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GLOBALIZACIÓN

Y ENSEÑANZA DEL DERECHO

Carlos Peña

Cátedra Ernesto Garzón Valdés·# 2016

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Introducción: derecho y modernidad

Uno de los rasgos de la modernidad —la mezcla de capitalismo,


Estado nacional y mediatización de la cultura— lo constituye su
vocación global. El punto fue subrayado por buena parte de la li­
teratura más clásica. Desde luego lo reconoció Marx, por la mis­
ma época lo subrayó Tocqueville y antes fue Adam Smith quien
dijo que la mayor capacidad adaptativa del mercado y la división
del trabajo haría que, lo que más tarde se llamó capitalismo, se
expandiera por todos los rincones. Max Weber, por su parte, fue
algo más cauteloso en la introducción a sus estudios de sociolo­
gía de la religión. Allí dijo que el racionalismo occidental parecía
poseer «alcance y validez universales», pero se cuidó de aseve­
rarlo sin más.
La calculada ambigüedad de Max Weber, como ha observado
Peter Wagner (2012), ha dado pie en la literatura para enfocar de
dos formas, hasta cierto punto encontradas, la modernidad.
De una parte hay quienes como Parsons (1971), y a su modo
Niklas Luhmann (1990), la ven como un tipo de formación social
extremadamente adaptativa que daría lugar, como enseñaba la jer­
ga sociológica de los años sesenta, a un extendido y relativamente
unívoco proceso de modernización y desarrollo. Otros, en cambio,
sugieren que la modernidad si bien posee algunos principios uni­
formes, ellos, al mezclarse con diferentes «programas culturales»,
darían origen a distintas formas de modernidad. En este último
caso se encuentran, desde luego, Eisenstadt (2002) y Octavio Paz.
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Ambas formas de comprender la modernidad —si acaso uní­
voca o plural— no impiden, sino que más bien invitan, a exami­
nar cuáles son los principios que le subyacen, sea que luego se
desenvuelvan de manera uniforme o diversa, y desafían, desde
luego, a indagar de qué forma esos principios influyen en el dere­
cho contemporáneo.
Esa pregunta —la pregunta por la forma en que el derecho y la
modernidad se relacionan— no tiene, desde luego, nada de original.
Toda la literatura que dio origen a lo que hoy llamamos sociología
se planteó ese problema a tal extremo que puede aseverarse, sin
exageración, que el tema de la modernidad ha sido en sus inicios
un asunto que se ha pensado desde el derecho. Así lo muestran,
para citar los más obvios, el caso de Henry Maine y sus estudios
de derecho antiguo (donde definió el paso de lo tradicional a lo
moderno como un tránsito del estatus al contrato), el de Durkheim
(quien se sirvió del derecho privado para caracterizar a la solidari­
dad orgánica propia de lo moderno), el de Spencer (quien examinó
la utilidad de la legislación) y, desde luego, el de Weber (quien se
ocupó de la relación entre derecho y modernidad en buena parte
de su obra póstuma).
Así entonces no parece mala idea que un volumen en el que se
exploran de manera introductoria algunas conjeturas sobre la forma
en que la globalización influirá en la enseñanza del derecho (ya
se dijo que la modernidad y la globalización están atadas) princi­
pie, a modo de introducción, identificando la relación que media
entre los principios que subyacen a la modernidad y aquellos que
configuran al derecho.
¿En qué consiste una sociedad moderna y de qué forma ello re­
sulta relevante para el derecho o, como se dirá de aquí en adelan­
te, para el Estado de derecho?
La pregunta anterior atraviesa, sin exagerar, casi toda la litera­
tura sociológica desde mediados del siglo xix hasta hoy, desde
Henry Maine o Spencer, autores de la segunda mitad del xix, pa­
sando por Weber o Parsons, hasta Niklas Luhmann o Anthony
Giddens, por citar autores contemporáneos. Y todos esos autores,
a pesar de las diferencias conceptuales que entre ellos es posible
advertir, identifican tres fenómenos como característicos de las
sociedades modernas, y atendida la importancia que estos fenó­
menos revisten para la comprensión del derecho contemporáneo,
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es imprescindible que nos detengamos en ellos. ¿Cuáles son estos
tres fenómenos que en la literatura caracterizan a la sociedad mo­
derna?
El primero de ellos es la extrema diferenciación funcional de
las sociedades, el segundo es la conciencia acerca de la contin-
gencia del mundo social, el tercero es la racionalización de la
vida. Todos esos fenómenos, dicho sea de paso, se originan con la
expansión del capitalismo, algo en lo que, incluso Marx, está per­
fectamente de acuerdo (hablar de modernidad es, para todos esos
autores, hablar de capitalismo).
Comencemos por la diferenciación funcional.
Todas las sociedades equivalen a un conjunto de individuos
amalgamados por ciertos vínculos sociales. Esos vínculos son los
que permiten decir que constituyen una sociedad y que no equi­
valen, simplemente, a una masa, a una amalgama fugaz, a una
yuxtaposición de individuos. Sin embargo, lo que la sociología
casi unánimemente constata es que ese vínculo puede asumir dos
modalidades: o se trata de un vínculo que cubre todas las esferas
de la vida de suerte que los individuos se encuentran unidos en
todas las dimensiones de su trayectoria vital, compartiendo, como
enseñan Durkheim o Parsons, una misma conciencia moral, una
misma orientación normativa o, en cambio, está unidos por la de­
pendencia material que poseen unos respecto de los otros de suerte
que si bien poseen una misma conciencia o unos mismos valores,
ellos son muy abstractos y muy genéricos y no bastan para orien­
tar la vida.
Pues bien, lo que constata la sociología, con diversas denomina­
ciones que por ahora podemos poner entre paréntesis, es que el
tránsito de una sociedad tradicional a una moderna se produce
cuando las relaciones sociales comienzan a trasladarse desde el pri­
mer tipo de vínculo hacia el segundo, desde un grupo social amal­
gamado porque sus miembros comparten todas las dimensiones de
su trayectoria vital (esto es lo que Tönnies denomina Gemeinschaft
[comunidad], Durkheim solidaridad orgánica, Luhmann sociedad
segmentada, etcétera) a otro en que, como consecuencia de la divi­
sión del trabajo, la conciencia moral colectiva se adelgaza y se
vuelve extremadamente abstracta y los sujetos se vinculan unos
con otros no porque compartan una misma conciencia moral (valo­
res, religiones, una misma conciencia del origen) sino porque de­
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penden funcionalmente unos de otros (esto es lo que quiso decir
Adam Smith cuando observó que «no es por la benevolencia del
carnicero, del cervecero y del panadero que podemos contar con
nuestra cena, sino por su propio interés»). Entonces, una sociedad
moderna se diferencia funcionalmente, las personas desempeñan
varios roles en sistemas y subculturas distintas, cada uno de esos
sistemas se representan el mundo de formas diferentes (según en­
seña Luhmann, los sistemas sociales son sistemas cerrados de
forma tal que la distinción entre lo interior y lo exterior es siempre
interna al sistema), y cada persona define su identidad también de
maneras muy diversas. Esto es lo que la sociología describe como
un proceso de diferenciación y de individuación. Éste es, por su­
puesto, un proceso que la sociedad chilena, por ejemplo, ha expe­
rimentado de manera repentina en las tres últimas décadas: la
vida se ha individualizado, la conciencia moral se ha adelgazado,
la vida en general se ha hecho más electiva. El ejemplo más noto­
rio es el de la religión: la sociedad chilena sigue siendo una socie­
dad de creyentes; pero la religión es ahora fruto de una adhesión
reflexiva, la religión, pues, como enseña Berger, se protestantiza.
El lado amable de este proceso es la expansión de la autono­
mía y la vida vivida como fruto de las propias elecciones; pero el
lado sombrío es que las relaciones sociales se vuelven más frá­
giles y más frías. Y es que la modernidad es un fenómeno ambi­
valente, hasta cierto punto ambiguo, algo que también muestran
las encuestas en Chile en cuyo contenido suele observarse una
cierta paradoja, la sensación de lo que podría llamarse una frágil
felicidad.
Ese proceso de diferenciación va acompañado de otro igual­
mente importante: el mundo social se hace contingente, cunde la
conciencia de que el mundo es de cierta forma, pero que podría
ser de otra. El mundo social deja de estar atado a la tradición, a
un mundo trascedente o a la memoria, carece de referencias fijas
que le impidan orientarse en momentos de desconcierto, deja de
estar anclado en la naturaleza o en la historia, y su fisonomía pasa
a depender de la decisión de todos los partícipes del mundo so­
cial. La naturaleza y la historia pierden fuerza orientadora en el
mundo social y todo él pasa a estar inundado por lo que podría­
mos llamar un sentido de la contingencia.

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Ese doble fenómeno, a saber, la diferenciación de la vida y la
contingencia, plantea un severo problema de integración, el ver­
dadero quebradero de cabeza de la sociología. ¿Cómo estabilizar
relaciones duraderas en un mundo donde la vida se desenvuelve
en roles y en esferas separadas unas de otras y en las que todo es
contingente y nada, o casi nada, se vive como necesario?
Durante el siglo xix hubo autores —el más famoso de todos
Spencer— que sostuvieron que el contrato y el interés individual
era lo que integraba a las sociedades; el mercado, pensó Spencer,
hace posible la vida en común; pero la sociología, por boca de
Durkheim, nace con la conciencia de que ello no es posible y que
esa red gigantesca y pormenorizada de contratos que llamamos
mercado, no puede sostenerse a sí misma, sino que descansa so­
bre reglas no contractuales. En términos jurídicos, lo que descubre
Durkheim en su famoso debate con Spencer es que el mercado
descansa y existe gracias a reglas no mercantiles. En términos ju­
rídicos, el derecho dispositivo no se sostiene a sí mismo, sino que
requiere reglas que estén más allá de la voluntad.1 En esto, como
todos sabemos, está de acuerdo la propia economía neoclásica en
su modalidad de economía neoinstitucional.
Pero, ¿cómo contar con reglas comunes en medio de una so­
ciedad funcionalmente diferenciada, una sociedad que posee una
conciencia moral muy delgada y en la que cada individuo posee
una trayectoria y adhiere a una forma de vida diferente? En suma,
¿cómo resolver esta inconsistencia aparente entre diferenciación
de la vida e integración o cooperación social?
La respuesta a esa pregunta es lo que se conoce como el proce-
so de racionalización de la vida, que Max Weber, quien fue juris­
ta e historiador además de sociólogo, identificó como el principio
cultural básico de la modernidad.
De acuerdo con Max Weber —quien en este tema es seguido
por casi toda la sociología contemporánea—, uno de los rasgos
más propios de la modernidad, además de la diferenciación y la
contingencia que ya mencionamos, es un proceso consistente en
que cada esfera del quehacer humano empieza a hacerse más au­

1 
Este mismo fenómeno es descrito por la antropología, para la cual el hecho que
funda la sociedad es la distinción entre lo sagrado y lo profano, una línea divisoria
entre lo que está entregado a la voluntad y aquello incondicionado que escapa a ella.

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tónomo y a gestionarse conforme a reglas o principios que Weber
denomina racionalidad formal.
La sociología, desde Max Weber en adelante, llama racionali­
zación a un proceso mediante el cual cada una de las esferas de la
vida social —que como ya vimos se encuentran diferenciadas
unas de otras, hasta el extremo de que lo bello, lo bueno y lo verda­
dero ya no coinciden—, se hace cada vez más predecible y calcu­
lable. Ello puede ocurrir mediante una racionalización material,
como fue el caso de la religiosidad china o hindú, en la que el
mundo que tenemos ante los ojos es el reflejo de un cosmos pre­
fijado que escapa a la voluntad humana, o mediante la racionali­
zación meramente formal merced a la cual el mundo se hace
calculable gracias a conceptos abstractos que ponen entre parén­
tesis cualquier orientación sustantiva de la vida. En otras pala­
bras, allí donde hay una racionalidad meramente formal, el
mundo se despoja de cualquier orientación de sentido específico
y pasa a estar habitado por simples procedimientos y reglas que
permiten calcular y predecir la acción. La racionalización es,
pues, un proceso mediante el cual las sociedades llegan a creer
que todo puede ser dominado mediante la técnica, el cálculo y la
previsión. Este fenómeno es lo que la sociología posterior a Weber
denomina el tránsito desde la confianza personal a la confianza
abstracta, como lo definió Giddens siguiendo a Simmel y sus es­
tudios sobre el dinero. Y de ahí entonces que la sociología poste­
rior y la economía neoinstitucional como, por ejemplo, la de
Douglas North, se pregunte e indague en el tema de la confianza
como una clave fundamental del funcionamiento de la moderna
sociedad capitalista. Ese fenómeno de la racionalización formal
de la vida tendría una expresión peculiar en el ámbito del derecho.
El derecho moderno se vuelve más contingente y su fuente de
validez ya no es cognitiva, sino volitiva, no depende de lo que se­
pamos acerca de la arquitectura moral del universo, sino de lo
que decidamos; el derecho depende ahora de una decisión, está
abierto a múltiples posibilidades y la única forma de manejar esa
contingencia es hacerlo más calculable.
Así, el derecho moderno desarrolla evolutivamente formas que
le permiten compatibilizar la estabilidad con la contingencia.
¿Cómo lo logra?

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El derecho (hasta ahora entregado a profetas u ordalías) comien­
za a ser administrado por cuerpos profesionales, los juristas; a inte­
grarse en un aparato de dominación burocrática, el Estado; y a ser
administrado por una disciplina que administra las reglas sine ira
et studio, la dogmática (que, como observa Luhmann, permite
despegarse en vez de apegarse a las reglas). Para ilustrar este ca­
rácter formalmente racionalizado que posee el derecho moderno,
Weber suele contraponer la moderna justicia administrada por un
aparato profesional de jueces y de juristas que argumentan ante él,
a la justicia del Cadí, el juez musulmán sentado en el mercado que
pronuncia su sentencia según su arbitrio. Un análisis de los con­
ceptos del derecho privado, por ejemplo el concepto de equidad,
muestra este tránsito de un derecho sustantivamente orientado a un
derecho formalmente dirigido, formalmente racionalizado. Niklas
Luhmann ha llevado al extremo ese proceso de racionalización al
describir la positivización del derecho como un mecanismo mera­
mente procedimental, una de cuyas partes es puramente normativa
(la de los jueces) y la otra cognitiva (la del legislador).
El proceso de racionalización que acabamos de ver, así como
una de sus manifestaciones específicas, la racionalización del de­
recho, tiene como revés suyo lo que el propio Weber, en sus estu­
dios de sociología de la religión, denomina el desencantamiento
del mundo, el proceso mediante el cual el capitalismo moderno se
va, poco a poco, despojando del sentido trascendente que poseyó
en sus inicios. El desencantamiento del mundo no significa, en
modo alguno, que el mundo se torne arreligioso; significa, sim­
plemente, que el sentido de lo religioso se vuelve electivo y que
la esfera del valor y de la cultura, por decirlo así y como ya expli­
camos, se protestantiza.
Desde el punto de vista externo, la sociedad moderna es la suma
de capitalismo, Estado nacional y mediatización de la cultura; pero
desde el punto de vista interno, cuando se atiende a las fuerzas cul­
turales que lo impulsan, lo que se descubre es una mezcla hasta
cierto punto explosiva y desconcertante de diferenciación, contin­
gencia, racionalización y desencantamiento del mundo.2

2 
Pero no acaban allí los rasgos que son propios de la sociedad moderna. Todavía se
encuentra lo que Tocqueville llamó, en sus estudios sobre La democracia en América,
la pasión por la igualdad, un verdadero torrente, dijo Tocqueville, que anima al capita­

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Y la pregunta que ahora cabe formular es la siguiente: en ese
mundo, ¿qué significa y cuál es el papel de lo que llamamos Es­
tado de derecho? ¿Cómo se concibe al Estado de derecho en un
mundo donde todo está diferenciado, tecnificado y en el que todo
es, sin embargo, contingente?
El concepto de Estado de derecho, me parece a mí, es una res­
puesta evolutiva, pudiéramos decir, a ese problema.
En su versión más conocida y más clásica el Estado de dere­
cho, o rule of law, es un concepto meramente formal que alude al
hecho de que la ley sea producida en términos procedimental­
mente correctos y administrada por cuerpos profesionalizados,
logrando así favorecer la prosecución de planes de vida genuinos
por parte de las personas. Si bien el concepto, tal como lo ha for­
mulado por ejemplo J. Raz parece muy delgado, tiene, sin embargo,
consecuencias de mucha importancia y de índole sustantiva,
puesto que supone la existencia de un sistema normativo estable, no
retroactivo, administrado por un cuerpo profesional que aplica
una cierta disciplina, la dogmática, etcétera. Lo propio del Estado
de derecho así concebido, es que erige valores formales que, jus­
to por ser formales, parecen políticamente neutros y pueden arbi­
trar en el campo de batalla de la política. El Estado de derecho,
sobra decirlo, sería la culminación evolutiva de la racionalización
formal de que hablaba Max Weber, la racionalización que, según
opinaba él, era parte consustancial del capitalismo. Desde el pun­
to de vista sistémico, el Estado de derecho o rule of law equivale
a una paradoja: es el reconocimiento de la contingencia del dere­
cho (es decir, que es la autoridad y no la verdad la que hace la
ley) y una estabilización de las expectativas que él desata.
Ahora bien, el problema fundamental que plantea el concepto
de Estado de derecho así concebido, y que me parece a mí de par­
ticular importancia para la comprensión del problema, es la relación
que guarda con la política. A este respecto es posible encontrar
tres puntos de vista en la literatura.

lismo moderno. Esa pasión por la igualdad no equivale, sin embargo —explicó Tocque­
ville—, al anhelo de una igualdad estática, al deseo de que en un determinado punto del
tiempo todos lleguen a tener lo mismo de manera más o menos uniforme, sino que la
pasión moderna es una pasión por la igualdad dinámica, según la denominó Elster; es
decir, una pasión por la movilidad social, por la igual posibilidad de cambiar de estatus
en la vida. En las sociedades que se modernizan, la vieja lucha de clases tiende a ser
sustituida por la competencia por el estatus.

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Uno de ellos afirma que el Estado de derecho, el rule of law, es
un espacio neutral que posee cierto valor ético y que es superior
a la política. Mientras la política sería el campo sucio de los inte­
reses, el Estado de derecho sería el limpio ámbito de la ética. Éste
es el punto de vista que Judith Shklar describe como legalismo y
que también podría ser definido como formalismo ético o positi­
vismo ideológico. Esta concepción tiene importantes y muy pres­
tigiosos antecedentes, el más relevante de todos es el de Kant,
para quien el derecho era una regla que permitía que la libertad
de cada uno coexistiera con la libertad de los demás.
En el otro extremo, me parece, podría situarse el punto de vis­
ta de quienes sostienen que las reglas del rule of law ni son neu­
trales ni tampoco adecuadas para el desarrollo de una sociedad
que relativiza los valores liberales, como ocurriría con las socie­
dades del Estado de bienestar o las sociedades postliberales. El
rule of law sería la máscara ideológica de los intereses de clase,
incapaz de conducir los asuntos colectivos cuando el liberalismo
transita al Welfare State. En este caso, el gobierno asume funcio­
nes de regulación de la economía y de otros sectores sociales que
obligan al sistema normativo a ser más abierto y al razonamiento
legal a centrarse en propósitos, en el futuro más que en el pasado.
Éste es, me parece, el punto de vista de Roberto Unger.
En fin, se encuentra el caso de quienes piensan que el razona­
miento legal está indisolublemente atado al razonamiento moral
y que el derecho siempre supone una cierta teoría de la justicia
material que oriente las decisiones. Éste es el punto de vista de un
autor como Dworkin quien, por eso, ha defendido un concepto
más bien sustantivo del Estado de derecho.
Pero, ¿en qué sentido el problema que hemos descrito —la
vinculación entre la sociedad moderna y el Estado de derecho—
se manifiesta en las sociedades que, como la chilena por ejemplo,
experimentan recientes procesos de modernización?
Desde luego, algunos fenómenos propios de la sociedad mo­
derna que describimos antes, se observan también en la estructu­
ra social que ha experimentado procesos de modernización: una
alta diferenciación funcional, la demanda de una confianza cada
vez más abstracta y una muy aguda conciencia de cuán contin­
gente es la vida social.

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Hay en esas sociedades, pues, una pulsión, por llamarla así,
hacia la racionalización formal como el único camino para la in­
tegración.
Pero, junto a lo anterior, es posible observar un conjunto de fenó­
menos de tránsito que dificultan la racionalización formal de la que
hablábamos antes. Como se recordará, la racionalización requería
un cuerpo profesional de juristas que administren las reglas con base
en una disciplina abstracta y un ethos compartido. Pues bien, ese su­
puesto parece ser frágil en las sociedades que, como las latinoame­
ricanas, experimentan recientes procesos de modernización:

i) La profesión legal se masifica y ya es más difícil que posea un


mismo ethos que discipline a sus miembros; junto con esa masifi­
cación, la profesión legal se diferencia funcionalmente y, en fin, se
vuelve más abstracta y ya no se presta como una profesión liberal,
sino como un servicio al interior de una organización.
ii) El sistema legal, por otra parte, se expande y coloniza, o «juridifi­
ca» casi todas las esferas de la vida; pero al mismo tiempo se
muestra más contingente y sus vínculos con la política, al menos a
nivel de las élites, se vuelven manifiestos.
iii) Y por último, el sistema judicial pasa a concebir al Estado de dere­
cho como un Estado de derechos, un sistema que autoriza a los
jueces a la búsqueda de justicia material de las decisiones incluso
con desprecio de los procedimientos.

Entonces, el problema en algunas sociedades —como el caso


de Chile, por ejemplo— supone requerir una racionalización for­
mal, pero los supuestos para ésta parecen estar recién desarrollán­
dose. El resultado es una contingencia que no logra estabilizarse.
El Estado de derecho en una sociedad moderna, enseña la socio­
logía, es un artificio sistémico que permite tratar con condiciones
de alta contingencia y al mismo tiempo alcanzar la estabilidad de
las expectativas; pero para hacerlo se requieren ciertas condiciones
que en las sociedades recientemente modernizadas parecen, por
desgracia, estar en tránsito, la principal de las cuales es la existen­
cia de un cuerpo profesional de juristas que comparte un cierto
ethos y que, como dice Luhmann, haya sabido «aprender a no
aprender»; es decir, a decidir con base en un programa de reglas
prefijado que no le corresponde alterar, un cuerpo profesional leja­
no y alérgico, como enseñaba Max Weber, a la justicia del Cadí.
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Los trabajos que componen esta obra exploran algunos de esos
problemas o desafíos que la modernización plantea al derecho.
En el primero (“Sobre abogados y educación legal”) se exami­
na la inconsistencia de roles a que, en el Estado moderno, se ve
expuesto el abogado, demandado a la vez por los intereses del
cliente y por los de la institución; cumpliendo la función de inte­
lectual o de mero funcionario; formado como un humanista (ex­
perto en el Ars Notoria, como se llamó en la Edad Media al arte
de la memoria) o como un diestro en el aparato estatal y en la dis­
puta adversarial; convencido de la neutralidad de la técnica o, en
cambio, persuadido del papel político que le cabe al derecho.
En el segundo (“Los desafíos actuales del paradigma del derecho
civil”) se revisa la situación de la dogmática, que es el sistema
conceptual y demostrativo en que se formó el jurista moderno. El
texto sugiere que ese paradigma se ve hoy desafiado por el law
and economics (que promueve una decisión orientada a las con­
secuencias) y por la Drittwirkung (que aconseja una jurisprudencia
fundada en principios). En ambos casos la dogmática, tal como se
forjó junto al Estado moderno, arriesga una relativa irrelevancia.
En el tercero (“La globalización y su impacto en la enseñanza del
derecho”) se explora el proceso de formación de una suerte de de­
recho común bajo la influencia del derecho americano, una conse­
cuencia, con toda seguridad, de la expansión del capitalismo.
En cada uno de estos textos se indica el lugar en que se publicó,
o fue expuesta, una versión preliminar en cualquier caso distinta a
la que aquí se publica.
Para quien escribe estas líneas es especialmente significativo
que ellas aparezcan en la colección dedicada a Ernesto Garzón
Valdés. Ernesto ha sido un intelectual de excepción. Su vida es para
todos quienes somos sus amigos —y tenemos la suerte de oírlo y
aprender de él— un ejemplo de generosidad sin límites y de una
vocación insobornable.
Finalmente, agradezco al profesor Rodolfo Vásquez por su
apoyo permanente a los académicos de la región, su interés en pu­
blicar estos textos y la confianza en que su lectura puede ser de
alguna utilidad.

El autor

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Sobre abogados y educación legal

En enero del año 2013, una crónica aparecida en The New York Ti-
mes relataba que había disminuido la propensión a postularse para
las escuelas de derecho en Estados Unidos —el país en donde, se­
gún observó Tocqueville, los abogados son la aristocracia— en un
38 por ciento con respecto al año 2010. La cifra, continuaba el
diario, se elevaba hasta un alarmante 45 por ciento cuando se
comparaban las tasas de postulación actuales con las del año 2004.
El resultado de este fenómeno fue que las escuelas de derecho —
entre ellas la prestigiosa Stanford Law School— comenzaron a
preguntarse qué demandaba el mercado, cuál era el nuevo paisaje
económico y social en donde se desenvolvía la profesión y qué
modificaciones requerían entonces sus programas. Por su parte,
las escuelas de derecho latinoamericanas —cuyos países han ex­
perimentado profundos cambios sociales desde la década de los
ochenta— deberán muy pronto plantearse preguntas parecidas.
¿Cómo deben ser los planes de estudio de las escuelas de dere­
cho? ¿Deben enfatizar —como hasta ahora es predominante— la
enseñanza de conceptos, clasificaciones y ejemplos o han de
transmitir, con igual énfasis, destrezas y habilidades? Y en este
último caso, ¿cuáles? ¿Deben promover la lealtad al cliente o al
sistema legal? ¿Los profesores de derecho deben ser académicos
profesionales o abogados de ejercicio que transmitan los secretos de
la profesión a las nuevas generaciones? ¿Cuáles son las expecta­
tivas de rol que modelan la profesión en las sociedades que se
vuelven cada vez más complejas?
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A continuación exploro algunos antecedentes para responder
esas cuestiones. Aunque pondré el acento en la región de Latino­
américa, confío que algunas conclusiones —todas relativas a los
desafíos de la enseñanza legal— puedan extenderse a otros países de
tradición continental. Eludiré el planteamiento puramente norma­
tivo y trataré de mostrar, en cambio, las múltiples variables que
inciden en la educación legal, desde los tipos ideales de la profe­
sión hasta las transformaciones del entorno. Procederé como si­
gue. En la primera parte identificaré los rasgos generales que la
profesión legal presenta en el Estado moderno. Voy a sugerir que
la profesión legal está expuesta a dos tipos de inconsistencia: una
de roles entre la lealtad al cliente o al Estado, y otra entre la fun­
ción cognoscitiva que se atribuye la dogmática y la labor de pro­
ducción de soluciones normativas que inevitablemente debe
cumplir. Esas inconsistencias permiten construir dos modelos
tipo ideales de abogado: el prusiano y el liberal.
En la segunda parte llamaré la atención acerca de la dimensión
política que, especialmente en la región de América Latina, ha
cumplido la profesión. Esa dimensión política, propondré, puede
ser descrita como una alternativa entre un papel ideológico o uno
utópico, en el sentido que Mannheim dio a cada uno de esos con­
ceptos. Para mostrar esa distinción, me detendré, en especial, en
el caso de Chile. En este país —uno de los casos en que se cons­
tituyó más tempranamente el Estado durante el siglo xix— fue
hegemónica la figura de Bello, un intelectual ideológico acomo­
dado a las instituciones.
En la tercera parte trataré de identificar los procesos por los que
atraviesan las profesiones legales en la región de Latinoamérica.
Hacia el final, sugeriré algunos de los principales problemas y
desafíos a los que deben hacer frente hoy día, en mi opinión, las
escuelas de derecho.

La fisonomía de los abogados

Es difícil hablar de los abogados (o de cualquier otra profesión)


sin referirse al contexto histórico en que su labor se desenvuelve.
Si bien existe alguna continuidad entre los «advocaci» y los «iu­
risconsulti» de la Roma clásica y los abogados de la moderna or­
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ganización burocrática —ambos asisten a otros en disputas
públicas—, es obvio que existen profundas diferencias surgidas del
diverso contexto en que esas funciones se ejecutan. Lo mismo
ocurre con el saber de los abogados. Hay parentescos conceptua­
les entre la retórica y la dogmática (Salvat, 2002); pero se trata de
disciplinas radicalmente distintas si atendemos al contexto en que
se ejercitan. En fin, hablar de abogados puede parecer demasiado
amplio, sobre todo si advertimos que los graduados en derecho
—una vez que obtienen su certificación profesional— se incorpo­
ran, al menos en América Latina, a variadas culturas profesionales
más específicas (como defensor, fiscal, juez, por mencionar algu­
nas actividades). Adoptaré, entonces, dos precauciones. Al hablar
de abogados tendré en mente a quienes habiendo obtenido una
certificación en derecho en una universidad (Posner, 1995), se
desempeñan en litigios, en labores asociadas a su prevención
(como la negociación) o en la asesoría legal a negocios. Por otra
parte, eludiré los tiempos largos para detenerme, en cambio, en
un específico tipo histórico: el abogado surgido al amparo del Es­
tado moderno.
¿Cómo llegó a constituirse este tipo de abogado? Si bien hoy
día la profesión de abogado sigue gozando de una alta reputación
(al menos en los países latinoamericanos), ello no fue siempre
así. En defensa de Lucio Murena, por ejemplo, Cicerón considera
a la milicia y a la elocuencia como superiores a la abogacía. Cice­
rón derivó la inferioridad de la abogacía no sólo de su sencillez
(«aunque yo sea un hombre ocupadísimo, a poco que me provoques
en tres días me haré jurisconsulto...»), sino del lugar subordinado
que correspondía a las leyes en la constitución del orden. El «te­
rrible soldado» es lo que ha hecho de Roma, dijo, «la primera de
todas» (Cicerón, 1946: V; citado por vez primera en Pérez Perdo­
mo, 2004). Ya en el siglo iv antes de Cristo, Isócrates, en su Ae-
rópago, había desconfiado de que las leyes pudieran, por sí solas,
hacer mejores al Estado o a los ciudadanos. Si así fuera, dijo Isó­
crates, sería fácil transmitir mediante la letra de la ley «el espíritu
de un Estado a todos los demás» (Isócrates, 1982: 39, 42). Toc­
queville —quien tanto alabó el papel de los abogados en la vida
pública americana— advirtió también acerca del hecho que los pue­
blos se diferencian entre sí no tanto por la forma de gobierno,
sino por el grado de gobierno con que cuentan.
21

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Cicerón, Isócrates y Tocqueville —podríamos agregar, toda­
vía, las frecuentes comparaciones entre la ley y las virtudes que
hace Maquiavelo en sus Discursos— sugieren que el derecho no
posee las funciones que los abogados —o los profesores de dere­
cho— solemos atribuirle. A los abogados nos gusta pensar que
existen vínculos indisolubles entre el rule of law, por una parte, y
la calidad del derecho, por la otra. Esa vinculación es, desde lue­
go, correcta, a condición de que no lleve a olvidar que el derecho
—como una práctica compartida hacia lo público— sólo florece
allí donde, previamente, ha logrado constituirse un orden me­
diante el ejercicio del poder. Y eso es lo que ocurre con el surgi­
miento del Estado moderno.
El Estado moderno —un tipo de institución relativamente re­
ciente, pero al amparo de la cual hemos configurado nuestra imagi­
nación política— se caracteriza por reivindicar para sí, con éxito,
el monopolio de la fuerza y, con base en ese monopolio, expro­
piar a los ciudadanos el conflicto. Vivir en el Estado quiere decir
que tú careces de la posibilidad de hacer uso de la fuerza en el
ámbito de las relaciones sociales y que, al mismo tiempo, no pue­
des manejar los conflictos, sino que debes delegarlos en un tercero.
En la metáfora de Hobbes —que, nada más con algunos matices, se
repite en todo el pensamiento político posterior— la autogestión
del conflicto haría que la vida humana fuera «solitaria, pobre, tos­
ca, embrutecida y breve», resultado que, en cambio, se evitaría
mediante la expropiación del conflicto (Hobbes, 1940: 103). Lo
que conocemos como jurisdicción —o, más generalmente, como
administración de justicia— alude, justo, a ese monopolio que,
respecto de la resolución de conflictos, reclaman para sí los órganos
estatales. Por eso la jurisdicción moderna se encuentra íntima­
mente vinculada con la existencia de un sistema de reglas que estereo­
tipan los conflictos, y a través del cual las partes deben expresar
sus intereses, y con una organización formal que Weber, por
ejemplo, caracterizó como una forma racional de administración
de justicia (Weber, 2002: 648 y ss). No siempre fue así, desde
luego: de forma paralela con los orígenes del Estado moderno,
existió un derecho consuetudinario con «voluntary enforcement»
(Benson, 1990: 35). En el Estado moderno, en cambio, el conflicto
es despojado de sus vinculaciones con el mundo de la vida —este
mundo, como sugiere Habermas, es colonizado por el derecho
22

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(Habermas, 1988: 502-503)— y, en cambio, es expresado me­
diante reglas y resuelto al interior de una organización. En un sis­
tema como el que acabo de describir, el abogado constituye un
experto que media entre la extrema variabilidad de los conflictos
y la sencilla caracterización que formulan las reglas. El desafío
para el experto legal es permitir que el sistema normativo logre
acoger la extrema complejidad del mundo social. Esa labor —esa
reducción de complejidad (Luhmann, 1990: 69)3— es ejercitada
por el experto legal al utilizar un sofisticado equipo conceptual
que acompaña también al surgimiento del Estado moderno: la
dogmática jurídica. La mediación de la cultura de un experto en el
manejo del conflicto aligera a éste de su compromiso afectivo y
hace más previsible su resolución.
La descripción anterior —que en líneas generales simplemente
resume los análisis admitidos por lo general en esta materia—
permite identificar algunas de las principales características,
algunas de ellas inconsistentes entre sí, que adquiere, de manera
persistente, la profesión legal.
Desde luego, y como ha sido sugerido (Blumberg, 1971; Pound,
1953), el abogado suele encontrarse en medio de lo que pudiéra­
mos denominar una inconsistencia de roles; es decir, parece estar
demandado por expectativas que no son fáciles de conciliar.
Como señaló Pound en su famoso estudio, cada tarea del aboga­
do envuelve «una relación de la más alta confianza con respecto
del cliente y, a la vez, una igualmente alta relación de confianza
como un oficial de la Corte» (Pound, 1953: 353).
Como observa Pound, el abogado mantiene contactos frecuen­
tes con otros profesionales del área y posee una cierta simetría de
intereses con la organización en la que desempeña su trabajo, el
tribunal, y con el sistema legal en su conjunto. Pero al mismo
tiempo conserva cierta relación con su cliente, cuyos intereses
habrá de promover legitimándolos mediante la invocación de re­
glas. El abogado pertenece al aparato de justicia y guarda relacio­
nes de fidelidad con él, pero, al mismo tiempo, ha establecido

3 
«Definiremos como complejo a un conjunto interrelacionado de elementos
cuando ya no es posible que cada uno de ellos se relacione en cualquier momento
con todos los demás, debido a limitaciones inmanentes a la capacidad de interconec­
tarlos (…). La complejidad, en el sentido aquí mencionado, significa obligación a la
selección (…)».

