Está en la página 1de 655

Noche de Mardi Gras

Érika Gael

A las pue rtas de un nue vo Apocalipsis, e l de monio


Astaroth, Archiduque de l I nfie rno de O ccide nte , se
e ncapricha con un viaje de place r a la Tie rra, una visita
que pondrá fin a casi se is mil años de conde na. S in
e mbargo, las órde ne s de Lucife r son claras; tie ne dos
me se s para re sarcirse y de spué s de be rá volve r al hogar.
Dispue sto a no de jar pasar la ocasión, Astaroth hace las
male tas y se planta e n Nue va O rle ans con una nue va
ide ntidad y un de se o irre fre nable de hace r de las suyas.

C incue nta días de spué s, e n la misma ciudad ate rrizan


por e rror se is unive rsitarios e spañole s e n su viaje fin de
carre ra. Entre e llos se e ncue ntra C arlota, una jove n
e scé ptica e inde pe ndie nte que apre nde rá a ve r e l
carnaval más salvaje de l mundo con otros ojos cuando e l
hombre de sus sue ños se cruce e n su camino.

Es difícil re sistirse a la te ntación, sobre todo si é sta


cobra la forma de l hombre pe rfe cto y pare ce e star
dispue sta a hace r re alidad cada uno de sus se cre tos
anhe los. S in pode r re me diarlo, algo e n e l halo de miste rio
que de spre nde e l e ncantador David W hite atrae a
C arlota como un imán, pe ro lo que no sabe e s que su
propia fre scura e s la trampa que se cie rne sobre e l
oscuro corazón de Astaroth.

Pe ro, igual que a todo carnaval le sigue una cuare sma


y a todo sue ño una vigilia, cuando unos se ntimie ntos
de sconocidos e impe nsable s para ambos e xplote n, una
muchacha de provincias y un cínico de monio de be rán
e nfre ntarse juntos a la lucha por su fe licidad,
e spe cialme nte la de un alma que ya tie ne due ño.

© Carla Cue sta Llane za, 2009

1ª e dición

ISBN: 978-1482659702

Impre so por Papagayo Soft


Largo y penoso es el camino

que desde el infierno conduce a la luz;

fuerte es nuestra prisión […]

El paraíso perdido, John Milton

La tentación tiene menos que ver con agobiar a alguien


mediante la

repetición que con encontrar la frase adecuada en el momento


justo.

Yo, Lucifer, Glen Duncan

Nothing´s what it seems in New Orleans […]

Jon Bon Jovi


Prefacio

Más allá de donde e l sol se pone , más allá de donde


las nube s jugue te an con rabiosas pirue tas de algodón y la
lluvia y la tie rra se transforman e n sile nciosa quie tud,
e xistió una ve z un die stro e scultor que pobló los cie los de
figuras por é l molde adas.

Dióle s un le cho de e stre llas y un columpio e ntre los


astros. Dióle s brazos con los que amarse , pie rnas con las
que brincar y me moria con la que re cordar las be llas
cosas que sus azule s ojos conte mplaban. C on las que su
corazón carme sí palpitaba. Dióle s sonrisas para
dive rtirse , y lágrimas para arre pe ntirse . Q uiso darle s,
ade más, grue sas pie le s con las que guare ce rse de l frío,
porque más allá de donde e l re y se pone , frías son las
noche s y te me rse de be al invie rno. Y para que nunca su
de slumbrante be lle za re sultase de slucida, otorgóle s a
cada uno un par de e sple ndorosas y mullidas alas con las
que de slizarse e ntre come tas. Blancas alas con las que
pode r volar y conte mplar aque llas otras maravillas que e l
arte sano cre ara.
Hizo e l e scultor más de un millar de figuras, hasta
alcanzar la pe rfe cción. Trabajó muchos sole s y muchas
lunas hasta que sus agrie tados de dos cubie rtos de arcilla
die ron con la pé tre a armonía que buscaba. S atisfe cho de
su obra, sopló alie ntos de vida sobre sus he rmosas
criaturas, que más que un hijo, más que propia sangre
conside ró de sde e l mome nto e n que la luz de l
firmame nto atisbaron. Y, para pode r dife re nciar a tan
ce le stial le gión, apropiados nombre s buscóle s y e n
suave s re inos a sus príncipe s coronó.

En cálida paz y ale gría los ánge le s, pue s así los llamó
e l e scultor, durante años habitaron. S ie te príncipe s con
le altad y justicia gobe rnaron y, por e ncima de todos e llos,
su cre ador orgullo sin pre ce de nte s mostró hacia tan
e xce lsos se re s. A su lado, acompañándole sie mpre , su
más de liciosa cre ación compartió su alborozo. Llamóle a
é l Lucife r, Estre lla de la Mañana, Luce ro de l Alba.
Portador de l fue go que por sie mpre iluminaría sus pasos.

Mas habie ndo cumplido la e dad de quince años, la


fide lidad de Lucife r tornóse re se ntimie nto, y su amor
paso de jó a una ne gra conmoción que su puro corazón
oscure cie ra. Nunca e nte ndió Lucife r la ause ncia de
ambición e n su padre . Por qué habié ndole cre ado a é l tan
pe rfe cto, nunca más volvie ra a re pe tir su obra, para así
de mágicos prodigios poblar la Tie rra. No fue así, sin
e mbargo. Hizo e l e scultor se re s tan bastos e impe rfe ctos
que inundóse e l plane ta de de pravación y pe cado.

La valía de l e scultor, e ntonce s, Lucife r puso e n duda.


¿Por qué motivo pe rmitir tan crue l maldad, tan toscos
se ntimie ntos, pudie ndo dotar a los humanos de
e xce le ncia igual a la suya?

Rápido pre ndió la me cha e ntre la Estre lla de la


Mañana y sus príncipe s. S ie te gobe rnante s hundié ronse ,
a su ve z, bajo las garras de la de sle altad y la traición,
arrastrando tras de sí a cuantos sus oscuros propósitos
atraje ron.

Lo que un día fue paz, convirtióse pronto e n gue rra. Lo


que un día fue ra amor, un e xace rbado odio e nge ndró.
Doscie ntos ánge le s se alzaron, sus puntiagudas e
impone nte s alas cortando e l azul de l cie lo. Doscie ntos
ánge le s, virtuosos como habían sido, de los fangosos y
sórdidos charcos de l Mal be bie ron, insaciable s.
Doscie ntos ánge le s a Yahvé se e nfre ntaron, pre stos a
e xpulsar de su trono de vaporoso algodón a quie n la vida
le s die ra, pre stos a usurpar su lugar y por sie mpre jamás
vivir e n la ne gra te ntación que sus rosados labios habían
be sado ya.

C rue ntas luchas las e stre llas asolaron. Lágrimas de


dolor rodaron por los níve os rostros de sus he rmanos.
¿Por qué ? ¿Por qué cuando tan fe lice s vivían? ¿Por qué
cuando su inme nso amor por e llos conocían?

Mas e l true no que que bró las nube s no de jó que gota


alguna de sangre discurrie ra e ntre los paradisíacos ríos.
Un e strue ndo cruzó los aire s, abrió las montañas y tiñó
de oscura de solación los rayos de un sol que , incapaz de
ve r más maldad, ocultádose había.

Doscie ntos ánge le s traidore s con un grito de de sgarro


caye ron. Asomáronse al abismo, sólo para de jar que su
ne gra profundidad los absorbie ra. C on e l dolor de la
e ntraña y la náuse a de la vísce ra, aspiraron por ve z
última e l e spe ciado aroma de las nube s, y e ngullólos y
masticólos e l Ave rno hasta de jarlos sin fue rzas. Más allá
de donde e l sol se pone . Donde e l sol, asustado, ni
siquie ra sale , para que e l sulfúre o olor y e l calor abrasivo
de las llamas no e mpalide zcan su te rsa supe rficie .

F ue ron malditos los ánge le s que a su cre ador se


e nfre ntaron. Por mil años vivie ron e n la e spe sura,
colgados como títe re s de los e scarpados de sfilade ros
infe rnale s. S ufrie ron hambre y pe nurias; se d y
privacione s. Rogaron una oportunidad que le s de volvie ra
al hogar. Al dulce y sano hogar de l que habían sido
e xpulsados.

Mas sólo cada mil años se le conce dió pe rmiso al líde r


para vagar, como de cré pita sombra de lujuria y
de sve rgüe nza, de sobe rbia y rabia no conte nida, de
pe rve rsión y hambre de sme dida, por e sa misma Tie rra
que e l alma le costara. De mil e n mil años, ascie nde n
Lucife r y los suyos, pre sos de las tinie blas. De mil e n mil
años, de scie nde n Gabrie l y los suyos, habitante s de la luz.
De mil e n mil años, e l Bie n y e l Mal e nfré ntanse e n
nue stra casa, a la vista de nue stros viciados ojos. Y tal
ve z é sta se a la última. Tal ve z se a la próxima e l fin de
nue stros días. Tal ve z e n la próxima ocasión e l Mal ve nza
al Bie n e n un due lo imposible .

Nunca lo sabre mos, sin e mbargo, pue s mañosas


tre tas gastan los de monios y su auté ntica naturale za
impide n que conte mple mos. La ne grura de sus
corazone s, unida a la oscuridad de sus días, tornóle s los
ojos, azule s como e l sagrado cie lo sobre e l que un día
re inaron, de un mortal color azabache , con re fulge nte s
de ste llos de vibrante e scarlata. Y sus alas… S us cándidas
y pre ciosas alas vié ronse manchadas con la inquina de su
alma y la corrupción de su cue rpo. Ne gras plumas
adornan ahora su e spalda; lascivos sudore s se de rraman
por su pie l. Te ntadore s brillos con los que dañar y
de slumbrar a quie ne s e n su trampa ose n cae r.

Doscie ntos ánge le s traidore s caye ron. Cubrié ronse de


malicia y re gode áronse e n e lla.

S ie te príncipe s pe rdie ron su ce tro, y ahora e n e l


Tártaro re inan sobre e l vicio y la male vole ncia.

Ocho hombre s malde cidos fue ron.

Lucife r. Estre lla de la Mañana. Luce ro de l Alba.


Príncipe de las sagradas Pote stade s. C astigóle Yahvé a
sufrir e n carne propia todos los pe cados de l mundo. A su
hijo más que rido, su más idolatrada obra mae stra.
Empe rador e s ahora de aque llos que abrazan las nube s
ne gras, cual almohadas e n la noche , para apartar de sí la
ye rma sole dad de sus almas.

Be lze buth. Príncipe de los S e rafine s. Amado por e llos.


Admirado por todos. Maldije rónle sus he rmanos a
pade ce r e l fue go de la e te rna S obe rbia. Príncipe e s hoy
de las Tinie blas, a las órde ne s de l aclamado líde r.
Balbe roth. Q uie n fue ra Príncipe e ntre los Q ue rubine s.
C onvirtióse e n I ra cada e moción que su dulce corazón
pe rlaba, cada orde n que su pálida mano e xpre saba.
C onsumido por é sta, viaja con fre cue ncia a la Tie rra a
e nce nde r fue gos. De tonar odios. Avivar gue rras.

S amae l. Ve ne rado Príncipe de los Arcánge le s. C arne


de l cre ador, sangre de Gabrie l. La Envidia a su he rmano
corroyó su pure za, y ge rminando tie rnos brote s de
rivalidad y ce los e s como su atorme ntada figura se
calma.

Paymon. Príncipe de las I lustre s Dominacione s,


cohorte impe rial, altísima O rde n. Anidara la Avaricia e n
é l y, cual tarántula infe cciosa, te jie ra e n su concie ncia una
intrincada re d de abuso y pode r. Por una palabra vive .
“Más”. Por una palabra e staría dispue sto a matar. “Más”.

S e hm-y-aza. Antiguo Príncipe de las V irtude s.


C aye ron sobre é l, como afilados cuchillos de l cre púsculo,
la Gula y e l V icio. Hambre infe rnal, se d e te rna, gusto
prohibido. A alime ntarse viaja de de safortunadas
víctimas humanas, que su alma y su vida le e ntre gan sin
sabe r de su maldad.

Asmode us. Los Principados santificaron su nombre y


se postraron a sus pie s, sabio mae stro, luz de la vida.
S obre vive e n la actualidad como glorioso Archiduque de l
I nfie rno O rie ntal. Pre so voluntario e n la Lujuria, pe nado
fue a de jarse arañar por e lla para sie mpre . I noce nte s son
sus víctimas cual pe rve rsos sus pe cados.

Astaroth. El he rmoso. Dulce Príncipe de los Tronos.


Activa parte de las hue ste s ce le stiale s que tomaron
partido por Lucife r; maldito fue con la Pe re za y la
O ciosidad. Astaroth. El de se ado. Mie ntras sus oscuros
he rmanos vagan por la Tie rra, corrompe n y e ncizañan,
burlan y e nloque ce n, sus párpados languide ce n poco a
poco e n un labe rinto de somnole ncia. Nombrado por su
líde r Archiduque de l I nfie rno de O ccide nte , acomodó su
e xce lso cue rpo e n e l labrado trono y nunca, nunca más,
volvió a salir.

Del manuscrito La C aída de los Ánge le s, segundo texto


apócrifo de Azrael. Primera Revelación; versículos 3—116.

Capítulo I
Infierno. 1 de Enero de 2009.

I ncre íble . S e is mil años de spué s, e l palacio impe rial de


Luc aún re fulgía.

Una grue sa capa de e stuco re cubría los muros y


de sde los te chos, altísimos, pe ndían sobe rbios quinqué s
de me tal. Lanzaban primorosos de ste llos sobre
las alfombras de pie l de animal que ocultaban la
supe rficie áspe ra de l sue lo. Y los mue ble s, de made ra
maciza, e vocaban los antiguos palace te s france se s que
hicie ron las de licias de la aristocracia durante Las Luce s.

Astaroth hincó e l tacón de sus botas ne gras e ntre e l


pe laje de un de scabe zado oso polar. Uno que se
e ncontraría más fe liz allí que e ntre las gé lidas tie rras de l
Ártico, e so se guro. Y é l tambié n. Había algo casi
voluptuoso e n pisar por e ncima de sus suave s cabe llos.

Tras un bre ve vistazo a su alre de dor, e l Archiduque


re fle xionó sobre la morbosa fijación de Luc por la claridad
y e l brillo. Por impe rsonal que la de coración pudie ra
pare ce r, no había nada e n la sala de e spe ra que é l no
hubie ra se le ccionado y aprobado ante s. C ualquie r cosa
que le re cordara a la luz e ra bie n re cibida.

Hacía tie mpo que Astaroth no conte mplaba e se


suce dáne o lumínico. Mucho tie mpo.

—¡No! —una voz masculina re clamó su ate nción


de sde las impone nte s pue rtas doble s que comunicaban
con la e stancia principal.- Pé game . Pé game o pe nsaré
que e re s un holograma.

Astaroth lade ó una sonrisa.

—¿Dónde yo quie ra? ¿O donde más te gusta?

Be lze buth se abalanzó sobre é l y re volvió su


impe cable pe inado con largos y pálidos de dos.

—Donde tú quie ras. Donde más me gusta a mí sufre


una lige ra irritación e sta mañana.

—¿Re unión nocturna? —pre guntó Astaroth,


e stre chando sus de dos con una mano y de volvie ndo e l
orde n a sus rubios cabe llos con la otra.

S u amigo asintió con la cabe za e n un ge sto que no


de jaba lugar a dudas.
—De las bue nas. S e te e chó de me nos —Be lze buth le
palme ó e ntre las alas.

—Lle vas dicie ndo e so se is mile nios.

—A ve ce s funciona —se de fe ndió é l.

—Muchas —confirmó Astaroth.

—De he cho, hoy e stás aquí. Y bie n te mprano. S ólo e l


De monio sabe por qué . Aunque tampoco cre o que e n
e ste caso se a aplicable .

Le costaba trabajo e nlazar una frase con la otra y e l


Archiduque se pre guntó hasta qué punto la jue rga de la
pasada noche e ra e so. Pasada.

—¿Y se pue de sabe r a qué de be mos tan honorable


visita de l hijo pródigo? —continuó Be lze buth, e l Príncipe
—. Tie ne que habe r un motivo importante . En re alidad,
de be de se r la única ve z que hay siquie ra un motivo. La
última ve z que vi tu culo fue ra de l trono ibas de scalzo
sobre una nube . No tacone abas sobre las pie le s de un
oso polar.

Astaroth contuvo un re spingo. No le gustaba que le


re cordaran la C aída. Tampoco le gustaba que le
re cordaran lo que había sido. No había nada más e n é l
que su pre se nte y su futuro, aunque é ste se basara e n
re volcarse como un cochino gandul e n un sillón tapizado.

—Mi culo ha de cidido que ya e s hora de vivir un poco


de la dive rsión de que gozáis vosotros, hijos de puta con
sue rte .

Be lze buth me ne ó la cabe za. Un par de me chone s de


dorado cabe llo caye ron sobre sus ojos y los apartó de un
re soplido. Hundió las manos e ntre los plie gue s de su
faldón.

—Pe rmíte me de cir que no te había oído que jarte hasta


ahora. Q uizá de ba re cordarte que nos he mos corrido
unas cuantas jue rgas e n e se salón de l trono tuyo.

Astaroth torció sus finos labios e n una sonrisa cínica.


Labios de traidor, de cían las malas le nguas. Él nunca lo
puso e n duda.

—Entonce s, tal ve z me haya cansado de corre rme


se ntado. Tal ve z te nga ganas de follar de pie , por una
ve z.

Los faldone s azabache de Be lze buth se e nroscaron


e ntre sus e sbe ltas pie rnas, cubie rtas con las botas de
rigor, cuando se ace rcó a é l para darle un abrazo. S u
sonrisa se había e nsanchado tambié n.

—Ve n a mis brazos, he rmano. S abía que e sa


holgazane ría patológica no podía durar para sie mpre ; me
ale gra te ne rte de vue lta —Astaroth de jó que le
de spe inara de nue vo, impasible ante su ale gría—. He de
de cirte que has ve nido al lugar ade cuado. Por todos los
Infie rnos, ahora sí que e stamos todos.

—Be l…

—Ve rás cuando Luc se e nte re … No e s por ofe nde r —


ya sabe s que las fie stas e n tu palacio nos e ncantan y no
nos pe rde mos ni una—, pe ro le s falta algo, no sé … Le s
falta e se toque masivo que caracte riza a las orgías de por
aquí…

Astaroth suspiró, cansado ya. Be l e ra uno de sus


me jore s amigos, pe ro para alguie n que sufría
incontrolable s ataque s de narcole psia e n cuanto sus
pie rnas cruzaban e l umbral de palacio, proce sar toda su
e ne rgía a e sas horas de la mañana se conve rtía e n un
auté ntico de safío.

—Be l —prosiguió—. Q uie ro ir al piso de arriba. A e so


he ve nido.

La fe licidad de Be lze buth murió e n su garganta. S e


apagó, como se apaga la libido tras una noche de
de se nfre no.

—Por todos los Diablos… No podías habe r e le gido un


día pe or, Ast. El J e fe e stá de un humor de pe rros. S e lo
lle van todos los De monios, y nunca me jor dicho.

Astaroth chasque ó la le ngua. No contaba con e se


impre visto, pe ro había he cho un viaje muy largo que no
te nía inte nción de re pe tir mañana. O je ó con pasividad las
puntas de sus botas. El ve llo de l oso lamía ahora e l cue ro
con avide z.

Una mata de rizos rojos como la sangre asomó


e ntonce s por un re squicio e ntre las pue rtas.

—¡Ast!

La e xquisita pe lirroja se aproximó a é l con un trote


lige ro que bambole ó sus se nos, sue ltos bajo e l corpiño.

—Hola, Lily.

—¡No te imaginas lo que me ale gra ve rte por aquí! —


la pe lirroja se apre tó contra su pe cho y e spiró una cálida
bocanada sobre la pie l de snuda—. Es un place r re cibir
e ste tipo de sorpre sas…

La familiaridad de su roce y e l júbilo mal disimulado


de sus palabras e vocaron e n Astaroth mome ntos
pasados. Mome ntos e n los que su curvilíne o cue rpo
bailaba y ge mía para e llos bajo los focos be rme llón de su
palacio. Mome ntos e n los que sus cade ras sudorosas
de sce ndían sobre las suyas. Mome ntos e n los que Be l,
Luc y é l se rifaban sus e ncantos, de sparramados por e l
sue lo unos, de smade jado sobre e l trono e l otro.
De snudos todos. S u cabe lle ra vibrante e sparcida e ntre
los tre s.

Be lze buth la agarró por la cintura ante s que se pusie ra


a ronrone ar sobre su torso como una gata mimada.
Enroscó sus brazos e n torno a e lla y le manose ó los
pe chos.

—No te lo vas a cre e r —dijo contra su cue llo. A


Astaroth no le cupo ninguna duda ace rca de quié n había
irritado a Be l la noche ante rior—. Ast vie ne a pe dir unas
vacacione s.

Lily lo miró con ojos como platos, aunque Be l se guía


maniobrando sobre su busto. En un se gundo, se había
transformado de la ardie nte amante e n la prote ctora
madre . Ninguna gallina e scapaba de l corral sin e l
conocimie nto de Lily.

—Hoy e stá insoportable . No te diré más.

Astaroth sope só su valoración, tratando de


conce ntrarse por e ncima de los jade os fe me ninos. Ardía
e n de se os de formar parte de e sa fie ste cita privada que
los otros habían organizado fre nte a é l. S in e mbargo, e n
e se mome nto te nía cosas más importante s e n las que
pe nsar. S i alcanzaba sus propósitos, ya te ndría tie mpo
más que suficie nte e n la Tie rra de lame r los pe zone s de
cuanta humana se le pusie ra por de lante .

—Lo inte ntaré de igual modo —se nte nció—. ¿Pue de s


anunciarme , Lily, o lo hago yo mismo? —pre guntó
mie ntras le guiñaba un ojo a la muje r y le lanzaba una
sonrisa taimada a su amigo.

Lily de volvió e l corpiño a su lugar sin ningún pudor y


asintió con la cabe za. De sapare ció e n la sala contigua con
e l mismo trote cillo que la había lle vado hasta allí.
Astaroth, e n e l sile ncio de la sole dad, se burló de la cara
de frustración de l Príncipe .
—Ve o que Asmode us no ce le bró e l Año Nue vo con
vosotros.

—Te e quivocas —bufó Be lze buth—. F ue pre cisame nte


é l quie n me e chó no sé qué porque ría e n la be bida.

Astaroth e mitió una carcajada ronca y se ca. La


cabe lle ra roja se asomó de nue vo, con una sonrisa
re splande cie nte e n su be llo rostro, y le de jó pasar al
de spacho de Luc.

Ante s de ce rrar la pue rta tras é l, e l Archiduque


pe rcibió la mirada hambrie nta que le dirigía a su amigo.
Pre firió no pe nsar e n todo lo que iban a hace r ahora que
se que daban solos.

*****

Las de pe nde ncias pe rsonale s de Lucife r e me rgie ron


ante é l. Ya casi había olvidado su magnifice ncia.

La amplia e xte nsión de tarima e staba cubie rta por


grue sos animale s mue rtos, re torcidos e n posturas
grote scas. En dos de las pare de s se alzaban pobladas
libre rías, con una amplia varie dad de tomos
e ncuade rnados e n cue ro sobre sus e stante s. Para
prote ge rlos, se habían dispue sto pue rtas corre de ras de
cristal ante e llos. Los muros, e n contra de lo que se
pudie ra e spe rar, e staban pintados e n un favore ce dor
tono be ige , que hacía la sala más grande y luminosa.
Aque lla fijación de Luc…

La cuarta pare d de sbordaba color. Un he rmoso


trampantojo se abría paso e n e l muro cie go, cre ando una
maravillosa ilusión ce le stial. Un amplio ve ntanal, marcos
incluidos, con vistas sobre las nube s y e l nítido azul de l
cie lo. Las nube s…

Y, por supue sto, lámparas. De ce nas de bombillas de


todos los tamaños y e n todos los rincone s. Luce s que
ayudaran a cre e r la fabulosa me ntira que e l trampantojo
de la pare d re ve laba. F ocos que facilitaran la vida e n e l
subsue lo, allí donde e l sol nunca salía.

El ce ntro de la habitación e staba pre sidido por una


maje stuosa me sa de roble , de l tamaño de un altar
cate dralicio, con patas e n forma de afiladas garras. Y de
pie junto a la me sa, de e spaldas a la pue rta y sirvié ndose
un vaso de licor de sde una jarra cristalina, había un
hombre .

Un hombre con un par de porte ntosas alas ne gras,


idé nticas a las suyas. C on las mismas pre ndas ne gras,
que de jaban e l torso al de scubie rto y onde aban con
pe rve rsidad de la cintura a los pie s. El hue co e ntre sus
alas, contraído al obse rvar e l de ste llante líquido a
contraluz, se e xpandió cuando de jó e l vaso sobre la
made ra, de sve lando la pie l bronce ada y te rsa de la
e spalda. S uave s gue de jas doradas se me cían e n torno a
su cue llo y fulguraban con la inte nsidad de l whiske y.

Y, cuando se dio la vue lta y ge sticuló e n un amago de


sonrisa, Astaroth re conoció e n é l al he rmano, e l amigo, e l
líde r. No pudo de jar de sorpre nde rse , al igual que tantas
otras ve ce s, al ve r cómo una criatura podía conse rvar un
rostro tan ange lical y un brillo tan maligno, al mismo
tie mpo, e n sus grande s ojos ne gros.

Le miró con las ce jas e narcadas, sin me diar palabra,


ante s de dar un profundo trago a la be bida.

—¿No te pare ce un poco pronto para be be r? —inquirió


Astaroth con una sonrisa y se sirvió é l mismo una copa.

Luc se pasó la punta de la le ngua por los labios.

—No hay nada me jor para la re saca. Y si pie nsas


se rmone arme como e se par de pe rros e n ce lo que
acaban de salir, pue de s marcharte por donde has ve nido.
El Archiduque no se sorpre ndió de su poco amistosa
re acción. Si e spe raba otra cosa, no lo de mostró.

—¿Ce los?

—¿Por Lily? —Luc le obse rvó con asombro—. Por


todos los De monios, no. S i así fue ra, te ndría que
de capitar y se pultar a las tre s cuartas parte s de l Ave rno.
No e s re ntable e ncapricharse de alguie n como Lily.

Astaroth apoyó e l trase ro sobre e l canto de la me sa.


C ruzó los pie s con de sgana, mie ntras pe nsaba cómo
afrontar la situación sin que se le fue ra de las manos.

—Entie ndo e ntonce s que tu mal humor se de be a


otras razone s.

El J e fe hizo un ge sto vago con la mano. Dilapidó e l


re sto de l whiske y y se pre guntó con cinismo qué habría
he cho é l para me re ce r e so.

—Dime de una ve z a qué has ve nido, Ast. S ospe cho


que no me va a se ntar bie n, así que aparta de mí e ste
cáliz ante s que lo de rrame yo sobre ti.

Balance ó la jarra de licor con e l índice y e l pulgar, con


la burla asomada a sus pupilas. No había nada más
de ste rnillante para un Ánge l O scuro que la
te rgive rsación de los símbolos divinos, cuale squie ra que
e stos fue ran.

—Quie ro ir a la Tie rra.

El puño de Luc cayó sobre e l table ro de la me sa con


e stré pito. Aún e staba bastante susce ptible con todo e se
asunto de la maldición que le impe día salir de l sótano.

—Bastardo afortunado —los nudillos de Luc se


que daron blancos cuando se agarró al borde de l mue ble .

Por un mome nto, Astaroth pe nsó que ni siquie ra su


amistad de siglos le salvaría de la ira de l De monio.

—No —re spondió Luc con una mue ca pre pote nte .

O tal ve z fue ra e l De monio quie n salie se mal parado


de su e ntre vista.

—Quie ro ir —re pitió, su voz un tono más grave .

—Y yo dije que no.

—Sie mpre consigo lo que quie ro.

—Yo tambié n.
Era de idiotas tratar de mante ne r una conve rsación
con alguie n que e ra, a todos los nive le s, tan pare cido a é l.

—En e l hipoté tico caso de que e scuchara tus


órde ne s —las alas de Astaroth se e rizaron y su
mandíbula se te nsó—, ¿podría sabe r al me nos por qué ?

El e mpe rador tomó aire . S u e stilizado pe rfil se inclinó


a un lado, y al otro, mirando e l vaso vacío y la jarra me dio
lle na. O ptó por e char un poco más de licor e n su
e stómago chupando con codicia por e l morro. No e staba
e quivocado; se hacía lo que é l que ría y como é l que ría.

De spué s de ase gurarse de que e l contorno que daba


inundado con su saliva, le ofre ció la vasija a Astaroth con
una sonrisa inoce nte .

—¿Te ape te ce otra copa?

—A ve ce s no e re s dive rtido.

Luc hizo un puche ro, compungido.

—¿Sólo a ve ce s?

—¿Por qué no pue do subir al piso de arriba?


El Je fe be bió de nue vo.

—Porque hace nove cie ntos nove nta y ocho años que
yo no lo piso. Y si hasta ahora te nía e l consue lo de sabe r
que tú e ras aún más pringado que yo, no pie nso pe rde rlo
ahora. Aquí mando yo, así que te jode s.

—De modo que e ra e so.

Astaroth de bió habe rlo imaginado. S ólo faltaban dos


años para que las cade nas que ataban a Luc al I nfie rno
se de bilitaran y pudie ra volve r a vagar por la Tie rra
hacie ndo de las suyas. Hasta e ntonce s, se ría un calvario
soportar sus sonoras que jas, harto de los muros que lo
constre ñían.

—Ade más —agre gó e l Empe rador—, no te cre as que


voy a pe rmitir que te vayas de fie sta justo ahora, cuando
más te ne ce sito.

—Luc —Ast le acarició e l cogote con te rnura, como si


hablara con un tonto—, aún que dan dos años…

—Exacto. Dos años. Se te cie ntos tre inta días. Nada más.

Luc se ace rcó a su amigo. C on dulzura. Ente rró las


ye mas de sus de dos e n e l pe lo rubio y liso de l
Archiduque . C on la otra mano, jugue te ó con los e xtre mos
de una de sus alas, que se contrajo e n re spue sta.

—No vas a ir —susurró contra su cue llo—. No voy a


conse ntir que Gabrie l y su e jé rcito de e unucos nos
de rrote n e sta ve z, y todo por un absurdo capricho tuyo.
Pie nsa e n todo lo que podrías disfrutar lue go… Podrías
bajar a la Tie rra cuantas ve ce s de se aras. Y yo podría
acompañarte cuando me die se la gana. ¿Te imaginas? Tú
y yo otra ve z, por e l camino a la pe rdición, como e n los
vie jos tie mpos…—sonrió y sus colmillos rozaron la suave
pie l de Astaroth—. I magina ve r cumplido nue stro sue ño
de hace tanto tie mpo, Ast. Pie nsa e n Be l, tú y yo, los tre s
de vue lta e n nue stros tronos, pe ro e sta ve z no como
príncipe s, sino como reyes. I magina e l cie lo te ñido de
rojo…

Astaroth sonrió y miró a su amigo. S us ojos habían


cobrado un brillo de ve rtiginoso pe ligro. De spué s de tanto
tie mpo… Su oportunidad, tan ce rca…

El de sastre que aconte ció e n e l 1011 no se volve ría a


re pe tir. Esta ve z, e starían más que pre parados.

Pe ro, por otro lado, e staba e sa maldita obse sión suya.


Ésa que no le de jaba dormir de sde hacía días, y e l
insomnio, e n alguie n como é l, e ra síntoma grave . Estaba
hastiado, cansado de su de stino… Te nía e l culo como la
pie l de un tambor tras pe rmane ce r se ntado e n e l sillón
re al un día tras otro, un día tras otro, un día tras otro…

—Voy a ir —afirmó.

S u amigo e mitió un par de impre cacione s que


acompañó de e xplícitos ge stos obsce nos.

—No se te ocurra de sobe de ce rme .

Astaroth pasó por alto e l he cho de que , si e staban


donde e staban, cocié ndose de calor, e ra pre cisame nte
para no te ne r que acatar normas. Ni las suyas ni las de
nadie .

S uspiró. No e staba re sultando fácil, tal y como había


pre visto. C uando a Luc se le me tía algo e n la cabe za, no
había quie n se lo sacara. No e n vano su pé tre o corazón
albe rgaba toda la mie rda de l mundo. Toda la ré proba
basura que humanos y ánge le s barrían de su pútrido
ce re bro y e scondían bajo de la alfombra, como si así
fue ra a de svane ce rse la re pugnante podre dumbre que
sus almas trataban de e sconde r. Tal ve z e llos hubie ran
pagado cara la impure za de sus pe nsamie ntos, pe ro
habían te nido e l valor de hace rle s fre nte y asumirlos.

—Por favor, Luc… Por favor —un De monio nunca


suplicaba. El J e fe podía e star conte nto de sabe rse su
amigo, porque é sa e ra la única mane ra de que alguie n
e scuchara tale s palabras e n su boca.

—En e l hipoté tico caso —Luc continuó, con los ojos


vue ltos hacia la pare d—… —y digo e n e l hipoté tico, te nlo
muy pre se nte —, que te conce die ra lo que me pide s…

—¿Ahá? ¿En e l hipoté tico caso? —Astaroth re primió e l


impulso de ce le brar; las hipótesis de Lucife r ya suponían
toda una victoria.

—… ¿qué ganaría yo a cambio? —sonrió, sus labios


cargados de crue l malicia y anticipación. S u sonrisa fue
corre spondida con otra se me jante .

Astaroth hizo una pausa para mante ne r e l suspe nse .


S e ale gró de lo fácil que re sultaba, cuando que ría, hace r
ne gocios con Luc.

—Un souvenir.

Los ojos ne gros de Luc brillaron como e l vino que se


vie rte e n la copa, y no hizo nada por ocultar la ole ada de
lujuria y e xpe ctación que lo abrasó. Un souvenir e ra e l
re galo más pre ciado que se le podía hace r; nada cotizaba
más alto e n e l Infie rno.

Muje re s humanas fre scas. Re cié n cortadas, como las


rosas rojas con e l rocío de la mañana lubricando sus
pé talos. Humanas a las que no re sultaba nada difícil
manipular y te ntar hasta que e llas mismas se arrancaban
las ve nas, se lanzaban al vacío o de jaban de re spirar bajo
e l agua, con tal de alcanzar las mil y una se nsuale s
prome sas que un Ánge l O scuro de jaba cae r e n sus
dulce s oídos. Eran transaccione s muy re ntable s: la muje r
conse guía e l place r que tanto anhe laba y e l De monio se
de shacía de la carga burocrática que suponía una mue rte
natural.

De spué s de disfrutar de su jugue tito una te mporada o


dos, lanzaban sus cue rpos al fue go, como cascarone s
vacíos. C on lo absorbido de su alma, te nían suficie nte
droga e n las ve nas como para vivir e n é xtasis hasta la
lle gada de la siguie nte . Astaroth y Lucife r sie mpre habían
compartido e l compre nsible gusto por e llas.

Últimame nte , no obstante , el núme ro


de souvenirs lle gados al inframundo había caído e n picado.
Las humanas actuale s e ran más re siste nte s a
abandonarse a un place r que cualquie ra de sus
mode rnas comodidade s ya le s podían proporcionar, y se
mostraban re acias a conte mplar la be lle za casi
paroxística de una inmolación.

Por e so, Astaroth sabía que su propue sta iba a se r


te nida muy e n cue nta.

—El me jor que e ncue ntre s —las pupilas de Luc


re lampague aron, y sus inmaculados die nte s de ste llaron
una ve z más.

—Pue de s fiarte de mi bue n gusto.

El Empe rador rode ó la me sa de é bano y corrió a


prote ge rse e n su silla, como si así pudie ra ve nce r la
ansie dad que apre miaba ante la ide a de disfrutar de una
nue va víctima. Arañó la supe rficie de made ra con sus
cortas uñas.

—Y sie mpre y cuando e sté s de vue lta ante s de dos


me se s—añadió—. Es tie mpo suficie nte para que
corre te e s todo lo que quie ras por e l piso de arriba y
se le ccione s bue na me rcancía para mí.

Astaroth alargó la mano sin dudarlo. Dos me se s e ra


incluso más de lo que había pre visto. C onocié ndole , de
he cho, e ra probable que tras dos se manas e stuvie ra tan
cansado como para ade lantar sus plane s.

—Trato he cho —dijo con firme za.

Luc de spe gó una mano de la me sa con un movimie nto


e ncantador y se la e stre chó.

—Re cupe ra tus fue rzas —habló sin soltarle —. C uando


vue lvas quie ro que e sté s e n ple na forma para e l trabajo
que nos aguarda. ¿Has pe nsado ya qué de stino te
ape te ce visitar?

—En re alidad, no conozco ninguno. Espe raba que tú


me aconse jaras.

Luc bufó.

—Pue s dé jame de cirte que no has acudido a la me jor


fue nte . Te re cue rdo que hace nove cie ntos nove nta y
ocho años no había ni la mitad de ciudade s que ahora…

—Pre guntaré a los chicos, e ntonce s.

—Espe ra.

V olvió a pone rse e n pie . C ruzó los de dos y los curvó


hasta que las falange s e mitie ron un crujido.

—Hay un lugar… Ya e stá muy trabajado por las


fue rzas oscuras, no e ncontrarás un gran re to allí… Pe ro
todos dice n que e s lo me jor para ir de vacacione s y
se ntirte como e n casa. Ade más, no te ndrías que ir muy
le jos, e ntra de ntro de tu jurisdicción.

—¿En Amé rica?

—Exacto. Nue va Orle ans.

Nue va O rle ans. No e ran pocos los De monios que


alababan sus maravillas, y a Astaroth, ade más de
e nvidia, sie mpre le había causado curiosidad.

—La ciudad de l Pe cado —sonrió para sí.

— E l resort de la O scuridad, sí. Aunque de be rás


prote ge rte un poco más. Allí e s más fácil que alguie n te
re conozca, y no que re mos que e so ocurra bajo ningún
conce pto, ¿e nte ndido?

Lucife r ace rcó su palma al cue llo de Ast, y un calor


corrosivo e manó de su pie l. C uando la apartó, e l
Archiduque comprobó gracias al re fle jo de l cristal que
una runa de prote cción había sido marcada junto a la
carótida. Un tatuaje con su propio símbolo: dos círculos
concé ntricos plagados de figuras ge omé tricas y le tras
cirílicas.

Las dos horas siguie nte s Luc las de stinó a


proporcionarle , a modo de cursillo ace le rado, las normas
básicas para convivir e n socie dad y lograr hace rse pasar
por uno de e llos. Le transmitió de forma e stricta sus
vastos conocimie ntos, adquiridos a lo largo de años de
obse rvacione s y fisgone os, sobre los últimos ade lantos
de la te cnología, los me dios de transporte , las le ye s —
que tan poco le s gustaba cumplir—, e l protocolo, los
gustos, y todas las chuche rías insignificante s que los
humanos conside raban normas de prime r orde n.

C uando la charla tocó a su fin, Astaroth se aproximó a


uno de los mue ble s acristalados con la confianza que da
la he rmandad de fe chorías. De scorrió e l ce rrojo sie mpre
abie rto y asió una bote lla de vino tinto de calidad.
Sie mpre lo me jor para e l Empe rador.

S irvió dos copas, ante la ate nta mirada de Luc, y le


ofre ció una a su amigo.

—Por nosotros —dijo mie ntras la alzaba e n e l aire ,


fre nte a su he rmosa cara.
Los ojos ne gros de Luc le obse rvaron por e ncima de l
vidrio.

—Y por Nue va Orle ans —agre gó.

Las alas de Astaroth se agitaron, pre sas de una


e moción late nte , de sconocida.

—Por Nue va O rle ans —re pitió, ante s de ace rcarse la


copa a los labios.

Capítulo II

Nueva Orleans. 20 de Febrero de 2009. Viernes.

C arlota puso un pie e n la e scale rilla de l avión y la


hume dad pe gajosa de Louisiana le golpe ó e l rostro.

—¡Aaaaggg! —prote stó Adri junto a e lla—. ¿Q ué e s


e sto? ¿Un jodido inve rnade ro?

—Exage rada —se burló C arlota, con una sonrisa mal


disimulada. Lo cie rto e s que ninguno de los se is había
e spe rado que los se se nta grados F ahre nhe it que anunció
e l piloto minutos ante s de ate rrizar fue ran tan difícile s de
sobre lle var.

—S upe rne na Núme ro Uno, ¿tie ne s inte nción de


que darte ahí o pre fie re s que me arrime a ti hasta que te
aparte s?

La voz de Albe rto la de volvió a otro mundo. Un mundo


que fre cue ntaba y e n e l que la hume dad e n e l ambie nte
te nía poca importancia.

—I mbé cil —e scondió una sonrisa y come nzó a bajar


los e scalone s, con cuidado de no trope zar mie ntras e l
pe so de la male ta hacía que su cue rpo se tambale ara.

En cuanto sintió tie rra firme bajo sus pie s, lanzó un


vistazo a todo cuanto la rode aba. Había sido un viaje
infe rnal, pe ro ya e staban allí. Nue va O rle ans. Ese sitio. El
culo de l mundo.

Los te jadillos ve rde s de la diminuta te rminal


de stacaban sobre e l cie lo de spe jado. Adri te nía razón; a
e sas horas e n casa e starían a uno o dos grados a lo
sumo, y nadie se atre ve ría a cruzar la pue rta sin dos
pare s de guante s, uno e ncima de l otro. En me nos de
ve inticuatro horas, habían pasado de l hirie nte frío
caste llano al e spe so calor de l golfo de Mé xico. Y e ra
fe bre ro. No que ría ni imaginar lo que se ría un ve rano allí.

Las rue das de l pe que ño trolley re stallaron contra e l


ce me nto, pe ro sus taponados oídos sólo pe rcibie ron un
ruido le jano. Y la voz distorsionada de Adri, que se guía
lame ntándose .

—Mira e so. El ae ropue rto más pe que ño de todos los


que he mos visto hoy. Manda cojone s que te nga que se r
e l último…

Q ue fue ra la única que se que jara no que ría de cir, no


obstante , que e l re sto de l grupo e stuvie ra de me jor
humor. Mie ntras re corrían los anchos pasillos de la
e xplanada D, C arlota hizo balance de lo que habían
supue sto ya no las últimas ve inte horas, sino los sie te
días ante riore s. A lo le jos, una gangosa voz fe me nina
daba la bie nve nida por los altavoce s a los pasaje ros de l
vue lo C O 5 de C ontine ntal Airline s, y e stuvo a punto de
pone rse a gritar ante e l de spropósito.

Una se mana ante s, todo pare cía indicar que e l único


vue lo que tomarían le s de jaría e n e l sofisticado Ne wark
I nte rnational Airport de Nue va York. Hoy, arrastraban
male tas y rostros cansados por e l ae ropue rto Louis
Armstrong, rode ados de guiris con collare s de cue ntas y
pintore scos murale s e n la pare d que amagaban
re pre se ntar e xóticos instrume ntos de jazz.

Miró las puntas de sus zapatos planos al caminar, que


hacían jue go con las re lucie nte s baldosas marrone s, y se
de jó arrastrar por e l sile ncio que invadía a sus
compañe ros. Era probable que todos e stuvie ran
pe nsando lo mismo.

Habían pasado los últimos cuatro me se s pe le ando


como pose sos por conse guir dine ro para e l viaje de
e studios. Lote ría, polvorone s, camise tas, me che ros,
ce rve za, caricaturas, champanadas… C arlota había
pe rdido la cue nta de todas las pue rtas a las que había
llamado, las copas que había se rvido y la cantidad de
ve ce s que había te nido que re pe tir la ridícula mule tilla
d e ¿Te apetece colaborar con nuestro viaje de estudios? Una
caja más de alme ndrados ve ndida, y habría de jado e n
bancarrota a todo e l pue blo de Jijona.

De spué s de e so, los e xáme ne s. Parciale s, finale s, más


parciale s… Horas y horas e n la bibliote ca, hasta que salía
con los ojos inye ctados e n sangre … Era su último año, y
no que ría de saprove char la ocasión de largarse de la
facultad de una bue na ve z.

Y cuando al fin se pre se ntaba la ocasión de disfrutar,


olvidar la rutina y re sarcirse de los malditos cinco años
de prácticas, e xáme ne s y madrugone s, la age ncia le s
había dado la e stocada final.

A su lado, alguie n le dio un codazo, obligándola a alzar


la vista.

—Por ahí —dijo Adri, se ñalando e l e norme carte l de


BAGGAGE CLAIM sobre sus cabe zas.

Por un mome nto, a C arlota le pare ció oír e n e lla otra


voz, la de la e stúpida age nte .

—Lo sentimos muchísimo, pero su viaje ha sido anulado por


un error de la empresa. Les reembolsaremos su dinero, no se
preocupen.

Y con e sas palabras, la visión de l C hrysle r Building, la


Q uinta Ave nida y la Estatua de la Libe rtad, se
de svane cie ron como e l humo.

A una se mana de la partida, sus compañe ros se


pre paraban para hace r un cruce ro por e l Nilo o
de spatarrarse e n las tumbonas de Acapulco. Ellos, e n
tanto, te ndrían sue rte si lograban lle gar a Torre molinos.

Habían re corrido todas y cada una de las age ncias de


la ciudad, afe rrados a una última e spe ranza, pe ro Nue va
York e ra una utopía cada ve z más le jana.

Y fue e n un pe que ño local de l barrio de Lari, cuando


ya casi habían de sistido, donde surgió la única
posibilidad.

C arlota se apartó unos me tros de la cinta móvil. Ella


no facturaba. Nunca. Te nía la obse siva ide a de que sus
cosas acabarían dando vue ltas al otro lado de l mundo sin
que e lla pudie ra hace r nada por re scatarlas. Aguardó a
que salie ran las cinco re stante s; tanto, que ya no
que daba nadie a su alre de dor cuando la de Nacho asomó
e ntre los fle cos de goma. Re buscó e n su e norme bolso e l
pasaporte . Pasaron con é xito los controle s de la policía y,
tirando de las male tas, cruzaron las pue rtas corre de ras.

ESTE MES, OFERTA ESPECIAL DE CARNAVAL

Viaja a Venecia, Río o Nueva Orleans y vive la fiesta como


nunca lo has hecho
El sol que le s había re cibido volvió a e scoce rle e n los
ojos, mie ntras la hume dad y algún que otro mosquito se
adhe rían a su pie l. Buscaron dos taxis libre s e ntre la
mare a de freakies que corrían de forma atrope llada para
disfrutar de l Mardi Gras, e l día grande de l C arnaval
orle anniano. Eran las sie te de la tarde de l vie rne s, y las
calle s de l Barrio Francé s e starían ya e n ple no apoge o.

C arlota subió e n uno de los ve hículos amarillos, junto


a sus amigas. Los chicos buscaron otro, que se situó a su
altura e n cuanto salie ron a la autopista uno ce ro.

Viaja a Venecia, Río o Nueva Orleans y vive la fiesta como


nunca lo has hecho.

C on e se carte l, habían ce rrado una pue rta y se había


abie rto la siguie nte . Ni que de cir tie ne que sólo había
plazas libre s e n e l vue lo a Nue va O rle ans. Río y
Ve ne cia, overbooking. Pre monitorio, sin duda, de la clase
de lugar al que habían ido a parar. Uno al que nadie e n su
sano juicio que rría ir.

Pe ro e ra su única opción, y e l e mple ado de la age ncia


se e sme ró e n te ne r todos los pape le s listos a tie mpo. Las
horas re stante s hasta la partida habían transcurrido e n
un soplido: male tas, de spe didas, se guro mé dico,
pasaporte s… Y e l e mpe ño de Lari de cargar con cuatro o
cinco guías sobre la ciudad, lo que le s costó dos tarde s de
pase os y saltos e ntre libre rías. C uatro o cinco ni de
broma pe ro, al final, sí que había conse guido una. La
única e ditada e n e spañol.

O yó que Adri suspiraba a su lado, e n e l asie nto


poste rior de l coche , y de spe gó su mirada color ámbar de
la ve ntanilla. S e miraron e n sile ncio, sin fue rzas siquie ra
para re írse la una de la otra por e l par de oje ras que
surcaban sus me jillas. Lari, e n e l otro e xtre mo,
conte mplaba las fachadas de ladrillo rojo.

Así que ahí e staban ahora. En Nue va O rle ans. Tras


una se mana de infarto, cuatro horas e n autobús a
Madrid, un taxi hasta Barajas, tre s horas tirados como
pe rros e n los pasillos de snudos de la T1, hora y me dia de
vue lo hasta Londre s, e scala y cambio de te rminal e n
He athrow, y sie te horas y me dia e n e l incómodo avión
blanco de la C ontine ntal, ahí e staban ahora, camino de l
ce ntro. De Nue va Orle ans.

Tal ve z, a fue rza de re pe tírse lo a sí misma, te rminara


por cre e rlo.
C arlota miró de re ojo al conductor. Era un hombre
ne gro de unos cuare nta y cinco años, con una gorra
calada hasta los ojos y una llamativa camisa naranja.
Tarare aba una pe gadiza me lodía de C arnaval. S obre
todo, pare cía fe liz.

La jove n volvió la vista más allá de l cristal, lle no de


hue llas y e xcre me ntos de paloma. S e suponía que e lla
tambié n de bía se rlo. I ba a graduarse con honore s e n una
unive rsidad de pre stigio, tras años de e sfue rzo y
de dicación, a la que había acce dido gracias a una be ca
tras otra. Te nía las me jore s amigas que podía de se ar.
Vivía e n un piso para e lla sola.

Pe ro allí, e n me dio de la nada, e n un lugar que incitaba


a salir corrie ndo y buscar re fugio, no pudo e vitar pe nsar
que , como todo e n su vida, aque l e stúpido viaje tambié n
e staba pre de stinado a salir mal. I gual de mal que había
come nzado.

Aunque se suponía que de bía tratar de se r fe liz, como


sie mpre le aconse jaba su madre . Se suponía.

*****

Toulouse S tre e t, e n la e squina con Dauphine . Eso


de cía e l post-it sobre e l que e l simpático chico de la
age ncia le s había anotado la dire cción de l Hote l
Ste . Marie , su casa durante los próximos sie te días. Se gún
é l, e ra la me jor zona de Nue va O rle ans, e n ple no Barrio
Francé s.

Pe ro a me dida que e l de startalado ve hículo se


aproximaba al ce ntro de l V ie ux C arré [1], C arlota tuvo
que luchar contra e l impulso de cruzar los de dos y
pone rse a re zar oracione s de sconocidas para conse guir
lle gar con vida a su de stino.

Alguie n más tuvo la misma ide a.

—S anto Dios… Proté ge nos de é sta… —oyó susurrar a


Adri.

En cada calle que atrave saron al de jar atrás la


autopista, de ce nas de pe rsonas se arre molinaban e n
torno al coche , impidié ndole e l paso. Algunos, los más
osados —o los que más alcohol lle vaban e ncima—, no
sólo prote staban cuando e l taxista aporre aba la bocina,
sino que incre paban a sus ocupante s con puñe tazos e n
las ve ntanillas.

C arlota dio un brinco cuando un golpe hizo vibrar los


cristale s y toda la carroce ría.

—O iga —pre guntó al hombre e n inglé s lo me jor que


pudo —, ¿e stá se guro de que pue de ir por aquí?

—No te pre ocupe s —re spondió e l, a gritos por e ncima


de l ruido de l claxon—. Esto e s sie mpre así. Toooodos los
años así. No te pre ocupe s.

C arlota frunció e l ce ño ante e l ace nto cálido y


me lodioso de l sur. Le iba a costar adoptar sus
conocimie ntos e n e l idioma a e sa je rga casi
incompre nsible , me zcla de inglé s, francé s y haitiano.

Lari se abalanzó sobre e lla y le dio una palmada e n la


rodilla.

—¿Qué ha dicho? —inquirió.

—Q ue no nos pre ocupe mos… —aunque ni e lla misma


cre yó sus palabras al conte mplar la avalancha de
se guidore s de l C arnaval que chillaban de l otro lado de la
porte zue la. Donde quie ra que mirara, sólo ve ía collare s
de colore s, antiface s de re de cilla y ge nte bailote ando.

—Pe rdone —ace rcó la cabe za al asie nto de lante ro—


podría… ¿podría activar los se guros, por favor?
El taxista sonrió, mostrando una hile ra de die nte s
re splande cie nte s.

—No te pre ocupe s. No mue rde n —y se carcaje ó de su


propio chiste —. Ade más, ya he mos lle gado. ¿Lo ve s?
Hote l Sainte Marie . He mos lle gado. ¿Lo ve s?

Pue s no, no lo ve ía. Era imposible ve r nada fue ra de l


coche , con toda aque lla ge nte rode ándolo y hacié ndole s
ge stos picante s.

C arlota pagó la tarifa y las tre s se ape aron de l coche


por e l mismo lado y de la mano, mie ntras sus male tas
caían a la ace ra. Fue ra, e l ruido e ra e nsorde ce dor.

—Hote l S ainte Marie —re pitió e l conductor—. F e liz


e stancia y fe liz Mardi Gras. Lo vais a pasar bie n. S e guro.
¡Gracias!

—A uste d… —balbuce ó C arlota, vié ndolo ale jarse e n


su vapule ado taxi.

—¡O h, Dios! —la llamó Lari—. ¡C harlie , tie ne s que ve r


e sto!

S iguió la mirada de su amiga, que se de moraba e n la


fachada de l e dificio y, por prime ra ve z e n lo que iba de
día, e lla tambié n e xclamó con ale gría.

—Es una broma…

—No, no lo e s —Adri se colgó de su brazo y miró


e nsimismada e l carte l que acre ditaba al hote l con cuatro
e stre llas.

La fachada de l S te . Marie e ra una ve rdade ra de licia


arquite ctónica. Con tre s plantas y un te jado abuhardillado
re cubie rto de pizarra, e vocaba los vie jos palace te s
france se s de la é poca colonial —si e s que no había sido
e n ve rdad uno de e llos—. El muro e staba pintado con un
lige ro tono azul paste l, y alargados ve ntanale s daban
cue nta de la altura de los pisos. Pe ro e l golpe de e fe cto
e ra la pre ciosa balconada de forja que adornaba e l
prime ro, sobre e l soportal de l que pe ndían anticuados
farolillos. Una acoge dora luz manaba de la re ce pción a
travé s de las múltiple s pue rtas acristaladas, invitando a
e ntrar a todo aque l que tuvie ra dine ro suficie nte como
para pe rmitirse un asie nto de prime ra fila fre nte al me jor
Carnaval de l mundo.

Y e llos lo te nían. Habían luchado durante cuatro


me se s para conse guirlo, e s cie rto, pe ro ahora e staban
ahí y, por una ve z e n su vida, C arlota sintió que te nía
ple no de re cho de hace rlo. Todos los dólare s ahorrados
para un alojamie nto me diocre e n Nue va York, le s podían
proporcionar uno de cate goría e n Nue va O rle ans. V io e n
los e dificios colindante s a otros como e llos, asomados a
ve ntanas y balcone s, de jando cae r collare s y confe ti.
S intió un de se o impe rioso de lanzarse e scale ras arriba
para imitarle s.

—¿O s imagináis que nos toca una e xte rior? —Adri


e mpe zó a aplaudir e mocionada ante la ide a, si bie n nadie
le s había dicho aún qué habitacione s te ndrían.

—¡J ode r! —e l e xabrupto de Albe rto hizo que las tre s


se girase n. Los chicos salían de su taxi, pálidos como la
nie ve —. Vaya sitio guapo. Ánge le s de C harlie , pre paraos
para ve rme e n acción por las mañanas…

Los tre s ánge le s torcie ron e l ge sto a la ve z cuando lo


vie ron ade lantar la cade ra y me ne arla ante sus narice s.
Típico de Albe rto.

Pablo le dirigió una mirada significativa a su amigo


para que de jara de hace r e l ridículo. C arlota no supo qué
le e nfe rmaba más, si las bromas de mal gusto de Albe rto
o la hipe rcorre cción de l otro. Nacho, como sie mpre , no se
e nte raba de nada; e staba aún más blanco que de
costumbre , ya fue se por e l mare o de l viaje o por e l mie do
de ve rse asaltado de ntro de l taxi como e n una dilige ncia
de l Oe ste .

S intió una mano tras su e spalda y no le hizo falta


girarse para sabe r que e ra de Pablo. Había algunos
ge stos que , dada su re pugnancia, hablaban por sí solos.

—¿Entramos? —pre guntó, y la arrastró con de scuido


hacia la pue rta, como si quisie ra re scatarla de las garras
de los de pre dadore s e mbrute cidos de la calle .

C arlota se apartó de é l con asco y siguió su camino


hacia e l inte rior de l e dificio. Había sido de masiado bonito
como para se r e te rno que no le dirigie ra la palabra
durante todo e l vue lo.

La re ce pción de l S ainte Marie cumplía con las


e xpe ctativas que el e dificio prome tía de sde
fue ra; mármol ne gro, e scayola, sue lo e nmoque tado e n un
e le gante ve rde oscuro e , incluso, una fulgurante lámpara
de araña e n e l te cho. Los se is muchachos e spañole s, con
cara de no habe r dormido e n una se mana y sus ropas
arrugadas por e l viaje , contrastaban con e l lujo de la
e stancia. La jove n tras e l mostrador le s dirigió una
mirada de te rror e n cuanto compre ndió que e ran
e studiante s.

Lari e mpujó a C arlota, que obse rvaba alucinada cómo


los cristale s de la araña se re fle jaban e n una me sa de
cristal y bronce .

—Habla tú —le dijo—, que e re s la que sabe inglé s.

C arlota suspiró. Era cie rto, no e n vano se había


consagrado a practicarlo de sde pe que ña para pode r
obte ne r más puntos e n la asignación de be cas.

S e ace rcó con pudor al mostrador, pe ro Pablo se


ade lantó con actitud caballe re sca.

—Excuse-me —le dijo a la re ce pcionista con una sonrisa


y un lige ro te mblor— Sorry… We w-want the rooms…[2]

—S í, que re mos alquilar e l hote l e nte ro, ¿no? —C harlie


se inte rpuso e ntre e llos. A é l le de dicó una mirada
burlona—. ¿Eso e s todo lo que sabe s de cir? Apártate .

C arlota organizó con la jove n la distribución de las


habitacione s. Afortunadame nte , e l age nte había de jado
bie n claro que sólo admitirían dormir e n triple s. Ninguna
de e llas e staba dispue sta a compartir dormitorio con e l
salido de Albe rto. O con alguien peor, pe nsó C arlota
mirando a Pablo por e l rabillo de l ojo.

La muje r se ace rcó e l pape l a los ojos, como si así la


pronunciación de sus nombre s re sultara más fácil.

— Larisa Gonzále z, Adriana Latané , C arlota V ice nte ,


number 101. I gnacio Álvare z, Albe rto F e rre r, Pablo Morán,
number 103.

Adri le dio un codazo a Carlota.

—Prime ra planta. Eso sue na bie n —dijo con un guiño.

En cuanto se re gistraron, Adri e chó a corre r como una


loca e n dire cción al piso de arriba. Ni siquie ra e spe ró e l
asce nsor, sino que e nganchó su e norme male ta por e l
asa y se la lle vó con e lla, hacie ndo gala de una fue rza
sobre natural.

—¿Te subo la male ta?

C arlota, que había e chado a corre r tras e lla, se de tuvo


con una mue ca de disgusto al oír la voz a su e spalda.

—Pue do yo sola, Pablo. Gracias.

Él ni siquie ra e scuchó lo que le dijo.


—Trae , se guro que pe sa…

—Te he dicho que ya pue do yo —farfulló C harlie . No


que ría discutir tan pronto, acababan de lle gar, pe ro su
pacie ncia no e staba para muchas fie stas.

S ubió los e scalone s de dos e n dos. C uando lle gó


arriba, las chicas ya e staban introducie ndo la tarje ta e n la
ce rradura e invocando a todo e l santoral.

La pue rta se abrió con un chasquido, y Adri se


apre suró a e nce nde r la luz.

—Por lo que más que ráis… Mirad e sto…

Una e norme e stancia de color ve rde las acogió e n su


inte rior. Había tre s camas, dos doble s y una suple toria a
los pie s, con cabe ce ros de made ra de é bano altos hasta
e l te cho. La moque ta de l sue lo hacía filigranas e n tonos
dorado y burde os, y un par de butacone s de ore jas
pe dían a gritos que alguie n se de jara cae r sobre e llos. Un
e norme ramo de flore s le s daba la bie nve nida de sde lo
alto de la me sa camilla. En la pare d de l fondo, cortinas
opacas a jue go con los e dre done s ocultaban un amplio
ve ntanal, como los que habían visto de sde la ace ra.
C arlota no había e stado e n un sitio tan lujoso e n toda su
vida y, a juzgar por la e xpre sión de las de más, e ra
probable que e llas tampoco.

Adri fue la prime ra e n ce rrar la boca para pode r


hablar.

—Ahora sí, chicas, vamos a salir de dudas.

S e lanzó a de scorre r las cortinas, que de jaron pasar


los últimos rayos de l sol ponie nte a su paso. En cuanto
giró la manilla, se puso a saltar, fue ra de sí.

C arlota corrió y atrave só las pue rtas de cristal, pre sa


de la misma e moción que sus compañe ras. En cuanto lo
hizo, una image n e xtraordinaria se grabó e n su re tina.
Toulouse S tre e t. Más allá de las baldosas rojizas bajo sus
zapatos y de los dibujos re torcidos de forja sobre su
cabe za, una incre íble mancha como e l arco iris botaba y
se movía al ritmo de una comparsa. C e nte nare s de
pe rsonas, de todas las razas, e dade s, y nacionalidade s,
brincaban al son de la música de C arnaval. Había padre s
con sus hijos a hombros, chicas que re cibían collare s a
cambio de que se le vantaran la camise ta, jóve ne s
borrachos, turistas con cara de pe rdidos y japone se s
disparando flashe s. La charanga marcaba e l ritmo con
sus vistosos sombre ros y sus instrume ntos de jazz, y
todos e llos lo se guían sin e quivocarse , como si hubie ra un
pacto pre e stable cido. La misma mare a que habían
atisbado de sde e l coche , pe ro multiplicada por cie n.

A sus pie s.

C arlota sonrió mie ntras Adri y Lari la abrazaban por


la cintura, fre né ticas. Tal ve z, de spué s de todo, aque l
viaje no fue ra tan malo.

Capítulo III

Un día de spué s, e l re loj de la C ate dral de S aint Louis


marcó las ocho y me dia y C arlota, de brazos cruzados
bajo su fachada, comprobó e n su muñe ca que ni siquie ra
había te nido tie mpo de cambiar la hora e n e l suyo. Las
mane cillas se guían se ñalando las dos y me dia de la
madrugada, hora e spañola.

Pue sto que no habían parado ni un se gundo durante


su prime r día e n la ciudad, se maravilló de que al me nos
e l re loj aún funcionara. Ella e staba a punto de darle al
PAUS E, y si e l guía de l tour vampírico que e spe raban no
lle gaba pronto, acabaría e chándose una cabe zadita allí
mismo.
Mie ntras los chicos hacían apue stas sobre cuánto
tardaría Albe rto e n come rse algún rosco, Lari y Adri se
colgaron de su brazo, una por cada lado, y la
bombarde aron con sus come ntarios. Los ánge le s de
Charlie e staban de vue lta.

—En la guía dice que e l último grupo sale a las ocho y


me dia de la noche . Ya te ndría que e star aquí.

—En la guía dice , e n la guía dice … —Adri miró a Lari


con e xpre sión re funfuñona—. J uro que si nos hace dar un
paso más —se que jó a Carlota—, voy a pre nde rle fue go a
e se maldito libro.

C harlie sonrió y conte mpló sus coronillas con cariño.


Era la más alta de las tre s, así que sie mpre te nía una
pe rspe ctiva bastante se sgada de sus amigas.

—No prote ste s tanto —re gañó a la cabe za de Adri—.


C re o que nunca nadie ha logrado ve r tantas cosas e n tan
poco tie mpo. A e ste ritmo, e n una se mana habre mos
lle gado a Te xas.

Adri re sopló y sus me chone s ne gros oscilaron e n e l


aire .

—No e s gracioso. Mis plantas de los pie s no se ríe n.


Lari inte rvino, con un ge sto de malas pulgas e n su
rubicundo rostro.

—No opinabas lo mismo cuando te silbaron e sos tipos


e n Ursuline s Ave nue .

—S í, de he cho de be ríamos habe rnos que dado allí toda


la tarde , e n lugar de visitar e se e stúpido muse o de
voodoo.

—¡O ye ! —inte rvino C arlota—. No te me tas con e l


muse o de l voodoo, fue dive rtido. Te ngo que re conoce r —
le guiñó un ojo a la rubia—, que gracias a ti y a tu guía he
pasado un día e stupe ndo.

—Es cie rto —re plicó Lari, y le sacó la le ngua a su


amiga—. Ade más de e so habé is te nido una bue na
panorámica de todo e l Barrio F rancé s, habé is e ntrado
de ntro de l S upe rdome y os habé is code ado con
e je cutivos agre sivos e n e l W orld Trade C e nte r. ¡Y hasta
habé is comido e n un auté ntico McDonald´s yanqui!

—No te olvide s de la S panish Plaza [3]—le re cordó


Carlota.

Adri prorrumpió e n carcajadas.


—I mposible de olvidar. Eso y e l carte l de Calle Real e n
Royal Stre e t me pe rse guirán toda la vida.

Los ojos de C arlota se iluminaron. Estaba e spe rando


una oportunidad como é sa.

—I gual que tú me pe rsigue s a mí —mantuvo e l


suspe nse durante una pausa—… Adrienne…

—¡O h, no! —Adri la conte mpló horrorizada y Lari no


pudo e vitar re írse a carcajadas de las dos.

—¡O h, sí! —re batió C harlie , y de spué s e mpe zó a


tarare ar—. Oh, A drienne, I gave you all I have to give, but I
could never reach you… Oh, Adrienne…[4]

Echó a corre r con Adri pisándole los talone s, mie ntras


Lari palmote aba y se dive rtía. Había visto la misma
broma mile s de ve ce s ante s y aún no se cansaba.

—¡Te juro por lo que más quie ras —chilló Adri a la


carre ra—, que si vue lvo a oír una sola canción de The
Calling[5] e n lo que que da de viaje , que maré todos tus
CDs e n cuanto lle gue mos a España!

—Hazlo—C harlie fre nó e n se co y fingió e star


e nfadada—. ¡Aún me que da e l mp3! —rompió a re ír y se
dio a la fuga de nue vo—. Y si vue lve s a me ncionar e l
nombre de Ale x Band e n vano, lo pagarás caro, oh,
Adrieeeenneeee…

Albe rto, que no e staba dispue sto a jugarse más dine ro


que e l que confiaba e n no pe rde r, las vio corre r e n
círculos e n me dio de J ackson S quare y se unió e llas, a
tie mpo de darle un pe llizco e n e l culo a Adri, que se giró
e nfure cida y se lanzó tras é l e n busca de ve nganza.
C arlota y Lari suspiraron al ve rse de splazadas de l jue go,
justo ante s de oír una voz tras e llas.

—Spanish?

Asintie ron con la cabe za al pálido hombre bajito y con


e spe sa barba, ve stido como un discípulo de Buffy,
cazavampiros, que las miraba con inte ré s.

—Ok —prosiguió, dirigié ndole s una ridícula mirada


que pre te ndía se r algo pare cido a te ne brosa— Come on.
[6]

Echaron a caminar tras é l, su sinie stro salvador. Adri


re cupe ró su posición a la die stra de C arlota y Pablo, que
hasta e ntonce s había e stado muy guapo callado, avanzó
para situarse a su altura.
—Aún no me pue do cre e r que hayamos pagado
die cisie te dólare s por e sta patochada.

Aunque fue ra de la misma opinión, e l me ro he cho de


oírse lo de cir a é l, con su re pe le nte tono de aristócrata
pre adole sce nte , hizo que a C arlota le ardie ran las
me jillas.

—Bue no, pare ce dive rtido —dijo tratando de ocultar


su rabia.

—Vamos, C arlota —se burló—, ¿me vas a de cir que


ahora cre e s e n los vampiros?

C arlota. Era e l único que la llamaba por su nombre de


pila. Y le daban ganas de ir al re gistro civil a purgarse
cada ve z que lo hacía.

Adri le dio un codazo de adve rte ncia, se gurame nte


porque la conocía me jor que nadie y sabía que e staba a
punto de admitir cualquie r cosa, incluso la e xiste ncia de
chupasangre s proce de nte s de otro plane ta, con tal de
lle varle la contraria.

—No lle vo cinco años e studiando Biología para


de jarme lle var ahora por le ye ndas ilógicas —se nte nció.
A Pablo su come ntario de bió de pare ce rle e l corre cto,
porque la miró con una sonrisa de aprobación, como si
acabara de pasar una prue ba crucial.

—Sabía que no me de fraudarías.

C arlota inspiró hondo. C ada ve z que pe nsaba e n lo


que algún día cre yó se ntir por é l se le re volvía la sangre .

—C ambiando de te ma —te rció Adri, y C arlota


agrade ció e n sile ncio su inte rrupción—, ¿adónde vamos?
Y no vale mirar la guía, Lari—fulminó a su compañe ra,
que ya se apre suraba a re buscar e n e l inte rior.

—No me hace falta —dijo e lla con autosuficie ncia—.


Me la apre ndí casi de me moria durante las sie te horas de
vue lo de sde Londre s.

Adri lanzó un grito de sgarrado a los cie los.

—¿Por qué , Se ñor? ¿Por qué ?

—La próxima parada e s e l C e me nte rio de S aint


Louis —Lari inició su cantine la, hacie ndo caso omiso de
las prote stas—, conside rado uno de los me jore s de l
mundo y cuyas antiguas lápidas han sido fue nte de
inspiración de lite ratos y cine astas de todo e l mundo,
como la famosisíma Anne Rice y sus Crónicas Vampíricas.
S e dice que aún e stá poblado de fantasmas y vampiros
que ace chan e ntre las tumbas, y e s punto de e ncue ntro
fre cue nte de góticos, sinie stros, y de más frikis.

C arlota y Adri me ne aron la cabe za con incre dulidad.


No sabían qué de cir ante tal de rroche de conocimie ntos,
si e charse a re ír por la se rie dad casi profe sional de Lari al
hablar o aplaudir por su facilidad de me moria.

No hizo falta que ninguna de las dos abrie ra la boca.


Pablo lo hizo por e llas.

—Bah. Idiote ce s —e spe tó Pablo.

Fue más de lo que Carlota pudo soportar.

—¿Te quie re s callar de una ve z? He mos ve nido aquí a


pasárnoslo bie n, no a que nos aire e s tu profundo de sdé n
por todo lo que no te gusta. S i e sta ge nte cre e e n los
vampiros por algo se rá. Lo mínimo que me re ce n e s un
poco de re spe to hacia sus cre e ncias, ¿no?

Pablo la miró como si la vie ra por prime ra ve z, y


C arlota fue conscie nte de que todo e l grupo se había
de te nido para pre se nciar su arre bato. I ncluso e l guía la
miraba de hito e n hito de sde la ve rja de e ntrada al
ce me nte rio.

Trató de calmarse cuando se dio cue nta de su


me te dura de pata. Era la única ate a de l grupo y sie mpre
acababan discutie ndo por lo mismo. Pe ro no e ra su culpa
si pe día tole rancia y se ne gaban a proporcionárse la.

Pe ro los aire s de supe rioridad de Pablo e ran


inaguantable s incluso para sus tranquilos ne rvios.

—C hicos —Adri cortó la te nsión ambie ntal con sus


die nte s y C harlie volvió a e nviarle unas gracias
te le páticas—, no discutáis. Estamos e n un ce me nte rio.
Me da mala e spina.

El brazo de su amiga se te nsó e n torno a la manga de


su fino je rse y marrón, y la pie l de C arlota se e rizó. A e lla
tampoco le daba bue n rollo y, al e char una oje ada a su
e ntorno, compre ndió por qué había tanto folklore e n
torno a Nue va Orle ans.

El ce me nte rio de S aint Louis e ra como una cue va


prohibida a la que nadie de be ría e ntrar, y me nos de
noche , a no se r que su propia vida de pe ndie ra de e llo.
Alargados pante one s cubie rtos de ye so se alzaban ante
e llos, de jando ape nas un e stre cho pasillo por e l que
transitar. Algunos, los de más postín, e staban rode ados
por cance las de forja que hacía dé cadas, si no siglos, que
habían sido nue vas. O tros, lo que me nos sue rte habían
corrido, mostraban sus tripas al mundo a travé s de
aguje ros e n e l ladrillo, mie ntras las pie dras caídas se
de sparramaban mortalme nte por e l sue lo, corrompidas
por e l paso de l tie mpo. Allí donde alcanzaba la vista,
pe que ñas cruce s surcaban e l cie lo, y C arlota contuvo un
re spingo al comprobar que pocas de aque llas tumbas
te nían nombre . C omo si no hubie se nadie e nte rrado e n
e llas. C omo si sus due ños se hubie ran alzado e n una
nue va vida tras la mue rte y ya no que dase rastro de su
de saparición.

—Jode r —dijo e n voz baja.

—Me va a dar algo —la voz de Adri e scapó como un


hilillo agudo de sus labios.

El frío de la pie dra las e mbargó. El mismo frío que


C arlota se ntía al e ntrar e n una igle sia y mirar los ojos de
las e figie s cristianas, cuyas lágrimas de vidrio pare cían
de ve rdad. Por e sa razón no e ntraba a ninguna de sde que
e ra pe que ña, re cordó de re pe nte .

—Ya os dije que no e ra bue na ide a —Adri siguió


hablando para rompe r la lúgubre pre sión de l sile ncio. El
guía hacía rato que se había callado, quizá cuando se dio
cue nta de que nadie pre staba ate nción a su trucule nto
discurso y sus e spe ctaculare s ade mane s.

—Por favor, contadme algo. Por favor. Q ue alguie n


diga algo o me pondré a cantar The Calling si e s pre ciso…

Las pisadas de los sie te re sonaron e n la gravilla, y los


bajos de sus pantalone s vaque ros le vantaron una
polvare da a su paso. Por una ve z, C arlota no aplaudió la
ide a de home naje ar a sus ídolos con una me re cida
se re nata y soltó lo prime ro que se le pasó por la cabe za.

—O dio a Pablo —masculló, e n cuanto se ase guró de


que no podía oírlas.

Los ojos azule s de Lari la conte mplaron con te rnura.

—C ariño, no le hagas caso. Todos sabe mos que e s un


gilipollas. No me re ce ni siquie ra tus insultos.

—Por una ve z, e stoy de acue rdo con la rubia —afirmó


Adri con un guiño.

C harlie suspiró, y e l sonido re tumbó e n los nichos


vacíos.
—Ya, pe ro no e s tan fácil. Ante s no e ra así…

Adri la cortó con un bufido.

—Y yo ante s pe saba cinco quilos me nos, pe ro ahora


soy como soy y me te ngo que aguantar. Me da igual
cómo fue ra Pablo ante s. A día de hoy e s imbé cil y e so e s
lo que cue nta.

C arlota ce rró los ojos y de jó que los brazos de sus


amigas guiaran sus pasos. Re cordó su prime ra se mana
e n la facultad, cuando Pablo había sido casi e l único e n
dirigirle la palabra. Hubo muchos mome ntos bue nos
compartidos durante e se prime r curso: e n la cafe te ría, e n
la bibliote ca, con los de más… Lue go lle gó se gundo, y
cuándo é l le propuso algo más se rio ni siquie ra se lo
pe nsó. Nunca nadie la había tratado tan bie n y, con un
chico tan ge nial a su lado, podría lle nar e l vacío de
sole dad que la acuciaba de sde que e ra pe que ña.

Un año y me dio de spué s, de cidió que ya había te nido


suficie nte de chicos tan ge niale s como é l. S e sintió una
traidora y una bruja e l día e n que puso fin a la re lación,
pe ro tambié n sintió un alivio como nunca ante s. S u vida
volvía a se r suya y ni Pablo ni nadie volve rían a
manipularla a su antojo.
—Nunca supe ró lo nue stro —confe só.

—C ariño, e so salta a la vista —Adri la tranquilizó con


un cálido masaje e n la muñe ca—. Pe ro no e s tu culpa si
un tío de cide que darse anclado e n e l pasado y no pasar
página.

El guía las miró con curiosidad de sde e l inte rior de su


atue ndo de cue ro un par de tallas más grande . O con
odio, se gún se vie ra. Tal ve z se e stuvie ra pre guntando a
qué ve nía aque lla charla tipo Voguee n mitad de su
vampírico ritual.

—Pe ro pasamos grande s mome ntos juntos —continuó


C arlota, con los ojos pe rdidos e n e l vacío de la noche —.
Me sie nto culpable por habe rme portado tan mal con é l;
lo único que que ría e ra mi bie ne star.

—Tu bie ne star de ntro de su casa, criando a sus hijos y


alabando a su familia. S i dos años de spué s de la ruptura
aún no se ha dado cue nta de que no e re s la chica que é l
pe nsaba, e s que tie ne un proble ma.

—Cie rto —la se cundó Lari.

Pe ne traron e n una zona nue va de l camposanto, muy


dife re nte de las ante riore s. Ahí los pante one s habían sido
sustituidos por lige ros pináculos que se alzaban como
e stacas e n e l prado nocturno, todos e llos de un nítido
color blanco que de stacaba e n la oscuridad. F re nte a la
auste ridad orname ntal de ante s, e n e sta parte primaban
las e sculturas y los adornos.

C arlota se ace rcó inconscie nte me nte a una de las


lápidas. S obre e l fé re tro, un ánge l de mármol e ntornaba
sus dulce s ojos hacia e lla, la rodilla hincada e n un cojín de
pie dra y sus manos unidas e n una ple garia sile nciosa.

—Te me re ce s algo más que todo e so, C harlie —Los


brazos de Adri la re confortaron de sde atrás—. C on todo
lo que has luchado para conse guirla, te me re ce s la
fe licidad comple ta.

Las ye mas de C arlota rozaron la fría pie dra. C on


sutile za, trató de re volve r los grácile s rizos de l ánge l, que
pe rmane cie ron inalte rable s.

—Supongo que sí —suspiró.

*****

El guía se de spidió de e llos ape nas una hora de spué s,


e n e l mismo lugar de l que habían partido. Hizo un críptico
saludo con la mano y se ale jó ve loz, quizás con prisa por
lle gar a casa y sacudirse la frustración.

—Y ahora, chicos… ¡S aturday night! —Albe rto subió y


bajó los puños—. De spué s de la constructiva charla sobre
Drácula, cre o que nos me re ce mos un bue n tónico
re vitalizante .

Carlota ade lantó las manos e n un ge sto de re ndición.

—Yo me voy al hote l, e stoy mue rta.

—Nooooo, ni siquie ra se te ocurra —Adri le cogió e l


brazo y la arrastró de nue vo al círculo—. Tú te vie ne s con
nosotros a disfrutar de la noche .

—De ve rdad, Adrienne, no me ape te ce .

Adri le e chó una oje ada a Pablo y lue go miró a su


amiga con un brillo de complicidad y compre nsión.

—Vas a venir. Y punto.

C arlota quiso hace rle una se ña, pe ro e nte ndió que no


se rviría de nada. C uando alguie n te conoce bie n, no hay
nada que pue das hace r para de mostrarle la ve rdad de
tus argume ntos. S obre todo si son falsos. Aunque e staba
cansada, se moría de ganas de de spe jar su me nte . Lo
que no que ría e ra hace rlo con Pablo re volote ando a su
alre de dor.

—¿Y adónde vamos? —pre guntó con una sonrisa de


ace ptación.

Albe rto le propinó una palmada e n la e spalda que


e stuvo a punto de de rribarla.

—No lo sé . Pásame la guía, Supe rne na Núme ro Tre s.

—¿Lo ve is? —Lari sonrió satisfe cha al abrir la


cre malle ra de su bolso—. Al final la guía no e ra tan mala
ide a como pe nsábais…

—Lo e s cuando la me morizas palabra por palabra —


se burló Adri.

Albe rto se ñaló un e stable cimie nto con e l de do índice .

—Éste . Está e n Bourbon S tre e t y no pue do e spe rar


para ve r e l ambie nte que hay por la zona.

—S í, claro —le aguijone ó C arlota—. Y porque la


de nsidad de población de st rippers e n e sa calle re vie nta
todas las e stadísticas.
Albe rto se frotó contra la parte poste rior de su cue rpo.

—¿Para qué quie ro strippers cuando te ngo a e stas tre s


pre ciosas muñe cas e n la habitación de al lado?

C arlota prorrumpió e n carcajadas, hasta que Pablo le s


dirigió una mirada ase sina a ambos. La dive rsión volvió a
e sfumarse como por arte de magia, así que optó por
agarrar a Albe rto por las solapas de su cazadora y
e mpre nde r la marcha.

—V ámonos, muñe co —dijo a voz e n grito—. Ante s de


que mate a alguie n.

E l Pat O´Briens, e l lugar e le gido, re sultó se r uno de los


locale s más e mble máticos de la ciudad, a juzgar por la
cantidad de carte le s informativos con los que se
e ncontraron por e l camino y, tambié n, a la cantidad de
ge nte que lo ate staba.

Tras atrave sar un auté ntico labe rinto, un típico patio


colonial, con una e sple ndorosa fue nte e n e l ce ntro, daba
la bie nve nida al aluvión de turistas que pe le aban por
conse guir una me sa vacía junto a la barra al aire libre , la
misma e n la que pidie ron sus consumicione s. A ambos
lados, e stre chas pue rtas pe rmitían e l acce so a las de más
salas de l pub, de sde las que se de jaba oír música de jazz,
rock, e , incluso, lo que pare cía se r un karaoke , al que
todos se dirigie ron e n mudo conse nso. Pe ro, para su
sorpre sa, con lo que se toparon fue con e l piano bar,
donde una muje r e ntrada e n carne s y que ya no cumpliría
los cincue nta aporre aba e l piano mie ntras e ntonaba una
ve rsión sui ge ne ris de Livin´on a Prayer, de cara a una
multitud e nfe bre cida que la core aba.

C arlota se animó e n cuanto e l ambie nte fe stivo corrió


por sus ve nas. Le agradó la se nsación que e sa ciudad
come nzaba a de spe rtar e n e lla, como e se re spe to innato
que intuía e n sus habitante s. Lo comprobó al obse rvar
con de te nimie nto al público que vitore aba a la asombrosa
imitadora de Bon J ovi: no había dos pe rsonas iguale s e n
toda la sala y, sin e mbargo, nunca había visto una masa
más homogé ne a. Le gustó formar parte de e so, aunque
de forma te mporal y e spontáne a. Nadie llamaba la
ate nción allí y a pe sar de e so ninguno, incluida e lla, podía
te ne r una pe rsonalidad más marcada.

S e animó a canturre ar e l e stribillo con Adri, a quie n


Albe rto y Nacho suje taban para que no subie ra a la
banque ta de la doble de Are tha F ranklin y se pusie ra a
be rre ar con e lla.
Tuvie ron sue rte cuando una me sa que dó libre e n un
late ral. Aunque apre tados, e l simple he cho de de jar cae r
su pe so sobre las sillas le s produjo un alivio instantáne o.

—Al fin… —suspiró Lari—. C re o que mañana las


aguje tas no me van a de jar salir de la cama.

—Mañana e s mañana, pre ciosa —la animó Albe rto—.


Ahora sólo pie nsa e n e l aquí y e l ahora y dé jate lle var por
e sta típica noche orle anniana…

—Pe ro qué morro tie ne s —se que jó C harlie —… S i ni


siquie ra sabías que e sta ciudad e xistía hasta e l ve rano
de l Katrina, ¡admíte lo!

—Tie ne s razón, S upe rne na Núme ro Uno. S oy un


ignorante impe rdonable . Pe ro ya he he cho propósito de
e nmie nda.

Pablo lo obse rvó con suspicacia.

—Ah, ¿sí? ¿Cuál?


—En home naje a la trage dia, he de cidido que durante
los próximos se is días, sólo me e mborracharé a base
de Hurricanes [7]—y, sin más, liquidó de un trago e l inte rior
de su copa.

S us amigos rie ron su ocurre ncia, como ya e ra


habitual. C arlota dio un sorbo a su propio cócte l, y e l frío
líquido rojo re sbaló por su garganta de jando un re gue ro
ardie nte .

—Por nosotros —tosió al alzar e l vaso.

Los cinco se cundaron la moción y brindaron con e lla,


de jándose lle var por e l ímpe tu que e l local le s transmitía.

—Me ale gra ve rte sonre ír así—le chistó Adri al oído.

Carlota le re galó una sonrisa de satisfacción.

—Dime una cosa. ¿Alguna ve z pe nsaste que Nue va


Orle ans se ría —barrió e l aire con una mano—… esto?

—Ni de coña. Te confie so que lo prime ro que pe nsé


e ncontrarme cuando contratamos e l viaje fue un
pue blucho rode ado de plantacione s de algodón y
ane gado de agua.
—¿Y ahora? ¿Te ale gras de habe r ve nido?

Adri no lo dudó ni un instante ante s de re sponde r.

—Mucho —dijo e chándole un vistazo a la sala.

Albe rto e staba e n la barra pidie ndo otra ronda de


Hurricanes, e n sabe Dios qué idioma, y Pablo aguardaba
para ayudarle a transportar las copas. En e l otro e xtre mo
de la me sa, Lari se re ía de algo que Nacho acababa de
de cir y que no de bía de se r pote ncialme nte gracioso,
pue s é l conte mplaba su risa sin compre nde r. De he cho,
su cara pare cía de cir que nunca ante s alguie n se había
dive rtido con sus palabras, y Adri sonrió e mbe le sada.

—Mira a e se par de tórtolos. Te rminarán la carre ra y


se guirán sin de cidirse , aunque todos se pamos que e stán
colados e l uno por e l otro.

Charlie sonrió para sí.

—Son una pare ja e xplosiva. La curvilíne a rubia de ojos


azule s y e l pálido flacucho con timide z patológica. Es
como si B a rb ie hubie ra cambiado a Ken por Screech,
d e S alvados por la Campana. Pe ro inspiran te rnura —
se nte nció.
—Y que lo digas. Yo ya nos ve o de damas e n honor e n
la boda —Adri le dio un puñe tazo e n e l hombro y C arlota
re spondió sacándole la le ngua.

—S ie mpre de cíais que yo se ría la prime ra e n


casarme —dijo con voz me lancólica—. Y ahora mira —
hizo un ge sto difuso e n dire cción a Pablo.

—Q ue no te vayas a casar con e se bobo de sie te


sue las, cosa que e l mundo y tus futuros hijos
agrade ce rán, no quie re de cir que no te vayas a casar
nunca.

Carlota le guiñó un ojo.

—Eso ya lo sé , tonta —confe só con picardía—. S ólo


e stoy e spe rando a que apare zca mi Ale x Band particular.
Ése e s e l ve rdade ro hombre de mi vida y no de scansaré
hasta e ncontrarlo. Ríe te —incrustó un de do ame nazador
e n la fre nte de su amiga, que ya e staba abrie ndo la boca
—, pe ro yo sé que e s cie rto. Algún día me trope zaré con
é l —e vocó, soñadora—, y, a partir de e ntonce s, todo se rá
más fácil. S acudirá mi e xiste ncia y se rá incre íble —
te rminó con e xpre sión radiante , como si lo e stuvie ra
vivie ndo ya.
Adri be bió un poco más a travé s de la pajita de su
Hurricane.

—Quie n sabe —me ncionó con voz aguarde ntosa—, tal


ve z mañana mismo te lo e ncue ntre s. De e sta ciudad ya
me e spe ro cualquie r cosa…

Carlota puso los ojos e n blanco.

—Sí, claro. Mañana.

Capítulo IV

Astaroth caló ante sus ojos los cristale s oscuros y, con


las manos hundidas e n los bolsillos de su chaque ta de
cue ro, se abrió paso e ntre la multitud e nloque cida que
abarrotaba Saint Pe te r Stre e t.

