasiado embalado para dar marcha atrás y prefirió la patada.

Fueron interminables días de tristeza, mientras buscaba otro trabajo. Su ambición era entrar a la casa de
un gringo como mayordomo, jardinero, chofer o lo que fuese. Pero las puertas se le cerraban una tras otra. Algo
había descuidado en su estrategia y era el aprendizaje del inglés. Como no tenía recursos para entrar a una
academia de lenguas se consiguió un diccionario, que empezó a copiar aplicadamente en un cuaderno. Cuando
llegó a la letra C tiró el arpa, pues ese conocimiento puramente visual del inglés no lo llevaba a ninguna parte.
Pero allí estaba el cine, una escuela que además de enseñar divertía.
En la cazuela de los cines de estreno pasó tardes íntegras viendo en idioma original westerns y policiales.
Las historias le importaban un comino, estaba sólo atento a la manera de hablar de los personajes. Las palabras
que lograba entender las apuntaba y las repetía hasta grabárselas para siempre. A fuerza de rever los films
aprendió frases enteras y hasta discursos. Frente al espejo de su cuarto era tan pronto el vaquero romántico
haciéndole una irresistible declaración de amor a la bailarina del bar, como el gánster feroz que pronunciaba
sentencias lapidarias mientras cosía a tiros a su adversario. El cine además alimentó en él ciertos equívocos
que lo colmaron de ilusión. Así creyó descubrir que tenía un ligero parecido con Alan Ladd, que en un western
aparecía en blue-jeans y chaqueta a cuadros rojos y negros. En realidad sólo tenía en común la estatura y el
mechón de pelo amarillo que se dejaba caer sobre la frente. Pero vestido igual que el actor se vio diez veces
seguidas la película y al término de ésta se quedaba parado en la puerta, esperando que salieran los
espectadores y se dijeran, pero mira, qué curioso, ese tipo se parece a Alan Ladd. Cosa que nadie dijo,
naturalmente, pues la primera vez que lo vimos en esa pose nos reímos de él en sus narices.

Su madre nos contó un día que al fin Roberto había encontrado un trabajo, no en casa de un gringo como
quería, pero tal vez algo mejor, en el club de Bowling de Miraflores. Servía en el bar de cinco de la tarde a doce
de la noche. Las pocas veces que fuimos allí lo vimos reluciente y diligente. A los indígenas los atendía de una
manera neutra y francamente impecable, pero con los gringos era untuoso y servil. Bastaba que entrara uno
para que ya estuviera a su lado, tomando nota de su pedido y segundos más tarde el cliente tenía delante su
hot-dog y su coca-cola. Se animaba además a lanzar palabras en inglés y como era respondido en la misma
lengua fue incrementando su vocabulario. Pronto contó con un buen repertorio de expresiones, que le
permitieron granjearse la simpatía de los gringos, felices de ver un criollo que los comprendiera. Como Roberto
era muy difícil de pronunciar, fueron ellos quienes decidieron llamarlo Boby.
Y fue con el nombre de Boby López que pudo al fin matricularse en el Instituto Peruano-Norteamericano.
Quienes entonces lo vieron dicen que fue el clásico chancón, el que nunca perdió una clase, ni dejó de hacer
una tarea, ni se privó de interrogar al profesor sobre un punto oscuro de gramática. Aparte de los blancones que
por razones profesionales seguían cursos allí, conoció a otros López, que desde otros horizontes y otros barrios,
sin que hubiera mediado ningún acuerdo, alimentaban sus mismos sueños y llevaban vidas convergentes a la
suya. Se hizo amigo especialmente de José María Cabanillas, hijo de un sastre de Surquillo. Cabanillas tenía la
misma ciega admiración por los gringos y hacía años que había empezado a estrangular al zambo que había en
él con resultados realmente vistosos. Tenía además la ventaja de ser más alto, menos oscuro que Boby y de
parecerse no a Alan Ladd, que después de todo era un actor segundón admirado por un grupito de niñas
esnobs, sino al indestructible John Wayne. Ambos formaron entonces una pareja inseparable. Aprobaron el año
con las mejores notas y mister Brown los puso como ejemplo al resto de los alumnos, hablando de “un franco
deseo de superación”.

La pareja debía tener largas, amenísimas conversaciones. Se les veía siempre culoncitos, embutidos en
sus blue-jeans desteñidos, yendo de aquí para allá y hablando entre ellos en inglés. Pero también es cierto que
la ciudad no los tragaba, desarreglaban todas las cosas, ni parientes ni conocidos los podían pasar. Por ello
alquilaron un cuarto en un edificio del jirón Mogollón y se fueron a vivir juntos. Allí edificaron un reducto
inviolable, que les permitió interpolar lo extranjero en lo nativo y sentirse en un barrio californiano en esa ciudad
brumosa. Cada cual contribuyó con lo que pudo, Boby con sus afiches y sus pósters y José María, que era
aficionado a la música, con sus discos de Frank Sinatra, Dean Martin y Tomy Dorsey. ¡Qué gringos eran
mientras recostados en el sofá-cama, fumando su Lucky, escuchaban The strangers in the night y miraban
pegado al muro el puente sobre el río Hudson! Un esfuerzo más y ¡hop! ya estaban caminando sobre el puente.
Para nosotros incluso era difícil viajar a Estados Unidos. Había que tener una beca o parientes allá o
mucho dinero. Ni López ni Cabanillas estaban en ese caso. No vieron entonces otra salida que el salto de pulga,
como ya lo practicaban otros blanquiñosos, gracias al trabajo de purser en una compañía de aviación. Todos los
años convocaban a concurso y ambos se presentaron. Sabían más inglés que nadie, les encantaba servir, eran
sacrificados e infatigables, pero nadie los conocía, no tenían recomendación y era evidente, para los
calificadores, que se trataba de mulatos talqueados. Fueron desaprobados.

Dicen que Boby lloró y se mesó desesperadamente el cabello y que Cabanillas tentó un suicidio por salto al
vacío desde un modesto segundo piso. En su refugio de Mogollón pasaron los días más sombríos de su vida, la
ciudad que los albergaba terminó por convertirse en un trapo sucio a fuerza de cubrirla de insultos y reproches.
Pero el ánimo les volvió y nuevos planes surgieron. Puesto que nadie quería ver aquí con ellos, había que irse
como fuese. Y no quedaba otra vía que la del inmigrante disfrazado de turista.
Fue un año de duro trabajo en el cual fue necesario privarse de todo a fin de ahorrar para el pasaje y
formar una bolsa común que les permitiera defenderse en el extranjero. Así ambos pudieron al fin hacer maletas
y abandonar para siempre esa ciudad odiada, en la cual tanto habían sufrido y a la que no querían regresar así
no quedara piedra sobre piedra.

Todo lo que viene después es previsible y no hace falta mucha imaginación para completar esta parábola.
En el barrio dispusimos de informaciones directas: cartas de Boby a su mamá, noticias de viajeros y al final
relato de un testigo.
Por lo pronto Boby y José María se gastaron en un mes lo que pensaban les duraría un semestre. Se
dieron cuenta además que en Nueva York se habían dado cita todos los López y Cabanillas del mundo,
asiáticos, árabes, aztecas, africanos, ibéricos, mayas, chibchas, sicilianos, caribeños, musulmanes, quechuas,
polinesios, esquimales, ejemplares de toda procedencia, lengua, raza y pigmentación y que tenían sólo en
común el querer vivir como un yanqui, después de haberle cedido su alma y haber intentado usurpar su
apariencia. La ciudad los toleraba unos meses, complacientemente, mientras absorbía sus dólares ahorrados.
Luego, como por un tubo, los dirigía hacia el mecanismo de la expulsión.
A duras penas obtuvieron ambos una prórroga de sus visas, mientras trataban de encontrar un trabajo
estable que les permitiera quedarse, al par que las Quecas del lugar, y eran tantas, les pasaban por las narices,
sin concederles ni siquiera la atención ofuscada que nos despierta una cucaracha. La ropa se les gastó, la
música de Frank Sinatra les llegaba al huevo, la sola idea de tener por todo alimento que comerse un hot-dog,
que en Lima era una gloria, les daba náuseas. Del hotel barato pasaron al albergue católico y luego a la banca
del parque público. Pronto conocieron esa cosa blanca que caía del cielo, que los despintaba y que los hacía
patinar como idiotas en veredas heladas y que era, por el color, una perfidia racista de la naturaleza.
Sólo había una solución. A miles de kilómetros de distancia, en un país llamado Corea, rubios
estadounidenses combatían contra unos horribles asiáticos. Estaba en juego la libertad de Occidente decían
los diarios y lo repetían los hombres de Estado en la televisión. ¡Pero era tan penoso enviar a los boys a ese
lugar! Morían como ratas, dejando a pálidas madres desconsoladas en pequeñas granjas donde había un cuarto
en el altillo lleno de viejos juguetes. El que quisiera ir a pelear un año allí tenía todo garantizado a su regreso:
nacionalidad, trabajo, seguro social, integración, medallas. Por todo sitio existían centros de reclutamiento. A
cada voluntario, el país le abría su corazón.
Boby y José María se inscribieron para no ser expulsados. Y después de tres meses de entrenamiento en
un cuartel partieron en un avión enorme. La vida era una aventura maravillosa, el viaje fue inolvidable. Habiendo
nacido en un país mediocre, misérrimo y melancólico, haber conocido la ciudad más agitada del mundo, con
miles de privaciones, es verdad, pero ya eso había quedado atrás, ahora llevaban un uniforme verde, volaban
sobre planicies, mares y nevados, empuñaban armas devastadoras y se aproximaban, jóvenes aún colmados
de promesas, al reino de lo ignoto.

La lavandera María tiene cantidades de tarjetas postales con templos, mercados y calles exóticas, escritas
con una letra muy pequeña y aplicada. ¿Dónde quedará Seúl? Hay muchos anuncios y cabarets. Luego cartas
del frente, que nos enseñó cuando le vino el primer ataque y dejó de trabajar unos días. Gracias a estos
documentos pudimos reconstruir bien que mal lo que pasó. Progresivamente, a través de sucesivos tanteos,
Boby fue aproximándose a la cita que había concertado desde que vino al mundo. Había que llegar a un
paralelo y hacer frente a oleadas de soldados amarillos que bajaban del polo como cancha. Para eso estaban
los voluntarios, los indómitos vigías de Occidente.
José María se salvó por milagro y enseñaba con orgullo el muñón de su brazo derecho cuando regresó a
Lima, meses después. Su patrulla había sido enviada a reconocer un arrozal, donde se suponía que había
emboscada una avanzadilla coreana. Boby no sufrió, dijo José María, la primera ráfaga le voló el casco y su
cabeza fue a caer en una acequia, con todo el pelo pintado revuelto hacia abajo. Él sólo perdió un brazo,
pero estaba allí vivo, contando estas historias, bebiendo su cerveza helada, desempolvado ya y zambo como
nunca, viviendo holgadamente de lo que le costó ser un mutilado.
La mamá de Roberto había sufrido entonces su segundo ataque, que la borró del mundo. No pudo leer así
la carta oficial en la que le decían que Bob López había muerto en acción de armas y tenía derecho a una
citación honorífica y a una prima para su familia. Nadie la pudo cobrar.

Colofón
¿Y Queca? Si Bob hubiera conocido su historia tal vez su vida habría cambiado o tal vez no, eso nadie lo
sabe. Billy Mulligan la llevó a su país, como estaba convenido, a un pueblo de Kentucky donde su padre había
montado un negocio de carne de cerdo enlatada. Pasaron unos meses de infinita felicidad, en esa linda casa
con amplia calzada, verja, jardín y todos los aparatos eléctricos inventados por la industria humana, una casa en
suma como las que había en cien mil pueblos de ese país-continente. Hasta que a Billy le fue saliendo el
irlandés que disimulaba su educación puritana, al mismo tiempo que los ojos de Queca se agrandaron y
adquirieron una tristeza limeña. Billy fue llegando cada vez más tarde, se aficionó a las máquinas tragamonedas
y a las carreras de auto, sus pies le crecieron más y se llenaron de callos, le salió un lunar maligno en el
pescuezo, los sábados se inflaba de bourbon en el club Amigos de Kentucky, se enredó con una empleada de la
fábrica, chocó dos veces el carro, su mirada se volvió fija y aguachenta y terminó por darle de puñetazos a su
mujer, a la linda, inolvidable Queca, en las madrugadas de los domingos, mientras sonreía estúpidamente y la
llamaba chola de mierda.

