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Filosofía del Arte – Apuntes de clases: Prof.

Roberto Saldías
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CONCLUSIONES A UNA TEORÍA ESPECULATIVA DEL ARTE: El aporte de Friedrich Nietzsche

En el Nacimiento de la tragedia, Nietzsche dio un giro radical a la estética de Schopenhauer que se


presentaba contraria a los sentidos. Para Nietzsche, la experiencia del arte significa una ruptura tajante
con la actitud natural, pero no implica un ascenso al espíritu objetivo o a las ideas puras, sino más bien
el descenso a un “ruido” libre de ideas.
A partir del ejemplo de la música, Nietzsche describe la constitución de las obras de arte como el
contrapunto entre una construcción “apolínea” y la destrucción “dionsíaca”. La obra de arte parte del
proceso caótico de la naturaleza para crear un orden sensible y un orden de las ideas; en esa medida,
la obra de arte deviene una construcción de la apariencia. Sin embargo, a diferencia de otras
producciones culturales, la obra sumerge a quien la contempla en el proceso de una realidad informe.
El sujeto de la percepción estética “queda perplejo frente a las formas de conocimiento de las
apariciones”. Se enfrenta a un aparecer que resiste incorporarse a cualquier orden de las apariciones.
La distancia respecto del mundo interpretado, desgarrado por la energía dionisíaca y en franca
oposición a Schopenhauer, no representa ningún más allá del mundo de las apariciones, sino más bien
un modo de perderse radicalmente en ellas. El mundo empírico cambia allí por completo su rostro. Ya
no aparece como una continuidad de formas ciertas, sino en el movimiento de una constante
desaparición de formas. Por supuesto que ese estado no podría surgir sin la elaboración de una obra
de arte y sin la competencia de sujetos aptos para el conocimiento. Sin la condición previa de una
cultura establecida, no sería posible ninguna fuga del armazón de las convenciones. Solo en el interior
de una constelación de significados – esto, Nietzsche lo sabe – es posible abandonar una constelación
de significados. Y solo en un contexto de significados que sigue siendo accesible es posible
experimentar su abandono como un “deleite” abismal.
Nietzsche cambió en tres aspectos el lugar de la estética tal como lo concibieron Kant y Hegel.
1. Corrigió el supuesto kantiano referente al fundamento del placer estético. La fuente del placer
estético no se halla en la determinabilidad –y con ello, a fin de cuentas, en la capacidad de
dominación–, sino más bien en la indeterminabilidad y, por ende, en la imposibilidad de dominar lo
real. En el estado estético superamos la creencia en la posibilidad y en el sentido mismo de una
determinación absoluta de lo dado. El placer estético está regido por un interés en lo desconocido y,
en consecuencia, el encuentro lúdico de sí mismo en la libre contemplación estética tiene como su
reverso un abandono extático de sí mismo.
2. Proporciona una razón mejor que la que ofrece Kant para explicar porqué, a pesar de la gran
afinidad entre percepción estética y conocimiento, ella no puede ser concebida del todo como
conocimiento. En la experiencia de muchas obras de arte –pero también en la de una naturaleza
sublime– experimentamos fases de un gran “ruido” acústico y visual, de un acontecimiento sin
acontecer reconocible, que, si bien puede seguirse con los sentidos, no puede comprenderse por
medio del conocimiento. La percepción sensible sobrepasa en este caso las fronteras de la conciencia
que conoce. De allí se desprende que la conciencia, en su condición extrema, no tiene que ser
conciencia que conoce; la intensidad de la percepción y la intensidad del saber pueden divergir.
3. De esto resulta una constitución de la obra de arte distinta a la hegeliana (si bien el tufillo
hegeliano existe en el primer momento de Nietzsche). La integración de forma y contenido, de por sí
bastante frágil en Hegel, es abandonada por Nietzsche. Es cierto que las obras de arte aún son
consideradas como objetos significantes que obtienen su significado a partir de su forma individual; sin
embargo, esa configuración se entiende ahora como un proceso que otorga forma y que retorna
incesantemente todos los significados a un aparecer asemántico.

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MARTIN HEIDEGGER Y EL ARTE COMO PENSAMIENTO DEL SER: El Origen de la obra de arte

