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Indice

Parte General

Cronología del autor.


En busca del tiempo perdido. Tiempo y arkhé
En busca de una obra
En busca de un relato como espacio de configuración subjetiva

Parte Crítica

I. El tópos de la excepcionalidad. Las Palabras y Las Cosas


Una arqueología de la palabra
De la arqueología a la genealogía. Palabra y juegos de poder

II. El tópos de la excepcionalidad. Los Hombres


La lógica aristocrática. Nombre y Poder
La función de soberanía. La función heroica. Las tramas del poder
Una genealogía de las prácticas sociales

III. El tópos de la excepcionalidad. Los Dioses


Apolo, el señor de las alturas. Agonismo y arkhé
Cuando las flechas se trastocan en palabras
La distancia se mide en sabiduría

1
Cronología del autor.

Toda obra parece necesitar un autor. Ilíada no parece ser la excepción a esta
búsqueda afanosa que pone la cuestión del autor en un núcleo de interés dominante. El
tema es que, en este caso particular, poco sabemos de ese autor y su nombre se
encuentra envuelto en múltiples discusiones y debates, reactualizados en conformidad
con la propia vigencia de la obra.
Todos los datos que la tradición nos legara sobre Homero son de carácter
legendario, y algunas peculiaridades de su figura parecen inscribirse en el imaginario
cultural de la época. Tal su carácter de vate ciego. Así, la importancia de la memoria en
el marco de una civilización oral parece constituir un dato imprescindible en la
reconstrucción de la configuración epocal. “Si los antiguos lo consideraban ciego, tal
vez se debía a que pensaban, no sin razón, que la memoria de un hombre era tanto más
impresionante por cuanto carecía de vista”.1
Conocemos su cabeza, con su barba y cabello abundante, pero poco sabemos
con exactitud, mas allá de esa escultura, conservada en el museo de Munich en Baviera.
“Sobre la base de los poemas mismos y de las opiniones formuladas por sus
comentaristas, los antiguos parecen haber configurado una idea bastante satisfactoria de
Homero, el vate ciego, acerca de cuya personalidad existía un grado razonable de
consenso.”2
Si bien el dialecto utilizado es de características particulares, su afinidad con el
jonio y el eolio, lo ubican espacialmente en esa región. Varias ciudades de lo que
constituyera la Grecia asiática, se disputan su nacimiento. Nos referimos exactamente a
ciudades de Jonia y Eolia, situadas en las costas del Asia Menor, en lo que hoy es
Turquía, y donde tiempo más tarde surgiera la filosofía como nueva expresión del
pensamiento. Esmirna en el continente y la isla de Quíos parecen ser las más
significativas en torno al honor de ser su patria. Es precisamente en la isla de Quíos
donde vivían los Homéridas, grupo de poetas que se autoproclamaban descendientes de
Homero; éstos eran rapsodas que cantaban los poemas de quien consideraban su
antepasado, continuando con una tradición poética que reconocía en Homero su
fundador. Son estos rasgos geográficos los que seguramente explican la primacía jónica
de su lengua.

1
Vidal-Naquet, P., El mundo de Homero, pág. 11.
2
Giusti, S. y Vilanova, A., Historia de la literatura mundial Grecia y Roma I, pág. 535.

2
No obstante, Homero no era un rapsoda sino un aedo. El término proviene de
aidós, cantor. En efecto, los poemas homéricos eran cantados por aedos que se
acompañaban con un instrumento musical de cuerdas, llamado fórminge.
Los griegos, salvo algunas excepciones, estaban convencidos de que Ilíada y
Odisea eran fruto de un solo poeta. No sabían ni dónde ni cuándo Homero había vivido,
pero la unidad de los poemas los llevaba a no dudar de su autoría.
Sin embargo, la crítica posterior ha jugado con la posibilidad de que ambos
poemas sean fruto de distintos autores. No existe tal unanimidad en la consideración de
la obra como pieza de un único autor, así como la fecha de su composición, tema de
múltiples controversias y discusiones sin fin.
La primera dificultad que se presenta es la de entender que Homero no es un
autor en el sentido tradicional. Si entendemos por “autor” a un sujeto que crea desde sí
una obra, el caso de Homero no se ajusta a esa definición. En realidad, la obra es el
producto de siglos de poesía oral, transmitida de generación en generación, por rapsodas
profesionales, sin la ayuda de la palabra escrita. La dificultad en entender una obra que
no es producto de un autor se encuentra en que ella no tiene una coherencia interna
homogénea. Con esto nos referimos a que, si muchos son los autores de Ilíada, muchos
y variados son los estilos, los aportes, las versiones, etc. Esto hace del poema una obra
que se estructura en capas superpuestas. La tarea del lector, entonces, será como la tarea
de un arqueólogo: excavar y descubrir capas y sedimentos superpuestos. Se puede
entender a la obra como una obra que tiene cierta espesura por los aportes que, de
generación en generación, se fueron agregando.
El rapsoda o el aedo se hallaba condicionado a cierto modelo de composición y
a ciertos temas impuestos por el imaginario social. Es lo que se conoce como estilo
formulario. El poeta construía los poemas utilizando fórmulas que le permitían recordar
gran cantidad de versos. Estas fórmulas tienen que ver con las repeticiones, los epítetos
que favorecen la recitación. Por ejemplo, cada vez que Homero nombra a Zeus, dice:
“Zeus, portador de la égida”; o cuando nombra a Agamenón, dice: “Agamenón, rey de
Micenas”.
No existía una libertad expresa para modificar esas convenciones propias de la
época. Los temas se referían a un pretérito heroico, que los griegos creían real, narrado
por el aedo, y no producto de su imaginación.
Sin duda, en el marco de esta tradición heroica, el más grandioso tema fue el de
la invasión y posterior destrucción de Troya, llevada a cabo por una coalición de la