S obre la ace ra, un grupo de afroame ricanos


aporre aba un amplio surtido de tambore s y ye mbé s. Una
pare ja de turistas los inmortalizaba con sus móvile s de
última ge ne ración y tre s chicas que pasaban por allí se
de tuvie ron para de dicarle s una danza improvisada.
Los ojos azule s de Astaroth sonrie ron tras las gafas.
S us propios pie s pe dían move rse al ritmo de la música y
te nía que hace r un e sfue rzo para acompasar su marcha a
la de la mare a de ge nte que había te nido la misma fe liz
ide a que é l: la de darle un re paso al Barrio F rancé s e n las
horas pre vias al Lundi Gras [8]. Q uié n lo diría de é l,
príncipe de la holgazane ría, re conve rtido ahora e n
profe sional de l fre ne sí y la agitación. Nunca pe nsó que
duraría tanto e n e l piso de arriba y, sin e mbargo, ahora
que se ace rcaba e l final lo que le daba pe re za e ra
marcharse . Re de nción, lo llamarían algunos. Ve nganza,
pre fe ría conside rarlo é l. Escondió una sonrisa maliciosa
al pe nsar que , quizás, alguie n allá arriba e staría
re torcié ndose ante e l de scubrimie nto.

Tras é l, sus fie le s chicos, Amón, Pruslas y Barbatos, le


guardaban las e spaldas, tal y como habían sido
e ntre nados para hace r. Un pe rro guardián no hubie ra
re alizado me jor su trabajo que aque l trío de moníaco que
no le abandonaba ni a sol ni a sombra. S obre todo a sol,
ya que lle vaban mile nios sin pode r calde arse bajo sus
rayos y e so le s proporcionaba a los cuatro un pasatie mpo
e spe cial. Tal ve z incluso e stuvie ran más more nos, pe nsó
con cinismo.
Era domingo por la tarde y que daban me nos de
cuare nta y ocho horas para Mardi Gras. S in e mbargo, e l
Archiduque había vivido una ce le bración continua de sde
que e l prime ro de e ne ro pusie ra un pie e n la ciudad de l
Mississippi. Nue va O rle ans había sido una grata e le cción.
Cuando re gre sara, te ndría que darle las gracias a Luc por
su re come ndación. No había nada más e stimulante que
las altas conce ntracione s de pe caminosa de cade ncia
cubrie ndo los adoquine s de la Big Easy. Hasta su nombre
re ndía cue ntas a su condición de antro de pe rdición.
C omo la rubia de la noche ante rior. Altame nte fácil. I gual
de pe rdida.

V ivir e n Nue va O rle ans e ra como de scubrir un mundo


nue vo cada ve z y, al mismo tie mpo, como e star sie mpre
e n casa. El Empe rador te nía razón cuando filosofaba
sobre los avance s de l mundo mode rno.

Los lugares cambian, las personas no.

Y que lo digas, Luc. Y e n Nue va O rle ans e ra como si


nadie se pre ocupara de disfrazar sus auté nticos
se ntimie ntos, ni los bue nos ni los malos. Ni siquie ra e n
Mardi Gras.

Un golpe e n su brazo de re cho le hizo volve r la vista.


Alguie n había e mpujado a una pe cosa pe lirroja hacia é l, y
ahora e lla le miraba con se ductora inoce ncia. De su
cue llo colgaban varios pare s de collare s, y a Astaroth no
le cabía la me nor duda de que e staría e ncantada de
mostrarle sus e ncantos al próximo que le e ndosara otro.
La apartó con suavidad, más por aburrimie nto que por
conside ración, y siguió su camino hacia e l ce ntro.

Re fle xionó ace rca de la sutil pe ro rotunda dife re ncia


e ntre la pe lirroja y otras muje re s que había te nido la
dicha de conoce r a fondo durante sus vacacione s. Por
hace r una muy apropiada me táfora re spe cto al carnaval,
podría de cirse que había tre s clase s: las de l tipo A no se
conformaban con me nos de un collar de diamante s a
cambio de me te rse e n su cama. Había que se r listo y
sabe r e mbaucarlas lo suficie nte como para que se
cre ye ran la e xcusa de que e l collar ve ndría de spué s. Y así
e ra, e n re alidad. S i e s que valían lo suficie nte como para
re pe tir la e xpe rie ncia, claro. Pocas lo conse guían.

Lue go e staban las de la cate goría B. La pe lirroja, a


bote pronto, podría e ncontrarse e ntre e llas. Ésas e ran las
que no sabían distinguir un collar de diamante s de uno de
cue ntas de plástico, y cualquie ra le s valía con tal de te ne r
un motivo para colocarse e n posición horizontal. Porque ,
por supue sto, é sas sie mpre e staban e n horizontal. La
mayoría se ave rgonzaban tanto de su propia
de sve rgüe nza que acababa re sultando bochornoso para
ambos pe dir una se gunda cita. C asi ninguna se atre vía a
hace rlo.

Y, finalme nte , e staban las de la clase C . Ésas no


re cibían collare s de diamante s, sino de pe rlas. Lo que
e llas e ran. Pre ciosas ge mas salidas de l cascarón que
rodaban sin rumbo por un mundo con mucho que
ofre ce rle s… sie mpre y cuando optaran por la ruta
ace rtada. Las muje re s C valían tanto la pe na que , sin
pe dirlo, acababan cubie rtas de joyas, o cualquie r cosa
que de se ase n, con tal de que acce die ran a abrir de nue vo
los brazos —y las pie rnas—. C ualquie r capricho, por loco
que fue ra, con tal de te ne rlas e n la cama de nue vo. Una
muje r C e ra un sue ño he cho re alidad para todo hombre
un poco inclinado de l lado de l vicio. Aque llas que había
que conse rvar a toda costa, las que te hacían gruñir con
fue rza y no jade ar con sutile za. Astaroth aún no había
e ncontrado ninguna. Y no e staba dispue sto a marcharse
de Nue va Orle ans sin habe r probado, al me nos, a una.

El ruido de las calle s se tornó e nsorde ce dor a la altura


de Bourbon S tre e t. Por e so, e n ve z de girar a la izquie rda
y zambullirse e n la riada humana torció a la de re cha y se
ade ntró e n Toulouse S tre e t. La mare jada se guía sie ndo
conside rable , pe ro al me nos allí se podía re spirar.

Las sue las de sus botas ne gras re tumbaron e n e l


asfalto, y su chaque ta onde ó con la brisa de la tarde . S us
rubios sirvie nte s imitaban tambié n su atue ndo de cada
día, y los cuatro pare cían e scapados de una conve nción
e n De catur. O tra de las ve ntajas de la ciudad e s que e so
a la ge nte le importaba un ble do, o dos. S i por e llos fue ra,
podría salir a la calle de snudo y con sus alas, que a nadie
le hubie ra e xtrañado. De jando de lado e l aluvión de
cabe zas fe me ninas —y masculinas— que se volvían al
paso de su sé quito, así como su más que re pe tido
pare cido con no sé qué e stre lla de rock, la convive ncia
había sido muy tranquila. E inte re sante .

Toque te ó las mone das sue ltas que pe saban e n su


bolsillo. C on un rápido cálculo, le s e ncontró un de stino
prove choso para ambos: e l casino de Harrah´s. C anal
S tre e t no que daba le jos y no e staría nada mal dilapidar
unos cuantos dólare s hasta la lle gada de l anoche ce r para
e mpe zar la fie sta con bue n pie . De spué s, podrían acudir a
alguno de aque llos locale s e n Bourbon que tanto
aplaudían sus chicos, donde he rmosas muje re s bailaban
de snudas y ofre cían sus sortile gios al me jor postor. Era
un bue n lugar donde come nzar la cace ría: sólo le re staba
una se mana e n Nue va O rle ans y no que ría irse sin una
última pre sa, la me jor de todas. Una cuya suave pie l le
die ra la bie nve nida con orgullo de sde e l sue lo durante e l
re sto de la e te rnidad, como los osos polare s de Luc.
Re sultaba impre scindible de jar de pe rde r e l tie mpo con
jove ncitas ruborizadas como la de las pe cas.

Ade más, aún te nía que e ncontrar una lo bastante


bue na para Luc. El I nfie rno iba a re cibir con e ntusiasmo
la lle gada de Astaroth, e l último hijo pródigo sumado a la
lista, cuando lo vie ra apare ce r con dos souvenirs e ntre los
brazos. Una para Luc, como prome tió, y otra para é l. S u
muje r C. En alguna parte te nía que que dar alguna, ¿no?

Apuró e l paso cuando se pe rcató de que una se gunda


comparsa obstaculizaba e l cruce e ntre Toulouse y
Dauphine Stre e t.

La noche víspe ra de l Mardi Gras e ra una bue na


ocasión para e mpe zar a buscarlas a las dos.

*****

El se cador de l hote l e staba de jando e l pe lo de C arlota


he cho un manojo de ortigas cuando Lari e ntró corrie ndo
e n e l cuarto de baño y, colgada de l pomo de la pue rta, se
puso a chillar.

—¡No sabé is la que se acaba de liar ahí fue ra!

Adri, que había sido la prime ra lista e n acaparar e l


e nchufe , apagó e l botón de su molde ador, mie ntras
C arlota hacía lo propio con e l suyo. Las dos e charon a
corre r a la ve z hacia e l balcón, lle vándose por de lante la
pue rta y un par de male tas abie rtas e n e l sue lo, donde ya
las e spe raba Lari e ntre saltos y silbidos.

S abían, porque e so se habían e ncargado de re pe tirle s


hasta e l cansancio e l de la age ncia, la re ce pcionista, los
de la oficina de turismo y hasta algún que otro camare ro
parlanchín, que a me dida que se ace rcaba la fe cha
cumbre de l Mardi Gras, la fie sta por las calle s de la
ciudad iba in crescendo. Pe ro nada le s había pre parado lo
suficie nte para lo que vie ron.

C omparada con la de hoy, la batalla campal que


libraron e l prime r día de sde e l taxi no e ra más que un
pe que ño ape ritivo bé lico. El le vantamie nto de las tropas.
Para la víspe ra de l Lundi Gras, las tropas ya e staban más
que de sple gadas.
C arlota sacó me dio cue rpo por e ncima de la
barandilla para pode r ote ar me jor e l panorama y fue
re cibida por un aluvión de silbidos que la hicie ron sonre ír
hasta e l sonrojo. Bajo e lla, Toulouse Stre e t e staba tomada
por un par de comparsas que se e nfre ntaban e n una
e ncarnizada cruzada de ritmos. Hasta donde lle gaba su
vista, por la e squina de Dauphine S tre e t se aproximaba
otra más, se guida de su corre spondie nte turba de
admiradore s; a la izquie rda, Bourbon S tre e t de rrochaba
ale gría y e spe ctáculo.

Alguie n come nzó a lanzar collare s hacia e l cie lo e n


me dio de l e strue ndo, y las chicas no dudaron e n lanzarse
a por e llos.

—¡C uidado! —Pablo, que había salido de la habitación


de al lado ale rtado por e l ruido, se asustó al ve r que e l
cue rpo de C arlota que daba suspe ndido e n e l aire , con e l
brazo alargado hacia e l infinito.

C omo ya ve nía sie ndo habitual, nadie hizo caso de sus


conse jos.

—¡Lo conse guí! —gritó e lla.

Las cue ntas de los collare s tintine aron al de slizarse


por su cue llo y re posar sobre su pe cho. Los silbidos de l
e xte rior fue ron sustituidos por una horda de abuche os
cuando su camise ta no se movió de su sitio.

Adri agarró de la mano a sus amigas y giró con e llas


sobre las baldosas de l balcón, que re tumbaron bajo sus
tacone s. C arlota rio y pe nsó con ironía e n e l se cador de
pe lo de l cuarto de baño. No habría tratado de arre glarse
tanto de sabe r que , e n Nue va O rle ans, no hacía falta salir
a la calle e n busca de la fie sta. La fie sta te buscaba a ti,
justo de bajo de la ve ntana.

Los balcone s de l Barrio F rancé s e staban e ngalanados


con guirnaldas de colore s, como collare s pe ndie ndo e ntre
los se nos de una e xube rante muje r de snuda. Diminutas
luce s parpade ante s se de scolgaban por los ale ros de los
te jados, y se ndas pancartas doradas con antiface s e n e l
fre nte cubrían los chaflane s e n cada cruce de caminos.

C arlota se asomó una ve z más. V io a un niño


a hombros de su padre , que brincaba y lo zarande aba
con cuidado mie ntras su madre , con fingido e nfado, le
re criminaba e n cajún no pode r darle tranquila la
me rie nda. El niño e ngullía los gajos de una mandarina y
e scupía todo e l zumo cuando la risa le impe día ce rrar la
boca. Era una e stampa tan dulce que C arlota, obnubilada,
no se pe rcató de la impone nte pre se ncia ve stida de
ne gro que se ace rcaba de sde la e squina con Bourbon
hasta que Lari le dio un codazo e n la boca de l e stómago.

—Oh, Dios, Charlie , mira.

Dijo las cuatro palabras como si, de re pe nte , todo su


ce re bro se hubie ra ince ndiado y e sos cuatro vocablos
hubie ran sido lo único que se pudo salvar de la que ma. A
su lado, Adri lle vaba un bue n rato conte mplando algo e n
la misma dire cción y con la boca abie rta.

Carlota e chó un vistazo por e ncima de su hombro.

—¿Pe ro qué e s lo que …?

No fue ron los tre s hombre s de cabe llos broncíne os y


altos como rascacie los que caminaban —o, más
bien, sacudían el suelo— e ntre la multitud los que hicie ron
que se die ra la vue lta por comple to. No fue ron e llos sino
e l que iba a la cabe za de l grupo, e l que la de jó patidifusa
e n su privile giado trono de re ina de l Mardi Gras. Un
hombre rubio, con e l lustroso pe lo cortado a ce pillo
rozando sus atlé ticos hombros y una pe caminosa barbilla
afilada que pare cía re tar a todo aque l que se ace rcara: a
los hombre s a golpe arla y a las muje re s a be sarla hasta
pe rde r la cabe za. Un hombre con las pie rnas y brazos
más largos que había visto e n su vida, que se abría hue co
a travé s de l asfalto como si los de más e stuvie ran
obligados a agachar la cabe za y apartarse al paso de su
fibroso cue rpo cubie rto de cue ro. Un hombre cuyo rostro,
a pe sar de las gafas de sol que ocultaban la parte
supe rior, habría re conocido e n cualquie r lugar de l mundo.

—J ode r —dijo al fin, con un hilo de voz—. Es Ale x


Band.

*****

Astaroth se de tuvo e n se co cuando sintió una mirada


de slizarse como plomo líquido sobre é l. Dirigió sus ojos
hacia e l prime r piso de l S ainte Marie y agrade ció a todos
los de monios lle var pue stas las gafas de sol cuando una
ole ada de lujuria de sbordada lo atrave só. Su iris re cupe ró
su primitivo color ne gro con re fle jos e scarlata bajo los
cristale s y tuvo que anclar bie n los pie s e n e l sue lo para
no tambale arse .

Asomada a un balcón de l hote l, con la re spiración


e ntre cortada y la mirada fija e n é l, e staba la criatura más
de liciosa que había visto e n su vida. Una muje r alta pe ro
me nuda, cuyos promine nte s se nos se balance aban con
de licade za bajo e l pe so de los collare s y e scondidos tras
una liviana pre nda viole ta. S u salvaje cabe llo castaño se
de sparramaba e n suave s ondas por brazos y e spalda,
e nmarcando un rostro dulce y bronce ado e n e l que
re lucían un par de inme nsos ojos como la mie l. Sus labios,
e ntre abie rtos, incitaban a se r be sados y mordisque ados
hasta de jarla sin alie nto. A e lla. Y a é l tambié n.

C uando se dio cue nta de que e staba sie ndo


obse rvada, un plácido rubor cubrió sus me jillas y se giró
aturdida, como si no hubie ra visto nada. O tras dos
muje re s, una more na y una rubia, aplaudían de lante de
e lla y la hacían girar sobre sus talone s una y otra ve z. La
muje r de jó e scapar de sus labios una lige ra sonrisa de
re signación y Astaroth afianzó de nue vo los cristale s de
sus gafas oscuras ante e l brillo de su rostro sonrie nte .

C on anticipada e xcitación, ace rcó su boca al oído de


Amón, que aguardaba órde ne s a su e spalda. S ólo una
palabra de su se ñor, y é l cumpliría sus más e nre ve sados
caprichos. Espe ró con las manos cruzadas tras é l hasta
sabe r cuál se ría e sta ve z.

—Tráe me la.

*****
El e stómago de C arlota e mpe zaba a re cupe rar la
normalidad tras e l susto re pe ntino de ve r a un tipo igual
que Ale x Band e n mitad de la calzada. A pe sar de l
e mpe ño de sus amigas de hace rle cre e r que de ve rdad
e staba ante él, le había bastado una mirada más de te nida
para comprobar que no e ra él.

Ale x Band nunca había sido tan alto.

Vale , e s cie rto que no e ra un argume nto aplastante ,


pe ro e ra más fácil hace rse a la ide a de que un tipo, por
muy fascinante , guapo y e nigmático que é ste fue ra, la
había mirado, a la ide a de que Ale x Band la había mirado.

—Dios mío. Dios mío. Dios mío —barruntaba Adri


re volote ando e n torno a e lla—. Aún no me pue do cre e r
que e se tipo de ahí se a Ale x Band…

—No e s Ale x Band, de ja de re pe tirlo —prote stó


Charlie .

—Adri, pe nsé que no te gustaba —me ncionó Lari.

—S i e se fantástico e je mplar de hombre que hay ahí e s


Ale x Band—Adri prosiguió con la mirada vidriosa—, juro
que e n cuanto salga de aquí me voy a la V irg in y compro
todos sus discos.
S e e nzarzaron e n una conve rsación sobre cuál de las
dos te nía más de re cho a conside rarse su fan y C arlota
bajó los brazos e n se ñal de impote ncia. Mie ntras e llas
siguie ran pe nsando que e ra Ale x Band, no habría forma
humana de hace rle s cre e r lo contrario.

Una llamada a sus pie s distrajo su ate nción. C uando


se asomó para de scubrir que e ra, su mirada se trope zó
con un par de inquisidore s ojos azule s que de sarmaron
todos y cada uno de sus cimie ntos.

Era uno de e llos. Uno de e sos mode los de pasare la


con ínfulas de gótico tardío que acompañaban al doble de
Ale x. En cuanto comprobó su ide ntidad, no pudo e vitar
alzar la vista al lugar donde é ste se hallaba, sólo para
de scubrir que su mirada invitadora se guía donde la había
de jado.

El rubio bajo su balcón come nzó a hablar, obligándola


a apartar la vista de l hombre . Escuchó sus disculpas y
pre se ntacione s e n un inglé s arcaico y comple jo,
pronunciado con un ace nto imposible de ide ntificar.

S e llamaba Danie l, o algo así consiguió e nte nde r y,


ade más de pe dirle pe rdón por la brusca inte rrupción, le
pe día con amabilidad que le acompañara. Al pare ce r, su
amigo que ría conoce rla.

—Sólo si así lo de se as, claro.

Carlota se pe rdió e n la profundidad de sus ojos azule s.


Algo e n su tono le de cía que , a pe sar de la corte sía, no
admitiría ré plica e n caso de que e lla se ne gara. S e
pre guntó qué haría e ntonce s para arrastrarla a los pie s
de su amigo.

—C re o que se rá me jor que lo de je mos para otro


mome nto —C arlota se atrope lló con las palabras, pe ro al
final se sintió satisfe cha de su propia ge ntile za.

Lari y Adri, que habían de jado de discutir, los miraban


de hito e n hito, mie ntras tiraban de la camise ta de Charlie
para que le s re transmitie ra lo que e staba pasando.

—El rubito quie re conoce rme —susurró e lla.

La cara de Danie l se iluminó.

—Are you spanish? —inquirió.

C arlota asintió con la cabe za. Entonce s su inte rlocutor


hizo algo que la de jó pe rple ja. C ome nzó a hablar e n un
caste llano igual de antiguo pe ro fluido, como si hubie ra
pasado me dia vida e n España.

—Te prome to que se rá un minuto —ase guró con una


sonrisa—. Mi amigo sólo quie re charlar contigo, le has
causado una honda impre sión.

C arlota se pre guntó, durante un se gundo, de qué


de sconocida galaxia había salido aque lla panda de
e xtraños que pre te ndían que se tragara un cue nto tan
vie jo a base de e xpre sione s propias de los libros de
caballe rías. Ade más, había algo e n su forma de mirarla
que no le daba bue na e spina.

Adri toque te ó su brazo de snudo.

—S é lo que e stás pe nsando —le dijo al oído—. Pe ro


s ólo mírale, por Dios. Ade más, ¿qué te va a hace r? Estás
e n una calle abarrotada de ge nte , nos tie ne s a nosotros
ce rca… Ni se te ocurra de cirme que tie ne s mie do.

I nme diatame nte , C arlota sintió tras e lla e l cue rpo de


Pablo. De masiado ce rca. De masiado prote ctor.

—¿Q ué pasa aquí? —pre guntó sin apartar su mirada


de l re cié n lle gado.

C harlie se inclinó sobre la baranda y le hizo un ge sto


difuso a Danie l.

—Ahora bajo. Espé rame ahí.

S e dio la vue lta y e squivó la silue ta de su e x-novio. S in


de cir palabra, cruzó la habitación y de sce ndió por las
e scale ras hasta e l piso de abajo. C uando lle gó a la ace ra,
Danie l le te nía re se rvada una cálida sonrisa que la
re confortó por un lado y la e stre me ció por otro. C aminó
junto a é l por Toulouse , con e l ve llo de los brazos e rizado
a pe sar de l húme do calor. S e ntía e n sus hombros e l pe so
de todas las miradas de l balcón de l S ainte Marie , unas de
aprobación y otras de sconfiadas.

Ade más, se ntía fre nte a e lla otra mirada todavía más
difícil de soste ne r. Ne rviosa, se abrió camino e ntre los
fe ste jante s, dispue sta a e char a corre r e n cualquie r
mome nto. No sabía por qué , al fin y al cabo Adri te nía
razón; no le podían hace r nada de lante de todo e l mundo.
Pe ro aque lla figura, tan pare cida a la de l hombre de sus
sue ños, la intranquilizaba hasta límite s insospe chados.
Tal ve z se de bie ra a las manos ancladas e n los bolsillos
de la chaque ta de cue ro, la mandíbula firme , los ojos
ocultos, y e l talón re pique te ando con impacie ncia sobre e l
sue lo, hacie ndo que e l cue ro de los pantalone s se
adhirie ra a los músculos de las pie rnas.
O jalá nunca hubie ra ace ptado bajar a saludarle . O jalá
Pablo no se hubie ra comportado de e sa forma, lo que
prácticame nte la arrojó a los brazos de l de sconocido.
O jalá acabara pronto y todo que dara e n una dive rtida y
paté tica ané cdota que contar a su vue lta.

C uando e staba ape nas a dos me tros de l tipo é ste le


habló, e xhalando una profunda y ronrone ante voz.

—Hola, mi nombre e s David W hite . Bie nve nida a


Nue va Orle ans,chérie [9].

Capítulo V

Carlota se tambale ó.

Q uizás porque la había llamado algo e n francé s, sólo


é l sabía qué , y e sa única palabra había re ve rbe rado e n
sus oídos como e l poe ma más e rótico jamás e scrito.
Q uizás porque se llamaba David, y, se mirase por donde
se mirase , un nombre tan común no le hacía justicia a un
hombre tan incre íble . O tal ve z porque , cuando habló, lo
hizo e n fluido e spañol.

—¿C ómo sabe s que soy e spañola? —sí, e ra con toda


probabilidad la pre gunta más e stúpida que se le podía
ocurrir e n un mome nto así, pe ro dio gracias por e l me ro
he cho de pe rmitir que una oración comple ta salie ra de su
boca.

—Llámame bue n fisonomista.

—¿Y cómo e s que todos vosotros —pre guntó, oje ando


por e ncima de los hombros de David al re sto de la tribu
— habláis un e spañol tan corre cto?

—Llámalo facilidad para los idiomas —e staba casi


se gura de que había pe rcibido un lige ro movimie nto tras
las gafas. Un guiño, tal ve z—. ¿Y tú? ¿Pue do pre guntar
cuál e s tu nombre ?

Llámame como quieras.

C arlota tosió para que las palabras que cruzaron su


me nte no salie ran por su boca.

—Carlota —balbuce ó—. Me llamo Carlota.


Alargó la die stra e n un inte nto de se r e ducada pe ro,
cuando se quiso dar cue nta, e l magnífico hombre rubio
e staba casi sobre e lla.

—Encantado, Charlotte —murmuró.

Estaba tan ce rca que pudo se ntir e l calor de la


re spiración masculina sobre la punta de su nariz. Entre su
e nde moniado olor y los arrastre s de su le ngua sobre e l
paladar al hablar e n francé s, C arlota sintió que pe rdía la
conscie ncia. O jalá nunca hubie ra ace ptado bajar hasta
allí, se re pe tía sin ce sar. Los ruidos de l Lundi Gras e ran
ahora un arrullo le jano, casi como una nana, que la
e mpujaban a dormitar e ntre los brazos de aque l mode lo
de Harle y Davidson.

—Pe rmíte me que te pre se nte a mis amigos —dijo, y


C harlie no pudo e vitar de se ar que aque lla boca tan
fantástica se movie ra de igual forma sobre su propio
cue rpo—. A Danie l ya lo conoce s. Estos son I zaak y
J oe l —se ñaló con vague dad a los otros dos, uno que la
miraba malhumorado y e l cuarto de l grupo, que no
pare cía te ne r opinión—. Ellos tambié n e stán e ncantados
de que hayas ve nido.

Entre e l he chizo que e l e xtraño de rramaba sobre e lla


y lo de sconce rtante de sus palabras, e l mie do se apode ró
de Carlota una ve z más.

—Oye , ¿qué sois vosotros? ¿Mormone s, o algo así?

—¿Pe rdón?

—S í, todos te né is nombre s bíblicos. Y habláis como si


pe rte ne cie rais a alguna se cta.

David se e chó a re ír, y sus carcajadas volvie ron a


sumir a C arlota e n e l dulce mundo e n e l que nada
importaba e xce pto é l.

—Llámalo casualidad —dijo con pose críptica—. Y


dime , Charlotte, ¿qué e s lo que hacé is tú y tus amigas e n
un lugar tan de pravado como é ste ?

C arlota siguió e l ade mán e le gante y difuso de su


mano, que se ñalaba hacia sus curiosas compañe ras,
ante s de re sponde r.

—Viaje de fin de carre ra —afirmó.

Pare ció sorpre ndido.

—Ah, así que te ne mos a una pe que ña unive rsitaria


aquí.

Entre muchas otras cosas, C harlie se pre guntó por


qué de monios la trataba como si tuvie ra tre inta años
me nos que é l, cuando su aspe cto de cía a las claras que
no pasaba de los ve inte .

Hizo caso omiso tambié n de e sa pre gunta.

—Así e s. O ye , ¿nunca te han dicho que e re s igual


que …

David re sopló.

—¿… que e l chico que canta? S í, al me nos un ce nte nar


de ve ce s e n los dos últimos me se s.

—¿S ólo e n los dos últimos me se s? —por prime ra ve z


e n la conve rsación, C arlota se pe rmitió e l lujo de re ír con
comodidad—. ¿Y dónde has e stado me tido e n los últimos
die z años? ¿De ntro de una cue va?

Tambié n por prime ra ve z, David pe rdió su


e ncantadora sonrisa. Bajó la cabe za, como si tuvie ra que
buscar la re spue sta ade cuada.

—Era una forma de hablar —masculló, aunque pronto


re cupe ró la compostura.

I nició e ntonce s una le nta se rie de movimie ntos que le


lle varon a de shace rse poco a poco de las gafas. C arlota
tiritó ine xplicable me nte mie ntras sus de dos alargados
asían la montura, mie ntras la de spe gaban de l pue nte de
la nariz, mie ntras los cristale s traslúcidos caían con
pe re za por de lante de su rostro.

No sabía qué e spe raba e ncontrar. En e se mome nto ni


siquie ra sabía que e spe raba e ncontrar algo. Pe ro e l
se nsual movimie nto continuaba y, cuando David al fin
alzó los párpados, e staba tan ce rca de e lla que pudo
zambullirse e n e l inte rior de sus ojos tal y como de se aba
hace r, fue ran e stos lo pe ligrosos que fue ran.

S us compañe ros contuvie ron un re spingo tras é l, y


parte de la magia de l mome nto de sapare ció.

Azule s. Por supue sto. C omo e l cie lo. Pe rfe ctos y


cristalinos. Como los de cualquie r mode lo.

Le hubie ra gustado te ne r la oportunidad de


conte mplarlos hasta pe rde rse e n e llos pe ro, ante s de que
se die ra cue nta, las gafas Gucci los se pararon de nue vo.
David se agarró la cabe za con las manos, como si se
hubie ra mare ado, y Carlota se asustó.

—Bue no, chérie, dado que e re s mayor de e dad —


cambió de te ma con una rapide z de scontrolada, como si
brome ara. Hacía sólo un se gundo su aspe cto e ra e l de un
loco y ahora volvía a mostrarse e ncantador—, ¿te
ape te ce ría ve nir conmigo a tomar una copa y ce le brar e l
Lundi Gras?

Nunca nadie sabría lo mucho que le costó no


abalanzarse sobre é l y de cirle que sí. S e asombró de sí
misma por lle gar a plante árse lo siquie ra.

—Lo sie nto, pe ro ya te ngo plane s —mintió. No había


plan e n e l mundo que supe rara al que é l le podría
propone r—.Tal ve z e n otra ocasión. Encantada de
conoce rte , David.

Y se marchó.

David la obse rvó ale jarse . Pre stó e spe cial ate nción a
cómo los pantalone s vaque ros molde aban su trase ro y
sus muslos, cómo e l pe lo botaba e n mil dire ccione s con
cada paso que daba y que la apartaba de é l. Apre tó los
puños.

La suge stiva sonrisa que había lucido e n pre se ncia de


C arlota de sapare ció, y su ge sto se torció e n una mue ca
sinie stra.

—Te nía que ve nir conmigo —masculló, y la furia e n su


voz ale rtó a sus sirvie nte s—. Te nía que e star ya a mis
pie s. Las cosas funcionan así.

Danie l se aproximó a é l.

—Es probable que no cre a, mi se ñor. S abé is bie n que


la te ntación e s más difícil e n e se caso.

C omo si no hubie ra oído nada, David continuó con la


vista pe rdida e n e l hue co por donde e lla se había
e scurrido.

—Va a se r mía. Va a se r mía. Va a se r mía —re pitió


con voz rasposa.

V olvió a dar las gracias por los cristale s opacos de sus


gafas, mie ntras e l aroma fe me nino aún e mpapaba e l aire
a su alre de dor y e l re cue rdo de sus ojos ambarinos le
martille aba las sie ne s.

*****

C arlota tuvo que hace r un e sfue rzo para no e char a


corre r hasta re fugiarse e n la re ce pción de l S ainte Marie .
S e fe licitó cuando consiguió atrave sar la pue rta con paso
firme y tranquilo.

Estaba de se ando que e l mome nto pasara y ya lo


había he cho. Eso significaba que no volve ría a ve r a
David, y e l alivio la re corrió. No fue hasta e ntonce s que
se pe rcató de l mie do que había pasado, y la adre nalina
se le disparó. Mie do de su propia falta de voluntad.

Luchó contra e l irracional impulso de volve r sobre sus


pie s y ace ptar su propue sta. Entre garle cualquie r cosa
que le pidie ra con tal de mante ne rlo a su lado. Pe ro e lla
no hacía e se tipo de cosas. Aún e staba sorpre ndida por
cómo había pe rdido los pape le s ante un de sconocido que
le había susurrado cuatro palabritas se ductoras.

No e ra de pie dra, claro, pe ro e lla no de jaba que sus


hormonas la controlaran, principalme nte porque nunca
se le habían re volucionado tanto. Ella no era así.

S uspiró mie ntras asce ndía por las e scale ras, sabie ndo
que e n su habitación le aguardaban dos ánge le s que
que rrían conoce r hasta e l más e scabroso de talle de su
e ncue ntro.
De su primer y único encuentro, matizó su ce re bro.
Aunque más abajo, e n su pe cho, su corazón no pudo
e vitar se ntir que lo de e sa tarde no había sido más que e l
prime r round. Lo que no sabía e ra cómo se las iba a
arre glar para re sistir e l se gundo.

*****

—Aún no me pue do cre e r que no se a Ale x Band. Ni


que se llame Deivizzz… —Adri, de spanzurrada e n la
cama de l hote l, conte mplaba con me ticulosidad e l
e smalte de sus uñas durante la sie sta de l lune s.

Al otro lado, Lari re spondía con monosílabos


inte rmite nte s a su madre , que be rre aba por la líne a
te le fónica. C harlie , de sde la suple toria, hizo un ge sto de
incre dulidad hacia e l móvil de su amiga.

—¿No la llamó ya hace un rato? —le pre guntó a Adri


con una sonrisa compasiva.

—Es la cuarta llamada de l día —re spondió su


compañe ra ponie ndo los ojos e n blanco—. S upongo que
e s una forma de e quilibrar e l que tu madre no se haya
pre ocupado por ti e n los últimos cuatro días.

La mirada de Carlota se e nsombre ció.


—De be rías se ntirte agrade cida de que me haya
acostumbrado a tus puñale s, Adrienne. Otra e n mi lugar ya
te habría ase sinado.

—Ya, pe ro e s una de las ve ntajas de que me quie ras y


te quie ra —las uñas de Adri ne ce sitaban una re paración
urge nte , a juzgar por la ate nción que le s e staba
pre stando—. Y no me llame s Adrienne. Aunque , ahora que
lo dice s…

C arlota vio ve nir sus inte ncione s y se se ntó de


e spaldas a e lla con las pie rnas cruzadas.

—Por lo que más quie ras, otra ve z no…

—Es que aún no me pue do cre e r que e se tipo que e s


igual que Ale x Band no se a Ale x Band, e n se rio. Ni que se
llame Deivizzz.

—Pue s no, no e s Ale x Band. Y yo tambié n me


sorpre ndí cuando me dijo su nombre . Q uié n iba a
pe nsarlo de un tío tan…

Adri se incorporó y de jó e l re paso a su manicura para


otra ocasión.

—¿Un tío? Por favor, C harlie , e se hombre es


un dios re cié n caído de l cie lo… Yo me ofre ce ría a se r su
Goliat y que me clavara la honda donde más le gustase …

—¡Adri!

—¡¿Q ué ?! —Adri compuso su me jor e xpre sión de


fingida inoce ncia—. Ve nga, no vayas a hace rte la
mojigata ahora conmigo o llamo a Pablo para que te
de late …

Carlota abrió la boca ofe ndida.

—¡Ere s imposible ! —chilló ante s de lanzarle la


almohada, que re botó e n la pare d y cayó e n e l sue lo, a
sus pie s.

Adri se puso e n pie sobre e l colchón y e mpe zó a


corre te ar sobre é l, abrazando e l aire y ponie ndo
morritos.

—¡O h, Deivizz! ¡Ve n ya! No nos importa que te ngas


nombre de surfe ro californiano musculoso y cortito de
me nte … ¡Esto e s una e me rge ncia! ¡Mi amiga pre cisa de
tus se rvicios!

C arlota no pudo e vitar e charse a re ír ante sus


payasadas. Hasta que Lari las hizo callar con un sise o.
—C hicas… —suplicó con la mano sobre e l auricular—.
S i no de jáis de armar jale o a mi madre no le van a que dar
claras nunca la cantidad de vue ltas que he mos dado por la
orilla de l Mississippi ni todas las hamburgue sas de
MacDonald´s que nos he mos ve ntilado… Pe rdona,
mamá. S í, ya e stoy aquí. S í, incluso me e stoy
acostumbrando al calor, mamá…

En cuanto re tomó la conve rsación, Adri se ace rcó a


C arlota y, arrodillada fre nte a su cama, le habló e n
susurros.

—Disimula cuanto quie ras, pe ro a mí no me e ngañas.


Ese tío te e ntró por los ojos y no se te va a salir así como
así.

—Estás dicie ndo tonte rías —re funfuñó C harlie —. Para


e mpe zar, e s imposible que sie nta todo e so que dice s por
alguie n con quie n sólo crucé me dia palabra. Y no le voy a
volve r a ve r, así que no sé por qué te ndría que
pre ocuparme …

—¡Al fin! —Lari inte rrumpió su de bate e n cuanto logró


apre tar la te cla roja de l te lé fono móvil. Se de jó cae r sobre
la cama, e sparcie ndo sus brillante s cabe llos rubios sobre
e l e dre dón ve rde .
Ape nas hubo colgado, un insiste nte pitido volvió a
hace rse e co e ntre las pare de s de la habitación.

—O h, no, ¡otra ve z no! —Adri se de splomó sobre la


cama suple toria junto a C harlie —. Por todos los cie los,
Larisa, dile a tu madre que e stás bie n y que vas a volve r
sana, sin rastro de e mbarazos no de se ados ni
e nfe rme dade s ve né re as…

—¿Pe ro qué dice s? Ése no e s mi móvil.

—Pue s e l mío tampoco.

Las dos miraron a C arlota, que las sile nció con un


de do ante los labios.

—Callad… Vie ne de allí.

S e abalanzó sobre e l te lé fono de la habitación justo


ante s de que sus dos amigas se le ade lantaran. Q ue
llamaran al fijo de la habitación e ra todo un
aconte cimie nto.

—Yeah? —pre guntó al de scolgar, con la le ngua fue ra.

—Carrrlota Vishente? —chapurre ó la re ce pcionista.


—Yes, I am.

—You´ve got a call. [10]

Ante s que pudie ra pre guntar quié n e ra, C arlota oyó


un chasquido y, de spué s, una voz profunda que la
sobre saltó. O que , e n re alidad, le hubie ra gustado que la
sobre saltara, y no que la hicie ra te mblar de e xcitación.

—¿Charlotte?

—¿Cómo lo has he cho?

—¿El qué? ¿Hablar en francés?

—No —pre guntó e lla, te me rosa de la re spue sta—.


Conse guir mi núme ro.

—Bueno, no ha sido difícil. Eres la única Charlo e que se


hospeda en el Hotel Sainte Marie de Toulouse Street.

C laro, qué e stúpida. Trató de darle un poco de


privacidad a la conve rsación, pe ro no e ra fácil. No con
Adri colgada de su camise ta para de scubrir con quié n
hablaba.

—Vaya —brome ó —. Lo asombroso e s que haya


alguna.

Los ojos suplicante s de Adri la de sconce ntraban, así


que le dio un manotazo cariñoso e n e l dorso de la mano,
que afe rraba e l gé ne ro de sus ropas como si fue ra un
salvavidas. Hasta que la voz de David la e le vó de nue vo,
hacie ndo que olvidara todo cuanto la rode aba.

—Aún no me has saludado —le re prochó.

—¿Pe rdón?

—Que todavía no he oído ningún Bue nos días, David, o


un Hola, David, ¿qué tal e stás? Hace casi veinticuatro horas
desde que hablamos por última vez…

C arlota sonrió. Enre dó sus de dos e n e l cable de l


te lé fono y jugue te ó con é l.

—Hola, David —dijo con dulzura, más de la que


hubie se que rido, y un e stre me cimie nto la re corrió.

J unto a e lla, Adri dio un brinco y apre tó los puños e n


se ñal de victoria. Palmote ó varias ve ce s, bajo la mirada
absorta de Lari, mie ntras movía los labios una y otra
ve z. Me gusta ese chico. Me gusta ese chico.
—Hola, Charlotte.

C harlie trató de no hace r caso a la lige ra punzada de


satisfacción que la atrave só, como sie mpre que é l
pronunciaba su nombre .

—Esto… ¿que rías algo? —pre guntó.

Él re spondió con otra pre gunta.

—¿También hoy tienes planes? Me gustaría verte. En Mardi


Gras, ya sabes.

El siste ma de ale rta de C arlota volvió a lanzarle un


aviso. Exactame nte igual que e l día ante rior, como si
e stuvie ra rode ándose de fue rzas de masiado pe ligrosas
para e lla.

—Ehhh… S í —balbuce ó—. V oy a salir con mis amigos


al Mardi Gras. Lo sie nto, cre o que hoy tampoco has
te nido sue rte .

—No importa —ase guró é l, y la firme za con la que lo


dijo hizo que le flaque aran las pie rnas—. Es probable que
nos veamos por ahí.

S í, claro. Y que los sapos volase n tambié n e ra una


opción. Las calle s de l Barrio F rancé s lle vaban
abarrotadas de sde e l amane ce r; ape nas se podía
transitar por e llas, y e so que aún que daban horas para e l
Mardi Gras. Encontrarse e n e sa ciudad y e sa noche e ra
imposible .

Pe ro no se ría e lla quie n le arre batara la ilusión.

—C laro, se guro que nos e ncontramos por ahí. Pásalo


bie n.

—Tú también —conte stó é l. Aunque no podía ve rle ,


C arlota sabía que e staba sonrie ndo. Sentía su sonrisa
—. Aunque estoy seguro de que lo harás. Te veo luego, ché rie .

Lue go un chasquido. Y nada más.

Capítulo VI

Atrave sar las e ncantadoras calle s de l V ie ux C arré e n


cualquie r é poca de l año tie ne sobre los se ntidos e l mismo
e fe cto que pe ne trar e n los apose ntos de una corte sana
de lujo, donde cada adorno, cada aroma y cada sonido se
hallan e straté gicame nte dispue stos como una e xaltación
de los mismos.

Atrave sar las calle s de l V ie ux C arré durante la noche


de Mardi Gras, convulsas y e narde cidas, e s como pose e r
una privile giada vista panorámica de e sa misma
corte sana disfrutando de un orgasmo múltiple .

C arlota afianzó e l cinturón de su chaque ta


impe rme able justo a tie mpo. Una cascada de
licor —bourbon, quizá, ya que e staban e n Bourbon S tre e t
— se de rramó sobre e lla de sde e l piso supe rior de l Mango
Mango.

—J ode r —se que jó, y su cue rpo se sacudió por e l frío


— Maldito se a e l due ño de l Mardi Gras Spot.

Habían pasado la tarde comprando munición e n unos


grande s almace ne s te máticos. Todo lo que e ra
ne ce s a rio pour vivre la fête, le s habían dicho, lo podían
e ncontrar allí.

—Ni inte nte s que jarte —patale ó Adri a su lado, con las
gotas de alcohol re sbalando por su pe lo—. Es imposible
e star más e mpapadas de lo que e stamos.

—¡Pe ro no e s justo! Mira a Lari.

La aludida se ace rcó con una e norme sonrisa e n los


labios, pintados de rojo carme sí para la ocasión. S e ajustó
la capucha de l chubasque ro tre s tallas más grande bajo
e l que se re fugiaba.

—¿No lo e stáis pasando bie n chicas? —ironizó—. Tal


ve z de be ríais habe rle he cho caso a Pe te r cuando os
aconse jó e l kit comple to para e l Mardi Gras.

Era probable . Pe ro C arlota e staba de masiado


ocupada re volvie ndo e ntre los pasillos e n busca de los
collare s más largos como para e scuchar al de pe ndie nte .
Y Adri tampoco había pre stado mucha ate nción. S e había
de dicado a gritar a ple no pulmón que aque l lugar e ra un
robo a mano armada y que nadie e n su sano juicio
pagaría tre s dólare s por e sas baratijas.

Charlie suspiró.

—Al me nos no somos las únicas que ape stamos a


de stile ría.

—Tie ne s razón. Lo de Albe rto e s mucho pe or —se ñaló


e n su dire cción y las tre s e stallaron e n carcajadas.

S u amigo e staba sie ndo trasladado e n volandas a


travé s de la multitud. Mie ntras Pablo y Nacho habían
pre fe rido guare ce rse de la lluvia de be bida bajo los
soportale s, é l se había colado e ntre la muche dumbre y
había come nzado a suplicar e n spanglish que alguna
muje r ace ptara sus collare s. J usto cuando había
conve ncido a una con pinta de lle var, no un par de copas,
sino un par de bote llas de más, otro tipo le dio un
e mpujón y se pe rdió e l e spe ctáculo de su ge ne roso busto.
Entonce s se había pue sto a llorique ar y la ge nte , al
confundirlo con un animador, se ofre ció a lle varlo a
hombros como un títe re de l carnaval.

Ellas se guían rie ndo cuando Adri re cupe ró e l habla.

—A pe sar de l bourbon, cre o que pue do de cir sin


te mor a e quivocarme que e s la me jor noche de mi vida.

C harlie asintió con la cabe za y e l arse nal de collare s


que pe ndían de su cue llo oscilaron sobre su pie l.

Inspiró hondo, y la fie sta se coló por todos sus poros.

—No me había se ntido tan pe gajosa e n toda mi vida


pe ro…
De re pe nte , e l arrullo musical de l Mardi Gras se
convirtió e n una algarabía atronadora. C ie ntos de
pe rsonas alzaron los brazos al cie lo y core aron alguno de
sus gritos de batalla. C arlota, asombrada, se vio
arrastrada contra la fachada de l Mango Mango. No le
cabía duda de que al día siguie nte te ndría unos cuantos
more tone s e n la e spalda, pe ro no e ra e so lo que más le
pre ocupaba.

Dio dos pasos al fre nte , y tuvo que e mpujar a un


hombre ve stido de cangre jo que be saba a una muje r
disfrazada de ostra para pode r se guir ade lante . Alguie n
le propinó un nue vo codazo de sde atrás, y los bote s a su
alre de dor le impe dían ve r más allá de me dio me tro.
Sobre todo con los de una pandilla de soldaditos de plomo
con sombre ros de se se nta pulgadas —había apre ndido a
calcular pulgadas comprando los collare s e sa misma
tarde —.

Pe ro nada de lo que hizo dio re sultado, así que se


e scurrió e ntre las pie rnas de los soldaditos y, a gatas por
e l sue lo e mpapado, re cupe ró su posición inicial. Para
nada.

No había rastro de Adri ni de los de más. Giró varias


ve ce s sobre sí misma para comprobar que e staba donde
cre ía e star, y que sus amigos no e staban donde cre ía que
e staban. No había ni rastro de e llos y un súbito nudo de
ansie dad tre pó por su garganta. Llamarlos e ra
impe nsable ; e ra imposible oír nada que no fue ra e l
e strue ndo de las trompe tas. Y tampoco podía buscarlos si
ape nas podía move rse de su sitio.

S acó e l móvil de l bolso, pe ro una gota de bourbon


añe jo se de slizó e ntre las te clas y lo bloque ó.

—Mie rda —gruñó.

Trató de e nce nde rlo una ve z tras otra, mie ntras


riachue los de licor se guían de sparramándose por su pe lo
y su cue llo, se rpe nte ando hasta e ncontrarse con la
cinturilla de sus pantalone s vaque ros. La gabardina be ige
había adquirido un sospe choso tono marrón oscuro, y
podía notar cómo hasta las fibras de su suje tador e staban
e ncharcadas e n alcohol.

El móvil no re spondía y C harlie apre tó los puños. S e


mordió e l labio infe rior mie ntras ote aba e ntre la multitud
con sus e norme s ojos ambarinos, pe ro e ntonce s una
mano sobre su hombro de re cho la hizo re spirar tranquila.

—Estás aquí —dijo una voz junto a su oído.


Se dio la vue lta con brusque dad. La voz e ra de David.

*****

Dos e mocione s incompatible s discurrie ron por la


me nte de Carlota; alivio y de sasosie go.

La prime ra, porque al me nos no te nía que e nfre ntarse


sola a se me jante bacanal.

La se gunda, porque —si sus amigos no apare cían


pronto—, e staba dispue sta a pone r contra las cue rdas
aque llos incre íble s ojos azule s, que hoy se mostraban
ante e lla sin e l parape to de las gafas de sol,

Eso, de jando de lado lo incré dula que se se ntía. Él


había prome tido que la ve ría e sa noche , y ahí e staba. Le
había sido imposible e ncontrar a sus amigos y, sin
e mbargo, é l se había trope zado con e lla.

—Yo… yo —las palabras se le pe garon al paladar,


como cada ve z que lo te nía ce rca—. Me e mpujaron y
pe rdí a mis compañe ros. Mi móvil no funciona —e xplicó
al fin, hacie ndo un ge sto difuso hacia e l cachivache que
se guía e scupie ndo bourbon por la tapa de la bate ría.

David la miró de sde sus casi dos me tros de altura con


lo que pare cía se r since ra pre ocupación. Palpó e n los
bolsillos trase ros de sus pantalone s ne gros y, cuando
e ncontró lo que buscaba, se lo e ntre gó a Carlota.

—Toma, llámale s de sde e l mío.

Trató de no pe nsar e n e l magne tismo primario que


irradiaba mie ntras marcaba e l núme ro de Adri e n aque l
aparato de última ge ne ración. Tampoco se pre guntó e n
qué mome nto había de jado de ve r e n é l e l rostro de sus
sue ños y se había que dado anclada e n la pante ra que la
vigilaba tras su pie l de corde ro afable .

—¿Adri? —pronunció como una súplica cuando la oyó


de scolgar e l te lé fono. No que ría pe nsar e n lo ce rca que
e staba e l cue rpo masculino de l suyo propio, ni re cordar e l
e scalofrío que la re corrió cuando su alie nto cálido
acarició e l lóbulo de su ore ja.

—¡Hey! Parece que se formó una buena, ¿verdad?

No e ra propio de e lla mostrarse tan de spre ocupada


e n una situación así, pe ro C arlota no te nía tie mpo de
pone rse a analizar su actitud.

—¿Dónde e stáis?
—Pues… la verdad, no lo sé —se rio con una voce cilla
e stúpida—.En alguna parte de este inmenso barrio. Oye, ¿y ese
número?

—Es de … de David.

Él sonrió con amabilidad cuando lo miró de re ojo.

—¡Oh, Dios mío! —Adri chilló como una loca y C harlie


tuvo que apartar e l altavoz de su ore ja—. ¡Te ha
encontrado!

—Sí, e so pare ce …

V olvió a dirigirle una mirada rápida que é l captó al


vue lo. S i al me nos de jara de e star pe ndie nte de cada uno
de sus movimie ntos…

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Adri se guía gritando y Charlie se pre guntó por qué .

—Adrie nne , ¿has bebido?

—Oh, no, sólo lo justo —ase guró con voz gangosa


— . Debe de ser que el bourbon se me empieza a subir a la
cabeza… pero oye, no te preocupes. Disfruta de la noche… y
de De ivizzz —canturre ó.

—Pe ro…

—No, no, no, por favor. Ésta es tu oportunidad, hermana.


Vamos, si yo estuviera en tu lugar ni siquiera te habría llamado…

Me ntira. Adri se habría abalanzado como una fie ra


sobre e l auricular.

—Adri, ¿qué e s lo que pasa? Dime dónde e stáis, no


quie ro que darme sola.

O yó que David e mitía un ruido tras e lla, algo pare cido


a un re soplido, pe ro no le hizo caso.

—Cariño, te recuerdo que no estás sola. ¡No te preocupes!


¡Nosotros estamos bien, tú estás bien, todos estamos bien! ¡Nos
vemos en el hotel!

C harlie miró la pantalla de l móvil con indignación


cuando Adri cortó la llamada.

—¿Y bie n? —pre guntó David, solícito, a su e spalda—.


¿Dónde e stán? ¿Quie re s que te acompañe ?

—Me ha colgado —me ne ó la cabe za con e stupor—. Ni


siquie ra me ha dicho dónde e staban ni por qué se habían
ido, y me ha colgado. Esto e s muy raro, te ngo que ir a
buscarla…

David la suje tó con suavidad por e l brazo.

—No pue de s, C harlo e . Ya te ha dicho que e stá bie n.


Nunca la e ncontrarías y te pondrías e n pe ligro. No e stoy
dispue sto a de jarte marchar.

C arlota se ade ntró e n sus ojos, brillante s e


insondable s. La e le vación de l me ntón le de cía que no
ce de ría. S u liso cabe llo rubio le caía e n torno a la cara
dándole un aura ange lical, pe ro la suje ción de su mano no
se aflojaba.

—Acompáñame al hote l e ntonce s —murmuró


re signada.

Una chispa dive rtida se e nce ndió e n é l.

—¿Y pe rmitir que pie rdas la oportunidad de vivir e l


auté ntico Mardi Gras? Ni lo sue ñe s. Amane ce rías colgada
por sacríle ga y he re je si los habitante s de e sta ciudad lo
de scubrie ran.

Ella no pudo e vitar e sbozar una sonrisa.


—De ja que se a tu guía —prosiguió é l con voz ronca—.
C oncé de me la oportunidad de pasar e sta noche a tu lado.
Dé jame que te mue stre cómo ve n e l Mardi Gras mis ojos.

S e pe rdió e n e llos una ve z más. Y por e so C arlota


nunca se lle gó a pre guntar qué fue lo que la lle vó a
ace ptar su propue sta casi sin pe nsarlo. I gual que
tampoco se pre guntó cómo supo David lo que Adri le
había dicho. S ólo se de jó arrastrar por é l hacia un mundo
dife re nte , aún por de scubrir.

Capítulo VII
En e l 227 de Bourbon S tre e t e xiste una fie l
re pre se ntación de l lado amable de l I nfie rno. El pe rfil
bue no de la te ntación. C olore s ce nte lle ante s, llamas
e scurridizas y muje re s fácile s.

C arlota e ntró e n e l Utopia Night Club de la mano de


David y come nzó a de scubrir parte de e se mundo que
te nía ante sí, pe ro que hasta e ntonce s había pe rmane cido
oculto tras un cristal ve lado.

Él la condujo a travé s de l patio hasta una de las me sas


re dondas e n torno a una de cade nte fue nte de fue go.
Había ge nte , sí; la suficie nte para calde ar e l ambie nte ,
pe ro no tanta como para e star incómodos.

Y lo me jor de todo; había música e n dire cto

C arlota e chó un vistazo a su alre de dor mie ntras


tomaba asie nto. S u mirada, e ntre pre cavida y
de slumbrada, de spre ndía una amplia gama de matice s,
como la mie l.

—Vaya —apuntó—. No e stá nada mal.

—Es uno de mis locale s favoritos —dijo é l buscando su


mirada.

No la e ncontró. C harlie pre firió se guir conte mplando


e l e ntorno ante s que e nfre ntarse a sus ojos otra ve z.

—¿Qué te ape te ce tomar?

Ella carraspe ó. No pasó por alto la dife re ncia re spe cto


al mole sto ¿Qué te pido? que Pablo sie mpre te nía e n la
boca.

—Una ce rve za e stá bie n, gracias.

David arque ó una ce ja con ironía.

—¿V iajas a la cuna de l cócte l y pide s una ce rve za?


¿Te fías de mí?

Una y mil veces no, pe nsó C arlota e scrutando e n e l azul


de su iris.

—Eh, sí, claro. Pide lo que quie ras.

S ólo un par de minutos de spué s dio un brinco cuando


una mano suave y alargada de positó una copa fre nte a
e lla.

Los ojos de David la pe ne traron de sde arriba y se


e stre me ció.

—¿Qué e s e sto?

—Sazerac —le indicó mie ntras re cupe raba su asie nto


fre nte a e lla. S u chaque ta de cue ro se abrió al hace rlo y
C arlota pudo ve r la inscripción plate ada de su
camise ta. Make it me now [11]. Re sopló. Jode r.

—¿Qué lle va?

—Bourbon, bitte r y anís.

—V oy a ole r a bourbon hasta e l fin de mis días —se


que jó con una sonrisa-, e ntre e sto y mi ropa.

David frunció e l ce ño.

—¿Por qué lo dice s?

—¿No lo hue le s de sde ahí? —le miró e xtrañada—.


Lle vo una de stile ría e nte ra e n e l pe lo. Q ué raro, pe nsé
que ape staría a alcohol a kilóme tros de distancia.

—Yo no lo hue lo —dijo, e n voz baja, ante s de probar


su copa.

C arlota lo imitó e n sile ncio. Hasta que sintió e l


re sque mor de l licor rasgando su garganta.

—¿No había nada más fue rte ? —prote stó con los
labios apre tados—. A sabe r qué de monios me habrás
e chado aquí…

David alzó la vista. Y la taladró con e lla.

—¿Cre e s que quie ro e mborracharte ? ¿O algo pe or?

—¿Quie re s la ve rdad?

—Por supue sto.

C harlie sostuvo su mirada con un aplomo que no


se ntía e n absoluto.

—No cre o que te haga falta e charme nada e n la


be bida. No tie ne s pinta de se r de e sos.

—¿De esos?

Hubo una pausa ante s de que e lla conte stara con


firme za.

—De los que ne ce sitan drogar a una muje r para


lle várse la a la cama.
Una sonrisa tirone ó de los labios de David y la te nsión
se e sfumó con e se simple ge sto.

—¿De sde cuándo me conoce s tan bie n?

—En re alidad no lo hago. ¿Cuántos años tie ne s?

La carcajada masculina fue limpia y abie rta.

—Ve o que e mpie za e l inte rrogatorio. De jé moslo e n no


más que tú.

Carlota torció e l ge sto.

—¿Cómo sabe s los que te ngo?

—Se guro que no me nos que yo.

Ahora fue e lla quie n se e chó a re ír.

—¿Alguna ve z re sponde s a lo que se te pre gunta?

—Alguna. Pocas.

Ella me ne ó la cabe za de forma aprobatoria.

—¿Lo ve s? Empie zo a conoce rte .

No supo e n qué mome nto su tirante z se convirtió e n


comodidad, y su re ce lo e n confianza, pe ro cuando
lle garon al te rce r Sazerac, C arlota ya había e scupido la
mitad de su vida ante e se hombre , mie ntras que é l se
limitaba a dar e squinazo a todas sus pre guntas.

S í que logró ave riguar, sin e mbargo, que e staba


pasando una te mporada de re lax e n la ciudad, e n la casa
que su tío pose ía e n Nue va O rle ans, que había vivido con
é ste de sde pe que ño y que había malgastado cinco años
de su vida e studiando Economía e n una pre stigiosa
unive rsidad. Y lo conside raba un de spe rdicio porque ,
dada la cantidad de dine ro de l que disponía su familia,
bie n se podían pe rmitir e l lujo de contratar a otros para
que se lo administrase n.

Por su parte , C arlota le contó lo mucho que le


apasionaba su carre ra, y de cómo había sido un alivio
que su madre volvie ra a casa de sus abue los, e n e l
pue blo, y e lla se que dara con e l piso e n la ciudad. S u
re lación no e ra lo que se dice bue na y pre fe ría la sole dad
a las discusione s. Ade más, no se se ntía de l todo sola:
Adri y Lari sie mpre e staban dispue stas a e scaparse un
rato a su casa. Le contó que había nacido e l 2 de fe bre ro
de 1986, que su color favorito e ra e l morado, que le
gustaban los chicle s de fre sa ácida y que nunca se ponía
tacone s. Me ncionó sus años de cole gio, un viaje que
había re alizado con sus amigas dos años atrás y las
trave suras que hacía de pe que ña. Para cuando e l re loj
marcó las tre s de la madrugada, y e l ánimo se guía
intacto, David sabía hasta e l núme ro que calzaba y
cuántos concie rtos de The Calling se había pe rdido.

En un mome nto de te rminado, é l apoyó los codos e n la


me sa para que sus rostros se ace rcaran. C arlota contuvo
e l alie nto.

—Dime una cosa —dijo—. ¿Cre e s e n Dios?

Le miró e stupe facta. S e apartó de su cara; habría


e spe rado cualquie r cosa me nos e sa pre gunta.

—Oye , ¿se guro que no e re s uno de e sos mormone s?

V olvió a re ír, y C arlota se pre guntó dónde le ve ría la


gracia.

—No, nada más le jos. ¿Pe ro cre e s e n Dios?

—¿A qué vie ne e sa pre gunta e n ple na noche de


Carnaval?

—Llámalo curiosidad.
Ante e l sile ncio de e lla, David hizo un ge sto difuso con
las manos.

—Pe rdona si te he incomodado, no e ra mi inte nción.


No te ndría que habe rte pre guntado algo tan pe rsonal.

Carlota inspiró hondo.

—No importa. De jé de cre e r e l día que mi padre se


largó de casa y no volvió. El día e n que vi a mi madre
de rrotada para sie mpre . Nos que damos solas y nadie nos
ayudó. Ni siquie ra Dios.

David se pe rcató de su mirada e ntornada y su aura


triste .

—¿Qué e dad te nías?

—Cuatro años —re spondió.

Él de jó cae r la mano sobre la suya con e xpre sión


lacónica. Lo último que C arlota que ría e ra ve r compasión
e n su rostro, así que se ale gró cuando la ayudó a pone rse
e n pie e hizo como si nada hubie ra pasado.

—No e s una noche para los malos re cue rdos, sino


para disfrutar de l pre se nte —David se le vantó de su silla
y le ofre ció una mano de sde arriba—. Vamos. Lle vamos
de masiado tie mpo e n e ste lugar.

C arlota se de jó conve nce r por su sonrisa cálida, y


juntos die ron la bie nve nida de nue vo al e strue ndo de
Bourbon S tre e t. A pe sar de lo tarde que e ra, e l ge ntío no
había disminuido un ápice . Eso le s ayudó a de jarse lle var
por la dive rsión y la falta de inhibicione s. Y, a pe sar de los
e mpujone s y codazos, C harlie sólo te nía ple na
conscie ncia de un contacto; la mano de David afe rrada a
la suya.

Él tirone ó de sus de lgados de dos, fríos contra su


propia pie l, a travé s de la multitud.

—¿Adónde vamos? —inquirió e lla de sde atrás.

—S e guro que todavía no has e stado e n un concie rto


de jazz, ¿ve rdad? —re spondió é l con me dia sonrisa.

La condujo hasta Pre se rvation Hall. C arlota se


maravilló de la cantidad de sitios dife re nte s que se
podían visitar sin abandonar la misma calle …

El local le re cordó a uno de e sos garaje s e nve je cidos y


lle nos de cachivache s donde sue le n e nsayar los grupos
sin re cursos. Pe ro e l pulso de la música y e l calor de la
ge nte la e mbargaron. Por un se gundo, casi le hizo olvidar
la pe rturbadora pre se ncia que se e rigía a su lado, pe ro e l
cue ro de su chaque ta —ésa que, al parecer, nunca se
quitaba— le rozó los brazos de snudos más allá de los
tirante s de la camise ta, y todo su cue rpo se e stre me ció
ante la involuntaria caricia.

C uando te rminó e l concie rto, se ace rcaron a un


pe que ño pub de e stilo irlandé s que había justo al lado de l
Hall.

—C re o re cordar que te gustaba la ce rve za, ¿no? —le


pre guntó David, apoyado con indole ncia e n la barra.

—Sí, así e s.

—Entonce s he mos ve nido al lugar ade cuado.

El bar e staba abarrotado, pe ro e n cuanto David movió


un de do tuvie ron sobre e llos a dos camare ros.

—Dos Blackened Voodoo —pidió.

—O h, no —gimió C arlota—, ¿e so e s una ce rve za o


una pócima cajún [12]?

Él rio mie ntras buscaba la carte ra e n e l bolsillo de su


pantalón. C uando acabara la noche te ndrían que e char
cue ntas.

—I ba a de cirte que e s una ce rve za, pe ro cre o que


tie ne s razón. Se pare ce más a una pócima cajún.

El camare ro, cuyos bíce ps e staban cubie rtos por una


grue sa capa de sudor, de jó ante e llos dos bote lline s de
ce rve za ne gra. Te nía bue na pinta, aunque la e tique ta no
e ra lo que se dice ape titosa: un pantano e n la oscuridad,
ce rcado por las te ne brosas ramas de los árbole s y un par
de murcié lagos. Muy orle anniano.

—Mmmm, e stá bue na… —re conoció C arlota con la


boca lle na de e spuma.

David la miró con ojos lle nos de hambre . Pasó e l de do


índice con suavidad por su labio infe rior, que te mbló bajo
é l. C arlota se ave rgonzó de su propia re acción pe ro, de
re pe nte , los ojos masculinos miraron hacia otro lado y
apartó la mano, de jándola de sconce rtada.

Eran las cinco de la madrugada cuando e l fre scor de la


noche volvió a rociarle s. La muche dumbre ale bre stada
de l Mardi Gras había dado paso a una inge nte cantidad
de basura de spe rdigada por e l sue lo, e ntre collare s rotos
y vasos de plástico vacíos.

—¿Dónde se han ido todos? —pre guntó C arlota a


gritos, y se tapó la boca abochornada. Era de masiado
tarde para disimular las copas de más.

—La fie sta ha te rminado, chérie. El V ie ux C arré se


apaga. Ahora e s su turno —dijo, se ñalando con la mano
al coche de la policía y los barre nde ros. La sire na de l
prime ro re tumbaba por todo Bourbon S tre e t; e ra hora de
e char e l cie rre y volve r a casa.

—¡No! ¿Tan pronto? —llorique ó e lla—. En mi casa aún


que darían horas por de lante …

—S e guro. Pe ro no e stamos e n tu país, chèrie —


murmuró David con una sonrisa.

C orrió a apartarla de una farola a la que se había


abrazado con inte nción de bailar con e lla. Rie ndo, la
arrastró de nue vo al sue lo.

—C harlo e , no cre o que e so haga mucha gracia a los


age nte s. Se rá me jor que te acompañe al hote l.

C aminaron uno junto al otro por la ace ra, e n sile ncio.


C arlota me tió las manos e n los bolsillos; de spué s de la
fantástica noche que había pasado e n su compañía
que ría agrade cé rse lo. Al fin y al cabo, había malgastado
todo e l Mardi Gras con e lla, y la ve rdad e s que había sido
mucho me jor de lo que había e spe rado, pe ro tampoco
que ría ve rse de alguna forma comprome tida. No que ría
que e sa noche se convirtie ra e n una de uda que pagar.

De un brinco saltó a la calzada, ahora vacía, y se dio la


vue lta para mirarle a la cara. El la siguió con calma, sus
músculos ce ñidos bajo la ropa ne gra y una sonrisa
lade ada e n e l rostro.

—C re o que de bo darte las gracias —dijo e lla, y


e mpe zó a andar hacia atrás.

David la miró con dive rsión.

—Te vas a cae r —le informó.

Una ve z más, C arlota no pudo e vitar compararlo con


Pablo. A e sas alturas, su e x se habría lanzado a
re scatarla y la habría cargado e n sus brazos. David se
limitaba a hace rle sabe r que corría pe ligro y obse rvarla
dive rtido. Le gustaba e sa se nsación de libe rtad.

Le sacó la le ngua a modo de de safío y siguió


caminando de e spaldas, como un cangre jo.
—A ve r —e nume ró—. Prime ro, mi pe lo y mi cazadora
probaron e l bourbon. Lue go tú me salvaste de las garras
de las masas. Entonce s—trope zó con una lata de Coca-
Cola y soltó una risita—… fuimos a Utopia. Allí probé
e l Sazerac. De spué s, volvimos a Bourbon S tre e t y probé
otra de las cosas típicas de la ciudad: e l jazz de
Pre se rvation Hall…

—No te olvide s de la pócima cajún —se ñaló é l.

—No, no me olvido. De spué s fuimos a e se sitio, y


probé la Blackened Voodoo. He probado las
aglome racione s, los collare s, la música, las carrozas, e l
alcohol —contó con los de dos de la mano—… No, cre o
que , e xce pto e nse ñar las te tas, no me que da nada de l
Mardi Gras por probar. Los habitante s de e sta ciudad
pue de n e star orgullosos de mis progre sos…

V olvió a trope zar y e sta ve z sí se dio la vue lta. Una


cosa e ra se ntirse libre y otra muy distinta jugarse la vida.
Echó a andar la última manzana ante s de l S ainte Marie ,
hasta que la mano de David se posó e n su brazo y la hizo
girarse de nue vo.

Aturdida, buscó una e xplicación e n sus ojos, que


brillaban un tono más oscuros. Lo achacó a la luz pre via
al amane ce r.

—Hay una cosa de l Mardi Gras que aún no has


probado —dijo é l, con voz ronca, mie ntras acortaba la
distancia e ntre los dos.

Entonce s la be só.

*****

S us labios la abordaron, pillándola de spre ve nida. S us


dulce s, pode rosos y atraye nte s labios.

C arlota abrió la boca ante la de licada pe ro pose siva


invasión y le pare ció oír un ge mido ronco asce nde r de sde
la garganta de David. Un ge mido de triunfo que fue
acompañado de las manos e n torno a su cintura.

La e stre chó contra é l hasta pe garla a su pe cho y


C arlota se tuvo que pone r de puntillas para pode r
corre sponde r a su be so con toda la fue rza que se de sató
e n e lla, como si alguie n hubie ra pue sto un pararrayos e n
su pe cho y, ahora, re cibie se de scargas e n cada poro de
su pie l.

S abore ó sus labios con una pacie ncia inte rminable ,


como si e l mundo fue ra a acabarse allí y no se le
ocurrie se un plan me jor para la e spe ra. C omo si quisie ra
marcar cada rincón de su boca y lle várse lo con é l. Charlie
jade ó bajo su pre sión y e so sólo sirvió para que su agarre
se volvie ra aún más pose sivo, hasta que se abandonó a
sus caricias y a las de licias de su le ngua bajo e l paladar.

Emitió un pe que ño ge mido, y los brazos de David


pasaron de aprisionarla por e ncima de las cade ras a
e star e n todas parte s. Las ye mas de sus de dos la
re corrían con ímpe tu y su be so se hizo más profundo y
ardie nte .

Le rode ó e l cue llo con los brazos y sintió cómo los


suave s cabe llos rubios cosquille aban sus palmas. S e de jó
ir mie ntras sus de dos la mimaban, como si Bourbon
S tre e t hubie ra de sapare cido y se e ncontraran e n una
dime nsión parale la donde sólo e llos e xistían. La calzada,
a sus pie s, de jó de se r tan firme , y tuvo que agarrarse
más a é l para no de splomarse . C uando las manos de
David ahue caron sus nalgas y la ace rcaron al bulto e n
sus pantalone s, la inte nsidad de su propio ge mido la hizo
de spe rtar de la e nsoñación.

S e apartó con un e mpujón brusco y conte mpló e l


sue lo, ave rgonzada de sí misma. Era incapaz de alzar la
vista hacia é l sin que sus me jillas e nroje cie ran sin control.
S abía que no se ría capaz de soste ne r su mirada e n e se
mome nto, aunque sabía que é l la e staba obse rvando,
de spué s de lo que había he cho. O más, bie n, de lo que
había e stado a punto de pasar.

Y aún que ría que pasara.

Trató de e nfocar la vista, pe ro e ntonce s David alargó


de nue vo la mano hacia e lla y C arlota e chó a corre r,
ante s de volve r a cae r re ndida e ntre sus brazos y pe rde r
la conscie ncia. Ante s de pe rmitir que le quitara la ropa e n
ple na calle y la hicie ra suspirar, como había de se ado
mie ntras la be saba.
Mie ntras sus pie s la dirigían a toda prisa hacia e l
S ainte Marie , su cabe za no de jaba de dar vue ltas. Nunca
ante s se había comportado de una forma tan abierta con
ningún chico. Ni siquie ra e staba se gura de que lo hubie se
he cho con Pablo cuando e mpe zaron a salir, y para
e ntonce s ya había una cie rta confianza e ntre e llos.

Pe ro tampoco nadie la había be sado nunca así. C omo


si de se ara absorberla.

Hasta que no lle gó a la altura de l hote l y ce rró la


pue rta tras e lla, no se sintió fue ra de pe ligro. Tal ve z todo
fue ra producto de un de lirio paranoico, de los e fe ctos de l
alcohol o de l cansancio de e sa noche , pe ro hasta que no
subió e n e stampida las e scale ras al prime r piso y apoyó
la fre nte e n la pue rta de su cuarto, sus pie s no alige raron
e l ritmo.

Y cuando se de tuvo y pudo tomar aire , se dio cue nta


de que había e stado re te nie ndo e l alie nto. S e sintió fue ra
de lugar por habe rse comportado como una adole sce nte
inge nua y por habe r sido tan male ducada como para no
de spe dirse . Pe ro ni siquie ra e sos re proche s lograron
apartar de su me nte la se nsación de dulce y e spe rada
agonía que los labios de David de positaron e n e lla.
*****

Astaroth conte mpló e l vacío de jado por C harlo e con


un chisporrote o ne gro e n sus ojos y los labios contraídos
e n una mue ca de rabia.

Un De monio no pue de gritar o avasallar para


conse guir sus propósitos. No hay nada atractivo e n
e charse una muje r al hombro y forzarla a hace r lo que
uno quie re . Un ánge l oscuro ha de se r sutil, e le gante .
Solícito. Es mucho más agradable ver cómo el capullo se abre con
ternura y se entrega bajo tus manos que arrancar los pétalos de
una estocada.

Pero resulta tan frustrante cuando quieres que ese brote


explote de una maldita vez entre tus dedos y no lo hace…
Aguardar la lle gada de la primave ra e s una tortura.

C uando los amigos de e lla se e sfumaron e ntre la


aglome ración de Bourbon S tre e t no pudo cre e r su bue na
e stre lla. Lle vaba e spe rando un mome nto como é se toda
la noche , obse rvándola danzar y dive rtirse oculto e ntre
las sombras. Latie ndo por e lla. No iba a de spe rdiciarla
justo cuando se la habían pue sto e n bande ja.

S in e mbargo, no quiso darle a e nte nde r que e staba


de se ando ale jarla de allí, lle várse la a cualquie r otro lugar.
S ola. C on é l. Por e so le había ofre cido su móvil para que
pudie ra contactar con los de más y mante ne r las
aparie ncias.

Lo que no me ncionó fue que ya se e ncargaría é l de


que e sa comunicación no fue ra como e spe raba. El
ce re bro de e sa chica, Adriana, e ra de masiado fácil,
de masiado vulne rable . Quié n lo diría.

De spué s, e n Utopia, prácticame nte había te nido que


e char a corre r e n dire cción a la barra cuando e lla
pronunció aque lla mortífe ra frase . Pide lo que quieras.

S i por é l fue ra, le habría pe dido que se bajara los


pantalone s vaque ros e n aque l pre ciso instante y lo
ayudara con e l incómodo asunto que cobraba vida e ntre
sus pie rnas.

C on cada palabra que salió de su boca durante las


horas siguie nte s su me nte había trazado re torcidos
jue gos. Hasta que , de camino a Pre se rvation Hall, tuvo
que e char mano de todo su pode r para no conducirla
dire cta a su cama. El me ro he cho de imaginar aque lla
brillante mata castaña de sparramada sobre sábanas de
saté n le había he cho vibrar. De se r pre ciso, habría
arrancado los collare s de cue ntas e ntre sus pe chos con
los die nte s.

Y, a pe sar de toda su fue rza de voluntad, e l contacto


e le ctrizante de su pie l al bajarla de la farola había
bastado para hace rle pe rde r e l control.

Maldición. Mie rda, mie rda y mil ve ce s mie rda. Ya casi


la te nía y la había pe rdido e n e l último mome nto, por un
tonto impulso de chiquillo.

S us ojos volvie ron a llame ar cuando apre tó los puños.


Te ndría que marcharse pronto a casa si no que ría
e mpe zar a le vantar sospe chas e ntre e l e scaso grupo de
borrachos que dormitaba sobre las ace ras, de masiado
e brios como para e ncontrar e l camino de re gre so. Y, por
su propia e stupide z, te ndría que volve r solo.

Te acompaño al hotel, le había dicho. Por todos


los de monios, qué inte rpre tación más magnífica la de
aque lla noche . Q ué lástima que su bue n hace r no se
hubie ra visto re compe nsado, porque sin duda su
actuación me re cía un pre mio. Y no e ra una e statuilla e n
lo que e staba pe nsando.

S i no hubie ra pe rdido e l control de e sa forma ante su


be so, a e sas horas su le ngua se guiría e n su boca y su
mano e ntre sus bragas. Era probable que ni siquie ra le s
hubie ra dado tie mpo a lle gar a casa. S i tan sólo hubie ra
ido más de spacio y no la hubie se asustado de e sa
forma…

Pe ro ni siquie ra é l podía e nte nde r aún por qué se


había pe rturbado tanto ante un simple be so. C ómo su
autodominio se había ve nido abajo de una mane ra tan
drástica ante una re nue nte unive rsitaria e spañola.
Tampoco que ría pe nsar e n e l ínfimo de talle que le
re cordaba que nunca se había dive rtido con otra muje r
como lo había he cho con e lla, ya que , de he cho, nunca
había pasado tanto tie mpo con una muje r sin e star de ntro
de e lla. Y su pe rfume no había te nido nada que ve r,
aunque aún impre gnara e l aire a su alre de dor…

Tre s figuras e sbe ltas abandonaron la oscuridad tras é l


y tomaron forma con discre ción. A Astaroth no le hizo
falta darse la vue lta para re conoce r su pre se ncia. Podía
se ntirlos allá donde iba, cuidando su e spalda incluso
conve rtidos e n sombras.

—De be ría olvidarse de e lla, mi se ñor.

La voz de Pruslas re sbaló e n sus oídos. S iguió con la


vista clavada e n e l fre nte y los puños apre tados.

—¿Ha ave riguado algo más? —inquirió Amón. Él se


había e ncargado de ace rcarle a la humana, por e so
e nte ndía e l motivo de su de se o.

—No cre e —confirmó Astaroth.

—Entonce s no hay nada que pue da hace r.

El Archiduque re sopló.

—Claro que hay algo más que hace r. Sie mpre lo hay.

La fría furia e n sus palabras e ncubrió sus ve rdade ros


se ntimie ntos. Los mismos que C harlo e le había
transmitido no sólo con su be so, sino durante toda la
noche .

Estaba sola. S ie mpre lo había e stado. Y e ra lo


bastante inte lige nte como para pe rcatarse de e llo y
conoce r tambié n la principal conse cue ncia de la sole dad.
La infe licidad.

C ontuvo un re spingo cuando una pode rosa fue rza


hasta e ntonce s de sconocida se re volvió e n é l, como si la
se rpie nte que habitaba e n su inte rior se hubie ra asustado
y pe rdido e l control fre nte a las e mocione s de una
muchacha amargada.

Tal ve z no cre ye ra e n Dios ni e n e l De monio. Pe ro


para cuando te rminara con e lla, iba a cre e r e n Astaroth
más de lo que lo hacía e n sí misma.

—A partir de mañana —informó a sus guardae spaldas


—, los tre s re doblaré is e sfue rzos. Vais a obe de ce r cada
orde n mía como si vue stra cabe za de pe ndie ra de e llo. Y
re spe cto a la chica… a partir de mañana va a re cibir e n
pe que ñas dosis lo que nunca ha te nido. Va a probar todos
y cada uno de los sabore s que sie mpre ha que rido y
nadie le ha ofre cido.

Así le costara e l re sto de su e stancia e n la Tie rra, iba a


conse guir que e sa muje r se e ntre gara a é l por comple to.
I ba a pose e r cada milíme tro de su de licioso cue rpo y
adue ñarse de cada e té re a parte de su alma.

Acababa de conve rtirse e n algo pe rsonal.


Capítulo VIII

—Cué ntame lo todo. ¡Vamos!

Los ojos de C arlota se abrie ron cuando un manotazo


se inte rpuso e ntre e lla y Morfe o, que e n e se mome nto
e staban te nie ndo un inte rcambio de lo más plácido.

—Adri, por favor, ne ce sito dormir…

S e giró e n la cama y e nte rró e l rostro e n la almohada


para e vitar que la luz de l sol, que pe ne traba con libe rtad
a travé s de las cortinas, siguie ra e scocié ndole e n los ojos.

—Habe rlo pe nsado ante s de lle gar al hote l a las cinco


de la madrugada. Vamos, quie ras o no quie ras tie ne s que
le vantarte . He mos que dado con Se rgio a las doce .

C harlie se incorporó con la agilidad de un mastodonte


a punto de parir y se frotó los párpados soñolie ntos.

—¿Y qué hora e s? —boste zó.

—Las once y cuarto.

—¡Mie rda!

Echó a corre r hacia e l cuarto de baño, tanto para


ase arse como para prote ge rse de l asalto de sus
compañe ras, y se parape tó tras la pue rta ce rrada.

—¡No se vale ! —oyó que gritaban las dos de l otro lado.

S uspiró y se miró e n e l e spe jo. Las oje ras surcaban


sus me jillas una ve z más. S e e chó agua fre sca e n la cara
pe ro e l e fe cto de l insomnio no de sapare cía, y lo que
me nos ne ce sitaba ahora e ra hablar sobre lo ocurrido
durante e l Mardi Gras.
—¡Esta pue rta no va a impe dir que me cue nte s cada
e scabroso y cochino de talle ! —bramó Adri—. ¡Algún día
te ndrás que salir y e ntonce s pie nso sacárte lo todo
aunque se a con un hie rro cande nte !

Un hie rro cande nte . C omo los labios de David sobre


su boca.

C arlota me ne ó la cabe za, cubie rta por una toalla


blanca con las siglas HS M, y los rizos de la te la le
cosquille aron la nariz.

Al pare ce r, no había te nido suficie nte con pasar horas


con los ojos clavados e n e l te cho como un búho, sino que
e l nue vo día se pre se ntaba igual de agotador.

Fantástico.

El agua de la ducha la tranquilizó y calmó tambié n a


Lari y Adri, que se callaron y de cidie ron pospone r la
batalla. A pe sar de e llo, tuvo que hace r un e sfue rzo
e ncomiable para que la calide z de las gotas re sbalando
por su pie l no le re cordaran a las manos de David.
Aunque e l proble ma no fue é se . El proble ma fue tratar de
no te mblar cuando no pudo e vitar imaginar que lo e ran.

—Empie zo a pre ocuparme —le dijo Adri, con ge sto


se ve ro, e n cuanto abrió la pue rta e nroscada e n la toalla.

—No pasó nada —mintió C arlota al ve rla así—. No


tie ne s nada de lo que pre ocuparte .

Lari se ace rcó a e lla por e l otro lado.

—Ve nga ya, Charlie . Si fue se así, no te ndrías e sa cara.

—En se rio, chicas —trató de e sbozar una sonrisa para


confortarlas—. Os prome to que e stoy bie n.

S i lo pe nsaba de te nidame nte , sí que lo e staba. Al


me nos se guía viva. Al me nos no se había me tido e n la
cama de l prime r chico guapo que se le cruzó e n e l camino
y que podía se r cualquie r clase de psicópata, de lincue nte
o líde r de una se cta e n lo que a su conocimie nto sobre é l
conce rnía.

—De ve rdad —ase guró una ve z más, mie ntras e l pe lo


húme do caía sobre su blusa blanca y la e mpapaba hasta
e l suje tador—. Es sólo la re saca y e l cansancio.

Y no e ra de l todo falso; te nía e l sabor de l bourbon


impre gnado e n e l paladar y e l jazz aún re tumbaba e n sus
tímpanos. S in e mbargo, Adri la miró con cara de que re r
ajustar cue ntas con e lla a la me nor oportunidad.
—Al me nos podías habe r disimulado un poco. S i
que rías que darte con David sólo bastaba con que lo
dije ras, no te nías por qué colgarme e l te lé fono de e sa
forma.

Carlota e chó la cabe za hacia atrás e n una carcajada.

—¿Tan mal ibas que hasta tie ne s lagunas? F uiste tú la


que colgó.

—¿Pe rdón? —Adri la miró e xtrañada—. Yo no te


colgué . Es más, casi ni re cue rdo habe r hablado contigo.
S ólo sé que e n cuanto de scolgué e l te lé fono balbuce aste
algo ace rca de David y lue go de sapare ciste sin de jar
rastro.

C arlota buscó e n la mirada de Lari un te stigo de los


he chos.

—Tie ne s razón tú —le confirmó é sta—. Iba fatal.

Adri lanzó una almohada a la cabe za de la rubia.

—¿De ve rdad? —re fle xionó tras una pausa—. O h,


Dios mío, te ngo que de jar de be be r. El caso e s que juraría
que yo no…
Me ne ó la cabe za para sacudirse e l chirrido de su
ce re bro al tratar de re cordar e n vano.

—Bue no, se a como fue re , tú y yo te ne mos una


conve rsación pe ndie nte …

—¡Eh! ¿Y yo qué ? —prote stó Lari.

Adri la se ñaló con e l índice .

—Sí, tú tambié n, de ja de llorique ar.

Carlota las e mpujó a ambas hacia la pue rta; tal ve z así


se librase de l inte rrogatorio de te rce r grado al que
pe nsaban some te rla.

—Ve nga, vámonos ya —cogió su e norme bolso y


apagó la luz—. Aún nos que da una bue na caminata hasta
Tulane y Se rgio ya de be de e star e spe rando.

*****

C omo e staba pre visto, S e rgio aguardaba con una


sonrisa re signada bajo la impone nte fachada de l Gibson
Hall, e l e dificio principal de l campus, a la altura de S aint
Charle s Ave nue .
Toda la construcción e ra como un inme nso paste lito
de pie dra grisáce a, con apuntados te jados de pizarra y
amplios jardine s borde ándolo que re cordaban a los
típic o s colleges ingle se s. J usto de trás de l Gibson, se
alzaban la mayor parte de e scue las, e dificios
administrativos, facultade s, salone s, laboratorios,
e stadios, re side ncias, come dore s y auditorios que
constituían la zona alta de Tulane Unive rsity.

Así, hasta re lle nar más de doscie ntas mil he ctáre as de


te rre no.

—Los hay con sue rte —dijo Albe rto cuando pudo
ce rrar la boca.

Sí, e so lo re sumía bastante bie n.

—Hola, chicos —S e rgio los saludó con ale gría,


ace rcándose a e llos de sde e l acce so principal.

Hacía ya dos cursos que S e rgio había abandonado su


ciudad para trasladarse a Nue va O rle ans. Una cuantiosa
be ca inte rnacional había te nido la culpa. Lo que e n un
principio le s había pare cido a todos una auté ntica
locura —¿Nueva Orleans? ¿Dónde coño queda eso?—,
acababa de antojárse le s un chollo acadé mico de prime r
orde n. De no se r porque sólo un cuatrime stre los
se paraba de la lice nciatura, se gurame nte muchos de
e llos se lanzarían a solicitar un conve nio se me jante e n
cuanto volvie ran a casa.

Mie ntras plantaba un par de e fusivos be sos e n los


boquiabie rtos rostros de C arlota y Lari y le s daba la
bie nve nida a los chicos, Adri lo miró como si acabara de
ate rrizar de sde otro plane ta.

—¿ E s tudia s aquí? ¿V ive s aquí? ¿Q ué clase de


hombre cillo e xtraño e re s que cambias e sto por un
de sayuno con chusma como nosotros?

S e rgio le pasó un brazo por los hombros e ntre


carcajadas.

—Te e chaba de me nos —confe só con un pe llizco e n su


me jilla—. Y, aunque no te lo cre as, a ve ce s tambié n e cho
de me nos e sas aulas diminutas y sin cale facción donde
solíamos pasar las mañanas…

Ella lo apartó de un manotazo.

—S i yo e stuvie ra e n tu lugar, no saldría de Hogwarts


[13] ni para darle brillo a la varita.
Carlota la e mpujó con cariño.

—Pue s yo no cambiaría tus caras de de sconcie rto


matinale s ni por Harvard…

—O h, me acabas de e mocionar —re conoció Adri con


un parpade o.

En cuanto se abrazaron, e n un impulso frate rnal,


tuvie ron a Lari pe gada a e llas suplicándole s que le
hicie ran hue co.

—Ve o que hay cosas que no cambian nunca —S e rgio


le dio un codazo cómplice a Pablo, que conte mplaba la
e sce na muy quie to.

—S í que cambian —re spondió é ste con se que dad—.


Por si no lo sabe s, C arlota y yo nos e stamos dando un
tie mpo.

Era un se cre to a voce s que , cuando C arlota había roto


con Pablo, lo había he cho de forma drástica. Nada de
tie mpos, al me nos no los que duran me nos que siempre.

—S í, claro —me ncionó S e rgio de pasada. Nunca le


había caído bie n su compañe ro y no iba a e mpe zar a
hace rlo justo ahora—. Espe ro que todo se arre gle —
mintió.

