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Cartas a mi maestro

Albert Camus

Traducción de Pablo Hermida Lazcano

Título original: «Cher monsieur Germain...»: Lettres et extraits,


originalmente publicado en francés por Editions Gallimard, en 2022

Primera edición en esta colección: noviembre de 2022

Copyright © Succession Albert Camus, 2022, pour les lettres


d’Albert Camus.

Copyright © Droits réservés. Succession Louis Germain, 2022, pour


les lettres de Louis Germain.

Copyright © Éditions Gallimard, 1994, pour le chapitre du Premier


homme ; 2022, pour la présente édition.

All rights reserved

© de la imagen de cubierta, Fonds Albert Camus, 2022

© de la traducción, Pablo Hermida Lazcano, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial
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ISBN: 978-84-19271-21-1

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Índice

Nota del editor

Correspondencia (1945-1959)

«La escuela» (capítulo de El primer hombre)

El capítulo «La escuela» está extraído de El primer hombre.

Con excepción de las cartas perdidas, se publica aquí por primera


vez en su integridad la correspondencia entre Albert Camus y Louis
Germain. La muerte de Camus en 1960 en un accidente
automovilístico la interrumpe bruscamente, del mismo modo que
deja inacabado El primer hombre.

Nacido en Mondovi, en Argelia, en 1913, Albert Camus es de origen


alsaciano y español. Su padre, trabajador agrícola, muere en el
frente durante la Primera Guerra Mundial, y el joven vive en Argel
con su madre, que trabaja de asistenta.

Alumno brillante, recibe una beca gracias a su profesor Louis


Germain, obtiene una licenciatura en filosofía y consigue un diploma
en estudios superiores sobre las relaciones entre el helenismo y el
cristianismo a través de Plotino y san Agustín. Sin embargo,
tuberculoso y temeroso de la rutina, renuncia a la enseñanza. Se
orienta hacia el periodismo. En 1935 se afilia al Partido Comunista.
Su primer ensayo, L’envers et l’endroit (El revés y el derecho),
recoge la experiencia, ya rica, de un joven de veinticuatro años: el
barrio argelino de Belcourt, el hogar familiar y sobre todo «el
admirable silencio de una madre y el esfuerzo de un hombre para
hallar una justicia o un amor que equilibre ese silencio». Al año
siguiente, en 1939, publica Noces (Bodas), que confirma sus dotes
de escritor. La guerra trastorna su vida: la censura prohíbe el
periódico Soir Républicain, en el que trabajaba, y el joven
desembarca en París, donde se unirá a la Resistencia en 1943 en la
red

«Combat» («Combate»), y dirigirá junto con Pascal Pia el diario


clandestino homónimo. En 1942 aparece L’étranger (El extranjero),
novela situada bajo el signo del absurdo y cuyo significado revela en
un ensayo, Le mythe de Sisyphe (El mito de Sísifo). Primer éxito,
pero también primeras críticas y primeros malentendidos. Entra en
el comité de lectura de Éditions Gallimard y, con la liberación, se
convierte en redactor jefe del Combat liberado. En sus célebres
editoriales, toma partido en lo sucesivo sobre las grandes
cuestiones de su tiempo, incluidas el colonialismo o la bomba
atómica. En 1947, La peste, asombrosa crónica de la lucha de una
ciudad contra una epidemia, que cosecha un éxito inmenso. Escribe
novelas, pero también relatos
(L’exil et le royaume [El exilio y el reino]), obras teatrales y ensayos.
Su ensayo L’homme révolté (El hombre rebelde) generó
controversia con escritores tales como Sartre o Breton. Adapta las
obras de autores extranjeros como Faulkner, Buzzati, Calderón o
Dostoyevski antes de publicar La chute (La caída), la confesión de
un abogado exiliado en Ámsterdam, en 1956. Recibe el Premio
Nobel de Literatura en 1957 y comienza una nueva novela, Le
premier homme (El primer hombre). La novela quedará inconclusa:
el 4 de enero de 1960, Albert Camus muere en un accidente de
tráfico. Le premier homme aparecerá de forma póstuma, en 1994.

Escritor prominente del siglo XX, Albert Camus es el autor de una


obra íntegramente centrada en la condición del hombre y que,
partiendo del absurdo, halla una salida en la rebelión y en el amor. A
las pasiones mediterráneas las sucede un humanismo lúcido y al
lirismo de los primeros textos un estilo riguroso y luminoso.

Nota del editor

Alumno del colegio de la calle Aumerat en el barrio pobre de


Belcourt (Argel), Albert Camus sigue las enseñanzas de Louis
Germain (1884-1966). El maestro, que convence a la autoritaria
abuela de su alumno para que le permita proseguir sus estudios,
seguirá siendo para Camus una figura infinitamente prominente. Es
célebre la carta, hecha de gratitud, de consideración y de afecto,
que el escritor le dirigió a raíz de su recepción del Premio Nobel de
Literatura, en 1957. (A Louis Germain le dedicará, además, su
Discours de Suède [Discurso de Suecia]).

Reproducimos aquí la totalidad de las cartas conocidas hasta la


fecha (1945-1959), correspondencia parcialmente inédita,
acompañada de un capítulo de El primer hombre, la novela inacaba
de Camus. En dicho capítulo, Jacques —

doble novelesco de Albert— evoca a su maestro en Argel, el señor


Bernard. Un nombre de ficción que no hace olvidar a su modelo: el
señor Germain.
Correspondencia

1945-1959

1.

Louis Germain a Albert Camus

París, 15 de octubre de 1945

Mi querido pequeño:

Me resulta fácil imaginar que mi carta te sorprenderá.

Debes de preguntarte quién puede escribirte de esta forma y


permitirse estas confianzas. Se trata de alguien que te quiere mucho
y por quien estoy convencido de que tú también sientes afecto. ¿A
que nunca adivinarías que soy el señor Germain, de Argel, tu
antiguo maestro?

Estoy aquí desde el febrero pasado y he podido seguir los éxitos


elogiosos que has cosechado. Me he enterado de tu presencia en
París por tu reportaje sobre la miseria de nuestros norteafricanos.1

Estoy a la espera de partir para Argel y me alegraría mucho verte


antes de marchar. Como creo haber desempeñado un cierto papel
en tu destino, aunque muy modesto, querría que me asegurases
que no me equivoqué al orientarte hacia el liceo.

Alistado como voluntario durante la guerra el 1 de diciembre de


1942 en el Cuerpo Franco de África en Argel (a

mis... cincuenta y ocho años), actualmente estoy destinado en el


Depósito Central de las Fuerzas Francesas Libres, en el número 2
de la avenida de Saxe (detrás de la Escuela Militar). Si tus
actividades, que imagino numerosas, te permiten, no obstante,
dedicarme unos instantes, estaré encantado.
Confío en que creas, mi querido pequeño, en mi inquebrantable
amistad,

GERMAIN LOUIS

Sargento mayor Germain

Depósito Central de las FFL

Avenida de Saxe, n.º 2

París 7

2.

Louis Germain a Albert Camus

París, lunes, 29 de octubre de 1945

Mi querido pequeño:

Dos palabras para proponerte lo siguiente. Tengo aquí un baúl


sólido, de madera, cuyas dimensiones aproximadas son 0,37 × 0,40
× 0,80; herrajes hechos a mano, simples pero sólidos.

La había pedido para la guerra: ya no la necesito y no quiero volver


a llevármela a Argel. ¿Venderla? No me interesa. Tal vez te resulte
útil para guardar las ropitas de tus pequeños cantores.1 Si te viene
bien, te lo regalo.

Respóndeme si puedes o ya me darás una respuesta el viernes en


Bougival,2 donde tendré el gusto de veros a todos.

Un afectuoso saludo,

GERMAIN LOUIS

Depósito Central FFL


BPM 501

3.

Albert Camus a Louis Germain

Martes [finales de 1945]

Queridísimo señor Germain:

Ya no estoy en Combat1 y su carta me llegó con retraso, pero estoy


deseando verlo. No se imagina hasta qué punto perduran su
recuerdo y mi gratitud. Al menos podremos rememorar ese pasado,
que es lo más precioso que tengo.

Hablemos de cuestiones prácticas: estoy en la Nouvelle Revue


Française (NRF, tel. LIT 28-91) hasta el jueves por la tarde. El
jueves por la tarde me marcho a mi casa en Bougival (tel. 317) hasta
el lunes por la tarde. Telefonéeme rápidamente o pásese por la NRF
antes del jueves por la tarde. Puede venir a comer a Bougival y le
presentaré a mi mujer, que lo conoce como a uno de los dos o tres
hombres a quienes debo casi todo.

Le ruego que se dé prisa. Y déjeme abrazarlo con todo mi afecto,


como en los tiempos de nuestra escuela.

ALBERT CAMUS

¿Por qué no me ha dado señales hasta ahora?

4.

Albert Camus a Louis Germain

20 de enero [de 1946]

Querido señor Germain:


Le agradezco mucho su atenta carta1 y los asuntos de los que ha
tenido a bien encargarse. Me alegra asimismo que haya encontrado
un clima más favorable. Aquí hiela y nieva alternativamente, y yo
dedico casi todas mis jornadas a asegurar la calefacción y el confort
de mi familia. Lo más molesto es que el 10 de febrero estoy obligado
a dejar la casita que usted ha conocido. Aún no sabemos adónde ir,
pero tendremos que arreglar ese asunto de alguna forma.2

No sabe cuánto me ha alegrado volver a verlo con algo más de


calma. Un buen maestro es algo maravilloso. Usted ha sido el mejor
de mis maestros y no he olvidado nada de lo que le debo. Yo
también hago votos por usted y deseo poder recuperar a menudo a
su lado recuerdos de los que siempre me sentiré orgulloso.

Francine está bien. Su madre nos dejará pronto para regresar a


Orán. En cuanto a los dos cómicos, tienen un aspecto espléndido y
siguen gozando de un amplio registro vocal. Hablamos de usted a
menudo. No me olvido de sus

ejemplares de La Pléiade. Solamente espero la ocasión para


enviárselos por una vía más segura que el correo.

Calígula3 se sigue representando. No obstante, supongo que las


representaciones terminarán en marzo. Hébertot hablaba de una
gira por el norte de África, pero las representaciones serían difíciles
de organizar.

Entretanto, continúo trabajando. Tengo ganas de volver a ver mi


país y a mi anciana madre. ¿No estará envejeciendo demasiado?
Escríbanos si encuentra el momento. No se olvide de su hijo
espiritual. Valoro su afecto y su estima más que todos los discursos
en los que son pródigas estas gentes. Lo abrazo con todo mi
respeto y todo mi afecto.

ALBERT CAMUS

Francine, Jean y Catherine le envían su cariño. Saludos a sus hijos.


5.

Albert Camus a Louis Germain

7 de marzo [de 1946]

Querido señor Germain:

Solo unas palabras para pedirle que no se extrañe de mi silencio


durante un tiempo. Me marcho a América dentro de tres días y no
regresaré antes de finales de mayo.1 Voy a dar allí algunas
conferencias y, aunque me desagrada salir de mi internado, como
usted dice, no me disgusta dejar por un tiempo esta vida de París
que me crispa los nervios y me reseca el corazón.

Me va a castigar contra la pared, pero he extraviado la dirección y el


nombre de su sargento, que debía entregarme el baúl. ¿No podría
enviárselo a Francine a nuestra nueva dirección provisional, en el
número 17 de la calle de l’Université? A mi regreso, nos
instalaremos un poco más definitivamente en la calle Séguier, en el
distrito 6.

Me alegra saber que se encuentra en nuestra bella ciudad y


dedicado a su amado oficio. Conserve siempre el afecto que me
profesa. En este mundo enloquecido, cada vez necesitamos más a
todos aquellos que nos aman.

Francine y yo le enviamos nuestros pensamientos más afectuosos.


Bidasse y Mandarine (los gemelos) le mandan un abrazo muy fuerte
a su abuelo espiritual.

Hasta pronto y créame su fiel y afectísimo A. C.

6.

Albert Camus a Louis Germain

[Agosto o septiembre de 1946]


Querido señor Germain:

He recibido su carta* en vacaciones, o más bien debería decir en el


campo, porque, aunque de hecho estaba de vacaciones, he
trabajado mucho en un libro que acabo de terminar. Necesitaba
alejarme de París tras un largo viaje a América y encontrar, si no el
reposo, al menos el silencio. Lo hallé en Vendée, en una granja que
pertenece a los Gallimard, donde a los dos pequeños se les
pusieron unos buenos mofletes y yo encontré las condiciones para
un trabajo continuado.

He pasado su mensaje al portero de la casa donde vivo (en el


número 17 de la calle de l’Université) para que se ocupe del
transporte del baúl. Supongo que lo encontraré a mi regreso, el 10
de septiembre. Como esta vez espero mudarme definitivamente al
pequeño apartamento que he hecho acondicionar, me será muy útil
y se lo agradezco de veras. No me olvido de La Pléiade, y aguardo
la ocasión, que será tal vez próxima, si consigo escaparme unos
días a finales de septiembre, como espero, para ir a darle un beso a
mi anciana madre.

Mi viaje a América me ha enseñado, en efecto, muchas cosas que


sería demasiado largo detallarle aquí. Es un gran país, fuerte y
disciplinado en la libertad, pero que ignora muchas cosas,
empezando por Europa. Me han recibido admirablemente y he
podido traer un baúl lleno de regalos para los niños...

¿La medalla de la Resistencia?1 Ni la he pedido ni la llevo.

Lo que yo he hecho es poca cosa y aún no se la han concedido a


algunos amigos míos que han sido asesinados a mi lado. Siento
curiosidad por leer lo que han dicho de mí los diarios de Argel. Hace
cuatro años querían que me fusilasen. ¿Puede enviarme esos
artículos?

Me alegra que Marcel sea feliz. No olvide saludarlo de mi parte; tal


vez se acuerde del pequeño Camus. En cuanto a Robert, estoy muy
triste por usted. Debería ser él quien acudiese a usted, pero quizá
podría hablarle directamente y hacerle entrar en razón. Si supiera lo
que puede suponer el hecho de haber sido privado de un padre...

Escríbame. Los dos pequeños y Francine le envían todo su cariño.


Y su hijo espiritual lo abraza con todo su corazón.

ALBERT CAMUS

Nota al pie de la página (donde aparece la dirección de la NRF), A.


Camus rodeó la dirección de Gallimard añadiendo esta nota
manuscrita: «mi dirección permanente».

7.

Albert Camus a Louis Germain

Sábado [noviembre de 1947]

Querido señor Germain:

Mi madre, que no sabe escribir, me encarga que le presente sus


disculpas por no haberle dado las gracias al recibir sus hermosas
flores. En el torbellino de sus preparativos (era un gran día para
ella), creyó que esas flores se las había enviado yo. La saqué de su
error, estaba confundida y desea hacerle saber cuánto la conmovió
su envío y cuánto se alegró de recibir a quien tanto ha hecho por su
hijo.

