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El cuidado y el cultivo del hábitat

Reflexión acerca de la
dimensión humana del
trabajo

Introducción

“Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en el jardín


de Edén, para que lo labrase y cuidase”

Gn 2, 15.

U
n signo de la familiaridad del hombre con Dios en el Paraíso, tal como nos
lo confía la Revelación, es el hecho de que Dios lo coloca en jardín. Allí
vive el hombre para cultivar la tierra y guardarla. El trabajo no le
resultaba entonces penoso, sino que era la colaboración del hombre y de la
mujer con Dios en el perfeccionamiento de la creación visible. Este rasgo del
trabajo, que hace a la armonía original prevista por Dios para el hombre, se
perderá luego por el pecado de nuestros primeros padres. En efecto, la armonía
con la creación se rompe; ésta se hace para el hombre extraña y hostil y, a
causa del hombre, queda sometida a la servidumbre de la corrupción.

Sin embargo, el trabajo sigue siendo una dimensión propiamente humana en


cuanto procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a
prolongar la obra de la creación dominando la tierra. Por esto mismo, el trabajo
constituye un deber para el hombre y honra los dones del Creador y los talentos
que cada uno recibe.

En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscriptas


en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo,
que es su autor y su destinatario. De él la persona debe poder sacer los medios
necesarios para sustentar su propia vida y la de los suyos, y para prestar un
servicio a la comunidad.
La dimensión humana del trabajo

En unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el


trabajo puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo de cada día,
el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su obra redentora.
Llevando la Cruz de cada día en la actividad que está llamado a realizar, se
muestra como verdadero discípulo de Cristo. Así, el hombre puede encontrar en
el trabajo un medio de santificación personal1.

El trabajo y el hombre

E
l trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia del
hombre en la tierra. Las ciencias dedicadas al estudio del hombre, como
son la antropología, la paleontología, la historia, la sociología, la sicología,
y otras, parecen confirmar este hecho. A la luz de la Palabra de Dios, esta
convicción de la inteligencia adquiere también el carácter de una convicción de
fe.

Las páginas del libro del Génesis expresan verdades fundamentales que deciden
acerca del hombre desde el principio y que trazan las granes líneas de su vida en
la tierra, sea en el estado de justicia original como después del pecado. Las
palabras procread y multiplicaos, henchid la tierra y sometedla, si bien no indican
explícitamente el trabajo, lo señalan como algo a desarrollar en el mundo.
Ponen al descubierto la esencia más profunda del hombre, imagen de Dios.
Cuando el hombre atiende a este mandato, refleja la acción misma del Creador.

El dominio del hombre sobre la tierra se realiza en el trabajo y mediante el


trabajo. En el proceso de dominar la tierra mediante su trabajo, el hombre se
coloca en cada caso en la línea del plan original del Creador. Al mismo tiempo,
este proceso es universal, esto es, abarca a todos los hombres, a cada
generación y a cada fase del desarrollo no sólo económico sino también cultural
del hombre, y a la vez es un proceso que se actúa en cada hombre, en cada
sujeto humano consciente.

Se pueden distinguir dos significados del trabajo humano: el trabajo en sentido


objetivo y el trabajo en sentido subjetivo, o sea, el hombre como sujeto del
trabajo. El trabajo en sentido objetivo halla diversas expresiones históricas y
culturales. El hombre domestica los animales, los cría y de ellos saca el alimento
y vestido necesarios; puede extraer de la tierra y de los mares diversos recursos
naturales; cultiva la tierra y elabora sus productos, adaptándolos a sus
necesidades. La agricultura constituye así un campo primario de la actividad
económica y un factor indispensable de la producción por medio del trabajo

1
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 378, 400, 2427 y 2428.

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humano. La industria, a su vez, conjuga las riquezas de la tierra y el trabajo del


hombre, sea el trabajo físico como el intelectual, y esto puede aplicarse también
en cierto sentido a los servicios y a la investigación.

Ahora bien, si en la actualidad, tanto en la industria como en la agricultura, la


actividad del hombre ha dejado de ser un trabajo exclusiva y prevalentemente
manual, puesto que se ayuda por medio de máquinas, y si bien pueda parecer
que en este contexto es la máquina la que trabaja mientras el hombre sólo la
vigila, sin embargo, el sujeto propio del trabajo sigue siendo siempre el hombre.
En esta preeminencia del hombre debe incluirse también la técnica.

Con esto ponemos atención sobre otra dimensión del trabajo, es decir, sobre el
trabajo en sentido subjetivo. Las palabras del libro del Génesis, que hablan
indirectamente del trabajo en sentido objetivo, hablan a la vez del sujeto del
trabajo.