Para Heidegger, la obra de arte se encuentra en medio de un enfrentamiento (sin solución) entre
elementos significantes y no significantes. Las apariciones del arte, cargadas de significado, se
fundamentan en un aparecer del material artístico – “piedra, madera, metal, color, lenguaje, sonido”
(p. 32) – que amenaza con borrar la totalidad del significado. Pero estos significados sólo desaparecen
para volver a aparecer una y otra vez, como la trama de sentido de un “mundo” cultural que yace
sobre una “tierra” inaprensible, que se resiste y se repliega en sí misma. Heidegger interpreta este
acaecer como un proceso eminentemente histórico. En la obra de arte acontecen el surgimiento y la
evanescencia de horizontes culturales de sentido. Quien experimenta esto con la obra de arte
participa de los cambios provocados por ella: la obra de arte presenta, y al mismo tiempo abre, una
perspectiva de mundos culturales. El observador receptivo se adentra en el mundo de la obra. De este
modo, acontece el aparecer de relaciones de sentido que se sustraen a una apropiación objetivante.
Así, la obra de arte hace posible experimentar que todo conocimiento que determina y toda
disposición instrumental se erigen sobre fundamentos que no pueden ser determinados de manera
técnica o conceptual. Dentro del mundo técnico moderno, la obra de arte es para Heidegger el
escenario del carácter fundamentalmente indomable de la situación humana.
Al igual que Hegel, Heidegger está contra una estética que pretende reducir la obra de arte a una
potencial “vivencia” subjetiva. El ámbito del arte debe pensarse a partir de sus obras, aunque siempre
junto con la estricta inclusión de la atención que “trae adelante” a la obra, “que se demora” ante ella y
la “preserva”, sin lo cual no existirían las producciones artísticas. Esta protesta contra la subjetivación
de la estética no corresponde sin embargo en absoluto a una objeción contra la preminencia del
aparecer estético. Por el contrario, lo que busca es más bien un concepto adecuado de ese aparecer:
“(La belleza) aparece cuando la verdad se pone en la obra. Este aparecer – en tanto que ser de la
verdad dentro de la obra y en tanto que obra – es la belleza. Así, lo bello tiene su lugar en el acontecer
de la verdad” (p. 58).
Heidegger se propone diferenciar las apariciones del mundo empírico de la particular
presentación sensible característica de los objetos artísticos. “Levantar un mundo” a través de la obra
de arte sólo es posible mediante un “traer aquí la tierra”. Esto significa que la presentación del mundo
a través del arte solo puede acaecer como autopresentación de la obra de arte. En la obra de arte se
muestra precisamente, en la extrañeza de lo expuesto en su configuración, la realidad histórica en su
incomprensibilidad, realidad abierta de ese modo por la obra de arte. El material que conforma un
simple utensilio es…
…“tanto mejor y más adecuado cuanto menos resistencia opone al sumirse en el ser-utensilio del
utensilio. Por el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la obra-templo no permite
que desaparezca el material, sino que por el contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de
la obra: la roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a
brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar
desde el momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad
de la madera, en la dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del
sonido, en el poder nominal de la palabra. […] La tierra sólo aparece como ella misma, abierta en su
claridad, allí donde la preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante
cualquier intento de apertura” (p. 32-34).

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La originalidad de la estética heideggeriana y de su concepción de arte reside en una renovación


de la interpretación de la obra en su “aparecer” (recordar a Schiller). Conforme a la fenomenología,
cuyo motivo consiste en aprehender lo dado tal como está dado, para Heidegger la pregunta es
precisamente en qué la obra es obra. En otros términos, hay que interrogar la especificidad del modo
de aparición de la obra de arte, especificidad que permite distinguirla de otras “cosas”.
La línea directiva de la argumentación que Heidegger desarrolla en Der Ursprung des Kunstwerkes
(conferencia pronunciada en 1936), consiste en mostrar que la obra de arte se refiere a la verdad en el
sentido que el combate original – der Urstreit – entre el Ser y el Ente, es decir, entre lo que hace
aparecer y lo que aparece, se encuentra presente en el arte.
¿De qué manera una aparición está vinculada a un Urstreit? No olvidemos que el conjunto de la
reflexión heideggeriana está orientada a la cuestión del Ser – omitida, según Heidegger, por el
conjunto de la historia de la metafísica – y que obedece aun problema que se puede formular de
manera bastante simple: si el ente nos es dado, si algo se nos aparece, entonces, ¿cuál es el origen de
eso que es dado, cuál es la fuente de este aparecer?
Para comprender esto, retomo la imagen del “claro” utilizada por Heidegger. Un claro es esa parte
del bosque donde no hay árboles y que puede, por lo tanto, aparecer en medio del día sin misterio
aparente. Al recibir la luz, se puede ver en el claro el ente. También es necesario que haya un vacío, el
vacío que la luz viene a llenar. Sin embargo, ese vacío que permite la aparición no es visible como lo es
el claro. Es así como se plantea la pregunta del ser y del ente, según Heidegger: en el origen del
aparecer y del ente, hay un vacío que no se deja ver, ocultado por la luz que, sin embargo, es su
posibilidad; y ese vacío es el Ser. Dicho de otra manera, del mismo modo como la luz supone el espacio
vacío del claro, el Ente no puede advenir a la presencia si no es llevado por el Ser que es, a la vez, su
fuente y su reserva. De este modo, cuando en el lenguaje corriente hablamos de “naturaleza”,
entendida como esa espontaneidad física, como fuente de todo lo que existe y que, sin embargo,
nunca se da como tal, tocamos, sin tener conciencia, el sentido del Ser.
Esa relación entre el Ser y el Ente es un combate (Streit). En tanto permite la aparición, es decir en
tanto autoriza en develamiento, el ser permanece velado. Al igual que el claro solo puede recibir luz en
virtud de ese algo invisible, el ser que permite a todo Ente aparecer – ser aclarado – permanece, él
también, velado. Sin embargo, hay que tomar esta invisibilidad en un sentido positivo, ya que
constituye una reserva, es decir, aquello mediante lo cual el ente puede advenir en cuanto ente. A la
inversa, este último se encuentra totalmente en el lado de lo visible, está en “lo abierto” como dice
Heidegger, lo que significa que es en plena luz que aparece. Así se comprende porqué esta relación es
un combate. El ser en tanto reserva, en tanto invisible, tiende a atraer al Ente a la oscuridad; mientras
el Ente, en tanto está en la plena luz, tiende a olvidar, por esta misma claridad en la que permanece,
de dónde proviene. Pues bien, ese combate original nos es develado en la obra de arte en cuanto
conflicto entre la Tierra y el Mundo. Si el combate nos aparece, es porque la obra de arte, por una
parte, da lugar a un Mundo y, por otra, hace venir la Tierra: “Instalando un mundo, la obra de arte
hace que la Tierra venga”.
¿Qué es un mundo? No hay aparición del Ente sino para nosotros. No hay Ente más que para
aquel que, nos dice Heidegger, está en “comercio” con él. Estar en comercio, quiere decir que el Ente
para nosotros cuestiona, eso quiere decir que nosotros no estamos pegados a él, que existe entre el
Ente y nosotros cierta distancia. De ahí que si comprendemos que la especificidad de nuestra relación
con el Ente, esta distancia esencial, entonces comprendemos lo que es un “mundo”: el mundo
constituye el horizonte en el cual estamos en relación con el Ente. Captamos entonces porqué no hay
mundo más que para nosotros. Dasein es ser-en-el-mundo, esto es porque nosotros estamos en el
mundo que podemos ser en relación (es decir, en comercio) con el Ente.

