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SELECCIÓN

DE

TEXTOS
LITERARIOS

COSTA RICA
1.- MANUEL GONZÁLEZ ZELEDÓN

EL CLIS DE SOL
No es cuento, es una historia que sale de mi pluma como ha ido brotando de los labios de
ñor Cornelio Cacheda, que es un buen amigo de tantos como tengo por esos campos de
Dios. Me la refirió hará cinco meses, y tanto me sorprendió la maravilla que juzgo una
acción criminal el no comunicarla para que los sabios y los observadores estudien el caso
con el detenimiento que se merece.
Podría tal vez entrar en un análisis serio del asunto, pero me reservo para cuando haya oído
las opiniones de mis lectores. Va, pues, monda y lironda, la consabida maravilla.
Nor Cornelio vino a verme y trajo consigo un par de niñas de dos años y medio de edad,
como nacidas de una sola “camada” como él dice, llamadas María de los Dolores y María
del Pilar, ambas rubias como una espiga, blancas y rosadas como durazno maduro y lindas
como si fueran “imágenes”, según la expresión de ñor Cornelio. Contrastaban la belleza
infantil de las gemelas con la sincera incorrección de los rasgos fisionómicos de ñor
Cornelio, feo si los hay, moreno subido y tosco hasta lo sucio de las uñas y lo rajado de los
talones. Naturalmente se me ocurrió en el acto preguntarle por el progenitor feliz de aquel
par de boquirrubias. El viejo se chilló de orgullo, retorció la jetaza de pejibaye rayado, se
limpió las babas con el revés de la peluda mano y contestó:
—¡Pos yo soy el tata, más que sea feo el decilo! No se parecen a yo, pero es que la mama
no es tan pior, y pal gran poder de mi Dios no hay nada imposible.
—Pero dígame, ñor Cornelio, ¿su mujer es rubia, o alguno de los abuelos era así como las
chiquitas?
—No, ñor; en toda la familia no ha habido ninguna gata ni canela; todos hemos sido
acholaos.
—Y entonces, ¿cómo se explica usted que las niñas hayan nacido con ese pelo y esos
colores?
El viejo soltó una estrepitosa carcajada, se enjarró y me lanzó una mirada de soberano
desdén.
—¿De qué se ríe, ñor Cornelio?
—¿Pos no había de rirme, don Magón, cuando veo que un probe inorante como yo, un
campiruso pión, sabe más que un hombre como usté que todos dicen que es tan sabido, tan
leído y que hasta hace leyes onde el presidente con los menistros?
—A ver, explíqueme eso.
—Hora verá lo que jue.
Nor Cornelio sacó de las alforjas un buen pedazo de sobado, dio un trozo a cada chiquilla,
arrimó un taburete, en el que se dejó caer satisfecho de su próximo triunfo, se sonó

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estrepitosamente las narices, tapando cada una de las ventanas con el índice respectivo,
restregó con la planta de la pataza derecha limpiando el piso, se enjugó con el revés de la
chaqueta y principió su explicación en estos términos:
—Usté sabe que hora en marzo hizo tres años que hubo un clis de sol en que se oscureció el
sol en todo el medio; bueno, pues, como unos veinte días antes Lina, mi mujer, salió
habelitada de esas chiquillas. Dende ese entonces le cogió un desasosiego tan grande que
aquello era cajeta: no había cómo atajala, se salía de la casa de día y de noche, siempre
ispiando pal cielo; se iba al solar, a la quebrada, al charralillo del cerco, y siempre con
aquel capricho y aquel mal que no había descanso ni más remedio que dejala a gusto. Ella
había sido siempre muy antojada en todos los partos. Vea, cuando nació el mayor jue lo
mesmo; con que una noche me dispertó tarde de la noche y m’izo ir a buscarle cojoyos de
cirgüelo macho. Pior era que juera a nacer la criatura con la boca abierta. Le truje los
cojoyos; en después otros antojos, pero nunca la llegué a ver tan desasosegada como con
estas chiquitas. Pos hora verá, como le iba diciendo, le cogió por ver pal cielo día y noche y
el día del clis de sol, que estaba yo en el breñalillo del cerco dende bueno mañana.
“Pa no cansalo con el cuento, así siguió hasta que nacieron las muchachitas estas. No le
niego que a yo se me hizo cuesta arriba el velas tan canelas y tan gatas, pero dende
entonces parece que hubieran traído la bendición de Dios. La mestra me las quiere y les
cuece la ropa, el político les da sus cincos, el cura me las pide pa paralas con naguas de
puros linoses y antejuelas en el altar pal Corpus, y pa los días de la Semana Santa las sacan
en la procesión arrimadas al Nazareno y al Santo Sepulcro, pa la Nochebuena las mudan
con muy bonitos vestidos y las ponen en el portal junto a las Tres Divinas. Y todos los
costos son de bolsa de los mantenedores, y siempre les dan su medio escudo, gu bien su
papel de a peso, gu otra buena regalía. ¡Bendito sea mi Dios que las jue a sacar pa su
servicio de un tata tan feo como yo…! Lina hasta que está culeca con sus chiquillas, y
dionde que aguanta que no se las alabanceen. Ya ha tenido sus buenos pleitos con curtidas
del vecindario por las malvadas gatas.”
Interrumpí a ñor Cornelio temeroso de que el panegírico no tuviera fin, y lo hice volver al
carril abandonado.
—Bien, ¿pero idiái?
—¿Idiái qué? ¿Pos no ve que jue por ber ispiao la mama el clis de sol por lo que son
canelas? ¿Usté no sabía eso?
—No lo sabía, y me sorprende que usted lo hubiera adivinado sin tener ninguna instrucción.
—Pa qué engañalo, don Magón. Yo no juí el que adevinó el busiles. ¿Usté conoce a un
mestro italiano que hizo la torre de la iglesia de la villa? ¿Un hombre gato, pelo colorao,
muy blanco y muy macizo que come en casa dende hace cuatro años?
—No, ñor Cornelio.
—Pos él jue el que me explicó la cosa del clis de sol.
FIN

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La República,
San José, Costa Rica, 1897

2.- JOAQUÍN GUTIÉRREZ

UNA PREGUNTA SALE A RODAR TIERRAS


(Fragmento de Cocorí)

Durante muchos días mamá Drusila anduvo preocupada por su hijo.