23

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lazos de confianza con el cliente, cuyos intereses y expectativas
debe proteger. Es probable que estas expectativas incongruentes
a que se ven sometidos los abogados, se expresen bien en la dis­
tinción clásica entre «advocaci» y «iurisprudente», entre «prolo­
cutor» y «abogado» en la tradición medieval, o, con algunas
reservas, entre «solicitor» (office lawyers) y «barrister» (cour-
troom lawyers): entre quien defiende a otro, y quien administra el
saber de su profesión. Desde luego, esa inconsistencia sólo acaba
por configurarse cuando la distinción comienza a disolverse des­
de el punto de vista de su formación (Weber, 2002: 650). Estas
expectativas inconsistentes en medio de las cuales suele desenvol­
verse la profesión legal, se expresan en ambos modos de concebir
la profesión de abogado: como un funcionario no empresarial de la
justicia por una parte, o como un profesional liberal por la otra.
Algunos autores (Paul, 1989; Posner, 1995) han sugerido que
el modelo de abogado como un funcionario cercano al Estado se
acentúa en aquellos países en los que existe una amplia tradición
de constructivismo social; es decir, en aquellas experiencias his­
tóricas, como la del Estado prusiano por ejemplo, en que se ha in­
tentado, de una manera persistente y planificada, inducir cambios
sociales desde el aparato del Estado utilizando, para ello, el sofis­
ticado equipo de la técnica jurídica. En estas experiencias, el de­
recho es concebido como un instrumento para el cambio social
deliberado, como un mecanismo del poder público administrado
por una élite burocrática. En una concepción como ésta, la pro­
fesión de abogado —como ocurrió, al menos formalmente, en Ale­
mania— está subordinada a la administración de justicia, pues
decide, por ejemplo, la admisión profesional, controla la ética en
el ejercicio de la profesión o regula los ingresos profesionales. En el
extremo, un modelo como el que describo puede dar lugar a que
el abogado ejerza su profesión echando mano, en situaciones límite,
a la razón de Estado. Es suficientemente conocido, por ejemplo,
cómo el abogado prusiano fue concebido como un «órgano de la
justicia» e introducido, de maneras diversas, en una relación de
dependencia con respecto al aparato estatal. También es sabida la
manera en la que, al final de la República de Weimar, el tribunal
supremo del Reich utilizó el concepto de «órgano de la justicia»
para disciplinar a algunos abogados en procesos de carácter polí­
tico (cfr. Posner, 1995). En el modelo prusiano —que se explica,
24

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como he dicho, por la profunda transformación administrativa y
política llevada a cabo en los siglos xviii y xix—, la inconsisten­
cia de roles entre la fidelidad al aparato de justicia estatal, por una
parte, y la confianza, casi afectiva, con el cliente por la otra, se
decide a favor de la primera alternativa.
Todo ello, claro está, fue acompañado de otra variable, a la que
luego me referiré, y que forma parte consustancial de la cultura
de los expertos legales. Se trata del sofisticado desarrollo de la
ciencia jurídica, de la dogmática que, como veremos, contribuye
también a configurar la idiosincrasia del abogado.
Sin embargo, y como adelanté, el modelo de abogado como un
órgano de la justicia o, como dicen los resabios de la adminis­
tración borbónica que aún persisten en muchas de nuestras legisla­
ciones, como «auxiliar de la administración de justicia», coexiste
con otro modelo: el modelo de la abogacía como profesión liberal.
La abogacía como profesión liberal ha solido estar empírica­
mente asociada al desarrollo empresarial y mercantil y al surgi­
miento de una base social: la existencia de una burguesía, de una
clase social de empresarios y comerciantes independientes que,
de pronto, aparece como un nuevo y poderoso cliente en el mer­
cado de la prestación de servicios de los abogados. El abogado li­
beral, como ha sido descrito muchas veces, adquiere en medio de
este nuevo panorama una mayor independencia individual y cor­
porativa respecto del Estado. La relación de fidelidad, en vez de
mantenerse del lado del Estado, suele, en cambio, trasladarse al
lado de los intereses del cliente y constituirse como una presta­
ción de derecho común libremente acordada (éste fue uno de los
temores que manifestó Pound en su famoso estudio sobre aboga­
dos. Pound, como es sabido, defendió un modelo de abogado
como servicio público [Pound, 1953: 5; cfr. Doebele, 1953]). Al con­
trario de lo que ocurre con el modelo típico que denominé prusia­
no, el abogado liberal posee una orientación más pragmática y
empresarial, moralmente más indiferente a la razón de Estado,
más plural en las destrezas que ofrece y más vinculado a los inte­
reses estratégicos del cliente (Posner, 1995: 60; Subrin y Woo,
2006: 31). En términos generales, es posible sugerir que el modelo
de abogado liberal está más cerca de una concepción del derecho
como un instrumento de control del poder, como una técnica de
protección del individuo frente al Estado. Por supuesto, la lealtad
25

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del abogado liberal hacia los intereses del cliente no significa que
el abogado liberal esté puesto de espaldas hacia los valores insti­
tucionales. Lo que parece ocurrir es que el abogado liberal logra
un compromiso con esos valores institucionales y profesionales
que no supone, directamente, la mediación ni del Estado ni de la
administración.
Con todo, y como sostengo, el modelo de abogado que, con al­
guna licencia, he denominado prusiano, y el modelo de abogado
liberal no constituyen más que modelos típico-ideales, exagera­
ciones casi cercanas a la caricatura, que no encuentran una con­
trapartida fáctica o empírica completamente fiel. Es probable que
la profesión de abogado refleje, en los hechos, una mezcla más o
menos inadvertida de ambos modelos, aunque, por otra parte, es
seguro que siempre será posible alistar a la cultura de los aboga­
dos en una u otra tradición, según cuál de esos rasgos posea mayor
presencia. En el caso norteamericano, un ejemplo paradigmático
de la profesión liberal es que siempre será posible encontrar algu­
nos fenómenos que acercan la labor de los expertos legales, de
manera no deliberada, a los intereses del aparato de justicia. Algún
autor ha señalado que la estructura y las particularidades organi­
zacionales del tribunal definen, de una manera muy relevante, el rol
del defensor, incluso en un medio donde el ethos de la profesión
liberal parece indesmentible.

Los objetivos de la organización —explica un autor que ha examinado


la relación entre el cliente y el abogado en la experiencia norteamerica­
na— imponen una serie de condiciones para el ejercicio de las respecti­
vas profesiones ante el tribunal penal, a las cuales los abogados
responden haciendo abandono de sus compromisos profesionales e
ideológicos con el cliente acusado, poniéndose al servicio de esas pre­
tensiones superiores derivadas de la organización del tribunal. Todo el
personal del tribunal —concluye este autor—, incluyendo al propio
abogado del acusado, tiende a ser cooptado para convertirse en agentes
de mediación que asisten al acusado a redefinir su situación y a rees­
tructurar sus percepciones en forma concomitante con su reconocimien­
to de la responsabilidad penal (Blumberg, 1971: 338).

Como se ve, el modelo del abogado liberal tampoco resulta


opuesto —ni se opone necesariamente— a las lealtades hacia la
26

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corporación. Más bien la pertenencia y el control por parte de la cor­
poración parece favorecer —como lo insinuó Hegel (ver Hardimon,
1994)— una lealtad indirecta hacia el Estado.
Pero, como adelanté, la profesión de abogado no sólo se en­
cuentra en medio de una inconsistencia de expectativas entre la
fidelidad al aparato de justicia por un lado, y la fidelidad al cliente
por otro lado. Todavía existe, entre los abogados, una evidente in­
consistencia en las funciones que están llamados a cumplir frente
al sistema normativo en su conjunto.
Ocurre que las profesiones jurídicas se encuentran estructuradas
alrededor de cierto paradigma, de cierto tipo de discurso (el saber
específico de la profesión) que les confiere una especie de idiosin­
crasia teórica. Ese paradigma es lo que se conoce —desde fines del
siglo xix cuando Ihering contribuyó a sistematizarlo— como para­
digma dogmático (Ihering, 1946). Uno de los rasgos propios de
este paradigma es la creencia en la completitud de los sistemas nor­
mativos y la aspiración, en consecuencia, a que la labor del jurista
sea sólo la de describir reglas dotadas de autoridad. Los sistemas
normativos, sin embargo, carecen de completitud y, por lo mismo,
suele haber casos para los cuales el sistema normativo no provee
de decisión alguna. El profesional del derecho y el jurista dogmático
se encuentran así en la necesidad simultánea de describir el dere­
cho positivo y optimizarlo, superando el conjunto de imperfeccio­
nes que presenta. Los juristas estarían sometidos, de esta manera, a
una nueva inconsistencia, a la necesidad simultánea de conocer el
ordenamiento y de producir decisiones. Como ambas labores son
incompatibles, el nudo de la disciplina dogmática consiste en pre­
sentar como conocimiento lo que, en verdad, es creación. Ese
modo de resolver la inconsistencia (que en modo alguno equivale
a la mera simulación, como ha llamado la atención Dworkin
[1988]) oculta, también, algunas de las más importantes funciones
de la dogmática, entre las que se cuenta la de optimizar, esto es,
mejorar el ordenamiento jurídico positivo. A fin de cuentas, lo que
ocurre es que las profesiones jurídicas contribuyen a configurar el
derecho, de manera que no es posible, en verdad, poner de un lado
a las profesiones jurídicas y, de otro lado al derecho, como si las
profesiones jurídicas consistieran, simplemente, en reproducir lo
que, de una manera u otra, ya está contenido en el sistema norma­
tivo. Cosa distinta —y aunque el paradigma dogmático no suela re­
27

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conocerlo— los abogados, jueces y demás operadores del sistema
contribuyen, de forma cotidiana, a configurar la práctica legal, el
derecho a fin de cuentas. Como ha sido muchas veces sugerido —
en la obra, por ejemplo, de Carlos Nino (1974) y en algún trabajo
de Luhmann (1983)— la dogmática constituye una manera de re­
solver la inconsistencia de roles a que se ve expuesto el jurista
quien, por recurso a un conjunto de técnicas que han sido larga­
mente descritas y entre las que se cuenta por modo predominante el
modelo del legislador racional, suple las insuficiencias del sistema
normativo por la vía de imputar, a la luz de ciertos presupuestos
políticos o morales, soluciones no previstas por el sistema. La dog­
mática cumple así, en ocasiones, funciones de un verdadero equi­
valente funcional de la legislatura. Existe, pues, pudiéramos decir,
una vinculación indisoluble entre el sistema normativo, la dogmá­
tica y las profesiones jurídicas. Cuáles sean las características de
un sistema jurídico dependerá, entonces, de una manera relevante,
de la cultura profesional de los operadores.
El problema que acabo de describir —la incompletitud del sis­
tema normativo y la necesidad de producir decisiones para todos
los casos— es un viejo problema en la teoría del derecho que se
ha intentado resolver de múltiples formas.
Una es la tesis de la discreción fuerte de Hart o de Kelsen. En
ocasiones, y frente a las inevitables insuficiencias del sistema
normativo, los juristas producirían soluciones basándose en cier­
tos criterios carentes de autoridad (salvo la que les conferiría el
endoso que, de esos criterios, haría el intérprete) (Hart, 1961).
Otra tesis es la de Dworkin (1998) o de Finnis (1980). El razona­
miento legal no podría funcionar sobre la base de separar lo descrip­
tivo de lo prescriptivo. El significado focal del concepto de derecho
(como dice Finnis) siempre entrelazaría aspectos descriptivos y
aspectos prescriptivos. O, como prefiere Dworkin, la respuesta a
la pregunta ¿qué es derecho?, en cada caso, sería indisoluble de la
respuesta a la pregunta ¿cómo debe ser? El punto de vista de Dworkin
y de Finnis posee muy prestigiosos antecedentes en la teoría social y
en el realismo interno que defendió alguna vez Putnam (2002).4

4 
La sociología desde muy temprano llamó la atención acerca del hecho que los
fenómenos sociales no podían comprenderse a cabalidad sin considerar el punto de
vista de los actores. Con la excepción relativa de Durkheim (relativa, porque si bien

28

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Por supuesto, ninguno de esos puntos de vista disuelve la in­
consistencia acerca de la cual se llama aquí la atención. La reconci­
lian conceptualmente, o pretenden hacerlo, pero eso no suprime
la contradicción de roles en medio de la que vive el jurista. Esa
inconsistencia (como se sugiere a detalle más adelante5) también
se presenta a veces entre una jurisprudencia atenta a las conse­
cuencias (como la que promueve el law and economics) y una ju­
risprudencia centrada en derechos fundamentales (como la que se
verifica en la Drittwirkung).
No cabe duda entonces, la profesión de abogado se configura,
por decirlo así, en medio de dos tensiones: i) un conflicto de leal­
tades entre los intereses del cliente y los valores subyacentes al
sistema legal, por una parte; y ii) una cierta inconsistencia entre

reclamó tratar a «los hechos sociales como cosas» también dedicó sus mejores obras
al análisis de los fenómenos simbólicos), la sociología clásica, tanto anglosajona
como continental, insistió en que el análisis social debía incluir la intencionalidad.
Buena parte de los fenómenos sociales, se observó entonces, no pueden ser descritos
en términos puramente fácticos o empíricos, era necesario suponer cierta actitud por
parte de aquéllos cuya conducta los revelaba.
El caso más característico que muestra esta sugerencia metodológica de la socio­
logía es el del dinero. Simmel, por ejemplo, sugiere que no es posible describir una
economía monetaria (como la capitalista que él observó a inicios del siglo xx) sin ex­
plicar un fenómeno real, pero intangible, como el valor. ¿A qué se debe el valor? El
valor, explica Simmel, no proviene de la legalidad natural, sino que constituye una
imputación hecha por los seres humanos y sostenida en el intercambio. Esa imputa­
ción, explica, no pertenece ni a la naturaleza ni, tampoco, a la mera subjetividad: es
un tercer orden sin cuya inteligencia la vida social no puede ser comprendida. Así
entonces, opina Simmel, no es posible realizar una descripción externa de la econo­
mía monetaria. Una descripción de esa índole apenas captaría la materialidad de las
cosas o la dimensión psicológica de cada sujeto, pero en caso alguno ese tercer orden
sobre el que descansa la interacción.
El caso de Simmel no es único, como lo muestra la obra de Spencer, el sociólogo
inglés. Spencer examina el mismo problema del que se ocupó Simmel. El papel mo­
neda. La particularidad del papel moneda deriva del hecho de que su materialidad
carece de todo valor. Nada hay en el papel moneda que justifique el valor indudable
que, sin embargo, en las economías modernas se le atribuye. ¿De dónde deriva en­
tonces su valor? Spencer, menos dado a la especulación metafísica o gnoseológica
que Simmel, sugiere que ese valor deriva de la confianza. El sistema social, piensa
Spencer, es un sistema fiduciario: reposa en la fe y en las expectativas que los acto­
res depositan en él. Sin referirse a esas expectativas, ninguna descripción del orden
social está completa o es siquiera posible. Los puntos de vista de Simmel y de Spen­
cer encuentran continuidad en la obra de Max Weber y la llamada «sociología com­
prensiva».
5 
Ver el capítulo “Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil”, en este
mismo volumen.

29

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la necesidad de describir un sistema normativo y la necesidad de
optimizarlo, por otra parte.
Deseo sugerir que esas dos son características específicas de la
profesión legal. Cuán conscientes estemos de esas características pue­
de influir, como insistiré luego, en la fisonomía de la educación legal.
Junto con lo anterior, los abogados presentan todavía algunas
características que son comunes a la cultura de las profesiones, y
de las cuales existen abundantes descripciones. Quizá baste aquí
un resumen algo impreciso.
Durkheim (2001) enfatizó que las profesiones —entre ellas la
legal— ayudaban a evitar la anomia y contribuían a la cohesión
social. Esta función de las profesiones explicaría un «toma y
daca» implícito entre el Estado y los cuerpos profesionales: el Es­
tado prestaría protección a esos cuerpos, sugirió Durkheim, por la
disciplina que eran capaces de proveer. Hegel (Hardimon, 1994)
también acentuó en su descripción de la sociedad civil esas carac­
terísticas mediadoras de las profesiones que adoptan la forma de
corporaciones. El punto de vista funcionalista respecto de las pro­
fesiones (que Durkheim, como anota Luhmann, inaugura) subra­
ya la ideología del altruismo y del bien común, la ideología de
servicio, con que los cuerpos profesionales legitiman sus deman­
das. Otras perspectivas han subrayado que las profesiones ejercen
un control sobre la relación entre productores y consumidores, en
donde la profesión define las necesidades del consumidor y el
modo en que serán satisfechas (Johnson, 1972: 25). Larson puso
de manifiesto que las profesiones definían un campo de saber y
las condiciones para acceder a él (Larson, 1977). Las profesiones,
en fin, también actúan como grupos de presión, como corporacio­
nes que introducen fallas en el proceso político y en la adopción
de decisiones públicas.

Los abogados y el Estado nacional

A las inconsistencias que acabo de revisar —entre las tareas fidu­


ciarias del abogado hacia el cliente y hacia el Estado, por una
parte, y entre la tarea de describir el derecho y optimizarlo, por la
otra— se suma el diverso papel que, según el contexto histórico,
ha desempeñado la profesión en la cultura política.
30

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En el caso de América Latina hay pocos estudios que examinen
la función de las profesiones legales respecto del desarrollo polí­
tico en su conjunto, y lo mismo se constata en la literatura gene­
ral.6 Así y todo, puede sostenerse que las profesiones legales en
América Latina han estado estrechamente vinculadas al surgi­
miento y configuración del Estado nacional (Pérez Perdomo,
2006).
La vinculación entre la profesión legal y el surgimiento y con­
figuración del Estado nacional debe, sin embargo, ser examinada
con extremo cuidado. En esta parte parece necesario establecer
las diferencias radicales que median entre Estados Unidos de Nor­
teamérica, por una parte, y la región de Latinoamérica, por la otra.
La índole particular de la revolución americana, sumada a las
características de una Nación de inmigrantes, hizo de Estados
Unidos de Norteamérica una cultura en la que la ley posee una
especial función identitaria (Kahn, 1999: 9).7 La cultura de la ley,
en el caso de este país, no sólo integró una cultura de expertos,
más bien se hizo hegemónica en múltiples esferas de la vida públi­
ca hasta constituir una cultura del rule of law (Kahn, 1999: 9). La
profesión de abogado fue aligerada del deber de sostener esa cul­
tura, y el sistema adversarial —como se subrayó ya— acentuó en
cambio las lealtades con el cliente, constituyendo el tipo más
puro de profesión liberal. Como fue sugerido en un influyente
texto de ética profesional (Sharswood, 1860), «el abogado que
rehúsa su asistencia profesional porque a su juicio el caso es in­

6 
Algunos estudios disponibles son Pérez Perdomo, R., Los abogados de Améri-
ca Latina. Una introducción histórica, cit.; Los abogados en Venezuela, Monte Ávi­
la, Caracas. 1981; De la Maza, Íñigo (2001), Lawyers: From the State to the Market,
tesis para el grado Master of the Science of Law, Stanford Law School; Peña Gonzá­
lez, Carlos (1996), Hacia una caracterización del ethos legal: de nuevo sobre la cul-
tura jurídica chilena, cpu, Santiago. Algunos análisis más recientes son Paik, Heinz
y Southworth (1975), “Political Lawyers: The Structure of a National Network”, en
Law and Social Inquiry, vol. 36, núm. 4, otoño (pp. 892-918); Hain y Piereson
(1975), “Lawyers and Politics Revisited: Structural Advantages of Lawyer-Politi­
cians”, en American Journal of Political Science, vol. 19, núm. 1, febrero (pp. 41-
51); Karpik, L. (1988), “Lawyers and Politics in France, 1814-1950: The State, the
Market, and the Public”, en Law and Social Inquiry, vol. 13, núm. 4, otoño (pp. 707-
736); Podmore, D. (1977), “Lawyers and Politics”, en British Journal of Law and
Society, vol. 4, núm. 2, invierno (pp. 155-185).
7 
«Sin un origen étnico común, racial o herencia religiosa, la identidad america­
na es particularmente dependiente de la idea de derecho».

31

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justo, usurpa la función del juez y del jurado» (Luban, 1997). Al
lado de todo eso, los juristas —quienes desarrollan el derecho
desde la academia— parecieron, al revés de lo que va a ocurrir en
la región latinoamericana más tarde, perder influencia directa en
el proceso político. La cultura de la ley que es tan propia de Esta­
dos Unidos de América fue detectada tempranamente por Toc­
queville, quien subrayó, con interés, la influencia de los abogados
en la vida americana y en la configuración de su vida pública:

Si se me preguntara dónde coloco a la aristocracia norteamericana, res­


pondería sin vacilar que no es entre los ricos, que no tienen ningún lazo
común que los una. La aristocracia norteamericana está en la barra de
los abogados y en el sillón de los jueces.
Cuanto más se reflexiona sobre lo que ocurre en Estados Unidos,
más se siente uno convencido de que el cuerpo de legistas forma en ese
país el más poderoso, y por decirlo así, único contrapeso de la democra­
cia (Tocqueville, 2006: I, segunda parte, 8, 387).

El papel que Tocqueville atribuye a los abogados americanos


puede ser contrastado con el que los profesionales de la ley tienen
en el derecho continental. Mientras que en Estados Unidos los abo­
gados limitan, como sugiere Tocqueville, la voluntad de la ma­
yoría, en el derecho continental presumen servirla (que es la
ideología que subyace, por ejemplo, a la codificación). La situa­
ción para la región latinoamericana —aunque parecida a la que se
acaba de atribuir a la del derecho continental— ha de juzgarse dis­
tinta.
Como es sabido, las revueltas independentistas de la primera
mitad del siglo xix no poseyeron ni las características de una re­
volución social, ni tampoco los rasgos de una genuina revolución
política en el sentido de Arendt. En vez de sustituir a las élites
hasta entonces hegemónicas, o en vez de constituir el poder, bue­
na parte de las gestas de la independencia fueron escaramuzas
militares a las que siguieron intensas disputas al interior de la éli­
te por el control de los medios de producción del poder. Como re­
sultado de todo eso, en la región de Latinoamérica los abogados
participaron en múltiples y reiterados intentos por escribir cons­
tituciones: los abogados latinoamericanos, desde entonces, pare­
cieron más preocupados por la forma de gobierno, que por el
32

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grado de gobernabilidad con que, en cada caso, contaban. Desde
la primera mitad del siglo xix, Latinoamérica posee una verdade­
ra industria de constituciones, productos que en ese entonces eran
más bien escasos. Contribuye, también, vigorosamente, el dictado
de Códigos.8 Una revisión de los diversos modelos constituciona­
les de América Latina muestra que los abogados prefiguraron la
fecunda imaginación que más tarde mostró la novela: la cultura
de los abogados, al no estar integrada a un ethos social, pasó a
formar parte de un extendido fetichismo en donde las palabras
arriesgan el peligro de desplazar las funciones que el derecho
cumple. Si en América Latina el fetichismo de las mercancías que
diagnosticó Marx para el capitalismo, es, todavía, tímido, el feti­
chismo de la ley ha venido a sustituirlo con un entusiasmo digno
de mejor causa. Pareciera que los abogados del siglo xix, en vez de
constituirse con una fuerte lealtad al Estado (en buenas partes de la
región el Estado comienza a consolidarse recién hacia fines del

8 
Entre 1751 (Codex Iuris Bavaricus Criminalis) y 1917 (códigos civiles de Bra­
sil y de Panamá) se dictan, entre Europa y América Latina, un total de 157 códigos.
Ver, al respecto, Bravo Lira, B. (1999), “Cronología de la Codificación en Europa y
América, 1751-1997”, en Bravo Lira, B. (ed.), Codificación y descodificación en
Hispanoamérica, Santiago. En la tradición europeo-continental existe el derecho ro­
mano canónico, que es un derecho de juristas. Ese derecho es común a los pueblos
europeos y lo era también para América Latina hasta la codificación. La codificación
pretende fijar esa tradición en cuerpos únicos. Pero, es obvio, la codificación también
posee un significado político: mediante el dictado de códigos, los países reafirman su
individualidad. El ejemplo más claro de esto último, en la tradición europea, es la
tardía codificación alemana. Cfr. Pérez Perdomo, R.(1987), Los abogados en Améri-
ca Latina. Una introducción histórica, cit. «A partir de 1811, América Latina se con­
vierte en la gran productora de constituciones, un producto novedoso y escaso en la
historia humana hasta ese momento. Cada país recién independizado redactó al me­
nos una y, con frecuencia, varias sucesivas. La producción no se detiene en todo el
siglo. Había un conocimiento político que determinaba aproximadamente el conteni­
do de las constituciones: organización de las distintas ramas del poder público, dis­
tribución del poder entre los órganos centrales y el resto del país, relación del poder
laico y el religioso, declaraciones de los derechos de los ciudadanos. Había modelos
prêt-à-porter en Estados Unidos y Francia, producto de las respectivas revoluciones
de final del siglo xviii. Estaba también la Constitución española de 1812, que estuvo
formalmente vigente sincopadamente en los países hispanoamericanos durante el pe­
riodo de la independencia. Los juristas y los políticos latinoamericanos, que conocían
la literatura, no vacilaron en usarla ni tampoco en innovar. En la enorme colección
de constituciones de la región tenemos todos los modelos: monárquicas, republica­
nas, presidencialistas, parlamentarias, con presidentes vitalicios que concentraban
mucho del poder público, con ejecutivos débiles y colegiados, centralistas, federales,
confederales, centro-federales, con declaraciones de derechos extensas o brevísimas».

33

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siglo xix) asumieron, en general, las funciones de un intelectual
—o de un estamento de intelectuales— al modo del literati chino:
un experto en palabras y en libros, que, en ocasiones, asumía fun­
ciones de administración del poder y, en otras, forman parte de un
estrato libre y móvil que daba origen a escuelas sobre los más di­
símiles temas (Weber, 1965 y 2002: 1064; Brunner, 1983).9 En ge­
neral, este tipo de intelectual —a diferencia del funcionario— era
de estilo más utópico que ideológico (Mannheim, 1968).10
El caso de Chile es, en ciertos aspectos, una anomalía en la re­
gión. En Chile los abogados cumplieron, durante el siglo xix, la
función de un intelectual que acabó siendo más ideológico que
utópico. Y es probable que ahí radique una de las causas de la tem­
prana consolidación del Estado en Chile. Bello, a quien tanto debe
la estructuración del orden político en Chile, fue un intelectual
más ideológico que utópico y quizá aquí se encuentre una de las
particularidades que el derecho ha poseído en el desarrollo de Chi­
le. A diferencia, en buena medida, del resto de la región, en Chile
el poder mostró su capacidad para constituir un orden social. Eso se
logró —como era obvio— desplazando al intelectual utópico y
sustituyéndolo por el intelectual ideológico que fue Bello.
Mario Góngora (1980: 229-230) sugirió que en el Chile del si­
glo xix alcanzaron a convivir un pensamiento de rasgos utópicos
e iluministas con lo que el propio Góngora denominó realismo
conservador (y que se asemeja a lo que Mannheim denomina un
intelectual ideológico). El iluminismo habría sido sustituido, fi­
nalmente, sugiere Góngora, por ideologías «despreocupadas de
los fines» y por un realismo simplemente atento a la funcionali­
dad de las instituciones.
Juan Egaña sería el representante típico del iluminismo utópi­
co y católico que, con la consolidación del Estado nacional, ha­
bría sido olvidado por el ideologismo en favor de la funcionalidad
de las estructuras, a cuyo amparo se habrían formado los publi­
cistas y los juristas en Chile. La figura de Andrés Bello, y antes

9 
Max Weber (1965), “The chinese literati”, en Gerth y Mills (eds.). From Max
Weber: Essays in Sociology, Oxford, Cap. XVII, citado en Brunner et al. (1983), Los
intelectuales y las instituciones de la cultura, Flacso.
10 
Mannheim sugirió que mientras la mentalidad utópica se evadía de la realidad
esperando, paradójicamente, trascenderla, la mentalidad ideológica, en cambio, in­
tentaba configurar a la realidad, aceptándola.

34

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de él Manuel de Salas, según esta interpretación, serían el para­
digma de la inteligencia acomodada a las instituciones.
El estatismo de la cultura jurídica chilena, así como el positivis­
mo ideológico que la caracteriza parecen, pues, hallarse vinculados
al realismo conservador de que habla Góngora. Ni el barroco del
siglo xvi —extraño por principio al texto y a la formalización de
los mercados—, ni el iluminismo utópico y católico representado
por la figura de Egaña; sino una ideología conservadora ocupada
en la funcionalidad de los medios y en la producción del orden, re­
presentada por la figura de Andrés Bello, sería el paradigma a cuyo
amparo se habría gestado la mentalidad jurídica nacional. La figura
de Bello —cuyo brillante eclecticismo es una forma de lo que
Góngora denominó «realismo conservador»— resultó segura­
mente más adecuada a la cultura de los únicos agentes capaces de
administrar el Estado: los funcionarios adiestrados en la comple­
ja maraña de reglamentos y legalismos introducidos por el centra­
lismo borbón (Veliz, 1984: 76 y ss). La mentalidad utópica en la
cultura jurídica nacional (Egaña en la llamada ilustración católica
y luego tal vez Lastarria) nunca tuvo éxito, y quizá por eso en lo
que Góngora denomina la «época de las planificaciones globales»
—en las épocas de espíritu utópico— la figura del jurista fue con­
servadora y marginal. El espíritu utópico que es propio de las
épocas de planificación global no se encontró nunca en Chile en
el ámbito del derecho, sino que se verificó en otras ciencias socia­
les, como la sociología o la economía, a las que, sin embargo y de
manera a mi juicio insensata, el derecho procuró asemejarse. Al
hacerlo, el rol social de los abogados fue devaluado y de esa de­
valuación, en mi opinión, no se recupera hasta hoy.
Es probable que el realismo conservador de Bello —un apasionado
del orden, como se ha dicho en una reciente biografía suya— haya
influido buena parte de nuestra cultura jurídica, contribuyendo, así,
a algunas de las mejores ventajas institucionales que presenta Chi­
le; aunque es probable también que ese mismo espíritu, o mejor,
una exageración casi patológica de ese mismo espíritu, sea el que
haya favorecido cierto positivismo rampante, que todavía predomi­
na en los estudios de derecho.
Sin embargo, y seguramente como resultado de las transforma­
ciones que Chile experimentó durante la época del Estado de
compromiso, entre los años 1932 y 1973, ese papel social del ju­
35

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rista fue lentamente devaluado. Mientras que en la época de la
consolidación del Estado —particularmente durante la segunda
mitad del siglo xix— el jurista era el intelectual por antonomasia
y el encargado, por lo mismo, de deliberar acerca del curso del
orden social en su conjunto —como lo muestran los ejemplos de
Egaña y de Bello—, durante el siglo xx el jurista fue, en cambio,
desplazado de esa importante función social por otras disciplinas
que, instaladas en las universidades hacia los años sesenta, pre­
tendían poseer mejores armas metodológicas para hacer frente a
esa época extendida que Mario Góngora denominó la época de
las planificaciones globales. La sociología primero, y la econo­
mía después, ocuparon el lugar de los intelectuales que los juris­
tas habían desempeñado casi sin oposición durante el siglo xix.
El fenómeno, como es suficientemente sabido de todos nosotros,
culminó con un intento de reformar la enseñanza del derecho
consistente en asemejar las disciplinas jurídicas a esas otras dis­
ciplinas que aparentaban mayor seguridad metodológica y teórica
que el derecho. Las escuelas de derecho olvidaron así el carácter
práctico de la disciplina de que se ocupan y pretendieron, des­
oyendo el viejo consejo de Aristóteles, demostrar allí donde sólo
cabía persuadir.
El plan de estudios de derecho del año 1932 —antecedido,
como veremos, por otros intentos de reforma— prefiguraba lo que
iba a comenzar a ocurrir casi 45 años más tarde. Es cierto que en
ese plan de estudios no había ningún intento como el de los años
setenta, y es cierto que en él no se intentaba explícitamente aún
asemejar el estudio y la enseñanza del derecho a esas otras disci­
plinas que presumían de ser más seguras y más firmes; pero, así y
todo, late en el plan de estudios del año 1932 cierto aire positivis­
ta, cierta convicción de que el derecho constituye una disciplina
más parecida a las matemáticas que a la retórica, una ciencia más
teórica que práctica. A partir de ese plan de estudios, me atrevería
a decir que los juristas en Chile comenzaron a abandonar el pro­
pósito explícito de orientar la praxis para hacerse más bien dóci­
les a ella.
Así entonces, mientras durante el siglo xix los abogados
desem­peñaron el papel de un intelectual (a veces utópico, como
Egaña, a veces ideológico, como Bello), la situación cambió du­
rante la época del «Estado de compromiso». En esta etapa, que se
36

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extiende convencionalmente desde 1932 hasta 1973, los aboga­
dos comenzaron a configurar para sí la fisonomía de miembros de
una cultura de expertos orientados hacia el ejercicio de una pro­
fesión liberal. En 1932 —año de la reforma de los estudios de de­
recho en la Universidad de Chile, que en ese entonces era, sin
duda, paradigmática— esa fisonomía, propia de una cultura de
expertos, se asienta casi de modo definitivo.
Esa fisonomía de expertos, fue, sin embargo, alterada cuando
se inicia lo que Góngora denominó «época de las planificaciones
globales». En este periodo, la profesión de abogado fue desplaza­
da por otras profesiones como la sociología, primero, y la econo­
mía, después. A fines de los años sesenta y comienzos de los
setenta, la profesión legal reaccionó acercándose a esas disciplinas
en apariencia más firmes y más seguras de sí mismas (Peña, 1995).
En las reformas de los años sesenta y comienzos de los setenta, es
posible observar, en efecto, el intento de asemejar el derecho a las
características de las ciencias sociales en sentido estricto. El inten­
to acabó durante la dictadura militar, debido a la vuelta a un plan
de estudios que, en lo fundamental, retomaba el espíritu del currí­
culum de 1932.