El hecho de que el hombre deba dominar la tierra encuentra su fundamento en


que, como imagen de Dios, es una persona, es decir, un ser subjetivo capaz de
obrar de manera racional, capaz de decidir acerca de sí y que tiende a realizarse
a sí mismo. Como persona, el hombre es pues sujeto del trabajo. Como persona
él trabaja, realiza acciones concernientes al trabajo, las cuales,
independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas a la
realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona,
que tiene en virtud de su mismo ser hombre.

Así entendido, el trabajo, como proceso por el cual el hombre somete la tierra,
corresponde al concepto bíblico de dominio sólo cuando en ese proceso el
hombre se manifiesta y confirma como el que domina. Es más, ese dominio se
refiere más a la dimensión subjetiva que a la objetiva, pues la dimensión
subjetiva condiciona la esencia ética del trabajo desde el momento en que quien
lo lleva a cabo es una persona, un sujeto consciente y libre, es decir, un sujeto
que decide de sí mismo. Esta verdad, que constituye en cierto sentido el núcleo
fundamental y perenne de la doctrina cristiana sobre el trabajo humano, ha
tenido y sigue teniendo un significado primordial en la formulación de los
importantes problemas sociales que han interesado épocas enteras.

Esto pone en evidencia que las fuentes de la dignidad del trabajo deben buscarse
principalmente no en su dimensión objetiva, sino en su dimensión subjetiva. El
trabajo humano pude y debe ser valorado y cualificado desde el punto de vista
objetivo, pero el primer fundamento del valor del trabajo es el hombre mismo,
su sujeto. Esto conlleva una consecuencia importante de naturaleza ética. Es
cierto que el hombre está llamado al trabajo, pero, ante todo, el trabajo está en
función del hombre y no el hombre en función del trabajo. Aun cuando los
trabajos realizados por los hombres puedan tener su valor objetivo, sin embargo
cada uno de ellos se mide sobre todo con el metro de la dignidad del sujeto
mismo del trabajo, o sea de la persona, del hombre que lo realiza. A su vez, aun
cuando el trabajo del hombre constituya una finalidad de su obrar, esta finalidad

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no tiene un significado definitivo en sí, pues la finalidad de cualquier trabajo


realizado por el hombre es siempre el hombre mismo2.

El trabajo y la dignidad de la persona

E
n la perspectiva del hombre como sujeto del trabajo, conviene tocar
algunos problemas que definen con mayor aproximación la dignidad del
trabajo humano, pues permiten distinguir más plenamente su específico
valor moral.

Hay tener siempre presente la vocación del hombre a dominar la tierra, vocación
según la cual el trabajo ofrece al hombre la posibilidad de alcanzar ese dominio
que, por lo demás, le es propio y en la que se expresa además la voluntad del
Creador.

Esta intención fundamental y primordial de Dios respecto del hombre no ha sido


revocada ni anulada ni siquiera cuando el hombre, después del pecado, es decir,
después de haber roto la alianza original con Dios, oyó las palabras:

“Con el sudor de tu rostro comerás el pan”

Gn 3, 19.

Estas palabras hacen referencia a la fatiga que desde entonces acompaña al


trabajo humano; pero no cambian el hecho de que éste es el camino por el que
el hombre realiza el dominio que le es propio sobre el mundo visible, sometiendo
la tierra. Esta fatiga es un hecho universalmente conocido, porque es
universalmente experimentado. Lo saben todos los hombres. Lo saben los
hombres del trabajo manual, los agricultores, los mineros, los siderúrgicos, los
albañiles. Lo saben a su vez, los hombres vinculados al trabajo intelectual, los
científicos, hombres sobre quienes pesa la gran responsabilidad de decisiones
destinadas a tener una vasta repercusión social. Lo saben los médicos y los
enfermeros. Lo saben las mujeres, que a veces sin un adecuado reconocimiento
por parte de la sociedad y de sus mismos familiares, soportan cada día la fatiga y
la responsabilidad de la casa y de la educación de los hijos.

No obstante, con toda esta fatiga y, en un cierto sentido, debido a ella el trabajo
es un bien del hombre. Si este bien comporta el signo de un bien arduo, esto no

2
Cfr. Juan Pablo II, Laborem exercens, nn. 4-6.

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quita que, en cuanto tal, sea un bien del hombre. Y no sólo es un bien útil o para
disfrutar, sino un bien digno, es decir, que corresponde a la dignidad del hombre,
un bien que expresa esta dignidad y la aumenta.

