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Álvarez Gómez, Ángel et al. (eds.), Paideia, Universidade de Santiago de


Compostela, Santiago de Compostela 2005. ISBN 84-9750-402-X.

Quine y la interpretación extensional de los cuantificadores

Alfonso García Marqués


Universidad de Murcia (España)
marques@um.es

Resumen.
El trabajo se centra en la exposición y discusión del pensamiento de Quine respecto a la
interpretación puramente extensional de los cuantificadores lógicos. Se trata, en primer lugar,
la eliminación quineana de los nombres, tanto propios como comunes, en posición
referencial, para ser sustituidos por una combinación de cuantificadores, variables y
predicados. En segundo lugar, se discuten las dificultades de la identificación de los objetos,
si estos son mencionados sólo a través de las variables. Por último, se muestra cómo los
problemas de la interpretación extensional se agudizan ante su incapacidad de solucionar
paradojas como las de Hempel. Todo esto lleva a la conclusión de que la interpretación
puramente extensional tiene dificultades insalvables, de ahí que haya que dar otra
interpretación.
x x x

Desde que Frege introdujo la cuantificación en la lógica, se ha discutido cómo han de


ser interpretados los cuantificadores. En la interpretación habitual de la lógica simbólica, se
considera que las predicaciones de la antigua lógica y del lenguaje ordinario –donde tenemos
un sujeto determinado (este hombre) y un predicado (es sabio)– han de ser sustituidas por una
expresión en la que la que ambas determinaciones se predican de un objeto. Una confusión
básica de la lógica aristotélica y del lenguaje ordinario consistiría en la insuficiente distinción
entre objeto y concepto; distinción que es uno de los tres principios de la investigación
fregeana: “Hay que tener siempre presente la diferencia entre concepto y objeto”1. De este
modo, una proposición del tipo “algún hombre es sabio”, habría que transcribirla a un
lenguaje canónico como ∃x (Hx ∧ Sx), o sea, “hay al menos un objeto que es hombre y es
sabio”. Es decir, en cualquier predicación, tendríamos variables o constantes individuales (x,
y, z, …; “a” por Antonio, “s” por Sócrates, …) que nombran objetos, y predicados (F, P, …)
que atribuimos al objeto nombrado.

1
Frege, G., Fundamentos de la aritmética, trad. U. Moulines, Laia, Barcelona 1973, p. 20.
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Según esto, una diferencia fundamental entre la lógica clásica y la moderna sería que
ésta prohíbe usar nombres (términos generales) en función referencial (nombrando objetos); y
prescribe, por tanto, que sólo se pueden usar en función predicativa.

1. Quine: la eliminación de los nombres.

Quine ha llevado este modo de concebir la lógica hasta una posición extrema o, mejor,
ha adoptado una interpretado puramente extensional de los cuantificadores. Esta
interpretación implica una consecuencia de no pequeña importancia. Si es verdad que hay que
distinguir entre objeto y concepto, o sea, entre el sujeto al que nos referimos y del que
predicamos (objeto indeterminado) y las predicaciones que le atribuimos, entonces hay que
admitir que no se puede usar en posición referencial (para nombrar el objeto) ningún término
general, ninguna determinación o propiedad.
Ciertamente fue Russell el primero en sostener que los nombres propios –específica-
mente referenciales– podrían ser eliminados en favor de las descripciones definidas, que
posteriormente pasarían a ser consideradas como predicados2. Sin embargo, me parece mucho
más relevante la acentuación hecha por Quine que conduce a la sustitución de todo nombre
(propio y común) en posición referencial por un deíctico (vacío de contenido) y un predicado,
pues esto responde a la tendencia general de la lógica simbólica, tal como Frege la concibió y
tal como se sigue concibiendo hoy día.
Siguiendo la tradición fregeana, Quine separa radicalmente entre sujeto y predicado:
“Lo que distingue un nombre es que puede estar coherentemente en el lugar de una variable,
en la predicación. […] Los predicados no son nombres; los predicados son las otras partes
necesarias para la predicación”3. Y de modo más técnico: “En nuestro uso de variables de
cuantificación, ‘a’ representa una parte de la oración que está donde podría estar una variable
de cuantificación, y ‘F” representa el resto”4. Con esto Quine está tomando un criterio lógico-
formal para separar el predicado del sujeto: en “Fa”, tenemos un sujeto ‘a’ del que
predicamos ‘F’. Y, según él, ese criterio lógico-formal es la única distinción que hay entre
sujeto y predicado.
Para la eliminación de los nombres propios, siguiendo a Russell, Quine sostiene lo
siguiente: “Como sabemos, los términos singulares son eliminables mediante paráfrasis. En
última instancia, los objetos a que se refiere una teoría no deben concebirse como las cosas

