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Antonio González

Introducción a la práctica
de la filosofía
Texto de iniciación

Uca Editores
San Salvador, El Salvador, C.A.
Colección Textos Escolares
Volumen 6

© Uca Editores
Primera edición, 1989
Universidad Centroamericana José Simeón Cadas
Apartado postal 01-S7S, San Salvador, El Salvador, C.A.
ISBN 84-8405-124-2
© Derechos reservados
Hecho el depósito que marca la ley
Impreso en El Salvador, Talleres Gráficos UCA, 1989
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Filosofía del conocimiento
El conocimiento constituye, sin duda, uno de los problemas más candentes de la filosofía
de todos los tiempos. Para el filósofo es una cuestión capital la de llegar a determinar del mo-
do más riguroso posible qué es lo que el hombre puede saber y cómo puede llegar a saberlo.
En esto se distingue radicalmente la filosofía de toda forma de dogmatismo. El dogmático es
aquél que piensa que su conocimiento sobre las cosas, sobre el hombre, sobre la sociedad y
sobre la historia tiene un carácter absoluto y definitivo. El dogmático se caracteriza por no
admitir opiniones contrarias a la suya. Lo que él ha llegado a saber es incontestable. Decir
esto supone, en el fondo, que el hombre puede conocer toda la realidad de un modo totalmente
cierto que no deja lugar a la duda. Hay una serie de verdades que todos han de admitir, piensa
el dogmático, y quien no lo hace o es un ignorante o es una persona mal intencionada. Si
atendemos a los debates públicos, a las diferentes polémicas que tienen lugar entre las fuerzas
actuantes en el interior de una sociedad, nos encontramos sin duda muchas posturas dogmá-
ticas. Lo peor del dogmatismo no es solamente el error filosófico que entraña, sino también
y sobre todo el hecho de que las posturas dogmáticas suelen estar unidas a actitudes profun-
damente intolerantes. Aquel que piensa que ya posee la verdad absoluta y la explicación satis-
factoria para todo, despreciará e incluso pretenderá eliminar a quien piense de un modo opues-
to.
Algo propio de la filosofía de todos los tiempos es la oposición al dogmatismo. El dog-
matismo, en primer lugar, se le aparece como el fruto de la ignorancia. El dogmático puede
tener muchos conocimientos sobre éste o aquel asunto, puede ser incluso un científico pro-
minente, pero lo que el dogmático ignora es justamente lo que no sabe. Lo propio de su posi-
ción es precisamente no caer en la cuenta de que el conocimiento humano tiene límites, es
histórico y contingente, y que, por lo tanto, ningún hombre ni ninguna doctrina pueden pre-
tender haber agotado toda la sabiduría humanamente posible. Frente al dogmatismo, la filo-
sofía significa ante todo un cierto llamado a la modestia. La filosofía no se entiende a sí
misma como "sabiduría" ya constituida (sophía), sino más bien como "búsqueda y amor por
la sabiduría" (philo-sophía). El filósofo no es quien piensa tener un saber definitivo sobre la
realidad, sino más bien un modesto buscador del saber. Los que piensan haber agotado ya to-
do posible saber y hallarse en posesión de la sabiduría absoluta, son justamente los que
nunca están dispuestos a cuestionar una determinada actividad o un determinado estado de co-
sas. Si queremos presentar a una determinada sociedad como la definitivamente justa y buena,
nada mejor que decir que en ella se realiza para siempre lo que la única y verdadera sabiduría
exige. Las posturas dogmáticas van frecuentemente unidas a la voluntad de legitimar abso-
lutamente alguna sociedad o institución sin dejar ningún resquicio a la crítica.
Justamente por esta oposición, al dogmatismo, la filosofía considera siempre como insu-
ficientes los argumentos de autoridad. Para el filósofo verdadero, la verdad no depende de lo