-Cocorí, cuida los camotes que dejé en el fuego.
Pero el negrito, sentado frente al fuego, con la cabeza entre las manos, los dejaba convertirse en un
obscuro caramelo.
-¡Cocorí, cierra la puerta!
Pero el Negrito no la cerraba, y la cosa llegó al colmo la noche en que vino la culebra y se bebió
toda la leche ordeñada de las cabras,
-Cocorí, otra que me hagas y la vas a pagar.
Pero de nada valían los tirones de orejas. Nadie le arrancaba palabra. No quería ni siquiera jugar
con sus amigos.
-Vamos a coger cangrejos a las rocas - lo invitaban.
-Pescaremos olominas
- Te presto mi honda para matar pájaros.
Y el Negrito le cocinaba medallones de plátanos con miel, fresca tortas de maíz o ricos caldos de
huevos de tortuga; pero el plato se enfriaba y la cabeza de Cocorí se poblaba de ideas más negras
que su piel.
- Esta noche hay luna llena y el Pescador Viejo va a contar las historias del Tigre Manchado.
Ni se inmutaba. ¿Por qué se había quedado tan solo?, era la pregunta que se hacía. ¿Por qué el barco
no había esperado su regreso y la flor se había marchitando?.
La Rosa había aromado su choza. Lo había hecho más bueno. Por ello había enderezado a doña
Modorra y había defendido al Tití de las furias del Campesino.
El monito, con su cara de payaso, lo miraba compungido desde su horcón.
A veces se colgaba de la cola y balanceándose saltaba fuera por la ventana, dando varias volteretas
mortales. Pero la trompita de Cocorí permanecía fruncida y los ojos entornados llenos de lágrimas
¿Por qué la Rosa había huido tan luego? ¿Por qué no lo había acompañado hasta que fuera grande?
Al Viejo Pescador lo había escuchado narrar innumerables veces:

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-esas palmeras nacieron el día en que yo nací. Cuando yo era muchacho, saltó de la tierra el primer
cogollo de ese tamarindo.
Y Cocorí sentía una profunda pena de que, cuando fuera viejo; no podía contar en una noche de
luna:
- Cuando yo tenía siete años esta Rosa nació. Me ha acompañado toda la vida.
Y una rebeldía iba fermentándose en su corazón. ¡Qué su Rosa hubiera vivido un día y en cambio
otros, que de nada servían sino pata hacer daño, vivieron y tantísimos años! Y al pensar en esto
recodaba al Caimán, el viejo Caimán del lago, al cual ya le habían tenido miedo los abuelos de los
abuelos de Cocorí.
"El mundo marcha de cabeza y yo soy un niño y no puedo comprenderlo".
Por fin un día se resolvió a salir de su silencio
Corrió donde estaba mamá Drusila pelando papas y le preguntó:
-¿Por qué mi Rosa tuvo una vida tan corta? ¿Por qué otros tienen más años que las hojas del roble?
La Negra lo miró de arriba abajo. "¿Qué le pasará a Cocorí preguntando esas cosas?". terminó de
pelar las palas y fue adentro a barrer. Pero Cocorí le pisaba los talones por todas partes con su
pregunta. Por fin perdió la paciencia:
-¡Deja de molestar! Anda a preguntarle al Viejo Pescador. Yo soy una Negra ignorante y no
entiendo tus preguntas -. Cocorí salió y se dirigió a la choza del Viejo Pescador. Lo encontró
ocupado remendando sus redes.

- En la tarde vimos pasar un cardumen de atunes y esta noche vamos a salir de pescar - le explicó el
Viejo al responder su saludo.
Pero a Cocorí nada le importaba los atunes y volvió a su pregunta.
- ¡pro qué mi Rosa tuvo una vida tan corta? ¿Por qué otros tienen más años que las yerbas del
monte?
El Pescador, que tenía tanto de algodón y la piel rugosa, el Pescador que sabía tanto de los barcos y
de la selva, se quedó perplejo. Lentamente se rascó la lana de su cabeza:
- ¡Ah, Cocorí, cuando somos tan viejos como yo, ya no nos hacemos esas preguntas! Cada pregunta
que yo me hice me dejó una arruga en la frente. Cada misterio que quise. Cada misterio que quise
comprender me dejó con un diente menos. Ahora tengo más arrugas que olas tienen el mar, y mira
cómo e quedaron las encías - Le mostró sus encías lisas y rosadas y terminó -: Ahora espero que el
océano y el bosque me cuenten lo que me quieran contar. Yo no les pregunto nada.
Cocorí salió desilusionado, pero fue a visitar al Carpintero, que vino a recibirlo con la cabeza llena
de aserrín, y le hizo su pregunta.
Pero el Carpintero no se dio un martillazo en el dedo por escucharlo y gruño:
- Yo no sé quién hace estos negritos tan preguntones.