¿Es preciso que le diga que me sumo a ella? Preséntele mis


respetos a su señora y tenga la certeza de que su pequeño piensa
en usted con mucho afecto.

ALBERT CAMUS

8.

Albert Camus a Louis Germain

13 de febrero [de 1950]


Querido señor Germain:

Le agradezco mucho su carta* y su paquete. Este último no lo he


recibido todavía, ya que estoy lejos de París, enfermo y en
tratamiento durante largas semanas aún.1 Al regreso de una gira de
conferencias por Sudamérica,2 viaje que se reveló muy fatigoso y
que sucedía a un año de intenso trabajo, encontraron una imagen
inquietante en mi pulmón derecho. Ello me valió un tratamiento de
estreptomicina de dos meses y una estancia aquí que debe
prolongarse hasta abril. En estos momentos las cosas van lo mejor
posible y espero recobrar pronto la normalidad. Si por casualidad se
encontrase con mi anciana madre, no olvide que solo le he hablado
de una fatiga momentánea, para no inquietarla.

Escribo a París para pedir que cuiden de su paquete (y que me lo


envíen sin dilación). Pero me ha alegrado sobre todo ver que seguía
pensando en su pequeño alumno. Me he sentido feliz al saber que
se encuentra en buena forma. Sí, usted trabaja mucho, pero
siempre lo ha hecho y no me lo imagino como un rentista beato y
cínico. Solamente

desearía que hallase en sus jornadas un pequeño lugar para el


reposo, que se ha ganado sin lugar a dudas.

Francine está aquí conmigo. Los niños están en casa de su abuela


en Orán y han empezado a ir al colegio. Les hemos alejado con
pesar, pero debíamos ser prudentes. Ahora pienso que podré volver
a verlos este verano.

¿Mis proyectos? En estos momentos se representa en París una de


mis obras.3 Calurosamente acogida por unos, ha sido fríamente
desacreditada por otros. Empate, por consiguiente. Este género de
reacciones siempre me divierte. Este año publicaré una selección de
mis artículos en Combat y un ensayo filosófico: L’homme révolté
(«El hombre rebelde»).4 Después... Después desearía descansar y
vivir un poco en libertad a la espera de la bomba de hidrógeno.
Eso es lo esencial. Añadiré que, si fuera a Argel, iría a verlo
enseguida. A ese respecto, el alumno se permitirá reprocharle una
frase a su buen maestro. Aquella en la que me dice que tengo cosas
mejores que hacer que leer sus cartas. Ni tengo ni tendré jamás
cosas mejores que hacer que leer las cartas de aquel a quien le
debo ser lo que soy, y a quien amo y respeto como al padre que no
he conocido.

Le ruego que presente mis respetos a su esposa y reciba los


saludos de la mía. Por mi parte, le envío, como de costumbre, un
afectuoso abrazo.

ALBERT CAMUS

Le adjunto la foto de mis dos fortachones.

En CABRIS (Alpes Marítimos)

9.

Albert Camus a Louis Germain

14 de julio [de 1952]

Querido señor Germain:

He sentido una enorme alegría al encontrar su carta* al regreso de


una estancia bastante prolongada en provincias, para mi trabajo y
mi reposo. He aguardado hasta poder responderla con tranquilidad.
Su largo silencio me hacía temer que mi carta anterior le hubiera
impactado y me hubiera hecho perder algo de su afecto. Ese
pensamiento me entristecía, pues hace mucho tiempo que
antepongo a todas las ideas o posiciones los sentimientos de
ternura y de afecto que me unen a ciertos seres, y usted es uno de
ellos. Me alegra de todo corazón que no sea así y se lo agradezco.

Sí, usted me había dejado en Cabris, donde yo me estaba curando.


Me recuperé con una rapidez que aún me asombra y, desde hace
más de un año, he podido retomar todas mis actividades. Estoy de
nuevo en París con los míos y trabajo en Éditions Gallimard, al
mismo tiempo que en mis libros.

Fui a Argel, en efecto, el diciembre pasado, pero tuve que ir a


acompañar a mi madre, que se había roto el fémur en una mala
caída. Permanecí a su lado durante los quince días de

su ingreso en la clínica y no tuve tiempo de nada. En primavera me


traje a mi madre a París. Está aquí, en el cuarto de al lado, y me
alegro de mimarla un poco. Volveré a llevarla a Argel en octubre,
con los primeros fríos, y entonces iré a verlo, se lo prometo.

No trabaje demasiado, querido señor Germain, y piense un poco en


su bien merecido descanso. Estoy feliz con la idea de volver a verlo
y abrazarlo. Se han cumplido treinta años desde que tuve la suerte
de conocerlo. Desde hace treinta años, jamás he dejado de pensar
en usted con todo el respeto y el afecto que le profesaba en la
pequeña clase de la calle Aumerat.

Todos les envían a usted y a los suyos un afectuoso saludo.

ALBERT CAMUS

Nota en el margen derecho: Actualmente vivo en el número 29 de la


rue Madame-París (6).

10.

Albert Camus a Louis Germain

31 de octubre de 1952

Querido señor Germain:

Le escribo rápidamente para decirle que llegaré a Argel hacia el 20


de noviembre, el 25 como muy tarde. Espero verlo entonces. Mi
madre está en Argel desde septiembre y ha retomado su vida
normal.
Mis hijos tienen siete años y están en la escuela comunal,
encantados de la vida, y les va bastante bien. El año que viene irán
a la escuela de secundaria, si al menos quisieran dedicar a las
clases al menos los millones que se les da a los productores de
alcohol.

Me alegra saber que está descansando, pese a los inconvenientes


que imagino. Solo espero que las lecciones compensen su
jubilación, pero pronto hablaremos de todo eso.

Mis saludos respetuosos a la señora Germain y para usted, como


siempre, mi afecto y mi gratitud.

A. CAMUS

Hace falta toda la estupidez policial y colonialista para llegar a


encerrar a los cantantes. No obstante, eso es más fácil que acabar
con los barrios de chabolas.

11.

Albert Camus a Louis Germain

Miércoles [diciembre de 1952]

Querido señor Germain:

Me encuentro en Argel y estaré encantado de verlo. Si desea que


concertemos una cita, será de lo más sencillo. En estos momentos
estoy alojado en el Hotel Regina (356.38), en el bulevar Bugeaud.
Una nota suya o un telefonazo por la mañana será suficiente.

Hasta pronto, con todo mi afecto,

ALBERT CAMUS

12.

Albert Camus a Louis Germain


[Diciembre de 1952] Jueves, 7 de la tarde Querido señor Germain:

Encuentro su nota* al regresar de Tipasa1 y lamento haber estado


ausente. No estoy libre para almorzar mañana, pero lo estaré el
domingo. Procuraré llevar a mi madre, pero no se lo aseguro. Se
está haciendo mayor y no le gusta salir de su Belcourt. De todas
formas, hasta el domingo a mediodía.

Me alegra volver a verlo.

Mis respetos a la señora Germain y, para usted, todo mi afecto.

ALBERT CAMUS

13.

Louis Germain a Albert Camus

Argel, 31 de diciembre de 1952

Querida señora, querido pequeño:

Permítanme seguir la costumbre y expresar, para todos sus seres


queridos sin olvidar a los dos pequeños, Jean y Catherine, y para
ustedes dos, nuestros mejores deseos para el año que comienza.

Que sus dos hijos crezcan bien y progresen en clase como cabe
esperar de ellos.

Contemplo a menudo su foto y, al ver a Jean, creo volver a ver a su


padre, a quien conocí a esa edad. Todo está allí,

¡hasta las arrugas de la frente y la forma de mirar!

Concluyo por hoy mi carta, pues mi programa epistolar está


especialmente cargado.

Me he armado de valor, he cogido la pluma... y el correo se alarga.


Los tres les enviamos un afectuoso saludo y les rogamos que besen
de nuestra parte las mejillas de los pequeños.

Respetuosamente,

GERMAIN LOUIS

14.

Louis Germain a Albert Camus

Argel, 15 de diciembre de 1956

Mi querido pequeño:

Te escribo estas líneas para confirmar lo que te dice la carta*


enviada a tu domicilio.

Esta mañana he entregado a Air-France un paquete de cuatro kilos


que contiene productos perecederos. Es un

«capacho» de los que aquí abundan. Lo he enviado a domicilio y


parece que deben entregároslo el miércoles o el jueves próximo. No
dejes que se alargue ese plazo; y si, por el contrario, tienes algún
medio de acortarlo, no dudes en hacerlo.

Vi a Villeneuve hace algún tiempo y hablamos de ti y de los


compañeros (¿sabías que René Moscardo murió hace casi un
año?).

El bueno de Villeneuve1 me ha hecho un gran favor con respecto a


Christian,2 que trabaja ahora en el G.G.3 a la espera de
incorporarse al regimiento, probablemente el próximo enero.

Espero que todo marche bien por vuestra casa y que los niños te
den satisfacciones. Ya tienen once años y deben de estar muy
mayores: me encantaría volver a verlos y charlar con ellos. Siempre
me han interesado los niños y siempre he sentido cariño por ellos,
¿deformación profesional tal vez?
¡No me siento orgulloso de mi silencio y me pregunto qué pensarás
de mí! Recibir libros, no acusar recibo, no dar las gracias, ¡todo eso
no es muy bonito!

Sin embargo, mi cariño por ti sigue intacto.

No me guardes rencor (no te creo capaz de ello).

Un fuerte abrazo.

Tu viejo maestro (setenta y dos años el próximo 20 de diciembre).

GERMAIN LOUIS

15.

Albert Camus a Louis Germain

19 de noviembre de 1957

Querido señor Germain:

He dejado que se apague un poco el ruido que me ha rodeado todos


estos días antes de venir a hablarle con el corazón. Acaban de
hacerme un grandísimo honor1 que yo no había buscado ni
solicitado. Pues bien, cuando recibí la noticia, mi primer
pensamiento, después de mi madre, ha sido para usted. Sin usted,
sin esa mano afectuosa que tendió al niño pobre que yo era, sin sus
enseñanzas y su ejemplo, no habría sucedido nada de todo esto.

No concedo excesiva importancia a esta clase de honores, pero


este me brinda al menos una ocasión para expresarle lo que usted
ha sido y sigue siendo para mí, y para asegurarle que sus
esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que ponía en él siguen
vivos en uno de sus pequeños colegiales que, a pesar de la edad,
no ha cesado de ser su agradecido alumno.

Lo abrazo con todas mis fuerzas.


ALBERT CAMUS

16.

Louis Germain a Albert Camus

Argel, 22 de noviembre de 1957

Mi querido pequeño:

He recibido tu carta esta mañana y te aseguro que no la esperaba.


Me consta que estás tan ocupado que no pensaba que pudieras
sacar tiempo, sobre todo en los días que acabas de vivir, para
escribirme, abrirme tan plenamente tu corazón y expresarme
sentimientos de los que jamás he dudado.

Hemos vivido algunas angustias acerca de ti cuando la prensa


anunció, en primer lugar, que se hablaba de concederte el Premio
Nobel, pero que la presencia de otros candidatos hacía prever una
lucha cuyo resultado era incierto. Que, por otra parte, uno de sus
candidatos1 (que en una entrevista decías admirar) había buscado
apoyos en América, donde había escrito (yo digo: intrigado) para
granjearse el apoyo de su candidatura. Sabedores de que la
influencia americana es enorme, hemos temblado por tu éxito. Y es
que un fracaso habría supuesto una gran desilusión para ti y
también para aquellos que te quieren; tanto más que, desde ese
momento, estábamos

convencidos de que tú no habías hecho nada para obtener esa


recompensa; tu carta lo confirma.

Finalmente quedamos aliviados y tranquilos: tú habías ganado


limpiamente.

Primero pensé en telegrafiarte para felicitarte y expresarte nuestra


alegría. Luego supuse que debías de estar demasiado ocupado
para responder a las merecidas felicitaciones y preferí esperar hasta
que se apagasen un poco los ecos de tu celebridad. En esas
andaba cuando recibí tu carta esta mañana. Esta ha acelerado un
poco el momento de responderte.

Tu carta nos ha conmovido profundamente, mi querido pequeño.


Revela sentimientos que honran a un alma humana. Mi emoción ha
sido tanto mayor porque mis propios hijos jamás me han
manifestado tanto cariño. El mayor ha conservado algunos vínculos
con nosotros y nos visita tres o cuatro veces al año; su mujer y una
de sus hijas vinieron a vernos ayer, aunque la mayor, Raymonde, se
había quedado en casa para trabajar: está orgullosa de ser la
primera en francés de dos clases. En cuanto a Robert,2

rompió definitivamente conmigo al alcanzar la mayoría de edad. Me


ignora si me encuentra por la calle, por muy cerca que pase de mí.
Nunca he visto a su mujer ni a sus dos hijos.

Más suerte he tenido en general con mis otros alumnos. Son


numerosos los que me encuentro por la vida y me dicen haber
conservado un buen recuerdo de mí, a pesar de mi severidad
cuando era menester.

La razón es muy sencilla: yo amaba a mis alumnos y, entre ellos, un


poco más a los desfavorecidos por la vida. Cuando tú llegaste a mí,
yo me hallaba todavía bajo los efectos de la

guerra, de la amenaza de muerte que, durante cinco años, esta


había hecho pesar sobre nosotros. Yo había logrado regresar, pero
otros, menos afortunados, habían sucumbido.

Vi en ellos a camaradas desventurados que habían caído


confiándonos a aquellos que dejaban. Fue pensando en tu padre, mi
querido pequeño, como me interesé por ti, como me interesé por los
demás huérfanos de guerra. Te amé un poco por él, tanto como
pude, y no tuve ningún otro mérito.

Cumplí un deber sagrado a mis ojos.


Tú debes tu éxito a tu mérito, a tu trabajo; has sido mi mejor alumno,
triunfando en todo. Además, siempre tranquilo y sosegado. Así
pues, cuando te matriculé para el examen de sexto, me limité a
cumplir con mi deber. Por supuesto, tranquilicé a tu madre, asustada
por las responsabilidades pecuniarias que temía no poder asumir.
Me sentí obligado a tranquilizarla y a revelarle la existencia de
becas, gracias a las cuales tu instrucción no le costaría nada
(ignoraba hasta ese momento la situación financiera exacta de tu
familia).

En resumen, considero escaso mi mérito y grande el tuyo.

De todas formas, y a pesar del señor Nobel, tú siempre serás mi


pequeño.

Evidentemente, la prensa se ha ocupado de ti e incluso te ha


dedicado uno de sus números. Así es como he podido ver, contigo,
a tus dos hijos. Son dos grandes «jóvenes» y deben de dar muchas
satisfacciones en clase. Me encantaría volver a verlos, hablar con
ellos, que seguramente se expresarán con el acento de la región.
¡Qué acento tan simpático!