(París, 1975)
La señorita Cora
(Julio Cortázar, Argentina 1914 – 1984))

No entiendo por qué no me dejan pasar la noche en la clínica con el nene, al fin y al cabo soy su madre y el
doctor De Luisi nos recomendó personalmente al director. Podrían traer un sofá cama y yo lo acompañaría para
que se vaya acostumbrando, entró tan pálido el pobrecito como si fueran a operarlo en seguida, yo creo que es
ese olor de las clínicas, su padre también estaba nervioso y no veía la hora de irse, pero yo estaba segura de
que me dejarían con el nene. Después de todo tiene apenas quince años y nadie se los daría, siempre pegado a
mí aunque ahora con los pantalones largos quiere disimular y hacerse el hombre grande. La impresión que le
habrá hecho cuando se dio cuenta de que no me dejaban quedarme, menos mal que su padre le dio charla, le
hizo poner el piyama y meterse en la cama. Y todo por esa mocosa de enfermera, yo me pregunto si
verdaderamente tiene órdenes de los médicos o si lo hace por pura maldad. Pero bien que se lo dije, bien que le
pregunté si estaba segura de que tenía que irme. No hay más que mirarla para darse cuenta de quién es, con
esos aires de vampiresa y ese delantal ajustado, una chiquilina de porquería que se cree la directora de la
clínica. Pero eso sí, no se la llevó de arriba, le dije lo que pensaba y eso que el nene no sabía donde meterse de
vergüenza y su padre se hacía el desentendido y de paso seguro que le miraba las piernas como de costumbre.
Lo único que me consuela es que el ambiente es bueno, se nota que es una clínica para personas pudientes; el
nene tiene un velador de lo más lindo para leer sus revistas, y por suerte su padre se acordó de traerle
caramelos de menta que son los que más le gustan. Pero mañana por la mañana, eso sí, lo primero que hago
es hablar con el doctor De Luisi para que la ponga en su lugar a esa mocosa presumida. Habrá que ver si la
frazada lo abriga bien al nene, voy a pedir que por las dudas le dejen otra a mano. Pero sí, claro que me abriga,
menos mal que se fueron de una vez, mamá cree que soy un chico y me hace hacer cada papelón. Seguro que
la enfermera va a pensar que no soy capaz de pedir lo que necesito, me miró de una manera cuando mamá le
estaba protestando… Está bien, si no la dejaban quedarse qué le vamos a hacer, ya soy bastante grande para
dormir solo de noche, me parece. Y en esta cama se dormirá bien, a esta hora ya no se oye ningún ruido, a
veces de lejos el zumbido del ascensor que me hace acordar a esa película de miedo que también pasaba en
una clínica, cuando a medianoche se abría poco a poco la puerta y la mujer paralítica en la cama veía entrar al
hombre de la máscara blanca…

La enfermera es bastante simpática, volvió a las seis y media con unos papeles y me empezó a preguntar mi
nombre completo, la edad y esas cosas. Yo guardé la revista en seguida porque hubiera quedado mejor estar
leyendo un libro de veras y no una fotonovela, y creo que ella se dio cuenta pero no dijo nada, seguro que
todavía estaba enojada por lo que le había dicho mamá y pensaba que yo era igual que ella y que le iba a dar
órdenes o algo así. Me preguntó si me dolía el apéndice y le dije que no, que esa noche estaba muy bien. “A ver
el pulso”, me dijo, y después de tomármelo anotó algo más en la planilla y la colgó a los pies de la cama.
“¿Tenés hambre?”, me preguntó, y yo creo que me puse colorado porque me tomó de sorpresa que me tuteara,
es tan joven que me hizo impresión. Le dije que no, aunque era mentira porque a esa hora siempre tengo
hambre. “Esta noche vas a cenar muy liviano”, dijo ella, y cuando quise darme cuenta ya me había quitado el
paquete de caramelos de menta y se iba. No sé si empecé a decirle algo, creo que no. Me daba una rabia que
me hiciera eso como a un chico, bien podía haberme dicho que no tenía que comer caramelos, pero
llevárselos… Seguro que estaba furiosa por lo de mamá y se desquitaba conmigo, de puro resentida; qué sé yo,
después que se fue se me pasó de golpe el fastidio, quería seguir enojado con ella pero no podía. Qué joven es,
clavado que no tiene ni diecinueve años, debe haberse recibido de enfermera hace muy poco. A lo mejor viene
para traerme la cena; le voy a preguntar cómo se llama, si va a ser mi enfermera tengo que darle un nombre.
Pero en cambio vino otra, una señora muy amable vestida de azul que me trajo un caldo y bizcochos y me hizo
tomar unas pastillas verdes. También ella me preguntó cómo me llamaba y si me sentía bien, y me dijo que en
esta pieza dormiría tranquilo porque era una de las mejores de la clínica, y es verdad porque dormí hasta casi
las ocho en que me despertó una enfermera chiquita y arrugada como un mono pero muy amable, que me dijo
que podía levantarme y lavarme pero antes me dio un termómetro y me dijo que me lo pusiera como se hace en
estas clínicas, y yo no entendí porque en casa se pone debajo del brazo, y entonces me explicó y se fue. Al rato
vino mamá y qué alegría verlo tan bien, yo que me temía que hubiera pasado la noche en blanco el pobre
querido, pero los chicos son así, en la casa tanto trabajo y después duermen a pierna suelta aunque estén lejos
de su mamá que no ha cerrado los ojos la pobre. El doctor De Luisi entró para revisar al nene y yo me fui un
momento afuera porque ya está grandecito, y me hubiera gustado encontrármela a la enfermera de ayer para
verle bien la cara y ponerla en su sitio nada más que mirándola de arriba a abajo, pero no había nadie en el
pasillo. Casi en seguida salió el doctor De Luisi y me dijo que al nene iban a operarlo a la mañana siguiente,
que estaba muy bien y en las mejores condiciones para la operación, a su edad una apendicitis es una tontería.
Le agradecí mucho y aproveché para decirle que me había llamado la atención la impertinencia de la enfermera
de la tarde, se lo decía porque no era cosa de que a mi hijo fuera a faltarle la atención necesaria. Después entré
en la pieza para acompañar al nene que estaba leyendo sus revistas y ya sabía que lo iban a operar al otro día.
Como si fuera el fin del mundo, me mira de un modo la pobre, pero si no me voy a morir, mamá, haceme un
poco el favor. Al Cacho le sacaron el apéndice en el hospital y a los seis días ya estaba queriendo jugar al
fútbol. Andate tranquila que estoy muy bien y no me falta nada. Sí, mamá, sí, diez minutos queriendo saber si
me duele aquí o mas allá, menos mal que se tiene que ocupar de mi hermana en casa, al final se fue y yo pude
terminar la fotonovela que había empezado anoche.

La enfermera de la tarde se llama la señorita Cora, se lo pregunté a la enfermera chiquita cuando me trajo el
almuerzo; me dieron muy poco de comer y de nuevo pastillas verdes y unas gotas con gusto a menta; me
parece que esas gotas hacen dormir porque se me caían las revistas de la mano y de golpe estaba soñando con
el colegio y que íbamos a un picnic con las chicas del normal como el año pasado y bailábamos a la orilla de la
pileta, era muy divertido. Me desperté a eso de las cuatro y media y empecé a pensar en la operación, no que
tenga miedo, el doctor De Luisi dijo que no es nada, pero debe ser raro la anestesia y que te corten cuando
estás dormido, el Cacho decía que lo peor es despertarse, que duele mucho y por ahí vomitás y tenés fiebre. El
nene de mamá ya no está tan garifo como ayer, se le nota en la cara que tiene un poco de miedo, es tan chico
que casi me da lástima. Se sentó de golpe en la cama cuando me vio entrar y escondió la revista debajo de la
almohada. La pieza estaba un poco fría y fui a subir la calefacción, después traje el termómetro y se lo di. “¿Te
lo sabes poner?”, le pregunté, y las mejillas parecía que iban a reventársele de rojo que se puso. Dijo que sí con
la cabeza y se estiró en la cama mientras yo bajaba las persianas y encendía el velador. Cuando me acerqué
para que me diera el termómetro seguía tan ruborizado que estuve a punto de reírme, pero con los chicos de
esa edad siempre pasa lo mismo, les cuesta acostumbrarse a esas cosas. Y para peor me mira en los ojos, por
qué no le puedo aguantar esa mirada si al final no es más que una mujer, cuando saqué el termómetro de
debajo de las frazadas y se lo alcancé, ella me miraba y yo creo que se sonreía un poco, se me debe notar tanto
que me pongo colorado, es algo que no puedo evitar, es más fuerte que yo. Después anotó la temperatura en la
hoja que está a los pies de la cama y se fue sin decir nada. Ya casi no me acuerdo de lo que hablé con papá y
mamá cuando vinieron a verme a las seis. Se quedaron poco porque la señorita Cora les dijo que había que
prepararme y que era mejor que estuviese tranquilo la noche antes. Pensé que mamá iba a soltarle alguna de
las suyas pero la miró nomás de arriba abajo, y papá también pero yo al viejo le conozco las miradas, es algo
muy diferente. Justo cuando se estaba yendo la oí a mamá que le decía a la señorita Cora: “Le agradeceré que
lo atienda bien, es un niño que ha estado siempre muy rodeado por su familia”, o alguna idiotez por el estilo, y
me hubiera querido morir de rabia, ni siquiera escuché lo que le contestó la señorita Cora, pero estoy seguro de
que no le gustó, a lo mejor piensa que me estuve quejando de ella o algo así.

Volvió a eso de las seis y media con una mesita de esas de ruedas llena de frascos y algodones, y no sé por
qué de golpe me dio un poco de miedo, en realidad no era miedo pero empecé a mirar lo que había en la
mesita, toda clase de frascos azules o rojos, tambores de gasa y también pinzas y tubos de goma, el pobre
debía estar empezando a asustarse sin la mamá que parece un papagayo endomingado, le agradeceré que
atienda bien al nene, mire que he hablado con el doctor De Luisi, pero sí, señora, se lo vamos a atender como a
un príncipe. Es bonito su nene, señora, con esas mejillas que se le arrebolan apenas me ve entrar. Cuando le
retiré las frazadas hizo un gesto como para volver a taparse, y creo que se dio cuenta de que me hacía gracia
verlo tan pudoroso. “A ver, bajate el pantalón del piyama”, le dije sin mirarlo en la cara. “¿El pantalón?”, preguntó
con una voz que se le quebró en un gallo. “Si, claro, el pantalón”, repetí, y empezó a soltar el cordón y a
desabotonarse con unos dedos que no le obedecían. Le tuve que bajar yo misma el pantalón hasta la mitad de
los muslos, y era como me lo había imaginado. “Ya sos un chico crecidito”, le dije, preparando la brocha y el
jabón aunque la verdad es que poco tenía para afeitar. “¿Cómo te llaman en tu casa?”, le pregunté mientras lo
enjabonaba. “Me llamo Pablo”, me contestó con una voz que me dio lástima, tanta era la vergüenza. “Pero te
darán algún sobrenombre”, insistí, y fue todavía peor porque me pareció que se iba a poner a llorar mientras yo
le afeitaba los pocos pelitos que andaban por ahí. “¿Así que no tenés ningún sobrenombre? Sos el nene
solamente, claro.” Terminé de afeitarlo y le hice una seña para que se tapara, pero él se adelantó y en un
segundo estuvo cubierto hasta el pescuezo. “Pablo es un bonito nombre”, le dije para consolarlo un poco; casi
me daba pena verlo tan avergonzado, era la primera vez que me tocaba atender a un muchachito tan joven y
tan tímido, pero me seguía fastidiando algo en él que a lo mejor le venía de la madre, algo más fuerte que su
edad y que no me gustaba, y hasta me molestaba que fuera tan bonito y tan bien hecho para sus años, un
mocoso que ya debía creerse un hombre y que a la primera de cambio sería capaz de soltarme un piropo.
Me quedé con los ojos cerrados, era la única manera de escapar un poco de todo eso, pero no servía de nada
porque justamente en ese momento agregó: “¿Así que no tenés ningún sobrenombre. Sos el nene solamente,
claro”, y yo hubiera querido morirme, o agarrarla por la garganta y ahogarla, y cuando abrí los ojos le vi el pelo
castaño casi pegado a mi cara porque se había agachado para sacarme un resto de jabón, y olía a shampoo de
almendra como el que se pone la profesora de dibujo, o algún perfume de esos, y no supe qué decir y lo único
que se me ocurrió fue preguntarle: “¿Usted se llama Cora, verdad?” Me miró con aire burlón, con esos ojos que
ya me conocían y que me habían visto por todos lados, y dijo: “La señorita Cora.” Lo dijo para castigarme, lo sé,
igual que antes había dicho: “Ya sos un chico crecidito”, nada más que para burlarse. Aunque me daba rabia
tener la cara colorada, eso no lo puedo disimular nunca y es lo peor que me puede ocurrir, lo mismo me animé a
decirle: “Usted es tan joven que… Bueno, Cora es un nombre muy lindo.” No era eso, lo que yo había querido
decirle era otra cosa y me parece que se dio cuenta y le molestó, ahora estoy seguro de que está resentida por
culpa de mamá, yo solamente quería decirle que era tan joven que me hubiera gustado poder llamarla Cora a
secas, pero cómo se lo iba a decir en ese momento cuando se había enojado y ya se iba con la mesita de
ruedas y yo tenía unas ganas de llorar, esa es otra cosa que no puedo impedir, de golpe se me quiebra la voz y
veo todo nublado, justo cuando necesitaría estar más tranquilo para decir lo que pienso. Ella iba a salir pero al
llegar a la puerta se quedó un momento como para ver si no se olvidaba de alguna cosa, y yo quería decirle lo
que estaba pensando pero no encontraba las palabras y lo único que se me ocurrió fue mostrarle la taza con el
jabón, se había sentado en la cama y después de aclararse la voz dijo: “Se le olvida la taza con el jabón”, muy
seriamente y con un tono de hombre grande. Volví a buscar la taza y un poco para que se calmara le pasé la
mano por la mejilla. “No te aflijas, Pablito”, le dije. “Todo irá bien, es una operación de nada.” Cuando lo toqué
echó la cabeza atrás como ofendido, y después resbaló hasta esconder la boca en el borde de las frazadas.
Desde ahí, ahogadamente, dijo: “Puedo llamarla Cora, ¿verdad?” Soy demasiado buena, casi me dio lástima
tanta vergüenza que buscaba desquitarse por otro lado, pero sabía que no era el caso de ceder porque después
me resultaría difícil dominarlo, y a un enfermo hay que dominarlo o es lo de siempre, los líos de María Luisa en
la pieza catorce o los retos del doctor De Luisi que tiene un olfato de perro para esas cosas. “Señorita Cora”, me
dijo tomando la taza y yéndose. Me dio una rabia, unas ganas de pegarle, de saltar de la cama y echarla a
empujones, o de… Ni siquiera comprendo cómo pude decirle: “Si yo estuviera sano a lo mejor me trataría de
otra manera.” Se hizo la que no oía, ni siquiera dio vuelta la cabeza, y me quedé solo y sin ganas de leer, sin
ganas de nada, en el fondo hubiera querido que me contestara enojada para poder pedirle disculpas porque en
realidad no era lo que yo había pensado decirle, tenía la garganta tan cerrada que no sé cómo me habían salido
las palabras, se lo había dicho de pura rabia pero no era eso, o a lo mejor sí pero de otra manera.