La masificación de la abogacía. Efectos

Así entonces hay, para resumir lo que hasta aquí hemos avanza­
do, tres inconsistencias que configuran la fisonomía de la profe­
sión: la que se verifica entre la lealtad al Estado y la lealtad al
cliente (que sugiere Pound); la que se produce al interior de la
dogmática y entre ésta y una jurisprudencia más pragmática
(como el análisis económico del derecho) y, en fin, la que se produ­
ce, como lo muestra el caso de Chile, entre el espíritu utópico y el
ánimo ideológico de los juristas. Me parece que subyacen en la
profesión, con matices e intensidades diversas, esas tres inconsis­
tencias.
Ahora bien, ¿qué transformaciones sociales ha experimentado
la profesión configurada del modo que acabo de describir? ¿Cuáles
son los procesos por los que atraviesan hoy las profesiones lega­
les y cuán adecuadas son las características que reviste la ense­
ñanza?
37

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La profesión de abogado, como todas las profesiones en las úl­
timas décadas, ha proliferado. Esto es producto de que la región
de Latinoamérica (en especial Chile) ha vivido un tránsito entre
un sistema universitario de élites (que atendía entre un 5 a un 6
por ciento de quienes estaban en edad de asistir a ese nivel educa­
cional) a uno de masas (que atiende casi al 50 por ciento de ese
mismo grupo).11
Los efectos de ese fenómeno son difíciles de exagerar. El más
importante de todos es el que Bourdieu llamó el «efecto de histé­
resis» (Bourdieu, 1998: 172). Las mayorías que estuvieron tradicio­
nalmente excluidas del sistema universitario, esperan encontrar
en él los mismos bienes (verdaderos sucedáneos de títulos de no­
bleza) que ese sistema proveía cuando ellos estaban excluidos.
Pero, con la masificación, los certificados universitarios se han
devaluado y ya no aseguran una posición alta en la escala invisi­
ble del prestigio y del poder. El resultado es una amplia frustra­
ción respecto del sistema educativo. Los miembros de las
mayorías desean ser parte de las minorías profesionales que co­
nocieron y que hoy, como resultado de la modernización, ya no
existen. El resultado, como se verá luego, es que hay más aboga­
dos; pero los abogados ya no son lo que eran.
Aunque no es fácil averiguar el número de abogados por cada
cien mil habitantes en la región, o compararla con otras, alguna
evidencia permite establecer el dato. Las fuentes no siempre con­
cuerdan y, a veces, los periodos en los que hay evidencia no son
del todo comparables. Con todo, las siguientes tablas arrojan —
aunque a veces en años distintos— el número de abogados por
cien mil habitantes en los países de Latinoamérica y en los países
de Europa (ver tablas 1 y 2).

11 
El crecimiento no es tampoco, como suele creerse, un fenómeno de los últimos
años. Ya en los años noventa muchos países experimentaron un crecimiento explosi­
vo (México sobre el 22 por ciento; Australia, 29; Finlandia, 37; España, 41; Irlanda,
81 y Portugal ¡144! Cfr. oecd, Extending the benefits of growth to new groups,
1996). El caso de Estados Unidos de América es especialmente digno de mención:
su población con educación superior entre 1970 y el año 2001 se dobló de 8.5 a 16
millones de estudiantes. Por su parte, los países de la oecd, entre el año 1985 y el
2003 incrementaron su población en un 80 por ciento, pasando de 20 a 36 millones
de estudiantes.

38

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Tabla 1. La abogacía de las Américas en números

País y año Núm. de abogados Núm. de abogados por


cien mil habitantes
Argentina – 2001 128,000 353
Bahamas – 2000 587 197
Bolivia – 2004 6,375 77
Brasil – 2004 492,380 281
Canada – 2004 70,613 224
Colombia – 2004 150,000 342
Costa Rica – 2002 13,051 343
Chile – 2004 20,000 133
Ecuador – 2004 30,000 247
El Salvador – 2004 8,000 125
Estados Unidos – 2004 1’084,504 385
Guatemala – 2004 8,000 68
Honduras – 1998 4,447 67
Jamaica – 2000 2,500 96
México – 2004 191,000 195
Nicaragua – 2001 7,559 143
Panamá – 2003 7,191 248
Paraguay – 2002 9,081 174
Perú – 2004 70,000 -
Puerto Rico – 2000 11,072 283
Trinidad y Tobago – 1,600 122
2004
Uruguay – 2004 14,200 420
Venezuela – 2000 98,370 385

Fuente: Elaboración propia sobre la base de Ceja, s/f.

39

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Tabla 2. La abogacía en Europa

País Núm. de abogados por cada


cien mil habitantes
Albania 157.3
Andorra 178.8
Armenia 34.6
Austria 89.5
Azerbaijan 8.5
Bélgica 152.4
Bosnia y Herzegovina 33.8
Bulgaria 160.6
Croacia 93.7
Chipre
República Checa 96.6
Dinamarca 104.6
Estonia 58.8
Finlandia 35.2
Francia 79.6
Georgia
Alemania 190.4
Grecia 369.5
Hungría 121.2
Islandia 301.8
Irlanda 188.3
Italia 349.6
Latvia 61.0
Lituania 51.2
Luxemburgo 371.8
Malta
Moldova 47.1
Mónaco 69.7
Montenegro 100.0
Países Bajos 100.4
Noruega 104.9

40

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Polonia 77.1
Portugal 259.4
Romania 96.2
Federación Rusa 45.9
San Marino
Serbia 110.7
Eslovaquia 83.6
Eslovenia 63.1
España 272.3
Suecia 53.1
Suiza 128.8

Fuente: European Commission for the Efficiency of Justice 2012: 309.

Por su parte, la Gráfica 1 permite apreciar las magnitudes de las


cifras, comparándolas para algunos casos de Europa y América.

Gráfica 1. Número de abogados por cada 100,000 habitantes

Fuente: Elaboración propia.

Para apreciar cómo han crecido las profesiones legales, resulta


útil consignar algunos datos anteriores. En el año de 1991, la tasa
para Brasil era de 101; para Argentina era de 179 en 1996; para

41

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México de 208 en 1998.12 El crecimiento en el número de aboga­
dos es, en cualquier caso, un fenómeno ampliamente extendido
en las últimas décadas en todos los sistemas legales. Es el caso de
Inglaterra (un país que cuenta con amplias barreras de entrada
para la profesión), mientras en los sesenta había 20,000 solici-
tors, a fines de la década de los noventa esa cifra se empinaba por
sobre los 95,000, aunque los barristers han logrado contener esa
tasa de crecimiento.13 El fenómeno se observa también en el caso
de Estados Unidos de América. Mientras que entre 1900 y 1970
había 1.3 abogados y 1.8 médicos por cada mil habitantes, en
1987 ya había 2.9 abogados y sólo 2.7 médicos por cada mil ha­
bitantes (lo que significa 290 abogados por cada cien mil habitan­
tes [Rosen, 1992: 222]). Así lo muestra la Tabla 3.

Tabla 3. Número de abogados en años seleccionados

Año Abogados Población/ratio de abogados


1951 221,605 695/1
1960 285,933 627/1
1970 355,242 572/1
1980 542,205 418/1
1981* 569,000 403/1
1982* 595,000 390/1
1983* 621,000 377/1
1984* 649,000 364/1

*Cifras estimadas.
Fuente: Elaboración propia con datos de Rosen, 1992.

Es probable entonces que el número de abogados tienda a cre­


cer (en el caso de Chile, el número de abogados se multiplicó por

12 
Pérez Perdomo, Los abogados en América Latina (borrador previo a la versión
definitiva de Pérez Perdomo, 2004). Mery, R. (2001). Algunas divergencia frente a
esos datos, pueden hallarse en Santos Pastor, Estudio sobre seguridad jurídica (inédi­
to). Las fuentes usadas por Pastor son, en su mayoría, informes de consultoría ema­
nados del bid y del Banco Mundial. Cifras distintas pueden ser consultadas en Pérez
Perdomo, R. Las profesiones jurídicas en América Latina. Tendencias de fin de siglo,
1999 (inédito, a ser publicado en Derecho y Sociedad, España).
13 
Sobre abogados en Inglaterra, ver Sereviratne, M. (1999).

42

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más de cuatro entre 1950 y 2000, aunque hay evidencia de que el
aumento tiende a acelerarse en la última década) (Mery, 2001).
Existen varias razones para ello: el aumento de la cobertura del
sistema de educación superior que experimenta la región latinoa­
mericana, que se concentra especialmente en disciplinas como el
derecho14 (aunque no el aumento de recursos, como se vio) y el creci­
miento de la litigación (producto del deterioro de los grupos prima­
rios y de la privatización de la economía) son algunos de los
factores que podrían incidir. El aumento en el número de aboga­
dos producirá, sin duda, cambios en la forma de ejercer la profesión;
una inmediata baja en las rentas, seguida de una proliferación de
empresas legales y algunas crisis en los modelos de comporta­
miento (Peña, 1995; Pound, 1953).

14 
En la región de América Latina y el Caribe se observa, desde fines del siglo xx
hasta hoy, y en coincidencia con los procesos de modernización, un fuerte aumento
de la población que cursa estudios terciarios. Mientras que en 1970 lo hacía un 6.3
por ciento de la población (8.1 de hombres y 4.5 de mujeres), en el año 1997 lo hacía
un 19.4 por ciento (20.1 de hombres y 18.7 de mujeres). Ver unesco , 1999a y
unesco, 2010. Se estima que en 1998 unos nueve millones y medio de personas es­
taban inscritos en la enseñanza superior en América Latina, de los cuales la mitad
eran mujeres. Un 40 por ciento de ellos están matriculados en las áreas de Ciencias
Sociales, Negocios y Derecho. La situación no ha cambiado para el año 2010, y con­
tinúa siendo la regla general para los dos tercios de países cuya estadísticas se inclu­
yen en los compendios de la unesco (2010). La tasa bruta regional (La tasa bruta de
escolarización superior expresa el porcentaje de la población que, independiente­
mente de su edad, participa en el nivel terciario, en relación con la cohorte en edad
de cursar estudios superiores) se estimaba, a fines del siglo xx, cerca del 20 por cien­
to. Poseía, sin embargo, importantes diferencias por países. La tasa más elevada era
de 47 por ciento (Argentina) y resultaba cuatro veces superior a la tasa más baja, del
12, en Nicaragua. Los aumentos relativos más grandes los experimentaron Chile,
Colombia, Nicaragua y Honduras. Actualmente la situación no es distinta. En efecto,
en un extremo esta tasa supera el 60 por ciento, como ocurre en los casos de Vene­
zuela, España, Argentina y Uruguay, mientras en Guatemala apenas llega al 20. En
Iberoamérica —se explica en el Informe sobre la Educación Superior en Iberoamé­
rica (2011: 165)— los últimos 38 años han visto un incremento del número de estu­
diantes en más de seis veces, mientras que a nivel global, este incremento es
prácticamente de tres veces (de 9 a 26 por ciento). Dicho aumento ha sido particular­
mente pronunciado a partir del año 2000, momento a partir del cual confluyen varios
factores que impulsan este rápido crecimiento: aumento de la tasa de graduación secun­
daria, diversificación de la oferta tanto pública como especialmente privada, estable­
cimiento de sedes o secciones en lugares apartados, programas públicos de apoyo a
estudiantes, mantención de altas tasas de retorno privado a la inversión en educación
terciaria y multiplicación de las demandas por acceder a este nivel de estudios que
aparece ligado a elevación de estatus, movilidad social e incorporación a los benefi­
cios de la modernidad.

43

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La literatura —sobre todo respecto del caso norteamericano—
muestra, en efecto, que cuando la profesión se masifica surge la
gran empresa legal que comienza a redistribuir la renta hacia los
miembros más jóvenes de la profesión (Subrin y Woo, 2006: 33 y ss).
El aumento en el número de abogados presiona para producir
una mayor estratificación al interior de la profesión, así como una
mayor competencia en la búsqueda de rentas.15 Es probable que
esto estimule el surgimiento de grandes empresas legales, fenó­
meno que ya se produce en la región desde finales de los noven­
ta.16 Las transformaciones que la región ha experimentando —la
privatización de la economía, la globalización de la vida, el sur­
gimiento en el mediano plazo de mercados complejos— deman­
dará de la profesión legal conocimientos y habilidades que las
escuelas de derecho latinoamericanas no están proporcionando
hoy día. Al mismo tiempo, el incremento en el número de aboga­
dos aumentará la competencia por la búsqueda de rentas y hará
cada vez más necesarios los estudios de postgrado y de especiali­
zación.17 La rapidez de los cambios que la región está experimen­
tando en sus estructuras económicas, administrativas y judiciales
—resultado de las reformas económica y estatal— hará que los
abogados presionen por la educación continua y que se vuelva
cada vez más urgente la formación en el área de destrezas, en el
desarrollo de las habilidades para la búsqueda de información, en
el uso de mecanismos alternativos para la resolución de conflic­
tos y en las técnicas orales de litigación. En fin, el desplazamiento

15 
Lo que sumado a la falta de control ético de la profesión deteriorará, sin duda,
las pautas de comportamiento y las lealtades al sistema legal en su conjunto.
16 
Ver sobre el número de firmas legales en la región, Latin Lawyer (1999), “A
Who is Who of Latin American Law Firms”, en Law Business Research. En este tex­
to se registra aproximadamente un total de 185 firmas. Las más grandes —que reúne
cada una cerca de 180 abogados— se sitúan en los mercados más poderosos de la re­
gión como México, Brasil o Argentina. Un importante estudio sobre los países de la
región sitúa, sin embargo, el promedio en un número cercano a los 20 abogados.
Desde el punto de vista económico, las grandes firmas son un fenómeno de mercado
que tiende a redistribuir rentas entre los miembros de la profesión.
17 
En el ámbito económico, el aumento en el número de abogados tiende a dismi­
nuir la renta en la profesión. El resultado es que la profesión redistribuye esa renta en
su interior y se estratifica. Las variables de esa estratificación son la universidad de
proveniencia; la pertenencia a empresas legales y el desempeño. El cariz familiar y
tradicional que la profesión exhibía hasta hace poco en muchos países de la región
tenderá entonces a desaparecer.

44

Globalizacion_enseñanza.indd 44 31/05/17 7:45 p.m.


de funciones que experimentará el Estado latinoamericano18 hará
surgir la litigación de interés público hasta hoy virtualmente
inexistente en la región.
Es probable que en el futuro las escuelas de derecho latinoa­
mericanas tiendan a diferenciarse entre sí por la capacidad que
muestren para responder a ese conjunto de desafíos. La capacidad de
adaptación de las escuelas de derecho a esas nuevas realidades
dependerá de su grado de internacionalización, de las comunida­
des académicas con que cuente, del grado de flexibilidad de su
estructura curricular y del número de recursos.
Al experimentar ese gigantesco proceso de masificación, la
profesión se estratifica de manera creciente. Ni el estatus que
confiere ni la renta que provee dependen sólo de la certificación.
Desde luego, la profesión de abogado —al ser un oficio de
confianza, como insiste Pound— depende mucho del capital so­
cial de que se disponga y éste, por su parte, reacciona en función
de la posición socioeconómica. Así entonces, las diversas dota­
ciones de capital tienden a distribuirse en el sistema universitario
al compás de la reputación y selectividad de las instituciones.
Hay, pues, una estratificación por certificados que expresa una
desigualdad previa. Se produce así una paradoja: el mayor acceso a
la educación superior confiere, en el caso de la profesión de abo­
gado, un mayor peso al capital social previo. El resultado es que
la economía simbólica de la profesión de abogado —la manera
en que se distribuye la reputación y la confianza— es muy difícil
de corregir por la enseñanza universitaria.19

18 
Los procesos de modernización llevan a juridificar la vida y, por lo mismo, los
abogados comienzan a producir bienes públicos (un ejemplo es el caso de la litiga­
ción de consumo o la litigación medioambiental).
19 
Todo esto es independiente del acceso al sistema universitario; aunque este se
encuentra también desigualmente distribuido a pesar de que en ocasiones carezca de
coste directo. La evidencia disponible indica que no hay una correlación estricta entre
la igualdad en el acceso y las formas de financiamiento. Uruguay, por ejemplo, cuenta
con una estructura de financiamiento con cargo a rentas generales que, como porcen­
taje del producto, es superior a la de Chile; pero así y todo, las oportunidades de ac­
ceso son más desiguales, como lo prueba el hecho que mientras en Chile el quintil
más rico cuenta con 3.9 veces más posibilidades de ingresar a la educación superior
que el quintil más pobre, en Uruguay esa misma relación es de 20.5 veces y en Brasil,
cuyo gasto público en esta materia triplica al de Chile, el quintil más rico cuenta, sin
embargo, con 19.7 veces más oportunidades de acceso que el más pobre (Brunner,
2011).

45

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Defectos y desafíos de la enseñanza legal latinoamericana

El plan de estudios de derecho en la región está, en general,


orientado de manera predominante hacia la entrega sistemática
de información. Esa información es relativa a las normas formal­
mente vigentes y está centrado en las disciplinas y en los princi­
pales códigos, más que en las instituciones.20 No se observa un
currículum que considere suficientemente los aspectos éticos o
sociales del fenómeno jurídico. Ese currículum es deficitario en
lo relativo a las destrezas requeridas por la profesión. No existe,
en general, un desarrollo amplio en la enseñanza de técnicas de
litigación, métodos alternativos de resolución de conflictos o des­
trezas asociadas a la oralidad. La ciencia legal latinoamericana es
deductiva y sistemática, predominantemente normativa y carente
de orientación empírica o sociológica (del tipo law and society o
law and economics). Se observa una ausencia en la formación de
destrezas (skills) y valores asociados a la ética de la profesión.
La evaluación, por su parte, es altamente ritual y formalista y
no es difícil apreciar en ella cierto autoritarismo en la relación
profesor-alumno. Enfatiza, por sobre todo, la retención memorís­
tica de la información previamente entregada por el profesor. No
suelen evaluarse destrezas en el área de la investigación biblio­
gráfica, ni tampoco en la escritura de papers.
La metodología de enseñanza predominante en la región es la
«clase magistral»; en ella el profesor expone sistemáticamente la in­

20 
Las disciplinas jurídicas en la tradición continental son «teorías», es decir, un
conjunto sistemático de enunciados que aspiran a describir consistentemente una
rama o sector del sistema normativo. Cada rama o sector del sistema normativo sue­
le equivaler, por su parte, a un Código. El currículum tradicional, explica Pérez Per­
domo (2004), estaba formado por la enseñanza de los llamados cinco códigos,
usualmente con el nombre de derecho civil, mercantil, penal, procesal y procesal pe­
nal. Junto a estas grandes ramas del derecho se enseñaba (y se enseña) el derecho
constitucional y materias integradoras o que se consideran de formación básica:
principios de derecho —o introducción al derecho—, derecho romano y economía
política. Básicamente, éste es el currículum que viene del siglo xix. Desde la década
de los Cincuenta en adelante se agregaron materias como derecho laboral y derecho ad­
ministrativo. Como tendencia general puede afirmarse que las escuelas de derecho
abandonaron la ambición característica de finales del siglo xix y comienzos del xx
de explicar todas las leyes, pero es indudable que el centro de la educación jurídica
sigue siendo la explicación (y a veces la memorización) de la legislación, concen­
trándose en las leyes que se consideran más importantes.

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formación. No hay, de manera predominante, estudios o análisis
de casos o jurisprudencia. El método de casos es virtualmente
inexistente. Predomina el papel expositivo, central y autoritario
del profesor. El debate en la sala de clases es sustituido por las
preguntas de los alumnos relativas a la exposición del profesor.
Estas características de la metodología de la enseñanza se relacio­
nan, con toda seguridad, con los orígenes del sistema legal lati­
noamericano, con el centralismo propio de la cultura de la región
y con la debilidad de la profesión académica que es, por su parte,
resultado de la escasez de recursos del sistema educativo.
Se suma a los rasgos anteriores la inexistencia de una comuni­
dad de académicos profesionales dedicados a tiempo completo a
la investigación y a la enseñanza del derecho.21 Éste es un rasgo
de la totalidad del sistema universitario, aunque, con seguridad,
aparece más acentuado en las escuelas de derecho. Las universi­
dades de la región no ofrecen incentivos suficientes para que los
docentes se dediquen exclusivamente a la academia, y tampoco
existe una carrera académica estrictamente meritocrática. A lo an­
terior se suma la inexistencia de un paradigma que favorezca la
investigación;22 aunque existen algunos fenómenos que podrían
corregir esta situación: la reforma al sector justicia en América
Latina (promovida por agencias internacionales a partir de diag­
nósticos elaborados por la economía neoinstitucional) está ofre­
ciendo algunas oportunidades a la investigación en el área legal.
El resultado, con todo, es que los académicos de las escuelas de
derecho en la región latinoamericana son mayoritariamente re­
clutados, sin concurso, de entre los abogados de mayor prestigio,
quienes ejercen intensamente la profesión. Hay, pues, pocos pro­
fesores de derecho en relación con el número de estudiantes. Si
bien, como sugirió hace algún tiempo Abel,23 éste parece ser un
rasgo propio de la tradición del derecho civil (Abel mostró que
mientras en los países del Common Law había en promedio 20
estudiantes por profesor, en los países de la tradición del derecho

21 
Profesionales en el sentido weberiano: que vivan «de» la universidad y «para»
la universidad.
22 
Como es obvio, una ciencia jurídica puramente normativa —y de carácter de­
ductivo— ofrece escasas posibilidades para desarrollar la investigación, entendida
como la contrastación de hipótesis intersubjetivamente válidas.
23 
“Lawyers in the Civil Law World” (1997), en Abel (ed.).

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civil esa proporción era superior a 100), esa tendencia es particu­
larmente aguda en la región de América Latina. La evidencia em­
pírica disponible en el ámbito mundial —aunque no desagregada
por disciplinas— muestra que en Latinoamérica, de un total de
seis millones y medio de docentes, 13 por ciento de ellos ejercía
en la enseñanza superior. La tasa, sin embargo, muestra desde
hace décadas una tendencia al alza. Mientras que en 1970 había
un total de 158 mil personas desempeñando funciones docentes a
nivel universitario, en 1997 había un total de 789 mil personas en
esa misma función. La situación no ha cambiado hasta hoy
(unesco, 1999 y 2010). La escasez de profesores respecto del
número de estudiantes, sumado a un estilo docente centrado en
exposiciones (que habitualmente resumen manuales de fácil acce­
so), estimulan, sin duda, la ausencia de los alumnos de las aulas
universitarias. De nuevo, éste es un fenómeno propio de la tradi­
ción del derecho civil (Abel, 1997); pero que parece acentuarse en
las regiones latinoamericana y lusitana. En América Latina, en ge­
neral, las escuelas de derecho carecen de profesores de tiempo
completo… pero también de estudiantes en la misma calidad.
¿Qué evaluación merece una situación como la descrita?
Como ha sido sugerido (Clark, 1983), la universidad contem­
poránea debe servir a tres tipos de intereses: los que provienen
del Estado, los que surgen de las corporaciones académicas que
se desenvuelven en su seno y aquéllos que surgen del mercado
(en este caso, del mercado de las profesiones).
La falta de una comunidad académica profesional parece perju­
dicar especialmente una de las funciones que, respecto del sistema
legal y del Estado, se espera de las universidades: el cuidado y la
mejora del derecho (Rehbinder, 1980). Los profesores que al mis­
mo tiempo ejercen la profesión arriesgan una inconsistencia de ro­
les: los compromisos del abogado de ejercicio hacia el sistema
judicial impiden la crítica hacia el sistema legal en su conjunto.24
Es probable que la situación se acentúe dada la expansión per­
manente del sistema y el no aumento de recursos hacia el sector.
Sin embargo, la presencia de profesionales activos en los cuerpos
de profesores parece favorecer la empleabilidad de los estudian­
tes y los vínculos de las escuelas de derecho hacia la profesión.

24 
Sobre ese fenómeno ver Peña, 1996.

48

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Si una escuela de derecho sin académicos de profesión es débil
a la hora de ejercer la función de cuidado y mejora del derecho,
una escuela sin abogados activos arriesga el peligro de desligar la
enseñanza jurídica de las exigencias de la profesión.
Hay, pues, que contar con un núcleo de académicos profesiona­
les; pero, a la vez, con un cuerpo de profesores vinculados a la
profesión de manera activa. Una escuela de derecho no puede en­
simismarse en las disciplinas sin perjudicar su dimensión práctica;
pero tampoco puede ocuparse sólo de las destrezas profesionales
porque ello desmedraría su función reflexiva y crítica.
El conjunto de variables descritas más arriba —las formas típi­
co-ideales de la profesión, las características de la dogmática, las
transformaciones que ha experimentado el papel de los abogados
y su dimensión simbólica— muestran hasta qué punto resultaría
ingenuo abrigar esperanzas de que una reforma curricular pueda
modificar la enseñanza del derecho para hacer frente a los prece­
dentes desafíos. Una revisión de las principales variables del pro­
blema —a las que ya nos hemos referido— ayuda a evaluar la
índole del desafío de modificar la enseñanza del derecho.
En primer lugar, es necesario subrayar que el Estado, uno de
los empleadores tradicionales de los profesionales de la ley, pade­
ce hoy una cierta delicuescencia que traslada el interés de los
abogados hacia el mercado.25
El Estado latinoamericano no fue, por cierto, el Estado prusia­
no, sino un Estado aparatoso, pero frágil, en el que se mediaban
intereses corporativos. Los abogados latinoamericanos elabora­
ron, sin embargo, una ideología muy intensa acerca de su rela­
ción con lo público (al que solía identificarse con lo estatal). Hoy
día, la situación parece estar cambiando y los abogados se mue­
ven más hacia el mercado y, según lo muestra la evidencia, al
mercado organizado en empresas legales o corporaciones (de ma­
nera que la nueva fisonomía de la profesión tiende a alejarse del
tradicional abogado concebido como profesional liberal).26
El problema que esta situación de tránsito plantea a la educa­
ción legal es la necesidad de reconducir, hasta donde ello es posi­
ble, las orientaciones normativas (es decir, las directrices que

25 
Cfr. Pérez Perdomo (2004) y De la Maza (2001).
26 
Peña (1995) y De la Maza (2001).

49

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inspiran a la enseñanza legal) y las destrezas de la profesión. Un
abogado orientado a la lealtad hacia el cliente o hacia la organiza­
ción de la que forma parte, exige destrezas y virtudes que un cu­
rrículum centrado en los códigos y en la dogmática no logra
satisfacer del todo.
Al mismo tiempo, esa situación de tránsito obliga a examinar
de mejor forma la relación de la profesión con lo estatal. La iden­
tificación entre lo público y lo estatal debe ser sustituida por una
visión más plural que asegure un compromiso con valores públi­
cos que puedan, no obstante, estar distanciados del Estado. Exa­
gerando un tanto las cosas, a veces seguimos hablando en las
salas de clases sobre la profesión como si los abogados fuéramos
funcionarios prusianos, y no, en cambio, como parecemos serlo
cada vez más: buscadores de rentas en el mercado. Asumir esta
situación de tránsito para elaborar desde allí una relación distinta
con lo público es un desafío que las escuelas de derecho deben,
inevitablemente, encarar.
Se trata de un desafío que la enseñanza del derecho en Chile
afrontó ya alguna vez a mediados del siglo xix, cuando se discu­
tió la que quizá sea la primera de las reformas a la enseñanza le­
gal en el Chile republicano.
En 1852 Bello abogó —con éxito parcial— por un programa
de enseñanza legal destinado a formar al hombre público. Con esta
defensa, Bello pensaba en hombres capaces de gobernar y de ad­
ministrar el Estado, por una parte, y de hombres capaces de guiar
a la opinión pública, por otra parte.27 Bello pretendía así que la
Facultad de Leyes y Ciencias Políticas entonces existente prove­
yera a la vez de hombres capaces de conducir el aparato del Estado
(sujetos cercanos, por tanto, al modelo prusiano) e intelectuales
capaces de modelar la esfera de lo público. Hoy día, el gobierno
del Estado (desde la época de las planificaciones globales, como
se sugirió más arriba) ha sido desplazado hacia otras profesiones.
Los abogados, por su parte, se encuentran más orientados hacia el
mercado de servicios privados. El desafío, en mi opinión, reto­
mando la orientación de Andrés Bello, es elaborar una relación
con lo público distinta a una relación con lo Estatal. En vez del

27 
Discurso del rector de la Universidad de Chile don Andrés Bello, Anuario de
la Universidad de Chile, 1853, p. 555, cit. en Serrano, 1993: 171.

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fetichismo estatal (consistente en atribuirle al Estado una orienta­
ción intrínseca hacia el bien), es necesario que la orientación a lo
público resulte consistente con las transformaciones que el Esta­
do experimenta en la actualidad. Lo público —concebido como
un espacio distinto al Estado y distinto, al mismo tiempo, al mer­
cado— se encuentra indisolublemente vinculado al derecho. Ha­
cerse cargo de esta relación (que no importa, necesariamente, un
vínculo preciso con lo estatal) es uno de los principales desafíos
que ha de encarar la enseñanza del derecho. El desarrollo, por
ejemplo, de la abogacía de interés público (vinculada a la ense­
ñanza clínica) y la influencia deliberada de las escuelas en la me­
jora de las instituciones legales, son líneas de trabajo que merecen
ser exploradas. Por supuesto, esta vinculación con lo público su­
pone hacer explícitos y convertir en materia de reflexión los ideales
políticos o morales con los que el derecho se encuentra indisolu­
blemente ligado.
En términos generales, lo anterior significa que la orientación de
la enseñanza legal no debe ser concebida como una cuestión discipli­
naria (como un arreglo de compromiso entre las diversas disciplinas
que, en su conjunto, configuran al currículum de las escuelas), sino
como una cuestión atingente a la concepción que acerca del derecho
inspira a quienes se desempeñan en las escuelas de derecho.
En estrecha relación con lo anterior, se encuentra el lugar que
ha de concederse en los estudios de derecho a la enseñanza de
aquellas destrezas que demanda el mercado de las profesiones.
Esto resulta especialmente relevante si se tiene en cuenta el pre­
dominio que, poco a poco, han adquirido la cultura adversarial y
el derecho americano.28
Por tradición, la enseñanza de destrezas —asociadas a la liti­
gación, a la escritura, por ejemplo— han estado ausentes de la
enseñanza legal universitaria en la tradición del derecho civil,29
pero la situación es particularmente deficitaria a ese respecto en
la región de América Latina. La enseñanza de destrezas es abso­
lutamente desplazada por la enseñanza de esquemas conceptuales

28 
Ver “La globalización y la enseñanza del derecho” en este mismo texto.
29 
Abel (1997). Por supuesto, la enseñanza de destrezas estuvo, desde siempre,
asociada a la existencia de los abogados. Operó, sin embargo, como parte de una dis­
tinción estamental respecto de los juristas. La de abogado fue siempre una profesión
de formación práctica (así todavía con los solicitors en Inglaterra).