3
Grecia continental e insular y, tras la hazaña, el relato del retorno de sus héroes a sus
hogares.
A estos temas dominantes, se agregan los pormenores de la lucha, las
intervenciones de la divinidad y los distintos y abundantes matices de los héroes que
animan la gesta. Un aedo es capaz de reproducir con intervalo de algunos años y
prácticamente con escasas modificaciones, ese bagaje de epopeyas orales, que
constituían una masa en perpetuo movimiento.
Por este motivo, Homero fue, para los griegos, el gran educador. La Ilíada y la
Odisea fueron tomados como dos fuentes de saber a partir de las cual se enseñaba,
fundamentalmente, a los hijos de la aristocracia. Esto constituye la paideia (educación)
aristocrática, que enseñaba la virtud heroica y el valor esperable en los guerreros.
Homero es, para la aristocracia griega, el referente de lo que el linaje y la sangre
representan. Desde este punto de vista, Homero es el gran artífice del sentido de
comunidad de los airistoi (los mejores), es esa gran fuente a partir de la cual se hace
posible la existencia de una clase excepcional y privilegiada. Por otro lado, Homero es
un educador para los griegos de la posteridad en la medida en que en sus poemas los
griegos encontraban sintetizadas y compiladas las tradiciones religiosas, mitológicas y
rituales griegas que, de otro modo, hubieran permanecido fragmentadas y
desarticuladas. Homero es el primero en construir el imaginario panhelénico que dará
unidad a todos los pueblos diseminados en cada una de las (póleis) ciudades.

Contexto histórico
1. Momento aproximado de construcción del poema y producción del texto escrito.
La Ilíada y la Odisea tienen como telón de fondo el mundo griego del último
período de la Edad de Bronce; su argumento narra la guerra de Troya y de los hechos
subsiguientes. Sin embargo, los poemas no tenían la forma con que llegaron a nosotros
hasta muchas generaciones más tarde, en una época ubicada entre fines del siglo IX y
comienzos del siglo VII.3 En Ischia es donde apareció un cáliz que data
aproximadamente del 720 a.C., haciendo alusión por vez primera a los poemas
homéricos. Se trataría de un cáliz útil para beber, perteneciente a Néstor, el anciano
personaje de la Ilíada, referente homérico de la sabiduría que encarna la vejez, símbolo
de la palabra prudente. Quien beba de él será embargado por la dulce Afrodita, la de la
bella corona.
3
Kirk, G.S. Los poemas homéricos, pág. 21.

4
Si nos situamos en el período descrito por Homero debemos remontarnos a un
largo período, que abarca al menos un milenio completo, del 1600 al 600 a. C.,
aproximadamente, ya que, en el marco de lo que podríamos considerar una novela
histórica, debemos entender dicho período como la propia época en que viven su autor
(o autores) y el público receptor de los poemas. Otra opinión, sin embargo, ubica a los
poemas homéricos a finales del siglo IX a. C. o del siglo VIII, siendo la Ilíada anterior a
la Odisea, en varios decenios. En esa época se constituye y consolida en la Grecia
europea, insular y asiática esa forma extraordinaria de vida social, cultural, económica y
política que fue la ciudad.
Homero es el más antiguo creador épico de Occidente. Los griegos denominaban
épos al hexámetro dactílico, mientras que reservaban la forma plural épe para designar
una composición de ese metro. La epopeya comienza siendo una forma métrica.
También se le atribuyen a Homero otras obras, de autoría incierta, tales como una
composición heroica sobre el sitio de Tebas y varias piezas del llamado “ciclo épico”,
una epopeya satírica denominada Margites, una parodia épica titulada
Batracomiomaquia, protagonizada por ranas y ratones y un grupo de himnos dedicados
a los dioses que los rapsodas recitaban antes de iniciar sus recitales épicos.
Aunque no es posible demostrar la existencia de autores griegos más antiguos
que Homero, hay razones para sospechar que hubo poemas anteriores a los suyos, lo
que podría hacer de Homero y de la Ilíada el producto de generaciones anteriores. En
efecto, hay indicios que permiten suponer un período anterior donde las epopeyas eran
cantadas. Si bien en Ilíada no hay referencia a cantores profesionales, no obstante
Aquiles dedica sus ratos de ocio al canto de las gestas heroicas, tal como aparece en el
canto IX. En Odisea la presencia de cantores de oficio parece ser un elemento
fundamental de la composición, lo cual hace pensar en el recuerdo por parte del poeta
de una práctica anterior, tal como aparece en el libro VIII y XIII, en donde un aedo
profesional, Demódoco, relata las hazañas del héroe. El hexámetro homérico, con su
estructura fija, está sin dudas, destinado a la recitación, aunque conserva huellas de una
estructura métrica más apta para el canto.4
Se trata de poemas para ser recitados ante un auditorio compuesto por “hombres
ricos y poderosos, capaces de hacer la guerra y armarse de pies a cabeza, con casco,
coraza y grebas.”5 No son otros que los señores enriquecidos de la nueva economía

4
Ibidem, pág. 538.
5
Vidal-Naquet, P., El mundo de Homero, pág. 13.

5
floreciente que trae aparejada la consolidación de la ciudad. El oyente de tales relatos
encontraba placer en escuchar esas historias bien sabidas, contadas de una manera
novedosa por la capacidad del poeta que lo hacía. Palabra y placer parecen aunar sus
destinos muy tempranamente para iniciar un bordado que no cesa de tejerse
indefinidamente.

Los textos que componen la Ilíada fueron fijados, según algunos eruditos, muy
antiguamente; para otros, en cambio, no antes de 560 a. C., cuando Pisístrato, tirano de
Atenas, mandó a preparar una edición oficial. En efecto, nuestro conocimiento de las
obras deriva fundamentalmente de una versión que ya circulaba en tiempos de Platón,
aunque sabemos que los manuscritos más significativos por su valor datan de los siglos
X y XI de nuestra era. Fueron los estudiosos alejandrinos, en siglo III a. C., los que
abogaron por un tratamiento criterioso de ambas composiciones, prestando peculiar
atención a la corrección y depuración de los textos. Entre ellos Zenódoto de Efeso a
quien debemos un trabajo esmerado sobre el siglo III a. C., cotejando las distintas
versiones existentes, con el fin de alcanzar una versión expurgada. Un siglo más tarde,
Aristófanes de Bizancio y Aristarco de Samotracia continuaron la tarea a fin de depurar
las interpolaciones que amenazaban la genuinidad del material “original”.
Fue en 1488 que los poemas aparecen por primera vez en forma impresa en
Florencia. En efecto, los jóvenes de la época aprendían a leer con Homero, a quien
también reflejaban las vasijas y esculturas. En cuanto al texto, se presentaba en rollos,
llamados volumina, escritos en papiro o en pergamino. La lectura se daba en el marco
de un estudio crítico, tendiente a asegurar la legitimidad del texto. En realidad, ninguno
de esos rollos nos ha llegado intacto y muchos de ellos datan incluso del siglo III a. C.
A esos rollos le sucede el códice, es decir el libro encuadernado, tal como lo conocemos
contemporáneamente.

