Está en la página 1de 7

C.P.E.M.

N° 27

MATERIA: HISTORIA
CURSOS: 2° A, B, C, D y E
PROFESORAS: VANNICOLA MARIA y PUÑI FLAVIA

TRABAJO PRÁCTICO N°7: LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL y LA MUJER EN EL


MUNDO DEL TRABAJO DURANTE EL SIGLOXVIII-XVIII

Durante la segunda mitad del siglo XVIII en Europa y el norte de América se produjo
una serie de transformaciones politicas, económicas y sociales que tuvieron un fuerte
impacto en el resto del mundo occidental. Los tres procesos que dieron lugar a cambios tan
importantes fueron la Revolución Industrial, la independencia de las colonias inglesas en
América del Norte y la Revolución francesa.
Para entender la profundidad de los cambios a los que antes hicimos referencia,
primero tendríamos que ocuparnos del significado de un término que ya hemos usado
varias veces: REVOLUCIÓN. A este concepto, las ciencias sociales lo tomaron para indicar
que una situación sufre un cambio total. Un cambio que es a veces rápido, profundo y que
significa la de separación del modelo anterior y la aparición de uno nuevo. El concepto de
revolución alude a un cambio profundo en las formas de vida de las personas. Se lo suele
utilizar para hacer referencia a acontecimientos que modificaron radicalmente los
regímenes políticos, como la Revolución Francesa, la Revolución de Mayo de 1810, etc.
Pero también puede aplicarse a cambios en la economía y la sociedad que
afectaron profundamente la producción de las mercaderías para el consumo, el comercio y
la vida de las personas, como la Revolución Industrial. En este caso, la revolución no ocurre
de un día para el otro y es muy difícil establecer una fecha precisa de inicio (como el 14 de
julio de 1789 o el 25 de mayo de 1810). Las transformaciones en el plano económico y
social se gestan durante mucho tiempo, y sus resultados se ven bastante tiempo después.
La Revolución Industrial, se llama así al proceso de largo alcance que se inició en
Gran Bretaña a mediados del siglo XVI y generó un cambio profundo en el modo de
producción económica. La Revolución Industrial significó el paso de una economía de
base agraria y artesanal a otra en la que la producción se organiza alrededor de la
Industria. Impulsada por un conjunto de avances tecnológicos, la Industrialización también
provocó un aumento notable de la población urbana y una verdadera transformación de los
modos y las condiciones de vida de las personas. Si bien se inició en Gran Bretaña, muy
pronto la Revolución Industrial se expandió a otros países. En Europe, Francia, Alemania y
Bélgica intentaron emular el desarrollo industrial liderado por los ingleses. En América,
Estados Unidos se consolidó como la primera potencia industrial extraeuropea.
LA MÁQUINA DE VAPOR
El proceso de Industrialización comenzó en el sector de las manufacturas textiles,
que hasta entonces se realizaban en forma manual. Poco a poco se fueron desarrollando
diversas máquinas que permitian realizar el hilado del algodón en forma mecánica. En un
principio, las hiladoras eran movidas por energía hidráulica. Poco después se desarrolló la

1
C.P.E.M. N° 27

innovación tecnológica clave de la Revolución Industrial: la


máquina de vapor. Rápidamente, los telares manuales fueron
siendo reemplazados por los mecánicos. El vapor sería la
gran fuerza motriz de ese siglo. Se inventaron máquinas
textiles cada vez más precisas, hasta que James Watt inventó
su célebre máquina de vapor en 1765, que fue patentada en
1769. Este invento permitió que a finales del siglo XVIII se
fabricaran los primeros telares accionados por vapor, que
eliminaron una gran cantidad de mano de obra.
El invento y desarrollo del motor a vapor reemplazó
a la energía muscular proveniente del hombre y las fuerzas
del agua y el viento, con lo cual el trabajo manual pasó a
convertirse en mecánico. La mecanización tuvo
consecuencias muy importantes.
Por un lado, permitió aumentar la productividad, es decir, producir más en
menos tiempo y a menores costos. De este modo, se redujeron los precios de los
productos terminados y aumentó el número de personas que podían comprarlos. El
fenómeno iniciado en el sector textil impulsó la demanda de otros blenes que posibilitaron
el desarrollo de otras industrias. Por ejemplo, la necesidad creciente de carbón para el
funcionamiento de las máquinas estimulo la extracción minera. Lo mismo ocurrió con la
producción de hierro, indispensable para la fabricación de máquinas y herramientas.
TRABAJAR EN LAS FÁBRICAS
Uno de los aspectos más importantes de la
Revolución Industrial fue la organización de la
producción en fábricas. Los empresarios
capitalistas (pertenecientes a la burguesía)
organizaron la nueva producción en enormes
edificios denominados fábricas, donde instalaron
las máquinas que eran de su propiedad. Desde
entonces, las fábricas se transformaron en la
base de la organización económica capitalista.
En ellas, el trabajo del obrero se alejó cada vez más
de la creatividad del artesano y pasó a ser una tarea
rutinaria; además, los trabajadores ya no
elaboraban el producto en forma completa, sino tan sólo una parte de él. El trabajo fabril
exigió a los trabajadores ajustarse al ritmo que imponian las máquinas, bajo el control
estricto de los capataces. Estaban obligados a trabajar durante jornadas extensas de
hasta dieciséis horas diarias, en ambientes mal ventilados y llenos de humo, sometidos al
ruido constante de la maquinarta. Muchas fabricas contrataban a mujeras y a niños, debido
a que ofrecian una menor resistencia a la férrea disciplina ya que percibian salarios menores
que los hombres.
Las relaciones entre estas dos clases sociales (burguesía y obreros) fueron muy
conflictivas. El aumento de la explotación provocó un empeoramiento de las condiciones de
vida de los trabajadores. En ocasiones, la hostilidad de los trabajadores se dirigió contra las