51

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que se parecen más a la exégesis que a la dogmática. En la ideo­
logía de la profesión —la manera en que los juristas se representan
a sí mismos su oficio— la dogmática cumple importantes funcio­
nes públicas en la orientación y el control del poder. En el caso de la
región de América Latina, sin embargo, no existe propiamente
hablando una comunidad dogmática vinculada con un ethos del
ejercicio del poder. El comentario de la ley y su sistematización
puramente virtuosa, es una forma decaída de la dogmática que se
cultiva en las universidades desplazando a otros objetivos de la
enseñanza legal. Como suele ocurrir, la orientación dogmática de
los estudios de derecho se intentó ya alguna vez —con un éxito
muy relativo, sin embargo— en el año de 1902, con Letelier en
Chile.
La falta de orientación hacia las destrezas y su sustitución por
el fetichismo de los conceptos no debe conducir, sin embargo, a
promover, para la enseñanza legal, una mera orientación práctica
centrada en las conductas requeridas por la profesión. El «cielo
de los conceptos» —o menos que eso: el cielo de las palabras— es
tan pernicioso para la profesión legal, como el activismo centrado
en las destrezas, carente de una explícita orientación teórica. Qui­
zá en esta parte sea necesario recuperar para la enseñanza del de­
recho la índole práctica que, desde siempre, lo ha caracterizado.
Pero no siempre la índole práctica del derecho se entiende bien.
Suele confundírsele con una orientación puramente pragmática,
dócil a las destrezas requeridas por los roles que ejecuta la profe­
sión legal (así, por ejemplo, en la disputa entre Meneses y Bello en
la reforma de 1852). Otras veces suele confundirse con una ver­
sión más bien vulgar del pragmatismo, con la idea de que el dere­
cho debe estar al servicio de ideales externos a él mismo. Se trata
de malos entendidos que a veces orientan de mala forma el diseño
de los estudios de derecho. El carácter práctico de las disciplinas
jurídicas —que exige muy sofisticadas destrezas intelectuales— se
relaciona con la particular relación que guarda con la praxis.30

30 
Es en la Metafísica donde Aristóteles distingue entre el conocimiento práctico
y el teórico. La mente humana, dijo, puede dedicarse a contemplar (theorein) las co­
sas sin ninguna intención de modificarlas o de afectarlas, dejándolas, en cambio, in­
cólumes. Así ocurre, pensó Aristóteles, con la physis o naturaleza en sentido estricto.
La bellota, con los años, sugirió, se transformará en una vigorosa y fuerte encina en
virtud de un principio inmanente —su physis— que la mera contemplación del agen­

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No se trata —como a veces se suele creer— de sustituir la digni­
dad de las teorías o de los conceptos por la adquisición de conduc­
tas profesionalmente adecuadas. De lo que se trata es de promover,
en los estudios de derecho, acciones y conductas que generen en­
tre los estudiantes actitudes intelectuales que se ajusten mejor a la
índole que el derecho, como hemos visto, posee. Simulaciones de
juicios o debates, análisis de sentencias, escritura de breves ensa­
yos en los que se analizan las diversas dimensiones de moralidad
o de política de un problema complejo, además de una intensa
dieta de lecturas, son algunos de los contenidos que se hallan au­
sentes de los estudios legales en Latinoamérica. Algunos autores,
entre ellos Andrés Baytelman, han sugerido que se trata de tran­

te no podría, en caso alguno, modificar. Pero, al mismo tiempo, advirtió Aristóteles,


la mente humana, además de contemplar un objeto inconmovible, puede originar
cambios en las cosas que tiene ante sí. Así ocurre con la actividad productiva (poie-
sis) y así ocurre también cuando deliberamos acerca de lo que queremos ser o alcan­
zar, cuando deliberamos acerca de cómo queremos vivir nuestra vida o
comprendernos a nosotros mismos. En este último caso, la razón humana —el logos,
en la terminología aristotélica— se encamina a orientar la praxis y en vez de contem­
plar o producir, intenta guiar la acción hacia aquellos fines que estimamos dignos de
ser apetecidos.
El derecho para Aristóteles pertenece, por eso, a la esfera de la razón práctica, a
esa dimensión de la racionalidad humana que se afana en conducir la praxis, en mo­
delar o modificar, y no meramente describir, el objeto al que se refiere. El Arte Retó-
rica es, por eso, el lugar originario a donde hemos de volver cada vez que indagamos,
incluso con conciencia histórica y no puramente normativa, acerca del derecho. Esta
peculiar característica del derecho, conforme a la cual el derecho, o más precisamen­
te la ciencia del derecho, aspira a guiar la acción o la praxis, y no simplemente a des­
cribirla, impone a su enseñanza una particular exigencia. Los juristas deben ser
enseñados en el arte de la deliberación —cuyo paradigma es el piloto que conduce la
nave en medio de roqueríos— en vez de ser adiestrados en la técnica de la demostra­
ción. En vez de ser adiestrados en una ciencia deductiva, como las matemáticas, o
empírica, como la sociología, los juristas deben ser enseñados en una disciplina más
cercana a las humanidades, en una disciplina que no recela de la constitutiva incerti­
dumbre que poseen las cosas verdaderamente humanas. Así lo leemos esta vez en la
Ética Nicomaquea: «...es propio del hombre instruido —dice Aristóteles— buscar
la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto»;
evidentemente tan absurdo sería, continúa Aristóteles, aceptar que un matemático
empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones. Los juristas, en­
tonces, persuaden, intentan producir decisiones razonables que puedan guiar la ac­
ción, y de ellos no pueden solicitarse demostraciones. La naturaleza del asunto de
que se ocupan los juristas —la praxis, el complejo y apasionante tejido de la acción
humana que también cautiva, como sabemos, al historiador— no admite demostra­
ciones metálicas o geométricas, sino relatos más o menos persuasivos que aspiran a
retener esa magnífica incertidumbre que denominamos libertad.

53

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sitar desde la enseñanza como «filosofía» a la enseñanza como
«fútbol». La idea de Baytelman, que se aviene bien con la índole
práctica de las disciplinas jurídicas, sugiere que no es posible
aprender derecho en términos puramente conceptuales o discursi­
vos: es necesario aprender derecho, en muchos aspectos relevan­
tes, de la manera en que se aprende a jugar fútbol, jugándolo
(Baytelman, s/f). Todo esto supone desmentir, de una buena vez,
la idea conforme a la cual de un lado se encuentra la dignidad de
la teoría y, del otro, el carácter más o menos pedestre de la ense­
ñanza de destrezas. Esa distribución binaria de teorías y destre­
zas, olvida que —atendida la índole práctica del derecho— las
teorías son indisolubles de la práctica de cierto tipo de destrezas.
Extremando un tanto las cosas, en buena medida el derecho puede
ser aprendido como se aprenden —según Aristóteles— las virtu­
des: practicándolas. Las destrezas, en otras palabras, son portado­
ras de una teoría. Así como una «forma de vida» en el sentido de
Wittgenstein supone el aprendizaje de un conjunto de reglas que
guían la acción y las justificaciones de esas mismas reglas, así
también parece ocurrir en aspectos relevantes del derecho.
En la región, sin embargo, los académicos de las escuelas de
derecho parecen creer que su trabajo se asemeja más al de Newton
que a un ejercicio práctico en el sentido aristotélico de la expre­
sión. Nuestros juristas parecen creer que los conceptos legales
atrapan «hechos brutos» —hechos que tienen existencia indepen­
diente de la palabra que los nombra— y que, por lo mismo, al
igual que en la física de Newton o en la geometría euclidiana, es
cosa de deducir de los conceptos ya existentes otros conceptos, o
de combinarlos entre sí para que la descripción de la realidad sea
más fiel y más completa. Esta actitud —que equivale a lo que,
con algo de desprecio, los filósofos de la ciencia llaman «realis­
mo metafísico»— parece estar firmemente instalada en nuestra
cultura, sobre todo en nuestra cultura procesal, y ha estimulado
de parte de nuestros juristas una cierta irresponsabilidad política,
un cierto descuido por las consecuencias que se siguen de las pa­
labras que emiten o de los conceptos que usan. Ihering, un jurista
que se caracterizó hacia el final de su vida por una mirada más
bien cruda hacia la realidad del derecho, llamaba a ese realismo
metafísico «el cielo de los conceptos» y urgía, entonces, a los ju­
ristas a ocuparse de la función de las reglas.
54

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A la búsqueda de una relación con lo público que se distancie
de lo meramente estatal, y a la recuperación de la índole práctica
que el derecho posee, ha de sumarse, todavía, la necesidad de que
los planes de estudio del derecho no abandonen la orientación
dogmática que, inevitablemente, han de poseer. Es ésta una exi­
gencia íntimamente vinculada con lo que se acaba de decir.
Porque, claro está, el rechazo de esa forma de realismo metafí­
sico —consistente, como digo, en la creencia de que los conceptos
legales «atrapan» hechos independientes— no ha de conducirnos a
un equívoco todavía peor, a saber, a rechazar todos los conceptos
sobre la base de creer que la única manera de relacionarse con
ellos es esa forma de «realismo metafísico» que describí antes. Es
éste un malentendido menos frecuente, pero igualmente peligro­
so que —cuando se ha producido, y se ha producido varias veces
en la historia del derecho— conduce al activismo o al empirismo; es
decir, a creer que los juristas deben simplemente promover inte­
reses o, en cambio, nada más describir hechos.
La verdad, en cambio, no parece encontrarse en ninguna de las
precedentes alternativas.
El debate legal es parte de una práctica social que produce ins­
tituciones y crea compromisos políticos y morales que, como los
personajes insurrectos de una novela, atan a sus propios autores.
No hay que creer, por cierto, que la doctrina jurídica es una des­
cripción fiel y completa del conjunto de todos los hechos jurídicos
posibles; pero tampoco hay que creer que el entramado de con­
ceptos es una simple huida de la realidad, porque, ya lo vimos, no
existe ninguna realidad jurídica existente de manera autónoma
del discurso que la nombra. El dilema no consiste en huir de la
realidad o acercarse a ella; el dilema consiste, más bien, en cons­
tituir la realidad política y moral a la que aspiramos o, en cambio,
en aceptar la realidad política y moral que han constituido otros, una
realidad que, suele ocurrir, resulta inferior a nuestros deseos.
Estar advertido de lo anterior —estar advertido de que la dog­
mática contribuye a configurar la realidad que aparenta descri­
bir— impone la necesidad de no abandonar en los estudios de
derecho una orientación predominantemente dogmática; aunque
con plena conciencia de las funciones políticas y públicas que esa
orientación posee.

55

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Los precedentes criterios intentan, nada más, orientar el diseño
de los estudios de derecho de una manera, como se ve, bastante
general. En la práctica, esta orientación se traduce en la necesi­
dad de estar advertido de que la fisonomía de la enseñanza legal
supone compromisos implícitos con cierta concepción acerca de
cómo debe ser el derecho. De nuevo, esto supone eludir la defini­
ción conforme a la cual el problema fundamental —al tiempo de
diseñar estudios de derecho— consistiría en responder la pregun­
ta acerca de qué es lo que debe enseñarse. Plantear así el proble­
ma (eludiendo los compromisos públicos del diseño) arriesga el
peligro de volver a la enseñanza legal una cuestión disciplinaria
(una cuestión que deben resolver las diversas «cátedras» en que
suelen organizarse las escuelas de derecho y el currículum).
Todavía parece imprescindible, para mejorar la enseñanza le­
gal, favorecer la creación de comunidades académicas a cuyo
cargo esté el diseño y la orientación de la enseñanza legal. Una
comunidad académica es un cuerpo de académicos profesionales
dedicados, de manera preferente o exclusiva, a la investigación y
a la enseñanza del derecho. Una comunidad académica con senti­
do de pertenencia, compartiendo un mismo proyecto de trabajo
intelectual, parece ser un recurso indispensable para mejorar sos­
tenidamente la enseñanza legal. La ausencia de una comunidad
académica profesional —que funcione como un núcleo básico de
la institución— es uno de los principales problemas de las escuelas
de derecho. La ausencia de académicos profesionales y la presen­
cia predominante, en cambio, de profesionales activos del foro,
arriesga el peligro de una cierta inconsistencia de roles: mientras
la función académica demanda una actitud crítica hacia el foro y
el sistema legal en su conjunto, la profesión de abogado activo —
sobre todo en nuestros países— supone compromisos y lealtades
hacia el aparato de justicia.
Los profesionales que desempeñan labores docentes —pero
cuya renta e intereses se encuentran más directamente asociados
al foro— poseen, en general, un muy débil compromiso con el
desarrollo institucional y la experiencia pone de manifiesto que
su conducta muestra un bajo grado de convergencia con la mejo­
ra más radical de la enseñanza. En otras palabras, el entorno de
incentivos para un profesional de dedicación parcial —o menos
que parcial— a la Universidad hace más feble su compromiso, o
56

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su disponibilidad, hacia la mejora sostenida de la enseñanza del
derecho.
La constitución de comunidades académicas parece ser fun­
ción, por otra parte, del grado de investigación que las escuelas
de derecho puedan promover. Una escuela de derecho exclusiva­
mente orientada a la enseñanza no parece ser capaz de contar con
la reflexión suficiente para emprender una reorientación de los
estudios de derecho. Sin la existencia de esas comunidades aca­
démicas —que a partir de la investigación reorienten la docen­
cia— la reforma a los estudios de derecho, arriesga el peligro de
transformarse en una mejora curricular, puramente prescriptiva,
un ropaje tras el cual los viejos estilos y metodologías seguirán
imperando.
Todo lo anterior debe tener en cuenta, además, la creciente
americanización del derecho. El American Law y la cultura ad­
versarial se está transformando, poco a poco, en el nuevo derecho
común.31
Nada de lo anterior es posible, sin embargo, sin contar con re­
cursos que permitan reorientar, de manera sostenida, la enseñanza
del derecho. Y conviene, para terminar, referirse brevemente a este
aspecto del problema. Al examinarlo es imprescindible tener en
cuenta, como cosa previa, algunos datos generales.
¿Cuáles son los rasgos de la economía política de los sistemas
de educación superior de Latinoamérica (y por extensión de sus
escuelas de derecho)? (Cfr. Brunner, 2011). Desde luego, los ni­
veles del gasto no parecen estar asociados necesariamente ni al
esfuerzo público ni a los mayores niveles de matrícula. No hay
correlación entre mayor gasto y fuente pública del mismo. Los
países que más gastan en educación superior son Colombia y
Chile, aunque en ambos casos la proporción del gasto con cargo
a la renta actual o futura de las familias, como se insistirá de inme­
diato, es muy superior a aquella que proviene de rentas generales.
En cambio, Argentina y México (también Portugal y España)
gastan menos en educación superior que Chile y Colombia medi­
do como porcentaje del producto; aunque lo que gastan proviene
en su mayoría de rentas generales.

31 
Ver, en este mismo texto, “La globalización y la enseñanza del derecho”.

57

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Tampoco hay una correlación entre gasto por alumno y masifi­
cación. Chile y México, por ejemplo, poseen un nivel similar de
gasto por alumno; pero México no ha pasado el umbral del 30 por
ciento de escolaridad superior, cosa que sí ha hecho Chile, empi­
nándose sobre el 50 por ciento.
Puede decirse por eso que en Latinoamérica hay sistemas de
educación superior con alto privatismo (son los casos de Colom­
bia, Brasil, Perú y Chile, en donde desde el 50 al 80 por ciento
del total del gasto proviene de fuentes privadas) y otros en los
que, en cambio, predomina el sector público (son los casos de Ar­
gentina o México, donde menos del 25 por ciento proviene de
fuentes privadas). Como es obvio, los sistemas con mayor priva­
tismo tienden a internalizar, en los propios estudiantes o sus fa­
milias, el coste de la educación (acompañando el sistema con
créditos que permiten pagar con cargo a rentas futuras). Los sis­
temas públicos, en tanto, tienden a tener gratuidad en el acceso
(es decir, a financiar el coste directo de estudiar con cargo a ren­
tas generales).
¿Es más equitativo el acceso cuando el financiamiento se efec­
túa con cargo a rentas generales, se entrega de manera directa a
las instituciones y no a los estudiantes y el acceso a ellas es, en
principio, gratuito? Alguna evidencia sugiere que no, que no hay
una correlación estricta entre la igualdad en el acceso y las for­
mas de financiamiento. Uruguay, por ejemplo, cuenta con una es­
tructura de financiamiento con cargo a rentas generales que,
como porcentaje del producto, es superior a la de Chile, pero así
y todo las oportunidades de acceso son más desiguales, como lo
prueba el hecho de que mientras en Chile el quintil más rico
cuenta con 3.9 veces más posibilidades de ingresar a la educación
superior que el quintil más pobre, en Uruguay esa misma relación
es de 20.5 veces y en Brasil, cuyo gasto público en esta materia
triplica al de Chile, el quintil más rico cuenta, sin embargo, con
19.7 veces más oportunidades de acceso que el más pobre. No
cabe duda entonces que la economía política de los sistemas está
relacionada con el acceso; pero esa relación no es del todo senci­
lla. Es probable que concentrar la inversión en el sistema escolar
y emplear mecanismos de discriminación positiva en la educa­
ción superior, sumado esto a un sistema de tasas para quienes
puedan pagarlas directamente, sea posible corregir más rápido los
58

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problemas de desigualdad que en esta materia experimenta la re­
gión de América Latina.
Ahora bien, ¿ofrece la índole de la enseñanza legal alguna par­
ticularidad a la hora de considerar la economía política de las uni­
versidades?
Lo que hemos visto es que la profesión de abogado está cada
vez más orientada al cliente (como advirtió tempranamente
Pound) y menos al Estado (sea en la variante americana en la que
el abogado obraba como un límite a las mayorías, sea en la varian­
te continental en que el abogado obra como un productor de dere­
cho). Esta nueva orientación del abogado (relativamente más baja
en la producción de bienes directamente públicos) parece proveer
razones para internalizar parte de su coste en quienes cursan la ca­
rrera. Si quienes estudian derecho en las instituciones más selecti­
vas de la región son los más ricos (por las razones que ya se
anotaron), y si harán suyos parte de los beneficios de la profesión
(apropiándolos en la forma de rentas), entonces ¿qué razón habría
para financiar totalmente los programas con cargo a rentas genera­
les? Hay todavía otra razón que tener en cuenta: si bien no se sabe
cuál es el número socialmente óptimo de abogados, es posible
conjeturar que si crece en exceso, habrá divergencias entre el be­
neficio social y el privado. Si este último es mayor, la divergencia
podría corregirse mediante un sistema razonable de aranceles.
Un incidente de hace poco tiempo (ocurrido en enero de 2013)
muestra, como en un resumen, las vicisitudes actuales de la pro­
fesión y los rasgos generales de su economía política.
En el New York Times (Bronner, 2013), como recordé al inicio,
apareció la noticia de que las postulaciones a las escuelas de de­
recho en Estados Unidos habían caído 38 por ciento respecto de
2010. La situación era todavía más sorprendente, continuaba el
diario, si se consideraba el periodo entre 2004 y 2013. Mientras
que en 2004 hubo 100,000 postulantes a esas escuelas, en 2013 la
cifra alcanzó sólo 54,000.
¿Qué ocurrió? Lo que ocurrió fue que las rentas esperadas para
la profesión habían disminuido y los costes de estudiar derecho o
se habían mantenido estables o se habían incrementado. Así las
rentas bajas y la propensión a pagar por estudiar derecho tam­
bién. El resultado —relata un profesor de Chicago— es que casi
tres cuartas partes de las escuelas de derecho han disminuido su
59

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cuerpo de profesores y de administración. «Hace 30 años —ex­
plicaba por su parte un profesor de Indiana University— las es­
cuelas de derecho eran escaleras seguras de movilidad social, hoy
esa escalera está rota». Y es que la profesión se ha vuelto poco a
poco menos indispensable. La estandarización de fórmulas y la
existencia de Internet está transformando a los grandes estudios
legales en sitios con menos uso intensivo de mano de obra. Igual­
mente se habría diagnosticado un desajuste entre el tipo de aboga­
dos que el mercado demanda y el que forman las escuelas: la
prestigiosa Stanford Law School decidió entonces intensificar la en­
señanza clínica del derecho a fin de evitar que los grandes estu­
dios usen profesionales sustitutos y más baratos para parte de la
tarea legal.
El caso de Estados Unidos muestra lo que ocurre cuando la
profesión se acerca al mercado. Y lo que deben hacer las escuelas
de derecho para equilibrar las cosas. Si lo hace la prestigiosa
Stanford, ¿no valdrá tenerlo siquiera en consideración en las más
modestas escuelas de la región de América Latina?

60

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Los desafíos actuales del paradigma
del derecho civil

Si el artículo anterior examina los cambios en las expectativas del


papel que configura a la profesión de abogado, el que ahora co­
mienza32 explora algunos cambios en el paradigma del derecho ci­
vil: el sistema conceptual por antonomasia de los abogados. La
profesión legal estaría así expuesta a dos tipos de presiones: una
externa, proveniente de los cambios en el paisaje económico y so­
cial, y otra intelectual, derivada de algunos desajustes en sus herra­
mientas conceptuales, lo cual intentaré examinar a continuación.
Para entender cuál sería ese desajuste y explorarlo, puede re­
sultar útil presentar un caso chileno que lo revela: la constitucio­
nalización del derecho civil.
El sistema legal chileno —uno de los más estables de Latinoa­
mérica— cuenta con algunas peculiaridades. Una de ellas consiste
en distinguir entre las cosas corporales (las que pueden ser percibi­
das) y las incorporales (las que consisten en meros derechos). La
distinción, a pesar de su ilustre origen (viene de Gayo), no aparece
en los códigos modernos. Sin embargo, la Constitución chilena la
utiliza al garantizar el derecho de propiedad. Ese derecho, dice, re­
cae sobre toda clase de bienes, incluidos los incorporales. Así en­
tonces, el titular de un crédito tendría propiedad sobre él.

32 
Este texto —salvo modificaciones que no alteran su planteamiento de fondo—
apareció en el número 60 de Estudios Públicos (primavera 1995). Se publica aquí
con la autorización del Centro de Estudios Públicos.

61

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Pues bien, durante un largo tiempo fue frecuente en Chile la
interposición de acciones constitucionales frente al incumpli­
miento de contratos. Cuando se incumple un contrato, se argüia, se
lesiona la propiedad sobre una cosa incorporal. La Corte enton­
ces, se alegaba, debía conceder el amparo: ¿acaso la propiedad no
era un derecho fundamental que debía protegerse contra toda
amenaza, privación o perturbación, como ordenaba el Artículo 20
de la Carta Fundamental? ¿Y acaso el incumplimiento de un cré­
dito no amenazaba el derecho fundamental de propiedad? El ar­
gumento —hoy día menos frecuente— ponía en riesgo (según
llamó la atención Barros [1996]) todo el entramado del derecho
privado y, desde luego, la distinción entre la propiedad en sentido
estricto y los créditos. Para el derecho civil, la propiedad sobre
una cosa corporal se protege con acciones de urgencia; pero ello
no ocurre con los créditos que se garantizan con el simple patri­
monio del deudor en caso de incumplimiento. Pero he aquí que,
de pronto, los créditos estaban protegidos por derechos funda­
mentales.
¿Cómo pudo ocurrir eso? ¿Se trata de un síntoma de vulgariza­
ción del derecho o hay algo más que debe ser explorado? Mi opi­
nión es que ese caso revela uno de los desafíos que experimenta
el paradigma del derecho civil.
El derecho privado parece estar amenazado de irrelevancia. Las
amenazas provienen de dos sitios. Por un lado, el law and econo-
mics sugiere atender a las consecuencias de las decisiones más que
a sus premisas dotadas de autoridad. Por otro lado, la constitucio-
nalización del derecho civil arriesga hacer tabla rasa de las técnicas
dogmáticas (como por ejemplo la distinción entre ius in re y ius ad
rem o el valor de la autonomía contractual) a favor de los derechos
fundamentales.
La tradicional disciplina del derecho civil está entre esos dos
fuegos. ¿Cómo se configuró esa situación y qué problemas plan­
tea exactamente? Esa es la pregunta que intento responder a con­
tinuación.
La hipótesis que guía la respuesta consta de dos ideas gruesas
que quizá sea útil explicitar desde el comienzo: la primera es que,
en mi opinión, la disciplina del derecho civil se configuró origi­
nariamente al amparo de un conjunto de fenómenos ideológicos
y políticos que dibujaron la fisonomía que hoy posee. Esos fenóme­
62

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nos, según creo, son el surgimiento del Estado moderno, la noción
de soberanía y los ideales ilustrados que se vinculan al constructivis­
mo racionalista y a la planificación política. La segunda idea es
que esos fenómenos, subyacentes al paradigma dogmático, están
en vías de cambiar, por lo cual, ese paradigma enfrenta hoy proble­
mas que le exigen modificar algunas de sus técnicas conceptuales.
En suma, sugeriré la hipótesis de que las disciplinas dogmáticas, y
en particular la relativa al derecho civil, se encuentran en curso
de experimentar importantes cambios, hallándose en medio de lo
que podemos denominar, siguiendo a Kuhn, una «tensión esen­
cial» entre tradición e innovación (Kuhn, 1987: 248). Esa tensión
puede ser presentada como un contraste entre una dogmática
orientada a las reglas y una dogmática orientada a las decisiones,
muestra de la cual sería el análisis económico del derecho. Lo an­
terior se relaciona, por supuesto, con las profesiones legales y la
enseñanza del derecho. Hasta qué punto el papel de las discipli­
nas jurídicas (y el del abogado) se modifica como consecuencia
del fenómeno anterior, se observa fácilmente si se recuerda el
contraste (obviamente exagerado) que suele hacerse entre el aboga­
do americano y el europeo continental. Mientras el primero —como
observó Tocqueville— limita el poder de las mayorías, el segun­
do lo expresa (es lo que explica que el derecho continental suela
ser presentado como un derecho de profesores). ¿En qué sentido
cambia ese papel si es que, como se conjetura en lo que sigue,
surge una dogmática orientada a las decisiones? Lo más probable
es que adquiera predominancia, junto a ese tipo de dogmática,
otra orientada a los valores, como ocurriría con la Drittwirkung.
¿Qué es la Drittwirkung (su versión chilena sirvió para iniciar
este artículo), sino el intento de los juristas, una vez que la dog­
mática tradicional entra en problemas, por controlar una toma de
decisiones puramente consecuencialista? Cuando se observa, con
razón, que el empleo directo de los derechos fundamentales vuel­
ve irrelevante al derecho común, se pierde de vista que lo que se
vuelve irrelevante es en realidad la dogmática del derecho priva­
do. Y para evitar entonces que las decisiones queden sin control
(una de las tareas tradicionales de la dogmática es establecer la lí­
nea entre lo que es correcto y lo que no) aparece la Drittwirkung,
una forma de razonamiento centrada en valores.

63

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Para desenvolver esa hipótesis, voy a comenzar examinando un
problema que, si bien parece distante de las preocupaciones más
inmediatas de los civilistas, alude directamente a su actividad.
Se trata de la función que, al interior del sistema jurídico, cum­
ple la dogmática jurídica. Posteriormente analizaré los aspectos
centrales del análisis económico del derecho a fin de poner de
manifiesto de qué forma este paradigma se orienta a las conse­
cuencias. En fin, y en tercer lugar, intentaré examinar de qué ma­
nera la orientación a las consecuencias que subyace en el análisis
económico del derecho, resulta contrapuesta, a veces, con los
principios últimos del sistema jurídico que subyacen en las reglas
constitucionales. Mi propósito, como lo adelanté recién, es el de
dibujar el conjunto de desafíos que hoy encara la disciplina del
derecho civil.

Ha solido verse en la dogmática —y particularmente en la dogmá­


tica civil— una actividad argumentativa que se caracterizaría por
asumir acríticamente su objeto, esto es, las normas (ver Peña,
1993). Según esta descripción —que ha ganado fama, asociada a
ciertos ideales de la descripción científica—, la dogmática sería
una actividad predominantemente descriptiva y no prescriptiva; es
decir, la dogmática tendría como función, ante todo, la de registrar
las normas dotadas de validez y, luego, la de sistematizarlas con
arreglo a los ideales de la neutralidad científica. Esta descripción
—cuya versión más abstracta y sofisticada es posible hallarla en el
positivismo kelseniano— puede ser asociada, según lo han mos­
trado autores como Wieacker, a la consolidación de los ideales del
positivismo científico y al triunfo definitivo, con el movimiento
codificador, del constructivismo sobre la tradición (Wieacker,
1957: 407). Las técnicas conceptuales y sistematizadoras del de­
recho civil así concebido, habrían sido forjadas por la obra madu­
ra, y según algunos tardía, de Savigny, en particular, El sistema de
derecho romano actual, y por la obra temprana de Ihering, antes
de su rebelión antiformalista (Zuleta, 1981: 59 y ss; Zuleta, 1987:
117 y ss). Al constituirse el paradigma dogmático en la forma que
he venido explicando, acaece una desvinculación —que ha sido
64

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motivo de abundante literatura— entre los ideales éticos y cultu­
rales que originaron el movimiento codificador y la propia labor
de la dogmática. Los ideales asociados al iusnaturalismo raciona­
lista y las ideas de racionalidad práctica de la ilustración, que so­
lían conferir a los juristas una función de ingeniería social, pasan
ahora a ser sustituidos por una labor descriptiva y acrítica que ve
en la legislación un orden clausurado de racionalidad. La dogmá­
tica se constituye así, originariamente, como una técnica de argu­
mentación que obtiene de los sistemas normativos el conjunto de
consecuencias que en ellos subyacen, sin que la dogmática posea,
en modo alguno, funciones de creación normativa.
Es manifiesto, sin embargo, que esa manera de concebir la fun­
ción y las características principales de la dogmática no se aviene
con la realidad de los sistemas normativos. Los sistemas norma­
tivos, es obvio, carecen de las características de completitud y
consistencia que les fueron atribuidos por la ideología que subya­
ce a la codificación y que, según se acaba de ver, contribuyó a
forjar el paradigma dogmático (la carencia de completitud ha lle­
gado a ser una obviedad filosófica en prácticamente todos los
campos desde que Russell la advirtió a Frege, luego de descubrir
la paradoja de las clases (Russell, 1963: 37).
Los sistemas normativos —según lo han mostrado los desarro­
llos de la llamada jurisprudencia analítica y en los cuales, han in­
sistido con algún exceso, el llamado realismo jurídico, o autores
como Esser, y, en nuestros días, pensadores de tanta relevancia como
Dworkin— son insuficientes para proveer de solución a todos los
casos posibles. La textura abierta que poseen los lenguajes natu­
rales, la inevitable ambigüedad de las reglas, los defectos lógicos
de los sistemas normativos y la inadecuación de los sistemas le­
gales enfrente de los ideales de moralidad política o social fácti­
camente vigentes, ponen de relieve inadecuaciones y defectos
que muestran hasta qué punto la mera descripción de sus enun­
ciados resulta socialmente insuficiente.
La dogmática se encuentra, así, constituida en medio de un
conflicto entre, por una parte, el modo en que concibe los sistemas
normativos con que opera y aquello que esos sistemas normati­
vos efectivamente son. Mientras constituye casi un lugar común
de la dogmática afirmar que la masa de reglas propias del derecho
privado semejan la razón escrita —motivo por el cual el dogmá­
65

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tico no es más que un lector acucioso de las reglas—; los análisis
de los sistemas normativos muestran que los sistemas legales es­
tán plagados de insuficiencias, de inadecuaciones axiológicas y, a
veces, de ineficiencias, motivo por el cual el dogmático sería ine­
luctablemente un creador de reglas encubierto y tímido que se resis­
te a revelar lo que inevitablemente, y con frecuencia, es.
Ahora bien, la precedente y contradictoria situación puede ser
descrita de dos maneras distintas que, en mi opinión, resulta útil
revisar.
Niklas Luhmann ha llamado la atención acerca del hecho que
la dogmática no consiste en apegarse a los textos dotados de va­
lidez o autoridad, sino que, justamente, en lo opuesto, a saber, en
desapegarse de esos textos, en alejarse de ellos, sin que esa ope­
ración se traduzca — y he aquí lo peculiar de la dogmática— en
negarles a esos textos validez o autoridad. Las normas, sostiene
Luhmann, aparecerían socialmente como axiomas innegables y la
función de la dogmática sería, precisamente, aumentar la libertad
en el trato de estos axiomas sin, por ello, tener que ponerlos en
cuestión. Mediante la elaboración conceptual, la dogmática permi­
tiría distanciarse de los textos y controlar, de esa manera, la casuís­
tica. La distinción de argumentos de lege lata y de lege ferenda
carecería, pues, de sentido al interior de la dogmática, puesto que,
insiste este autor, la dogmática ni se sujeta al texto ni lo abando­
na, sino que, cosa distinta y en sus palabras, se desapega de él
permitiendo tratar con una casuística que, de otra manera, sería
inmanejable (Luhmann, 1983: 29 ss).
Por su parte, Nino (1974: 85 y ss; 1980: 9 y ss) ha sostenido
una tesis que, aunque desprovista del aparato conceptual de Luh­
mann, se acerca a él en sus conclusiones respecto de la situación
de la dogmática. Según este autor, la dogmática se encuentra des­
de sus inicios expuesta a expectativas inconsistentes o incon­
gruentes puesto que, por una parte, se espera de ella una mera
descripción de las normas jurídicas dotadas de validez y, por la
otra, la realidad reclama una reformulación de esas mismas nor­
mas que permita salvar el conjunto de sus imperfecciones; o, si se
prefiere, la actividad del jurista dogmático parece hallarse some­
tida a dos directivas o reglas del juego, prima facie incompati­
bles: de un lado, la directiva según la cual ha de ceñirse al
derecho positivo en términos «dogmáticos» y, de otro lado, la
66

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función que esa actividad posee de adecuar esas mismas normas
a ciertas valoraciones o ideales dotados de prestigio. La primera
directiva provendría de su deseo de someterse a los cánones de
cientificidad socialmente vigentes (que le impedirían tomar posi­
ción ante una praxis por principio irracional); la segunda directi­
va provendría, a su vez, de la función que le competería de
obtener decisiones pertinentes y oportunas para una realidad so­
cial que, tal cual ocurre en el Estado moderno, presenta un alto
grado de complejidad y diferenciación social.
Los autores citados coinciden en diagnosticar cierta inadecua­
ción entre la imagen que de sí misma tiene la dogmática —la que,
como se examinó ya, se relaciona con las condiciones históricas
de su constitución— y la función que en los hechos e inevitable­
mente está llamada a cumplir.
Ahora bien. ¿Cómo explicar de una manera que resulte útil
para el ejercicio de nuestra disciplina esa evidente inconsistencia
entre las bases del paradigma que profesamos y los requerimien­
tos de los sistemas legales? Dos explicaciones son, por lo pronto,
posibles, y la segunda de ellas me parece a mí la más fructífera.
En primer lugar puede afirmarse que la dogmática constituye
en los hechos un proceso de optimización del ordenamiento jurí­
dico y que, por lo mismo, los juristas no ejecutarían una mera la­
bor de descripción de reglas sino, cosa distinta, una labor de
creación de normas. Con todo, los juristas no estarían dispuestos
a reconocer esta última función y, así, construirían un conjunto de
técnicas argumentativas que tendrían por objeto atribuir al legis­
lador las soluciones que ellos, sin querer reconocerlo, planean.
La dogmática sería, así, el reino de la impostura y en un sentido
sartriano, de la mala conciencia (o, en el sentido de Zizek, de la
ideología) puesto que consistiría en elaborar técnicas argumenta­
tivas para presentar como parte del derecho positivo las prescrip­
ciones normativas elaboradas por los juristas. Las técnicas,
habituales en la práctica del derecho civil, de los principios gene­
rales del derecho o las técnicas hermenéuticas que se auxilian en
la idea de un legislador dotado de racionalidad tendrían por objeto,
según esta probable explicación, presentar las prescripciones de
los juristas como descripciones de lo que el legislador dispuso.
Ésta es la explicación que es posible hallar en autores pertene­
cientes a la tradición analítica.
67