2. Qué tiempo histórico narra. Para quién y para qué lo escribe


La cuestión temporal, con los distintos registros de temporalidad presentes en Ilíada,
sumados a una cuestión vinculada a la arkhé (principio, poder, origen), son los
elementos a tener presentes a la hora de ubicar el tiempo histórico que narra. Tiempo y
poder son los elementos dominantes, ya que los distintos regímenes temporales, parecen
poner sobre el escenario distintos actores en el ejercicio del poder. Del tiempo mítico al
tiempo histórico y de la antigua ciudad de Micenas a la caída de la soberanía, profundas

6
transformaciones parecen operarse en esa díada que hacen del tiempo y el poder un
tratamiento de intersección insoslayable.
La Ilíada narra un episodio del mito de la guerra de Troya. Según narra dicho
mito, la guerra fue promovida por reinos griegos del sur de la península balcánica y de
las islas adyacentes para recuperar a Helena, mujer de Menelao. Se trata precisamente
del rapto perpetrado por Paris, hijo del rey Príamo y hermano de Héctor.
Era precisamente Agamenón, el conductor de hombres 6, rey de Micenas, la “rica
en oro”, quien se hallaba al frente de un ejército que terminó por tomar y saquear Troya.
Dioses antropomórficos, o sea, con forma humana, aparecen con asiduidad en el
relato, participando en batallas, conduciendo la acción o favoreciendo a unos o
perjudicando a otros. Su inmortalidad, su poder y su capricho, que convierte a la
divinidad en un tópos (espacio, territorio) insondable, tensiona constantemente el relato.
No habría problematización alguna en torno a la dimensión temporal si en este
punto detuviésemos el relato sobre Troya. Se trataría de un tiempo mítico, esto es un
tiempo no histórico, enclavado en una lógica que no recupera una dimensión temporal
que pueda medirse según un registro cronológico. El mito es, en definitiva, una historia
sagrada, como advirtiera Mircea Eliade, pues se trata del relato de las hazañas
sobrenaturales llevadas a cabo por seres extra-ordnarios en un tiempo que,
paradojalmente es un no-tiempo. Se trata del tiempo prestigioso de los orígenes, de un
"illo tempore" (otro tiempo), de un otro tiempo, donde la otredad es la marca de un
registro de alteridad absoluta. Se trata de un tiempo sagrado, alejado ontológicamente
del tiempo profano, mensurable, medible, cuantificable. Es una experiencia única de la
temporalidad, donde la temporalidad implica una visión total y absoluta. Por eso la
palabra mítica es, como recogiéramos en páginas precedentes, inseparable de dos
nociones fundamentales, la de moũsa (musa) y la de mnemosýne (memoria), esa
omnisciencia de carácter adivinatorio, que se define como el saber adivinatorio por la
fórmula: "lo que es, lo que fue y lo que será". Mediante su memoria, el poeta accede
directamente, a través de una visión personal, a los acontecimientos que evoca; tiene el
privilegio de ponerse en contacto con otro mundo. Su memoria le permite descifrar lo
invisible7.

6
Los griegos en el poema aparecen nombrados de la siguiente manera: aqueos, dánaos o argivos.
7
Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, pág. 28

7
No obstante este mito que nos ocupa tiene un núcleo histórico. En efecto, refleja
la situación de fines de la Edad del Bronce Reciente en Grecia (1570-1200 antes de
nuestra era), en tiempos del poder y de la riqueza de Micenas.
No obstante hay también en Ilíada reminiscencias de la Edad del Hierro, vale
decir de la época que va del 1200 hasta el 750 a. C. e incluso de fecha posterior.
Estamos en presencia de un núcleo de problematización histórica interesante que
tensiona diferentes lógicas: por un lado, la temporalidad mítica y por otra, la histórica,
y, a su vez, en el marco de esta última nos enfrentamos a dos Grecias, con
peculiaridades propias y características muy fuertes desde el punto de vista histórico.
La primera (1570-1200) nos devuelve el mundo micénico, su esplendor y su
riqueza; la segunda (1200-750) supone la caída del mismo, la crisis de la soberanía, la
desaparición del rey y el advenimiento de la ciudad, como núcleo de emergencia capital
en la nueva configuración del pensamiento.
La primera nos devuelve los documentos griegos más antiguos conservados, “las
tablillas de arcillas, inscritas con signos que representan ideogramas o sílabas que notan
una variedad arcaica del griego, llamada convencionalmente micénico. Estos
documentos registraron nombres de personas, el ganado y otros bienes del palacio, y se
conservaron gracias a la cocción de la arcilla en el incendio accidental que devoró los
palacios micénicos de Pilo, Cnoso, Micenas y otros lugares.8
Durante la Antigüedad nadie dudaba de la historicidad del poema y de ninguna
manera era considerado una construcción poética. El mismo Eratóstenes, geógrafo
helenístico (s. III a. C.), situaba la guerra de Troya en el decenio que va de 1194-1184 a.
C. La fecha corresponde a la Edad de Bronce o Micénico Reciente, según
denominaciones contemporáneas. El período en cuestión abarca aproximadamente
desde 1570 hasta 1200 antes de nuestra era, correspondiendo a la llamada civilización
micénica, desde la conquista y asentamiento en la isla de Creta y en otras zonas del
Mediterráneo oriental hasta la finalización de la Edad de Bronce, lo cual determina el
pasaje a la Edad de Hierro. Si pensamos en el metal, como elemento de reconstrucción
histórica, esa datación cuadra bien con el hecho de que en la Ilíada y en la Odisea el
hierro aparece como objeto precioso para premios y raramente como material, mientras
que el bronce es el metal común para la manufactura de armas y utensilios.9