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Por el camino vio venir al Aguador cargado con sus tinajones de agua.
- Mira, Aguador, ¿por qué...? - pero lo desanimó verlo con la lengua afuera, muerto de cansancio, y
prefirió dejarlo pasara:
Fue a buscar al Leñador y lo encontró con el genio avinagrado:
- Te contestaré cuando termine de aserrar todos estos troncos - le dijo, y con un vaso gesto de la
mano le señalo todos los árboles del bosque.

Por último corrió donde el Campesino. Podía decir que eran amigos desde la última aventura.
- Dime, Campesino, ¡por qué mi Rosa tuvo una vida tan corta? ¿Por qué otros tienen más años que
las semillas del higo?
El Campesino se encogió de hombros, demasiado ocupado en vigilar el maizal de las incursiones de
los monos.
Cocorí se sentó desanimado a la sombra de una palmera. ¿Qué esperanza le quedaban de encontrar
una respuesta si los más viejos no habían tenido tiempo de hallarla?
El Tití, desde una rama, copiaba sus gestos de desconsuelo. Pero algo divisó y bajó corriendo a
avisarle:
-Cocorí, hi, hi, hi - y le señalaba con el dedo.
Por la playa, con su paso lento, entrecerrando los párpados de corcho bajo el sol encandilador, se
arrastraba doña Modorra como una jornada en la arena.
Cocorí corrió a su encuentro, saltando descalzo por la arena candente que le quemaba las plantas.
- ¡Esa sí que debe saber! ¡Con sus ciento cincuenta años de experiencia!
- ¿Qué te pasa, Cocorí ? - dijo la Tortuga, en marcha hacia la sombra de los almendros y arrastrando
al Tití, que ya se le había encaramado encima.
- ¡Ay! - suspiró el Negrito.
- Tan niño y ya suspirando - sentenció la Vieja.
- Doña Modorra, usted que es tan viejo y tan sabia, ayúdeme.
- Cuenta conmigo para lo que quieras.
- He ido donde el Pescador, el Carpintero, el leñador, el Aguador y el Campesino, pero ninguna ha
sabido contestar mi pregunta.
- ¡Oh!, ¡los hombres! - dijo la Tortuga con una sonrisa torcida, como diciendo: "¿Qué pueden saber
esos recién nacidos?" -. ¿Y cuál es tu pregunta?
- ¿Por qué mi Rosa vivió sólo un día y otros tienen más años que las arenas del mar?

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- No tanto, tampoco, no tanto - dijo la Tortuga, mirándolo recelosa de que fuera una burla. Pero el
Negrito tenía la mirada limpia y en ella sólo se adivinaba la ansiedad con que esperaba una
respuesta.
Doña Modorra se arrastró un par de metros sin decir palabra. Después apoyó la frente en un puño y
prometió:
- Voy a pensar en tu problema. has de saber que soy una tortuga joven y me quedan más de cien
años para encontrar una respuesta. Aunque tal vez estés apurado, así que trataría de contestar un
poco antes.
A Cocorí se le cayó el alma a los pies. ¡Cien años! ¿Cómo podría esperar cien años en un mundo
patas arriba?
- Tal vez otros tengan más experiencias, Cocorí - agregó jadeando la Tortuga, porque nunca había
pronunciado un discurso tan largo en su vida -
Pero es peligroso llegar donde ellos y no quisiera que te pasara nada.
- ¿Quienes son, quiénes son? - gritó Cocorí, otra vez esperanzado.
Doña Modorra vaciló, se abotonó el chaleco, se lo volvió a desabotonar.
- "¡Uf!, ¡qué calorcito hace! - y por último confesó:
- Don Torcuato, el más viejo de los caimanes. Era amigo de mi abuelo. Tal vez él pueda darte
alguna respuesta.
Cocorí estaba hecho una pila eléctrica.
- Pero ¿cómo llegar hasta él, doña Modorra?
- Cruzando la selva.
- Eso no me da miedo, pero, ¿cómo encontraré el camino?
- Quizás el Tití te ayude. Desde la copa de los árboles podrá orientarse.
El monillo se dio golpes en el pecho, lleno de importancia. Pero de súbito, con los ojos
desmesurados, se dio cuenta de que a don Torcuato nada menos a quien iban a buscar. De un
chillido de toda dignidad y saltó al cuello de Cocorí, temblando de miedo.

- No. no, yo no sirvo, yo no sé subir a los árboles. Además, me duele esta mano, y mi mamá no me
deja.
Lo tranquilizaron con gran trabajo y Cocorí, tímidamente, aventuró:
- Y usted, doña Modorra, ¿no nos acompañaría?
Doña Modorra se estremeció. Las nunca tienen espíritu de aventura. Cerca de la playa está el
recurso de lanzarse al mar y escapar así de sus enemigos, pero en mitad de la selva...
- ¡Es muy lejos!

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- Le haría bien; estiraría las piernas un poco.
- Hum, hum - dijo temerosa -. Es demasiado lejos.
Cocorí se hincó frente a ella, sepultó la cabeza en su hombro y comenzó a suplicarle con una voz
que partía el alma:
- Usted que ha sido una segunda mamá para mí, por lo que más quiera, ayúdeme.
Y los ojos de porcelana del Negrito demostraban una pena tan honda, que doña Modorra se quedó
pensativa. Es decir, más pensativa que de costumbre.
Era un poquito perezosa, es verdad, pero tenía adentro una gran ternura maternal. NO en vano el sol
le había calentado innumerables nidadas de huevos. ¡Ya era tatarabuela!.
- Tendría que disponer alguna cosas durante mi ausencia - murmuró dudosa -. Ven a verme mañana,
Cocorí, y te tendré una respuesta
El negrito, seguro de que iría con ellos, se acercó impulsivo y le besó la pequeña cabeza puntiaguda.
El calor de sus labios penetró la gruesa piel apergaminada de la Tortuga y llegó a su corazón. Se
ruborizó y los último cristales de la duda y el miedo se deshicieron como terrones de azúcar en el
agua.