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“Allí donde se deciden las opciones esenciales de nuestra Historia (…) se ordena un mundo. Una
piedra no tiene mudo. Las plantas y los animales, igualmente, no tienen mundo, pero forman parte de
la afluencia velada de un entorno que es su lugar. Una campesina, por el contrario, tiene un mundo
porque de-mora en lo abierto del Ser” (5, 31).
¿Qué es una “Tierra”? ¿Por qué Heidegger utiliza un nuevo término en lugar de lo que por otros
lados llama “Ser”? Hablar de Tierra permite designar el Ser en tanto aparece como reserva, es decir, lo
invisible que adviene a lo visible, pero siempre en cuanto invisible: “La tierra es por esencia lo que se
encierra en sí. Hacer venir la Tierra significa: hacerla venir a lo abierto en tanto encierra en sí” (33).
Hay que entender también este término en sentido material. Pues, en tanto metáfora, la Tierra
nos invita a pensar el Ser en comparación con la materia entendida como una densidad impenetrable.
Con la imagen de la pesadez de la piedra o de la intensidad del color, la Tierra permanece para siempre
velada. Se puede medir la pesadez o la intensidad de un objeto, pero esta medida no es más que una
“cifra”, un criterio exterior que nunca revela en su entereza la presencia de esta pesadez o de esta
intensidad tal como se dan originariamente a nosotros (esta cifra que busca identificar lo que
permanece siempre oculto corresponde, por cierto, a la actitud “técnico-científica” ante la naturaleza
– y, por ende, al racionalismo – que, en la perspectiva heideggeriana, oculta la pregunta por el ser).
De esta manera, para aparecer en tanto invisible, la Tierra necesita de lo visible. Pero el mundo
mismo solo puede aparecer por la reserva desde donde saca su luz. Captamos desde entonces la
naturaleza del combate entre Tierra y Mundo: no se trata de una lucha a muerte, ya que cada uno de
los dos términos no puede soportar la destrucción del otro (Streit y no Kampf):
“En la medida que la obra erige un mundo y hace venir la tierra, es instigadora de ese combate.
Este no se realiza para que enseguida ella, la Tierra, lo apacigüe o lo ahogue mediante un arreglo
insípido, sino para que el combate siga siendo combate. Instalando un mundo y haciendo venir la
tierra, la obra lleva a plenitud ese combate.” (36)
El combate en la obra consiste entonces en mantener juntos lo que oponiéndose se alimenta de
lo otro. Es por eso que el combate nunca puede ser resuelto, nunca tiene fin y aparece en toda su
fuerza en el corazón de la obra.
El mundo tiene que ser entendido como acontecimiento. Como dice Henri Maldiney (Arte y
existencia), “el mundo está en advenimiento en el acontecimiento de la obra”. En otros términos, toda
gran obra expresa una ruptura en nuestra relación con el Ente, sentimiento que tenemos cuando nos
damos cuenta delante de una obra que de ahora en adelante nunca más nada será como antes: “Cada
vez que un arte adviene, es decir, cuando hay comienzo, entonces tiene lugar en la Historia un choque:
la Historia comienza o se retoma de nuevo” (65). Por ejemplo, cuando uno observa un cuadro, el
mundo que adviene hace que, en nuestra relación con el Ente, nunca más veremos las cosas como
antes o, con mayor precisión, vemos por fin las cosas (Paul Klee dice en su Teoría del arte moderno que
“El arte no reproduce lo visible, hace visible”). Del mismo modo, el mundo del absurdo que adviene a
nosotros mediante la obra de Kafka, por ejemplo, transforma para siempre nuestra manera de
percibir. “De ese Poema (Dichtung) del arte adviene que al medio del Ente eclosiona un espacio de
apertura donde todo se muestra de otra manera que como se mostraba habitualmente” (5, 59).
La obra hace venir una Tierra, lo comprendemos por el hecho que el mundo que adviene en el
cuadro o en la escultura se mantiene en esas obras en el corazón de la reserva.