Albe rto se unió a e llos y puso e l oído inte ntando sabe r


de qué iba la conve rsación.

—¿Me he pe rdido algo importante ?

—No, e n absoluto —S e rgio le lanzó una mirada


significativa a Pablo y, sin darle más importancia de la
que me re cía, zanjó e l te ma.

—¡He y! ¿Vamos a que darnos aquí toda la mañana?

Los tre s —y Nacho, que pare cía un poco más aturdido


de lo normal e ntre tantos muros de pie dra gris— se
giraron e n dire cción a Adri, que re clamaba su ate nción.

—Eso —se cundó Lari—, mis tripas e mpie zan a rugir.

—Doy por he cho que ya habé is e stado e n e l C afé du


Monde de De catur, como e l nove nta y cinco por cie nto de
turistas que pone n un pie aquí. S i os ape te ce , pode mos ir
al C afé Be igne t que que da justo e n e l límite de l distrito o
a…

Las caras e nroje cidas de sus antiguos compañe ros


hablaron por sí solas. Se rgio me ne ó la cabe za.
—Por qué se rá que e l que no hayáis e stado aún e n e l
C afé de Monde no me sorpre nde … Anda, vamos, hatajo
de incultos…

Los sie te e charon a andar e n dire cción al famoso


Café . Famoso por de cir algo.

—¿Está muy le jos? –Lari frunció e l ce ño pre ocupada.

—En e l Barrio F rancé s —S e rgio lade ó una sonrisa y


las tre s chicas se pararon e n se co.

—¡Ah, no! ¡No, no y no! De aquí no me mue vo —


se nte nció Adri.

C arlota le imploró con la mirada a su antiguo


compañe ro.

—Por lo que más quie ras, acabamos de ve nir de allí, y


e n mi vida pe nsé que las calle s de los mapas podrían se r
tan largas a e scala re al. Me nie go a volve r a caminar
tanto.

—I re mos e n autobús e ntonce s —S e rgio le s dio a cada


una una palmadita e n e l hombro—. Pe ro no voy a
conse ntir que mis vie jos amigos abandone n la Big
Easy sin probar los jodidos beignets [14]…
El traye cto hasta la parada de bus fue tambié n más
largo de lo que e spe raban. S t. C harle s Ave nue aún
pe rmane cía cortada, ape nas una hora de spué s de que la
última carroza de l Mardi Gras 2009 de sfilara por su
calzada. El C arnaval ya e ra, de forma oficial, agua
pasada.

—En re alidad —le s e xplicó su guía particular—, los


de sfile s de hoy son un me ro trámite , algo así como una
ce re monia de clausura para niños y turistas. La mayor
parte de la ge nte ya lanzó aye r su traca final y hoy se va
a pasar e l día sin salir de la cama —dijo con un guiño.

I gual que los conductore s de autobús de la líne a doce .


Hasta S e rgio se que dó de sconce rtado cuando de scubrió
que e se día no habría se rvicios por Saint Charle s.

Lari suprimió e l impulso de e mpe zar a patale ar junto


al poste , Adri re chinó los die nte s y C arlota puso los ojos
e n blanco. Los otros tre s siguie ron muy quie tos, con las
manos hundidas e n los bolsillos y pocas ganas de hablar.
S obre todo Pablo, que lle vaba toda la mañana con e l
rostro torcido e n una mue ca de incre dulidad cada ve z
que miraba e n dire cción a Charlie .

—No de se spe ré is. Pode mos tomar la once en


Magazine Stre e t.

C on un re soplido, volvie ron a e mpre nde r e l camino. A


e se paso los beignets y e l café au lait [15] le s iban a se rvir
de me rie nda.

C arlota obse rvó las puntas de sus botine s de ante con


aire ause nte . Era agradable pasar la mañana e n
compañía de ge nte a la que apre ciaba y de scubrie ndo
con inte ré s un poco más de l mundo pe ro… si tan sólo
lograse quitarse e se be so de la cabe za…

—¿Charlotte ?

El corazón le dio un vue lco cuando cre yó que e staba


sufrie ndo alucinacione s. Pe ro los cristale s oscuros de
David re fle jaron su asombro e n cuanto giró sobre sí
misma.

—Ho-hola —balbuce ó—. ¿Qué hace s aquí?

S i la noche ante rior a punto e stuvo de hace rle pe rde r


la cabe za, e sa mañana la de jó sin palabras.

No había e n su rostro ningún rastro de sue ño. No


había oje ras bajo la montura de las gafas, se que dad e n
su pie l ni torpe za e n su le ngua. Todo e n é l e ra impe cable ,
brillante , fre sco. Nada de lataba que , a las cinco de la
madrugada, su cue rpo se había pre sionado contra e l
suyo e n mitad de Bourbon Stre e t.

Lucía un fino je rse y a rayas ne gras y blancas, re ple to


de cre malle ras e nve je cidas e n cada costura con las que
C arlota omitió fantase ar. Unos pantalone s ne gros de
pinza re cubrían sus largas pie rnas. La combinación
pe rfe cta e ntre un niño de papá y e l clie nte más asiduo de
un mote l de carre te ra.

S alvo que no e ra ninguna de las dos cosas, o tal ve z sí,


quié n lo sabía, y e so la e xcitaba todavía más.

—V ivo aquí —fue su re spue sta, y C harlie trató de


re cordar cuál había sido la pre gunta que la había
e vocado.

—¿En Tulane ? ¿Estudias aquí? —indagó, sorpre ndida


por la casualidad. Esa ciudad de bía de se r más pe que ña
de lo que pe nsaba.

—No. En S aint C harle s. Mi casa e stá por allí —se ñaló


e n la le janía con de sgana.

El codo de Adri se clavó e n su e stómago. S us amigas


se habían ace rcado a e llos con sigilo y ahora luchaban
con sus propias e indomable s babas.

—Encima tie ne dine ro —susurró Adri e n su oído.

De sde lue go. S aint C harle s no e ra ningún suburbio, a


juzgar por las impone nte s mansione s ajardinadas que se
alzaban a ambos lados de la ace ra.

David miró a su amiga con una sonrisa cómplice y


lue go se inclinó sobre C arlota, la palma de su mano e n
torno a su ante brazo con de licade za.

—¿Podría robarte unos minutos?

—Te ne mos prisa —la voz de Pablo, fría como e l hie lo,
lle gó de sde atrás, y Carlota tragó saliva.

Él no apartó la mano.

—Sólo quie ro hablar contigo a solas un mome nto.

—Está bie n.

C uando la atrajo hacia é l con una sonrisa, imáge ne s


borrosas de la madrugada volvie ron a rondar su me nte .
Pe ro e sta ve z no iba a be sarla, sino que se limitó a
hace rse a un lado y de jarla pasar. Hasta e ntonce s,
C harlie no se había pe rcatado de la pre se ncia de Danie l y
los de más justo de trás de su e spalda. De nue vo su
pre se ncia la intimidó.

C aminaron juntos hasta la e squina con J e ffe rson


Ave nue . David se quitó las gafas y las colgó de l cue llo de l
je rse y. S us ojos azule s volvie ron a marcarla, aunque e sta
ve z había algo e n e llos que los hacía aún más pe ligrosos.

Calidez.

*****

Carlota suspiró.

—¿Sie mpre consigue s todo lo que quie re s?

Él ni siquie ra pe stañe ó.

—Sie mpre —conte stó sin vacilar.

Un e stre me cimie nto re corrió su e spina dorsal. Un


e stre me cimie nto que la obligaba a huir de l rie sgo que
e nce rraba e sa palabra, por un lado, y que la e mpujaba,
no obstante , a pone r a prue ba la ve racidad de su
afirmación. Q ue la hacía que re r sabe r, incluso, cuántas
de sus proposicione s, sin importar e l grado de de ce ncia
e n e llas, e staría dispue sto a ace ptar.

—¿Y bie n? ¿Qué que rías de cirme ?

—Que ría pe dirte disculpas.

C harlie pe gó un brinco ante sus palabras y e l ge sto de


profunda y since ra contrición que las acompañó.

—¿Pe rdón?

—Sí, por lo ocurrido aye r.

—No importa. Yo… tampoco de bí comportarme así.


Fue muy grose ro por mi parte .

S us manos, de pronto, e staban e n e l aire , soste nidas


por las de David. De no se r por la clase de salvaje s
instintos que de spe rtaba e n e lla sin que re rlo, habría
podido conside rar la situación casi…romántica.

—No tie ne s que disculparte . F ui yo quie n pe rdió e l


control y se aprove chó de l mome nto —sus ojos
adquirie ron un brillo ange lical—. Te rue go que me
pe rdone s y te prome to que nunca volve rá a pasar.

Toda la noche soñando con pe rde rlo de vista y, ahora


que se lo ponía e n bande ja, los ne rvios de C arlota se
re torcie ron de añoranza. Fantástico.

—Y, para de mostrarte mi arre pe ntimie nto, quie ro que


me de s la oportunidad de e nme ndarlo como e s de bido.

—¿C ómo? — te me rosa de la re spue sta, dio un paso


atrás.

David sonrió con la inoce ncia de un niño pe que ño.

—Pe rmite que te invite a ce nar. Esta noche .

S i hubie ra lle vado pue stas las malditas gafas de sol,


tal ve z habría te nido alguna posibilidad de re sistirse .
Pe ro, sin e llas, la batalla e staba pe rdida de ante mano.

—De acue rdo.

—¿Te vie ne bie n a las ocho?

—Sí, claro, a las ocho, pe rfe cto. Gracias por pre guntar.

David la miró con e xtrañe za.

—¿Me agrade ce s que te pre gunte ?

C arlota se hubie ra dado un bue n par de cabe zazos


contra la farola si é l no hubie ra e stado pre se nte .

—Olvídalo. Cosas mías —sonrió.

De ningún modo iba a de cirle que , cuando salía con


Pablo, e ra é l quie n disponía la fe cha y hora de sus
e ncue ntros, sin te ne r e n cue nta sus plane s. No hacía falta
que ade más de se ductor, inte lige nte , e ducado, guapo y
fascinante me nte atraye nte , se cre ye ra tambié n supe rior
al re sto de su se xo. Si e s que no lo hacía ya.

—Te paso a buscar. A las ocho. Ponte pre ciosa —le


de dicó una hambrie nta mirada que la re corrió de la
cabe za a los pie s e hizo que sus rodillas te mblaran como
ge latina—. S i e s que e s posible que pue das e starlo más
aún.

Para cuando C arlota re cupe ró e l habla, é l ya se había


ale jado. Acompañado de sus e te rnos e scoltas,
de sapare ció al doblar la e squina.

Adri se colgó de sus hombros con un ataque de


histe ria que hubie ra asustado a Charcot [16].

—¡O h, Dios! ¡O h, Dios! ¡O h, Dios! —re pe tía sin parar—.


¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha dicho? ¿Qué te ha dicho?
—Nada. Me ha invitado a ce nar.

Lari y Adri se pusie ron a saltar y a be rre ar como locas


e n mitad de la calle , sin pre star ate nción al sonrojo que
cubría sus me jillas. Pablo y los de más se ace rcaban con
paso firme por la ace ra y C arlota trató de disimular
cuando vio la mirada ase sina que le dirigía.

Adri volvió a abalanzarse sobre e lla.

—Te re cue rdo que aún te ne mos una conve rsación


pe ndie nte . Y de spué s de ve r cómo e se tío te de voraba
con los ojos, no se te ocurra volve r a me ntirme . Algo
pasó aye r, y algo gordo.

El traye cto e n uno de e sos de startalados autobuse s


amarillos y blancos que re corre n las calle s de Nue va
O rle ans habría sido inte re sante , igual que e l e stupe ndo
de sayuno que le s sirvie ron bajo e l cé le bre toldo ve rde de l
C afé du Monde , si C arlota hubie ra te nido la cabe za e n su
sitio.

Pe ro mie ntras mojaba los e sponjosos dulce s e n la taza


de café , e spolvore ando de azúcar la supe rficie de la
me sa, no podía de jar de pe nsar e n la noche que te nía por
de lante .
Hubie ra de se ado se ntir mie do o ne rvios o te mor al
ridículo. Le hubie se e ncantado que las e xpe ctativas
fue ran lo bastante bajas como para aguardar su cita con
indife re ncia, o incluso de se ando que te rminase de una
ve z.

S in e mbargo, sólo podía se ntir fie bre . Y los se se nta y


se is grados F ahre nhe it de l ambie nte no te nían nada que
ve r.

Capítulo IX

—No pie nso conse ntir que me convirtáis e n un


maniquí.

—Ve nga ya, e stás pre ciosa…

C arlota se giró e n la silla y re cibió un brochazo de


colore te e n cada me jilla.

—De ja que me ve a y ya te diré si e stoy pre ciosa o


no…

Adri re funfuñó mie ntras se ace rcaba a la pale ta de


sombras de ojos abie rta e ncima de la me sa.

—F íate de nosotras —Lari le guiñó un ojo de sde e l


inte rior de l armario, donde se afanaba e n re cole ctar
pe rchas y de se char mode los.

C harlie le s e chó un rápido vistazo a sus amigas. Adri


había basculado toda la sombra ne gra de l e stuche sobre
sus párpados, y Lari… En pocas palabras, Lari pare cía
una pue rta.

No e ra fácil se ntir confianza e n e sas condicione s.

—David va a alucinar cuando ve a cómo te e stamos


de jando —Adri se guía re volvie ndo e n su e norme ne ce se r
de cosmé ticos.

—C re o que me conformaré con que no salga


corrie ndo.

Su amiga la miró con fije za.

—C ré e me , cariño. La que va a te ne r que corre r para


quitárse lo de e ncima e re s tú.
C arlota se abstuvo de hace r ningún come ntario al
re spe cto. No había nada que pudie ra de cir cuando ni
siquie ra e lla confiaba e n su capacidad de apartar a David
si las cosas se ponían pe liagudas.

Un silbido proce de nte de l armario captó su ate nción.

—Aún no me pue do cre e r que hayas traído tan poca


ropa, Charlie . Tu fondo de armario e stá bajo mínimos.

—No me cabía e n la male ta pe que ña.

—Da igual —Lari frunció e l ce ño para re gañarla—.


Todo lo que hay aquí e s tan… soso.

—¡Eh!

—¿Dónde pe nsabas que ibas? ¿A un safari?

—Zorras —C arlota apre tó los die nte s al ve r que Adri


le re ía la gracia por una ve z e n su vida.

Lari no hizo caso y continuó su cantine la e ntre los


trapos.

—Hay que hace r algo urge nte . C omo ir de compras,


por e je mplo.
C harlie iba a de cir que a e lla e l dine ro no le sobraba,
que te nía cosas más útile s e n que e mple arlo que e n
traje citos de muñe ca y que no te nía inte nción de salir con
nadie cuando hizo la male ta, pe ro pre firió que darse
callada.

—¡S í, de compras! —la se cundó Adri—. Mañana nos


vamos de compras, me pare ce un bue n plan.

¿Qué demonios les pasa a mis amigas con el consumismo?

—Ya e stá. Éste e s pe rfe cto. Y si no te gusta, dimito.

C onte mpló e stupe facta e l e scotado ve stido rojo de


raso con la e spalda de scubie rta que le mostraba su
amiga.

—Ni de coña —afirmó me ne ando la cabe za.

—¡Vamos, se guro que te que da de mie do! ¡Adri,


convé nce la!

Adri miró a Larisa con un de je de incre dulidad.

—¿Q ué más da lo que se ponga? S e a lo que se a, se lo


van a quitar con los die nte s…
Carlota hundió la cabe za e ntre sus manos.

—Basta, basta, basta ya, por favor…

—Ne na, de spué s de e se be so maravilloso, incre íble y


e xtático que nos acabas de de scribir, me nie go a cre e r
que no quie re s nada con e se hombre …

—No quie ro nada con e se hombre .

—Re pite e so mirándome a los ojos.

Hizo lo que Adri le pe día.

—No quie ro nada con e se hombre .

S u amiga se ace rcó hasta apoyar las palmas e n los


re posabrazos de la silla. S e inclinó sobre e lla con una
sonrisa maliciosa e n su anguloso rostro.

—No te cre o.

Charlie e stuvo a punto de chillar.

—¡A ve ce s me e xaspe ras, Adriana!

—Ya somos dos… —bufó Lari, que aún soste nía la


pe rcha con e l ve stido.
Como castigo, re cibió una mirada ase sina de Adri y un
brochazo de colore te e n mitad de la fre nte . S e asustó
tanto que corrió a se pultarse de nue vo e ntre sus ropas,
pre stando e spe cial ate nción a todas las pre ndas que no
e ran de color rojo.

Adri se dio la vue lta e mpuñando aún e l arma


homicida, de la que se guía caye ndo un lige ro polvillo que
se de svane ció ante s de tocar tie rra.

—Y ahora tú —masculló e n dire cción a C arlota—, me


vas a e xplicar por qué e re s tan te rca y tan ne gativa.

—Ya sabe s por qué —suspiró e lla—. Me nie go a


aguantar las ame nazas de lapidación de Pablo e l re sto de
mis días. Y no e s por é l —aclaró al ve r e l ge sto obtuso de
su amiga—. Tambié n e s por mí. Q ue lo nue stro se haya
acabado tampoco quie re de cir que se a justo re stre garle a
otro por la cara. Aún lo e stá pasando mal…

—Ha te nido tie mpo de sobra para aclimatarse a la


nue va situación —bufó Adri—. Tie ne s que vivir, C harlie .
No pue de s se guir posponie ndo tu vida hasta que Pablo
de je de e star obse sionado contigo porque , para tu
de sgracia, e so nunca va a pasar.
—Pe ro y si…

—Ningún pero —Adri pare ció sorpre nde rse ante lo


mate rnal que sonó su ré plica—. S e te acaba de pre se ntar
una oportunidad maravillosa, no se as tan tonta como
para de jarla e scapar…

La mirada de C arlota se oscure ció. Tanto, que Lari


abandonó su re fugio e n e l armario y se ace rcó a e lla para
acariciarle la rodilla.

—¿Qué te ocurre , cariño?

—Que yo no cre o que se a tan maravillosa —admitió al


fin.

—Ya me pare cía a mí que había algo más de trás de


todo e sto…

—Calla, Adri, dé jala te rminar.

C arlota se puso e n pie y se pase ó por la habitación,


con e l pantalón de l pijama colgando y la cabe za lle na de
rulos.

—No e s nada, de ve rdad, sólo que … Hay algo e n todo


e sto que me hace de sconfiar. C omo si tuvie se trampa —
se acarició los brazos e n un ge sto de inde fe nsión que sus
amigas conocían muy bie n—. No quie ro soltar e l rollo
de mi-vida-ha-sido-una-mierda y nunca-he-tenido-nada, pe ro e s
que e s así. Nadie me ha re galado nada, y no me e ntra e n
la cabe za que de re pe nte caiga un ánge l de l cie lo
dispue sto a cumplir todos mis de se os. No me fío de é l… y
no me fío de mí.

—¿Y e so por qué ? —inquirió Lari.

—Porque se ría muy fácil e namorarse de alguie n así—


re conoció mirándolas a los ojos—. S e ría muy fácil
que darse e nganchada con un ge nio de la lámpara, que
e ncima e stá como un tre n y me vue lve loca.

—¡Vaya! Qué sorpre nde nte arranque de since ridad…

—No se as boba, Adri. Ya sabías que e ra así. Mie nto


muy mal —trató de brome ar.

—Es cie rto. Pe ro sigo sin e nte nde r dónde e stá e l


proble ma —Adri se ace rcó a e lla y de tuvo su andar
inquie to—. Te e ncanta, le e ncantas, e stás a más de die z
mil kilóme tros de tu casa y has ve nido a pasárte lo bie n…

—Sí, y de ntro de se te nta y dos horas ni siquie ra e staré


aquí —le re cordó Charlie .
Adri la agarró por los hombros.

—¡Pue s me jor! —dijo a voz e n grito.

Junto al tocador, Lari se e sme raba e n de jar sin un pe lo


las púas de su pe ine .

—Yo te e ntie ndo, Charlie .

—¡O h, e stupe ndo! —Adri alzó los brazos y los volvió a


de jar cae r con impote ncia—. Ya salió la ve na juiciosa de
S or Larisa. Ne na, que tú sigas e spe rando que Nacho
apare zca un bue n día con un anillo de diamante s y las
e scrituras de una hipote ca, no quie re de cir que todas
que ramos se guir tus re ctos pasos.

—¡Eso no e s ve rdad! —se ofe ndió la aludida.

—¡S í que lo e s! —Adri buscó e l apoyo de C arlota, que


asintió con la cabe za.

—Lo e s —confirmó, como si fue ra lo más obvio de l


mundo.

Adri hizo caso omiso de l puche ro de la rubia y se


volvió una ve z más hacia su me jor amiga.
—Carlota Vice nte …

—Adriana Latané —parodió Charlie .

—Te conozco como si te hubie ra parido y e stoy harta


de ve rte de ambular por las e squinas con cara de alma e n
pe na. De ve r cómo te pie rde s las cosas bue nas de la vida
por tus malditos pre juicios o tu alma de mártir
incompre ndida. Estoy hasta las narice s de tu pe simismo,
de que ante pongas a los de más ante s que a ti misma y de
que nunca te de cidas a se r fe liz de una puñe te ra ve z. Así
que te vas a pone r más guapa que nunca, vas a bajar a la
calle , vas a disfrutar de tu salida y te vas a come r a e se
hombre hasta que no que de ni un jodido pe lle jo,
¿e nte ndido?

Carlota e ntre ce rró los ojos.

—No me voy a come r a e se hombre .

Adri se mordió los puños para amortiguar su grito.

—De ve rdad que no sé qué voy a hace r contigo. No lo


sé .

—S e a lo que se a —inte rrumpió Lari—, hazlo rápido.


Esta chica e stá e n pijama y son las ocho me nos die z.
*****

C uando lle gó a la ace ra, de spué s de bajar las


e scale ras a ve locidad supe rsónica y trastabillar con los
tacone s a travé s de la re ce pción, una figura más ne gra
que la noche la e spe raba ya fre nte al hote l.

Había sustituido su e te rna chaque ta de cue ro por una


ame ricana lige ra de paño. Gracias a que la lle vaba
de sabrochada, se podía le e r con facilidad e l me nsaje
impre so e n la pe che ra de su camisa ne gra. Run away! [17]
Carlota re sopló. No de be ría de círse lo dos ve ce s.

Tambale ándose , e n parte por los ne rvios y e n parte


por los zapatos de punta de Lari, caminó hasta é l.

Aminoró e l paso cuando los ojos de David se fijaron


e nfadados e n e l ve stido ne gro de tirante s al cue llo con e l
que la habían disfrazado y rápidame nte se ocultaron tras
las gafas de sol, hasta e ntonce s e n lo alto de su me le na
rubia.

Ge nial. La había cagado. No sólo pare cía una puñe te ra


apre ndiz de Barbie sino que e ncima su cita se
ave rgonzaba tanto de su atue ndo que se e scudaba tras
su uniforme de incógnito.
C uando volvie ra al hote l iba a matar a sus dos
amigas, si e s que podía llamarlas así, por habe rle
e ndosado aque lla pre nda de nylon tan fino que pare cía
transpare nte . Se se ntía asque rosame nte vulgar.

—Hola —la saludó.

Le dio un be so e n cada me jilla e n cuanto lle gó a su


altura. C arlota volvió a se ntir que e l pe ne trante aroma
que la había e nvue lto la noche ante rior inundaba sus
fosas nasale s. S e le e rizó e l ve llo de los brazos y, una ve z
más, se sintió vacía hasta nive le s absurdos cuando se
apartó.

—Hola —re spondió.

Ne rviosa y asustada, sonrió. David tambié n. Pe ro no


se quitó las gafas.

Aunque no podía pe rcibir sus movimie ntos oculare s,


supo que la e staba re corrie ndo de arriba abajo cuando
hizo un ge sto vago e n dire cción a sus pie s.

—Te has pue sto tacone s.

Magnífico. No sólo corría e l rie sgo de re torce rse un


tobillo, sino que ade más re sultaba lo bastante ridícula
como para captar la ate nción de un tío.

—Sí, son de mi amiga. ¿Por qué ?

—La otra noche , e n Utopia… —David de jó de sonre ír y


sus labios se alargaron e n un ge sto se nsual—. Dijiste que
nunca usabas tacone s.

Carlota se que dó sin habla.

—¿Re cue rdas e so?

Él re cupe ró la sonrisa.

—Re cue rdo todo.

S u voz sonó más ronca de lo habitual. C omo si su


angé lica arrogancia hubie ra madurado de la noche a la
mañana y no fue ra más que un hombre ; sólo e so.

C arlota se balance ó sobre e l mole sto calzado. Q ue no


quisie ra irse a la cama con é l —más bie n, que no quisiera
querer irse a la cama con é l—, tampoco significaba que su
ide a de dive rsión consistie ra e n pe rmane ce r parada e n
me dio de Toulouse S tre e t mie ntras e l tipo más guapo que
había visto e n su vida la obse rvaba con conce ntración
mal disimulada.
—¿Dónde vamos a ir? —pre guntó cuando no tole ró
más su e scrutinio.

—Es una sorpre sa —informó con una sonrisa lánguida


mie ntras la tomaba de l brazo.

El traye cto hasta C hartre s S tre e t, de ntro de l Barrio


Francé s —¿hay vida más allá del Vieux Carré? —, sirvió para
re lajarla. Le consoló que David no la soltara e n todo e l
camino. Al me nos no e staba tan ave rgonzado como
te mía.

Para cuando lle garon a de stino, su pre se ncia había


te nido sobre su le ngua e l mismo e fe cto que la noche
ante rior y, cosa rara e n e lla, parlote aba sin de scanso.

—Es aquí —David fre nó e n se co ante un pre cioso


e stable cimie nto de pue rtas blancas y toldos dorados
—. Bacco.

La le ngua de C arlota, tan sue lta hasta e se mome nto,


volvió a pe garse a su paladar.

—Pe ro… por todos los…

S e e mbe le só con la galante visión de l re staurante e n


mitad de la e stre che z de C hartre s S tre e t. Era como si
hubie ran cogido e l Ri y lo hubie ran e ncasque tado e n un
suburbio. S e maravilló con e l e spíritu contradictorio de
Nue va O rle ans. Una pre ciosa fachada de e stilo
ne oclásico ante la que e staba prohibido aparcar para no
de slucirla—increíble —, y, justo al lado, un fe o e dificio de
ladrillo con una e scale ra de ince ndios e n e l fre nte .

—¿Te gusta? —inquirió David, y e l de je de ilusión e n


su voz la sorpre ndió más aún.

—Por favor, e so ni siquie ra tie ne s que pre guntarlo.


Lle vo cinco días comie ndo e n McDonald´s. Mis papilas
gustativas e stán al borde de l colapso.

Le gustó la carcajada fre sca de David, al igual que su


e xpre sión satisfe cha. Le gustó más de lo que le hubie ra
gustado que le gustara.

—Vamos de ntro —dijo é l, y su mano le re corrió la


e spalda e n una caricia inconscie nte —. C re o que aún no
tie ne n se rvicio e n te rraza.

Le abrió la pue rta con un guiño y C arlota se vio


absorbida por un ambie nte cálido, luminoso, sofisticado.
Era como una ne bulosa onírica, e ntre e l tintine o de los
cubie rtos, la música ambie ntal y los coordinados pasos
de los camare ros, que pare cían e star e je cutando un
complicado balle t.

E l ma ît re le s dio la bie nve nida y C harlie se sintió


complacida ante la mirada aprobadora que lanzó a su
ve stido. Al me nos a alguie n le gustaba. Eso re bajaría la
conde na a mue rte de las chicas; tal ve z lo de jaría sólo e n
cade na pe rpe tua.

—White —pronunció David con frialdad, y las gafas de


sol volvie ron a su coronilla.

—Si me pe rmite n…

El hombre captó al instante la ame naza implícita de su


tono, porque abandonó e l mostrador y los condujo a
travé s de l amplio salón hasta su me sa. S kylight Room [18],
re zaba e n una e squina.

—Es pre cioso —e l rostro de C arlota e staba


arre bolado por la ale gría y la fascinación.

David e chó un vistazo al carte l y lue go al te cho curvo


de l local, iluminado por aplique s que bañaban la bóve da
de claroscuros.

—Es irónico —dijo é l. Y no volvió a pronunciar palabra


hasta que tomaron asie nto, a pe sar de las miradas de
e xtrañe za de su acompañante .

C harlie se sintió intimidada cuando le s lle varon la


carta. En prime r lugar, porque e n su vida había probado
platos con nombre s tan e nre ve sados. En se gundo,
porque todos ve nían con unos pre cios con tantas cifras
como le tras te nía su nombre .

David conte mpló su e xpre sión mortificada y le le yó los


pe nsamie ntos.

—No se te ocurra pre ocuparte por los pre cios. Esta e s


mi ocasión para pe dir disculpas y disfrutar de tu
compañía y no quie ro que te sie ntas mal por algo tan
e stúpido como e l dine ro. Quie ro que la disfrute s.

C lavó sus ojos e n e lla con una te rnura inusitada y, por


una ve z, C harlie hubie ra pre fe rido que los cristale s
oscuros lo hubie ran e vitado.

—¿S abe s? —carraspe ó— Nunca he probado


e l carpaccio. Pe ro me he fijado e n que sie mpre lo pide n e n
las pe lículas.

David sonrió y acarició con vague dad su mano. La


cartulina de l me nú te mbló e ntre sus de dos.
—¿Y de se gundo?

—¿Más? —Carlota abrió unos ojos como platos.

Los labios de David se ace rcaron a su rostro hasta


límite s casi inde corosos.

—Dé jame conse ntirte —susurró.

Ella se apre suró a se pultar la vista e n e l pape l.

—Ravioli —borbotó. No se mole stó e n pasar de l


prime ro de la lista.

—¿Sabe n ya los se ñore s lo que de se an tomar?

La voz e mpalagosa de l camare ro, con su me zcla de


inglé s y cajún, inte rrumpió su pe rturbación, y C arlota se
sintió agrade cida. Expulsó todo e l aire y se de jó cae r con
suavidad sobre e l re spaldo, aguardando a que David
finiquitara e l pe dido. Hasta que notó que dos pare s de
ojos impacie nte s se posaban e n e lla.

No pudo e vitar se ntirse ridícula cuando se dio cue nta


que e staban e spe rando su pe dido, pe ro se sintió tan
valorada que poco le importó.
—Oh, excuse me —e xclamó ple tórica—. Carpaccio and
lobster ravioli for me, please.[19]

Podría habe rse e namorado ahí, e n e se instante y


lugar, de e se hombre . Miró a David con más e ntusiasmo
de l que de be ría, pe ro e staba tan conte nta de que la
hubie ra de jado pe dir a e lla que se incorporó e n la me sa y
e scuchó e l re sto con ate nción. S i Pablo hubie se e stado
ahí, le habría he cho un corte de manga.

Eso por imbécil.

Y, tal ve z, se habría quitado e l ve stido y danzado


de snuda sobre la me sa tambié n.

S e ce ntró e n la pe caminosa boca de David, e n la


ce rcanía de sus rodillas bajo e l mante l y e n e l re cue rdo
de su mirada hambrie nta mome ntos ante s. Tambié n e n
su propia y late nte e xcitación.

No, lo del vestido mejor no.

—…yeah, shrimp and boudin at first. A nd then, crabmeat


pappardelle, please.

—¿Any wine? [20]


Ante la pre gunta, David dirigió una prolongada mirada
hacia su e scote . C arlota se que dó sin alie nto con e l
análisis.

—Sauvignon —de claró é l al fin. S us ojos asce ndie ron


de l busto a los ojos ambarinos de la jove n—. S í,
e l S auvig non [21] e s pe rfe cto —murmuró, más para sí
mismo que para e l camare ro.

El e mple ado de sapare ció camino de la cocina y


C arlota suspiró, de jando que e l nudo de su garganta se
pase ara arriba y abajo.

—Cie rra los ojos —le pidió David.

—¿Por qué ?

Él la re pre ndió con un frunce de su ce ño y una sonrisa


pícara que la de rritió.

—No se as curiosa y cié rralos.

O be de ció, y e l pulso se le ace le ró. De scubrió, e n sólo


una milé sima, lo e xcitante que podía lle gar a se r la
oscuridad.

—Ya pue de s abrirlos.


S obre su plato, ante s vacío, había ahora una pe que ña
caja re ctangular, cubie rta de pape l ce lofán suje to con un
lazo.

¿Qué es esto?, inquirió con la mirada, y su mano re cibió


un e mpujoncito cariñoso por toda re spue sta.

La abrió. Y se que dó muda.

A David no de bió de gustarle su e xpre sión, porque no


tardó e n disculparse .

—No que ría re galarte algo tan burdo como una caja
de bombone s, y como supuse que te gustaban los
animale s…

En e l inte rior de una caja de plástico transpare nte , un


cocodrilo de chocolate re posaba sobre un le cho de hie rba
artificial. Cada e scama había sido labrada al de talle , y sus
ojos blancos de stacaban por e ncima de su re torcida cola.

—Es ge nial. De ve rdad. Y ace rtaste —Carlota le dirigió


una sonrisa since ra—. Me e ncantan los animale s.

Pare ció aliviado.

—¿Se guro?
—Estudio Biología, ¿re cue rdas?

S u risa fre sca y su inte ré s la conmovie ron. Una ve z


más, la había ve ncido ante s de sabe r incluso que e staban
compitie ndo.

—No te nías que habe rte mole stado, pe ro… me


e ncanta. Gracias, David.

Durante un se gundo, pe nsó que le había mole stado su


since ridad. Pe ro su ge sto de dolor al soste ne rse la cabe za
la alarmó.

—¿Te e ncue ntras bie n?

Un se gundo, dos, tre s. De re pe nte , ahí e staba otra


ve z. C on su sonrisa impe cable y e sos ojos azule s
atrave sando los suyos.

—Pe rfe ctame nte —musitó.

—¿De ve rdad? ¿No e stás e nfe rmo?

Él rio, y Carlota supo que se había asustado por nada.

—De la cabe za, quizás. Lo de más e stá e n bue na


forma.
No hace falta que lo jures. Ante s de pode r conte ne rse ,
C harlie ya le e staba dando un re paso con la mirada a
toda su saludable constitución.

—¿Pue do pre guntarte una cosa?

—Claro, chérie.

—¿Hay alguna razón que te impida quitarte la


chaque ta?

David bajó la mirada y C arlota se arre pintió de se r tan


e ntrome tida.

—En re alidad… no —e ra la prime ra ve z que lo oía


titube ar. Mala se ñal—. Es sólo que … hay una parte de mi
anatomía que no me gusta e nse ñar.

Ella e narcó una ce ja. No podía se r que un e je mplar de l


gé ne ro masculino como é se tuvie ra proble mas de
inse guridad. No era posible.

David dudó un mome nto ante s de de cidirse a de slizar


e l cue ro por sus hombros. C arlota se te nsó cuando la
pre nda de rrapó e n sus codos y cayó sin vida sobre e l
asie nto. Él se giró con rapide z para colgarla de l re spaldo,
pe ro, a simple vista, no pare cía habe r nada fue ra de lugar
e n su cue rpo. En su formidable cue rpo.

Entonce s re cupe ró su posición y C arlota ahogó un


grito. En su cue llo, oculto hasta ahora por las solapas de
la chaque ta, había un e xtraño dibujo de círculos y
símbolos, con e l mismo color de las que maduras añe jas.
Una pode rosa víbora tatuada e n tonos ve rdosos se
e nroscaba a lo largo de todo su brazo de re cho, hasta
lame r e l dorso de la mano con codicia.

S u re spiración se agitó, pe ro no pudo apartar los ojos


de la se rpie nte . Era tan re al… S us iris rojizos pare cían
obse rvarla de sde la pie l, y un e stre me cimie nto lascivo la
re corrió. Una e moción ve rgonzosame nte similar a los
ce los.

Un plato de carpaccio se inte rpuso e n su camino, y se


obligó a calmarse ante s de agarrar e l te ne dor. David se
había que dado callado y se de dicaba a de sdoblar la
se rville ta con pulcritud y se rvir e l vino.

—El dibujo de l cue llo —come nzó, sabie ndo que no


de bía me te rse donde nadie la llamaba—… ¿te lo hiciste
tú?

—F ue un jue go. De rol. Hace años —conte stó sin


de mora.

Ella frunció e l ce ño.

—¿Ere s de e sos?

—Todo e l mundo tie ne un pasado, ¿no? —y aunque


pudie ra re sultar incre íble , pare cía ave rgonzado al de cirlo.

Carlota se e ntriste ció al comprobar que la complicidad


de la que pare cían gozar hacía sólo unos minutos se
había de svane cido. Le dolió más de lo que le gustaría
re conoce r, e n sitios prohibidos.

—Eso… tie ne bue na pinta —se ñaló e l plato de David,


donde unos cuantos langostinos rode aban una pirámide
de arroz y salsa de aspe cto muy picante .

—S í, e s uno de los platos típicos de Louisianna. C omo


los cocodrilos de chocolate .

C harlie sonrió mie ntras se lle vaba un trozo de


pimie nto a la boca.

—¿Por qué un cocodrilo?

Él pare ció re cupe rar la confianza, así que se limpió las


comisuras con la se rville ta y come nzó a parlote ar.

—El cocodrilo e s la mascota oficial de Nue va O rle ans.


Lo raro e s que no te hayas e ncontrado a ninguno aún —
brome ó—. Tie ne n montone s de e llos e n e l bayou.

—¿El bayou?

—Sí, e s una zona pantanosa, una re se rva natural. Casi


pare ce me ntira e ncontrar un pe que ño trozo de se lva e n
mitad de la ciudad, pe ro nada e s imposible e n Nue va
Orle ans.

Carlota rio mie ntras ase ntía con la cabe za.

—S í, e mpie zo a darme cue nta de e llo —afirmó, y la


mirada de David se iluminó de pronto.

—¿Te gustaría conoce rlo?

—¿El bayou?

—S í. Estoy se guro de que te e ncantaría. Podrías ve r


uno de e sos —se ñaló con una burla hacia e l cocodrilo—
e n vivo y e n dire cto. ¿Te ape te ce ir mañana?

Por supue sto que le ape te cía. Muchísimo. Aunque e llo


supusie ra rompe r todas las re glas que se había impue sto
a sí misma hacía un rato.

—Mañana no pue do —confe só—. Mis amigas quie re n


obligarme a ir de compras.

—No importa. Lo me jor de l bayou e s e l amane ce r.


Pue do re coge rte y de volve rte al hote l ante s incluso de
que se de spie rte n.

De nue vo e l camare ro la salvó de te ne r que dar una


re spue sta inme diata. Los ravioli hume aban de lante de sus
ojos y se le hizo la boca agua cuando olió e l
acompañamie nto a base de cre ma de champán y
marisco. S ólo unos gramos de lo que e lla iba a e ngullir
costaba una auté ntica fortuna, pe ro con las prisas no se
fijó e n e l pre cio.

—De acue rdo —ace ptó—. Mañana vamos al


fa m o s o bayou. Pare ce s conoce r bie n e sta ciudad —
apuntó.

—Pue s, aunque no lo cre as, tambié n e s la prime ra ve z


que ve ngo.

Carlota de jó cae r e l cuchillo.


—¿En se rio?

—S í. Pe ro mi… tío —é se de l que te hablé , e l que me


pre stó la casa— vie ne muy a me nudo. Él me contó todo lo
ne ce sario para sobre vivir e n e ste lugar de locos.

—La ve rdad e s que e s una ge nte un tanto pe culiar —


dijo e lla e n voz baja inclinándose hacia ade lante .

David le guiñó un ojo, tambié n más ce rca de lo que


había e stado hacía un instante .

—¿Un tanto?

—Tie ne s razón: una barbaridad. Pe ro tambié n tie ne su


e ncanto.

—Eso de sde lue go. ¿Te e stá gustando lo que has


visto? ¿Lo e stás pasando bie n e n tu viaje ? —inquirió.

C harlie tomó un sorbo más de vino ante s de


re sponde r.

—Muy bie n. Y sí, me e stá gustando. En re alidad, me


e s t á enamorando. Nunca cre í que e sta ciudad me
transmitiría… tantas cosas. Me hace se ntir ple na de una
forma que no conocía.
Él asintió con la cabe za.

—Te e ntie ndo muy bie n. Me pasa algo similar.

Entonce s e scondió e l rostro y Charlie no pudo adivinar


si hablaba e n se rio o si lo de cía de broma.

—¿S ois pocos alumnos e n tu unive rsidad? —continuó


é l.

—No, es una unive rsidad muy conocida.


Somos bastante s, cré e me . ¿Por qué ?

—Pe ro tu grupo e s pe que ño.

Ella puso cara de circunstancias.

—S í. Los e ncargados de organizar e l viaje no


logramos pone rnos de acue rdo y optamos por
re partirnos por e l mundo. Mi grupo e s e l más pe que ño;
sólo somos Adri, mi me jor amiga; Lari, mi otra me jor
amiga; Albe rto, que e stá como un ce nce rro, pe ro e s
bue na ge nte ; Nacho, que sie mpre fue un poco rarito y…
Pablo.

David de tuvo e l te ne dor de camino a su boca.


—¿De Pablo no dice s nada?

—De Pablo no me re ce la pe na que diga nada —


farfulló.

—Entie ndo. Pablo e s e l que te miraba como si


e stuvie ras come tie ndo un doble pe cado mortal e l día que
nos conocimos, ¿no?

Carlota abrió mucho los ojos.

—No me lo pue do cre e r —dijo, mue rta de la


ve rgüe nza—. Hasta tú te diste cue nta.

Volvió a acariciarle la mano con te rnura.

—Bue no, no e ra difícil. Aunque , si te sirve de consue lo,


soy bastante pe rspicaz.

—S í, ya me había pe rcatado de e so. ¿Por qué no me


cue ntas algo de ti?

David se atragantó con e l vino.

—No hay mucho que sabe r. Ya te conté todo lo


importante aye r por la noche .

—O h, vamos, e s imposible que la vida de una pe rsona


pue da re sumirse e n tre s frase s.

—Pre fie ro hablar de otras cosas.

—¿Cómo por e je mplo?

—C omo por e je mplo de ti. De tus sue ños. De lo que


hace s nada más le vantarte . De tu pe lícula favorita. De
cómo y cuánto te gusta que te acaricie n…

—¿Los se ñore s de se arían tomar algún postre ?

C arlota se de rrumbó e n e l asie nto. Escuchó las


re come ndacione s de l che f mie ntras, con la mano, trataba
de acallar los insiste nte s latidos de su de sbocado
corazón.

—¿Quie re s algo? —le pre guntó David.

—No, gracias —re plicó sin alzar la vista—. Estoy lle na.

—La cue nta, por favor.

C uando e l camare ro se fue , David se volvió hacia e lla


con ojos re lampague ante s.

—Tú pue de s disfrutar de tu propio postre … —susurró.


Saltó ante s de que é l te rminara la frase .

—O ye , mira, sé que tal ve z no de be ría de cirte e sto


ahora, pe ro yo no quie ro nada… Es de cir, no cre o que se a
lo más conve nie nte . Y no sé lo que te has pe nsado, pe ro
no he salido contigo hoy porque busque …

David puso un de do e ntre sus labios. Te rso. Largo.


De licado.

—Me re fe ría al cocodrilo.

Las me jillas de C arlota e nroje cie ron tanto que sus


vasos capilare s pare cían a punto de e stallar.

—Lo sie nto. Yo… de ve rdad, lo sie nto. Acabo de


que dar como una e stúpida.

Y lo soy, por pensar que tú querrías algo conmigo. Ente rró la


cabe za e n sus palmas y la me ne ó con frustración.

—¡He y, tranquila! —David le alzó la barbilla—. Tú no


e re s e stúpida. Aunque me ale gra que me hayas de jado
claras tus inte ncione s. Así e l que no que dará como un
bobo se ré yo.

Genial. Qué gran consuelo.


David pagó la cue nta y salie ron a la quie tud de la
noche . En ve rdad la ciudad e staba de re saca, pue sto que
no había ni un alma a lo largo de todo Chartre s Stre e t.

C aminaron e n sile ncio hasta e l hote l de C arlota.


O diaba e se maldito ve stido, vaporoso y sin bolsillos, que
no le pe rmitía e sconde r las manos. S e se ntía más idiota
que nunca.

—Gracias por todo. Ha sido una noche fantástica, de


ve rdad.

Hoy no habría be so. Ni contacto físico. Ni oportunidad


de subir al cie lo e n los brazos de David. Lo había e chado
todo a pe rde r y se había dado cue nta de masiado tarde de
lo mucho que anhe laba que suce die ra.

—Disfruta de tu postre —le de se ó é l con una sonrisa


inoce nte .

—S í, bue no, re spe cto a e so… —C arlota acarició la


caja con cariño.

—Ya sé lo que me vas a de cir, —la cortó con un


ade mán se co— así que me tomé la libe rtad de solucionar
e l proble ma por mí mismo.
—¿Pe rdón? —pre guntó de sconce rtada.

David se lle vó una mano al inte rior de la chaque ta y


sacó otra caja de l mismo tamaño. Dónde la había te nido
guardada hasta e ntonce s, e ra todo un miste rio.

—Intuía que me dirías que te va a dar pe na come rte e l


cocodrilo y que pre fie re s conse rvarlo como re cue rdo, así
que te compré dos —de positó e l paque te e n su mano
de re cha, mie ntras que la izquie rda se la lle vó a los labios
—. De modo que pue de s palade ar tranquila tu postre …
mie ntras pie nsas e n mí.

De jó cae r un be so e n e l dorso, como un arcaico


caballe ro. Rodó sus labios por la pie l fina de la mano y
de jó un rastro húme do hasta los nudillos. Logró pone rle
la pie l de gallina. Aque l casto be so había sido de todo,
e xce pto decente.

—Paso mañana a re coge rte ante s de l amane ce r.


Fe lice s sue ños, Charlotte.

S e ade ntró e n la noche , y C harlie pe rmane ció ante la


pue rta de l S ainte Marie , he lada, afe rrando las cajas con
ambas manos. No pe stañe ó. C uando la brisa nocturna le
re volvió e l ve stido, subió corrie ndo las e scale ras y se tiró
sobre la cama suple toria. Lari y Adri dormían como
troncos.

De spué s de todo, David había ace rtado. El chocolate


le iba a ve nir de mie do.
Capítulo X

Un BMW Alpina Roadste r V8 de color rojo sangre y sin


capota se de tuvo fre nte a la e ntrada de l S ainte Marie . De
é l de sce ndió una figura grácil y he rmosa, con gafas de sol
y ve stida de ne gro de la cabe za a los pie s, que se apoyó
e n la porte zue la con cara, no de no habe r roto un plato e n
su vida, sino de habe r causado un auté ntico de sastre
nucle ar e n una fábrica de loza.

Astaroth e ntornó los ojos hacia e l balcón y supo que


su e ntrada triunfal había causado e l e fe cto e spe rado.
Tre s muje re s posaban sus ojos como platos sobre e l
coche junto a la ace ra y, con la boca abie rta,
conte mplaban alte rnativame nte su propio cue rpo —una
mirada más que me re cida, por supue sto— cubie rto de
cue ro.

Pe ro sólo la mirada de una de e llas le importaba.

Las sintió cuchiche ar e ntre e llas y, cuando C harlo e


se dio la vue lta para lanzarse e scale ras abajo hasta e l
prime r piso, le dolió e n sitios de sconocidos pe rde r de
vista su mirada fascinada.

Pe ro no e ra é se e l camino que de bían tomar los


aconte cimie ntos, y se re pre ndió por e llo. No de bía
arrie sgarse nunca más a pe rmitir que la curiosidad y e l
de scontrol se apode raran de é l, como había e stado a
punto de suce de r la noche ante rior e n Bacco. La
amalgama de e mocione s de sconocidas, e l é xtasis de los
se ntidos al que e lla le some tía de continuo, no de bían
ve nce rle . Era más fue rte que e so. Había sido cre ado más
fue rte que e lla.
Charlotte lle gó a la pue rta con las me jillas e nce ndidas
y la e sple ndorosa me le na castaña re vue lta. Lo miró con
ojos de cobaya asustada a travé s de l cristal.

Astaroth se pre guntó cómo se ve ría e lla e n e l e spe jo


cada mañana. S e guro que su pe rce pción no te nía mucho
que ve r con la que é l pose ía de su magnífico cue rpo y su
rostro te ntador.

F antase ó ace rca de cómo lo saludaría hoy. Tal ve z


volvie ra a de slizar por su paladar las consonante s de su
nombre . Un nombre que no e ra suyo y que , a pe sar de
e so, le había vue lto loco durante la ce na.

—Bue nos días —dijo e lla con una sonrisa—. O casi


días —agre gó, mirando al amoratado cie lo.

Astaroth le de volvió e l ge sto.

—¿Has dormido bie n?

Ella asintió y, mie ntras le abría la porte zue la de re cha


de l ve hículo, e l Archiduque se pre guntó cuánto iba a
te ne r que e spe rar para que lo hicie ra e n sus brazos.

S e acomodó e n e l asie nto de l piloto y re spiró hondo


para no lanzarse sobre la muje r que se había se ntado a
su lado.

—¿Tie ne s calor? —pre guntó C harlo e , y su inte ré s le


pe rmitió pe rcatarse de que e staba sudando.

—No e s nada, tranquila.

¿Q ué otra cosa podía de cir? ¿Q ue le gustaría cambiar


e l fre no de mano por e l ape te cible hue so de su rodilla
bajo e l ve stido playe ro?

Ella le miró a los ojos, con la de sconfianza aún


instalada e n sus pupilas.

—Pue de s quitarte la cazadora si quie re s. Te prome to


que tus tatuaje s no me mole stan.

Astaroth tante ó e n e l cajón de la pue rta e n busca de


las gafas. No tardarían e n hace rle falta.

S e de shizo de la pe sada pre nda con un ade mán


te atral, imprimié ndole al ge sto e l suficie nte suspe nse y
se nsualidad como para se ntirla conte ne r e l alie nto e n e l
asie nto de al lado.

La se rpie nte volvió a e me rge r e n su brazo. S u


pe que ña mascota. Nunca cre yó, cuando e lla la vio por
prime ra ve z hacía tan sólo unas horas, que re accionaría
de forma tan calmada ante e l símbolo de l Mal. O tra
sorpre sa más de las muchas que la pe que ña e spañola
pare cía re se rvarle .

—¿Lista? —le pre guntó con de se nfado.

—Por supue sto —re spondió C harlo e , sin quitar ojo ni


de la se rpie nte ni de la ropa que había e le gido e se día
para de le itarla. Estaba apre ndie ndo a lle varla al borde
de l autodominio sólo con sus camise tas.
I´ll take your life [22] e n le tras de bronce sobre fondo
ne gro. A juzgar por e l brillo de sus ojos de ámbar, e sa
mañana había e le gido más que bie n.

El BMW se puso e n marcha a travé s de l paisaje


urbano. La víbora se contraía e n su brazo cada ve z que
asía la palanca de cambios, y volvía a re lajarse con cada
volantazo. Astaroth tomó la salida 235 A de l V ie ux C arré
y los hizo volar hasta incorporarse a la carre te ra nue ve
ce ro.

A su lado, C arlota miraba distraída por la ve ntanilla,


mie ntras la brisa matutina se colaba e ntre las ondas de
su pe lo. S u pe cho asce ndía, se de te nía, palpitaba, y volvía
a iniciar e l de sce nso bajo la informal pre nda ve ranie ga.
S u pie l bronce ada se e xte ndía y brillaba para sus ojos e n
los brazos y las largas pie rnas cruzadas, que se pe rdían
e n una prome sa inge nua bajo la guante ra.

El aire agrie tó sus labios con la se que dad de l


amane ce r, y la punta de su le ngua asomó e ntre e llos
para hume de ce rlos.

C on un ge sto brusco, Astaroth re cogió las gafas y las


colocó con torpe za ante su rostro. S intió la le ngua de la
se rpie nte incre me ntar e l ritmo de sus lame tone s, y la
e spalda come nzó a e scoce rle .

I ba a se r un día muy largo, pe ro no e staba dispue sto a


cambiar ni uno sólo de sus minutos.

I´ll take your life, I´ll take your life, I´ll take your life, re pe tía
e n su cabe za.

*****

Nunca se imaginó que su príncipe azul ve stiría de


ne gro, pe ro todo pare cía indicar que así e ra.

C arlota se ape ó de l bólido de un salto cuando se


de tuvie ron e n e l parking are noso de l Bayou S egne e.
Porque e l acce so e ra sólo e so; are na, un pe que ño
me re nde ro y una furgone ta aparcada. Nada —ni nadie—
más e n muchos kilóme tros a la re donda.

Por prime ra ve z, se pre guntó si había sido bue na ide a


ir hasta allí acompañada de David. Nunca habían e stado
tan solos; al me nos no de una forma tan obvia.

—¿Vamos? —pre guntó é l con la mano e xte ndida, y la


calide z tranquila de su sonrisa la hizo avanzar.

Atrave saron la e spe sa ve ge tación que rode aba e l


pantano cogidos de la mano, David de lante y e lla
se ñalando con ale gría las dive rsas clase s de arañas,
saltamonte s y lombrice s con los que se topaban. El cie lo
aún no había pe rdido su tono violáce o, y a lo le jos se oían
los lame ntos de alguna e xótica e spe cie de ave .

—El agua e stá por allí —dijo é l, quizás pre ocupado por
e lla. Pe ro no de bía e starlo e n absoluto.

—No importa. Me e ncanta e ste lugar, no hace falta


que nos de mos prisa.

El agarre de su mano se hizo más fue rte . En re alidad,


C harlie sintió que las uñas cortas de David se clavaban
e n su palma como garras. Lue go, lo vio conte mplar los
e sbozos de cie lo e ntre e l follaje .

—Hay algo que quie ro que ve as. Y sí, para e so hay


que darse prisa.

S us pie s tocaron made ra. El camino natural se había


transformado e n un bonito pasillo de tablas pulidas, que
se rpe nte aba e ntre e l ve rdor hasta de se mbocar e n una
case ta sure ña. Una acoge dora cabaña blanca con
amplios ve ntanale s y un corre dor de made ra.

—Ya casi e stamos —le informó.


De jaron atrás un e norme tronco, re torcido y astillado,
que ocultaba e l paisaje . J usto de trás de é l, e staba
e l bayou.

C arlota se que dó sin aire ante la vasta e xte nsión de


agua y la se nsación de paz que irradiaba.

—Me e ncanta e scaparme aquí sie mpre que pue do —


la voz de David susurró junto a su oído—. Hay algo e n
e ste lugar que me re cue rda a mi casa. Al lugar donde
nací.

C arlota e stuvo te ntada de pre guntarle por e se sitio


miste rioso que nunca lle gaba a me ncionar, pe ro é l siguió
hablando ante s de darle la ocasión.

—Vamos al mirador. Todo se ve me jor de sde allí.

Por uno de los late rale s de la cabaña se acce día al


corre dor. La made ra de la barandilla, de sve ncijada, no
te nía aspe cto de aguantar muchos asaltos pe ro, a pe sar
de e so, C harlie se apoyó sobre e lla y se inclinó hacia
ade lante . Tal ve z nunca volvie ra a ve r Nue va O rle ans; no
que ría de spe rdiciar ni un instante , ni un re cue rdo.

—Ya que da poco.


David pe rmane ció tras e lla, apoyado con indole ncia
sobre la fachada rugosa.

C uando la bola de fue go come nzó a intuirse sobre e l


horizonte , ambos contuvie ron e l alie nto.

Era casi un milagro pode r pre se nciar un instante así, y


C arlota dio las gracias e n sile ncio por e llo. No sabía a
qué , o a quié n, pe ro nunca ante s había se ntido una
ne ce sidad tan impe tuosa de mostrar agrade cimie nto. S us
ojos conte mplaban la vida. La maravilla que hay implícita
e n e lla. No pudo hace r otra cosa sino e mocionarse y
sonre ír, mie ntras e l que jido de los pájaros —por todos los
demonios, ¡eran pelícanos! — acompañaba e l mome nto
crucial e n que e l día se abre paso, a trompicone s, a
travé s de l cie lo.

Nunca jamás había pre se nciado algo tan puro. Aque llo
e ra la base de todo. El instante e n e l que los proble mas
cotidianos se e sfumaban y sólo una cue stión, trivial pe ro
trasce nde nte , importaba. La noche o e l día. Había que
e le gir. Y la naturale za lo hacía por e llos.

—Es pre cioso —murmuró—. Es incre íble . Gracias por


trae rme aquí.
S iguió la e ste la anaranjada de l sol sobre e l agua y no
de spe gó la vista de e lla ni siquie ra cuando oyó los pasos
masculinos de trás.

—Es pre cioso —re pitió.

S intió la inme nsidad azul de los ojos de David clavada


e n un punto fijo de su nuca.

—Sí que lo e s —confirmó é l con voz e nronque cida.

El pe cho masculino e ntró e n contacto con su e spalda y


los brazos borde aron los suyos, afe rrando la baranda.
C arlota que dó incrustada e n e l hue co que su cue rpo le
de jó. Una bocanada de alie nto calie nte y pe ligroso, como
e l azufre , cayó sobre su cue llo y se de rramó por su
e spina dorsal.

S in pode r conte ne rse , ni que re rlo tampoco, se de jó


lle var por la aute nticidad de l mome nto y se re costó
contra é l, apoyándose sobre cada ce ntíme tro de músculo
que la rode aba. En cuanto lo hizo, los brazos de hie rro de
David la asie ron como e sposas de ace ro, borde aron su
cintura y se ciñe ron a e lla. S u barbilla afilada de scansó e n
la curva de l hombro.

S orpre ndida por e l roce , y e xcitada a la ve z, ce rró los


ojos y de jó que sus mie mbros se e ntume cie ran ante la
caricia. Ni siquie ra e ra capaz de re cordar la última ve z
que alguie n la había abrazado así… El pe lo rubio se
notaba suave contra su pie l, y sus manos de spre ndían
calor sobre su abdome n.

—Mira e so —susurró David con dulzura—. Te ne mos


compañía.

Un par de ojos saltone s surgió de e ntre las aguas,


se guido de otro, y otro más. El sol ya había te rminado de
de spuntar e n lo alto y sus nue vos amigos se rpe nte aron
sobre la supe rficie hasta que los rayos acariciaron las
e scamas de su e spalda y sus largas colas.

—¡C ocodrilos! —su chillido agudo hizo sonre ír a David


y ale rtó a los animale s, que corrie ron a guare ce rse a la
otra orilla e ntre ne núfare s y plantas acuáticas.

Lo abrazó con más fue rza aún, si e so e ra posible .

—Gracias. De ve rdad.

David tante ó su rostro con la boca hasta que e ncontró


sus labios. C on una mano bajo la barbilla, la giró para
facilitar e l e ncue ntro. C uando la be só, de spacio pe ro con
firme za, C arlota se e stre me ció. No podía de cir que no lo
había e spe rado, pe ro no por e so las e mocione s que le
provocaba e ran me nos inte nsas.

La hizo girar sobre sus talone s para disfrutarla de sde


e l fre nte . S in soltar su cintura, hundió sus labios e n e lla
una y otra ve z, hasta e ncontrar la misma re spue sta.
Hasta que la tuvo jade ante de bajo de é l.

C harlie se de jó acariciar, me cida por e l arrullo de l


paisaje y la incipie nte luz de l sol. El aroma de David la
lle naba, e mbotaba sus se ntidos, y su sabor la hacía
le vitar. C on e l corazón latie ndo a mil por hora, afe rró su
e spalda y masaje ó la mé dula con los pulgare s.

Él no de jó de atorme ntarla ni un se gundo, sino que las


acome tidas de su le ngua se hicie ron cada ve z más
insiste nte s y pode rosas. Mane jó a su antojo los labios de
C arlota para que le de volvie ran todo aque llo que é l le
e staba e ntre gando. Más fue rte . Más e né rgico. Más
hondo.

Cuando finalizó e l be so, Charlie se ntía como si…

Como si su alma acabara de hace rse más pe que ña.

*****
—¿Te que darás conmigo?

C arlota conoció de prime ra mano los se ntimie ntos de


La Be lla Durmie nte cuando la pre gunta de David la
de spe rtó de su place nte ro le targo.

Durante un instante , no supo si se re fe ría al re sto de la


mañana o al re sto de su vida.

—Yo… yo… Prome tí a mis amigas que iría con e llas


de compras, ya lo sabe s —dijo, e nvue lta aún por sus
brazos de ace ro.

—Pue de s cambiar de plane s. Pue de s pospone rlo


hasta la tarde —la soltó para buscar e l móvil e n la trase ra
de sus pantalone s y te ndé rse lo con amabilidad—. Toma,
llámalas. Hay algunas cosas que aún quie ro mostrarte .

S u since ridad le impidió de cir que no. Ade más, se guro


que las chicas e starían e ncantadas de ce de rle s su hue co
e n la age nda a Deivizzz.

—Está bie n, pe ro de ja, ya las llamo de sde e l mío.

Él de jó e l aparato e n su palma y la ce rró sobre é l.

—Insisto. Utiliza e l mío.


Halagada por su ge ne rosidad, marcó e l núme ro de
Adri, tal y como hicie ra la noche de Mardi Gras.

—¿Sí?

—¿Adrienne?

—¡Hola, cariño! ¿Qué tal tu excursión?

—Bie n, gracias —miró a David de re ojo. Tampoco e ra


cue stión de dar brincos de e moción de lante de sus
narice s—. O ye , ¿os importaría de jar la maratón de
shopping para más tarde ?

—¡Pero por supuesto que no! —de nue vo aque lla actitud
tan e xtraña de su amiga al te lé fono. Q ue Adri fue ra
ale gre no significaba que pare cie ra una adicta a la
marihuana volando hacia Amste rdam.

—¿Se guro?

—Nena, no creo que tenga que volver a repetirte lo contenta


que estoy por ti, así que, por lo que más quieras, hazle un favor a
todas las mujeres del mundo y no cambies a ese hombre por
cuatro trapos.

Carlota carraspe ó, tapando e l auricular con la mano.


—Está bie n. Pe ro por la tarde nos ve mos. De spué s de
come r, ¿OK?

—OK, después de comer. ¡Y trae a ese modelo de


Playgirl contigo, por favor!

C uando Adri colgó, de forma pre cipitada, C harlie le


de volvió agrade cida e l móvil a David.

—Listo —anunció al tomar aire —. Y ahora, ¿qué e s


e so que me tie ne s que e nse ñar?

*****

El re sto de la mañana transcurrió e n un soplido e ntre


la visita al acuario y al zoo. Por si no había que dado aún
bastante claro, David compartía su mismo amor por los
animale s.

En uno de los dive rtidos re staurante s de Audubon


Park pidie ron algo para come r, pe ro sus sandwiche s
que daron se riame nte pe rjudicados tras una visita a la
jaula de las jirafas y tuvie ron que re gre sar a por más
munición.

A las dos de la tarde abandonaron e l zoo a pie a


travé s de l agradable re tiro ve rde de l parque , uno de los
pulmone s de la ciudad, y salie ron a S t. C harle s Ave nue .
David la acompañaría hasta Magazine S tre e t, donde se
e ncontraría con sus amigas, y de spué s re gre saría al
parking de Audubon, donde había de jado e stacionado e l
BMW.

Pe ro, lle gado e l mome nto de la de spe dida, C harlie


supo que algo iba mal.

—¿Qué ocurre ? —pre guntó pre ocupada.

David chasque ó la le ngua.

—En re alidad… No quie ro marcharme . Por favor, no


te lo tome s a mal, e s sólo que … C ada ve z se me hace
más difícil de cirte adiós.

C arlota suspiró. Aunque le costase re conoce rlo y


tuvie ra la ce rte za de que e se camino no le s lle varía a
ningún sitio, no podía e vitar se ntir lo mismo.

Estúpida, ¿verdad?

A las chicas, ade más, se guro que no le s importaba…

—¿Te ape te ce unirte a nosotras? —me ne ó la cabe za


cuando lo pe nsó me jor—. O lvídalo. No cre o que tu me jor
plan consista e n pasar la tarde con tre s chicas histé ricas
brincando de pe rcha e n pe rcha.

Los ojos de David se iluminaron, como si nunca


hubie ra e scuchado una invitación así.

—Nunca he ido de compras con muje re s.

C harlie se aproximó a é l con una sonrisa y un ge sto


cómplice .

—Entonce s, pe que ño —se nte nció tirone ando de las


solapas de su chaque ta—, te voy a ale grar e l día.

C aminaron juntos hasta e l boule vard come rcial.


F re nte al e scaparate de The Red Carpet, Adri y Lari
agitaron sus manos para hace rse notar. No e ra difícil
ve rlas, sin e mbargo; e n A sh´s Wednesday [23] ape nas
había ge nte por la calle .

C arlota corrió hacia e llas, sabie ndo que David se guía


sus pasos. S us amigas la die ron por saludada con una
mue ca rápida, y no tardaron e n abalanzarse sobre su
acompañante . Lo arrastraron, e n su animada charla, al
inte rior de la tie nda, mie ntras e lla oje aba de sde fue ra.
Aque l e stable cimie nto de corte re tro te nía pinta de
ve nde r las cosas más caras que hubie ra te nido e n sus
manos jamás. S abie ndo que no podría pe rmitirse ni
siquie ra un par de se ncillos pe ndie nte s, cruzó e l umbral
con un suspiro. Todo fue ra por complace r a las amigas.

—¡C harlie , mira e ste ve stido! ¡Es pe rfe cto para ti! —
Lari le hizo una se ña junto a la pare d, balance ando un
traje de noche con la e spalda de scubie rta. C harlie se
horrorizó.

—Ve nga ya, Larisa —Adri prote stó de sde e l otro lado
de l local—. Todas sabe mos que no se pondría e so ni loca.
Éste e s mucho me jor.

El ve stido rojo con e scote palabra de honor de ste lló


ante sus ojos y C arlota los puso e n blanco. Era incapaz de
de cidir cuál de las dos pre ndas e ra más e spantosa.

De re pe nte , David surgió como una aparición e ntre los


e xpositore s de l fondo. Ve nía toque te ando la e tique ta de
un ve stido largo de raso, con un discre to e stampado e n
blanco y ne gro. Lige ro y de tirante s finos, con un chal a
jue go. C arlota se que dó sin re spiración cuando vio cómo
sus finos de dos se e nroscaban e n la suavidad de la te la.

—Prué bate é ste —dijo, hacié ndose lo lle gar con


cuidado—. Estoy se guro de que se ve rá ge nial e n ti.
Así e ra. En cuanto puso un pie e n e l probador y e l
de licioso gé ne ro re sbaló por su cue rpo, se sintió
fe me nina y he rmosa. Ele gante , nada vulgar. C ómoda y
discre ta. Aque l ve stido e ra un sue ño he cho re alidad.

Pe ro la cifra marcada e n la e tique ta le de cía que se


que daría e n e so: un sue ño.

C uando volvió a la tie nda, e nvue lta e n e l ve stido


playe ro que de se ntonaba con e l ambie nte de Magazine
S tre e t, su e xpre sión re signada hizo que David se
ace rcara con una tarje ta de cré dito e n la mano.

—Por favor —le dijo—. Dé jame hace rte un re galo.

Una bofe tada con la palma abie rta no le habría


se ntado pe or.

—Ni de coña.

O fe ndida, se apre suró a de jar e l ve stido e n su sitio. Él


la siguió.

—Lo sie nto. No que ría que te sintie ras mal. S ólo
pre te ndía que tuvie ras un re cue rdo mío.

C arlota se dio la vue lta. Estaba e nfadada, pe ro


tampoco que ría pagarlo con é l. No e ra culpa de David
que Pablo tirara de tarje ta cada ve z que discutían.

—Ya voy a te ne r un millón de re cue rdos tuyos cuando


me vaya —re puso con me lancolía—. Y te ngo un cocodrilo
de chocolate que nunca va a abandonar su nido —añadió
con una sonrisa—. Pe ro no pue do pe rmitir, bajo ningún
conce pto, que te gaste s una fortuna como é sta e n mí. No
quie ro que me compre s ni quie ro de be rte nada,
¿e ntie nde s?

S e ace rcó tanto a e lla que tuvo que alzar la mirada


para pode r soste né rse la. El olor a cue ro volvía a
impre gnar e l aire .

—Entonce s hagamos una cosa. Págame lo a plazos, ¿te


pare ce ? No soportaría que te fue ras sin e se ve stido.

C arlota tragó saliva. C on ruido. C onmuc h o ruido.


¿Aceptas en especias?

—No pue do, de ve rdad. Ni aunque ahorrara cinco


años se guidos lograría de volve rte todo e l dine ro.

—Tie ne s todo e l tie mpo que ne ce site s. Y… sin


inte re se s —re calcó, con una sonrisa maliciosa que la hizo
tambale arse .
Ante s que pudie ra ne garse , ya iba camino de l
mostrador, con e l ve stido e n una mano y la bille te ra e n la
otra. Por lo que C arlota pudo apre ciar, a la de pe ndie nta
sólo le faltó e nvolve rse e n pape l de re galo y me te rse a sí
misma e n una de las bolsas.

Adri se ace rcó por de trás.

—Yo quie ro uno igual. ¿No me pue de pre se ntar a


algún amigo?

Charlie se de jó cae r contra e lla.

—No te lo aconse jo si quie re s se guir cue rda por una


bue na te mporada.

*****

Buffalo Exchange se pare cía mucho más a las tie ndas


que C arlota solía fre cue ntar. C uando atrave só e l
e scaparate , inme rso e n un alto e dificio de ladrillo rojo, e l
olor a ropa re ciclada, las luce s y la música le die ron la
bie nve nida.

Pasó las dos horas siguie nte s dando brincos e ntre


maxi-je rsé is de lana, camisas de cuadros y pantalone s
vaque ros. Lari y Adri de jaban cae r sobre e lla pe rchas y
más pe rchas, y las e mple adas de l local las obse rvaban
con pavor.

David se re ía mie ntras conte mplaba la e sce na


aturdido y Carlota optó por no confundirlo más.

—Ve n —lo arrastró con la mano hacia e l grupo—.


S e guro que tu crite rio tie ne más valor que e l de e stas dos
—lanzó una mirada ase sina a sus amigas—, así que me
vas a ayudar a de cidirme .

—Claro —aprobó é l—. Lo que quie ras, chérie.

A C harlie no le pasó de sape rcibido e l suspiro de


anhe lo de las dos muje re s tras e lla. Adri le propinó un
codazo a Lari y la ale jó de allí. Tal ve z hubie se de cidido
que ne ce sitaban un poco de privacidad.

—Bue no. Te ne mos e l ve stido de punto por un lado. La


camise ta de rayas por otro…

A me dida que hablaba, iba de spe rdigando las pre ndas


sobre la me sa. David las obse rvaba a e llas y a C arlota
indistintame nte . Te nía cara de no habe r asumido una
re sponsabilidad tan grande e n toda su vida.

—¿Y bie n? —pre guntó cuando te rminó la labor—.


¿Qué me lle vo?

—¿Todo?

—¡No pue do lle varme todo! —rio e lla—. No cabría e n


la male ta.

—Pue s lle va dos male tas.

Ella le miró compungida.

—Ni loca. Nunca facturo mi e quipaje .

David puso los ojos e n blanco.

—Está bie n. Hagamos otro trato e ntonce s, pe ro


promé te me que no te mole starás.

Charlie frunció e l ce ño.

—¿Qué trato?

—Pue do guardar toda la ropa e n mi casa y e nviárte la


por un me nsaje ro cuando lle gue s a España. ¿Q ué te
pare ce ?

Los ojos ambarinos se iluminaron.


—¿Harías e so por mí?

David le sostuvo ambas manos y acarició sus nudillos


con le ntitud.

—S ólo dime dónde vive s y por supue sto que lo haré .


¿Ace ptas?

—Sólo si me pe rmite s pagarte los gastos de e nvío.

—De acue rdo.

—He cho.

S e se nta minutos de spué s, y tras habe r rastre ado


otras cuantas tie ndas, de cidie ron que ya habían te nido
suficie nte s compras por un día.

Parados e n mitad de Magazine S tre e t, C arlota le ce dió


todas las bolsas que cargaba.

—S e guro que ahora te arre pie nte s de hace r tratos


conmigo.

Él, de e spaldas a la calzada, clavó la vista e n algún


punto tras e lla.

—No. Nunca me arre pe ntiría de nada que tuvie ra que


ve r contigo —afirmó, re corrié ndola de spué s con la
mirada. De arriba abajo.

Adri e vitó que caye ra re ndida a sus pie s


inte rponié ndose e ntre e llos.

—Disculpad, chicos, disculpad… —se dirigió a David


—. Lari y yo nos pre guntábamos si te ape te ce ría salir
e sta noche con nosotros. Mis compañe ros quie re n ir
a Razzoo, e n Bourbon.

—¡Adri! —C harlie la golpe ó e n e l brazo, ruborizada.


Lue go miró a David—. No hace falta que ve ngas, no te
sie ntas obligado. Ya has he cho bastante hoy y…

Él la sile nció con un de do e n su me jilla.

—Estaré e ncantado de acompañaros.

S u voz e ra para Adri, pe ro sus ojos se guían clavados


e n Carlota y aque l e xtraño punto tras e lla.

—Ahora te ngo que irme —le s dijo—. Aún de bo


re coge r e l coche y arre glar unos asuntos. ¿Nos ve mos
lue go?

—S í, claro. Nosotras volve mos al hote l para


arre glarnos.

Be só la mano de las tre s. C uando lle gó e l turno de


C arlota, lo hizo con la misma parsimonia e rótica de la
noche ante rior. Lue go, se marchó.

En cuanto hubo de sapare cido e n la le janía y mie ntras


sus amigas chillaban como adole sce nte s e n ce lo, C harlie
se dio la vue lta para comprobar qué e ra aque llo tan
inte re sante que había captado la ate nción de David.

Una tie nda de le nce ría se xy.

S e lle vó las manos al rostro, mue rta de la


ve rgüe nza… y de algo más.
Capítulo XI

J irone s de cie lo e scarlata se colaban por las re ndijas


de las pe rsianas. El salón que daba iluminado por una
te nue luz rojiza, que se arrastraba con languide z por e l
sue lo de tarima y nunca lle gaba a la pue rta. Moría e n e l
inte nto.

La misma luz bañaba con pudor los mue ble s de l salón.


Mue ble s que quizá habían e stado de moda hacía mucho,
pe ro que no por e llo de jaban de se r útile s y sofisticados.

Y e l fulgor de l anoche ce r tambié n se de jaba cae r, e n


una caricia incitante , sobre otros contornos…

Una figura de splomada e n un sillón. Dos alas ne gras.


Una copa de vino.
Astaroth e nte rró la cabe za e ntre sus palmas y se pasó
é stas por e l pe lo una, dos, tre s ve ce s. El tobillo de re cho
re posaba sobre la rodilla izquie rda, y sus ojos ne gros de
pupilas dilatadas brillaban e n la pe numbra.

La te nsión consumía su maje stuoso cue rpo. S i tan sólo


conocie ra e l camino de vue lta. Si pudie ra re gre sar…

S i algo así fue se posible , te nía claro adónde iría a


parar. A la tarde de l domingo ve intidós de fe bre ro.

Nunca me arrepentiría de nada que tuviera que ver contigo.

S e guía sie ndo un magnífico actor, qué duda cabía


sobre e so. Exce pto que , a e stas alturas, no se se ntía
particularme nte orgulloso de e se he cho. C omo de tantas
otras cosas.

Le había me ntido. Por supue sto que lo había he cho.


Hacía mucho que había come nzado a arre pe ntirse de
habe r girado a la de re cha aque lla tarde e n Bourbon
S tre e t. Tanto, que e staría dispue sto a tapiar para sie mpre
la e ntrada a Toulouse , con tal que ningún otro imprude nte
como é l cruzara e sa maldita calle y e chara a pe rde r su
vida. Su alma. Su e spíritu.

S e había pre se ntado ante é l como la inge nua y


de sconfiada muchachita de provincias que pre te ndía se r.
Le había he cho cre e r que e ra é l quie n e staba al mando. Y
le había robado todo. Le había e ngañado.

¿Q uié n e ra e l que de ve rdad lucía un disfraz la noche


de l Mardi Gras? ¿Ella o é l?

Era una maldita bruja. Una he chice ra sin e scrúpulos.


Era…peor que él.

La te ntación e s un jue go pe ligroso. Eso de cía sie mpre


Luc, aunque nunca lo había e nte ndido hasta ahora. La
te ntación e s una trampa e n la que sólo cae quie n la
tie nde .

¿Quié n e staba ahora al mando, e h? ¿Quié n?

Astaroth tomó un bre ve sorbo de vino. Era rosado,


como las me jillas de C ha rlo e cuando se e nce ndían.
Dulce , como su boca cuando se abría para é l. Hipnótico,
como sus ojos dorados.

I maginó su cue rpo e sbe lto e stirándose sobre su


re gazo ahora mismo. De snuda, húme da allí. S in
re siste ncias. Como una gata hambrie nta.

O me jor aún. Lle varía pue sto e l ve stido que é l le había


re galado. S e ntiría e l place r de palpar cómo la se da se
adhe ría a sus curvas, e l mismo se cre to pe nsamie nto que
lo había asaltado cuando acarició e l gé ne ro por prime ra
ve z. S e pre guntó si su pie l se ría igual de suave al tacto.
En todos los lugare s de su cue rpo. Por fue ra y por de ntro.

El vino se acabó y Astaroth e chó la cabe za hacia


atrás, de se spe rado. Estaba fue ra de control. Lo sabía y
no podía pararlo. Un día e nte ro con e lla, sintie ndo su
pre se ncia, olfate ando su aroma, lo había de sarmado. Lo
único que que ría e ra volve r atrás e n e l tie mpo, pasar de
largo e n Toulouse S tre e t y agarrar a cualquie r pe lirroja
voluptuosa o rubia pre dispue sta y me te rlas e n su cama.

F ollarlas con dure za, chuparle s e l e spíritu.


Absorbe rle s la vida y lue go de jarlas cae r hacia e l abismo.

Eso e ra lo que se e spe raba de é l. Eso y no soñar con


volcar la jodida ciudad a los pie s de una chiquilla de l
montón. No pe nsar e n mil y una formas de hace rla
sonre ír cuando e l sue ño lo llamaba. No de se ar comprarle
toda la puta calle de Magazine para lue go quitarle cada
pre nda con dulzura, alime ntándola con cocodrilos de
chocolate hasta hace rla ge mir.

Eso no e ra é l.
Un sudor frío lo hizo tiritar y la se d de vino se volvió
abrumadora. Sacudió la campanilla.

—¿Mi se ñor?

Amón —empezaba a suponer un esfuerzo recordar su


verdadero nombre y no llamarle Daniel — se pre se ntó bajo e l
umbral con una bande ja e n la mano, pre parado para
cumplir cualquie r orde n.

—Más vino —gruñó e l Archiduque .

—Sí, mi se ñor.

Re lle nó la copa con prontitud. El vino gorje ó al


contacto con e l fino cristal.

—¿De se a algo más, mi se ñor?

—No. S ólo avisa a los de más que e sté n listos e n


me dia hora. Esta noche te ne mos una cita.

—Sí, mi se ñor.

Ante s de abandonar la sala de e star, Amón se giró y


titube ó.

—Mi se ñor, sé que no de be ría inmiscuirme , pe ro…


S u amago de conve rsación fue e squivado con un
ge sto cortante .

—No quie ro hablar. Ahora no.

El sie rvo de cidió jugárse la una última ve z.

—Ella… la humana lo tie ne , ¿ve rdad?

Astaroth tardó unos se gundos e n conte star. Los que le


lle vó probar e l vino y conte mplar e l líquido a contraluz.

—Sí.

Amón no dijo nada. S e limitó a ase ntir con la cabe za y


a de sapare ce r por e l oscuro pasillo por e l que había
ve nido.

El Archiduque suspiró, y te rminó e l vino de un solo


trago.

Rodó la copa sobre la me silla auxiliar, mie ntras se ntía


que su mie mbro se te nsaba bajo la ropa. Duro como una
pie dra, así e staba sie mpre que pe nsaba e n e lla o hablaba
con e lla o soñaba con e lla. Así se de spe rtaba cada
mañana, e xtrañando e l place r de unos brazos que nunca
lo habían pose ído. Anhe lando que la hume dad de l
colchón no fue se sólo suya; que e l re voltijo de sábanas se
de bie ra a otras patadas.

Re spe cto a la pre gunta de Amón…

Ah, claro que e lla lo te nía. Por si e sa pe que ña humana


fue ra poco e ncantadora, atraye nte y e scurridiza, te nía,
ade más, aque llo por lo que cualquie r de monio e staría
dispue sto a morir. O matar.

Él podría morir matándola. Y e ntonce s cae ría e l te lón.


Qué gran clímax. Qué histrionismo, cuánta pasión.

El día que la e ncontró… C re yó que se de smayaría de l


gusto. Que moriría e n e se instante . Que se corre ría e n los
pantalone s.

C laro que e lla lo te nía. Y e se minúsculo de talle e ra lo


que rompía e l molde . Lo que la hacía más pe rfe cta si
cabe .

La copa siguió rodando sobre la lisa supe rficie de


made ra.

Ella te nía lo único que ningún de monio podía te ne r


jamás. Aque llo que había pe rdido para sie mpre .
El te ntador aroma de las nube s.

La copa se de slizó fue ra de la me sa y se e stre lló con


un que jido, cubrie ndo e l sue lo de cristale s rotos.

Astaroth se puso e n pie . No sabía cómo lo haría, pe ro


te ndría que volve r sobre sus pasos y re cupe rar e l
intrincado camino hacia la pe rdición. Echar a un lado
todas e sas mie rdas se ntime ntale s y ce ntrarse e n su
obje tivo inicial.

De ntro de unos días volve ría al I nfie rno. Y e lla se iría


con é l.

Las alas ne gras se re ple garon y, para cuando la luz


incidió de nue vo e n su pe rfil, se habían e sfumado. El
Archiduque re cogió su camisa y la chaque ta. C on ambas
e n la mano salió disparado por la pue rta, e spe rando que
sus chicos ya e stuvie se n pre parados.

*****

Razzoo e s un lugar bastante inte re sante . Hay ge nte


por todas parte s, bue na música, de coración típica y bue n
rollo re zumando por cada adoquín.

El patio discurre e n torno a una bonita fue nte ,


caracte rística e stándar de las vivie ndas coloniale s, pe ro
hay tanto humo, tantas luce s y tanto aforo que e n
ocasione s se hace difícil localizarla.

S e is e spañole s disfrutaban de la fie sta e n torno a una


me sa, una que le s proporcionaba fácil acce so a la pista y
a la barra, los dos pilare s de un bue n night club.

C arlota le dio un bue n lingotazo a su daiquiri. Aque lla


ciudad e ra insaciable . No de scansaba ni e l mié rcole s de
ce niza.

S onrió cuando Nacho se ace rcó tímidame nte a Lari y


é sta le siguió la corrie nte . ¿Acaso nunca iban a atre ve rse
a hace r algo tan osado como bailar juntos, be be r de l
mismo vaso o darse un piquito? Enfre nte , Adri soportaba
las bromas de Albe rto, cuya cade ra se e mpe ñaba e n
de se ncajarse una y otra ve z, pe ro su mirada vagaba
e ntre e l gé ne ro masculino que abarrotaba e l local.

I ba a brome ar con e lla por e so cuando Pablo se se ntó


a su lado y dio rie nda sue lta a una conve rsación que
hacía rato aguardaba pe ro que , no por e llo, le ape te cía lo
más mínimo mante ne r.

—¿Dónde e stuviste anoche ? ¿Y e sta mañana? Estabas


con e se tipo, ¿ve rdad?

Carlota re sopló.

—¿A ti qué te importa?

—¡Por supue sto que me importa! He mos ve nido para


e star todos juntos, no para que te largue s con cualquie ra
a las prime ras de cambio y no te ve amos e l pe lo.

—¿Es e so lo que de ve rdad te pre ocupa? —re spondió


e lla con tono burlón.

Pablo masculló algo ininte ligible e ntre die nte s y, sin


más, volvió a la carga.

—No de be rías ve rte con é l. Ese tipo no me da bue na


e spina.

—¿Te ha pe dido alguie n tu opinión? —C arlota lapidó


me dio daiquiri por la furia.

—No de be rías se r tan de scarada. La ge nte va a


pe nsar cualquie r cosa y yo no e stoy dispue sto a…

—La ge nte que pie nse lo que le dé la gana —e spe tó, y


la me sa te mbló cuando de jó e l vaso vacío de un golpe
sobre e lla.

C harlie se le vantó, harta de los aspavie ntos de Pablo,


de sus juicios morale s y de su santurrone ría barata. No
había conocido a nadie tan hipócrita e n su vida. S i su Dios
de ve rdad e xistía, no había nadie que me re cie ra e l
Infie rno más que é l. Por cínico y sobe rbio.

—¡Eh, S upe rne na Uno! ¡La S upe rne na Dos dice que no
tie ne s lo que hay que te ne r para subir a cantar!

Albe rto hizo bocina con las manos para transmitirle su


nue va ocurre ncia, y C arlota se lle nó de ve rgüe nza sólo
con la ide a. El micro lle vaba un bue n rato e n
funcionamie nto, ahora mismo había dos chicos jóve ne s
de sgañitándose con I will survive, pe ro e lla no e ra carne de
karaoke .

—¡Dile a la Supe rne na Dos que ni de coña!

—¡O h, ve nga! —Albe rto se ace rcó a e lla y tirone ó de


la manga de su camise ta de e stampado orie ntal—. Por
favor, por favor, por favor. De lé itanos con tu dulce voz…

—Yo no te ngo de e so —conte stó e ntre risas.

Adri se aproximó por e l otro flanco. La te nían sitiada.


—¿Ni siquie ra un greatest hit de Ale x Band y The
Calling?

Apre tó los labios.

—Adrienne, no me provoque s. S abe s que me moriré si


subo ahí y canto e n dire cto.

—Por favor, por favor, por favor, por favor…

C arlota sonrió. S abían muy bie n qué tue rcas apre tar
con e lla. Estaba e mpe zando a plante arse muy e n se rio la
opción de hace rle s caso cuando Pablo la agarró de l brazo
y la de volvió a su asie nto.

—Ni siquie ra se te ocurra —sise ó—. No se as ridícula.

Fue la gota que colmó e l vaso. Como si hubie ra habido


un mue lle bajo su trase ro, se le vantó de un salto y, con
una sonrisa radiante , se dirigió hacia Albe rto, que la
miraba confundido.

—¿Dónde de cías que e staba e l pincha?

*****

David —¿en qué momento había pasado a ser David?


—e ntró e n Razzoo con un obje tivo claro.

Aún no había e ncontrado un souvenir para Luc, y e l


tie mpo come nzaba a e scase ar. Esa noche te ndría que
zanjar e l te ma y tal ve z alguna de las amigas de
C harlo e le re sultase útil. Dada la facilidad para
manipular su me nte , Adriana se ría, de he cho, pe rfe cta.
Ade más, a Luc le chiflaban las more nas.

Por otro lado… Él te nía una re putación que mante ne r


y, por todos los De monios, iba a hace rlo.

Pe ro toda su de te rminación se vino abajo cuando una


voz familiar tronó e n los altavoce s.

That´s when she told me a story

about free milk and a cow…[24]

La conmoción lujuriosa fue impre de cible e


incontrolable . Tan grande , que cuando fue a palpar e l
cue llo de la camisa e n busca de su máscara, acabó por
golpe arse e n e l pe cho.

—Las gafas, ¿dónde cojone s e stán las putas gafas? —


le sise ó a Amón con los ojos ce rrados.
El picor e n la e spalda e ra insoportable , y e l latido bajo
e l vie ntre cada ve z más grue so.

—Te nga las mías, mi se ñor —las R a y-b a n de su


compañe ro apare cie ron e n su puño—. Q uizá se las haya
de jado e n casa.

S í, e so e ra. No sólo se había vue lto un jodido be bé


vulne rable a cualquie r tipo de de se quilibrio hormonal,
sino que , ade más, ahora e ra tan torpe y de scuidado
como para olvidar las gafas y pone r e n pe ligro a todo e l
inframundo.

