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Los samo muestran vívidamente la condición universal de la identidad como

epifenómeno. Los samo son una sociedad patrilineal en la que los varones

tienen capacidad de decisión real sobre las alianzas y sobre la misma mujer,

además de mantener una relación privilegiada de influencia sobre la

descendencia desde que deja atrás la pubertad. La misma sociedad samo idea

un sistema compensatorio con respecto a las relaciones de poder y hasta cierto

punto reequilibrador de las relaciones de poder que consiste en imaginar una

esfera –una especie de paramundo- en el que las mujeres determinan dos

importantes aspectos de la descendencia:

A. su doble o realidad transmundana e inmortal que funda la persona y B. su

destino. Todo ello lo hacen gracias a la particular vinculación femenina al plano

del que parte la vida, a ciertos seres no terrenales, a la naturaleza, y también a

dotes diferencialmente femeninas (la clarividencia, la hechicería). La existencia

en la mente de esta regencia y mediación de la mujer tiene efectos reales

sobre la convivencia entre ellas, sus roles, los viajes de la comunidad de

pertenencia, sus formas de residencia y, sobre todo, sobre la identidad de los

criados, interviniendo en su producción mediante dispositivos de subjetivación

como el nexo entre el destino materno y el filial, la relación exclusiva con la

madre durante la infancia y la pubertad, el nombre del recién nacido y su nexo

concreto con el mundo extrahumano (siendo la mujer transmisora según su

presencia específica en esa dimensión de principios de subjetivación que la

tiene como puente con el mundo social).

Como en el imaginario la mujer llega no sólo a definir la descendencia, sino

que incluso su existencia depende de ella (el doble de la mujer es en esencia

hostil a la vida, igual que la selva, pero ésta es a su vez la llave de la vida), la
representación colectiva del poder femenino sobre la continuidad del grupo

transmite a ésta poder real (los hombres temen a la mujer y a su

“manipulación” de ese mundo femenino que les es ajeno). De este modo, la

identidad de cada miembro de la comunidad se juega en el terreno de las

relaciones entre los sexos, siendo lo que más pesa las representaciones de

esas relaciones (aunque no en última instancia).

Precisamente porque la dominación masculina no reconoce otro destino para

la mujer que el de tener hijos, esta asignación engendra su contrario: la

dependencia de la mujer, dado que la sociedad no controla la procreación, y

esta dependencia se mistifica en una relación con la mujer que guarda diversos

paralelismos con la religión, ya que la mujer es fetichizada, ocurriendo con ella

exactamente lo mismo que con la alienación de la naturaleza que es el origen

de las religiones de tipo naturalista y animista (de ahí la asociación de la mujer

y la selva en el imaginario samo: ambas realidades son ingobernables. La

mujer, en la función que el patriarcalismo le ha asignado. La selva, en el

capricho con que decide la subsistencia y da muerte).

Existe una relación religiosa con la mujer definida socialmente: la incapacidad

para dominar la procreación despierta un sentimiento de angustia cuya imagen

religiosa consiste en una divinización del principio del nacimiento (concesión

divina del “doble”, sin mediación social o mundana ninguna) y en una mujer que

aparece como “sacerdotisa” o medium y que transmite a la persona todos sus

componentes a excepción de la sangre (cuerpo, sombra proyectada, calor y

sudor, aliento, vida, pensamiento, doble y destino). El hombre reina en


sociedad, la mujer en lo sagrado (y eso pone en suspensión el predominio

social masculino), no estando la relación religiosa exenta de elementos

mágicos: a fin de cuentas, la disposición “naturalmente” contraria en la mujer a

la concepción debe ser doblegada con ayuda de invocaciones a fuerzas

terceras que la contrarresten, de ritos, de sacrificios y del uso de plantas y

raíces selváticas, lo que supone el entablamiento de un juego de tensiones

entre la voluntad social de preservación y lo que en el imaginario se revelan

como potencias reacias a la permanencia de la aldea.

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