Mi hijastro, que lleva aquí diez años después de haber vivido


siempre en París, ha conservado un poco de este acento. No
obstante, por el contacto con sus compañeros, ha aprendido

palabras y expresiones típicamente argelinas. Y además habla...


con las manos.

Actualmente sigo un régimen bastante estricto: mi corazón da


preocupaciones... al doctor. Observo sus prescripciones puesto que
le he consultado. No debo subir mis cuatro pisos más que una vez al
día. Eso me confina y me enfurece, porque me resulta imposible
quedarme sin hacer nada.

La señora Germain se encuentra bien, dentro de lo que cabe.


Aún no hemos dicho nada de la dama. Tú le has dado una hermosa
recompensa con la distinción que te ha sido otorgada y nos hemos
felicitado por ella. Y no hemos olvidado a tu querida madre, a la que
has procurado una gran alegría que bien se merecía.

Se había anunciado tu venida a Argel, y después el aplazamiento de


tu viaje.

En tu próxima estancia en Argel, ven a vernos si puedes, si tu


agenda te lo permite. Incluso te invitamos a nuestra mesa si es
posible. Pero no fuerces los planes por nosotros.

Estaremos encantados de volver a verte y de abrazarte, pero


siempre que el tiempo que nos dediques no te haga descuidar tus
asuntos. Sabes de sobra que ahora, aureolado con tu nueva gloria,
te verás arrollado y reclamado por todos lados en cuanto vuelvas a
pisar nuestro suelo. Nos resignaremos y aguardaremos a que tú
mismo encuentres el momento propicio, pero, pase lo que pase, te
perdonaremos de antemano.

Concluyo aquí, pues ya me he extendido en exceso.

Unidos los tres en nuestro afecto por vosotros, os mandamos un


fuerte abrazo a los cuatro.

GERMAIN LOUIS

P.D.: Mi nieta Raymonde tiene que presentar en clase un trabajo


sobre Dostoyevski. ¿Podrías indicarme un libro que la ilumine lo
más posible? Tiene un poco de envidia de una de sus compañeras,
que está encargada de presentar un trabajo sobre... ¡Albert Camus!

17.

Louis Germain a Albert Camus

Argel, 10 de septiembre de 1958,

16:15
Mi querido pequeño:

Creo que me hace falta valor para ponerme a escribir mientras el


termómetro, cerca de mí, acusa 29 ºC y el calor húmedo funde, y la
grasa y también...

Pero te debo una respuesta* desde hace mucho tiempo y me decido


a vencer mi apatía.

Por supuesto, no te he olvidado o, para ser más exacto, no os he


olvidado.

Sin embargo, desde el regreso de Andrée han ocurrido muchas


cosas.

A su vuelta de París, sin apenas tenerse en pie de puro


agotamiento, así como del frío que ya no puede soportar, mi mujer
recobró justo las fuerzas suficientes para someterse, el pasado 6 de
mayo, a una nueva intervención quirúrgica.

Sus tejidos abdominales, justo bajo la cicatriz de su operación


precedente, habían cedido, y hubo que reabrir el

vientre para reducir la hernia que se había formado. El cirujano


aprovechó para fijar un órgano próximo que había perdido su
posición normal y quitar un quiste que se estaba formando, esta vez
en el lado izquierdo. Todo fue estupendamente y nuestra operada ya
se encuentra bien.

Durante el ingreso de Andrée en la clínica fue cuando se produjo la


«Revolución del 13 de mayo». El movimiento fue la reedición de la
manifestación que había acogido a Guy Mollet1 durante su viaje a
Argel. Los estudiantes, los alumnos de nuestras escuelas primarias,
los jóvenes aprendices a quienes se dejó libres para manifestarse
(justamente con esa edad) fueron los autores activos de los
acontecimientos, impulsados por organizadores ocultos bajo un
prudente anonimato.
Fue un joven abogado, antiguo presidente de la Asociación General
de Estudiantes de Argel,2 quien decidió forzar las rejas que
protegían la entrada del G.G., quien saltó sobre un camión del
Ejército y abrió una brecha en las rejas. Los jóvenes se precipitaron
a los despachos, en muchos de los cuales se hallaban sus
ocupantes (se había dado orden de acudir al trabajo al personal del
G.G., lo que contravenía las órdenes del comité oculto). Y las
máquinas, los muebles y los dosieres tomaron el camino de las
ventanas.

Los CRS, encargados de vigilar el edificio, se habían replegado en


lugar de hacer uso de sus armas.

Por su parte, los paracaidistas presentes no hicieron nada para


impedir la destrucción.

Y aquello supuso la victoria de los manifestantes.

A la mañana siguiente se constataron numerosas desapariciones en


los cajones y armarios del G.G.: ropa de mujer, plumas
estilográficas, etcétera.

En resumidas cuentas, a partir de ese momento, y durante cerca de


un mes, se rompieron las relaciones postales con la metrópoli.
Resultaba inútil escribir: ¡las cartas no se enviaban!

Luego llegó el verano con las salidas de vacaciones.

¿Adónde has podido ir tú? ¿Dónde te encuentras en estos


momentos? Como mi silencio dura demasiado, hoy lo rompo y
espero que recibas pronto mi carta.

Me dijiste que regresarías a Argel en octubre. Si ese proyecto se


hace realidad, querría aprovechar tu presencia aquí para
presentarte a nuestro amigo el señor Bouakouir,3

si no se encuentra de misión en ese momento. Es un hombre


encantador y honesto, a quien estoy seguro de que le concederás
toda tu amistad. Así pues, te pido que me avises en cuanto tengas
clara la fecha de tu estancia aquí.

Huelga decir que puedes contar con mi absoluta discreción.

Por otra parte, si tu agenda aquí está demasiado cargada, nos


resignaremos pese a todo a renunciar a tenerte en nuestra mesa.
Andrée y yo no te queremos egoístamente; ya sabes lo mucho que
te queremos. Has podido constatar el enorme placer que nos
causan tus visitas. Y nuestras comidas, en las que tú participas, son
las mejores para nosotros, porque tu presencia mejora nuestra
modesta mesa.

No me atrevo a pedirte que nos cuentes cómo han sido vuestras


vacaciones: ¿dónde habéis ido a refugiaros para huir del verano
parisino? Nosotros nos hemos quedado aquí, lo cual nos ha
permitido constatar ciertas noches que el termómetro indicaba 34 ºC
a las doce menos cuarto. ¿Te haces idea de la prueba a la que
hemos estado sometidos?

Como Christian sigue en la Música de Guarnición, en el Cuartel de


Orléans, su madre no se decide a partir y prefiere tostarse sobre el
terreno.

En fin, veo que me he extendido demasiado y me doy cuenta de que


tendrás que dedicar un tiempo precioso a leerme.

Acabo, pues, por hoy, esperando que tu madre y todos vosotros


gocéis de perfecta salud.

Los tres os aseguramos nuestra afectuosa amistad y os mandamos


un fuerte abrazo.

Cordialmente, tu viejo maestro.

GERMAIN LOUIS
P.D.: No hablo a menudo de vuestros dos hijos, pero pienso en
ellos. Espero que comiencen el próximo año escolar con la firme
determinación de hacer bien las cosas y de ser, como lo fue su
padre, unos alumnos perfectos.

No olvido tampoco la pequeña crónica prometida. Incluso debo decir


que está lista. Pero no resulta sencillo evocar recuerdos de más de
treinta y cuatro años y sacarlos de la afectuosa amistad en la que
han podido desvanecerse un poco. Te prometo enviártela pronto. Y
entonces, monstruo de mi corazón, serás tú quien corrija la pequeña
redacción de tu viejo maestro. Justo (o injusto) regreso de las cosas
de aquí abajo.

18.

Albert Camus a Louis Germain

19 de diciembre de 1958

Querido señor Germain:

Estoy en pleno trabajo de ensayos de una nueva obra que presento


en enero.1 Esa es mi única excusa para no haberle escrito antes,
pero trabajo desde el mediodía hasta la medianoche y no puedo
evitar que se me acumule el correo.

No obstante, quería agradecerle de todo corazón esos

«recuerdos». Su afecto ha tornado indulgente su memoria.

Seguramente yo no era tan ejemplar y también cometía mis


pecados. Ahora bien, todos los detalles son ciertos y me han
ayudado a revivir una época que fue feliz para mí, a pesar de todas
las dificultades.

En todo caso, esta es una buena ocasión para reiterarle mi gratitud


y mi cariño. Espero que todo vaya bien en su casa y que su mujer
haya recobrado plenamente su salud. Salúdela de mi parte y reciban
mis más afectuosos pensamientos.

Un abrazo,

ALBERT CAMUS

19.

Louis Germain a Albert Camus

Argel, 30 de abril de 1959

Mi querido pequeño:

He recibido tu envío del libro Camus que ha tenido a bien dedicarme


su autor, el señor J.-Cl. Brisville.1

No acierto a expresar la alegría que me has dado con tu amable


gesto ni sé cómo agradecértelo. Si fuera posible, abrazaría con
todas mis fuerzas al grandullón en que te has convertido y que para
mí seguirá siendo siempre «mi pequeño Camus».

No he leído aún esta obra, salvo las primeras páginas.

¿Quién es Camus? Tengo la impresión de que aquellos que tratan


de penetrar en tu personalidad no lo logran del todo.

Siempre has mostrado un pudor instintivo a revelar tu naturaleza,


tus sentimientos. Lo consigues tanto mejor cuando eres simple y
directo. ¡Y bueno por encima de todo!

Esas impresiones me las dabas en clase. El pedagogo que quiere


ejercer concienzudamente su oficio no desaprovecha ninguna
ocasión para conocer a sus alumnos, sus niños, y estas se
presentan sin cesar. Una respuesta, un gesto, una actitud son
sumamente reveladores. Así pues, creo conocer
bien al gentil hombrecito que eras y, con mucha frecuencia, el niño
contiene en germen al hombre que llegará a ser. Tu placer de estar
en clase estallaba por todos los flancos. Tu rostro manifestaba el
optimismo. Y, al estudiarte, jamás sospeché la verdadera situación
de tu familia. Tan solo pude hacerme una idea en el momento en
que tu madre vino a verme a propósito de tu inscripción en la lista de
los candidatos a las becas. Además, eso sucedió cuando estabas a
punto de dejarme. Hasta entonces me parecía que estabas en la
misma situación que tus compañeros.

Siempre tenías lo que necesitabas. Al igual que tu hermano, ibas


muy bien vestido. No se me ocurre un mejor elogio para tu madre.

Volviendo al libro del señor Brisville, este incluye una abundante


iconografía. Y he experimentado la enorme emoción de conocer por
su imagen a tu pobre padre, a quien siempre he considerado «mi
camarada». El señor Brisville ha tenido a bien citarme; voy a
agradecérselo.

He visto la lista cada vez más larga de las obras que te dedican y
que hablan de ti. Y supone una enorme satisfacción para mí
constatar que tu celebridad (esa es la verdad exacta) no te ha
trastornado. Sigues siendo Camus:

¡bravo!

He seguido con interés las múltiples peripecias de la obra que has


adaptado y también montado: Les Possédés (Los posesos). Te
quiero demasiado como para no desearte el mayor éxito: el que tú
mereces. Malraux también quiere darte un teatro.2 Me consta que
esa es una de tus pasiones, pero... ¿vas a ser capaz de llevar a
buen puerto simultáneamente todas esas actividades? Me da miedo
que abuses de tus fuerzas. Y, permite a tu viejo amigo que te lo
señale, tienes una encantadora esposa y dos hijos que necesitan a
su marido y a su padre. A ese respecto, voy a

contarte lo que nos decía a veces nuestro director de la Escuela


Normal. Era durísimo con nosotros, lo cual nos impedía ver y sentir
que nos quería de veras. «La naturaleza tiene un gran libro en el
que registra minuciosamente todos los excesos que cometéis».
Confieso que ese sabio aviso me ha detenido a menudo cuando
estaba a punto de olvidarlo.

Intenta, pues, conservar en blanco la página que tienes reservada


en el Gran Libro de la naturaleza.

Andrée me recuerda que te hemos visto y escuchado en una


emisión literaria de la televisión, un programa dedicado a Les
Possédés (Los posesos). Resultaba conmovedor verte responder
las preguntas formuladas. Y, a mi pesar, yo hacía la observación
maliciosa de que no te imaginabas que finalmente te vería y te
escucharía. Aquello compensó un poco tu ausencia de Argel. Hace
bastante tiempo que no te vemos...

Antes de terminar, quiero comentarte las dificultades que me


plantean, en cuanto maestro laico, los amenazadores proyectos
urdidos contra nuestra escuela. Durante toda mi carrera, creo haber
respetado lo más sagrado que posee el niño: el derecho a buscar su
verdad. A todos os he querido y creo haber hecho todo lo posible
para no manifestar mis ideas e influir así en vuestra joven
inteligencia. En lo concerniente a Dios (figura en el programa), yo
decía que unos creen en él y otros no. Y que, en la plenitud de sus
derechos, cada uno hacía lo que quería. Asimismo, en el capítulo de
las religiones, me limitaba a indicar las que existían y a las que
pertenecían aquellos que así lo deseaban. Para ser sincero, añadía
que había personas que no practicaban religión alguna. Me consta
que esto no les agrada a aquellos que querrían hacer de los
profesores unos viajantes de comercio de la religión y, para ser más
precisos, de la religión católica. En la Escuela Normal de Argel
(ubicada entonces en el parque de Galland), mi padre,

al igual que sus compañeros, estaba obligado a ir a misa y a


comulgar todos los domingos. Un día, harto de semejante coacción,
metió la hostia «consagrada» en un libro de misas y lo cerró. El
director de la Escuela fue informado de aquel hecho y no dudó en
expulsar a mi padre de la institución.
Eso es lo que quieren los partidarios de «la Escuela libre»

(libre... de pensar como ellos). Con la composición actual de la


Cámara de los Diputados, temo que el mal no se detenga ahí. Le
Canard enchaîné ha señalado que, en un departamento, un
centenar de clases de la Escuela laica funcionan bajo el crucifijo
colgado en la pared. Veo en ello un abominable atentado contra la
conciencia de los niños.

¿Qué ocurrirá tal vez dentro de algún tiempo? Estos pensamientos


me causan un profundo pesar.

Mi querido pequeño, llego al final de mi cuarta página: estoy


abusando de tu tiempo y te ruego que me disculpes. Por aquí todo
marcha bien. ¡Christian, mi hijastro, va a empezar mañana su
vigésimo séptimo mes de servicio!

Has de saber que, aunque no escriba, pienso a menudo en todos


vosotros.

La señora Germain y yo os mandamos un fuerte abrazo a los cuatro.

Con nuestro afecto para todos.

GERMAIN LOUIS

Recuerdo la visita que hiciste a nuestra clase junto con tus


compañeros comulgantes como tú. Estabas visiblemente feliz y
orgulloso del traje que llevabas y de la fiesta que

celebrabas. Sinceramente, yo me alegré de vuestro gozo,


considerando que si hacíais la comunión era porque así lo
deseabais. Y bien...