Pe ro e s que e sa canción…

She said, “Don´t hand me no lines

and keep your hands to yourself”…[25]

De safinaba, todo hay que de cirlo. Pe ro no e ra lo bie n o


mal que cantaba lo que le e staba volvie ndo loco, sino lo
que cantaba y cómo lo hacía. Nunca una canción con una
le tra tan puritana se le había antojado tan viciosa como
e n los labios de C harlo e . Aque l movimie nto de cade ras
sobre e l e sce nario, e ntre atre vido e inge nuo, te rminó de
de rribarlo. El rubor de sus me jillas e nce ndió sus bajos
instintos más allá de sus propios límite s.
Y su sonrisa, que pre te ndía se r se ductora y no pasaba
de virginal, lo atraía como un imán. S i la vaca salía a
subasta ahora mismo é l e staría más que dispue sto a dar
todo lo que te nía por e lla. Q ue e l De monio lo amparase
porque no te nía inte nción de apartar sus manos de e se
cue rpo e n toda la noche .

Los chicos cubrie ron su e spalda hasta que e stuvie ron


se guros de que ningún apé ndice con plumas brotaría de
e lla. David se aproximó hasta e l lugar, bajo la tarima,
donde Adriana y Larisa, e narde cidas, le hacían los coros
a Charlotte .

I said, "Honey, I'll live with you for the rest of my life."

S he said, "No huggee, no kissee until you make me a wife."


[26]

S i volvía a me ne arse otra ve z, re ve ntaría los


pantalone s. Los ojos ne gros la admiraron, re corrie ron y
de snudaron mil ve ce s tras los cristale s oscuros. Había
conse guido mante ne r e l control sobre su ve rdade ra
naturale za, pe ro no sobre sus e mocione s, y é stas le
pe dían a gritos un poco de cle me ncia. De la que se sue le
te ne r e n e l cuarto de baño con un e je mplar de l Playboy;
sólo que , e n e sta ocasión, ni siquie ra Hugh He fne r podría
salvarle .

No con e l cue rpo de Charlotte contone ándose ante é l.

Cuando la canción te rminó, David re sopló. Larga vida al


rock & roll. En cuanto volvie ra al piso de abajo, de bía
acordarse de fe licitar a Luc por se me jante inve nto.

—¡Hola! —Adri chocó contra é l e n cuanto se dio la


vue lta— ¡Q ué ge nial! ¡Has ve nido! ¡Q ué ge nial! Es…
¡ge nial! ¿Ve rdad, Lari?

—¡Sí! ¡Es ge nial! ¡Ge nial!

David oje ó sus vasos de daiquiri. Vacíos, como


imaginaba.

—¿La has visto allá arriba? —Adri siguió parlote ando


de vue lta a la me sa—. ¡Ha e stado ge nial!

—Sí, la he visto.

Y lo se guía hacie ndo. Miró hacia arriba y la vio


inte rcambiar unas palabras con e l pincha al mismo
tie mpo que le de volvía e l micrófono. Q uiso su sonrisa
radiante para é l. Sólo para é l.
Lari le picó e n e l brazo.

—¿Y a que ha e stado ge nial?

Por los cuatro infie rnos, come te ría un de lito civil si no


de jaban de de cir e sa palabra.

—Así e s.

Cuando las dos tomaron asie nto, David de cidió ocupar


la única silla libre .

—¿Qué hace é ste aquí?

S e giró y vio a e se chico, e l que te nía cara de


e yaculador pre coz, mirarle con de spre cio.

—S upongo que e re s Pablo —se tragó su ironía y las


ganas que te nía de rompe rle su je ta de niño mimado—.
Encantado de conoce rte .

Miró hacia otro lado, así que David se guardó la mano.


Ya la utilizaría para re torce rle las pe lotas más ade lante .

Adri se e ncargó de l re sto de las pre se ntacione s.

—C hicos, é ste e s David. David, e stos son Albe rto,


Nacho y, e fe ctivame nte , Pablo —bie n, pare cía que había
apre ndido a concate nar frase s largas de nue vo—. ¡Q ué
ge nial que e sté s aquí! —falsa alarma.

—Ese asie nto e stá ocupado.

Vaya, pare cía que e l niñato ce loso te nía ganas de


gue rra. David se de spojó de la chaque ta con parsimonia
—la camisa de manga larga le hacía el flaco favor de ocultar a la
serpiente—, la colgó de l re spaldo con cuidado de que no le
salie ra ni una sola arruga, cruzó las pie rnas y se
re pantigó e n la silla ante s de re sponde rle .

—No por mucho tie mpo —susurró, con un pue ril


ale te o de pe stañas.

No hizo falta que se die ra la vue lta para sabe r que


Charlotte e staba tras é l. C uando lo hizo y lo vio, sus ojos
hablaron por e lla.

—Q ué ve rgüe nza, me has oído cantar… Hola —


pronunció, con una sonrisa que no de jaba lugar a dudas
ace rca de sus pre fe re ncias.

David el Demonio 1 — Eyaculador Precoz 0. Chúpate esa.

—Hola. Sí, ha sido una e xpe rie ncia… inde scriptible .


S e le vantó, con la inte nción de ce de rle su asie nto
original, pe ro a me dio camino e nroscó un brazo e n su
cintura y la arrastró con é l a la pista.

—¿Me harías e l honor de conce de rme e ste baile ?

Ella rio. S u barbilla se e stre chaba cada ve z que lo


hacía y David se moría por be sarla.

—Por supue sto, su Exce le ncia. Aunque no e stoy muy


se gura de mis capacidade s e n la tarante la. ¿O s
importaría sustituirla por un poco de rock?

La e mpujó contra su pe cho. S intió que e l de e lla se


de te nía al se ntirse tan ce rca y aflojó su agarre . Tampoco
e ra cue stión de matarla ante s de tie mpo.

Ni después.

El pe nsamie nto lo asaltó por la e spalda, de forma


traicione ra. S u ce re bro patale ó hasta que logró
de shace rse de é l.

—Como gusté is, mi se ñora.

La hizo girar y obse rvó. V io cómo su me le na de mie l


daba vue ltas con e lla, e ntre me zclándose con e l humo. S u
sonrisa se volvió difusa, pe ro se guía e stando ahí, y e l
sudor de su mano contra la suya le hizo la boca agua.
S iguió conte mplando e mbe le sado cómo su cue rpo se
movía al compás de la música y bajo e l control de su e je ,
como un muñe co de ve ntrílocuo. No la de tuvo hasta que
no e stuvo se guro de que te ndría náuse as si daba un solo
paso más.

—¿Mare ada?

—Un poco —re conoció con los ojos fue ra de las


órbitas.

De jó que la mano masculina caye ra sobre su nuca. La


masaje ó e n sile ncio, de spacio. El re sto de la pista e ra un
batiburrillo de bailarine s e nfe bre cidos, pe ro de spare cía
donde te rminaban las pupilas de Charlotte .

—¿Me jor?

No le re spondió. S e limitó a ase ntir con la cabe za, con


e l cuidado suficie nte para que su mano no se de spe gara
de donde e staba, mie ntras sus ojos brillaban de una
forma e spe cial, fie l re fle jo de las luce s de ne ón y, quizá,
de algo más.

Q ue ría quitarse las gafas, pe ro aún no e staba


re pue sto de la e re cción más pote nte de su larga
e xiste ncia. Y si e lla se guía mirándolo así, no iba a e starlo
nunca.

O tal ve z sí. Bastó con que Pablo le s inte rrumpie ra y


susurrara algo e n e l oído de C harlo e para hace rle
de spe rtar de l sue ño e rótico e n e l que e lla e ra la
protagonista.

Los ojos ambarinos le miraron con ge sto suplicante .

—Lo sie nto —se disculpó—. Q uie re hablar conmigo.


¿Te importa si salgo fue ra un se gundo?

Pue sto que ne garse e n re dondo sólo causaría una


e sce na, se e ncogió de hombros con de spre ocupación.

—Tranquila. No pasa nada.

Excepto que no quiero que te quedes a solas con él ni un


maldito segundo.

—Te de jo con Lari y Adri. ¿C re e s que se rán bue nas


anfitrionas?

—S e guro. Lo que no sé e s si se ré capaz de re sistir tan


amabilidad.
—Vue lvo e nse guida —sonrió.

S e de spidió de e lla inhalando una ve z más e l aire a su


alre de dor. V io cómo Pablo la agarraba de la mano y la
sacaba de l local, ale jándola de é l.

C uando tuvie ra la oportunidad, iba a hace r algo más


que re torce rle las pe lotas a e se bastardo.

*****

Mole sta por la actitud de Pablo, mole sta por e l frío


hirie nte de la noche y, sobre todo, mole sta por habe r
pe rdido de vista al chico de ne gro, Carlota salió a la calle .

Una ve z e n la ace ra, Pablo se abalanzó sobre e lla tal y


como había pre visto. S u trabajada capacidad de pre de cir
e l futuro fue lo que le pe rmitió aguantar e l chaparrón sin
pe rde r la compostura.

—¿Q ué coño cre e s que e stás hacie ndo? —fue su


prime ra pre gunta.

—Pablo, no te ngo ganas de discutir. S i sigue s con


é sas, me voy.

La miró con ojos incré dulos.


—No me lo pue do cre e r. Tie ne s la de sve rgüe nza de
invitar a ése, se ntarlo a mi me sa, y e ncima ahora dice s
que no quie re s discutir. De be rías habe rlo pe nsado ante s.

Carlota se puso rabiosa.

—¿Pe ro quié n cojone s cre e s que e re s? ¿Q ué e s lo que


te ngo que hace r para que me de je s e n paz de una ve z?

—No te atre vas a pre guntarme e so otra ve z —


masculló, agarrándola por los hombros con tanta fue rza
que le de jó marcas e n la pie l—. S abe s muy bie n quié n
soy. Tu novio.

—¡De ja de de cir e so! —C arlota chilló a pe sar de l dolor


que sus garras le causaban—. ¡Ya no e re s nada mío,
Pablo, mé te te lo e n la cabe za!

—Me da igual lo que pie nse s, ¡me da igual lo que


digas! Me importa un comino, ¿e ntie nde s? Aún me
pe rte ne ce s y vamos a volve r a e star juntos.

Sus ojos lo e nfre ntaron.

—Yo no soy de nadie .

Lo único que consiguió fue que , ade más, la


zarande ara.

—¡S í que lo e re s! Todo volve rá a se r como ante s,


como tie ne que se r. No nos se parare mos nunca más,
se rás fe liz a mi lado y juntos formare mos una familia.
Punto.

Ella patale ó y se re torció hasta que logró ve rse libre


de la suje ción de sus brazos.

—Estas e nfe rmo, Pablo. Te juro que he tratado de


te ne r pacie ncia, de hace r las cosas bie n para no causarte
más daño, pe ro ya ve o que no se pue de hace r nada con
un loco como tú.

El jove n apre tó los die nte s, pe ro ya no había nada que


la pudie ra de te ne r.

—No vamos a estar juntos nunca más, asúme lo, maldita


se a. No tie ne s ni ide a de cómo soy e n re alidad. C re o que
nunca lo has sabido…

—¡C laro que lo sé ! Y sé que tú no e re s de las que hace


e sas cosas. Ere s de ce nte . No e ntie ndo por qué
últimame nte te comportas así, como una cualquiera, pe ro
yo pue do ayudarte a e ncontrar de nue vo e l camino.
Carlota me ne ó la cabe za.

—C omo una puta cabra… —pase ó arriba y abajo


e ntre los soportale s de Bourbon S tre e t. Estaba he lada de
frío, y lo último que ne ce sitaba e ra e scuchar las sande ce s
de Pablo.

—Ne ce sitas que alguie n te prote ja, y é se soy yo.

Pe ro no iba a conse ntir que le amargara la noche con


sus de lirios.

—Mira, dile a papá que te busque un psiquiatra,


porque yo ya no te aguanto.

Hizo ade más de e ncaminarse de nue vo hacia la


pue rta de Razzoo, pe ro é l la de tuvo con brusque dad y la
de volvió a su lugar. S us ojos e staban inye ctados e n
sangre , como un pe rro infe ctado de rabia y, cuando le
e strujó la cara e ntre las manos, Carlota sintió mie do.

—No te vas a ir, no voy a conse ntir que me de je s otra


ve z. Ere s mía, ¿e ntie nde s? Mía. Nue stro de stino e s e star
juntos y no pie nso tole rar que me trate s así.

—Pablo, sué ltame .


—¡No!

—S ué ltame o te juro que grito. S i aún tie ne s un poco


de re spe to por ti, sué ltame .

—¡C állate ! ¡Mis padre s aún pre guntan por ti! ¡Tu plato
sigue e stando sobre la me sa cada fin de se mana! ¡Las
alianzas de mi abue la te e spe ran e n una caja de l de sván!
¡¿C ómo de monios quie re s que siga vivie ndo si e stás
pre se nte a cada jodido minuto?! ¿De ve rdad e spe ras que
me que de tan tranquilo mie ntras e se hijo de pe rra te
de vora con la mirada sabie ndo que me pe rte ne ce s a mí?

Entonce s se produjo lo ine vitable . Ancló su mano de


ace ro tras la e spalda de C arlota y la apre tó con firme za.
S us labios y su le ngua e stuvie ron sobre e lla ante s que le
die se tie mpo a gritar. Aunque trató de ce rrar la boca, la
e mpujó con tal ímpe tu que la e stampó contra una de las
columnas de forja.

C arlota sintió e l golpe e n la cabe za y quiso chillar,


pe ro e l dolor la ce gó y que dó inde fe nsa ante e l ataque . Su
saliva se guía ganando te rre no y no podía hace r nada por
e vitarlo. Sintió asco, pe ro por más que sus uñas buscaban
su cue llo, sus bíce ps o su e spalda, no los e ncontraban.
—Apártate de e lla.

La voz de David lle gó, impasible y arrolladora, de sde


e l umbral de e ntrada. A pe sar de su apare nte calma, sus
músculos e staban te nsos bajo la ropa, pre parados para la
lucha.

Pablo la soltó como si que mara.

—¿Estás bie n? —dio un par de pasos y clavó la vista


e n e lla, como si Pablo no e xistie ra. S u voz fue dulce y
pre ocupada, aunque a C arlota no le cupo la me nor duda
de que e staba furioso. Pare cía que su e statura se había
incre me ntado me dio me tro.

—Sí, no te pre ocupe s.

—¿Se gura?

—Sí.

Pablo lo miró con los puños apre tados, como si le


hubie ra ofe ndido al inmiscuirse e n una conve rsación
privada.

David no le hizo e l me nor caso.


—¿Te e stá mole stando?

C arlota se mordió e l labio ante s de dirigirle una


mirada le tal a su e x-novio.

—No, é l ya se iba.

Al me ncionarlo, fue como si David se hubie ra


pe rcatado por prime ra ve z de que todavía e staba allí.

—Haznos un favor a los tre s y vue lve de ntro —dijo,


aún con se re nidad.

Pe ro, cuando pasó por su lado, una voz fría como un


té mpano salió de lo más hondo de su garganta e n
susurros. Lo bastante altos, no obstante , como para que
Carlota los oye ra.

—No te e quivoque s, amigo. S i de scubro que alguna


ve z e n tu vida vue lve s a pone rle un sólo de do e ncima, lo
vas a pagar. Y no va a se r dive rtido.

Pablo, con ojos de cobaya asustada, se e scurrió e n e l


inte rior de l local.

—De be ría volve r y partirle la cara —dijo David con


frialdad una ve z e stuvie ron solos.
—Cré e me , no me re ce la pe na.

Él se ajustó las gafas de sol sobre e l pue nte de la


nariz.

—Todo lo que te haga daño lo me re ce .

Lo dijo con tal sosie go que C harlie se pre guntó cuál de


los dos e ra más pe ligroso.

—Espe ro que no lle gue mos a e sos e xtre mos.

—No lo va a hace r. Por la cue nta que le tie ne —David


vio que sus brazos te mblaban bajo la fina túnica orie ntal.
Se quitó la chaque ta y se la puso e n la mano—. Toma.

Ella sonrió.

—No hace falta que te hagas e l machito caballe roso


conmigo.

Por prime ra ve z e sa noche , é l se quitó las gafas.

—No lo hago —su mirada azul la de rritió, mie ntras


cogía una de sus manos con suavidad y la ace rcaba a su
me jilla—. S ie mpre te ngo calor, sobre todo si tú andas
ce rca…
C arlota acarició e l fino de spunte de la barba y sintió
cómo las pie rnas le fallaban. Aunque faltaban me nos de
dos días para su re gre so a casa, no dudaba que lo haría
con mule tas.

—Pe rdón —David inte rrumpió sus flamíge ros


pe nsamie ntos—. No de be ría e star dicie ndo e so de spué s
de lo que acabas de pasar. ¿Quie re s hablar?

—¿De qué ?

La condujo de forma involuntaria hasta e l bordillo de


la ace ra. Se se ntaron e n sile ncio.

—¿Te mole staría mucho si te pre gunto qué te lle vó a


e star con un infe liz como é se ?

—S í que e re s pe rspicaz. No re cue rdo habe rte contado


lo nue stro.

David lade ó una sonrisa y C arlota suspiró ante s de


prose guir.

—Lle vo dos años hacié ndome la misma pre gunta —


chasque ó la le ngua, mie ntras las puntas de sus botine s
jugue te aban con una pie dra e n e l asfalto—. No lo sé . Al
principio todo iba bie n. Él e ra… dife re nte , supongo.
—¿Supone s?

—A ve ce s no sé si la culpa fue suya o mía.

David puso los ojos e n blanco y e lla se apre suró a


darle una e xplicación.

—No me re fie ro a lo que acaba de suce de r. S é muy


bie n que no soy la culpable de e so. Pe ro, cuando
e mpe zamos a salir, no sé si hice mal ilusionándome con
é l. C re o que e staba tan de se spe rada por e ncontrar a
alguie n que vi e n é l lo que no había. Y no vi lo que e n
ve rdad e ra.

—¿Pare ce un poco complicado, no?

—Mi vida sie mpre ha sido así —se apartó e l pe lo de la


cara y lo miró a los ojos—. Extraña. Difícil.

La calibró e n sile ncio, como si tratara de sope sar


hasta qué punto e ra ve rdad lo que le de cía. Pasaron unos
minutos e n los que nadie dijo nada. Un grupo de turistas
provistos de bocinas cruzó la calle fre nte a e llos, y a lo
le jos se oía la sire na de una ambulancia.

C uando David tosió, C arlota intuyó que no se atre vía


a formular la siguie nte pre gunta. Lo que nunca adivinó
fue si se de bía a un ape go e spe cial al de coro, o a que , e n
re alidad, pre fe ría no conoce r la re spue sta.

—¿C ómo e ra vue stra re lación? —soltó al fin—. No


conte ste s si no quie re s pe ro… me gustaría sabe r qué
hacíais juntos. C ómo e mpe zó todo —su mirada se
e nsombre ció—. Si fuiste fe liz a su lado.

C harlie re sopló. S u re lación con Pablo ni siquie ra


había valido tantas pre guntas.

—Podría de cirse que sí, al principio. C uando sólo


e stábamos é l y yo. No sé , hacíamos lo mismo que todas
las pare jas, cre o. Lo normal; ir a e studiar juntos, jugar a
las cartas e n la cafe te ría de la facultad con los
compañe ros, ve r pe lículas, salir de fie sta e n grupo…

David bajó la mirada. La tapa de l alcantarillado


pare cía re clamar toda su ate nción. De re pe nte , toda e sa
aura de rie sgo y se guridad pare cía habe r de sapare cido, y
C arlota se pre guntó una ve z más cuántos años te ndría. A
pe sar de pare ce r tan e xpe rime ntado como un anciano, su
cue rpo no pasaba de los ve inte .

—Sue na bie n —murmuró—. Sobre todo porque e staba


contigo.
—S í, e ra bue no —no iba a de jar que un nue vo piropo
le sacara los colore s, aunque le costara—. Tal ve z no e ra
fe liz, pe ro de sde lue go e staba conte nta. Hasta que
apare ció su familia e n e sce na y todo se pre cipitó.

La invitó a continuar arque ando una ce ja. Hacía frío,


pe ro e nvue lta e n e l cue ro, que la contaminaba con su
olor, no lo sintió.

—Un día me invitó a ce nar con sus padre s. De pronto


me vi e n una casa e norme , con todos los lujos, y se ntada
e n una me sa ante cuatro tipos distintos de te ne dore s —
David rio y e lla le pe gó un puñe tazo e n e l hombro—.
Q uizás no hubie ra sido tan malo de no se r porque sus
padre s se e mpe ñaron toda la jodida noche e n e valuar y
cue stionar cada una de mis palabras y mis movimie ntos.
Y lo pe or de todo e s que Pablo pare cía hace r lo mismo.

—¿Y qué más pasó?

—A partir de e se mome nto todo se fue a pique . C ada


mome nto que pasaba con Pablo se ntía que é l e spe raba
algo de mí, y yo no podía o no que ría dárse lo. S us padre s
me pre sionaban para que pasara más tie mpo con e llos y
e mpe zaron a invitarme a e ve ntos y comidas de familia.
Me trataban como a uno de los suyos y yo nunca fui así
—e l vie nto de la noche e nmarañaba sus me chone s
castaños, así que los introdujo por e l cue llo de la
cazadora bajo la ate nta mirada de David—. Yo sólo e ra, o
soy, la hija de una camare ra de pue blo. No te ngo padre ,
no te ngo dine ro, no te ngo ape llidos largos ni un futuro
ase gurado. Lle vo toda la vida de jándome los ojos e n los
libros, solicitando be cas al ministe rio y sacándome las
castañas de l fue go. Tal ve z no se a la me jor vida de l
mundo, pe ro e s la que te ngo y me he acostumbrado a
e lla. C omo platos pre cocinados se is ve ce s por se mana,
las cañe rías se atascan y no pue do pagarme una
cone xión a inte rne t e n condicione s, pe ro eso e s C harlie .
Para Pablo sie mpre fui Carlota.

—Para mí sie mpre se rás Charlotte —dijo é l con un


guiño—. ¿Te mole sta?

—Al contrario —confe só—. Me e ncanta. Me hace


se ntir e spe cial. Única.

David sonrió complacido.

—Lo que e re s.

Lue go la instó a se guir.

—¿Cómo te rminó todo?


—C omo e l rosario de la aurora —brome ó, aunque su
ánimo no e staba para chiste s—. Una tarde su madre me
invitó a casa. C uando lle gué , te nía sobre la me sa fotos de
Pablo cuando e ra un be bé . Espero que tengáis muchos niños
pronto, me dijo, en cuanto os caséis. S eguro que son tan guapos
como él. Me horroricé tanto cuando dijo e so que busqué la
mirada de Pablo y le supliqué ayuda —C harlie tomó aire ,
como si todavía e stuvie ra ate rrada—. Lo único que hizo
fue ase ntir con la cabe za, tan fe liz como si Papá Noe l
acabara de ate rrizar e n su chime ne a. Al día siguie nte ,
rompí con é l.

David me ne ó la cabe za de spacio, tratando de asimilar


toda e sa información.

—¿Cómo se lo tomó?

—No lo hizo —suspiró C arlota, y se rascó la cabe za


donde había re cibido e l golpe —. Esto e s prue ba de e llo.

Se aproximó a e lla y le acarició la nuca.

—Lo voy a matar por e so. Te lo juro.

S e puso e n pie de un salto y C arlota lo siguió,


ate morizada.
—No, e spe ra. No me re ce la pe na, por favor.

Al ve r que se guía su camino sin pre star ate nción a sus


rue gos, maquinó para ide ar un plan me jor. Uno que
funcionara.

—¡David!

S e de tuvo ante s de lle gar a la pue rta. S e giró, con


e xpre sión be atífica, y la miró, con aque lla luz de cobalto
que le ponía los pe los de punta —y no por miedo—.

—¿Sí?

—Pablo… é l dijo que e stabas comié ndome con los


ojos ahí de ntro.

V olvió hacia e lla con e l andar de un de pre dador. S u


rostro re splande cía y su pe lo rubio nunca había brillado
tanto e n la oscuridad de la noche .

—¿Era ve rdad? —balbuce ó, de se ando habe rse


que dado callada.

Estaba ya a su altura cuando chasque ó la le ngua.

—Ese maldito de sgraciado —la miró con fije za


mie ntras sus largos de dos re corrían poco a poco su
cintura, adue ñándose de e lla. C arlota pudo ole r e l
pe ne trante y frío aroma que e manaba de é l, unido al de l
cue ro de la chaque ta que le había pre stado—. O dio te ne r
que darle la razón, aunque se a e n algo tan obvio como
e so.

La apre tó contra su pe cho y balance ó las cade ras. S us


ojos marcaban te rre no mie ntras acortaba la distancia
e ntre e llos y e l muro de la fachada, susurrando sobre sus
labios una última ve z…

—Hay que se r un puto ánge l para re sistirse a e sto. Y


yo no lo soy.

—¿Me vas a be sar? —C arlota te mbló e ntre sus


brazos. El pre mio a la pre gunta de l año de bía de ir con
bote .

—No —ne gó junto a su boca. C harlie noto cómo se


e stre me cía su e spalda bajo las palmas de sus manos—.
Sólo voy a quitarte e l sabor de e se cabrón.

Aguardó con impacie ncia la ce nté sima de se gundo


que tardó e n cumplir su propósito. Espe raba un ataque
similar al que se había producido e n la misma calle dos
noche s atrás. Un arranque de pasión, un asalto más e n la
lucha cue rpo a cue rpo. Pe ro se que dó sin re spiración
cuando lo que re cibió a cambio fue un suave toque de sus
labios, un roce ape nas impe rce ptible que le re movió e l
alma hasta hace rla e xplotar por de ntro.

David me ne ó la cabe za con lige re za, y sus labios


arrastraron los suyos. S us manos no la soltaban, y la
pare d tras e lla le de jaba pocas opcione s de huida, pe ro e l
contacto de su boca e ra tan le ve que le re cordaba al
algodón de azúcar; sobre todo e sa parte e n que la liviana
te xtura se de shace e ntre los labios y se diluye e n e l
paladar. Entre abrió los suyos e spe rando re vivir e sa
se nsación y su le ngua aprove chó la oportunidad para
cantar victoria. S e coló e n su inte rior con la ilusión de un
principiante , sólo que é ste te nía aún de masiadas cosas
que ofre ce rle .

De spe rtó a una re be lión de se nsacione s nue vas. S e


sintió valorada, fe me nina. De scubrió, aunque hacía
tie mpo que lo sospe chaba, que había e ncontrado e n
David lo que tanto andaba buscando. Lo que había
que rido ve r e n otras pe rsonas y nunca había obte nido.

Ronrone ó de sde lo más profundo de su se r, y é l la


pre mió re novando sus e ne rgías. Hasta que no puso fin al
be so, C arlota no re cordó que todo aque llo obe de cía a un
de se o de hace rla olvidar. A un tal Pe dro, o Pablo, o algo
pare cido.

—¿Me jor? —murmuró cuando se de spe gó de e lla.

Habría podido de cir que sí, porque e ra cie rto, o hace r


gala de una re pe ntina timide z. Pe ro, por una ve z e n su
vida, pre firió se r arrie sgada.

—Mmmm, aún no e stoy se gura —re fle xionó.

V io que una chispa oscura de ste llaba e n los ojos de


David ante s de ce rrarlos y arre me te r contra e lla, con
tanto ímpe tu que la oprimió contra e l cristal de un
e scaparate . La misma e xplosión de e mocione s que había
e xpe rime ntado ante s se de sbocaba ahora e n una nue va
ole ada e le vada al cubo.

El place r pre ndió e n sus se ntidos cuando su le ngua


tomó de nue vo su boca y se apropió de su cordura.
Re spondió de forma instantáne a, pe ro é l ya iba mucho
más ade lantado. Los largos de dos friccionaban su pie l a
travé s de la fina te la de la camise ta. S us manos se
e scondie ron bajo la pre nda de cue ro, que le s pre stó
re fugio para sus malinte ncionados plane s.
C harlie gimió sofocada cuando una de e llas se posó
sobre su pe cho. La boca de David sabía a daiquiri —¿o era
la suya? —, las puntas de su pe lo le cosquille aban las
me jillas, y las ye mas de su otra mano le rozaron e l
vie ntre cuando iniciaron una e xploración asce nde nte bajo
la camise ta.

De cidida a no malgastar ni un maldito se gundo de los


que pasara con é l, se dirigió hacia los cue llos de su
camisa, que no tardaron e n ce de r a la pre sión. La te la
ne gra, de lgada y se nsual, la incitó a de scubrir lo que se
ocultaba de bajo. El pe cho de David, duro, fibroso y sin
ve llo, te mbló bajo su toque . La cabe za le dio vue ltas ante
e l de scubrimie nto.

Ante s que pudie ra e char e l fre no, e l cue ro y su


e spalda se habían e scurrido por la vitrina. Acurrucada e n
e l sue lo de l portal de un sex—shop, e n la e squina con S t.
Louis S tre e t —¿a quién demonios le importa dónde? —, se
pre paró para re cibir más place r de l que le habían
proporcionado e n toda su puñe te ra vida. S us labios la
torturaban más allá de cualquie r límite de l de coro, se
movían por su me jilla y se e nte rraban e n su cue llo,
calie nte s y húme dos, mie ntras sus manos e ncontraban e l
cie rre de l suje tador y se fundían con la pie l de sus se nos.
El pe cho de David tambié n ardía bajo sus palmas.
De sabrochó cada botón con torpe za fruto de l
ne rviosismo. Loca por de mostrarle lo de se osa que
e staba, lo mucho que había ansiado e se mome nto y lo
le jos que que daban ya las dudas y los titube os, e chó la
cabe za hacia atrás y de jó que su boca se adue ñara de la
curva de su clavícula. La e xcitación masculina e ra
e vide nte e ntre e llos; latía y se ace le raba junto a sus
muslos.

Entre las sombras de l portal, amparada por e llas, puso


su mano sobre los pantalone s de cue ro, y lo que había e n
su inte rior vibró e n re spue sta. David gimió e n su oído,
apre tando los párpados con fue rza.

—Chérie…

Le rozó un pe zón con los nudillos y C arlota chilló con


voz e strangulada. O yó pasos, alguie n se ace rcaba, pe ro
poco le importó. Lo único que que ría e ra que e se
mome nto durara para sie mpre . C obrar vida e ntre los
brazos de David y e stallar e n e llos.

—No pue do, chérie… no pue do.

S u voz sonó le jana y distorsionada, como si ni siquie ra


fue se suya. Asombrada, C arlota abrió los ojos y trató de
e nfocarlos sobre é l.

David re spiraba con dificultad. S e ntado junto a e lla,


luchaba contra los jade os que pulsaban e n su garganta.
La camisa, arrugada y con la mitad de los botone s
abie rtos, colgaba floja e n su cintura, y la te la ce ñida de
los pantalone s se guía mostrando la re alidad de su
e xcitación.

—¿Qué ocurre ? —quiso sabe r, alte rada y confundida.

Él se lle vó dos de dos al pue nte de la nariz y pre sionó.


Las gafas caye ron con un golpe se co sobre sus ojos. O tra
ve z.

—Yo… Lo sie nto, chérie. Es sólo que … no pue do


hace rlo aquí —su boca se contrajo e n una mue ca
compungida—. He anhe lado de masiado e ste mome nto
como para pe rmitir que pase e n e l sue lo de un portal. No
voy a hace rlo contigo como si fue ras una rame ra.

C arlota se que dó muda. En e l fondo, muy e n e l fondo,


sabía que te nía razón, e incluso le agrade cía habe r
de mostrado más re siste ncia que e lla, pe ro la e xcitación
no satisfe cha lace raba y, e n e sos mome ntos, sólo e ra
capaz de se ntirse re chazada. I gual que la noche ante rior,
cuando la de spidió fre nte al hote l como si fue se una
monja.

—S upongo que tie ne s razón. Pe ro e s que yo que ría…


yo ne ce sitaba…

S abía que se e staba ponie ndo e n ridículo, sonrojada


como una niña con su prime r manose o, pe ro no podía
e vitar se ntir todo aque llo que se ntía. Aque llo que la
obligaba a abalanzarse otra ve z sobre é l, montarlo a
horcajadas y lame rle e l me ntón.

Arrinconado e n la e squina opue sta a e lla, David se


mordió los labios. S u e ntre pie rna zozobró de nue vo de
forma pe rce ptible .

—Lo sé , chérie —masculló con los ojos clavados e n e l


sue lo—. S é qué e s lo que ne ce sitabas porque e s lo mismo
que ne ce sito yo.

C harlie suspiró. Abrochó su suje tador, re compuso su


túnica y se de se nre dó e l cabe llo con los de dos. De spué s,
se aproximó a é l con prude ncia máxima.

—¿Pue do se ntarme contigo? —inquirió con dulzura.


David pare cía más calmado, sobre todo cuando pasó
un brazo por sus hombros y la atrajo contra su pe cho.

—Claro que sí.

Pe rmane cie ron un rato abrazados sin me diar palabra,


sólo sintie ndo la re spiración de l otro e n e se pe que ño
rincón de l mundo que e ra un portal justo al lado de
Bourbon S tre e t. S u pe que ña guarida. C arlota supo e n e se
instante que nunca ante s se había se ntido tan ce rca de la
auté ntica fe licidad. O , al me nos, de lo que e ra para e lla la
fe licidad: compartir con alguie n un re cue rdo imborrable .

—¿Charlotte?

Estaba tan adormilada que ni siquie ra abrió la boca


para conte star. De bían de se r más de las tre s de la
madrugada.

—¿Mmmm?

—¿Pue do hace rte una pre gunta más?

—Por supue sto.

—Yo… e sto —C harlie se aturdió. David había


balbuce ado más e n la última me dia hora que e n los
cuatro días pasados—… ¿Qué tal e ra e l se xo con Pablo?

S e que dó fría. Absoluta y rotundame nte conge lada. La


había pillado de spre ve nida por comple to.

—¿Por qué me pre guntas e so?


—Quie ro sabe r si é l e ra bue no hacié ndolo. Nada más.

—No e staba mal. Podría de cirse que e ra normal, como


todo e ntre nosotros.

—¿Te satisfacía?

Carlota lo me ditó unos instante s.

—S í —no se le pasó por alto e l que jido de frustración


que e scapó de labios de David, por inapre ciable que é ste
fue ra—. No e ra algo e spe ctacular pe ro yo… disfrutaba.
Lo sie nto, no se me da bie n hablar de e sto con un
e xtraño.

—¿Disfrutabas más que con e sto? —la voz de David


se volvió grave y áspe ra, como si no fue se humana.

S u mano izquie rda asce ndió con le ntitud por la cara


inte rna de l muslo, de jando un re gue ro de calor abrasivo a
su paso. Carlota se e ntume ció por e l contacto.

La otra mano viajó hasta su cue llo. Re corrió e l hue co


bajo la mandíbula con de stre za y se hundió lue go e n e l
valle e ntre sus pe chos, mie ntras la re spiración de David
le calde aba e l lóbulo de la ore ja. Ya no e staba
e ntume cida; ahora boque aba.
—Me te mo que no —prote stó con los ojos ce rrados.

Él sonrió contra su pe lo.

—Bie n.

—Sí —confirmó e lla—. Muy bien.

—¡C harlie ! —los gritos de Adri los sorpre ndie ron e n su


re cié n e stre nada intimidad—. ¿Estás ahí?

—¡S upe rne na! ¡Manifié state ! —ahora e ra Albe rto


quie n la buscaba.

—C re o que e stán pre ocupados por mí —se justificó


e lla—. La magia ha te rminado.

S e puso e n pie y alargó e l brazo para ayudarle a


le vantarse . David conte mpló su palma e xtasiado, como si
nadie hubie ra he cho algo así por é l ante s de e sa noche .
C on una sonrisa, tomó la ayuda que le ofre cía y la pre mió
con un be so e n la me jilla.

C arlota puso un pie e n la ace ra al mismo tie mpo que


Adri asomaba la cabe za tras la e squina.

—¡C harlie ! Te voy a matar, ¿dónde te habías me tido?


—la le ngua le re sbalaba e n e l paladar, y ape staba a
cócte l e n un radio de die z kilóme tros—. ¡Ah, hola, David!
¡Q ué ge nial que e sté s con e lla! Pe nsábamos que te había
pasado algo —le re criminó a su amiga con un codazo.

—No, ya ve s que e stoy bie n —e chó un vistazo por


e ncima de l hombro de Adri, para ve r que Pablo la miraba
con de spre cio y furia de sde la e ntrada de Razzoo—. David
e staba cuidando de mí —añadió con sorna.

—Ah, pue s ge nial. O ye , nosotros nos vamos al hote l,


e stamos de struidos. Pe ro vosotros dos podé is que daros
más tie mpo si os ape te ce —le s guiñó un ojo—. No me voy
a chivar…

C arlota se dio la vue lta y buscó la mirada opaca de


David.

—Cre o que e s me jor que yo tambié n me vaya.

Él asintió de spacio.

—Lo e ntie ndo. Pe ro sólo si me prome te s una cosa.

—¿Cuál?

—El vie rne s te marchas de Nue va O rle ans. Q uie ro


que me re gale s tu último día e n la ciudad. Q uie ro pasarlo
e nte ro contigo.

C arlota sonrió. Miró a Adri para pe dirle su opinión,


pe ro ni siquie ra le hizo falta al ve r la cara de e ntusiasmo
de é sta. A los de más ni siquie ra iba a importarle s: Lari
coque te aba con Nacho unos me tros más allá y Albe rto
e staba tan borracho que aún no se había e nte rado de que
la habían e ncontrado y se guía gritando su nombre a
todos los transe únte s, e brios como é l. Pablo e ra otro
te ma. Uno que no le inte re saba lo más mínimo tocar.

—Eso e stá he cho —ace ptó con una sonrisa—. Pe ro


con una condición.

—La que se a —susurró, y C harlie se pe rdió e n la


se nsualidad de l sonido.

—Por una ve z, se ré yo quie n haga los plane s.

S e quitó la chaque ta, e chando de me nos e l calor que


e l cue ro le daba, así como e l aroma de David grabado a
pe rpe tuidad bajo su nariz.

—Q ué date la —dijo é l cuando se la te ndió, y sus ojos


llame aron. I ncluso a travé s de los cristale s oscuros, e ra
imposible no ve r e l brillo e n sus pupilas—. Te sie nta
me jor que a mí. Estás pre ciosa con mi ropa. Y re spe cto a
mañana, e stoy dispue sto a cumplir cualquie r orde n,
de se o o fantasía que e lijas.

S u tono fue lo más pare cido a un gruñido que C arlota


había oído e n mucho tie mpo. S in e mbargo, se cuidó
mucho de e xplicarle la urge nte e ine xplicable ne ce sidad
que le produjo. Ya había te nido suficie nte sobre carga
e rótica por una noche .

—Mañana paso a buscarte . Espé rame .

C on una e le gante inclinación de cabe za, se de spidió


de Adri, que lo conte mplaba e mbe le sada apoyada e n la
pare d.

—De spe didme de los de más, por favor —le s pidió a


ambas.

Dobló la calle y se pe rdió e n la noche , una ve z más.


C arlota hundió las manos e n los bolsillos de la cazadora e
inspiró hondo.

C uando sus amigos e mpre ndie ron la re tirada hacia e l


Sainte Marie , volvió a inspirar ante s de se guir sus pasos.
Capítulo XII
A la mañana siguie nte , C arlota se apalancó a la
carre ra e n e l asie nto de l copiloto de l BMW . Lo había visto
doblar la e squina de sde e l balcón y, para cuando lle gó a
la mitad de la calle , e lla ya e staba abajo.

—Hola.

David la miró sin soltar e l volante y sonrió.

—Hola.

C omo sie mpre , las conve rsacione s profundas


tardaban lo suyo e n arrancar. C harlie siguió
conte mplándolo por e l rabillo de l ojo cuando e l coche
arrancó de nue vo.

Estaba radiante e sa mañana. Te nía un brillo e spe cial


e n su rostro afilado y sus ojos cristalinos. Las gafas
—cómo no—, re posaban e n lo alto de su coronilla, y e l pe lo
rubio caía de sme chado e ntre las patillas, como si fue ra
un niño re be lde . Un incre íble me nte se ductor niño
re be lde .

De bía de se r la prime ra ve z que lo ve ía ve stido de


blanco. C arlota se inclinó sobre la guante ra e inspe ccionó
bie n su indume ntaria. Ah, no. Una quime ra. Bajo la
camisa abie rta re lucían le tras grise s e n la pe che ra de su
camise ta azabache . Caliente Caliente.

Vaya, sí que e mpe zaba te mprano.

—¿Sabe s ya adónde quie re s ir?

S u voz grave le re fre scó la nuca y le re volvió e l pe lo.


Daba igual que fue ra la brisa la que e n ve rdad lo hacía.
Su voz solía te ne r e fe ctos similare s.

Charlie se incorporó.

—Pue s sí.

Re volvió e n su formidable bolso hasta e ncontrar un


par de folle tos que había birlado a prime ra hora e n la
re ce pción de l hote l. S e los te ndió y David los agarró e ntre
e l volante y una mano lle na de brazale te s de pinchos.

F runció e l ce ño. Pare cía que no le había he cho mucha


gracia su ide a.

—¿Estás se gura de que quie re s ir ahí?

Ella asintió, te me rosa de que re chazara su propue sta.

—S ie nto… tal ve z te pare zca una paranoia, pe ro


sie nto que se lo de bo a e sta ciudad.
El ve hículo torció a la de re cha, de rrapando con la
e le gancia y la fue rza de un águila re al que localiza a su
pre sa e ntre la male za. El Barrio Francé s que dó atrás.

—Muy bie n —David aún pare cía pre ocupado, pe ro le


de volvió los dípticos con de te rminación— Hágase tu
voluntad, e ntonce s.

*****

Hay una parte de Nue va O rle ans e n la que no se ve n


grande s carte le s de ne ón, ni collare s de cue ntas de
plástico, ni danzas e n ple na calle al anoche ce r. Todo e stá
quie to, e n sile ncio, sin música de jazz que haga más
ame no e l acuciante tie mpo de la e spe ra.

David de tuvo e l coche e n C lairborne Ave nue , la calle


principal de e ntrada al Lowe r Ninth Ward. Nada iba a se r
fácil a partir de ahí.

C arlota se ape ó de spacio, sin de spe gar la vista de su


alre de dor.

A ve ce s la ve rdad te golpe a tan de lle no que no


pue de s hace r nada por e squivarla. Ni siquie ra aunque
cie rre s los ojos con fue rza y trate s de olvidar lo que has
visto.
Al e nfilar las calle jue las más pobre s de los suburbios
de la ciudad, C arlota se dio de bruce s con la otra cara de
Nue va Orle ans. Sus ojos se hume de cie ron al instante .

Estaba acostumbrada a la pe rife ria de las


c iuda de s . Graffittis que e ngalanan los triste s muros
grisáce os junto a las autopistas, baldosas rotas bajo las
que se cue la e l agua sucia de las alcantarillas, basura
acumulada. Zarzas sin hojas pe ro con e spinas. El ruido de
los coche s y de una radio que se e vade a travé s de la
ve ntana abie rta. Para las e stadísticas oficiale s, los
suburbios son sinónimo de e le vadas tasas de
de lincue ncia y criminalidad. Para sus habitante s, los
suburbios son su hogar. Podrían se r me nos fe os y más
se guros, pe ro su hogar al fin y al cabo.

S in e mbargo, para Nue va O rle ans, los suburbios son


la mue ca grote sca que de jó tras de sí una muje r
e nfadada cuando se fue dando un portazo, y cuyo
nombre aún re ve rbe ra e n e l vie nto al soplar de sde e l
Golfo.

Katrina.

C ristale s rotos, te jas caídas. Tablas de sparramadas y


pintura de sconchada. El hue co vacío que se ñala que , allí,
una ve z, hubo una casa; una familia; vida. C oche s lle nos
de barro re se co que aún custodian e l lugar inhóspito al
que su furia le s condujo.

Y pintura roja e n la pue rta de las casas. Un aspa


se guida de un núme ro. El pulso de te nido una tarde de
agosto, casi cuatro años atrás.

C harlie pe stañe ó para ale jar las lágrimas. C uando


habló, su voz de sgarrada tuvo que pe le ar por abandonar
su garganta.

—Los bombe ros pintaron aspas rojas para avisar a


sus compañe ros de las casas que ya habían re visado. La
cifra —se aclaró la voz, anormalme nte aguda—… la cifra
e s e l núme ro de cue rpos que había de ntro.

David, a su lado, asintió sin de cir nada.

—Muchas de las casas e stán abandonadas —se ñaló


una e n la le janía, cubie rta por e l polvo de l sur—. Pocos
quisie ron volve r de spué s de ella. Ahora e ntie ndo por qué .

Tras e llos, una me ce dora chirriaba e n e l porche de


una cabaña pre fabricada. Una muje r de color se
columpiaba sobre e lla, con la mirada fija e n los dos
e xtraños que se habían de jado cae r por su barrio. Era la
única se ñal de que aún había vida e n e l Lowe r de spué s
de que Katrina le s arre batara todo. El día que los dique s
re ve ntaron, se rompió e n mil pe dazos todo lo que te nían.

C aminaron juntos por las anchas calzadas de are na. A


pe sar de todo, e ra un lugar bonito. Tranquilo, con brote s
ve rde s anunciando bue nas nue vas. Poco tráfico, ape nas
nada, y casas ale jadas las unas de las otras. Podría pasar,
incluso, por un humilde barrio re side ncial a las afue ras de
cualquie r pue blo caste llano. Hasta que una nue va cruz
e scarlata de volvía a la re alidad y e nfre ntaba a la
trage dia.

C arlota re cordó las imáge ne s de l huracán que había


visto e n te le visión. Pe nsó e n todas aque llas pe rsonas,
de shidratadas y de se spe radas, que onde aban sus
camisas pidie ndo auxilio de sde los te jados de las casas.
Lo que e ntonce s se le antojaron pe que ñas cabañas,
re produccione s burdas de los hote le s de l monopoly, las
de scubría ahora como construccione s de varios me tros
de largo y que triplicaban su altura.

Un golpe más para su concie ncia. I maginó e l te rre no


por donde pisaba ane gado de agua. Re cordó algo que
había oído e n una antigua e ntre vista a los supe rvivie nte s
de l huracán, y que volvía ahora como un capricho de su
me moria.

Lo único que quería era que el viento parara.

A su lado, David pate ó una pie dra. S e mostraba


de masiado inse nsible , más frío de lo que hubie ra
e spe rado de é l, pe ro lo achacó a que tampoco e lla e staba
muy re ce ptiva.

La pie dra rodó e ntre las rue das de una camione ta y


lue go siguió su camino a travé s de los hie rbajos. Encontró
un obstáculo que inte rrumpió su ace le rado viaje , y
Carlota se ace rcó para ve r de ce rca qué e ra.

Un arrugado álbum de cromos infantil. Y justo al lado,


los re stos de una fachada de rruida, donde aún se
apre ciaban los brazos rojizos de una cruz.

No pudo pone rle fre no al nudo que asce ndió por su


garganta y se de sbordó por sus párpados. Empe zó a
llorar; e n sile ncio al principio y con jade os e ntre cortados
a continuación. Le dolía e l pe cho y que ría arrancarse la
pie l para obligar al dolor a marcharse de allí.

—Ve n aquí, chérie.

David se ace rcó a e lla e n dos zancadas y le abrió los


brazos. C arlota se se pultó e n e llos, e scondie ndo e l rostro
e ntre sus ropas. No que ría volve r a alzar la vista hasta
que aque l maldito dolor no se hubie se e sfumado; no
podría soportarlo.

Él le acarició la e spalda para re lajarla, mie ntras su


otra mano se e nte rraba e ntre sus cabe llos, como si no
quisie ra apartarla de su abrazo prote ctor nunca más.

Lloró hasta que darse se ca, mie ntras la me ce dora


se guía chirriando. Lloró por la ge nte que Nue va O rle ans
había pe rdido. Los que se habían ido para no volve r. A
día de hoy, algunos de e llos aún re spiraban; otros no.
Lloró al re cordar todo lo que había cambiado su vida
durante los últimos se is días, y lo mucho que e sa ciudad
había te nido que ve r e n e llo. Pe ro, sobre todo, lloró por
las doscie ntas mil pe rsonas que se que daron, o que se
largaron con lo pue sto y tuvie ron las agallas de re gre sar
de spué s para e mpe zar de ce ro.

Porque todos y cada uno de e llos bailaban al ritmo de


las trompe tas durante e l Mardi Gras, conse rvaban e sa
sonrisa radiante que mostraban día y noche , y luchaban
por mante ne r e l e spíritu de lo que una ve z fue ron, porque
e so fue lo único que Katrina no se pudo lle var.
Todos y cada uno de e llos acababan de darle la
le cción más importante de su vida.

*****

David pre sionó la e spalda de Charlotte hasta que poco


a poco se fue calmando. Su aroma inconfundible asce ndía
y pe ne traba por sus orificios nasale s, y é se fue e l único
consue lo que e ncontró al rastro de de strucción que los
rode aba.

Él había e stado pre se nte cuando Balbe roth de sató los


infie rnos sobre Nue va O rle ans. Lo había de se ncade nado
e n s u palacio, contagiado de su propio aburrimie nto.
Todos le habían re ído la gracia.

M ie ntra s Charlotte lloraba e ntre sus brazos y la


de solación de una ciudad lo conte mplaba, Astaroth supo
que , si hubie ra algún modo de volve r atrás e n e l tie mpo,
no re gre saría a e se domingo e n que conoció a la pe que ña
muje r que hipaba y le e mpapaba la camisa. V olve ría sin
dudarlo al jodido 29 de agosto de 2005.

De mome nto, y ya que e so no e ra posible , mataría al


bastardo de Balbe roth por habe rla he cho llorar.

*****
C omie ron e n un self—service ce rcano al Café du Monde.
A me dida que transcurrie ron las horas C harlie fue
re cupe rando la sonrisa, y los minutos al lado de David se
suce die ron como si alguie n hubie ra soplado sobre e llos.

De cidida, sin e mbargo, a no olvidar e l torbe llino de


e mocione s que había e xpe rime ntado e sa mañana, quiso
que le contara más cosas ace rca de la vida e n Nue va
Orle ans, sus ge nte s, su re construcción.

Lo último e n lo que que ría pe nsar e ra e n que al día


siguie nte , a e sas horas, ya no e staría ahí.

—Ve rás —le e xplicó David. Acababa de darle un bue n


mordisco a su sandwich y no podía vocalizar con la boca
lle na—, Nue va O rle ans e s una de las pocas ciudade s e n
e l mundo que e stá por de bajo de l nive l de l mar. Ade más,
como ya has visto, e stá rode ada de agua por todas
parte s: e l lago Portchartrain, e l río, e l Golfo de Mé xico…
El de lta de l Mississippi e stá tan próximo que hay canale s
y pantanos por todas parte s. C e rca de l Lowe r, por
e je mplo, hay otro bayou.

C harlie alzó las ce jas, mie ntras daba cue nta de una
hoja de le chuga re be lde .
—¿En se rio? Te níamos que habe r ido.

—No te cre as, no e s tan bonito como e l Bayou Segnette.

—Es igual. Me hubie ra gustado conoce rlo —sonrió con


ge sto pícaro—. Ya te ngo una e xcusa para volve r.

David agrade ció su sonrisa, pe ro su mirada, por e l


contrario, e staba sombría.

—No ne ce sitas e xcusas, chérie. Pue de s ve nir sie mpre


que quie ras.

—Ojalá fue ra tan fácil…

O diando de spe rdiciar su última tarde e n la ciudad con


pe nsamie ntos triste s, de cidió cambiar de te ma.

—Sigue contándome lo de l agua, please.

—OK, darling. Pue s bie n, gracias a toda e sa agua,


Louisianna e s una de las principale s e xportadoras de
marisco y productos de l mar al re sto de e stados.
Ade más, e so facilita e l de sarrollo de una flora y una
fauna únicas e n e l mundo. Y, como re cordarás, fue
pione ra e n e l come rcio marítimo de Amé rica.
—Aha. Lari nos le yó e l prime r capítulo de su guía
como die z ve ce s durante e l vue lo.

David sonrió complacido.

—Bie n. El proble ma e s que Nue va Orle ans e stá e n una


zona complicada para e l clima. C on e l golfo de Mé xico y
e l C aribe tan ce rca, e s carne de cañón para todos los
fe nóme nos atmosfé ricos que se cre an e n e llos. S i e so lo
unimos a la altura a la que e stá y la cantidad de agua que
la rode a, obte ne mos una combinación e xplosiva.

C arlota silbó. El k et chup gote ó e ntre sus de dos y


maldijo e l gusto de los yanquis por la comida pringosa.

—C ada ve z que hay un de sastre natural mi madre


prote sta. Dice que no e ntie nde por qué se construye n
ciudade s e n sitios tan arrie sgados.

—Bue no, como has visto tambié n tie ne sus ve ntajas.

David mordisque ó una patata. Estaba tan re lajado,


se ntado fre nte a e lla y disfrutando de la conve rsación,
que C arlota se sintió como e n casa. I ba a e charlo tanto
de me nos…

—Pe ro si e l Katrina fue un huracán, ¿por qué unas


inundacione s tan be stiale s?

—Los huracane s sie mpre van acompañados de lluvias


torre ncia le s , chérie. De ahí que las calle s de l Barrio
F rancé s y las zonas más altas de la ciudad se
e ncharcaran. Pe ro e l auté ntico de sastre e n las zonas
bajas no se de bió a las lluvias…

—…sino a los dique s —te rminó por é l. Re cordó de


pronto las palabras de Lari, a las que no había pre stado la
más mínima ate nción e n su mome nto.

—Así e s. C on la fue rza de l vie nto y la pre sión de l


agua, los dique s que prote ge n la ciudad se
re sque brajaron, y toda e sa agua se e xte ndió por e l
Lowe r.

—¿S e rompie ron? ¿De qué e staban he chos, de


vase lina?

David rio. Enarcó una ce ja, como si sospe chara que


Charlie conocía más de talle s de los que apare ntaba.

—¿Hasta dónde sabe s? —pre guntó.

Ella se lle vó la mano al corazón.


—Nada, lo prome to.

—Está bie n, te cre e ré —dijo guiñándole un ojo—.


Durante mucho tie mpo se rumore ó que las autoridade s
orde naron e xplotarlos a propósito.

Carlota palide ció.

—¿A propósito? ¿Quié n se ría capaz de hace r algo así?

—Pue s, aunque no lo pare zca, e s una solución de


e me rge ncia más lógica de lo que cre e s. Durante los días
que siguie ron a la lle gada de l Katrina, e l Barrio F rancé s y
e l Garde n District corrie ron se rio pe ligro. El agua que
ame nazaba los dique s lle garía a e llos si lograba
de sbordarse . S é que sue na crue l o inse nsible , pe ro
Nue va O rle ans e s lo que e s gracias a e stos dos barrios.
La principal fue nte de ingre sos de la ciudad e s e l turismo
que atrae n e l Mardi Gras y e l V ie ux C arré , mie ntras que
e l Garde n District e s la zona que mue ve e l dine ro y donde
se sitúan los come rcios y las finanzas. S i e l agua hubie se
de struido ambos, o uno de los dos, Nue va O rle ans se
hubie se hundido por comple to. La re construcción hubie ra
sido imposible ; se habría pe rdido e l ve rdade ro motor de
la ciudad. S é que e s te rrible , pe ro rompe r los dique s y
canalizar e l agua hacia otras zonas más pre scindible s
pare cía la única opción posible , así que simple me nte
die ron la orde n y se hizo. O , al me nos, así cre e la ge nte
que se hizo.

C harlie me ne ó la cabe za. Aún no e staba muy


conve ncida.

—No sé , de spué s de lo que he mos visto e sta


mañana… Me pare ce e spantoso pe nsar que todo lo que
ocurrió fue pre me ditado.

—Míralo de e sta forma: si e mpujando a una pe rsona a


las vías de l tre n tie ne s la garantía de que lograrás salvar
a otras cinco cuya vida corre pe ligro, ¿tú qué harías?
Re ve ntando los dique s murie ron mil ochocie ntas
pe rsonas. S i no lo hubie ran he cho, e sa cifra se habría
multiplicado y la ciudad e nte ra habría pe re cido bajo las
aguas.

Pe nsándolo así, sonaba bastante lógico. Le dio la


e stocada final a su almue rzo y re fle xionó mie ntras
masticaba.

—¿Y todos e sos dique s? ¿Dónde e stán? ¿Q ue da algo


de e llos?

El rostro de David volvió a iluminarse .


—¿Quie re s ve rlos?

—Por supue sto que sí, no hace falta que pre gunte s.

—Entonce s vamos.

La agarró de la mano y tiró de e lla con ilusión casi


infantil. Ante s de abandonar e l local de positó un be so e n
su me jilla que la hizo te mblar.

*****

—Me sie nto e stafada. Espe ro que se pas


re compe nsárme lo.

C arlota se se ntó e n un banco e n ple no Artille ry Park.


F re nte a e lla, J ackson S quare dominaba e l panorama
sobre e l Mississippi. No había vue lto a pisar por allí de sde
la noche de l tour vampírico, y la image n nocturna que
había re cibido de e lla distaba mucho de la que ofre cía a
ple na luz. Ade más, te nía la se nsación de que habían
pasado años de sde e ntonce s, no ape nas unos días.

David tomó asie nto junto a e lla y le buscó las


cosquillas e n la cintura con las ye mas de sus largos
de dos.
—No de be rías. Que rías ve r los dique s y aquí e stamos.

Charlie frunció e l ce ño.

—Aquí no hay ni rastro de los dique s.

—O h, sí que lo hay —David hizo una pausa, de é sas


que tanto le gustaban, para mante ne r e l suspe nse —.
Estás sobre uno.

Sus ojos ambarinos se abrie ron de par e n par.

—¿Brome as?

—C laro que no —su rostro e ra se rio, como un


mae stro de e scue la de la posgue rra—. Esto e s un dique .
O, más bie n, Artille ry Park se e rige sobre uno.

Aún con la boca abie rta, C harlie lanzó un vistazo a su


alre de dor. La plaza e staba abarrotada a e sas horas e ntre
coche citos de be bé s, turistas —ahí estaban otra vez los
japoneses y sus cámaras—, pue stos de ve nta ambulante y,
cómo no, los mundialme nte conocidos psíquicos, vide nte s
y quiromante s orle annianos, que te nían e n e se lugar su
baluarte particular. C asi con toda se guridad ninguno de
e sos ce nte nare s de pe rsonas se ntía e l mie do visce ral que
se había apode rado de e lla al de scubrir la ve rdad sobre
Jackson Square .

Miró de re ojo la cate dral de S t. Louis, con sus finos


pináculos y su fachada blanca. ¿Y si se caía?

La e statua de l tal J ackson, que vaya uste d a sabe r


quié n e ra, la conte mplaba de sde su caballo de bronce . ¿Y
si se hundía?

David, que pare ció le e rle e l pe nsamie nto, prorrumpió


e n carcajadas.

—Tranquila, e sto no e s e l Titanic.

C laro que no. En Nue va O rle ans no había ice be rgs.


Porque no los había, ¿ve rdad?

—Vamos —David la obligó a le vantarse de l banco


justo a tie mpo. I ba a pone rse a gritar socorro de un
mome nto a otro—. Te invito a un he lado.

La bola de fre sa duró una e te rnidad e n su cucurucho.


S u ate nción se dispe rsaba e ntre admirar e l he rmoso
pe rfil de David y conte mplar e mbe le sada e l tranvía que
circulaba a travé s de De catur Stre e t.

—¿Te gustan los tranvías? —inquirió é l. S u he lado se


había acabado hacía un bue n rato.

—Sólo si se llaman Deseo [27]—brome ó.

La luz ponie nte los acarició a los dos. David se ace rcó
a e lla. S us me jillas e staba sonrojadas por habe r
pe rmane cido todo e l día bajo e l sol. Las gafas, para su
inme nsa fortuna, no se habían movido de lo alto de la
cabe za e n ningún mome nto. S us ojos se guían brillando
como zafiros e n la nie ve .

Y C arlota se guía pe rdie ndo la cabe za sin re me dio e n


cuanto su pode roso cue rpo se aproximaba a e lla. Ya no le
te mía, e s cie rto, y e ntre los dos había surgido una
complicidad que dudaba habe r te nido con nadie , pe ro
tambié n dudaba que alguna ve z de jara de provocarle
sudore s, palpitacione s o balbuce os con su nítida mirada
azul, su sonrisa o su voz rota y ace ntuada.

Le había e nse ñado tantas cosas, la había he cho


disfrutar tanto, que había marcado un ante s y un de spué s
e n su vida. El ante s lo te nía claro; no había más que
re cordar a la amargada y pe simista C harlie que se bajó
de l avión se is días atrás y compararla con la muje r vital
que ahora ardía e n su inte rior. El de spué s… aún no sabía
qué pasaría con su vida. S ólo sabía que no podría
compararse a lo que é l le había ofre cido.

Agrade ció mil ve ce s habe r tomado e se vue lo que la


lle vó a Nue va O rle ans, pe ro lo maldijo por ale jarla de é l
e n sólo unas horas.

Y la ide a que rondaba su cabe za durante los últimos


días volvió a e me rge r con fue rza. Había una cosa más
que que ría vivir con é l, y la que ría ya.

—¿Q ué te ape te ce hace r ahora? —David sacudió su


muñe ca y le e chó un rápido vistazo al re loj—. Aún que da
algo de tie mpo.

—¿Me pe rmite s que haga una llamada? S ólo se rá un


minuto.

La miró con e xtrañe za, pe ro lue go le ce dió su lugar.

—Por supue sto. Tarda lo que quie ras —conce dió ante s
de de jarla sola.

C harlie vio cómo se ale jaba y se apoyaba e n e l muro,


de cara al Mississippi. S acó e l te lé fono móvil de l bolso, ya
re cupe rado de los e stragos de l Mardi Gras, y marcó un
núme ro de me moria.
—¿Adri? —pre guntó e n cuanto oyó que de scolgaban.

—La misma. ¿Qué tal? ¿Cómo va ese fantástico día de amor


y mimos?

—Q uie ro e star con é l. Q uie ro… acostarme con é l.


¿Hago mal?

Su amiga bufó.

—¿Qué si haces mal? Lo único que has hecho de forma pésima


es haber esperado hasta hoy para plantearte eso, en vez de haber
pasado las vacaciones en la cama de ese hombre…

—Ya, pe ro ¿y si…?

—Ningún y si. Tú lo deseas, él te desea. ¿Qué demonios haces


hablando conmigo?

Carlota oyó cómo se palme aba los muslos y sonrió.

—Ne ce sitaba un e mpujón —confe só.

—Pues agradece que Lari me tenga dando vueltas en busca de


un recuerdo para su madre, porque si no yo misma iba y os
apartaba las sábanas.

—¿Y si sale mal? ¿S i acaba e n sufrimie nto? ¿S i no lo


vue lvo a ve r? ¿Y si… si me enamoro?

Adri suspiró al otro lado de la líne a.

—Nena, si no lo estás ya, cosa que pongo en duda, no creo


que una pequeña ración de sexo obre un milagro sobre ti. Y no
tienes por qué sufrir. La vida no es tan mala, Charlie.

—Pe rmíte me que lo ponga e n duda —gruñó la aludida.

Adri se impacie ntó.

—Bueno, pues si lo es, que te quiten lo bailao. A garra a ese


hombre, empújalo sobre el colchón y no lo dejes escapar.

C arlota se volvió de e spaldas a David, aunque é ste no


la miraba. Se guía e nfrascado e n e l paisaje fluvial.

—Eso haré —sonrió con picardía—. No me e spe ré is,


lle garé tarde .

—¡Ésa es mi chica! Pero no te olvides que mañana nos vamos


temprano y aún tienes que hacer la maleta.

—No me olvidaré , tranquila. ¡Te quie ro!

—Y yo a ti, mojigata indecisa. ¡Corre!


C arlota pulsó e l botón rojo con una sonrisa y e l
corazón latie ndo a más ve locidad de la saludable . Me ne ó
la cabe za y e chó a corre r hacia e l muro.

—Ya sé adónde quie ro ir —le anunció a David cuando


se apoyó igual que é l—. Me gustaría… conoce r tu casa.

Habría pagado por inmortalizar la e xpre sión de sus


ojos cuando se lo dijo. C ómo sus pupilas se dilataron y e l
azul ce le ste que las rode aba se oscure ció, mie ntras sus
de lgados labios se e xpandían e n una sonrisa
prome te dora.

La agarró de la mano y, sin darle pie a arre pe ntirse , la


arrastró con su magne tismo ce nte lle ante a travé s de la
calle . S us largas zancadas la obligaban a corre r hasta
alcanzarle . Pare cía más que impacie nte . Pare cía como si
acabara de e xplotar de satisfacción.

*****

La casa de David —del tío de David— no e ra una casa


normal.

C arlota se que dó con la boca abie rta cuando vio la


pre ciosa mansión ajardinada, al más puro e stilo de las
antiguas plantacione s de algodón, que se e rigía e n e l 3100
de Saint Charle s Ave nue .

—Jode r. ¿Vive s aquí?

David asintió, orgulloso de sus balcone s de forja


acristalada, sus columnas clásicas y su pintura
inmaculada.

—¿Toda e sa casa para ti solo?

Volvió a ase ntir.

—Aunque Danie l, I zaak y J oe l pasan la mayor parte


de l día conmigo. La casa pare ce mucho más pe que ña
cuando e llos andan zascandile ando de ntro de e lla —se
que jó.

—Eso e s porque no has te nido a Lari, Adri y sus


re spe ctivas male tas durante todo un fin de se mana e n un
piso de cincue nta me tros cuadrados…

C arlota dio un par de pasos sobre e l mullido cé spe d.


Habían aparcado e l coche e n la e ntrada trase ra, pe ro
de spué s David se e mpe ñó e n dar un rode o hasta la
ave nida principal. Cuando vio e l alto portón me tálico y los
arbustos tre pando e n torno a é l, no supo qué e ra aque llo
tan he rmoso que pre te ndía mostrarle . Ahora sí lo sabía.
—¿Vamos?

—Sí, claro…

De la mano, cruzaron e l porche de lante ro y e ntraron


e n la vivie nda a travé s de las pue rtas france sas. S ólo
había un pe que ño zaguán, e stre cho y auste ro, que daba,
a su ve z, a una pue rta de se guridad.

David introdujo la llave y la hizo pasar al inte rior. El


re cibidor e ra oscuro y sin ve ntanas, y e n é l sólo se podían
distinguir las e scale ras asce nde nte s, una e stre cha
consola y dos pue rtas más. Abrió la que te nía a su
de re cha.

—Ésta e s la cocina.

Ni e n los programas de la te le había visto nada igual.


Era una de e sas cocinas e norme s con varios módulos,
barra ame ricana, todos los aparatos de última te cnología
y armarios hasta e l te cho. De corada e n rojo pasión,
pare cía de masiado sofisticada como para fre ír un hue vo
e n e lla.

—Y por aquí e s e l salón.

Abrió la se gunda pue rta y la luz que se colaba por las


pe rsianas lle gó hasta e llos. C arlota dio un paso hacia e l
inte rior y se giró sorpre ndida.

—¿Rosa? —pre guntó, con cara de circunstancias, y un


de do acusador se ñaló e l sofá de tre s plazas.

David pare ció azorado.

—C uando mi tío la compró ya e staba amue blada.


Pre firió que darse con e stas antiguallas.

Unas cortinas opacas, una pe que ña me sa de pie con


dos sillone s de ore jas y un mue ble para e l te le visor. Toda
la de coración e ra minimalista, quizá para compe nsar la
orname ntación pomposa de la fachada. A pe sar de los
lujos y la e scase z de mue ble s, re sultaba acoge dora.

—¿Quie re s… quie re s subir?

David la abrazó por la e spalda y C arlota notó que no


e ra la única con e l ve llo e rizado. Pe gada a é l, amoldando
su e spalda a la dure za de su cue rpo, no lo dudó ni un
se gundo.

—C laro —buscó su cara. Aunque David te nía los ojos


ce rrados, le sonrió—. Vamos.
Esta ve z fue e lla quie n tuvo que tirar de é l hacia
arriba, y no pudo de jar de asombrarse por e so. Pare cía
un chiquillo asustado e n su prime ra ve z.

Excitada y ne rviosa, subió las e scale ras con David


pe gado a sus talone s. Arriba, le aguardaban dos pue rtas
más.

—Ahí e stá e l cuarto de baño —le se ñaló la de la


de re cha con un ge sto vago—. Por si ne ce sitas ir… y e sas
cosas.

S ólo que daba una pue rta fre nte a e lla. Aunque la
mansión e ra e norme te nía pocas habitacione s. S i todas
e ran de l tamaño de la cocina, no le e xtrañaba e n
absoluto.

—De duzco e ntonce s que é ste e s tu dormitorio.

Su única re spue sta fue un ase ntimie nto con la cabe za.

Era, con dife re ncia, la e stancia más masculina de toda


la casa. De he cho, no sólo e ra varonil, sino que había e n
e lla un aura…mortífera. Como una ce lda. O un burde l.

La cama king size ocupaba una te rce ra parte de la


habitación. El e norme cabe ce ro re ctangular, las me sillas
de noche , la cómoda, e l armario de cuatro pue rtas y e l
e spe jo e ran de oscura made ra que contrastaba con la
blancura de las pare de s. Las ve ntanas, hacie ndo e squina
y e le vándose de l sue lo al te cho, caían sobre la magia de
la ciudad.

La ropa de cama y las cortinas e ran de saté n ne gro. El


sue lo e staba cubie rto de moque ta gris oscura. C arlota
contuvo e l alie nto, y e l nudo e n su e stómago se de shizo
le ntame nte para ir a e nroscarse de nue vo e ntre sus
pie rnas.

—Es… inte re sante —dijo.

David se ace rcó a la cama y pre ndió la bombilla de


una lámpara de pie . Ya e ra muy tarde y que daba poca luz
natural.

—Me ale gra que te guste —susurró.

C harlie pase ó e n sile ncio, hasta que un brote de color


e n la pare d junto a la pue rta llamó su ate nción. S e situó al
pie de la cama para conte mplarlo me jor.

Era un póste r. Era e norme . Y era ella.

Tartamude ó cuando re conoció e ntre las formas


abstractas, pintadas a mano, su camise ta morada y su
pe lo castaño, indómito, ve rtido sobre los hombros. La
figura sonre ía, inclinada hacia ade lante e n e l balcón de l
S ainte Marie , y te nía varios collare s de plástico e n la
mano.

—Lo e ncargué cuando te conocí —la voz de David le


dio la e xplicación que ne ce sitaba—. S ólo quise conse rvar
la be lle za de e se mome nto para sie mpre .

S e guía sin pode r de spe gar los ojos de l cuadro. Nunca


nadie había he cho algo se me jante por e lla, o con e lla.
Jamás.

David carraspe ó incómodo. No pare cía conte nto de


que hubie ra de scubie rto su pe que ño se cre to, mie ntras
que e lla e staba e ncantada. Tanto, que se moría de ganas
de be sarlo y de mostrárse lo.

—Ahí e stán tus cosas —le indicó con la mano una de


las pue rtas de l armario—. Espe ro que no te importe ;
orde né que las guardaran aye r e n cuanto lle gué . No
que ría te ne rlas e n bolsas hasta que lle garas a España.

C harlie la abrió y se e ncontró todas las pre ndas que


había comprado la noche ante rior colgadas con mimo de
las pe rchas. Las camise tas y je rsé is e staban doblados
con pulcritud sobre una balda, y los ve stidos y faldas
habían sido planchados. Entre me zclados con e llos, había
pantalone s de David, chaque tas de cue ro, camisas…

El corazón le dio un vue lco. Grabó la image n para


sie mpre e n su me moria porque , aunque sabía que nunca
se volve ría a re pe tir, no le cupo duda de que e so e ra lo
más ce rca que e staría jamás de la vida que que ría. De se ó
un armario donde se me zclara la ropa de los dos durante
e l re sto de su vida, para pode r abrirlo cada mañana y
sabe r que e ra cie rto. Que e staba allí.

Y que iba a hace rle e l amor las ve ce s que le die ra la


gana. Como ahora.

C orrió hasta David y se colgó de su cue llo, mie ntras


sus labios se abrían camino sobre su rostro y se colaban
e n su boca. S i le sorpre ndió su arranque de e fusividad, no
lo de mostró, sino que é l tambié n se apre suró a pone rle
las manos e ncima y re sponde r a la urge ncia de su be so.

Los labios de David e staban por todas parte s,


mie ntras sus de dos se ocupaban de bajar la cre malle ra
de su chaque ta y sacárse la por los brazos.
En tirante s, C harlie sintió frío, pe ro no tuvo tie mpo de
prote star ante s de que sus manos la acariciaran hasta
hace rla pe rde r e l se ntido. Afe rrada a su pe lo rubio, de jó
que sus manos re sbalaran por su nuca y e spalda, que
ardía como brasas re cié n e nce ndidas.

S in de spe gar los labios, caminó con é l hasta la cama.


Oyó te la que se rasgaba y, cuando é l se de dicó a e xplorar
su cue llo, hacié ndola ge mir, pudo ve r que Caliente
Caliente yacía e n e l sue lo partida por la mitad. Habría
se ntido lástima de e lla si no hubie ra e stado tan caliente
caliente al imaginar su pe cho de snudo junto al suyo.

La re alidad supe raba a su de sbordada fantasía.


C uando conte mpló su torso volvió a de jarse lle var por
ole adas de lujuria e ntre las pie rnas. No le sobraba un
maldito gramo de grasa, y cada fibra de su abdome n se
marcaba como un guante . No había ni un solo pe lo e n
toda la e xte nsión de pie l rosada y brillante .

Los ojos de David e staban ve lados cuando la miró.

—He e spe rado tanto e ste mome nto… —gruñó cuando


vio e l e ncaje viole ta de su suje tador—. V oy a hace r que
te corras, chérie. Una y otra ve z. C omo de se o de sde la
prime ra ve z que te vi.
Carlota gimió cuando e l suje tador se de svane ció, igual
que sus pantalone s.

—Ere s tan pre ciosa… —murmuró sobre su pe zón


izquie rdo ante s de abalanzarse como un loco sobre é l.

S e ntir cómo ge mía contra la pie l de sus pe chos fue


más de lo que C harlie pudo soportar. S e de rrumbó sobre
la cama y é l la siguió, rozando e l borde de sus bragas.

—V oy a de struir e l mundo que conoce s. V oy a hace r


que sólo pue das pe nsar e n e sto. En cómo te lo hago.

La be só de nue vo, y C arlota se sume rgió e n la ne blina


lasciva que la e mbargaba. De jó que la consumie ra hasta
que no que dara ni un maldito de spojo de e lla.

—Hazme lo que quie ras —jade ó junto a su oído—.


Pe ro no de je s de que marme .

David gruñó y de un tirón arrancó sus bragas. C uando


la tuvo de snuda e ntre e l saté n, la cubrió con su mano y
re pasó cada rincón, cada curva. C ada ce ntíme tro de pie l
bronce ada.

El tintine o de un cinturón al se r de sabrochado la puso


sobre aviso ace rca de lo que e staba a punto de suce de r.
El familiar pinchazo bajo su vie ntre le re cordó lo mucho
que de se aba que suce die se .

C omo sie mpre , é l pare ció e nte rarse de todos sus


pe nsamie ntos, pe ro por una ve z no le importó.

—V oy a e ntrar e n ti —jade ó. Abrió e l cajón de la


me silla y sacó un condón—. Y vas a gritar.

Le pare ció que la voz re sbalaba e n su oído con e l


e spe sor dulce de la mie l calie nte . Abrió las pie rnas e n un
acto re fle jo y David se agarró a la sábana mare ado. Tiró
de la te la, fría y se nsual, que crujió bajo la e spalda de
Carlota y le acarició la pie l se nsible de las nalgas.

—Voy a gritar —confirmó.

—Y vas a gritar cuando lle gue s al orgasmo, ¿ve rdad?

Le se paró más las rodillas y masaje ó su clítoris.


C harlie se sintió pe rdida, comple tame nte e ntre gada al
re molino de se nsacione s que de spe rtaba e n e lla.

C ontinuó acariciándola e n círculos mie ntras la


pe ne traba poco a poco. S us manos le hablaban; le de cían
que habían he cho e sto muchas ve ce s y que sabían
hace rlo bie n. Muy bie n.
—Sí, voy a gritar —gimió.

David lamió e l lóbulo de la ore ja y se e ncontró con una


incipie nte capa de sudor re corrié ndola. Agarrándola con
de stre za por la e spalda, la puso de lado, fre nte a é l, y
siguió e mpujando e n su inte rior con suavidad. S opló con
cuidado sobre su fre nte para apartar e l pe lo que le caía
e nmarañado sobre e l rostro.

Pare cía tan calmado que C arlota maldijo e n su fue ro


inte rno por mostrarse tan de scocada. Pe ro había tomado
la de cisión de darse por comple to e iba a mante ne rla
hasta e l final.

C on un rápido movimie nto, lo tumbó de e spaldas y se


le vantó a horcajadas sobre é l. David se mostró tan
sorpre ndido que e stiró los brazos y se de jó hace r con un
ge mido.

—Pe ro tú tambié n vas a gritar —murmuró e lla con la


boca e nte rrada e n su cue llo.

Él abrió los ojos aturdido y a C arlota le pare ció ve r


algo distinto e n e llos, aunque te nie ndo e n cue nta que
e mpe zaba a ve r borroso, no le dio importancia. Los ce rró
ante s que pudie ra comprobarlo.
S e balance ó sobre e l cue rpo masculino y le
mordisque ó e l labio infe rior con suavidad. S us manos la
afe rraron por las cade ras y la movie ron sobre é l,
marcando e l ritmo a pe sar de todo. El cue rpo de C arlota
e ntró e n un unive rso parale lo de place r y é xtasis e n e l
que cada roce e ra un paso más hacia la caída.

En e l último mome nto, é l volvió a girarla. La de jó bajo


su cue rpo y la aplastó con su propio pe so mie ntras se
corría. No la de jó re spirar hasta que hubo agotado cada
e spasmo de su inte rior.

Le había prome tido que gritaría, pe ro lo único que


pudo hace r fue susurrar e n su oído una lánguida caricia
de re ndición absoluta.

—David…

El cue rpo de é l se te nsó al instante . Lo oyó conte ne r e l


alie nto, mie ntras su rigide z aume ntaba. En e l labe rinto de
de se o satisfe cho e n que se hallaba supuso que é l
tambié n había alcanzado e l clímax, y lo confirmó cuando
sus músculos se re lajaron sobre su de snude z agotada. S e
de splomó sobre e lla con un suspiro de incre dulidad que
no duró mucho tie mpo.
La tocó, y C arlota se sintió confundida cuando sus
manos no la acariciaron, como e spe raba, sino que la
apartaron con brusque dad. La e mpujó hacia e l borde de
la cama y é l mismo se incorporó con rude za. De un salto
se puso e n pie y corrió hacia la pue rta. En me nos de un
se gundo, la de l baño se ce rró dando un portazo.

C harlie se le vantó, aturdida y pre ocupada. Tuvo frío al


abandonar la cama y buscó su ropa. La camisa de David
e ra lo bastante grande como para cubrirla, así que se la
puso y la ce rró con su puño.

No e nte ndía nada. Hacía tan sólo un mome nto e staba


sabore ando las de licias de l place r y ahora, de re pe nte ,
todo se había vue lto incómodo, distante . La habitación le
pare ció un lugar sórdido. Nunca e spe ró que e l se xo con
David fue ra tan bue no —nunca creyó que había sexo tan
bueno, en realidad—, pe ro tampoco se imaginaba que las
cosas se torce rían como para que é l la acabara tratando
de e sa forma.

Tal ve z todo fue ra una cábala absurda y David tuvie se


algún proble ma. I nquie ta, se re prochó habe r de sconfiado
de é l. A lo me jor le había suce dido algo malo de ve rdad, y
e lla, mie ntras tanto, e staba ahí e lucubrando e stupide ce s
consigo misma.
S e ade ntró e n e l pasillo, a oscuras, y tamborile ó con
los nudillos sobre la made ra de la pue rta.

—¿David? ¿Estás bie n?

No hubo re spue sta. Ace rcó e l oído y no e scuchó nada.

—¿David?

Aque llo e mpe zaba a pone rse fe o.

—David, por favor, dime algo.

Al te rce r inte nto, su pre ocupación se disparó.

Empujó la manilla con cuidado y abrió ape nas un


re squicio. Al no obte ne r re spue sta, de cidió hace r acopio
de todo su valor y lanzarse . S i le mole staba su
inte rrupción, ya te ndría tie mpo de justificarse más tarde .

Dio un manotazo a la pue rta, que se abrió con un


golpe se co y chocó contra la pare d.

David e staba allí. De pie . Bie n. Las manos se


afe rraban al lavabo y su boca se torcía e n una mue ca
pe rve rsa.

S us ojos e staban clavados e n e l e spe jo, donde se


e ncontraron con los de C arlota cuando é sta apare ció e n
e l umbral.

Estaba de pie . Estaba bie n. Incluso sonre ía.

Sin e mbargo, e so no impidió que Carlota gritara.

Había dos cosas e n David que e ran sustancialme nte


dife re nte s a la última ve z que lo había visto. S us ojos se
habían vue lto de un ne gro opaco, con un chisporrote o
e scarlata e n e l iris capaz de he larle la sangre e n las
ve nas.

Pe ro e so no e ra nada. Nada comparable al par de alas


ne gras que manaban de su e spalda y se re torcían e n las
puntas con pe re zoso e ntusiasmo.
Capítulo XIII

C uando se que dó afónica, los ojos de David


pare cie ron re parar de ve rdad e n e lla. Un re lámpago
fugaz de conscie ncia cruzó sus pupilas.

—¡Sal de l baño!

C arlota me ne ó la cabe za. Era e l mome nto más


ade cuado de su vida para e ntrar e n shock.
—P-pe ro…

David la miró con furia y algo similar a la ve rgüe nza.

—¡Márchate !

Tal y como e staban las cosas, no e ra ne ce sario que se


lo dije ran dos ve ce s. Abandonó e l ase o y corrió a
re fugiarse al dormitorio.

S in pe nsar, su ce re bro atinó a dar las órde ne s


suficie nte s para buscar su ropa y e chárse la por e ncima.
C uando e l te rror nos consume , nue stro cue rpo e mple a
toda su e ne rgía e n sobre vivir. C harlie se ale gró de que e l
suyo funcionara como e s de bido.

C on la chaque ta de l re vé s y e l suje tador e scondido e n


e l bolso con prisa, puso un pie e n e l pasillo, justo a tie mpo
de ve r cómo David salía de l baño —sin esas cosas detrás—
y la miraba pe saroso.

No sabía a qué clase de jue go macabro e staba


jugando, pe ro no te nía inte nción de e spe rar a ve r cómo
se de sarrollaba la se gunda partida.

Estaba e n e l pe núltimo e scalón cuando oyó su voz. No


se había movido de l sitio.
—No hace falta que te vayas tan rápido. Entie ndo que
e sté s asustada pe ro no voy a hace rte daño, te lo juro.
Pue de s tomarte e l tie mpo que ne ce site s.

S í, y de paso podía e spe rar allí a que e l infie rno se


conge lase . ¿C on quié n de monios pe nsaba que e staba
hablando?

—S i cre e s que me re ce s una e xplicación e stoy


dispue sto a dárte la —su voz sonó te mplada, pe ro C arlota
sabía que e se te mple había conocido días me jore s—. Sólo
te pido que te que de s para que pue da hace rlo.

Fue la gota que colmó e l vaso.

—O ye , mira, no sé qué clase de psicópata e nfe rmo


e re s, ni qué mie rdas te cre e s, pe ro no pie nse s ni por un
se gundo que soy tan e stúpida como para tragarme tus
movidas.

S ubió corrie ndo los e scalone s de dos e n dos hasta


e nfre ntarlo de nue vo.

—No sé qué e s lo que ganas con todo e sto, ni qué e s lo


que pre te ndías durante e stos días para hace rme la rosca
de e sa mane ra, pe ro no pie nso que darme a ave riguarlo,
¿e stá claro?
No le re spondió. Encima se hacía e l digno.

C arlota bufó y bajó corrie ndo las e scale ras. S e se ntía


he rida y humillada. La mayor idiota de l mundo.

Ten sexo para esto.

C uando lle gó a la pue rta oyó la voz de David de


nue vo, pe ro más ce rca e sta ve z. De masiado ce rca para
su se guridad.

—Por favor.

S u voz sonó tan conde nadame nte de sgarrada que


e stuvo te ntada de darse la vue lta.

Lo hizo, de he cho. Pe ro sólo para darse cue nta que


había pasado tras e lla como una sombra, sin rozarla
siquie ra, y que ahora se dirigía hacia e l salón.

Asió e l pomo de la pue rta. S ólo un paso y e staría


fue ra. De jaría atrás la mansión de l te rror y podría
re cupe rar su vida normal. Si es que podía.

Durante la ce nté sima que tardó e n soltar la bola


dorada, supo que había claudicado. Plante árse lo siquie ra
e ra una re ndición e n toda re gla. Acababa de firmar su
propia conde na.

S e ace rcó al salón, pre guntándose qué clase de daño


ce re bral te nía para e star hacié ndolo. De sde e l umbral vio
la silue ta de David re cortada por la luna. Estaba hundido
e n uno de los sillone s, con la cabe za e ntre las manos.

De be ría marcharse . Eran las once de la noche , de ntro


de ocho horas un taxi la lle varía de vue lta al ae ropue rto.
Para la noche siguie nte dormiría e n su cama otra ve z.
V olve ría a la rutina cotidiana. A lo que había sido ante s
que e se maníaco se cruzara e n su camino una tarde de
domingo.

De be ría marcharse , pe ro e ntró.

S e acomodó e n e l sofá, lo más ce rca posible de la


salida. Ninguno de los dos habló. David ni siquie ra se
mole stó e n alzar la vista para comprobar si se había ido o
se había que dado. Por alguna razón, supo que é l conocía
su de cisión incluso de sde ante s de que la tomara.

O yó que un coche tocaba la bocina e n S aint C harle s, y


se pe rcató de que e l se gunde ro de su re loj hacía un ruido
infe rnal cuando todo e staba e n sile ncio. Pe ro nada más.

Por algún incompre nsible de signio, intuyó que e staba


e spe rando a que e lla rompie ra e l sile ncio.

Lo hizo con la que , con toda probabilidad, e ra la


pre gunta más e stúpida que se le había ocurrido e n la
vida. La que , sin e mbargo, le pare cía más lógica si te nía
e n cue nta lo que había pe nsado de é l cuando lo conoció.

—No te llamas David, ¿ve rdad?

*****

—No.

—Y lo que he visto e n e l baño no e ra un disfraz ni un


e spe jismo, ¿no?

David suspiró. Al fin le vantó la cabe za y la miró.

—No.

—Vale .

Corre, Carlota. Corre. Por lo que más quieras. Una ve z más,


un impulso la obligó a pe rmane ce r se ntada.

Hubo otro sile ncio, incómodo y prolongado. Pe ro


ninguno de los dos movió un músculo.
David se aclaró la voz. Vaya, pare cía que había
lle gado e l mome nto.

—Una ve z te pre gunté si cre ías e n Dios…

C harlie se le vantó, como si tuvie ra un mue lle bajo e l


trase ro.

—Lo sabía. Sabía que e re s un jodido mormón. Mira, ya


te lo dije una ve z, yo…

Agarró su bolso y se dirigió a la pue rta. David fue


de trás y la de tuvo con una mano sobre su brazo que e lla
apartó.

—No me toque s, por favor. No ahora.

—Lo sie nto —su arre pe ntimie nto pare cía since ro, así
como su dolor—. Pe ro de ja que te e xplique . Yo… no soy
un mormón. Sié ntate , por favor.

Incompre nsible , sí, pe ro le hizo caso.