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que éste o aquel pensador, por importante que sea, haya dicho en el pasado. Las verdades se
han de justificar por sí mismas ante el tribunal de la razón humana, y no son más verdades
porque otros ya las hayan pensado con anterioridad. Evidentemente, esto no quiere decir que el
pensamiento de quienes nos han precedido sea despreciable, ni mucho menos. El filósofo ha
de conocer profundamente y ha de saber valorar la historia entera del pensamiento humano.
Pero ninguna teoría se justifica simplemente porque la haya definido un determinado filósofo.
La filosofía ha de indagar por sí misma, en el presente, la verdad o falsedad de una idea, sin
dejarse seducir por las venerables barbas de la antigüedad. El pasado puede ser fuente de sabi-
duría, pero también de error y de prejuicios. De ahí la importancia filosófica del estudio del
conocimiento humano: sabiendo cuáles son los límites de la inteligencia y cuáles son sus
posibilidades, el filósofo podrá mostrar cuál es el valor que hay que otorgar a los distintos
saberes, y podrá también relativizar a aquellos que se presentan como absolutos y definitivos.
Una filosofía del conocimiento podrá mostrar cuáles fueron los límites y condicionamientos
históricos y culturales de un determinado pensador, y podrá de este modo apreciar su genio a
la vez que ser crítico respecto a las limitaciones de las que quedó preso en su tiempo.
La necesidad de superar el dogmatismo y la veneración acrítica de las autoridades determina
la necesidad de una reflexión filosófica sobre las posibilidades y los límites del conocimiento
humano.

1. Problemas generales del conocimiento


Como hemos visto en el tema anterior, la importancia filosófica del problema del co-
nocimiento ha significado la aparición de una disciplina filosófica (teoría del conocimiento,
gnoseología o epistemología) que trata justamente de aclarar los problemas relativos al valor,
las posibilidades, el alcance, las formas y los límites de la capacidad cognoscitiva del hom-
bre. En cierto modo, el problema del conocimiento es tratado también por saberes no filo-
sóficos, desde el saber popular hasta saberes científicos elaborados. Para la sabiduría popular
hay con frecuencia una idea determinada de qué es lo que el hombre puede conocer y qué es lo
que le está vedado: muchas religiones, por ejemplo, han solido determinar con rigor qué es lo
que puede ser conocido por los fieles, qué puede ser conocido por los especialistas religiosos
y qué es lo que ningún hombre puede llegar a saber por ser solamente accesible a los dioses.
También muchas ciencias positivas se ocupan del conocimiento desde su propia perspectiva:
la psicología del aprendizaje, la etología, la psicología de la inteligencia, la neurología, son
disciplinas científicas que de un modo u otro se enfrentan al problema del origen del cono-
cimiento humano, de su base biológica, de sus fronteras, etc.
El tratamiento filosófico del conocimiento humano es distinto y original. La filosofía, co-
mo dice Aristóteles, nace de la admiración. El conocimiento humano es fuente de admiración
y de sorpresa para el filósofo. Admiración de la enorme capacidad humana para escudriñar el
universo entero, admiración de la enorme diferencia entre la inteligencia del hombre y cual-
quier otra forma de conocimiento desarrollada por los demás animales. Admiración también
de la inmensa variabilidad de las conceptuaciones humanas del mundo, de la diversidad de
ideas que el hombre ha dado y sigue dando a luz. El filósofo se pregunta por la verdad del
conocimiento del hombre: ¿hay alguna verdad entre tantas ideas diferentes y hasta contrarias?
¿Cómo saber qué teorías son verdaderas y cuáles son falsas? ¿Cómo es posible que el hombre