2
C.P.E.M. N° 27

nuevas maquinarias que se empleaban en las tareas agrícolas y en la producción


manufacturera. Grupos de trabajadores que se sentían amenazados por el desempleo ante
el avance del trabajo mecanizado reaccionaron destruyendo cosechas, trilladoras
mecánicas, tijeras de esquilar y telares. Estos movimientos de destructores de máquinas
fueron conocidos como luditas, denominación derivada del nombre de uno de sus líderes
más activos. Luego de estas primeras reacciones más o menos espontáneas, fueron cada
vez frecuentes otras formas de acción colectiva, organizadas por asociaciones de
trabajadores que luchaban por la defensa de los intereses de la clase obrera. Hacia fines
del siglo XVIII, en Gran Bretaña y en Francia, se comenzaron a formar sindicatos y comités
que agrupaban a los obreros por su oficio o actividad.
CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES
Las nuevas fabricas se instalaron en las ciudades. Alrededor de los establecimientos
se fueron formando barrios obreros, donde vivían los nuevos trabajadores Este fenómeno
produjo un notable aumento de la población urbana. En general, estas ciudades crecian
rápida y desordenadamente, sin ninguna planificación y la población vivia en condiciones
pésimas. En los barrios obreros, la situación era aún peor los trabajadores estaban
hacinados en casas precarias, sin ventilación ni servicios de ningún tipo, donde sels o más
personas debian compartir una habitación.
MERCADO INTERNO, MERCADO EXTERNO
La industrialización impulsó la ampliación del mercado interno, debido al crecimiento
de la población, que demandaba cantidades cada vez mayores de productos
manufacturados. Sin embargo, el éxito de la Revolución Industrial estaba directamente
vinculado con el mercado externo. En ese entonces, Gran Bretaña dominaba un vasto
imperio colonial, que incluía posesiones en América, Asia, África y Oceanía. En ellas, las
fábricas inglesas se proveían de las materias primas que necesitaban para producir y
vendían los productos manufacturados que no se consumían en la metrópoli. Por ejemplo,
a los plantadores americanos les vendían productos textiles para la población esclava, y les
compraban algodón, la materia prima necesaria para producir los textiles. En África, a
cambio de sus productos obtenían esclavos, que luego vendían en las plantaciones
estadounidenses. En este sentido resultó fundamental el apoyo de la Corona, que mantuvo
un agresivo control de las rutas marítimas frente a la competencia de otras potencias.
CONSOLIDACIÓN DEL CAPITALISMO
Una de las consecuencias más importantes de la Revolución Industrial fue la
consolidación de un sistema económico y social nuevo: el capitalismo. A diferencia del
feudalismo, un sistema en el cual los bienes producidos se destinaban al autoabastecimien-
to, el capitalismo se caracterizó por la producción de mercancías para el intercambio
comercial. Este proceso fue posible gracias a la vigencia plena de la propiedad privada y a
la libertad de contratación de empleados. A partir del establecimiento de estas nuevas
relaciones de producción se consolidaron dos clases sociales fundamentales. Por un lado,
la burguesía industrial, integrada por los empresarios, es decir, los dueños de los medios
de producción (las máquinas, las fábricas y los insumos). Por otro lado, los trabajadores,
dueños de su fuerza de trabajo, que vendían a cambio de un salario. Algunos empresarios
eran antiguos propietarios de talleres que lograron acceder a las innovaciones tecnológicas

