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La fábrica y el tiempo de trabajo en el modo de producción capitalista.

El modo de producción capitalista: la fábrica.

Las máquinas, y con ellas el “factory system” fueron agentes de la revelación del modo de producción
capitalista. La fábrica en el sistema capitalista es un establecimiento donde el empresario reúne los medios de
producción de su propiedad (máquinas, herramientas, materiales) y a donde concurren regularmente los
trabajadores, quienes no son dueños de los medios de producción ni de la producción que fabrican, sino que
venden su trabajo a cambio de un salario. El factory systemn que surgió a fines del siglo XVIII supuso una
centralización de la producción en el mismo lugar físico, una utilización de máquinas y el desarrollo de
relaciones sociales de producción de tipo capitalistas.
La llegada de la fábrica fue consecuencia de las limitaciones del sistema de producir para vender. Ese
sistema que comenzó en las industrias a domicilio, tropezó con dificultades al momento de ampliar la
producción, y por ende, de acumular capital. Hubo límites a la producción intensiva cuando los productores
trabajaban en unidades económicas dispersas y sin supervisión, de la misma manera que la producción se veía
interrumpida por actividades religiosas, de parentesco o recreación. A la falta de sincronización entre los
diferentes pasos del proceso de producción se vino se le sumo el costo del transporte.
Estas demoras en el procesamiento y en las entregas retardaban el tiempo de recirculación del capital.
Así, el comercio a gran escala se topaba con las limitaciones de un sistema productivo subdividido en
innumerables talleres individuales no supervisables. En este contexto es que comienza a organizarse la
producción fabril.
Esta nueva forma de organizar el trabajo entrañaba ciertos cambios: la reunión “bajo un mismo techo”
todas las fases del trabajo posibles. Esta concentración reducía los costos de supervisión y del transporte.
También aumentó el control sobre la fuerza de trabajo.
El surgimiento de las fábricas fue un proceso paulatino, que no implicó la desaparición total de los
talleres a domicilio. Todavía a mediados del siglo XIX la mayoría de los bienes de consumo ingleses eran
manufacturas artesanales, es decir, sin mecanizar.
El algodón se había convertido hacia fines
del siglo XVIII en el verdadero boom de la
economía británica (tradicionalmente conocido
como la “primera fase de la revolución
industrial”), cuya industria de la hilatura fue la
primera en comenzar la producción en las
fábricas. Las hilanderías podían moverse por la
fuerza de caballos, del agua o por la máquina de
vapor. Los ejemplos innovadores de maquinaria
de la época fueron los de la Spinning Jenny,
Water-frame y Mule-Jenny.
En el siglo XVIII las fábricas eran edificios
sin medidas de seguridad, poco luminosas y mal ventiladas, sin comodidades para el trabajador. Al no existir
leyes laborales, los obreros no cobraban vacaciones y solamente se les pagaba los días trabajados, no existía la
jubilación.
En la medida en que el trabajo comenzó a mecanizarse a gran escala, se fueron estableciendo nuevas
relaciones sociales de producción entre los patrones burgueses y los trabajadores o proletarios.
Simultáneamente, las nuevas condiciones de trabajo supusieron la ruptura de la vida rural y el crecimiento de
centros urbanos de producción. Con ello, se vieron alterados los antiguos modos de trabajo, donde el ritmo de
las tareas era irregular, combinando tiempo de trabajo con ocio. Mientras que el campesino trabajaba durante
un lapso prolongado y podía interrumpir su labor, en la fábrica el tiempo del trabajador era rutinario y regular:
estaba impuesto por el de la maquinaria, que no se detenía hasta que era desconectada.
Durante el siglo XIX, el trabajo industrial se extendió por gran parte del
planeta, hasta transformarse en el modelo predominante para organizar el
trabajo, lo que muchos historiadores llaman “la segunda fase de la revolución
industrial”. Desde los primeros tiempos de la industrialización hasta el presente, la
producción fabril ha ido cambiando, tanto en los aspectos tecnológicos como en
los aspectos organizativos. En el siglo XX se desarrollaron formas de organizar el
trabajo industrial a las que se designó con el nombre de empresas emblemáticas,
como Ford –fordismo– y Toyota –toyotismo-.

La concepción del tiempo en la sociedad capitalista.