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llegue a alcanzar alguna verdad? Y al filósofo no le bastan las respuestas del saber popular ni
las de la ciencia positiva. El saber popular no le proporciona respuestas ni coherentes ni
suficientemente críticas sobre el conocimiento del hombre. El saber científico le proporciona
al filósofo, sin duda, datos muy importantes sobre los mecanismos del conocimiento, sobre
la base biológica de la inteligencia, sobre el origen evolutivo de la misma. Pero el filósofo,
teniendo en cuenta todos estos datos de las ciencias, tiene que plantearse una cuestión no
científica: cómo es posible la verdad del conocimiento humano o, más radicalmente, la cues-
tión de si es posible en absoluto que el conocimiento humano alcance una verdad profunda y
satisfactoria. Y estas cuestiones son más radicales que las de la ciencia, porque tocan a la
misma posibilidad de todo conocimiento incluido el conocimiento de las ciencias positivas.
La filosofía tiene también que preguntarse por la posibilidad y los límites del conocimiento
científico.

1.1. La posibilidad del conocimiento


El gran problema filosófico del conocimiento, es, ante todo, el problema de la verdad.
Cuando el filósofo se interesa por el conocimiento, lo hace preocupado por determinar en qué
consiste la verdad y cómo es posible que un conocimiento llegue a alcanzarla. Es decir, se
trata de saber si es posible y cómo es posible un conocimiento verdadero. Y algo que ha sor-
prendido a los filósofos de todos los tiempos es justamente el hecho de que se den cono-
cimientos verdaderos. Por verdad se ha solido entender, en la historia de la filosofía, la ade-
cuación entre la inteligencia del hombre y el mundo que conocemos. Pero, ¿cómo puede ser
que nuestra inteligencia esté tan maravillosamente capacitada para conocer el mundo? Uno de
los grandes físicos de nuestro tiempo, Albert Einstein, se preguntaba filosóficamente cómo
es posible que un producto de nuestra cabeza, las matemáticas, sea tan enormemente adecuado
para describir el mundo material: muchos teoremas que en principio no fueron más que crea-
ciones puramente especulativas de algunos matemáticos han sido aplicados años después, con
gran éxito, al mundo de la física. ¿Cómo es esto posible, cómo se explica que un determi-
nado animal del planeta tierra, el ser humano, sea capaz de describir y de explicar tan per-
fectamente tantos misterios del universo, inaccesibles para todos los demás vivientes?
Evidentemente, a esta cuestión se puede responder de un modo prefilosófico y dogmático:
el conocimiento no es problema; el hombre simplemente conoce las cosas a lo largo de su
vida, y este conocimiento es verdadero. La inteligencia humana lo único que hace es reflejar
la verdad objetiva, la verdadera realidad. Si veo un objeto delante de mí, es que tal objeto
existe realmente y es simplemente tal como yo lo veo; el libro que tengo delante es en
realidad como lo percibo, y nada más. Para el dogmatismo, el problema del conocimiento se
elimina afirmando la perfecta correspondencia de nuestros conocimientos con el mundo. Sin
embargo, ésta no es en realidad una posición muy sostenible, aunque en principio nos
parezca que es de sentido común. El sentido común, en ocasiones, es fuente de errores, porque
carece de algo propio de la reflexión filosófica: el sentido crítico. Y cuando comenzamos a
examinar nuestro conocimiento con un poco de atención crítica, nos damos cuenta de que las
cosas no son tan fáciles como las piensa el dogmático. Este desconoce ante todo la exis-
tencia de los errores: y podemos constatar cuántas veces nos equivocamos o pensamos que se
equivocan otros a la hora de juzgar sobre cualquier problema, o a la hora de describir sim-
plemente lo que vemos. El mismo hecho de que los hombres no se pongan de acuerdo en la
mayor parte de las cuestiones de importancia, significa que no todos conocemos de igual mo-
do la realidad, y que la adecuación entre los conocimientos y el mundo, lejos de ser algo