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Distinta es la respuesta de autores como Luhmann y ella, me
parece a mí, resulta especialmente fructífera para comprender la
situación actual de la dogmática.
Luhmann (1990: 108 y ss) afirma desde la teoría de sistemas
que el conjunto del derecho, en cuanto sistema que es, posee una
inevitable orientación temporal. En las sociedades modernas o en
curso de modernización, observa este autor, los sistemas legales,
en particular en lo que atingen al derecho privado, se encuentran
expuestos a dos exigencias para las cuales no parecen estar sufi­
cientemente equipados, a saber: la necesidad de adaptarse a un
medio que se diversifica y complejiza cada vez más, por una par­
te, y por otra, la necesidad de adecuarse al cambio de orientación
que experimentan las sociedades contemporáneas desde el énfasis
en el pasado al énfasis en el futuro. En un sistema legal orientado
al pasado, sugiere Luhmann, prevalece la función de asegurar las
expectativas y, por lo mismo, una dogmática que responde a esa
orientación es una dogmática centrada, por sobre todo, en el aná­
lisis, conceptualización y categorización del input, esto es, cen­
trada en las normas de los sistemas legales. Un sistema legal, en
cambio, orientado al futuro —y eso serían los sistemas legales de
las sociedades que se modernizan, observa Luhmann— requiere
poner el énfasis en el output, esto es, en la decisión o producto
del sistema legal y, principalmente, requiere poner atención en el
análisis de las consecuencias de las decisiones. Lo que ocurriría
con la dogmática privada en particular, es que sería deficiente en
su orientación al futuro, puesto que se hallaría volcada en demasía
hacia el pasado; es decir, hacia el análisis del input del sistema le­
gal. Ello explicaría que la dogmática civil recalque el análisis
conceptual y posea una estructura deductiva regida por reglas que
casi coinciden con el análisis lingüístico.
De esta manera, el desafío principal de la dogmática jurídica
sería encarar la orientación hacia futuro, lo cual significa hacer
frente al análisis de las consecuencias de las decisiones más que
a la conceptualización casi lingüística de las reglas. Este desafío
que poseería hoy la dogmática, requiere, con todo, instrumentos
de análisis que le permitan pensar y calcular las decisiones y las
consecuencias o externalidades que se siguen de esas mismas de­
cisiones. En los momentos en que la dogmática se consolidaba,
algunos autores —algunos incluso que proveyeron a la dogmática de
68

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sus instrumentos más preciosos— intentaron sentar las bases de
una dogmática atenta a las consecuencias. La jurisprudencia de in­
tereses y la jurisprudencia sociológica, por ejemplo, son muestras
de cómo hace ya casi cien años se intentó, a parejas con la conso­
lidación del modelo de trabajo hoy vigente, preparar esa orienta­
ción al futuro que reclaman, según hemos visto, los procesos de
modernización.
Ahora bien, me parece a mí que la situación actual de la dog­
mática muestra hasta qué punto ese cambio de orientación desde
el paradigma originario a uno nuevo está insensiblemente acae­
ciendo. De los varios fenómenos teóricos y conceptuales que tra­
suntan ese proceso, a veces de un modo tímido, el más relevante
me parece a mí es el llamado análisis económico del derecho.
Creo ver en el análisis económico del derecho un paradigma cuya
particularidad y cuya justificación consiste en equilibrar lo que
más arriba, y con arreglo a la obra de Luhmann, denominé la
orientación temporal de la dogmática. El análisis económico del
derecho, al ser confrontado con la arquitectura conceptual del an­
tiguo paradigma, muestra a las claras de qué manera es posible
una dogmática atenta a la decisión y a las consecuencias y no sólo
a las reglas. Este nuevo paradigma aparece así no sólo como una
simple moda, producto de un economicismo casi molesto sino, en
cambio, como una respuesta del análisis jurídico a las exigencias
funcionales de las sociedades en curso de modernización.
Una somera revisión de los aspectos centrales de ese análisis
permite advertir de qué manera él reformula los conceptos habi­
tuales del lenguaje de los civilistas. Precisamente esto es lo que,
según anuncié al comenzar estas palabras, es lo que me propongo
hacer ahora.33

33 
El análisis económico del derecho queda, a mi juicio, bien descrito como una
aplicación de ciertos conceptos relativos a la racionalidad humana, y provenientes de
la economía neoclásica (North, 1992; Sen, 1989) a las reglas e instituciones jurídi­
cas. La racionalidad, desde el punto de vista económico, pero incluso, también desde
el punto de vista social o político, según lo han sugerido autores como Weber, Par­
sons, Tullok o Buchanan, puede ser concebida como la capacidad de comportarse es­
tratégicamente en un entorno de incentivos, o sea, como la capacidad de sustentar un
cierto orden de preferencias personales e intentar maximizarlas en la interacción so­
cial. Ahora bien, a partir de ese supuesto de racionalidad —que ha sido discutido en
sus detalles analíticos pero que en lo fundamental y para nuestro objetivo podemos
tener por suficiente— se abren dos cuestiones. Se trata, por una parte, de la teoría del

69

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II

El análisis económico del derecho —que, en términos sencillos,


extiende el análisis neoclásico al diseño y la aplicación de nor­
mas— se relaciona con tres conceptos centrales que subyacen al

bienestar y de la elección social —que subyace, según veremos, en análisis como los
de Calabressi— y, por otra parte, del famoso teorema de Coase, el que, como se
sabe, ha sido aplicado a importantes problemas de responsabilidad civil.
La racionalidad individual; es decir, el supuesto principal del análisis económico
consiste, como digo, en la capacidad para adoptar un comportamiento estratégico pro­
visto de un sistema ordinal de preferencias, o sea, provisto de un conjunto de elecciones
anticipadas ordenadas en una escala de intensidad. De una manera análoga a ese con­
cepto de racionalidad individual es posible, ahora desde el punto de vista de sistemas
interactivos más complejos, hablar de racionalidad social. La racionalidad social
equivaldría, desde este punto de vista, a un sistema social cuyos resultados fueran
adecuados y coincidentes con un sistema de prioridades bien establecido. Una colec­
tividad o unidad social cualesquiera que contara con un sistema ordinal de preferen­
cias que resultara coincidente con sus resultados, sería, desde el punto de vista que he
venido analizando, una unidad dotada de racionalidad social. Ahora bien, dos proble­
mas quedan planteados a partir del concepto de racionalidad social, a saber, cómo es
posible construir un sistema de preferencias sociales a partir de preferencias indivi­
duales (problema éste del que se ha ocupado paradigmáticamente el utilitarismo) y,
luego, el problema de establecer mediante qué mecanismos de coordinación es posi­
ble alcanzar el bienestar social definido por el sistema de preferencias. De ambos proble­
mas se ocupa, como es sabido, la teoría de la elección social —a saber, insisto, del
problema de cómo es posible construir un sistema de preferencias sociales, en primer
lugar, y luego, coordinar las acciones para alcanzar ese sistema de preferencias.
El primer problema que acabo de enunciar —el problema de cómo es posible
adoptar una decisión social partiendo de preferencias individuales— intenta ser re­
suelto por el conocido criterio del óptimo de Pareto (que subyace todavía en impor­
tantes teorías de relevancia jurídica y política como la de Rawls).
El segundo problema es uno habitual en los análisis sociales e institucionales y
suele estar expuesto en la teoría de juegos recurriendo al conocido ejemplo —que yo,
por cierto, no reiteraré en sus detalles— del dilema del prisionero. En la situación del
dilema del prisionero hay dos sujetos cuya racionalidad individual los conduce a un
resultado ineficiente; es decir, a un resultado que, conocidos todos los detalles, no po­
dría concitar unanimidad. El análisis de las condiciones bajo las cuales se verifica el
dilema permite llevar a cabo importantes indagaciones en torno a los problemas de
elección y, en particular, ayuda a esclarecer las condiciones bajo las cuales la coope­
ración alcanza niveles de eficiencia. Alrededor de un problema como ese discurre el
famoso teorema de Coase. Éste postula que mientras los costos de transacción tiendan
a cero, siempre se producirá una reasignación de los derechos (o, lo que es lo mismo,
de los recursos) hacia los agentes económicos que más valor les atribuyen (cumplién­
dose, de esa manera, el criterio de eficiencia, por ejemplo, de Kaldor-Hicks). O sea,
con costos inexistentes —lo que implica un sistema de precios perfecto— siempre se
producirá una solución económica eficiente, con absoluta independencia de la adjudi­
cación por vía de autoridad —legal o judicial— que se haya hecho de ese derecho.

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paradigma del derecho civil, a saber, la idea de racionalidad, la de
derecho subjetivo y, en fin, la idea o concepto de contrato. En ese
orden deseo examinarlas someramente en lo que sigue. Mi áni­
mo, como lo adelanté ya, es poner de manifiesto las diferencias
entre este paradigma y el clásico, a fin de examinar las posibilida­
des y límites que, en medio de esa disputa, posee la actividad que
realizamos.
La idea de una vinculación estrecha entre el derecho entendido
como sistema normativo y la economía es en verdad antigua y no
pertenece, por cierto, a lo que hoy día denominamos análisis eco­
nómico del derecho. La idea de esa vinculación subyace desde
temprano en orientaciones teóricas como la conocida jurispru­
dencia de intereses o, incluso, en las diversas versiones del llamado
realismo jurídico. Con todo, la principal vinculación entre dere­
cho y economía, aunque lejana a la del análisis económico del de­
recho, puede verificarse en dos autores que aún teniendo mala
prensa hoy resultan ejemplares en cuanto a esta vinculación. Me
refiero a la obra de Marx y a la de Rudolf Stammler. En la obra
del primero —y como es suficientemente sabido— la vinculación
entre economía y derecho viene presentada de manera conceptual
y subsumida discursivamente, por tanto, en la vinculación más
general entre infraestructura y superestructura. Marx argumenta
una dependencia del sistema legal y de la propia dogmática res­
pecto del sistema económico y del proceso de producción de
mercancías (Marx, 1973: I, 103 y ss). Esa vinculación que po­
dríamos denominar sociológica, en el caso de Marx, es presenta­
da en la obra de Stammler —que se titula precisamente Economía
y derecho (1929: 233 y ss)— desde los supuestos epistemológi­
cos del neokantismo, como una vinculación entre materia y for­
ma. Es fácil observar que tanto Marx como Stammler, por citar
nada más a estos dos autores, efectúan vinculaciones que están
muy lejos de aquellas que provoca el llamado análisis económico
del derecho. En efecto, mientras Marx efectúa una vinculación
por así decirlo genealógica entre economía y derecho, en la me­
dida que remite a este último a los avatares del primero; el segun­
do (es decir, Stammler), efectúa una analogía epistemológica
entre economía y derecho en la medida en que el derecho cumpli­
ría respecto del sistema económico una función análoga a aquella
que, según Kant, cumple el entendimiento frente a la sensibili­
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dad. Ahora bien, la orientación teórica del análisis económico del
derecho es muy distinta a aquélla que insinúan Marx y Stammler,
puesto que mientras estos últimos intentan una caracterización,
por así decirlo, externa del sistema jurídico en su conjunto afir­
mando el primero una vinculación genealógica entre el sistema
jurídico y la economía y el segundo intentando trazar una analogía
epistemológica entre economía y derecho, el análisis económico
del derecho, como su nombre indica, constituye un intento de ge­
neralizar la metodología de análisis del paradigma económico, en
su versión neoclásica, hacia la práctica jurídica en su conjunto.
Siguiendo la sugerencia terminológica de un autor norteamerica­
no (me refiero a Richard Rorty), puede afirmarse que el análisis
económico del derecho y el análisis económico a secas constituyen
una forma de relatar y de comprender las acciones humanas a
partir de cierta idea de racionalidad que subyace a la economía
neoclásica. Lo que espero mostrar a continuación es de qué ma­
nera a partir de esta concepción de la racionalidad a través de la
cual es posible comprender la totalidad de las acciones humanas,
el análisis económico del derecho reformula y tematiza los con­
ceptos tradicionales de la dogmática hasta proveernos, a mi juicio,
de una reformulación del paradigma dogmático que suple con
ventaja el paradigma tradicional que en opinión de Luhmann,
como vimos, aparece excesivamente orientado hacia las reglas
más que hacia las consecuencias. Es fácil advertir las diferencias
entre el paradigma dogmático tradicional y el análisis económico
del derecho si nos detenemos un momento a examinar las ideas de
racionalidad en uno y otro paradigma.
Como es sabido, y como lo sugerí al inicio, el paradigma dog­
mático surge asociado a ciertas ideas provenientes del iusnatura­
lismo racional, por un lado, y también a ciertas ideas provenientes
del positivismo científico, por otro lado. Ambos poseen una idea de
racionalidad que estando relacionada con lo que constituye el
modelo de razón propio de la modernidad, presenta, ante todo, la
característica de ser un tipo de racionalidad, por así decirlo, holís­
tica. Deseo explicar qué quiero decir con esto. Hablar de raciona­
lidad holística supone predicar la noción de racionalidad o de
razón no propiamente de sujetos individuales sino, más bien, de
procesos supraindividuales. En la obra de Puffendorf, por ejemplo
—una obra clave en la constitución del paradigma que estamos
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examinando (Brufau, 1968: 77)— la racionalidad es vista como
una característica propia, intrínseca al conjunto de las cosas y al
orden de la naturaleza, pero también —y éste es el intento teórico
de autores como Puffendorf— al conjunto del orden social. La
función del teórico, entonces, desde este punto de vista, es, justa­
mente, descubrir, develar ese orden, esa racionalidad subyacente
al orden natural y, como digo, al orden social. Esa noción de ra­
cionalidad como una característica inmanente al orden natural y
al social, asociada a fenómenos políticos como el surgimiento del
Estado moderno con su noción de soberanía, es lo que explica
que la codificación surja, según lo ha mostrado Wiaecker, como
un fenómeno estrechamente asociado al constructivismo político
y al rechazo de la tradición. Hasta qué punto éste es un aspecto
clave en el surgimiento de la codificación y en la configuración
del paradigma dogmático, lo muestran el debate habido a propó­
sito de la codificación en Alemania entre Savigny y Thibaut.
Mientras Savigny, como es bien sabido, defiende las virtudes de
la evolución más o menos espontánea del orden social, Thibaut,
en cambio, defiende la idea del constructivismo racionalista por
la vía de los códigos (Savigny y Thibaut, 1970). Con el momento
de la codificación, este impulso ético o sustantivo del positivismo
científico cede paso a la idea del positivismo legalista; o sea, a la
idea de que la racionalidad inmanente al orden social ha estado
explícita en los códigos, motivo éste por el cual la función del ju­
rista ya no es hacer inteligible la racionalidad inmanente a los
procesos sociales, sino que simplemente leer la racionalidad que
ha sido explicitada por el soberano en el texto legal. Dicho de
otra manera: en aquello que Wieacker denomina al paso del posi­
tivismo científico al positivismo legalista del siglo xix se opera,
en el trabajo dogmático, un giro radical, puesto que la función del
jurista ya no es hacer explícita una racionalidad socialmente in­
manente sino que, nada más, sistematizar o aplicar una racionali­
dad que se supone se ha hecho explícita y se ha escrito y se ha
vuelto literal en el sistema de los códigos. No es difícil observar
cómo esta idea de racionalidad que subyacería en los códigos
opera en el trabajo dogmático como un importante auxilio en la
tarea de la argumentación práctica. Por cierto, buena parte de las
reglas de interpretación se justifican apelando al principio de lo
que ha sido denominado el modelo del legislador racional. A par­
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tir del supuesto de que el legislador es racional y está dotado en
consecuencia de características de omnisciencia, de consistencia
y de ciertas reglas básicas de justicia, la tarea interpretativa consis­
te en adecuar las deficiencias que en los hechos presentan los siste­
mas normativos, presentando esa adecuación como si hubiese
sido realizada por un legislador que satisface ese conjunto de ca­
racterísticas. Ésta es una técnica habitual en el paradigma dogmá­
tico que tiene por objeto cumplir la función de optimizar el
ordenamiento jurídico presentando esa labor de optimización no
como una labor de creación, sino como una mera descripción de
las reglas dotadas de validez. Esto permite a los juristas crear so­
luciones normativas sin que se menoscabe el principio de sobera­
nía. Así pues, puede afirmarse que la idea de racionalidad en el
paradigma dogmático o tradicional es predicada, repito, del con­
junto del sistema legal y, por lo mismo, puede hablarse, creo yo
con acierto, de una racionalidad holística subyacente al paradigma
dogmático. Es fácil, en fin, advertir la vinculación entre esta no­
ción de racionalidad holística y el formalismo habitual en que, a
veces, incurre la dogmática.
En esta parte, como adelanté ya, es posible observar una de las
radicales diferencias o cambios de acento que a la labor dogmáti­
ca introduce o está en curso de introducir el análisis económico
del derecho, en la medida en que este último, si bien insiste también
en la idea de racionalidad —la que opera como una idea directriz
del conjunto de su análisis— ya no es holística sino individual;
podríamos afirmar que se trata de una racionalidad atomista en la
medida que es predicada en particular por los individuos. De esta
manera, desde el punto de vista del análisis económico del dere­
cho, la racionalidad no es un tema que resulte inmanente al sistema
legal ni propia del legislador que produjo ese sistema legal; tam­
poco una cuestión inseparable al conjunto del orden natural. Cosa
distinta, la racionalidad es una cuestión que atañe a los indivi­
duos que producen las acciones que configuran el conjunto de la
interrelación social. El acento holístico versus el acento más bien
individual o atomista, según prefiero denominarlo, es, pues, la
primera gran diferencia entre los supuestos del paradigma dog­
mático constituido o solidificado hacia inicios del siglo xix y el
análisis económico del derecho proveniente de la economía neo­
clásica y, en particular, del análisis microeconómico.
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A esa noción de racionalidad holística —que al suponerse
esencial en las reglas, opera, inadvertidamente, como una razón
justificadora del formalismo y de cierta desaprensión hacia la rea­
lidad— se agrega, además, que el paradigma dogmático asume
una concepción paramétrica y no estratégica de la racionalidad.
Ha sido Elster, de quien algunas de sus ideas subyacen inadverti­
damente en la metodología del análisis económico del derecho,
quien formuló esa distinción de la que quiero servirme para ex­
plicar esta diferencia que, de acuerdo con la racionalidad, es po­
sible advertir entre el paradigma que he denominado tradicional
y aquél que sigilosamente introduce el análisis económico.
Elster (1989) ha sugerido distinguir entre dos tipos de racionali­
dad; a saber, la racionalidad paramétrica y la racionalidad estraté­
gica. La racionalidad paramétrica se caracteriza porque el agente
considera que el medio en el que se desenvuelve es una constante.
Para un actor con racionalidad paramétrica, los otros actores y el
medio en su conjunto son sólo parámetros estables de su propia deci­
sión, en tanto que su propia conducta es la única variable a conside­
rar. La racionalidad estratégica, en cambio, se caracteriza porque el
agente integra al ambiente en el que se desenvuelve —desde el pun­
to de vista económico, en conjunto con la oportunidad— las expec­
tativas cambiantes de los demás. El actor estratégicamente racional
se considera —según explica Elster— participante en un juego
que, en el caso ideal, es definido como una información perfecta en
el sentido que todos los jugadores tienen un conocimiento cabal de las
preferencias y del conocimiento de los demás. En palabras de Elster,
quien posee racionalidad estratégica «no sólo toma sus decisiones
sobre la base de sus expectativas acerca del futuro, sino también
sobre la base de sus expectativas acerca de las expectativas de los
demás» (Elster, 1989: 39; Habermas, 1994). La racionalidad es­
tratégica supone lo que ilustres sociólogos —como Luhmann o
Parsons— denominan el fenómeno de la doble contingencia.
Pues bien, me parece que aquí radica otra de las diferencias
entre el paradigma dogmático tradicional y el análisis económico
del derecho, o, si se prefiere, entre una dogmática orientada a las
reglas y una dogmática orientada a las consecuencias, puesto que
la primera se diseña sobre la base de una racionalidad paramétrica,
en tanto que la otra supone una racionalidad estratégica. El tradi­
cional paradigma del derecho civil, en efecto, concibe al conjunto
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de los actores del sistema legal como una constante, de ahí que la
arquitectura conceptual del derecho civil suela ser rígida, cuando
no ensimismada y puesta de espaldas a los efectos que producen
las reglas en la conducta de los sujetos sobre los que pretende im­
perar; el análisis económico del derecho, en cambio, no olvida
que el medio en el que la legislación se desenvuelve se encuentra
compuesto por actores que dirigen expectativas hacia el sistema
legal y que suelen adoptar, frente a ese mismo sistema, un com­
portamiento estratégico. Una comparación somera de la obra de
Calabressi (1984), relativa al coste de los accidentes, por ejem­
plo, con cualesquiera otra de la civilística más tradicional, aun­
que contemporánea —digamos la obra de Tunc (1989) relativa a
responsabilidad— pone de manifiesto las diversas consecuencias
analíticas que se siguen ante un mismo fenómeno normativo, el
de la responsabilidad en este caso, cuando se le analiza paramé­
trica (como ocurre en la obra de Tunc) o estratégicamente (como
ocurre en la obra de Calabressi).
Así, pues, podemos concluir que una de las primeras diferencias
que presenta el paradigma del derecho civil tradicional frente al
análisis económico del derecho, configurando un punto de ten­
sión entre tradición e innovación, es la idea de racionalidad que
subyace a uno y a otro, puesto que, como se dijo ya, uno suscribe
una concepción holística y paramétrica de la racionalidad y el
otro, en cambio, una concepción atomista y estratégica.
A ese punto de quiebre o, si se prefiere, a esa línea de tensión
entre ambas formas de argumentación práctica se agrega, todavía
—y según lo anticipé ya—, el diverso modo de concebir la idea de
derecho en sentido subjetivo y la idea de contrato. Como es sabi­
do, la idea de derecho subjetivo constituye una idea típicamente
moderna que se vincula a fenómenos como el nominalismo y el
subjetivismo modernos. Según esa idea —que autores como Villey
(1976) reconducen a disputas teológicas relativas a la pobreza de
Cristo—, tener un derecho equivale a estar dotado de una cierta
esfera de libertad o autonomía de la que se puede disponer, ena­
jenándola mediante el negocio o la promesa. El negocio o la pro­
mesa son vistos como actos mediante los cuales los sujetos
ejercitan su autonomía —esto es, el poder de su voluntad— dis­
poniendo de la esfera de libertades que les son propias. La técnica
del contrato y el negocio, en su conjunto, es dispuesta, consecuen­
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cialmente, como un conjunto de directrices y reglas cuyo objeto
es asegurar que el negocio sea, en efecto, una disposición genui­
na de la propia voluntad distribuida igualmente entre todos los
sujetos. Ello explica que, aún hoy, la técnica del negocio consista,
como lo reclamaron en su hora Grocio y Puffendorf, en un con­
junto de reglas que tienen por objeto asegurar que el contrato sea
una declaración de voluntad libre y veraz. El fenómeno de la ad­
hesión, la contratación tipo, las condiciones generales o las diver­
sas figuras de negocios forzosos, son vistos inevitablemente
como coerciones en la autonomía y conceptualizadas discursivamen­
te como figuras anómalas, como patologías de la voluntad libre y
espontánea. Ante la limpia fisonomía del negocio que soñaron los
iusnaturalistas modernos, la contratación contemporánea suele
aparecer, para quienes practicamos el derecho civil, como una in­
mensa anomalía que urge disciplinar conceptualmente.
Ahora bien, otra muy distinta es la perspectiva que asume el
análisis económico del derecho. Para este paradigma, la noción
de derecho en el sentido subjetivo que solemos manejar los civi­
listas carece simplemente de sentido. En vez de ella se erige la
noción de títulos de propiedad; es decir, la idea de que los sujetos
poseen títulos, más o menos exclusivos, para ejecutar ciertas ac­
ciones discrecionales. Al contrario de lo que sostiene la idea de
derecho subjetivo —a la que, como se vio, subyace la idea de vo­
luntades igualitariamente distribuidas— el análisis económico
del derecho no supone ningún patrón específico de distribución
entre los títulos de propiedad. Mientras la idea clásica de derecho
subjetivo suponía de principio una distribución igual de voluntad
y, en consecuencia, de autonomía (lo cual se traduce en el énfasis
que esa tradición pone en el concepto de persona y en la determi­
nación de sus atributos), la idea de títulos de propiedad no exige
ninguna forma específica de distribución, siempre que exista alguna.
Como es sabido, una de las tesis subyacentes al análisis económico
—tematizada por Coase (1992), pero perteneciente a la economía
neoclásica— es la de que la distribución inicial de derechos de
actuación o títulos de propiedad resulta indiferente si los sujetos
pueden, sin costo alguno, negociar y contratar libremente. Si el
costo de informarse acerca de las expectativas mutuas y de asegu­
rar el cumplimiento de las promesas fuera igual a cero, entonces,
argumenta Coase, no importa la asignación originaria de dere­
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chos, porque siempre los sujetos podrían, mediante el acuerdo,
alcanzar los óptimos definidos por la economía del bienestar; es
decir, alguna de las varias versiones de la conocida fórmula de
Pareto. Obsérvese el giro radical que se produce aquí en relación
con el paradigma clásico del derecho civil. En éste, la idea de
contrato está al servicio de la idea de derecho o, si se prefiere, la
técnica del contrato está diseñada y prevista siguiendo, paso a
paso, la idea sustancial de derecho subjetivo. El análisis econó­
mico del derecho, en cambio, efectúa una inversión radical —y si
la expresión no fuera algo exagerada y equivaliera a un lugar co­
mún, diría copernicana—, puesto que en vez de diseñar el contra­
to siguiendo la idea de derecho, hace justamente lo inverso, esto
es, la fisonomía del derecho y su distribución resulta mediada por
las condiciones en que se desenvuelve el contrato. Lo que enseña,
en efecto, el famoso y archiconocido teorema de Coase es que la
fisonomía y la distribución de los títulos de propiedad dependen
de las condiciones que, en cierto contexto, presente la contrata­
ción. A mayores costos de transacción; es decir, mientras mayo­
res sean los costos de información y de asegurar las expectativas
surgidas del acuerdo, mayor relevancia adquiere la definición y el
patrón distributivo de los derechos de actuación y, a la inversa,
mientras menores sean los costos de transacción mayor indiferen­
cia adquiere la distribución de los derechos, siempre que exista
alguna. En el extremo —esto es, un supuesto mercado sin fa­
llas—, sugiere el teorema, la distribución de derechos resulta in­
diferente. La idea de derecho queda entonces desprovista de
cualquier referencia sustantiva y expuesta como una pura técnica
contingente cuya configuración depende de condiciones insti­
tucionales.
Fuera de esa inversión metodológica entre la idea de derecho y la
de contrato, que se acaba de revisar en sus rasgos más gruesos, el
análisis económico del derecho enfatiza también la función o el pa­
pel que, desde el punto de vista social, ha de cumplir el contrato.
En la larga tradición en que se inscribe el concepto dogmático de
contrato —vinculada a los desarrollos kantianos y a la idea de pro­
mesa del iusnaturalismo racional— el contrato posee, ante todo, una
relevancia moral, puesto que, a través suyo, se ejercita la volun­
tad y el potencial de autonomía de que están provistos los sujetos
y de los cuales son expresión, primero, los denominados atributos
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de la personalidad y, después, los derechos de la personalidad. El
análisis económico del derecho, en cambio, visualiza al contrato
como un instrumento para el logro de los óptimos definidos por la
economía del bienestar. Toda la justificación del contrato radica­
ría, desde esta perspectiva, en ser un instrumento para la comuni­
cación y el logro de las preferencias individuales y, por eso,
cuando el óptimo se ha alcanzado el contrato resulta un artefacto
prescindente, puesto que el óptimo en su definición paretiana es, por
definición, una situación que no admite cambio sin ineficiencia.
La relación entre economía y derecho —buscada desde anti­
guo por la jurisprudencia de intereses, por ejemplo— queda así
trazada con claridad: la técnica de los derechos y del contrato no
dependen de una racionalidad inmanente al orden de las cosas
que se encontraría explicitada en los códigos; cosa distinta, la
técnica de los derechos y del contrato dependen de las condicio­
nes institucionales de la economía y de la política, en la medida
que ambas, la economía y la política, establecen el ámbito en el que
los individuos ponen en juego su sistema de preferencias. El tema
de la distribución de derechos enfatizada por el paradigma del de­
recho civil —y que se vincula tan intensamente a las ideologías
constructivistas todavía vigentes en nuestros países— queda sus­
tituido por la noción de costos de transacción la cual, en último
análisis, alude a la calidad que, en un sistema jurídico determinado
poseen la economía y la política; es decir, la calidad que poseen
aquellas que Rawls denomina instituciones sociales básicas. Mien­
tras la política y la economía posean mala calidad, esto es, carez­
can de las condiciones de rutinización, estandarización y represión
de la subjetividad que exhiben en las sociedades más desarrolla­
das, los problemas de distribución de derechos básicos se vuelven
más urgentes, se delegan en el poder político y las condiciones de
ineficiencia —medida por los óptimos de la economía del bienes­
tar— se incrementan (North, 1993). Como lo muestra Douglas C.
North en sus estudios sobre historia económica, el tema de los
derechos de propiedad ineficientes suele ser producto o del cor­
porativismo que amenaza siempre a las estructuras políticas con
democracias deficitarias o de los altos costos de transacción que
introducen sistemas políticos inestables (North, 1984). Por eso, y
como lo sugirió en su momento Tocqueville, los países no se di­
ferencian tanto en la forma de gobierno con que cuentan, como
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en el grado de gobierno de que disponen. Desde el punto de vista
del derecho privado, ello significa que los códigos no son nada si
no forman parte de un sistema político y económico con altos
grados de gobernabilidad. Las finas y gimnásticas disquisiciones
de los juristas dogmáticos en torno a las reglas resultan impotentes
en medios institucionales que, por poseer altos costos de transac­
ción, inducen resultados inevitablemente ineficientes y, por ello,
semejan a veces un ejercicio de realismo mágico. Lo que a mi en­
tender enseña el análisis económico del derecho es que la función
de ingeniero social que compete al jurista —y que fue amagada
por el positivismo legal que introdujo la codificación— se recu­
pera si los juristas recobran la sensibilidad hacia las consecuencias
y se vuelven más sensibles hacia los resultados del sistema legal
que hacia el conjunto de sus reglas.
Por otro lado, esa sensibilidad hacia las consecuencias que
propugna el análisis económico revalida para los civilistas un
tema que ha dado origen a una larga e intensa literatura y del que
hasta ahora, al menos en nuestros países, se han ocupado, cuando
lo han hecho, sólo los filósofos del derecho. Se trata del problema
de los componentes de un sistema normativo. En la idea de la co­
dificación, un sistema normativo de derecho privado se compone,
ante todo, de reglas; es decir, de prescripciones de conducta dota­
das de validez las cuales son portadoras, a veces, de conceptos
que por la vía de la indeterminación dan lugar a la utilización de
técnicas hermenéuticas flexibles, como, por ejemplo, la referen­
cia a la buena fe y a otros estándares similares de conducta. En
cambio, el análisis económico del derecho al insistir en la idea de
eficiencia, enseña que un sistema normativo de derecho privado
suele ser más heterogéneo y rico desde el punto de vista de su
contenido que un mero sistema de reglas. Como es manifiesto, el
principio de eficiencia no es una norma, sino una directriz: es de­
cir —y siguiendo las sugerencias de Dworkin—, un enunciado
referido a objetivos que se estiman socialmente valiosos y a los
que ha de echarse mano en los casos que ese mismo autor, a par­
tir de la jurisprudencia norteamericana, denomina casos difíciles,
esto es, casos para los cuales el sistema normativo no provee, pri-
ma facie, solución alguna. La idea de directriz que sugiere el au­
tor norteamericano—presente también en otros desarrollos, por
ejemplo en Esser— constituye una fructífera puerta de entrada en
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el análisis jurídico para una mayor sensibilidad del trabajo dog­
mático hacia las consecuencias. Lo que dispondría una directriz
como la de eficiencia, es que a soluciones equivalentes desde el
punto de vista de las normas, o frente a casos difíciles para los
cuales el sistema normativo no cuenta, prima facie, con solución
alguna, ha de preferirse aquella solución que maximice el objeti­
vo de política pública señalado por la directriz. Por ejemplo, la
cláusula nemo auditur o la conocida doctrina de los actos propios
son típicas directrices de derecho privado, en la medida en que
establecen criterios prudenciales de eficiencia de funcionamiento
del sistema legal. Así, a las normas y los conceptos de textura
abierta que suelen esgrimir los civilistas para su razonamiento, el
análisis económico del derecho agrega las directrices políticas, en
particular la de eficiencia, y ello no sólo para el diseño legislati­
vo, sino también para el trabajo práctico de adoptar decisiones
particulares frente a aquellos casos que, siguiendo a Dworkin,
podemos denominar difíciles. La directriz de eficiencia —que,
como digo, tiene plenitud de sentido al interior de un sistema nor­
mativo— es la que subyace, por ejemplo, a la regla de subasta de
Posner o al principio de la buena bolsa de Calabressi o a la valora­
ción de las condiciones generales que efectúa el análisis económico.
En la esfera civil habría, así, normas, directrices y principios.
Mientras las primeras pertenecen a la tranquila evolución de los
sistemas legales y contribuyen a los bienes de la certeza y la se­
guridad —bienes que, por cierto, no han de descuidarse y que se
encuentran en la base de la codificación— los segundos abren
paso, en equilibrio con aquellos bienes, a la consideración de las
consecuencias y permiten, para usar aquí las palabras de Luhmann,
introducir en la dogmática una orientación temporal hacia el fu­
turo y hacia el output de los sistemas legales. Restan, nada más, los
principios. Si las reglas enfatizadas por la dogmática civil predo­
minante tienen, no hay duda, un claro lugar, y si las directrices,
según lo acabamos de ver, tienen también el suyo, cabe pregun­
tarse qué lugar cabe asignar a los principios en un sistema de de­
recho privado. El análisis de esta cuestión nos conduce a la
tercera y última parte de esta ya demasiado extensa exposición.