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SOBRE WALTER BENJAMIN EL ARTE: Observación y Lenguaje

La mirada intelectual de la situación social y de la realidad europea abandona el campus


universitario tradicional y se sitúa en un lugar que le permita un verdadero pensar crítico, es decir, un
pensar abierto a la imaginación utópica y capaz de ejercer la libertad de cuestionar lo existente e idear
el futuro. Así como Theodor Adorno implica un pensamiento anti-método, la posición de Walter
Benjamin es especialmente importante para esta nueva empresa.
Para cualquier desarrollo metodológico que incluya una visión nueva de las cosas, es fundamental
el “observar”. Benjamin no era etnógrafo ni urbanista. Tampoco tenía el reconocimiento del mundo
académico de su época. Sin embargo, como crítico cultural, desarrolló un método particular de
observación. Indagaba en las ciudades aquel rasgo que, como una llave maestra, abriría la
comprensión del conjunto. En París, capital del siglo XIX, las barricadas, por ejemplo, son una clave,
evocan una historia de rebeldías y de insatisfacciones. Las transformaciones urbanas que
modernizaron París a fines del siglo XIX impidieron, precisamente, que las barricadas se volvieran a
producir. La ciudad se había reconstruido sin margen para las rebeldías.
El flâneur: Personaje urbano entre las multitudes que Benjamin evoca en el capítulo 2° de El París
del Segundo Imperio en Baudelaire? El flâneur pasea por la ciudad como perdido y distraído entre los
objetos. Mira vitrinas, se introduce en los pasajes y recala finalmente en el bazar como último reducto
de su voyerismo donde merodea por los anaqueles, mira todo, pero no compra nada. Por el camino
del flâneur es fácil, y hasta didáctico, acceder a la comprensión del “fetichismo de la mercancía” propio
de esta era que se inauguró en el siglo XIX.
Esta experiencia del observar le permite a Benjamin estudiar también los dispositivos tecnológicos
vinculados con la mirada: la reproductibilidad técnica, la fotografía, el cine. Tal vez como ningún otro
de la EF advierte el protagonismo que tendrá la imagen a lo largo del siglo XX y reconoce, a partir de
esto, la historicidad de la percepción sensorial. No sólo reflexiona sobre los otros ya sean seres
humanos u objetos, sino también lo hace sobre la propia experiencia del mirar. Benjamin ejercita lo
que los antropólogos llamarían reflexividad (volverse sobre uno mismo y pensar cómo se ha pensado).
En ese camino de reflexión sobre la mirada y sobre los dispositivos tecnológicos tomados como
“indicios”, Benjamin llega a presentir la precariedad y la evanescencia de lo real. En efecto, ve ruinas
donde la hegemonía cree celebrar magnificencias. Ve que con el tiempo la representación iba a tener
más peso que la realidad. Y que se buscarían sustitutos del aura perdida a través de protagonismos
artificiosos: como el star system, o lo que llamaríamos “la producción de sí mismos” por parte de los
individuos.
Benjamin anticipa también la experiencia del “mirar anestesiado” cuando en La obra de arte en la
época de su reproductibilidad técnica cuestiona a los poetas que ven en la guerra sólo un espectáculo
bello y estetizan fríamente los dolores de la humanidad. La “alegoría” es el recurso gracias al cual no
sólo Benjamin, sino también Adorno, vivifican y animan la reflexión. En el caso de Benjamin, en vez de
una abstracción reflexiva sobre el facismo, aparece una puesta en escena contundente: escritores
fascitas que poetizan una suerte de elogio de la muerte. La reflexión final de Benjamin en este artículo
y su crítica a la estetización de la política son el corolario de lo presentado anteriormente.
El lugar donde aparecen con mayor significancia los objetos como camino hacia una comprensión
social de la época es El libro de los pasajes, trabajo monumental de Benjamin, pero no terminado.
Según el escritor, “estos pasajes, una nueva invención del lujo industrial, son senderos tapizados en
mármol y techados de vidrio que atraviesan manzanas enteras de edificios cuyos propietarios se han
unido para llevar adelante tal empresa. Alineadas a ambos lados del sendero, que recibe su luz desde