2
Vid., por ejemplo, Russell, B., Descripciones, en L.M. Valdés (ed.), La búsqueda del significado, Tecnos,
Madrid 1995, pp. 46-56. Sobre este tema, cfr. Geach, P.Th., Reference and generality: an examination of some
medieval and moden theories, Cornell University Press, Ithaca and London 1968 (2 ed.), pp. 68 y ss.
3
Quine, W., Filosofía de la lógica, Alianza, Madrid 1973, p. 60.
4
Quine, W., Existencia y cuantificación, en La relatividad ontológica y otros ensayos, Tecnos, Madrid
1986, p. 126.
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nombradas por sus términos singulares, sino como valores de sus variables cuantificables”5.
Es decir, ya no tendríamos variables como ‘a’ (por ejemplo, Sócrates), sino simplemente una
variable de cuantificación que puede representar (o referirse a) cualquier objeto. Tenemos,
así, que la proposición “Sócrates es sabio” hay que entenderla lógicamente como “hay algo
que es socrático y sabio”. Es decir, se trata de interpretar las proposiciones “este hombre es
alto” y “Sócrates es sabio”, como predicaciones de sujetos que tiene dos propiedades: en el
primero, humano y alto; y, en el segundo, socrático y sabio, aunque ciertamente “socrático”
sólo se predica de un único objeto.
Dicho más técnicamente, un nombre propio debe ser sustituido por un término general
en función predicativa dentro de una expresión cuantificada particularmente. Por eso, aunque
Quine no sostenga que sea obligatorio eliminar siempre los términos singulares a favor de las
descripciones (aparte de que eso complica mucho las expresiones), en un lenguaje canónico
tal sustitución no sólo es posible, sino que debe ser efectuada si queremos lograr un lenguaje
científico e interpretar adecuadamente las expresiones. En concreto, Quine propone
interpretar las expresiones existenciales del siguiente modo: “«Sócrates existe» da «∃x (x es
Sócrates)» con «Sócrates» como término general, que es una sentencia probablemente
verdadera (con el «es» atemporal, naturalmente). «Sócrates» es ahora un término general que
se considera empíricamente verdadero de un solo objeto; «Pegaso» es ahora un término
general que, como «centauro», no es verdadero de ningún objeto”6. Lo decisivo es darse
cuenta de que, con esta operación, lo que pretende Quine es eliminar la referencialidad de los
nombres propios. Es decir, estos nombres ya no nombran ningún objeto, sino que se predican.
Los objetos están representados por las variables ligadas.
Por esto, aunque también se puede introducir el símbolo de igualdad para formalizar ese
tipo de proposiciones, por ejemplo, “Pegaso existe” podría formalizarse como “∃x
(x=Pegaso)”; y “Pegaso no existe”, como “¬∃x (x=Pegaso)”, sin embargo, no hay que
llamarse a error: no se trata de que haya un objeto que se identifique con la propiedad, sino
que hay un objeto que es Pegaso-único. Y por eso, puedo utilizar el signo de igualdad,
aunque, como insiste Quine, toda predicación es un rasgo del objeto, no el objeto mismo: éste
sólo se representa por las variables7.
Las descripciones definidas que sustituyen a nombres propios hay que tratarlas de la
misma manera, es decir, desplazarlas de su posición referencial a una función puramente
predicativa. De este modo, “Sócrates es sabio” equivaldría a “el maestro de Platón era sabio”,
que se formaliza como ∃x (Mx ∧ Sx), o sea, “hay al menos un objeto que es maestro-de-
Platón-único y sabio”, donde se ve claramente que tales expresiones dejar de ser referenciales

5
Quine, W., Desde un punto de vista lógico, Ariel, Barcelona 1962, p. 208.
6
Cfr. Quine, W., Palabra y objeto, Labor, Barcelona 1968, pp. 185-188.
7
Cfr. Quine, Palabra y objeto, § 37.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 409

para ser analizadas como términos generales en posición predicativa8.

Pero, como hemos visto, Quine da un paso más: no sólo hay que eliminar los nombres
propios y las descripciones definidas referenciales, sino que también hay que eliminar los
nombres comunes en posición referencial. Esto bien podría considerarse, según he dicho
antes, como un desarrollo de la notación lógica introducida por Frege. En efecto, “algún
hombre es sabio” habría que traducirlo lógicamente por “algo es hombre y sabio”, “∃x (Hx ∧
Sx)”. De este modo, tenemos que, para Quine, todo nombre es reductible a una combinación
de cuantificadores, variables y predicados9.
En el lenguaje ordinario, lo equivalente de esta operación sería la consideración de los
pronombres como los auténticos nombres, es decir, como los que por excelencia nombran los
objetos sobre los que hablamos. Así, al igual que, en la notación canónica de Quine, sólo
quedan las variables para representar objetos (o entes, en la vieja terminología), en el lenguaje
ordinario serían los pronombres los auténticos nombres, es decir, los que en ultimidad se
refieren a los objetos. De ahí, la primacía de los pronombres en la interpretación quineana del
lenguaje ordinario: “Este hecho de que no queden más términos singulares que las variables
puede parecer una prueba de la primacía del pronombre, y recuerda el dicho de Peirce sobre
«el nombre, que puede definirse como la parte de la oración que sustituye al pronombre»”10.
De esta manera, se ha completado la eliminación de los nombres en función referencial.
El modo habitual de nombrar objetos (Sócrates, este hombre, el maestro de Platón, etc.) es
ahora sustituido por puros pronombres demostrativos o personales o, en general, puros
deícticos, que serían los auténticos nombres11.
Me parece que este paso dado por Quine tiene una transcendencia muy superior a
la de la eliminabilidad de los nombres propios, puesto que –creo– bien podría
concebirse un idioma, o un sistema lógico, sin nombres propios. De hecho, por un
lado, podemos considerar imposible que todo objeto –cada animal individual, vegetal,
edificio, herramienta, etc.– tenga un nombre propio; y, por otro, los llamados nombres
propios son en verdad comunes a muchos. Por eso, normalmente nos servimos de
nombres comunes (“ese destornillador”) para hablar de los objetos. Y, aunque en estos
casos podríamos considerar que tales expresiones son nombres propios de los objetos