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3.- AQUILEO ECHEVERRÍA

TRATO FRUSTRADO
– ¡Upe!
– Pase pendelante.
– Chacalín, ¿está tu tata?
– No, se jue pa la milpilla;
mama es la que está.
– Llamála.
– Siéntese.
– Muy buenos días.
– Muy buenos ¿a quién buscaba?…
Dispense, no se la doy
porque la tengo mojada.
– ¿Aquí vive ñor Cólás?
– Sí, pero no está en la casa.
Salió hace poco a la milpa
a ver una confisgada
vaquilla que se nos mete
casi todas las mañanas.
– ¿Por qué no l’echan al fondo?
– Es que es de mana Bibiana,
y por devitarnos pleitos,
y friegas y patochadas,
Colás prefiere callase
y pudrise y aguantala.

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– ¿Y ese familiambre es suyo?
– Menos acá, que es hijada.
– ¿Es mota la probecita?
– Motica; pero de mama.
El tata vive en la linia
en un retiro que llaman
Quirricó.
– Yo he’stao allí.
– ¿Qué tal es eso?
– Se gana;
pero hay un calenturiambre,
y un culebrero y un agua…
allí llueve todo el año:
vive uno como las ranas.
– Húmese este cigarrito.
– ¿Pa qué se molesta?
– ¡Blasa!
– ¿Qú’es?
– Trete un tizón.
– Estoy a mares, ña Juana,
si salgo al aigre me tuerzo.
– ¡Andá trelo vos, pasmada!
– No se moleste, señora,
yo cargo fósferos, gracias…
Pus como l’iba diciendo
a más de eso hay otra vaina;
el patrón es un machote
con la cara muy amarga,
y un hablar tan enredao
que no se entiende lo qui’habla.
Yo cogí algunos vocablos,

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como el de guate por agua;
deme es guime, jor, caballo;
blac es negro; jos es casa;
un estope es esperate;
un olraites, a la marcha;
el cotejel es mistao
y el gordemis es “tu mama”.
Pero lo mejor es ime,
ya ñor Colás se dilata:
dígale que a mi regreso
vengo a ver la yegua baya,
qu’es que dicen que la vende.
– Sí, la vende muy barata.
– Ya me voy, hasta lueguito.
– Si quiere, Lipo lo llama.
– No, yo de todas maneras;
no truje ahora la plata…
Conque los vemos muy pronto.
– Que le vaya bien.
– Mil gracias.
– Trele el caballo, Dorilo.
– ¡Adió! Si me vine a pata.
Conque vine a ver la yegua
porque la mía está baldada.
– ¿Sí? ¿De qué?
– De un hormiguillo.
Además tiene almorranas,
padece de entrambos ojos
– y está tullida y matada,
es zonta y trompezadora,
se esboca mucho y se espanta.

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¡La llaman “La siete cueros”!…
– ¿Cómo dice que la llaman?
– “La siete cueros”…
– ¡Pero hombre,
si esa es l’hija de la baya!
4.- CARMEN LIRA

JUAN, EL DE LA CARGUITA DE LEÑA

Había una vez una viejita que tenía tres hijos: dos vivos y uno tonto. Los dos vivos eran
muy ruines con la madre y nunca le hacían caso, pero el tonto era muy bueno con ella y era
el palito de sus enredos. Los dos vivos se pasaban en la ciudad haciendo que hacían, porque
eran unos grandes vagabundos. Lo cierto es que el tonto no era nada tonto, pero como era
tan bueno lo creían tonto, porque así es la vida.

Pues señor; un día lo mandó la anciana a la montaña a traer una carguita de leña. Él fue e
hizo una buena carga, y cuando estaba rejuntando las burusquitas para que su madre no le
costara encender el fuego por la mañana, se le apareció una viejita que traía una varillita en
la mano.

Ella le dijo:- Mirá, Juan, aquí te traigo esta varillita de regalo. Es como un premio por lo
sumiso que sos con tu mama.
Juan preguntó: -¿Y para qué me sirve?

-Para todo lo que se antoje: ¿que querés plata? Pues a pedírsela a la varillita. Y si no, mirá:
cuando estés muy cansado, vas a tocar con ella la carga de leña y al mismo tiempo le decís:
Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que mi carguita de leña me sirva de coche y
me lleve a casa.

Así lo hizo Juan; se sentó en la carga de leña y en un abrir y cerrar de ojos estuvo en su
casa.

Juan no dijo a nadie una palabra de lo que le pasara. Pero desde ese día no volvió a caminar
por sus propios pies, sino que andaba para arriba y para abajo encajado en la carga de leña.
Y cuando su madre o sus hermanos le preguntaban, se hacía el sordo.

Sucedió que las hijas del rey venían de cuando en cuando a bañarse en una poza que había
cerca de la casa de ellos. Un día de tantos, salió la menor en un vivo llanto del baño porque
se le había caído en el agua su sortija. A cada una de las niñas le había regalado el rey un
anillo nunca visto, y que se encomendara a Dios la que lo perdiera.

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A la noche llegaron los dos vivos con el cuento de que el rey estaba que se lo llevaba la
trampa, porque la menor de las princesas había perdido su sortija en la poza, y que Su
Majestad había ofrecido que aquel que la encontrara, sería el marido de su hija.

