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Presentación de libro “Cuentos de perdedores”, de Ricardo Candia Cares

En primer lugar, quiero agradecer a Ricardo Candia haberme invitado a presentar su


nuevo libro. Debo aclarar que mi oficio es la historia, y mis conocimientos de la literatura
son lamentables. Absorbido por las necesidades del trabajo y preparar numerosas clases
cada año, el espacio que dedico a leer novelas es casi igual a cero. Por lo tanto, mis
comentarios no son la voz de un especialista, que sabe diseccionar los códigos del arte de la
narración. Son más bien las reflexiones de un lector que recepciona estos escritos desde su
particular universo mental.

Como su nombre lo indica, la novela que hoy nos reúne alude a personajes cuya
suerte está lejos de concretar sueños o ideales utópicos. Más bien se trata de hombres y
mujeres que, movidos por motivaciones tan distintas como la venganza, los sueños de un
mundo mejor o la lealtad hacia amigos o su pareja, corren la suerte de un destino bizarro,
ajeno, fatal…. En fin, el punto de llegada de los perdedores, de los que alcanzan sus metas
perdiendo, para los que la realización de sus objetivos vitales se traduce en utilizar métodos
alejados de lo que el sentido común considera correctos. Entonces, desde mi lectura,
Ricardo nos invita en esta novela a ver el mundo desde las perspectivas de los perdedores,
para quienes la existencia no contempló mundos pletóricos de esperanza. Por el contrario,
la novela es una rendija que nos permite adentrarnos al mundo desde el punto de vista del
pesimismo y la derrota. En este sentido, tratar de entender el mundo desde el mundo de los
y las personas alejadas de los oropeles, nos recordó el caso de Antonio Gramsci. Militante
del Partido Comunista italiano, a principios de la década de 1920 conoció de cerca las
movilizaciones obreras a comienzos de dicha década. Con el ejemplo reciente de la
Revolución Rusa, hombres y mujeres pertenecientes al bajo pueblo marcharon con “el puño
esperanzado, porque todo cambiará” (como decía Víctor Jara). Sin embargo, en 1922,
acompañado de sus camisas negras, el dirigente fascista Benito Mussolini marchó sobre
Roma, la histórica ciudad italiana. Solo cuatro años más, en 1926, cuando el dictador
fascista se consolidaba en el poder, Gramsci fue encarcelado. Saldría de prisión en 1937
solo para morir pocos días más tarde. Estando en prisión, Gramsci reflexionó sobre la
causas de la brutal derrota del movimiento obrero italiano Es más, la derrota fue el principal
factor que lo llevó a reflexionar las particularidades de la revolución en Occidente, que
ofrecía condiciones muy distintas a las de Oriente, donde había triunfado en la Rusia de los
soviets. De esta manera, Gramsci, a lo largo de sus “Cuadernos de la Cárcel”, demostró que
pensar desde la derrota, ofrece la ventaja de ser más descarnado, brutalmente realista y
menos condescendientes con el entorno que nos rodea. Dicen que algunas obras son hijas
de sus tiempos, y aunque estos relatos fueron escritos hace larga data, ven la luz en formato
libro después de la gran derrota cultural de los sectores partidarios de las transformaciones
políticas y sociales en el país que significó el resultado del plebiscito del 4 de septiembre de
2022. Tal vez por estos motivos, relacionados con la desolación y la claridad reflexiva a la
que obliga tratar de comprender a las derrotas y a los derrotados, el libro de Ricardo es muy
recomendable de leer en el actual desesperanzador momento político que vive nuestro país.

Por otro lado, varios de los relatos nos remontan cronológicamente a la década de
1980. Años de dictadura y represión, también fue una época que una generación rebelde se
forjó grandes metas de alcanzar una sociedad más justa, igualitaria y libre. Pero también fue
una época de cambios culturales y generacionales, representados por las nacientes nuevas
lógicas de consumo, las culturas juveniles y un mundo que avanzaba –de manera
inesperada para todos- hacia un nuevo orden mundial unipolar. Como lo dice uno de los
personajes de la novela de Ricardo, muchos y muchas arriesgaron incluso sus vidas, por
lograr que, “un día, se abrieran las anchas alamedas por donde macharían hombres y
mujeres libres”, parafraseando el último discurso del presidente Salvador Allende. Esa era
la épica que guiaba la ilusión de derribar a la dictadura pinochetista sin tener que conceder
espacios a su legado. La meta de derribarla con cientos de miles de personas en las calles,
acompañados de un brazo armado del pueblo, como decía una colectividad de izquierda de
la época. Esa imagen, que de alguna manera transportaba a las de Managua en 1979,
cuando el pueblo nicaragüense volteó al Tacho Somoza, se complementaba con la de “un
alma llena de banderas rojas” desfilando frente a La Moneda. Pero bueno, todos sabemos
que al final “llegó la alegría”, la “buena onda” y los consensos. Si, consensos con los
mismos que saquearon las industrias nacionales mediante las privatizaciones; con los
mismos que negaban la existencia de la violación a los derechos humanos, en fin, consenso
con el mismísimo dictador responsable de los crímenes y el latrocinio. Por eso, para
muchos y muchas integrantes de esa generación rebelde, se sienten parte de una generación
derrotada, verdaderos “actores secundarios” de la llamada transición democrática, como se
tituló un recordado documental sobre el movimiento estudiantil de la enseñanza media en la
década de 1980. En el caso de la novela de Ricardo, uno de sus personajes refleja el
pesimismo de ese porvenir incluso antes de terminada la dictadura, cuando muchos y
muchas tenían en mente la sublevación imaginada. Preparándose para una “recuperación”
en un banco, le dice a sus compañeros “ganaremos”, aunque sin creer en lo que digo”. ¿Qué
mueve a un ser humano a la acción cuando este tiene consciencia que será derrotado, de la
incomensurable superioridad de su enemigo? ¿Cómo seguir viviendo sin horizontes de
esperanzas?.