Y sí, son siempre lo mismo, una los acaricia, les dice una frase amable, y ahí nomás asoma el machito, no
quieren convencerse de que todavía son unos mocosos. Esto tengo que contárselo a Marcial, se va a divertir y
cuando mañana lo vea en la mesa de operaciones le va a hacer todavía más gracia, tan tiernito el pobre con esa
carucha arrebolada, maldito calor que me sube por la piel, cómo podría hacer para que no me pase eso, a lo
mejor respirando hondo antes de hablar, que sé yo. Se debe haber ido furiosa, estoy seguro de que escuchó
perfectamente, no sé cómo le dije eso, yo creo que cuando le pregunté si podía llamarla Cora no se enojó, me
dijo lo de señorita porque es su obligación pero no estaba enojada, la prueba es que vino y me acarició la cara;
pero no, eso fue antes, primero me acarició y entonces yo le dije lo de Cora y lo eché todo a perder. Ahora
estamos peor que antes y no voy a poder dormir aunque me den un tubo de pastillas. La barriga me duele de a
ratos, es raro pasarse la mano y sentirse tan liso, lo malo es que me vuelvo a acordar de todo y del perfume de
almendras, la voz de Cora, tiene una voz muy grave para una chica tan joven y linda, una voz como de cantante
de boleros, algo que acaricia aunque esté enojada. Cuando oí pasos en el corredor me acosté del todo y cerré
los ojos, no quería verla, no me importaba verla, mejor que me dejara en paz, sentí que entraba y que encendía
la luz del cielo raso, se hacía el dormido como un angelito, con una mano tapándose la cara, y no abrió los ojos
hasta que llegué al lado de la cama. Cuando vio lo que traía se puso tan colorado que me volvió a dar lástima y
un poco de risa, era demasiado idiota realmente. “A ver, m’hijito, bájese el pantalón y dese vuelta para el otro
lado”, y el pobre a punto de patalear como haría con la mamá cuando tenía cinco años, me imagino, a decir que
no y a llorar y a meterse debajo de las cobijas y a chillar, pero el pobre no podía hacer nada de eso ahora,
solamente se había quedado mirando el irrigador y después a mí que esperaba, y de golpe se dio vuelta y
empezó a mover las manos debajo de las frazadas pero no atinaba a nada mientras yo colgaba el irrigador en la
cabecera, tuve que bajarle las frazadas y ordenarle que levantara un poco el trasero para correrle mejor el
pantalón y deslizarle una toalla. “A ver, subí un poco las piernas, así está bien, echate más de boca, te digo que
te eches más de boca, así.” Tan callado que era casi como si gritara, por una parte me hacía gracia estarle
viendo el culito a mi joven admirador, pero de nuevo me daba un poco de lástima por él, era realmente como si
lo estuviera castigando por lo que me había dicho. “Avisá si está muy caliente”, le previne, pero no contestó
nada, debía
estar mordiéndose un puño y yo no quería verle la cara y por eso me senté al borde de la cama y esperé a que
dijera algo, pero aunque era mucho líquido lo aguantó sin una palabra hasta el final, y cuando terminó le dije, y
eso sí se lo dije para cobrarme lo de antes: “Así me gusta, todo un hombrecito”, y lo tapé mientras le
recomendaba que aguantase lo más posible antes de ir al baño. “¿Querés que te apague la luz o te la dejo
hasta que te levantes?”, me preguntó desde la puerta. No sé cómo alcancé a decirle que era lo mismo, algo así,
y escuché el ruido de la puerta al cerrarse y entonces me tapé la cabeza con las frazadas y qué le iba a hacer, a
pesar de los cólicos me mordí las dos manos y lloré tanto que nadie, nadie puede imaginarse lo que lloré
mientras la maldecía y la insultaba y le clavaba un cuchillo en el pecho cinco, diez, veinte veces, maldiciéndola
cada vez y gozando de lo que sufría y de cómo me suplicaba que la perdonase por lo que me había hecho.

Es lo de siempre, che Suárez, uno corta y abre, y en una de esas la gran sorpresa. Claro que a la edad del pibe
tiene todas las chances a su favor, pero lo mismo le voy a hablar claro al padre, no sea cosa que en una de
esas tengamos un lío. Lo más probable es que haya una buena reacción, pero ahí hay algo que falla, pensá en
lo que pasó al comienzo de la anestesia: parece mentira en un pibe de esa edad. Lo fui a ver a las dos horas y
lo encontré bastante bien si pensás en lo que duró la cosa. Cuando entró el doctor De Luisi yo estaba secándole
la boca al pobre, no terminaba de vomitar y todavía le duraba la anestesia pero el doctor lo auscultó lo mismo y
me pidió que no me moviera de su lado hasta que estuviera bien despierto. Los padres siguen en la otra pieza,
la buena señora se ve que no está acostumbrada a estas cosas, de golpe se le acabaron las paradas, y el viejo
parece un trapo. Vamos, Pablito, vomitá si tenés ganas y quejate todo lo que quieras, yo estoy aquí, sí, claro
que estoy aquí, el pobre sigue dormido pero me agarra la mano como si se estuviera ahogando. Debe creer que
soy la mamá, todos creen eso, es monótono. Vamos, Pablo, no te muevas así, quieto que te va a doler más, no,
dejá las manos tranquilas, ahí no te podes tocar. Al pobre le cuesta salir de la anestesia. Marcial me dijo que la
operación había sido muy larga. Es raro, habrán encontrado alguna complicación: a veces el apéndice no está
tan a la vista, le voy a preguntar a Marcial esta noche. Pero sí, m’hijito, estoy aquí, quéjese todo lo que quiera
pero no se mueva tanto, yo le voy a mojar los labios con este pedacito de hielo en una gasa, así se le va
pasando la sed. Si, querido, vomitá más, aliviate todo lo que quieras. Qué fuerza tenés en las manos, me vas a
llenar de moretones, sí, sí, llorá si tenés ganas, llorá, Pablito, eso alivia, llorá y quejate, total estás tan dormido y
creés que soy tu mamá. Sos bien bonito, sabés, con esa nariz un poco respingada y esas pestañas como
cortinas, parecés mayor ahora que estás tan pálido. Ya no te pondrías colorado por nada, verdad, mi pobrecito.
Me duele, mamá, me duele aquí, dejame que me saque ese peso que me han puesto, tengo algo en la barriga
que pesa tanto y me duele, mamá, decile a la enfermera que me saque eso. Sí, m’hijito, ya se le va a pasar,
quédese un poco quieto, por qué tendrás tanta fuerza, voy a tener que llamar a María Luisa para que me ayude.
Vamos, Pablo, me enojo si no te estás quieto, te va a doler mucho más si seguís moviéndote tanto. Ah, parece
que empezás a darte cuenta, me duele aquí, señorita Cora, me duele tanto aquí, hágame algo por favor, me
duele tanto aquí, suélteme las manos, no puedo más, señorita Cora, no puedo más.

Menos mal que se ha dormido el pobre querido, la enfermera me vino a buscar a las dos y media y me dijo que
me quedara un rato con él que ya estaba mejor, pero lo veo tan pálido, ha debido perder tanta sangre, menos
mal que el doctor De Luisi dijo que todo había salido bien. La enfermera estaba cansada de luchar con él, yo no
entiendo por qué no me hizo entrar antes, en esta clínica son demasiado severos. Ya es casi de noche y el nene
ha dormido todo el tiempo, se ve que está agotado, pero me parece que tiene mejor cara, un poco de color.
Todavía se queja de a ratos pero ya no quiere tocarse el vendaje y respira tranquilo, creo que pasará bastante
buena noche. Como si yo no supiera lo que tengo que hacer, pero era inevitable; apenas se le pasó el primer
susto a la buena señora le salieron otra vez los desplantes de patrona, por favor que al nene no le vaya a faltar
nada por la noche, señorita. Decí que te tengo lástima, vieja estúpida, si no ya ibas a ver cómo te trataba. Las
conozco a éstas, creen que con una buena propina el último día lo arreglan todo. Y a veces la propina ni
siquiera es buena, pero para qué seguir pensando, ya se mandó mudar y todo está tranquilo. Marcial, quedate
un poco, no ves que el chico duerme, contame lo que pasó esta mañana. Bueno, si estás apurado lo dejamos
para después. No, mirá que puede entrar María Luisa, aquí no, Marcial. Claro, el señor se sale con la suya, ya te
he dicho que no quiero que me beses cuando estoy trabajando, no está bien. Parecería que no tenemos toda la
noche para besarnos, tonto. Andate. Váyase le digo, o me enojo. Bobo, pajarraco. Sí, querido, hasta luego.
Claro que sí. Muchísimo.

Está muy oscuro pero es mejor, no tengo ni ganas de abrir los ojos. Casi no me duele, qué bueno estar así
respirando despacio, sin esas náuseas. Todo está tan callado, ahora me acuerdo que vi a mamá, me dijo no sé
qué, yo me sentía tan mal. Al viejo lo miré apenas, estaba a los pies de la cama y me guiñaba un ojo, el pobre
siempre el mismo. Tengo un poco de frío, me gustaría otra frazada. Señorita Cora, me gustaría otra frazada.
Pero sí estaba ahí, apenas abrí los ojos la vi sentada al lado de la ventana leyendo un revista. Vino
en seguida y me arropó, casi no tuve que decirle nada porque se dio cuenta en seguida. Ahora me acuerdo, yo
creo que esta tarde la confundía con mamá y que ella me calmaba, o a lo mejor estuve soñando. ¿Estuve
soñando, señorita Cora? Usted me sujetaba las manos, ¿verdad? Yo decía tantas pavadas, pero es que me
dolía mucho, y las náuseas… Discúlpeme, no debe ser nada lindo ser enfermera. Sí, usted se ríe pero yo sé, a
lo mejor la manché y todo. Bueno, no hablaré más. Estoy tan bien así, ya no tengo frío. No, no me duele mucho,
un poquito solamente. ¿Es tarde, señorita Cora? Sh, usted se queda calladito ahora, ya le he dicho que no
puede hablar mucho, alégrese de que no le duela y quédese bien quieto. No, no es tarde, apenas las siete.
Cierre los ojos y duerma. Así. Duérmase ahora.