8
Por mor de precisión señalo que la expresión lógicamente correcta sería más bien ésta: ∃x (Mx ∧ ∀y (My
→ y=x) ∧ Sx), o sea, “hay al menos un objeto que es maestro de Platón, y cualquier otro objeto que tenga esa
misma propiedad se identifica con el primero, y además es sabio”. De todas formas, sea cual sea la expresión
correcta, queda claro que los nombres propios son sustituidos por expresiones en posición predicativa, no
referencial.
9
Cfr. Haack, S., Filosofía de las lógicas, Cátedra, Madrid 1982, pp. 66-67.
10
Quine, Palabra y objeto, § 38, p. 195.
11
Cfr. Geach, Reference…, pp. 68 y ss.
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que mencionamos, en verdad estamos asumiendo la prioridad de los nombres comunes


sobre los propios.
Ahora bien, aunque en el lenguaje ordinario (y la lógica clásica) es absolutamente
necesario usar términos generales para nombrar objetos, sin embargo, como hemos visto,
Quine sostiene que tal función referencial no es admisible en un lenguaje canónico, pues la
función referencial corresponde solamente a las variables de cuantificación, a los puros
referentes vacíos.
Por todo esto, creo que lo más relevante es discutir las implicaciones de la tesis
quineana de la eliminabilidad de los nombres en función referencial. Dicho de otro modo, hay
que investigar si es verdad que los nombres –especialmente los comunes– son eliminables en
favor de puros deícticos; y si, en definitiva, la interpretación quineana de la lógica es una
interpretación adecuada del modo en que funciona el pensamiento humano.

2. Primera dificultad: la identificación de los objetos.

De entrada tropezamos con un problema: si tenemos que las variables se refieren a algo,
¿qué es ese algo que mencionan?, ¿cómo podemos identificar ese algo, o sea, diferenciar este
algo de aquel algo, usando un puro referente totalmente asignificativo? Quine admite,
efectivamente, que las variables “se refieren a”, es más: su función es puramente
referencial12; pero en entonces, ¿a qué se refieren?, ¿qué “trozo” del mundo es nombrado?
Quine no puede mostrar cómo somos capaces de nombrar un objeto con un puro
deíctico. Evidentemente, en algunos casos, podemos señalarlo físicamente, pero no en todos.
Ni siquiera queda claro qué es lo que señalamos si sólo utilizamos los pronombres
prescindiendo de todo nombre. Por ejemplo, si alguien, ante los anaqueles de un bazar
abarrotados de objetos, sin hacer gesto alguno, dice “eso es sobre lo que voy a hablar”, en
realidad no habría nombrado nada, pues no se sabe a qué se está refiriendo. Incluso aunque
las circunstancias particulares parezcan ser suficientes, en realidad nunca lo son. Por ejemplo,
si en una habitación totalmente vacía ponemos una mesa y pretendemos referirnos a ella,
diciendo “eso”. La situación seguiría siendo confusa: ¿qué es eso de lo que voy a hablar? ¿La
mesa, el tablero, una pata, un determinado electrón de ella, su dureza, su peso, su
composición química, su superficie, su geometría, etc., etc.?
Creo que, por esa insuficiencia de los pronombres, ni siquiera el mismo Quine, a pesar
de su radical intento de eliminación de los nombres, consigue escapar a la naturaleza de
nuestro conocer y hablar sobre el mundo. Se ve obligado a reconocer que nuestras
expresiones son más claras usando los sustantivos que los meros deícticos: “Un término
general impone una división de la referencia que, una vez dominada, puede aprovecharse

12
Cfr. Quine, W., The ways of paradox and Other Essays, Harvard University Press, Cambridge 1976, p.
272 y ss.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 411

indefinidamente en casos particulares para fijar el ámbito de aplicación deseado de términos