8
Ibidem, pág. XI.
9
Ibidem, pág. XXIII.

8
Sobre finales del siglo XIX se encuentra el núcleo histórico de los poemas
homéricos, a partir de las excavaciones de H. Schliemann en la colina de Hissarlik y en
Micenas entre 1870 y 1890. En efecto, Schliemann, obsesionado por hallar cada uno de
los sitios y huellas geográficas y materiales que aparecían en los poemas, descubrió en
la colina de la llanura ubicada en la costa de Anatolia, frente de la isla de Ténedos, en la
zona del actual estrecho de los Dardanelos, conocido en la Antigüedad como
Helesponto, restos arqueológicos de una serie núcleos urbanos y fortalezas, ubicados en
forma superpuesta. Schlieman la identificó como la Ilio10 homérica.
El estrato hallado y denominado Troya VIIa permite apreciar construcciones
para almacenar provisiones, lo cual permite inferir la toma de medidas de emergencia,
compatibles con una situación de guerra, así como el hallazgo de cadáveres en las calles
y marcas de la acción del fuego. Los restos de cerámica micénica llevan a datar este
estrato entre 1300-1250, lo cual confirma definitivamente la presencia de un núcleo
histórico de la leyenda de Troya y la acción de un invasor.
Deben haber sido griegos micénicos quienes ejercieron la conquista, ya que el
dominio que sustentaron sobre la isla de Creta desde el siglo XV, permite inferir su
capacidad de organización para montar una expedición, capaz de dominar el Egeo.
Por otra parte, en documentos hititas del siglo XIII, aparecen referencias a dos
estados denominados Wilusija y Akhkhijawa, nombres que pueden identificarse con el
país de Ilio y los aqueos respectivamente.
Por otro lado, la expresión homérica “rica en oro” para referirse a Micenas,
parece encontrar cierta afinidad con las excavaciones realizadas por el propio
Schliemann del círculo de tumbas ubicado en el interior de la muralla de esta ciudad,
cercana a la puerta de los leones: máscaras, copas, sellos, láminas de oro, puñales de
bronce, objetos de marfil, piezas de ámbar, utensilios y armas de bronce dan cuenta de
una configuración de riqueza, propia de la Micenas de la Edad de Bronce, ya que nada
por el estilo, que sugiriera signos de conservación de opulencia, corresponde al período
que va del siglo XII al VIII, posterior a la caída de los reinos micénicos.
¿Qué noticias tenemos de la civilización micénica? Los aportes de Michael
Ventris en 1952 han permitido cotejar el contenido de las tablillas micénicas escritas en
el silabario micénico, comúnmente denominada Lineal-B, pertenecientes
aproximadamente a1375 hasta el 1200, con el hallazgo arqueológico para determinar
qué elementos presentes en la épica corresponden al período.
10
Troya, entre los griegos, también se llama Ilio o Ilión, de donde viene el título del poema Ilíada.

9
En esa línea el poema ofrece informaciones sobre la organización social y
política, los elementos de la cultura material, la geografía, costumbres propias de la
época en que se sitúa la acción. Si bien en torno a la organización política y social,
Ilíada parece guardar un eco lejano de la llamada Edad de Bronce, la referencia a los
objetos de las cultura material sí dan cuenta de lo que constituyera la Grecia micénica.
Allí están el escudo de Ayante, “como una torre”, la espada tachonada con clavos, la
técnica de embutir metales en piezas y utensilios, el casco confeccionado con colmillos
de jabalí, el uso de grebas, la copa de Néstor, el uso masivo del carro de guerra, como
restos materiales de una cultura que parece encontrar en Micenas su escenario de
configuración.
Si bien la geografía descrita en el poema no guarda coincidencias exactas con la
topología micénica, los mitos heroicos evocados sí pertenecen a la Edad de Bronce y
transcurren en centros neurálgicos de dicha época: Micenas, Tebas, Cnoso, Pilo, Yolcos,
Calidón, Tirinte.
Ahora bien, si los mayores elementos de ubicación los hallamos en referencia al
mundo micénico, escasos son los elementos que podemos rastrear luego de la caída de
los reinos, fundamentalmente porque el enclave de recolección de datos, esto es la
cultural material, sufrió un serio retroceso y deterioro. A esto hay que sumar la
inexistencia de escritos. Sólo la referencia épica a la cremación, a los fenicios y a los
dorios, la propia ausencia de la escritura que Homero refiere en Ilíada y el uso de dos
lanzas arrojadizas, previas a la formación cerrada de combate, dan cuenta de este
período.
Lo mismo ocurre a nivel arqueológico con restos que nos ubiquen en los
primeros siglos de la Edad de Hierro y de la colonización en las costas de Anatolia. Sólo
las inferencias a partir del enclave lingüístico y dialectal del posterior período clásico
permite inferir aspectos de la tradición épica en los siglos oscuros.
Finalmente, algunos datos presentes en Ilíada dan cuenta de aspectos ulteriores a
la colonización, tales como la formación cerrada, la referencia a la Gorgona, un
monstruo de la mitología, como elemento decorativo, y la mención de la escritura.
A partir de este breve y fragmentario recorrido por los distintos períodos que
Ilíada parece evocar con distinto nivel de abundancia en los materiales aportados, es sin
duda el período que evoca la tradición micénica el que se nos ofrece con mayor detalle.
Conviene, pues, que hagamos algunos aportes históricos sobre el mismo en ésta, nuestra

10
búsqueda de un tiempo perdido. En esta aventura son, sin duda, las tablillas aludidas las
que representan un aporte fundamental a la tarea.
De acuerdo con Chadwick, los documentos escritos de la Grecia micénica son
escasos. En Cnoso y en Pilo se han encontrado una gran cantidad, en Micenas y en
Tebas sólo unos cuántos, y en Tirinte una cantidad suficiente para demostrar que
también existían allí.11 Además de estas tablillas poseemos inscripciones en Lineal B
pintadas sobre vasijas. Se tratan de signos sencillos que dan cuenta de la marca de
propiedad del cacharro o bien de su fabricante. Así aparecen sobre todo en vasijas de
almacenamiento.
Las tablillas se fabricaban de arcilla corriente; de allí la posibilidad de su
cocción y conservación, luego de su incineración. La escritura se hacía con un cálamo
de punta afilada, para luego dejarla secar. Una vez escritas y luego de secadas, lo cual
evitaba hacer otras escrituras o agregados, las tablillas se guardaban en canastas o cajas
de madera, y probablemente se alineaban en estantes en el interior de “oficinas”.
Sabemos que su función es fundamentalmente de archivo. En ese marco, conocemos la
importancia de los escribas, clase profesionalizada que sostenía esa tarea de vital
importancia. El escriba sostiene la tablilla sobre la que está trabajando en su mano
izquierda; en muchos casos es posible ver las huellas dactilares en el dorso donde
descansaba la tablilla, y las grandes tablillas presentan en dicho lugar depresiones
correspondientes a la posición del pulgar y de los dedos.12
Salvo unas pocas cavilaciones, la lengua de las tablillas es el griego y los
nombres de las personas que aparecen en ellas es griego. Paradojalmente, aunque no
podamos identificar ni uno solo de los personajes de la épica homérica en las tablillas,
los individuos que aparecen en ellas poseen nombres homéricos. Como por conjetura, si
un funcionario subordinado de Pilo tiene el nombre Orestes, el hijo de Agamenón,
¿significa que el contenido de la épica era ya conocido para los micénicos de Pilo? Si
tanto en Pilo como en Cnoso aparece el nombre Akhilleus, Aquiles, ¿quiere decir esto
que los relatos sobre Troya eran ya conocidos?13
La sociedad micénica se configura como una estructura palatina, es decir,
agrupada en torno a un palacio. En efecto, las excavaciones han permitido deducir que
los edificios palaciegos constituyen centros administrativos y que este modelo de