Sí, yo querría pero no es tan fácil. Por momentos me parece que me voy a dormir, pero de golpe la herida me
pega un tirón o todo me da vueltas en la cabeza, y tengo que abrir los ojos y mirarla, está sentada al lado de la
ventana y ha puesto la pantalla para leer sin que me moleste la luz. ¿Por qué se quedará aquí todo el tiempo?
Tiene un pelo precioso, le brilla cuando mueve la cabeza. Y es tan joven, pensar que hoy la confundí con mamá,
es increíble. Vaya a saber qué cosas le dije, se debe haber reído otra vez de mí. Pero me pasaba hielo por la
boca, eso me aliviaba tanto, ahora me acuerdo, me puso agua colonia en la frente y en el pelo, y me sujetaba
las manos para que no me arrancara el vendaje. Ya no está enojada conmigo, a lo mejor mamá le pidió
disculpas o algo así, me miraba de otra manera cuando me dijo: “Cierre los ojos y duérmase.” Me gusta que me
mire así, parece mentira lo del primer día cuando me quitó los caramelos. Me gustaría decirle que es tan linda,
que no tengo nada contra ella, al contrario, que me gusta que sea ella la que me cuida de noche y no la
enfermera chiquita. Me gustaría que me pusiera otra vez agua colonia en el pelo. Me gustaría que me pidiera
perdón, que me dijera que la puedo llamar Cora.

Se quedó dormido un buen rato, a las ocho calculé que el doctor De Luisi no tardaría y lo desperté para tomarle
la temperatura. Tenía mejor cara y le había hecho bien dormir. Apenas vio el termómetro sacó una mano fuera
de las cobijas, pero le dije que se estuviera quieto. No quería mirarlo en los ojos para que no sufriera pero lo
mismo se puso colorado y empezó a decir que él podía muy bien solo. No le hice caso, claro, pero estaba tan
tenso el pobre que no me quedó más remedio que decirle: “Vamos, Pablo, ya sos un hombrecito, no te vas a
poner así cada vez, verdad?” Es lo de siempre, con esa debilidad no pudo contener las lágrimas; haciéndome la
que no me daba cuenta anoté la temperatura y me fui a prepararle la inyección. Cuando volvió yo me había
secado los ojos con la sábana y tenía tanta rabia contra mí mismo que hubiera dado cualquier cosa por poder
hablar, decirle que no me importaba, que en realidad no me importaba pero que no lo podía impedir. “Esto no
duele nada”, me dijo con la jeringa en la mano. “Es para que duermas bien toda la noche.” Me destapó y otra
vez sentí que me subía la sangre a la cara, pero ella se sonrió un poco y empezó a frotarme el muslo con un
algodón mojado. “No duele nada”, le dije porque algo tenía que decirle, no podía ser que me quedara así
mientras ella me estaba mirando. “Ya ves”, me dijo sacando la aguja y frotándome con el algodón. “Ya ves que
no duele nada. Nada te tiene que doler, Pablito.” Me tapó y me pasó la mano por la cara. Yo cerré los ojos y
hubiera querido estar muerto, estar muerto y que ella me pasara la mano por la cara, llorando.

Nunca entendí mucho a Cora pero esta vez se fue a la otra banda. La verdad que no me importa si no entiendo
a las mujeres, lo único que vale la pena es que lo quieran a uno. Si están nerviosas, si se hacen problema por
cualquier macana, bueno nena, ya está, deme un beso y se acabó. Se ve que todavía es tiernita, va a pasar un
buen rato antes de que aprenda a vivir en este oficio maldito, la pobre apareció esta noche con una cara rara y
me costó media hora hacerle olvidar esas tonterías. Todavía no ha encontrado la manera de buscarle la vuelta a
algunos enfermos, ya le pasó con la vieja del veintidós pero yo creía que desde entonces habría aprendido un
poco, y ahora este pibe le vuelve a dar dolores de cabeza. Estuvimos tomando mate en mi cuarto a eso de las
dos de la mañana, después fue a darle la inyección y cuando volvió estaba de mal humor, no quería saber nada
conmigo. Le queda bien esa carucha de enojada, de tristona, de a poco se la fui cambiando, y al final se puso a
reír y me contó, a esa hora me gusta tanto desvestirla y sentir que tiembla un poco como si tuviera frío. Debe ser
muy tarde, Marcial. Ah, entonces puedo quedarme un rato todavía, la otra inyección le toca a las cinco y media,
la galleguita no llega hasta las seis. Perdoname, Marcial, soy una boba, mirá que preocuparme tanto por ese
mocoso, al fin y al cabo lo tengo dominado pero de a ratos me da lástima, a esa edad son tan tontos, tan
orgullosos, si pudiera le pediría al doctor Suárez que me cambiara, hay dos operados en el segundo piso, gente
grande, uno les pregunta tranquilamente si han ido de cuerpo, les alcanza la chata, los limpia si hace falta, todo
eso charlando del tiempo o de la política, es un ir y venir de cosas naturales, cada uno está en lo suyo, Marcial,
no como aquí, comprendés. Sí, claro que hay que hacerse a todo, cuántas veces me van a tocar chicos de esa
edad, es una cuestión de técnica como decís vos. Sí, querido, claro. Pero es que todo empezó mal por culpa de
la madre, eso no se ha borrado, sabés, desde el primer minuto hubo como un malentendido, y el chico tiene su
orgullo y le duele, sobre todo que al principio no se daba cuenta de todo lo que iba a venir y quiso hacerse el
grande, mirarme
como si fueras vos, como un hombre. Ahora ya ni le puedo preguntar si quiere hacer pis, lo malo es que sería
capaz de aguantarse toda la noche si yo me quedara en la pieza. Me da risa cuando me acuerdo, quería decir
que sí y no se animaba, entonces me fastidió tanta tontería y lo obligué para que aprendiera a hacer pis sin
moverse, bien tendido de espaldas. Siempre cierra los ojos en esos momentos pero es casi peor, está a punto
de llorar o de insultarme, está entre las dos cosas y no puede, es tan chico, Marcial, y esa buena señora que lo
ha de haber criado como un tilinguito, el nene de aquí y el nene de allí, mucho sombrero y saco entallado pero
en el fondo el bebé de siempre, el tesorito de mamá. Ah, y justamente le vengo a tocar yo, el alto voltaje como
decís vos, cuando hubiera estado tan bien con María Luisa que es idéntica a su tía y que lo hubiera limpiado por
todos lados sin que se le subieran los colores a la cara. No, la verdad, no tengo suerte, Marcial.
Estaba soñando con la clase de francés cuando encendió la luz del velador, lo primero que le veo es siempre el
pelo, será porque se tiene que agachar para las inyecciones o lo que sea, el pelo cerca de mi cara, una vez me
hizo cosquillas en la boca y huele tan bien, y siempre se sonríe un poco cuando me está frotando con el
algodón, me frotó un rato largo antes de pincharme y yo le miraba la mano tan segura que iba apretando de a
poco la jeringa, el líquido amarillo que entraba despacio, haciéndome doler. “No, no me duele nada.” Nunca le
podré decir: “No me duele nada, Cora.” Y no le voy a decir señorita Cora, no se lo voy a decir nunca. Le hablaré
lo menos que pueda y no la pienso llamar señorita Cora aunque me lo pida de rodillas. No, no me duele nada.
No, gracias, me siento bien, voy a seguir durmiendo. Gracias.

Por suerte ya tiene de nuevo sus colores pero todavía está muy decaído, apenas si pudo darme un beso, y a tía
Esther casi no la miró y eso que le había traído las revistas y una corbata preciosa para el día en que lo
llevemos a casa. La enfermera de la mañana es un amor de mujer, tan humilde, con ella sí da gusto hablar, dice
que el nene durmió hasta las ocho y que bebió un poco de leche, parece que ahora van a empezar a
alimentarlo, tengo que decirle al doctor Suárez que el cacao le hace mal, o a lo mejor su padre ya se lo dijo
porque estuvieron hablando un rato. Si quiere salir un momento, señora, vamos a ver cómo anda este hombre.
Usted quédese, señor Morán, es que a la mamá le puede hacer impresión tanto vendaje. Vamos a ver un poco,
compañero. ¿Ahí duele? Claro, es natural. Y ahí, decime si ahí te duele o solamente está sensible. Bueno,
vamos muy bien, amiguito. Y así cinco minutos, si me duele aquí, si estoy sensible más acá, y el viejo
mirándome la barriga como si me la viera por primera vez. Es raro pero no me siento tranquilo hasta que se van,
pobres viejos tan afligidos pero qué le voy a hacer, me molestan, dicen siempre lo que no hay que decir, sobre
todo mamá, y menos mal que la enfermera chiquita parece sorda y le aguanta todo con esa cara de esperar
propina que tiene la pobre. Mirá que venir a jorobar con lo del cacao, ni que yo fuese un niño de pecho. Me dan
unas ganas de dormir cinco días seguidos sin ver a nadie, sobre todo sin ver a Cora, y despertarme justo
cuando me vengan a buscar para ir a casa. A lo mejor habrá que esperar unos días más, señor Morán, ya sabrá
por De Luisi que la operación fue más complicada de lo previsto, a veces hay pequeñas sorpresas. Claro que
con la constitución de ese chico yo creo que no habrá problema, pero mejor dígale a su señora que no va a ser
cosa de una semana como se pensó al principio. Ah, claro, bueno, de eso usted hablará con el administrador,
son cosas internas. Ahora vos fijate si no es mala suerte, Marcial, anoche te lo anuncié, esto va a durar mucho
más de lo que pensábamos. Sí, ya sé que no importa pero podrías ser un poco más comprensivo, sabés muy
bien que no me hace feliz atender a ese chico, y a él todavía menos, pobrecito. No me mirés así, por qué no le
voy a tener lástima. No me mirés así.