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sencillo, es más bien un problema. Si nuestro conocimiento se limitase a reflejar lo que las
cosas son, no habría en realidad ni errores ni desacuerdos.
Sin embargo, las cosas no suceden así. El hombre, por ejemplo, se engaña con frecuencia
dando por reales y verdaderas muchas cosas que después resultan ser sólo productos de su ima-
ginación. El error, la falta de adecuación entre nuestro conocimiento y la realidad, es una
experiencia cotidiana de todo ser humano. El conocimiento es una gran capacidad del hombre,
pero enormemente frágil y limitada. Si nos fijamos, caeremos en la cuenta de que no sola-
mente estamos sujetos a errores, sino también a modos radicalmente distintos de conocer. No
conoce de igual modo el mundo un maya del siglo XIV que un hombre occidental del siglo
XX. Pensamos por ejemplo que esto que tenemos delante de nosotros es un árbol, y que no
hay de ello la menor duda. Sin embargo, un hombre de cultura distinta de la nuestra quizás no
denominaría a esto por una palabra equivalente a la nuestra de "árbol." En muchas civili-
zaciones no nos encontramos con una palabra correspondiente a "árbol," sino con una ter-
minología enormemente detallada para describir los distintos tipos de árboles (mango, ceiba,
amate, etc.), sin ningún concepto genérico para todos ellos. Para tal mentalidad, no existen
árboles, sino los amates, los mangos, etc. Y esto no por ser una civilización más "atrasada,"
sino simplemente por tratarse de una cultura para la cual es importante la precisión en lo que
a árboles se refiere. Para un campesino un término como árbol no serviría para nada, pues lo
necesario sería indicar de qué árbol se trata. El conocimiento, pues, se estructura de modos
distintos en las distintas civilizaciones, es relativo a la cultura y a la lengua. Pero, además,
dentro de una cultura concreta, el conocimiento es también relativo a los distintos grupos
sociales. No conoce el mundo del mismo modo un campesino que un habitante de la ciudad.
No interpreta la realidad un proletario o un miembro de la oligarquía. Cada grupo y cada clase
social tiene una imagen propia del mundo, una ideología que le sirve para ordenar y situar
sus conocimientos. El conocimiento, lejos de ser algo neutral, igual para todos los hombres,
es una capacidad humana sometida a los avatares del tiempo, de la cultura, de la historia, etc.
1.1.1. El escepticismo
Descubrir esta relatividad o fragilidad del conocimiento ha conducido a muchos filósofos y
pensadores al escepticismo. Para el escéptico el hombre es radicalmente incapaz de alcanzar
la verdad. Los errores, los condicionamientos culturales, las influencias sociales sobre el co-
nocimiento humano lo conducen a pensar que no puede haber ninguna verdad definitiva ni
inconmovible. Todas las teorías, todas las explicaciones de la realidad, incluso las científicas,
parecen condenadas a ser superadas con el tiempo. Lo que el hombre considera como
verdadero, puede ser mañana un error. La seguridad es más bien un producto de la ignorancia,
piensa el escéptico: la verdad ino es más que el nombre que damos a nuestros errores parti-
culares. Para el escéptico la pregunta por la posibilidad del conocimiento se responde de un
modo simple: el conocimiento verdadero no es posible.
Afirmar que no es posible el conocimiento no es algo muy fácil de mantener. Un escép-
tico coherente, que sacase todas las consecuencias de esta afirmación, no podría afirmar nunca
la verdad de ninguna tesis. Así lo entendió Pirrón, uno de los primeros escépticos en la his-
toria de la filosofía: si se quiere llevar el escepticismo hasta el final, habrá que suspender el
juicio, realizar lo que él denominaba la epojé: simplemente no sostener ni negar nada, pues
nada es verdadero. El escepticismo conduce al silencio. Pero incluso esta postura es proble-
mática. El escéptico que sostiene que no es posible ningún conocimiento verdadero, por el
mismo hecho de afirmar esta tesis, ya está defendiendo algo: justamente está afirmando la

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verdad de que "ningún conocimiento es posible." Con lo cual el escéptico tiene que admitir
que, al menos, hay una afirmación cierta. El escéptico verdadero no podría ni decir que es es-
céptico. Tampoco podría hacer nada, pues toda actividad supone algún conocimiento de lo que
se va a hacer. En realidad, el escéptico consecuente tendría que ser, como dice Aristóteles,
"igual a una planta."