En ese mismo relato, aparece una de las reflexiones fundamentales de la obra, que
está referida a la posibilidad o no que tenemos los seres humanos para doblegar el destino.
El líder de un grupo operativo de izquierdas que estaba a instantes de iniciar el asalto a un
banco se pregunta “¿serán las cosas como las decidimos o tienen vida propia y se mandan
solas?”. La respuesta a esta pregunta ofrece una válvula de escape para huir del pesimismo.
Si, lo humanos somos capaces de romper los maleficios y las rachas negativas de derrotas,
a pesar de la enorme magnitud de estas. Es lo que creyó la generación de los rebeldes de los
80. Pero, según mi parecer, no es la de los personajes de la novela de Ricardo. Estos, en
mayor o menor medida, son conscientes de la derrota. La viven con aplomo, sin pretender
escapar de un destino que los condena a perder.

En esta línea, uno de los relatos más conmovedores de este libro, narra el caso de la
experiencia de la venganza de una mujer sometida a los más brutales abusos por parte un
hombre, en este caso un oscuro sargento de policía. La redención de la historia, que
culmina con la venganza de la débil ante el poderoso, es vivida sin el jolgorio de quien
obtiene un triunfo épico, de quien logra una meta largamente ansiada. Por el contrario. Ese
instante de justicia se experimenta con la tranquilidad de tener claro que, a pesar del fin de
la persona que la abusaba, el destino no sería mejor. Como si la consumación de la
venganza fuera solo un pequeño acontecimiento que no impediría el cruel designio del
sórdido destino que la esperaba. En definitiva, es como si la derrota estuviera escrita de
antemano, a pesar de los destellos ocasionales que nos hacen pensar lo contrario.

En el caso de las narraciones que componen la nueva novela de Ricardo Candia, la


derrota tiene carácter de clase. En efecto, los y las derrotados son personajes de raigambre
popular o que militan en organizaciones que tienen como meta modificar el dominante
orden capitalista. En esta novela es como si la mejor y verdadera forma de experimentar
realmente la derrota, sea exclusividad de los dominados y explotados. Como la historia del
ascensorista que llevaba 35 años subiendo entre el primer y el octavo piso de un céntrico
edificio. En su interior, habitaba el odio de clase contra el exitoso contador de una empresa
y la envidia a su compañero de trabajo, el conserje del edificio quien no tenía que subir y
bajar todo el día por el ascensor. Pero también los bajos instintos hacia una inalcanzable y
blonda secretaria del dentista que trabajaba en el edificio. En el caso de esta historia,
parecía que el poder de la “voluntad de poder”, lograría revertir el designio negativo e
inexorable del destino de los derrotados. Por una vez, la utopía parecía que se sí se cumplía.
La voluntad de los individuos se alza orgullosa y vencedora ante las barreras que impiden
su avance. Pero no. No hay caso. Lo sueños, una vez más, al despertar de ellos, se vuelven
la peor de la pesadillas. Los pobres y sometidos no escapan de su jaula de hierro.

Los cuentos de Ricardo, en todo caso, no se quedan solo en una mirada


unidimensional de los perdedores. Por el contrario, a través de personajes complejos, se
ahonda en la explicaciones de sobre los derrotados. En el cuento “Tranquilo, será breve”,
palabras que tienen un carácter tranquilizador para el receptor del mensaje, también señala
el final negativo del protagonista. En un relato breve, conocemos las reflexiones de
militante clandestino en manos de las fuerzas de seguridad de un régimen opresor, cuyos
métodos son los que Chile conoció bajo la dictadura cívico-militar. Ante el indoblegable
tormento de la tortura, ¿qué le queda al derrotado, cuya existencia del hilo discrecional de
sus victimarios?. En este sentido, Ricardo nos recuerda que incluso en los momentos de la
más aplastante y feroz de las derrotas, como en el caso de un secuestrado o secuestrada
sometida a vejaciones y torturas, el perdedor todavía tiene cartas que jugar. Y que, aunque
con el más altos de los costos, el derrotado puede lograr ganarle a su opresor. Este cuento
me parece que es el que de manera más evidente muestra la trama compleja a la que nos
somete Ricardo con su galería de perdedores. Es un oxímoron, porque ejemplifica la difícil
que es definir una derrota, dependiendo del punto de vista del que se mire la situación.