20.

Albert Camus a Louis Germain

20 de octubre de 1959
Querido señor Germain:

Debe de haber recibido ya el paquete de libros que me había


pedido. Le devuelvo al mismo tiempo su giro. Para mí es un placer
que me encargue libros y no quiero que los pague. Sabe muy bien
que jamás podré reconocer lo que yo le debo. Vivo con esa deuda,
contento de saberla inagotable, y más contento todavía cuando
puedo tener algún detalle con usted.

Me habría preocupado esa mala gripe si no me hubiera anunciado al


mismo tiempo que ya había pasado. Cuídese mucho y deje de
hablar de abandonarnos. El mundo actual es una pesada carga. Son
los hombres como usted los que ayudan a tolerarlo. Además, usted
está construido con hormigón armado. Sin contar con que está ahí
la señora Germain.

Por aquí todo va bien. Los niños están en tercero: griego, latín,
matemáticas, etc. Pero no han tenido a un señor Germain que les
enseñe la ortografía y desalientan a su

padre a ese respecto. ¡Para qué sirve eso, dice mi hijo, si iremos a
la Luna!

¡Ah! No me han nombrado para la Escuela Primaria Superior de Bel-


Abbès, sino para el colegio de secundaria.1 No he durado mucho
tiempo allí. ¡El destino!

Iré este invierno a Argel, así que nos veremos. Pídame desde ahora
hasta entonces todo lo que desee. Envío mis saludos respetuosos a
la señora Germain, mis mejores deseos a Christian y para usted,
querido señor Germain, un abrazo con todo mi corazón.

ALBERT CAMUS

«La escuela»

Capítulo de El primer hombre


1

No había conocido a su padre, pero le hablaba a menudo de él de


una forma un tanto mitológica y, en cualquier caso, en un momento
preciso, había sabido reemplazar a ese padre.

Por eso Jacques no lo había olvidado jamás, como si, no habiendo


experimentado nunca de veras la ausencia de un padre a quien no
había conocido, hubiera reconocido sin embargo inconscientemente,
primero en su niñez y después a lo largo de su vida, el único gesto
paternal, reflexivo a la par que decisivo, que había intervenido en su
niñez. Y es que el señor Bernard, su maestro de la última clase de
primaria, había influido con todo su peso de hombre, en un
momento dado, para modificar el destino de aquel niño que tenía a
su cargo y lo había modificado, en efecto.

En aquel momento, el señor Bernard estaba ahí, delante de


Jacques, en su pequeño apartamento de Tournants Rovigo, casi al
pie de la Alcazaba, un barrio que dominaba la ciudad y el mar,
ocupado por pequeños comerciantes de todas las razas y de todas
las religiones, donde las casas olían a la vez a especias y a
pobreza. Estaba ahí, envejecido, con el cabello más ralo, con
manchas de vejez detrás del tejido vitrificado de las mejillas y de las
manos, desplazándose más lentamente que antaño, y visiblemente
contento cuando podía volver a sentarse en su sillón de mimbre,
cerca de la ventana que daba sobre la calle comercial y donde piaba
un canario, enternecido también por la edad y dando rienda suelta a
su emoción, lo que no habría permitido en el pasado, pero erguido
todavía, y con la voz fuerte y firme, como en los tiempos en que,
plantado ante su clase, decía: «En filas de a dos. ¡De a dos! ¡No he
dicho de a cinco!». Y cesaba el alboroto. Los alumnos, que temían y
adoraban al mismo tiempo al señor Bernard, se alineaban a lo largo
de la pared exterior de la clase, en la galería del primer piso, hasta
que, con las filas por fin regulares e

inmóviles y con los niños silenciosos, un «Vamos, adentro, banda de


altramuces» los liberaba, pues les daba la señal del movimiento y de
una animación más discreta que el señor Bernard, sólido,
elegantemente ataviado, con su rostro fuerte y regular coronado de
cabellos un poco ralos pero muy lisos, oliendo a colonia,
supervisaba con buen humor y severidad.

La escuela se hallaba en una parte relativamente nueva de ese viejo


barrio, entre casas de una o dos plantas construidas poco después
de la guerra del 70 y almacenes más recientes, que habían acabado
por conectar la calle principal del barrio, en la que estaba la casa de
Jacques, al puerto interior de Argel, donde se encontraban los
muelles de carbón. Así pues, Jacques acudía a pie, dos veces al
día, a esa escuela que había comenzado a frecuentar a los cuatro
años en la sección maternal, de la que no guardaba recuerdo
alguno, salvo el de un lavabo de piedra oscura que ocupaba todo el
fondo del patio cubierto y donde había aterrizado un día de cabeza
para levantarse cubierto de sangre, con el arco superciliar abierto,
en medio del pánico de las maestras, y había conocido entonces las
grapas, que apenas acababan de quitarle cuando tuvieron que
ponérselas en la otra arcada, pues a su hermano se le había
ocurrido encasquetarle en casa un viejo sombrero hongo que lo
cegaba y embutirlo en un viejo abrigo que entorpecía sus pasos, con
tal esmero que su cabeza había chocado contra uno de los
mampuestos arrancado de las baldosas y había vuelto a quedar
bañada en sangre. Pero ya iba a la maternal con Pierre, que era
casi un año mayor que él y vivía en una calle próxima con su madre,
también viuda de guerra y empleada de correos, y dos de sus tíos,
que trabajaban en el ferrocarril. Sus familias eran vagamente
amigas, a la manera de esos barrios, es decir, que se apreciaban sin
visitarse casi nunca, y que estaban muy dispuestas a ayudarse
mutuamente sin tener casi nunca la

ocasión de hacerlo. Solo los niños se habían hecho amigos de


veras, desde aquel primer día en que, cuando Jacques todavía
llevaba babi y había sido confiado a Pierre, consciente de sus
pantalones y de su deber de mayor, habían ido los dos juntos a la
escuela maternal. Después habían recorrido juntos las sucesivas
clases hasta el último curso de primaria, en el que Jacques había
ingresado a los nueve años. Durante cinco años habían hecho
cuatro veces el mismo recorrido; uno rubio y el otro moreno, uno
plácido y el otro impetuoso, pero hermanados por su origen y su
destino, buenos alumnos ambos y, al mismo tiempo, jugadores
infatigables. Jacques brillaba más en ciertas asignaturas, pero su
conducta y su atolondramiento, su deseo de lucirse que lo empujaba
a hacer mil tonterías, le devolvía la ventaja a Pierre, más reflexivo y
reservado. Así pues, lideraban por turnos su clase, sin pensar en
recrearse con vanidad, al contrario que sus familias respectivas. Sus
placeres eran diferentes. Por la mañana, Jacques esperaba a Pierre
al pie de su casa. Partían antes de que pasaran los basureros, o con
más exactitud, la carreta tirada por un caballo coronado que
conducía un viejo árabe. La acera estaba todavía mojada de la
humedad de la noche, el aire que llegaba del mar tenía un gusto a
sal. La calle de Pierre, que conducía al mercado, estaba jalonada de
cubos de basura que algún árabe o morisco famélico, a veces un
viejo mendigo español, había destapado al alba, y donde había
encontrado todavía algo aprovechable en lo que las familias pobres
y ahorradoras desdeñaban lo suficiente como para tirarlas. Los
cubos solían estar destapados y a esa hora de la mañana los gatos
vigorosos y flacos del barrio habían ocupado el lugar de los
harapientos. Los dos niños se dedicaban a llegar sigilosamente
detrás de los cubos para dejar caer bruscamente la tapadera sobre
el gato que estaba en la basura. No era una hazaña sencilla, pues
los gatos nacidos y criados en un barrio pobre tenían la atención y la
presteza de los animales habituados a

defender su derecho a vivir. No obstante, a veces, hipnotizado por


algún hallazgo apetitoso y difícil de extraer de la montaña de basura,
un gato se dejaba sorprender. La tapadera caía con ruido, el gato
soltaba un aullido de pavor, jugaba convulsivamente con el lomo y
las garras y conseguía levantar el techo de su prisión de zinc, salir
con el pelo erizado de espanto y escabullirse como si lo persiguiera
una jauría de perros en medio de las carcajadas de sus
torturadores, apenas conscientes de su crueldad.

A decir verdad, esos torturadores eran también inconsecuentes,


puesto que perseguían al detestado cazador de perros, a quien los
muchachos del barrio apodaban Galoufa (que en español...). Aquel
funcionario municipal actuaba aproximadamente a la misma hora,
pero, en función de las necesidades, hacía también rondas de tarde.
Era un árabe vestido a la europea, que solía ocupar la parte trasera
de un extraño vehículo tirado por dos caballos, conducido por un
viejo árabe impasible. El cuerpo del coche estaba constituido por
una especie de cubo de madera a lo largo del cual se había
instalado, a cada lado, una doble hilera de jaulas de sólidos
barrotes. El conjunto constaba de dieciséis jaulas, cada una de las
cuales podía contener un perro, atrapado entre los barrotes y el
fondo de la jaula.

Encaramado en un pequeño estribo en la trasera del vehículo, el


captor tenía la nariz a la altura del techo de las jaulas y podía vigilar
así su coto de caza. El coche rodaba lentamente a través de las
calles mojadas, que comenzaban a poblarse de niños de camino a
la escuela, de amas de casa que iban a buscar su pan o su leche,
con batas de felpa adornadas con flores violentas, y de
comerciantes árabes que regresaban al mercado, con sus pequeños
tenderetes plegados sobre el hombro y cargando con la otra mano
un enorme capacho de paja trenzada que contenía sus mercancías.
Y de repente, a una llamada del captor, el viejo árabe tiraba hacia
atrás de las riendas y el coche se

detenía. El cazador había divisado una de sus miserables presas,


que escarbaba febrilmente en un cubo de basura y lanzaba
regularmente miradas asustadas hacia atrás o bien trotaba todavía
con rapidez por un muro, con ese aire apresurado e inquieto de los
perros desnutridos. Galoufa cogía entonces de la parte superior del
coche un vergajo terminado en una cadena de hierro que se
deslizaba por un aro a lo largo del mango. Avanzaba con el paso
flexible, rápido y silencioso del trampero hacia el animal, le daba
alcance y, si no llevaba el collar, que es la marca de los hijos de
familia, corría hacia él con una brusca y asombrosa velocidad y le
pasaba alrededor del cuello su arma, que funcionaba entonces
como un lazo de hierro y de cuero. El animal, estrangulado de golpe,
forcejeaba enloquecido y lanzaba quejas inarticuladas. Pero el
hombre lo arrastraba rápidamente hasta el coche, abría una de las
puertas enrejadas y, levantando el perro y estrangulándolo cada vez
más, lo arrojaba a la jaula cuidando de hacer pasar el mango de su
lazo a través de los barrotes. Una vez capturado el animal, aflojaba
la cadena de hierro y liberaba el cuello del perro ahora cautivo. Al
menos eso es lo que sucedía cuando el can no recibía la protección
de los niños del barrio. Y es que todos estaban aliados contra
Galoufa.

Sabían que los perros capturados eran conducidos a la perrera


municipal y guardados durante tres días, transcurridos los cuales, si
nadie acudía a reclamarlos, los animales eran sacrificados. Y,
aunque no lo hubieran sabido, el lastimoso espectáculo de la carreta
de la muerte regresando tras una ronda fructífera, cargada de
desdichados animales de todos los pelajes y tamaños, espantados
detrás de sus barrotes y dejando tras el coche una estela de
gemidos y aullidos de muerte, habría bastado para indignarlos. Por
tanto, en cuanto aparecía en el barrio el coche celular, los niños se
alertaban unos a otros. Se distribuían por todas las calles del barrio
para rastrear a su vez a los perros, pero con el fin de cazarlos en
otros

sectores de la ciudad, lejos del terrible lazo. Si, a pesar de esas


precauciones, como les ocurrió en varias ocasiones a Pierre y a
Jacques, el captor descubría un perro errante en su presencia, la
táctica era siempre la misma. Antes de que el cazador hubiera
podido acercarse lo suficiente a su presa, Jacques y Pierre
empezaban a gritar «¡Galoufa, Galoufa!» en un tono tan agudo y tan
terrible que el perro se escabullía a toda velocidad y se hallaba fuera
del alcance en cuestión de segundos. En ese momento, los niños
tenían que demostrar sus dones para la carrera de velocidad, pues
el desdichado Galoufa, que recibía una prima por perro capturado,
los perseguía furioso blandiendo su vergajo. Las personas mayores
solían ayudarlos a huir, ya estorbando a Galoufa, ya deteniéndole
directamente y rogándole que se ocupara de los perros. A los
trabajadores del barrio, todos ellos cazadores, normalmente les
gustaban los perros y no tenían ninguna consideración por ese
curioso oficio. Como decía el tío Ernest: «¡Menudo gandul!». Por
encima de toda esa agitación, el viejo árabe que conducía los
caballos reinaba silencioso e impasible o, si las discusiones se
prolongaban, se ponía a liar tranquilamente un cigarrillo. Ya
hubiesen capturado gatos, ya rescatado perros, los niños se
apresuraban luego, con sus esclavinas al viento en invierno o
haciendo chasquear sus sandalias (llamadas mevas) en verano,
hacia la escuela y el trabajo. Un vistazo a los puestos de frutas al
atravesar el mercado y, según la estación, desfilaban a su alrededor
montañas de nísperos, de naranjas y de mandarinas, de
albaricoques, de melocotones, de mandarinas,2 de melones y de
sandías, de los que solo probarían, y en cantidad limitada, los más
baratos; dos o tres pases a horcajadas, sin dejar la cartera, sobre el
gran estanque barnizado del surtidor, y recorrían a toda prisa los
almacenes del bulevar Thiers, recibían en pleno rostro el olor a
naranjas que salía de la fábrica donde las mondaban para preparar
licores con su piel, subían una callejuela de jardines y de villas y
desembocaban por fin en

la calle Aumerat, repleta de una muchedumbre infantil que, entre


conversaciones de unos y otros, aguardaba la apertura de las
puertas.