Nadie me prohibió que leyera pero se me caen las revistas de la mano, y eso que tengo dos episodios por
terminar y todo lo que me trajo tía Esther. Me arde la cara, debo de tener fiebre o es que hace mucho calor en
esta pieza, le voy a pedir a Cora que entorne un poco la ventana o que me saque una frazada. Quisiera dormir,
es lo que más me gustaría, que ella estuviese allí sentada leyendo una revista y yo durmiendo sin verla, sin
saber que esta allí, pero ahora no se va a quedar más de noche, ya pasó lo peor y me dejarán solo. De tres a
cuatro creo que dormí un rato, a las cinco justas vino con un remedio nuevo, unas gotas muy amargas. Siempre
parece que se acaba de bañar y cambiar, está tan fresca y huele a talco perfumado, a lavanda. “Este remedio
es muy feo, ya sé”, me dijo, y se sonreía para animarme. “No, es un poco amargo, nada más”, le dije. “¿Cómo
pasaste el día?”, me preguntó, sacudiendo el termómetro. Le dije que bien, que durmiendo, que el doctor Suárez
me había encontrado mejor, que no me dolía mucho. “Bueno, entonces podés trabajar un poco”, me dijo
dándome el termómetro. Yo no supe qué contestarle y ella se fue a cerrar las persianas y arregló los frascos en
la mesita mientras yo me tomaba la temperatura. Hasta tuve tiempo de echarle un vistazo al termómetro antes
de que viniera a buscarlo. “Pero tengo muchísima fiebre”, me dijo como asustado. Era fatal, siempre seré la
misma estúpida, por evitarle el mal momento le doy el termómetro y naturalmente el muy chiquilín no pierde
tiempo en enterarse de que está volando de fiebre. “Siempre es así los primeros cuatro días, y además nadie te
mandó que miraras”, le dije, más furiosa contra mí que contra él. Le pregunté si había movido el vientre y me
dijo que no. Le sudaba la cara, se la sequé y le puse un poco de agua colonia; había cerrado los ojos antes de
contestarme y no los abrió mientras yo lo peinaba
un poco para que no le molestara el pelo en la frente. Treinta y nueve nueve era mucha fiebre, realmente. “Tratá
de dormir un rato”, le dije, calculando a qué hora podría avisarle al doctor Suárez. Sin abrir los ojos hizo un
gesto como de fastidio, y articulando cada palabra me dijo: “Usted es mala conmigo, Cora.” No atiné a
contestarle nada, me quedé a su lado hasta que abrió los ojos y me miró con toda su fiebre y toda su tristeza.
Casi sin darme cuenta estiré la mano y quise hacerle una caricia en la frente, pero me rechazó de un manotón y
algo debió tironearle en la herida porque se crispó de dolor. Antes de que pudiera reaccionar me dijo en voz muy
baja: “Usted no sería así conmigo si me hubiera conocido en otra parte.” Estuve al borde de soltar una
carcajada, pero era tan ridículo que me dijera eso mientras se le llenaban los ojos de lágrimas que me pasó lo
de siempre, me dio rabia y casi miedo, me sentí de golpe como desamparada delante de ese chiquilín
pretencioso. Conseguí dominarme (eso se lo debo a Marcial, me ha enseñado a controlarme y cada vez lo hago
mejor), y me enderecé como si no hubiera sucedido nada, puse la toalla en la percha y tapé el frasco de agua
colonia. En fin, ahora sabíamos a qué atenernos, en el fondo era mucho mejor así. Enfermera, enfermo, y pare
de contar. Que el agua colonia se la pusiera la madre, yo tenía otras cosas que hacerle y se las haría sin más
contemplaciones. No sé por qué me quedé más de lo necesario. Marcial me dijo cuando se lo conté que había
querido darle la oportunidad de disculparse, de pedir perdón. No sé, a lo mejor fue eso o algo distinto, a lo mejor
me quedé para que siguiera insultándome, para ver hasta dónde era capaz de llegar. Pero seguía con los ojos
cerrados y el sudor le empapaba la frente y las mejillas, era como si me hubiera metido en agua hirviendo, veía
manchas violeta y rojas cuando apretaba los ojos para no mirarla sabiendo que todavía estaba allí, y hubiera
dado cualquier cosa para que se agachara y volviera a secarme la frente como si yo no le hubiera dicho eso,
pero ya era imposible, se iba a ir sin hacer nada, sin decirme nada, y yo abriría los ojos y encontraría la noche,
el velador, la pieza vacía, un poco de perfume todavía, y me repetiría diez veces, cien veces, que había hecho
bien en decirle lo que le había dicho, para que aprendiera, para que no me tratara como a un chico, para que me
dejara en paz, para que no se fuera.
Empiezan siempre a la misma hora, entre seis y siete de la mañana, debe ser una pareja que anida en las
cornisas del patio, un palomo que arrulla y la paloma que le contesta, al rato se cansan, se lo dije a la enfermera
chiquita que viene a lavarme y a darme el desayuno, se encogió de hombros y dijo que ya otros enfermos se
habían quejado de las palomas pero que el director no quería que las echaran. Ya ni sé cuánto hace que las
oigo, las primeras mañanas estaba demasiado dormido o dolorido para fijarme, pero desde hace tres días
escucho a las palomas y me entristecen, quisiera estar en casa oyendo ladrar a Milord, oyendo a tía Esther que
a esta hora se levanta para ir a misa. Maldita fiebre que no quiere bajar, me van a tener aquí hasta quién sabe
cuándo, se lo voy a preguntar al doctor Suárez esta misma mañana, al fin y al cabo podría estar lo más bien en
casa. Mire, señor Morán, quiero ser franco con usted, el cuadro no es nada sencillo. No, señorita Cora, prefiero
que usted siga atendiendo a ese enfermo, y le voy a decir por qué. Pero entonces. Marcial… Vení, te voy a
hacer un café bien fuerte, mirá que sos potrilla todavía, parece mentira. Escuchá, vieja, he estado hablando con
el doctor Suárez, y parece que el pibe…

Por suerte después se callan, a lo mejor se van volando por ahí, por toda la ciudad, tienen suerte las palomas.
Qué mañana interminable, me alegré cuando se fueron los viejos, ahora les da por venir más seguido desde que
tengo tanta fiebre. Bueno, si me tengo que quedar cuatro o cinco días más aquí, qué importa. En casa sería
mejor, claro, pero lo mismo tendría fiebre y me sentiría tan mal de a ratos. Pensar que no puedo ni mirar una
revista, es una debilidad como si no me quedara sangre. Pero todo es por la fiebre, me lo dijo anoche el doctor
De Luisi y el doctor Suárez me lo repitió esta mañana, ellos saben. Duermo mucho pero lo mismo es como si no
pasara el tiempo, siempre es antes de las tres como si a mí me importaran las tres o las cinco. Al contrario, a las
tres se va la enfermera chiquita y es una lástima porque con ella estoy tan bien. Si me pudiera dormir de un tirón
hasta la medianoche sería mucho mejor. Pablo, soy yo, la señorita Cora. Tu enfermera de la noche que te hace
doler con las inyecciones. Ya sé que no te duele, tonto, es una broma. Seguí durmiendo si querés, ya está. Me
dijo: “Gracias” sin abrir los ojos, pero hubiera podido abrirlos, sé que con la galleguita estuvo charlando a
mediodía aunque le han prohibido que hable mucho. Antes de salir me di vuelta de golpe y me estaba mirando,
sentí que todo el tiempo me había estado mirando de espaldas. Volví y me senté al lado de la cama, le tomé el
pulso, le arreglé las sábanas que arrugaba con sus manos de fiebre. Me miraba el pelo, después bajaba la vista
y evitaba mis ojos. Fui a buscar lo necesario para prepararlo y me dejó hacer sin una palabra, con los ojos fijos
en la ventana, ignorándome. Vendrían a buscarlo a las cinco y media en punto, todavía le quedaba un rato para
dormir, los padres esperaban en la planta baja porque le hubiera hecho impresión verlos a esa hora. El doctor
Suárez iba a venir un rato antes para explicarle que tenían que completar la operación, cualquier cosa que no lo
inquietara demasiado. Pero en cambio mandaron a Marcial, me tomó de sorpresa verlo entrar así pero me hizo
una seña para que no me moviera y se quedó a los pies de la cama leyendo la hoja de temperatura hasta que
Pablo se acostumbrara a su presencia. Le empezó a hablar un poco en broma, armó la conversación como él
sabe hacerlo, el frío en la calle, lo bien que se estaba en ese cuarto, él lo miraba sin
decir nada, como esperando, mientras yo me sentía tan rara, hubiera querido que Marcial se fuera y me dejara
sola con él, yo hubiera podido decírselo mejor que nadie, aunque quizá no, probablemente no. Pero si ya lo sé,
doctor, me van a operar de nuevo, usted es el que me dio la anestesia la otra vez, y bueno, mejor eso que
seguir en esta cama y con esta fiebre. Yo sabía que al final tendrían que hacer algo, por qué me duele tanto
desde ayer, un dolor diferente, desde más adentro. Y usted, ahí sentada, no ponga esa cara, no se sonría como
si me viniera a invitar al cine. Váyase con él y béselo en el pasillo, tan dormido no estaba la otra tarde cuando
usted se enojó con él porque la había besado aquí. Váyanse los dos, déjenme dormir, durmiendo no me duele
tanto.

Y bueno, pibe, ahora vamos a liquidar este asunto de una vez por todas, hasta cuándo nos vas a estar
ocupando una cama, che. Contá despacito, uno, dos, tres. Así va bien, vos seguí contando y dentro de una
semana estás comiendo un bife jugoso en casa. Un cuarto de hora a gatas, nena, y vuelta a coser. Había que
verle la cara a De Luisi, uno no se acostumbra nunca del todo a estas cosas. Mirá, aproveché para pedirle a
Suárez que te relevaran como vos querías, le dije que estás muy cansada con un caso tan grave; a lo mejor te
pasan al segundo piso si vos también le hablás. Está bien, hacé como quieras, tanto quejarte la otra noche y
ahora te sale la samaritana. No te enojés conmigo, lo hice por vos. Sí, claro que lo hizo por mí pero perdió el
tiempo, me voy a quedar con él esta noche y todas las noches. Empezó a despertarse a las ocho y media, los
padres se fueron en seguida porque era mejor que no los viera con la cara que tenían los pobres, y cuando llegó
el doctor Suárez me preguntó en voz baja si quería que me relevara María Luisa, pero le hice una seña de que
me quedaba y se fue. María Luisa me acompañó un rato porque tuvimos que sujetarlo y calmarlo, después se
tranquilizó de golpe y casi no tuvo vómitos; está tan débil que se volvió a dormir sin quejarse mucho hasta las
diez. Son las palomas, vas a ver, mamá, ya están arrullando como todas las mañanas, no sé por qué no las
echan, que se vuelen a otro árbol. Dame la mano, mamá, tengo tanto frío. Ah, entonces estuve soñando, me
parecía que ya era de mañana y que estaban las palomas. Perdóneme, la confundí con mamá. Otra vez
desviaba la mirada, se volvía a su encono, otra vez me echaba a mí toda la culpa. Lo atendí como si no me
diera cuenta de que seguía enojado, me senté junto a él y le mojé los labios con hielo. Cuando me miró,
después que le puse agua colonia en las manos y la frente, me acerqué más y le sonreí. “Llamame Cora”, le
dije. “Yo sé que no nos entendimos al principio, pero vamos a ser tan buenos amigos, Pablo.” Me miraba
callado. “Decime: Sí, Cora.” Me miraba, siempre. “Señorita Cora”, dijo después, y cerró los ojos. “No, Pablo, no”,
le pedí, besándolo en la mejilla, muy cerca de la boca. “Yo voy a ser Cora para vos, solamente para vos.” Tuve
que echarme atrás, pero lo mismo me salpicó la cara. Lo sequé, le sostuve la cabeza para que se enjuagara la
boca, lo volví a besar hablándole al oído. “Discúlpeme”, dijo con un hilo de voz, “no lo pude contener”. Le dije
que no fuera tonto, que para eso estaba yo cuidándolo, que vomitara todo lo que quisiera para aliviarse. “Me
gustaría que viniera mamá”, me dijo, mirando a otro lado con los ojos vacíos. Todavía le acaricié un poco el
pelo, le arreglé las frazadas esperando que me dijera algo, pero estaba muy lejos y sentí que lo hacía sufrir
todavía más si me quedaba. En la puerta me volví y esperé; tenía los ojos muy abiertos, fijos en el cielo raso.
“Pablito”, le dije. “Por favor, Pablito. Por favor, querido.” Volví hasta la cama, me agaché para besarlo; olía a frío,
detrás del agua colonia estaba el vómito, la anestesia. Si me quedo un segundo más me pongo a llorar delante
de él, por él. Lo besé otra vez y salí corriendo, bajé a buscar a la madre y a María Luisa; no quería volver
mientras la madre estuviera allí, por lo menos esa noche no quería volver y después sabía demasiado bien que
no tendría ninguna necesidad de volver a ese cuarto, que Marcial y María Luisa se ocuparían de todo hasta que
el cuarto quedara otra vez libre.

Todos los fuegos el fuego, 1966


EXAMEN FINAL

La Pascualina
(Eleodoro Vargas Vicuña Cerro de Pasco 1924 - Lima 1997)

Nosotros vivíamos en la chacra, un poco lejos del pueblo. Había casitas de gente pobre desparramadas por
aquí por allá, Mi papá era el único pudiente. Jugábamos con los chicos de allí porque no teníamos con quién
jugar, Éramos varias hermanas. Yo era la mayor. Me seguía mi hermanito Julián. Los demás eran muy chicos.
En la población vivían mis abuelos, mis tíos, mis primos. En fin, toda la familia.