Pero si la anterior es una forma de perder con honor, los relatos de “Cuentos de
perdedores” nos muestran otras facetas más patéticas que esto tiene. En el texto “En
ninguna parte” se describe la triste existencia de tres olvidados y ancianos enfermos de un
inhóspito hospital. Cuando parecían que su destino era solo esperar la muerte, la que se
evitaba solo gracias a estar conectados a máquinas, los funcionarios del recinto comienzan
a registrar incoherentes conversaciones, descritas como voz 1, voz 2 y voz 3. En sus frases
desconectadas, se pueden descubrir atávicos tiempos de revolución social y deseo. En su
caso, la patética derrota se traduce en el olvido. Terminar los días en desvencijadas camas
de un hospital, sin que nadie los recuerde, salvo los propios funcionarios, nos hace pensar
en la tristeza de terminar nuestros días sin importarle a nadie. Tal como lo señala el título
del cuento, como si nuestra existencia no estuviera en ninguna parte, invisible para todos.
Es como pensar que la vida transcurrió sin trascendencia, que los esfuerzos desplegados
fueron inútiles. Y que el castigo por ello, es el perder olvidado por moros y cristianos,
olvidados de la historia.

Hasta hace poco tiempo atrás, los estudiantes de las carreras de Historia tenían que
leer en sus primeros años en la universidad el clásico texto “¿Qué es la historia?”, del
célebre historiador británico Edward Hallet Carr. Escrito a comienzo de la década de 1960,
en este trabajo Carr reiteró su distancia contra las nociones positivistas que consideraban
que era posible que el autor de un libro de historia, pudiera desprenderse 100% por 100%
de las cargas subjetivas que su experiencia vital le había signado. Por ello, una de las
recomendaciones más conocidas que hacía a los interesados en formarse como historiador o
historiadora, era poner atención en la biografía del autor o autora del libro antes de
comenzar la lectura de este. Nacionalidad, año de nacimiento, donde creció o estudió,
influencias políticas y culturales…cualquier dato biográfico puede ser relevante, señalaba
Edward H. Carr, para entender el enfoque que contenía el libro que comenzaría a leer. Por
ello, por deformación profesional, en nuestro oficio siempre indagamos lo más posible
sobre quien es el autor o autora, pensando que allí habrá claves para comprender sus
planteamientos.

Por ello, debo reconocer que mi lectura de este libro está marcada por el recuerdo de
algunas de las columnas que Ricardo escribía en la extinta revista Punto Final. Además, por
tres datos claves aportados por la presentación del autor de libro en la solapa y
contraportada del libro entrega tres datos claves de la lectura. La primera, por el año de
nacimiento de Ricardo, que facilita saber que tenía unos 14 años cuando Salvador Allende
ganó las elecciones presidenciales en 1970, casi 18 en el momento del golpe de Estado y
fue treintón en los años de las dictadura durante la década de 1980. Se encaminó a los
cuarenta durante la primera década de la transición. El segundo dato es que estos relatos
tienen, se dice, “un fuerte contenido autobiográfico”, marcados por su experiencia de lucha
frontal contra la dictadura y su experiencia de preso político. El tercer y último dato lo
encontramos en la contraportada de este libro. Consiste casi en una declaración de
principios de nuestro autor, quien señalan que el pesimismo es uno de los mejores
predictores que existen en la existencia humana. Es decir, cuando creemos que las cosas
pueden empeorar y terminar en una gran derrota, normalmente ocurre así. Volviendo al
mencionado Antonio Gramsci, me gusta pensar que Ricardo se mueve entre el optimismo
de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia. En efecto, en una carta a su hermano en
1929 escrita en prisión, el político italiano afirmó que “en todas las circunstancias” pensó
primero en las peores posibilidades, para poner en marcha todas las reservas de mi voluntad
y estar en condiciones de derribar el obstáculo”. Al mismo tiempo, dijo, “nunca he tenido
ilusiones y nunca he sufrido decepciones”. En su lugar “siempre me he preocupado de
armarme con una paciencia ilimitada, no pasiva, inerte, sino animada por la perseverancia”.
Por ello, Gramsci se consideraba “pesimista por la inteligencia, pero optimista por la
voluntad”

Recuerdo estas palabras, porque quiero concluir reivindicando a la generación de


Ricardo, que vivió la forja de grandes ilusiones de revoluciones pacíficas y armadas, e
inmensas y aplastantes derrotas. Pero que la certeza que tienen los perdedores y las
enseñanzas que le da el pesimismo, los ha convertido en vectores de transmisión a las
nuevas generaciones de la perseverancia histórica que se necesita para pensar que otro
mundo es posible.

Muchas gracias

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