Apenas amaneció, corrieron los dos vivos a buscar en la poza, pero nada. Así que se fueron
ellos, llegó el tonto con su varillita, tocó el agua y dijo: -Varillita, varillita, por la virtud que
Dios te dió, reparame la sortija. -Y deveras, la sortija salió y se ensartó en la varillita. La
guardó, tocó con su varillita la carga de leña, y pidió que ésta lo llevara al palacio del rey.

Cuando estuvo ante la puerta, los soldados que estaban de centinelas, lo cogieron de mingo,
y por supuesto, no querían dejarlo entrar.

Pero el tonto armó un alboroto. El rey oyó y mandó a ver qué era aquella samotana y al
saberlo ordenó que lo dejaran pasar.

Y fue subiendo escaleras arriba, arrodajado en su carga de leña y así entró en el salón,
donde estaba el rey con toda su corte. Bajó de su vehículo alguillo chillado, sacó la sortija
de su bolsa y dijo: -Señor rey, aquí traigo la sortija de la niña, y a ver en qué quedamos de
casamiento.

Todos al verlo entrar, reían a carcajadas y al oír sus pretensiones, quisieron echarlo a broma
y a decir que la miel no se había hecho para los zopilotes. Pero cuando oyeron al rey decir
que estaba dispuesto a cumplir lo prometido, se quedaron en el otro mundo.

La pobre princesa comenzó a hacer cucharas y por último soltó al llanto.

Las tres niñas se tiraron de rodillas ante su padre y se pusieron a rogarle, pero él les dijo: -
Yo di mi palabra de rey y tengo que cumplirla.

Luego cogió a su hija menor por su cuenta y se puso a aconsejarla con muy buenas razones,
porque este rey no era nada engreído: -Vea, hijita a nadie hay que hacerle ¡che! en esta
vida. No hay que dejarse ir de bruces por las apariencias. ¡Quién quita que le salga un
marido nonis! Y en esta vida, uno se hace ilusiones de que porque a veces se sienta en un
trono es más que los que se sientan en un banco. Pues nada de eso, criatura, que sólo Cristo
es español y Mariquita señora...

Y por ese camino siguió calmando a su hija, pero ella como si tal cosa, no dejaba su llanto
y sus sollozos, porque no hallaba cómo casarse con aquel hombre tan infeliz. Y cuando
recordaba que había entrado en el salón sobre una carga de leña y que todos se
esmorecieron de la risa, sentía que se le asaba la cara de vergüenza.

Pero no hubo remedio y llegó el día del casorio.

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La madre y los hermanos del tonto estaban en ayunas de la que pasaba.

Bueno, pues llegó el día del casorio, que sería a las doce del día en la Catedral.

El tonto salió como si tal cosa, montado en su carga de leña, pero al ir a entrar en la ciudad,
tocó la carga con su varita y dijo: - Varillita, varillita, por la virtud que Dios te dió, que la
carga de leña se vuelva un coche de plata, con unos caballos blancos que nunca se hayan
visto, y yo un gran señor muy hermoso y muy inteligente-. Y la carga de leña se transformó
en una carroza de plata y él, en un gran señor.

Cuando la gente vió detenerse aquella carroza frente al palacio y bajar aquel príncipe tan
hermoso se quedó con la boca abierta.

La princesa estaba en un rincón y no tenía consuelo. Hasta fea estaba, ella que era tan
preciosa, de tanto llorar: con los ojos como chiles y la nariz como un tomate.

¡Ay, Dios mío, ¡Qué fue aquello! De pronto entra un príncipe muy hermoso, la coge de una
mano, se la lleva y la mete en una carroza de plata. Sale la carroza que se quiebra para la
Catedral y allí los casa el señor Obispo. Vuelven al palacio y ¡qué bailes y qué fiestas!

La pricesa no sabía si estaba dormida o despierta. Cuando comenzó el baile, ella bailó con
su marido y todo el mundo les hizo rueda, y no tanto por admirarla a ella como a él. Las
otras dos princesas que se habían burlado antes del triste novio y de su carga de leña,
estaban ahora con su poquito de envidia y no hallaban en donde ponerlo. Y todo el mundo:
¡ Juan arriba y Juan abajo!

Juan se fue a un rincón, sobó su varillita y le dijo: -Varillita, varillita, por la virtud que Dios
te dió, que la casilla de nosotros se vuelva un palacio de cristal y mi madre una gran señora.

Y así fue: la viejita estaba en la cocina en pleitos con el fuego y echando de menos a Juan,
que de unos días para acá se le había vuelto muy pata caliente, cuando oyó un ruidal y
como que se mareaba: al volver en sí, se vió en una gran sala de cristal con muebles
dorados y ella sentada en un sillón, vestida de terciopelo y abanicándose con un abanico de
plumas; a su alrededor una partida de sirvientes que se querían deshacer por sonarle la
nariz, por abanicarle y hasta por llevarla en silla de manos allá fuera. Por todas partes salían
y entraban criados muy atareados. De pronto oyó ruidos de coches, y en la sala vecina
comenzó a tocar una música que era lo mismo que estar en el Cielo. Por último ve entrar
una pareja, como quien dice un rey y una reina ... ambos le echaron los brazos y la voz de
Juan que dice: - Mamita, aquí tiene a mi esposa. Y más atrás venían el rey, la reina, las
princesas y cuanto marqués y conde había en el país.

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Allá al anochecer, estaba la fiesta en lo mejor, llegaron los hermanos que andaban de
parranda. Juan los encerró en un cuarto, y otro día cuando estuvieron frescos, les contó lo
que pasaba y que si se formalizaban, los casaba con las otras princesas. De veras, ellos se
formalizaron y se casaron. Juan y su esposa fueron reyes y todos vivieron muy felices.