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arriba, se encuentran las tiendas más elegantes, de modo tal que un Pasaje es una ciudad, un mundo
en miniatura” (sería interesante analizar el tema de los malls en esta perspectiva).
Una gran atracción de los Pasajes eran los Panoramas, antecedentes del cine adonde cada
paseante podía observar hermosas imágenes sentado en semicírculo con otros a través de un
dispositivo especialmente construido. Salvando las distancias no muy grandes, los Pasajes han sido el
antecedente claro de las galerías y, a su vez, de los actuales malls donde podemos obtener desde
alimentos hasta cine o acceso a Internet.
Pues bien, no se trata sólo de un Benjamin fascinado por la ciudad, ni su actitud es la de quien
agota su pensamiento en la descripción. Es más bien alguien que, con la memoria de un coleccionista,
rehíla críticamente el camino del capitalismo, reconoce sus operaciones, las observa en la vida
cotidiana y también las astucias de la gente o su alienación.
Es en esa perspectiva, como homenaje al décimo aniversario de la muerte de Benjamin, que
Adorno escribe: “No le preocupaba tanto reconstruir la totalidad de la sociedad burguesa como
ponerla bajo la lupa como algo deslumbrado, natural, difuso… Lo que le importaba era interpretar los
fenómenos de forma materialista, no tanto explicarlos a partir de un todo social como referirlos
directamente, en su singularidad, a tendencias materiales y luchas sociales” (Adorno, Sobre Walter
Benjamin, Cátedra, Madrid, 1995). Benjamin descubre un mundo a partir de un detalle. No se trata de
la mera “descripción densa” como dice el antropólogo Clifford Geertz, ni de ponerse “en el punto de
vista del nativo”. Es el Benjamin crítico cultural que con su peculiar dialéctica microbiológica descubre
en cada objeto el proceso de producción y los indicios de una totalidad concreta. En este sentido
parece confluir en la mirada de Benjamin un juego de tensiones: por un lado la del curioso, ingenuo y
coleccionista seducido por los artefactos de las urbes, en tensión con la adhesión al materialismo
dialéctico, y por otro el distanciamiento literario provocado por una mirada que utiliza como recurso el
exceso de cercanía que deforma – o ve lo que otros no ven – en tensión con la necesidad permanente
de validar su tarea intelectual según cánones establecidos para la descripción y la narración
académicas.
Este juego plural de tensiones, de hecho y aunque no estuviera en la conciencia del autor,
producen distanciamiento, un proceso similar al de Bertold Brecht en sus obras. Por algo los unía una
profunda amistad y un ideario común de transformación social… [En uno de los cv redactado por
Benjamin para pedir apoyo al Comité Danés para la ayuda a los refugiados se reconoce amigo de
Brecht quien lo ha ayudado en este trámite y dice “por otro lado no tengo fortuna alguna: mi única
propiedad es una pequeña biblioteca de trabajo que se halla ahora en casa de Brecht” (Benjamin,
Discursos Interrumpidos, Taurus, Madrid, p. 1982)].

Sobre el lenguaje…
No es fácil acceder al pensamiento de Walter Benjamin, dado su carácter fragmentario, anti-
sistemático y que intenta huir de la unidad y de la claridad analíticas, para presentar más bien ideas y
opiniones en lo que él mismo llama constelaciones, en pequeñas iluminaciones o fragmentos de
reflexión. Eso hace que aparezcan diversos “Benjamin” en la corta historia de su elaboración:
marxistas, románticos, posmodernos, místicos judíos, etc.
La teoría estética de Benjamin se despliega en tres etapas bien marcadas y en algunos aspectos
(esenciales) contradictorias entre sí:

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- Etapa teológica, dedicada a corregir la tradición estética y reivindicando la crítica romántica y


su mesianismo, la alegoría barroca o la obra antimítica del último Goethe (cf. El origen del
drama barroco alemán, 1928).
- Etapa de compromiso político radical y de descubrimiento de las vanguardias (especialmente
del Dadá, del surrealismo, de la fotografía y del cine ruso); en esta etapa se dibuja una teoría
de la modernidad y se cuestiona la autonomía estética, esbozando una estética de la
recepción, contradictoria con las tesis de la etapa anterior.
- Etapa de restauración de la autonomía estética sobre un fundamento teológico, donde
Benjamin busca preservar el elemento tradicional de las obras de arte.