1.1.2. El subjetivismo
El subjetivismo trata de ser una explicación mas moderada que la escéptica sobre la rea-
lidad del conocimiento humano. El subjetivismo parte del mismo hecho del que parte el es-
céptico: los hombres conocen de modos muy diversos según cada cultura y según los grupos
sociales a los que pertenencen. Es más, incluso la psicología de cada individuo puede llevarlo
a interpretar de un modo distinto la realidad: un neurótico se hace una imagen del mundo dis-
tinta de la del hombre psicológicamente sano. Pero, a diferencia del escéptico, el subjetivista
no piensa que esto signifique que el conocimiento es imposible. Para el subjetivismo, la
verdad es posible. Lo que sucede no es algo absoluto, sino algo relativo al sujeto. Todo cono-
cimiento significaría una relación entre dos polos: entre lo que es conocido (el objeto) y el
que conoce (el sujeto). La posición subjetivista es justamente la que afirma que la verdad es
siempre la verdad para un sujeto. Con esto, el subjetivista se opone a la mentalidad ingenua
de quien piensa que las cosas son tal como las conocen. El subjetivismo afirma que es impo-
sible saber de un modo definitivo cómo son las cosas en sí mismas, pues todo conocimiento
humano del mundo es un conocimiento en el que hay implicada una subjetividad. Puede ser
que Dios conozca cómo son las cosas de un modo absolutamente puro y objetivo. Pero todo
conocimiento humano es un conocimiento subjetivo. Es más, si el conocimiento es posible,
lo es justamente porque hay un sujeto capacitado para conocer. La verdad de los conoci-
mientos del hombre solamente se puede entender desde la subjetividad de quien conoce. No
hay más verdad que la verdad de un sujeto.
El subjetivismo, en cierto modo, caracteriza toda la llamada "filosofía moderna," es decir,
la filosofía de los siglos XVI al XIX. Se trata justamente de la época de crecimiento y auge
de la civilización burguesa en el mundo europeo occidental. Es el triunfo del capitalismo y de
las ciencias naturales, que supone el cuestionamiento de los modos de vida clásicos y de las
verdades sobre las que reposaba la cultura cristiana del medioevo. Los hombres modernos
quieren que la filosofía proporcione verdades tan ciertas e inconmovibles como las verdades de
las ciencias. Y el realismo clásico, la confianza medieval en un saber objetivo del mundo, de-
ja de ser fiable. Se necesita una certeza absoluta en filosofía, y esta certeza no la puede
proporcionar ni la filosofía medieval ni la religión. ¿Dónde hallar esta certeza, una vez que la
tradición y las autoridades clásicas han sido puestas en tela de juicio? La respuesta de los filó-
sofos modernos va a ser unánime: en el sujeto.
Descartes, un pensador arquetípico en este sentido, comienza su reflexión mediante una
duda universal: no tenemos certeza sobre todos los conocimientos y creencias recibidos de la
tradición. Me puedo estar engañando sobre todo lo que el hombre común considera como
evidente en su vida cotidiana: los datos que me proporcionan los sentidos pueden ser espejis-
mos y nunca puedo tener certeza sobre si todo lo que doy como verdadero no es más que un
sueño. Pero, si pongo todo en duda, siempre me queda algo sobre lo que no puedo dudar:
sobre mí mismo. Es decir, todo puede ser dudoso, menos el hecho de que hay un sujeto que
duda. Esta es la certeza primera y radical, el punto de partida del subjetivismo, que se expresa
en la famosa sentencia cartesiana, que todos hemos oído alguna vez: "pienso, luego existo"

