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Detengamos los sacrificios humanos

Antrop. Gonzalo Valderrama Escalante

Más de 60 víctimas mortales y alrededor de un millar de heridos se cuentan


como resultado del clima de convulsión social. Los reclamos empiezan por la
exigencia de la salida del presidente, luego el cierre del congreso, la
convocatoria a un nuevo proceso electoral y la convocatoria a una asamblea
constituyente. No obstante, el ruido político, el caos y el desorden sembrado
impide identificar con claridad las prioridades de la agenda pública, los
propósitos, menos aún los planes a corto y mediano plazo. Pero, en medio del
desconcierto hay una idea clara, que las víctimas humanas que se producen
contribuyen a solucionar los problemas de fondo, como símbolos máximos del
malestar social. Se trata de un supuesto anclado en los principios atávicos del
sacrificio humano, como rito religioso para invocar el favor de los dioses. La
esfera de lo sagrado en el mundo moderno y globalizado es ocupada por
diversas ideas, donde los principios de libertad, justicia o democracia, justifican
el sacrificio de vidas humanas, bajo la forma que fuere, sean guerras, o
protestas. En muchas culturas y a lo largo de la historia el sacrificio humano ha
existido, como un gesto simbólico extremo.
En 2019 un equipo de arqueólogos publicó el resultado de sus investigaciones
en la costa norte del Perú, se trata de un sacrificio humano grupal de 260
niños, entre los 8 y 14 años, ocurrido alrededor de los años 1400 – 1450 d.C.
durante un evento del fenómeno del Niño, entre las tumbas se han hallado
huellas de llamas en barro solidificado. La arqueología dice que se trata del
mayor holocausto de niños registrado por la arqueología a nivel mundial, solo
superado por un sacrificio en Mesoamérica alrededor del siglo XIII. Las notas
que reseñan la presentación de los resultados señalan los sentimientos de
conmiseración que despierta el hallazgo, pero también el de horror al imaginar
la masacre que debió ser aquella ofrenda. Que nos resulte inimaginable es solo
un decir, porque bien que somos testigos, e incluso participes de sacrificios
humanos contemporáneos, como lo son todas las víctimas en estas protestas
sociales, y en todas las marchas de protesta ocurridas en las últimas dos
décadas, donde resalta tristemente Bagua. En dichas marchas participa la
gente a sabiendas del riesgo real de salir malherido o muerto incluso, sobre
todo en las protestas entre comunidades campesinas e indígenas contra
proyectos extractivos. Los lideres políticos, de opinión, también normalizan ese
riesgo y la ocurrencia de desgracias, al advertir de su posible ocurrencia,
algunos otros, menos sutiles, hablan directamente de los muertos que habrá si
tal o cual cosa no se cumple.
En un ritual macabro se anuncian las protestas, se dan fuertes represalias, se
cuentan los muertos caídos en tales jornadas, y se vuelve a hacer un repaso de
las demandas sociales, de las medidas concretas e inmediatas. Como un
marco cultural de referencia para el hecho de aceptar sacrificios humanos en la
época contemporánea, tenemos a los ukukus que suben al nevado de
Qoyllorit`i, los guerreros en la batalla tradicional del Chiaraje, los toreros
espontáneos que participan de las corridas de toro de los pueblos andinos,
donde el sacrificador es siempre el toro, y el sacrificado a veces el torero. En
estas fiestas y rituales tradicionales tienen un alto riesgo de muerte para sus
participantes, desbarrancados en las cumbres nevadas, heridos de gravedad
por los proyectiles de las hondas, o embestidos por un toro misito. Cuando
sucede una muerte es considerada una ofrenda a la Pachamama. No se busca
ni se quiere, pero tampoco rehúye. Son sacrificios que se aceptan. Los jóvenes
rusos o ucranianos que van a la guerra no distan mucho de estos ejemplos. En
el mundo moderno subsiste la idea del sacrificio humano.
Pero no podemos proyectar esta lógica al ejercicio de la política nacional y
pensar que a más víctimas se logrará un mayor cambio. Desde el exterior se
denuncia que la grave crisis de derechos humanos que atraviesa el país se
agrava por el racismo contra la población indígena, es un problema estructural
e histórico. Es posible que nos estemos equivocando todos, y que la renuncia
de Dina Boluarte como gesto concreto para calmar las aguas sea también la
exigencia de un sacrificio humano simbólico. La presidencia no debiera ser un
fusible, y no debiéramos exigir que ruede la cabeza del presidente, ni siquiera
del ente simbólico, sino de la persona misma, a quien se quiere ver destruida,
presa de por vida en una mazmorra. En esencia porque representa a la Nación,
a todos y cada uno de los ciudadanos de este país. Debemos recordar que
cada vida es valiosa, que no debería tolerarse ni una sola pérdida. Detengamos
todos esta locura, de esperar sacrificios y exigir cabezas. Es preciso concentrar
los esfuerzos en concretar mesas de diálogo, con representantes que tengan
un mínimo de legitimidad, y así encaminar el próximo proceso electoral, pero
con cambios que aseguren una adecuada representación política.

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