5.- CARMEN NARANJO

Y VENDIMOS LA LLUVIA

¡Qué jodida está la cosa!, eso fue lo único que declaró el ministro de hacienda, hace unos
cuantos días, cuando se bajaba de un jeep después de setenta kilómetros en caminos llenos
de polvo y de humedad. Su asesor agregó que no había un centavo en caja, la cola de las
divisas le daba cuatro vueltas al perímetro de la ciudad. El Fondo, tercamente, estaba
afirmando: no más préstamos hasta que paguen intereses, recorten el gasto público,
congelen los salarios, aumenten los productos disminuyan las tasas de importación, además
quiten tanto subsidio y las instituciones de beneficios sociales.
Y el pobre pueblo exclamaba: ya ni frijoles podemos comprar, ya nos tienen a hojas de
rábano, a plátanos y a basura, aumentan el agua y el agua no llega a la casa a pesar de que
llueve diariamente, han subido la tarifa y te cobran excedentes de consumo de un año atrás
cuando tampoco había servicio en las cañerías.
¿Es que a nadie se le ocurre en este país alguna pinche idea que solucione tanto problema?,
preguntó el presidente de la república que poco antes de las elecciones proclamaba que era
el mejor, el del pensamiento universitario, con doctorado para el logro del desarrollo,
rodeado de su meritocracia sonriente y complacida, vestida a la última moda. Alguien le
propuso rezar y pedir a La Negrita, lo hizo y nada. Alguien le propuso restituir a la Virgen
de Ujarrás, pero después de tantos años de abandono la bella virgencita se había vuelto
sorda y no oyó nada, a pesar de que el gabinete en pleno pidió a gritos que iluminara un
mejor porvenir, una vía hacia el mañana.
El hambre y la pobreza ya no se podían esconder: gente sin casa, sin un centavo en el
bolsillo, acampaba en el parque central, en el parque nacional, en la plaza de la cultura, en
la avenida central y en la avenida segunda, un campamento de tugurios fue creciendo en La
Sabana y los grupos de precaristas amenazaban con invadir el Teatro Nacional, el Banco
Central y toda sede de la banca nacionalizada. El Seguro Social introdujo raciones de arroz
y frijoles en el recetario. Un robo cada segundo por el mercado, un asalto a las residencias
cada media hora. Los negocios sucios inundaron a la empresa privada y a la pública, la
droga se liberó de controles y pesquisas, el juego de ruletas, naipes y dados se
institucionalizó para lavar dólares y atraer turistas. Lo más curioso es que las únicas rebajas
de precio se dieron en el whisky, el caviar y varios otros artículos de lujo.

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El mar de pobreza creciente que se vio en ciudades y aldeas, en carreteras y sendas,
contrastaba con más Mercedes Benz, beemedobleú, Civic y el abecedario de las marcas en
sus despampanantes últimos modelos.
El ministro declaró a la prensa que el país se encontraba al borde de la quiebra: las
compañías aéreas ya no daban pasajes porque se les debía mucho y por lo tanto era
imposible viajar, además la partida de viáticos se agotó, ¿se imaginan lo que estamos
sufriendo los servidores públicos?, aquí encerrados, sin tener oportunidad de salir por lo
menos una vez al mes a las grandes ciudades. Un presupuesto extraordinario podía ser la
solución, pero los impuestos para los ingresos no se encontraban, a menos que el pueblo
fuera comprensivo y aceptara una idea genial del presidente de ponerle impuesto al aire, un
impuesto mínimo, además el aire era parte del patrimonio gubernamental, por cada respiro
diez colones.
Llegó julio y una tarde un ministro sin cartera y sin paraguas vio llover, vio gente correr. Sí,
aquí llueve como en Comala, como en Macondo, llueve noche y día, lluvia tras lluvia como
en un cine con la misma cartelera, telones de aguacero y la pobre gente sin sombrilla, sin
cambio de ropas para el empape, como esas casas tan precarias, sin otros zapatos para el
naufragio, los pobres colegas resfriados, los pobres diputados afónicos, esa tos del
presidente que me preocupa tanto, además lo que es la catástrofe en sí: ninguna televisora
transmite, todas están inundadas, lo mismo que los periódicos y las radioemisoras, un
pueblo sin noticias es un pueblo perdido porque ignora que en otras partes, en casi todas,
las cosas están peores. Si se pudiera exportar la lluvia, pensó el ministro.
La gente, mientras tanto, con la abundancia de la lluvia, la humedad, la falta de noticias, el
frío, el desconsuelo y hambre, sin series ni telenovelas, empezó a llover por dentro y a
aumentar la población infantil, o sea la lucha porque alguno de los múltiples suyos pudiera
sobrevivir. Una masa de niños, desnuda y hambrienta, empezó a gritar incansablemente al
ritmo de un nuevo aguacero.
Como se reparó una radioemisora, el presidente pudo transmitir un mensaje, heredó un país
endeudado hasta el extremo que no encontraba más crédito, él halló la verdad de que no
podía pagar ni intereses ni amortización, tuvo que despedir burócratas, se vio obligado a
paralizar obras y servicios, cerrar oficinas, abrir de algún modo las piernas a las
transnacionales y a las maquilas, pero aquellas vacas flacas estaban agonizando y las gordas
venían en camino, las alentaba el Fondo, la AID, el BID y a lo mejor también el Mercado
Común Europeo, sin embargo el gran peligro estaba en que debían atravesar el país vecino
y ahí era posible que se las comieran, aunque venían por el espacio, a nueve mil metros de
distancia, en establo de primera clase y cabina acondicionada, pero esos vecinos eran y son
tan peligrosos.
La verdad es que el gobierno se había desteñido en la memoria del pueblo, ya nadie
recordaba el nombre del presidente y de sus ministros, la gente los distinguía con el de
aquél que se cree la mamá de Tarzán y usa anteojos o el que se parece al cerdito que me
regalaron en los buenos tiempos pero un poco más feo.
Y la solución salió de lo que menos se esperaba. El país organizó el concurso
tercermundista de la “Señorita Subdesarrollo”, ya usted sabe de flaquitas, oscuritas,
encogidas de hombros, piernas cortas, medio calvas, sonrisas cariadas, con amebas y otras