—No soy un mormón —re pitió David de vue lta al


sillón—, pe ro sí vas a te ne r que e mpe zar a cre e r e n Dios
si quie re s cre e r e n mí. No me llamo David porque mi
nombre ve rdade ro e s Astaroth. No sabe s mi fe cha de
nacimie nto porque ocurrió hace más de se is mil años. Y
nunca te he dicho dónde nací porque , aunque pare zca
absurdo, no fue e n e ste plane ta.

No e s que se hubie se conge lado, e s que e l infie rno


acababa de lle narse de e stalactitas. C harlie se le vantó de
nue vo. Esta ve z, ni siquie ra se mole stó e n inte rcambiar
palabras de de spe dida con un lunático e scapado de sólo
é l sabía dónde .

—No te vayas. No lo hagas ahora, ya casi… Por favor.

S u voz volvió a imprimirse de aque lla e moción cruda,


así que acabó e n e l sofá una ve z más aunque e so
implicara la apare nte ace ptación de sus chaladuras.

—Sigue .

—A pe sar de habe r nacido allí, digamos que mi vida se


torció por e l camino y acabé e n otro sitio. Te ngo
aparie ncia humana pe ro… pe ro no lo soy.

No podía ne gar la se xualidad primitiva y maligna que


e xudaba. No podía ne gar e l modo e n que e so la hacía
se ntir. Y, de finitivame nte , tampoco podía ne gar lo que
había visto e n e l cuarto de baño.
¿No estarás empezando a creerle, verdad, Carlota?

—Continúa.

—V ine a Nue va O rle ans e n un viaje de place r, pe ro mi


casa e stá muy le jos de aquí. Te ngo un cargo importante y
ade más soy de la re ale za, por e so sie mpre me ve s
acompañado de otros. Son mis sie rvos.

—Al grano, por favor.

—Mi me jor amigo e s bastante famoso, e s probable


que le conozcas —¿por qué no podía de jar de re torce rse
las manos? La e staba ponie ndo ne rviosa—. Se llama Luc.

C arlota contuvo e l alie nto. O su locura e ra más grave


de lo que había pe nsado, o e staba dicie ndo la ve rdad. Y,
por más que le costase re conoce rlo, ni siquie ra una
me nte pe rturbada te nía la cre atividad suficie nte como
para de tallar una historia tan rocambole sca.

—Dime que no e s quie n e stoy pe nsando.

Le sonrió, como si así pudie ra de shace rse de su


ne rviosismo y causarle una me jor impre sión.

—Me te mo que sí. S e trata de Lucife r. Y yo… yo soy


un De monio.

*****

I ba a dar por he cho, de forma provisional, que e ra


cie rto. I ba a conside rar que no e xistían más e xplicacione s
posible s para lo que había pasado. I ba a te ne r e n cue nta
que , e n un mundo aparte , e sas cosas pasaban, y que no
e ran tan e xtrañas como pudie ra pare ce r.

Se había acostado con un demonio.

No, me jor todavía.

Se había enamorado de un demonio.

Ésa sí que e ra bue na, ¿ve rdad?

Un de monio había sido quie n había te nido la pacie ncia


de de scubrir con e lla los e ncantos de Nue va O rle ans. Un
de monio la había tratado como una re ina durante los
últimos días y le había he cho se ntir que e staba e n e l
paraíso. Un de monio le había proporcionado e l me jor
se xo de su vida.

—Lo prime ro que quie ro hace r —David -o como se


llamara- inte rrumpió sus divagacione s y, e n e l fondo, se lo
agrade ció—, e s pe dirte disculpas. S e suponía que nada
de e sto iba a pasar. S e suponía que te ngo más control de l
que he de mostrado —pare cía…¿mortificado? ¿Un
demonio? —. No sé lo que me pasó, pe ro contigo… no
pude conte ne rme . Hay varias circunstancias que re ve lan
nue stra auté ntica naturale za. El orgasmo e s una de e llas.
Se suponía que yo no iba lle gar pe ro… ocurrió.

Ahí e staba otra ve z. El solícito príncipe azul que la


hacía subir a las nube s. Tal ve z fue ra una criatura
satánica o un e squizofré nico se ve ro, pe ro a su corazón
no pare cía importarle .

—S ólo quie ro sabe r una cosa —é l pare ció ale grarse


de que al fin hicie ra alguna pre gunta—. S i no e re s quie n
yo pe nsaba que e ras, ¿e so significa que todo fue una
me ntira? ¿Me has e ngañado durante todo e ste tie mpo?

S us ojos, de nue vo cubie rtos de e se azul limpio, se


clavaron e n e lla. C uando conte stó, C arlota tuvo la
se nsación de que se e staba re spondie ndo tambié n a é l
mismo, y que le sorpre ndió lo que e ncontró.

—No.

C harlie tomó aire . Los nive le s de oxíge no e n la


habitación pare cían habe r de sce ndido varios grados.

—En e l hipoté tico caso de que cre ye ra todo lo que me


has contado, ¿por qué yo? ¿Q ué ganabas te ntándome a
mí?

David se puso e n pie y pase ó por la habitación.

—C uando te vi por prime ra ve z, me atrajiste al


instante . Re conozco que al principio te buscaba por fine s
e goístas. C omo un pre mio que ganar. Re conozco que
incluso e mple é té cnicas poco ortodoxas para conse guirlo
—ce rró los ojos y C arlota compre ndió que le e staba
ocultando algo—. Pe ro lue go yo… te necesitaba. Ansiaba
ve rte , pasar tie mpo contigo. Mucho más de lo que sé
e xplicar con palabras.

Ya e ran dos. I nde pe ndie nte me nte de la clase de se r


que fue ra o de l trastorno de la pe rsonalidad que lo
pose ye ra, e lla tampoco podía e xpre sar lo que le hacía
se ntir. En lo más hondo, supo que é l de cía la ve rdad
re spe cto a sus se ntimie ntos. S i de ve rdad e ra lo que
pre te ndía se r, podría habe rla te nido mucho ante s.

Nadie , ni e l mismísimo diablo, se tomaría tantas


mole stias por un simple re volcón.
—No voy a volve r a ve rte de spué s de e sta noche ,
¿ve rdad?

Él ne gó con la cabe za.

—Éste no e s mi sitio, ni e l tuyo tampoco. Nue va


O rle ans fue sólo e l e sce nario maravilloso que te puso e n
mi camino. Pe ro mañana te vas y las luce s se apagan.
Ade más, nadie de be ría te ne r prue bas de mi e xiste ncia,
d e nuestra e xiste ncia. Lo me jor e s que te marche s y
olvide s e sta noche —su voz se agravó—. Q ue me olvide s
a mí.

Era fácil para é l de cirlo. S obre todo de spué s de


habe rle dado un giro de cie nto oche nta grados a su vida.
El mundo que conocía se acababa de e sfumar ante sus
ojos, ¿y que ría que siguie ra como si nunca hubie ra
pasado nada?

En unas horas lo pe rde ría para sie mpre . Y e so le dolía


como un maldito puñal e n e l pe cho. C omo si le abrie ran
las ye mas de los de dos y volcaran sal e n e llas. De jaría
atrás una ciudad que se había conve rtido e n su casa y un
hombre que le daba se ntido y valor a su vida.

S e puso e n pie y agarró e l bolso por e né sima ve z.


David re sopló y se volvió de e spaldas a la pue rta,
mirando la noche sin ve rla a travé s de l ve ntanal. Era
posible que é l tampoco quisie ra ve r cómo salía de su
vida. Igual que le suce día a e lla.

Estás loca, Carlota.

Por e so no lo hizo. S e giró al lle gar al umbral y se


que dó.

Había conocido a un loco, o a un de monio, o a un


de monio loco; se había acostado con é l, se había
e namorado de é l. ¿Q ué podía ocurrir por que darse unas
horas más e n su casa y disfrutar de sus últimas horas con
é l?

David te nía razón. Lo me jor se ría subirse a e se avión,


volve r a casa y luchar para borrar sus re cue rdos. Pe ro,
hasta e ntonce s, todavía que daban muchos minutos que
agotar.

S e ace rcó a é l, aún de e spaldas. Enre dó sus de dos


e ntre los cabe llos rubios con de licade za, que por ve z
prime ra ve ía de spe inados. C uando lo hizo, oyó que
re spiraba aliviado.

—Quie ro pasar mi última noche contigo —le dijo.


El re fle jo e n e l cristal le mostró que é l sonre ía.

—Gracias —al hablar, e l vapor que salió de su boca


e mpañó la ve ntana.

S e dio la vue lta para be sarla. Tan dispue sto y


e ntre gado como sie mpre , pe ro con una te rnura insólita.
Acarició sus me jillas con los pulgare s y la apre tó contra
é l, contra e l calor que irradiaba su cue rpo.

El mundo se tambale ó para C arlota cuando la


de positó sobre e l sofá. Ape nas podía cre e r e n todo lo que
é l le había contado y, a pe sar de e so, e staba más que
pre parada para te ne rlo de nue vo. Por última ve z. Todo se
había re sque brajado, e xce pto la atracción magné tica que
se ntía por e l hombre que la abrazaba y e nce ndía, fue ra
cual fue ra su nombre .

Le hizo e l amor con me lancolía, con capitulación


absoluta. La de spojó de la ropa con le ntitud, y alargó e l
place r hasta que no pudo aguantar más; e l final la
sacudió como un golpe de fue go e n un día de ve rano.

Él no se corrió.

Pe rmane cie ron abrazados sobre e l tapizado salmón,


mirando fijame nte la silue ta de la luna e n e l e xte rior. Una
luna cada ve z más baja.

Eran las cuatro de la madrugada cuando C harlie se


puso e n pie . Todo había te rminado.

Mie ntras volvía a pone rse los pantalone s y la


chaque ta, y atusaba sus cabe llos con la mano, David la
miró e n sile ncio; su pie l de snuda brillaba sobre e l sofá y
Carlota re cordó lo suave que e ra su tacto.

—C re o que … ya e s hora de que me vaya —anunció,


aunque ambos lo sabían ya.

Ate soró e n su re tina la image n de l impone nte cue rpo


masculino, sin ropa y e xhausto, de splomado sobre los
cojine s. Aún e staba e xcitado. El pe lo re vue lto caía sobre
su cara, y los ojos azule s conte mplaban e l te cho de
e scayola con un vacío opaco e n e llos.

—Está bie n —pronunció con voz monótona.

De pronto se incorporó y, sin de cir nada, corrió hacia


las e scale ras. Las subió a trompicone s, de snudo, y, de sde
e l piso de arriba, le advirtió a gritos.

—Espe ra un mome nto. Ense guida bajo.


C arlota aguardó bajo e l dinte l de l salón. C uando
re gre só, lle vaba e ntre las manos un e stuche de
te rciope lo que le e ntre gó de forma sole mne . S obre la
tapa, ve nía inscrito e l nombre de Adler´s. S e e stre me ció.
Había visto la ve tusta joye ría e n una ocasión, mie ntras
pase aba con sus amigos poco de spué s de su lle gada a la
ciudad. Nada barato podía habe r de ntro de e sa caja.

Te mie ndo e ncontrarse alguna de e sas rimbombante s


joyas que tanto odiaba y de las que Pablo la había ido
surtie ndo con re lativa asiduidad, abrió e l e stuche .

S e que dó de una pie za. No había e sclavas de oro, ni


collare s de brillante s o pe ndie nte s con muchas
pie dre citas de colore s que ni siquie ra sabía cómo se
llamaban.

Era un collar de l Mardi Gras. Largo y e nre ve sado,


como a e lla le gustaban. S ólo que , e n e sta ocasión, las
cue ntas de plástico habían sido sustituidas por pe que ñas
pe rlas irre gulare s, y e n lugar de los colore s típicos de l
carnaval, ve rde , amarillo y morado, e staban pintadas de
ámbar, azul y ne gro.

—Las pie dras ámbar son tus ojos. Las azule s y


ne gras… los míos. Los dos.
C arlota no dijo palabra ni apartó la vista de la joya, así
que David siguió hablando.

—Ve nía de e ncargarlo la mañana que nos trope zamos


ce rca de Tulane . F ue un impulso tonto. No te nía inte nción
de re galárte lo, sólo que ría te ne r algo que me re cordara a
ti. Pe ro ahora quie ro que te lo que de s. Así nos te ndrás a
ambos sie mpre contigo.

C arlota ce rró e l e stuche e hizo un e sfue rzo e norme


para no llorar. Aunque las lágrimas e scocían bajo sus
párpados, mantuvo la compostura.

—Gracias. Lo guardaré sie mpre .

S e ntía que su alma abandonaba su cue rpo mie ntras


se dirigía e n sile ncio hacia la pue rta principal. La caja de
te rciope lo cayó hasta e l fondo de su bolso y pe só como
una losa de mármol sobre su cabe za.

—Ha sido un place r conoce rte , David. Ha sido un


place r… conoce ros a los dos.

Los pasos que la ale jaron de é l a travé s de l jardín le


re sultaron e te rnos. No hubo un último be so, o un abrazo,
ni siquie ra una sonrisa. De tuvo un taxi que dobló la
e squina de forma provide ncial y se subió de prisa. Había
de jado abie rto e l portón y por la ve ntanilla pudo ve r e l
rostro de David por última ve z. S e afe rraba de snudo al
marco de la pue rta. Escudriñó e n sus ojos por última ve z.
Lue go la ce rró.

C arlota re corrió las calle s que la se paraban de l Barrio


F rancé s con frío e n los brazos. Trató de subir la
ve ntanilla, pe ro ya e staba ce rrada. El aire acondicionado
e staba apagado.

Las e scasas farolas iluminaban ape nas la ancha


calzada de Saint Charle s. Conte mpló los locale s ce rrados,
las maje stuosas mansione s que que daban atrás. No
movió un músculo mie ntras e l ve hículo se ade ntraba por
un Bourbon S tre e t de masiado sile ncioso. S us ojos
impávidos la lle varon a Razzoo, a Utopia, a Pat O´Brien´s.
Pasaron junto al tramo de calle e n e l que David la había
be sado por prime ra ve z y lue go torcie ron a la izquie rda.

C uando e nfilaron Toulouse , re me moró aque l prime r


viaje e n taxi hasta allí, cuando cre yó que no sobre viviría a
la prime ra noche e n la ciudad. Ahora la calle e staba
vacía. Como e lla.

No e mpe zó a llorar hasta que e ntró e n e l Sainte Marie .


*****

Astaroth ce rró la pue rta cuando se que dó solo y se


apoyó de e spaldas a e lla. Re sbaló hasta e l sue lo, donde
pe rmane ció minutos, o quizá horas, he cho un ovillo.

Se había ido.

Y David había mue rto con e lla.

A pe sar de todos sus e sfue rzos, de su pode r, de su


maldad, ya no e staba allí. Él mismo la había de jado
marchar. Porque se había e namorado de e lla.

Pe nsó con ironía e n todas las ve ce s que había tratado


de ve nce r su re siste ncia, de dañarla, de tratarla como
una me dalla que colgarse de l cue llo y lle varse de
re cue rdo al I nfie rno. Nunca fue capaz. Bastaba una
mirada cálida de sus ojos ambarinos para e char por
tie rra todos sus propósitos.

Le había e nse ñado a vivir. Gracias a e lla, había


conocido de prime ra mano e se abanico ingobe rnable de
e mocione s que tanto le s chiflaban a los humanos. S e
había se ntido feliz e nvue lto e n e se caos.

Los De monios no lloran, y é l no iba a se r e l prime ro e n


hace rlo, pe ro Astaroth bramó cuando vio e l re voltijo de
sábanas ne gras vacío.

Porque no e ra David e l que e staba mue rto, sino


Astaroth quie n había de sapare cido para sie mpre .

Y ahora David te nía que apre nde r a vivir sin e lla.

Capítulo XIV

Lloró mie ntras guardaba las cosas e n la male ta sin


pone r ningún e mpe ño. S iguió llorando cuando bajó las
e scale ras a trompicone s con e lla e n la mano y lloró
cuando e l taxista ce rró e l male te ro con un chasquido
sordo.

Lloró al lle gar al ae ropue rto. Lloró a pe sar de las


súplicas de Adri, que le e xigía pre ocupada que parase ,
ante s que le die se algo, y tambié n por e ncima de las
miradas furiosas de Pablo, que no compre ndía su dolor y
se mole staba porque lo se ntía.

C arlota sólo de jó de llorar cuando cruzaron los


controle s de se guridad y supo que ya no había nada que
hace r. S e ntada e n uno de los incómodos asie ntos de la
te rminal, se se có las lágrimas con un pañue lo, se sonó los
mocos y suspiró.

S us amigas le pasaron un brazo por los hombros y la


cintura.

—¿Tan mal fue ? —brome ó Adri, tratando de quitar


hie rro, pe ro lo único que consiguió fue que los ojos de
Charlie se hume de cie ran de nue vo.

—¡No, no, no! —Lari se apre suró a te nde rle un kle e ne x


—. Adri, mira lo que has he cho…

—Lo sie nto —se disculpaba mie ntras abrazaba a su


me jor amiga—. No llore s más, por favor, todo va a e star
bie n.

Carlota hipó.

—¿Cómo?
—No lo sé . Pe ro vas a e star bie n, te lo prome to. Y yo
voy a e star contigo pase lo que pase .

Las tre s se acurrucaron e n las sillas me tálicas con los


pie s apoyados e n la male ta de Charlie .

—Al fin volve mos a casa —Pablo se e stiró de trás de


e lla, he nchido de fe licidad—. Empe zaba a cre e r que e ste
maldito viaje no te rminaría nunca…

—No le hagas caso —Adri sise ó e n e l oído de su


amiga al ve r su cara de congoja—. S e pie nsa que e n
cuanto pise mos España otra ve z vas a volve r corrie ndo a
sus brazos.

—Pue s va listo. Ahora me nos que nunca.

Adri se pe gó a e lla como una lapa.

—Q uizá no e s e l me jor mome nto para pre guntar


pe ro… ¿qué tal fue ?

C arlota de jó de sollozar para mirar de ntro de sus ojos


ne gros. Los suyos e ran ahora como dos pie dras hue cas,
que habían pe rdido e l brillo e n una calle de l Garde n
District.
—¿Te han tocado alguna ve z como si todas y cada una
de tus curvas fue se n los contornos de la manzana de l
pe cado?

Prime ro se que dó sin palabras. Lue go, Adri re spondió


lle vándose una mano a la boca.
—Dios mío… Lo sie nto, cariño. Me gustaría e ncontrar
las palabras ade cuadas para consolarte pe ro no cre o que
pue da…

—No pasa nada. Ya lo hace s e stando conmigo.

—Eso sie mpre .

Lari le colocó un me chón de pe lo tras la ore ja.

—S abe s que pue de s contar con nosotras para lo que


quie ras, ¿no?

—Claro que sí —le s sonrió a ambas y, a pe sar de todo,


se sintió afortunada de te ne rlas. Ahora que nunca
volve ría a ve r a David, las iba a ne ce sitar mucho.

David. Bastaba la me nción de su nombre , o de l que


para e lla e ra y se ría sie mpre su nombre , para que se le
e ncogie se e l pe cho e n una angustia insoportable . Pe nsó
e n qué e staría hacie ndo ahora. Y e n algo mucho pe or;
qué haría cuando volvie ra a su casa. La sola ide a de que
pudie ra olvidarla algún día la hacía e stre me ce r, no
importaba cuan e goísta fue ra.

S u vida se de tuvo e n e l mome nto e n que sus caminos


se se pararon, e intuía que tardaría mucho tie mpo e n
pode r darle cue rda otra ve z.

Estuvo te ntada de re írse ante las ironías de la vida.


Pablo pre sumía de se r un santo y, sin e mbargo, sólo un
de monio había sido capaz de e nse ñarle lo que de ve rdad
e ra e l amor. Si te nía que e mpe zar a cre e r e n Dios, te ndría
que adaptarse a la ide a de la C re ación e n sie te días. A
e lla le habían sobrado unos cuántos de e sos para cae r
re ndida a los pie s de Astaroth.

Barajó por un instante la ide a de hace rse satánica


cuando lle gara a casa, pe ro una re pe le nte voz fe me nina
inte rrumpió sus absurdas cavilacione s de sde los
altavoce s. Una voz le había dado la bie nve nida cuando no
que ría e star allí. O tra, probable me nte la misma, la
de spe día cuando no se que ría marchar. Eso sí que e ra un
de spropósito.

S u vue lo iba a salir. V io cómo sus amigas se ponían e n


pie a su lado. Sus ojos e ncharcados y e nroje cidos miraron
al fre nte , como si tuvie ran que e ncontrar un punto fijo al
que afe rrarse , como una bailarina, para pode r imitarlas.

La fila de ge nte e mpe zaba a agolparse ante la pue rta


de e mbarque . Pablo e l prime ro, por supue sto, se guido de
un somnolie nto Albe rto y de Nacho, que le ce día su sitio
e n la cola a Lari.

C arlota se e ncaminó hacia donde e llos e staban,


aunque e l pasillo se le hicie ra más largo de lo que e n
re alidad e ra. Todo cuanto la rode aba se había conve rtido
e n una masa he te rogé ne a. Los sonidos y las caras se
de formaban a me dida que sus pie s avanzaban, uno
de lante de l otro, por las baldosas marrone s. Le dolía e l
hombro de soste ne r las asas de su bolso y se pre guntó
por qué rayos pe saba tanto. No fue hasta que re cordó e l
e stuche de te rciope lo que se acordó de su conte nido.

Fre nó e n se co, e n mitad de la sala. Como si sus manos


fue se n otras manos, y sus ojos fue se n otros ojos, abrió de
un tirón la cre malle ra y sacó la caja. Las le tras de Adler
´ s de ste llaron con la luz de l amane ce r, y las pe rlas se
e nroscaron e ntre sus de dos cuando la de stapó.

Las piedras ámbar son tus ojos. Las azules y negras… los
míos. Los dos.

Adri se paró de lante de e lla y se giró para pre guntarle


si se e ncontraba bie n. Carlota no la oía.

Así nos tendrás a ambos siempre contigo.

No que ría un e stúpido collar. Los que ría a e llos, a los


dos. S ólo para e lla. S ólo para sie mpre . S i no, no le se rvían
de nada los re cue rdos. No le se rvían de nada las pe rlas
colore adas cuando había conocido los zafiros auté nticos
que e ran sus ojos.

—Vamos, C harlie —Adri la e mpujó con dulzura hacia


la pue rta—. Lle gó la hora.

Charlie. Q ué e xtraño sonaba ahora su apodo, como si


ahora pe rte ne cie ra a otra pe rsona. Miró a Adri y tambié n
notó algo raro e n e lla. Era como si no la hubie se visto
nunca ante s, o como si no fue se la misma Adrienne. No
sabía con e xactitud qué e ra lo que había cambiado, si e l
mundo o los ojos con los que e lla lo ve ía.

Charlie. Le gustó que sus compañe ros de la


unive rsidad la llamaran así, aunque nunca e nte ndió muy
bie n por qué . S upuso que e ra e l agradable place r de
se ntirse inte grada, aunque nunca lle gó a e starlo de l todo.

Toda su vida había sido lo que otras pe rsonas que rían


que fue ra, o se había llamado como otras pe rsonas
que rían llamarla. Había sido C arlo toda su infancia, para
su madre y sus abue los. Al lle gar a la facultad, se había
conve rtido e n Charlie. Para Pablo, nunca fue otra cosa
que Carlota.
Ahora había te nido la sue rte de se r Charlotte durante
cinco días maravillosos.

S e de tuvo de nue vo, oponie ndo re siste ncia a la


pre sión de Adri e n su e spalda.

Y que ría se guir sie ndo Charlotte. Una ve z más, su


bautizo no había de pe ndido de e lla. Pe ro sí todo lo de más.
C omo Charlotte, se había atre vido a se r quie n re alme nte
que ría se r, y a vivir como sie mpre soñó vivir.

—C ariño, sé que e s duro, pe ro lo supe rarás con e l


tie mpo. Ahora sigue caminando. Vamos, yo te ayudo.

La conmovie ron la pacie ncia y e l amor incondicional


que Adri te nía sie mpre con e lla, pe ro su corazón e staba
de masiado e ntusiasmado volvie ndo a la vida como para
obe de ce r sus órde ne s.

—No pue do irme —susurró, y casi sonrie ndo se


pre guntó por qué infie rnos había tardado tanto e n
de cidirlo.

—Claro que sí, Charl…

—No. No pue do irme .


Buscó la mirada de Adri para que é sta pudie ra notar la
sonrisa radiante que se e xte ndía por su rostro.

—Es… e s... te ngo que que darme , Adrienne.

S u amiga la miró a los ojos un se gundo, lue go otro, y


otro más. F inalme nte , se colgó de su cue llo y murmuró
algo e n su oído.

—Cuídate mucho.

S intió que Charlotte rugía e n su inte rior, dispue sta a


come rse e l mundo. Bramaba de vida de ntro de e lla,
suplicándole un poco más. Le de sgarraba las e ntrañas y
la pie l con su vitalidad de sbordada.

De nsas lágrimas de fe licidad corrie ron por sus


me jillas y Adri lloró con e lla.

—Gracias —le dijo.

—Te n mucho cuidado, de ve rdad —le se có la


hume dad de la cara con e l pulgar, mie ntras los de más se
ace rcaban para e nte rarse de qué ocurría—. Y llama a tu
madre por una ve z, por favorrrrr. S e va a que dar de una
pie za cuando se lo digas —la re gañó.
—Lo haré , lo haré —la abrazó y botaron juntas y
unidas e n me dio de l ae ropue rto.

—¿Q ué pasa aquí? —ni siquie ra la voz amargada de


Pablo podía arre batarle la ale gría que la lle naba.

Adri se e ncargó de conte star por e lla.

—C harlie se que da. Así que de spe díos pronto de e lla


que e se avión de ahí fue ra e stá a punto de de spe gar.

Todos e xce pto Pablo se ace rcaron a darle un be so y


de se arle bue na sue rte . Lari, incluso, le dijo que le
re cargaría la tarje ta de l móvil de sde España para que
pudie se hablar sie mpre que le die ra la gana. S e lo
agrade ció con un abrazo y una sonrisa.

Pablo se mantuvo al marge n, con la boca fruncida y


los die nte s apre tados.

—Adiós, Pablo. C uídate —no quiso se r male ducada y


e ra lo me nos que me re cía.

No le re spondió. Se dio la vue lta furioso y se e ncaminó


hacia e l monitor que anunciaba e l vue lo a Nue va York.

C arlota hizo un ge sto vago con la mano que de jaba a


las claras lo poco que le importaba su e nfado. S iguió
sonrie ndo mie ntras los ve ía de sapare ce r a travé s de la
boca de la pasare la, dicié ndole adiós con la mano con
cara de alucinados.

Adri se que dó la última. Todavía con lágrimas e n los


ojos, la abrazó de nue vo.

—Llámame . C ué ntame lo todo. Dale re cue rdos


a Deivizzz. Pe ro, sobre todo, sé muy fe liz —re calcó.

—Te lo prome to. Nos ve mos pronto —C harlie hizo


e ntre chocar sus palmas—. Esto e s sólo un hasta lue go,
¿de acue rdo?

—De acue rdo.

S e fue e lla tambié n, siguie ndo los pasos de sus


compañe ros. Aunque se moría de ganas de e scapar de
allí, aguardó a que e l avión de spe gara con las palmas
apoyadas e n e l cristal, como un punto y aparte e n su
vida.

Re cordó todas las ve ce s que había ansiado la fe licidad


y cuánto se había de se spe rado al ve r que no lle gaba.
S onrió. S e ve que no la había buscado lo suficie nte ,
porque sie mpre había e stado allí, e n Nue va Orle ans.
En cuanto e l aparato se pe rdió e ntre las nube s, e chó a
corre r e n dire cción contraria. Tuvo que saltar por e ncima
de los controle s, pe ro no le importó. C orrió a lo largo de
los pasillos de l Louis Armstrong Airport, corrió hasta
e ncontrar un taxi ce rca de las pue rtas automáticas y
corrió para me te rse e n é l.

—A Saint Charle s, por favor.

Aunque sus pie s se que daron quie tos durante un rato,


su me nte no de jaba de galopar pe nsando e n la locura que
acababa de come te r y lo mucho que había tardado e n
hace rla. I maginó la cara de David al ve rla lle gar y vibró
de impacie ncia.

El sol ya lle vaba un rato e n e l cie lo y la calle


e mpe zaba a bullir de agitación para cuando e l ve hículo la
de jó a la altura de l 3100. V olvió a corre r al cruzar la calle ,
atrave sar e l portón de hie rro y no de jó de corre r hasta
que se e ncontró con e l aldabón e n las pue rtas doble s.

Lo aporre ó, lite ralme nte , hasta que alguie n de sde


de ntro las abrió.

Dark S pirit [28], re zaba la camise ta, a jue go con los


bóxe r, que lle vaba pue sta David. Apre ció su be lle za
masculina y ange lical e l tie mpo justo ante s de ce rrarle la
boca con una mano y lanzarse a su cue llo.

—No podía irme … No podía…

La abrazó como si fue ra lo único que había que dado


sobre la Tie rra tras una invasión e xtrate rre stre . Ente rró
la cabe za e n su pe lo y aspiró con fue rza. C arlota volvió a
llorar de fe licidad, pe ro e sta ve z sus lágrimas fue ron
absorbidas por la se xy te la de algodón.

*****

La arrastró hacia e l inte rior y ce rró la pue rta tras


e llos. No se de spe gó de l pe cho de David ni para re spirar.

—No me pue do cre e r que e sté s aquí…

—No podía irme …

C ada uno e staba absorbido por su propio unive rso,


uno e n e l que sólo te nían importancia unos brazos que lo
suje taran.

David la be só como si hubie se n transcurrido die z años


de sde la última ve z que la vio y no las e scasas cuatro
horas que habían sido e n re alidad. S e apode ró de sus
labios con una pose sividad irre sistible y la atrajo a su
voluntad. C on las palmas abie rtas le sostuvo la cabe za
cuando pre sionó hondo de ntro de su boca, y C harlie
gimió ale ntada por su fie re za.

La guió hasta las e scale ras sin de te ne r e l be so.


Carlota tiró de é l para que la lle vara al dormitorio sin más
dilación, pe ro nunca lle garon a la planta de arriba.

La e mpujó contra la pare d e n e l de scansillo y


sume rgió e l rostro e n su cue llo pe rfumado.

—No pue do cre e r que hayas vue lto —su voz sonó
ronca cuando de slizó la punta de la le ngua por la se nsible
pie l de trás de la ore ja.

C on un movimie nto rápido de la cade ra la obligó a


se parar las pie rnas y pone rse de puntillas hasta que sus
pie s no tocaron e l sue lo. Se rode ó la cade ra con e llas.

C harlie buscó e n vano algún aside ro al que agarrarse ,


así que acabó afe rrando e l cue llo de su camise ta para
sacárse la por la cabe za. Tuvo una profunda se nsación
de déja-vu cuando Dark S pirit cayó sin vida sobre e l sue lo
e nmoque tado. El olor a pe cado la mare ó.

Las uñas de David se clavaron e n su muslo mie ntras


se guía rotando la cade ra contra las costuras de su
pantalón. Él e staba prácticame nte de snudo y a e lla le
sobraba mucha ropa. Acalorada, come nzó por de satarse
e l lazo que unía los fre nte s de su chaque ta de punto, pe ro
con una sola mano re sultaba una labor complicada y
ne ce sitaba la otra para no pe rde r e l e quilibrio.

David la ayudó. Atrapó e l cordón e n su puño y tiró


hasta que la pre nda se abrió. Rompié ndola, claro.

—Lle vas de masiada ropa —gruñó.

C arlota apartó los labios de su clavícula para


re sponde r.

—A las se is de la mañana hacía frío —prote stó.

La boca de David se torció e n una sonrisa contra la


pie l de bajo de l me ntón.

—¿Ya no?

—No. Acabas de e nce nde r la cale facción.

La de positó e n e l sue lo sólo para agacharse y sacarle


los vaque ros a e mpe llone s. C arlota aprove chó la
oportunidad para de shace rse de su camise ta. C re yó que
la vorágine ante rior se re anudaría de inme diato, pe ro no
fue así. De pronto todo se de tuvo e n se co.

Miró hacia abajo con la re spiración e ntre cortada y vio


a David de rodillas, con las manos e n sus cade ras
mie ntras obse rvaba con ate nción e l e ncaje de sus
bragas. No hacía nada más, sólo miraba, pe ro pare cía
e star muy complacido con lo que ve ía a juzgar por e l
calor que irradiaba. Tan sofocante que la casa e mpe zó a
hace rse más pe que ña a sus ojos. C arlota, frustrada, se
re volvió sobre é l; e staba de masiado calie nte como para
iniciar un de bate sobre las ve ntajas de l nylon fre nte al
algodón.

No supo e l tie mpo que pe rmane cie ron así, e lla de pie
y jade ante y é l arrodillado y conte mplando la parte
infe rior de su cue rpo, pe ro a cada minuto que pasaba su
mirada la que maba más y su ne ce sidad por é l cre cía,
hasta que e l me ro he cho de te ne rlo allí, parado fre nte a
su e ntre pie rna, se convirtió e n una de liciosa tortura. Los
latidos de su corazón se atrope llaban unos a otros. C ada
ve z que pe rcibía e l más mínimo movimie nto de David,
aunque fue ra un suave ale te o de pe stañas, su cue rpo se
pre paraba para e l é xtasis. Pe ro lue go nunca se producía.

Hasta que é l se pasó la le ngua por los labios fre nte a


e lla con e xpre sión malé fica y los ojos oscure cidos.

—S ujé tate fue rte —su voz se había agravado hasta un


punto tan e rótico como pe ligroso—. Esto va a se r pote nte .

Un golpe se co de su le ngua la hizo e stallar. No fue e l


he cho de que la tocara, sino cómo la lamió. Gritó. Y
e ntonce s é l le arrancó las bragas como si tuvie se garras
e n lugar de manos y la pe ne tró de una e mbe stida ante s
que su orgasmo acabase , lle vándola de nue vo al límite .
Encade nó un clímax tras otro e ntre chillidos mie ntras é l
e mpujaba con furia e n su inte rior y aporre aba la pare d
con los puños, como un toro e mbrave cido.

C arlota sintió cómo e l mundo se ve nía abajo con e lla


de ntro. C uando se corrió por quinta ve z conse cutiva,
pe rdió e l conocimie nto.

*****

A las dos de la tarde , Pablo ate rrizó junto a sus


compañe ros e n e l Ne wark I nte rnational Airport de Nue va
York. Q ué curioso. S e suponía que e n e sa ciudad te ndrían
que habe r pasado los sie te días ante riore s y, sin
e mbargo, sólo ve rían de e lla las amplias salas de e spe ra
de l ae ropue rto. Y solos; sin Carlota.
Mie ntras las chicas se de te nían a comprar un par de
pe rritos calie nte s e n e l A ir Dogs y zascandile aban e ntre
las re vistas de moda ne oyorquina, tomó asie nto junto a
Nacho e n una bancada me tálica, de masiado incómoda
para las se is horas que le s iba a tocar e spe rar allí e l vue lo
a Madrid.

—¿Q ué tal e stás? —la voz rasposa de su amigo lo


obligó a e nfre ntarse a aque llo que más te mía y que no le
había pe rmitido pe gar ojo durante todo e l traye cto de sde
Nue va Orle ans.

C arlota se había que dado e n e sa ciudad de mie rda.


S ola. No, sola no. Mal acompañada, que e ra mucho pe or.
Todos sus e sfue rzos por mostrarse pacie nte con e lla,
aguantar sus irre spe tuosidade s y que darse al marge n,
e spe rando e l mome nto oportuno e n e l que e se tipo de
ne gro le die ra la e stocada y é l fue ra e l único que pudie ra
consolarla, no habían se rvido para nada.

—¿Tú qué cre e s? —re spondió, dando una patada a su


bolso de viaje con ge sto de pocos amigos.

A ve ce s las obvie dade s de Nacho le e xaspe raban.

—Va a e star bie n —dijo e l otro, e n un inte nto inútil de


re confortarle . I ncluso se atre vió a pasarle una mano por
los hombros, pe ro Pablo se pre cipitó a apartarla.

—No, no va a e starlo mie ntras siga comportándose


como una loca por culpa de ése. Y aunque lo e stuvie ra —
bufó fruncie ndo e l ce ño—, tampoco va a e star conmigo.

Nacho no tocó más e l te ma y Pablo no supo si se ntirse


agrade cido por e llo o e nfadado por su falta de
conside ración. Eran todos unos e goístas. ¿Es que acaso
nadie se daba cue nta de lo mal que lo e staba pasando?
¿Q ué e ra é l la única y ve rdade ra víctima de aque l
e norme disparate ? Adriana y Larisa se mostraban
e ncantadas de que su amiga hubie se encontrado la felicidad
al fin, Albe rto no sólo se había pasado roncando me dio
traye cto sino que ahora se guía dormitando fre nte a e llos,
y Nacho tampoco e s que le hicie ra mucho caso.

S ólo C arlota pare cía habe r de mostrado algún


auté ntico inte ré s por é l hacía unos años. Re cordó lo bie n
que se había portado al principio, como una buena chica.
No sólo é l e staba fe liz de habe r e le gido a una muje r como
e lla, sino que sus padre s tambié n pare cían e ncantados de
te ne rla e n la familia. Le habían ce dido un sitio e n su
me sa, un lugar e n las conve rsacione s y la habían
apoyado e n los e studios. No le cabía ninguna duda de que
le te nían afe cto, y de que su futuro juntos le s pre ocupaba
tanto como a é l. No e ra la prime ra ve z que le ofre cían su
ayuda e conómica o que su madre se pre staba para
e nse ñarle las normas básicas que de bía conoce r toda
bue na e sposa.

Y así se lo había agrade cido, largándose con un


mote ro de ve inte años a la ciudad más pe stile nte y
libe rtina de l plane ta.

Pue s maldita fue ra si iba a pe rmitir que se salie ra con


la suya y se burlara de é l y los suyos de una forma tan
de scarada, como si fue ra una gata e n ce lo.

S acudió la cabe za cuando se dio cue nta de las


barbaridade s que e staba pe nsando. C arlota no e ra así, lo
que ocurría e s que e staba confundida. S e gurame nte e se
tipo le había lavado e l ce re bro o la había he cho pe rde r la
cabe za sólo Dios sabe con qué . Pre fe ría no imaginarlo. Él
ya había conocido casos así ante s. Muchachas dulce s y
mode stas que se de jaban apartar de l bue n camino por
culpa de las mañas de muchos de lincue nte s de poca
monta que sabían bie n cómo conve nce rlas. Tal ve z
C arlota se hubie ra de jado lle var por un tie mpo hacia e sa
vorágine inde ce nte , pe ro é l e staba se guro de que pronto
re cupe raría la cordura y se arre pe ntiría de sus actos.
Al fin y al cabo, é l había sido e l prime r hombre con
quie n e lla había e stado y se había e ncargado de
adoctrinarla bie n para que compre ndie se cómo
funcionaba e l mundo re al y qué e s lo que hacían —y,
sobre todo, qué es lo que no hacían— las muje re s que se
hacían vale r.

S í, no e xistía ni la más re mota posibilidad de que


C arlota, su pre ciada C arlota, fue se una de ésas. S ólo
e staba pasando por una e tapa de crisis y alguie n te nía
que ayudarla a re cupe rar de nue vo su lugar e n e l mundo.

Y maldita si iba a de jar que fue se e l tal W hite quie n lo


hicie ra.

—Nacho —golpe ó a su amigo e n e l brazo, tan fue rte


que lo e mpujó hasta la silla contigua.

—¿Qué pasa, tío?

—Yo tambié n me que do.

A Nacho se le salie ron los ojos de las cue ncas.

—¿Pe ro e stás loco? ¿Dónde ? ¿Por qué ?

Q ué imbé cil e ra e n ocasione s. Me nos mal que é l te nía


la pacie ncia suficie nte como para aguantarle . Estaba
se guro de que algún día Dios se lo pre miaría como
me re cía.

—C on C arlota. No voy a pe rmitir que e se infe liz le


haga daño, y mucho me nos que me la arre bate de lante
de mis propias narice s.

Nacho pare ció dudar de la lógica de sus argume ntos.

—No sé , tío… A Charlie no le va a gustar nada e so.

—Ella no tie ne por qué e nte rarse . Ya me e ncargaré yo


de que así se a.

—¿Y qué pie nsas hace r e ntonce s? ¿Espiarla como un


criminal?

—S i e s ne ce sario, sí —su re solución fue fría y


de te rminante .

—¿Y qué le s vas a de cir a los de más? —quiso sabe r—.


No cre o que a e llas le s haga mucha gracia…

Pablo siguió la dire cción que apuntaba su mano.


Adriana y Larisa. No había contado con e llas, pe ro no
cre ía que supusie se n un gran proble ma. S obre todo
Larisa. A Adriana se ría más difícil conve nce rla, no le
cabía la me nor duda. De he cho, ya le miraba con e l ce ño
fruncido de forma mal disimulada, como si e stuvie ran
plane ando algún de lito que no le iba a gustar nada. Q ué
e ntrome tida e ra e sa chica, alguie n de be ría e nse ñarle
bue nos modale s. No le e xtrañaba lo más mínimo que
C arlota se sintie ra tan inse gura y confusa con amigas
como e lla.

—Me inve ntaré algo y te ndrán que tragar —afirmó.

—Si tú cre e s que e s lo me jor… pue s allá tú.

—C laro que e s lo me jor. ¿O qué ? ¿Pre fie re s que la


de je sola e n me dio de una ciudad e n la que sólo hay
prostitutas y góticos? Pe nsé que te caía bie n… —
re funfuñó.

—Por supue sto que me cae bie n. Pe ro sigue sin


pare ce rme corre cto que la pe rsigas como si e stuvie se
hacie ndo algo malo. S i de cidió que darse se ría por algo,
¿no?

F ue e l tono con que lo dijo, más que las palabras, lo


que e nfure ció a Pablo ¿Q ué insinuaba e se idiota? ¿Q ue é l
no había podido hace rla fe liz?
—Mira, e stúpido —sise ó con voz he lada. S intió que
Nacho se te nsaba a su lado—. C arlota e s mi novia y no
voy a tole rar que se ría de mí. Ni e lla ni e se bastardo.

Su amigo tragó saliva.

—Está bie n, e stá bie n.

—Le s vas a de cir a los de más que me que do unos días


con mi tío aquí, e n Nue va York.

—¿El e mpre sario?

—S í, e se mismo. Q ue e stoy he cho polvo por lo de


C arlota y que he de cidido tomarme un de scanso. No cre o
que pase mucho tie mpo ante s de que re gre se a España y,
cuando lo haga, te juro que e lla ve ndrá conmigo.

Nacho asintió sin mucha convicción, pe ro Pablo ya no


le pre staba ate nción. S us ojos se movían rápido por la
te rminal C , buscando una salida que le lle vara hacia los
mostradore s. Te nía inte nción de comprar un bille te e n e l
prime r vue lo que salie ra hacia Nue va O rle ans de spué s
que sus amigos se hubie se n marchado; daba igual lo que
costase .

S e mordió las uñas hasta que la carne de sus ye mas


que dó al de scubie rto. S ólo te ndría que e spe rar hasta las
ocho de la tarde y, e ntonce s, te ndría libe rtad de
movimie nto para salir de allí sin que nadie sospe chase
que , e n re alidad, no te nía inte nción de que darse e n
Nue va York ni un solo día.

S acó su móvil e hizo como que hablaba con su tío para


dar más é nfasis a su coartada. No se le pasaron por alto
las ce jas arque adas ni la e xpre sión de sospe cha de
Adriana, así que habló aún más alto, hasta e star se guro
de que la mitad de la te rminal conoce ría todos y cada uno
de sus fingidos movimie ntos.

*****

C uando de spe rtó, C arlota se sobre saltó al e ncontrar


bajo e lla las sábanas de saté n. La luz de l anoche ce r se
filtraba por la ve ntana.

—¿Qué ha pasado?

David se ace rcó a e lla de sde las tinie blas. Profé tico.

—Ne ce sitabas dormir y cre o que me e xce dí contigo.


Cuando te de smayaste te subí hasta aquí.

C arlota se re volvió incómoda y sus me jillas se tiñe ron


de rubor. Estaba de snuda e ntre la ropa de cama, pe ro no
e ra e so lo que más le pre ocupaba.

—No me pue do cre e r que me de smayara. Yo… a mí


no me pasan e sas cosas.

Los ojos de David flame aron, cada ve z más ce rca de


su cara.

—C laro que tú tampoco me habías pasado nunca —


agre gó con una sonrisa.

La be só con una te rnura que la hacía arde r, como todo


lo que é l tocaba. F ue ron su calor y la te nsión bajo su
cintura los que la ale rtaron.

—Tú no te corriste —no se lo pre guntó, sólo se limitó a


afirmarlo.

David me ne ó la cabe za mie ntras se inclinaba más


sobre e lla, de jando que e l pe so de su cue rpo re posase
sobre las pie rnas de Carlota.

—No quie ro asustarte —susurró con voz ronca


mie ntras le be saba suave me nte la líne a de l ojo.

Ya lo haces, e stuvo te ntada de de cirle . C on cada


palabra, cada toque y cada roce de sus labios la hacía
más y más conscie nte de l pe ligro. De l amable y se nsual
pe ligro que e ra é l.

Los cabe llos rubios oscilaron cuando volvió a pone rse


e n pie con la mano te ndida.

—Ya e s hora de ce nar. Vamos a ce le brar que e stás


aquí —su sonrisa e ra la de un niño re partie ndo re galos la
mañana de Re ye s—. Víste te .

C harlie de jó atrás la te rsura de las sábanas y se


le vantó. David pe rdió la sonrisa y se mordió e l labio
mie ntras la re corría de arriba abajo.

—Que se a rápido —apre mió con un carraspe o.


Capítulo XV

Mulate´s le s re cibió con su típica nube de bonanza y


alborozo. La música country re sonaba de sde los
acorde one s y re tumbaba e n las pare de s de l amplio
e dificio, similar a un antiguo me rcado de abastos. Los
camare ros se afanaban e n lle gar hasta e l último rincón
cargados con sus bande jas e n e quilibrios imposible s. El
e spe ctáculo de malabarismo come nzaba e n la cocina y
e ra aplaudido por los come nsale s a lo largo de todo e l
local. Las me sas de made ra, como si de un tablao o de l
patio de mi casa se tratara, e staban re cubie rtos de
mante le s a cuadros rojos y blancos, y había que andar
muy listo para e ncontrar un par de sillas libre s e n la
anarquía que e ra e l re staurante sure ño a e sas horas de
la noche .

Unas cuantas pare jas de ancianos bailaban al son de


los instrume ntos, obstaculizando e l paso de los
e mple ados; e n los largue ros se ce le braban cumple años,
santos y hasta bautizos con ale gría y puñe tazos e n la
me sa. De trás de la barra, las cocte le ras se guían un
de sconce rtante ritmo e n todas dire ccione s y acababan su
e ste re otipada danza volcando e l conte nido multicolor e n
copas y vasos. El le ma de Nue va O rle ans,laissez les bons
temps rouler, e staba pre se nte e n todas las brillante s
pinturas de los muros.

Carlota se lle vó las manos a la cabe za.

—Por lo que más quie ras… —me ne ó la cabe za con


incre dulidad—. Me has traído al Rancho Grande…

David e stalló e n carcajadas justo de trás de e lla,


soste nie ndo su mano y clavando una mirada vidriosa de
satisfacción e n e l bar.
—¿Pe nsabas que sólo ce naba e n Bacco? Me e ncanta
e ste sitio y ve ngo sie mpre que pue do. S e hm-y-aza
e staría e n su salsa aquí.

—¿Pue do pre guntar quié n e s S e hm-y-aza o no me va


a gustar la re spue sta?

David hocicó la nariz contra su sie n con los párpados


ce rrados.

—Es e l De monio de la gula, chérie —susurró e n su oído.

Carlota re primió un e stre me cimie nto.

—Supongo que podría habe r sido pe or —come ntó.

Buscaron un hue co libre e ntre las me sas y lo hallaron


justo al lado de una chica me nuda ve stida con ropas
góticas y un me chón rojo e n e l pe lo que pe día a gritos y
sin é xito una ración e xtra de salsa barbacoa.

—¿En e sta ciudad la ge nte e s un poco rara, ve rdad? —


brome ó Charlie e n voz baja.

Él la miró con ojos de e spanto mie ntras re cibía la carta


de manos de un dicharache ro camare ro.
—¿De ve ras cre e s e so? O h, vamos —ale te ó las
pe stañas con inoce ncia—, no hay más que ve rme a mí.
Epítome de la normalidad.

Esta ve z fue e lla quie n rompió a re ír.

—Aún me tie ne s que e xplicar un par de de talle s —le


re cordó.

Las manos masculinas buscaron sus rodillas de bajo


de la me sa y se pararon las pie rnas fe me ninas para é l.

—C re í habé rte lo de jado todo claro e sta mañana —dijo


con voz ate rciope lada.

Carlota e nroje ció.

—Para —le suplicó—. Nos va a ve r e l re staurante al


comple to.

—Está bie n —le quitó los de dos de e ncima con


re nue ncia—. Pe ro ate nte a las conse cue ncias. Mañana no
vas a salir de la cama e n todo e l día.

Ella e narcó una ce ja con se nsualidad.

—¿Quié n dijo que fue ra a hace rlo?


Los ojos de David se oscure cie ron y se apre suró a
colocar las gafas ante e llos. C arlota no pudo ne gar la
complace ncia que le produjo conoce r las se ñale s de su
e xcitación y sabe rse culpable de e llas.

—Acabarás matándome —se nte nció é l con una


mue ca lasciva, y sin más se dispuso a oje ar e l me nú.

A C harlie le hubie ra gustado hace r lo mismo si la falta


de conce ntración y las e xpe ctativas que é l había he cho
cre ce r e n e lla re spe cto a lo que pasaría e n cuanto
volvie ran a casa no se lo hubie se n impe dido.

El camare ro tomó nota de su pe dido de spué s de


darle s un listado de re come ndacione s que haría te mblar
a Fe rrán Adrià.

—¿Eso no e s mucha comida? —inquirió Charlie .

—S in duda —re spondió David—. Pe ro e sto e s


Amé rica, chérie, y aún no te has cubie rto lo suficie nte de
pringue .

S e ale gró de que las prisas de David la hubie se n


obligado a e le gir e l atue ndo más informal de l armario. Ya
que iba a pone rse pe rdida de grasa típicame nte
e stadounide nse , pre fe ría e star pre parada.
—No cre as que por cambiar de te ma se me ha
olvidado de qué e stábamos hablando—dijo cuando e l
e mple ado ya no la podía oír.

Los ojos de David ardie ron tras los cristale s oscuros y,


e n un suspiro, sus manos volvie ron a posarse sobre sus
pie rnas, que te mblaron bajo e l toque calie nte y firme .

—A mí tampoco —murmuró.

—Ese te ma no. El ot ro te ma. El que tie ne que ve r con


un par de alas ne gras, le ntillas de colore s y profe sionale s
de l pe cado.

No se mole stó e n disimular una sonrisa.

—Ah, e se te ma… —dijo con falsa mode stia.

C harlie e ntre lazó sus de dos con los de é l por e ncima


de la me sa y le animó con cre cie nte inte ré s.

—Q uie ro sabe rlo todo. Aún… aún no me pue do cre e r


que tú se as… Y que yo e sté con un…

—Pue de s de cirlo, chérie —re plicó tranquilizador—. No


vas a ir al Infie rno por e so.
El cue rpo de Carlota se te nsó.

—J ode r —su sonrisa había de sapare cido—. ¿El


infie rno e s re al?

David chasque ó la le ngua y se bajó las gafas hasta la


punta de la nariz. S us ojos aún te nían ve tas azabache que
re corrían e l iris y lo borde aban. La pe ne traron con e llos
hasta que se que dó sin alie nto.

—¿Tú qué cre e s?

—Me sie nto una privile giada —re conoció una ve z


pasado e l susto—. Te ólogos, cie ntíficos, re ligiosos y
e ruditos de todo e l mundo darían su vida e nte ra por e star
se ntados aquí contigo.

Sus ce jas claras se fruncie ron.

—Me importan una mie rda. Pre fie ro que e sté s tú —


dijo arrastrando las palabras.

C arlota puso los ojos e n blanco cuando tuvo que


apartar una mano de e ncima de su rodilla por te rce ra
ve z. Y ni siquie ra habían lle gado los e ntrante s.

—No, e n se rio. S i no fue ra tan pe ligroso haría un


docume ntal sobre ti. O donaría tu cue rpo a la cie ncia si no
te hubie ra cobrado tanto afe cto.

—¿Me has cobrado afe cto? —re pitió é l, pasándose la


le ngua por los finos labios.

Su mano. Su rodilla. Otra ve z.

—¿Te has propue sto lle varme al cuarto de baño y


ce rrar e l pe stillo por de ntro cuando lle gue n los postre s?
—pre guntó ruborizada.

El ce ño se inte nsificó.

—¿Hay que e spe rar tanto?

—S i te portas bie n a lo me jor no pasamos de l prime r


plato —se ñaló e lla como al de scuido.

David se apre suró a pone r distancia e ntre ambos.


Re colocó su posición e n la silla de made ra y e nde re zó la
e spalda, con las manos a la vista.

—¿Por dónde e mpie zo?

—C re o que e s bastante obvio que por e l Génesis,


cariño —dijo Carlota rie ndo.
—Hay poco que contar de l Génesis. No salgo yo —hizo
un puche ro propio de un niño e gocé ntrico.

C arlota le hincó e l die nte a una broche ta de ostras y


bacon que e l camare ro acababa de de jar e n su plato.

—¿Y dónde sale s tú?

David se re pantigó e n su asie nto y la e scrutó.

—En tus sue ños húme dos, e spe ro.

—¡David! Bue no, o… como te llame s.

S e ace rcó a su rostro por e ncima de la me sa y de l


vapor aromático de la comida cajún.

—Llámame David —indicó con se rie dad junto a sus


labios—. Por favor.

—De acue rdo —acce dió e lla con una sonrisa since ra.

—Y re spe cto a tu pre gunta —continuó, volvie ndo a


se ntarse y mirando las ostras—, no salgo e n un solo
capítulo de La Biblia, me te mo. Por e so e s tan aburrida —
tosió.

—¿Todos son como tú? —brome ó C arlota—. ¿O tú


rompiste e l molde ?

David me ne ó la cabe za.

—El molde lo rompió Lucife r —se carcaje ó—. Yo soy


de l montón.

—Entonce s no quie ro ni pe nsar cómo e s é l. La noche


pasada dijiste que pe rte ne cías a la re ale za. ¿Es cie rto?
¿Tambié n hay aristocracia ahí abajo? Porque e stáis ahí
abajo, ¿no?

—S í. A todas tus pre guntas —se nte nció, y finiquitó la


última broche ta.

—¿Y tú e re s…?

—Archiduque . De l Infie rno de Occide nte .

Carlota me ne ó la cabe za e ntre risas.

—Qué fue rte . Esto e s como un vide ojue go.

—Pue s soy re al —la re gañó e n ple no ataque a la


ración de gambas e mbadurnadas de mante quilla—. Y la
cosa e n mis pantalone s que re clama tu ate nción,
tambié n.
C arlota iba a re ír, pe ro se atragantó cuando un
pe nsamie nto más alarmante se cruzó e n su camino. Lo
miró con cara de e spanto.

—¿Tie ne s rabo?

—Sólo uno —dijo é l—. Y ya lo has visto.

Suspiró aliviada.

—Bie n.

— S í . Muy bien —añadió con un re soplido de


satisfacción.

—¿Cue rnos? ¿Tride nte ? ¿Pe zuñas? ¿Le ngua bífida?

David rio con ganas.

—¿S abe s? Para no cre e r e n Dios tie ne s una ide a


bastante aproximada de su dogma.

—Ni me lo re cue rde s —bufó—. Mi madre me torturó


con imáge ne s de l cie lo y de l infie rno durante toda mi
infancia.

—Entonce s pue de s que darte tranquila. Ésa e s sólo la


image n que los de arriba han ve ndido de nosotros, pe ro
no se corre sponde con la re alidad. Le s mole sta que
se amos más guapos que e llos.

—Y… —e chó un bre ve vistazo a su brazo de re cho,


oculto por la manga larga—, ¿la se rpie nte ?

David se toque te ó e l brazo re te nie ndo e l alie nto.

—La vue lve s loca —confe só—. Pe ro e mpie za a


acostumbrarse .

—Entonce s… —su duda tamborile ó sobre la made ra


—, ¿e s lo que yo cre o que e s?

V io cómo e nrollaba la te la poco a poco hasta que e l


re ptil cobró forma sobre su pie l. Alzó e l ante brazo y lo
situó bajo sus ojos de ámbar.

—Eva fue una niña muy, muy mala.

Carlota tomó aire .

—Bie n. S igamos ante s de que me arre pie nta. Hace un


rato me ncionaste e l nombre de un de monio de la gula.
¿Es así como funciona? Q uie ro de cir, ¿hay un de monio
para cada pe cado?
—S í. C uando… caímos —su boca se crispó al
pronunciar e sa palabra—, se hizo un re parto de
maldicione s. S é que sue na surre alista pe ro así fue . Los
De monios de la prime ra je rarquía re cibie ron un pe cado
con e l que cargar e l re sto de la e te rnidad.

—Dé jame adivinar e l tuyo —e ntre ce rró los ojos como


si así pudie ra analizarlo me jor—: ¿lujuria?

David ne gó muy sonrie nte .

—Me halagas, chérie, pe ro se nota que no conoce s a


Asmode us. Nos de ja a todos a la altura de l be tún. Aunque
cada uno tie ne una bue na parte de los pe cados de los
de más, hay uno que sobre sale por e ncima de l re sto.

Contrariada, siguió re fle xionando.

—Sobe rbia e ntonce s. Sí, sobe rbia, no hay duda.

—I ncorre cto. Nunca lo adivinarías… —se burló


zalame ro—. De he cho, ni yo mismo me re conozco.

—¿I ra? Ya me ha que dado claro que gula no, aunque


vié ndote e ngullir marisco cualquie ra lo diría…

—No.
—¿Envidia?

—No.

—¿Avaricia?

—No.

C arlota lo miró como si acabase de ate rrizar de sde


otro plane ta.

—¿Pereza?

Él asintió con orgullo.

—¿Pereza? ¿Tú?

—S í, pe re za. Pe re za, pe re za. Pe re za. ¿Q ué pasa? —


dijo mole sto.

—¿Pereza? Lo sie nto, pe ro e s que re sulta difícil de


cre e r que la misma pe rsona que ha e stado ye ndo y
vinie ndo sin de scanso como un abe jorro e n torno a mí
durante los últimos se is días se a un e xpe rto e n
holgazane ría.

—¡Eh! No he sido un abe jorro —se que jó con voz


lastime ra.
—Claro que no, pe que ño. Sólo un poquito…

—Bue no, no opinarías lo mismo si hubie ras pasado los


últimos se is mil años sin move r e l culo de un e stúpido
trono.

—O h, vale —re conoció ate rrorizada—. Entonce s me


callo. ¿Pe ro cómo pue de alguie n no hace r nada durante
se is mile nios?

—En re alidad, sí que hacía algo …

Carlota lo sile nció alzando las palmas de sus manos.

—No quie ro sabe rlo.

De gustaron con calma de l re sto de la ce na. C arlota


ve ía de sfilar ante sí los platos que de jaban y re tiraban los
camare ros y se pre guntó cuánto tie mpo tardaría su
e stómago e n suplicar cle me ncia. Disfrutó de la ve lada
como nunca ante s, y la compañía de David, ade más de
e xcitante , fue dive rtida y —quién lo diría— e ducativa. S in
e mbargo, e n ningún mome nto se atre vió a pre guntarle
por e sa pe que ña ince rtidumbre que la carcomía por
de ntro. A pe sar de todo, se guía te nie ndo la se nsación de
que le e staba ocultando algo. C omo si las cosas no
pudie ran se r tan fácile s, y un ánge l caído y una humana
no pudie ran hace r una vida e n común igual que cualquie r
pare ja.

C ulpó a su pe simismo innato y trató de corre r un ve lo


sobre e sa voce cilla inte rior que no se de cidía a ce rrar e l
pico.

Para cuando lle garon los postre s, sabía más sobre


re ligión que e l cura de la parroquia a la que acudía su
madre los domingos. S e había re ído, había probado
nue vos platos orle annianos, había e scuchado bue na
música, había hablado hasta por los codos y, sobre todo,
había apre ndido más de David de lo que había he cho e n
toda la se mana ante rior. C on su curiosidad parcialme nte
satisfe cha, y orgullosa de sí misma por habe rle s
pe rmitido a ambos lle gar hasta e se punto, dio cue nta de l
de licioso pudín de pan que le sirvie ron.

—C re o que por hoy he acumulado más información


de la que mi ce re bro pue de proce sar —admitió—. Pe ro
e sto no quie re de cir que e l te ma se haya agotado. Aún
me tie ne s que contar sobre tu…vuestra…

—¿Caída? —su boca re pitió e l mismo e xtraño ge sto de


re pugnancia de la ve z ante rior.
—S í, sobre la C aída. ¿Por qué te due le de cirlo? —
inquirió Charlie .

—No e s dolor, e s rabia. Allí no cayó nadie , más bie n


nos tiraron —proclamó ofe ndido.

—Vié ndolo así, supongo que tie ne s razón…

—No te e nfade s, pe ro pre fie ro no se guir hablando de


e sto. No e s algo agradable .

Charlie asintió de spacio.

—Entie ndo.

Masticó con cuidado la última cucharada de dulce .


C uando e l e ncantador camare ro hubo re tirado e l último
plato, David pagó la cue nta a pe sar de sus prote stas y
volvie ron a de jarse arrastrar por e l ambie nte plomizo de
la calle . El Mississippi discurría a ape nas unos me tros
d e Mulate´s y, e n e sa zona, la hume dad e ra casi
insoportable . Era vie rne s por la noche , y e l grue so de
transe únte s se acumulaba e n e l Barrio F rancé s. J ulia
Stre e t, por e l contrario, e staba bastante más solitaria.

Pase aron hasta S aint C harle s cogidos por la cintura.


C arlota e staba he chizada de nue vo por e l pe rfume
masculino de su chaque ta, e l brillo dorado de su pe lo y la
e le gancia arrogante de su rostro afilado. Mie ntras ve ía
cómo sus pie s e nvue ltos e n botas se acompasaban a sus
propios pasos, su alma se rio al pe nsar que había e stado
a punto de pe rde rlo todo e sa misma mañana. La mano de
David afe rró con una fue rza pose siva su cue rpo, como si
hubie se adivinado los de rrote ros de sus pe nsamie ntos, y
C harlie sintió una ola de fe licidad e stre me ce dora, casi
te me raria, e xpandirse por su cabe za y sus e xtre midade s.

¿Y había pre te ndido se guir ade lante sin e so? ¿De


ve rdad había cre ído que sobreviviría? ¿Q ue podría vivir
de spué s de David?

*****

Empe zaba a soplar un vie nto frío cuando lle garon a


casa. C on un castañe te o de die nte s, C arlota aguardó a
que David e ncontrara las llave s, pe rdidas e n algún rincón
de l fondo de sus bolsillos.

—¿No tie ne s pode re s que abran las pue rtas más


rápido?

David me ne ó la cabe za con una risotada.

—Soy un De monio, chérie, no Marie Lave au [29].


Ella no se conformó con la re spue sta.

—¿Entonce s no tie ne s pode re s? —volvió a pre guntar


mie ntras cruzaban e l jardín.

—Pre fie ro no hablar de e so —re plicó con se rie dad.

O h, vaya. Así que aque llo que le ocultaba —porque a


esas alturas ya estaba cien por cien segura de que a lgo ocultaba
— , te nía que ve r con sus pode re s. Ahora que te nía la
ve rdad tan ce rca, se arre pintió de habe r pre guntado.
Pre fe ría no sabe rla.

Tre s sombras salie ron e n e se instante de la casa y le


die ron un susto de mue rte .

—¡Pe ro qué …!

—Tranquila, Charlotte . Son mi e scolta pe rsonal.

Danie l, I zaak y J oe l se ace rcaron a su se ñor sin


de spe gar la vista de e lla. C harlie casi podía oír lo que
cuchiche aban sus ce re bros, incluso por e ncima de l sonido
batie nte de su mandíbula. ¿Qué hace aquí la humana?

—Mi S e ñor —come nzó Danie l—, e stábamos


pre ocupados. No nos ha llamado e n todo e l día y
ve níamos de comprobar si se le ofre ce algo.

C arlota se e stre me ció. ¿Mi S eñor? Por todos los


santos…

—Estoy bie n, como podré is ve r —su re spue sta fue


se ca y un brazo prote ctor se ce rnió e n torno a la cintura
fe me nina —. Chérie, de ja que te los pre se nte como e s
de bido.

Los tre s de monios agacharon la cabe za a la ve z,


dispue stos a no de ce pcionar a su amo a pe sar de que la
incre dulidad se re fle jaba e n sus ojos de cobalto.

—Danie l, e l que habló contigo la prime ra tarde , e s


Amón.

El aludido hizo una lige ra inclinación con la cabe za, sin


me diar palabra.

—Bie n, e l ve rdade ro nombre de I zaak e s Pruslas —


ante la mirada atónita de C arlota, sonrió—. S í, lo sé . Ganó
con e l cambio.

De nue vo se re pitió e l ge sto corté s por parte de l


sie rvo.
—Y, por último, te pre se nto a Barbatos. Él e s Joe l.

Charlie masculló.

—Era más fácil de re cordar cuando e ráis mormone s.

David le rio la broma y palme ó su mano, e ncogida


e ntre los plie gue s de cue ro que le rode aban e l brazo.

—Te acostumbrarás —se nte nció, y su voz e staba


impre gnada de ce rte za. La de quie n sabe que va a te ne r
tie mpo más que de sobra para hace rlo. C arlota se
tambale ó.

—Bie n —continuó David—. C harlo e se va a que dar


una te mporada con nosotros, chicos. Espe ro que le
conce dáis todo lo que ne ce site y que la traté is como
haríais conmigo, ¿e nte ndido?

I zaak, o Pruslas, o como de monios se llamara, saltó


como si le hubie ran pinchado. Abrió los ojos y e scudriñó
e n los de su señor.

—¿Una te mporada? Pe ro, mi S e ñor, os re cue rdo


que …

David lo sile nció con un ge sto se co de la mano.


—S ile ncio —sise ó, y C arlota sintió la te nsión de sus
músculos—. He dicho que se va a que dar una te mporada
y lo va a hace r, ¿algo que obje tar?

S u sirvie nte lo miró como si acabara de volve rse loco,


pe ro no se atre vió a pronunciarse de nue vo. El gé lido
combate de miradas que se e stable ció e ntre ambos
de spe rtó una ve z más los te more s más oscuros de
Carlota.

—Mi se ñor, si nos pe rmite , íbamos de re gre so a


nue stra casa —Danie l, Amón, lo que fue ra, la miró con un
cie rto de je de simpatía y lue go solicitó la ate nción
de l amo.

—S í, por supue sto. Podé is re tiraros, chicos. Mañana


nos ve mos.

C uando de sapare cie ron, C harlie corrió a guare ce rse


de l frío bajo la columnata clásica de l porche .

—¿Ellos no vive n contigo? —inquirió frotándose los


brazos.

—Ve n aquí —David la situó e ntre su cue rpo y la


pue rta mie ntras abría la ce rradura de se guridad. El
aume nto de su te mpe ratura corporal fue instantáne o.
—¿No me conte stas?

—Aún hay clase s, chérie —dijo con una sonrisa


de scuidada—. Y yo e stoy e n la más alta. Por supue sto
que no vive n aquí.

—¿Dónde , e ntonce s?

—Tie ne n su vivie nda propia al fondo de l jardín.

C arlota lo miró con pánico mie ntras la e mpujaba con


de licade za hacia e l inte rior de la mansión.

—No se rá una case ta para pe rros, ¿ve rdad?

—No soy tan crue l, chérie. C ré e me , cuando ve as su


casa, lo último que se te pasará por la cabe za se rá una
case ta de pe rro.

Ella le obse rvó con una ce ja e narcada y e l me ntón


alzado.

—¿Tan crue l? ¿Re conoce s e ntonce s que sí e re s un


poco?

La agarró por e l brazo y la e mpujó contra su pe cho.


C harlie se vio rode ada de músculos ardie nte s y cue ro,
mie ntras una mano se colaba por e l cue llo de su camise ta
y le acariciaba las vé rte bras. Contuvo la re spiración.

—Sólo con las niñas re spondonas y que hace n muchas


pre guntas —susurró contra su sie n, cince lándola con su
alie nto cálido—. Ere s muy mala, chérie. Vas a re cibir tu
castigo e n e l Infie rno.

S e e stre me ció. Una e te rnidad de fue go y dolor no le


pare cía tan mala ide a de sde su pe rspe ctiva actual.

—No soy una niña —logró balbuce ar.

—Por supue sto que no, chérie. Ere s la muje r más se xy


que he te nido jamás —los golpe s de su re spiración le
azotaron la curva de l cue llo como latigazos de place r. El
volume n de su voz de sce ndió una octava—. Ere s mi vicio
más duro. El único fue go al que le pe rmitiría lame rme por
de ntro y no me cansaría nunca de é l.

Tré mula, se de jó arrastrar por é l e scale ras arriba, con


e l de se o re fle jado e n los ojos de ambos. Para e l instante
e n que cruzó e l umbral de l dormitorio, su camise ta ya
había de sapare cido por los aire s.

La tumbó sobre la cama con una me zcla de


brusque dad y te rnura, y se de splomó sobre e lla a
continuación. Los pe zone s firme s de C arlota dolie ron al
e ntrar e n contacto con la pie l abrasadora de su torso,
cuya fie bre traspasaba la fina te la de la camise ta.

Apoyándose e n los codos, se re torció sobre su cue rpo


para que se e ndure cie ran más aún. C harlie se sacudió
bajo é l, llorosa, suplicando unas migajas más de
voluptuosidad.

—S sshh, de spacio, chérie. V oy a hacé rte lo de todas las


formas que pue das imaginar, así que te ndrás que te ne r
pacie ncia. V oy a cumplir todas mis fantasías e n una sola
noche .

Lo provocó con la le ngua, inte ntando lle várse lo a su


te rre no, mie ntras una pe rce ptible capa de sudor
de sbordaba sus sie ne s. Los latidos de su corazón
re tumbaron de ntro de su cabe za, con un se nsual e
insiste nte martille o arrítmico similar al que palpitaba e n
sus cade ras.

Pe ro e lla tambié n sabía lle varlo al límite . C uando le


acarició la curva de los pe chos con la punta de la nariz,
de rramando su alie nto sobre e llos, abrió las pie rnas
hasta que las rodillas tocaron e l colchón. David gimió con
fue rza y se acopló a la nue va postura. S u e re cción le rozó
la costura de los vaque ros, que volaron al instante al
mismo lugar donde de sfalle cía e l re sto de su ropa.
C harlie se inclinó para bajar la cre malle ra de sus botas,
pe ro é l la de tuvo con rude za.

—Ni se te ocurra. Q uie ro notar cómo me clavas los


talone s cuando e xplote s de ntro y fue ra de mí.

—David…

Le alzó una pie rna y le mordisque ó la longitud de l


muslo, con una primitiva sonrisa e n los labios.

—¿Sí, chérie? ¿Quie re s que pare ?

Por si te nía alguna duda al re spe cto, la ayudó a


de cidirse con una e mbe stida de sus cade ras, cubie rtas
aún por los pantalone s.

—¡No! —gritó junto a su oído con abandono.

La mano masculina borde ó su costado, friccionando


cada poro de su pie l. C arlota no se había se ntido tan
inflamada e n toda su vida.

—Me nos mal —admitió con un re soplido sobre los


plie gue s e ntre sus pie rnas. Botó ante e l simple contacto
de su re spiración—. Porque no te nía inte nción de hace rlo.

De finitivame nte , si había alguie n e n e l mundo que


mante nía una re lación e stre cha con e l pe cado, é se e ra
David. S e lo de cía e l humo vidrioso e n sus ojos cuando la
miraba, la e ne rgía con que impulsaba a cada músculo a
move rse como é l que ría, cuando é l que ría y, sobre todo,
donde é l que ría. S e lo de cía la malicia de sus sonrisas
lade adas, e l calor que de spre ndía su pie l cuanto más
de sce ndía la mano de C arlota por su pe cho. El fue go que
e ncontraba más allá de la cintura. S us proposicione s
de shone stas y sus palabras e scandalosas.

Él e ra e l pe cado. Y, e n e se mome nto, C arlota no te nía


ninguna inte nción de opone r re siste ncia. Ya se confe saría
de spué s si e ra ne ce sario.

Le rode ó las cade ras con sus propias pie rnas


te mblorosas. S e agitó como una anguila bajo las
de scargas de su toque ; su boca e n sus pe zone s, su mano
e n sus nalgas. El e mpe cinamie nto impío de su le ngua
re corrié ndola arriba y abajo, de jándola sobre cogida y
suplicante , al borde de l rue go. Ni siquie ra se había
de sabrochado los pantalone s y e lla ya iba de camino
hacia e l abismo.
—V oy a manose arte tanto que nos marcaré a los dos.
A tu pie l con mis hue llas y a mis sábanas con tu ADN. ¿Te
gusta e se plan? ¿El plan e n e l que te follo hasta que tu
cue rpo se e le va y de ja de pe rte ne ce rte ? ¿Q uie re s que te
lo haga así?

C arlota gimió con de se spe ración, mie ntras e l hue co


e ntre sus pie rnas lo buscaba e n e l aire . Podía ole r su
te stoste rona e scandalosa de sde su prisión de saté n. Le
imprimía al se xo una sordide z tan e le gante que e ra
imposible tratar de no corre rse sólo con sus palabras.

—V oy a darte todo lo que me pidas, pe ro a mi


ma ne ra , chérie. Esta ve z lo hare mos a mi mane ra —e l
brillo pe caminoso y oscuro de sus ojos chisporrote ó,
hacié ndola vibrar—. Te voy a follar tanto y tan sucio que
no podré re sistirme a tu be lle za cuando te rmine mos. Ere s
pre ciosa sie mpre , pe ro aún más como e stás ahora, petite.
Húme da, calie nte y re sbaladiza. Ere s como una
muñe quita manchada por mis caricias. Ere s mía…

David la le vantó con las dos manos y hundió la boca


e n e l ce ntro de su cue rpo, mie ntras sus uñas se clavaban
e n la carne húme da de los muslos. S e re cre ó e n su sabor
hasta que e mpe zó a convulsionar. La apre mió a alargar
e l clímax inte nsificando las e mbe stidas de su le ngua, y la
cade na de e spasmos le punzó las sie ne s. Durante e l
último, las cuñas de sus botas golpe aron sin pie dad la pie l
de alabastro masculina.

Embrave cido por su orgasmo, le clavó las rodillas


e ncima de l colchón y la de jó e xpue sta y vulne rable a su
ale vosía. Esta ve z no hicie ron falta palabras
de sve rgonzadas, se corrió mie ntras chupaba y absorbía
su se r una ve z más.

C arlota chilló sin pudor, tirone ando de los me chone s


rubios para que no se ale jaran de e lla. Tiró tan fue rte que
oyó un que jido proce de nte de e llos, pe ro no le importó. S i
de ve rdad iba a te ne r que pagar sus culpas e n e l I nfie rno,
al me nos habría me re cido la pe na.

*****

—¿Adónde cre e s que vas?

Que e stuvie ra e n un e stado de placide z —o embriaguez,


ya no podía distinguirlas— tan grande de spué s de dos
orgasmos e ste lare s, no que ría de cir que no fue ra capaz
de pe rcibir e l instante e n e l que é l de jó la cama. David se
e scabulló con cuidado y de puntillas por e l sue lo de
moque ta, pe ro la voz de C harlie lo fre nó e n se co ante s de
alcanzar la pue rta.

—A la cocina —murmuró sin volve rse . Aún lle vaba


pue stos los pantalone s, pe ro no la camise ta, así que
C arlota pudo re gode arse a place r con las líne as de finidas
de su e spalda.

De spué s de un mome nto de sile ncio, re e mpre ndió la


marcha al piso de abajo.

—¿A la cocina? ¿A qué ?

Lo oyó suspirar y sonrió para sí. Tambié n e ra


dive rtido provocarle fue ra de la cama.

S u rostro ange lical de inte ncione s de moníacas se


asomó por e l vano.

—No de be rías se r tan curiosa, chérie. Ya te he dicho


que pie nso cumplir todas mis fantasías contigo, tú y yo no
he mos te rminado aún…

C arlota volvió a re ír para sus ade ntros. Ya lo creo que


no…

Le gustó la forma e n que los ojos de David se


se pararon de sme suradame nte cuando se re tre pó e n e l
cabe ce ro, incorporándose e n la cama. Tambié n le gustó
cómo tragó saliva al ve rla abrir las pie rnas con de scaro.
Para é l.

—Ve n aquí —dijo C harlie con voz ronca. Le hubie ra


gustado que sonara más se xy, pe ro e staba
de se ntre nada.

Él no dudó ni un se gundo e n se guir su mandato. El


re lámpago e scarlata que cruzó sus pupilas y sus pasos
de cididos así se lo confirmaron. El colchón se hundió
cuando clavó la rodilla e n sus borde s.

—Charlotte … —musitó de sde los pie s de la cama, y


e lla supo que e staba hacie ndo un e sfue rzo titánico para
dominarse .

Estiró e l e mpe ine de l pie y de slizó la pie rna sobre e l


saté n hasta que rozó la pie l tibia de su muslo.

—Más ce rca —apre mió.

Se fe licitó por su bue na sue rte cuando volvió a hace rle


caso sin re chistar. De jó cae r un movimie nto tras otro
como pé talos sobre la cama. C ada músculo de su cue rpo
que se aproximaba e ra una punzada de anticipación e n e l
corazón de sbocado de Carlota.
—Más —re pitió cuando su cara e stuvo a ape nas
me dio me tro de sus labios.

El cue rpo de David se de spe re zó justo e ncima de sus


pie rnas. Pare cía un gato a punto de clavar las garras
sobre un fabuloso e je mplar e n ce lo. El e scaso aire e ntre
e llos se había vue lto ince ndiario; C harlie aspiró con
fue rza, dispue sta a intoxicarse .

—Ahora… —borde ó con un pie la cintura masculina y


e mpujó. No de jó de hace r pre sión ni siquie ra cuando lo
tuvo tumbado boca arriba sobre la cama re vue lta, a su
me rce d—… hare mos las cosas a mi mane ra. Y hay algo
que quie ro por e ncima de todo.

Le dirigió una mirada lasciva a su mie mbro


e ndure cido y David gruñó.

—No, chérie… No pue do. No… pode mos.

—No digas nada.

S e contone ó sobre e l amasijo de saté n hasta que su


cabe za que dó a la altura de los pe ctorale s. Apoyó la ore ja
e n e l e ste rnón y oyó con place r cómo titube aba su
re spiración. Cómo galopaba sin rie ndas su corazón.
Una mano se dirigió a su pe lo re vue lto, donde se
instaló con soltura. La otra de sce ndió hasta confine s más
allá de su ombligo.

El impone nte cue rpo de David se arque ó.

—No quie ro asustarte .

—De ja que yo de cida si quie ro asustarme o no.

—Pe ro… —susurró é l contra su coronilla.

La mano de C arlota se afe rró a su e je con dulzura,


hacié ndolo jade ar.

—Vas a pe rde r e l control —murmuró e ncima de l


pe zón—. Vas a gritar tan alto que te van a oír todos tus
he rmanos allí abajo. Te vas a corre r con tanta fue rza que
e llos se van a morir de e nvidia y tú de place r…

Le acarició los te stículos con las uñas y é l volvió a


re compe nsarla con un profundo ge mido que tronó e n e l
fondo de su garganta. C harlie se e stre me ció. De cidió que
tambié n a e lla le gustaba jugar a e se jue go y que iba a
hace r todo lo posible por de rrotarlo e sta ve z. Q ue ría que
se abrie se para e lla, que confiara e n que no se iba a
asustar. Q ue ría conoce r todas y cada una de sus face tas,
inclusive aque lla e n la que é l suplicaba más y e lla e le gía
cuándo, cómo y dónde dárse lo.

Be só la pie l de su pe cho, rosada por la conge stión,


mie ntras sus de dos se e nroscaban e ntre e l ve llo dorado
de l pubis. Era un e spe ctáculo grandioso ve r cómo se
contraían sus músculos, cómo se re torcían las fibras bajo
la pie l y se e ndure cía, se de spe rtaba y se sacudía su…
cue rpo.

—David… —su nombre fue un carame lo e n su paladar


y a é l de bió de e xcitarle oírse lo, porque no se que jó
cuando lo lamió y lo de voró. S onrió para sí cuando
de scubrió lo ade cuado que e ra para é l, a pe sar de todo.

No re pre se ntaba la chule ría de un surfe ro


californiano, ni tampoco la vulgaridad de un adole sce nte .
No e ra ni ordinario ni común. En é l, e ra un pe rfe cto viaje
de ida y vue lta de la le ngua, una sonrisa pe rve rsa. Era un
se nsual re corrido e n círculos, como e l de l place r. David.
La le ngua sale y se e stre lla contra los die nte s, como e n
un be so salvaje . Lue go se abre para de jar e scapar un
ge mido de satisfacción mie ntras la e xcitación aume nta.
En mitad de la palabra, los se ntidos e stallan y los die nte s
se clavan con furia e n e l labio infe rior, luchando por
conte ne r e l orgasmo libe rador de la se gunda vocal. Y,
cuando lle gas al final, todo vue lve a e mpe zar…

Era e l sue ño de Migue l Ánge l y de Donate llo. Miró una


ve z más la armonía de su cue rpo, la rodilla doblada, las
nalgas apre tadas. La lujuria plácida que se de scolgaba de
cada poro de snudo con insole ncia.

Sí, sobre todo era el sueño de Donatello.

Acunó e l glande e ntre sus labios, a pe sar de sus cada


ve z me nos ve he me nte s prote stas. Alarde ó de las dote s
de su le ngua sobre los plie gue s de la pie l y curvó los
de dos e n torno a la base . Vaciló con sadismo e n la
fronte ra de la garganta, para de spué s consumir hasta e l
último atisbo de su lucide z.

La contine ncia de David se de rrumbó.

— S í, chérie… S í, por favor. Ámame con e sa boca


maravillosa.

C arlota lo libe ró un instante . Él gruñó de frustración y


de te mor, pe ro su cue rpo volvió a sacudirse bajo e l de
e lla, que se arrastró y se rpe nte ó por su tórax hasta
e ncontrar e l golpe atronador de la nue z. S us propios
pe zone s se nsibilizados rogaron pie dad cuando fue ron
arrasados por e l fue go masculino.
—No sólo con la le ngua —aclaró junto a su cue llo—.
Q uie ro que pie nse s e n que , a partir de ahora, te e staré
follando con cada partícula de mi se r allí donde e sté s.

S u e xpre sión atorme ntada y jade ante la animó a


continuar. Las palabras salie ron propulsadas de su
laringe .

—C uando camine s, voy a follarte con e l sudor que se


de rrama por tu e spalda —no de tuvo e l fie l re corrido de
su mano, subie ndo y bajando por su mie mbro con e l
ritmo machacón de su voz—. C uando comas te violaré
con la cuchara, y si be be s me ade ntraré e n tu boca con la
dulce brutalidad de l bourbon. Mi hume dad calie nte te
de vastará la garganta —sonrió e ntre die nte s al se ntir que
su dure za se te nsaba hasta amoratarse e ntre sus de dos
—. C uando due rmas te follaré e n sue ños, sin que pue das
impe dirlo. Y aunque no me mire s, mis ojos follarán todo
tu cue rpo con la de voción de una sace rdotisa. Adoraré
cada ge mido, cada cabe llo de scolocado, cada mirada
vidriosa.

Be só las líne as de la mandíbula e n una se ducción


infinita. Le apre tó e l tronco con de te rminación cuando
conte mpló la e xpre sión incré dula de su rostro. David la
atrave só con una mirada e ntre gada a la ve z que le
e ntre gaba los últimos ve stigios de control que le
atrave saron.

S e corrió con un grito de impote ncia de se ada y


e mpapó las sábanas. Por e lla. Para e lla.

—Lo quie ro todo —urgió C arlota fruncie ndo e l ce ño e


inte nsificando e l aprisionamie nto de su mano—. Dáme lo
todo.

S e lo dio. Le ce dió con gusto toda su cordura, la


re fle xividad impe rante de los últimos días. Le dio su
e xpre sión más vulne rable , la re lajación de los músculos
tras e l clímax. Le re galó e l de sagarro de su voz grave ,
re ducida a un montón de añicos. S alpicaduras amargas
que se de sparramaron junto con su se me n, e nsuciando
siglos de control y dominación.

C harlie olió e l azufre e n é l, e l aroma de l cue ro


impre gnado e n su otra pie l, aún más te rsa, y algo más
profundo. Algo que no te nía nada que ve r con las
manchas sobre e l saté n, ni con e l sudor corre oso e n su
cue rpo de trave rtino. C e rró los ojos y e snifó e l pe rfume
e spe ciado que inundaba e l aire con e l ansia de un adicto.

Luchó por bloque ar la ale rta de sus se ntidos ante lo


que se ve nía. Se pre paró para la transformación.

David se apartó con un movimie nto brusco. Encogido


como una pante ra al ace cho, la obse rvó con ojos fijos,
opacos, de sde e l e xtre mo opue sto de la cama. No
que daba e n é l ni rastro de la susce ptibilidad de hacía
unos minutos. No había ni de sconcie rto ni abandono.

C arlota le sostuvo la mirada, de rodillas sobre e l


amasijo de sábanas. No re tiró la vista ni siquie ra cuando
su e se ncia se volvió le tárgica y sintió que una
voluptuosidad pe caminosa se e rguía de sde e l inte rior de
sus pe chos y le abrasaba la pe lvis. Ade lantó la cade ra
como si un imán la atraje ra de sde e l fondo de l abismo.

O yó, proce de nte de algún lugar le jano la voz sise ante


de David, que mascullaba sin quitarle los ojos de e ncima.

—Éste e s… mi pode r. Así e s como funciona.

No e nte ndió muy bie n lo que de cía, pe ro tampoco le


importó. S e re stre gó los ojos, pe nsando que tal ve z así
de sapare ce ría e l e scozor rojizo de las pare de s y la cama.
Pe ro no lo hizo, así que se conce ntró e n David.

S u mirada arrancó e n sus muslos torne ados y


asce ndió, ce ntrándose e n su puño agarrotado y la
se rpie nte que se e le vaba de sde é l. S u e stado de
e xcitación y de lirio e ra tan grande que le pare ció ve r una
re milgada sonrisa de supe rioridad tras la le ngua bífida, y
la e spiral e n torno al brazo se movía como e n un
cale idoscopio. C ontinuó e l asce nso, y vio que David
tragaba saliva de forma dramática. S us labios se
contraían e n una mue ca de dolor y sus ojos,
comple tame nte ne gros, se e stre chaban de trás de la
maraña de gue de jas rubias.

Y, a su e spalda, la te ntación cobró forma de un modo


histriónico. Brotaron con e l e spíritu de una zarza de
e spinos y se re torcie ron y ale te aron, re gode ándose e n sí
mismas.

C arlota conte mpló las alas ne gras con e stupor, pre sa


de una pasión de se nfre nada.

—No e s re al —musitó David. Ella notó que , a pe sar de


que e l proce so había te rminado, la e xpre sión de dolor no
había abandonado su he rmosa cara—. Lo que sie nte s no
e s re al. Es e l pode r. El e fe cto que tie ne sobre ti.

Charlie boque ó. Jade ante , abrió unos ojos como platos


y su re spiración e mpe zó a re cupe rar la normalidad.
Re sucitó de su e mbotamie nto y la atmósfe ra le
pare ció me nos cargada y calurosa que ante s. S us
orificios nasale s le die ron la bie nve nida al oxíge no como
a un barre ño de agua fría e n mitad de una sauna.