singulares. «Esto es el Nilo», usado con un gesto acompañante, pero sin el término general
«río», puede quedar mal construido, entenderse, por ejemplo, como significativo de una curva
del río; en cambio, «Este río es el Nilo» deja claro el asunto”13.
Por eso, me parece que la posición de Quine es muy efectista, pero en el fondo no
consigue lo que pretende y se ve obligado a sostener que las variables x, y, z, se refieren a
objetos; o sea, hay que entenderlas como objetos o mejor sus nombres: “‘x’ es un nombre de
dicho objeto”14. Y como, comenta León, “el hecho de que [Quine] les asigne un objeto como
su interpretación difiere sólo nominalmente de tratar a esas letras como nombres propios de
esos objetos”15. Se ve, pues, que los nombres aparecen y reaparecen tras cada intento de
eliminación.
¿A qué responde, entonces, ese intento quineano? Me parece que en la base de la
posición de Quine se halla un prejuicio muy extendido entre los filósofos del lenguaje: que
los demostrativos y los pronombres son los auténticos nombres16. Es decir, para referirnos a
individuos singulares, tenemos que decir éste, esto, él, etc. Geach ha criticado ampliamente
ese prejuicio: “Los demostrativos no sólo no son supernombres, una especie lógicamente
perfecta de nombres; ni siquiera son nombres en absoluto. […] Y eso se demuestra por la
total imposibilidad de usar un demostrativo por sí mismo en un acto simple de nombrar”17.
La imposibilidad de que un mero deíctico nombre se basa en nuestro modo de conocer
la realidad y, consecuentemente, de hablar sobre ella. Nosotros no conocemos el mundo ni
mencionamos los objetos como algo informe, sino que cualquier objeto ha de sernos
presentado bajo alguna formalidad. No hay, ni puede haber, conocimiento, ni identificación,
ni ser usado como sujeto, algo absolutamente informe18. Siempre necesitamos un concepto –o
un término general– para poder nombrar la realidad19.

13
Quine, Palabra y objeto, § 21, p. 113.
14
Quine, W., Los métodos de la lógica, Ariel, Barcelona 1981, p. 155. Cfr. también pp. 150-161.
15
León Sánchez, J.C., Análisis proposicional y ontología, Publicaciones de la Universidad de Murcia,
Murcia 1984, p. 98.
16
Por ejemplo, León (Análisis…, p. 161) escribe de Strawson: “Strawson ha sido cegado aquí por un error
de carácter lógico: por una errónea concepción de los demostrativos, consecuencia inmediata de su teoría de la
predicación […]. Para Strawson, la identificación de particulares descansa siempre en último término en una
identificación puramente demostrativa”.
17
Geach, Reference…, pp. 27-28. Evidentemente Geach no quiere decir que no existan frases como “ese es
mi hermano”, sino que el demostrativo “ese” es eficaz en su nombrar porque sobreentendemos un sustantivo
lógico, en ese caso, “hombre” o “persona”.
18
Cfr. Millán-Puelles, A., La lógica de los conceptos metafísicos, Rialp, Madrid 2002, p. 29.
19
Podríamos pensar que, cuando no hemos identificado suficientemente un objeto, se podría dar un acto de
nombrar sin término general, por ejemplo, ante un artefacto extraterrestre. Sin embargo, siempre tenemos que
identificarlo a través de sustantivos lógicos: el artefacto que cayó en tal sitio, lo que tengo en las manos, lo que
está ante mí, etc.
Igualmente podríamos pensar que hay identificación de objetos cuando un niño recién nacido (o un animal)
reconoce a su madre. Ciertamente hay conocimiento (y reconocimiento) sensible, algo tan elemental como el
A. García Marqués Cuantificación y verificación 412

Ahora bien, si utilizamos conceptos para nombrar objetos, parece que se difumina una
diferencia básica de la lógica fregeana: la diferencia entre objeto y concepto, o entre lo que
puede hacer de sujeto (completar una función) y la función misma. Pienso, sin embargo, que
esa diferencia no se pierde, se vuelve más matizada, pero no se pierde en absoluto. En efecto,
como sostiene Geach, para nombrar, para poder identificar algo, no podemos usar cualquier
nombre, sino sólo los de una categoría: los nombres que son lógicamente sustantivos:
“Cuando se usa el mismo nombre en dos actos de nombrar, siempre podemos preguntar si se
trata de la misma cosa. De ello se sigue que un término general puede aparecer como nombre
sólo si tiene sentido anteponerle las palabras ‘el mismo’; de ningún modo satisfacen esta
condición todos los nombres generales”20.
Es decisivo darse cuenta que cuando hablamos de un objeto, no podemos decir
simplemente que es “el mismo”, pues “«el mismo» es una expresión fragmentaria y no tiene
significación a menos que digamos ‘el mismo X’, donde ‘X’ representa un ‘termino
general’”21. O sea, “X” es necesariamente un término general de carácter sustantivo (en
sentido lógico), pues incluso los nombres propios no son capaces de nombrar, a no ser que
vayan unidos a un nombre sustantivo: como he dicho antes, nuestro conocimiento de las cosas
es siempre formal, conceptual y sin concepto –o término general– no puede haber
conocimiento. Por eso, “si se me presenta un individuo mediante un nombre propio, no podré
aprender el uso del nombre propio sin ser capaz de aplicar algún criterio de identidad; y ya
que la identidad de una cosa consiste en ser el mismo X, por ejemplo, el mismo hombre (…)
mi aplicación del nombre propio estará justificada sólo si su significado incluye su
aplicabilidad a un hombre y si continúo aplicándole a uno y el mismo hombre”22.
En consecuencia, aunque los nombres propios parecen ser los que nombran
genuinamente los objetos, en realidad son subsidiarios de los nombres comunes, o sea, no
pueden carecer totalmente de significado (de contenido eidético)23. De ahí que, para que un
nombre propio identifique, ha de poder ser sustituido por “el mismo X”, siendo ‘X’ un
sustantivo (lógico); por ejemplo, el mismo profesor, el mismo hombre: “Para todo nombre
propio hay un uso correspondiente de un nombre común, precedido por ‘el mismo’, para
expresar qué requerimientos, en cuanto a la identidad, trasmite el nombre propio: ‘Aguja de
Cleopatra’–‘el mismo (trozo de) piedra’; ‘Gemima’–‘el mismo gato’; ‘Támesis’–‘el mismo