11
Chadwick, J., El mundo micénico, pág. 36.
12
Ibidem, pág. 42.
13
Ibidem, pág. 94.

11
administración requería documentos escritos. De allí la referencia que hiciéramos a la
práctica escritural como modo de sostén de un tipo de estructura social y política. En
este marco, la presencia de documentos da cuenta de la presencia del wánax, como
señor de un estado micénico. En Homero, existen dos palabras para nombrar al rey:
basileus y anax. Sin embargo, si seguimos a Chadwick, lo sorprendente fue encontrar
que guasileus, la forma originaria de basileus, no designaba al rey, tal como lo hace en
Homero, sino simplemente se refería a cualquier “jefe” de cualquier grupo de hombres,
incluso un capataz de un grupo de herreros.14
Hay un punto apasionante en el corazón de la palabra wánax y el testimonio que
de ella ofrecen las tablillas, que nos permite abrir un análisis en torno a la figura del rey
y sus resonancias míticas. La palabra parece referirse tanto al plano humano como al
plano divino. En el primero de los planos, un documento proporcionado por Pilo (Er
312) da cuenta de una información real sobre el rey; se trata del inventario de las tierras
y allí la proporcionalidad de las mismas pone de manifiesto la existencia de tres
funcionarios diferentes en la organización micénica: “la finca del rey”, “la finca del
lawagetas” y “la de los tres telestai”, que juntos tienen el mismo monto de tierras que el
rey.
El título de lawagetas se encuentra en Pilo y en Cnoso y significa literalmente
“conductor del pueblo”, acepción cercana a la idea que Ilíada presenta, donde “el
pueblo es aprestado para la lucha, la tropa o la hueste”; hay quienes han especulado en
torno a la homologación del término con la figura del comandante del ejército, aquel
que cumple una clara función de conducción. Siguiendo en el análisis de los personajes
que estructuran una organización de este tipo, el rey mantiene a un grupo de nobles que
actúan como delegados suyos y le permiten ejercer su control sobre todo el reino. Esta
necesidad se alcanza gracias a una clase de aristócratas, que proporcionan los oficiales
de categoría superior de la administración, forman también las tropas de elite del
ejército y están al mando de la infantería. Esta clase está representada en la sociedad
micénica por los hequetai o Seguidores.15

Si el marco histórico está al servicio de pintar un tipo de sociedad que sirve de


marco a los poemas homéricos, en este caso puntual a la Ilíada, la referencia a cierto
sector social vinculado a las cuestiones guerreras es insoslayable por las mismas

14
Ibidem, pág. 98.
15
Ibidem, pág. 100.

12
características del poema. Los Seguidores, en el escenario homérico, son los
compañeros que portan como uniforme un manto de modelo especial y constituyen el
séquito del rey, al tiempo que se hallan al frente de una unidad militar, o bien, oficiando
de enlace entre la corte y comandos locales.
Al hacer un análisis de corte topológico, y pensamos en las distintas
territorialidades que el mundo micénico parece ofrecernos, nos hallamos en presencia de
dos tópoi (espacios) delimitados por cuestiones relativas a la tenencia del suelo y a la
portación de la arkhé (poder).
Es precisamente aquí, en este enclave territorial y de poder, donde aparece la
figura del basileús homérico, que no es el rey en su palacio, sino un simple señor, dueño
de un dominio rural y subordinado del ánax. Esta aparente autonomía aldeana se ve
confirmada por la presencia de un Consejo de Ancianos, donde intervienen los jefes de
las casas más poderosas. El cuadro se completa con los hombres del pueblo en sentido
propio, que eran el peonaje del ejército y que no cuentan más en el consejo que en la
guerra. Ellos son, en el mejor de los casos, espectadores que escuchan en silencio a los
que tienen título para hablar y no expresan sus sentimientos más que con un rumor de
aprobación o descontento.16 Otro personaje asociado al basileús es el ko-re-te, una
suerte de prefecto aldeano, en ejercicio de funciones militares. Esta dimensión estaría
vinculada con la noción de koiros, tropa armada, en la línea del koíranos homérico, en
tanto jefe militar.
La invasión de los dorios destruye esta monarquía micénica con su ánax
(soberano) apoyado en una aristocracia guerrera, con sus comunidades rurales, que
continuarían trabajando las tierras aun suprimido el poder real, con la organización
palatina, apoyada administrativamente en la tékhne (técnica) de los escribas, con un
control riguroso del Estado sobre un extenso territorio, con sus grandes y lejanas
aventuras en países lejanos, con fines de establecimiento o de provisión de metales y
productos faltantes en Grecia. Grecia ya no volverá a ser la misma. El continente griego
retorna a una economía puramente agrícola. El mundo homérico no conoce una división
del trabajo comparable a la del mundo micénico ya que desconoce las múltiples
corporaciones de hombres de herramientas, las cuales se hallaban agrupadas en las
cercanías del palacio o en las aldeas. Cuando cae el imperio micénico, el sistema
palatino se derrumba por entero y jamás volverá a levantarse.