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(cogito, ergo sum). Esta es la certeza primera, el punto de partida de todo conocimiento: el
sujeto. El conocimiento verdadero, dice el subjetivista, es posible porque al menos hay una
verdad primera,- indubitable: la del sujeto. Puede no haber seguridad sobre nuestro conoci-
miento del mundo," pero sí hay seguridad sobre algo: sobre lo que hay en nosotros mismos,
en el sujeto.'
El subjetivismo, así planteado, no presenta en filosofía un movimiento unitario, sino
más bien una tendencia general que ha tenido distintas variantes concretas en el modo de
plantear el problema del conocimiento, a veces muy distintas e incluso opuestas entre sí.
Aquí nos referimos a tres de ellas: el racionalismo, el empirismo y el kantismo.
a) El racionalismo. Descartes no es solamente un gran exponente del subjetivismo mo-
derno, sino también el verdadero iniciador del racionalismo. El racionalismo es una variante
del modo subjetivista de plantear el problema del conocimiento. El subjetivista en general
parte de un conocimiento verdadero, indubitable: el del sujeto. El problema está en cómo fun-
damentar todos los demás conocimientos del hombre en esta primera verdad. Para el sub-
jetivista no tenemos ninguna certeza sobre el mundo exterior, de lo único que podemos estar
ciertos es de lo que se da en nuestro interior. Cómo sea en realidad este libro no lo sabemos,
pero sí podemos estar seguros de que en nosotros, en nuestra conciencia, este libro es por
ejemplo azul... aunque en el mundo exterior no lo sea. El gran intento de racionalismo con-
siste en llevar a cabo un "salto" desde estas verdades que se dan en nuestro mundo interior
hacia algún tipo de conocimiento del mundo exterior a nosotros.
El "trampolín" que utiliza el racionalismo para dar este salto no es otro que la razón. Para
Descartes los sentidos del hombre son fuente de engaños y de errores: nos hacen ver es-
pejismos, tomar a una persona por otra, etc. En cambio, la razón, piensan los racionalistas,
es segura. Una verdad matemática o lógica es cierta, independientemente de mis sentidos o de
los de cualquier otro, tanto despierto como dormido. El que el cuadrado de la hipotenusa de un
triángulo rectángulo sea igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos es una verdad
independiente de toda experiencia sensible o de cualquier época histórica. Del mismo modo, si
digo que A implica B, B implica C y por lo tanto A implica C, obtengo una verdad lógica
siempre válida. El racionalista pone su confianza en la razón como fuente de conocimientos
bien fundados, y no en los sentidos.
El camino que seguirá Descartes es el siguiente: construirá, a partir de la subjetividad, una
"prueba" deductiva de la existencia de Dios. Y de la existencia de un Dios bueno que no pue-
de engañarnos deducirá la existencia de un mundo exterior. Al mundo se accede no por los
sentidos, sino mediante la razón, piensa en el fondo el racionalista. Y el mundo al que se ac-
cede de este modo es un mundo racional, lógicamente ordenado. No podría ser de otro: es un
mundo creado por Dios, por la Razón Infinita. Las grandes creaciones científicas de la edad
moderna confirmaban justamente esta imagen del mundo como un enorme reloj racional-
mente construido. Como decía el fundador de la física moderna, Galileo Galilei, "el gran libro
de la naturaleza está escrito con caracteres matemáticos." Es decir, la sustancia del mundo es
racional. Y esto implica entonces perfectamente la posibilidad del conocimiento: el conoci-
miento es posible porque tanto nuestra razón humana como la estructura del mundo son
productos de la mente divina. Dios ha sido el "coordinador" entre nuestra razón y la razón del
mundo. El es quien explica en último término la adecuación entre nuestra inteligencia y la
realidad.
El optimismo racionalista funcionó muy bien mientras se aplicó a la imagen ordenada y