Queriendo precisar mejor el significado ético del trabajo, se debe tener presente
ante todo esta verdad. El trabajo es un bien del hombre, de su humanidad,
porque mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza, sino que
se realiza a sí mismo como hombre, es más, en un cierto sentido se hace más
hombre.

Si se prescinde de esta consideración no se puede comprender el significado de


la virtud de la laboriosidad y más en concreto no se puede comprender por qué
la laboriosidad debería ser una virtud. En efecto, la virtud, como actitud moral,
es aquello por lo que el hombre llega a ser bueno como hombre.

De ahí que en el trabajo el hombre no deba sufrir mengua en su propia dignidad.


Se sabe que es posible usar el trabajo contra el hombre de diversos modos,
como castigo, como medio de opresión del hombre, como explotación del trabajo
humano, es decir, del hombre que trabaja. Pero aun esto da testimonio en favor
de la obligación moral de unir la laboriosidad como virtud con el orden social del
trabajo, que permita al hombre hacerse más hombre en el trabajo, y no
degradarse a causa del trabajo, perjudicando sus fuerzas físicas, lo cual hasta un
cierto punto es inevitable, y, sobre todo, menoscabando su propia dignidad y
subjetividad3.

El trabajo, la familia y la sociedad

C
onfirmada de este modo la dimensión personal del trabajo humano, se
debe luego llegar al segundo ámbito de valores, que está necesariamente
unido a él. El trabajo es el fundamento sobre el que se forma la vida
familiar, la cual es un derecho natural y una vocación del hombre. Estos dos
ámbitos de valores, uno relacionado con el trabajo y otro consecuente con el
carácter familiar de la vida humana, deben unirse entre sí correctamente y
correctamente compenetrarse. El trabajo es, en un cierto sentido, una condición
para hacer posible la fundación de una familia, ya que ésta exige los medios de
subsistencia que el hombre adquiere normalmente mediante el trabajo. Trabajo y
laboriosidad condicionan a su vez todo el proceso de educación dentro de la
familia, precisamente por la razón de que cada uno, se hace hombre, entre otras
cosas, mediante el trabajo, y ese hacerse hombre expresa precisamente el fin
principal de todo el proceso educativo.

3
Cfr. Juan Pablo II, Laborem exercens, n. 9.

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La familia constituye uno de los puntos de referencia más importantes según los
cuales debe formarse el orden socio-ético del trabajo humano. En efecto, la
familia es, al mismo tiempo, una comunidad hecha posible gracias al trabajo y la
primera escuela interior de trabajo para todo hombre.

“¡Oh Nazaret, oh casa del "Hijo del Carpintero", cómo querríamos


comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga
humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo;
recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo,
cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor
económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los
trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su
hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo
Nuestro Señor!”4

Un tercer ámbito de valores que emerge en la perspectiva del sujeto del trabajo
se refiere a esa gran sociedad, a la que pertenece el hombre en base a
determinados vínculos culturales e históricos. Esa sociedad es, por una parte, la
gran educadora de cada hombre, aunque de modo indirecto puesto que cada
hombre asume en la familia los contenidos y valores que componen la cultura de
una determinada nación, y por otra, una gran encarnación histórica y social del
trabajo de todas las generaciones. Esto hace que el hombre concilie su más
profunda identidad humana con la pertenencia a una nación y entienda también
su trabajo como incremento del bien común elaborado juntamente con sus
compatriotas, dándose así cuenta de que por este camino el trabajo sirve para
multiplicar el patrimonio de toda la familia humana, de todos los hombres que
viven en el mundo.

Estos tres ámbitos conservan permanentemente su importancia para el trabajo


humano en su dimensión subjetiva. Y esta dimensión, es decir, la realidad
concreta del hombre del trabajo, tiene precedencia sobre la dimensión objetiva.
En su dimensión subjetiva se realiza, ante todo, aquel dominio sobre el mundo
de la naturaleza al que el hombre está llamado desde el principio según las
palabras del libro del Génesis. El proceso mismo de someter la tierra, marcado a
lo largo de la historia por un desarrollo inconmensurable de los medios de
producción, es un fenómeno ventajoso y positivo a condición de que la dimensión
objetiva del trabajo no prevalezca sobre la dimensión subjetiva, quitando o
disminuyendo la dignidad y los derechos inalienables del hombre5.

4
Pablo VI, Peregrinación a Tierra Santa. Filial homenaje a la Madre de Dios, y Madre nuestra, la Virgen María
[en línea], Iglesia de la Anunciación de Nazaret, 5 de enero de 1964, URL:
<http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1964/documents/hf_p-
vi_spe_19640105_nazareth_sp.html>, [consultado el: 27-03-2013].
5
Cfr. Juan Pablo II, Laborem exercens, n. 10.

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