saborear algo: sé que me sabe dulce y que ya lo gusté alguna otra vez. Pero eso es el conocimiento puramente
sensible, no el intelectivo, ni el lenguaje: si quiero hablar, tengo que decir “lo que ahora saboreo”, “mi madre”,
etc.; en suma, utilizar términos lógicamente sustantivos para acotar un “trozo” de mundo.
20
Geach, Reference…, p. 63.
21
Geach, P.Th., Mental acts, Thoemmes Press, Bristol 1992, p. 69.
22
Geach, Mental acts, p. 69.
23
Me parece que Kripke acierta cuando sostiene que los nombres propios son designadores rígidos, pero no
cuando niega que tengan un mínimo de significación. Cfr. Kripke, S., El nombrar y la necesidad, Universidad
Nacional Autónoma de México, Méjico 1985.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 413

río’; ‘Dr. Jekyll’ o ‘Mr. Hyde’–‘la misma personalidad’. En todos los casos hemos de decir
que el nombre propio comporta una esencia nominal”24.
Esto se ve fácilmente, como dice Geach, si oímos una conversación en la que aparece el
nombre ‘Chuckery’ y no sabemos si es el nombre de una persona, de una ciudad o de un río.
Esto originaría una insuficiente comprensión de la conversación exactamente igual que si no
entendiéramos alguno de los términos generales usados en ella25.
En consecuencia, hemos de considerar que la relación entre el nombre propio y el
común está invertida respecto a lo que a primera vista se nos presenta. Parecería que los
auténticos nombres, los que nombran a individuos son los nombres propios, pero en realidad
los nombres propios son auxiliares de los nombres comunes. Por eso, si a lo largo de la vida
de Sócrates nos preguntamos si es el mismo, tendremos que precisar “el mismo qué”, pues si
decimos “el mismo niño”, “el mismo anciano”, “el mismo inculto”, “el mismo rico”, etc.
tendremos que contestar que no, pues unas veces fue niño, otras anciano, otras inculto, otras
culto, etc. La respuesta es que siempre fue “el mismo hombre”26.

De todo esto, podemos concluir que no basta una pura referencia, vacía de
contenido significativo o semántico, para poder hablar de los objetos, sino que siempre
es necesario una determinación conceptual, que me permita identificar suficientemente
al objeto. Esto no niega que haya que distinguir entre el sujeto y el predicado (objeto y
concepto, argumento y función), sino simplemente afirma que es necesario concebir
siempre al sujeto como algo determinado, formal, pues de otro modo se hace
imposible nombrarlo.

24
Geach, Reference…, p. 68. Cfr. Llano, A., Metafísica y lenguaje, Eunsa, Pamplona 1984, pp. 136-137.
Aunque Geach sólo pone ejemplos de sustantivos gramaticales, podemos considerar que se refiere a
cualquier nombre que pueda sustantivarse (el mismo ministro, el mismo músico, etc.); se trata, pues, de una
categoría prioritariamente lógica, y secundariamente gramatical. Geach toma la expresión “esencia nominal” de
Locke, pero la podemos considerar también en sentido amplio, como lo que los medievales llamaban “definición
nominal”.
Me parece importante observar, lo cual es descuidado por Geach, que dicha esencia nominal, nunca es la
materialidad de un objeto. En efecto, podemos considerar, por un lado, que la materia de los objetos cambia
continuamente y los objetos siguen siendo los mismos. Por ejemplo, cada diez años cambia toda la materia del
cuerpo de un hombre y, sin embargo, sigue siendo “el mismo hombre”, o un río pierde continuamente la
totalidad de su agua y sigue siendo “el mismo río”. Pero también, hay casos en los que permanece la materia y,
sin embargo, el objeto deja de ser el mismo: el cadáver ya no es “el mismo hombre”, aunque un minuto después
de fallecer siga siendo la misma materia. Por eso, algunos ejemplos de Geach, no son correctos; en concreto,
cuando asigna a ‘Aguja de Cleopatra’–‘el mismo (trozo de) piedra’ o a “la copa de Jules Rimet”–“el mismo
trozo de oro”. Podemos considerar que, si tal copa es aplastada, convirtiéndose en un simple bloque de oro, ya
no sería “la copa de Jules Rimet”; por eso, su esencia nominal, es en realidad “la misma copa” o, mejor, “el
mismo trofeo”.
25
Geach, P.Th., “Aquinas” en Anscombe, G.E.M. y Geach, P.Th., Three Philosophers, Blackwell, Oxford
1961, p. 86.
26
En esta misma línea, comenta F. Inciarte (El reto del positivismo lógico, Rialp, Madrid 1974): “El sentido
no se reduce a los diversos modos de sernos dada una cosa. De otro modo, no podríamos identificar cosa alguna
y distinguirla de otras. Todo se resolvería a la larga en una identidad inidentificable. Por esta razón, incluso los
nombres propios tienen que tener relación con un mínimo de sentido”, p. 107.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 414