Entonces comenzaba la clase. Con el señor Bernard, esa clase


siempre resultaba interesante, por la sencilla razón de que amaba
con pasión su profesión. Fuera, el sol podía aullar en las paredes
rojizas mientras el calor crepitaba en el aula, pese a estar sumergida
en la sombra de unos estores de gruesas rayas amarillas y blancas.
También podía caer la lluvia como lo hace en Argelia, en cataratas
interminables, convirtiendo la calle en un pozo sombrío y húmedo; la
clase apenas se distraía. Solo las moscas en tiempo tormentoso
desviaban a veces la atención de los niños. Las atrapaban y
aterrizaban en los tinteros, donde comenzaban una muerte
espantosa, ahogadas en los lodos violetas que llenaban los
pequeños tinteros de porcelana de tronco cónico empotrados en los
agujeros de la mesa. Pero el método del señor Bernard, que
consistía en no ceder ni un ápice en cuestión de conducta y, por el
contrario, hacer vivaces y divertidas sus enseñanzas, triunfaba
incluso sobre las moscas. Siempre sabía sacar en el momento justo
de su armario de tesoros la colección de minerales, el herbario, las
mariposas y los insectos disecados, los mapas o... que despertaran
el interés languideciente de sus alumnos. Era el único del colegio
que había conseguido una linterna mágica y, dos veces al mes,
hacía proyecciones sobre temas de historia natural o de geografía.
En aritmética, había instituido un concurso de cálculo mental que
obligaba a los alumnos a ejercitar su agilidad. Lanzaba a la clase, en
la que todos debían tener los brazos cruzados, los términos de una
división, de una multiplicación o a veces de una suma algo
complicada. ¿Cuánto son 1267 + 691? El primero que ofrecía el
resultado correcto sumaba un punto en la clasificación mensual. Por
lo demás, utilizaba los manuales con competencia y precisión... Los
manuales eran siempre

los que se usaban en la metrópoli. Y esos niños, que solo conocían


el siroco, el polvo, los aguaceros prodigiosos y breves, la arena de
las playas y el mar en llamas bajo el sol, leían con aplicación,
haciendo sonar los puntos y las comas, relatos para ellos míticos, en
los que unos niños con gorro y bufanda de lana, calzados con
zuecos, regresaban a sus casas con un frío glacial, arrastrando
haces de leña por los caminos cubiertos de nieve, hasta que
divisaban el tejado nevado de la casa y el humo de la chimenea les
indicaba que la sopa de guisantes cocía en el fogón. Para Jacques,
esas historias eran puro exotismo. Soñaba con ellas, poblaba sus
redacciones con descripciones de un mundo que jamás había visto,
y no cesaba de interrogar a su abuela sobre una nevada que había
caído durante una hora veinte años atrás en la región de Argel.
Aquellos relatos formaban parte para él de la poderosa poesía de la
escuela, que se alimentaba asimismo del olor del barniz de las
reglas y los plumieres, del delicioso sabor de la correa de su cartera,
que mordisqueaba largo y tendido mientras se afanaba en sus
tareas, del olor amargo y áspero de la tinta violeta, sobre todo
cuando llegaba su turno de llenar los tinteros con una enorme
botella oscura en cuyo tapón se había introducido un tubo de vidrio
acodado, y Jacques olfateaba con felicidad el orificio del tubo, del
dulce contacto de las páginas lisas y heladas de ciertos libros, de las
que ascendía también un agradable olor a imprenta y a cola, y, los
días de lluvia, de ese olor a lana mojada que subía de los
chaquetones de lana en el fondo del aula, y que era como la
prefiguración de aquel universo edénico en el que los niños con
zuecos y gorro de lana corrían a través de la nieve hacia sus cálidos
hogares.

Solo la escuela brindaba esas alegrías a Jacques y a Pierre.

Y, sin lugar a dudas, lo que tan apasionadamente amaban en ella


era aquello que no encontraban en sus propias casas, donde la
pobreza y la ignorancia tornaban la vida

más dura, más lúgubre, como encerrada en sí misma; la miseria es


una fortaleza sin puente levadizo.

Pero eso no era lo único, pues Jacques se sentía el más miserable


de los niños en las vacaciones, cuando, para deshacerse de ese
muchacho infatigable, su abuela lo mandaba a un campamento con
una cincuentena de otros niños y un puñado de monitores en las
montañas de Zaccar, en Miliana, donde ocupaban la escuela,
equipada con dormitorios, comiendo y durmiendo confortablemente,
jugando o paseándose durante todo el día, supervisados por
amables enfermeras. Y con todo aquello, cuando caía la tarde y la
sombra subía a toda velocidad las laderas de los montes y, en el
cuartel vecino, el clarín comenzaba a despedir, en el enorme
silencio de la pequeña ciudad perdida en las montañas a un
centenar de kilómetros de todo lugar verdaderamente visitado, las
notas melancólicas del toque de queda, el niño sentía cómo lo
embargaba una desesperación sin límites y lloraba en silencio por la
pobre casa de su infancia, desprovista de todo.

No, la escuela no solo les proporcionaba una evasión de la vida


familiar. Al menos en la clase del señor Bernard, alimentaba en ellos
un hambre más esencial todavía en el niño que en el hombre, y que
es el hambre del descubrimiento. En las otras clases les enseñaban
sin duda muchas cosas, pero un poco a la manera en que se ceba a
los gansos. Les ofrecían una comida preparada y les rogaban que
se la tragasen. En la clase del señor Germain,3

sentían por primera vez que existían y que eran el objeto de la más
alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Y
su maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le
pagaban por enseñarles; los acogía con simplicidad en su vida
personal, la vivía con ellos, contándoles su infancia y la historia de
los niños que había conocido, les exponía sus puntos de vista,
nunca sus ideas,

pues él era, por ejemplo, anticlerical, como muchos de sus colegas,


y jamás pronunciaba en clase una sola palabra contra la religión, ni
contra nada de lo que pudiera ser objeto de una elección o de una
convicción, y, en cambio, condenaba enérgicamente aquello que no
se prestaba a discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la
inmundicia.

Pero sobre todo les hablaba de la guerra, todavía muy cercana, y en


la que él había participado durante cuatro años, de los sufrimientos
de los soldados, de su valentía, de su paciencia y de la alegría del
armisticio. Al final de cada trimestre, antes de mandarlos de nuevo
de vacaciones, y de cuando en vez, cuando el horario se lo permitía,
había adquirido el hábito de leerles largos pasajes de Les Croix de
bois [Las cruces de madera] de Dorgelès. A Jacques, esas lecturas
le seguían abriendo las puertas del exotismo, pero de un exotismo
en el que acechaban el miedo y la desgracia, aunque jamás trazara
un paralelismo, salvo teórico, con el padre a quien no había
conocido. Se limitaba a escuchar con todo su corazón una historia
que su maestro leía con todo su corazón, y que le hablaba de nuevo
de la nieve y de su querido invierno, pero también de hombres
singulares, vestidos con telas pesadas y tiesas por el fango, que
hablaban un idioma extraño y vivían en agujeros bajo un techo de
obuses, de cohetes y de balas. Pierre y él esperaban cada lectura
con una impaciencia cada vez mayor. Esa guerra de la que todo el
mundo hablaba todavía (y Jacques escuchaba silenciosamente,
pero con suma atención, a Daniel cuando este contaba a su manera
la batalla del Marne, en la que él había participado y de la que aún
no sabía cómo había regresado cuando a ellos, los zuavos, decía,
los habían puesto de tiradores y luego bajaban por un barranco a la
carga y no había nadie delante de ellos y caminaban y de repente
los artilleros, cuando estaban a media ladera, caían los unos sobre
los otros y el

fondo del barranco lleno de sangre, y los que gritaban mamá, era
terrible), que los supervivientes no podían olvidar y cuya sombra
planeaba sobre todo lo que se decidía alrededor de ellos y sobre
todos los proyectos que se hacían para una historia fascinante y
más extraordinaria que los cuentos de hadas que leían en otras
clases, y que habrían escuchado con decepción y con aburrimiento
si al señor Bernard se le hubiese ocurrido cambiar de programa.
Pero él continuaba; las escenas divertidas se alternaban con
descripciones terribles, y poco a poco los niños africanos conocían
a... x y z, que formaban parte de su sociedad, de los que hablaban
entre ellos como de viejos amigos, presentes y tan vivos que al
menos Jacques no se imaginaba ni por un instante que, aunque
viviesen en la guerra, pudieran arriesgarse a figurar entre sus
víctimas. Y, cuando estaba terminando el año, el día en que, al
llegar al final del libro, el señor Bernard leyó con una voz más
apagada la muerte de D., cuando cerró el libro en silencio,
enfrentado a su emoción y a sus recuerdos, para alzar enseguida la
vista sobre su clase, sumida en el estupor y el silencio, vio en
primera fila a Jacques, que lo miraba fijamente con el rostro cubierto
de lágrimas, sacudido por sollozos interminables, que parecían no ir
a detenerse jamás.

—Vamos, pequeño, vamos, pequeño —musitó el señor Bernard con


una voz apenas perceptible, y se levantó para volver a colocar su
libro en el armario, dando la espalda a la clase.

—Espera, pequeño —dijo el señor Bernard. Se levantó


penosamente, pasó la uña de su índice sobre los barrotes de la
jaula del canario, que pio con más intensidad—: ¡Ah!
Casimir, tienes hambre, pídele a tu papá. —Y se dirigió hacia su
pequeño pupitre escolar al fondo de la sala, cerca

de la chimenea. Rebuscó en un cajón y volvió a cerrarlo, abrió otro y


sacó algo—. Toma —dijo—, es para ti.

Jacques recibió un libro forrado con papel de estraza y sin


inscripción alguna en la cubierta. Antes incluso de abrirlo, supo que
se trataba de Les Croix de bois, el mismo ejemplar que el señor
Bernard utilizaba para la lectura en clase.

—No, no —dijo—, es...

Quería decir: es demasiado hermoso. No encontraba las palabras.


El señor Bernard meneaba su vieja cabeza.

—El último día lloraste, ¿te acuerdas? Desde ese día, este libro te
pertenece.

Y se volvió para ocultar sus ojos súbitamente enrojecidos.

Se dirigió de nuevo a su pupitre; luego, con las manos detrás de la


espalda, volvió hacia Jacques y, blandiendo delante de sus narices
una regla roja corta y fuerte, le dijo riendo:

—¿Recuerdas el bastón de caramelo?

—¡Ah, señor Bernard —exclamó Jacques—, así que lo ha guardado!


Ya sabe que ahora está prohibido.

—¡Bah!, en esa época también estaba prohibido. Sin embargo, ¡tú


eres testigo de que yo lo utilizaba!

Jacques era testigo, ya que el señor Bernard era partidario de los


castigos corporales. Cierto es que el castigo ordinario consistía
solamente en puntos negativos, que deducía a fin de mes del
número de puntos conseguidos por el alumno y que le hacían bajar,
por tanto, en la clasificación general.
Pero, en los casos graves, el señor Bernard no se preocupaba en
absoluto, como lo hacían con frecuencia sus

colegas, de enviar al infractor al director. Él mismo se encargaba


siguiendo un rito inmutable.

—Mi pobre Robert —decía con calma y sin perder su buen humor—,
va a ser necesario pasar al bastón de caramelo.

Nadie de la clase reaccionaba (salvo para reírse para sus adentros,


según la regla constante del corazón humano, que quiere que el
castigo de los unos sea experimentado como un disfrute por los
otros). El niño se levantaba, pálido, pero la mayoría de las veces
trataba de mostrar aplomo (algunos salían de su mesa ahogando ya
sus lágrimas y dirigiéndose hacia el escritorio junto al cual se
encontraba ya el señor Bernard, delante de la pizarra). Siempre
siguiendo el ritual, en el que se introducía en ese punto un toque de
sadismo, Robert o Joseph se acercaba a coger él mismo sobre el
escritorio el «bastón de caramelo» para entregárselo al sacrificador.

El bastón de caramelo era una regla gruesa y corta de madera roja,


manchada de tinta, deformada por muescas y hendiduras, que el
señor Bernard había confiscado mucho tiempo atrás a un alumno
olvidado; el alumno se la entregaba al señor Bernard, quien la
recibía con un aire generalmente burlón mientras abría las piernas.
El niño debía colocar la cabeza entre las rodillas del maestro, quien,
apretando los muslos, la sujetaba con fuerza. Y, en las nalgas así
ofrecidas, el señor Bernard descargaba, en función de la ofensa, un
número variable de buenos reglazos, repartidos equitativamente
entre ambas nalgas.

Las reacciones a aquel castigo diferían según los alumnos.

Unos gemían antes incluso de recibir los golpes, y el maestro,


impávido, señalaba entonces que se estaban adelantando; otros se
protegían ingenuamente el trasero con las manos, que el señor
Bernard apartaba con un golpe negligente. Otros, bajo la quemazón
de los reglazos,
coceaban ferozmente. También estaban aquellos, entre los que se
incluía Jacques, que sufrían los golpes sin decir palabra,
estremeciéndose, y que volvían a ocupar su asiento ahogando
grandes lágrimas. En conjunto, sin embargo, aquel castigo era
aceptado sin amargura, en primer lugar, porque casi todos esos
niños recibían palizas en sus casas y el correctivo les parecía un
modo natural de educación; en segundo lugar, porque la equidad del
maestro era absoluta, pues se sabía de antemano qué género de
infracciones, siempre las mismas, conllevaban la ceremonia
expiatoria, y todos aquellos que traspasaban el límite de las
acciones que solo acarreaban puntos negativos sabían a lo que se
arriesgaban y, además, la sentencia se aplicaba tanto a los primeros
como a los últimos con una imparcialidad encomiable. Jacques, a
quien saltaba a la vista que el señor Bernard quería mucho, se
enfrentaba al castigo como los demás, e incluso hubo de hacerlo el
día siguiente a aquel en el que el señor Bernard le había
manifestado públicamente su preferencia. Cuando Jacques se
encontraba en la pizarra y, a raíz de una buena respuesta, el señor
Bernard le había acariciado la mejilla, una voz del aula había
murmurado

«enchufado». Entonces el señor Bernard lo había estrechado contra


él y había declarado con cierta gravedad:

—Sí, tengo preferencia por Cormery, como por todos aquellos de


entre vosotros que perdieron a su padre en la guerra. Yo hice la
guerra con sus padres y estoy vivo.

Intento sustituir aquí al menos a mis camaradas muertos. ¡Y

ahora, si alguien quiere decir que tengo «enchufados», que hable!

Esa arenga fue acogida con un silencio sepulcral. A la salida,


Jacques preguntó quién lo había llamado «enchufado».

Aceptar un insulto semejante sin reaccionar equivalía a perder el


honor.
—Yo —dijo Muñoz, un grandullón rubio bastante blandengue e
incoloro que rara vez se manifestaba, pero que siempre había
expresado su antipatía hacia Jacques.

—Vale —dijo Jacques—, entonces eres un hijo de puta.

Aquella era otra injuria ritual, que conllevaba inmediatamente la


batalla, toda vez que el insulto a la madre y a los muertos era desde
el principio de los tiempos la más grave a orillas del Mediterráneo.
Muñoz vaciló, sin embargo, pero los ritos son los ritos, y los otros
hablaron en su nombre.

—Vamos, al campo verde.

El campo verde, no lejos de la escuela, era una suerte de


descampado en el que crecían costras de hierba endeble y que
estaba atestado de viejos aros, latas de conserva y barriles
podridos. Era ahí donde se celebraban las

«somantas». Las somantas eran simplemente duelos en los que el


puño reemplazaba a la espada, pero que obedecían a un
ceremonial idéntico, al menos en su espíritu. Buscaban en efecto
resolver una disputa en la que estaba en juego el honor de uno de
los adversarios, ya porque se hubiera insultado a sus ascendientes
directos o a sus ancestros, ya porque se hubiera despreciado su
nacionalidad o su raza, ya porque hubiera sido denunciado o
acusado de serlo, robado o acusado de haber robado, o incluso por
razones más oscuras como las que surgen a diario entre los niños.