Rode ó la cama hasta que dar de trás de un David


inmóvil. Poco a poco le acarició las plumas; prime ro con
timide z y lue go con una te rnura infinita. Los contornos
cartilaginosos se me ne aron con se nsualidad, como e l
lomo de un gato mimoso.

Eran e norme s, ame nazante s. Y pre ciosas.

Pase ó por su suavidad la curva de las me jillas, la


punta de la nariz, la fre nte e mpapada e n sudor. Aspiró su
aroma inquie tante y fascinante a la ve z. Las be só con
cuidado para absorbe r la te nsión. Acarició la sombra
morte cina que las unía a la carne vigorosa de la e spalda.
Las e strujó y toque te ó con la curiosidad morbosa de un
niño.

David ronrone ó y e chó la cabe za hacia atrás. C arlota


e nte rró la cara e ntre las prolongacione s diabólicas.

—De monio o no —dijo con una sonrisa e scue ta—, no


he sido inde pe ndie nte toda mi vida para que lle gué is tú y
tus amigas a manipularme , pe que ño.

Pudo re spirar aliviada cuando sintió que , al fin, é l


tambié n lo hacía.
Capítulo XVI
Dos días de spué s, C arlota rompía hue vos, batía
hue vos y me zclaba hue vos ante la ate nta mirada de
David.

—Chérie… ¿se guro que e so e s come stible ? —pre guntó


é l, con e l ce ño fruncido, vie ndo cómo volcaba e l me junje
e spumoso sobre la sarté n. Era de noche , pe ro los
fluore sce nte s de la cocina de spre ndían luminosidad.

—No te atre vas a pone r e n duda mis habilidade s


como cocine ra —re spondió e lla indignada—. Una cosa e s
que se a una e studiante adicta a las pizzas y los
macarrone s rápidos, y otra muy distinta que no se pa
hace r una tortilla de patatas.

David me tió e l de do e n la me zcla y lo re tiró con un


que jido.

—Cuidado, tonto —sonrió e lla—. Que ma.

—Es curioso que le te ngan que re cordar e so a alguie n


como yo… —su voz se volvió distante , al igual que su
mirada azul—. Empie zo a olvidar cómo se sie nte e l
fue go…

C arlota de jó e l hornillo al mínimo y lo miró con una


combinación de pre ocupación y te rnura.
Y de algo más.

—¿Se guro? —pre guntó e n voz baja.

C uando é l asintió, agarró su ye ma he rida y se la


introdujo e ntre los labios carnosos. David dio un re spingo,
pe ro se de jó hace r con los párpados caídos. Ella palade ó
la punta de su de do con la le ngua hasta e star conve ncida
de que e l dolor se había e vaporado y había dado paso a
e mocione s más place nte ras.

—C re o que e mpie zo a re cordar… —gimió é l con una


sonrisa.

C harlie lo soltó y volvió a sus que hace re s. S e había


propue sto hace r algo de come r, algo que é l no hubie se
probado nunca, y no iba a impre sionarlo gran cosa si
de jaba que se carbonizara sobre e l fogón.

David se situó de trás de su e spalda y la abrazó por la


cintura. No tuvo que apre tar mucho para que C arlota se
die ra cue nta de l bulto que se inte rponía e ntre e llos.

—Ere s crue l. Pe rve rsa. Maligna.A ún peor que yo —


llorique ó—. No pue de s e nce nde r la me cha y lue go
largarte sin más —murmuró contra su cue llo.
—¿Se te mojó la pólvora, cariñito? —se burló e lla.

—Dé jame comprobar…

Ante s que se die ra cue nta, había dado un tirón a la


cinturilla de sus pantalone s de andar por casa y había
me tido la mano de ntro de las bragas. Buscó lo que que ría
y suspiró de de se o insatisfe cho cuando lo e ncontró.

—Pare ce que sí, ¿e h, chérie?

—¡David! No pue do hace r nada si me e stás me tie ndo


mano.

La giró sobre sus talone s y la pe gó a la e ncime ra, que


se le clavó e n e l trase ro.

—Te invito a Bacco, a Antoine´s —susurró con


impacie ncia—, te pago dos doce nas de ostras. Llamo por
ti al re staurante chino, al hindú, soborno al e ncargado
d e McDonald´s para que haga re partos a domicilio. Por
todos los I nfie rnos, lo que se a con tal que de je s e so y
subas conmigo a la habitación ahora.

Carlota se apartó fingié ndose ofe ndida.

—No pie nso subir a tu cuarto.


David volvió a abrazarla lo bastante fue rte como para
que no se e scurrie ra otra ve z y sonrió contra e lla.

—¿Aquí, e ntonce s? —sonrió con malicia—. ¿En e l


pasillo? ¿Pre fie re s hace rlo al aire libre e n e l jardín? ¿O te
ape te ce re pe tir la e xpe rie ncia de la e scale ra?

Ella le clavó una uña e n e l pe cho.

—C uando hayamos ce nado, charlado, visto una


pe lícula, re lajado y re cupe rado fue rzas, iré contigo donde
quie ras —prote stó—. Por lo que más quie ras,
¡prácticame nte no he mos salido de la maldita habitación
e n dos días!

David se ale jó de e lla a trompicone s, mascullando


e ntre die nte s.

—Está bie n —re funfuñó—. Hagamos vida de


matrimonio católico.

C arlota rio mie ntras daba la vue lta a la tortilla y


comprobaba con un te ne dor que las patatas no e staban
crudas.

—C ariño, tú y yo no podríamos hace r vida de


matrimonio católico ni aunque nos lo propusié ramos…
Las manos masculinas volvie ron a la carga,
de slizándose fre né ticas por sus costados.

—Y é sa e s una de las muchas cosas que me gustan de


ti, mon petit démon [30]… —susurró.

Charlie le propinó un ruidoso be so e n la me jilla.

—Y e so que aún no has probado mi tortilla de patatas.

—Lo e stoy de se ando, chérie —re spondió é l con calide z.

Mie ntras de jaba que se dorara un poco más, C arlota


e chó la vista hacia atrás y vio cómo su diablo particular
sacaba platos de l armario y los colocaba con pre cisión
sobre la me sa. Dando brincos por la cocina, como un
C upido de incógnito, buscó se rville tas, cubie rtos, vasos…
S i alguie n la hubie ra pinchado e n e se mome nto, no le
habría dolido.

—C ué ntame más cosas ace rca de vosotros —pidió


mie ntras de jaba la tortilla hume ante e ntre los dos. No
sabía e n qué mome nto se había se ntido lo bastante
confiada para e llo, pe ro se se ntía muy a gusto
e scuchando las historias que David te nía que contarle .

—Esto pinta bie n, C harlo e —dijo cortando un bue n


trozo con e l cuchillo de sie rra. C arlota se abstuvo de
come ntar que é sa e ra la he rramie nta para e l pan y no
para las tortillas—. Dime , ¿qué quie re s sabe r?

Ella lo pe nsó un mome nto ante s de re sponde r.

—¿Por qué sois todos rubios?

David la miró con una ce ja e narcada y la boca lle na de


patata.

—Mantuvimos el color de l pe lo de spué s


de … caer. Pe nsé que e ra obvio.

—S í —pre cisó e lla—. Pe ro, ¿por qué Él os hizo rubios a


todos?

—Ah, e so. El molde , supongo.

Carlota de jó de masticar un instante .

—¿El molde ?

—S í. Bucle s dorados, ojos como e l cie lo, corazón


inmaculado… C omo uno de e sos C hrist mas horte ras con
campanitas y hojas de ace bo.

—¿Y todos te né is e sa cara de re cié n salidos de la


adole sce ncia? —volvió a pre guntar con curiosidad.

Él contuvo un gruñido.

—F ue una e dad complicada. Ya sabe s, fue rte se ntido


de inde pe nde ncia, re be lión a la autoridad… S ólo que e n
nue stro caso tuvo conse cue ncias bastante trágicas —dijo
con una mue ca.

C harlie hizo aspavie ntos con la mano que soste nía e l


te ne dor.

—Dé jalo. Me jor no hable mos de e so ahora. ¿Podé is


ve nir a la Tie rra sie mpre que os dé la gana?

David se sirvió un se gundo trozo de tortilla, aún más


grande que e l prime ro.

—Esto e stá de licioso, chérie.

C arlota le guiñó un ojo a modo de agrade cimie nto y


siguió aguardando su re spue sta.

—Nosotros sí —conte stó é l al fin, de spué s de que una


bola se de slizara por su de lgada garganta al tragar—.
Pe ro Luc no. Y se mue re de e nvidia por e llo —se
carcaje ó.
—¿Es e l je fe y no pue de bajar? Ya me jode ría…

—Lo cie rto e s que los que acabamos jodidos somos


nosotros. Para sobre lle varlo sie mpre anda tocando las
narice s con sus plazos y sus condicione s…

El te ne dor de C arlota cayó con e stré pito sobre su


plato, ya vacío.

—¿Qué plazos? —dijo con un hilo de voz.

¿Qué plazos? ¿Qué plazos? ¿Qué plazos?,su me nte daba


vue ltas a una ve locidad galopante .

David se que dó callado. S e conce ntró e n de spe dazar,


de sorde nar y volve r a amontonar migajas de tortilla.
C arlota lo e nte ndió; a e lla tambié n se le había ido e l
hambre de re pe nte .

—Por todos los de monios, David —dijo al borde de la


histe ria—, ¿qué plazos?

C uando por fin habló, lo hizo sin de spe gar los ojos de l


plato.

—Luc sólo nos pe rmite e star e n la Tie rra por un corto


plazo de tie mpo. Lue go te ne mos que re gre sar.
Ahí e staba. Eso e ra lo que le ocultaba. Había he cho
bie n e n de sconfiar; como sie mpre , había acabado
te nie ndo razón. Nada podía te ne r un final fe liz e n su vida.
Nada.

—¿Tú tambié n?

—Sí —cuchiche ó David.

S e le vantó de la me sa ante s de e mpe zar a


hipe rve ntilar. Pase ó por la cocina, arriba y abajo, abajo y
arriba, pe ro su re spiración se guía jugándole malas
pasadas. Él, por e l contrario, no había movido ni un
músculo.

—¿Por qué no me lo dijiste ? ¿Por qué coño no me lo


dijiste ? —rugió con las palmas afe rradas a su cabe za.

—Charlotte, tranquilízate . No hay de qué pre ocuparse ,


e s sólo…

—¿C ómo que no hay de qué pre ocuparse ? ¿Te das


cue nta de lo que e stás dicie ndo?

David se incorporó. Aún no la miraba, pe ro al me nos


había he cho e l inte nto de pone rse e n pie .
—Sí, chérie —re conoció con voz fría y distante —, lo sé .
Y por e so te digo que no tie ne s de qué pre ocuparte .

Charlie me ne ó la cabe za.

—¿C uánto tie mpo te dio? —inquirió rabiosa—.


¿Cuánto tie mpo?

—Dos me se s —re spondió é l con calma.

O h, por favor. Era aún pe or de lo que imaginaba. C on


un poco de sue rte , aún te ndrían un me s por de lante para
e llos, si e s que lle gaba a tanto. Pe ro, ¿y de spué s? ¿Q ué
pasaría cuando é l la abandonara, como hacían todos a
quie ne s alguna ve z había que rido? O diaba se r tan
de pe ndie nte de é l, odiaba habe rse conve rtido justo e n
aque llo que luchaba por e vitar, pe ro, ¿qué de monios
ocurriría e ntonce s? ¿C ómo podría se guir vivie ndo
de spué s de habe rlo abandonado todo por él?

Su voz no fue más que un sonido ahogado.

—¿Cuándo te rmina?

David se ace rcó a e lla y e ntonce s sí la miró.

—Hoy.
*****

F ue conscie nte de l mome nto e n e l que e l sue lo se


ablandó bajo sus pie s. El sudor frío que corría a raudale s
por las palmas de sus manos la e mpujó le jos de la
e ncime ra. Tambié n fue conscie nte de las manos de
David, que la agarraron ante s de lle gar al sue lo y la
sostuvie ran contra su pe cho para que no volvie ra a
de rrumbarse . Pe ro ya no fue conscie nte de nada más.

Hoy. Una única palabra. Tre s le tras. Algo capaz de


arrasar toda una vida a su paso.

—Charlotte , Charlotte , mírame . Por favor.

La voz de David sonaba de se spe rada e n algún punto


no muy le jos de sus tímpanos. S u me le na rubia se
balance aba ante su cara, pe ro C arlota no podía ve rla. No
que ría ve rla.

S e agarró a los mue ble s como si fue ra a e scalar e l


Himalaya por e llos. Apartó los ojos de e se hoy.

—¿C uándo… —carraspe ó para darle vida a su voz


rota—… cuándo te nías inte nción de de círme lo? ¿O
pre te ndías largarte sin de cirme nada y que me die ra
cue nta solita?
Hubie ra pre fe rido que sus palabras no sonaran a
re proche , pe ro e ran un re proche al fin y al cabo.

—No te nía inte nción de de círte lo, chérie —David habló


con firme za, algo que admiró porque , e n e sos mome ntos,
e lla no te nía ninguna—, por la se ncilla razón de que no
voy a marcharme .

—¿De qué e stás hablando?

David la sacudió para que re accionara. O para que le


e nfre ntara. O para las dos cosas.

—No pie nso se guir e sa e stúpida norma. Hace ya días


que tomé la de cisión, y no voy a cambiarla. Luc pue de
sacrificar un corde ro si quie re , pe ro no pie nso volve r allí.
No mie ntras e sté contigo.

Le acarició la me jilla con te rnura, y los ojos de C arlota


se lle naron de lágrimas. Al fin e staban fre nte a los suyos,
pe ro acuosos y sin vida.

—No voy a de jarte . No quiero hace rlo —prosiguió é l—.


Y tú no de be s pre ocuparte por nada, ¿de acue rdo?

—Pe ro, e s que …


—No de be s pre ocuparte —re pitió, sin hace r caso de
su vacilación—. S oy e l Archiduque de l I nfie rno de
O ccide nte , maldita se a. Te ngo de re cho a hace r lo que me
plazca y ni siquie ra Luc pue de impe dírme lo. Ade más —
añadió con una sonrisa—, e s lo que tie ne se r amigo de l
je fe .

Carlota se guía te mblando e ntre sus brazos.

—Te ngo mie do —confe só.

—Pue de s hace rlo. Lo sé —la apre mió con una sonrisa


radiante .

—¿Y si… Él no e stá conforme ? ¿Y si te obliga, o toma


re pre salias contra ti por incumplir sus normas?

David apre tó la mandíbula.

—De é l me ocupo yo.

El distanciamie nto le tal de su voz la hizo dar un paso


atrás. C harlie suspiró. S abía que por mucho pode r que
David tuvie ra, y por muchas prome sas que é ste hicie ra
para tranquilizarla, se habían ganado un e ne migo. El pe or
de todos los imaginable s.
Pe ro cualquie r cosa con tal que é l no se marchara de
su lado. Lo que fue ra. Hasta e l final.

Le rode ó la cintura con los brazos y apoyó e l me ntón


e n sus pe ctorale s.

—Bie n —dijo é l, y su re spiración calurosa le re volvió e l


pe lo de la coronilla—, ahora que e stás más tranquila,
vamos a ve r la pe li prome tida.

La condujo hasta la sala de e star sin se pararse de e lla,


agarrándola como si é l tambié n sintie ra que su propia
vida e staba e n jue go e ntre los dos y que de bían
pe rmane ce r juntos para mante ne rla a salvo.

C on é l e staba a salvo. Él la prote ge ría. Y no se


marcharía, se dijo. No la de jaría, se dijo.

Sólo rogó e n sile ncio que fue se cie rto.

David e chó un rápido vistazo a la e stante ría de los


DVDs, mie ntras la se ntaba con de licade za e n e l tre sillo.

—¿Q ué pre fie re s? —consultó, y su sonrisa volvió a


hace r una ve z más que se olvidara de todos sus te more s
—. ¿Dogma o El exorcista?
*****

—Tal ve z se le haya traspape lado e l cale ndario —la


voz saltarina de Be lze buth re tumbó e n la bóve da de l
palacio infe rnal—. O tal ve z lle ve un me s sin salir de la
cama. Por todos los pe rros de l I nfie rno, Luc, e stamos
hablando de Ast. Es posible que e sté tirado e n cualquie r
calle jón.

Luc, re pantigado e n e l trono, se frotó las sie ne s. Be l le


e staba le vantando dolor de cabe za.

—Me importa un ble do dónde y e n qué condicione s


de plorable s se e ncue ntre . Me ha de sobe de cido.

El Príncipe le re stó importancia a su agravio con un


ge sto de se nfadado de la mano.

—O h, ve nga ya. No te pongas me lodramático. Ast e s


tu amigo, ¿re cue rdas? S e a lo que se a lo que le ha
ocurrido, se guro que no ha sido con mala inte nción.

Lo único que consiguió con su acé rrima de fe nsa fue


que Luc se hundie ra todavía más e n e l asie nto. Te nía una
pie rna de spatarrada sobre e l re posabrazos, los cabe llos
dorados re vue ltos y las alas tie sas, como un gato e rizado.
Hubie se podido se ntirse cómodo de no e star tan
e nfadado.

—Nunca de bí darle pe rmiso para subir. No e stá


acostumbrado. Sólo é l sabe las locuras que ha come tido y
e l pe ligro e n e l que nos ha pue sto y sigue ponié ndonos a
todos.

Ante é l, Be l se palme ó los muslos con frustración.


Q uizás é se e ra e l comie nzo de otro rimbombante se rmón
ace rca de los valore s de la amistad, la libe rtad y e l
de se nfre no, pe ro poco le importó. Luc inclinó la cabe za y
conte mpló e l e stuco luminoso de l te cho.

En los días e n que la angustia o la ira le ve ncían, como


é se , no soportaba la e stre che z abigarrada de su
de spacho; pre fe ría e scapar al e sple ndor abie rto y
autoritario de l salón de l trono. Ne ce sitaba re cupe rar la fe .
Se ntir e l pode r que e manaba de é l.

Mie ntras Be l parlote aba y se pase aba por la


habitación, con los clavos de sus botas machacando e l
e ntarimado, Luc inspiró hondo y re ple gó un par de ve ce s
las alas, obligándose a re lajarlas. Ast sie mpre se que jaba
de su aburrimie nto, de lo monótona y pre de cible que e ra
su e xiste ncia. Él, habría dado la mitad de lo que pose ía
por pode r de cir lo mismo.
Bue no, no. La mitad de lo que pose ía e ra demasiado.
Pe ro si tan sólo un día pudie ra de scansar…

El he cho de que se sintie se contrariado por culpa de


Astaroth no se de bía tanto a un diabólico y dictatorial
de se o de impone r su voluntad —que también—, como a un
e xace rbado anhe lo de lo que e l re gre so de l Archiduque
trae ría consigo.

Me ne ó las cade ras, inquie to, y soltó un alarido cuando


su se nsibilizado glande se rozó contra e l almidón de los
faldone s ne gros. Ésa e ra su principal pre ocupación e n
e se instante , y la de mora de Ast e ntorpe cía su obje tivo.

El se gundo me s de ce lo había come nzado, y ni


siquie ra Lily daba abasto para mante ne rlos a todos
conte ntos allá abajo. Luc había ido e n busca de algunas
de sus antiguas amiguitas, pe ro lo que e ncontró fue e l sitio
vacío. Probable me nte habían optado por la nada
de sde ñable alte rnativa de sume rgirse e n las tinie blas
ante s que se guir hacie ndo de e sclavas se xuale s para é l.

Q ué lástima. No cre ía habe rlas tratado tan mal


cuando le suplicaban que las lle vara a la cama otra ve z.
Otra más. Y otra.
Miró a Be l, que no pare cía tan afe ctado como é l. A
ve ce s se pre guntaba e n qué lugar de l camino había
pe rdido a la más de moníaca de sus jóve ne s prome sas
ce le stiale s y había ganado e n su lugar a la abue la de
Cape rucita.

—Yo tambié n me lo pre gunto —re spondió é l con


rapide z, y Luc se dio cue nta de que había formulado la
pre gunta e n voz alta—, pe ro me gusta de masiado e l vicio
como para re primirme .

—Para gustarte tanto las cosas malas —re plicó e l je fe


con acritud—, tie ne s un aspe cto bastante saludable e sta
mañana.

Be lze buth se e ncogió de hombros.

—El ce lo no me afe cta tanto como a ti, ya lo sabe s.

S í, vaya que si lo sabía. Y e ra otro de los motivos por


los que cada día se ntía más asco hacia aque l hatajo de
balas pe rdidas.

Hace rse líde r para e so. Había arrastrado a toda e sa


cohorte de imbé cile s disolutos a un mundo me jor y
mucho más fe liz, y, ¿qué había re cibido é l a cambio? Una
hostia con la mano abie rta. Mie ntras e llos se dive rtían, a
é l le tocaba pringar con la burocracia de los re cié n
lle gados. Mie ntras e llos pe le aban, é l ge stionaba los
pe ríodos vacacionale s de cada uno. Mie ntras e llos se
corrían, é l actuaba de ne gociador e n los conflictos e ntre
he rmanos.

J ode r. ¿En qué mome nto su e spe ctacular palacio se


había conve rtido e n e l de partame nto de Re cursos
Humanos?

Y, para colmo, e staba e se te ma de l ce lo. A los que


podían salir de allí cuando le s ape te cía —o, al menos,
cuando él así lo quería—, se la soplaba como un molinillo de
vie nto e l e fe cto que e l ce lo podía pe rpe trar e n su cue rpo.
Pe ro lo que podía hace r sobre e l organismo de Luc, no
te nía jodido pe rdón —de ya sabemos quién—.

S ólo e l inve ntor de la ansie dad podría e ncontrar


palabras que e xplicase n lo que suponía e star tan
e mpalmado que podría hincarle la polla a cualquie r cosa.
Y ni siquie ra é l te nía tanta ve rborre a como para
conse guirlo.

C uando vive s e n e l I nfie rno, sólo hay dos cosas que


pue de s hace r. Patale ar para que te saque n cuanto ante s
o follar para que no te saque n nunca. C uando vive s e n e l
I nfie rno y no pue de s salir de é l bajo ningún conce pto, lo
único que pue de s hace r e s patale ar más fue rte o follar
más duro. S us ciclos e staban marcados: un me s patale as,
otro me s follas, un me s patale as, otro la clavas, un me s
patale as, al siguie nte te la clavan a ti. Y así durante todo
e l año.

No hacía falta que nadie le re cordara a Luc e n qué


fase se hallaba. Su polla lo hacía a todas horas.

F antase ó sobre una libe ración próxima y contunde nte .


Tanto como lo se rían las pie rnas de la muñe quita que Ast
le proporcionase . I maginó mil y una combinacione s
ace rca de su aspe cto. S abía que no le de ce pcionaría; su
amigo conocía sus gustos a la pe rfe cción y sabía cómo
funcionaba aque llo. Lo me jor para e l me jor. Y punto.

La cre ó e n su me nte , a su image n y se me janza —pobre


Eva, con lo bien que hubiese quedado si le hubieran dejado meter
la mano en el boceto—. Luc odiaba su ange lical pe lo rubio,
así que e lla se ría more na, con una me le na tan oscura que
hicie se palide ce r sus corazone s. O diaba sus be atíficos
ojos azule s, así que los de e lla se rían más ne gros que la
noche . O diaba la apare nte fragilidad de su e xce lso
cue rpo, así que se ría rotunda y curvilíne a.
S e ría lo que e ra é l por de ntro, la auté ntica re alidad
oculta por una mie rda de chasis de cursis connotacione s
re nace ntistas. Sí, a su imagen y semejanza, sonrió.

Y si no lo e ra, le importaba muy poco. Por é l, como si


e staba calva, coja, manca y cie ga. Le valía cualquie ra,
con tal que se abrie ra pronto de pie rnas.

S e re lamió, y un brillo nacarado cubrió sus labios,


mie ntras los ojos chispe aban de anticipación de sde las
pupilas hasta e l párpado. S us alas e staban te nsas otra
ve z, y no e ran la única parte hinchada de su anatomía.

—Tre s días —le dijo a un abstraído Be l que , cansado


de que e l je fe no le hicie ra caso, jugue te aba con una pipa
de opio fre nte a é l—. Le doy tre s días a e se bastardo para
que vue lva. Y si no lo hace , que se pre pare .

*****

David conte mpló e l surco e spumante que las hé lice s


de jaban a su paso por e l Mississippi e l lune s al me diodía.
Una auté ntica de gustación criolla con música e n dire cto
le s aguardaba e n e l inte rior de la cabina, pe ro le gustaría
que darse un poco más allí, e n la sole dad de cubie rta,
obse rvando e l pacífico arrullo de l agua.
J ode r. Malditos órganos se nsoriale s humanos. Dos
me se s ante s se habría e stado dando cabe zazos contra e l
trono por darle importancia a una ridicule z tan grande
como la be lle za plástica. De he cho, dos me se s ante s,
Astaroth no habría cambiado la ocasión de e char un bue n
polvo por la ocasión de se mbrar ilusión e n los ojos de una
jove ncita e spañola.

Estaba claro que muchas cosas habían cambiado


de sde e ntonce s. Él había cambiado.

El caudal de l Mississippi continuaba su le nto y fangoso


de sce nso e ntre las dos orillas mie ntras David de jaba que
e l vie nto de prime ros de marzo se colase por los puños
de su cazadora y jugue te ara con su pe lo.

—¿Qué hace un chico tan guapo aquí solo?

S onrió cuando la voz de C harlo e se filtró e n e l vie nto


hasta lle gar a é l. S iguió apoyado e n la barandilla de
cubie rta con una sonrisa.

—¿Encontraste e l ase o?

—S in proble mas —dijo e lla, y rode ó su cintura con los


brazos—. Ha sido una fácil trave sía.
David afe rró sus manos, que re posaban sobre su
ombligo, sin de cir una palabra. Podía oír cómo un aluvión
de turistas de sbocados come nzaban a tomar asie nto e n
e l come dor inte rior.

No había e stado tan asustado de sde aque lla


ocasión, allí arriba, e n que Lucife r le e spe ró ante s de irse a
dormir y le e scupió todos sus plane s como si le abrasaran
por de ntro.

Por prime ra ve z e n se is mil años, e staba fue ra de


control. S e ntía cosas que no sabía lo que e ran. C onocía
otras y no sabía por qué las se ntía.

Dolore s que nunca ante s imaginó que podría albe rgar.


Había un anhe lo que no de sapare cía, te more s que le
agarrotaban los ne rvios.

Y, por e ncima de todo, ve rgüe nza por todo lo que


alguna ve z había he cho o sido.

Había una e xtraña cosa de ntro de su pe cho que se


e mpe ñaba e n e ncoge rse cada ve z que re ía, y e so lo
martirizaba de sde de ntro. S u saliva cobraba vida propia
cada ve z que Charlotte lo agarraba de la mano, de sfilando
arriba y abajo por su garganta. Te nía ve nas que
palpitaban de forma inconscie nte e n e l cue llo, la e spalda,
los puños. S e ntía un cosquille o e spe cial e n la boca de l
e stómago cuando e lla pronunciaba su nombre , o abría los
ojos por la mañana, o le sonre ía durante e l de sayuno.

Había e mpe zado a apre ciar hasta los de talle más


bochornosos, como por e je mplo e l incohe re nte afe cto
que le había tomado a su ridículo pijama a cuadros de
hipe rme rcado. O la ilógica fascinación que le
proporcionaba la hile ra de e nvoltorios de chicle que
apare cía cada día e n su cubo de la basura. Los contaba
varias ve ce s al día, y si e ncontraba alguno nue vo, corría
e n busca de sus labios, sabie ndo que le re cibiría e l sabor
de la fre sa ácida.

Acarició las manos que se apoyaban e n su vie ntre .

—Tal ve z de be ríamos e ntrar —la voz fe me nina lle gó


amortiguada por sus ropas.

David se giró y la acunó e ntre sus brazos, con los


me chone s castaños re volucionados por e l vie nto
agitándose bajo su me ntón.

—Sí, vamos —suspiró.

Pe ro ninguno de los dos se movió. Charlotte se re torció


pre ocupada.

—Estás bie n, ¿ve rdad? Vas a e star bie n… —no supo si


lo pre guntaba o si se lo e staba afirmando.

—C laro que sí —la tranquilizó, mie ntras su me nte se


pe rdía de nue vo.

No, no lo e staba. Podía jugar a se r un humano cuanto


se le antojase , pe ro al final de l día la re alidad sie mpre e ra
la misma. Podía hace r como que nada malo ocurría, o
aguardar la irracional e spe ranza de que , e n ve rdad, nada
malo te ndría por qué ocurrir. Podía que re r cre e rlo, pe ro
sabía que no de bía hace rlo.

No había nada que impidie se a Luc dar con é l, y


e staba se guro que no iba a te ne r un dulce comité de
bie nve nida a la pue rta cuando e so suce die se . Porque e ra
un puto ánge l C aído, no un humano. Porque había
de sobe de cido a su je fe con un de scaro sin pre ce de nte s. Y
porque acababa de re nunciar a la e te rnidad por una
humana.
Capítulo XVII

El marte s tre s de marzo había unas de slucidas nube s


opacas e ncapotando e l cie lo sobre Nue va O rle ans. C omo
si aún pe rdurase la re saca de l Mardi Gras, sus habitante s
pare cían igual de de primidos que e l clima; S aint C harle s
Ave nue e staba casi vacía, y una inusual aura gris invadía
la ciudad.

Era raro ve rla así, pe ro C arlota sospe chaba que no


e ra sino una de las múltiple s caras de la capital que aún
le que daba por de scubrir.

Re corrió los últimos me tros hasta la mansión con una


e stúpida sonrisa e n la cara. Ve nía de l Wal—Mart más
ce rcano, y ya podía conside rarlo su se gunda casa.

La vida e s be lla cuando e ncue ntras a tu disposición


yogure s de los sabore s más e xóticos a e se lado de l
Atlántico, tarje tas pre pago para re cargar e l móvil —su
madre aún se tiraba de los pelos por su culpa— y un agradable
de pe ndie nte de trás de l mostrador. Y chicle s de fre sa
ácida, por supue sto. No sabía por qué pe ro, de sde que
había de cidido que darse e n Nue va O rle ans, había
re tomado su vie jo vicio de darle a la mandíbula con
fre ne sí. No fue hasta que lo hizo que se dio cue nta de por
qué lo había de jado.

Pablo de cía que e ra un hábito de furcias.

Pue s le podían jode r a Pablo, una y otra ve z, porque


e lla mascaba chicle , practicaba se xo duro con un
e ncantador de monio y vivía e n una ciudad chunga. Y e ra
conde nadame nte fe liz con su nue va vida.

Pe ro la vida pue de de jar de se r be lla de un se gundo al


siguie nte .

C uando cruzó la pue rta de casa, la voz e ncole rizada


de David lle gó hasta e lla. Una se gunda voz, proce de nte
de la sala de e star, tambié n re tumbó e n las pare de s. S u
corazón se saltó un latido.

Había pre fe rido no pe nsar e n lo que se le s ve nía


e ncima, sobre todo porque David pare cía tan se guro de sí
mismo que e ra imposible no contagiarse de su confianza.
S i é l de cía que todo saldría bie n, podía bajar Dios e n
pe rsona a lle varle la contraria que e lla sabría e n qué
bando e star.

Pe ro ahora que e sa voz furiosa tronaba e n sus oídos,


ya no e staba tan se gura.

S e ace rcó sin re spirar y de puntillas a la pue rta


e ntornada. Todos sus se ntidos e staban activados,
dispue stos a hace r sonar las alarmas si se e ncontraban
con Él. Lucife r.

Dio un paso más y e scrutó por la re ndija. Re spiró


aliviada.

Era I zaak. O como de monios se llamase . Hablaba tan


poco —y mucho menos con ella—, que e ra imposible
re conoce r sus gritos. S abía que e staba e nfadado con e l
mundo, como si guardara re ncor a todos los mortale s,
porque no había más que ve r su pe re nne ge sto hosco
para darse cue nta. Lo que nunca cre yó e s que lo oiría
vocife rar así.

—¡Has pe rdido e l juicio! ¡Nos vas a conde nar a todos!

David, e n cambio, pare cía más calmado, aunque una


ve na palpitaba e n su sie n y te nía los die nte s apre tados
con firme za.

—No te consie nto que me hable s así. No de be rías


olvidar quié n e re s y qué hace s aquí, Pruslas —le
re pre ndió, apuntando hacia é l con un vaso de whiske y.

—¡Por supue sto que no lo olvido! ¡El que pare ce que sí


lo ha he cho e s uste d, mi señor! —sus palabras iban
cargadas de tanta ironía que pare ció vomitarlas con asco.

—C állate —sise ó David—. Charlotte e stá a punto de


lle gar.

C harlie se parape tó e n e l hue co e ntre la pue rta y la


pare d y continuó su e spionaje sin atre ve rse a pe stañe ar.

—Ah, claro. La humana —I zaak se palme ó los muslos.


S us cabe llos, de un amarillo pajizo, le re cordaron a
C arlota a uno de los niños de l maíz y tiritó sin que re r—.
S e me olvidaba que todo e sto e s por la humana. ¡La puta
humana!

David se abalanzó sobre é l con los ojos, ne gros, fue ra


de sus órbitas.

—S i e n algo apre cias tu vida —masculló agarrándolo


por e l cue llo—, no se te ocurra volve r a insultarla, ¿me
has e nte ndido?

—S i e n algo apre cio mi vida —re pitió é l con la voz


e ntre cortada y los carrillos amoratados—, no me va a
se rvir de mucho cuando ve nga Luc y acabe con todos
nosotros.

David lo soltó.

—Eso no va a pasar —dijo con la boca pe que ña. Más


pe que ña de lo que a C arlota, y se guro que a I zaak
tambié n, le s hubie ra gustado.

—C laro que va a pasar —e l sie rvo se masaje ó la


garganta, donde aún había hue llas de la mano de su
se ñor.

C harlie vio e n e l ge sto e le gante de David al


aristócrata que e staba acostumbrado a se r allí abajo.
—Yo me ocupo de e so. Pue de s e star tranquilo, no
de jaré que os pase nada a ninguno de los tre s.

I zaak me ne ó la cabe za. Te nía una e xpre sión tan


re se ntida que nada de lo que su amo dije ra se rviría gran
cosa.

—Aún no lo e ntie ndo, mi señor. J uro que no lo e ntie ndo.


¿Por qué todo e sto? ¿C uál e s e l obje tivo final? S i lo que
pre te ndíais e ra que se tirara por la ve ntana para
lle városla con vos, como todas las de más, ya habé is
te nido tie mpo suficie nte para conse guirlo y…

C arlota no e scuchó más. Las bolsas se e scurrie ron de


sus de dos y, con una mano de lante de su boca abie rta,
para obligarse a sí misma a no gritar de te rror, e chó a
corre r hacia la pue rta.

*****

David e staba a punto de e xigir sile ncio cuando vio la


silue ta de Charlotte corrie ndo de se spe rada por e l jardín.

—¡Maldita se a!

De jó cae r e l vaso, que rodó por la me sa y lue go se


e stampó contra e l sue lo. S e quitó a Pruslas de de lante de
un e mpujón y salió tras e lla.

I ba a e nte rrar e l puño e n la cara de su asiste nte e n


cuanto te rminara con e se asunto, pe ro prime ro te nía que
e ncontrar a C harlo e y aclararlo con e lla. Tambié n se ntía
unas ganas impe riosas de e nte rrar e l puño e n su propia
cara.

—¡Charlotte , para!

No le hizo caso. Ni siquie ra se dio la vue lta para


mirarle .

David contrajo su he rmoso rostro e n una mue ca de


dolor y arre pe ntimie nto. Al fin y al cabo, de lo único que
se le podía acusar a Pruslas e ra de habe r abie rto la
bocaza a de stie mpo, pe ro e l culpable re al e ra é l y sólo é l.
Bue no, é l y todos sus he rmanos.

No podía de volve rle s la vida a todas las muje re s


inoce nte s de las que se había aprove chado, pe ro de una
cosa e staba se guro; ya que no podía re ctificar sus
e rrore s, iba a e ncargarse de que e stos no volvie ran a
re pe tirse nunca.

Ace le ró a travé s de l jardín, mie ntras C harlo e daba


ya la vue lta a la e squina. S e habría se ntido orgulloso por
su agilidad si no hubie se e stado tan pre ocupado por
pe rde rla. Te nía que de te ne rla y aclarar las cosas. No
podía de jar que e lla pe nsara de é l toda e sa sarta de
barbaridade s que de bía de e star pe nsando.

La vio tambale arse junto a una farola y aprove chó su


de sliz para corre r a fondo hasta alcanzarla. Lo logró
cuando ya e staba ce rca de Louisiana Ave nue .

—¡Charlotte ! ¡Espe ra, maldición!

La agarró por e l brazo, inmovilizándola. O e so cre ía,


porque e lla no de jó de patale ar ni siquie ra cuando le
rode ó la cintura.

—¡Sué ltame ! ¡No te atre vas a tocarme !

—¡Espe ra, por favor, de ja que te lo e xplique !

Charlotte le propinó un puñe tazo e n e l pe cho. David


nunca imaginó que habría tanta fue rza e n un cue rpo tan
de lgado, pe ro e sta ve z no pe rmitió que se e scaque ara.
Ante s que se lanzara a la carre ra de nue vo, la e nvolvió
con sus brazos y la le vantó de l sue lo.

—¡¿Q ué coño cre e s que hace s?! —e lla se puso furiosa


—. ¡Bájame , imbé cil! ¡No quie ro que me toque s!
—Vas a de jar que te lo aclare quie ras o no —masculló
é l con voz fría—. Y si é ste e s e l único modo de
conse guirlo, lo haré .

Re sultó provide ncial que ape nas hubie ra transe únte s


e n la calle . De no se r así, e ntre sus gritos y aspavie ntos
ya habrían re cibido la visita de un par de age nte s de
policía.

—¿Q ué coño quie re s e xplicarme ? —lágrimas de rabia


inundaban sus me jillas y David quiso se cárse las a be sos
—. ¿La forma e n que voy a morir? ¿O e l modo e n que lo
hicie ron las otras?

Le dolió su e nfado, pe ro le dolió aún más la ve rdad.


No había mane ra de hace r como que todo e ra me ntira.
E l hey, chérie, todo ha sido una broma de Pruslas, no le hagas
caso, no te nía cabida allí. Te nía razón y lo sabía.

—Escúcha me , petite —dijo e n un rue go—. No pue do


pre te nde r quitarle importancia porque la tie ne , igual que
no pue do e ngañarte y de cirte que nada de e so ocurrió
porque no e s así.

Tal ve z no e spe raba su arranque de since ridad,


porque se de tuvo e n se co. S u pe cho aún e staba agitado y
los carrillos se guían e mpapados, pe ro al me nos ya no le
golpe ó más.

David inspiró hondo.

—Es cie rto todo lo que has e scuchado —pronunció


tragando saliva—. Pe ro tambié n lo e s que yo nunca haría
algo así contigo, chérie. Nunca —re pitió, tomando su rostro
e ntre las palmas—. Te lo juro. Ere s todo para mí.

Charlotte apartó la vista asque ada. Aún te nía


lágrimas e n los párpados y su ge sto de de sconfianza
hacía que e l nudo e n su inte rior se e ncogie ra todavía
más.

—¿Y por qué te ndría que cre e rte ? —pre guntó con
dificultad.

David se lle vó una de sus manos a los labios.

C e rró los ojos y aprisionó su fre nte contra la suya.


Podía se ntir la re spiración e ntre cortada de C harlo e
sobre su nariz. Podía se ntir cómo le trotaba e l corazón
junto a su pe cho.

—Porque a ti te quie ro —dijo al fin, y nunca e n se is mil


años se había se ntido tan bie n—. Porque tu vida e s algo
mucho más valioso para mí que la mía.

Abrió los ojos para buscar los suyos y los e ncontró


lle nos de sorpre sa y e moción. Pre sionó los labios con los
suyos y la atrajo más ce rca de é l.

La be só con te rnura y con más se guridad de la que


había se ntido nunca e ntre sus brazos, pe ro e lla los
se paró y se pultó e l rostro e n la curva de su cue llo,
buscando la suave pie l con los labios.

—Y yo a ti… Te quie ro… Yo tambié n te quie ro,


David…

Estaba ansiosa y be saba cada rincón de su rostro con


ansie dad.

—Yo tambié n te quie ro… Te quie ro, David —no


paraba de de cir, con los ojos ce rrados.

Él se de jó hace r, e nvue lto e n una nube de abandono.


Había come tido tantos e rrore s que aún no se podía cre e r
un castigo tan maravilloso como e l amor de C harlo e .
Te nía que habe r una trampa. Te nía que habe rla.

—Llé vame a casa —suplicó e lla.


No le costó ningún e sfue rzo complace rla; e l se ntía la
misma angustia por e star con e lla. Era como una
montaña rusa de place r y dolor que aume ntaba de
ve locidad e n cada curva y ame nazaba con e stre llarlos a
los dos. S abía que no habría un final fe liz para e llos y, a
pe sar de todo, no podía se guir ade lante y de jarla partir
sin más. Había algo morboso e n todo aque llo, e ra una
obse sión de moníaca de la que no se podía de shace r.

Probó las lágrimas que re sbalaban por las me jillas


de Charlotte mie ntras la be saba, de camino a casa. S abían
amargas, como una me zcla e xtraña de sangre y polvo.

Apartó la ve rja de un e mpujón mie ntras con la otra


mano suje taba las cade ras de su muje r y la be saba
compulsivame nte por e l jardín. Al e ntrar e n la mansión,
vio de re filón a Pruslas, que los conte mplaba indignado
de sde e l pasillo hacia e l salón.

—Apártate de nue stro camino —de spe gó los labios de


la boca de Charlotte para pode r hablarle y, cuando lo hizo,
su voz sonó e nronque cida por e l de se o y la ira—. Y no se
te ocurra volve r a abrir la boca.

Ella tiró de las solapas de su chaque ta y se dio prisa


e n subir las e scale ras hasta e l dormitorio, trope zando con
cada e scalón. S u sangre se re be laba contra la costura de
los pantalone s y le hacía aún más difícil pe nsar con
claridad.

La de jó cae r sobre la cama con una maniobra limpia, y


se de rrumbó sobre su cue rpo a continuación. Le hizo e l
amor a la muje r que amaba hasta que e l place r los ce gó a
los dos y le s impidió pe nsar e n lo ingrato de su situación.

C ada ve z faltaba me nos para que e l infie rno se


de satara sobre la cabe za de ambos por su culpa y é l cada
ve z la que ría más.

Jode r, ¿qué había he cho?

*****

C uatro días. C uatro infe rnale s días de su vida había


malgastado Pablo buscando la casa de e se maldito infe liz
por toda Nue va Orle ans.

¿Y todo para qué ? Para ve rlos a los dos montar una


e sce na de peep show e n mitad de la ace ra cuando al fin la
e ncontró. S i hubie se logrado e scuchar lo que se e staban
dicie ndo, no le cabía la me nor duda de que te ndría
pe sadillas e l re sto de sus días. Lue go, se habían ido
arrastrando hasta e l inte rior de e sa e norme casa como
un par de gatos e n ce lo y no le s había vue lto a ve r.

Eran casi las nue ve de la noche y no había habido


movimie nto alguno de la ve rja.

Pablo se apoyó e n los matorrale s para ve r me jor y


tragó saliva al re cordar cómo C arlota le había e chado los
brazos al cue llo a e se matón y lue go le había e ntre gado
los labios como si le ardie ran. Me nos mal que a e sas
horas ape nas había habido ve cinos por las calle s, porque
había pare cido una fre sca sin re putación. S i hubie ra
e stado con é l, jamás le habría pe rmitido un de rroche
se me jante e n público.

Aunque , y e so fue lo que más le mole stó, cuando


habían e stado juntos, e lla nunca había dado mue stras de
que re r comportarse así con é l. Todo había sido limpio y
fácil e ntre e llos. C omo las cosas de bían se r. Nada de
ataque s de histe ria ni de mostracione s de e rotismo
e xplícito al aire libre , como si no fue se más que
una… loca.

Arrancó una rama de e ne bro y la pisote ó hasta


re ducirla a polvo ve rdoso. Ahora que e staba tan ce rca,
que la había e ncontrado al fin, se ntía que nunca ante s la
había te nido tan le jos. Y dolía como un rayo.
S u amor por e lla no había de cre cido ni un átomo
de sde e sa ide a absurda de la ruptura. Todo lo contrario;
había se guido aume ntando conforme pasaban los días y
la ve ía atrave sar cada mañana e l portón de la facultad.
S ie mpre e staba aún más guapa que e l día ante rior, si e s
que e so e ra posible , y su corazón come nzaba a latir con
furia por e lla. ¿De ve rdad cre ía que se ría capaz de vivir
sin e lla te nie ndo que pre se nciar a diario e l brillo de sus
ojos y de su sonrisa?

Había pasado noche s e nte ras soñando con su futuro


juntos, e l mismo que había de line ado a la pe rfe cción
durante su re lación. S e imaginaba lle gar a casa todas las
tarde s de sde e l trabajo y e ncontrarla jugando con sus
hijos, ponie ndo la me sa, o dándole e l pe cho a un be bé .
S ie mpre con e se brillo e spe cial e n sus pupilas, como si no
hubie ra e n e l mundo un lugar más e ncantador que su
hogar y sus pe que ños.

En cambio, de sde que habían e ntrado e n la maldita


Nue va O rle ans, se había pue sto a cantar e n karaoke s, a
salir con de sconocidos con pinta de narcotraficante s y a
come te r locuras de adole sce nte lujuriosa.

Era ve rgonzoso.
Y e l vaso lo había colmado e l soe z e spe ctáculo de e sa
mañana.

Era re pulsivo.

Al me nos los había e ncontrado, y e so ya e ra todo un


logro de spué s de los malabarismos que había te nido que
hace r. La búsque da había re sultado mucho más comple ja
de lo que había imaginado e n un principio; e ra como si e l
tal David White nunca hubie se e xistido. Había millone s de
tipos con su mismo nombre a lo largo y ancho de todo e l
e stado, pe ro ninguno e ra e l David W hite que é l buscaba.
El mismo al que le e ncantaría partirle las pie rnas.

Ya casi había pe rdido la e spe ranza cuando, e sa


misma mañana, uno de los amiguitos de l infe liz se había
cruzado con é l a la altura de Magazine S tre e t, sin
re conoce rle . I ba tan e nsimismado mirando e l paque te
e nvue lto e n ce lofán azul que cargaba e ntre las manos,
que ni siquie ra había te nido que disimular. El re sto había
e stado chupado. Sólo tuvo que se guirle hasta que , voilá. El
3100 de S aint C harle s Ave nue . Ahí e ra donde se e scondía
la comadre ja.

Pablo se re clinó sobre la ve rja de hie rro.


No le había gustado nada e l circo de nigrante que
había te nido que pre se nciar al me diodía, pe ro te nía
inte nción de apostillarse allí hasta ave riguar qué había
pasado y por qué C arlota se comportaba de un modo tan
e xtravagante y díscolo. Te mía por e lla, y no iba a corre r
e l rie sgo de de jarla sola ni un se gundo, aunque e l imbé cil
de W hite la lle vase con é l a todas parte s como un pe rrito
falde ro.

S i algo malo le suce día, se ría e l prime ro —y estaba


seguro que el único— e n e charle una mano.

No se iba a re ndir así como así.


Capítulo XVIII

—¡Trae e l fue go!

Luc re sopló y una bocanada de alie nto calie nte y


sulfúrico abandonó su boca. Para de sgracia de sus fans
no e scupía fue go, ni bilis, ni ácido, pe ro e l e fe cto e ra igual
de mole sto.

V io a Lily abandonar e l salón a toda prisa y re gre sar


de spué s con la bande ja de plata e ntre las manos, sus pie s
volátile s dando pasos cortos y rápidos que re volvían la
e nagua ne gra. Be l la miraba e mbe le sado, o más bie n
cachondo pe rdido, pe ro e se día no e staba de humor ni
siquie ra para lanzarle unas cuantas pullas ace rca de su
pue ril fijación por la he mbra.

Q ue ría la cabe za de Ast e n una bande ja, e xactame nte


igual que la que Lily le ace rcaba e n e se instante . S u
sangrante cue llo re posando sobre la supe rficie de me tal,
los ne rvios de scolgados e n torno a las asas, sus ojos
abie rtos vue ltos de l re vé s. Y, de paso, e l vie ntre de
Salomé contone ándose para é l.

A e sas alturas, ni siquie ra He rodías habría e stado tan


e nfadada como é l.

—V oy a de scuartizar a e se infe liz e n cuanto lo atrape


—masculló.

Be l se se ntó e n e l re posabrazos de su trono con un


ge sto de compre nsión.

—De be ría de fe nde rle —anunció con sole mnidad.


Lue go se e ncogió de hombros—, pe ro no me re ce la pe na.
Esta ve z de jaré que se las apañe solito.

Lucife r agrade ció e l apoyo. No e ra e l único allí con


ganas de pate ar e l de moníaco culo de Astaroth. En los
últimos tre s días, e l Archiduque se había ganado la
de sconfianza y antipatías de una bue na parte de l piso de
abajo. Lo que hacía dos me se s e ran un he cho
impe nsable , se había conve rtido e n una re alidad
consumada; Ast e ra la nue va ove ja ne gra de l Infie rno.

—Encie nde e l fue go, Lily.

La pe lirroja obe de ció sus órde ne s con una le altad


sumisa y pasó sus palmas por la supe rficie , con la le ngua
e ntre los die nte s y e l ce ño fruncido por la conce ntración.
Una llama de tonos azulados brotó e n e l ce ntro de la
bande ja plate ada. Pre nde rla le robaba casi toda su
e ne rgía, pe ro e n e sta ocasión su uso e staba más que
justificado.

Te nía que sabe r dónde De monios se había me tido


Astaroth y qué e ra lo que e staba hacie ndo. La e xiste ncia
de todos allí abajo de pe ndía de e llo.

—Aún no me pue do cre e r que se a tan imbé cil —


Be lze buth re funfuñó a su lado—. Ni siquie ra a mí se me
ocurriría come te r un e rror tan atroz. Es e l colmo de la
e stupide z.

—C állate , Be l —e l Empe rador inte rrumpió sus


prote stas con una mirada furiosa—. Ya he mos e spe rado
suficie nte . El cabrón no va a apare ce r, así que e s hora de
hace rle e nte nde r que no e s é l quie n manda.

Lily sostuvo la bande ja de lante de sus fie ros ne gros


e n e l más absoluto sile ncio. Luc re primió un
e stre me cimie nto cuando sintió la prime ra corrie nte de
e ne rgía abandonar su cue rpo y colarse e ntre las llamas.
Echar una oje ada e n e l piso de arriba me rmaba sus
fue rzas hasta de jarlo más dé bil que e l soprano de Gabrie l
e n una conve nción de be le nistas.

—Te n cuidado, Luc —la voz de Lily le lle gó como un


ale rón al que suje tarse e n ple na C aída. S u instinto
prote ctor lo conmovía—. Hazlo de spacio.

Trató de re fre narse ante e l se gundo impacto de la


e ntropía, pe ro e l impulso de de scubrir de una maldita ve z
las artimañas de Astaroth e ra tan grande como
irre fre nable s sus ganas de abrirle la cabe za a puñe tazos.

Arrogante de los cojone s. C uando te rminara con é l,


iba a de se ar no habe r nacido; mucho me nos habe r
de sobe de cido al pode r más grande que había e xistido
jamás.

S u cue rpo e mpe zó a convulsionar. El fue go azul se


avivó para é l, abrié ndose ante sí con la misma dulzura
que las aguas de l mar Rojo ante Moisé s o que las pie rnas
de una virge n ante Satanás. A gusto de l consumidor.

S e te nsó ante la proximidad de las imáge ne s, y sus


músculos se acalambraron cuando é stas al fin lle garon.

Maldito ignorante .

Las pupilas de Luc, dilatadas, conte mplaron e ntre


humo y ce nizas todo aque llo por lo que su más fie l
se guidor, su amigo más pre ciado, había de libe radame nte
de sobe de cido sus órde ne s, se había e nfre ntado a tre s
cuartos de la población de l ave rno —los niños del
Purgatorio no eran mayores de edad, así que no tenían derecho a
voto—, y había tirado por e l re tre te toda su voluntad.

Una muje r. Una insignificante , anodina y simple muje r.


Pre ciosa, sí, pe ro humana al fin y al cabo. Una muje r que
re cibía de las manos de su compañe ro un paque te
e nvue lto e n ce lofán añil, con un brillo chispe ante e n los
ojos y una sonrisa de pícara impacie ncia e n los carnosos
labios. Las ondas castañas e nmarcaban su rostro,
de finido por un par de inme nsos ojos como e l ámbar
fundido.

La muje r miró a travé s de é l, sin ve rlo, y e l mie mbro


de Luc palpitó bajo e l faldón con rabia.

No sabía por qué , pe ro algo le de cía que é se no e ra, ni


mucho me nos, e l souvenir que Astaroth había e le gido para
é l. El bastardo te nía de masiado bue n gusto. Tanto, que e l
re galito que le lle vara a su se ñor no iba a se r capaz de
supe rar al que había e scogido para sí mismo.

No importaba si la muje r con que Ast te nía inte nción


de obse quiarle e ra guapa o fe a, rubia o more na, cándida
o vipe rina. No importaba si pe nsaba re gre sar al hogar
e se mismo día o tre s me se s de spué s. No importaba si su
caprichito se e ntre gaba fe liz a su de stino o si oponía
re siste ncia.

No importaba porque no iba a tomarla. No la que ría.


Que ría a otra.

A la chica que e staba con Ast. S us grue sos labios


ce rnié ndose e n torno a su glande pulsante , las de licadas
manos e xplorando cada poro, e l brillo traslúcido de l
ámbar filtrándose e ntre sus me chone s re vue ltos.

I ba a hace r lo que fue ra, cualquie r cosa, con tal de


conse guirla.

*****
—¿Qué e s? ¿Qué e s? ¿Qué e s?

C harlo e sacudió la caja junto a su oído y e ntre ce rró


los ojos, como si así le re sultara más fácil adivinar su
conte nido.

David, se ntado con indole ncia e n e l otro e xtre mo de l


sofá, sonrió.

—Ábre lo de una ve z. Me e stás ponie ndo ne rvioso con


tanto pre liminar —farfulló.

A pe sar de sus que jas, e staba e ncantado con la


e xpre sión de ilusión casi infantil que invadía sus ojos. De
habe r sabido que un simple de talle iba a producir
se me jante e fe cto sobre e lla —y sobre sus atentos y
excitables nervios, todo hay que decirlo—, le habría e ncargado
a Danie l mucho ante s una visita a Magazine Stre e t.

Gruñó de de se spe ración cuando C harlo e come nzó a


de spe gar e l ce lo con un cuidado insoportable .

—Trae aquí —orde nó, mie ntras una de sus manos


volaba ya e n dire cción al paque te e nvue lto e n ce lofán
azul—. Ya lo abro yo…

Ella se apre suró a arre batárse lo de nue vo.


—No, no, no. Es mío y lo abro yo. C omo y cuando
quie ra. Ade más —sus dulce s rasgos se inte nsificaron
cuando lo miró, travie sa y acusadora—, e s dive rtido
ve rte pe rde r los pape le s de ve z e n cuando.

David volvió a gruñir. S i no rasgaba ya e l e nvoltorio,


no iban a se r sólo sus pape le s los que salie ran
disparados. Tambié n sus pantalone s y su ropa inte rior
corrían un grave pe ligro.

—Chérie, cré e me , cuanto ante s ve as lo que hay de ntro


de e sa caja, me jor lo vamos a pasar los dos… —
me ncionó con voz e strangulada.

—Por un lado, me mue ro de ganas de sabe r qué e s


e so tan miste rioso —sope só e lla—. Pe ro, por otro… e s
re alme nte dive rtido ve rte sufrir —re conoció con una
sonrisa.

Lo que no fue tan dive rtido fue e l golpe que David le


propinó con e l cojín de l sofá, que rodó por e l sue lo hasta
de te ne rse bajo la ve ntana.

—¡Au! —chilló e lla, y su grito habría sido e scalofriante


si la risa no lo hubie ra amortiguado—. ¡Por favor, no! ¡C on
un cojín no! ¡No cre o que sobre viva!
David no aguantó más. S e adue ñó de l re lucie nte
paque te y é l mismo se e ncargó de rasgar e l e nvoltorio, a
pe sar de las prote stas de C harlo e ace rca de no sé qué
normas implícitas sobre los re galos.

—Toma —le te ndió la caja, de fino cartón blanco, con


un e stilizado movimie nto de la muñe ca—. Por todos los
Infie rnos, ábre lo de una maldita ve z.

Ella conte mpló e n sile ncio e l logo impre so e n la tapa,


con e l ce ño fruncido y la vista fija e n e l dibujo de una
muje r de snuda con aspe cto de prostituta de la Be lle
Époque sobre las le tras House of Lounge. David supo que
e staba pre guntándose dónde había visto ante s e sa
image n por la forma e n que e ntre ce rró los párpados.

S in le vantar la mirada, afe rró ambos lados y e mpujó


hacia arriba. S e que dó boquiabie rta cuando conte mpló e l
inte rior, y e l corazón de David palpitó al unísono con su
mie mbro.

La última ve z que había visto e l e ncantador conjunto


de le nce ría ne gra re posaba sobre un maniquí de plástico
y sin cabe za de Magazine S tre e t. C harlo e parlote aba de
e spaldas a é l, la misma tarde e n que las acompañó a e lla
y a sus amigas de compras por la ciudad. S i ya e ntonce s
la te mpe ratura de su cue rpo había subido varios grados
al imaginarla con é l pue sto, ahora su pie l corrió e l rie sgo
de e ntrar e n combustión e spontáne a.

S e aproximó a la sie n de C harlo e , que miraba e l


bustie r y e l ligue ro con un rubor impacie nte e n las
me jillas.

—He soñado con e ste mome nto de sde aque lla tarde
e n Magazine Stre e t —de positó un be so volátil e n la suave
pie l junto a la ore ja—. He pe nsado e n arrancarte la
pe dre ría con los die nte s y de sgarrar la se da con una sola
mano cada día y cada noche .

Los hombros de Charlotte tiritaron bajo e l e fe cto de su


voz ronca. Lo único que consiguió con e llo fue que sus
pantalone s le apre taran todavía más.

—Me he pue sto cachondo con e sa image n, me he


masturbado con e lla y me he corrido con e lla no pue do
de cir cuántas ve ce s. He gritado al imaginar tu pre cioso
cue rpo de snudo cubie rto sólo con e sto —C harlo e ce rró
los ojos e inclinó la cabe za hacia atrás, se ducida por la
hipnosis de sus palabras. S us uñas se afe rraban a las
pinzas de l ligue ro—. No pue do e spe rar para darle un
mordisco a e sta manzana…
S abía que e lla disfrutaba de sus jue gos e róticos
particulare s tanto como é l, de lo contrario nunca se
habría atre vido a hace rla participar e n ninguno, pe ro lo
que no sabía e ra que e lla disfrutaba aún más que é l, a
juzgar por e l brillo malicioso de sus pupilas dilatadas.

—Lame nto de cirte e ntonce s que tu tortura no ha


he cho más que e mpe zar. S ube arriba —orde nó con los
ojos de se nfocados—. Te alcanzo e n un minuto.

David gimió, pe ro obe de ció sus órde ne s. El minuto se


le hizo e te rno mie ntras de cidía si se quitaba la ropa, se la
de jaba pue sta, se que daba de pie o la e spe raba sobre la
cama. S e me só e l pe lo rubio varias ve ce s, apartándose lo
de la cara. Para e l mome nto e n que oyó pasos e n las
e scale ras ya se había plante ado bajar corrie ndo a
buscarla y cargarla de snuda e ntre sus brazos si e ra
pre ciso.

S us pie rnas re posaban e ntre cruzadas sobre e l


colchón y su e spalda se apoyaba e n e l cabe ce ro cuando
C harlo e apare ció bajo e l umbral, con e l pe lo sue lto, las
minúsculas cue ntas de ste llando sobre la se da ne gra y los
tirante s de l ligue ro balance ándose sobre su pie l.
De scalza y sin me dias, e ra como una cabare te ra de
Bourbon S tre e t, pícara e inge nua, que acababa de
te rminar su función.

S ólo que , e n e ste caso, e l e spe ctáculo no había he cho


más que come nzar.

David tragó saliva y se pasó la le ngua por los labios,


comprobando que ni siquie ra e so podía acabar con su
se que dad.

—Ve n aquí —le dijo, y se sorpre ndió de que su boca


pudie se e mitir sonido alguno.

C harlo e ne gó con la cabe za y las ondas castañas de


su me le na se me ne aron con e lla, y e nre dándose con las
pe rlas de l ce ñido bustie r. David ce rró los ojos.

—¿S abe s? —come nzó, y é l se pre guntó e n qué


mome nto de la tarde su voz se había agravado tanto—.
Te agrade zco e l re galo. En una ciudad como é sta, donde
las muje re s se quitan la ropa con tanta facilidad, e s bue no
te ne r un aliado como é ste —pe llizcó e l e lástico de las
diminutas bragas con de scuido— para que tú no vayas e n
busca de ninguna de e llas.

El gruñido masculino sólo contribuyó a que aume ntara


e l calor e n la habitación. David podía se ntir cómo la
oscuridad se ce rnía sobre é l cuando e lla puso un pie e n e l
inte rior de la e stancia, a paso le nto y provocativo.
C uando hincó una rodilla sobre la colcha y gate ó hasta é l
con los movimie ntos fe linos de una pante ra, tuvo que
hace r un e sfue rzo diabólico para no abalanzarse sobre
e lla.

—Q uie ro… que te lo quite s… —llorique ó, mie ntras


se ntía que su aroma lo e mbargaba más y más y la
suavidad de su cue rpo húme do se aproximaba a travé s
de la e norme cama.

Ella se limitó a sonre ír y chasque ar la le ngua. David


podía ole r su e xcitación de sde donde e staba, pe ro los
músculos se le agarrotaron.

—No tan de prisa —le re gañó—. Ante s te ngo inte nción


de pasar un bue n rato a tu costa.

La ne ce sidad de gritar de place r se transformó e n una


obse sión cuando de sabrochó e l botón de sus pantalone s
y acarició e l diminuto trozo de pie l libre con su
re spiración, cálida y afrodisíaca.

—Voy a quitárme lo todo —añadió, y se mordió e l labio


infe rior—. Pe ro prime ro pie nso de snudarte a ti.

C on una le ntitud e xaspe rante , abrió la pe che ra de su


camisa. Las fibras de algodón arañaron los pe zone s de
David , que se contraje ron a su paso, mie ntras e l calor
que manaba de su inte rior sustituía a la frialdad de la
pre nda. I rguió las cade ras y los pantalone s salie ron por
sus tobillos de un solo tirón. S in la prote cción de las
costuras de l vaque ro, su e re cción saltó libre contra la
de lgada te la de los bóxe r.

—Mucho me jor —suspiró C harlo e , y su alie nto le


rode ó los muslos hasta hace rlos he rvir.

Las manos de David se guían te nsas y firme s a los


costados. Podría de rribarla de un solo ge sto y hundirla
bajo su pe so, podría lame r y mordisque ar cada
ce ntíme tro de sus se dosas curvas sin pie dad, podría
pe ne trarla sin de scanso hasta oírla suplicar, pe ro e ra
mucho más e xcitante ve rla de se nvolve rse sobre la cama
como una voluntariosa apre ndiz de zorra.

Las uñas de color coral de rraparon e n la e ntrada a su


intimidad, lle vándose con e llas la fle xible goma de los
calzoncillos. David gimió cuando e l aire voluptuoso de la
habitación e nvolvió su mie mbro agitado.

—Ahora tú… —si no se de shacía pronto de aque lla


ropa de showgirl y lo montaba con dure za, no le cabía
ninguna duda de que acabaría implorando.

La vio pone rse de nue vo e n pie , con la lige re za de un


junco. S us muslos te rsos se marcaban a cada paso e n
torno al le cho. S us ojos como la mie l re corrían la
promine nte longitud de su e re cción con e l de se o
impre gnado e n e llos, mie ntras se acomodaba e n e l sillón
junto a la cómoda. David contuvo la re spiración al ve rla
abrir de spacio las pie rnas y la soltó toda de golpe cuando
se pe rcató de l ce rco húme do e n sus bragas.

Estaba e mpapada, y su polla se mojó tambié n al ve rlo.


Los pulmone s luchaban por mante ne rle con vida a pe sar
de la taquicárdica re spue sta de sus ge nitale s.

—Por favor… —susurró. Q ué imbé cil e ra. No había


tardado ni dos asaltos e n pone rse a suplicar como un
jove ncito imbe rbe de se spe rado por pe rde r la virginidad.

Pe ro e ra así como se se ntía. S e is mil años acumulados


a sus e spaldas no pe saban nada al lado de lo que
C harlo e le hacía se ntir. Ella e ra e l auté ntico pe cado. No
sabía de qué coño hablaban los dogmas hasta que la
probó. Y re pitió. Y se re cre ó.

Los tirante s de l bustie r se de slizaron por e l hue so de


la clavícula con pe re za. S us ojos se guían fijos e n é l, como
si fue ra un sucule nto he lado de chocolate a punto de se r
palade ado. S i de ve rdad fue ra un he lado, a e sas alturas
ya no que daría de é l más que un charco de agua sucia
sobre las sábanas.

Los re donde ados pe chos de C harlo e que daron al


de scubie rto cuando de sabrochó, uno a uno, todos los
corche te s de l cie rre de lante ro. S us pe zone s se e le vaban
con la misma súplica implícita que se adue ñaba de é l, y
su inte rior se re volvió por lame rlos. El corpiño cayó al
sue lo, se guido de l pe que ño triángulo e ntre sus muslos.

El aroma a se xo impre gnó e l ambie nte , y David se


arque ó. Una corrie nte he lada rozó sus nalgas.

C uando las manos de e lla se ace rcaron al broche de l


ligue ro, un ge mido de prote sta inundó la habitación.

—No te lo quite s. Por favor.

C harlo e sonrió e hizo caso de su conse jo. David se


pre paró para e l se gundo acto con e l ansia te mblorosa de
un conde nado. Los mue lle s de l colchón e mitie ron un
que jido cuando e lla se de jó cae r sobre su cue rpo y
acomodó los rizos de su pubis justo de bajo de l ombligo.
—C re ía que las órde ne s las daba yo —dijo, con un
de je de dominación caprichosa e n la voz.

Era magnífica. Excitante . He rmosa. Apasionada. Y e ra


la muje r de su vida.

—Hazme lo que quie ras —su re siste ncia se que bró y


se abandonó por comple to a lo que e lla quisie ra darle .
C ualquie r migaja de su amor se ría ace ptada con
e ntusiasmo.

C uando lo acogió e n su inte rior, e l mundo de jó de


e xistir para é l. El cue rpo de David había apre ndido a
re accionar como un de te ctor de humos bajo su toque y
todos sus órganos confabularon para apagarse al mismo
tie mpo. S ólo que daban sus labios, su pie l, y su polla dura
de ntro de e lla.

Era una auté ntica sue rte que los De monios fue ran
e sté rile s, porque últimame nte ni siquie ra se mole staban
e n usar prote cción.

C harlo e come nzó a move rse e n círculos e ncima de


é l, como una amazona mode rna ataviada con e l ligue ro.
S u aroma se adhirió a sus fosas nasale s, golpe ándole la
razón.
—Sí, ámame , chérie. Ámame …

—C on todo mi se r —gimió e lla; sus cade ras oscilaron


más de prisa y sus pe chos botaron.

Be ndito I nfie rno. Q ue ría corre rse de ntro de e lla,


matarla de place r; morir por e l suyo propio. Sus manos se
de se ntume cie ron de re pe nte y se pre cipitaron a asir sus
cade ras. La e mpujaron arriba y abajo hasta que sus
jade os los lle varon al límite a los dos. Alcanzó su nuca
con una mano y la arrastró hasta é l, re gode ándose e n la
hinchazón de sus labios prime ro y e n la turge ncia de sus
pe zone s de spué s, mie ntras los satisfactorios sonidos que
salían de la boca de Charlotte cre cían.

C uando e l orgasmo la sacudió, David abrió los ojos


para conte mplar su cue rpo tré mulo invadido por e l goce .
Un solo vistazo a su convulsa carne le bastó para lle gar é l
tambié n a la cumbre .

La abrazó y la sostuvo sobre su pe cho hasta obligarla


a normalizar su re spiración y re pone r e ne rgías. Al fin y al
cabo, aún te nían toda la noche por de lante y é l todavía no
había visto cumplida su fantasía de arre batarle la
le nce ría con los die nte s.
C harlo e se ría su mue rte . Había asumido e sa ve rdad
e l día que de cidió que darse a su lado. Pe ro, hasta
e ntonce s, disfrutaría cada minuto con e lla, cada ge mido
de place r junto a su oído y cada movimie nto de su dulce
cue rpo sólo para é l. S e lle varía e n e l alma todas e sas
imáge ne s cuando su prolongada e xiste ncia tocara a su
fin.

Capítulo XIX

Eran las cuatro de la madrugada cuando un ruido


atrave só e l sile ncio nocturno y David se incorporó
sobre saltado. C harlo e de scansaba junto a é l, e xhausta
tras una inte nsa maratón de se xo e n la ducha, e n la
cocina, e n e l sue lo y otra ve z e n la ducha. Había cargado
su saciado cue rpo hasta la habitación de nue vo, donde se
durmió al instante , mie ntras que a é l lo sobre cogió un
e xtraño due rme ve la lle no de pe sadillas.

S ólo dos horas de spué s, agudizó e l oído para


distinguir la ociosa agitación de unas alas allí mismo, e n
e l inte rior de l dormitorio.

Había lle gado la hora. Ya e staban allí.


Lo último que que ría e ra que C harlo e se de spe rtara.
Pasara lo que pasase , no que ría que e lla e stuvie ra
pre se nte .

—¿Q uié n e re s? —susurró e n la quie tud de


madrugada. No e spe raba re spue sta, pe ro ne ce sitaba
sabe r a quié n se e nfre ntaba. Luc no podía salir de l
I nfie rno, así que lo más lógico e ra que hubie se e nviado a
cualquie ra de sus fie le s e sbirros.

—No importa e so. S al de ahí y acompáñanos —


conte stó una voz are nosa.

A David no le hizo falta e scuchar más para


re conoce rla.

—Iuve rt.

—Date prisa —fue su única pre misa.

David alcanzó sus pantalone s, arrugados sobre la


alfombra, y se los e nfundó de spacio, con cuidado de no
hace r ruido. Charlotte prote stó cuando abandonó la cama
y palpó las sábanas e n su busca.

Él contuvo e l alie nto. Te nía mie do de que sus propios y


de sbocados latidos cardíacos fue ran tan fue rte s como
para ale rtarla.

Emitió un dé bil que jido cuando no lo e ncontró. A David


se le partió e l corazón al e scucharla; jamás pe nsó que
dole ría tanto.

V olve ría una y mil ve ce s para e ncontrarla de nue vo


e n Toulouse S tre e t, acompañarla al bayou, alime ntarla
e n Mulate´s, hace rle e l amor e n la e scale ra, re galarle
collare s de cue ntas.

Re pe tiría cada se gundo a su lado, e n Bacco, e n Razzoo,


e n Magazine S tre e t, e n Utopia, e n casa, e n Bourbon
Stre e t, e n e l Lowe r Ninth Ward, e n e l coche .

En las pe lículas de cían que uno ve pasar su vida ante


sus ojos ante s de morir. De spué s de se is mil años e n e ste
mundo, los únicos re cue rdos de David que me re cían la
pe na se re montaban a las dos últimas se manas.

Apre tó los párpados con fue rza. Los pantalone s y la


camisa ya e staban e n su sitio. No había nada más que lo
atara a la habitación. S ólo e l amor de C harlo e . Y ni
siquie ra e so podría salvarlo.

Abandonó e l cuarto, tras una última mirada al cue rpo


de e lla, e nroscado e ntre las sábanas.
—Vaya, vaya, Principito —la voz burlona de Magoch
e n e l pasillo lo de volvió a la puta re alidad—. La última ve z
que te vi te nías e l culo pe gado a un trono. No e spe raba
e ncontrarte luchando como una ne na para no volve r a é l.

David se apre suró a ce rrar la pue rta. Morir a manos


de I uve rt e ra una cosa muy distinta a hace rlo a manos
de l sádico de Magoch.

—Acabe mos con e sto de una jodida ve z, ¿vale ? —le s


instó con un aristócrata suspiro de re signación. Lle vaba
tantos días e spe rando e se mome nto, que lo único que
que ría e ra que pasara e n un se gundo.

—Hay alguie n que quie re hablar contigo —inte rvino


I uve rt—. Y supone mos que ya sabe s a quié n nos
re fe rimos —agre gó con displice ncia.

*****

Hogar, dulce hogar.

Podría se r bue no se ntirse e n casa otra ve z, de no se r


porque ahora su casa e ra otra.

La be lle za e xube rante de Luc se transformó e n una


mue ca de cóle ra y asco al re cibirle e n e l salón de l trono.
El Archiduque no se de jó ame dre ntar por e lla, igual que
no lo hizo ante la se rpie nte que se e nroscaba e ntre las
patas de l sillón, ni ante la bola de fue go azulado que se
e le vaba tras é l o toda la sarta de e fe ctos e spe ciale s de
pe lícula de cie ncia ficción que había de sple gado para
hace rse notar.

A e stas alturas de la Historia, se gún qué face tas de


Luc habían de jado de llamarle la ate nción. Lo único que le
importaba e ra lo que fue se que tuvie ra que de cirle ante s
de e charle la soga al cue llo, y lo que C harlo e pe nsaría
de é l cuando de spe rtara sola e n la cama y no volvie ra a
ve rle nunca más.

—Vaya —Luc le dirigió una mirada cargada de furia—,


ve o que sólo hace falta pre sionarte un poco para que
vue lvas corrie ndo a la guarida, como una jodida
comadre ja.

Hubo un tie mpo e n e l que e l tipo de ojos ne gros que se


se ntaba con indole ncia fre nte a é l e ra su me jor amigo. En
e l que habría he cho y dado todo por prote ge r e se par de
porte ntosas alas que le guardaban las e spaldas. Ahora,
muchas cosas habían cambiado. Empe zando por é l y
te rminando por… é l.
Ahora, había alguie n e n su vida mucho más
importante que Lucife r.

—¿Que rías hablar conmigo?

Luc cabe ce ó, y e l fue go iluminó sus bucle s dorados


dándole la aparie ncia de lo que e ra; un ánge l infe rnal.

—Podría hace r alusión a la e scasa profe sionalidad que


has de mostrado durante los últimos días, o al modo tan
rastre ro y cobarde que has te nido de traicionar mi
confianza. Pe ro no voy a hace r ninguna de e sas cosas
porque , a dife re ncia de Él, yo no sue lo se r sutil.

S us ojos llame aron y Astaroth contrajo los puños e n


re spue sta. Era e xtraño volve r a se ntir e l faldón sobre su
cue rpo de snudo, así como e l cre pitar de l plumaje y e l
chisporrote o de l carbón e n sus ojos, pe ro ni siquie ra dos
me se s e n la Tie rra podrían acabar con su instinto, é se
que ardía como alcohol de nove nta grados e n pre se ncia
de una ame naza.

—Muy bie n —re solvió—. De jé monos e ntonce s de


e ufe mismos. Q ué quie re s y, sobre todo, cuánto me va a
costar proporcionárte lo.

—Eso e stá me jor —Luc sonrió con cinismo—. Ése e s e l


Ast que me gusta. Empe zabas a no cae rme simpático.

S e puso e n pie y se ace rcó con la e le gancia le tal de


una anaconda. A pe sar de sus dos me tros de e statura,
Astaroth se sintió e mpe que ñe cido a su lado.

—Lame nto habe rte ofe ndido —masculló.

Luc se limitó a e narcar una ce ja.

—¿De ve ras?

—No.

—Eso me te mía —dijo con un chasquido—. Así que


supongo que sabrás cuále s son las re glas, ¿no?

Astaroth hizo lo que nadie e n sus circunstancias


de be ría hace r. Sostuvo su mirada.

—Eso cre o.

Los ojos opacos de Lucife r volvie ron a fulgurar. Ya


casi lo te nía e ncima.

—Muy bie n —dijo, y su rostro pe rdió la sonrisa


cáustica que había mostrado de sde su lle gada—.
Entonce s se ré rápido. He de cidido que aún me re ce s una
última oportunidad —Lucife r puso los ojos e n blanco—. Sí,
cré e me , yo tampoco sé muy bie n dónde te ngo la cabe za.
No se pue de se r más be né volo. El caso e s que te ngo un
nue vo trato que ofre ce rte . O , más bie n, una misión que
te ndrás que cumplir. Y bajo ningún conce pto ace ptaré
una ne gativa.
Astaroth te nsó los puños.

—¿Qué trato? —pre guntó e n un sise o ape nas audible .

El Empe rador lo rode ó hasta situarse a su e spalda.


Puso las palmas e n e l hue co e ntre las alas y, con la
misma te rnura que e mple aría una mantis re ligiosa, le
masaje ó los rígidos músculos de la columna.

—Re lájate , Ast. No e s nada pe rsonal, pe ro has vue lto


de tus vacacione s mucho más te nso de lo que te
marchaste . C ualquie ra diría que e sa muñe quita no ha
sabido satisface rte como te me re ce s.

Charlotte.

Las alas de Astaroth se re torcie ron alarmadas, a la


ve z que su rostro e mpalide cía.

Lucife r rio tras é l.

—Esto sí que no lo e spe raba de ti, cré e me . He pe rdido


unas cuantas apue stas a tu costa durante los últimos dos
me se s.

—Te rmina de una ve z.


Luc chasque ó la le ngua con un me ne o te nue de la
cabe za, como si se e ncontrara ante un niño pe que ño al
que castigar tras e l re cre o.

—No te sulfure s, amigo —sus pupilas re lampague aron


—. Q ue no se te olvide con quié n e stás hablando. Pe ro —
se e ncogió de hombros con una sonrisa maliciosa e n los
labios—, ya que e stás tan ansioso, se ré bre ve . Tie ne s
hasta las doce de l me diodía para trae rme a la humana.
De lo contrario, haré algo pe or que acabar contigo, Rothy.

La cámara. A Astaroth se le pusie ron los pe los de


punta al imaginar e l salón de jue gos favorito de Luc. Los
potros. Los látigos. Sólo é l sabía qué más.

Pe ro no.

Charlotte no. Ésa no e ra una opción.

—C onsidé ralo un trabajito e xtra para compe nsar la


e spe ra —Luc conte mpló sus uñas con la misma de jade z
con que se be be ría un zumo o se corre ría de ntro de una
muje r—. C onocie ndo tus habilidade s, tie ne s tie mpo de
sobra para conve nce rla.

Astaroth no pronunció palabra. Mantuvo la vista fija


e n los ojos borrosos de un oso polar sobre e l sue lo.
Charlotte no.

Pe ro la cámara…

—¿No dice s nada? —Lucife r tamborile ó los de dos


sobre e l re spaldo de l trono—. Pe nsé que darías saltos de
ale gría. Si no fue ras mi amigo, nunca te habría tratado con
tanta indulge ncia.

Sí, de e so e staba se guro.

En dos pasos, e l J e fe e staba de nue vo junto a é l. O ,


para se r más e xactos, encima de é l. S us e spe luznante s
ojos se clavaban e n los suyos de spidie ndo chispas.
Hundió una mano e ntre sus suave s cabe llos rubios y tiró
de e llos con fie re za. Su boca e mitió un que jido.

—No hay más vue ltas que darle , Ast —pronunció con
frialdad—. Espe ro que e ntie ndas que no tie ne s
alte rnativa. Y me importa una mie rda lo mucho que e sa
e stúpida humana te haya sorbido e l se so, porque la
quie ro aquí e n me nos de ve inticuatro horas, Es e l turno
de los amigos, ¿no? —re puso con un guiño le tal.

No, no. Ni Luc ni nadie iban a te ne r a C harlo e . Ella


e ra suya. Vivo o mue rto, e ra suya.
Pe ro la cámara e ra más que una habitación. Era e l
cajón de sastre de los horrore s.

El cuarto acolchado de los cue rdos. El pre cipicio de los


locos.

Charlotte no. Pe ro la cámara tampoco.

Sangre . Frío. Dolor.

Pie l que se rasga.

Ojos que abandonan sus cue ncas.

Llagas que supuran.

Uñas que se clavan.

Hue sos que se quie bran.

Astaroth apre tó los párpados y trató de re primir un


e scalofrío.

—Está bie n. Te la trae ré .

*****

Por supue sto que Charlotte no iba a abandonar Nue va


O rle ans, pe ro David hubie se dicho cualquie r cosa con tal
de pode r pasar un rato más con e lla. Aunque sólo fue se n
horas.

David suspiró mie ntras re cupe raba su ropa humana y


e l contorno de las alas se de svane cía e n su e spalda.

Las torturas de Luc iban a dole r como la mue rte pe ro,


afortunadame nte , é l ya partía con ve ntaja cuando se
e nfre ntase a e llas. S u corazón y su alma de jarían de
vivir cuando C harlo e de sapare cie se de su vida para
sie mpre .

C e rró sus he rmosos ojos azule s y se de jó invadir por


la nie bla que lo transportaba.

S e ría e l último viaje a Nue va O rle ans. A su casa.


Evocó los sabore s e spe ciados y picante s de la comida
cajún, la te xtura ge latinosa de las ostras al de slizarse por
la garganta, e l olor a fango de l Mississippi.

Te ndría que convivir con la pe ste a azufre y sangre


coagulada de nue vo.

Le había costado ape nas dos me se s apre nde r a vivir


como un humano; pasaría e l re sto de la e te rnidad, si e s
que lle gaba a tanto, apre ndie ndo otra ve z lo que significa
se r un De monio.

Un De monio solo. S in chicle s de fre sa ácida por las


mañanas, sin e l sonido me tálico de l te ne dor al batir los
hue vos, sin sonrisas de sde e l sofá.

David no hizo ningún movimie nto cuando se


mate rializó e n e l jardín de la mansión. Aún no podía
e nfre ntarse a Charlotte .

S e tomó su tie mpo para de spe dirse de e lla e n su


imaginación. Pe nsó e n las palabras que nunca le diría.

Pase lo que pase, Charlo e, nunca olvides lo mucho que esta


maldita escoria caída en desgracia te amó. Hasta dónde hubiese
estado dispuesto a suplicar por unas migajas más de tu amor.

Agarró con cuidado e l pomo de la pue rta.

Bie nve nido al I nfie rno, Astaroth. Esta ve z sí, sé


bie nve nido al Infie rno.

*****

La e ncontró de spie rta, con las luce s de la casa


e nce ndidas y agarrada a la colcha llorando. Te nía los
ne rvios de strozados y un par de ojos vidriosos que
miraban sin ve r.

Algo se rompió de ntro de David cuando vio cómo


te nía que taparse la boca con una mano te mblorosa para
no gritar de alivio al ve rlo.

—¿Dónde e stabas? —balbuce ó e ntre sollozos—. ¿Por


qué me hace s e sto? Pe nsé que … Cre í que …

David corrió a abrazarla cuando su voz se de sgarró.

—No lo digas, chérie —susurró contra su pe lo—. No lo


digas.

No dijo nada mie ntras e lla se calmaba e ntre sus


brazos. Su pre ciosa humana…

—¿Por qué te fuiste ? —la voz de C harlo e no e ra sino


un rumor acongojado—. Me puse histé rica cuando
de spe rté y no te vi.

F ue ra, come nzaba a clare ar e l día, y David grabó a


fue go e n su me moria cómo los prime ros rayos acunaban
las ondas de su pe lo.

—Él me re clamó.
Ella se apartó con brusque dad. Varias gue de jas
castañas se habían adhe rido a su rostro a causa de las
lágrimas, y las oje ras surcaban con profundidad añil sus
me jillas.

—¿Qué ha ocurrido? —pre guntó asustada.

—Nada —mintió David. S us labios se e stre charon más


de lo normal—. No de be s pre ocuparte por nada, ¿de
acue rdo?

C harlo e lo miró con se mblante confuso y é l le me ció


e l rostro e ntre las palmas.

—Todo ha ido bie n —añadió con una sonrisa radiante


—. Te dije que podía mane jar e ste asunto. De be rías
confiar un poco más e n mí, chérie.

—¿Y ya e stá? ¿Pre te nde s que me cre a que se que dó


tan tranquilo mie ntras tú le contabas lo nue stro y le
de cías que nunca volve rías? No soy tan idiota, David.

Él re spondió con una carcajada.

—Nunca he pe nsado algo así, C harlo e . Pe ro te digo


la ve rdad, lo juro. No le que da más re me dio que
ace ptarlo. Yo soy muy influye nte allí abajo.
Acompañó sus palabras de un guiño cómplice y pudo
notar cómo se re lajaba contra é l.

—Entonce s… ¿todo se ha arre glado? —murmuró con


un de je de incre dulidad—. ¿Te que darás aquí?

David le acarició la e spalda vé rte bra a vé rte bra. Ella


nunca se pe rcató de la mue ca de dolor que formó junto a
su coronilla.

—Todo e l tie mpo que quie ra —afirmó; lue go alzó una


ce ja pre ocupado—. De be rías dormir un poco más, chérie.
Pare ce s cansada.

—Tú tambié n de be s de e star agotado.

—Lo único que yo quie ro e s abrazarte .

Charlotte se acurrucó e ntre las sábanas con una


sonrisa.

—No cre o que pue da dormir. Aún e stoy de masiado


ne rviosa —confe só.

Él se apoyó sobre un codo tras e lla. C onte mpló cómo


la líne a de su cintura se e nsanchaba de camino a los
hombros bajo la aspe re za de la frane la, con la de licade za
de un tulipán. Ace rcó una mano a su cue llo y e xtrajo su
me le na de l inte rior de la camisa de l pijama para que no le
mole stara.

—Hay un re me dio para todo, petite.

S in pe nsarlo, de jó que sus alas se de sple garan. A


pe sar de sus te more s, C harlo e ya te nía los ojos
ce rrados y balbuce aba cosas sin se ntido cuando la cubrió
con una de e llas. La acarició con las plumas, que
re tozaron contra su pie l, hasta que sintió que su
re spiración se hacía más y más profunda.

S e e stiró lo más pe gado a e lla que pudo e n la


kilomé trica cama, y se pre paró para pasar las últimas
horas a su lado.

—Hasta mañana, chérie —dijo e n voz alta, aun


sabie ndo que e lla ya no le oía, y fue conscie nte de que
se ría la última ve z que se lo diría.

No habría un mañana para e llos.

Capítulo XX
C arlota se de spe rtó cuando sintió un pe culiar
cosquille o bajo la nariz.

Abrió un ojo e inte ntó e nfocarlo sobre la forma oscura


que se amoldaba a los contornos de su rostro.

¿Plumas? ¿Te nía plumas e n la cara?

Optó por sonre ír contra e llas.

—Me has asustado —ronrone ó.

—Bue nos días, chérie.

S e dio la vue lta y su nariz se e stampó contra la dure za


de l pe cho de snudo de David.

—Bue nos días. ¿Tie ne s hambre ?

—Un poco —dijo é l con la mano de ntro de sus bragas.

—Me re fe ría a otro tipo de hambre —rio C harlie ,


aunque no le importaba cambiar un bue n de sayuno por
e so.

David se giró sobre su e spalda. Las alas ya se habían


ocultado y la supe rficie te rsa de su e stómago invitaba a
se r tocada, lamida y be sada. I ncluso a de gustar un bue n
café con tostadas sobre e lla.

C arlota me ne ó la cabe za. Ape nas hacía unas horas


que había e stado a punto de pe rde rlo y ya te nía e l
ce re bro invadido por las hormonas.

—V oy a la cocina —le informó. Estaba tan fe liz que


que ría de mostrárse lo de todas las formas posible s,
e mpe zando por un bue n de sayuno sin salir de la cama—.
Ense guida vue lvo.

David la agarró por las muñe cas justo cuando se


e staba girando para abandonar las sábanas.