3
C.P.E.M. N° 27

y organizar fábricas. También hubo comerciantes que se asociaron y consiguieron el capital


necesario, a veces a través de préstamos, para dedicarse a la actividad industrial.
Numerosos burgueses comenzaron a acumular cada vez mayor cantidad de
riquezas, obtenida del comercio y producción de manufacturas, y estuvieron dispuestos a
utilizar ese dinero en el desarrollo de nuevas actividades económicas. Este dinero
invertido con el objetivo de obtener nuevas ganancias comenzó a denominarse
capital, y sus dueños fueron considerados capitalistas.
Dentro de este contexto, la conquista, colonización y organización del Estado
colonial (los virreinatos) en América se convirtieron en un magnífico negocio para los
comerciantes y los banqueros europeos, es decir, la burguesía, debido a la compra y venta
de productos entre América, África y Europa, el llamado comercio triangular de la etapa
colonial, trabajado en anteriormente.

.LA MUJER EN EL MUNDO DEL TRABAJO DURANTE EL SIGLO XVIII Y XIX

Si las condiciones de vida de los obreros


masculinos eran malas, las de las mujeres y los
niños eran inexistentes. Trabajaban lo mismo o
más que los hombres, cobraban mucho menos y
además los pequeños eran utilizados en la
realización de trabajos realmente peligrosos,
eran niños menores de ocho años que trabajaban
entre 13 y 16 horas diarias, que por su tamaño y
agilidad los obligaban a introducirse en lugares
diminutos a los que no podía acceder una
persona adulta y de los que, la mayoría de las
veces, no conseguían salir. El rol de la mujer cambió radicalmente durante la revolución
industrial, ya que, además de atender a sus familias, se convirtieron en obreras, con las
mismas jornadas laborales que los hombres, pero soportando una fuerte discriminación en
todos los sentidos. En primer lugar, su salario estaba establecido como la mitad del de los
hombres, compartiendo lugar de trabajo con niños -desde 5 años- a los que casi no les
pagaban. La situación de las mujeres era tan precaria que con 30 años ya parecían
auténticas ancianas, pues además de soportar las largas horas de trabajo en las fábricas,
tenían que atender de su familia y de su casa. En segundo lugar, al carecer generalmente
de cualificación, deben de aceptar cualquier tipo de trabajo, pasando a engrosar la gran
masa de mano de obra barata.
Al ser tan bajos los salarios de los hombres que no les alcanzan para mantener
económicamente a sus familias, las mujeres tienen que ponerse a trabajar también en las
fábricas para aportar dinero para la supervivencia, cosa que los patronos aprovechaban
para abaratar costos de producción. A las mujeres, a veces, se les permitía llevar a sus hijos
a sus puestos de trabajo en los casos de industria textil, estas heroínas eran capaces de
entretener a sus pequeños y amamantar a sus bebés, mientras cosían enormes piezas de
tela, pero cuando trabajaban en la industria pesada les resultaba imposible tener con ellas
a sus hijos.
LA MUJER TRABAJADORA EN EL SIGLO XIX- Por JOAN W. SCOTT.
La mujer trabajadora alcanzó notable preeminencia durante el siglo XIX.
Naturalmente, su existencia es muy anterior al advenimiento del capitalismo industrial. Ya

4
C.P.E.M. N° 27

entonces se ganaba el sustento como hilandera, modista, orfebre, cervecera, pulidora de