Es importante destacar que Benjamin, en cuanto a lo estético, no se entiende a sí mismo como


“filósofo”, en el sentido de la tradición, incluyendo incluso a escritores como Kierkegaard o Nietzsche.
Benjamin se considera más bien un “crítico literario” cuyo objetivo vital consiste en “recrear la crítica
literaria como género”, para así convertirse en “el primer crítico de la literatura alemana” (cf. Carta a
Scholem, del 20 de enero de 1930). Esto no quiere decir que no pueda ser considerado filósofo. Ante
esto se abrió una polémica entre Hannah Arendt y Theodor Adorno, en la cual no voy a entrar.
Pues bien, el concepto de crítica es aquí fundamental. Éste se alimenta tanto de la filosofía, como
de la literatura y del arte. Sus implicaciones son fundamentales:
1. En la estética de Benjamin, el impulso fundamental está dado por los problemas de literatura,
de las artes y de las palabras. En los últimos años de su vida se dedicó más a temas como la
visión y la imagen, sin embargo, siempre pensó que estas últimas son formas de lectura y de
escritura.
2. Para Benjamin, todo fenómeno estético o artístico no se puede comprender en términos de la
relación entre sujeto y objeto, sino sólo desde la realidad básica y anterior a la constitución de
todo objeto o sujeto: esa realidad es el lenguaje. No sería exagerado afirmar que Benjamin es
un pionero de lo que se ha denominado “giro lingüístico” de la estética del siglo XX y, en
general, de la filosofía contemporánea. “El hombre se comunica en el lenguaje, no por el
lenguaje”.
3. El crítico, como el filósofo, el artista o el escritor, es depositario de una misión de claros tonos
teológicos: la salvación o liberación del sentido de las obras, la redención de la promesa de
felicidad se contiene en ellas.
Toda obra de arte es para Benjamin como una ruina, un fragmento de sentido al que el crítico
llama nuevamente a la vida por un procedimiento alegórico. Los grandes trabajos de Benjamin, como
El origen del drama barroco alemán, el ensayo sobre las Afinidades electivas de Goethe, o la Obra de
los Pasajes (no publicada en vida) son poderosos ejemplos de esta tarea de redención crítica y de su
método alegórico. Detengámonos brevemente en estas tres premisas estéticas.
Sobre el lenguaje. Para Benjamin la filosofía del lenguaje fue una preocupación central en su vida.
El lenguaje no hay que entenderlo como un instrumento neutro, al servicio del sujeto que lo utiliza
para comunicar pensamientos, describir estados… esta es la “concepción burguesa del lenguaje” que
dice: “la palabra es el medio de la comunicación, su objeto es la cosa, su destinatario, el hombre”. En
la línea de la tradición romántica alemana – Herder, Humboldt, Nietzsche – el lenguaje es el medium
de todo conocimiento, anterior a todo pensamiento y constitutivo de toda conciencia. Mientras que la
concepción burguesa es producto de la cultura científico-técnica, de una civilización técnica que
destruye sin distinción todo el potencial que la cultura religiosa encerraba. En medio de ese proceso de

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profanación, Benjamin dirá que el lenguaje es la fuente de las fuerzas que podrán realizar la salvación
de la humanidad. Benjamin se aparta así de una teoría designativa del lenguaje y se inclina por una
teoría expresiva, entendiéndolo fundamentalmente desde su función poética, estética, fundadora de
sentido, edificadora del mundo. Es lo que Benjamin llama la función “mágica” o “mimética” del
lenguaje, frente a la “semiótica” o meramente “comunicativa”. Su teoría la elaboradora en conjunto
con una teoría del “nombrar” y con una filosofía de la historia que está íntimamente ligada a la mística
judía y al relato bíblico. El lenguaje originario, el lenguaje adamítico, a diferencia del verbo divino, es el
lenguaje que nombra, un lenguaje puro, de los nombres, que posteriormente se fragmenta y se
degenera a lo largo de la historia (entendida como historia de la caída). El arte, junto a la filosofía, la
crítica y la traducción, es un medio de salvación de este estado de caída. La “filosofía” del arte de
Benjamin se articula en torno a esta concepción. El arte es una manifestación del poder humano de
nombrar, de revelar mediante el lenguaje la verdadera naturaleza de las cosas. Sin embargo, a
diferencia de Heidegger, su teoría no anula ni el sujeto ni el poder de la crítica. La búsqueda de
correspondencias, de los Ur-fenómenos (arquetipos precursores de la actualidad) de la prehistoria y de
la antigüedad, el reconocimiento de las semejanzas inmateriales depositadas en el lenguaje y la
escritura (el mundo es un texto al que hay que acercarse con el objetivo último de “leer lo que nunca
fue escrito”), todo esto tenía en Benjamin una función subversiva: hay que investir en un mundo de
sentido y hacerlo experienciable… esto está depositado en el mito. Hay que desatar el sentido del
mito… es un potencial que no se puede ampliar, sino sólo transformar. Hay que conservar el sentido. El
sentido está dado de una vez por todas en el mito… se va transformando en saber profano, pero
puede perderse, disolverse. La humanidad tiene sentido en la medida que la crítica, el arte, la filosofía
lo vuelven a sacar a la luz. Como vemos, hay en esto una extraña combinación de teología y de
materialismo, algo que caracteriza el conjunto de su obra.
“La crítica, que para la concepción actual es lo más subjetivo, era para los románticos la instancia
regulativa de toda subjetividad, de todo azar y arbitrariedad en el nacimiento de la obra. Mientras que,
según el concepto actual, la crítica se compone a partir del conocimiento objetivo y la valoración de la
obra, lo característico del concepto romántico es no reconocer una particular estimación subjetiva de la
obra en el juicio del gusto. La valoración es inmanente a la investigación objetiva y al conocimiento de la
obra. No es el crítico el que pronuncia un juicio sobre ésta, sino el arte mismo, en tanto que, o bien
asume en sí la obra en el medium de la crítica, o bien la repudia y, justamente por ello, la evalúa por
debajo de toda crítica” (El concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán, Barcelona, Península,
1988, p. 120).