Cuando se casó mi papá, mis abuelos le dieron la casa de la chacra. A mí me gustaba al principio, pero según
como me iba poniendo grande ya no me gustaba ser campesina. Deseaba vivir en el pueblo para estar inmediata
a todo lo que había. Mis padres no.
En una navidad, cuando ya estuve grande, en el pueblo levantaron un nacimiento, en la chacra esto es lo que
nos sucedió:
Mi hermanito se había portado mal y mi papá le dijo que a él no le pondría el Niño Dios. Que no esperara. El año
anterior el Papá Noel le había puesto caramelos. soldaditos, trompo. Él dijo que si ponía sus zapatos recibiría lo
mismo. El chico no sabía qué hacer, porque quería otras cosas; como para uno de doce años más o menos.
Pensó poner los zapatos de mi papá. Así lo hizo y se acostó. Al otro día se levantó temprano
pensando en los regalos. En un zapato encontró una bolsa de tabaco y en el otro una cachimba. Cómo se habría
puesto Julián, cuando encontró esas cosas. El pobre perdió soga y cabra por ambicioso. Vivía cerca una chiquita,
hija de un vecino, llamada Pascualina. Ella no sabía del Niño Dios ni del Papá Noel. De ellos, que ponen juguetes
a los niños que se porten bien. Aprendió de nosotros, En Pascuas de Reyes por la tarde llegó corriendo. Me dijo
que sus zapatos estaban por demás viejos y que tenía miedo que Papá Noel no le pusiera nada.
En una canasta de trapos encontró un par de medias de color negro. Estaban muy apolilladas. Una tenía más
huecos que la otra. La Pascualina las cosió con hilo blanco. Las medias negras quedaron con chispas blancas.
Daban mal aspecto. Todavía estaban despintadas. Yo le dije que Papá Noel le diría: "Esa chica será muy
majadera cuando ha destrozado así sus medias"

Las colgó en la ventana con la abertura preparada para poner algo. Yo le dije, Papá Nole qué iba a ponerle
algo. Ella empezó a llorar. Eso me dio pena: hacer llorar a una criatura. Desesperada corrí donde mi mamá para
pedirle plata. Mamá me negó y me resondró, diciéndome que esa gente no sabía nada del Papá Noel. Por último
que Papá Noel nunca ponía nada a nadie. Que a esa chica sus padres qué le iban a comprar ningún juguete. Que
no volviera a fastidiarla más.
Yo no sabía qué hacer para conseguir algún regalo. Me encaminé a la población, a pesar de la tarde, para ver
si conseguía algo. Llegué donde mi tía Mercedes yen el corredor encontré una muñeca. Estaba tan sucia que mi
primita la había olvidado. La recogí y me la llevé a mi casa, La arreglé.Le cosí partes descosidas. La lavé. La hice
secar en el fogón. Al poco rato estaba casi nueva,
Ya eran como las diez de la noche en la víspera de Pascua. Contenta estaba yo de haber metido la muñeca
en la media para la pobre Pascualina. Y ella feliz de haberla encontrado. Cómo se arrodillaba agradecida,
mirando sobre los árboles.
Pasó esa fiesta y la gente de su laya tenía envidia. Hablaba:

-A qué carga de agua le habrán comprado esa muñeca. Tendrán bastante plata.
-Hacerle creer que el Papá Noel le ha puesto cuando ni Papá Noel ni Papa Dios se acuerdan de los pobres. De
esa vez la chica paraba con nosotros haciendo los mandados de la casa, la gente hablaba más. Todo lo que
renegaban decían. Yo quería contarles que yo, Casimira, le conseguí la muñeca para ponerle a nombre de Papá
Noel, después del chasco que le pasó a mi hermanito.

Una mañana, nuestra Catacha, gallina cenicienta, parándose a la puerta del dormitorio, cantó para que la
viéramos. Nosotros no creíamos en esas supersticiones, pero vivía mamá Bartola, una viejita. Cuando se
sentaba a lavar los platos parecía una lechuza. Tenía la cara demacrada, la nariz larga aguileña. Su cabeza
estaba atada con un pañuelo blanco. A más de eso era piel y hueso. Ella fue la que dijo que alguien iba a morir en
la casa.
Yo en mis adentros dije que ella moriría. Quién más habría de ser. Con lo fea que estaba de puro vieja. Un día
yo estaba entregada en el juego cuando llegó la chiquita Alminda. Atontada, dijo que Pascualina había muerto. Se
había caído de la acequia grande, a la altura de la chacra de doña Marcelita. Corrí a su casa y me encontré con
mucha gente. Cuando me halé con sus padres me dijeron en mi cara que yo tenía la culpa para que se muriera
su hija.
"Esa niña tiene la culpa", oía yo a cada rato.
La Pascualina estaba lavando su muñeca. En una de esas resbaló. Como había mucha agua, época de
lluvias, no pudo salir y fue arrastrada. A unas cuadras, allí la encontraron. Más abajo salvaron la muñeca. Con la
culpa que me dieron yo me asusté. Tomé la muñeca y me la llevé. En el camino le preguntaba por la Pascualina
sin que me contestara. Entre a la casa, pasé por la huerta y me puse a llorar. Dije: "Yo tuve la culpa para que
muera Pascualina. Yo le regalé ese trapo que no habla. Qué pensará ella de mí".
Luego, ya consolada, pero no tanto, le conté a mamá Bartola. Quería que me hiciera comprender lo que había
hecho. Que me dijera alguna cosa que me contentara. Ella me dijo que Pascualina ya no pensaba en nada y que
estaba feliz en el cielo.
Yo me fui a buscarla, a ver si la veía. Me subí a los altos. La buscaba por el cielo y nada. Allí me di cuenta lo
que es ser nada. Entonces, agarré la muñeca. Le eché la culpa a gritos. La llevé a la huerta donde lloré y la
quemé. La quemé con cólera y pena. Su ceniza la boté al río. Y volví sin llorar, casi contenta, no sé por qué.
Al entrar a la casa, mamá Bartola muerta, estaba sentada en el patio con los ojos mirando al cielo como
viendo a la Pascualina,
Esa vez del huaico
(Eleodoro Vargas Vicuña Cerro de Pasco 1924 - Lima 1997)

I
Alrededor de don Teófilo Navarro no queda sino contagiador aire entristecido. Su casa, pura pampa quedó
después del huaico —agua de mala entraña— que lo tumbó todo.

Los vecinos están medio que están nomás. La mitad se les fue tratando de levantar pared con la mirada y la
otra mitad para consolarlo:
—Con un poco de voluntad, podrá usted levantarse de nuevo.
El caso fue así:
Todas las veces de susto le decían:
—Don Tofe, haga usted construir muro de piedra a su casa, no sea que el huaico...
Pero él se reía con suficiencia, y para decir algo por contestar, repetía:
—Que venga el huaico. Que me lleve. De resbaladera acabará la pena.

Lo decía por decir porque en el pueblo, con penas y todo, siempre somos felices.

Después que levantó su casa, en que hubo apurado trajín para terminar, luego de la techa, en que hubo
demorado canto de no acabar con música y zapateo para afirmar el suelo, se hizo tranquilidad. Y como él lo dijo
desafiador:
—Hasta que otro guapo se atreva, pared y techo contra viento y noche que revienten de impotencia.

Fabricaba y componía sombreros. A la puerta de su casa, aguja en mano, sombrero en horma, silbido y canto
para rellenar hueco de tarde nostalgiosa, lo veíamos cumplir.

En el invierno paz, no en el verano. Medio que se quisquillaba don Tofe mirando temeroso el agua que crecía
hasta engrosar el río. Decía:
—¡Esto es costumbre! ¿Habrá por qué temer?

Muchas veces la campana madrina de la iglesia, en talantalanes de peligro, anunciaba desbordera, y don
Tofe, creído, corría que corría para ver. Allí estaba intactita la casa a la orilla del cauce.

La noche en que sucedió no podía ser, aunque se hubiese roto el brazo el sacristán o hubiera podido más y
rompiera las campanas avisando. Era cumpleaños de doña Adelaida Suárez. No se podía creer. Y más cuando la
fiesta había sido con música y la agasajada era persona que estaba bien con Dios.

Don Tofe decía:


—Beber, beber, que la vida se ha de acabar.
Verlo era un gusto, alegre como estaba, a pesar de que la Grimalda, su mujer, con su tremenda barriga,
sentada en un rincón censuraba.

Primero fue un rumor creciente que llegó, junto con el grito de Julián Mayta que salía corriendo de la huerta:
—¡Está entrando agua!.. ¡Está trayendo piedras!..

Muy pocos lo oyeron. En ese instante entró el agua hasta el patio. No debía ser grave la cosa... El agua
avanzaba rápidamente como buscando algo. Entonces sí que reaccionamos, aunque de primera intención no se
tomó ninguna iniciativa. En la sala de la derecha, ebrios los músicos, sin darse cuenta, bromeaban todavía. Yo
comencé a correr sin saber a dónde.

Un golpe fuerte en la sala de la izquierda que da al cauce, comprendiendo el peligro, nos puso con la cara
seria. Y cuando ya lampón y pico los hombres se disponían, se inundaron las salas y los cuartos. La cocina con
sus viejas era un grito de rezos. El agua furiosa sabía de memoria su trabajo, lo que hacía. En un santiamén todo
estuvo inundado sobre la altura de los cimientos.
En el momento en que los animales salían al escape, las paredes empezaron a ceder. Las mujeres (doña
Eulalia Espinoza principalmente) gritaban, clamaban al cielo. Y los hombres lisureaban dándose coraje.

No se podía. Era torrente de fuerza. Las paredes del corral vencidas se cayeron. Don Antonio Ebúsquez era
el único de carácter que se dejaba oír:
—¡Rompan la puerta falsa que da al cauce para desatorar!

Pero la lluvia lo atoraba a él, porque era como río que bajaba.

En la tiniebla éramos gente oscurecida, loca, como la entraña de esa noche de rayos y de truenos.

Al relámpago, apurado seguía bajando el aluvión. Desde el corral, por el patio, al camino, y luego al río
bajaba. De la puerta del zaguán quedaban astillas.
Vimos a la Grimalda. Subida sobre un batán lloraba a más no poder. Pensaba en Dios con todos sus dolores.

II

De agua, de noche, de viento, fue la tumbadera de la casa de don Tofe. Con gritos de parto también, pues la
Grimalda, ayudada por Roque Barrera y subida sobre una mesita que a la vez la contenía contra la pared sobre el
poyo, comenzó a descuartizarse.

Doña Toribia estuvo felizmente, atendiéndola como pudo. Roque a duras penas contenía la mesa y sostenía
también a la Grimalda. Doña Toribia, con las manos de agua terrosa, remangándose el brazo, la asistía.

Grimalda se animaba casi quebrándole el brazo al Roque con el esfuerzo:


—¡Ayude usted! ¡Ayude usted, mamá Tulli! —Sin embargo, fue como una lucha el nacimiento, mientras el
agua amenazaba con derribarnos.

Luego doña Toribia, serena como siempre, descorchetán-dose el monillo, cobijó a la criatura que ya gritaba,
junto a sus lacios senos.

Otro grito fuerte fue como una protesta, pero con el llanto del niño nos renació el valor. A su mamá hubiera
podido también reanimarla; no, ella había fallecido antes de oírlo.
Total, todo se apagó. Solamente cuando la pena arreciaba, mirando los cimientos lavados que quedaban,
pasó la lluvia. El huaico bajó su correntada o habría bajado antes: oíamos un rumor entre violento y tranquilo.

En adelante se comenzó a buscar:


—¡Don Macshi!.. ¡Mamá Brígida!... ¡Lázaro!...

Oía su nombre cada cual y cada cual contestaba animándose. Don Tofe, sin haberse enterado todavía,
buscaba a su Grimalda.

Media puerta del zaguán, inservible, había ido a parar a la chacra de enfrente. Las sillas y ventanas
desparramadas. Dice Demetrio López que un cerdo había varado cerca de Vilca-bamba.

Los muros y cimientos quedaron débiles. Algunos baúles amarrados al manzano estaban astillados. Allí
quedaba también el batán de don Jacinto Navarro, centenaria piedra donde molieron los abuelos.

Lo demás y más fuerte se supo cuando don Tofe llegó hasta nosotros, con su mujer muerta en brazos.
Detrás doña Toribia con el recién nacido.

Esas dos caras fueron para nosotros un ¡golpe! que nunca habíamos sentido.
En el velorio, en casa de don Nicolás Arosemena, no se rió por primera vez los chistes de Roque.

En un ángulo de la sala, don Teófilo se quejaba. Parecía que el aire de esa mala noche se le había secado en
la cara. Eran como furia vencida las huellas de su rostro. Repetía:
—¡Quién lo hubiera dicho...! ¡Quién lo hubiera dicho!

En fin, la velada fue de razonar pesimista, con ese café consolador apenas.
¡Cómo se recordó la muerte! ¡Cuántos nombres! Eladio Amaro, Fortunato Rojas, Pedro Tintush. ¡Pero
nunca desgraciados!
—¡Ah, ya se fueron!

Se sintió la muerte a muerte. Adentro, hasta los tuétanos como angustia; afuera, en los miembros ateridos,
como temblor desconocido.

Ni coca ni aguardiente pudieron esa noche.

Desde entonces don Tofe, medio vivo, medio fantasma, allí está.
—Zurcidor de sombreros —dicen.

Mientras, verdeciendo, retoña el valle de la gente que habla por hablar:


—¡Caído, con la cara en el suelo!
—¡Zurcidor de sombreros viejos!

Pero nadie sabe lo de nadie. De repente, un día...