Cuando uno de los alumnos estimaba, o sobre todo cuando se


estimaba en su lugar (y él lo advertía), que había sido ofendido de
tal manera que era preciso lavar la ofensa, la fórmula ritual era: «A
las cuatro en el campo verde». En cuanto se pronunciaba la fórmula,
se aplacaba la excitación y cesaban los comentarios. Cada uno de
los adversarios se retiraba, seguido de sus camaradas. Durante las
clases
siguientes, la noticia corría de banco en banco con el nombre de los
campeones, a quienes los compañeros miraban de reojo y que
fingían, en consecuencia, la calma y la resolución propias de la
virilidad. La procesión iba por dentro, y los más valientes se
distraían de su trabajo por la angustia de ver llegar el momento en el
que tendrían que afrontar la violencia. Pero no estaba permitido que
los compañeros del otro bando se burlaran y acusaran al campeón,
según la expresión consagrada, de «apretar las nalgas».

Jacques, habiendo cumplido con su deber de hombre provocando a


Muñoz, las apretaba en todo caso generosamente, como cada vez
que se ponía en situación de enfrentarse a la violencia y de
ejercerla. Pero su resolución estaba tomada y no podía permitirse, ni
por un segundo, dar marcha atrás. Así funcionaban las cosas, y
sabía, asimismo, que esa leve repugnancia que le oprimía el pecho
antes de la acción desaparecería en el momento del combate,
arrastrada por su propia violencia, que por lo demás lo perjudicaba
tácticamente tanto como lo servía... y que le había valido a.4

La tarde del combate con Muñoz, todo transcurrió según los ritos.
Los combatientes, acompañados por sus respectivos seguidores
transformados en cuidadores y que llevaban ya la cartera del
campeón, fueron los primeros en llegar al campo verde, seguidos
por todos aquellos que se sentían atraídos por la trifulca y que, en el
campo de batalla, rodeaban a los adversarios, que se quitaban su
esclavina y su chaqueta y las dejaban en manos de sus cuidadores.
En aquella ocasión, su ímpetu sirvió a Jacques, que avanzó el
primero, sin demasiada convicción, e hizo recular a Muñoz, que,
mientras retrocedía en desorden y paraba con torpeza los ganchos
de su adversario, alcanzó a Jacques en la

mejilla con un golpe doloroso que lo inundó de cólera, más ciega


todavía por los gritos, las risas y los ánimos de los asistentes. Se
abalanzó sobre Muñoz, le lanzó una ráfaga de puñetazos, lo
desfondó y tuvo la fortuna de asestar un gancho rabioso en el ojo
derecho del desventurado, que, en pleno desequilibrio, cayó
lastimosamente sobre sus posaderas, llorando con un ojo mientras
el otro se hinchaba al instante. El ojo morado, un golpe regio y muy
codiciado porque consagraba por varios días, y de manera
ostensible, el triunfo del vencedor, desató en todos los asistentes
alaridos de siux. Muñoz no se levantó de inmediato, y Pierre, su
amigo íntimo, se apresuró a intervenir con autoridad para declarar
vencedor a Jacques, ponerle la chaqueta, cubrirlo con su esclavina
y llevárselo, rodeado de un cortejo de admiradores, mientras Muñoz
se levantaba, sin dejar de llorar, y volvía a vestirse en medio de un
pequeño círculo consternado. Jacques, aturdido por la celeridad de
una victoria que no esperaba tan rotunda, apenas oía a su alrededor
las felicitaciones y los relatos del combate ya engalanados. Deseaba
estar contento, lo estaba en algún punto de su vanidad, y, sin
embargo, en el momento de salir del campo verde, tras volverse
hacia Muñoz, una sombría tristeza le oprimió súbitamente el pecho
al ver el rostro abatido de aquel a quien había golpeado. Y aprendió
de esa guisa que la guerra no es buena, puesto que vencer a un
hombre es tan amargo como ser vencido.

Para perfeccionar su educación, se le hizo descubrir sin demora que


la Roca Tarpeya está cerca del Capitolio. Al día siguiente, en efecto,
bajo las palmadas admirativas de sus compañeros, se creyó
obligado a adoptar un aire presuntuoso y a fanfarronear. Como al
comienzo de la clase Muñoz no respondía al llamamiento, los
vecinos de Jacques comentaban esa ausencia con risitas irónicas y
guiños al vencedor. Jacques tuvo entonces la debilidad de mostrar a
sus compañeros su ojo medio cerrado hinchando la mejilla

y, sin percatarse de que el señor Bernard lo miraba, entregándose a


una grotesca mímica, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos
cuando la voz del maestro resonó en el aula súbitamente silenciosa:

—Mi pobre enchufado —dijo en tono socarrón—, tienes el mismo


derecho que los demás a tu bastón de caramelo.

El triunfador tuvo que levantarse, buscar el instrumento de suplicio y


entrar en el fresco aroma de agua de colonia que envolvía al señor
Bernard para adoptar por fin la ignominiosa postura del suplicio.
El asunto Muñoz no había de concluir con esa lección de filosofía
práctica. La ausencia del muchacho duró dos días, y Jacques
estaba vagamente inquieto, pese a sus aires jactanciosos, cuando,
al tercer día, un alumno mayor entró al aula e informó al señor
Bernard de que el director quería ver al alumno Cormery. El director
solo llamaba a alguien en los casos graves y el maestro, levantando
sus gruesas cejas, se limitó a decir:

—Date prisa, mosquito. Espero que no hayas hecho ninguna


tontería.

Jacques, con temblor de piernas, seguía al alumno mayor por la


galería que había encima del patio cementado y plantado con falsos
pimenteros, cuya sombra delgada no protegía del calor tórrido,
hasta el despacho del director, que se encontraba en el otro extremo
de la galería. Lo primero que vio al entrar fue, delante del escritorio
del director, a Muñoz escoltado por una señora y un señor con el
ceño fruncido. A pesar del ojo tumefacto y completamente cerrado
que desfiguraba a su compañero, experimentó una sensación de
alivio al encontrarlo vivo.

Pero no tuvo tiempo de saborear ese alivio.

—¿Eres tú quien ha golpeado a tu compañero? —preguntó el


director, un hombre bajito y calvo con la cara sonrosada y la voz
enérgica.

—Sí —respondió Jacques con una voz opaca.

—Ya se lo había dicho, señor —dijo la mujer—. André no es ningún


matón.

—Nos peleamos —dijo Jacques.

—No me interesa saberlo —le espetó el director—. Sabes que tengo


prohibidas todas las peleas, incluso fuera del colegio. Has herido a
tu compañero y habrías podido herirle aún más gravemente. Como
primera advertencia, estarás castigado de cara a la pared durante
una semana todos los recreos. Si vuelves a las andadas, serás
expulsado.

Informaré a tus padres de tu castigo. Puedes volver a clase.

Jacques, estupefacto, permanecía inmóvil.

—Márchate —le ordenó el director.

—¿Y bien, Fantomas? —le preguntó el señor Bernard cuando


Jacques regresó a clase. Jacques lloraba—. Vamos, te escucho.

El muchacho, con la voz entrecortada, anunció primero el castigo y


luego que los padres de Muñoz habían presentado una denuncia y
acto seguido reveló la batalla.

—¿Por qué os peleasteis?

—Me llamó «enchufado».

—¿Por segunda vez?

—No, aquí, en clase.

—¡Ah, fue él! Y tú pensabas que yo no te había defendido lo


suficiente.

Jacques miraba al señor Bernard con toda su alma.

—¡Oh, sí! ¡Oh, sí! Usted... —Y estalló en sollozos.

—Ve a sentarte —le indicó el señor Bernard.

—No es justo —protestó el muchacho entre lágrimas.

—Si —dijo el maestro en voz baja—...5

Al día siguiente, en el recreo, Jacques se puso contra la pared al


fondo del patio, de espaldas a los alegres gritos de sus compañeros.
Iba alternando su apoyo en ambas piernas y se moría de ganas de
correr él también. De vez en cuando, miraba hacia atrás y veía al
señor Bernard, que se paseaba con sus colegas por un rincón del
patio sin mirarlo.

Sin embargo, el segundo día, no lo vio llegar por su espalda y darle


una palmadita en la nuca:

—No pongas esa cara de cordero degollado. Muñoz también está


de plantón. Vamos, te autorizo a mirar.

Al otro lado del patio, Muñoz estaba en efecto solo y abatido.

—Tus cómplices se niegan a jugar con él durante toda la semana


que pases contra la pared. —El señor Bernard reía

—. Como ves, los dos estáis castigados. Es lo justo. —Y se inclinó


hacia el muchacho para decirle, con una risa afectuosa que inundó
de ternura el corazón del condenado

—. ¡Caramba, mosquito, viéndote nadie creería que tienes un


gancho semejante!

A aquel hombre, que hoy hablaba con su canario y que lo llamaba


«pequeño» a sus cuarenta años, Jacques nunca había dejado de
quererlo, a pesar de que los años, la distancia y finalmente la
Segunda Guerra Mundial lo hubieran separado de él, primero en
parte y luego del todo.

No había tenido noticias suyas y se alegró como un niño cuando, en


1945, un reservista de avanzada edad con capote de soldado había
llamado a su puerta en París, y era el señor Bernard que se había
alistado de nuevo, «no para la guerra —decía—, sino contra Hitler, y
tú también, pequeño, has luchado, oh, yo sabía que eras de buena
raza, y espero que tampoco hayas olvidado a tu madre, como tiene
que ser, tu madre es lo mejor del mundo, y ahora regreso a Argel,
ven a verme», y Jacques iba a verlo todos los años desde hacía
quince, todos los años como hoy, y abrazaba antes de marchar al
viejo hombre emocionado que le sostenía la mano en el umbral de
la puerta, y era él quien había arrojado a Jacques al mundo,
asumiendo en solitario la responsabilidad de desarraigarlo para que
hiciera descubrimientos todavía mayores.

El curso escolar tocaba a su fin y el señor Bernard había convocado


a Jacques, a Pierre, a Fleury, una especie de fenómeno que
destacaba en todas las asignaturas, «tiene una cabeza politécnica»,
decía el maestro, y a Santiago, un joven bien parecido que era
menos dotado, pero que triunfaba a fuerza de aplicación:

—Bien —dijo el señor Bernard cuando la clase quedó vacía

—. Vosotros sois mis mejores alumnos. He decidido presentaros a la


beca de los liceos y colegios. Si aprobáis, conseguiréis una beca y
podréis hacer todos vuestros estudios en el liceo hasta el
bachillerato. La escuela primaria es la mejor de las escuelas, pero
no os llevará a ninguna parte. El liceo os abre todas las puertas. Y
yo prefiero que sean chicos pobres como vosotros los que

entren por esas puertas. Pero, para eso, necesito la autorización de


vuestros padres. Andando.

Salieron volando, atónitos, y, sin consultarse siquiera, se separaron.


Jacques encontró a su abuela sola en casa, limpiando lentejas
sobre el hule de la mesa del comedor.

Vaciló y por fin decidió aguardar a que llegara su madre.

Cuando llegó, visiblemente cansada, se puso un delantal de cocina


y fue a ayudar a la abuela a limpiar las lentejas.

Jacques ofreció su ayuda y le pasaron el plato de porcelana blanca


y gruesa en el que resultaba más fácil separar las piedras de las
lentejas buenas. Con la nariz en el plato, anunció la noticia.

—¿Qué historia es esa? —preguntó la abuela— ¿A qué edad se


acaba el bachillerato?
—Dentro de seis años —respondió Jacques.

La abuela retiró su plato.

—¿Lo estás oyendo? —le dijo a Catherine Cormery.

Esta no lo había oído, de modo que Jacques le repitió lentamente la


noticia.

—¡Ah! —exclamó—, eso es porque eres inteligente.

—Inteligente o no, el próximo año habría que colocarlo de aprendiz.


Sabes de sobra que no tenemos dinero. Traerá su sueldo semanal.

—Es cierto —señaló Catherine.

Fuera empezaban a aflojar la luz del día y el calor. A esa hora en


que los talleres funcionaban a todo gas, el barrio estaba vacío y
silencioso. Jacques observaba la calle. No

sabía lo que quería, salvo que deseaba obedecer al señor Bernard.


Pero, a sus nueve años, no podía ni sabía desobedecer a su abuela.
Ella dudaba visiblemente, sin embargo.

—¿Qué harías después?

—No lo sé. Quizá podría ser maestro, como el señor Bernard.

—¡Sí, dentro de seis años! —Ahora seleccionaba las lentejas más


lentamente—. ¡Ni hablar!, somos demasiados pobres.

Le dirás al señor Bernard que no podemos.

Al día siguiente, los otros tres le anunciaron a Jacques que sus


familias habían aceptado.

—¿Y tú?
—No lo sé —contestó con el corazón encogido, al sentirse de
repente más pobre aún que sus amigos.

Al acabar la clase, se quedaron los cuatro. Pierre, Fleury y Santiago


dieron su respuesta.

—¿Y tú, mosquito?

—No lo sé.

El señor Bernard lo miraba.

—Está bien —les dijo a los otros—. Pero tendréis que trabajar
conmigo por las tardes después de clase. Ya lo organizaré, podéis
marcharos.

Cuando hubieron salido, el señor Bernard se sentó en su sillón y


atrajo a Jacques a su lado.

—¿Qué ocurre?

—Mi abuela dice que somos demasiado pobres y que tendré que
trabajar el año que viene.

—¿Y tu madre?

—Mi abuela es la que manda.

—Ya lo sé —dijo el señor Bernard. Reflexionaba y luego cogió a


Jacques en sus brazos.

—Escucha: debes comprenderla. La vida es difícil para ella, para las


dos. Ellas os han criado a tu hermano y a ti, y han logrado que seáis
unos buenos chicos. Así que tiene miedo, como es lógico. Tendrán
que ayudarte un poco todavía a pesar de la beca, y en cualquier
caso no llevarás dinero a casa durante seis años. ¿La comprendes?

Jacques sacudió la cabeza de abajo arriba sin mirar a su maestro.


—Bueno, pero tal vez podamos explicárselo. Coge tu cartera, ¡iré
contigo!

—¿A mi casa? —preguntó Jacques.

—Claro, me encantará volver a ver a tu madre.

Un momento después, el señor Bernard, bajo la mirada atónita de


Jacques, llamaba a la puerta de su casa. La abuela fue a abrir
mientras se secaba las manos con su delantal, cuyo cordón
demasiado apretado hacía rebotar su vientre de vieja. Cuando vio al
maestro, se llevó las manos a los cabellos para peinarlos.