metales, productora de botones, pasamanera, niñera, lechera o criada en las ciudades y en
el campo tanto en Europa como en Estados Unidos. Pero en el siglo XIX se la observa, se
la describe y se la documenta con una atención sin precedentes, mientras los
contemporáneos discuten la conveniencia, la moralidad incluso la licitud de sus actividades
asalariadas.
La mujer trabajadora fue un
producto de la revolución industrial, no
tanto porque la mecanización creara
trabajo para ella allí donde antes no
había habido nada (aunque, sin duda,
ese fuera el caso en ciertas regiones),
como porque en el transcurso de la
misma se convirtió en una figura
problemática y visible. Ya sea en la
rama textil, en la fabricación de
calzado, en la sastrería o el
estampado, ya sea en combinación
con la mecanización, la dispersión de
la producción o la racionalización de
los procesos de trabajo, la
introducción de las mujeres
significaba que los empleadores
habían decidido ahorrar costes de fuerza de trabajo. «En la medida en que el trabajo
manual requiere menos habilidad y fuerza, es decir, en la medida en que la industria
moderna se desarrolla -escriben Marx y Engels en El Manifiesto Comunista-, en esa medida
el trabajo de las mujeres y de los niños tiende a reemplazar el trabajo de los hombres».
Durante el período preindustrial, pues, la mayor parte de las mujeres trabajadoras
eran jóvenes y solteras, y en general trabajaban lejos de sus casas, fuera cual fuese el sitio
de trabajo al que se marcharan. También las mujeres casadas formaban parte activa de la
fuerza de trabajo; también en su caso, la localización del trabajo-una granja, una tienda, un
taller, la calle o sus propias casas- era variable, y el tiempo que invertían en tareas
domésticas dependía de las presiones de trabajo y las circunstancias económicas de la
familia. Entonces, lo mismo que en el pasado, la fuerza de trabajo femenina estaba formada
-en su inmensa mayoría- por
mujeres jóvenes y solteras, tanto en
el campo más «tradicional» del
servicio doméstico como en la nueva
área emergente de la manufactura
textil. Las mujeres se asociaban a
la fuerza de trabajo barata, pero
no todo trabajo de ese tipo se
consideraba adecuado a las
mujeres. Si bien se las
consideraba apropiadas para el
trabajo en las fábricas textiles, de
vestimenta, calzado, tabaco,
alimentos y cuero, era raro
encontrarlas en la minería, la
construcción, la manufactura mecánica o los astilleros, aun cuando en estos sectores
hacía falta la mano de obra que se conocía como «no cualificada». Un delegado francés en

5
C.P.E.M. N° 27

la Exposición de 1867 describía claramente las distinciones de acuerdo con el sexo, los
materiales y las técnicas: «Para el hombre, la madera y los metales. Para la mujer, la familia
y los tejidos».
Aunque hubiera diversas opiniones acerca de qué trabajo era o no apropiado para
las mujeres, y aunque tales opiniones se formaran en diferentes épocas y distintos
contextos, siempre, sin excepción, en materia de empleo entraba en consideración el sexo.
El trabajo para el que se empleaba a mujeres se definía como «trabajo de
mujeres», algo adecuado a sus capacidades físicas y a sus niveles innatos de
productividad. Este discurso producía división sexual en el mercado de trabajo y
concentraba a las mujeres en ciertos empleos y no en otros, siempre en el último peldaño
de cualquier jerarquía ocupacional, a la vez que fijaba sus salarios a niveles inferiores a los
de la mera subsistencia. Otro ejemplo de la índole discursiva de la división sexual del trabajo
puede hallarse en la política y las prácticas de los sindicatos.
En su mayor parte, los sindicatos masculinos trataban de proteger sus empleos
y sus salarios manteniendo a las mujeres al margen de sus organizaciones y, a largo
plazo, al margen del mercado de trabajo. Aceptaron la inevitabilidad del hecho de que los
salarios femeninos fueran más bajos que los de los hombres y, en consecuencia, trataron
a las mujeres trabajadoras más como una amenaza que como potenciales aliados.
Justificaban sus intentos de excluir a las mujeres de sus respectivos sindicatos con
el argumento de que, en términos generales, la estructura física de las mujeres determinaba
su destino social como madres y amas de casa y que, por tanto, no podía ser una
trabajadora productiva ni una buena sindicalista. La solución, ampliamente apoyada a
finales del siglo XIX, reforzar lo que se tomaba por una división sexual “natural” del
trabajo.
Henry Broadhurst dijo ante el Congreso de Sindicatos Británicos de 1877, que los
miembros de dichas organizaciones tenían el deber, “como hombres y maridos, de apelar
a todos sus esfuerzos para mantener un estado tal de cosas en que sus esposas se
mantuvieran en su esfera propia en el hogar, en lugar de verse arrastradas a competir por
la subsistencia con los hombres grandes y fuertes del mundo”. Con pocas excepciones, los
delegados franceses al Congreso de Trabajadores de Marsella del año 1879 hicieron suyo
lo que Michelle Perrot llamó «el elogio del ama de Casa»: “Creemos que el lugar actual de
la mujer no está en el taller ni en la fábrica, sino en la casa, en el seno de la familia.”. Y en
el Congreso de Gotha de 1875, reunión fundacional del Partido Socialdemócrata Alemán,
los delegados discutieron la cuestión del trabajo de las mujeres y, finalmente, pidieron que
se prohibiera el “trabajo femenino allí donde podría ser nocivo para la salud y la moralidad”.
Lo mismo que los empleados (pero no siempre por las mismas razones), los portavoces
sindicales invocaron estudios médicos y
científicos para sostener que las mujeres no
eran físicamente capaces de realizar el
«trabajo de los hombres» y también
predecían peligros para la moralidad de las
mismas. Las mujeres podían llegar a ser
«socialmente asexuadas» si realizaban
trabajos de hombre. En 1850 advertían que
la afluencia de mujeres en el oficio y en el
sindicato volverían incapaces a los hombres
en su lucha contra el capitalismo.
Por supuesto, hubo sindicatos que
aceptaban mujeres como afiliadas y
sindicatos formados por las propias
trabajadoras. Esto ocurrió principalmente