81

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III

Según he intentado señalar en lo que antecede —propósito que


espero haber logrado al menos en parte— existe hoy, debido a las
condiciones de diferenciación y de complejidad social que indu­
cen los procesos de modernización, una cierta tensión esencial al
interior del paradigma dogmático entre reglas y consecuencias o,
si se prefiere, entre una orientación temporal hacia el pasado, por
una parte, y una orientación hacia el futuro, por otra parte, que
queda de manifiesto al contraponer el paradigma civil clásico
constituido al amparo de la codificación y el positivismo legalista
y el análisis económico erigido a la sombra de la economía neo­
clásica y los procesos de desarrollo económico. No se trata, como
digo, de una alternativa, esto es, de una disyuntiva a resultas de la
cual sea necesario optar por uno de los extremos desentendiéndo­
se del otro, sino de una tensión, o sea, de una situación crítica con
situaciones irresueltas, en medio de la cual se encuentra el traba­
jo de los juristas. Ahora bien, el tema de los principios y la deter­
minación de su lugar al interior de los sistemas normativos —que
es el tema que acabo de anunciar— introduce un tercer factor en
esa situación crítica y, hasta ahora, irresuelta.
A diferencia de las directrices, los principios no constituyen
enunciados referidos a objetivos sociales que se estiman dignos
de alcanzar —como la eficiencia medida como aumento del valor
social, por ejemplo—, sino que se trata de enunciados que aluden
a derechos. Los derechos a que se alude en el caso de los princi­
pios, sin embargo, no son ni los derechos habituales del paradig­
ma dogmático, esto es, no son los derechos susceptibles de tráfico
o de negocio, ni, tampoco los derechos concebidos al modo del
análisis económico, como derechos de actuación exclusiva, sino
que se trata de derechos en un sentido más fuerte o más intenso que
esos dos, puesto que se trata de lo que Dworkin en el ámbito de la
filosofía del derecho llama derechos morales en un sentido fuerte,
esto es, se trata de aquello que, en el ámbito de los sistemas nor­
mativos internacionales, se denominan derechos humanos. Si bien
la técnica de los derechos humanos —como lo ha mostrado el pro­
pio Villey o García de Enterría (1994)— guarda un estrechísimo
parentesco con el concepto de derecho subjetivo acuñado en la
tradición del derecho privado, lo cierto es que hoy no se identifi­
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ca del todo con esa tradición. Los derechos humanos, tal cual se
les concibe hoy en la práctica jurisprudencial internacional o en
las argumentaciones de la justicia constitucional, parecen inscri­
birse más bien en la tradición del liberalismo político y, por lo
mismo, constituyen, más que un concepto con connotaciones me­
tafísicas, una técnica de limitación del poder. Hablar de derechos
humanos significa aludir a límites impuestos al poder político y,
como lo ha sugerido el tantas veces citado Dworkin, significa alu­
dir a límites definitivos frente a cualquier otra consideración, in­
cluidas, claro está, las consideraciones de eficiencia enfatizadas
por el análisis económico o las que, relativas a la autonomía, pro­
pugna la tradición del derecho civil. Donde existe la técnica de
los derechos humanos, existen, en otras palabras, vallas infran­
queables que ninguna consideración de eficiencia y ninguna rela­
tiva a la autonomía negocial podría sobrepasar.
Ahora bien, en los sistemas legales contemporáneos esa técni­
ca de vallas infranqueables posee una organización institucional
precisa cuya manifestación más cercana es la justicia constitucio­
nal. Como lo muestra la experiencia comparada —desde luego la
experiencia comparada latinoamericana— estamos asistiendo a
una progresiva constitucionalización del derecho, lo cual quiere
decir que el derecho común —básicamente, el derecho civil— se
encuentra ahora limitado por esta técnica de derechos fuertes. La
forma más notoria en el derecho comparado que trasunta el proce­
so a que aludo y que viene a transformar los habituales límites de
los institutos de derecho privado es lo que, a partir de una famosa
sentencia del tribunal constitucional alemán, se conoce como la
Drittwirkung, o sea, la eficacia directa de las reglas constitucio­
nales sobre el tráfico privado. A la famosa judicial review —pro­
clamada por Hamilton en El Federalista y con base en la cual la
Constitución se esgrime en contra de las creaciones normativas
de los poderes públicos— la Drittwirkung proclama, por vía her­
menéutica y procedimental, la entrada de la Constitución y los
derechos fuertes en el ámbito del tráfico privado erigiéndose en
un límite al ejercicio de la autonomía y al cálculo de ineficiencias.
Tanto el jurista dogmático asentado en el paradigma tradicional,
como el analista económico del derecho se encuentran, por tanto, en
medio de una situación hasta hace un par de decenios inédita,
puesto que sus respectivos análisis y decisiones se ven hoy some­
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tidos a un control de fondo proveniente de los derechos contenidos
en las reglas constitucionales. La limpia arquitectura conceptual
del derecho civil se ve desafiada por los principios que declaran
derechos, obligando a un esfuerzo hermenéutico mayor que hace
necesario someter la exégesis de las reglas de derecho privado, al
conjunto de los bienes que gozan de supremacía constitucional.
El desafiante y casi irrefutable razonamiento que ejecuta el ana­
lista económico del derecho, a su turno, se encuentra, de pronto,
con que la prosecución del óptimo paretiano se ve desafiado por
la necesidad de abandonar ese raciocinio cuando él acaba trans­
grediendo los bienes intangibles, pero evidentes, de que son por­
tadores los derechos humanos básicos. A la arquitectura de
conceptos fuertemente asentada en los códigos y al análisis estra­
tégico de incentivos, se suma ahora la hermenéutica con base en
bienes que introduce la nueva posición que adquieren las reglas
constitucionales.
El proceso precedente, claro está, no escapa ni a quienes ejer­
citan la dogmática ni a quienes analizan económicamente al dere­
cho. Unos y otros intentan dar lugar a ese nuevo fenómeno sin
transgredir las ideas básicas de su respectivo paradigma. El aná­
lisis económico del derecho encuentra en la teoría de la elección
pública un intento, hasta ahora incompleto, de trasladar la teoría
económica a ámbitos —en este caso el político— ajenos al mer­
cado. Comprender y analizar los procesos políticos desde la teo­
ría económica es el intento de la teoría de la elección pública y
puede ser visto, como digo, como una inteligente reacción frente al
fenómeno descrito (Mueller, 1984; Sen, 1976; Buchanan y Tullock,
1980). El paradigma típicamente dogmático, por su parte, se ha
servido de los conceptos de textura abierta que abundan en los
códigos, para conceptualizar la entrada de los derechos funda­
mentales. Esto explica el recurso al análisis de los principios
como parte inseparable del análisis dogmático. La civilística
francesa —hasta ahora un núcleo de resistencia al análisis econó­
mico— muestra cómo es posible hacer el intento de compatibilizar
estos nuevos fenómenos sin transgredir las antiguas concepciones
(Gesthin, 1993: 176 y ss).
Con todo, ni las formulaciones de la escuela de elección públi­
ca ni las reformulaciones de la fina civilística francesa han logra­
do reconstruir un sistema analítico que, guardando atención por
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igual a las reglas y a las consecuencias, permita acoger plena­
mente la entrada en el tráfico privado de los derechos fundamen­
tales. El paradigma del derecho civil se encuentra, así, en medio
de un desafío compuesto de tres variables, a saber: la de seguridad,
centrada en las reglas; la de eficiencia, centrada en las consecuen­
cias; y la de valores, centrada en la Drittwirkung. En la resolu­
ción de ese dilema radica, a mi juicio, el futuro, y al mismo
tiempo el esplendor, del derecho civil y de los civilistas.

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La globalización y su impacto
en la enseñanza del derecho34

Peter Sloterdijk —autor de la trilogía Esferas— ha observado


que cuando se lee la abundante literatura sociológica y política
sobre la globalización, «se nota por todas partes que las tenden­
cias más importantes se han ido de las manos de quienes tenían la
competencia hasta ahora, y que los problemas de hoy y los solu­
cionadores de problemas de ayer (sobre todo los problemas de
mañana y los solucionadores de problemas de hoy) ya no van al
unísono» (Sloterdijk, 2007: 180).
La observación de Sloterdijk lleva a pensar si acaso no ocurre
lo mismo con el derecho.
Lo que hoy día llamamos derecho —el derecho moderno, sur­
gido al amparo de la codificación— brotó a la sombra de los Es­
tados nacionales. La fijación del derecho expresa casi todas las
facetas de la modernidad, desde la racionalización de los merca­
dos a la identidad del Estado nacional. Pero ocurre que hoy día
todo parece ir «más allá del Estado nacional» (Habermas, 1999).
Así las cosas, ¿deberá transformarse la enseñanza del derecho
como consecuencia del conjunto de procesos que, a partir de la
década de los años noventa, toman el nombre de globalización?

34 
Una versión preliminar de este texto fue leída en la Universidad Pompeu Fabra
(Barcelona) en el encuentro de Facultades de Derecho de Iberoamérica (marzo, 2010).
Se publicó luego (en una versión distinta de la anterior y de ésta) como homenaje a los
cien años de la Escuela de Derecho de la Universidad de Valparaíso. La versión que
aquí aparece tiene una sección más (la cuarta) y leves correcciones de estilo.

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Si hace apenas cien años la vigencia y consolidación de los dere­
chos nacionales modelaba las disciplinas jurídicas, ¿qué ocurrirá
ahora cuando asistimos a una leve delicuescencia de los Estados
nacionales? ¿Se ha deteriorado la función de integración que so­
lía atribuirse a la ley?
A fin de responder esas preguntas, procederé como sigue. En la
primera parte trataré de identificar los aspectos principales de la
globalización y la relevancia que ella posee para el derecho, distin­
guiéndola de otros fenómenos que se le parecen, como el desarro­
llo de los vínculos internacionales o la constitución de espacios
comunes. En la segunda daré un vistazo al impacto que posee ese
fenómeno en la fisonomía de la educación superior. En la tercera
parte, la más detallada, me referiré a los desafíos que ese fenóme­
no plantea a la enseñanza legal. En la cuarta parte haré una especie
de balance respecto de la manera en que una de las funciones tra­
dicionales asignadas a la ley —la de integración— podría estar
cambiando. Y hacia el final formularé algunas conclusiones gene­
rales. Comenzaré entonces examinando qué ha de entenderse por
globalización.

¿Qué es, cabe preguntarse, la globalización, y porqué ella podría


resultar tan relevante para el derecho?
El término globalización empezó a utilizarse con frecuencia
apenas en la década de los noventa. Y muy pronto, como era de
esperar, adquirió partidarios y detractores, personas que veían en
el fenómeno designado por esa palabra una tierra de promesas y
personas que, en cambio, temían que acabara pareciéndose a un
infierno (Crocker, 2009; Cfr. Zimmerling, 2003).
Fue tal la disparidad de reacciones, que David Held y Anthony
MacGrew, en un famoso estudio de 1999, hicieron un esfuerzo por
sistematizarlas (Held et al., 1999). Hay quienes piensan, dijeron
ellos, que la globalización cambia al mundo del cielo a la tierra;
quienes afirman que no hace más que profundizar los viejos pro­
cesos, y hay los que creen que la globalización induce cambios
cuya fisonomía futura es, sin embargo, dependiente de la elección
que los actores, Estados y sociedades, tienen hoy día ante sí.
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La literatura posterior hizo hincapié en ese diagnóstico y por
eso gusta hablar de tres olas en la teoría de la globalización: la
primera, la ola globalista, sugiere que la movilidad del capital, el
surgimiento de grandes corporaciones y los cambios en la in­
fraestructura de la comunicación, acabarán por demoler el peso y
la influencia de los Estados nacionales, homogeneizarán la cultura
y acabarán, más temprano que tarde, con el Estado de bienestar.
La segunda ola, que suele denominarse escéptica, afirma en cam­
bio que la economía no se ha hecho global, sino que simplemente
se ha internacionalizado, cosa que venía ocurriendo desde hace cien
años, que los Estados nacionales siguen siendo agentes de impor­
tancia y que la cultura local, lejos de uniformarse, se exacerba y
acentúa. La tercera ola, en fin, la que suele llamarse transforma-
cionalista, alega que la globalización es un proceso diferenciado,
que no ahoga del todo, sino que estratifica a los Estados nacionales
y a las culturas, produciendo fenómenos híbridos y la posibilidad
de una soberanía compartida bajo la forma de democracia cosmo­
polita (Martell, 2007: 177).
Esas tres olas en la teoría de la globalización discrepan en los
efectos que produce; pero no en los principales procesos que la
configuran. Una revisión de la literatura enseña que —al margen
de las discrepancias teóricas que suscitan sus efectos— son dos
los procesos íntimamente asociados a eso que hoy día se llama
globalización.
El primero es una expansión del sistema de mercado de una
manera hasta hace muy poco inimaginable. Hoy, la economía se
ha insubordinado de la política nacional hasta el extremo de auto­
rregularse y cada día que pasa la política estatal puede hacer me­
nos frente a ella. Por supuesto, el surgimiento de mercados
autorregulados no es un fenómeno nuevo —es famoso el trabajo
de Polanyi (2003) que sitúa la aparición de este fenómeno en el
siglo xvii inglés o las observaciones de Marx en el tomo III de El
Capital—, pero nuestra época es la primera en que existen mer­
cados autorregulados a escala mundial. No se trata, por supuesto,
que cada uno de nosotros trabaje en empresas globales —de he­
cho, el 80 por ciento o más de los trabajadores en el mundo lo
hace en empresas locales o nacionales—, sino de que el centro de
las economías se encuentra, por vez primera en la historia, inter­
comunicado de manera que las posibilidades de control local de
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los aspectos clave de la economía se hacen virtualmente imposi­
bles (Castells, 1998).
Como sugiere Beck (2002: 43), ese fenómeno de insubordina­
ción, por decirlo así, de la economía frente a la política nacional
se ve favorecido por el hecho de que la economía se independiza
del lugar y puede chantajear a los Estados por el simple expe­
diente de anunciar su retirada del territorio. Si los Estados se ca­
racterizan por reivindicar el control de cierto espacio territorial,
basta recordar la definición que da Weber del Estado, hoy día los
mercados serían indóciles a ese control y poseerían, como dicen
Beck (2002) o Baumann (1999), un poder de retirada que es el
exacto reverso del Estado moderno que se constituyó hacia el si­
glo xvii. Así entonces, el primer rasgo de eso que hoy se llama
globalización es el surgimiento de mercados autorregulados que
exceden el control de los Estados nacionales. Como sugiere
Giddens, si la modernidad siempre supuso la separación entre el
tiempo y la distancia —y por eso la aparición del reloj fue clave
en el surgimiento de una cultura racionalizada— la globalización es
una modernidad radicalizada en donde existe un subsistema, el
económico especialmente, que se insubordina del sistema político
y se desarraiga hasta el extremo que aparenta funcionar casi por
si mismo (Giddens, 1994).
El segundo fenómeno, que se encuentra íntimamente asociado
con el anterior, es el cambio en la infraestructura de la comunica­
ción humana. El desarrollo de las diversas formas de comunicación
de las que hoy día disfrutamos con la naturalidad de la respira­
ción, ha modificado la relación entre el tiempo y el espacio, que
es uno de los aspectos más básicos de la cultura. La famosa dis­
tinción entre Gemeinschaft y Gesselschaft, entre comunidad y so­
ciedad, que está en la base de la sociología clásica, puede ser
reformulada sobre la base de las diversas velocidades que posee
la trasmisión de la información. En las culturas tradicionales el
tiempo está atado al espacio; en las culturas modernas, cuya ex­
presión más radical son las culturas globalizadas, el tiempo se in­
dependizó del espacio hasta contraerlo a niveles que hasta hace
muy poco eran inimaginables. En las sociedades tradicionales,
como sugiere Luke (citado en Baumann, 1999: 27) el espacio está
organizado en torno al cuerpo: el combate es cuerpo a cuerpo, la
discusión cara a cara, la justicia es ojo por ojo o diente por diente,
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la solidaridad equivale a trabajar hombro con hombro, y así. El
espacio y las instituciones son, por decirlo de esta forma, una me­
táfora del cuerpo. En las sociedades modernas (recordemos que la
globalización no es más que la modernidad radicalizada o desbo­
cada, como han sugerido Beck o Giddens) el espacio se organiza
en cambio por la capacidad de los factores técnicos, la velocidad
de su acción y el coste de su uso. La distinción cerca-lejos, cerca­
no-extraño, como lo mostró tempranamente la fenomenología, y
lo acredita hoy la globalización, son conceptos no físicos sino
culturales (Giddens, 1994; Baumann, 1999).
Con todo, no hay que sacar cuentas apresuradas de este fenó­
meno. El surgimiento de lo que se ha llamado una sociedad de la
información no equivale necesariamente a una homogeneización
de las culturas. La sociedad de la información supone también,
paradójicamente, una localización cultural en la medida en que la
globalización acicatea y estimula la propia identidad, so pena de
perecer en medio de una información que, a fuerza de ser tan so­
breabundante, puede experimentarse, por carencia de intereses
específicos o de idiosincrasia, como algo banal e inútil.
Ese par de fenómenos —podríamos agregar otros, desde lue­
go, como el funcionamiento en redes que gusta subrayar Castells
(2009: 191 y ss) o la expansión del riesgo que menciona Beck
(2002)— son los que se quieren retratar por la literatura cuando
se dice que con la globalización, o con el surgimiento de una so­
ciedad a escala global, el mundo «se contrae», se interconecta o
se vuelve cada día más interdependiente.
Al mirar más o menos de cerca esos fenómenos, es fácil com­
prender por qué la globalización está unida a una cierta delicuescen­
cia, al menos ideológica, de los Estados nacionales. Y es que, como
se comprende, en la medida que el sistema económico y de comuni­
cación se insubordinan, el peso del Estado nacional y del sistema
político se hace comparativamente menor. El resultado, como se in­
sistirá más adelante, es que todas las instituciones con base nacional,
entre ellas las universidades, principian a transformarse.
Ahora bien, las precedentes características permiten distinguir
a la globalización de otros fenómenos que suelen estar asociados a
ella; me refiero al desarrollo de redes o intercambios (internacio­
nalización) y la construcción de espacios comunes entre entidades
nacionales (cuyo caso más característico es el espacio europeo).
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La primera —la internacionalización— alude al proceso en vir­
tud del cual las instituciones, sin abandonar su base nacional, es­
tablecen intercambios y redes. Se trata de un antiguo fenómeno
que no coincide del todo con la globalización; pero al que ella
acentúa en sus primeras etapas. El otro fenómeno —la construc­
ción de espacios comunes— alude al proceso mediante el cual las
sociedades nacionales unifican algunas de sus instituciones en el
intento de erigir un espacio que disminuya los costes de inter­
cambio y favorezca, por decirlo así, el tráfico más ágil y fluido de
bienes y de personas. Como es fácil darse cuenta, es perfecta­
mente posible concebir la internacionalización y la europeización
sin globalización; es decir, sin que el mercado y las comunicacio­
nes se extiendan a escala planetaria.
Y es que lo propio de la globalización no es que se incremen­
ten los intercambios en el mundo o que las fronteras se modifi­
quen, amplíen o disuelvan, sino el hecho que un puñado de
instituciones, las universidades entre ellas, comienzan a prescin­
dir de su base nacional y a integrarse a un sistema autónomo, des­
pegado del territorio o del espacio que, de ahí en adelante,
principia a establecer sus propósitos y sus reglas. Como sugiere
la literatura, cabe hablar de globalización cuando el mundo prin­
cipia a estructurarse como un todo (Robertson, 1990: 20; McGrew,
1992: 66).
Ahora bien, ¿qué tiene de peculiar o de llamativo ese proceso
para que los juristas se ocupen de él? ¿No será que, distraídos por
el impacto de los datos, se han dejado llevar por una moda de las
que ha habido tantas en la historia intelectual? ¿Cuál es, en suma,
la razón de que el proceso global resulte tan inquietante, entre
otros, para los profesores de derecho?
Lo que parece ocurrir es que entre el derecho continental, el civil
law como suele llamarse, por una parte, y las sociedades naciona­
les, por la otra, median vínculos, hasta cierto punto indisolubles,
de manera que lo que amenaza a estas últimas debilita, al mismo
tiempo, las bases históricas del derecho tal como hasta ahora lo
conocemos.
El derecho, tal como se lo concibe en el mundo continental
—y por extensión en los países de América Latina— es un con­
junto normativo al que la dogmática reconstruye, con base en di­
versas técnicas, como si fuera el producto de una única voluntad,
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la del soberano. De ahí entonces, como sugirió Damaska (2000),
que la cultura legal de los países continentales sea altamente bu­
rocratizada, las disciplinas jurídicas se acerquen más a las huma­
nidades que a las ciencias sociales, el proceso tienda a ser más
inquisitivo que adversarial, exista una clara distinción entre pro­
ceso jurisdiccional en sentido estricto y proceso político y admi­
nistrativo, y se conciba a las profesiones legales bajo la ideología
del modelo prusiano; es decir, como si los abogados fueran servi­
dores, a fin de cuentas, del Estado.
Todos esos supuestos —que subyacen a las culturas jurídicas con­
tinentales erigidas a partir del Estado nacional— se perciben,
como veremos, socavadas por el fenómeno de la globalización.
Con todo, y antes de abordar el impacto que este fenómeno
produce en los estudios de derecho en particular, es imprescindi­
ble referirse a la economía política de la educación superior en un
contexto globalizado.

II

Las instituciones de educación superior no sólo han sido agentes


de la globalización, también han sido objeto de ella. Y el resultado
es que han experimentado, o comienzan a experimentar, transfor­
maciones de importancia que modifican sensiblemente su fisonomía,
por decirlo así, espiritual. La más importante de esas transformacio­
nes es la ruptura de los vínculos ideológicos y materiales que la
universidad moderna, erigida sobre el modelo de Humbolt o de
Napoleón, posee con el Estado nacional, hasta constituirse poco
a poco en un sistema autónomo de transmisión de información,
despegado de particularismos locales (Delanty, 2001: 119; Jacob,
2009: 501).
Quizá el aspecto más sobresaliente de este fenómeno ha sido la
adopción, por parte de la universidad, de los valores corporativos
de la industria, o si se prefiere, la creciente influencia que el New
Public Management, el movimiento de nueva gerencia pública,
ha ido produciendo poco a poco en las políticas universitarias en
prácticamente todo el mundo. Con intensidades y ritmos diver­
sos, casi todos los sistemas de educación superior comienzan a
introducir mecanismos de mercado para la asignación de recursos
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públicos, a vincular las remuneraciones con el desempeño de sus
miembros, a atender a las exigencias del mercado de trabajo a la
hora de diseñar programas, a abandonar la idea de que la profe­
sión académica es una dignidad que está más allá de toda evalua­
ción, a exigir a las universidades que generen recursos propios
distintos a los subsidios estatales, y a alentar políticas de investi­
gación orientadas por lo que algunos autores han llamado el capi-
talismo académico. El viejo modelo humboltiano de universidad
—según el cual la tarea de la universidad es sólo hacer ciencia,
puesto que lo demás vendría por añadidura— ha dado paso a ins­
tituciones de educación superior preocupadas por la eficiencia y
orientadas a las demandas de los usuarios (Vaira, 2004; Margin­
son, 2009).
Fuera de ese proceso —que de manera paralela se está producien­
do en múltiples países— la educación superior ha experimentado
también procesos integrativos (por ejemplo, el surgimiento de un
mercado internacional de académicos de valor y redes de publi­
cación en Internet, que van separando a una parte de la actividad
académica de los mercados nacionales) y otros convergentes (el
caso más obvio es la institución del inglés como lenguaje acadé­
mico o la homogeneización de los programas de doctorado).
Todos esos procesos han deteriorado, como es fácil compren­
der, las bases sobre las que se erige la universidad moderna: la re­
lación de los académicos con la universidad abandona el
tradicional modelo de mecenazgo y transita a uno de rentas ata­
das al desempeño; los subsidios del Estado con cargo a rentas ge­
nerales se transforman poco a poco en asignaciones que se
adjudican de manera competitiva; los aranceles, pagados con ren­
tas actuales o futuras de los propios estudiantes, pasan a ser cada
vez más importantes en la economía de la educación superior; la
población estudiantil de las instituciones más prestigiosas pierde
toda base nacional; la investigación principia a ser financiada por
las empresas y el conjunto de las universidades comienza a com­
petir entre sí en un mercado más o menos global de estudiantes,
recursos y clientes y los resultados de esa competencia se reflejan
en rankings globales cuyos resultados los managers de las uni­
versidades esperan, no por casualidad, con el alma en un hilo.

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III

Ahora bien ¿qué cambios son los que induce la globalización en


la enseñanza legal o, si ustedes prefieren, en el aprendizaje de las
profesiones jurídicas? ¿Cuáles son los fenómenos que, relaciona­
dos con la globalización, inducen cambios de importancia en la
enseñanza del derecho? A continuación mencionaré cuatro de
esos fenómenos: el cambio en la economía política de las escue­
las de derecho; la masificación de las profesiones, la expansión
del derecho norteamericano y el surgimiento de lo que podríamos
denominar las profesiones globales.

Los cambios en la economía política

Uno de los fenómenos más notorios —de los varios que ha intro­
ducido la globalización— es el cambio en la economía política de
los sistemas de educación superior. No es exagerado afirmar que
esos sistemas, con ritmos e intensidades diversas, es cierto, pero en
cualquier caso uniformes, están transitando desde un sistema de
financiamiento con cargo a rentas generales (lo que podríamos
llamar un modelo de mecenazgo), a uno que se financia, cada vez
más, con recursos privados, ya sea que se trate de recursos prove­
nientes de las rentas actuales o futuras de los estudiantes, o que se
trate de recursos provenientes de la empresa en un sentido amplio.
Para advertir el fenómeno, basta considerar dos o tres datos.
En 1981, sólo Japón y Estados Unidos de América financiaban
menos que el 79 por ciento de la investigación académica. En el
año 2006 ya se encontraban en esa misma situación 13 países de la
oecd. Entre 1981 y el año 2006 los fondos públicos destinados a
la investigación disminuyeron en más de 6 por ciento (Vincent-
Lancrin, 2009). Por su parte, la educación superior privada ha se­
guido incrementándose en buena parte del mundo. Si descontamos
los casos de Japón y Corea (en donde la matrícula privada en la
educación superior alcanza a cerca del 80 por ciento) o Estados
Unidos (donde alcanza cerca del 26 por ciento, pero se concentra
en las instituciones más prestigiosas), merecen ser citados, en Eu­
ropa, los casos de Portugal (que alcanza al 25 por ciento), Polonia
(casi 31), Francia (un 14) y España (11.3) (Texeira, 2009). En el

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caso de América Latina, cabría decir, los sistemas de educación su­
perior poseen grados de privatismo que están muy por sobre los
promedios de la oecd, como lo muestra la Tabla 3.

Tabla 3. Matrícula privada

Fuente: Tomado de Brunner, 2004.

Sobra decir que la economía política de los sistemas —lo que


podríamos llamar las condiciones de la existencia material de la
educación jurídica— deben ser tenidas especialmente en conside­
ración a la hora de analizar las estrategias tendientes a encarar los
desafíos de la globalización. Porque ocurre que los sistemas de
educación superior deben afrontar incentivos muy distintos —de­
pendiendo de cuál sea su economía política— a la hora de com­
petir e intercambiar esfuerzos. El caso del intercambio entre
Europa y Latinoamérica —una con predominancia de la provi­
sión y el financiamiento público y la otra con un privatismo cre­
ciente— son una muestra de esa dificultad. Al haber diferencias

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en los términos del intercambio, hay incentivos distintos para
cada una de las instituciones (algunas incentivan la migración,
otras la colaboración).

La masificación

Al cambio que experimenta la economía política de los sistemas, se


suma todavía la masificación de las profesiones, entre ellas, claro
está, la de la profesión de abogado. Con ritmos diversos, pero de
manera más o menos uniforme en casi todo el mundo, la educa­
ción superior está transitando desde un sistema de élites a un sis­
tema de masas. Y todo ello, como veremos de inmediato, trae
inmensas consecuencias en la esfera de la empleabilidad.
Para advertir el fenómeno de la masificación basta señalar que
en Brasil el número de abogados se quintuplicó en menos de 30
años, que en Venezuela en apenas 40 se multiplicó por 20 (Pérez
Perdomo, 2005: 6) y que en Chile, donde la profesión de abogado
fue históricamente de élites, la masificación ha llegado a tal ex­
tremo que al año 2007 había 114 abogados por cien mil habitan­
tes, lo que comparado con la trayectoria nacional es un número
gigantesco, aunque todavía sigue siendo bajo si lo comparamos
con Argentina, donde a esa misma fecha existen 531 abogados
por cada cien mil habitantes (Ceja, 2007). El caso europeo, si bien
presenta diferencias muy notorias entre los países, muestra un
crecimiento semejante. Según datos del Consejo de los Colegios
de Abogados de Europa (ccbe), en España existían colegiados, al
año 2005, 146,214 abogados, frente a los, por ejemplo, 40,847 de
Francia, 121,420 de Alemania, 129,071 de Italia, 21,726 de Por­
tugal o los 118,869 de Reino Unido (incluyendo barristers y so-
licitors) (Ybarra, 2004). La masificación de las profesiones es,
por su parte, función del aumento de la población en la educación
superior y ésta, a su turno, función del aumento de la escolaridad.
En los noventa muchos países experimentaron un crecimiento ex­
plosivo en su población estudiantil de educación superior (México
sobre el 22 por ciento, Australia, 29; Finlandia, 37, España, 41;
Irlanda, 81 y Portugal ¡144!) (oecd, 1996). El caso de Estados
Unidos de América es especialmente digno de mención: su po­
blación con educación superior entre 1970 y el año 2001 se dobló
97

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de 8.5 a 16 millones de estudiantes. Los países de la oecd, por su
parte, entre el año 1985 y 2003 incrementaron su población en un
80 por ciento, pasando de 20 a 36 millones de estudiantes.
La literatura sugiere que uno de los principales efectos de ese
fenómeno es el cambio en el mercado del trabajo. Ocurre que en
un sistema de élites o de minorías existe un tránsito fluido entre la
formación profesional y la inserción laboral; pero en un sistema
que posee abundantes profesionales, como ocurre en un sistema de
masas, los empleadores comienzan a utilizar sistemas de selec­
ción con base en competencias, por lo que resulta inevitable que
parte de los egresados queden al margen del mercado profesional.
Éste es un fenómeno que afecta a todas las profesiones; pero en
especial a la de abogado que hace ya tiempo abandonó el carác­
ter individual que la caracterizaba para empezar a ejercerse cada
vez más en estudios organizados empresarialmente.
Ahora bien, las escuelas de derecho —conscientes de que los
alumnos buscan una profesión no con fines meramente culturales,
sino con el propósito de insertarse en el mercado laboral— deben
brindar entonces una educación orientada hacia las exigencias del
mercado profesional y no sólo dirigida por las preocupaciones
disciplinarias de los profesores, una educación preocupada de las
destrezas y no sólo de los conceptos. En otras palabras, se hace
necesario que la educación legal y la formación profesional prin­
cipien a converger (Edwards, 1992). Como explican Lindberg y
Brunner:

cuando existe una situación de sobreoferta de graduados, los empleado­


res que cubren vacantes dejan de considerar la formación universitaria
como un criterio decisivo, dado que ya no es un bien escaso, y se con­
centran en criterios adicionales como experiencia laboral, habilidades
especiales, cursos y post-títulos. Un graduado obtendrá el empleo sólo
si su posición en la línea es suficientemente alta con respecto a la canti­
dad de postulantes. Este modelo de cubrir vacantes se llama la teoría de
cola (queuing theory) (Lindberg, 2008: 57; Brunner, 2009: 8).

La necesidad de, como digo, hacer converger educación legal


y formación profesional, conocimientos disciplinarios y, a la vez,
competencias indispensables para la empleabilidad, plantea tres
problemas que están en el centro de la educación legal: a) por una
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parte, el problema de determinar en qué medida las escuelas de
derecho deberán contar con académicos puramente profesionales
(el llamado modelo humboltiano, del profesor que vive de la uni­
versidad y para la universidad) y en qué medida, en cambio, de­
berán alentar la presencia en sus aulas de abogados activos en el
mercado de las profesiones, capaces de transmitir destrezas a los
estudiantes y de proveerlos de redes para su posterior inserción
laboral. Todo esto plantea, en especial, el desafío de vincular a las
escuelas de derecho con los estudios profesionales; b) en conso­
nancia con lo anterior, surge el problema de diseñar un currícu­
lum que equilibre la enseñanza estrictamente disciplinaria o
dogmática, con la transmisión de las destrezas prácticas que son
requeridas en el mercado de las profesiones, un mercado además,
como veremos, que también tiende a estandarizarse a nivel global;
c) en fin, es necesario cultivar modalidades de enseñanza distintas
a las que en la tradición del civil law son, hasta ahora, cultural­
mente predominantes. Como todos sabemos, en las escuelas de
derecho, y a pesar de todos los esfuerzos, la enseñanza todavía
tiende a ser lectiva, centrada en contenidos —y no en competen­
cias— y el estudiante posee un rol subordinado frente al profesor.
No se me escapa, desde luego, que el proceso de Bolonia, en la
medida que acorta la duración del grado (o el pregrado, como se
lo denomina en Latinoamérica) está contribuyendo a mejorar las
modalidades de enseñanza; pero así y todo se trata de un proceso
dificultoso en el que es imprescindible seguir haciendo esfuerzos.

