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LOS TRES PEREZOSOS

Érase una vez un padre que tenía tres hijos muy perezosos.

Se puso enfermo y mandó llamar al notario para hacer testamento:


- Señor notario -le dijo- lo único que tengo es un burro y quisiera que fuera para el más perezoso
de mis hijos.
Al poco tiempo el hombre murió y el notario viendo que pasaban los días sin que ninguno de los
hijos le preguntara por el testamento, los mandó llamar para decirles:

- Sabéis que vuestro padre hizo testamento poco antes de morir. ¿Es que no tenéis ninguna
curiosidad por saber lo que os ha dejado?

El notario leyó el testamento y a continuación les explicó:

- Ahora tengo que saber cuál de los tres es el más perezoso.


Y dirigiéndose al hermano mayor le dijo:

- Empieza tú a darme pruebas de tu pereza.

- Yo, -contestó el mayor- no tengo ganas de contar nada.

- ¡Habla y rápido! si no quieres que te meta en la cárcel.


- Una vez -explicó el mayor- se me metió una brasa ardiendo dentro del zapato y aunque me
estaba quemando me dio mucha pereza moverme, menos mal que unos amigos se dieron cuenta y
la apagaron.
- Sí que eres perezoso -dijo el notario- yo habría dejado que te quemaras para saber cuánto tiempo
aguantabas la brasa dentro del zapato.

A continuación, se volvió al segundo hermano:

- Es tu turno cuéntanos algo.

- ¿A mí también me meterá en la cárcel si no hablo?

- Puedes estar seguro.

- Una vez me caí al mar y, aunque sé nadar, me entró tal pereza que no tenía ganas de mover los
brazos ni las piernas. Menos mal que un barco de pescadores me recogió cuando ya estaba a punto
de ahogarme.
- Otro perezoso -dijo el notario- yo te habría dejado en el agua hasta que hubieras hecho algún
esfuerzo para salvarte.

Por último, se dirigió al más pequeño de los tres hermanos:

- Te toca hablar, a ver qué pruebas nos das de tu pereza.

- Señor notario, a mí lléveme a la cárcel y quédese con el burro porque yo no tengo ninguna gana
de hablar.

Y exclamó el notario:

- Para ti es el burro porque no hay duda que tú eres el más perezoso de los tres.

FIN
LOS TRES DESEOS

Cuando Federico llegó a su casa una noche, malhumorado


y refunfuñando como de costumbre, encontró a su mujer
sentada en la silla de la cocina con una expresión muy rara.
En el regazo tenía una carta arrugada.

- ¿Qué te pasa? -preguntó él de malos modos.

-Entra y cierra la puerta, Federico. No vas a


creértelo, pero he recibido una carta de las hadas.
¡Nos han concedido que expresemos tres deseos!

El cogió la carta bruscamente y la leyó despacio.

-Hemos de sacarle a esto el máximo provecho, Magda. No debemos precipitarnos.


Tres deseos que pueden hacernos ricos, importantes, famosos. Pero debemos
pedir lo que más nos convenga.

Magda se levantó de un salto y dijo:

-Ya tengo hecha una lista.

Mira: un palacio para mí y una corona de rey para ti. Para mí he pedido belleza,
para ti larga vida. Pediremos una reina que nos haga de criada y oro y joyas… ¡He
estado tan ocupada haciendo la lista que no me ha dado tiempo de preparar la
cena!

Federico exclamó irritado: - ¿Cómo? ¿Que no está la cena? ¿Cómo voy a tomar
decisiones importantes con el estómago vacío? No creo que sea pedir mucho. ¡Qué
gandula eres, Magda! ¡Ojalá hubiera algo preparado…, aunque fueran unas pocas
salchichas!

Se oyó un curioso zumbido, como el batir de alas de hadas y, ¡plop!, sobre el plato
de la mesa de la cocina apareció una sarta de salchichas. Federico las observó
humeando en el plato y relamió sus labios.

Magda le dio con una hogaza de pan en la cabeza, gritando:


- ¡Has desperdiciado un deseo! ¡Qué estúpido eres! Si hay que hacer algo, lo haré
yo, qué torpe eres, Federico, me pones mala…

¡Ojalá que esas salchichas te colgaran de la punta de la nariz!

Se oyó un ruidito mágico, como de hadas cantando, y, ¡clac!, las salchichas


saltaron del plato y fueron a engancharse a la punta de la nariz de Federico.

Él se quedó mirando y rompió a llorar. Ambos tiraron, tiraron y tiraron de las


salchichas, pero fue inútil.

- ¡Hay, ¿qué calientes están! -exclamó - ¡No te muevas! Las cortaré con un - ¡Deja
ese cuchillo, mujer! ¡Cómo has podido hacerme esto!

Pero las salchichas estaban firmemente sujetas.

En esto, llamaron a la puerta. Federico y Magda se miraron.

- ¡No vayas! ¿Quieres que todos los vecinos sepan que llevas unas salchichas
pegadas en la nariz?

- ¡Cómo! ¡No voy a pasarme el resto de la vida escondiéndome! ¡Ay!, ahora me


doy cuenta de lo afortunado que era antes cuando tenía una nariz normal y
corriente. ¡Ojalá no estuviéramos siempre peleando!

-Sí, es verdad, no sabes cuánto lo siento -dijo Magda. -No, no, la culpa no es tuya,
querida. Ojalá que las hadas se hubieran guardado sus deseos y todo siguiera
como antes.

-Tienes razón -sollozó Magda. Entonces se oyó un ruidito, como de hadas


riéndose, y, ¡blip!, las salchichas se desprendieron de la nariz de Federico.

Federico y Magda se abrazaron, rieron y se pusieron a bailar por la cocina. Y las


hadas que estaban en la puerta salieron apresuradamente a echar otra carta al
correo.

FIN

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