6
C.P.E.M. N° 27

en la industria textil, la de la vestimenta, la del tabaco y la del calzado, donde las mujeres
constituían una parte importante de la fuerza de trabajo. En algunas áreas, las mujeres
eran activas en los sindicatos locales y en los movimientos de huelga aun cuando
los sindicatos nacionales desalentaban o prohibían su participación. En otras,
formaban organizaciones sindicales nacionales de mujeres y reclutaban trabajadoras
de un amplio espectro de ocupaciones. (Por ejemplo, la Liga Sindical Británica de
Mujeres, creada en 1889 fundó en 1906 la Federación Nacional de Mujeres Trabajadoras,
la cual, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, contaba con unas 20.000 afiliadas.). Por
otra parte, en los sindicatos mixtos, a las mujeres se les asignaba siempre un papel
decididamente subordinado. Cuando argumentaban en favor de su representación, las
mujeres justificaban sus reivindicaciones evocando las contradicciones de la ideología
sindical que, por un lado, reclamaba la igualdad para todos los trabajadores, y, por otro
lado, la protección de la vida familiar y la domesticidad de la clase obrera contra las
devastaciones del capitalismo. Así enmarcado por esta oposición entre trabajo y familia,
entre hombres y mujeres. El argumento a favor de igual estatus para las mujeres en tanto
trabajadoras resultaba tan difícil de sostener como de llevar a la práctica. Paradójicamente,
se tornaban más difícil aun cuando las estrategias sindicales trataban de excluir a las
mujeres y al mismo tiempo sostenían el principio de igual paga para igual trabajo.
Los sindicatos de tipógrafos de Inglaterra, Francia y Estados Unidos, por ejemplo,
admitían mujeres en sus filas únicamente si ganaban los mismos salarios que sus
compañeros masculinos de la misma categoría. En vez de ser un objetivo sindical para
las mujeres, la paga igual se había convertido en prerrequisito para la afiliación. Esta
política no sólo supuso que los empleadores emplearan mujeres porque podían
pagarles salarios más bajos que a los hombres, sino también que el trabajo de las
mujeres no tenía el mismo valor que el de los varones y, por tanto, no podía ser
igualmente remunerado.
Esto suscribía implícitamente la teoría de la economía política sobre salario
femenino y contenía la idea según la cual hay una explicación “natural” de las
diferencias salariales entre mujeres y hombres. En vista de esta creencia, la solución
de los tipógrafos fue impedir el trabajo rentado de las mujeres, reclamar el pleno
cumplimiento del postulado de la economía política según el cual el salario de un hombre
debía ser suficiente para proveer a toda su familia. El supuesto que subyace a esto, aun de
parte de quienes concluyen que el trabajo de las mujeres no es perjudicial en sí mismo,
parece ser el de que la domesticidad debiera ser una ocupación a tiempo completo.
Pero en tanto ocupación, la actividad en la casa no se consideraba un trabajo
productivo, se trataba de un trabajo desprovisto de valor económico.
En el discurso acerca de la división sexual del trabajo, la tajante oposición entre
mujeres y trabajo, entre reproducción y producción, entre domesticidad y percepción de
salario, hicieron de la mujer todo un problema. El surgimiento de la mujer trabajadora en el
siglo XIX, entonces, no se debió tanto al aumento de su cantidad ni de un cambio en la
localización, cualidad o cantidad de su trabajo, como a la preocupación de sus
contemporáneos por la división sexual del trabajo. Esta preocupación no tenía como
causa las condiciones objetivas del desarrollo industrial, sino que, más bien al
contrario, contribuyó a la plasmación de tales condiciones al dar forma sexuada a las
relaciones de producción, estatus secundario a las trabajadoras y significado
opuesto a los términos hogar-trabajo y producción-reproducción. Cuando escribimos
la historia del trabajo femenino como la historia de la construcción discursiva de una división
sexual del trabajo, no pretendemos legitimar o naturalizar lo que sucedió, sino cuestionarlo.
Podemos abrir la historia a múltiples explicaciones e interpretaciones, preguntarnos
si las cosas podían haber ocurrido de otro modo y ponernos a pensar de nuevo de qué
otra manera podría concebirse y organizarse hoy el trabajo de las mujeres.

También podría gustarte