—Espe ra —su voz sonaba apagada, pe ro C harlie lo


achacó al cansancio que e mpañaba su mirada—. Hay
algunas cosas que te ngo que hace r cuanto ante s. Ya
sabe s, hablar con los chicos y tratar de arre glar su
situación ahora que me voy a que dar,

—¿Tie ne que se r tan pronto? —le pre guntó con un


puche ro.

Él asintió.

—Mie ntras tanto, pue de s ir al Wal Mart y comprar


más chicle s. He visto que se te e stán acabando.
Carlota puso los ojos e n blanco.

—Esto e s lo más surre alista que me ha pasado e n la


vida. I ncluso más que e namorarme de un príncipe de l
infie rno. Nunca pe nsé que acabaría con alguie n que le
pre stara ate nción a mis chicle s.

David le guiñó un ojo.

—Pe ro e so e s porque no hay otro como yo, chérie. Ya


de be rías habe rte dado cue nta.

El rostro de e lla se tornó se rio, aunque no por e so de jó


de vibrar de placide z.

—Eso ya lo hice hace mucho, cariño —de positó un


be so le ve e n sus labios de lgados. C uando te rminó,
sabore ó los suyos con la punta de la le ngua—. Te ngo una
ide a. Aprove cho que voy al Wal y compro todo lo que
haga falta para pre parar e l me jor de sayuno que hayas
probado e n tu vida, ¿te pare ce ? C uando te rmine s lo que
se a que te ngas que hace r con los chicos no pie nso de jar
que te e scape s.

Le dio un lige ro azote e n e l trase ro y David se


contone ó sobre e l colchón.
—Me pare ce pe rfe cto —re puso con firme za. Lue go la
be só otra ve z, con la suavidad suficie nte como para
de jarla sin re spiración. Y lo logró, de he cho.

—Está bie n —C arlota se le vantó de un brinco y


alcanzó la pue rta e n dos zancadas—. Me ducho y salgo.

—De acue rdo. Mie ntras tanto voy a pone r un poco de


orde n aquí —prote stó é l, se ñalando con e l de do e l caos
de ropa que había por e l sue lo.

C harlie se agarró al marco de la pue rta con los ojos


como platos.

—¿Tú? ¿Tú lo vas a hacer?

David alzó la punta de la nariz, ofe ndido.

—Te ndré que acostumbrarme a hace r e ste tipo de


cosas tan humanas ahora que voy a se r uno de vosotros.

—Sí, pe ro yo pe nsé que los chicos…

Su aclaración fue inte rrumpida con brusque dad.

—Los chicos no sie mpre van a e star conmigo. Ellos


te ndrán su propia vida y e s me jor así.
C harlie asintió de spacio. No le gustaba su tono frío y
distante , pe ro pre firió salir de la habitación para no
discutir. Ese día te nían que brindar por su fe licidad
pre se nte , no e mpe zar a de batir ace rca de su futuro.

—Lo e ntie ndo. Pe rdón.

Ya había lle gado al cuarto de baño cuando oyó la voz


masculina que la llamaba de sde e l dormitorio.

—¡Charlotte !

Asomó la cabe za por e l umbral, sorpre ndida.

—¿Sí?

Lo e ncontró aún tumbado, afe rrando e l mismo cojín


que e lla la noche ante rior. Te nía la nariz incrustada e n la
se dosa te la. Aspiró con fue rza ante s de hablar.

—S abe s que te amo, ¿ve rdad? —dijo, con sus ojos


cristalinos clavados e n los suyos.

—Por supue sto que sí. Y yo a ti —re spondió.

Re gre só al baño con una e stúpida sonrisa de


satisfacción grabada e n la cara. Todo había salido bie n;
David nunca la de jaría. Nunca. De spué s de tanto tie mpo,
al fin sabía lo que e ran los finale s fe lice s.

*****

David conte mpló a travé s de la ve ntana de l salón las


hue llas que Charlotte iba de jando e n e l cé spe d.

Había lle gado e l mome nto de de jar atrás todos e sos


malditos se ntime ntalismos y e charle cojone s a su
de stino. Por prime ra ve z de sde que había pisado Nue va
Orle ans, iba a pe nsar con la cabe za.

—¿Que ría algo, mi se ñor?

Danie l, sie mpre tan se rvicial.

—S í. Pasa, por favor —le indicó con un ge sto de la


mano que se se ntara e n e l butacón.

S u sie rvo lo obse rvó confundido. Probable me nte e ra


la prime ra ve z que te nía la de fe re ncia de ofre ce rle
asie nto mie ntras é l se que daba de pie .

—Escucha, Danie … —David me ne ó la cabe za—.


Pe rdón. Amón.
—Yo… —e l asiste nte carraspe ó incómodo—. S i no le
importa, mi se ñor, me gustaría que siguie ra llamándome
Danie l. Me he acostumbrado y me … me gusta.

—Claro.

David asintió y se dirigió al mue ble bar.

—Bie n, Danie l —come nzó mie ntras se se rvía dos


de dos de bourbon—. No me voy a andar con rode os; Luc
quie re a Charlotte. Y, por supue sto, yo no se la voy a dar.
Así que … —se aclaró la garganta para que no se notara
lo mucho que le te mblaba la voz—… te ngo que pe dirte un
favor.

El rostro de su ayudante había e mpalide cido, pe ro


asintió con la pre disposición que le caracte rizaba. Habría
he cho cualquie r cosa por é l, y David se sintió agrade cido
de contar con su apoyo incondicional.

—Lo que uste d orde ne , mi se ñor.

—No me que da mucho tie mpo aquí. C uando me vaya,


quie ro que te la lle ve s a un hote l, a se r posible fue ra de la
ciudad. C uando Él me ve a lle gar solo va a que re r ajustar
cue ntas con e lla.
—Lo haré , mi se ñor. No se pre ocupe . La mante ndré a
salvo.

—S e rán pocos días —prosiguió David—. Los


suficie nte s para que la conve nzas de que me marché por
mi propia voluntad y que no me re ce la pe na que
pe rmane zca e n e sta ciudad ni un minuto más.

El Archiduque puso un é nfasis e spe cial e n sus


órde ne s, para ase gurarse de que e ran obe de cidas.
Te nían que se rlo. Por más que le dolie ra, no había otra
opción. Empe zaba a se ntirse agotado de buscar
bifurcacione s y no e ncontrar ninguna. Todas las pue rtas
se le habían ido ce rrando, una tras otra.

Danie l bajó la mirada.

—Lo sie nto, pe ro no cre o que pue da…

—Lo harás —la de te rminación de David e ra mortífe ra


—. Tie ne s que lograr que vue lva a España, a casa. Ya
no… ya no te ndrá ningún motivo por e l que que darse
aquí —tosió—. Re spe cto a vosotros, no quie ro que
pe nsé is que os de jo abandonados a nue stra sue rte .

El sirvie nte se apre suró a ne gar tal ofe nsa.


—Por supue sto que no, mi se ñor. Nunca pe nsaríamos
e so.

David continuó como si no le hubie ra e scuchado.

—Los hombre s de Luc no tardarán e n ve nir a


re clamar la casa, así que te ndré is que buscar otro sitio
donde vivir. S é que no dispone mos de mucha liquide z
de bido a nue stra falta de inde pe nde ncia, pe ro prome to
hace r todo lo que pue da de sde allí abajo para ayudaros.
Si e s que … pue do.

Hincó las uñas e n e l re spaldo sobre e l que de scansaba


e l te nso cue llo de Danie l, que se giró con e l de sconcie rto
y e l mie do impre sos e n su mirada.

—¿Por qué de cís e so, mi se ñor? No os ofe ndáis pe ro…


¿pue do sabe r e l castigo?

David re volvió los me chone s dorados de su sirvie nte ,


pe inados hacia atrás con la chule ría de un pione ro de l
rock.

—La cámara —susurró, y tragó saliva.

Danie l se incorporó con brusque dad.


—No… no, no pue de se r, mi se ñor…

Hay de te rminados mome ntos e n la vida e n los que ,


se as noble o ple be yo, hombre o muje r, ánge l o de monio,
sabe s re conoce r a un bue n amigo cuando lo tie ne s
de lante y traspasar cie rtas barre ras que las normas te
obligan a cumplir.

David se e ncontraba ante uno de e llos, así que lo


ce le bró de la me jor forma que sabía. Hizo a un lado su
aristocrática pose y le pe gó a Danie l un puñe tazo e n e l
hombro.

—¡He y! Estaré bie n —dijo me sándose los cabe llos—.


De ve rdad.

De re pe nte , las silue tas de I uve rt y Magoch se


mate rializaron al fondo de l gran salón. Te nían los labios
contraídos e n la misma mue ca de pre pote ncia que David
e spe raba e ncontrar. Al fin y al cabo, no e ran más que un
par de arribistas crue le s y acomple jados.

—S i su Exce le ncia hace e l favor de e ntre garnos a la


humana —dijo e l se gundo con voz cargada de sarcasmo
—, e stare mos más que e ncantados de abandonar su
e xce le ntísima morada.
David e ntre ce rró los ojos, pre parado para cualquie ra
fue ra la batalla que se vie se obligado a luchar por
prote ge r a C harlo e . S us alas se abrie ron con la facilidad
de un capullo e n primave ra.

—No os va a acompañar ninguna humana. I ré yo —


sise ó.

Magoch se e ncogió de hombros con de spre ocupación.

—Pue s vale .

—¿No va a habe r pe le a? —pre guntó un de fraudado


Iuve rt.

David se limitó a e xte nde r las muñe cas y pe rmitir que


se las apre saran e ntre las argollas. S e giró hacia Danie l
una última ve z; é ste , incré dulo, conte mplaba la e sce na
de sde un rincón.

—C uida de e lla —le chistó, y sus ojos azule s se


hume de cie ron.

De spué s, ya no que dó ni rastro de David W hite . C omo


a cámara le nta, sus pasos le dirigie ron a sus captore s. S e
movió por la e stancia con la misma e le gancia con que
habría atrave sado los fue gos de l Infie rno sin sus botas.
Le habría e ncantado llorar para aportarle un e fe cto
más dramático a su inmolación, pe ro no e ra e l mome nto
ni e l lugar de hace r gala de sus nue vos conocimie ntos e n
e mocione s humanas. S us cabe llos rubios oscilaron con la
parsimonia de una divinidad, y su rostro juve nil mantuvo
la compostura. La ropa de cue ro onde ó e n torno a sus
largas pie rnas una ve z más. La última ve z.

Era una jodida pe na no te ne r público. S in duda, e ra lo


que le faltaba a aque l de scafe inado amago de de sfile
hacia la pe rdición. I maginaba lo que dirían sus
se guidore s e n caso de pre se nciar su caída e n de sgracia.

Ahí va un auténtico príncipe del Infierno.

Nunca habrá otro como él.

Dicen que echó a perder su inmortalidad por una mujer.

Hizo un ge sto de conse ntimie nto cuando I uve rt se


agachó para e ncade narle tambié n los tobillos.

Dignidad hasta la se pultura.

Q ué curioso. C uando lo e xpulsaron de arriba, nunca


sintió e l profundo se ntimie nto de pé rdida que arrastró
consigo ahora que iba a abandonar Nue va O rle ans. Tal
ve z e n e sa ocasión no había nada que me re cie ra la pe na
e ntre lo que de jaba atrás.

Ahora, lo que de jaba atrás e ra toda su vida.

Un príncipe sin su corona.

Un ángel sin aura.

Un hombre sin nada.

Entonce s, con la luz de l me diodía, la e laborada y


fabulosa fantasía que e ra David W hite de sapare ció de la
faz de la Tie rra.

*****

Le bastó una mirada a los ojos de Luc para sabe r que


acababa de de satar una catástrofe .

El Empe rador rompió cristale s, abolló pare de s,


de sparramó sus libros e incluso volcó sillas y me sas
cuando lo vio apare ce r sin C harlo e . Astaroth no pe rdió
ni un ápice de apacibilidad e n su be llo rostro mie ntras
conte mplaba la furia de l Je fe e n todo su e sple ndor.

De re pe nte , Lucife r rompió a re ír a carcajadas, y sólo


su risa me tálica logró hace rle e stre me ce r de mie do.

—Ere s un imbé cil —se burló—. No sé de dónde te


vie ne e sa ve na de sacrificio, Astaroth, y la ve rdad e s que
me importa una mie rda. S i pie nsas que así voy a de jar e n
paz a tu pe que ña cachorrilla, e stás muy e quivocado —sin
quitarle los ojos de e ncima, se pasó la le ngua por los
incisivos—. Chicos, ya sabé is qué hace r.

Astaroth abrió la boca para gritar de impote ncia, pe ro


ningún sonido audible salió de e lla.

Magoch le había golpe ado e n la nuca con una de sus


cade nas. De re pe nte , su cue rpo ya no le sostuvo más.

Capítulo XXI

—Te lo juro, Adrienne. Es como vivir e n un cue nto de


hadas, pe ro sin toda e sa parafe rnalia ñoña y almibarada.
Bue no, un poco sí —brome ó C harlie , y se e sforzó por
e ncontrar las llave s e n su bolso, balance ándose sobre un
pie y e quilibrando e l móvil e ntre e l hombro y la ore ja.

Un agudo chillido al otro lado de la líne a la hizo


soltarlo de golpe .
—¡Lo sie nto, lo sie nto, lo sie nto! —se disculpó e n
cuanto re cupe ró e l aparato—. Te me has caído.

Adri re funfuñó e n e l auricular.

—Oh, genial. Vamos, rompe el móvil. Es lo único que aún me


une a ti y tú quieres acabar con él —llorique ó.

Carlota rompió a re ír mie ntras e mpujaba la pue rta.

—Te e cho de me nos. Mucho. En se rio —le re cordó a


su amiga.

—No mientas. Vives en una ciudad inigualable, en tu propio


palacio de princesa, con un tío increíble que te da todo el sexo que
quieras. Si me echas de menos a mí es que tienes un problema.

—Vamos, no se as boba —C harlie de jó las bolsas de l


Wal Mart e n e l zaguán e inspe ccionó e l piso de abajo e n
busca de se ñale s de vida. No las e ncontró. S e gurame nte
David e staría arriba, pe ro aun así le re sultó e xtraño.

—Eso, insúltame.

—¿Q ué tal va todo por ahí? —las llave s caye ron sobre
la consola con un tintine o.
—Igual que siempre. La facultad es un asco. Contigo se hacía
soportable, pero ahora… Estoy deseando que llegue junio.

C arlota e le vó ambas ce jas, a pe sar de que su amiga


no podía ve rla.

—No me pue do cre e r que e sas palabras hayan salido


de tu boca.

—Pues ya puedes hacerlo. Los demás siguen igual. Lari te


manda muchos besos y dice que te cuides. Que te mandará un e-
mail un día de estos. A lberto llora por las esquinas como un bebé.
Dice que todas las tías buenas se van, y que qué será de él cuando
termine la carrera —Adri rompió a re ír cuando oyó que
Charlie hacía lo mismo.

Durante unos se gundos, la líne a que dó e n sile ncio.


Carlota jugue te ó con e l chicle contra su paladar.

—Y… ¿Pablo? —casi no se atre vía a pre guntar.

Adri pare ció sorpre ndida.

—Bueno, si me preguntas por él significa que no lo has visto,


y si no lo has visto significa que no nos engañó como yo pensaba.

—¿De qué e stás hablando?


Por un instante , pe nsó que no iba a re sponde r, pe ro
finalme nte tomó aire y lo hizo.

—No sé si será bueno que te cuente esto pero… Pablo nunca


volvió a España. Lo dejamos en Nueva York, con la excusa de que
se quedaría a pasar unos días con su tío. La verdad, nunca me lo
tragué. Pensábamos que había ido a Nueva Orleans a buscarte.

C arlota arque ó una ce ja y sope só e sa nue va e


ine spe rada información.

—¿Pe nsábamos?

—Por una vez, y sin que sirva de precedente, Lari estaba cien
por cien de acuerdo conmigo.

No le gustó nada e scuchar e so. Lo último que que ría


ahora e ra te ne r que vé rse las con Pablo otra ve z.

Adri, con su práctico don de la oportunidad, corrió una


cortina de humo sobre sus pe nsamie ntos.

—Bueno, basta ya de hablar de españoles sin glamour,


cuéntame cosas de tu nueva vida. ¿Qué tal te sientes? Y lo que es
más importante, ¿eres feliz?

Una sonrisa involuntaria tirone ó de los labios de


C arlota. De re pe nte , le ape te cía muchísimo ve rse
re fle jada e n la profundidad azul de los ojos de David.
Puso un pie e n e l prime r e scalón.

—S í —afirmó con é nfasis—. Lo soy. Más de lo que


nunca imaginé . ¿No sue na un poco ate rrador?

—Ya empezamos —Adri chasque ó la le ngua irritada


—. El día en que seas optimista volarán sapos por el cielo. S i eres
feliz disfrútalo, joder; no pienses en lo que pasará mañana.
Desquítate por todas las mujeres del mundo que seguimos a dos
velas —se lame ntó.

—O h, sí que lo disfruto. Lo disfruto mucho, de ve rdad


—C harlie puso los ojos e n blanco al re cordar e l calor de l
cue rpo de David junto al suyo, la suavidad de sus manos
cuando se ade ntraban e n te rritorio prohibido
y … Basta. Lle gó al de scansillo con la le ngua fue ra, y no
e ra de bido al e sfue rzo físico.

—No lo dudo —re puso su amiga—. Creo que es la primera


vez que tú y yo tenemos una conversación de más de media hora
en la que no salen a relucir Alex Band ni The Calling.

Carlota se e chó a re ír.

—Ale x Band pe rdió todo e l e ncanto de sde que te ngo a


su doble hacie ndo cosas sucias e n la cama conmigo.

Adri sacó la le ngua, y Charlie lo pe rcibió a más de die z


mil kilóme tros de distancia con una nostalgia e ntrañable .

—No hacía falta que fueras tan gráfica —prote stó con voz
gutural.

—A lo me jor así te conve nzo ante s de mi comple ta,


sorpre nde nte y anhe lada fe licidad.

Abrió la pue rta de l dormitorio e ntre risas, de se ando


lanzarse a los brazos de David.

Pe ro la sonrisa murió e n sus labios cuando al que


e ncontró fue a Danie l, solo y agachado junto a la me sita
de noche . Parte de la ropa de David había sido
de positada sobre la cama y otra e staba aún e n manos de
su sirvie nte , que la doblaba con pulcritud.

—¿Charlie ? ¿Hola? ¿Me e stás e scuchando?

La voz de Adri e ra como un murmullo le jano y


e stride nte . Pe ro e lla ya no le pre staba ate nción; sus cinco
se ntidos se ce ntraban e n la camise ta ne gra que los de dos
de Danie l alisaban sobre la colcha.
No, no, no.

Un fue rte pálpito se adue ñó de su corazón.

—Adrienne, cariño… Te ngo que colgar. Lue go te llamo.

—¿Por qué? ¿Charlie estás bien? ¿Qué sucede? ¡Charlie!

No re spondió. S e limitó a pulsar e l botón rojo y de jó


cae r e l móvil al sue lo. La moque ta amortiguó e l golpe .

C arlota clavó sus ojos e n los de Danie l, que agachó


una mirada ane gada de triste za y culpabilidad.

C ruzó la habitación hasta situarse fre nte a é l, con e l


rostro crispado y los hombros te nsos. S e pre paró para
darle la bie nve nida a la amargura. Otra ve z.

—¿Qué ha pasado?

*****

Eran casi las tre s de la tarde cuando Danie l abandonó


la mansión de S aint C harle s Ave nue y C arlota ce rró la
pue rta tras é l. En cuanto lo hizo, toda su fingida fortale za
se vino abajo.

S e agarró la cabe za con las manos, e spe rando que así


las malditas vibracione s ce saran.

No lo hicie ron.

David podía huir, que e lla le e ncontraría. Podía


burlarse , y se ve ngaría. Podía sacrificarse y e lla, por
todos los infie rnos, se e nte raría.

No había sido difícil conse guir que Danie l ce die ra a la


pre sión y acabara por cantar toda la ve rdad como un
pajarito inde fe nso.

Que se había marchado por su propia voluntad, de cía.

Y una mie rda.

Que ya no la que ría, de cía.

Ni siquie ra e lla, y no te nía ni re motame nte las


habilidade s de una puñe te ra criatura de l ave rno, podía
de cir palabras de amor con tanta since ridad.

El sue lo de parque t e staba frío cuando se tumbó sobre


é l. Pe rmane ció allí durante horas, e n posición fe tal, sin
atre ve rse a ir más allá de l ve stíbulo.

S olas e lla y sus pe nsamie ntos. O tra ve z. La obse siva


e spiral a la que e staba tan acostumbrada, y que pare cía
e stre charse más cuantos más años cumplía. Abrió su
alma a todas aque llas e mocione s que tan bie n la
conocían, apre surando e l tránsito hacia lo ine vitable .

Angustia. Mie do. Impote ncia. Dolor. Culpa.

S e colaron de ntro de e lla con e l alboroto de una


charanga de l Mardi Gras. Arañaron, golpe aron con la
inte nsidad de una se rpie nte de cascabe l. La de sie mpre .

Anoche ció, y e lla se guía allí tirada. El subidón inicial


que le produjo se r lo bastante pe rspicaz como para no
de jarse e mbaucar por la ne fasta inte rpre tación de Danie l
había de jado paso a la auté ntica, la única, la inabarcable
causa de sus de sdichas.

Hay niñas que se tumban e n la alfombra de su cuarto,


rode adas de jugue te s, cuando sus madre s le dice n, al
volve r de l cole gio, que papá no e stará más con e llas.

Hay adole sce nte s que se de sploman sobre camas


de snudas e n cuartos vacíos cuando sus madre s le s dice n,
al te rminar e l instituto, que a partir de e se mome nto
te ndrán que arre glárse las solas.

Y hay muje re s que se e ncoge n como inse ctos sobre e l


sue lo de grande s mansione s de lujo e l día que e l de monio
se lle va al hombre que aman.

Y ninguna de e llas pue de hace r nada para cambiar su


de stino.

*****

Una arcada de bilis re volvió las e ntrañas y asce ndió


por la garganta de C arlota cuando, e n pe numbra, de jó
cae r la cabe za sobre la almohada. Las fibras de l te jido
aún conse rvaban re stos de azufre , pe rfume caro y cue ro,
y sus fosas nasale s ale te aron cuando e l aroma de David
las sacudió.

C orrió al cuarto de baño y se de splomó sobre la taza,


hasta vaciar su alma de re cue rdos. V omitó hasta e l
último amargo de spojo de lucide z y lue go pe rmane ció
se ntada sobre e l frío de las baldosas, hacie ndo círculos
e n e l sue lo como una niña pe rdida con la ye ma de su
e strope ado de do. Te nía las uñas e n carne viva y re stos
de sangre re se ca e ntre los nudillos, fruto de una tarde e n
la que trató por todos los me dios de hallar solucione s
para un proble ma que no te nía ninguna. O una tan
inadmisible que ni siquie ra e ra capaz de pe nsar e n e lla.
S i lograra pone rse e n pie , quizá todo fue ra más fácil.
S i pudie ra alcanzar e l mármol de l lavabo y afe rrarse a é l,
tal ve z aque llo pasaría.

Pe ro no pudo.

Miraba las juntas de las baldosas y sólo ve ía sangre


discurrie ndo por e llas.

O ía los ruidos de l tráfico y los confundía con e l sise o


de l látigo al rasgar la carne .

Te nía un sabor agrio e n e l paladar, y e l rostro


agrie tado de spué s de tanto llorar, pe ro ninguna de e sas
nimie dade s e ra ni de le jos tan incómoda como la culpa.

Torturas. S angre . De se spe ración. Pavor. Aniquilación.


Estigma.

Ése e s e l pre cio de los sue ños.

David había soñado con se r humano, hasta un punto


tan inve rosímil, que había lle gado a ser humano.

Y ahora, por su maldita culpa, no se ría nada más. Ni


humano. Ni de monio. Ni vivo.
Por la ve ntana de l baño pe ne traban ramalazos de
luna clara, pe ro la solución que anhe laba se guía sin dar
se ñale s. La única que rondaba su me nte e ra aque lla,
la otra, la que su cordura no podía soportar y trataba de
hace r a un lado sin é xito.

La e cuación se le pre se ntaba una y otra ve z como un


e nigma de tie mpo, un crucigrama e n e l que las pie zas,
tan absurdas, e ncajaban con la re ve rbe rante parsimonia
de l vue lo de una mariposa que sólo pue de te rminar e n
catástrofe , tan irracional como e l ale te o que la provocó.

Pe ro e lla no que ría que e ncajaran. No podía tole rar


que lo hicie ran.

Lucife r la que ría. David se había e ntre gado para


salvarla. S i e lla se ofre cía a ocupar su lugar, David podría
te rminar de ve r cumplido su sue ño de conve rtirse e n un
hombre . S ólo un hombre , nada más. Y, ante todo, su vida
que daría pre se rvada.

Todo e ra fácil, visto así. Paradójicame nte se ncillo.

S in e mbargo, aún había un pe que ño pe ro crucial


de talle e n su contra.

O bligó a sus rodillas a no flaque ar mie ntras se ponía


e n pie . C onte mpló largo rato su de macrado rostro e n e l
e spe jo, e ntre jirone s de luz de luna. Atisbos de sí misma
se re fle jaban e n e l cristal, de volvié ndole parte s de la
pe rsona que alguna ve z había sido. La image n de lo que
que daba de su alma de spué s de que e l huracán David
irrumpie ra e n su vida y la zarande ara por comple to.
De spué s de e nse ñarla a vivir, aún le que daba una última
le cción.

Ense ñarla a morir.

Y e so la lle vaba de vue lta a e se diminuto pe ro crucial


de talle que se traía e ntre manos.

Por David, iría hasta e l infie rno si e ra ne ce sario con tal


de de satar las cade nas que lo apre saban, y e ra
e xactame nte e so lo que te nía que hace r.

Pe ro, para un simple mortal, cre ye nte o no, sólo hay


un modo de conse guirlo.
Capítulo XXII

—¿De se a algo, mi se ñor? El prisione ro e stá e n…

Luc alzó la vista y onde ó la mano para impone r


sile ncio. Muy bie n, Magoch, lo que quie ras, Magoch, así
e s, Magoch, pe ro cie rra e l puto pico, Magoch.

—De jad al prisione ro durante un rato. Es probable que


ne ce site de scansar —su sonrisa crue l de lató sus
auté nticos se ntimie ntos al re spe cto—. Ahora quie ro que
os vayáis al piso de arriba y que me traigáis a su
muñe quita cuanto ante s —ante la cara de lascivia
de sbordada de sus subordinados, se vio obligado a
hace rle s una pe que ña aclaración—. La humana e s mía.
C omo alguno de los dos se atre va a pone rle un de do
e ncima por motivos no profe sionale s, acompañará al
traidor e n su… castigo. ¿Me he e xplicado bie n?

S upo que así había sido cuando los vio ase ntir, pálidos
y con las pupilas dilatadas. S iguió sus pasos a travé s de l
de spacho hasta que se pe rdie ron más allá de la pue rta.

El bastardo de Astaroth se iba a e nte rar.

*****

El sie te de marzo amane ció nublado e n e se antro de


pe rdición llamado Nue va Orle ans.

Pablo madrugó más de lo normal e se día. S e de spe rtó


cuando aún no había clare ado, al mismo tie mpo que lo
hicie ron sus pre ocupacione s y e l maldito nudo e n e l
e stómago que lo acompañaban de sde hacía dos años.
De sde que C arlota abrió una bre cha que nunca ce rró y
que e scocía aún más de sde que se había arrojado e n los
brazos de e se infe liz.

Mirándose e n e l e spe jo, se prome tió a sí mismo que la


amaría, la cuidaría y la se guiría hasta e l fin de los
tie mpos, tal y como le había prome tido a e lla e l día que la
be só por prime ra ve z, cuando la acompañó a casa
de spué s de salir de fie sta con sus compañe ros de clase . Y
ahora, e scondido una ve z más e ntre e sos matorrale s
propie dad de l de sgraciado, e staba pre parado para
cumplirlo.

El mismo pálpito que lo aguje re ó la noche ante rior se


hizo pate nte al ve rla abandonar la casa te mprano, sin
arre glar y con los brazos de snudos a pe sar de l frío
matinal. S u he rmoso rostro e staba ve lado por las
lágrimas y Pablo se irguió de inme diato de trás de l se to.

Aque llo se ponía cada ve z pe or. Ya no se trataba de


un par de tipos con pinta de criminale s o de l se cre tismo
de l lugar, sino de lágrimas. Ella lloraba, y é l no iba a
conse ntir e so ni un minuto más.

Todo e l que la hicie ra sufrir te ndría que pagar por e llo,


pe ro ante s de bía sacarla de allí. S ólo Dios sabía e l
infie rno por e l que e staría pasando.

Mie ntras la miraba lle gar a la ace ra y caminar


re nque ante hasta la e squina, la maldijo mil ve ce s por no
habe rle he cho caso. Nunca se lo hacía, a pe sar de que é l
sie mpre sabía qué e ra lo que más le conve nía. S ólo
que ría lo me jor para e lla, y lo me jor para e lla se llamaba
Pablo Morán. Daba igual lo mucho que le costara
re conoce rlo y lo te rca que fue ra; algún día iba a
e nte nde rlo y al fin podrían se r fe lice s juntos hasta e l día
de su mue rte . Ese día e n e l que la acompañaría hasta e l
final, tomaría su mano e ntre las suyas y soplaría un be so
sobre su fre nte para que pudie ra irse al cie lo tranquila,
sabie ndo que alguie n la había amado y la amaría tanto
que de se aría pode r re e ncontrarse con e lla cuanto ante s.
Y si e ra é l quie n se iba ante s, e ntonce s la e spe raría de l
otro lado día y noche , aguardando su lle gada con una
sonrisa de bie nve nida e n los labios.

J ode r, e ra así como de bían se r las cosas y e ra así


como se rían. Hoy más que nunca iba a hace rlas funcionar
a su modo.

S iguió sus pasos hasta e l buzón más ce rcano, donde


vio que de positaba un sobre blanco con mano
te mblorosa. De spué s, C arlota re gre só a la mansión con
la misma ine stabilidad e n sus pie rnas y ce rró con cuidado
la re ja me tálica. Durante un se gundo, sus miradas se
cruzaron e n la e spe sura de l jardín, pe ro e lla e staba
de masiado de sorie ntada y confusa como para darse
cue nta de su pre se ncia.

S in e mbargo, a é l le bastó e se le ve contacto para que


toda su compostura se vinie ra abajo.
Nunca había visto los pre ciosos ojos dorados de
C arlota tan vacíos, tan triste s, tan opacos. Las oje ras
habían adquirido una tonalidad tan oscura que ape nas se
podía distinguir la sombra de sus pe stañas, y e l re sto de
su rostro e staba pálido y cadavé rico. Te nía e l aspe cto de
un mue rto vivie nte , como si hubie se mirado al Mal a los
ojos y nunca más volvie ra a se r la misma de spué s de
e so.

S e fundió con las sombras de l inte rior y Pablo vio con


e spanto que la pue rta se ce rraba tras e lla, ale jándola de
la luz, de la libe rtad, de la vida.

Ate rrado, se me só sus cabe llos oscuros y pe nsó qué


podría hace r. El tipo no de bía de e star de ntro, a no se r
que hubie ra vue lto durante la noche , porque de sde su
salida e l día ante rior con pose de re y de l mambo, Pablo
no lo había vue lto a ve r. De todas formas, aunque
e stuvie ra, é l te nía músculos suficie nte s para batirse con
é l y de jarlo he cho papilla. No e ra más que un chiquillo
de lgaducho con ínfulas de mafioso que se cre ía e l te rror
de las ne nas. S ólo porque Dios le había otorgado una
pre ciosa mata rubia y unos ojos brillante s ya se cre ía
supe rior a los de más, pe ro habría que ve r cómo trataba a
las muje re s con las que se acostaba, e mpe zando por
C arlota. S e guro que te nía todo un haré n a su disposición
y se aprove chaba de é l a la mínima oportunidad. Le s
re galaría cuatro palabras bonitas y e llas cae rían e n su
re d como moscas, e chadas a pe rde r para e l mundo.

S e ne gaba a imaginar a C arlota como una de e llas.


Re cordar su tale nto natural, su inte lige ncia, su
amabilidad, su bue na e ducación, y compararla con la
image n dante sca que acababa de conte mplar, la de una
me re triz e ntre gada a los e xce sos y pre sa de la
de cade ncia, e ra más de lo que podía aguantar.

Mataría al cabrón, se mbraría los trozos de su


que bradizo cue rpo por e l cé spe d y lue go se e ncargaría
tambié n de sus amigos. Su muje r e staba sie ndo utilizada
por una pandilla de proxe ne tas cubie rtos de cue ro.

S e toque te ó las sie ne s a la e spe ra de re cibir la


inspiración divina que le impulsara a actuar. Ne ce sitaba
un plan.

De bía ir con cuidado, y para e so te nía que conoce r


alguna pista, algo que le indicara una flaque za e n e l
e ngranaje .

Si pudie ra…
La carta. C laro, ahí se guro que habría re spue stas a
todas sus incógnitas aunque le e rlas le partie ran e l
corazón.

Te nía que re cupe rar la carta como fue ra.

S e pre cipitó hacia la ace ra y no tardó ni tre s minutos


e n lle gar al final de la manzana. Manose ó e l buzón hasta
e ncontrar la ranura.

Dio gracias al cie lo cuando vio que la carta se había


que dado atascada e n la re ndija, oculta por la tapa a los
ojos de los de más. S ólo se re que ría una mínima pe ricia
para e xtrae rla, y, por sue rte , é l disponía de toda la que
hicie ra falta.

C on una sonrisa de alivio e n los labios, a las die z y


die z minutos de la mañana ya la te nía e n sus manos.

Come nzó a le e r.

*****

C harlie e ntró e n la cocina y conte mpló la vasta


e xte nsión de color rojo ante e lla.

Rojo. Irónico.
Acarició con suavidad los contornos de la e ncime ra y
e vocó a David apoyado sobre e lla. Mordie ndo una
manzana. S onrié ndole con picardía. Escuchándola con
ate nción mie ntras le contaba cosas de su vida.

El sue lo pulido re fle jaba las sue las de sus zapatillas


cada ve z que daba un paso al fre nte . Re cordó las ve ce s
que habían he cho e l amor sobre é l, o e l ruido de las botas
de David al e ntre chocar con las baldosas.

La me sa e staba vacía, e spe rando que alguie n se


se ntara. Alguie n que nunca volve ría a hace rlo.

La luz que se filtraba por la ve ntana e ra abundante , a


pe sar de las nube s que cubrían e l cie lo, y C arlota de slizó
una mano por e l cristal.

La luz. Irónico.

Todo e staba pre parado. No había cabida para las


lágrimas e sta ve z. Había tomado una de cisión y no se iba
a e char atrás.

Lle garía hasta e l final.

Pe nsó e n Adri, e n su madre , e n Pablo, e n sus


profe sore s, e n sus abue los, e n Lari, e n su padre , e n su
ve cina, e n los amigos de David, e n Nacho y Albe rto, e n e l
conductor de l autobús que cada mañana le sonre ía
cuando se dirigía a la facultad, e n los clie nte s de l bar de
sus abue los, e n Ale x Band, e n su me jor amiga de la
guarde ría, e n e l panade ro de su barrio, e n los
funcionarios que se llaban sus be cas, e n e l age nte de
viaje s que la lle vó hasta allí, e n e l gato de su ve cina, e n
los cocodrilos de l bayou, e n los he rmanos que nunca tuvo.

Pe nsó e n David. Astaroth. El amor.

Hay cosas por las que me re ce la pe na vivir, y otras


por las que me re ce la pe na morir.

A ve ce s, sólo e s cue stión de hace r balance .

A las die z y cinco de la mañana de l sábado sie te de


marzo, C arlota inspiró hondo, ce rró los ojos, y ace rcó la
cuchilla a su muñe ca.

*****

NOLA, 7 de Marzo de 2009

Hola, mamá.

Joder, mamá, lo siento.


Mierda, no quería empezar esta carta así, pero me ha salido
sin querer y no he podido detenerme. Nunca se me ha dado bien
escribir y esto es con mucho lo más difícil que he escrito nunca,
pero supongo que tenía que hacerlo.

Resulta irónico pensar que, aunque nunca te llamo, y casi


nunca me llamas, y hace años que no mantenemos una
conversación decente que dure más de media hora, haya optado
por escribirte esta carta a ti. Creo que hay alguna especie de
designio que me incita a hacerlo, algo que tiene que ver con la
moral, las normas de la sociedad y lo que se supone que tengo que
hacer, porque de otra forma no lo entiendo.

Podría empezar a explicarte todo de mil maneras, pero sé que


nunca lo entenderías. Podría empezar diciendo eso de “No quiero
que se culpe a nadie, ha sido una decisión mía y muy
meditada…”. Pero tampoco ha sido una decisión mía, sino de las
circunstancias. Y no ha sido premeditada, porque hace
veinticuatro horas ni siquiera me planteaba morir.

Hace un mes, no obstante, tampoco me planteaba vivir. Y lo


hice. Él me arrastró a la vida.

Morir de amor está sobrevalorado y pasado de moda, y tú


sabes que nunca he creído en esas cosas. Tampoco, para tu
desgracia, creía en Dios, ni en el Demonio, ni en el matrimonio, ni
en las formalidades, y ahora lo hago, o más bien no me ha
quedado más remedio que hacerlo. S in embargo, quizá te
tranquilice saber que yo no voy a morir de amor. Voy a morir por
amor. Para dar vida.

De nada serviría hablarte ahora de chantajes, de obsesiones,


de oscuros destinos o criaturas malignas que escapan de nuestra
imaginación. Tampoco quiero hacerlo, creo que es mejor que
determinados enigmas no se resuelvan jamás, incluso para una
mujer con unas convicciones tan fuertes como las tuyas.

Por eso no voy a detenerme en dar explicaciones que nunca


serán comprendidas, sino que voy a aprovechar esta última
ocasión para decirte que lo siento, mamá, y que espero que todo
esto no te supere. Eres fuerte, ya me lo has demostrado muchas
veces, por eso sé que no te vas a venir abajo con esto. Lo único
que te pido es que, te digan lo que te digan, nunca culpes a David,
mamá. Él no ha hecho nada malo, pero hay circunstancias que
escapan a nuestro control y mi vida, durante los últimos días, es
una de ellas.

Todo estará bien, mamá. Yo estaré bien vaya donde vaya, y


por eso estoy tranquila. G racias por todo lo que siempre hiciste
por mí. Nuestras vidas se complicaron demasiado como para
buscar una razón y después de que papá se fuera supongo que
nada volvió a ser lo mismo . Por eso estoy contenta ahora, porque
el fin llega no sé si muy tarde o muy temprano, pero sí en el
momento adecuado. El momento en el que mi vida adquirió el
sentido suficiente como para que tuviera lógica dejarla atrás.

Ya que nunca más podré vivir con él, al menos sí podré morir
por él.

Te quiero, mamá. Nunca lo olvides, como tampoco olvides que


no busco dañarte con mis acciones. S i pudiera volver atrás,
probablemente buscaría mil y una maneras de sentirme más cerca
de ti, pero supongo que ya es tarde para eso.

Diles a los abuelos que siento hacerles esto, pero que fui muy
feliz el tiempo que pasé aquí.

Hasta siempre. Un beso,

Carlo.

*****

A las die z y catorce minutos de la mañana, Pablo


te rminó de le e r la carta que C arlota e nviaba a su madre
y la e strujó e n su puño, lanzándola a la calzada. S u
corazón palpitaba a un ritmo tan fre né tico que se tuvo
que apoyar e n e l buzón para e quilibrarse .
A las die z y quince minutos, e chó a corre r con
de se spe ración por la ace ra, e squivando transe únte s y
golpe ándose las nalgas con los talone s e n su curso
tre pidante .

A las die z y die cisie te minutos ya había alcanzado la


ve rja de e ntrada, que sorte ó con un salto de atle ta hasta
cae r de bruce s sobre e l cé spe d. Rodó suje tándose la
cabe za e ntre ambas manos. La pue rta principal se le
antojaba una me ta imposible , e mpe que ñe cida e n la
distancia, que se ale jaba más y más conforme trataba de
lle gar a e lla.

A las die z y ve inte minutos, Pablo aporre aba la


made ra de é bano hasta hace r te mblar toda la mansión,
pe ro las ce rraduras se mantuvie ron firme s e n su
lugar. Gritó e l nombre de C arlota con voz rota y
angustiada, pe ro nadie re spondió. Le importaba un ble do
quié n e stuvie ra de ntro y lo que pudie ran hace rle .

Te nía que lle gar a tie mpo. Te nía que …

S i C arlota ya había… si e lla ya… saltaría los gozne s si


e ra pre ciso para e vitarlo, y e so fue e xactame nte lo que
hizo a las die z y ve intiún minutos.
S us ojos tuvie ron que adaptarse a la oscuridad de l
ve stíbulo. No había inte rruptore s a la vista y e l sile ncio
e ra chirriante .

A las die z y ve intidós minutos e ncontró una se gunda


pue rta, e ntornada, que se apre suró a abrir.

La luz lo ce gó. Pe stañe ó de slumbrado y se dio de


bruce s contra un mostrador de un rojo pe caminoso, un
impoluto sue lo blanco y una cocina e quipada con todos
los lujos.

Pare cía vacía. Exce pto…

Exce pto por e l fino re gue ro de sangre que discurría


e ntre las juntas de las baldosas más allá de l mostrador.

Pablo se tambale ó, sin atre ve rse a mirar.

Gritó cuando lo hizo. S e e stre me ció. S e golpe ó e l


pe cho.

No había he rmosura alguna e n e l charco de sangre


que e mpapaba e l sue lo y las ropas de C arlota, te ndida
sobre é l con la pie l ape rgaminada y e l pe lo re vue lto. Las
cue ncas de sus ojos pare cían habe rse he cho más
profundas, sus hue sos más promine nte s y su e xpre sión
más dolie nte .

Su cue rpo sin vida.

Sus muñe cas abie rtas.

Había pe nsado que morirían juntos. Q ue soste ndría su


mano. Q ue la ayudaría a dulcificar e l mome nto de la
de spe dida. Había soñado con e llo.

Pe ro e so ya nunca se produciría.

Porque no le hizo falta tocarla para sabe r que e staba


mue rta.
Capítulo XXIII

¿A lguna vez te has cortado la yema del dedo con el filo de


una hoja de papel?

¿Te has hecho un rasponazo en el codo?

¿Cuántas veces te has mordido la lengua? ¿A lguien te ha


metido la manga de su jersey en el ojo?

Me gustaría que pensaras en cómo te sentirías si todas esas


cosas te sucediesen a la vez. Ahora, prolóngalas en el tiempo.

Todo a tu alrededor se paraliza excepto tú. Las fibras del


jersey erosionan tu córnea y absorben su humedad. La punta del
colmillo se clava en tu lengua, y el sabor de la sangre inunda tu
paladar. Jirones de piel se desprenden en la línea suave de tu
brazo. La zona afectada late y se enrojece incluso cuando te
apartas de la pared. El afilado contorno del papel penetra a través
de tu piel y rasga con precisión de cirujano el intrincado dibujo de
la huella dactilar. La yema queda dividida en dos y un surco
profundo deja brotar una gota de sangre que mancilla la blancura
del arma.

Desangrarte sobre el inmaculado suelo de la cocina es mucho


menos poético y mucho más doloroso. Es una de esas cosas que te
hacen romper a llorar sin que te des cuenta. La cuchilla te hace
chillar y aprietas los dientes mientras te atraviesa la piel, la
carne, la vena. Lo único que ansias en ese momento es lo único que
no puedes conseguir.

Cerrar los ojos.

Lo único que quieres es apartar la vista de esa carnicería, pero


estás obligada a mantenerlos bien abiertos, tanteando el rastro
azulado bajo la piel. Ya estás muriendo y, aún así, necesitas la
concentración suficiente que te permita rematarte a ti misma.

Y luego, sólo queda la espera. No hay forma de acelerar la


partida aunque quieras. No hay nada que puedas hacer para que
te resulte más amena.

S ólo hay un reguero de sangre, un dolor que no cesa y la


agonía del segundero en la esfera del reloj. Con cada gota roja
que se desprende de ti, parte de tu vida se escapa. No sólo escapa,
sino que puedes observarla correr despavorida. Te desangras y lo
ves. Lo sabes. Y no lo evitas. Es puro sadismo. No te extrañe que
tu propia vida huya de ti.

A fortunadamente nada es eterno, y la tortura acaba pronto.


Diez minutos después, la cantidad de sangre que corre por tus
venas ha descendido a la mitad. El resto, se diluye como acuarela
sobre las baldosas, Tu cuerpo ya no es capaz de mantenerte
consciente, así que tu cerebro te hace el enorme favor de apagarse
y cerrar tus ojos por ti.

Considérate una chica con suerte. Lo más duro ya está hecho.


Del resto del trabajo ya no tendrás que ocuparte, porque se hará
él solito.

Así es como aprendes a morir.

Carlota abrió los ojos y una pare d de e stuco gris cobró


forma ante e llos. Le dolía todo e l cue rpo, pe ro hizo un
e sfue rzo inme nso por pone rse e n pie . Ya no e staba e n la
cocina de David; su ropa no e staba manchada de sangre
ni había re stos e n e l sue lo.

Tal ve z todo hubie ra sido una pe sadilla. Tal ve z e se


horrible sue ño no hubie ra sido más que e so. Un sue ño.
Echó un vistazo a sus muñe cas. Las marcas moradas
y re blande cidas de su pie l la golpe aron con la ve rdad.
Algunos de se os no de be rían cumplirse jamás.

Estaba mue rta. Estaba e n e l Infie rno.

*****

Mue rta.

Mue rta.

La palabra re sonó e n sus tímpanos y se dio cue nta de


que la e staba pronunciando e n voz alta. S upuso, con los
ojos húme dos, que e ra su me jor me canismo para
asimilarlo.

La pare d de e stuco gris te nía una pue rta. La


habitación e n la que e lla se e ncontraba e staba e n
pe numbra, pe ro e ra capaz de ve r la pare d y la pue rta. No
sabía por qué , pe ro ve ía la pue rta.

Es increíble lo que la pérdida de sangre le puede hacer a tu


cerebro, trató de brome ar, pe ro su pe cho no albe rgaba la
familiar se nsación de cosquille o que solía producirle un
bue n chiste o una fina ironía. S ólo una profunda y
de sconce rtante se nsación de vacío.
Asustada, se lle vó una palma al tórax, re cordando que
e n las pe lículas los mue rtos no tie ne n corazón. Q uizá no
le sirvie se de mucho, pe ro re spiró aliviada cuando
pe rcibió e l galope de sbocado de l suyo. De bía de tratarse
de una le ye nda.

Puso un pie de trás de otro hasta que lle gó a la pue rta.


Estaba e ntornada. S u e spina dorsal se e stre me ció al
tocar e l pomo.

¿Q ué de monios pre te ndían de mostrar con tanta


te ne brosidad? Tampoco e s que Carlota hubie se e spe rado
un carte l de ne ón con una fle cha inte rmite nte , pe ro, ¿de
ve rdad hacía falta toda e sa sinie stra auste ridad? ¿Había
acaso alguna otra opción?

Empujó la made ra y é sta se abrió con un sonido


e stride nte . Las ganas de llorar se inte nsificaron.

O lía a David. Ahora sabía de dónde salía e se aroma


suyo tan particular que impre gnaba su pie l y de l que no
se podía de shace r.

Q ue su propio cue rpo de spidie se ahora e sa


caracte rística combinación de pe rfume , cue ro y azufre
sólo hacía que lo e chara aún más de me nos.
C aminó por e l pasillo que te nía ante sí. Lúgubre ,
húme do, de pare de s de sconchadas. El sue lo re tumbaba
bajo sus pie s y sus brazos tiritaban de forma
de scontrolada, hasta que de scubrió la causa de ambos.
O ía voce s más allá de l piso, voce s infantile s tarare ando
e l e stribillo de una canción. El sonido lle gaba amortiguado
por e l ce me nto, pe ro Carlota pudo distinguir palabras que
hablaban de de se spe ración y abandono, y de la le jana
e spe ranza de un futuro me jor.

S us ojos se inundaron e n un acto re fle jo. Había oído a


David canturre ar e sa me lodía durante horas. S ie mpre le
había pre guntado dónde la había apre ndido. Nunca le
había re spondido.

S ospe chaba que , ante s que te rminase e l día, o la


noche , o como fue ra que se midie se e l tie mpo allí abajo,
apre nde ría más sobre é l de lo que había he cho e n
se manas.

Un sudor frío latió e n su fre nte cuando de scubrió una


pe que ña mue sca e n la pare d que le había pare cido ve r
ante s. S e giró con caute la, pe ro no había más que
pe numbra. La longitud de l pasillo se le antojó infinita y
apuró e l paso; no había he cho lo que había he cho y había
lle gado hasta allí para pe rde rse toda la dive rsión.
Porque , por todos los infie rnos, aque llo se iba a pone r
asque rosame nte dive rtido. No puedo esperar para
convertirme en la concubina del Diablo, pe nsó, y se ale gró de
habe r re cupe rado parte de su antiguo y sardónico
se ntido de l humor e n algún mome nto de l traye cto hacia
e l abismo.

Un par de me tros más allá volvió a ve r la marca e n la


pare d. Era ape nas un rayón de pintura ne gra, pe ro le
re sultó una casualidad de masiado macabra.

C on más pre ocupación que mie do, sus pie s se


convirtie ron e n e xhalacione s. El pasillo, visto a mayor
ve locidad, pare cía e chárse le e ncima. Ve ía la marca a su
izquie rda una y otra ve z, hasta que , jade ante y ne rviosa,
de cidió rascarla con sus propias uñas. No le importó e l
sonido agónico e n sus tímpanos, ni e l re sque mor de la
pintura gris e ntre sus de dos.

S iguió corrie ndo y sudando y re spirando con


dificultad. El hue co e ra cada ve z más e stre cho, las
pare de s más viscosas y e l te cho más alto y oscuro —cada
vez más cerca, cada vez más cerca—.

V olvió a e ncontrar la mue sca, y e l rastro de sus uñas


e staba allí, burlándose de e lla con de scaro.
Estaba corrie ndo e n círculos.

I ncapaz de hace r otra cosa, y de se ando e scapar de la


locura que la ace chaba, sus pie s volvie ron a dirigirla
hacia una me ta que nunca lle gaba. Su cue rpo, sin fue rzas,
zigzague aba de jándose cae r sobre los muros. S u cabe za
giraba con vé rtigo.

Las pare de s se e rigían a ambos lados como los


barrote s de una jaula, e l moho le rozaba los brazos con
su cosquille o gé lido y re pugnante , y e l olor a azufre se
hacía más y más pe ne trante .

Te nía que habe r una pue rta. Una salida. Una


e scapatoria.

Cada vez más cerca, cada vez más cerca.

Los minutos se le hicie ron e te rnos e n la e stre che z de


su prisión. O tal ve z fue ron horas. O días. Tal ve z e n e so
consistie se su castigo. En dar vue ltas e n círculos por e l
re sto de la e te rnidad.

C hilló como nunca ante s había chillado, mie ntras las


lágrimas ane gaban sus me jillas. S us manos he ladas
abofe te aban e l aire , pe le ando contra un e ne migo
invisible que no e staba ahí fue ra, sino de ntro de su
cabe za. Y, por más que lo inte ntase , de é se nunca podría
huir.

C orrió y chilló. J ade ó y sudó. S u cue rpo se


re sque brajó bajo e l e mpuje de l ce me nto y sintió que los
hue sos de sus clavículas y cade ras se partían e n mil
pe dazos. Astillas blancas como virutas volaron por los
aire s y se clavaron e n su pálida carne , pe ro no por e so
de jó de corre r.

Cada vez más cerca, cada vez más cerca.

Sus brazos ya no le obe de cían.

S u boca se había transformado e n una mue ca de


horror.

S us cue rdas vocale s se rompían con e stré pito contra


las pare de s.

Gritó. Y gritó. Y gritó. Y se arañó la pie l. S e arrancó


me chone s e nte ros de pe lo. S e sacó los ojos. S e introdujo
e l puño e n la garganta para de jar de gritar, pe ro los
agudos e scapaban por los re squicios de su paladar como
gorgoritos líricos e n un concie rto e spe rpé ntico. S e mordió
los labios hasta de strozarlos.
Estaba a punto de sume rgirse e n la oscuridad —cada
vez más cerca, cada vez más cerca— cuando unas manos
cálidas y suave s la agarraron por de trás y le taparon la
boca.

—Tranquila —susurraron las manos, que te nían una


bonita voz fe me nina—. Te te ngo.

C arlota abrió los ojos de golpe . C uando volvió a ve r la


pare d gris con la pue rta ante e lla supo, a pe sar de l sudor,
de su re spiración irre gular y de l te mblor de su pie l, que
no se había movido de su sitio.

*****

Las manos prote ctoras y la voz dulce pe rte ne cían a


una voluptuosa pe lirroja que la acunó con cuidado hasta
que se calmó e ntre sus brazos, como una niña pe que ña
de spué s de ve r al monstruo que habita bajo su cama.

—¿Quié n e re s? —balbuce ó Carlota.

—S upongo que pue de s conside rarme tu comité de


bie nve nida —brome ó la muje r, y sus ojos ne gros
de stilaron simpatía—. Mi nombre e s Lilith, pe ro todos
aquí me llaman Lily, así que pue de s hace r lo mismo.
Charlie boque ó.

—¿Lilith [31]? ¿La Lilith que e stoy pe nsando? ¿Esa


Lily?

La pe lirroja alzó e l me ntón y la miró con orgullo.

—S í, esa Lily. Al fin alguie n me conoce . Empe zaba a


cre e r que e sa e stúpida de Eva os había lavado e l ce re bro
a todos —la e scrutó de arriba abajo, sin hace r caso de su
rostro e stupe facto—. Así que tú e re s la chica de Ast… —
afirmó. Lue go, su mirada se e nsombre ció—. Bue no, de
Luc…

O ír e n sus labios e l nombre de David bastó para que


Carlota re vivie ra. En la me dida de lo posible .

—¿Lo conoce s? ¿S abe s cómo e stá? ¿Me pue de s lle var


hasta é l?

Lily rio y su risa sonó como uno de e sos carillone s


ange licale s que abundan e n Navidad.

—Aquí todos conoce mos a Ast, que rida. Es e l


Archiduque .

Carlota cabe ce ó, sintié ndose imbé cil.


—Pe ro me te mo —continuó e lla—, que no vas a pode r
ve rlo. Te ngo órde ne s muy e strictas que cumplir —dijo, y
no pare cía conte nta al hace rlo—. Vamos, acompáñame .
Te ne mos mucho que hace r.

I nde fe nsa, C arlota se de jó guiar por e lla a travé s de


túne le s y pasillos, igual de sombríos y e spe luznante s que
e l de su pe sadilla. No pudo e vitar mostrarse confundida
cuando la aspe re za que la rode aba se transformó e n
be lle za y brillo. Había alfombras de pe lo auté ntico por
todas parte s, y las pue rtas doble s que conducían a las
habitacione s e staban laboriosame nte talladas, como si e l
mismísimo Rodin [32] las hubie se inspirado. Los muros
re fulgían como mármol, y todo te nía un aura de grande za
impe rial. I ncluida la propia Lily, con sus bucle s
e ntre me zclados y su corpiño de corte sana france sa.

C omprobó con sorpre sa que e l sue lo, al igual que e n


su pe sadilla, re tumbaba de ve rdad.

—No te asuste s —sonrió su anfitriona, como si le


hubie ra le ído e l pe nsamie nto—. S on los niños de l
purgatorio; quie re n que los saque n de ahí. Al final te
acabas acostumbrando. Bue no, e xce pto Ast —su sonrisa
se e nsanchó—. Él los odia. Dice que no pue de quitarse su
maldita canción de la cabe za. Vamos, e s por aquí.
La condujo a un dormitorio amue blado e n é bano con
mae stría. C uando C arlota vio la gigante sca cama con
dose l, se sintió ate rrada. Un cuarto tan magnífico sólo
podía pe rte ne ce r a Lucife r, y e n e se instante la crude za
de su nue va re alidad la golpe ó e n la boca de l e stómago.
Mare ada, trató de huir hacia la pue rta, pe ro Lily la
inte rce ptó a me dio camino.

—Tranquila. Aún no tie ne s nada de lo que


pre ocuparte ; confía e n mí.

Ne rviosa, se de jó acomodar e n un tabure te tapizado,


fre nte a un tocador re ple to de artilugios de be lle za. S i
Adri y Lari e stuvie se n ahí, se volve rían locas de ale gría…

S i Adri y Lari e stuvie se n ahí, probable me nte e lla no


e staría pasando por e so, y e xtrañó a sus amigas como
nunca lo había he cho. No volve ría a ve rlas. J amás. S e
pre guntó qué pe nsaría Adri de e lla cuando le die ran la
noticia. Era la pe or amiga de l mundo, y lo pe or e s que ya
nunca podría pe dirle pe rdón por e llo.

C on los ojos lle nos de lágrimas, se de jó hace r de lante


de l e spe jo. Lily se e ncargaba de rizarle los cabe llos y
adornárse los con finas joyas que no te nían nada que ve r
con e lla. La maquilló, la de svistió y re buscó e ntre sus
cosas algo más apropiado que pone rle , la calzó, todo
mie ntras parlote aba sin ce sar e n un inte nto de distrae rla
de sus pe nsamie ntos.

—Ere s pre ciosa, niña. Ese vago de Astaroth sie mpre


tuvo muy bue n gusto —re conoció con una sonrisa de
nostalgia—. Pe ro ahora no pue de s pe nsar e n é l, cariño.
Sabe s por qué e stás aquí, ¿no?

S í, lo sabía, pe ro te nía mie do de ase ntir. S i lo hacía, no


habría marcha atrás para e lla.

Lily siguió con su cantine la, e nre dando aquí y allá,


mie ntras C arlota trataba de hace r fre nte al re fle jo que le
de volvía e l cristal. S e se ntía como una muñe ca de
porce lana ataviada para una fie sta.

S u me le na castaña onde aba e n suave s bucle s por la


e spalda, con de liciosas cade nitas de oro blanco y
diamante s suspe ndidas e ntre e llos. El rostro, más pálido
y oje roso que nunca, lucía una bue na capa de maquillaje
que Lily había aplicado con de stre za. S u cue rpo, e ncogido
y magullado, se cubría con un pre cioso ve stido ne gro,
e scotado y vaporoso, que caía con maje stuosidad más
allá de sus tobillos. Dos cade nas grue sas, a jue go con las
que pe ndían e ntre su me le na, hacían las ve ce s de
tirante s, y la fre scura de l me tal le puso los pe los de
punta.

Cade nas. Irónico.

—Q ue rida, de be rías mostrarte un poco más…


dispue sta —la pe lirroja apoyó e l me ntón sobre su
hombro y e ncontró sus ojos e n e l e spe jo. C harlie e mpe zó
a notar e l mismo sabor que la acompañaría a partir de
e ntonce s. El de la re pugnancia.

La puso e n pie y tante ó cada ce ntíme tro de te la hasta


de jarlo pe rfe cto.

—Así e s como a él le gusta —dijo orgullosa—. Va a


e star e ncantado contigo.

Carlota apre tó la mandíbula y de se ó pode r arrancarse


las joyas con los die nte s y de sgarrar e l ve stido hasta
de jarlo he cho un guiñapo. Enfadada, se e nfre ntó por
prime ra ve z a su prote ctora.

—¿Q ué e re s? ¿S u proxe ne ta particular? ¿Por qué


hace s e sto? —vocife ró rabiosa.

S i le dolie ron sus palabras, Lily no lo re fle jó. S ólo


re spondió con la misma calma e xaspe rante con que la
había cuidado de sde que la e ncontró.

—S oy la única pe rsona e n quie n confía —ale gó—. La


que le re cibió aquí cuando lle gó he cho un de spojo tras se r
e xpulsado de su hogar, y la que se guirá aquí cuando
todos, incluso él, se hayan marchado. Vamos —la apre mió
—. Ha lle gado la hora.

De positó un chal ne gro e n sus manos con e l que


C arlota se apre suró a tapar todo lo que pudo y la e mpujó
hacia la ante cámara contigua. La de jó e spe rando
mie ntras e lla e ntraba a anunciar su pre se ncia.

Te mblando, pase ó por la e stancia mie ntras su


incansable cabe za la atorme ntaba con imáge ne s de su
nue vo due ño. Porque e so e s lo que se ría a partir de
ahora. Su dueño.

O yó que Lily re ía coque ta al otro lado de las pue rtas.


Se guro que e ran amante s.

C arlota la imaginó hacié ndole un hue co e n e sa


impone nte cama de é bano al de monio, tal y como se
e spe raría que hicie ra e lla. La imaginó yacie ndo con é l,
suspirando por é l, gimie ndo contra é l.

¿C ómo se ría? Ella e ra muy he rmosa, la muje r más


atractiva que había conocido. No cre ía que pudie se
se ntirse atraída por una cabra con cue rnos y pe zuñas.

O h, e stá bie n, David le había re pe tido hasta la


sacie dad que nada de cue rnos y pe zuñas, pe ro…

¿Te ndría la le ngua bífida? ¿C ola apuntada? ¿S us alas


se rían tan pre ciosas como las de David? S ólo de pe nsar
e n te ne r que tocar otras que no fue ran las suyas le hizo
dar un re spingo.

Lucifer rompió el molde, de cía é l sie mpre .

S e guro que e ra una e xage ración. No cre ía que


pudie se habe r nadie más he rmoso que David. Era
imposible .

Se e quivocaba.

C uando Lily re gre só y la hizo pasar, ce rrando la


pue rta tras e lla, se e ncontró e n un e norme de spacho con
una bonita pintura ce le stial e n la pare d de l fondo. Y allí,
conte mplando las nube s de e spaldas a e lla, e staba
Lucife r.

No te nía alas, ni lle vaba e l faldón que David había


de scrito, sino que iba ve stido con un impe cable traje
ne gro que le se ntaba como un guante a su fibroso
cue rpo. Incluso por de trás e ra fácil distinguirlo.

Y, cuando se dio la vue lta y sonrió con malicia, C arlota


se dio de bruce s con e l hombre más pe caminosame nte
guapo que había visto e n su vida.
—Hola, chérie. Te e staba e spe rando.

Capítulo XXIV
Los me chone s bruñidos de Lucife r brillaron a
contraluz cuando torció la cabe za para e le gir una bote lla
de vino. S us ojos ne gros la re corrie ron de la cabe za a los
pie s ante s de de cidirse . S u cue rpo, maje stuoso y cuidado,
se hinchó de orgullo ante lo que le de bió de pare ce r un
e spe ctáculo agradable . S us de dos, largos y finos, se
e stiraron con e le gancia e n dire cción a uno de los
re cipie nte s de vidrio.

C arlota contuvo e l alie nto mie ntras ve ía cómo todos


sus e ncantos se re ve laban de una forma natural, innata,
con la se re nidad sofisticada de un pavo re al. Tuvo que
ve nce r e l impulso de abrir la boca y pone rse a babe ar
ante su corte jo.

La bote lla fue de jada sobre la amplia me sa con un


ruido sordo y e ntornó los ojos para le e r la e tique ta.

De bió habe rlo imaginado. Sauvignon.

—Nunca cre í que cae rías tan pronto —la he rmosura


he cha hombre inte rrumpió sus de sviados pe nsamie ntos
—. Ha sido más fácil de lo que imaginé .

S u mue ca cínica le dijo a C arlota más cosas de las que


le gustaría sabe r. No dijo nada. S e limitó a lle varse una
mano al pe cho y ase gurar e l promine nte e scote de l
ve stido. Nunca se había se ntido tan de snuda como bajo e l
análisis fe roz de sus ojos de obsidiana.

—¿No dice s nada? —Lucife r sirvió con


de spre ocupación una copa de vino—. Bue no, ya hablarás.
Todas lo hace n —agre gó con falsa mode stia—. Tarde o
te mprano.

El Empe rador re lle nó otra copa y se la te ndió. Estaba


ape nas a un par de me tros, y C arlota se pre guntó cómo
se las habría inge niado para de splazarse tan de prisa.

—Te n.

Una sola palabra bastaba para pone rle los pe los de


punta, pe ro tambié n para hace rla de se ar más. Ente ndió
al instante la grave dad de su pe ligro; cualquie r muje r
e staría dispue sta a ve nde r su alma con tal de de jarse
arrastrar por e l te rciope lo que e ntre te jía su garganta.

No la tomó. Lo último que que ría e ra una copa de vino


de manos de l diablo.

S e mantuvo firme , impasible , mie ntras é l giraba e n


torno a e lla con un rastro de pe rfume fascinante a su
paso.

De pronto, su de do índice re corría la curva de su


cue llo y su alie nto cálido la hacía se ntir somnolie nta.

—Ere s tan de liciosa, C harlo e … J usto como soñé . No


sabe s cuánto hace que te e spe ro.

C arlota no supo qué le causó más re pugnancia, si e l


ape lativo de David e n su boca, o la bochornosa re acción
de su cue rpo ante su toque . Lucife r e nre dó la mano e ntre
las cade nas que oscilaban e n torno a sus hombros.

—¿Dónde lo tie ne s? —pre guntó e lla con un hilo de


voz.

Luc se e chó a re ír.

—Q ué dive rtida e re s, chérie. ¿No pe nsarás e n se rio


que voy a de círte lo, ve rdad? —re puso, y dio un trago al
líquido rosado.

—Yo…

—Tú —la imitó— ahora e re s mía —ante e l bote de


C arlota, se apre suró a re posar una mano sobre su
clavícula—. Tranquila, no te haré daño. ¿No te e nse ñó e so
nue stro amigo e n común? No voy a violarte , si e s e so lo
que te pre ocupa. Pe ro sí te voy a probar. Y si me gusta tu
sabor, re pe tiré cuantas ve ce s quie ra.

El fue go de sus ojos ne gros de ste lló por todo e l salón


como una cascada de e ne rgía. Carlota ce rró los ojos.

—S ólo una ve z. De spué s, haré lo que tú me pidas.


Pe ro, hasta e ntonce s, no cue nte s con que abra las
pie rnas —sise ó, su rostro conve rtido e n una máscara de
te rror y ame naza.

Luc masculló una maldición e n voz baja y la agarró de l


cue llo, e mpujándola contra la pare d lle na de e stante rías.
La ce rradura de l mue ble se clavó e n sus vé rte bras y
Carlota jade ó cuando su vista se nubló a causa de l dolor.

—No te atre vas a hablarme e n e se tono, chérie —sus


ojos flame aban—. Aquí soy yo quie n dice cuándo y cómo.
No se te ocurra pone rme condicione s porque tu amiguito
sale pe rdie ndo, ¿e nte ndido?

La soltó al instante , dando por se ntado que había


apre ndido la le cción.

Pe ro C arlota ya no te nía nada que pe rde r, y no e staba


dispue sta a de jarse amilanar.
—Tú mismo lo has dicho, no pue de s violarme .

Luc e narcó una ce ja.

—No. Yo he dicho que no tengo intención de hace rlo, no


que no pueda. Llé vame al límite y ve rás de lo que soy
capaz, pe que ña infe liz.

El Empe rador se aflojó e l nudo de la corbata y la


cabe za puntiaguda de una se rpie nte e me rgió por e l
cue llo de la camisa. C arlota ahogó un grito. No e ra más
que un tatuaje , similar al que re corría e l brazo de re cho de
David.

—Ya has conse guido lo que de se abas —agre gó e lla—.


Me tie ne s aquí. Para ti. Dispue sta a e ntre garme . ¿Q ué
más quie re s?

—No quie ro que pie nse s e n mí como un monstruo sin


se ntimie ntos. Te ngo muchos, chérie. Y alguno incluso e s
bue no —cabe ce ó para apartar algún e xtraño
pe nsamie nto y una mano atre vida se de slizó por la
cintura de C arlota—. Esta misma noche te ndrás ocasión
de comprobarlo. S é que , cuando lo hagas, te olvidarás de
e se malnacido. No hay nada de lo que é l pue da darte que
yo no pue da imitar. Y mejorar.
C harlie e narcó una ce ja con sobe rbia. No había nada
ni nadie e n e l mundo que se pudie ra igualar a su ánge l
oscuro. Había dado la vida por é l. S e e staba jugando la
inte gridad de su alma de nue vo, por é l. ¿De ve rdad e se
jodido e ngre ído pe nsaba que te nía alguna posibilidad
fre nte a e so?

—S i tan se guro de ti mismo e stás, ¿por qué no


pe rmite s que lo ve a?

—¿Vas a de jar que un Archiduque te ve nza?

Los labios de Luc se curvaron le ntame nte e n una


sonrisa cáustica.

—No sabe s lo que e stás dicie ndo —se burló, y su


mirada se re cre ó e n las curvas de su cue rpo, oculto tras
la pre nda ne gra—. No tie ne s jodida ide a de lo que me
e stás pidie ndo.

La agarró por e l brazo y la condujo hacia la salida, con


tanta fue rza que los pie s de C arlota casi se de spe garon
de l sue lo.

—C uando le hayas visto —se nte nció é l, su voz gé lida


como un té mpano—, vas a de se ar no habé rme lo pe dido
jamás. Vas a re cordar e ste día como e l pe or de tu vida,
Charlotte .

Pe ro e lla ya no le oía. I ba a ve rlo. Al fin lo había


conse guido, y é se fin justificaba cualquie r me dio.

I ba a ve r a David. I ba a ve rlo. Lue go Lucife r lo


pondría e n libe rtad y todo saldría bie n. David podría se r
fe liz, tal y como me re cía. Como sie mpre de bió se r.

A me dio camino, un grito de sgarrador de struyó la


labe ríntica calma de l palacio e n pe numbra. C arlota fre nó
e n se co, con un nudo ate nazándole e l fondo de la
garganta.

Con e l corazón e nloque cido.

—No sabe s lo que me has pe dido —re pitió Luc, a su


lado, con la locura inye ctada e n sus pupilas.

Había oído a David re ír multitud de ve ce s. Le había


oído dar órde ne s con una se rie dad pasmosa. Le había
oído ge mir de place r. Había oído palabras e n sus labios
que e scandalizarían al más libe rtino, pe ro tambié n
palabras de amor pronunciadas con te rnura. Le había
oído re spirar, mie ntras dormía, junto al lóbulo de su ore ja.
Le había oído se ducir con cada golpe de voz que
abandonaba su boca.
Pe ro nunca le había oído chillar de dolor como lo que
e ra. Un de monio. Hasta hoy.

*****

C arlota puso un pie e n la cámara y se e nfre ntó


al horror cara a cara.

—Dios mío... —musitó, y se dio cue nta de que e ra la


prime ra ve z e n su vida e n que la situación me re cía que
me tie ra a Dios de por me dio.

Dos ve rdugos con aspe cto de gorilas y látigos de sie te


colas e n cada mano rode aban e l cue rpo de strozado de l
Gran Archiduque de l Infie rno de Occide nte .

De David.

Lo único que le impe día de rrumbarse sobre e l charco


de sangre oxidada que re cubría e l sue lo e ra e l par de
grille te s anclados e n la pare d que se clavaban e n sus
muñe cas.

C arlota dio un paso hacia ade lante , e n sile ncio. En la


cámara sólo se oían los jade os agónicos que
re ve rbe raban e n e l pe cho de David con las sibilancias de
un e nfe rmo te rminal.
Te nía las plantas de los pie s que madas. Las ampollas
se habían infe ctado y supuraban un líquido viscoso y
amarille nto, obligándolo a apoyarse en unos
gangre nados de dos sin uñas. Éstas, al igual que las de las
manos, habían sido brutalme nte arrancadas.

Las pie rnas no habían salido me jor paradas. Estaban


cubie rtas de una capa ce nicie nta que , e n algunas zonas,
de jaba e xpue sto e l hue so bajo e lla. J irone s de músculo
oscilaban e n e l aire como guirnaldas macabras.

Estaba de snudo, así que C arlota pudo comprobar que


su pe ne conse rvaba aún marcas de clavos y tizone s
como un e strambótico y absurdo tatuaje de sangre y
que maduras.

Los ojos de C arlota siguie ron su asce nso e valuando


daños. A la altura de l pe cho te nía un profundo corte
diagonal que se e xte ndía hasta e l vie ntre . Re stos de sal y
de un líquido azulado que no re conoció brotaban de l
e norme surco.

S u brazo de re cho había sido lijado con un e stropajo, o


una lima, hasta de spojarlo, a base de frie gas, de la
se rpie nte que ante s habitaba e n é l.
Un bre ve pinchazo e n una de sus muñe cas le re cordó
lo fácil que pue de lle gar a se r pe rde r la cordura. La vida.
David había sufrido mil ve ce s más que e lla. Había
pade cido dolore s que su me nte humana ni siquie ra e ra
capaz de conce bir. Y se guía vivo.

Amó a Dios por habe r he cho a alguie n tan admirable


como é l. O dió a Dios por hace r a alguie n tan burdo como
e lla.

C arlota apre tó los párpados, pe ro la tortura no había


te rminado aún. Con un nudo e n cada ne rvio de su cue rpo,
alzó la vista otra ve z y volvió a iniciar e l le nto re corrido
de l dolor.

Había un boque te e n su cue llo. Por ahí de bían de salir


e sos sonidos infe rnale s que hacía su pe cho y que ponían
los pe los de punta. Era de l tamaño de una nue z, y pare cía
como si un punzón se hubie ra e nsañado sobre é l durante
horas.

La mirada de C arlota se de moró un rato más e n sus


he ridas ante s de de te ne rse e n lo que de ve rdad le hacía
daño.

Las alas de David. S us e xube rante s y pícaras alas


ne gras. Una pe rmane cía casi intacta, e xce pto por un par
de rasguños y la pé rdida de brillo de sus plumas.

La otra… La misma con la que la había acunado y


arropado la última noche que pasaron juntos, e staba rota.
Había sido doblada con salvajismo por la mitad, y de l
de scolgado pico supe rior manaba un re gue ro de sangre
que gote aba sobre e l pavime nto.

C arlota se mordió la le ngua, te me rosa de la re acción


de Lucife r si algún sonido e scapaba de e lla. S e
mante ndría impasible hasta e l final.

I ncluso cuando aque l pobre de spojo pare ció notar su


pre se ncia y alzó dé bilme nte la cabe za, clavándole unos
de sgarrados ojos azule s lle nos de lágrimas de sangre , y
su alma e stalló e n pe dazos.

*****

David W hite vivió como e l ánge l Astaroth durante


quince años y como e l de monio Astaroth durante cinco
mil ochocie ntos nove nta y ocho más.

Más de dos millone s de días.

Casi cincue nta y dos millone s de horas.


A lo largo de e sos prácticame nte cuatro billone s de
minutos, David pade ció castigos, ve jacione s y
sufrimie ntos. C onoció e l dolor y la amargura. F ue
e xpulsado de su hogar, obligado a vagar sin rumbo por
agre ste s páramos. Fue zarande ado por e l vie nto, azotado
e n su cue rpo corrupto. S u pie l se de sgarró contra rocas
abismale s y sus ojos hubie ron de acostumbrarse a la
noche e te rna. Fue malde cido, criticado, odiado.

Todo rastro de e xce le ncia e n é l de sapare ció cuando


no e ra más que un chiquillo ine xpe rto.

Apre ndió a no vivir, no luchar, no morir. Amó la carne ,


odió e l alma. S e pultó la suya bajo capas y capas de
pe cado.

S oportó que su amigo más que rido atrave sara su


carne con clavos y e rosionara su pie l con látigos.

Y, sin e mbargo, ni uno sólo de e sos casi cuatro


billone s de minutos de conde nación dolió tanto como ve r
a C harlo e e n e l I nfie rno, ve stida igual que una de las
fulanas de Luc.

S e is mil años no le pre pararon para ve r las marcas de


corte s e n sus muñe cas.
—¿Q ué has he cho, C harlo e ? —sus cue rdas vocale s
vibraron pe ro las palabras se apagaron ante s de lle gar a
las grie tas de su boca—. ¿Qué has hecho?

Lágrimas rojas mancillaron sus párpados y re sbalaron


por su rostro cuando e lla lle gó hasta é l y se agachó para
tomar su rostro mutilado e ntre sus palmas, con tantas
lágrimas agolpadas e n sus ojos de ámbar que lo único
que David quiso fue se cárse las.

Q uiso abrazarla, pe ro no pudo. Q uiso apale arla por lo


que había he cho, pe ro no pudo. Q uiso acabar con la poca
vida que le que daba.

Pe ro no pudo.

Casi cincue nta y dos millone s de horas.

Más de dos millone s de días.

C inco mil ochocie ntos nove nta y ocho años de spué s,


Astaroth acababa de acusar e l golpe de la Caída.

*****

C arlota abrazó e l maltre cho cue rpo de David hasta


que las fue rzas le fallaron.
Ante s, había e squivado a duras pe nas las lágrimas
para e vitar la furia de Lucife r. Ahora, lo hacía para que la
sal de é stas no lle gase a las llagas de David.

—¿Q ué has he cho? —la voz de é l e ra la le pra de lo


que alguna ve z había sido.

Puso un de do e n sus labios y sintió que su alma se


contraía al palpar los corte s e n e llos.

—Tranquilo. Todo va a e star bie n —dijo, y se pre guntó


cuándo había apre ndido a se r tan hipócrita.

Él dio un tirón a los grille te s y lo único que consiguió


fue causarse aún más daño. Gimió de dolor.

—Ensé ñame … tus muñe cas —musitó.

Los labios de C arlota te mblaron, igual que su


voluntad.

—Te amo, David. No podía de jarte aquí —susurró, y


e ntonce s alzó las manos para é l.

Por un mome nto, todo se de tuvo. Hasta que David


e mpe zó a convulsionar.
—Te he matado —chilló, pe ro su grito no fue más que
e l graznido de safinado de un cue rvo re cié n cazado—. Te
he matado, te he matado, te he matado… —re pitió.

Un par de ojos azule s inye ctados e n sangre , como


acuare la que gote a sobre e l pape l, se posaron sobre los
suyos, implorando pe rdón.

En e se mome nto C arlota supo que su amago de


re siste ncia había alcanzado e l límite .

*****

—Encantador —Luc, aburrido, pe llizcó un trozo de


pintura de sconchada.

Ya había te nido suficie nte dosis de azúcar para lo que


le que daba de inmortalidad. S e ace rcó a e llos y e nre dó su
mano e ntre los mugrie ntos cabe llos de Astaroth; tiró con
fue rza para se pararlos. El Archiduque boque ó, dolorido, y
Charlotte alargó los brazos para no pe rde r su contacto.

—¡No! ¡Dé jale e n paz!

Luc no sabía qué le satisfacía más, si la te rque dad


sacrificada y de sagrade cida de Astaroth, o e l he cho de
que I nfie rno se hubie se conve rtido e n un improvisado
e sce nario shake spe ariano. Era una lástima que I uve rt y
Magoch anduvie ran todavía dando vue ltas por la Tie rra
e n busca de una humana a la que no iban a e ncontrar,
porque se e staban pe rdie ndo e l e spe ctáculo. Había
te nido que sustituirlos por dos muchachos ine xpe rtos, de
sospe chosa aptitud a la hora de re alizar un bue n trabajo.

—Estoy e mpe zando a cansarme . C hicos —hizo una


se ña concisa a los ve rdugos—, libe radle .

Los grille te s se aflojaron con un chasquido ante e l


rostro atónito de C harlo e . En cuanto e l me tal de jó de
soste ne rlo, e l cue rpo de Astaroth se de splomó sobre e l
sue lo, pe ro sus se cuace s se apre suraron a pone rle e n
pie . No e ra cue stión de de jarlo de scansar.

La muje r tambié n corrió a ayudarle , pe ro nunca lle gó


a su de stino. Lucife r la inte rce ptó a la ve locidad de la luz.
Ella le miró sorpre ndida.

—Q uie ta —sise ó. No le hizo falta sabe r que la


te me ridad e n su voz le había he lado la sangre e n las
ve nas. Si e s que le que daba algo.

Astaroth fue arrastrado e n dire cción a la salida. La


sangre de sus alas de jaba un re gue ro sinie stro e n e l
sue lo pulido, y sus pie s infe ctados chirriaban al de slizarse
e n contra de su voluntad por las baldosas. La mirada
ame nazadora que le dirigió al Empe rador de sde sus
cue ncas oscuras no fue te nida e n cue nta.

—Lle váoslo de aquí —dictaminó, parape tando a


C harlo e tras su e spalda. S u mirada no se de spe gó de la
de su he rmano—. Me complace que e l piso de arriba te
gustara tanto, porque no vas a volve r a salir de allí hasta
que yo lo diga.

S e ace rcó con pasos plúmbe os hasta e l de sve ncijado


cue rpo de l Archiduque y prácticame nte le e scupió e n la
cara.

—Nos ve re mos de nue vo cuando tu e stúpido


organismo humano se pudra. C harlo e y yo sabre mos
muy bie n cómo pasar e l rato hasta e ntonce s.

Atrajo a una llorosa C harlo e hacia sí, posando la


mano sobre su cintura con ge sto pose sivo.

Hacían bue na pare ja. Te ne brosa y pe culiar, como


e sculturas de arte fúne bre , pe ro bue na pare ja.

Astaroth no pare cía de la misma opinión y se


de sgañitó por tratar de hacé rse lo e nte nde r.
—No te atre vas a tocarla —re solló.

Lucife r prorrumpió e n carcajadas.

—Por supue sto que la voy a tocar. Esta noche y todas


las que me dé la re al gana —hizo caso omiso al ge sto de
re pugnancia que atrave só e l rostro de C harlo e —. Va a
ge mir tan fue rte que aún te pare ce rá que e stá e n tu
cama. V oy a darle todo e l place r que tú ya no podrás,
¿ve rdad que sí, chérie?

El Archiduque ce rró los ojos cuando la mano de


Lucife r re sbaló hasta las nalgas de C harlo e con una
se nsualidad e laborada durante mile nios.

—Q ué irónico —come ntó Lucife r—. La humana se


que da e n e l I nfie rno, tú te que das e n la Tie rra. Podría se r
e l argume nto pe rfe cto de una nove la de amor, ¿no te
pare ce ?

La mano de l Empe rador siguió su re corrido a lo largo


de la e spalda de C harlo e hasta lle gar a su nuca. Ella
pe rmane cía muy quie ta, sus ojos doloridos clavados e n
Astaroth, que no apartaba la vista de los suyos.

Lucife r chasque ó los de dos ante los ojos de sus


sicarios.
—Ya me he aburrido —dijo con de sidia—. No lo solté is
hasta que e sté muy le jos de aquí.

Astaroth se re torció bajo la prisión de las garras, y un


e nsorde ce dor alarido re tumbó e n la bóve da circular.

—No pue de s hace rme e sto —patale ó—. S abe s que no


puedes, Lucife r. V inimos aquí para no obe de ce r órde ne s
de nadie , y tú lo has traicionado. Ere s tú quie n ha ve ndido
sus ide as, ¿me oye s, Luc? ¡Ere s pe or que Él! ¡No e re s más
que un jodido cacique a Su se rvicio!

Los ojos de Luc pare cían dos me chas de pólvora


re se ca, y sus puños se contraje ron hasta de te ne r la
sangre que corría por e llos. La cámara pare ció
e stre charse sobre sus cabe zas.

—Entonce s —dijo al fin, tras unos se gundos e n los que


sólo se oía la re spiración aguda de l Archiduque y las
lágrimas de Charlotte —, salúdale de mi parte .

La pue rta se ce rró tras e llos.

Lucife r sacudió la cabe za. C ualquie r pe nsamie nto


de ce nte u honrado que pudie ra habe r cruzado por su
me nte , fue e xpulsado con la misma ce le ridad con la que
e mpujó a Charlotte de camino a su alcoba.
*****

No te nía e scapatoria.

C arlota atrave só e l umbral de los apose ntos de Luc


con la tranquilidad de los de rrotados. Tal y como
e spe raba, e l dormitorio de l Empe rador no te nía nada que
ve r con las e stancias infe rnale s lle nas de fue go y mise ria
que los artistas se habían e mpe ñado e n mostrar a lo
largo de los siglos e n sus pinturas. S imilar a la que había
visto e n e l cuarto de Lily, la cama de spe día opule ncia
de sde los cuatro poste s y de sde la pe sada colcha de
brocado color burde os. El sue lo, tambié n allí, e staba
cubie rto por una manada de animale s mue rtos que
e xponían sus pe lambre ras a los pie s de l público. Y, por
supue sto, luz. Mucha luz, proce de nte de ve las,
cande labros y algún que otro quinqué .

El ve stido ne gro se e nre dó e ntre sus pie rnas cuando


Luc la obligó a caminar más de prisa. A pe sar de l calor de
las ve las, C arlota sintió que su pie l se he laba bajo e l
toque de l Empe rador. Pronto, al roce de sus ye mas se
unió e l de los labios de l monstruo, de slizándose con
parsimonia por su cue llo.

Charlie ce rró los ojos para ale jar de sí e l asco.


—No sabe s —los susurros de Lucife r sonaron tan
ce rca que su oído se e stre me ció— lo mucho que he
anhe lado e ste mome nto. El tie mpo que hace que te
e spe ro…

Las manos frías de Luc rode aron su cintura por


de trás, y Carlota trató de de jar la me nte e n blanco.

Había pagado un pre cio de masiado alto por


e namorarse y, mie ntras los die nte s de l de monio la
de spojaban de los tirante s me tálicos de su ve stido, se
e nfre ntó al que iba a se r e l re sto de su vida. S u futuro
había lle gado de forma ine spe rada. Había cobrado la
forma de una pe sadilla imposible , de las zarpas de una
be stia ce ñidas a sus cade ras para e l re sto de la
e te rnidad.

Los labios de Luc e ran suave s, e l tacto de sus manos,


te rso y cuidadoso. No había nada dañino o e goísta e n su
comportamie nto. S in e mbargo, no bastaba con e so para
hace rla olvidar.

—Tie ne s una pie l de liciosa, chérie. Al igual que e l re sto


de tu cue rpo.

C harlie se hizo brutalme nte de la pre se ncia de Lucife r


y, sobre todo, de la ause ncia de David. Hasta que sus
avance s se fre naron e n se co a la altura de sus pe chos,
justo a tie mpo para que las náuse as no la de lataran.

—¿S abe s qué ? —los de dos de Luc de volvie ron los


tirante s a su lugar con habilidad—. No e s dive rtido si no
colaboras, chérie.

La giró sobre sus talone s y e lla se sintió confundida.


Q ue la tratara con pacie ncia y se pre ocupara por e lla no
e ra algo que hubie se plane ado, y se pre guntó hasta qué
punto e ra since ro su inte ré s.

S us ojos ne gros re fulgían con e xtraños de ste llos


e scarlata, pe ro no había nada inquie tante e n e llos; e ra
como si e l hombre que te nía de lante fue se una pe rsona
dife re nte de l que había torturado a Astaroth hasta la
agonía y había impue sto su voluntad sin ningún
e scrúpulo.

—Entie ndo que e ste ha sido un día muy duro para ti y


que de be s de e star agotada —agre gó, con tanta dulzura
que la e spantó—. S e ré pacie nte contigo, pe ro e spe ro que
no olvide s que , hagas lo que hagas, acabarás sie ndo mía.

S u rostro había adquirido de nue vo e sa aura ange lical


que la atrajo al instante e n e l mome nto e n que lo vio por
prime ra ve z e n su de spacho.

C arlota asintió. No sabía cuánto tie mpo duraría la


tre gua, pe ro e staba dispue sta a alargar cada minuto al
máximo.

—S ólo e spe ro tambié n que te mue stre s lo bastante


participativa como para que no te nga que e mple ar
contigo las mismas té cnicas que Astaroth me forzó a
utilizar con é l —dijo de sde la pue rta.