Con esto, no pretendo decir que la cuantificación lógica sea incorrecta, sino
simplemente que hay que distinguir entre “hay algo que es A y B” de “algún A es B”, pues en
el primer caso A se toma como predicado (dice algo de un objeto), mientras que, en el
segundo, A se toma como nombre, es decir, nombra a un objeto. La pretensión de reducir esas
proposiciones a una única forma (∃x (Ax ∧ Bx)) conduce a un incorrecto análisis
proposicional27 y a paradojas totalmente insolubles, como veremos a continuación.

3. Segunda dificultad: paradojas de verificación.

Me parece que una consideración puramente extensional de la lógica ha llevado a


paradojas aparentemente insolubles. Así es el caso de la paradoja de Hempel o paradoja de
los cuervos, objeto de una dilatada literatura y de diversas propuestas de solución28. Esta
paradoja puede formularse del siguiente modo. Tomemos como hipótesis que “todos los
cuervos son negros”. Su formalización sería: ∀x (Cx → Nx). Por una simple conversión
lógica, esa hipótesis sería equivalente a ∀x (¬Nx → ¬Cx), es decir, que cualquier objeto que
no sea negro no es cuervo. Pero entonces tenemos que cualquier objeto que sea no-negro y
no-cuervo es una confirmación de la hipótesis de que todo cuervo es negro. O sea, que el
papel sobre el que escribo, dado que es no-negro y no-cuervo, confirmaría que todo cuervo es
negro.
Esta situación se presenta como una auténtica paradoja, puesto que no parece normal
que alguien, para confirmar que todos los cuervos son negros, aduzca como datos empíricos
que apoyan tal afirmación libros, coches, piedras, diamantes, cada uno de los milímetros
cuadrados de este folio en que escribo, etc., etc. Digo que es una auténtica paradoja y de
relevancia para la ciencia, pues, aunque a veces, se ha argumentado que el ejemplo es trivial
(los cuervos negros), es claro que podemos argumentar del mismo modo respecto a
proposiciones teóricas de la ciencia. Así, por ejemplo, si decimos “los neutrinos carecen de
masa”, lo formalizaríamos ∀x (Nx → ¬Mx), cuyo equivalente sería ∀x (Mx → ¬Nx). De este
modo, buscaríamos cosas que tuvieran masa y que no fueran neutrinos, para demostrar
científicamente que todos los neutrinos tienen masa.
Para solucionar esta paradoja, se ha intentado acudir a la noción de relevancia: unos
casos serían relevantes para confirmar hipótesis y otros no. Este intento ha resultado
infructuoso, pues, atendiendo a las exigencias de la lógica, si hay un caso que confirma una
hipótesis, parece claro que confirma igualmente una segunda hipótesis equivalente a la

27
Las confusiones que se originan de esa inadecuada y unitaria interpretación de las proposiciones ha sido
mostrada suficientemente por Geach, Reference…, 150-155 y, en dependencia de él, por León, Análisis…, pp.
94-98.
28
Rivadulla dedica un capítulo entero a la exposición y discusión de las paradojas de la confirmación
(Rivadulla Rodríguez, A., Filosofía actual de la ciencia, Tecnos, Madrid 1986, cap. II, pp. 63-76), pero el
capítulo está casi completamente dedicado a la paradoja de Hempel.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 415

