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Ensayo filosófico sobre la muerte

¿Qué es la muerte y por qué tiene que existir?

La muerte es uno de los grandes misterios ancestrales a los que nuestra especie lleva haciendo
frente desde el inicio de la civilización. Y es un misterio porque, a pesar de que hemos ido
combatiéndola mejor de la mano de la ciencia y la tecnología, seguimos sin saber realmente qué
es, qué ocurre luego de ella, qué explicación tiene. Quizá por eso a menudo ni siquiera queremos
nombrarla y usamos para ello diversos eufemismos, apodos y giros lingüísticos.

Todos sabemos qué es morir: todos los seres vivos deben hacerlo tarde o temprano, si bien solo el
ser humano parece estar trágicamente consciente de ello. La ciencia define morir como el cesar de
las funciones vitales de un organismo, es decir, cuando su delicado equilibrio interno se rompe
para siempre y los procesos físicos, químicos y biológicos que tenían lugar en su interior se ven
interrumpidos.

En ese sentido, morir no es más que transitar muy velozmente de un estado de orden
(homeostasis) a uno de desorden (entropía). Según esa visión, los seres vivos somos sistemas
continuamente amenazados por el desbalance, como equilibristas sobre una cuerda que se va
haciendo cada vez más delgada.

Otras disciplinas tienen también su explicación para la muerte: según la mayoría de las religiones y
doctrinas New Age, morir es emprender un viaje, un tránsito hacia otras dimensiones del ser. Esto
implica dejar atrás nuestros cuerpos y aferrarnos a una parte inmortal, eterna, de nosotros
mismos, que algunos llaman “alma”, “espíritu” o “energía”.

Todo esto puede interpretarse como una forma de escepticismo ante la idea de la desaparición
total y plena del individuo. ¿Cómo es posible —se preguntan las religiones— que no quede nada
de una existencia tan compleja, tan rica en matices, tan profunda como es la existencia humana?
No, debe existir algo en nosotros que sea eterno, como Dios es eterno, y que al final de nuestro
tiempo trascienda de alguna manera. Debe haber un sentido ulterior en la existencia.

El dilema sobre la existencia de la muerte

Hasta aquí hemos definido con bastante éxito lo que es morir, pero no lo que es la muerte. ¿Se
trata de un estado? ¿De un lugar? ¿De una entidad? ¿Existe la muerte? No son preguntas fáciles
de responder. Sabemos que la muerte es un fenómeno observable porque lo hemos visto ocurrir
en los demás: idealmente, los jóvenes veremos morir a nuestros predecesores y nuestros
descendientes nos verán morir a nosotros. Pero de la muerte propia sabemos muy poca cosa. ¿Es
acaso algo que se puede experimentar?

Una experiencia —convengamos— es algo que vivimos, que almacenamos en la memoria y que


podemos evocar, rememorar y transmitir a terceros. Incluso si la muerte es, en efecto, algo que
vamos a experimentar, no es algo que podamos luego rememorar o transmitir a otros porque
sencillamente ya no estaremos allí para hacerlo. Nuestra presencia social se verá interrumpida, no
podremos ya conectar con los demás. Y esa desconexión radical, incluso si no interrumpe también
nuestra continuidad psicológica (como prometen algunas religiones), se parece mucho a un
callejón sin salida.

La experiencia más cercana a la muerte que tenemos ordinariamente es el sueño. O sea, la acción
de dormir. Todos hemos experimentado el borroneo de la conciencia que conduce al mundo del
sueño, y sabemos que en ocasiones esa vivencia del vacío puede no estar repleta de sueños y
fantasías, sino ser simplemente la nada. La inconsciencia. La ausencia de las autopercepciones.
Nadie está consciente de sí mismo y de sus alrededores mientras duerme, pero al mismo tiempo
se entrega al sueño con la plena seguridad de que va a volverse a despertar (incluso si no lo hace,
lo cual a menudo es una posibilidad). Entonces, ¿por qué no nos produce el sueño esa misma
angustia que nos produce la muerte?

Quizá, precisamente, porque el sueño es una desconexión temporal, transmisible, narrable.


Cuando despertemos, podremos contar lo soñado o podremos hablar de cómo nos quedamos
dormidos, y volver a conectar con ese relato de nosotros mismos que es la memoria. Pero,
¿podemos estar seguros de que la persona que se fue a dormir es exactamente la misma que
despierta? ¿Qué es lo que nos permite superar ese lapso de vacío y volver a la normalidad? La
razón es que el sueño no nos finaliza, solo nos interrumpe: incluso si la persona que se fue a
dormir no es exactamente la que despierta, esta última tiene un sentido de continuidad
psicológica, de relato personal, que asociamos a estar vivos, a existir.

Hagamos un experimento mental: supongamos que dormimos durante un largo trecho —como el
personaje de la fábula, Rip Van Winkle— y despertamos dentro de quince años. Las cosas habrán
cambiado sin duda a nuestro alrededor: muchos de nuestros seres queridos no estarán o ya no
serán los mismos, e incluso nuestro cuerpo habrá envejecido durante el sueño, de modo que no
seremos ni siquiera físicamente los mismos que cuando nos acostamos a dormir.

Y sin embargo, podemos decir que seguimos siendo nosotros, pues en nuestra memoria sigue
estando almacenado el relato de lo vivido y porque podemos hallar a terceros a quienes transmitir
dicho relato. Somos, en gran medida, seres narrativos: nuestra idea de existir depende de la
posibilidad de contar lo vivido.

Las personas que sufren de una amnesia drástica y radical son, de alguna manera, personas
diferentes, incluso si su cuerpo sigue siendo el mismo y su existencia nunca se ha visto
interrumpida. Pero hagamos otro experimento mental. Supongamos que una tecnología de
clonación muy avanzada nos permite crear cuerpos idénticos al nuestro y “copiar” en sus cerebros
nuestros recuerdos y nuestra personalidad. Así, cuando nos toque morir, una versión más joven y
saludable podrá emerger del laboratorio y ocupar nuestro lugar, como si nada. ¿Significa eso que
somos inmortales?

La respuesta pareciera ser que no, porque solamente los demás experimentarán nuestra
inmortalidad: las versiones sucesivas de nosotros estarán siempre allí para contarles lo ocurrido y
para perpetuar nuestra memoria, pero esa versión singular que somos, ese individuo irrepetible y
único que habita nuestro cuerpo habrá muerto. Y en ese sentido, ¿son nuestros clones realmente
la misma persona que nosotros o son más bien personas diferentes que portan el mismo software,
es decir, la misma manera de pensar y los mismos recuerdos?
Una pregunta sin respuesta

La muerte, en conclusión, parece ser la interrupción definitiva del relato personal: no el fin de la
trama, sino el fin del narrador. Eso es precisamente lo angustiante que tiene: su falta de
comunicabilidad, su imposibilidad para convertirse en una experiencia, o sea, su capacidad para
poner en jaque el relato propio que organiza nuestra existencia.

La muerte, al final, es un espacio imaginario: un lugar mental que podemos imaginar siempre que
estemos lejos de él, o sea, siempre que estemos vivos. O, a lo sumo, puede ser un fenómeno que
ocurre a nuestras espaldas, tal como afirmaba Epicuro: “la muerte es una quimera, pues cuando
yo estoy, ella no está; y cuando ella está, no estoy yo”.

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