“Si la transición a la sociedad industrial madura supuso una severa reestructuración de los hábitos de
trabajo – nuevas disciplinas, nuevos incentivos y una nueva naturaleza humana sobre la que pudieran actuar
estos incentivos de manera efectiva -, ¿hasta qué punto está todo esto en relación con los cambios en la
representación interna del tiempo?
Es sabido que entre los pueblos primitivos la medida del tiempo está generalmente relacionada con los
procesos habituales del ciclo de trabajo o tareas domésticas: “El horario diario es el del ganado, la ronda de las
tareas pastorales, y el paso del tiempo a través de un día es, para un nuer, primordialmente la sucesión de
dichas tareas y sus relaciones mutuas”.
Synge, en 1941, nos ofrece un ejemplo clásico observando la vida en las islas Aran: “El conocimiento
general del tiempo en esta isla depende de la dirección del viento. Prácticamente todas las chozas se
construyen…con dos puertas, una frente a la otra, de las cuales la más protegida se mantiene abierta todo el
día para que dé luz al interior. Si sopla el viento norteño se abre la puerta sur y la sombra de la jamba de la
puerta indica la hora en su movimiento sobre el suelo de la cocina”. Si bien esta indiferencia ante las horas del
reloj sólo podía ser posible en una comunidad pequeña de agricultores, esta exposición nos sirve para destacar
los condicionamientos esenciales en las distintas notaciones del tiempo que proporcionan las distintas
situaciones de trabajo y su relación con los “ritmos naturales”.
La notación del tiempo que surge de estos contextos ha sido descrita como “orientación al quehacer”. Es
quizá la orientación más efectiva en las sociedades campesinas, y es importante en las industrias locales
pequeñas y domésticas. Se pueden proponer tres puntos sobre la orientación al quehacer. El primero es que,
en cierto sentido, es más comprensible humanamente que el trabajo regulado por horas. El campesino o
trabajador parece ocuparse de lo que es una necesidad constada. En segundo lugar, una comunidad donde es
normal la orientación al quehacer parece mostrar una demarcación menor entre el ‘trabajo’ y ‘vida’. Las
relaciones sociales y el trabajo están entremezclados –la jornada de trabajo se alarga o contrae de acuerdo con
las necesarias labores- y no existe mayor sentido de conflicto entre el trabajo y el ‘pasar el tiempo’. En tercer
lugar, al hombre acostumbrado al trabajo regulado por reloj, esta actitud hacia el trabajo, le parece
antieconómica y carente de apremio.
Pero la cuestión de la orientación al quehacer se hace mucho más compleja en el caso de que el trabajo
sea contratado. La economía familiar del pequeño agricultor puede estar orientada al quehacer, pero dentro
de ella existe una división del trabajo y una distribución de las tareas, así como la disciplina de la relación
patrón-empelado entre el campesino y sus hijos. Tan pronto como se utilizaban trabajadores se destaca el
cambio de orientación al quehacer regulado.
Esta forma de medir el tiempo encarna una relación simple. Los que son contratados experimentan una
diferencia entre el tiempo de sus patronos y su “propio” tiempo. Y el patrón debe utilizar el tiempo de su mano
de obra y ver que no se malgaste: no es el quehacer el que domina sino el valor del tiempo al ser reducido a
dinero. El tiempo se convierte en moneda: no pasa sino que se gasta.
La industria de manufactura se mantuvo en una
escala doméstica o de pequeño taller, sin una
intrincada subdivisión de la producción, el grado de
sincronización que se requería era leve, y prevalecía
la orientación al quehacer. El trabajo a domicilio
exigía mucho traer y llevar y mucho esperar los
materiales. El mal tiempo no sólo interrumpía las
labores agrícolas, la construcción y el transporte, sino
también el tejer, cuando había que extender las
piezas acabadas sobre tendedores para secar.
Lo que aquí examinamos no solo son los
cambios producidos en las técnicas de manufactura
que exigían una mayor sincronización del trabajo y
mayor exactitud en la observación de las horas en todas las sociedades, sino también la vivencia de estos
cambios en la sociedad del naciente capitalismo industrial. En este sentido, los patrones deseaban imponer un
“ahorro del tiempo” en los distritos de manufactura domésticos y sobre la vida social y económica.
En las industrias fabriles la nueva disciplina de tiempo (en donde existía un horario de entrada, otro para
comer, etc.) se imponía más rigurosamente, donde la contienda sobre las horas se hizo más intensa. Al
principio, algunos de los peores patronos intentaron expropiar a los trabajadores de todo conocimiento del
tiempo. Un testigo de Dundee en 1887 lo pone en evidencia: “En realidad no había horarios regulares: patronos
y administradores hacían con nosotros lo que querían. A menudo se adelantaban los relojes de las fábricas por
la mañana y se atrasaban por la tarde; y en lugar de ser instrumentos para medir el tiempo, se utilizaban como
capotes para el engaño y la opresión”.
Los nuevos hábitos de trabajo se formaron y la nueva disciplina de tiempo se impuso, en todos estos
modos: la división del trabajo, la vigilancia del mismo, multas, campanadas y relojes, estímulos en metálico. No
se trató de un cambio sin conflictos y en algunos casos llevó mucho tiempo aplicarla.
En una sociedad capitalista madura hay que consumir, comercializar, utilizar todo el tiempo, es
insultante que la mano de obra simplemente ‘pase el rato’.
Lo que necesita decirse no es que una forma de vida es mejor que la otra, sino que es un punto de un
problema mucho más profundo; que el testimonio histórico no es sencillamente uno de cambio tecnológico
neutral e inevitable, sino también de explotación y resistencia a la explotación; y que los valores son
susceptibles de ser perdidos y encontrados.
Si van a aumentar nuestras horas de ocio, en un futuro automatizado, el problema no consiste en “cómo
podrán los hombres consumir todas las unidades de tiempo libre adicionales”, sino “qué capacidad para la
experiencia tendrán estos hombres con este tiempo no normatizado para vivir”. Si conservamos una valoración
puritana del tiempo, una valoración de mercancía, entonces se convierte en cuestión de cómo hacer ese
tiempo útil, o cómo explotarlo para las industrias del ocio. Pero si la idea de finalidad en el uso del tiempo se
hace menos compulsiva, los hombres tendrán que reaprender algunas de las artes de vivir perdidas con la
revolución industrial: cómo llenar los intersticios de sus días con relaciones personales y sociales más ricas, más
tranquilas; cómo romper con la barrera entre trabajo y vida.”
Fragmentos tomados del texto de Edward Thompson, “Tiempo, disciplina y capitalismo”. En: Thompson, E. Tradición, revuelta y
consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial. Barcelona, Crítica, 1979

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