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coherente del mundo que presentaban las ciencias del momento. Los problemas comenzaban
cuando este racionalismo se trataba de aplicar al mundo humano: ¿cómo es posible la exis-
tencia del mal físico —enfermedad, dolor, desastres naturales— o del mal moral —opresión,
injusticia, crímenes— en un mundo racional? ¿Cómo es posible el mal si todo ha sido
ordenado por un Dios racional y bondadoso desde el principio de los tiempos? La confianza
en la racionalidad plena del mundo queda en entredicho y se abre el campo a corrientes,
también subjetivistas, caracterizadas por una mayor desconfianza ante la razón y ante las
posibilidades cognoscitivas del hombre. (Véase 3.1.)
b) El empirismo. Frente a los racionalistas, el empirismo va a defender que la verdadera
fuente del conocimiento humano no está en la razón, sino en los sentidos. Es la experiencia
sensible {empina) la que explica la posibilidad del conocimiento. La razón no tiene, para los
empiristas, la capacidad de conocer últimamente el mundo real: el hombre viene usando su
racionalidad desde tiempos remotos para indagar las estructuras últimas del mundo, sin que
jamás se haya logrado un acuerdo sólido entre los distintos pensadores. Las pruebas y
contrapruebas interminables sobre la existencia de Dios son buena prueba del fracaso de las
construcciones deductivas del racionalismo. El empirista reconoce el valor de la razón en lo
que se refiere a las construcciones lógicas o matemáticas "puras:" el teorema de Pitágoras es
riguroso y exacto; el problema está en que no nos proporciona un conocimiento del mundo
real. Un auténtico conocimiento que quiera evitar las especulaciones vacías ha de fundarse en
la experiencia sensible. Solamente podemos afirmar la verdad de aquellas tesis que puedan ser
comprobadas por los sentidos. La fuente del conocimiento verdadero no es la razón, sino los
sentidos: solamente éstos nos libran de las grandes especulaciones vacías sobre el mundo y
nos pueden servir para fundamentar un conocimiento cierto y seguro. La certeza y la se-
guridad, como en el racionalismo, sigue estando en la subjetividad, en el interior de la con-
ciencia del hombre: pero ahora se trata de una certeza subjetiva no racional, sino sensible.
El empirismo es característico de las corrientes filosóficas anglosajonas, y tiene sus
primeros representantes en John Locke y David Hume, ambos británicos. Para las teorías de
corte empirista, una vez que han señalado a los sentidos como verdadera fuente de todo cono-
cimiento, es muy difícil aceptar cualquier tipo de teoría que vaya más allá de los datos de los
sentidos. Para el empirismo, cualquier tesis teórica que quiera ser aceptada no puede ser más
que una combinación, una asociación, de los datos que ya tenemos en los sentidos. Los con-
ceptos humanos no serían más que un "resumen," un residuo de los datos sensibles: el con-
cepto de "hombre" no sería más que una vaga idea que permanece en nuestra mente después de
haber visto muchos hombres particulares. Pero estas ideas son algo mucho menos cierto que
aquellas experiencias sensibles particulares que hemos tenido anteriormente, dotadas de
verdadera nitidez y viveza. Todo lo que se aleja de la experiencia sensible inmediata es algo
dudoso, en lo que no se puede poner mucha confianza.
Esta actitud de desconfianza ante todo lo que no sean datos sensibles lleva a que el em-
pirismo, especialmente el de Hume, termine siendo un escepticismo. En primer lugar, un
escepticismo frente a las tradiciones religiosas: de lo que dice la religión sobre el más allá, la
existencia de Dios, el alma, no tenemos ninguna experiencia sensible que nos muestre su
verdad. Dios solamente seria aceptable si hubiese una experiencia sensible que nos lo
mostrase como cierto. Pero el escepticismo de Hume va más allá: no solamente la tradición
es algo dudable, sino también la misma realidad del mundo exterior es algo sobre lo que no
tenemos ninguna certeza. En realidad, sostienen los empiristas consecuentes, nunca alcan-