Ushanan Jampi
(Enrique López Albújar Chiclayo 1872 - Lima 1966)

La plaza de Chupán hervía de gente. El pueblo entero, ávido de curiosidad, se había congregado en ella desde
las primeras horas de la mañana, en espera del gran acto de justicia a que se le había convocado la víspera,
solemnemente.

Se habían suspendido todos los quehaceres particulares y todos los servicios públicos. Allí estaba el jornalero,
poncho al hombro, sonriendo, con sonrisa idiota, ante las frases intencionadas de los coros; el pastor greñudo,
de pantorrillas bronceadas y musculosas, serpenteadas de venas, como lianas en torno de un tronco; el viejo
silencioso y taimado, mascador de coca sempiterno; la mozuela tímida y pulcra, de pies limpios y bruñidos como
acero pavonado, y uñas desconchadas y roídas y faldas negras y esponjosas como repollo; la vieja regañosa,
haciendo perinolear al aire el huso mientras barbotea un rosario interminable de conjuros, y el chiquillo, con su
clásico sombrero de falda gacha y copa cónica —sombrero de payaso— tiritando al abrigo de un ilusorio
ponchito, que apenas le llega al vértice de los codos.

Y por entre esa multitud, los perros, unos perros color de ámbar sucio, hoscos, héticos, de cabezas angulosas y
largas como cajas de violín, costillas transparentes, pelos hirsutos, mirada de lobo, cola de zorro y patas largas,
nervudas y nudosas —verdaderas patas de arácnido— yendo y viniendo incesantemente, olfateando a las
gentes con descaro, interrogándoles con miradas de ferocidad contenida, lanzando ladridos impacientes, de
bestias que reclamaran su pitanza.

Se trataba de hacerle justicia a un agraviado de la comunidad, a quien uno de sus miembros, Cunce Maille,
ladrón incorregible, le había robado días antes una vaca. Un delito que había alarmado a todos profundamente,
no tanto por el hecho en sí cuanto por la circunstancia de ser la tercera vez que un mismo individuo cometía
igual crimen. Algo inaudito en la comunidad. Aquello significaba un reto, una burla a la justicia severa e inflexible
de los yayas, merecedora de un castigo pronto y ejemplar.

Al pleno sol, frente a la casa comunal y en torno de una mesa rústica y maciza, con macicez de mueble incaico,
el gran consejo de los yayas, constituido en tribunal, presidía el acto, solemne, impasible, impenetrable, sin más
señales de vida que el movimiento acompasado y leve de las bocas chacchadoras, que parecían tascar un freno
invisible.

De pronto los yayas dejaron de chacchar, arrojaron de un escupitajo la papilla verdusca de la masticación,
limpiáronse en un pase de manos las bocas espumosas y el viejo Marcos Huacachino, que presidía el consejo,
exclamó:

—Ya hemos chacchado bastante. La coca nos aconsejará en el momento de la justicia. Ahora bebamos para
hacerlo mejor.
Y todos, servidos por un decurión, fueron vaciando a grandes tragos un enorme vaso de chacta. —
Que traigan a Cunce Maille —ordenó Huacachino una vez que todos terminaron de beber.

Y, repentinamente, maniatado y conducido por cuatro mozos corpulentos, apareció ante el tribunal .un indio de
edad incalculable, alto, fornido, ceñudo y que parecía desdeñar las injurias y amenazas de la muchedumbre. En
esa actitud, con la ropa ensangrentada y desgarrada por las manos de sus perseguidores y las dentelladas de
los perros ganaderos, el indio más parecía la estatua de la rebeldía que la del abatimiento. Era tal la regularidad
de sus facciones de indio puro, la gallardía de su cuerpo, la altivez de su mirada, su porte señorial, que, a pesar
de sus ojos sanguinolentos, fluía de su persona una gran simpatía, la simpatía que despiertan los hombres que
poseen la hermosura y la fuerza.

— ¡Suéltenlo! —exclamó la misma voz que había ordenado traerlo.

Una vez libre Maille, se cruzó de brazos, irguió la desnuda y revuelta cabeza, desparramó sobre el consejo una
mirada sutilmente desdeñosa y esperó.

—José Ponciano te acusa de que el miércoles pasado le robaste una vaca mulinera y que has ido a vendérsela
a los de Obas. ¿Tú qué dices?
— ¡Verdad! Pero Ponciano me robó el año pasado un toro. Estamos pagados.

— ¿Por qué entonces no te quejaste?

—Porque yo no necesito de que nadie me haga justicia. Yo mismo sé hacérmela.

—Los yayas no consentimos que aquí nadie se haga justicia. El que se la hace pierde su derecho.
Ponciano, al verse aludido, intervino:

—Maille está mintiendo, taita. El toro que dice que yo se lo robé, se lo compré a Natividad Huaylas. Que lo diga;
está presente.

—Verdad, taita —contestó un indio, adelantándose hasta la mesa del consejo.

— ¡Yerro! —Gritó Maille, encarándose ferozmente a Huaylas—. Tan ladrón tú como Ponciano. Todo lo que tú
vendes es robado. Aquí todos se roban.

Ante tal imputación, los yayas, que al parecer dormitaban, hicieron un movimiento de impaciencia al mismo
tiempo que muchos individuos del pueblo levantaban sus garrotes en son de protesta y los blandían gruñendo
rabiosamente. Pero el jefe del tribunal, más inal-terable que nunca, después de imponer silencio con gesto
imperioso, dijo:

--Cunce Maille, has dicho una brutalidad que ha ofendido a todos. Podríamos castigarte entregándote a la
justicia del pueblo, pero sería abusar de nuestro poder.

Y dirigiéndose al agraviado José Ponciano, que, desde uno de los extremos de la mesa, miraba torvamente a
Maille, añadió:

— ¿En cuánto estimas tu vaca, Ponciano? —Treinta soles, taita. Estaba para parir, taita. En
vista de esta respuesta, el presidente se dirigió al público en esta forma:

— ¿Quién conoce la vaca de Ponciano? ¿Cuánto podrá costar la vaca de Ponciano?

Muchas voces contestaron a un tiempo que la cono-cían y que podría costar realmente los treinta soles que le
había fijado su dueño.

— ¿Has oído, Maille? —dijo el presidente al aludido.

—He oído, pero no tengo dinero para pagar.

—Tienes ganados, tienes tierras, tienes casa. Se te embargará uno de tus ganados, y como tú no puedes seguir
aquí porque es la tercera vez que compareces ante nosotros por ladrón, saldrás de Chupan inmediatamente y
para siempre. La primera vez te aconsejamos lo que debías hacer para que te enmendaras y volvieras a ser
hombre de bien. No has querido. Te burlaste del yaachischum. La segunda vez tratamos de ponerte bien con
Felipe Tacuche, a quien le robaste diez carneros. Tampoco hiciste caso del alli-achishum, pues no has querido
reconciliarte con tu agraviado y vives amenazándole constantemente... Hoy le ha tocado a Ponciano ser el
perjudicado y mañana quién sabe a quién le tocará. Eres un peligro para todos. Ha llegado el momento de
botarte y aplicarte el jitarishum. Vas a irte para no volver más. Si vuelves, ya sabes lo que te espera: te cogemos
y te aplicamos ushanan-jampi. ¿Has oído bien, Cunce Maille?

Maille se encogió de hombros, miró al tribunal con indiferencia, echó mano al huallqui, que por milagro había
conservado en la persecución, y sacando un poco de coca se puso a chacchar lentamente.

El presidente de los yayas, que tampoco se inmutó por esta especie de desafío del acusado, dirigiéndose a sus
colegas, volvió a decir:

—Compañeros, este hombre que está delante de nosotros es Cunce Maille, acusado por tercera vez de robo en
nuestra comunidad. El robo es notorio; no lo ha desmentido; no ha probado su inocencia. ¿Qué debemos hacer
con él?
—Botarlo de aquí: aplicarle jitarishum —contestaron a una voz los yayas, volviendo a quedar mudos e
impasibles.

— ¿Has oído, Maille? Hemos procurado hacerte un hombre de bien, pero no lo has querido. Caiga sobre ti
jitarishum.

Después, levantándose y dirigiéndose al pueblo, añadió con voz solemne y más alta que la empleada hasta
entonces:

—Este hombre que ven aquí es Cunce Maille, a quien vamos a botar de la comunidad por ladrón. Si alguna vez
se atreve a volver a nuestras tierras, cualquiera de los presentes (podrá matarle. No lo olviden. Decuriones,
cojan a ese hombre y sígannos.

Y los yayas, seguidos del acusado y de la muchedumbre, abandonaron la plaza, atravesaron el pueblo y
comenzaron a descender por una escarpada senda, en medio de un imponente silencio, turbado sólo por el
tableteo de los shucuyes. Aquello era una procesión de mudos bajo un nimbo de recogimiento. Hasta los perros,
momentos antes inquietos, bulliciosos, marchaban en silencio, gachas las orejas y las colas, como percatados
de la solemnidad del acto.

Después de un cuarto de hora de marcha por senderos abruptos, sembrados de piedras y cactos tentaculares y
amenazadores como pulpos rabiosos —senderos de pastores y cabras—, el jefe de los yayas levantó su vara
de alcalde, adornada de cintajos multicolores y de flores de planta de manufactura infantil, y la extraña procesión
se detuvo al borde del riachuelo que separa las tierras de Chupán de las Obas.

— ¡Suelten a ese hombre! —exclamó el yaya de la vara.

Y dirigiéndose al reo:

— Cunce Maille: desde este momento tus pies no pueden seguir pisando nuestras tierras porque nuestros jircas
se enojarían, y su enojo causaría la pérdida de las cosechas, y se secarían las quebradas y vendría la peste.
Pasa el río y aléjate para siempre de aquí.

Maille volvió la cara hacia la multitud, que con gesto de asco e indignación, más fingido que real, acababa de
acompañar las palabras sentenciosas del yaya, y, después de lanzar al suelo un escupitajo enormemente
despreciativo, con ese desprecio que sólo el rostro de un indio es capaz de expresar, exclamó:

— ¡Ysmayta-micuy!

Y de cuatro saltos salvó las aguas del Chillán y desapareció entre los matorrales de la banda opuesta, mientras
los perros, alarmados de ver a un hombre que huía y excitados por el largo silencio, se desquitaban ladrando
furiosamente, sin atreverse a penetrar en las cristalinas y bulliciosas aguas del riachuelo.

Si para cualquier hombre la expulsión es una afrenta, para un indio, y un indio como Cunce Maille, la expulsión
de la comunidad significa todas las afrentas posibles, el resumen de todos los dolores frente a la pérdida de
todos los bienes: la choza, la tierra, el ganado, el jirca y la familia. Sobre todo, la choza.

El jitarishum es la muerte civil del condenado, una muerte de la que jamás se vuelve a la rehabilitación; que
condena al indio al ostracismo perpetuo y parece marcarle con un signo que le cierra para siempre las puertas
de la comunidad. Se le deja solamente la vida para que vague con ella a cuestas por quebradas, cerros, punas y
bosques, o para que baje a vivir en las ciudades bajo la férula del misti; lo que para un indio altivo y amante de
las alturas es un suplicio y una vergüenza.

Y Cunce Maille, dada su naturaleza rebelde y combativa, jamás podría resignarse a la expulsión que acababa
de sufrir. Sobre todo, había dos fuerzas que le atraían constantemente a la tierra perdida: su madre y su choza.
¿Qué iba a ser de su madre sin él? Este pensamiento le irritaba y le hacía concebir los más inauditos proyectos.
Y exaltado por los recuerdos, nos-tálgico y cargado su corazón de odio, como una nube de electricidad, harto en
pocos días de la vida de azar y merodeo que se le obligaba a llevar, volvió a repasar, en las postrimerías de una
noche, el mismo riachuelo que un mes antes cruzara a pleno sol, bajo el silencio de una poblada hostil y los
ladridos de una jauría famélica y feroz.
A pesar de su valentía comprobada cien veces. Maille, al pisar la tierra prohibida, sintió como una mano que le
apretaba el corazón, y tuvo miedo. ¿Miedo de qué? ¿De la muerte? ¿Pero qué podría importarle la muerte a él,
acostumbrado a jugarse la vida por nada? ¿Y no tenía para eso su carabina y sus cien tiros? Lo suficiente para
batirse con Chupán entero y es-capar cuando se le antojara.

Y el indio, con el arma preparada, avanzó cauteloso auscultando tolos los ruidos, oteando los matorrales, por la
misma senda de los despeñaderos y de los cactos tentaculares y ''amenazadores como pulpos, especie de vía
crucis, por donde solamente se atrevían a bajar, pero nunca a subir, los chupanes, por estar reservada para los
grandes momentos de su feroz justicia. Aquello era como la roca Tarpeya del pueblo.