16
Ibidem, pág. 25.

13
Sin duda la caída de la soberanía micénica y la expansión de los dorios
configuran un nuevo escenario de la historia de Grecia. Un elemento fuertemente
presente en los poemas homéricos, la cuestión del metal, corrobora el pasaje de la
metalurgia del bronce a la del hierro. La desaparición del Rey divino, plasmado en la
figura del ánax ha desaparecido y con ello se ha establecido una distancia infranqueable
entre hombres y dioses. De Micenas a Homero muchas transformaciones se producen,
entre ellas a nivel del vocabulario de los títulos, los grados y las funciones, que,
fragmentariamente, recorriéramos en párrafos precedentes, desaparece casi por
completo.
La caída de la soberanía pondrá al descubierto las luchas y tensiones por el
poder de los segmentos que se hallaban por debajo de un tipo de poder como el del
soberano: la aristocracia guerrera, que conserva idénticamente cierto monopolio
religioso, articulado en los viejos gene (familias aristocráticas), y la comunidad aldeana.
En torno a los juegos de poder, no quedan rastros, como hemos dicho, de un poder
comparable al del ánax micénico, con esa formidable concentración de funciones. Un
rey como Agamenón en Ilíada ejerce un poder sobre reyes que son sus pares y que
dependen de él en el ámbito de una campaña hecha en común. Por el contrario, el ánax
micénico ejerce un poder absoluto en todo momento sobre todas las personas, las
actividades y las cosas. La Ilíada así lo presenta, al menos en el siguiente pasaje, cuando
muestra a Agamenón como un líder importante por su capacidad bélica y no por mandar
sobre los demás: “De sus cien naves era jefe el poderoso Agamenón Atrida; a éste con
mucho las más numerosas y las mejores huestes acompañaban [...] y destacaba entre
todos los héroes, henchido de orgullo porque era el mejor y el que más tropas había
llevado” (Homero, Ilíada, II 576-580).

3. línea de tiempo.

En busca de un relato como espacio subjetivo.


Sobre odios y tensiones

El argumento de Ilíada dibuja un juego de tensiones sobre un escenario de


singulares características en lo que se refiere a las relaciones entre hombres y dioses, y
entre los hombres entre sí.

14
Estas tensiones enmarcadas, en primer lugar, en una lógica que supone la
diferencia entre ambos actores de la díada en tensión, y, en segundo lugar, en la
superioridad que distancia a unos de otros, en una sociedad obsesionada por el concepto
de aristía (excelencia). Indudablemente, una variable constitutiva de la configuración
es la dimensión del poder como motor de la tensión.
Dioses y hombres hallan en ese suelo narrativo su configuración, plasmada en
esa diferencia de tópoi que constituye el mundo humano y el mundo divino, con
intersecciones y tensiones de las cuales será Ilíada un magnífico exponente.
Si pensamos en el andamiaje mítico, el juicio de Paris resulta determinante en la
explicación de la guerra. Paris17, hijo del rey Príamo de Troya y hermano de Héctor, el
otro hijo del rey, el más valeroso de los troyanos, debe decidir en el litigio causado por
Eris, la Discordia, en torno a la hermosura de tres diosas (Hera, Palas Atenea y
Afrodita)
Del juego de tensiones propuesto, Eris, entonces, encarna la primera, por no
haber sido invitada a la celebración de las bodas de Tetis y Peleo 18. Mientras el resto de
los inmortales fue convocado a tamaño acontecimiento, tal exclusión determina su ira y
con ello el acto de provocación que ha de involucrar a Paris en un juicio problemático.
Eris arroja una manzana con la inscripción “a la más bella” y Hera, Atenea y Afrodita
pretenden apropiársela porque con ello, naturalmente, se juega la consolidación de la
máxima belleza, don altamente preciado en la lógica antigua. Frente a la tensión
provocada, ya que cada una suponía merecer tan preciado objeto, y frente a la
Discordia, como aquella que atenta contra el equilibrio deseado, Zeus resuelve
encomendarle a Paris, un mortal, la ardua tarea de resolver el litigio a través de un
juicio.
Hermes, el enviado de Zeus, lo presenta ante las dioses, quienes frente a él,
deponen la túnica. Frente a tanta belleza y deslumbrado ante el máximo espectáculo que

17
La historia de Paris es la siguiente: cuando Hécuba, esposa de Príamo, estaba
embarazada de él, tuvo un sueño terrible, que dan a interpretar a un adivino, quien
advierte que el hijo que está por nacer será la ruina de Troya. Príamo decide entregar al
niño a un sirviente para que lo abandone en el monte Ida. Éste lo deposita en el bosque
y un oso lo cuida por cinco días. Cuando el sirviente regresa y ve que el niño ha
sobrevivido, decide adoptarlo dándole el nombre de Paris. Más tarde, según el
mitógrafo Apolodoro, es denominado Alejandro por su valentía y decisión para expulsar
a los ladrones. El nombre es una conjunción, según el mitógrafo, del verbo alexo
(defender) y de andros (varón).
18
Tetis es una divinidad marina, hija de Nereo, el Anciano del Mar, esposa de Peleo y
madre de Aquiles.

15
significa estar cara a cara con la divinidad, Paris se ve persuadido por cada una de las
tres, según distintos ofrecimientos, que, una vez más, tensionan la decisión. Hera le
ofrece el señorío sobre Asia entera; Atenea, la victoria en cada uno de los combates que
emprenda y Afrodita, la unión con la mujer más hermosa que exista. En realidad, es esta
última quien ofrece la recompensa más adecuada, evidenciando un mejor conocimiento
del juez. Aquí aparecen las consideraciones de la naturaleza del propio Paris que
seguramente lo hacen acreedor del privilegio de ser “juez”. No se trata de un hombre
ambicioso ni de un guerrero por excelencia, para que el poder sobre una región o la
eterna victoria lo seduzcan. Paris es un contramodelo, frente a la aristía (excelencia) de
su hermano, Héctor, que sí representa el ideal guerrero. No así Paris, seducido por los
encantos de los placeres y las delicias que una mujer puede ofrecer. En el juego de
tensiones que despertara Eris, sin duda Afrodita es la más sutil porque sabe ofrecer la
recompensa exacta. Paris le entrega la manzana de oro y con ello sella el destino de
griegos y troyanos. Se ve entonces que en la tensión belleza-astucia, triunfa la astucia de
Afrodita. No es exactamente su belleza la que desplazara a Atenea y a Hera, ya que es
difícil escoger entre la belleza absoluta; es su inteligencia la que le permite alzarse con
la victoria. La recompensa prometida es Helena, hija de Zeus y de Leda 19. Sin embargo,
Helena es la esposa legítima de Menelao, rey de Esparta y hermano de Agamenón. Paris
la rapta y la conduce a su patria. De este rapto, surge, según la narrativa mítica, la
guerra de Troya.
Este juicio es aludido por el propio Homero, cuando se refiere al odio que Hera
siente por los troyanos, evoca el mentado juicio: “A todos los demás les placía eso, pero
no a Hera ni a Posidón ni a la doncella de ojos azules, que persistían como desde el
principio en su odio contra la sacra Ilio, también llamada Ilión, contra Príamo y contra
su hueste por culpa de Alejandro, que había humillado a los diosas cuando llegaron a su
aprisco y él se pronunció por la que le concedió la dolorosa lascivia” (Homero, Ilíada,
XXIV, 25-30). La dolorosa lascivia no es otra que Helena, que habría de acabar con la
gloriosa Troya. El juego de odios y tensiones se hace extensivo a Afrodita, por su
triunfo en el escenario de la discordia. Atenea y Hera nunca habrán de perdonarle su
sagacidad. El poema lo refiere, no sólo en el registro de las palabras airadas y dolientes,
sino también en la violencia que las mismas diosas ejercen sobre ella: “Al verla Hera, la