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zarrios el mundo exterior, sino que lo único que tenemos son nuestras sensaciones de él. Es-
tas sensaciones, por supuesto, nos hacen creer en que realmente existe ese mundo exterior a
nosotros; pero en el fondo se trata solamente de eso, una creencia más o menos sensata. Yo
veo esta mesa delante de mí y puedo pensar que hay fuera de mí un objeto real llamado mesa,
y nada más. Nunca podemos ir más allá de las sensaciones: el mundo del empirista es el
mundo sentido por él. El único conocimiento posible es el conocimiento de lo inmediata-
mente sentido por el sujeto.
Algunos podrían decir que sí conocemos un mundo exterior a nosotros, porque esas sen-
saciones que poseemos en nuestra conciencia han de tener alguna causa exterior que las pro-
duzca Es decir, se podría demostrar la existencia de una realidad exterior predicando la nece-
sidad de una causa de nuestras impresiones sensibles. Pero para un empirista radical como
Hume este razonamiento no es válido, por una sencilla razón: se argumenta valiéndose de la
causalidad, de la idea de causa, y esta idea no es más que eso, una idea, y no un principio in-
conmovible. Hume preguntará al que argumenta de este modo: ¿tenemos realmente una
experiencia sensible de la causalidad? Para él la respuesta es negativa. Si halamos de la cuer-
da de una campana y a continuación esta suena, diríamos que hemos tenido la experiencia de
que el halón de la cuerda es causa del sonido de la campana. Pero para Hume esto no es así.
Lo que tenemos son dos experiencias seguidas en el tiempo: la del halón y la del sonido de la
campana. Decimos que una es causa de la otra simplemente porque estamos acostumbrados a
que una siga a la otra: siempre que halamos de la cuerda suena la campana. Pero, según
Hume, esto es todo lo que tenemos: una costumbre o creencia de que después de una determi-
nada sensación se producirá otra. Pero esto no quiere decir que hayamos experimentado la cau-
salidad, sino una mera sucesión cronológica. Nunca podemos tener la seguridad de que des-
pués del halón sonará la campana, aunque siempre haya sido así. La causalidad es pues una
idea que nos formamos por la costumbre, y no un principio que funcione en el mundo real.
Por eso no es lícito pasar de las sensaciones al mundo externo, como si éste fuera la causa de
aquellas: estaríamos haciendo un razonamiento apoyado en una idea (la causalidad) muy dis-
cutible.
El empirismo termina por reducir el mundo entero a meras conjeturas. Incluso los co-
nocimientos científicos no son más que generalizaciones a partir de la experiencia: creemos
que mañana saldrá el sol porque estamos acostumbrados a que siempre suceda esto, pero no
porque realmente conozcamos una ley natural que determine al sol a salir diariamente. En
realidad, el mundo exterior nos es desconocido. El empirismo radical es una práctica negación
de la posibilidad del conocimiento, es decir un escepticismo. Aunque con una salvedad: sí
conocemos lo que nos está inmediatamente dado a los sentidos. Este profundo escepticismo
va a motivar la aparición de corrientes filosóficas, también subjetivistas, que tratarán de fun-
dar de algún modo la posibilidad de un conocimiento más riguroso y fiable del mundo.
(Véase 3.2.)
c) El kantismo. La Crítica de la razón pura (1781), del filósofo alemán Inmanuel Kant
constituye en buena medida un intento de dar respuesta al escepticismo de Hume. Kant,
profesor de filosofía en la universidad de Koenigsberg, quedó hondamente impresionado por
su temprana lectura de la obra de Hume. En su juventud, Kant había sido formado en el
pensamiento racionalista de Leibniz y de sus discípulos, pero la estructura lógica y coherente
del mundo presentada por el racionalismo parecía deshacerse ante la corrosiva crítica del
empirismo. Kant, reconociendo el valor del planteamiento humano tratará de encontrar una

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