Maille salvó todas las dificultades de la ascensión y, una vez en el pueblo, se detuvo frente a una casucha y
lanzó un grito breve y gutural, lúgubre, como el gruñido de un cerdo dentro de un cántaro. La puerta se abrió y
dos brazos se enroscaron al cuello del proscrito, al mismo tiempo que una voz decía:

—Entra, guagua-yau, entra. Hace muchas noches que tu madre no duerme esperándote. ¿Te habrán visto?
Maille, por toda respuesta, se encogió de hombros y entró.

Pera el gran consejo de los yayas, sabedor por experiencia propia de lo que el indio ama su hogar, del gran
dolor que siente cuando se ve obligado a vivir fuera de él, de la rabia que se adhiere a todo lo suyo, hasta el
punto de morirse de tristeza cuando le falta poder para recuperarlo, pensaba: "Maille volverá cualquier noche de
éstas; Maille es audaz, no nos teme, nos desprecia, y cuando él siente el deseo de chacchar bajo su techo y al
lado de la vieja Nastasia, no habrá nada que lo detenga".

Y los yayas pensaban bien. La choza sería la trampa en que habría de caer alguna vez el condenado. Y
resolvieron vigilarla día y noche, por turno, con disimu-lo y tenacidad verdaderamente indios.

Por eso aquella noche, apenas Cunce Maille penetró a su casa, un espía corrió a comunicar la noticia al jefe de
los yayas.

—Cunce Maille ha entrado a su casa, taita. Nastasia le ha abierto la puerta —exclamó palpitante, emocionado,
estremecido aún por el temor, con la cara de un perro que viera a un león de repente.

— ¿Estás seguro, Santos?

—Sí, taita. Nastasia lo abrazó. ¿A quién podrá abrazar la vieja Nastasia, taita? Es Cunce... —
¿Está armado?

—Con carabina, taita. Si vamos a sacarlo, iremos todos armados. Cunee es malo y. tira bien.

Y la noticia se esparció por el pueblo eléctricamente... "¡Ha llegado Cunee Maille! ¡Ha llegado Cunee Maille!" era
la frase que repetían todos estremeciéndose. Inmediatamente se formaron grupos. Los hombres sacaron a
relucir sus grandes garrotes —los garrotes de los momentos trágicos—; las mujeres, en cuclillas, comenzaron a
formar ruedas frente a la puerta de sus casas, y los perros, inquietos, sacudidos por el instinto, a llamarse y
dialogar a la distancia.

— ¿Oyes, Cunee? —Murmuró la vieja Nastasia, que, recelosa y con el oído pegado a la puerta, no perdía el
menor ruido, mientras aquél, sentado sobre un banco, chacchaba impasible, como olvidado de las cosas del
mundo—. Siento pasos de que se acercan, y los perros se están preguntando quién ha venido de fuera. ¿No
oyes? Te habrán visto. ¡Para qué habrás venido, guagua-yau!

Cunee hizo un gesto desdeñoso y se limitó a decir:

—Ya te he visto, mi vieja, y me he dado el gusto de saborear una chacchada en mi casa. Voime ya. Volveré
otro día.

Y el indio, levantándose y fingiendo una brusquedad que no sentía, esquivó el abrazo de su madre y, sin
volverse, abrió la puerta, asomó la cabeza a ras del suelo y atisbó. Ni ruidos, ni bultos sospechosos; sólo una
leve y rosada claridad comenzaba a teñir la cumbre de los cerros.
Pero Maille era demasiado receloso y astuto, como buen indio, para fiarse de este silencio. Ordenóle a su
madre pasar a la otra habitación y tenderse boca abajo; dio en seguido un paso atrás, para tomar impulso, y de
un gran salto al sesgo salvó la puerta y echó a correr como una exhalación. Sonó una descarga y una lluvia de
plomo acribilló la puerta de la choza, al mismo tiempo que innumerables grupos de indios armados de todas
armas, aparecían por todas partes gritando:

— ¡Muera Cunce Maille! ¡Ushanan-jarnpi! ¡Ushanan-jampi!

Maille apenas logró correr unos cien pasos, pues otra descarga, que recibió de frente, le obligó a retroceder y
escalar de cuatro saltos felinos el aislado campanario de la iglesia, desde donde, resuelto y feroz, empezó a
disparar certeramente sobre los primeros que intentaron alcanzarle.

Entonces comenzó algo jamás visto por esos hombres rudos y acostumbrados a todos los horrores y
ferocidades; algo que, iniciado con un reto, llevaba trazas de acabar en una heroicidad monstruosa, épica, digna
de la grandeza de un canto.

A cada diez tiros de los sitiadores, tiros inútiles, de rifles anticuados, de escopetas inválidas, hechos por manos
temblorosas, el sitiado respondía con uno invariablemente certero, que arrancaba un lamento y cien alaridos. A
las dos horas había puesto fuera de combate a una docena de asaltantes, entre ellos a un yaya, lo que había
enfurecido al pueblo entero.

— ¡Tomen, perros! —gritaba Maille a cada indio que derribaba—. Antes que me cojan mataré cincuenta. Cunee
Maille vale cincuenta- perros chupanes. ¿Dónde está Marcos Huacachino? ¿Quiere un poquito de cal para su
boca con esta shipina?

Y la shipina era el cañón del arma, que amenazadora y mortífera, apuntaba en todo sentido.

Ante tanto horror, que parecía no tener término, los yayas, después de larga deliberación, resolvieron tratar con
el rebelde. El comisionado debería comenzar por ofrecerle todo, hasta la vida, que, una vez abajo y entre ellos,
ya se vería cómo eludir la palabra empeñada. Para esto era necesario un hombre animoso y astuto como Maille,
y de palabra capaz de convencer al más desconfiado.

Alguien señaló a José Facundo. "Verdad —exclamaron los demás—. Facundo engaña al zorro cuando quiere y
hace bailar al jirca más furioso".

Y Facundo, después de aceptar tranquilamente la honrosa comisión, recostó su escopeta en la tapia en que
estaba parapetado, sentóse, sacó un puñado de coca y se puso a catipar religiosamente por espacio de diez
minutos largos. Hecha la catipa y satisfecho del sabor de la coca, saltó la tapia y emprendió una vertiginosa
carrera, llena de saltos y zigzags, en dirección al campanario gritando:

— ¡Amigo Cunee!, ¡amigo Cunce! Facundo quiere hablarte.

Cunce Maille le dejó llegar y una vez que lo vio sentarse en el primer escalón de la gradería le preguntó: —
¿Qué quieres, Facundo? —Pedirte que bajes y te vayas. — ¿Quién te manda? — ¡Yayas!

—Yayas son unos supaypa-huachasgan, que cuando huelen sangre quieren beberla. ¿No querrán beber la
mía?

—No; yayas me encargan decirte que si quieres te abrazarán y beberán contigo un trago de chacta en el mismo
jarro y te dejarán salir con la condición de que no vuelvas más.

—Han querido matarme.

—Ellos no; ushanan-jampi, nuestra ley. Ushanan-jampi igual para todos; pero se olvidará esta vez para ti. Están
asombrados de tu valentía. Flan preguntado a nuestro gran jirca-yayag y él ha dicho que no te toquen. También
han catipado y la coca les ha dicho lo mismo. Están pesarosos.
Cunce Maille vaciló, pero comprendiendo que la situación en que se encontraba no podía continuar
indefinidamente, que, al fin, llegaría el instante en que habría de agotársele la munición y vendría el hambre,
acabó por decir, al mismo tiempo que bajaba:

—No quiero abrazos ni chacta. Que vengan aquí todos los yayas desarmados y, a veinte pasos de distancia,
juren por nuestro jirca que me dejarán partir sin molestarme. Lo que pedía Maille era una enormidad, una
enormidad que Facundo no podía prometer, no sólo porque no estaba autorizado para ello sino porque ante el
poder del ushanan-jampi no había juramento posible.Facundo vaciló también, pero su vacilación fue cosa de un
instante. Y, después de reír con gesto de perro a quien le hubiesen pisado la cola, replicó:

—He venido a ofrecerte lo que pides. Eres como mi hermano y yo le ofrezco lo que quiera a mi hermano. Y,
abriendo los brazos, añadió:

—Cunce, ¿no habrá para tu hermano Facundo un abrazo? Yo no soy yaya. Quiero tener el orgullo de decirle
mañana a todo Chupán que me he abrazado con un valiente como tú.

Maille desarrugó el ceño, sonrió ante la frase aduladora y, dejando su carabina a un lado, se precipitó en los
brazos de Facundo. El choque fue terrible. En vez de un estrechón efusivo y breve, lo que sintió Maille fue el
enroscamiento de dos brazos musculosos, que amenazaban ahogarle. Maille comprendió instantáneamente el
lazo que se le había tendido, y, rápido corno el tigre, estrechó más fuerte a su adversario, levantóle en peso e
intentó escalar con él el campanario. Pero al poner el pie en el primer escalón, Facundo, que no había perdido la
serenidad, con un brusco movimiento de riñones hizo perder a Maille el equilibrio, y ambos rodaron por el suelo,
escupiéndose injurias y amenazas. Después de un violento forcejeo, en que los huesos crujían y los pechos
jadeaban, Maille logró quedar encima de su contendor.

— ¡Perro, más perro que los yayas! —Exclamó Maille, trémulo de ira—; te voy a retacear allá arriba, después
de comerte la lengua.
— ¡Ya está!, ¡ya está!, ¡ya está! ¡Ushanan-jampi!

— ¡Calla, traidor!—, volvió a rugir Maille, dándole un puñetazo feroz en la boca, y cogiendo a Facundo por la
garganta se la apretó tan profundamente que le hizo saltar la lengua lívida, viscosa, enorme, vibrante como la
cola de un pez cogido por la cabeza, a la vez que entornaba los ojos y una gran conmoción se deslizaba por su
cuerpo como una onda.

Maille sonrió satánicamente; desenvainó el cuchillo, cortó de un tajo la lengua de su víctima y se levantó con
intención de volver al campanario. Pero los sitiadores, que aprovechando el tiempo que había durado la lucha,
lo habían estrechamente rodeado, se lo impidieron. Un garrotazo en la cabeza lo aturdió; una puñalada en la
espalda lo hizo tambalear; una pedrada en el pecho obligóle a soltar el cuchillo y llevarse las manos a la herida.
Sin embargo, aún pudo reaccionar y abrirse paso a puñadas y puntapiés y llegar, batiéndose en retirada, hasta
su casa. Pero la turba que lo seguía de cerca, penetró tras él en el momento en que el infeliz caía en los brazos
de su madre. Diez puñales se le hundieron en el cuerpo.

— ¡No le hagan así, taitas, que el corazón me duele! —gritó la vieja Nastasia, mientras, salpicado el rostro de
sangre, caía de bruces, arrastrada por el desmadejado cuerpo de su hijo y por el choque de la feroz acometida.
Entonces desarrollóse una escena horripilante, canibalesca. Los cuchillos, cansados de punzar, comenzaron a
tajar, a partir, descuartizar. Mientras una mano arrancaba el corazón y otra los ojos, ésta cortaba la lengua y
aquélla vaciaba el vientre de la víctima. Y todo esto acompañado de gritos, risotadas, insultos e imprecaciones,
coreados por los feroces ladridos de los perros, que, a través de las piernas de los asesinos, daban grandes
tarascadas al cadáver y sumergían ansiosamente los puntiagudos hocicos en el charco sangriento.

— ¡A arrastrarlo! —Gritó una voz—.

— ¡A arrastrarlo! —Respondieron cien más—.

— ¡A la quebrada con él!


— ¡A la quebrada!

Inmediatamente se le anudó una soga al cuello y comenzó el arrastre. Primero por el pueblo, para que, según
los yayas, todos vieran cómo se cumplía el ushanan-jampi, después por la senda de los cactos.

Cuando los arrastradores llegaron al fondo de la quebrada, a las orillas del Chillán, sólo quedaba de Cunce
Maille la cabeza y un resto de espina dorsal. Lo demás quedóse entre los cactos, las puntas de las rocas y las
quijadas insaciables de los perros.

Seis meses después, todavía podía verse sobre el dintel de la puerta de la abandonada y siniestra casa de los
Maille, unos colgajos secos, retorcidos, amarillentos, grasos, a manera de guirnaldas; eran los intestinos de
Cunee Maille, puestos allí por mandato de la justi-cia implacable de los yayas.

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