19
Leda es esposa de Tindáreo. De su amoríos simultáneos con su esposo y el divino
Zeus, nace una doble estirpe: de Zeus, Pólux y Helena, y de Tindáreo, Cástor y
Clitemnestra.

16
diosa de blancos brazos, al punto dijo a Atenea estas aladas palabras: «¡Ay, vástago de
Zeus, portador de la égida, indómita! La mosca de perra ésa otra vez saca a Ares,
estrago de mortales, fuera del hostil combate en medio del fragor. ¡Ve por ella!» Así
habló, y Atenea se lanzó tras ella con ánimo alegra y, acometiéndola, dirigió al pecho
con su recia mano un golpe. Se le desmayaron allí mismo el corazón y las rodillas, y
ambos quedaron yaciendo sobre la tierra, nutricia de muchos (Homero, Ilíada, XXI,
418-425).
El odio y las tensiones no se resuelven exclusivamente en el ámbito de la
divinidad, sino que, por el contrario, son ellas las que trasladan sus odios y disputas al
campo de batalla. Aqueos y troyanos se ven envueltos en una trama de tensiones que los
dioses han bordado a partir de sus propias pasiones. Hera y su odio feroz por los
troyanos, la lleva a poner todo su empeño en derrotar a un ejército que debe ser
exterminado para satisfacer su rencor. El mismo Zeus así lo sostiene en el canto IV,
mientras Atenea y Hera urdían males a los troyanos. “«¡Infeliz! ¿Qué daño te hacen
Príamo y los hijos de Príamo tan grande, para que con tan vehemente furor te obstines
en devastar la bien edificada fortaleza de Ilio? Si entraras en las puertas y en los largos
muros y devoraras crudos a Príamo y a los hijos de Príamo y a los demás troyanos, sólo
así te curarías esa ira” (Homero, Ilíada, IV, 31-36).
En realidad, la ira constituye el gran motor de las historia porque tensiona la
armonía, tanto de los dioses como de los hombres, y se instala en el corazón de cada
uno de los personajes que sienten de algún modo limitado su poder u ofendido su honor,
símbolo de ese poder. En el caso De Hera y Atena hay algo en la pérdida del
reconocimiento que genera el conflicto.
Si pensamos en Menelao hay también una pérdida de poder en el rapto de su
esposa por parte de Paris. De hecho, Menelao recibe con hospitalidad a Paris, siguiendo
los lineamientos de la ética guerrera, y éste lo desconoce, no sólo en los códigos que
enlazan a los varones y permiten su reconocimiento como miembros de una misma
lógica, sino como esposo de Helena, como señor en su poder20.
Sin duda, éste será el núcleo de la historia que propiamente el poema relata. En
la cólera de Aquiles se produce el mismo desconocimiento. Por un lado, el

20
Incluso, si seguimos al mitógrafo antiguo Apolodoro, el desconocimiento se hace
extensivo al conjunto de los reyes griegos: “y les advirtió [Agamenón] que velasen por
la seguridad de su propia, diciendo que la afrenta había sido oferida igualitariamente a
la totalidad de Grecia” (Apolodoro. The Library, “Epitome”, III, 6-7; traducción de la
autora).

17
desconocimiento de una ética que permite dominar las tensiones en el marco de una
sociedad de varones obsesionados por la gloria y el poder, y, en segundo lugar, el
desconocimiento del propio Aquiles, como dueño de su parte del botín. Se trata
entonces de un doble desconocimiento: por un lado, a la lógica imperante que permite la
cohesión entre los miembros de una comunidad y, por el otro, a ciertos sujetos en su
singularidad. Ese desconocimiento, que es, en última instancia, el desconocimiento de
un límite, constituye un acto de hýbris (desmesura)21.
Ante la imposibilidad de subsanar el ultraje cometido por Paris, más allá del
intento de una embajada llevada a cabo por Odiseo y el propio Menelao, la guerra se
desata, liderada por Agamenón, y reuniendo gran número de caudillos, entre los cuales
se destacan por su excelencia Aquiles, el mejor entre los mejores, Ayax Telamonio,
Idomeneo, Néstor, Odiseo, el otro Ayax, Diomedes y algunos más. En el marco de la
alianza no podemos olvidar la presencia de la diosa Hera, obsesionada por la
destrucción de Troya.
La extensión y complejidad del relato implica un abordaje pormenorizado de
cada uno de los veinticuatro cantos en que se articula la obra.
El canto I narra la cólera de Aquiles. Es la musa la encargada de narrar ese
sentimiento, originado en la tensión entre Aquiles y Agamenón. En este altercado hay
una presencia fundamental, que dará pie a un extenso análisis en apartados posteriores:
nos referimos al dios Apolo. Crises, sacerdote suyo, se dirige a los aqueos a redimir a su
hija, Criseida, cautiva de Agamenón: en efecto, “¿Quién de los dioses lanzó a ambos a
entablar disputa? El hijo de Leto y de Zeus. Pues irritado contra el rey, una maligna
peste suscitó en el ejército, y perecían las huestes porque al sacerdote Crises había
deshonrado el Atrida. Pues aquél llegó a las veloces naves de los aqueos cargado de
inmensos rescates para liberar a su hija, llevando en sus manos las ínfulas del flechador