primera. Por esto, Rivadulla tras examinar las más importantes debates en torno a la paradoja,
incluido el de Goddard de sustituir la implicación material por la formal29, concluye: “A la
luz de las discusiones precedentes parece justificada la afirmación de Hempel de que las
llamadas Paradojas de la Confirmación no deberían ser consideradas tales, a causa de su
infundabilidad lógica, aunque ciertamente den lugar a una impresión intuitiva de paradoja. No
existen, pues, paradojas de la confirmación”30.
Ciertamente, desde el punto de vista lógico no hay tal paradoja. Para que se vea claro,
pongamos que el universo es finito y contiene un pequeño número de objetos; por ejemplo,
10. Además, somos capaces de detectar los objetos no-negros. Así tras haber examinado
todos y cada uno de los objetos no-negros (por ejemplo, 8), y comprobado que ninguno de
ellos es cuervo, podremos decir que todo cuervo es negro; es decir, cualquier otro objeto que
encontremos (alguno de los otros 2), si es cuervo es negro, puesto que ya todos los no-negros
han sido examinados. De este modo, tendríamos una solución de la paradoja de tipo
probabilístico o bayesiano: en la medida en que vayamos acumulando evidencia de que los
objetos no-negros no son cuervos, iremos fundamentando empíricamente la tesis de que todos
los cuervos son negros31.
Sin embargo, tal solución “lógica” resulta inadecuada desde un punto de vista
cognitivo, sea científico o simplemente humano. El problema es que si nos atenemos a la
consideración puramente cuantificacional de la lógica, tal como hemos visto, los objetos que
hay son infinitos, no sólo en todo el universo, sino simplemente en el folio blanco sobre el
que ahora escribo, puesto que, por ejemplo, entre dos puntos cualesquiera hay infinitos puntos
perfectamente nombrables y determinables (en una recta, entre el punto 1,9 y el 2,0, están el
1,99, el 1,999, el 1,9999, etc.). Y por eso, cuando haya aducido mil millones de puntos no-
negros y no cuervos como datos empíricos, no tendré la mínima confirmación empírica de
que los cuervos son negros. Quizá para un intellectus archetypus capaz de contemplar de
golpe todos los no-negros, no hay tal paradoja: cualquier objeto restante, si es cuervo es
negro. Pero tal intelecto no necesita hacer cálculos lógicos ni comprobar empíricamente
hipótesis. Para el resto de los sujetos cognoscentes, para nosotros, la paradoja persiste.
Por eso mismo, no los lógicos, sino los metodólogos de la ciencia, han propuesto la idea
de que hay que restringir el universo de discurso. Así, por ejemplo, Bunge arguye: “Al
cruzarnos con una rubia, ¿pensamos que hemos confirmado la hipótesis «Todos los cuervo
son negros»? Negaremos eso intuitivamente: nuestra observación de la rubia es irrelevante
para la hipótesis dicha y, por consiguiente, aquella observación no cuenta ni como

29
Cfr. Rivadulla, Filosofía actual…, pp. 73-75.
30
Rivadulla, Filosofía actual…, p. 75.
31
Cfr. Díez, J.A. y Moulines C.U., Fundamentos de Filosofía de la Ciencia, Ariel, Barcelona 1999, pp. 404-
406.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 416

confirmadora ni como refutadora de la hipótesis”32. Bunge propone la mencionada restricción


del dominio de individuos: “Al intentar contrastar «Todos los cuervo son negros», lo que
hacemos sin más tácitamente es fijar el universo del discurso restringiéndolo a las aves: no
estudiaremos cualquier cosa que no sea un ave, sino sólo aves”33. Sin embargo, no parece que
tal solución sea muy satisfactoria, pues se le puede objetar: 1) que tal restricción del universo
de discurso es arbitraria y, 2) sobre todo, que no soluciona la paradoja: tras examinar varios
miles de palomas blancas y de gallos rojizos, no tendríamos confirmada la hipótesis de que
los cuervos son negros.
No obstante, por defender parcialmente la tesis de Bunge, podría decirse (como antes
hemos visto) que si previamente se localizaran todas las aves, y luego se examinaran todas las
no negras, podría decirse que se ha demostrado empíricamente que si algo es cuervo es negro.
Sin embargo, es fácil ver que el presupuesto de controlar el universo completo de discurso
(todas las aves), es una quimera. Ahora bien, creo que la tesis de Bunge tiene el interés de que
en ella subyace ya la idea de que la interpretación meramente extensional no es correcta, por
eso, restringe el universos de discurso a un tipo de objetos que, previamente, se identifican
mediante un sustantivo lógico: las aves. Es decir, estamos hablando de objetos que tienen una
propiedad fundamental que les permite ser objeto de conocimiento, y luego tienen otras
propiedades secundarias, que son las que discutimos.
En consecuencia, me parece que la solución hay que buscarla en una reinterpretación de
la fórmulas lógicas en modo no meramente extensional: la afirmación de que los cuervos son
negros, versa sobre los cuervos (o si queremos, sobre un tipo de aves), o sea, nos referimos a
todos y cada uno de los cuervos y sólo a ellos. Es decir, no estamos hablando de todos los
objetos del universo (∀x), sino sólo de los cuervos. No se trata, pues, de restringir
arbitrariamente el universo de discurso, sino que, como he mostrado antes, el sujeto (u objeto
nombrado) ha de serme dado siempre bajo una formalidad; en este caso, la de ser cuervo. En
consecuencia, para probar la hipótesis hay, en primer lugar, que identificar a algo como
cuervo por los procedimientos que sean –menos por ser negro–, y luego ver si es negro o
blanco o…
¿Qué pasa entonces con la confirmación de hipótesis equivalentes? Creo que hay que
considerar que aunque una proposición puede ser lógicamente equivalente a otra, puede
referirse a (nombrar) objetos distintos y, por tanto, no son veritativamente o cognitivamente
equivalentes. Esto puede parecer un absurdo, y ciertamente lo sería atendiendo sólo a la
lógica tal como es interpretada habitualmente. Sin embargo, hay que tener también en cuenta
que la verdad no sólo posee una dimensión lógico-formal, o sea, como coherencia o
corrección, sino una dimensión semántica –coincidencia de nuestro pensamiento