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calamidades. El próspero Emirato de los Emires envió a su designada, quien de puro
asombro de cómo llovía y llovía al estilo de Leonardo Fabio, abrió unos ojos enormes de
competencias de harén y de cielos en el Corán. Ganó por unanimidad, reina absoluta del
subdesarrollo, lo merecía por cierto, no le faltaban colmillos ni muelas, y regreso más
rápido que rapidísimo al Emirato de los Emires, había adquirido más veloz que corriendo
algunos hongos que se acomodaron en las uñas de los pies y las manos, detrás de las orejas
y en las mejilla izquierda.
Oh padre Sultán, señor mío, de las munas y del sol, si su Alteza Arábiga pudiera ver cómo
llueve y llueves en ese país, le juro que no creería. Llueve noche y día, todo está verde,
hasta la gente, son gente verde, inocente, ingenua, que ni siquiera ha pensado en vender su
primer recurso, la lluvia, pobrecitos piensan en café, en arroz, en caña, en verduras, en
madera y tienen el tesoro de Alí Babá en sus manos y no lo ven. ¿Qué no daríamos por algo
semejante?
El Sultán Abun dal Tol la dejó hablar, la hizo repetir lo de esas lluvia que amanecía y
anochecía, volvía a amanecer y anochecer por meses iguales, no se cansaba de las historias,
verde en el tránsito de reverdecer más, le gustó incluso lo de un tal Leonardo Fabio en eso
de llovía y llovía.
Una llamada telefónica de larga distancia entró al despacho del ministro de exportaciones
procedente del Emirato de los Emires, pero el ministro no estaba. El ministro de relaciones
comerciales casi se ilumino cuando el Sultán Abun dal Tol se llenó de luces internas y le
ordenó comprar lluvia y lluvia y construir un acueducto desde allá hasta aquí para fertilizar
el desierto. Otra llamada. Aló, hablo con el país de la lluvia, no la lluvia de mariguana y de
cocaína, no la de los dólares lavados, la lluvia que natural cae del cielo y pone verde lo
arenoso. Sí, sí, habla con el ministro de exportaciones de ese país y estamos dispuestos a
vender la lluvia, no faltaba más, su producción no nos cuesta nada, es un recurso natural
como su petróleo, haremos un trato bueno y justo.
La noticia ocupó cinco columnas en la época seca, en que se pudieron vencer obstáculos de
inundaciones y de humedades, el propio presidente la dio: vendemos lluvia a diez dólares el
centímetro cúbico, los precios se revisarán cada diez años y la compra será ilimitada, con
las ganancias pagaremos los préstamos, los intereses y recobraremos nuestra independencia
y nuestra dignidad.
El pueblo sonrió, un poco menos de lluvia agradable a todos, además se evitaban las siete
vacas gordas, un tanto pesadas.
Ya no las debía empujar el Fondo, el Banco Mundial, la AID, la Embajada, el BID y quizás
el Mercado Común Europeo, a nueve mil metros de altura, dado el peligro de que las
robaran en el país vecino, con cabina acondicionada y establo de primera clase. Además de
las tales vacas, no se tenía seguridad alguna de que fueran gordas, porque su recibo
obligaba a aumentar todo tipo de impuestos, especialmente lo de consumo básico, a
exonerar completamente las importaciones, a abrir las piernas por entero a las
transnacionales, a pagar los intereses que se han elevado un tanto y a amortizar la deuda
que está creciendo a un ritmo sólo comparado con las plagas. Y si fuera poco hay que
estructurar el gabinete porque a algunos ministros la gente de las cámaras los ve como
peligrosos y extremistas.

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Agregó el presidente con una alegría estúpida que se mostraba en excesos de sonrisas
alegremente tontas, los técnicos franceses, garantía de la meritocracia europea, construirán
los embudos para captar la lluvia y el acueducto, lo que es un aval muy seguro de
honestidad, eficiencia y transferencia de tecnología.
Para este entonces ya habíamos vendido muy mal el atún, los delfines y el domo térmico,
también los bosques y los tesoros indígenas. Además el talento, la dignidad, la soberanía y
el derecho al tráfico de cuanto fuere ilícito.
El primer embudo se colocó en el Atlántico y en cosa de meses quedó peor que el Pacífico
Seco. Llegó el primer pago del Emirato de los Emires, ¡en dólares!, se celebró con una
semana de vacaciones. Era necesario un poco más de esfuerzo. Se puso en embudo en el
norte y otro en el sur. Amabas zonas muy pronto quedaron como una pasa. No llegaban los
cheques, ¿qué pasa?, el Fondo los embargó para pagarse intereses.
Otro esfuerzo: se colocó el embudo en el centro, donde antes llovía y llovía, para dejar de
llover por siempre, lo que obstruyó cerebros, despojó de hábitos, alteró el clima, deshojó el
maíz, destruyó el café, envenenó aromas, asoló cañales, disecó palmeras, arruinó frutales,
arrasó hortalizas, cambió facciones y la gente empezó a actuar con rasgos de ratas,
hormigas y cucarachas, los único animales que abundaban.
Pero recordar que habíamos sido, circulaban de mano en mano fotografías de un oasis
enorme con grandes plantaciones, jardines, zoológicos por donde volaban mariposas y una
gran variedad de pájaros, al pie se leía: venga y visítenos, este Emirato de los Emires es un
paraíso.
El primero que se aventuró fue un tipo buen nadador, quien tomó las previsiones de llevar
alimentos y algunas medicinas. Después toda su familia entera se fue, más tarde pueblos
pequeños y grandes. La población disminuyó considerablemente, un buen día no amaneció
nadie, con excepción del presidente y su gabinete. Todos los otros, hasta los diputados,
siguieron la ruta de abrir la tapa del acueducto y así dejarse ir hasta el encuentro con la otra
tapa ya en el Emirato de los Emires.
Fuimos en ese país ciudadanos de segunda categoría, ya estábamos acostumbrados, vivimos
en un ghetto, conseguimos trabajo porque sabíamos de café, caña, algodón, frutales y
hortalizas. Al poco tiempo andábamos felices y como sintiendo que aquello también era
nuestro, por lo menos la lluvia nos pertenecía.
Pasaron algunos años, el precio del petróleo empezó a caer y caer. El Emirato pidió un
préstamo, luego otro y muchos, pedía y pide para pagar lo que debe. La historia nos suena
harto conocida. Ahora el Fondo se ha apoderado del acueducto, nos cortó el agua por falta
de pago y porque el Sultán Abun dal Tol se le ocurrió recibir como huésped de honor a un
representante de aquel país vecino nuestro.