Esto se asume de la concepción de los románticos, pero la concepción del lenguaje de Benjamin
altera el sentido que este “cumplimiento” o “plenificación” de las obras tenía para los románticos.
Para Benjamin, “la crítica consiste en una mortificación de las obras” (Origen del drama…):
“Mortificación de las obras: no se trata, por tanto, a la manera romántica, de un despertar de la
conciencia en las que están vivas, sino de un asentamiento del saber en estas obras que están
muertas” (p. 175s). “El objeto de la crítica filosófica consiste en mostrar que la función de la forma
artística es justamente ésta: convertir en contenidos de verdad, de carácter filosófico, los contenidos
factuales, de carácter histórico, que constituyen el fundamento de toda obra significativa. Esta
transformación de los contenidos factuales en contenidos de verdad hace que la pérdida de
efectividad sufrida por una obra de arte (y debido a la cual de década en década disminuye el atractivo
de sus antiguos encantos) se convierta en el punto de partida de un renacimiento en el que toda
belleza efímera cae por entero y la obra se afirma como ruina. En la estructura alegórica del
Trauerspiel barroco siempre se han destacado claramente tales formas reducidas a escombros que son
características de la obra de arte redimida” (id. 175). La obra es una ruina que la crítica puede redimir
de la destructividad del tiempo en sus iluminaciones liberadoras.

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LA ESTÉTICA NEGATIVA DE THEODOR ADORNO

Crítica de la razón instrumental, proyecto de la teoría crítica de Horkheimer y de Adorno.


Crítica fundada en una suerte de pesimismo respecto de la razón ilustrada, que ha dado a luz una
civilización técnica y una “industria cultural”, una sociedad de mercado, capitalista.
“La actual civilización técnica, surgida del espíritu de la Ilustración y de su concepto de razón, no
representa más que un dominio racional sobre la naturaleza, que implica paralelamente un dominio
(irracional) sobre el hombre; los diversos fenómenos de barbarie moderna (fascismo y nazismo) no serían
sino muestras, y a la vez las peores manifestaciones, de esta actitud autoritaria de dominio”
La razón podrá dejar de ser dominadora si acepta la dualidad sujeto y objeto, interrogando e
interrogándose siempre el sujeto ante el objeto, sin creer siquiera que puede llegar a comprenderlo.
La única posibilidad: la autonomía de la obra de arte, ya que el artista es un sujeto social que crea un
objeto, también social, sin embargo éste se relaciona luego consigo mismo en su propia autonomía y más
tarde vuelve a relacionarse con el sujeto, pero como un objeto o hecho estético y no como una mera
reproductibilidad.
El arte, en este sentido, tiene que ser problemático, ya que debe ser autónomo, independiente de
todo concepto, liberado de la razón instrumental… es ella la que lo produce, pero no como una “noción” de
productividad cultural, sino como una “noción” artística, es decir, que se juega en la constante re-
presentación que ella hace del individuo y de su entorno.
La posibilidad del arte hoy obedece no al compromiso, sino a que las corrientes vanguardistas de
instituciones estéticamente vanguardistas son tan ilusorias como la creencia que son revolucionarias… la
revolución es una de las formas de la belleza.
Adorno está muy influenciado por Benjamin en su teoría y en su estilo, sin embargo, hay más sistema
que el primero. A eso se une su formación musical y su enorme sensibilidad por ella, especialmente en
torno a lo que él mismo llamará la “nueva música”, representada por el dodecafonismo y el serialismo
(especialmente Arnold Schoenberg, Alban Berg, Anton Webern y Paul Hindemith, entre otros).
Cuando Adorno escribe sobre arte está pensando, por lo tanto, más en la música: “El concepto
estricto y puro de arte en general sólo se puede obtener de la música” (Minima Moralia. Reflexiones desde
la vida dañada, Madrid, Taurus, 1987, p. 224s).
El arte tiene una doble realidad: es autónomo y es un hecho social. Contexto de su estética: para
Adorno, el proceso de desarrollo de la Ilustración (proceso propio de la dialéctica) significa el desarrollo de
formas de pensamiento, de formas culturales y sociales “identificantes”, es decir, que tienden a la
eliminación de todo aquello que es no-idéntico, heterogéneo, diferente, bajo leyes, categorías, principios
abstractos y cuantitativos de equivalencia e intercambio, etc. La razón instrumental, con su afán de
dominio, busca liquidar la diferencia y lo individual. Esto es signo de un proceso de cosificación que
caracteriza la historia hasta el presente.
Sólo el arte, o más exactamente, ciertas formas de arte han resistido a este principio de identificación.
Ese arte, aún siendo autónomo, una “mónada sin ventanas”, “refracta” la sociedad de la que es producto;
es el arte que habla desde su clausura, en el medio de la apariencia, tanto del mundo existente como de lo
no existente, de la utopía, de lo que debería ser. El arte auténtico es aquél que resiste a la razón
identificante, haciendo así una promesse de bonheur.
El arte auténtico es el representante de lo no-identico, el reducto de lo que no ha sido reducido a lo
igual por el pensamiento identificante. El arte auténtico es un artefacto, un producto de una técnica, pero
ejemplifica otro tipo de racionalidad: estética o “mimética”. Como forma de una finalidad sin fin, el arte “es
imitación del dominio del hombre sobre la naturaleza”, “es conducta mimética que para su objetivación