—Así que la abuelita anda en plena faena, como de costumbre —


dijo el señor Bernard—. Tiene usted mucho mérito.

La abuela invitó a entrar al visitante en la habitación, que había que


atravesar para llegar al comedor, lo instaló cerca de la mesa y sacó
unos vasos y el anisete.

—No se moleste, he venido a charlar un poquito con usted.

Para comenzar, le preguntó por sus hijos, luego por su vida en la


granja, por su marido, y le habló de sus propios hijos.

En ese momento entró Catherine Cormery, que se puso nerviosa y


llamó al señor Bernard «señor maestro»; desapareció en su
dormitorio para peinarse y ponerse un mandil limpio y volvió para
ocupar la punta de una silla un poco alejada de la mesa.

—Tú —dijo el señor Bernard a Jacques—, ve a ver si estoy en la


calle. Compréndalo —le dijo a la abuela—, voy a hablar bien de él y
es capaz de creerse que es la verdad...

Jacques salió, bajó a toda prisa las escaleras y se apostó en el


umbral de la puerta de entrada. Había transcurrido una hora, y ya se
animaba la calle y el cielo se tornaba verde a través de los ficus,
cuando el señor Bernard salió de la escalera y apareció por su
espalda. Le rascó la cabeza.

—¡Bueno, todo arreglado! —exclamó—. Tu abuela es una buena


mujer. En cuanto a tu madre... ¡Ah, no la olvides nunca!

—Señor —dijo de repente la abuela, que salió del pasillo.

Sujetaba el delantal con una mano y se secaba los ojos—.

Lo había olvidado..., me ha dicho que le daría unas lecciones


suplementarias a Jacques.

—Por supuesto —dijo el señor Bernard—. Y no se va a divertir,


créame.

—Pero no podremos pagarle.

El señor Bernard la miró atentamente. Sujetaba a Jacques por los


hombros.

—Descuide. —Sacudió a Jacques—. Él ya me ha pagado.

Cuando se hubo marchado, la abuela cogió a Jacques de la mano


para volver a subir al apartamento, y por primera vez le estrechó la
mano muy fuerte, con una suerte de ternura desesperada.

—Mi pequeño —dijo—, mi pequeño.

Durante un mes, el señor Bernard se quedaba todos los días


después de clase con los cuatro niños durante dos horas y les hacía
trabajar. Jacques regresaba al atardecer, cansado y entusiasmado a
la vez, y se ponía todavía a hacer sus deberes. Su abuela lo
contemplaba con una mezcla de tristeza y de orgullo.

—Tiene una buena cabeza —decía Ernest convencido, y se


golpeaba el cráneo con el puño.

—Sí —asentía la abuela—, pero ¿qué va a ser de nosotros?


Una noche se sobresaltó:

—¿Y su primera comunión?

A decir verdad, la religión no ocupaba ningún lugar en la familia.6


Nadie iba a misa, nadie invocaba ni enseñaba los mandamientos
divinos, ni tampoco hacía nadie alusión a las recompensas y a los
castigos del más allá. Cuando se decía

de alguien, delante de la abuela, que estaba muerto:

«Bueno —comentaba ella—, ya no se tirará pedos». Si se trataba de


alguien por quien supuestamente al menos debía sentir afecto: «El
pobre —decía—, era joven todavía», incluso si el difunto resultaba
estar desde hacía mucho tiempo en edad de morir. Aquello no
suponía un signo de inconsciencia por su parte, pues ella había
presenciado mucha muerte a su alrededor. Sus dos hijos, su marido,
su yerno y todos sus sobrinos en la guerra. Pero, justamente, la
muerte le resultaba tan familiar como el trabajo o la pobreza; no
pensaba en ella, sino que la vivía de alguna manera. Además, la
necesidad del presente era demasiado imperiosa para ella, más aún
que para los argelinos en general, privados por sus preocupaciones
y por su destino colectivo de esa piedad funeraria que florece en la
cumbre de las civilizaciones. Para ellos, se trataba de una prueba
que era preciso afrontar, como aquellos que los habían precedido,
de quienes no hablaban jamás, donde tratarían de mostrar ese valor
que consideraban la virtud principal del hombre, pero que entretanto
había que intentar olvidar y alejar. (De ahí el aspecto desenfadado
que cobraban todos los entierros. ¿El primo Maurice?) Si a esa
disposición general se añadía la aspereza de las luchas y del trabajo
cotidiano, sin contar, en lo que concierne a la familia de Jacques, el
terrible desgaste de la pobreza, resultaba difícil hallar un lugar para
la religión. Para el tío Ernest, que vivía en el nivel de la sensación, la
religión era aquello que veía, es decir, el cura y la pompa. Utilizando
sus dotes cómicas, no perdía ocasión de escenificar las ceremonias
de la misa, las cuales adornaba con onomatopeyas [encadenadas]
que remedaban el latín, y, para terminar, imitaba a la vez a los fieles,
que bajaban la cabeza al toque de la campana, y al sacerdote que,
aprovechando esa actitud, se bebía subrepticiamente el vino de
misa. En cuanto a Catherine Cormery, ella era la única cuya dulzura
pudiera hacer pensar en la fe, pero justamente la dulzura era toda
su fe.

No negaba ni aprobaba; se reía un poco con las bromas de su


hermano, pero decía «señor cura» a los sacerdotes que encontraba.
Jamás hablaba de Dios. A decir verdad, Jacques nunca había oído
pronunciar esa palabra durante toda su infancia, y a él mismo le
dejaba indiferente. La vida, misteriosa y resplandeciente, bastaba
para colmarlo.

Con todo, si se hablaba en su familia de un entierro civil, no era raro


que, paradójicamente, la abuela o incluso el tío se pusieran a
deplorar la ausencia de sacerdote: «como un perro», decían. Y es
que la religión formaba parte para ellos, como para la mayoría de los
argelinos, de la vida social y solamente de ella. Uno era católico
como era francés, lo cual obligaba a un cierto número de ritos. A
decir verdad, esos ritos eran exactamente cuatro: el bautismo, la
primera comunión, el sacramento del matrimonio (si había
matrimonio) y los últimos sacramentos. Entre esas ceremonias,
forzosamente muy espaciadas, se ocupaban de otras cosas, y ante
todo de sobrevivir.

Por descontado, pues, Jacques debía hacer su primera comunión,


como la había hecho Henri, que guardaba el peor recuerdo, no de la
ceremonia misma, sino de sus consecuencias sociales y
principalmente de las visitas que se había visto forzado a hacer
después durante varios días, luciendo su brazalete, a los amigos y
familiares, que estaban obligados a regalarle una pequeña cantidad
de dinero, que el niño recibía con incomodidad y cuyo importe era
recuperado enseguida por la abuela, que restituía a Henri una parte
ínfima y guardaba el resto porque la comunión «costaba». Pero esa
ceremonia se celebraba en torno al duodécimo cumpleaños del
niño, quien durante dos años debía seguir la enseñanza del
catecismo. Por lo tanto, Jacques no tendría que hacer su primera
comunión hasta su segundo o tercer año de liceo. Pero justamente
esa idea sobresaltaba a la abuela. Ella se hacía una idea oscura y
un

tanto aterradora del liceo, como de un lugar en el que era preciso


trabajar diez veces más que en la escuela comunal, puesto que
esos estudios conducían a mejores situaciones y, en su espíritu,
ninguna mejora material podía lograrse sin un incremento de
trabajo. Por otra parte, deseaba con todas sus fuerzas el éxito de
Jacques en virtud de los sacrificios que acababa de aceptar por
anticipado, e imaginaba que el tiempo del catecismo se restaría al
del estudio.

—No —dijo—, no puedes estar a la vez en el liceo y en el


catecismo.

—Bueno, pues no haré la primera comunión —replicó Jacques, que


pensaba ante todo en la lata de las visitas y en la humillación
insoportable para él de recibir dinero.

Su abuela lo miró:

—¿Por qué? Podemos arreglarlo. Vístete. Vamos a ver al cura.

Se levantó y entró con decisión a su dormitorio. Cuando regresó, se


había quitado la camisola y la falda de trabajo, se había puesto su
único vestido para salir [ ]7 abotonado hasta el cuello y se había
atado a la cabeza su pañuelo de seda negra. Los mechones de
cabellos blancos asomaban bajo el pañuelo, los ojos claros y la
boca firme le daban un aire decidido.

En la sacristía de la iglesia de Saint-Charles, una espantosa


construcción gótica moderna, estaba sentada sujetando la mano de
Jacques, que permanecía de pie a su lado, ante el cura, un hombre
corpulento de unos sesenta años, de cara redonda, un poco blanda,
con una gran nariz, la boca gruesa y una sonrisa bondadosa bajo su
corona de cabello plateado, con las manos juntas sobre su túnica,
estirada por sus rodillas separadas.
—Quiero que el pequeño haga su primera comunión —dijo la
abuela.

—Eso está muy bien, señora, haremos de él un buen cristiano.


¿Qué edad tiene?

—Nueve años.

—Acierta usted al hacerle empezar muy pronto a aprender el


catecismo. En tres años estará perfectamente preparado para ese
gran día.

—No —replicó la abuela secamente—. Ha de hacerla enseguida.

—¿Enseguida? Pero las comuniones se van a hacer dentro de un


mes, y no puede presentarse ante el altar hasta que lleve al menos
dos años de catecismo.

La abuela le explicó la situación, pero el cura no estaba nada


convencido de la imposibilidad de simultanear la educación
secundaria y la instrucción religiosa. Con paciencia y bondad,
invocaba su experiencia, ponía ejemplos... La abuela se puso en
pie.

—En ese caso, no hará la primera comunión. Ven, Jacques.

—Y se llevó al niño hacia la salida.

Pero el cura se precipitó tras ellos.

—Espere, señora, espere.

La invitó suavemente a ocupar de nuevo su sitio y trató de hacerla


entrar en razón. Pero la abuela sacudía la cabeza como una vieja
mula terca.

—O la hace enseguida o se quedará sin hacerla.


El cura acabó cediendo. Accedió a que, tras haber recibido una
instrucción religiosa acelerada, Jacques comulgara un mes
después. Y el sacerdote, sacudiendo la cabeza, los acompañó hasta
la puerta, donde acarició la mejilla del niño.

—Escucha bien lo que te digan —le instruyó, y lo miró con una


suerte de tristeza.

Así pues, Jacques acumuló las lecciones suplementarias con el


señor Germain y las clases de catecismo del jueves y el sábado por
la tarde. Los exámenes de la beca y la primera comunión se
acercaban al mismo tiempo, y sus jornadas estaban sobrecargadas,
sin dejar espacio para los juegos, sobre todo los domingos, en que,
cuando podía soltar los cuadernos, su abuela le encargaba tareas
domésticas y recados, invocando los futuros sacrificios que la familia
haría por su educación y esos largos años en los que ya no haría
nada por la casa.

—Pero puede que suspenda —dijo Jacques—. El examen es difícil.

Y, en cierto modo, llegaba a desearlo, pues se le antojaba ya


excesivo para su joven orgullo el peso de esos sacrificios de los que
no cesaban de hablarle. Su abuela lo miró desconcertada. No había
pensado en esa eventualidad.

Después se encogió de hombros y, sin preocuparse por la


contradicción, le espetó:

—Te lo aviso: te calentaré las nalgas.

Las clases de catecismo eran impartidas por el segundo cura de la


parroquia, alto y hasta interminable en su larga sotana negra, seco,
con nariz aguileña y mejillas hundidas, tan duro como dulce y bueno
era el viejo cura. Su método de enseñanza era el recitado y, aunque
fuese primitivo, era

acaso el único que se adaptaba verdaderamente a la gente humilde,


rústica y porfiada que tenía la misión de formar espiritualmente. Era
preciso aprender las preguntas y las respuestas: «¿Quién es
Dios...?». Esas palabras no significaban estrictamente nada para los
jóvenes catecúmenos, y Jacques, que tenía una memoria excelente,
las recitaba imperturbablemente sin comprenderlas jamás.

Cuando recitaba otro niño, él soñaba despierto, pensaba en las


musarañas o hacía muecas con sus compañeros. Una de esas
muecas la interceptó un día el cura y, al creer que iba dirigida a él,
juzgó adecuado hacer respetar el carácter sagrado del que estaba
investido, llamó a Jacques delante de toda la asamblea infantil y allí
mismo, con su larga mano huesuda, sin mediar explicación, le soltó
una buena bofetada. Jacques estuvo a punto de caerse por la fuerza
del golpe.

—Ahora vuelve a tu sitio —le ordenó el cura.

El niño lo miró sin derramar una sola lágrima (y a lo largo de su vida


serían la bondad y el amor los que le hicieran llorar, jamás el dolor ni
la persecución, que fortalecían, en cambio, su corazón y su
resolución) y regresó a su banco. El lado izquierdo de su rostro
ardía y tenía sabor a sangre en la boca. Con la punta de la lengua,
descubrió que el interior de la mejilla se había abierto con el bofetón
y sangraba. Se tragó la sangre.

Durante el resto de las clases de catecismo estuvo ausente,


mirando con serenidad al sacerdote cuando este le hablaba, sin
reproche ni amistad, recitando sin un solo error las preguntas y las
respuestas relativas a la persona divina y al sacrificio de Cristo, y, a
cien leguas del lugar donde recitaba, soñando con ese doble
examen que, a la postre, era solo uno. Sumido en el trabajo como
en un mismo sueño ininterrumpido, conmovido solamente, aunque
de una

manera oscura, por las misas vespertinas que se multiplicaban en la


espantosa y gélida iglesia, pero donde el órgano le permitía
escuchar una música que oía por primera vez, no habiendo
escuchado jamás hasta entonces más que estúpidos estribillos,
teniendo un sueño más denso y más profundo, poblado de destellos
dorados en la semioscuridad de los objetos y de las vestiduras
sacerdotales, al encuentro al fin del misterio, pero de un misterio sin
nombre en el que las personas divinas nombradas y rigurosamente
definidas por el catecismo no tenían nada que hacer ni que ver, que
se limitaban a prolongar el mundo desnudo en que vivía; el misterio
cálido, interior e impreciso en el que entonces se sumergía no hacía
sino expandir el misterio cotidiano de la sonrisa discreta o del
silencio de su madre cuando él entraba en el comedor al caer la
tarde y ella, sola en casa, no había encendido la lámpara de
petróleo, dejando que la noche invadiera poco a poco la estancia,
ella misma como una forma más oscura y aún más densa, que
miraba pensativa por la ventana los movimientos animados, pero
silenciosos para ella, de la calle, y el niño se detenía entonces en el
umbral de la puerta, con el corazón oprimido, lleno de un amor
desesperado por su madre y por lo que, en su madre, no pertenecía
o había dejado de pertenecer al mundo y a la vulgaridad de los días.
Después llegó la primera comunión, de la que Jacques había
guardado pocos recuerdos, aparte de la confesión de la víspera, en
la que había contado las únicas acciones que, según le habían
dicho, eran incorrectas, es decir, pocas cosas, «¿y no había tenido
pensamientos culpables?». «Sí, padre», decía el niño por si acaso,
aunque ignoraba cómo un pensamiento podía ser culpable, y hasta
el día siguiente vivió con el temor de dejar escapar sin saberlo un
pensamiento culpable o, lo que le resultaba más claro, una de
aquellas palabras malsonantes que poblaban su vocabulario de
escolar, y a trancas y barrancas retuvo al menos las palabras hasta
la mañana de la ceremonia, en la

que, vestido con un traje de marinero, con un brazalete, provisto de


un pequeño misal y de un rosario de pequeñas cuentas blancas,
todo ello ofrecido por los parientes menos pobres (la tía Margarita y
demás), llevando un cirio por el pasillo central en medio de una fila
de otros niños que portaban cirios bajo las miradas extasiadas de
los familiares puestos en pie en los bancos, y el estruendo de la
música que estalló entonces le estremeció, le llenó de pavor y de
una extraordinaria exaltación, en la que por primera vez sintió su
fuerza, su capacidad infinita de triunfo y de vida, exaltación que lo
embargó durante toda la ceremonia, y que lo distrajo de todo lo que
ocurría, incluido el instante de la comunión, y aún durante el regreso
y la comida, en la que los familiares habían sido invitados en torno a
una mesa más [opulenta] que de costumbre, que excitó poco a poco
a los invitados habituados a comer y a beber poco, hasta que una
enorme alegría llenó paulatinamente la estancia, destruyendo la
exaltación de Jacques, e incluso desconcertándolo hasta el punto de
que, en el momento de los postres, en la cumbre de la excitación
general, estalló en sollozos.