La americanización del derecho

Pero no es la masificación de las profesiones el único fenómeno


al que hemos de atender. También se encuentra lo que la literatura
—con evidente ánimo controversial— llama la expansión del de­
recho americano (Kelemen y Sibbit, 2004).
En un trabajo que apareció hace ya cosa de medio siglo atrás,
René David (David, 1968) el gran comparativista de la Universi­
dad de París, auguraba que el empleo del derecho como instru­
mento o expresión del poder de los Estados nacionales iría poco
a poco a la baja y que, en su lugar, asistiríamos a la aparición de
múltiples procesos de unificación del derecho.
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Esos procesos de unificación, enseñaba el profesor David, ocu­
rrirán, es lo más probable, sin los juristas o contra los juristas;
pero, decía, no hay nada de malo en eso, después de todo, recor­
daba, el ius gentium se desarrolló en Roma sin los pontífices y la
equity en Inglaterra sin los abogados del common law. El problema,
concluía entonces René David, no es si acaso habrá unificación,
sino cómo ella se produciría. 50 años después de esas palabras, es
fácil comprobar que el profesor David tenía toda la razón.
Hoy día asistimos, según lo constata una amplia literatura, a
un creciente proceso de homogeneización del derecho (Levi Faur,
2005). No se trata, propiamente, de un fenómeno de expansión
normativa —es decir, no se trata de un proceso consistente en que
las mismas reglas comiencen a instalarse en todos los lugares—
sino más bien de un proceso, a veces casi invisible, de expansión
cultural. La literatura suele describir ese fenómeno, al que hoy
día mismo estaríamos asistiendo, como el surgimiento o la apari­
ción de un nuevo derecho común.
Por supuesto, la aparición de un derecho común carece de toda
novedad en la historia del derecho. Como es sabido, la recepción
del derecho romano en la Europa medieval —hasta configurar lo
que, con posterioridad, se ha llamado la tradición romano canóni­
ca— comenzó con el surgimiento de cierto método para tratar el
material normativo, en especial el Corpus Iuris que, aprendido en
las universidades medievales, particularmente italianas y france­
sas, fue luego diseminado por los profesionales de la ley quienes,
de esa manera, en sus lugares de origen, ganaban poder y adqui­
rían prestigio. Claro está, el surgimiento del derecho común no
fue sólo fruto de un nuevo método legal sembrado en la Europa
continental: él también estuvo acompañado de relaciones econó­
micas de intercambio y formas de transmisión cultural a las que
esa nueva forma de racionalización del derecho, como lo llama
Weber, se fue ajustando poco a poco.
Pues bien, según sugiere una amplia literatura, hoy habría un
conjunto de fenómenos que indican que algo así como un nuevo
derecho común, en el sentido que se acaba de indicar, estaría sur­
giendo. Ese nuevo derecho común equivaldría más o menos a una
expansión del derecho americano y a una pareja reducción de la
influencia del derecho continental. Si el ius comunne fue el resul­
tado de la compleja recepción del derecho romano, el nuevo de­
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recho común sería, por decirlo así, el fruto de la recepción o el
trasplante del american law (Kelemen y Sibbit, 2004).
Para entender el fenómeno, una de las formas más notorias y a
la vez subterráneas de unificación del derecho, es imprescindible,
sin embargo, distinguir entre la cultura legal y el sistema de nor­
mas en sentido estricto. La cultura legal es más amplia que el sistema
de normas y atiende, como todos sabemos, a lo que algunos auto­
res gustan llamar el «derecho en acción». Si atendiéramos nada
más al sistema de normas, quizá habría que decir que es el civil
law, y no el american law, el que se está globalizando: y para ex­
hibir una prueba, bastaría recordar la aprobación del Código Civil
chino (Gordley, 1993); pero el fenómeno de la globalización se
refiere más bien a la difusión de un tipo de cultura legal.
Para entender el fenómeno es imprescindible distinguir entre
la cultura legal y el sistema de normas en sentido estricto. La cul­
tura legal es más amplia que el sistema de normas y atiende,
como todos sabemos, a lo que algunos autores gustan llamar el
«derecho en acción». Por expansión del derecho americano suele
así entenderse la presencia, cada vez más acentuada en casi todos
los sistemas legales, de lo que los comparativistas llaman «lega­
lismo adversarial»; es decir, un tipo de cultura que acentúa el pa­
pel de las partes y de sus abogados, que alienta la intervención de
los jueces en el proceso político y administrativo y que cuenta
con fuertes incentivos para litigar (Kagan, 1997: 167). Institucio­
nes como el daño punitivo, las reglas de divulgación entre los
abogados (disclosure rules), los mecanismos de distribución de
costas, la publicidad de servicios legales, la cuota litis, etcétera,
son una muestra de ese estilo de cultura legal que mezcla una alta
formalidad y una fuerte presencia de los intereses de las partes.
Según se ha sugerido, la expansión de ese estilo adversarial es
función de dos factores que se encuentran estrechamente ligados a
la globalización, a saber, la fragmentación política y la liberaliza­
ción de los mercados. Ambos factores, al debilitar la toma de deci­
siones desde un centro, por decirlo así, napoléonico, trasladarían
el peso del proceso legal a las partes e incrementarían la influencia
de los jueces en áreas de la vida antes entregadas al proceso polí­
tico o administrativo. La expansión del derecho americano sería,
así, uno de los resultados indirectos de la globalización.

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Uno de los indicadores más llamativos de ese fenómeno —en
cualquier caso indirecto— lo constituye el incremento de las fir­
mas norteamericanas en Europa. En el lapso que va desde 1985 a
1999, el número de estudios americanos en suelo europeo más
que se duplicó, pasando de 43 a casi 100, y en el mismo periodo
el número de abogados empleados por esas firmas creció de 394
a 2,236. Aunque significativas, esas cifras deben incrementarse
por la presencia de empresas auditoras (que en países como Fran­
cia pueden prestar servicios legales), por el trabajo a distancia
que se presta en suelo norteamericano y, especialmente, por la re­
organización del trabajo legal que el modelo americano de la pro­
fesión ha provocado (Kelemen y Sibbitt, 2004: 114).
La evidencia que acabo de relatar —más alguna otra relativa a
la matrícula de posgrado en universidades americanas que mues­
tran una intensa migración educacional desde Asia y Europa— ha
llevado a algunos autores a sostener que estamos en presencia de
un fenómeno de «recepción» del derecho norteamericano. Como
se sabe, en la literatura se llama «recepción» al proceso por el
cual el derecho romano se transformó en el ius commune de Eu­
ropa, algo que comenzó cuando ese material normativo fue obje­
to de sistematización científica en las escuelas de derecho de
Francia e Italia. Mutatis mutandis, cambiando lo que hay que
cambiar, el derecho norteamericano también estaría siendo reci­
bido hoy mediante la migración a universidades americanas de
alumnos latinoamericanos y europeos que, a su vuelta, pasan a
formar parte de la élite de los países y a generalizar poco a poco
el lenguaje, los conceptos y el estilo adversarial (Wiegan, 1991).
Los fenómenos anteriores se relacionan, como expliqué ya, a
la cultura y a las profesiones legales; pero no se agota allí el pro­
ceso que vengo describiendo. Todavía es posible advertir el tras­
plante o la adaptación de contenidos normativos propios del
derecho americano en prácticamente todos los países del mundo.
Los casos más obvios de esa influencia de contenidos normati­
vos llevan ya algún tiempo y podemos mencionarlos con cierta
rapidez. En materia de responsabilidad cabría citar el régimen de
responsabilidad estricta y la regla de daños punitivos; en materia
de derechos reales el fideicomiso; la regulación del mercado de
valores; las reglas de malpractice en materia profesional; el despla­
zamiento del derecho de sociedades por los problemas del gobierno
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corporativo, etcétera. Es verdad que todas esas instituciones, o la
mayoría de ellas, pudieron ser traducidas a los derechos naciona­
les o a la tradición continental; pero eso confirma, en vez de des­
mentir, el fenómeno de la recepción del derecho americano.
Y en cualquier caso, si la recepción de normas no fuera sufi­
ciente para acreditar el fenómeno, siempre es posible citar el caso
de lo que la literatura llama soft law. En sus annálisis los compa­
rativistas suelen distinguir entre el hard law y el soft law (Di Ro­
bilant, 2006). Este último alude a la serie de prácticas y reglas
que a pesar de no estar amparadas por la coacción estatal, poseen
tanto o más prestigio y vigencia que el derecho legal. El soft law
fue desarrollado primero en la esfera del derecho internacional
público, hasta alcanzar más tarde las prácticas privadas. Esta no­
ción refleja lo que quizá son los dos rasgos fundamentales de la
actual evolución del derecho: la multiplicación de los producto­
res de derecho y la privatización de los regímenes legales. Hay un
conjunto de fuentes del derecho privado actual «los Unidroit
principles y los standards de derecho contractual» desarrollados
por la Cámara Internacional de Comercio— que poseen amplia
influencia y a los que les cuesta ocultar su obvio parentesco con
los restatements del derecho americano.
Los procesos que acabo de describir —la diseminación de la
cultura adversarial, la migración de las élites legales, el trasplan­
te de contenidos normativos y el soft law— son suficientes indi­
cios de una cierta expansión del derecho americano que es, como
digo, uno de los fenómenos más interesantes del derecho privado
contemporáneo que muestra de qué forma, y a través de qué ca­
minos, se modifica y se transforma. A ese proceso —un proceso
de índole, por decirlo así, cultural y relativamente espontáneo—
se suman otra serie de procesos, esta vez ya no espontáneos sino
deliberados, que tienden igualmente a la unificación o, al menos,
a la uniformidad.
El caso más conocido de esos procesos, de índole esta vez más
premeditada, es, de nuevo, el del derecho norteamericano. Esta­
dos Unidos, como todos sabemos, cuenta con casi 50 sistemas
normativos de contenido distinto y, al mismo tiempo, un intenso
tráfico contractual y mercantil entre todos ellos. ¿Cómo se logró
agilizar el tráfico en medio de esos contenidos normativos tan
distintos? La solución a ese problema (que se planteó en el dere­
103

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cho norteamericano en una fecha tan temprana como 1924) fue­
ron los restatements que, como todos ustedes saben, constituyen
una forma de recopilar los principios subyacentes al common
law, sistematizarlos y comentarlos para orientar el futuro trabajo
de los jueces. La confección de los restatements no está entrega­
da a ninguna autoridad oficial, sino al American Law Institute,
una corporación de derecho privado, integrada por académicos y
practicantes, jueces y abogados que han contribuido a mantener
la heterogeneidad de los sistemas normativos; pero, al mismo
tiempo, a uniformar su orientación e interpretación, lo que ha per­
mitido que el estudio del derecho pueda hacerse con prescindencia
del aprendizaje de sistemas normativos concretos o particulares.
Salta a la vista que la técnica del restatement es inductiva: aspira
a mostrar de qué forma las reglas del derecho estadual son expre­
sión de principios que, a pesar de las apariencias, son compartidos.
Un caso que se parece al anterior —pero que es, sin embargo,
distinto— es el de los principios europeos del derecho contrac­
tual. En este caso, el objetivo es proveer principios comunes que
entre otras cosas puedan servir de lex mercatoria; pero, si hemos
de atender a las observaciones preliminares, ello, en conformidad
con la mejor tradición europea, se hace, como ha expresado el
profesor Lando, uno de sus principales impulsores, con miras a
una codificación y con el propósito explícito de conciliar la tradi­
ción del civil law con la del common law (Lando, 1992: 577).
Hay, pues, podríamos decir, un esfuerzo de mayor constructivis­
mo en el caso europeo que en el de los restatements.
Ahora bien, ¿qué desafíos a la enseñanza legal provoca la ame­
ricanización, por llamarla así, del derecho? Parece obvio que ese
fenómeno demanda no sólo el conocimiento de nuevas reglas e
instituciones —algo que ya está ocurriendo con nuestros alumnos
que se familiarizan con el leasing, el franchising, el factoring o el
trust— sino, sobre todo, de nuevas competencias y destrezas que,
en muchos países con culturas legales más jerarquizadas, eran
hasta hace poco desconocidas: el desarrollo de capacidades nego­
ciadoras, el uso de mecanismos alternativos, las técnicas para re­
coger pruebas e interrogar testigos, la capacidad para inducir
soluciones a partir de casos, el manejo de instrumentos analíticos
relativos a las políticas públicas, del tipo del law and economics
por ejemplo, son sólo algunas de las habilidades requeridas por
104

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ese estilo de cultura legal que deberán ser recogidas ahora por las
escuelas de derecho, so pena que quienes egresen de ellas deban
andar, en el futuro, a ciegas, convertidos en analfabetos funciona­
les; es decir, en personas provistas de conocimientos inútiles para
el entorno en el que les corresponderá desenvolverse.

El surgimiento de una profesión global

Pero, la masificación de las profesiones y lo que, con inevitable


ánimo controversial, se denomina la expansión del derecho ame­
ricano, no son los únicos fenómenos de la globalización que pueden
afectar a la enseñanza jurídica. Todavía es posible identificar el
surgimiento de una profesión global.
Como es sabido, la literatura considera a los Estados naciona­
les como el entorno habitual en el que surgen y proliferan las pro­
fesiones. La razón de ello es que las profesiones son reguladas
localmente y además contribuyeron a la construcción del Estado,
como, de manera paradigmática, ocurrió, desde luego, con las
profesiones jurídicas. Un resultado de esto es que la sociología de
las profesiones gusta comparar las profesiones de Europa conti­
nental altamente reguladas por el Estado, con las altamente priva­
tizadas profesiones del mundo anglosajón.
Ahora bien, no obstante que, en lo fundamental, los anteriores
rasgos de la sociología de las profesiones siguen firmes, existen
algunos factores que llevan a pensar que, de manera inicial —pero
en cualquier caso persistente—, estaría apareciendo hoy una suer­
te de profesión global, desanclada de las sociedades nacionales.
¿Cuáles son esos factores que podrían construir poco a poco
profesiones globales cuyas destrezas y capacidades las escuelas
estarían obligadas, por la fuerza de los hechos, a considerar?
En primer lugar se encuentra el surgimiento de lo que pudiéra­
mos llamar un «libre comercio profesional», asociado a las regu­
laciones y los controles que se aplican a las profesiones. El
principal ejemplo de todo esto es el caso, suficientemente conoci­
do, de la Unión Europea, que posee poderes regulatorios sobre un
mercado regional unificado. No es sorprendente entonces que en
Europa las profesiones experimenten un proceso de transnaciona­
lización como resultado del libre movimiento de la fuerza de tra­
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bajo desde, si no recuerdo mal, el año 1995, y de los sistemas de
licenciamiento profesional supervisados por la Comisión Euro­
pea que alcanza hoy a nada menos que cien profesiones. Todo
esto induce una homogeneización en los sistemas de formación
profesional. Por eso no es exagerado decir que las profesiones es­
tán contribuyendo hoy a construir en Europa una entidad política
supranacional de la misma manera que alguna vez participaron
en la construcción de los Estados nacionales.
No se me escapa, por supuesto, que este «libre comercio pro­
fesional» es más dificultoso en el área de la abogacía, como lo
prueba, dicho sea de paso, la controversia en torno al caso Mor­
genbesser (Boon et al., 2005) —esa sentencia confirma que han
de tenerse en consideración otros criterios diferentes al de la
mera Licenciatura en Derecho para la colegiación en el Estado de
acogida—, pero así y todo incluso ese caso parece confirmar la
importancia de la formación por competencias para el ejercicio
profesional.
Un segundo proceso que alienta el surgimiento de una profe­
sión global lo constituye la aparición de entidades de naturaleza
inmediatamente supranacional. Este proceso a veces envuelve
una competencia entre estilos legales (como ocurre, por ejemplo,
con la lex mercatoria versus el modelo adversarial en el caso del
arbitraje comercial internacional) y a veces supone la aparición
de destrezas profesionales que mezclan varias culturas o estilos
legales a la vez (como ocurre con la litigación que se lleva ade­
lante en las cortes internacionales de índole penal o de protección
de derechos humanos) (Delazay y Garth, 1996).
El tercer factor que podría contribuir al surgimiento de una
profesión global —un proceso en cualquier caso en curso— lo
constituyen los procesos del tipo que Marx caracterizaba como de
«destrucción creativa». Suele citarse como un ejemplo de esto la
expansión de los mercados financieros que acaban destruyendo y
modificando muy sensiblemente las instituciones locales, lo que
refuerza las ventajas de aquellos profesionales formados en el ex­
tranjero. Es el caso, por ejemplo, de las leyes económicas del
Este Asiático, las que, bajo la influencia del Fondo Monetario In­
ternacional (fmi), se transformaron de una manera consistente
con el derecho de quiebras y de competencia americano. Sobra
decir que las firmas norteamericanas, y para qué decir las escue­
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las de derecho norteamericanas, tienen ventajas a la hora de cap­
turar esos nuevos mercados. Este tipo de procesos de «destrucción
creativa» modifican el derecho local y fuerzan, por esa vía, la re­
forma de los estudios de derecho en un sentido global (Fourcade,
2006).

IV

¿Qué significa, sin embargo, el conjunto de los procesos anterio­


res para las tradicionales funciones de integración que se asigna­
ban al derecho? ¿Qué ocurre con el papel del derecho cuando la
Nación experimenta, al parecer, una lenta delicuescencia?
Como es sabido, en la modernidad política el derecho propio
es tanto una expresión de identidad como un mecanismo para
mantenerla, ¿qué ocurre con esa función a la luz de los procesos
que hemos examinado? Si el derecho cumple, como se verá, fun­
ciones de integración, ¿qué ocurre cuando se globaliza? Para sa­
berlo es imprescindible dar un vistazo, somero, a la literatura.
En su aspecto más notorio, las relaciones entre la ley y la inte­
gración social aparecen, en la moderna historia legal y política,
como una de las varias vicisitudes del concepto de Nación. La pa­
labra Nación se usa, en la antigüedad clásica, como un término
opuesto a civitas (Campi, 2006). Es decir, la palabra Nación de­
signa a un pueblo que posee raíces culturales o étnicas comunes,
pero que todavía carece de organización política. A ese uso se so­
brepone más tarde otro que designa a una comunidad portadora
de la soberanía, a una comunidad, por decirlo así, de voluntad.
Por supuesto, en ambos casos la ley posee relaciones estrechas
con la Nación; pero esas relaciones, como lo muestra el debate
acerca de la codificación que llevó adelante Savigny, son distintas
según cuál uso del concepto de Nación se acentúe. En uno de
esos casos —por decirlo así el de Savigny— la ley expresa a la
Nación previamente existente; en el otro caso —por ejemplo, en
el caso francés— la ley constituye a esa comunidad de voluntad
que estaría en la base de la Nación. Así entonces, según este
modo de ver el problema, las relaciones entre la Nación y la ley
dependen, en una medida muy importante, de lo que entendamos

107

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por nación: en ambos casos la ley se relaciona íntimamente con la
Nación, sólo que en un caso la expresa y en otro la constituye.
Ahora bien, el punto de vista que uno puede encontrar en los
clásicos de la sociología respecto de ese mismo problema, es dis­
tinto. Allí donde la literatura política o legal acentúa a la Nación,
la sociología clásica prefiere acentuar el problema del lazo social
en general.
Uno de quienes mejor describe el problema del que se va a
ocupar la sociología clásica es Hegel (1980). En su libro Filoso-
fía del derecho este autor sugiere que el desafío que las socieda­
des modernas tienen ante sí es el de cómo erigir un orden social a
partir de la mera subjetividad de los individuos. El derecho a la
libertad subjetiva, explica en el parágrafo124 del texto que acabo
de mencionar, es el problema central de la época moderna.
¿Cómo explicar, a fin de cuentas, el lazo social que hemos de su­
poner, subyace a las sociedades, en un mundo que, sin embargo,
carece del poder unificador de la religión y que cuenta sólo con la
certeza que los individuos tienen acerca de sí mismos?
La pregunta por el lazo social; es decir, la pregunta por lo que
mantiene unidas o integradas a las sociedades, por decirlo así: la
pregunta por el cemento de la sociedad es, de aquí en adelante, la que
orienta una amplia reflexión de la que se ocupa, sobre todo, la so­
ciología moderna (Peña, 2010).
Ahora bien, la sociología elabora dos respuestas distintas a ese
problema y de cada una de ellas se sigue, como veremos, una dis­
tinta valoración de la ley: de una parte hay quienes piensan que el
cemento de las sociedades es el contrato y el intercambio; por
otra parte, hay quienes sugieren que el lazo social reposa sobre
una conciencia moral y política compartida.
Un conspicuo representante del primer punto de vista —el
punto de vista que cifra en el contrato la base de cualquier lazo
social— es Spencer (s/f). Este autor, especialmente en sus traba­
jos sobre la legislación, sugirió que las sociedades se erigían so­
bre una red de contratos o de intercambios que al favorecer la
utilidad mutua entre los individuos proveían de fuertes motivos
para mantener unidas a las comunidades políticas.
Una opinión radicalmente distinta a la anterior fue la que sos­
tuvo Durkheim. En la División del trabajo social, este autor sugi­
rió que el error de Spencer consistía en pasar por alto el hecho
108

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que el contrato; es decir, el mercado, reposa sobre reglas no con­
tractuales que son, en definitiva, las que explican el lazo social.
Si bien Durkheim estuvo de acuerdo en que las sociedades mo­
dernas abandonan lo que él llamó solidaridad mecánica (una for­
ma de cultura, diríamos hoy, en la que la conciencia individual
está subsumida en lazos puramente comunitarios), eso no signifi­
caba, advirtió, que ese tipo de sociedades prescindieran de una
cultura compartida y de un conjunto de símbolos sacros que ha­
cen posible la cooperación entre sus miembros.
Ahora bien, los puntos de vista de Spencer y de Durkheim —que
como insinué están en la base de la literatura sociológica— sir­
ven como guía para caracterizar el papel que corresponde a la ley
en las sociedades contemporáneas.
Según el punto de vista de Spencer, la ley desempeña un papel,
por decirlo así, puramente instrumental, pues sirve para favorecer
el intercambio con la menor cantidad de fricciones posibles.
Aunque no fue un seguidor de Spencer —la mejor prueba es
que prácticamente lo ignora en el conjunto de su obra— el punto
de vista de Max Weber acerca del derecho moderno se acerca a
esa función instrumental y, por decirlo así, poco identitaria que
Spencer atribuía a la ley. Weber pensó que el rasgo más caracte­
rístico del derecho moderno era que contribuía a hacer la vida
más previsible y más expuesta al cálculo racional. Todo eso se al­
canzaba, pensó Weber, con un derecho cada vez más abstracto y
con formas cada vez más especializadas de interpretarlo. En su
opinión, el derecho racional —por ejemplo, el movimiento de la
codificación— se expande por Occidente al compás de la dinámi­
ca capitalista y no como expresión de las sociedades nacionales.
Así entonces, según este punto de vista, el derecho contribuye a
la integración, pero a una integración funcional entre diversos
subsistemas y mundos de la vida.
El caso de Durkheim es, en cambio (para insistir en él), radi­
calmente distinto. Para Durkheim el derecho cumple funciones
de integración, por decirlo así, más sustantivas. Durkheim defen­
dió la idea de que era erróneo contraponer la comunidad de
creencias, que es propia de las sociedades tradicionales, con la di­
visión del trabajo que es propia de la modernidad porque, dijo
este autor en sus intervenciones sobre el caso Dreyfuss, la divi­
sión del trabajo también reposa sobre una comunidad moral eri­
109

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gida en torno al valor del individuo. Así el derecho, en vez de
promover una simple integración funcional, un ajuste sin friccio­
nes de las, por llamarlas así, distintas piezas del cuerpo social,
promueve un ideal moral. Como es fácil observar, el punto de
vista de Durkheim parece compatible con la relación que, según
la literatura legal, existiría entre la ley y la Nación.
Ambos puntos de vista, como es sencillo darse cuenta, diver­
gen acerca del tipo de integración que la ley promovería: algunos
piensan que la ley favorece una integración puramente funcional,
otros, en cambio, piensan que la ley realiza también una cierta in­
tegración moral. Ahora bien, lo que sobre el fondo de esas consi­
deraciones generales cabe preguntarse, es cuál de esos puntos de
vista describe mejor el papel que le corresponde hoy día, en un
mundo que experimenta los procesos que acabamos de revisar, a
la ley. Por supuesto, una pregunta como esa no puede responder­
se en abstracto, sin ninguna consideración histórica; pero, así y
todo, es posible efectuar algunas conjeturas que pueden ayudar a
discernir este problema:
Ante todo, si uno atiende a los hechos, llega a la conclusión de
que Weber tuvo más razón que el Durkheim de la División del
trabajo social. Lo que podemos observar hoy día es una dinámi­
ca globalizadora del capitalismo que está acompañada de un pro­
ceso igualmente global de uniformidad de la ley la que así, en vez
de expresar particularidades nacionales o locales, tiende a borrar­
las u homogeneizarlas a fin de favorecer el intercambio. Hoy
existe un proceso de desarrollo en el ámbito del derecho privado
que tiende a poner en paréntesis la idea que la ley, el derecho ci­
vil por ejemplo, es expresivo de la identidad de cierta sociedad
nacional. Así ocurre hoy, por ejemplo, con el derecho europeo, en
donde existe un esfuerzo consciente de uniformidad. En otras pa­
labras, la ley pareciera concebirse hoy como un instrumento de
racionalización funcional que favorece el intercambio y la coopera­
ción entre sociedades distintas; pero que, justamente por eso, re­
nuncia a expresar a cualquiera de ellas en particular.
Si el xix fue el siglo de la constitución de un derecho propio
enfrente del derecho común, hoy día pareciera que estamos asis­
tiendo al fenómeno inverso: al avance del derecho común en per­
juicio del derecho propio. En otras palabras, lo que parece
mostrar el fenómeno que relato es que la ley desempeñó efectiva­
110

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mente un papel en la constitución de los Estados nacionales que
se acercó a la caracterización que hemos atribuido a Durkheim (y
antes de él a la literatura legal); pero ese papel experimenta hoy
una cierta delicuescencia. No se trata de que las naciones hayan
desaparecido (después de todo, una de las paradojas de la globa­
lización es que ha estimulado las identidades locales), pero quizá
ellas posean hoy un tinte más clásico que moderno. Tal vez esto
se debe a que la vinculación de la ley con la Nación no se debe
tanto a que la ley haya contribuido a su surgimiento, sino más
bien a que la ley adquiere importancia identitaria allí donde la
previa existencia de la Nación se la confiere. No se trata, por su­
puesto, de negar el valor cultural e histórico que posee el derecho
privado en muchas sociedades nacionales (para no ir más lejos,
en Chile y en Francia); pero afirmar ese valor no se contrapone a
preguntarse si el papel en torno al cual se constituyó seguirá sien­
do, en el futuro, posible.
Es probable que el proceso anterior afecte más al derecho pri­
vado que al derecho público. En las palabras preliminares del Código
Civil francés, si no recuerdo mal, Portalis dice que «los hombres
cambian más fácilmente de dominación que de leyes», queriendo
así llamar la atención acerca del hecho de que muchos pueblos cam­
bian de soberano pero no de legislación privada. Pues bien, hoy
día el proceso parece ser inverso: de seguir así las cosas pareciera
que el derecho público será más idiosincrásico y más expresivo
que el derecho privado.
Después de todo, los aspectos más propios de una comunidad
política —cómo se ejerce el poder y cómo se distribuyen los bienes
primarios— es algo que se resuelve hoy en el ámbito del derecho
público, en eso que Rawls llama «foro público» y no en el simple
intercambio entre privados. Se suma a ello todavía que hoy esta­
mos también asistiendo a una creciente influencia del derecho pú­
blico sobre el derecho privado como lo prueba la práctica de la
Convención de Roma o la doctrina de la Drittwirkung o sea, de la in­
fluencia más o menos directa de los derechos fundamentales en la
esfera del intercambio.
En fin, el papel de la ley no puede ser inteligido sin examinar
las peculiares características que presentan hoy día las sociedades
que han experimentado una extrema diferenciación y una muy
sorprendente diversidad. Este hecho es evaluado de muy diversas
111

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formas por la literatura actual, pero todas ellas coinciden en des­
proveer a la ley de las funciones de constitución cultural que histó­
ricamente le atribuimos. En esto coinciden la teoría de sistemas y
autores como Habermas o Rawls.
La moderna sociología de sistemas, por ejemplo Luhmann, su­
giere que la diferenciación funcional ha conducido a la aparición
de subsistemas que se comunican entre sí mediante formas sim­
bólicas (como el dinero o el poder), pero sin que ninguna de ellas
logre integrar al conjunto. La totalidad social estaría así funcio­
nalmente integrada; pero ninguno de los subsistemas dominaría
sobre el conjunto.
Una opinión distinta a la anterior —pero que, como digo, tiende
a converger a la hora de preguntar por las relaciones entre la ley y
la Nación— tienen autores como Habermas o Rawls. Ambos su­
gieren que un rasgo propio de las sociedades modernas es la plura­
lidad de formas de vida que en ellas coexisten, de manera que la
tarea de la ley no es expresar una sola de esas formas de vida
(como ocurrió en cambio cuando las naciones se constituyeron)
sino crear un ámbito de comunicación entre todas. La ley, enton­
ces, no sería constitutiva de comunidad alguna. Su tarea sería la de
instaurar un ámbito equivalente a eso que Rawls llama el foro pú­
blico o Habermas el patriotismo constitucional.
En suma, y para concluir, lo que parece enseñar la literatura
que someramente hemos revisado, es que no cabe duda de que la
ley poseyó, en ciertas experiencias históricas, una función cons­
titutiva de la comunidad política o de lo que modernamente lla­
mamos Nación; pero que con el curso de los años y al compás de
la dinámica capitalista, esa función fue siendo poco a poco des­
plazada por otra consistente en contribuir a la racionalización de
la vida, hasta el extremo casi de que la ley, en vez de expresar
idiosincrasias locales, tiende hoy a situarse por encima de ellas a
fin de favorecer la cooperación. Nada de esto significa, por su­
puesto, que la Nación no exista o esté condenada a la desapari­
ción, sólo que la ley no parece tener en el futuro próximo el papel
que a los juristas, desde el siglo xix en adelante, nos gustaba atri­
buirle.

112

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V

Ahora bien, ¿cuántos de esos procesos —cabría preguntarse—


son benignos y debemos apoyarlos y cuántos, en cambio, no, y
debemos resistirlos?
Quizá la principal amenaza de la globalización —que las es­
cuelas de derecho debería rehuir— es lo que, con una palabra al
uso, podríamos llamar el peligro de la «comodificación del dere­
cho»; es decir, la transformación del derecho en un commodity,
en una mercancía administrada a granel, desprovista de todo sig­
nificado cultural y político, en breve: una suma de destrezas, co­
nocimientos y habilidades destinados a apoyar la expansión del
mercado y el intercambio (Boon et al., 2005).
Una concepción como esa olvidaría algunas de las principales
funciones del derecho, entre otras, la de moralizar las relaciones so­
ciales y la de expresar una cierta identidad de las comunidades
humanas.
Después de todo, el derecho no tiene como tarea asegurar sim­
plemente la funcionalidad de las estructuras que, de hecho, se dan
en la vida social, sino también la de orientarlas de forma reflexi­
va con el fin de que ellas realicen los ideales normativos que dan
sentido a las comunidades humanas. Por eso, como sugiere
Dworkin, el concepto de derecho es como el concepto de cortesía,
usted no puede describir lo que la cortesía consiste sin manejar
una idea acerca de cómo debemos comportarnos. Mutantis mu-
tandis, usted no puede decir qué es el derecho en cada caso —que es
la tarea cultural que le corresponde a las escuelas de derecho—
sin tomar una posición acerca de cómo debe ser él y acerca de
cuál es la mejor manera de diseñar nuestras instituciones.
Si las escuelas de derecho no olvidan eso, si al ejecutar su ta­
rea tienen en cuenta que lo que enseñen como derecho influirá
luego en la fisonomía política y cultural de las comunidades de
las que forman parte, entonces ellas podrán transformar los desa­
fíos de la globalización en una cuestión benigna, en algo que acabe
mejorando y fortaleciendo la educación jurídica, en vez de diluirla
o aguarla en un conjunto de destrezas y habilidades carentes de
toda significación política y cultural.

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APÉNDICE

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Currículum académico

Carlos Peña
Rector de la Universidad Diego Portales

Licenciado en derecho, Abogado, doctor en Filosofía.


Profesor asociado de la Universidad de Chile, Facultad de Derecho.
Profesor de la Universidad Diego Portales, Facultad de Derecho.

Estudios

Doctorado en Filosofía (1995-1998).


Magíster en Sociología, Pontificia Universidad Católica de Chile (1986-
1988) Egresado.
Licenciatura en Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Chile
(Santiago, 1977-1981).

Grados Académicos

Licenciado en Derecho, Pontificia Universidad Católica.


Doctor en Filosofía, Universidad de Chile.

Actividad profesional

Miembro titular comisión arbitral en contratos de concesión (2008-


2015); miembro del Consejo de la Academia Judicial (2000, 2006); ase­
sor para la reforma judicial (1994-2000); árbitro del Centro de Arbitraje
y Mediación de la Cámara de Comercio de Santiago (2017).

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Informes en derecho (últimos cinco años)

Take or Pay, buena fe y caducidad en un contrato de suministro, 2016.

Sobre la incidencia de la Corte Suprema en el proceso formativo de la


ley, 2016.

Sobre el concepto de obra ruinosa, 2015.

Determinación del precio al arbitrio de un tercero en un contrato de su­


ministro, 2015.

Situación de un estacamento salitral adquirido antes del Código de


1983, 2015.

Divergencias interpretativas en un contrato coligado, 2014.

Contrato de adhesión y acciones de clase en el sistema de fondos de


pensiones, 2014.

Responsabilidad del poseedor de buena fe, 2014.

Incumplimiento de contratos y acciones de clase, 2014.

Daños surgidos de un ilícito anticompetitivo, 2013.

¿Es posible cobrar comisiones por una operación de crédito —llamada


“sobregiro pactado”— que es accesoria a una línea de crédito que ya las
devenga?, 2013.
Sobre el amparo constitucional de los derechos nacidos de un contrato,
2011.
Sobre el efecto de los contratos frente a terceros en el derecho chileno
(presentado y expuesto oralmente ante la Corte de Toronto, Canadá),
2011.

Relaciones entre una concesionaria de un servicio de libre recepción y


un permisionario de servicios limitados, 2010.

El riesgo de pérdida de especies en un contrato de joint venture, 2010.

La inadmisibilidad de la pretensión contradictoria en el Derecho Civil,


2010.

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Actividades de investigación certificadas (fondecyt)

Proyecto fondecyt, 1020918, POSIBILIDAD Y LÍMITES DE LA


NEUTRALIDAD POLÍTICA Y FILOSÓFICA EN LA OBRA DE J.
RAWLS, Investigador responsable. La investigación indagó en la con­
sistencia filosófica de un liberalismo neutral, relacionando la teoría de J.
Rawls con el realismo interno de Putnam y el pragmatismo de Quine,
2002-2007.

Proyecto fondecyt, 1000132, EL CÓDIGO CIVIL CHILENO Y LA


DISCRIMINACIÓN POR RAZÓN DE SEXO. LECTURA CRÍTICA,
Investigador responsable. El proyecto revisa la normativa y las fuentes
del Código Civil verificando —desde la literatura en perspectiva de gé­
nero— si cumple los estándares del derecho internacional de los dere­
chos humanos en materia de no discriminación, 2000-2003.