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Filosofía del Arte – Apuntes de clases: Prof. Roberto Saldías
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dispone de una forma muy desarrollada de racionalidad, el dominio de los materiales y las técnicas”. La
obra de arte es pues síntesis entre mímesis y racionalidad instrumental… participa del mundo contra el que
se resiste (idea del quiasmo). Y esa resistencia, en la medida que el arte se presenta como algo no
funcional, libre de intenciones, ajeno al orden de la razón dominante, se traduce en subversión. El arte es
subversivo. La función del arte es carecer de función o, dicho en otros términos, “la misión del arte hoy es
introducir el caos en el orden” (TE, 33)
El lenguaje artístico es así un lenguaje del sufrimiento, una conciencia de las miserias. Al final de la
Filosofía de la nueva música (1949) se lee lo siguiente: “la inhumanidad del arte debe sobrepasar la del
mundo por amor del hombre, como en el caso paradigmático de la nueva música de Schönberg, Webern y
Berg, que ha tomado sobre sí todas las tinieblas y las culpas del mundo. Toda su felicidad estriba en
reconocer la infelicidad; toda su belleza en sustraerse a la apariencia de lo bello. Nadie quiere tener nada
que ver con ella, ni los individuos, ni los grupos colectivos. Resuena sin que nadie la escuche, sin eco” (p.
106s).
Se trata de un arte que sea capaz de sucumbir al orden dominante a través de una radicalización de su
carácter autónomo… cerrado a la comunicación fácil… cerrado al intercambio. La consecuencia es, por
ejemplo, que la música “conserva su verdad social gracias al aislamiento; pero esto la hace perecer… por el
momento, está condenada a ser un “mensaje en una botella””.
Como consecuencia de todo lo dicho: en el arte hay progreso y reacción. La distinción marxista entre
un arte revolucionario al servicio del proletariado y un arte decadente y reaccionario al servicio del orden
establecido es conservada por Adorno, pero desligada de todo servicio a clases o movimientos sociales
determinados, a favor de la imagen de una “sociedad pacificada”, una “humanidad liberada”, “la utopía”,
“lo no existente”, etc. En el mundo actual sólo es legítimo un arte que sea un grito de protesta contra un
mundo inhumano y opresivo. Ejemplo de esto son Erwantung, el monodrama p. 17 de Schönberg (escuchar
extractos) – “jamás ha sonado el espanto con tanta verdad en la música” (Prismas, p. 186). Y la pieza teatral
Fin de partida, de Samuel Beckett.
La estética de Adorno, con su acento puesto en el objeto, no se interesa tanto en la situación de la
recepción, de la interpretación… “La estética no ha de entender las obras de arte como objetos
hermenéuticos; tendría que entender más bien, en el estado actual, su imposibilidad de ser entendidas”
(TE). El arte tiene un carácter enigmático: “Todas las obras de arte, y el arte mismo son enigmas”. Toda
obra de arte es como un jeroglifo cuyo código está perdido. El contenido del arte está determinado por esta
pérdida. La comprensión de su sentido es constantemente diferida a un momento que no llegará nunca. El
modelo sigue siendo la música: “La música, más que las otras artes, es prototipo de esto, toda ella enigma y
evidencia a la vez… Sólo comprenderá la música quien la escuche con la lejanía de quien no la entiende y
con el conocimiento de ella que Sigfrido tenía del lenguaje de los pájaros” (TE). “El carácter enigmático,
bajo su aspecto lingüístico, consiste en que las obras dicen algo y a la vez lo ocultan”. Jamás puede
responderse satisfactoriamente las preguntas acerca del sentido de una obra de arte.
¿Hay una verdad en el arte? Sí la hay. La obra de arte auténtica se distingue por su contenido de
verdad y esa verdad, que es de carácter no conceptual, tiene que coincidir con la verdad filosófica (leer el
texto de la Dialéctica Negativa, p. 16). La Estética es necesaria: “El contenido de verdad de las obras de arte
es la solución objetiva del enigma de cada una de ellas… Pero ésta sólo puede lograrse mediante la
reflexión filosófica… Esto y no otra cosa es lo que justifica la estética”. Sin embargo, el juicio discursivo no
puede agotar su verdad, pues ésta va siempre vinculada a la apariencia: “el arte encierra verdad como
apariencia de lo que no la tiene”.

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