—¿Qué te pasa? —dijo la abuela.

—No lo sé, no lo sé.

Y la abuela, exasperada, lo abofeteó.

—Así sabrás por qué lloras —le dijo.

Pero en realidad él lo sabía, viendo a su madre, que por encima de


la mesa le sonreía con tristeza.

—Todo ha ido bien —dijo el señor Bernard—. Bueno, y ahora a


trabajar.

Quedaban algunas jornadas de duro trabajo, y las últimas lecciones


tuvieron lugar en la propia casa del señor Bernard (¿describir el
apartamento?), y una mañana, en la parada del tranvía, cerca de la
casa de Jacques, los cuatro alumnos, provistos de una carpeta, una
regla y un plumier, estaban de pie alrededor del señor Germain
mientras que, en el balcón de su casa, Jacques veía a su madre y a
su abuela inclinadas hacia adelante y haciéndoles grandes señas.

El liceo en el que se celebraban los exámenes se encontraba


justamente al otro lado, en el extremo opuesto del arco de círculo
que trazaba la ciudad alrededor del golfo, en un barrio antaño
opulento y lóbrego que, en virtud de la inmigración española, se
había convertido en uno de los más populares y animados de Argel.
El propio liceo era una enorme edificación cuadrada que dominaba
la calle. Se accedía a él por dos escaleras laterales y una central,
amplia y monumental, que flanqueaban por cada lado unos pobres
jardines con bananos y8 protegidos con rejas contra el vandalismo
de los alumnos. La escalera central desembocaba en una galería
que conectaba las dos escaleras laterales y donde se abría la puerta
monumental utilizada en las grandes ocasiones, junto a la cual se
utilizaba habitualmente una puerta mucho más pequeña que daba a
la conserjería.

En esa galería, entre los primeros alumnos que habían llegado, la


mayor parte de los cuales ocultaban su nerviosismo bajo una
aparente desenvoltura, salvo algunos cuya palidez y cuyo silencio
delataban su ansiedad, era donde esperaban el señor Bernard y sus
alumnos, delante de la puerta cerrada en la madrugada todavía
fresca y en la calle aún húmeda, que en unos instantes el sol
cubriría de polvo. Habían llegado con una buena media hora de
adelanto y guardaban silencio, apiñados alrededor de su maestro, a
quien no se le ocurría nada que decirles y que

marchó de repente, tras decirles que volvería. Lo vieron regresar en


efecto un momento después, siempre elegante con su sombrero de
ala vuelta y las polainas que se había puesto ese día, sosteniendo
en cada mano dos paquetes de papel de seda simplemente
retorcidos en el extremo para poder sujetarlos, y, cuando se acercó,
vieron que el papel estaba manchado de grasa.

—Aquí tenéis unos cruasanes —dijo el señor Bernard—.

Comed uno ahora y guardad el otro para las diez.

Le dieron las gracias y se los comieron, pero la masa masticada e


indigesta les pasaba con dificultad por la garganta.

—No os pongáis nerviosos —repetía el maestro—. Leed bien el


enunciado del problema y el tema de la redacción.

Leedlos varias veces. Tenéis tiempo.


Sí, los leerían varias veces, obedecerían al maestro, que lo sabía
todo y a cuyo lado la vida estaba exenta de obstáculos; bastaba con
dejarse guiar por él. En ese momento se formó una algarabía cerca
de la pequeña puerta. Los sesenta alumnos ahora reunidos se
encaminaron en esa dirección. Un bedel había abierto la puerta y
leía una lista. El nombre de Jacques fue uno de los primeros en ser
pronunciados. Sujetaba la mano de su maestro y vaciló.

—Venga, hijo mío —dijo el señor Bernard.

Jacques se dirigió temblando hacia la puerta y, en el momento de


atravesarla, se volvió hacia su maestro. Ahí estaba, alto y sólido,
sonriendo con tranquilidad a Jacques y asintiendo con la cabeza.

A mediodía, el señor Bernard los esperaba a la salida. Le enseñaron


sus borradores. Solo Santiago se había confundido al hacer su
problema.

—Tu redacción es muy buena —le dijo brevemente a Jacques.

A la una volvió a acompañarlos. A las cuatro seguía ahí y examinó


sus trabajos.

—Vamos —dijo—, habrá que esperar.

Dos días después, los cinco volvían a estar delante de la pequeña


puerta a las diez de la mañana. La puerta se abrió y el bedel leyó
una lista mucho más corta, que esta vez era la de los elegidos. En el
bullicio, Jacques no oyó su nombre, pero recibió una alegre colleja y
oyó que el señor Bernard le decía:

—¡Bravo, mosquito, has aprobado!

Solo había suspendido el bueno de Santiago, a quien miraban con


una suerte de tristeza distraída.

—No pasa nada —decía él—, no pasa nada.

Y Jacques ya no sabía dónde estaba ni lo que sucedía.


Regresaban los cuatro en tranvía.

—Iré a ver a vuestros padres —decía el señor Bernard—.

Pasaré primero por la casa de Cormery porque es la más cercana.

Y en el pobre comedor ahora lleno de mujeres donde se


encontraban su abuela, su madre, que se había cogido un día libre
para la ocasión (?), y las señoras Masson, sus vecinas, él
permanecía al lado de su maestro, respirando

por última vez el olor del agua de colonia, pegado a la cálida tibieza
de ese cuerpo sólido, y la abuela resplandecía delante de sus
vecinas.

—Gracias, señor Bernard, gracias —decía, mientras el señor


Bernard acariciaba la cabeza del muchacho.

—Ahora ya no me necesitas —decía él—, tendrás maestros más


sabios. Pero ya sabes dónde estoy; ven a verme si te hace falta mi
ayuda.

Se marchó y Jacques se quedó solo, perdido en medio de aquellas


mujeres, y entonces se precipitó a la ventana, para contemplar a su
maestro, que lo saludaba por última vez y que lo dejaba solo en
adelante y, en lugar de la alegría del éxito, una pena inmensa de
niño le retorció el corazón, como si supiera de antemano que con
ese éxito acababa de ser arrancado del mundo inocente y cálido de
los pobres, un mundo encerrado en sí mismo como una isla dentro
de la sociedad, pero donde la miseria hace las veces de familia y de
solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido, que ya no
era el suyo, donde no podía creer que los maestros fuesen más
sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en lo sucesivo
tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse, en
definitiva, en un hombre sin el auxilio del único hombre que le había
prestado auxilio, crecer y educarse solo al más alto precio.

Notas
1. Louis Germain a Albert Camus

1.

En 1943, Camus se incorpora a la red de resistencia

«Combat», en la que dirige el diario del mismo nombre.

Llega a ser el redactor jefe con la liberación. En mayo de 1945, a


raíz de una estancia en Argelia, escribe una serie de seis artículos
con el fin de alertar a la metrópoli sobre la situación política y
económica en Argelia (véanse Chroniques algériennes [1939-1958],
Folio, n.º 400, Gallimard, 2002 [trad. cast.: Crónicas argelinas,
Barcelona, Debolsillo, 2021] y À Combat, Folio essais, n.º 582,
Gallimard, 2013). (Las notas incluidas en la correspondencia son del
editor).

2. Louis Germain a Albert Camus

1.

Camus vive en París con su esposa, Francine Faure, a quien


conoció en Argel en 1937. El 5 de septiembre de 1945, ella da a luz
a los gemelos Catherine y Jean.

2.

Durante el otoño-invierno de 1945-1946, Camus y su familia residen


algún tiempo en Bougival, cerca de París, en una propiedad
prestada por el editor Guy Schoeller (1915-2001).

3. Albert Camus a Louis Germain

1.

Después de un último editorial firmado el 15 de noviembre de 1945,


Camus deja de escribir en Combat hasta el final del año 1946 y su
célebre serie de artículos «Ni Victimes ni Bourreaux» (véase À
Combat, op. cit.) (trad. cast.: Ni víctimas ni verdugos, Buenos Aires,
Argentina, Godot, 2014).

4. Albert Camus a Louis Germain

1.

En el momento de la concepción de este volumen, no hemos


encontrado rastro de ciertas cartas. En el marco de la presente
edición, estas se señalarán en adelante con un asterisco cuando
sean evocadas por Camus y Germain.

2.

Los Camus se alojarán en París en casa de Michel y Janine


Gallimard, en el número 17 de la calle de l’Université, antes de
alquilar un apartamento en la calle Séguier a partir de diciembre de
1946.

3.

Obra teatral de Camus publicada en 1944 y representada en 1945


en el Teatro Hébertot (que tenía el nombre de su director), en una
puesta en escena de Paul Oettly (1890-1959) y con Gérard Philipe
(1922-1959) como protagonista.

5. Albert Camus a Louis Germain

1.

Respondiendo a una invitación de los servicios culturales de la


Embajada de Francia en Nueva York, Camus reside en
Norteamérica desde marzo hasta junio de 1946.

6. Albert Camus a Louis Germain

1.
El anuncio de la concesión de la medalla de la Resistencia a Camus
se publica por decreto en el Journal officiel [Diario Oficial] del 11 de
julio de 1946.

8. Albert Camus a Louis Germain

1.

Camus pasa el comienzo del año 1950 en Cabris (Alpes Marítimos)


para curar su tuberculosis.

2.

En julio y agosto de 1949, bajo los auspicios de los servicios


culturales franceses, Camus efectúa una gira de conferencias por
Brasil, Chile y Uruguay. Reside asimismo brevemente en Argentina.

3.

Se trata de Les Justes (Los justos), aparecida el año precedente.

4.

El ensayo aparecerá en el otoño de 1951.

12. Albert Camus a Louis Germain

1.

Las ruinas romanas de Tipasa son uno de los lugares favoritos de


Camus en Argelia. Les dedica dos ensayos líricos: Noces à Tipasa y
Retour à Tipasa (en Noces seguido de L’été, Folio, n.º 16, 1972
[trad. cast.: Bodas y El verano, Barcelona, Debolsillo, 2021]). En
1952, Camus permanece en Argelia del 15 al 18 de diciembre.

14. Louis Germain a Albert Camus

1.
André Villenueve y René Moscardo son antiguos compañeros de
clase de Camus.

2.

Hijo adoptivo de Louis Germain, hijo de su pareja Andrée.

3.

Gobierno General de Argelia.

15. Albert Camus a Louis Germain

1.

El 16 de octubre de 1957, la Academia sueca anuncia la concesión


del Premio Nobel de Literatura a Camus por su obra «que ilumina
con una seriedad penetrante los problemas planteados en nuestros
tiempos a las conciencias humanas».

16. Louis Germain a Albert Camus

1.

Se trata de André Malraux.

2.

Hijo menor de Louis Germain, de su primer matrimonio.

17. Louis Germain a Albert Camus

1.

Hombre de Estado francés (1905-1975), presidente del Consejo de


ministros durante la guerra de Argelia. La

«Revolución del 13 de mayo» designa un golpe de Estado que se


produjo en Argel, en 1958, en plena guerra de Argelia.
2.

Se trata de Pierre Lagaillarde (1931-2014), uno de los líderes del


golpe de Estado de Argel.

3.

Salah Bouakouir (1908-1961) era el vecino de Louis Germain en


Argel.

18. Albert Camus a Louis Germain

1.

Camus hace referencia a su adaptación de Les Possédés (Los


posesos) de F. Dostoyevski, que lleva a escena en el Teatro Antoine
(estreno el 29 de enero de 1959).

19. Louis Germain a Albert Camus

1.

Camus de Jean-Claude Brisville, La bibliothèque idéale, Gallimard,


1959 (trad. cast.: Camus, Buenos Aires, Argentina, Peuser, 1962).

2.

Poco antes de la muerte de Camus en un accidente de coche,


Malraux, a la sazón ministro de Cultura en el Gobierno de De
Gaulle, tiene el proyecto de confiarle la dirección de un teatro
público en París.

20. Albert Camus a Louis Germain

1.

A finales de septiembre de 1957, a Camus le asignan un puesto


docente en el colegio de secundaria de Sidi-Bel-Abbès, puesto que
acabará rechazando.
«La escuela»

1.

En este texto, que pertenece a la parte «Recherche du père»


(«Búsqueda del padre») de su gran novela inacabada Le premier
homme (El primer hombre), Camus evoca en particular el personaje
del maestro, el señor Bernard, la identidad de cuyo modelo no deja
lugar a dudas (su nombre aparece por lo demás en una ocasión):
Louis Germain.

Incluimos aquí, con excepción de las variantes, el capítulo 6

bis de la novela tal como apareció en la edición establecida y


anotada por Catherine Camus en 1994. Los corchetes señalan las
palabras cuya lectura dejaba lugar a dudas en los borradores
transcritos entonces. (N. del E.)

2.

Sic.

3.

Aquí el autor da al maestro su verdadero nombre.

4.

El pasaje se interrumpe aquí.

5.

El pasaje se interrumpe aquí.

6.

Al margen: tres líneas ilegibles.

7.
Una palabra ilegible.

8.

No figura ninguna palabra a continuación en el manuscrito.

Su opinión es importante.

En futuras ediciones, estaremos encantados de recoger sus


comentarios sobre este libro.

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Sobre el autor
Nota del editor
Correspondencia (1945-1959)
«La escuela» (capítulo de 'El primer hombre')
Notas
Colofón

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