32
Bunge, M., La investigación científica, Ariel, Barcelona 1983, p. 886.
33
Bunge, La investigación científica, pp. 886-887.
A. García Marqués Cuantificación y verificación 417

proposicional con la realidad–, y otra pragmática: conciencia de esa coincidencia. Por eso,
aunque lógicamente son equivalentes: (1) “Yo soy ateniense, pero no lo sé” (dicha por
Sócrates) y (2) “Sócrates es ateniense, pero él no lo sabe”; sin embargo, no lo son desde un
punto de vista pragmático. En suma, si queremos atender al conocimiento en todas sus
dimensiones, no sólo hay que atender a sus condiciones lógico-formales, sino también a sus
condiciones materiales, puesto que hay un sujeto real que lleva a cabo los actos cognitivos.
Con esto, creo que se ve con claridad que no es lo mismo la verdad que la corrección
lógica. Para que algo sea verdad, ha de ser formalmente correcto, pero no basta tal cosa. La
lógica nos permite razonar correctamente, pero no nos da la verdad material, sino sólo la
coherencia formal. Pondría un último ejemplo. Si presto mi coche a un conductor novato para
que haga prácticas, pensaré que si tiene un accidente lo estropeará, y de ahí deduzco que si no
lo estropea es que no ha tenido un accidente. Cuando me devuelve el coche, yo lo miraré para
ver si está abollado, etc., y, si no lo está, concluiré que no ha tenido un accidente. Pero para
saber esto último, no me pasaré horas en mi biblioteca, comprobando si mis libros están o no
estropeados, mientras afirmo con gran convicción: “si algo sufre un accidente, quedará
estropeado (∀x (Ax → Ex))”, pero “si no está estropeado, no está accidentado (∀x (¬Ex →
¬Ax))”; para, al fin, tras muchas horas de inspeccionar mis libros y comprobar que ninguno
está estropeado, poder concluir lúcidamente: mi coche no ha sufrido ningún accidente.

Conclusiones

Según hemos visto, Quine sostiene una interpretación objetual de la lógica


cuantificacional. Para Quine, con las variables ligadas estamos hablando de cualquier objeto,
pues la carga de la referencia recae sobre las variables, que son puros deícticos vacíos, al
haber eliminado todo nombre de la posición referencial.
Creo que he mostrado que esa interpretación puramente extensional comporta
dificultades insolubles. La tesis de que las variables sean puros referentes vacíos es
insostenible, pues, para poder predicar, necesitamos que los objetos nos sean dados mediante
una propiedad, necesitamos fijar la referencia a ellos mediante una determinación. Con esto
no elimino la distinción lógica entre sujeto y predicado (objeto y concepto, argumento y
función), sino sólo sostengo que es necesario concebir al sujeto como algo determinado,
formal, pues si no, no es posible nombrarlo; falla la función referencial. Y así, por ejemplo,
cuando decimos, “todos los cuerpos de tales dimensiones son graves”, estamos hablando de
un tipo de cuerpo, y no de las ondas o de las micropartículas o de otras entidades físicas.
De este modo, creo que se ve la raíz de las paradojas de Hempel: la inadecuada
interpretación de los cuantificadores. En las predicaciones que realmente hacemos, siempre
nos atenemos a objetos dados formalmente (nos referimos a ellos con nombres lógicos). Por
eso, cuando decimos “los cuervos son negros”, estamos hablando de cuervos, y sólo de ellos.
Y en consecuencia, no tiene sentido aducir un no-cuervo (sea como sea) como un caso que
prueba que los cuervos son negros. Por el contrario, al decir, “los no-negros no son cuervos”
A. García Marqués Cuantificación y verificación 418

nos referimos los objetos no-negros, y por tanto, ni siquiera indirectamente nos referimos a
los cuervos (incluso aunque realmente sean negros), pues la referencia viene dada por el
sujeto, no por el predicado. En efecto, éste sólo es verdadero de…, y no nombra ningún
objeto: es claro que si digo “esta mesa no es un perro”, no tiene sentido la pregunta ¿a qué
perro te refieres? o ¿de qué perro hablas?, sino sólo ¿a qué mesa te refieres?, si es que la
referencia no ha quedado suficientemente explícita.
Con todo esto, no pretendo mantener que no se pueda cuantificar universalmente, sino
que la sustitución de variables ligadas por objetos no se hace buscando x informes que tengan
dos propiedades (o las que sean), sino que un objeto siempre nos es dado o nos referimos a él
o lo mencionamos ya formalizado, y sobre esa primera formalización añadimos las restantes,
las predicamos de él. Por eso, no es lo mismo “algún gato es blanco” que “∃x (Gx ∧ Bx)”,
pues lo segundo dice que “existe un objeto que es gato y blanco”, mientras que lo primero
habría que interpretarlo diciendo que “algo, que me es dado como gato (o que es gato), tiene
además la propiedad de ser blanco”. Y, queramos o no, ambas propiedades no están en el
mismo nivel, no porque una sea esencial y otra no, sino porque una nombra al sujeto (el
sujeto es conocido así) y otra se predica con verdad del sujeto ya formalizado.

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