Proyecto fondecyt, 1940154, RACIONALIZACIÓN DE LA INTER­


VENCIÓN JURISDICCIONAL, Investigador responsable. El proyecto
examinó la composición de la litigiosidad en Chile a fin de evaluar si,
con arreglo a los principios del Estado de derecho, era posible crear in­
centivos para un uso eficiente de los recursos públicos en materia de
justicia, 1994-1996.
Proyecto fondecyt, 1920508, FORMULACIÓN DE UN MODELO
DE EVALUACIÓN DEL SISTEMA DE ADMINISTRACIÓN DE JUS­
TICIA, Investigador alterno, 1992-1996.

DERECHO DOMÉSTICO Y DERECHOS HUMANOS, Investigador


responsable; Fuente de Financiamiento, Gobierno de Holanda y Comu­
nidad Europea. Investigó la relación entre el contenido del derecho pri­
vado nacional y las exigencias del derecho internacional de los derechos
humanos, 1995-1996.

Resumen de actividades docentes

Profesor asociado de derecho civil en la Universidad de Chile (1989-


2017). Profesor de derecho civil en la Universidad Diego Portales
(1987-2017). Profesor de filosofía del derecho en la Universidad Diego
Portales (1987-2017).

Ha sido profesor invitado en la Pontificia Universidad Católica de Lima


(1995); en la Universidad Palermo de Buenos Aires (1996); en Stanford

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University (Workshop on Judicial Reform, 2005); en la Universidad Na­
cional de Puerto Rico (2006); en el Instituto Tecnológico Autónomo de
México (2008); en la Universidad Pompeu Fabra (Seminario de doctora­
do, 2010); en Law and Society Institute, Faculty of Law, Katholieke Uni­
versiteit Leuven, Belgium (Miembro del Comité Doctoral) (2010), y en
Leiden University (Holanda, 2015).

Actividades de administración universitaria y dirección académica

Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Diego Portales


(1995-2005); Vicerrector académico de la Universidad Diego Portales
(2004-2006); Rector de la Universidad Diego Portales (2006 a la fecha);
Presidente del Directorio de la Fundación Fernando Fueyo, que promue­
ve investigaciones en el área del derecho privado (Santiago, 1995-2003);
Presidente de la Asociación Latinoamericana de Derecho y Economía
(2003).
Integrante de los Comités Editoriales de la Revista de Filosofía de la Uni­
versidad de Chile (Scielo); de la Revista de Derecho de la Facultad de
Derecho de la Universidad Austral (Scielo); de la Revista de Derecho
Privado de la Fundación F. Fueyo (Scielo); de la revista Sistemas Judi-
ciales del Centro de Justicia de las Américas (oea).

Actividades públicas

Miembro de la Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato de los Pue­


blos Indígenas (2004-2005); Presidente de la Comisión de Educación y
Ciudadanía (2006); Integrante de la Comisión Asesora Presidencial en
Educación (2008); Presidente de la Comisión Asesora Presidencial de
Educación Superior (2008-2009); Integrante de la Comisión Educación
y Ciudadanía (2010).

Director del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (2008 a la


fecha); Vicepresidente del Centro de Investigaciones Periodísticas (ci-
per, 2010 a la fecha).

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Publicaciones

Libros

Ideas de perfil (2015), Hueders, Santiago.


Estudios sobre Rawls (2011), Fundación Coloquio Jurídico Europeo,
Madrid.
El conflicto de las universidades: entre lo público y lo privado (2011),
Ediciones udp / J.J. Brunner, editores, Santiago.
El concepto de cohesión social (2010), Ediciones Coyoacán, México.
Reforma de la Educación Superior (2008), Ediciones udp / J.J. Brunner,
editores, Santiago.
Rawls: el problema de la realidad y la justificación en la filosofía polí-
tica (2008), Distribuciones Fontamara, México.
La reforma al sistema escolar: aportes para el debate (2007), Ediciones
udp y uai / Brunner, editores, Santiago.
El rol del mercado y el estado en la justicia (2000),coautoría con J.E.
Vargas, Jorge Correa, Santiago.
Práctica constitucional y Derechos Fundamentales (1996), Corpora­
ción Nacional de Reparación y Reconciliación, Santiago.
Nueva regulación del Derecho de alimentos (2002), coautoría con L. Et­
cheberry, Santiago.
Evolución de la cultura jurídica chilena (1994), cpu, Santiago.
El poder judicial en la encrucijada. Estudios sobre Poder Judicial y sis-
tema político (1992), coautoría con Jorge Correa, Ediciones Cuadernos
de Análisis Jurídico, Santiago.

Capítulos de libros

“El color del dinero” (2015), en Poderoso caballero, Catalonia / Escue­


la de periodismo / udp, Santiago, pp. 11-15.
“Escuela y vida cívica” (2015), en Aprendizaje de la ciudadanía. Con-
textos, experiencias y resultados, Centro de Estudios de Políticas y
Prácticas en Educación / Ediciones uc, Santiago, pp. 25-49.
“¿Por qué importan los registros?”, (2014), en Derecho registral. Pers-
pectivas, Centro Internacional de Derecho Registral / Ediciones ipra-
cinder, Santiago, pp. 13-20.
“Dilemas de la práctica médica” (junio 2014), en Conflictos médicos en
la práctica médica de hoy, Departamento de Ética del Colegio Médico
de Chile, Santiago, pp. 13-

131

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“El divorcio entre ética y política” (2014), en Fernando Longás Uranga
y Javier Peña Echeverría (eds.), La ética en la política, Cuadernos de
Pensamiento núm. 24, krk Ediciones, pp. 75-119.
“Religión y política”, en Ana María Stuven (ed.), La religión en la esfe-
ra pública chilena: ¿ Laicidad o secularización?, Ediciones Universi­
dad Diego Portales, pp. 51-57.
“Prólogo” (2011), en El pensamiento político de Jaime Guzmán, Lom
Ediciones, Santiago, pp. 11-14.
“Hacia la creación de fundaciones universitarias en el sistema de educa­
ción superior” (2011), en El conflicto de las universidades: entre lo pú-
blico y lo privado. Ediciones udp, pp. 443-454.
“Las universidades estatales y el concepto de lo público” (2010), en
Mutaciones de lo colectivo. Desafíos de integración, Cátedra de Michel
Foucault en Chile, Editorial Flandes Indiano, pp. 201-206.
“El concepto de cohesión social: debates teóricos y usos políticos”
(2008), en Eugenio Tironi (ed.), Redes, Estado y mercado, Uqbar edito­
res, pp. 29-95
“¿Obsolescencia de la universidad moderna? Del conflicto de las facul­
tades al capitalismo académico” (2008), en Reforma de la Educación
Superior, udp.
“Televisión, espacio público y democracia” (2007), en La función polí-
tica de la televisión, Secretaría de Comunicaciones, Santiago.
“La contemporaneidad de la memoria” (2007), en La construcción de
las memorias nacionales, Comisión Bicentenario, pp. 17-29.
“Política y libertad” (2005), en Conferencias Presidenciales de Huma-
nidades, Presidencia de la República, Santiago, pp. 483-498.
“El fin de la historia y la ausencia de porvenir” (2004), en N. Richards
(ed.), Revisar el pasado, criticar el presente, imaginar el futuro, Santia­
go, pp. 326-330.
“Igualdad educativa y sociedad democrática” (2004), en Política educa-
tiva y equidad, unesco, Santiago, pp. 21-29.
“Economic and Political Aspect of Judicial Reform: the Chilean Case”
(2004), en Jensen y Heller (eds.) Beyond Common Knowledge. Empirical
Approaches to the Rule of Law, Stanford University Press, pp. 220-239.

Artículos en revista indexadas (últimos cinco años)

“Historia de las ideas y filosofía política: notas sobre un estudio acerca


del pensamiento conservador en Chile” (2016), en Revista de Filosofía,
72, Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, pp. 157-164.
“¿No más filosofía?” (2016), en Revista de Filosofía, 72, Facultad de
Filosofía de la Universidad de Chile, pp. 212-213.

132

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“Reflexiones sobre política y cultura en Latinoamérica, Marcos García
de la Huerta, Lecturas y deslecturas” (2016), en Revista de Filosofía,
72, Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, pp. 235-238.
“Raúl Villarroel. Interesarse por la vida. Ensayos bioéticos y biopolíti­
cos” (2014), en Revista de Filosofía, 71, Editorial Universitaria, Santia­
go, pp. 224-228.
“Escalando la montaña: Derek Parfit” (2012), en Revista de Filosofía, vol.
LXVIII, Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, pp. 189-199.


“Roberto Brodsky: veneno” (2014), en Hispamérica, año XLIII, núm.
127, Santiago de Chile, pp. 122-124 (isi).
“Cómo impedir el lucro y por qué” (2012), en Estudios Públicos, cep,
Santiago.


“Parra: el hombre a la intemperie”, en Hispamérica, Revista de Litera-
tura, año XLI, 122, University of Maryland.


“Zurita por Zurita” (2012), en Hispámerica, Revista de Literatura, año
XLI, núm. 121, Universidad de Maryland, pp. 113-117.


Revistas

“Periodismo y literatura” (2015), en Revista Dossier de la Facultad de


Comunicaciones Universidad Diego Portales, núm. 30, diciembre, pp.
32-34.
“Derecho y argumentación. Sobre Curso de Argumentación Jurídica de
Manuel Atienza” (2014), en Revista Isonomía del Instituto Tecnológico
Autónomo de México, núm. 40, abril pp. 229-237.
“El esmero por la independencia” (2014), en Revista Dossier de la Fa­
cultad de Comunicaciones Universidad Diego Portales, núm. 26, año 9,
diciembre, pp. 24-25.
“Globalización y justicia social” (2011), en Los desafíos de la globali-
zación, Foro de Altos Estudios Sociales, Valparaíso, pp. 11-18.
“Estado y medicina reproductiva: el caso de Chile” (2011), en Perspec-
tivas Bioéticas, año 15, núm. 28-29, Argentina, pp. 139-156.
“La globalización y su impacto en la enseñanza del derecho” (2011), en
Nos Ad Justitiam Esse Natos, vol. I, Edeval, pp. 151-167.
“Capacidad del actual sistema de educación superior para contribuir a la
democracia y el respeto a la diversidad cultural” (2009), en Pamela Díaz-
Romero y Augusto Varas (eds.), Inclusiones inconclusas: políticas públi-
cas para superar la exclusión, Fundación Equitas y Catalonia, pp. 79-83.
“Prioridades de la Educación Superior chilena” (2009), en Seminario
Internacional 2008, Políticas de Educación Superior: explorando hori-
zontes, riesgos y posibilidades, Seminarios cse-cna pp. 77-80.

133

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“Ética y Derecho en investigación en Ciencias Sociales” (2008), en
Bioética en investigación en Ciencias Sociales, Tercer Taller Organiza­
do por el Comité Asesor de Bioética de fondecyt-conicyt, diciembre,
pp. 47-59.
“Responsabilidad profesional en la sociedad contemporánea” (2008), en
Profesionalismo médico en el actual escenario de salud, amca, pp. 21-28.
“Simposio Igualdad de Oportunidades” (2008), en Anuario de Derechos
Humanos, Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, pp. 71-97.
“Memoria y nación” (2008), en Pensamiento y Cultura, núm. 6/7, año
03, Universidad Diego Portales, pp. 9-13.
“Literatura que se sumerge con los ojos abiertos” (2008), en Cátedra
Roberto Bolaño, Conferencias 2007, Facultad de Ciencias de la Comu­
nicación udp, pp. 19-21.
“La contemporaneidad de la memoria” (2008), en Mitos, tabúes y silen-
cios de la historia, Foro Bicentenario Latinoamericano, La construcción
de las memorias nacionales, Presidencia de la República, pp. 125-134.
“Notas sobre equidad en la educación superior” (2007), en Estrategias
de inclusión en la educación superior, Fundación Equitas, Ford.
“La provisión escolar en Chile” (2007), en Brunner y Peña (coords.), La
reforma al sistema escolar: aportes para el debate, udp, Santiago, pp.
23-52.
“¿Por qué no debemos seleccionar?” (2007), en Brunner y Peña
(coords.), La reforma al sistema escolar: aportes para el debate, udp,
Santiago, pp. 247-252.
“Prólogo” (2007), en Brunner y Uribe ( coords.), Mercados universita-
rios: el nuevo escenario de la educación superior, udp, pp. 7-13.
“Los desafíos al paradigma del derecho civil” (2002), en C. Courtis
(ed.). Cambios de paradigmas en el derecho, Buenos Aires, pp. 327-
348.
Sistemas alternativos para la resolución de conflictos (1999), Quito.
“El Derecho Civil en su relación con el derecho internacional de los De­
rechos Humanos” y “La tutela judicial efectiva de los derechos funda­
mentales en el ordenamiento jurídico interno” (1996) en Cecilia Medina
y Jorge Mera (eds.), Sistema Jurídico y Derechos Humanos, udp, San­
tiago, pp. 545-659 y 661-687.
“El concepto de Derecho de H.L.A. Hart” (1987), en Agustín Squella
(ed.), Ediciones de la Revista de Ciencias Sociales, Edeval, pp. 221-241.
“Justicia y sectores de bajos ingresos” (1988), en J. Correa S., (ed.),
Justicia y pobreza, Editorial Conosur, pp. 21-72.
“Estudio preliminar” (1990), en Mayorga, R., Naturaleza jurídica de
los derechos económicos, sociales, y culturales, Jurídica, 2da. edición,
pp. 13-20.

134

Globalizacion_enseñanza.indd 134 31/05/17 7:45 p.m.


Peña et al. (1991), Proposiciones para la reforma judicial, Ediciones
del Centro de Estudios Públicos, Santiago.
Guzmán et al. (1992), Interpretación, integración y razonamiento en el
derecho, Jurídica, Santiago, pp. 230-242.
Peña, Carlos (1992), Hacia una caracterización del ethos legal: de
nuevo sobre la cultura jurídica chilena, Corporación de Promoción
Universitaria, serie documentos de trabajo, Santiago.
Peña et al. (1992), La familia en Chile: aspiraciones, realidades y desa-
fíos, Ponencia en el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, Santiago.
“Informe sobre Chile” (1993), en Correa, J. (ed.), Situación y políticas
judiciales en América Latina, Ediciones Cuadernos de Análisis Jurídico,
Santiago, pp. 285-393.
Peña, Carlos et al. (1994), R. Ronald Dworkin en Chile, Corporación
de Reparación y Reconciliación, Santiago, pp. 39-49.
“Análisis económico de la responsabilidad civil” y “¿Hay razones cons­
titucionales fuertes en favor de un estatuto filiativo igualitario? Estudios
en Homenaje al profesor Fernando Fueyo L.” (2000), Jurídica.
Peña et al. (1994), Ética y política, Edeval, Valparaíso.
Peña et al. (2002), (Lucía Santa Cruz, Editora), Liberalismo y Conser-
vantismo en Chile, Universidad Adolfo Ibáñez, Santiago.
Peña, Carlos (2002), “Notas sobre el debate de la filosofía política con­
temporánea”, en Manuel Jiménez Redondo, Modernidad terminable e
interminable, Editorial Universitaria, pp. 31-77.
Peña, Carlos (2002), “Ciudadanía y reconocimiento”, en Gundermann
et al., Mapuches y Aymaras. El debate en torno al reconocimiento y los
derechos ciudadanos, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
de Chile, pp. 9-18.

Artículos de revistas (anteriores al año 2012)

“Profesionales de la sospecha” (2010), en Revista Dossier, núm. 12, Fa­


cultad de Comunicación y Letras de la udp, pp. 70-72.
“Defensa penal y democracia en 93. 10 años de Reforma Procesal Penal
en Chile” (2010), en Revista de la Defensoría Penal Pública, pp. 55-59.
“Habermas y el problema de la verdad” (2009), en Cuadernos de Filo-
sofía del Derecho, Doxa 32.
“Política y cohesión social” (2009), Revista Foco 76 –Ideas de ciudad,
núm. 07, Ediciones El Mercurio, patrocinio Cilectra, p. 62.
“Chile actual: el proyecto político de la Concertación” (2008), en Chile
Hoy, núm. 21, revista de sociología de la Facultad de Ciencias Sociales
de la Universidad de Chile, pp. 33-44.

135

Globalizacion_enseñanza.indd 135 31/05/17 7:45 p.m.


“Mercados universitarios: el nuevo escenario de la Educación Superior”
(2007), en Revista Praxis, año 9, núm. 12, Facultad de Ciencias Huma­
nas y Educación de la udp, pp. 149-154.
“Educación y ciudadanía: los problemas subyacentes” (2007), en Pen-
samiento Educativo, Facultad de Educación, Pontificia Universidad Ca­
tólica de Chile.
“Kant y Rawls” (2006), en J. Rawls. Estudios, Valparaíso.
“Privacidad y medios” (2006), en Dossier, núm. 3, Facultad de Comu­
nicaciones de la udp, Santiago.
“Tres estudios sobre política en Chile” (2006), en Revista Ciencia Polí-
tica, vol. 27, núm. 1, Santiago.
“Acerca de la responsabilidad subsidiaria del dueño de la obra” (2004), en
Revista Chilena de Derecho Privado, Fundación F. Fueyo, pp. 151-162.
“Nueva ley de matrimonio civil” (2004), Separata Colegio de Abogados
de Chile A.G., pp. 59-72.
“¿Qué queda de la teoría pura del derecho?” (2004), en aavv, ¿Qué
queda de la Teoría de Kelsen?, Edeval.
“Seguridad y derechos, ¿bienes incompatibles?” (2004), en Revista
Fuerzas Armadas y Sociedad, año 18, núm. 3 y 4.
“Locke y la filosofía política” (2004), Revista Ciencia Política, vol. 24,
núm. 2, Santiago, pp. 133-141.
“Sobre la política y los políticos” (2003), Expansiva, pp. 1-14.
“Sobre la ley y la justicia” (2002), en Gradiva, Revista de la Sociedad
Chilena de Psicoanálisis, vol. 3, núm. 1, pp. 97-104.
“Informe en Derecho sobre oferta pública de adquisición de acciones”
(2002), en Revista Chilena de Derecho Privado, Fundación F. Fueyo, pp.
223-241.
“Introducción al Nuevo Proceso Penal” (2002), en Revista Chilena de
Derecho, Sección Bibliográfica, vol. 29, núm. 2, pp. 461-467.
“La tesis del consenso superpuesto y el debate liberal comunitario”
(2001), en Centro de Estudios Públicos núm. 82, pp. 169-187.
“El Chile Perplejo de Jocelyn Holt: del resentimiento a la disolución de
la política” (1999), en Perspectivas, Departamento de Ingeniería Indus­
trial, Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, Universidad de Chile.
“¿Hay razones para ser liberal?” (1999), en El Mercurio, Artes y letras,
agosto; también en Anuario de Filosofía Jurídica y Social.
“La modernización de la justicia” (1999), en Comisión Andina de Juris-
tas, Reforma del Estado y Derechos Humanos, Lima.
“Notas sobre la justificación del uso de sistemas alternativos”, en:
pnud, Justicia y Sociedad, núm. 2.
“Democracia y minorías” (1999), en Anuario de Filosofía Jurídica y
Social. También en (2000), La democracia que queremos, fce. También

136

Globalizacion_enseñanza.indd 136 31/05/17 7:45 p.m.


en (2000), Pensamiento Constitucional, año VII, núm. 7, pp. 4-7, pucp-
mdc, Lima.
“¿Para qué sirven los libros?” (1999), en Anuario de Filosofía Jurídica
y Social.
“Astillas (Recensión)” (1999), en Anuario de Filosofía Jurídica y Social.
“¿Por qué necesitamos a Kant?” (1998), en Estudios Públicos, núm. 69,
verano, pp. 5-18.
“Género y liberalismo de derechos” (1998), en Anuario de Filosofía Ju-
rídica y Social, pp. 87-96.
“El pluralismo de I. Berlin” (1998), en Estudios en Homenaje a I. Ber-
lin, Santiago, pp. 373-403.
“Policía y seguridad ciudadana” (1998), en H. Fruhling (ed.), Seguridad
ciudadana y Derechos Humanos, pp. 115-118.
“El valor científico del derecho” (1998), en Revista Derecho y Humani-
dades núm. 6, Facultad de Derecho Universidad de Chile, pp. 31-38.
“Sobre la relación entre derecho y moral en una democracia” (1997), en
Problemas Éticos Cruciales del Derecho Contemporáneo, agosto, Uni­
versidad Austral de Chile, pp. 43-50.
“Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil” (1996), en Estu-
dios Públicos, otoño, Centro de Estudios Públicos, Santiago.
“Las acciones de interés público: antecedentes dogmáticos y conceptua­
les” (1996), en Las acciones de interés público, núm. 7, udp, Santiago,
pp. 353-386.
“Sobre el análisis económico de la responsabilidad civil” (1996), en Ins-
tituciones Modernas de Derecho Civil, Editorial Jurídica Conosur, pp.
516-531.
“Sobre la constitución de los bienes familiares” (1995), en El Mercurio,
2 de junio.
“Sobre las relaciones posibles entre dogmática penal y política” (1995),
en Estudios de Derecho Penal, núm. 30, Cuadernos de Análisis Jurídi­
co, Santiago, pp. 19-24.
“Hacia un análisis económico del sistema judicial chileno” (1995), en
Boletín Comisión Andina de Juristas, núm. 44, marzo, Lima, pp. 24-31.
“Técnicas e instituciones para hacer frente a las rupturas matrimoniales:
nulidad, separación y divorcio”, Fundación K. Adenauer (volumen en
colaboración).
“El Derecho de alimentos en el Ordenamiento Jurídico Chileno” (1995),
en Acceso a la Justicia de Mujeres de Bajos Ingresos, Ediciones Cua­
dernos de Análisis Jurídico, Santiago, pp. 83-108.
“La historia de la historia y el problema de la modernidad: comentarios
a la obra de Alfredo Jocelyn Holt” (1994), en Estudios Públicos, verano,
cep, Santiago, pp. 313-330.

137

Globalizacion_enseñanza.indd 137 31/05/17 7:45 p.m.


“Sobre el régimen económico del matrimonio” (1994), Colegio de Abo­
gados de Chile, Santiago.
“Iusnaturalismo y positivismo frente a desafíos de nuestro tiempo”
(1994), en Forum, año III, núm. 4, abril, Pontificia Universidad Católi­
ca de Chile, Santiago.
“Reformas al estatuto matrimonial, el régimen de participación de ga­
nanciales” (1993), en Cuadernos de Análisis Jurídico, núm. 28,
Santiago, pp. 155-174.
“La protección de la vivienda familiar y el ordenamiento jurídico chile­
no” (1993), en Cuadernos de Análisis Jurídico, núm. 28, Santiago, pp.
191-232.
“¿Qué hacen los civilistas?” (1993), en Cuadernos de Análisis Jurídico,
núm. 28, Santiago, pp. 11-28.
“Del realismo al constructivismo jurídico (Recensión a un trabajo de
Bruce Ackerman)” (1990), en Anuario de Filosofía Jurídica y Social,
núm. 8; también en (1993), Derecho y Humanidades, Universidad de
Chile, Santiago.
“Modernidad y moral, ¿a qué nos obligan los derechos humanos?”
(1993), en La Época, 19 de diciembre.
“¿Es coherente e íntegro Dworkin?” (1993), en Ronald Dworkin. Estudios
y Ensayos en su Homenaje, núm. 38, Edeval, Valparaíso, pp. 309-358.
“Las implicancias civiles de la ley 19.221 que establece la mayoría de
edad a los 18 años” (1993), Colegio de Abogados de Chile, Santiago.
“Sobre la necesidad de las formas alternativas de resolución de conflic­
tos”, cpu, Centro de Desarrollo Jurídico Judicial, Serie Documentos,
Santiago, núm. 1.
“Discreción e interpretación judicial: las tesis de Dworkin” (1992), en
Anuario de Filosofía Jurídica y Social, Derecho y Política, Sociedad
Chilena de Filosofía Jurídica Social.
“Las penas que causa el aborto” (1992), en La Ventana, año V, núm. 17,
Universidad de Santiago de Chile; también en Claridad, Revista de la
Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile, Nueva Época,
año 1, núm. 1, agosto.
“Concepto y fundamentación de los Derechos Humanos” (1992), en
Derecho y Humanidades, núm. 1, Facultad de Derecho de la Universi­
dad de Chile, Santiago.
“Hay razones y razones para actuar” (1991), en Razonamiento Judicial:
Verdad, Justicia, Ley y Derecho, Cuadernos de Análisis Jurídico, núm.
18, udp, Santiago, pp. 29-37.
“¿A qué nos obliga la democracia? Notas para el debate sobre la refor­
ma judicial” (1991), en Mensaje, núm. 400, julio, pp. 245-247.

138

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“Discreción e interpretación judicial: Dworkin y la Ilustración” (1991),
en Actas del Primer Congreso sobre Razonamiento, Interpretación e In-
tegración en el Derecho, Ediciones Conjuntas de la Universidad de Chi­
le y la Universidad Adolfo Ibañez.
“Pablo Rodríguez Grez, teoría de la interpretación jurídica” (1991), en
Anexo Gaceta Jurídica, núm. 132, Editorial Jurídica Conosur, pp. 1-6.
“A propósito de los 30 años del golpe militar: aspectos jurídicos, filosó­
ficos y políticos”, en Praxis, revista de la Facultad de Ciencias Huma­
nas de la udp núm. 5, año 3, pp. 151-154.
“¿Tenemos obligaciones morales de obedecer el derecho? Recensión a
la obra del Profesor Agustín Squella” (1990), en Gaceta Jurídica y So-
cial, núm. 7, pp. 467-476.
“¿Hay crisis en el Poder Judicial?” (1990), en Revista del Club de Abo-
gados, junio.
“Sobre la interpretación de la ley. Recensión a la obra Teoría de la Inter­
pretación Jurídica del Profesor Pablo Rodríguez” (1990), en Gaceta Ju-
rídica (Separata), Anuario de Filosofía Jurídica y Social, núm. 8.
“Las bases constitucionales del derecho civil y el derecho de propie­
dad”, en Nuevas problemáticas del derecho civil, Fundación Facultad de
derecho de la Universidad de Chile, Santiago.
“¿Hay razones constitucionales fuertes en favor de la igualdad entre los
hijos?”, en Nuevas problemáticas del derecho civil, Fundación Facultad
de derecho de la Universidad de Chile, Santiago.
“Notas sobre el problema del orden social en cinco teorías sociológicas”
(1990), en Anuario de Filosofía Jurídica y Social, núm. 8, pp. 159-214.
“Consideraciones críticas en torno a la obra ‘Derecho y Moral’ del Prof.
A. Squella” (1989), en Anuario de Filosofía Jurídica y Social, núm. 7.
“Hart y su concepto de derecho” (1988), en Anuario de Filosofía Jurí-
dica y Social, núm. 6, pp. 109-134.
“Los derechos económicos, sociales y culturales. Naturaleza Jurídica
del Prof. Roberto Mayorga. Recensión” (1988), en Anuario de Filosofía
Jurídica y Social, núm. 6, pp. 411-416.
“Un análisis fenomenológico del razonamiento judicial” (1987), en C.
Cerda et al., Materiales sobre razonamiento judicial, cpu, Santiago.
“Apuntes sobre derecho civil y pobreza” (1987), en Serie Materiales
para discusión, núm. 165, ced.
“Sobre la universidad y el espíritu concreto (en homenaje a Jorge Mi­
llas)” (1984), en Anuario de Filosofía Jurídica y Social, núm. 2, publi­
cación de la Sociedad Chilena de Filosofía Jurídica y Social, pp.
197-206.

139

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“La pregunta por la Sociología y los juicios de valor” (1984), en Anua-
rio de Filosofía Jurídica y Social, núm. 2, publicación de la Sociedad
Chilena de Filosofía Jurídica y Social.
“A propósito del conflicto y su control por el derecho” (1983), Revista de
Ciencias Sociales, núm. 22, Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universi­
dad de Valparaíso, Edeval; también publicado como Separata, pp. 155-172.
“A propósito de la propiedad y el poder en Marx: crítica a la crítica”
(1983), en El Ferrocarril, núm. 3, noviembre, Universidad de Chile, pp.
13-23.
“Ortega y Gasset y su meditación del Derecho y lo Social” (1983), en
Revista de Ciencias Sociales, núm. 23, Facultad de Ciencias Jurídicas
de la Universidad de Valparaíso, Edeval, pp. 77-102; también publicado
como separata de la misma revista.
“Democracia y minorías” (2000), en Pensamiento Constitucional, año
VII, núm. 7, pucp-mdc, Lima, pp. 4-7.
“Sobre la carrera judicial y el sistema de nombramientos” (1998), en
Academia de la Magistratura, Lima.
“Las profesiones jurídicas y el acceso a la justicia” (1998), en El acceso
a la justicia, La Habana, Cuba.
“Sistemas alternativos de resolución de conflictos. Aspectos teóricos,
políticos y dogmáticos” (1997), en Revista de Derecho, Universidad de
Palermo, Argentina.
“Hacia un análisis económico del sistema judicial chileno” (1995), en
Boletín Comisión Andina de Juristas, núm. 44, marzo, Lima, pp. 24-31.
“Sobre las relaciones entre ética y política” (1994), en Ius et Veritas,
Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima.
“América Latina: ¿una justicia emergente?” (1994), en Boletín Comi-
sión Andina de Juristas, año V, núm. 9, junio, Lima, pp. 205-209.

Ponencias (últimos cinco años)

Globalización y derecho, Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, enero


2013.
Las transformaciones de la profesión legal, Coloquio Jurídico Europeo,
Madrid, enero 2013.
The Chilean Education System: the Challenges of the Massification,
Harvard University, noviembre 2012.
La unificación de principios en el derecho latinoamericano, Conferen­
cia Inaugural, Jornadas Internacionales sobre la unificación del derecho,
Fundación Fernando Fueyo, agosto 2011.

140

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Sobre las relaciones entre responsabilidad legal y responsabilidad éti-
ca, Jornadas de Derecho Privado, Facultad de Derecho, Universidad de
Chile, Septiembre 2011.
El giro político de Rawls, Congreso: 30 años de A Theory of Justice,
uai-udp, agosto 2011.
¿Tiene la televisión por cable derecho a transmitir sin costo programas
de la televisión abierta?, Jornadas sobre regulaciones, Facultad de Inge­
niería, uai, mayo 2011.
El problema de la propiedad en Kant y Rawls, Facultad de Derecho,
Universidad de Chile, agosto 2010.
¿Un tercer concepto de libertad? Sobre el punto de vista de P. Petit, Uni­
versidad de Chile-Universidad Católica, Jornadas sobre republicanis­
mo, octubre 2008.
Estado, política y cultura, Biblioteca Nacional, Jornadas sobre política
cultural, septiembre 2008.
Las transformaciones de la profesión legal, Clase inaugural del Magís­
ter en derecho, Universidad de Valparaíso, abril 2008.
Las universidades y el concepto de lo público, Seminario La Universi­
dad Pública: Desafío para el Siglo xxi, Universidad de Chile, 14 de ene­
ro 2008.
Ponencia presentada en las Jornadas de Investigación de la Universidad
de Chile, relativas a los Programas Domeyko y celebradas en la Casa
Central de la Universidad de Chile, 2007.
Los límites éticos de la investigación científica, Ponencia presentada en el
taller Ética de la investigación, Comisión Nacional de Investigación
Científica y Tecnológica (conicyt), diciembre 2007.
Transformación de la cultura jurídica latinoamericana: democracia,
derechos y globalización y su impacto en la enseñanza del derecho,
Conferencia dictada en la Universidad de San Andrés, Buenos Aires,
noviembre 2007.
Políticas públicas, derechos humanos y convivencia escolar, Seminario
Internacional de Educación Derechos humanos y convivencia escolar,
18 de noviembre 2008.
Homo economicus, psicoanálisis y homo sapiens, Taller de Psicoanáli­
sis y Economía, Departamento de Ingeniería Industrial, Universidad de
Chile, 2008.
Religión y política, Seminario Internacional sobre religión y esfera pú­
blica, Santiago, noviembre 2011.
Publicidad universitaria: ¿buena o mala? Aproximaciones desde la
economía del bienestar, Seminario Internacional, Consejo Nacional de
Educación, septiembre 2011.

141

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Las dificultades de la idea de ciudadanía, Jornadas Internacionales, Fa­
cultad de Filosofía y Humanidades y Facultad de Derecho de la Univer­
sidad de Chile, agosto 2011.
Memoria e historicidad, Encuentro internacional sobre la memoria,
Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, agosto 2011.
Influencia del derecho comparado, del derecho internacional y del de-
recho supranacional en los Derechos Nacionales, en Congreso Interna­
cional: las transformaciones del derecho contemporáneo, Conferencia
Inaugural de Derecho Privado, Centenario de la Escuela de Derecho de
la Universidad de Valparaíso, junio 2011.

¿Cuán kantiano es Rawls? Rawls entre Kant y Hegel, Coloquio Jurídico


Europeo, Madrid, enero 2011.
Estado y medicina reproductiva: el caso de Chile, Simposio Internacio­
nal de Bioética, International Federation of Fertility Societies, Sociedad
Chilena de Medicina Reproductiva, Organización Panamericana de la
Salud, Santiago, noviembre 2010.
Kant en Rawls, según Höffe, en Jornada Internacional sobre la obra de
Höffe, uai, agosto 2010.
Las transformaciones de la educación legal, Conferencia Inaugural,
Universidad Pompeu Fabra (Barcelona), Primer Congreso sobre Educa­
ción Legal, Encuentro de Facultades de Derecho de Iberoamérica, mar­
zo 2010.
Rawls y el panorama de la democracia liberal, Encuentro sobre justicia
electoral, Tribunal Federal Electoral de los Estados Unidos de México,
agosto 2009.
Globalización y justicia social, Foro de Altos Estudios Sociales, Uni­
versidad Católica de Valparaíso, 15 de junio, 2009.
La relaciones entre la ley y la integración social, Cátedra Chile Francia,
Universidad de Chile, abril 2009.
¿Por qué importa la libertad de expresión?, Congreso de la oir y del sip
(Organización Interamericana de Radiodifusión y de la Sociedad Intera­
mericana de Prensa), enero 2009.

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Índice

Introducción: derecho y modernidad . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Sobre abogados y educación legal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Los desafíos actuales del paradigma del derecho civil . . . . 61

La globalización y su impacto en la enseñanza


del derecho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87

Fuentes consultadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115

Apéndice
Curriculum Académico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

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