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6.- JORGE DE BRAVO

PATRIA

Tengo a mi patria
siempre en la mano.

La miran mucho
mis ojos claros.

La besan mucho
mis labios mansos.

Quiero a mi patria
siempre en la mano.

Mansa y pequeña
como un garbanzo.

Sin rifles negros.


Sin sables blancos.

La quiero dulce
para los bajos.

La quiero tierna
para los altos.

La quiero buena
para los malos.

Por eso a veces


la llevo al campo,
le cuento historias
de niños sanos,
de ancianos dulces,
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de lindos ranchos.

Le digo que hay


países anchos
donde no existen
dioses metálicos.

Donde no hay primos:


que sólo hermanos.

7.- LAUREANO ALBÁN

CERTIDUMBRE DE POLVO

Somos una verdad a medias,


por eso algo nos duele siempre demasiado.
¿Y la mirada? Ahí habita el llanto
y un esplendor de ingógnitas cenizas,
insaciable y tenaz como la sombra.

Damos un paso: tiento de tinieblas


al borde del veloz abismo diario,
del furor de la muerte que se apresta
certera a darribar el corazón.

Por eso vuelvo a ti


con tu nombre brillando entre los ojos
contra el vacío sin dios,
y me detengo, certidumbre
de polvo enamorado
ante la muerte que se va llamándonos.

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8.- ALFONSO CHASE

REPLICA

Envejecer es tarea desagradable, no lo niego.


Rodeado de objetos comunes, vajillas plásticas,
cornamentas colgando en el vestíbulo,
trajes tenuemente coloreados por el tiempo
y un reloj reluciente, señalando el paso.
Envejecer puede ser oficio digno
cuando se tiene cerca la mano de la muerte
y se aprende a ser su amigo y nunca el adversario.
Es importante amar para saber envejecer.
En singular, o en plural, la vida adquiere
un tono diferente.
Se vive para morir, abierta la sonrisa.
Como si la muerte fuera una mariposa
y el seguir erguido, entre la muchedumbre,
el dulce oficio de saberse eterno
bajo el rocío de la mañana.

PROFETA ENTRE LOS SUYOS

No creo que los profetas necesiten de otra tierra


para mostrar la verdad de su palabra. El poeta
es un profeta entre las cosas vivas: las calles,
las pedradas, los escupitajos de los adversarios,
la ternura viva de los amigos. Somos profetas
viviendo entre las cosas nuestras. Descendemos
por el lomo de la patria, por el corazón de lo que amamos,
por la hiel de lo que odiamos. Yo siempre vivo
entre lo mío. Lo que escogí lo quiero

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por propia decisión. Lo amo porque conozco
la exacta medida de su gloria y de su oprobio.
Digo mis palabras para que las entiendan, o las amen,
pero también para que caigan sobre la piel dormida
de los otros. Somos alguna vez la voz del pueblo.
Nuestra propia voz temblando por encarnar una sílaba,
un retazo de pensamiento ajeno, la energía que salta viva
de algún músculo. Los poetas son profetas de la piedra,
del barro, de la fruta viva entre los dientes, del humillo
que se alza de las calles después de una llovizna.
Yo vivo entre mi tierra ardiendo. Me plantaron bajo este cielo
como un árbol. Mis hojas, mis tallos, la floración
de mis palabras y el fruto final de mis esfuerzos
son para todos: amigos y adversarios, minerales o vivos.
El profeta no necesita de otra tierra: la propia
lo salva del silencio oscuro de su casa.

UNA GOTA DE SANGRE

Una gota de sangre, hoy,


puede contener
el límite de todo el universo.
Una bofetada, en su rumor metálico,
no podría nunca domar el dulce abismo de unos ojos
y el golpe, magistral sobre los tímpanos,
no nos priva de oír el sonido
de esos caballos, recorriendo firmes el desierto
sobre sus cascos serenos.

La lluvia, anhelada e imposible,


dilata cualquier celda,
creada para contenernos.

Una lágrima expulsada,


hacia el adentro del llanto,
es más poderosa que las bombas cayendo
sobre ciudades inertes.

La esperanza está definida en los cuerpos


saltando en miles de átomos vengadores,

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en ese ser en la muerte
que es igual a Ser para la resurrección.

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