Lue go la ce rró, y C arlota se hundió sobre e l colchón,


e spe rando su re gre so.
Capítulo XXV

David aporre ó la pue rta de la mansión de S aint


C harle s Ave nue hasta que las bisagras ce die ron y se
abrió. Entró e n la casa como una tromba y se lanzó
e scale ras arriba. S us cabe llos onde aron con la misma
furia conte nida con que se movía e l re sto de su cue rpo
fe lino. Las morde duras de l látigo y los rastros de l fue go
no e ran más que un re cue rdo de l pasado; la mayoría de
las he ridas habían sanado durante e l traye cto de vue lta a
la Tie rra.
No podía de cir lo mismo de su corazón.

Lle gó a la habitación y re buscó e n los cajone s de la


me silla de noche hasta e ncontrar lo que buscaba. No le
sirvió de gran cosa, porque cuando ace rcó e l cañón a su
fre nte y apre tó e l gatillo, la bala re botó e n su cráne o
como e n una supe rficie de diamante .

S e pre cipitó hacia e l cuarto de baño, donde abrió e l


grifo de la bañe ra y taponó e l aguje ro de l de sagüe . En
cuanto e l agua alcanzó una altura conside rable , hundió la
cabe za e n e lla y de jó de re spirar. Die z minutos de spué s,
aún se guía vivo.

S e sacudió e l pe lo y parte de la frustración de camino


a la azote a. S e guro que tre s pisos e ran más útile s que
dos, pe ro, para e l caso, le hubie ra se rvido de lo mismo
lanzarse de sde e l Empire S tate , porque cayó de pie con la
sutile za de un gato.

El maldito bastardo se había salido con la suya; había


cumplido su ame naza y ahora David sufría la conde na de
vivir como un mortal e n un cue rpo que no lo e ra. El hijo
de puta de l de stino volvía a e nsañarse con é l.

C orrió hacia la cocina, con inte nción de hace rse con e l


cuchillo más afilado que pudie ra e ncontrar, pe ro toda su
voluntad, su cóle ra y su de te rminación se vinie ron abajo
e n cuanto visualizó e l charco de sangre re se ca sobre e l
sue lo.

Ve ncido, la fue rza de la grave dad e mpujó sus rodillas


hasta e l sue lo. S e apartó e l pe lo de la cara y pasó una
mano con suavidad por la mancha roja. C uando una
lágrima cayó sobre e lla, la sangre volvió a adquirir e se
tono vibrante y luminoso que tie ne cuando e stá fre sca.

Eso e s lo más ce rca de la vida que C harlo e volve ría


a e star alguna ve z.

Podía inte ntar huir de la ve rdad, pe ro é sta se guiría


ahí, ace chándole , hasta e l fin de sus días. C harlo e no
volve ría jamás.

La había conde nado a sufrir la misma tortura que é l, y


e so e ra algo que nunca se podría pe rdonar. Algo que ni
siquie ra con su mue rte podría re dimir.

C on e l olor a me tal oxidado de la sangre de C harlo e


aún latie ndo e n sus fosas nasale s, se puso e n pie y se
sirvió un vaso de bourbon. F ue ran como fue re n los años
de humanidad que le aguardaban, lo me jor se ría que los
pasase e n la dulce inconscie ncia de la e mbriague z. Tal
ve z así acabaran ante s.

C on la hipnótica me ntira de l alcohol, lle gó la ve rdad


más dolorosa. Había matado lo único bue no que le había
pasado e n su vida, lle vándose por e l camino a una
inoce nte .

Una inoce nte a la que que ría más de lo que alguna ve z


se quiso a sí mismo.

No e ra más que e scoria.

Dio un último trago y e l ardor de l licor le re cordó la


opre sión e n e l pe cho que sintió cuando vio a C harlo e
ante sí, como un ánge l re cié n te ntado, e n la lugubrie dad
de la cámara. Puta vida.

David ave ntó un puñe tazo e n e l mostrador de la


cocina que hizo te mblar los cristale s. S in pode r
de te ne rse , de shizo e l camino andado hasta e l piso
supe rior y, una ve z allí, se e ncargó de saque ar y
de strozar todos los mue ble s que contuvie se n algo de

C harlo e . De shizo la cama, que aún olía a e lla, y sacó


su pijama de e ntre las sábanas.
Lo lanzó por e ncima de su cabe za. Las pue rtas de los
armarios se abrie ron de par e n par y todo su conte nido
fue volcado fue ra, e sparcié ndose por e l sue lo como
lágrimas pe re nne s. De rribó cada e stante y cada frasco
de l cuarto de baño, ponié ndolo todo pe rdido de cristale s y
aromas.

En los cajone s e staban guardados todos los re galos


que é l le hizo. C onte mpló con odio al cocodrilo de
chocolate , culpándolo de todas sus de sgracias. S i é l y sus
e stúpidos plane s de ase dio se hubie ran mante nido le jos
de e lla, a e stas horas e staría viva. Estaría e n su casa. En
la facultad. Con sus amigas. Con un bue n chico.

Sonre iría. Re spiraría.

No habría te nido que ve nde rse como una rame ra


de se spe rada para salvar a alguie n que no la me re cía.
Q ue la había pue sto e n pe ligro de sde aque l domingo de
fe bre ro e n que se e mpe cinó e n que se la pre se ntaran e n
la calzada de Toulouse Stre e t.

Alguie n como é l, tan ne fasto y tan bastardo, nunca


de bió posar sus abye ctos ojos e n alguie n como C harlo e .
Sus sucias manos profanaban todo cuanto tocaban.
S ólo cuando cre yó que su alma y su me nte
re ve ntarían de re mordimie ntos, se pe rmitió a sí mismo
e ntrar de nue vo e n la cocina y pone rse a la altura de la
sangre que la muje r que amaba había dado por é l.

Tumbado he cho un ovillo sobre las frías baldosas,


conte mpló con de voción e nfe rmiza e l último re cue rdo
que le que daba de C harlo e . La sangre fue
oscure cié ndose poco a poco, al e ntrar e n contacto con
sus lágrimas ne gras.

*****

A la mañana siguie nte , C arlota se incorporó


sobre saltada cuando un re pique te o e n las pue rtas
france sas la ale rtó de la lle gada de un nue vo día. S in
e mbargo, allí no había pe rsianas que le vantar, ni
bombillas que e nce nde r.

El infie rno e s sólo e so. El infie rno. No hay nada más


allá de lo que ve s. No hay matice s, ni doble ce s. Q uizá e so
se a lo más ate rrador de todo.

No fue conscie nte , a lo largo de la noche ante rior, de l


instante e n que sucumbió al sue ño, pe ro al me nos había
logrado ce rrar los ojos y de scansar. Nadie había e ntrado
nadie a la habitación, hasta ahora.

El tamborile o se re pitió, más fue rte , y C arlota se tapó


con la grue sa colcha por mie do a que fue se Lucife r.
Lle vaba la misma ropa que Lily le había dado, pe ro e se
ve stido de gasa no cubría lo suficie nte .

—Ade lante —tartamude ó.

La manilla dorada se giró. Sorpre ndida, frunció e l ce ño


ante e l de sconocido de cabe llos rubios, casi blancos, y
sonrisa amistosa que apare ció e n e l umbral, con una
bande ja de de sayuno e ntre las manos.

—Bue nos días —la saludó.

Tal ve z no fue se Lucife r, y la e xpre sión de su rostro


re sultase más amigable , pe ro C arlota subió un poco más
e l e dre dón y asintió con lige re za.

—Tranquila —é l de jó la bande ja a los pie s de la cama


—. Yo no soy como e se maníaco se xual. Bue no, sólo a
ve ce s —sus faccione s se re torcían al hablar, como las de
un payaso—. Pe ro pue de s e star se gura de que no te haré
nada. Palabrita de Be lze buth.

Carlota abrió mucho los ojos.


—¿Ere s Be lze buth?

—Llámame Be l —re spondió é l con de sidia—. Y


supongo que tú e re s Charlotte , la chica de Ast, ¿no?

Ella hizo un ge sto afirmativo.

—S í, ya sé quié n e re s —re pitió Be lze buth—. Has


causado un auté ntico re vue lo aquí. No se habla de otra
cosa por los bajos fondos de sde hace tre s días que de la
chica por la que pe le an los pe ce s gordos.

Charlie agrade ció la confianza y la amabilidad con que


la trató, pe ro algo e n sus palabras le hizo sacudir la
cabe za.

—¿Tre s días? ¿Han pasado tre s días de sde que


lle gué ?

Be l e ntre chocó sus palmas y lue go hizo crujir los


nudillos.

—Ah… e l tie mpo infe rnal… Pasa rápido, ¿ve rdad? Y


que lo digas —parlote aba a una ve locidad imposible de
proce sar tan te mprano—. Aunque no e s para tanto una
ve z que te acostumbras. Acaba por pare ce rte e te rno —
brome ó.
S u cháchara fue inte rrumpida por un que jido
proce de nte de l e stómago de Carlota.

—O h, vaya, disculpa mis modale s —los me chone s


claros de Be l onde aron cuando se inclinó hacia la bande ja
—. Te he traído e l de sayuno. Luc dice que de be s come r
algo para re pone r fue rzas, no sé si sabe s a lo que me
re fie ro…

Ella gruñó.

—C re o que me pue do hace r una ide a —asumió con


sarcasmo.

Be lze buth rompió a re ír y toda la habitación re tumbó


con sus carcajadas.

—Vaya, pare ce s lle varlo bastante bie n —confe só


admirado—. Ese bribón de Astaroth sie mpre ha sabido
dónde e ncontrar la me jor me rcancía… Uy, pe rdón.
S upongo que no de be ría re fe rirme a la invitada de honor
como me rcancía, pe ro me compre nde s, ¿ve rdad? No
e stoy acostumbrado a me dir mis palabras.

Ella se cundó su risa.

—No te pre ocupe s —sus de dos trastabillaron e n e l


borde de la colcha y su voz vaciló e n la punta de su
le ngua—. ¿Ere s amigo de … Astaroth?

—El me jor —re plicó con orgullo—. J unto con e l


e rotómano cachondo que te tie ne aquí e nce rrada, claro.

C harlie picote ó unas cuantas migajas de l plato de


tostadas y se las lle vó a la boca con cuidado. Nunca ante s
se había plante ado si las almas de los mue rtos
ne ce sitaban comida, pe ro, visto lo visto, tal ve z un buffe t
libre e n la pue rta de l ce me nte rio fue ra e l ne gocio de l
siglo. Era una lástima que e lla no pudie se lle varlo a cabo.
El pan e staba rancio, pe ro se abstuvo de prote star. A
pe sar de lo ocurrido, de sde que había pue sto e l pie allí
abajo todos pare cían de shace rse e n ate ncione s con e lla.

—¿Q uie re s que te cue nte cosas de é l? —pre guntó


Be lze buth e n tono amistoso. C arlota ace ptó e ncantada, y
se pasó e l de sayuno e scuchando ané cdotas de ante s de
la C aída, de la infancia de David y de las trave suras que
habían organizado juntos.

C uando oyó a Be lze buth re latarle , como un abue lo


narrando e pisodios de gue rra, aque lla ve z e n que habían
volcado pintura blanca sobre las alas de Luc mie ntras
dormía para darle un bue n susto, no pudo e vitar e charse
a re ír con fue rza.

S í, de finitivame nte , no se podía que jar. A pe sar de


todo, su situación allí abajo no e ra tan mala como había
pre visto cuando…

Las pue rtas se abrie ron con un golpe se co y la


corrie nte he lada que pe ne tró por e llas se lle vó hasta su
último pe nsamie nto.

El rostro iracundo y ame nazante de Lucife r la


obse rvaba de sde e l vano. Esta ve z no había he rmosas
ropas de dise ño que disimularan su auté ntica condición,
sino que se pre se ntó ante e lla con las alas de sple gadas y
e l faldón onde ando e n torno a sus tobillos, con toda la
fue rza de su pode r. El optimismo de C arlota se
de svane ció con las chispas que de spre ndían sus ojos
ne gros.

—Así que , ¿é ste e s e l jue go al que te gusta jugar,


ché rie ? Te gusta hace rte la dura conmigo pe ro lue go le
ríe s las gracias a los de más. ¿Te divie rte e so,
ché rie ?¿Quie re s ve r lo que me divie rte a mí?

Be l se le vantó con rapide z de la cama y dio un paso


ade lante .
—Luc, por favor, no… —trató de de fe nde rla.

—¡Tú cállate ! —vocife ró, y con una sola mano lo


agarró por e l cue llo y lo arrastró fue ra de l dormitorio.

Los ojos de Be lze buth la miraron impote nte s ante s de


que las pue rtas se ce rraran. C arlota e staba sola. S ola y
ate rrada, mie ntras ve ía al Empe rador pase ar a lo largo y
ancho de la habitación me sándose los cabe llos.

—Aye r te dije que se ría pacie nte contigo —come nzó


—, pe ro mi pacie ncia tie nde a agotarse cuando la pone n a
prue ba. No tole raré que te burle s de mí, mocosa humana.
He visto, oído y vivido cosas que tu vulgar me nte ni
siquie ra se atre ve ría a pe nsar. S é más de lo que nadie
nunca podrá e nse ñarte , y no de be rías sube stimarme .

C harlie se agitó, pre sa de l pánico, y la colcha que la


prote gía cayó hasta su cintura, de jando al de scubie rto la
pe che ra de l ve stido. Turbada, inte ntó de volve rla a su
lugar, pe ro se trabó e n e l camino. Para su de sgracia,
Lucife r fue más rápido que e lla.

La paralizó sólo con e l pode r que e manaba su mirada


de é bano. S e ace rcó con le ntitud a la cama, con los
andare s de un de pre dador listo para cazar a su
vulne rable pre sa.

—Lle gó tu hora —susurró junto a su oído.

*****

David vagó por las calle s e n una nube e tílica. La


mansión se le ve nía e ncima y no podía soportar ve r sus
cosas de sparramadas por e l sue lo sin e charse a llorar
como un maldito pe luche de S ad S am o simple me nte
pate arlas.

Bonito final para una historia tan dramática. S ólo que


e l tramoyista había de jado cae r e l te lón e n e l mome nto
más inoportuno.

S e tambale ó al avanzar a travé s de C onstance S tre e t.


Era bue no, no obstante , contar con e l apoyo de farolas y
pape le ras. Cuando re cupe rara la sobrie dad, quizá fue ra a
hace rle una visita de corte sía al tipo que mandara e n la
ciudad. Para agrade ce rle e sas cosas. Te ndría mucho
tie mpo, ahora que su e xiste ncia transcurriría como la de
un humano pe ro sin posibilidad de morir. Y e ra una jodida
lástima, porque un tiro e n la sie n habría re sultado tan
e spe ctacular como útil.

Zigzague ó una ve z más, ante la mirada re probatoria


de los transe únte s. O lía a whiske y y a e ncie rro; a
hume dad y de solación. Por una ve z pre firió ape star a
cosas tan pe re ce de ras. Tal ve z e so le hicie se más mortal.
Tal ve z le ace rcase a e lla.

A ve ce s, cuando no te ne mos nada que pe rde r,


lle vamos a cabo actos imposible s.

A lo me jor e so fue lo que pe nsó C harlo e cuando


tomó e sa e stúpida de cisión.

Y, a lo me jor, é sa e ra la razón de que é l e stuvie ra


dispue sto a tirar sus se is mil años de vida por la borda
cuando vio e me rge r ante sí la fachada de l S anto
Sacrame nto.

*****

Luc tirone ó de l ve stido de C arlota y las cade nas que


te nía por tirante s le arañaron los hombros.

Gritó. V olvió a hace rlo cuando la e mpujó sobre la


cama con rude za. Una arcada de bilis le arrasó e l
e sófago.

—Ere s una pe que ña zorra —su voz te nía e l mismo


e fe cto de sgarrador que sus uñas—. Te has propue sto
e nve ne nar a todos mis he rmanos contra mí, ¿no e s
cie rto? ¿Es e so lo que quie re s, Charlotte ?

Luc se colocó e ncima de e lla y le manose ó las


pantorrillas sin ningún cuidado. S us ojos irradiaban
ve ne no e n forma de chispas e scarlata. S us sise os
agitados la ate rrorizaban.

Trató de e scapar, pe ro e ra más fue rte que e lla y,


mie ntras no se lo quitara de e ncima no te ndría ninguna
oportunidad. Se había acabado e l indulto.

—Maldita rame ra —los insultos de Luc no hacían tanto


daño como sus garras, que de pronto e staban por todas
parte s—. Ya tuvimos suficie nte con Astaroth.

¿Pre te nde s hace r lo mismo con Be l? C uando haya


acabado contigo no vas a pode r pone rte e n pie , mucho
me nos intrigar a mis e spaldas.

—S ué ltame —rogó sin sabe r si force je ar más se rviría


de algo—. Por favor…

Pe ro é l no la e scuchaba. Estaba de masiado


obse sionado con su obje tivo. C on aque l cue rpo que se
re torcía bajo las cade nas y su propio pe so.
—Te prome to… —trató de de cir al notar la e xcitación
de la be stia e ntre sus muslos.

Su súplica fue inte rrumpida por un tirón e n su pe lo que


la hizo chillar. El dolor la ce gó, pe ro volvió a inte ntarlo e n
cuanto se de svane ció. Era una batalla a mue rte , pe ro e lla
ya no te nía nada que pe rde r.

—Te prome to que no haré nada, no hablaré con nadie ,


pe ro sué ltame …

Pe ro é l e staba de masiado ansioso por pose e rla.


Empujó sus cade ras contra las de e lla. El bulto bajo e l
faldón latió y se hizo más e vide nte para los dos.

Le subió e l ve stido hasta e l vie ntre . De snuda de


cintura para abajo, a Carlota sólo le que daba una opción.

Rogar que pasara pronto. S ólo e so. Ni siquie ra


patale ó. S e limitó a ce rrar los ojos con asco, por sí misma
y por é l, y e spe ró e l ataque . C uando sintió que la te la
ne gra se rasgaba e ntre e llos, supo que había lle gado.

*****

Hacía mucho que Astaroth no e ntraba e n una igle sia.


Exactame nte , cinco mil ochocie ntos nove nta y ocho años.
Esas cosas un de monio no las olvida, y mucho me nos uno
que ya lle vaba años vagando por la Tie rra cuando se
construyó la prime ra.

S ubió los e scalone s que lo se paraban de la pue rta


principal ve ncie ndo los e scalofríos y tratando de re primir
e l te mblor de sus pie rnas. Ante é l, la fachada azul paste l
se e le vaba como una tarta de me re ngue con la cruz
e ncima a modo de ve la.

Las náuse as come nzaron ante s de atrave sar e l


umbral y se pre guntó si podría lle gar al final. Un hilo de
sudor frío discurrió por su e spalda y latió e n sus sie ne s.
Los sonidos de la calle se ale jaron, como si no fue ran
re ale s. El aire e scapó de sus pulmone s hasta que
que daron vacíos, y tuvo que hace r un e sfue rzo para
lle narlos otra ve z, mie ntras imáge ne s galopante s ace rca
de su pasado y su pre se nte giraban alre de dor de su
mirada borrosa.

S abía lo que había sido y lo que e ra. Lo que le


importaba una mie rda e ra lo que ve ndría de spué s. Un
hombre con tanto pasado que se había cargado su futuro
ante s que é ste come nzara. Eso e ra é l.

Con e l pulso de sbocado, e mpujó e l pomo. Las náuse as


se inte nsificaron.

La iluminación e n e l inte rior e ra e scasa, pe ro sus ojos


ya e staban acostumbrados al ne gro más absoluto. El
pasillo ce ntral apare ció ante é l como un pue nte de cue rda
e n me dio de un pre cipicio e scarpado.

C uando te nía quince años había atrave sado uno


similar por última ve z. Luc e spe raba de l otro lado. Le
había e ntre gado la mano, su voluntad, su fe y su vida. A
cie gas. Había pe rmane cido a su lado día y noche , e n lo
bue no y e n lo malo. Habían de scubie rto juntos e l mundo
que se le s ne gaba allá arriba a los de su condición.
Habían compartido e l de sce nso, pe ro tambié n la libe rtad.
Las únicas cade nas que e n e se mome nto le s afe rraban
e ran las de su amistad.

Y Luc lo había traicionado.

Apre nde r a vivir sin Luc e ra impe nsable . Apre nde r a


vivir sin C harlo e e ra pe or. S u sombra humana se
ade lantó por e l e mbaldosado de l sue lo. C ruzó la nave sin
de spe gar los ojos de su propio contorno dibujado.

Las re accione s físicas habían me nguado, pe ro aún


pe rsistían los te mblore s y e l frío. Era e xtraño se ntir e l frío
de nue vo, de spué s de tanto tie mpo. Notar cómo las fibras
se contrae n bajo la pie l, cómo e scue ce n los poros y se
re be la e l ve llo e n una prote sta casi pue ril. Una ve z, hacía
muchos siglos, e staba habituado a tratar con se nsacione s
como é sa a me nudo. Pe ro lue go, un mal día, e l fre scor
te rminó. Todo fue calor, fue go, brasas. Y si de una
maldita cosa e staba se guro e ra de que no hay nada que
re sulte place nte ro e n se ntir calor si no tie ne s un frío con
e l que compararlo.

S e de tuvo e n e l cruce ro, de lante de l altar, con la


cabe za gacha. De bía de e star aún más loco de lo que
cre ía para ace rcarse hasta allí y para e star a punto de
hace r lo que e staba a punto de hace r.

Para su sue rte , no había nadie más e n e l te mplo a e sa


hora de l día. Las sillas e staban vacías, re fle jando e n sus
asie ntos la poca luz que se filtraba por las ve ntanas.
Tampoco e staba e l sace rdote .

C ayó de rodillas, impulsado por una pre sión


de sconocida. O , tal ve z fue ra sólo cansancio. No se
arrodillaba ante nadie . No e n vano habían pe rdido e l
paraíso por e sa e stricta cabe zone ría suya. Pe ro hacía
tantos siglos ya, y e staba tan agotado...
La image n de C harlo e volvió a é l. De habe r sido otra
pe rsona, tal ve z habría podido ofre ce rle algo bue no e n
e sa igle sia. Una boda como é sas de las que tan a me nudo
se habían burlado, con su familia y amigos. Algo que le s
unie ra para sie mpre .

Pe ro e ra un De monio. Y para lo único que C harlo e


había e ntrado e n una igle sia de spué s que é l se cruzara
e n su camino fue para asistir a su propio fune ral.

Maldito. Maldito. Maldito hijo de puta.

No le importaba habe r conde nado su e xiste ncia, ni


habe r arrastrado a sus he rmanos. Pe ro había he cho cae r
a la única muje r que había amado y nada, ni siquie ra
gobe rnar sobre e l I nfie rno, valía e so. La e te rnidad no
valía tanto como Charlotte .

Alzó los párpados, poco a poco. A travé s de la luz que


pe ne traba por e l amplio ve ntanal de l ábside se pe rfilaba
una cruz de made ra y David se e stre me ció.

A ve ce s, cuando no te ne mos nada que pe rde r,


lle vamos a cabo actos imposible s. Y, e sta ve z, la banca se
había lle vado todas sus fichas. C on los párpados
ane gados de siglos de lágrimas no ve rtidas, sus labios
e mpe zaron a articular sonidos. Prime ro fue ron simple s
sílabas titube ante s. Lue go palabras. Ve rsos. S onido
inaudible s, ape nas susurros que impactaron como una
bomba agitada sobre los muros de la igle sia. Un
murmullo impe rce ptible que tomaba allí de ntro la
consiste ncia de un tornado, como si e l C ie lo y la Tie rra se
de se nte ndie ran de l frágil e quilibrio que los une . Poco a
poco su voz se e le vó, mie ntras las pare de s de la igle sia
se transformaban e n fue nte de luz. Poco a poco fue
musitando una oración.

*****

C arlota solo notó que la mano que se introducía e ntre


sus muslos se de te nía con brusque dad.

La oscuridad e ra casi total. Aun así, sorpre ndida por la


re pe ntina ause ncia de pre sión sobre su cue rpo, se
incorporó de un salto e n la cama, tratando de ve nce r e l
aturdimie nto. El re gue ro que discurría por sus me jillas se
fue aliviando, pe ro le costó bastante más normalizar su
re spiración.

Palpó las sábanas junto a e lla, pe ro no había nadie .


S us ojos borrosos buscaron e ntre los claroscuros de la
habitación. Vacía.
Un jade o le de mostró, sin e mbargo, que Luc no se
había ido muy le jos. Estaba a los pie s de la cama, tirado
sobre la alfombra de oso pardo, he cho un ovillo. Tiritaba
de forma tan compulsiva como un be bé durante sus
prime ras fie bre s. Cuando e mpe zó a convulsionar, Charlie
se asustó. Lucife r los había manipulado a su antojo como
títe re s de scabe zados, había torturado a David sólo para
darse e l gusto y hacía ape nas unos minutos había e stado
a punto de violarla. Pe ro su sufrimie nto e ra tan inte nso
que no pudo e vitar se ntir lástima por é l. O , al me nos, por
e l hombre que se e scondía de ntro de e se caparazón de
maldad y pre pote ncia. El adole sce nte que había sido
de spojado de todo sólo por pre te nde r se r e l más listo de
la clase . El niño mimado que lle vaba pade cie ndo se is mil
años de castigos por habe rse re be lado contra su jaula de
algodón.

El me jor amigo de l hombre que amaba.

De la boca masculina e mpe zaron a salir gritos


ate rradore s y todo tipo de maldicione s e n más le nguas
de las que C arlota sabía que e xistían. C omparada con su
voz áspe ra y sollozante , la que había e scuchado hacía
sólo tre s días al lle gar al subsue lo e ra una ange lical
mue stra de de voción divina. I maginó a Luc como a uno
de e sos niños, de cré pitos y de se spe ranzados, que se
arrastraban e n busca de su alma bajo sus propios pie s.
La única dife re ncia, de he cho, que había e ntre e llos e ra
que de é l nadie se ntía lástima. ¿Q uié n se había
compade cido de l De monio alguna ve z?

S e ace rcó con prude ncia, re scatando jirone s de su


maltre cho ve stido y tapándose con e llos como pudo.
C uando lle gó a su lado, e l pe cho de Luc ya e staba
cubie rto de vómito. S u boca de sbordaba e spuma y la
súplica e n sus ojos dolía. Tanto como la de un vagabundo
pidie ndo limosna e l día de Navidad.

La súplica e n sus ojos azules.

Le puso una mano e n la me jilla, fría como e l hie lo,


pe ro no de bió de gustarle e l contacto porque la apartó de
una sacudida. Ni siquie ra la miró, tan sólo llorique ó como
si su maje stad no se sintie ra humillado porque e lla lo
vie ra e n aque l e stado.

Todo se que dó quie to de re pe nte . El mundo se


paralizó y e l sile ncio se abrió paso a de nte lladas a travé s
de la habitación.

No había gritos, ni llantos. No que daba nada de l te rror


ante rior; tan sólo los e ntre cortados jade os de un cue rpo
e xpe ctante . El de Lucife r. Un bre ve hálito de azufre
aguardando e l próximo golpe . La te nsa calma que
pre ce de al huracán.

En mitad de la oscuridad, he lada de mie do, C arlota


contuvo e l alie nto.

Entonce s, un rayo invisible golpe ó e l ce ntro de su


pe cho y Luc se arque ó con un alarido te rrorífico.

*****

…a Ti clamamos los desterrados que nunca fuimos hijos de


Eva.

Lágrimas ne gras circularon por los pómulos de


Astaroth. Tuvo que de te ne rse cuando su voz,
distorsionada por e l llanto, re sultó incompre nsible .

*****

… a Ti suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de


lágrimas.

Cómo dolía cae r. Ya casi se le había olvidado.


Estrella de la Mañana; Lucero del Alba.

Cómo dolía cae r.

La ne grura de l pozo por e l que se pre cipitaba no


impidió que Luc gritara.

Durante se is mile nios había te nido pe sadillas con e se


mome nto. No se podía cre e r que lo e stuvie ra vivie ndo
otra ve z.

Allí no e xistían su palacio, ni C harlo e , ni siquie ra


importaba qué o quié n e ra é l.

S ólo sabía que aque l dolor lo mataría si Ast, donde


quie ra que e stuvie se , no paraba ya.

El dolor de la traición que maba más que mil infie rnos


juntos, como una C aída infinita. El único que e stuvo con é l
de sde e l principio acababa de ve nde r su alma.

Su De monio más fie l. Su he rmano. Su amigo.

La se rpie nte re ptaba por su garganta y e scocía como


ácido sulfúrico de rramado sobre una llaga. S e ahogaba,
que ría e scapar. La asfixia ardía e n su boca, pe ro ni
siquie ra aque llo dolía tanto como e l conocimie nto de
habe r sido de rrotado. De rrotado por é l, por su amigo.

Evocó los ojos de Ast la prime ra ve z que probó e l


dulce y adictivo sabor de l pe cado, cuando e l azul no e ra
más que una bonita le ntilla de carnaval que ocultaba la
oscuridad de su alma. La cone xión que había surgido
e ntre ambos fue tan fue rte …

Ahora lo había pe rdido. Y se pre guntó, e n su jodida


agonía, cuánto mal le habría he cho para que optase por
abandonar e n un instante se is mil años de le al amistad.

Era irónico pe nsar, de ntro de l torbe llino punzante que


lo ase diaba, que lo te nía bie n me re cido. S e is mil años
ante s había pe rdido e l paraíso por una muje r. Había
cambiado e l cie lo por darle un mordisco a Eva.

Ahora, había pe rdido e l infie rno por otra. Había


cambiado a su me jor amigo por e l cue rpo de Charlotte .

Pe ro ninguna muje r valía todo e so. C harlo e no


compe nsaba una e te rnidad sin Astaroth.

S abía que no podía aspirar a su pe rdón. Los De monios


no pe rdonan, no ce de n, no se arre pie nte n. S u amigo
nunca volve ría. Pe ro ni siquie ra S atanás pue de hace r e l
mal las ve inticuatro horas de l día, y aún había un último
consue lo que mitigara su dolor.

Estrella de la Mañana; Lucero del Alba.

El malo sie mpre mue re al final. Y é l, una ve z más,


e staba e n e l bando e quivocado.

*****

C harlie se sobre saltó cuando e l cue rpo de Lucife r


e xpe lió una larga bocanada de alie nto sulfúrico y de spué s
se re lajó.

No se movía.

El De monio e s inmortal, ¿no?

Pe gó la ore ja al bronce ado y brillante pe cho de Luc. Al


me nos pudo constatar que re spiraba, si e s que al suave
vaivé n de su torso se le podía conside rar algo más que
un dé bil hálito.

—Luc. Luc —¿en qué momento se había ganado esas


confianzas con el Demonio?

El re sue llo que salió de su garganta trataba de de cirle


algo, pe ro e ra imposible e nte nde r e l qué .
—Luc —lle vó la ore ja hasta sus labios de bronce .

Vete.

Era imposible que hubie se dicho aque llo. No lo había


dicho, ¿ve rdad? Sin duda había oído mal.

Vete de aquí. Márchate.

S í. C uando lo re pitió por te rce ra ve z, no le que dó


ninguna duda de que é sas e ran sus palabras..

—Cállate , Luc. Estás de svariando. De ja que te ayude a


tumbarte e n la cama.

—Márchate —re pitió.

C argó como pudo su pe sado brazo e n torno a los


hombros. S i ya fue difícil incorporarle hasta que que dó
se ntado, tratar de conve nce rlo de que se pusie ra e n pie
fue una tortura.

C oje ó con dolor hasta la cama. Te nía e l lustroso


cue rpo lle no de bilis re se ca, e l pe lo re vue lto y sudoroso y
un he matoma e n e l vie ntre de l tamaño de su mano. S e
de jó cae r e n e l colchón con un suspiro sordo, y todo e l
dose l te mbló al re cibir su pe so.
—S e rá me jor que llame a Lily. O a alguie n —dijo para
sí.

—No… no. No quie ro que me ve an así.

Ve rle tirado e n la cama tan pálido y con e sa mue ca de


sufrimie nto le hacía pe nsar e n un he rido de gue rra ante s
que e n e l Diablo que había e stado a punto de de strozarla
para saciar su lujuria. S e e ncontraba tan dé bil, y tan
sorpre ndido de su propia vulne rabilidad, que cualquie r
humano de l montón, cre ye nte o no cre ye nte , e xorcista o
no, habría corrido a socorre rlo.

—Márchate . Ve te con Ast. Ve te de aquí —se guía


dicie ndo e ntre murmullos.

No podía de jarlo e n aque l e stado. Algo había


suce dido. No sabía qué , pe ro intuía que e ra de masiado
grave . De masiado te rrible . Ne ce sitaba conoce r la ve rdad
aunque é sta fue ra un puñal dispue sto a acuchillarla e ntre
tinie blas.

—De ja que llame a Lily —insistió.

Abrió las pue rtas france sas y se dio de bruce s con


unos ojos azule s que la miraban e spantados, un rostro
pálido y oje roso, como e l de un fantasma, un te mblor de
manos que se incre me ntaba a me dida que se ace rcaba al
umbral.

Lily irrumpió como un ciclón, llorosa y sofocada. S us


labios e staban fruncidos e n una mue ca de pánico, y
bucle s e scarlatas se adhe rían a sus e mpapadas me jillas.

—¡Luc! —la pe lirroja se pre cipitó sobre e l cue rpo


de smade jado de Lucife r—. Mi Cie lo, ¿qué ha ocurrido?

Acunó su cabe za e ntre los se nos y le re tiró e l pe lo


e mpapado de la fre nte .

—¿Q ué ha pasado? —su rostro de jaba traslucir la


trasce nde ncia de su pre ocupación mie ntras abordaba a
Carlota sin se pararse de la cama.

—Dile que se vaya, Lily. Dile a la humana que se vaya.

C harlie se e ncogió de hombros mie ntras aume ntaba


la fue rza con que suje taba los trozos de te la fre nte a su
de snude z.

—Dile que vue lva con Ast, Lily —aunque mante nía los
ojos ce rrados, la voz de Luc cobraba fue rza de sde e l
re gazo fe me nino.
—S hhh. C alla, amor mío. Estás de lirando. Ella no
pue de volve r. Lo sabe s.

—Sí que pue de , Lily. Dile que se vaya.

C arlota pase ó por la habitación como una pante ra


atrapada. C on una mano mantuvo la te la ne gra pe gada a
su cue rpo, mie ntras con la otra hacía una maraña de sus
cabe llos y tiraba de e llos con fue rza. S u de se spe ración
e ra casi tan confusa como la brillante mata castaña.

—No. No pue do volve r —se ace rcó a un e xtre mo de la


cama—. Estoy mue rta, ¿re cue rdas?

Él pare ció abrir los ojos, pe ro e l e sfue rzo pudo más


que su curiosidad y volvió a ce rrarlos.

—Aún hay una oportunidad para ti —dijo. Su voz había


pe rdido la antigua fue rza y abandonaba ahora sus labios
agrie tados como un hipido agónico—. V ue lve con Ast y
dile que … No. No le digas nada.

Tosió y Lily le ayudó a re lajarse con un masaje e n e l


e ste rnón.

—Lily —continuó—. Dile que se vaya. Rué gale si e s


ne ce sario que lo haga fe liz.
F e liz. Era una palabra tan amarga que le daban ganas
de llorar. Lo hubie ra he cho más fe liz que nadie . Lo habría
sido e lla por los dos, si e ra ne ce sario. Pe ro la fe licidad e s
un he rmoso trampantojo de cara a las nube s; te ne rlas tan
ce rca no te garantiza que las pue das tocar. Ella no sabía
cómo e ran las nube s, pe ro sí sabía lo que e ra la fe licidad.
Y por e so la ce rte za de no volve r a te ne rla jamás la he ría
tanto.

—Ya le has oído —por su ge sto, Lily e staba tan


de sconce rtada como e lla.

—Pe ro… pe ro yo no… yo no pue do…

Lily sonrió con la calide z habitual.

—C ré e me , cariño —había un e xtraño brillo e n sus ojos


similar a una e stre lla le jana—. S i Lucife r dice que pue de s
volve r, e s que pue de s hace rlo.

El rostro de C harlie aún re fle jaba su de sconcie rto. S in


e mbargo e ra posible que le e stuvie ra dicie ndo la ve rdad.
Era posible que … ¿Y si fue ra posible ?

—¿C ómo? —la ansie dad no le de jaba ape nas hablar,


pe ro que ría conoce r a toda cosa la re spue sta. Te nía que
hace rlo.
—Encontrarás e l camino —e l instinto mate rnal e ra
más fue rte que e lla y ape nas la miraba ya. S ólo te nía ojos
para las fe as he ridas de Luc—. Ahora márchate .

C arlota dio un paso hasta la pue rta. Lue go se dio la


vue lta.

—Lily.

—¿S í? —de jó de acariciar con las uñas las sie ne s de


Luc y la miró con simpatía.

—Gracias.

La miró a los ojos e n absoluto sile ncio. Había cosas


que , si salía de é sta, no olvidaría jamás. La te rnura e n los
ojos de Lily e ra, quizá, la más importante .

—No hay de qué —dijo e lla—. Dile a Ast que lo voy a


e char de me nos.

A C harlie le pare ció que sus ojos se hume de cían, pe ro


no se paró a comprobarlo.

Alguie n ahí abajo acababa de darle una se gunda


oportunidad y, fue ra como fue ra, no iba a de spe rdiciarla.
Echó a corre r a travé s de l palacio, suje tándose e l
ve stido contra la pie l. I ba tan de prisa que la me le na le
golpe aba la cara y se le me tía por los ojos, pe ro no le
importó.

Re corrió los pasillos como una e xhalación. Re hízo,


paso a paso, e l camino que la había lle vado hasta allí
cuando de spe rtó de spué s de morir. Los niños de l
purgatorio se guían e ntonando e l lúgubre e stribillo bajo
sus pie s, y las pare de s aún lucían grue sas capas de moho
y sucie dad.

Pe nsó e n Luc; le habría gustado sabe r qué le lle vó a


tomar e sa de cisión y si su cue rpo se re cupe raría. Pe nsó
e n Be l, y e n que no había podido de spe dirse de é l. V olvió
a agrade ce rle a Lily e l afe cto mate rnal con e l que la había
tratado de sde e l prime r día.

A pe sar de todo había conocido a ge nte que me re cía


la pe na allí abajo. Los re cordaría para sie mpre con
cariño, aunque e spe raba no te ne r que ve rlos de nue vo
hasta de ntro de mucho, mucho tie mpo.

Pe ro, sobre todo, pe nsó e n e l De monio de ojos azule s


y brillante sonrisa que aguardaba y e n la vida que le
e spe raba con é l.
Ace le ró los últimos me tros hasta que e ncontró la
salida de l labe rinto. C uando lle gó, caminó de spacio hasta
e l punto e xacto e n e l que había de spe rtado. No guardaba
bue nos re cue rdos de e se mome nto.

De re pe nte , todo se volvió ne gro.


Capítulo XXVI

Pablo abrió e l grifo de la ducha e n su habitación de l


S ainte Marie y de jó que e l agua calie nte re sbalara por su
pie l.

Pe rdió la cue nta de l tie mpo que pasó de bajo de l


chorro; la cabe za le pe saba y los músculos e ntume cidos
come nzaron a re lajarse al fin. S u cue rpo volvió a la vida
de spué s de tre s días e n e l infie rno.

Ne ce sitaba un baño calie nte , una sie sta y un


te nte mpié , por e se orde n. Por e so e staba ahora e n e l
hote l, para ale jarse un rato de los proble mas, aunque
e sto e ra e l mundo re al, y los proble mas se guirían ahí
cuando volvie ra a de spe rtar.

Mie ntras vaciaba un bote cito e nte ro de ge l sobre la


e sponja, pe nsó e n cómo de bía afrontar su nue va
situación. Cómo vivir a partir de ahora.

De sde que había e ntrado e n la casa de e se


de sgraciado y había e ncontrado a C arlota, había te nido
tie mpo más que suficie nte para hace rse a la ide a. S in
e mbargo, dudaba mucho de que alguna ve z lograra
sobre pone rse al dolor.

El dolor. La image n de su cue rpo ine rte e n un charco


de sangre aún calie nte le re pugnaba y le lle naba de
impote ncia. C inco minutos, e so habían dicho los
paramé dicos cuando llamó de se spe rado a una
ambulancia. C inco minutos y todo habría cambiado. Él
podría habe r he cho algo por e lla si hubie se lle gado cinco
puñe te ros minutos ante s. S i no se hubie se de te nido ante
la pue rta, si no se hubie ra de dicado a cuchiche ar e n e l
buzón y se hubie ra de jado guiar por su instinto de sde e l
instante e n que vio sus ojos inye ctados e n sangre y los
surcos de color añil bajo sus párpados.

C inco minutos y la te ndría ahí, ahora. S u sonrisa. S u


pe lo. El latido de su corazón.

No sabía qué de monios le había he cho e se


de ge ne rado, pe ro é l habría e stado dispue sto a
pe rdonarla y compe nsárse lo durante e l re sto de sus días.
Sie mpre pe nsó que

C arlota e ra una pe rsona racional, alguie n que


me ditaba las de cisione s que tomaba.

De sde que aque l de spre ciable de David había e ntrado


e n su vida sabía que todo saldría mal, que la haría sufrir,
pe ro no le habría importado conve rtirse e n su paño de
lágrimas e n cuanto e so ocurrie se . Así podría de mostrarle
lo obvio; que é l e ra e l auté ntico hombre de su vida y que
e staban he chos e l uno para e l otro. C ada día, cada
minuto que e lla pasó junto a e se cabrón, Pablo había
sobre vivido gracias a e se único pe nsamie nto. C on
pacie ncia, aguardó su turno; sabía que lle garía pronto y
e staba se guro de que C arlota re capacitaría y se lanzaría
e n sus brazos e n cuanto ne ce sitara ayuda.

Nunca pe nsó que la e ncontraría con las ve nas


cortadas e n e l sue lo de la cocina.

Durante horas, se ntado e n aque lla fría y asé ptica sala


de e spe ra de l hospital con la cabe za e nte rrada e n las
manos, dio vue ltas a lo que e lla había he cho. S ólo Dios
sabía lo que se le pudo pasar por la cabe za para tomar
una de cisión se me jante . Pe ro la había tomado, al fin y al
cabo, y e so e ra lo importante . Eso e ra todo. No había
vue lta atrás.

Re zó e n voz baja para no e ncontrarse fre nte a fre nte


con e se malnacido nunca más e n su vida, porque
e ntonce s sí que se lo haría pagar y con cre ce s. Aunque se
manchara las manos de sangre y acabara e ntre re jas, iba
a hace rle tragar sus culpas una a una. Por e lla. Era lo
me nos que me re cía.

El tal W hite no sólo la había abandonado a su sue rte ,


sino que ni siquie ra tuvo la de ce ncia de pre ocuparse por
e lla de sde e ntonce s. No e stuvo pre se nte cuando subie ron
a C arlota e n aque lla horrible camilla; no lloró por e lla e n
e l hombro de l paramé dico, ni a solas; no arre gló todo los
pape le s que hacían falta hasta que e stuvie ron e n re gla;
no tuvo que sorbe rse las lágrimas y llamar a su madre
para contarle lo que había ocurrido y afrontar juntos e l
golpe ; no ve ló e n la oscuridad de la noche sus párpados
ce rrados, de se ando que todo fue ra una pe sadilla y
volvie ran a abrirse .

Daría lo que fue ra por ve rse re fle jado e n e l brillo de su


iris una ve z más.

Tiró la e sponja contra la pare d de azule jos y golpe ó la


mampara de cristal, que re tumbó e n e l sile ncio de l hote l.
Nunca de bie ron ir a e se viaje . Nunca de bió pe rmitir
que e se tipo la e ngatusara.

Nunca de bió ale jarse de e lla… pe ro ya e ra de masiado


tarde para cambiar e l pasado.

El agua calie nte se me zcló con las lágrimas de Pablo.


Lloró con nostalgia, con rabia, con pe na y con
de se spe ranza, apoyado e n la pare d.

Lloró tan fue rte que no e scuchó la familiar me lodía


que salía con insiste ncia de l bolsillo de su camisa.

*****

David me tió la llave e n la ce rradura de la mansión de


Saint Charle s y le dio la bie nve nida al dolor una ve z más.

De jó e l llave ro e n la consola de l re cibidor y pate ó


algunas de las cosas que é l mismo había de spe rdigado
por e l sue lo.

Aún le e scocían los ojos y los labios le sabían a sal


se ca. S u concie ncia todavía e staba de struida, pe ro al
me nos había podido de jar de llorar de sde que abandonó
la igle sia.
Nunca pe nsó que las lágrimas pudie ran se r tan
saludable s. De sde que se había pe rmitido a sí mismo
de sahogarse , se ntía una tranquilidad e spe cial, algo
pare cido a la paz. La paz que no había se ntido e n se is
mile nios.

Pe ro no duró mucho tie mpo. Entró e n la cocina a


se rvirse un vaso de agua, y e l ce rco rojo e n las baldosas
le re cordó que la paz no e xiste . No cuando e re s un
De monio.

Abandonó la cocina e n e stampida. S e de rrumbó sobre


e l sillón de la sala de e star y re fle xionó ace rca de l
siguie nte paso que de bía dar. No le gustó nada. Había
pospue sto lo ine vitable un día tras otro; lo que fue ra con
tal de no e nfre ntarse a lo horrible .

La tumba de Charlotte .

S abía que e n algún mome nto te ndría que ir a visitarla


De sconocía e n qué lugar la habían e nte rrado, aunque
supuso que e l cadáve r habría sido e xpatriado y
de scansaría e n España. Llamaría a Adri. S i no le odiaba ni
le culpaba de su mue rte , e lla se lo diría.

S i Danie l e stuvie ra allí le pe diría que comprase


cuantos ante s un bille te de avión.

Pe ro como e staba solo, te ndría que hace rlo é l mismo.

De cidido a no de jar pasar más tie mpo, se puso e n pie


con e sfue rzo. Mie ntras se dirigía a su habitación, e n
busca de l portátil, re cue rdos de sorde nados de C harlo e
se fue ron agolpando e n su me nte . V olvió varias ve ce s
sobre sus pasos, para acariciar un ve stido o afe rrar con
rabia su pijama.

S u e stúpido y burdo pijama de cuadros. El maldito


pijama que nunca volve ría a pone rse .

El e stride nte timbre de l te lé fono e vitó que e l conocido


picor tras sus párpados se convirtie ra e n una nue va
avalancha de lágrimas.

S e e ncontró te ntado de de jarlo sonar hasta que se


cansaran y lo de jaran e n paz.

Malditas las ganas que te nía de hablar con nadie e n


e se mome nto. Pe ro supo que cualquie r cosa e ra me jor
que aque l pitido vibrante taladrándole los oídos.

De scolgó con de sgana y se lle vó e l móvil a la ore ja.


—Yeah?

—David White?

La voz de ace nto latino le re sultó e xtraña y se


pre guntó quié n cojone s e ra y por qué te nía su núme ro, si
no se lo había dado a nadie durante su e stancia e n la
Tie rra. Sólo sus chicos y Charlotte lo conocían.

—Sí, soy yo.

—Disculpe, S r. W hite. Espero no molestarle pero no sabíamos


qué hacer y como el S r. Pablo Morán no atiende nuestras
llamadas nos vimos obligados a preguntarle a la señorita si
podíamos localizar a algún otro familiar en la ciudad.

¿De qué de monios e staba hablando aque l hombre ?

—Pe rdone —e staba e mpe zando a pe rde r la pacie ncia


—. ¿S e pue de sabe r quié n rayos e s?¿Para qué rayos me
llama?

El hombre latino carraspe ó.

—S í, sí, disculpe, S r. W hite. No era mi intención. Mi nombre


es Benito García y le llamo desde el Tulane University Hospital .
—Mire , S r. García, no sé qué pre te nde , ni quié n le ha
dado mi núme ro, pe ro o habla ya o cue lgo e l maldito
te lé fono.

—S eñor W hite —la voz de aque l hombre ape nas se


alte raba—,es una emergencia. Como le iba diciendo, el S r. Pablo
Morán no responde al teléfono, y la paciente está muy nerviosa.
Ella misma nos facilitó este número y nos pidió que le avisáramos.

El pulso e mpe zó a latir e n las sie ne s de David. S intió


un nudo e n e l e stómago y todo su e nfado se de svane ció.

—¿Qué … qué pacie nte ?

Be nito García de bió de sorpre nde rse ante su


pre gunta, porque tardó e n re sponde r y, cuando lo hizo,
habló e n voz baja, como un confide nte .

—Disculpe, pensé que usted sabía… La señorita Carlota


Vicente ingresó hace tres días en nuestro hospital en estado de
coma. Acaba de despertar.

Ante s de que te rminara la frase , David ya había


agarrado las llave s y su chaque ta y había salido
disparado por la pue rta.

*****
Estaba allí. Tumbada sobre la cama, lle na de tubos y
gote ros por todas parte s.

Te nía los brazos ve ndados y pare cía más dé bil e


inde fe nsa que nunca. S u rostro se mostraba cansado; con
oje ras profundas y más afilado que de costumbre . S in
e mbargo, pare cía tranquila. Fe liz.

Te nía la vista clavada más allá de la ve ntana de la


habitación y David supo al instante lo que buscaba con la
mirada. Nue va Orle ans.

El ruido angustioso de su propia re spiración jade ante


al lle gar al umbral de bió de sacarla de l trance , porque
torció la cabe za y… lo miró. Sí. Lo miró. Y sonrió.

Así que lo único que é l pudo hace r fue pre cipitarse


hacia e lla, be sar con de licade za sus muñe cas y rode arla
con sus brazos para sie mpre .

*****

Pablo atrave só las pue rtas automáticas de l hospital


re stre gándose los ojos. Por mucho que lo inte ntó, no
había logrado conciliar ni me dia hora de sue ño. C omió un
sándwich rápido y re gre só al lado de C arlota, de donde
nunca se de bió de habe r movido.
Los mé dicos habían dicho que e ran muy pocas las
probabilidade s de que de spe rtara, pe ro ne ce sitaba
afe rrarse a e sa e spe ranza para no de smoronarse por
comple to. S i lle gaba a abrir los ojos é l que ría e star
pre se nte para cuidarla y darle todo su apoyo.

Al pasar por e l mostrador de e nfe rme ría, vio a Be nito


flirte ando con una de las auxiliare s y no quiso
inte rrumpir. Pare cía conte nto. En los tre s días que había
pasado sin move rse de la habitación de C arlota, o de la
sala de e spe ra cuando las e nfe rme ras acudían a lavarla y
cambiarle e l sue ro, e l e mple ado le había sido de mucha
ayuda, no sólo como traductor gracias a sus raíce s
caribe ñas, sino tambié n como un pilar moral e n sus horas
más ne gras.

La habitación e staba al final de l pasillo. S e fijó e n que


la pue rta e staba abie rta porque la luz se colaba hasta e l
inte rior, y se pre guntó cuál de las e nfe rme ras habría sido
tan torpe de de jarla de sprote gida durante su turno.

Un instante de spué s de alcanzarla, ya se había


abalanzado sobre la figura rubia que e staba e ncima de
Carlota.

*****
—Maldito infe liz, ¡apártate de e lla!

S in que se die ra cue nta, David había pasado de


me ce rla a e star contra la pare d.

Pablo lo agarraba por las solapas de la cazadora de


cue ro.

—¡No te atre vas! —vocife ró—. ¡No te atre vas a


pone rle un solo de do e ncima de spué s de lo que le has
he cho!

—Pablo —la voz de C arlota e ra ape nas un murmullo


—, sué ltale .

Su e x-novio se giró poco a poco al e scucharla.

—Mi vida….

C orrió hacia e lla y le acarició la me jilla. S u cara


re fle jaba la misma incre dulidad que e l te mblor de sus
manos, que la tocaron como si fue ra a rompe rse de un
mome nto al siguie nte .

—No me pue do cre e r que e sté s de spie rta —balbuce ó


—. Los mé dicos dije ron…
—Gracias, Pablo —pare cía se ria, pe ro logró que sus
palabras sonaran since ras—. Los de e nfe rme ría me
dije ron que e stoy viva gracias a ti. Tú me e ncontraste y
llamaste a la ambulancia.

Pablo tartamude ó, con los ojos húme dos.

—No, yo… C re í que te pe rdía. O jalá hubie ra lle gado


ante s. Ojalá hubie ra podido e vitar todo e sto…

V olvió su mirada hacia David, que conte mplaba la


e sce na confundido y e xtasiado a la ve z.

—Ere s un hijo de la gran puta. No sé cómo tie ne s la


poca ve rgüe nza de pre se ntarte e n e ste hospital. ¡Está
aquí por tu culpa!

David ce rró los ojos. C arlota sabía que su propio


se ntido de culpabilidad ya lo abrasaba lo suficie nte sin
que vinie ra nadie a e chárse lo e n casa, pe ro Pablo
de sconocía los he chos, así que su ge sto de dolor hizo que
se e nfure cie ra más aún.

—Lo último que me faltaba e s que te hagas e l contrito.


Lárgate ahora mismo —silabe ó, con furia late nte —.
¡Márchate !
—¡Pablo, no!

C arlota trató de incorporarse e n la cama, pe ro las


fue rzas le fallaron. David no se lo pe nsó dos ve ce s ante s
de corre r hacia e lla y re costar su dé bil cue rpo e ntre los
almohadone s.

—Mira lo que has he cho —su voz, furiosa pe ro fría,


como un ve ne no le tal, se dirigió a Pablo—. No vue lvas a
alte rarla —masculló.

Charlie le lanzó una mirada suplicante .

—No os pe lé is, por favor…

—C laro que no —le re spondió David con una sonrisa


tranquilizadora, y e so fue más de lo que Pablo pudo
tole rar.
S e arrojó sobre é l como si e stuvie ra pose ído por mil
e spíritus malignos. Estre lló a David contra los monitore s.
Aunque no se rindió sin force je ar, e l puño de Pablo
e stuvo e n su cara ante s que pudie ra de te ne rlo.

—No quie ro que vue lvas a tocarla, ni a ve rla, ni a


ace rcarte a e lla —sise ó junto a su cue llo—. C asi mue re
por tu culpa, ase sino de mie rda.

—No pie nso marcharme de aquí. No se te ocurra


inte ntar se pararnos, imbé cil.

Pablo pe rdió los e stribos, como un lunático e n ple no


ataque .

—Lle vo tre s días sin se pararme de su cama —gritó


rabioso—. S i alguie n tie ne de re cho a pe rmane ce r a su
lado, soy yo. Haznos un favor a todos y de sapare ce de
una puñe te ra ve z.

David inspiró hondo y me ne ó la cabe za. Pare cía no


e star conforme con lo que iba a hace r, pe ro no le que dó
más re me dio.

—Un día te dije que me las ibas a pagar —de saprobó,


con una tranquilidad tan burle sca, que los hizo te mblar a
ambos—. Y que no iba a se r dive rtido.
De un solo manotazo, se lo quitó de e ncima. Zarande ó
sus mie mbros ine rte s hasta e l otro e xtre mo de la
e stancia. S in soltar su cue llo, le propinó un puñe tazo
brutal e n la boca de l e stómago que le lanzó contra la
pare d.

—¡No! —chilló C arlota, y su pánico se ace ntuó al ve r


que de la fre nte de Pablo brotaba un re gue ro de sangre .

El monitor de pulsacione s e mpe zó a e mitir pitidos


indiscriminados cuando e l cue rpo de Pablo cayó sobre é l.
Por e scasos milíme tros, su pie no lle gó a trope zar con e l
gote ro de C arlota, que pre sionó la aguja sobre su pie l
pálida para afianzarla.

—No pie nso irme de aquí —David se limpió e l sudor


de la fre nte con un jade o—. Ere s tú quie n de bió de jarla e n
paz hace mucho tie mpo, ya te lo adve rtí.

—David, por favor —C arlota tosió de sde la cama de


hospital, con lágrimas e n los ojos y ge sto de te rror—.
Sué ltale .

No la e scuchó. Sus ojos llame aban fue ra de sí.

—Escúchame bie n, matón a sue ldo. No pie nso


largarme —re calcó Pablo—. ¿Q ué pre te nde s? ¿S e guir
hacie ndo con e lla lo que te ape te zca? ¡No pie nso se r
cómplice de cómo la matas!

—Chicos, parad, por favor…

C arlota rogó pe ro ninguno de los dos le pre stó


ate nción. V olvie ron a e nzarzarse e n un re voltijo de
golpe s y puños que la hizo chillar ate rrorizada. C uando
de rribaron una me silla, con la bande ja y todo su
e scandaloso conte nido al sue lo, una auxiliar se pre se ntó
e n la pue rta con ojos de cone jillo ate morizado. C omo
nadie hizo caso de sus inte ntos pacifistas, corrió e n busca
de re fue rzos. El e nfe rme ro de planta apare ció poco
de spué s con dos guardias de se guridad que se cruzaron
de hombros con e xpre sión ame nazadora.

—¡Basta ya! ¡Esto e s un hospital, por todos los santos!

S e de tuvie ron los dos, más por e l rostro atorme ntado


de Carlota que por la orde n se ca de uno de los gorilas.

—S i no sabe n comportarse , se rá me jor que


abandone n e l e dificio o me ve ré obligado a…

—No, por favor —C harlie pugnó por e le var e l


volume n de su voz, pe ro lo único que consiguió fue que
é sta se volvie ra más aguda.
Pablo se ace rcó a e lla.

—S shh, tranquila… No te pre ocupe s por nada, mi


amor.

C harlie me ne ó la cabe za, tratando de hace rse


e nte nde r. ¿Por qué nunca la e scuchaba? ¿Por qué con é l
sus se ntimie ntos sie mpre de jaban de te ne r importancia?

—Pe ro, Pablo…

—No, no digas nada —su sonrisa incondicional y e l


roce de sus nudillos la e staban ponie ndo ne rviosa—. De ja
que yo me ocupe . Volve re mos a se r fe lice s, mi vida.

En cuanto nos de je tranquilos. Te lo prome to.

Los guardias se ce rnie ron sobre los dos me tros de


e statura de David, que se limpiaba la sangre de la boca y
miraba a Carlota, e n te nsión, a la e spe ra de su re acción.

—No —gritó e lla—. No quie ro que se vaya.

Alargó la mano e n la que se clavaba la aguja de l


gote ro. David caminó de spacio y la acogió e ntre las
suyas, con una de voción infinita. S e habría cortado la
suya y la habría pue sto e n su lugar con tal de borrar de
su pie l e l de sagradable he matoma que e l pinchazo le
de jó.

C harlie de jó que se la acunara, sintie ndo e sa cone xión


tan e spe cial que la re movía cada ve z que é l andaba
ce rca.

—Quie ro que se que de . Que se que de David—re calcó.

Pablo abrió los ojos. Una bofe tada le habría dolido


me nos.

—¿Pe ro qué e stás dicie ndo? No pue de s hablar e n


se rio. Mi vida, e stás confundida porque lle vas tre s días
inconscie nte , pe ro aún...

—Lo sie nto, Pablo -sus pupilas e staban re ple tas de


culpa y compasión-. Yo… te agrade zco todo lo que has
he cho por mí, pe ro no voy a de jar a David, ni é l me va a
de jar a mí. Lo que hice … no lo provocó é l. No lo
e nte nde rías.

—Por supue sto que no —prote stó boquiabie rto—. ¿Te


has vue lto loca? Sólo e so e xplicaría tu comportamie nto.

Carlota ce rró los ojos, al borde de l llanto.


—Márchate , Pablo. No te nías que habe rte que dado.

—¿Lo e stás e ligie ndo a é l? ¿Pre fie re s a e ste macarra


de tre s al cuarto ante s que a mí, que te salvé la vida? —
gritó furibundo.

Ella asintió con la cabe za. David pre sionó su mano


para darle a e nte nde r que e staba allí y que así iba a e star
sie mpre .

—Sí, lo hago.

La miró con odio, asco, y sabe Dios cuántas cosas


más.

—No te imaginas cómo me has de ce pcionado,


C arlota. No e re s la muje r que yo pe nsaba —masculló—.
No vale s la pe na. Espe ro que vivas mucho tie mpo y se as
fe liz —e spe tó, a la ve z que lanzaba una mirada
significativa hacia David—, aunque lo dudo.

Se giró y se e ncaminó hacia la pue rta. El e nfe rme ro de


guardia y los dos porte ros aguardaban e n e l pasillo a que
uno de los dos salie ra de la habitación. Ante s de
marcharse de finitivame nte , habló una ve z más.

—Rompí la carta, así que tu madre no sabe nada. Al


me nos te n la de ce ncia de no hace rla pasar por e sto.

Ella asintió con la cabe za. Lue go, lo vio de sapare ce r


de su vida.

*****

En cuanto Pablo salió por la pue rta, la última e squirla


de su pasado que podía dañarle s se e sfumó e n e l
horizonte . David corrió de vue lta a sus brazos, e l lugar
de l que hacía sólo unos minutos habían tratado de
arrancarle . El lugar de l que no se iría jamás.

—Hay tantas cosas que quie ro de cirte …

Ella puso un de do sobre sus labios, con una sonrisa


se re na e n e l rostro.

—No tie ne s que de cir nada.

David be só con dulzura la ye ma de su de do, pe ro no


se conformó con e so.

—S i no supie ra la maldición que e s pe rde rte —


come nzó—, volve ría a matarte yo mismo. ¿Por qué
tuviste que hace r e so? ¿Arrie sgar tu propia vida?
C arlota clavó su mirada e n aque llos ojos azule s que
significaban todo para e lla.

—Hay cosas que vale n más —se nte nció—. Mi vida no


sirve de nada si vivirla implica pone rle pre cio a la tuya.

Él la incorporó con te rnura y rode ó su cintura con las


manos mie ntras e nte rraba la cara e n su cue llo. S u olor,
é se que tanto había e chado de me nos, lo re cibió una ve z
más, y sintió que se ahogaba al imaginar una e te rnidad
sin é l.

—Yo nunca valdré tanto como tu vida —dijo con


triste za.

—No —asintió e lla—. Tú te has convertido e n mi vida.


No podía conve rtirme e n tu mue rte , David.

Él chasque ó la le ngua.

—Es ne ce sario que e ntie ndas —prosiguió con voz rota


—, que no quie ro que nunca más vue lvas a pone rte e n
pe ligro por mí. No e stoy dispue sto a pasar por e so otra
ve z. Por lo que más quie ras, chérie, podría habe r suce dido
cualquie r cosa… Podrías no habe r re gre sado nunca,
podrías habe r sido… —su rostro palide ció y sus ojos se
e nce ndie ron—. Un mome nto, ¿é l te tocó? ¿Ese bastardo
te tocó?

C arlota pre firió no re ve larle los e scasos pe ro inte nsos


y ate rradore s minutos que había pasado bajo e l cue rpo
de Lucife r. Ahora lo único que importaba e ra e mpe zar de
ce ro. Al fin y al cabo, le había prome tido al mismísimo
de monio que trataría de hace r a su amigo fe liz, ¿no?

Me ne ó la cabe za.

—No —re spondió cate górica.

David la conte mpló con e l ce ño fruncido y un de je de


de sconfianza e n la mirada. S i e l maldito de Luc se había
atre vido a… No habría Apocalipsis que lo de tuvie ra.

—S i alguna ve z de scubro que me has me ntido te juro


que bajaré aunque se a a rastras hasta e l I nfie rno y
mataré con mis propias manos al hijo de puta.

Ella inspiró hondo.

—La última ve z que le vi —confe só—, ya e staba


bastante jodido. C re o que no te va a hace r falta lle gar a
e sos e xtre mos.

David se apartó como impulsado por un re sorte y


Carlota gimió. Se ntía frío otra ve z.

Él se toque te ó e l pe lo rubio con impacie ncia. Pare cía


como si acabara de cae rse de un guindo. Uno muy alto, a
juzgar por su e xpre sión.

—Un mome nto… ¿Q ué hace s tú aquí? Yo… —e l tono


de su voz de sce ndió una octava—… yo te vi allí. Estabas
mue rta, chérie. ¿Cómo lograste e scapar?

—No te ngo ni la más re mota ide a —re conoció e lla.—.


Él e staba… —carraspe ó—… e staba allí de pie y de
re pe nte , se de splomó. Algo horrible de bió de ocurrirle ,
te nías que habe r visto cómo se re torcía de dolor. C hillaba
y chillaba, e ntonce s lle gó Lily y los dos me dije ron que me
fue ra —me ne ó la cabe za, aturdida—. Así que e ché a
corre r y… —sonrió—… y de spe rté aquí.

I nstantáne as borrosas de crucifijos, fachadas de


igle sias, lágrimas ne gras y palabras sin se ntido
discurrie ron con rapide z por la me nte de David. S onrió
para sí. De re pe nte , te nía una ide a bastante clara de lo
que había pasado.

A e lla no se le pasó por alto su e xpre sión.

—¿Qué tie ne s tú que ve r con e so?


David la miró a los ojos y abrió la boca para
re sponde r. Le habría e ncantado gritar a los cuatro
vie ntos que é l la había salvado. Ufanarse de su proe za,
aunque e sta no hubie ra sido pre me ditada, e ra algo que
Astaroth hubie se he cho sin dudar, e incluso habría
e spe rado una gran re compe nsa a cambio.

Pe ro su vida había cambiado, y sus se ntimie ntos


tambié n. S i que ría pasar e l re sto de sus días con la muje r
que lo miraba e n ascuas de sde la cama y, sobre todo, si
q ue r ía merecerla, te ndría que e mpe zar a comportarse
como la pe rsona honrada que alguna ve z, quizá muy al
principio, había e xistido de ntro de é l. Hace r a un lado su
sobe rbia se ría un bue n modo de e mpe zar a hace rla fe liz.

—Nada. Yo no tuve nada que ve r, chérie.

Carlota e ntre ce rró los ojos.

—S i alguna ve z me e nte ro de que me has me ntido, te


que darás un me s sin se xo.

David llorique ó como un pre e scolar.

—Eso no, petite. Por favor…

C uando C arlota posó sus dé bile s labios sobre los


suyos, e nte ndió que lo que contaba no e ra lo que é l
que ría, sino lo que que ría e lla. Eso e ra lo que e staba
dispue sto a hace r hasta e l fin de los tie mpos.

C harlie se pasó la punta de la le ngua por los labios


cuando e l be so te rminó.

—Tie ne s razón —brome ó—. No cre o que pudie ra


aguantar. Por cie rto —re cordó con e l ce ño fruncido—, ¿no
dijo Luc que a partir de ahora se rías humano?

—Sí —dudó é l, confuso—. ¿Por qué ?

Ella lade ó una sonrisa.

—Porque tus ojos e stán ne gros de sde que e scuchaste


la palabra sexo.

David alzó las ce jas, de spre ocupado.

—Cre o que hay cosas que nunca cambiarán —de cre tó


—. Aunque de be rías sabe r que ya hay rasgos humanos
e n mí.

—¿Ah, sí? ¿Como qué ?

—Te ngo re saca —se que jó.


—No te pue do de jar solo… —prote stó Carlota.

Rio, y é l rio con e lla, pe ro su corazón te mblaba de


e moción. C on e l pulgar, le acarició de forma suave e l
dorso de la mano donde se incrustaba la aguja de l gote ro.

—¿Qué tal te e ncue ntras? —se inte re só.

Ella le sonrió.

—Estupe ndame nte . El mé dico dice que aún te ndré que


pasar unos días más aquí, hasta que e sté re cupe rada de l
todo, pe ro cre o que con un bue n soborno me de jará
volve r a casa.

La mirada de David se e nsombre ció. Estaba dando


por he cho cosas que quizá no de be ría.

—¿A casa? —tosió—. S í, claro, supongo que tie ne s


ganas de volve r a tu país, ve r a tu madre , tus amigos…

Los de dos de C arlota se de slizaron por su palma


abie rta, provocándole un hormigue o que , e staba se guro,
inutilizaría su mano para sie mpre .

—Te ngo un plan me jor —apuntó con un guiño—.


Nue va Orle ans, tú y yo. ¿Qué te pare ce ?
Le pare cía un sue ño he cho re alidad. Aque llo que ni
siquie ra se atre vía a de se ar. El paraíso.

Pe ro aún había algo más que que ría compartir con


e lla.

—Ve o tu apue sta —susurró con picardía—, y la subo a


una boda con tu familia y amigos e n e l lugar que tú
e scojas. Tambié n añado un viaje de luna de mie l a tu
ciudad; quie ro conoce r los lugare s por los que has
caminado, los parque s donde jugabas cuando e ras niña,
e l cole gio e n e l que e studiaste . Por último, por si no te
pare ce bastante ape te cible , agre go una vida de fe licidad.
Y no me conformo con me nos de la e te rnidad.

C arlota tragó saliva para obligarse a no llorar. David


tacone ó sobre e l sue lo, ne rvioso, y e ntonce s tuvo que
hace r un e sfue rzo para no re ír. En sile ncio dio las gracias
a aque l age nte de viaje s de l barrio de Lari, tan le jano ya,
que un frío y lúgubre día de fe bre ro se lló un bille te de
avión y cambió su vida para sie mpre .

Había buscado a su propia e stre lla de rock. Había


e ncontrado a un de monio re cié n salido de l infie rno. Y,
e ntre uno y otro, se había cruzado e n su camino e l
hombre de su vida.
—S í —ace ptó; lágrimas de ale gría discurrie ron por sus
me jillas—. Claro que sí.

David sonrió aliviado y se lanzó sobre su pre ciosa


humana —porque siempre sería su preciosa humana—, para
e nse ñarle lo mucho que lo había cambiado y lo
agrade cido que e staba por e llo. Te nía inte nción de
hacé rse lo sabe r e n cada be so que le die ra e l re sto de sus
vidas, e mpe zando por é se .

Hasta que e lla clavó los puños e n su pe cho y golpe ó


para apartarlo de sí. La obse rvó con todas las alarmas
activadas.

—¿Qué ocurre ?

S u pre ocupación se de svane ció ante la mue ca burlona


de Carlota.

—Oye , cariño, ¿se guro que no e re s un mormón?


Epílogo

Nueva Orleans. Tres meses después.

C arlota de jó atrás la algarabía de l jardín y buscó la


sole dad de l inte rior de la mansión de S aint C harle s. S u
ánimo no e staba para fie stas, y e so que , é sa e n cue stión,
la había organizado e lla. Eran pocos invitados, pe ro
hacían más ruido que una le gión.

De batié ndose e ntre la inquie tud y e l e nfado, se


re fugió e n e l salón. Bajó las pe rsianas para que la luz que
inundaba la ciudad e n e se e splé ndido día de principios de
ve rano no la mole stara y se de rrumbó sobre e l sofá,
arrugando su ve stido de novia.

O tro motivo más para e star cabre ada. I ba a te ne r que


apuntarlos todos e n una lista y e chárse la e n cara a
Lucife r cuando lo volvie ra a ve r.

1.- Secuestrar a mi novio el día de mi boda.

2.- Arruinar el día de mi boda.

3.- Estropear mi vestido de boda.

4.- Arruinar el día de mi boda.

C uando, una ve z finalizada la íntima ce re monia civil,


vio las silue tas de I uve rt y Magoch re cortadas sobre los
se tos de l jardín, ape nas se podía cre e r que aque llo le
e stuvie ra suce die ndo a e lla. En e l día de su boda. Lucife r
que ría hablar con su re cié n e stre nado e sposo. En e l día
de su boda. S u e sposo había ace ptado la invitación y se
había largado sólo é l sabía por dónde . En e l jodido día de
su boda.

S uponía, de sde su inge nua pe rspe ctiva, que lo pe or


que podía pasar cuando tomabas la de cisión de casarte ,
e ra que e l novio se e mborrachara y se subie ra e n un tre n
rumbo a la fronte ra durante la de spe dida de solte ro. Eso
fue hasta que se casó con un de monio y de scubrió que lo
pe or que podía pasar e ra que e l novio de sapare cie ra
miste riosame nte e n mitad de l banque te , rumbo al
Infie rno.

S abía que no de bía pre ocuparse . Q ue no de bía de jar


que sus ne rvios la traicionaran otra ve z. Ante s de partir
con sus e x-compañe ros de oficio, David le había
ase gurado que e staría bie n, que continuara con la fie sta y
que volve ría ante s de que pudie ra e charlo de me nos.

Dos horas de spué s, aún no había re gre sado. Y ni e l


vino que corría de copa e n copa ni sus mal fingidas
sonrisas bastarían para que los invitados —su madre, sus
abuelos, A dri, Lari, Nacho, que al fin había empezado a salir con
Lari, S ergio y los tres demonios, de punta en blanco, que siempre
seguían a su flamante marido a todas partes— no tardaran e n
darse cue nta de que e l novio no apare cía por ninguna
parte .

S us de dos tamborile aron con impacie ncia e n e l brazo


de l sillón. S í, David había de jado bie n claro que no de bía
pre ocuparse , pe ro la última ve z que le oyó de cir e so
acabó e ncade nado a una pare d y e scuchando e l sise o de
los látigos junto a su oído. Un e scalofrío la re corrió al
re cordarlo.
—¿Se pue de ?

La voz de Adri, e n e l umbral, la hizo saltar e n su


asie nto. Mie rda. Estaba e ncantada de ve r a su amiga, que
conste . A pe sar de las risue ñas que jas de David ace rca
de su abandono, habían pasado tre s largas noche s
de spe lle jando a todos sus e x-compañe ros de clase ,
inte rcambiando chisme s y dando saltos como dos
adole sce nte s e n e l e stre no de la última e dición de High
S chool Musical, pe ro, e n e sos mome ntos, lo último que
que ría e ra compañía. Sobre todo una tan pe rspicaz.

—Claro —asintió, y su voz sonó e strangulada—. Pasa.

Adri se apode ró de l cojín junto a e lla y e stuvo a punto


de de rramar parte de l champán de su copa al
de spatarrarse e n e l sofá.

—¿Q ué hace una novia tan solita e l día de su boda? —


pre guntó con voz de líne a e rótica.

Charlie rio a su pe sar.

—David e stá arriba —se apre suró a justificar—. Y yo


aquí. Pe nsando.

Su amiga e mitió un que jido.


—Lame nto de cirte que e s de masiado tarde . Eso
de be rías habe rlo he cho aye r.

—No e n e so, tonta —C arlota le propinó un golpe con


la e squina de l almohadón—. Pe nsaba e n que yo nunca
quise casarme tan jove n, ni vivir e n una casa tan grande ,
ni e star tan le jos de mi ciudad y mis amigos… Y, sin
e mbargo, la vida me ha de mostrado que e s imposible se r
más fe liz de lo que soy con todo e so.

Adri hizo un puche ro.

—¿Ere s fe liz te nié ndome le jos? Ere s una pé sima


amiga…

—S abe s que te e cho muchísimo de me nos —la abrazó


y le re volvió los cabe llos oscuros a la altura de la
coronilla—. Pe ro tambié n sabe s que podrás ve nir a
ve rnos cuando quie ras. Y nosotros ire mos a España
sie mpre que la facultad me lo pe rmita.

Había e stado hablando con S e rgio y, de spué s de


arre glar unos cuantos trámite s burocráticos, había sido
admitida e n la unive rsidad pública de Nue va O rle ans. S i
sacaba bue nas notas, sie mpre podría solicitar una be ca
de traslado a Tulane . S ólo le faltaba un curso para
te rminar la carre ra y no e staba dispue sta a que darse
e stancada. David se había mostrado e ncantado cuando
se lo propuso.

—Por supue sto que ve ndré . Ese marido tuyo e s bue na


ge nte —re conoció Adri—. Aunque te nga que
llamarle marido. Puaaaagggg.

Carlota la e mpujó e ntre risas.

—No te pase s. Mi madre aún da brincos de ale gría—


farfulló.

De he cho, había sido e lla la que la había animado a


formalizar la re lación cuanto ante s. Aunque C harlie
pre fe ría e spe rar unos años, David e staba tan
obse sionado con aprove char e l tie mpo que le que daba
ahora que e ra mortal que había agilizado e l proce so a su
antojo. Y su conse rvadora madre , claro e stá, no habría
podido e star más de acue rdo. Le había e ntusiasmado su
futuro ye rno de sde e l mome nto e n que de sce ndió de l
avión; afortunadame nte nunca se había e nte rado de la
locura que había come tido su hija por é l. Ni lo hará nunca,
pe nsó, e stirándose los guante s blancos que ocultaban las
cicatrice s de sus muñe cas.
Adri, que conocía de sobra los se ntimie ntos de la
madre de su amiga, de cidió burlarse un poco más.

—¿Para cuándo los niños? —pre guntó con tono


inoce nte .

Carlota le dirigió una mirada ase sina.

—Y tú, ¿qué ? —conte stó con sorna. Había pocas cosas


que irritaran tanto a Adri como e sa pre gunta.

—Lame nto comunicarte que te ndrás que e spe rar un


poco más para se r la Tía C harlie —re plicó sin lame ntarlo
e n absoluto—. Aún no he e ncontrado al padre ade cuado
para mis hijos. Aunque e sos tre s musculitos rubios que
bailote an e n e l jardín no e stán nada mal…

La novia abrió unos ojos como platos al pe nsar e n


Danie l, I zaak y J oe l, que ahora la trataban como a una
más de la gran familia satánica. Pe ro una cosa e ra e so, y
otra muy distinta que su me jor amiga caye ra e n sus
diabólicas garras.

—Ni siquie ra se te ocurra, Adriana Latané .

—Ere s una aguafie stas, C arlota V ice nte , o Mrs. W hite ,


como pre fie ras —gimote ó—. No e s justo que tú convivas
con cuatro machote s rubitos y yo me te nga que
conformar con los cardos que re volote an por la facultad
de Biología.

La mirada de Charlie se e nsombre ció.

—Esto… ¿qué tal e stá Pablo?

Adri inspiró hondo. Algo e n su e xpre sión de cía que


e spe raba e sa pre gunta.

—Bue no, al principio pare cía un autómata. I ba a clase


y no hablaba con nadie . S e limitaba a gruñir. Por
supue sto, todos sabíamos que lo de su e stancia e n Nue va
York e ra una bola, por e so nos imaginamos que lo habías
e chado de tu vida a cajas de ste mpladas. Por sue rte ahora
ya e stá me jor, más animado y e so. Hasta pare ce una
pe rsona civilizada —brome ó.

Carlota e sbozó una sonrisa triste .

—Me ale gro. Yo nunca quise hace rle daño, de ve rdad.

—Lo sé , cariño, no tie ne s que dar e xplicacione s. Todos


sabe mos cómo se las gasta Pablo.

—Espe ro ve rle cuando vaya a España. A pe sar de


todo fue alguie n importante y me gustaría te ne rle como
amigo.

Adri asintió compre nsiva. I ba a darle un abrazo


cuando un ruido e stride nte proce de nte de la me sa
camilla las asustó.

Extrañada, C harlie cogió e l móvil y abrió la bande ja de


me nsaje s.

Sube a la azotea. David.

—Discúlpame un mome nto, Adrienne. David quie re


ve rme .

S us manos te mblaban cuando de jó e l te lé fono e n su


sitio, pe ro su amiga e staba tan achispada que no pare ció
darse cue nta.

—Q ué pijo —come ntó—. Podía llamarte a gritos, como


cualquie r hijo de ve cino…

Pe ro C arlota ya no le pre staba ate nción. Estaba al pie


de la e scale ra, afe rrándose al pasamanos mie ntras las
incógnitas e stallaban de ntro de su cabe za como
palomitas de maíz.
¿Q ué hacía David e n la azote a? Te nie ndo e n cue nta
que había pasado mile nios bajo tie rra, le daba vé rtigo
cualquie r cosa que e stuvie ra por e ncima de l nive l de l mar
¿Por qué no se pre se ntaba e n la fie sta para de jar de
le vantar sospe chas? ¿Estaría solo? ¿Estaría bien?

S u traje de novia no e ra pomposo, sino más bie n un


lige ro ve stido blanco de ve rano hasta los tobillos. S in
e mbargo, al subir los e scalone s le pe só como si lle vara
e ncima un dise ño de pie dras pre ciosas y se le e nre dó
e ntre las pie rnas e n su prisa por lle gar arriba.

Las dudas se de spe jaron e n cuanto puso un pie e n e l


te jado plano de la casa y vio a su esposo —qué fuerte—, con
la misma sonrisa cáustica con que la re cibía de sde la
cama cada noche , con los lustrosos me chone s dorados
re vue ltos por e l vie nto y con e l favore ce dor traje de
chaque ta ne gro pe rfe ctame nte arre glado. Re spiró
aliviada.

Aunque no había e n é l rastro alguno de torturas ni de


pade cimie ntos, le dirigió una e scrutadora mirada de
arriba abajo para ce rciorarse .

—¿Q ué hace s aquí? —pre guntó, y se irritó al ve r que ,


ante su pre ocupación, é l no de jaba de sonre ír—. ¿Q ué
que ría… él?

David alargó la mano y C arlota se afe rró a e lla como


si fue se un ancla e n me dio de l mar. C uando tiró y la
apre tó contra la firme za de su cue rpo, se olvidó por un
instante de lo que que ría sabe r.

—Estoy aquí porque que ría subir lo más ce rca posible


de l cie lo para comunicarte algo. Y, al pare ce r, e sta casa
no e s e l único re galo de bodas de parte de Luc.

Hacía tan sólo un me s habían re cibido una miste riosa


carta e n su domicilio. En e l inte rior de l sobre e staban, no
sólo las e scrituras de propie dad de la mansión de S aint
C harle s Ave nue , sino tambié n todos los docume ntos
ne ce sarios para que David pudie ra iniciar una nue va —y
legal— vida como e l se ñor W hite , de corador y dise ñador
de e spacios de de scanso. Ge nio y figura…

Una mirada a las me jillas ruborizadas de Danie l le s


había bastado a ambos para sabe r quié n e ra e l
re mite nte .

—¿De qué hablas?

David me ne ó la cabe za con un ge sto de re proche .


—Prime ro, mi be so…

S e fundie ron e n un abrazo que le s hizo olvidar todo


cuanto le s rode aba; e l jolgorio de los invitados más allá
de sus pie s, e l calor de l sol sobre sus cabe zas, e l vie nto
que soplaba allí arriba…

C uando C arlota, pre sa una ve z más de l de lirio que


suponía e star e n sus brazos, clavó las uñas e n su
e spalda, David gimió de dolor.

—Cuidado —le advirtió—. Todavía due le .

Ella dio un brinco alarmada.

—Lo sabía. S abía que e se malnacido te iba a… ¿Q ué


te ha he cho?

Tirone ó de los borde s de la camisa hasta sacarla de


los pantalone s. La e nroscó y e xpuso la e spalda
masculina.

Dos profundas cicatrice s, todavía fre scas, la


atrave saban e n diagonal. Dos bre chas amoratadas e n las
que aún e ran visible s los puntos de sutura.

Carlota jade ó.
—Pe ro… qué …

David se giró y e stre chó sus manos sonrie nte .

—Ya no e s sólo la re saca, chérie. Ahora ya pode mos


e star se guros de que soy cie n por cie n humano.
Asque rosame nte vulne rable y paté ticame nte ine ficaz.
Como cualquie r otro —añadió con una sonrisa de orgullo.

Los ojos de e lla se nublaron. Re corrió con las ye mas


e nguantadas los surcos e n su pie l, con tanto cuidado que
David ape nas sintió e l roce .

—¿Te dolió mucho?

—Un poco, pe ro Luc dice que sanarán pronto. Ahora


ya soy me re ce dor de tu amor, chérie.

Carlota clavó su mirada de mie l e n é l.

—S ie mpre lo has sido —le be só e n la me jilla—. Las


voy a e char de me nos…

—Pue s yo no —re funfuñó é l. Mordisque ó con lige re za


los de dos de e lla y, con los die nte s, fue sacándole poco a
poco los guante s mie ntras la pe ne traba con la mirada—.
C icatriz por cicatriz —susurró contra sus muñe cas—.
Podría de cirse que e l amor nos de jó marca a los
dos, chérie.

—Te amo —proclamó, maravillada y e nloque cida de


de se o.

David la hizo girar bajo su mano e n un baile sile ncioso.


De spué s, la agarró por la cintura para inclinarla hacia
atrás con e le gancia, y é l sobre e lla.

—Y yo a ti, petit ange [33]. Y ahora, como mandan los


cánone s, voy a conducir a mi e sposa hasta nue stro le cho
conyugal para gozar de una tarde de bodas salvaje .

Hirvie ndo por sus palabras y su contacto, C arlota


carraspe ó. En sus ojos azule s podía intuir la sombra de l
de monio pícaro que nunca de jaría de se r.

—C ariño, e so no e xiste . S e dice noche de bodas —e chó


una oje ada hacia abajo, donde sus invitados se guían
disfrutando de la ve lada sin pe rcatarse de su ause ncia—.
Tal ve z de be ríamos bajar y…

David la sile nció con un be so apasionado y lujurioso


que la de jó sin re spiración y la hizo de se ar más.

—Ya lo sé —murmuró, y hocicó la nariz contra su


me jilla con te rnura—. Pe ro una ve z que damos e n que tú y
yo nunca formaríamos un matrimonio conve ncional,
Charlotte . Y pie nso de mostrárte lo de sde e l principio.

Fin

[1] Casco antiguo de Nueva Orleans, también conocido como


Barrio Francés.

[2] Disculpe, perdone, queremos las habitaciones…

[3] Plaza Española.

[4] Oh, A drienne, te di todo lo que tenía pero nunca pude


alcanzarte, oh, A drienne… (extraído de la canción A drienne,
editada por The Calling en su álbum Camino Palmero).

[5] Conjunto de rock de origen californiano, liderado por el


cantante A lex Band, que publicó dos álbumes entre el año 2000 y
el 2005. Su mayor éxito fue el single Wherever you will go.

[6] Vamos.

[7] Cóctel típico de Nueva Orleans, mezclado por primera vez


en Pat O´Briens, a base de ron y frutas.

[8] El lunes gordo es la víspera del mardi gras, el día grande


del carnaval.

[9] Querida, en francés.

[10] ¿Sí?; ¿Carlota Vicente?; Sí, soy yo; Tiene una llamada.

[11] Házmelo ahora.

[12] La cajún e s la cultura propia de los nativos de


Nue va O rle ans.C ombina raíce s france sas, e spañolas y
haitianas y pose e un diale cto, una gastronomía y unos
ídolos propios.

[13] Escue la de magia a la que asiste Harry Po e r,


protagonista de la saga homónima de J.K. Rowling.

[14] Dulce similar a los buñue los re cubie rto de azúcar


e n polvo y típico de Nue va Orle ans.
[15] C afé con le che , con e l que e s costumbre tomar los
be igne ts.

[16] Ne urólogo francé s, famoso e n e l siglo XI X por sus


e studios sobre la histe ria.

[17] ¡Huye!

[18] Sala Luz del Cielo.

[19] Discúlpeme. Carpaccio y ravioli a la langosta para mí.

[ 2 0 ] S í, Pudin con langostinos de primero. Y después,


pappardelle con cangrejo, por favor; ¿Algún vino?

[21] Vino de color rojizo y muy aromático producido en la


región de Burdeos.

[22] Tomaré tu vida.

[23] Miércoles de ceniza.

[24] Entonces ella me contó una historia sobre leche gratis y


una vaca…(e xtraído de Ke e p your hands to yourse lf,
canción de Ge orgia S ate llite inte rpre tada por The C alling
para la banda sonora de Swe e t Home Alabama).

[25] Ella dijo: “No me vengas con cuentos y guárdate tus


manos para ti”.

[26] Yo le dije: “Cariño, viviré contigo el resto de mi vida”;


ella dijo: “No habrá abrazos ni besos hasta que me hagas tu
esposa”

[27] La obra Un tranvía llamado Deseo, de Te nne sse e


Williams, e stá ambie ntada e n Nue va Orle ans.

[28] Espíritu oscuro.

[29] C é le bre he chice ra orle anniana de l siglo XI X


conocida como la Re ina de l Vudú.

[30] Mi pequeño demonio.

[31] S iguie ndo la mitología judía, Lilith se ría la prime ra


muje r cre ada por Yahvé , ante s que Eva, y habría
abandonado e l paraíso por ne garse a mante ne r una
re lación de sumisión fre nte a Adán.

[32] Artista francé s que e n 1880 e sculpió una obra


de nominada “Pue rtas de l I nfie rno” para e l Muse o de
Arte s De corativas de París.

[33] Pe que ño ánge l.

También podría gustarte