21
En esta línea de desconocimientos que tensiona las relaciones entre Aquiles y
Agamenón, no es éste el primero, tal como otras tradiciones míticas dan cuenta. Un
primer desconocimiento al estatuto de héroe de Aquiles se produce en el episodio en
Áulide, donde, por recomendación del adivino Calcante, Agamenón manda a llamar a
su hija preferida, Ifigenia, que debe ser sacrificada a Ártemis. Para poder traerla de
Micenas a Áulide, Agamenón engaña a su hija diciéndole que el motivo es su futura
boda con Aquiles. Apolodoro agrega un elemento más a la historia, que su hija le será
entregada en recompensa por los servicios militares. Cuando llega Ifigenia, Agamenón
la sacrifica para que los aqueos lleguen a Troya, traicionando la promesa, y
desconociendo la calidad de par o hómoios de Aquiles. Ver: Eurípides. Ifigenia en
Áulide. 100 y ss; Apolodoro. “Epitome”, III, 21 y ss.

18
Apolo en lo alto del áureo cetro, y suplicaba a los aqueos, pero sobre todo a los dos
Atridas, ordenadores de huestes” (Homero, Ilíada, I, 8-16).
Agamenón lo expulsa, desconociendo en su figura de sacerdote la propia figura
de Apolo. Vemos, entonces, un nuevo registro del desconocimiento como núcleo de
tensión y desmesura. Agamenón ignora el pedido y con ello el límite más fino y sutil
que un mortal debe reconocer: el tópos (lugar) humano frente al divino. Apolo, aquel
que hiere de lejos, esparce entonces sobre los aqueos una terrible peste. Para aplacar la
ira del dios, Aquiles reúne la asamblea y el adivino Calcante anuncia que la peste
culminará sólo si la cautiva Criseida es devuelta, como forma de reparar el
desconocimiento y el acto de hýbris (desmesura) que desatara la tensión. La conducta de
Aquiles genera el desagrado de Agamenón quien decide entregar a Criseida a cambio de
arrebatarle al propio Aquiles a Briseida, parte del botín que los aqueos le entregaran.
Nueva tensión en el marco del desconocimiento: Agamenón desconoce a Aquiles en sus
posesiones, arrebata algo que le es propio y con ello vuelve a ignorar dos registros, el
que atraviesa a la comunidad de honor y al propio Aquiles en su singularidad. Estas
acciones acarrean, una vez más, el desconocimiento de los tópoi (lugares, sitios) que
deben ser cuidadosamente vigilados para conjurar toda forma de desmesura. A la ira de
Apolo, como generadora de tensiones, se suma la de Aquiles frente a la conducta de
Agamenón.
Hay en este episodio un nuevo dato. Agamenón desoye la palabra de Néstor, el
anciano respetable, aquel que suele traer al corazón de la asamblea la palabra prudente,
la voz de la sophrosýne (mesura). No es tiempo de medida para los aqueos.
Ante el ultraje, Aquiles decide su retiro de la batalla, para provocar el triunfo de
los troyanos ante el debilitamiento de las fuerzas aqueas ante su renuncia. Aquiles
recurre a su madre para aplacar su ira. Nuevamente, la divinidad se hace presente en los
asuntos humanos. Hombres y dioses intersectan sus acciones y sus tensiones, parece
configurarse, así, un escenario ambiguo donde la divinidad, desde su distancia,
desdibuja, no obstante, su territorialidad para acercarse al mundo humano. Esta es una
marca constante en los poemas homéricos. Tetis promete a su hijo conseguir que Zeus
lo favorezca, excitando a las huestes troyanas. Zeus promete en efecto a Tetis que
apoyará al Pelida mientras éste se halle ausente del combate y no sea satisfecho por los
aqueos. Esta actitud de Zeus irrita por supuesto a Hera, obsesionado por el odio que los
troyanos le despiertan.

19
Criseida es devuelta a su casa y Apolo honrado con sacrificios, como modo de
expiar la culpa, que, de lo contrario, seguiría manchando a hombres y ciudades.
El canto II da cuenta del sueño que Zeus envía a Agamenón, incitándolo a
emprender el combate contra Troya, ya que la victoria está cerca. Agamenón convoca al
ágora a todos, probando su disposición para la guerra, pero simulando que ha llegado la
hora de retornar al hogar. Fatigado por tantos años de lucha, los aqueos se aprestan al
regreso. Atenea, por encargo de Hera envía a Odiseo a que detenga a cada uno de los
aqueos, convocando nuevamente al ágora. Odiseo y Néstor alientan al pueblo a persistir
en la lucha con la esperanza de destruir Troya en poco tiempo. Agamenón se dispone al
combate, se arma el ejército, que se adelanta formado en línea de batalla. Se produce la
larga enumeración de las naves, los caudillos y los pueblos que siguieron al Atrida en la
gesta contra Troya. Formadas las falanges, avanzan por el campo, mientras los troyanos,
al mando de Héctor, abandonan la ciudad, dispuestos a la lucha.
El canto III narra la pelea de Paris con los mejores aqueos. Pero cuando aparece
Menelao, esposo de Helena, bajando de su carro, Paris huye. Héctor le reprocha su
actitud, incompatible con la aristía (excelencia) guerrera y lo insta a enfrentarse con
Menelao para subsanar la tensión que el rapto produjo. El vencido deberá renunciar a
Helena y el ansiado fin de la guerra ha de producirse. Menelao reclama que la condición
se ratifique con juramentos en presencia del propio Príamo. El rey se presenta en el
campo y se sanciona el pacto con los antiguos ritos y leyes. Sellado el pacto, Paris y
Menelao se enfrenan y ante la inminente derrota de Paris, Afrodita lo hurta del campo y
lo conduce de regreso a su recámara. La diosa lleva luego allí a Helena, quien
primeramente reprueba la acción de Paris para luego entregarse a él, consumando los
dones prometidos por la diosa. Menelao lo busca sin éxito en el campo de batalla y
Agamenón reclama el cumplimiento del pacto, por cuanto la victoria correspondió a su
hermano, legítimo esposo de Helena.
El canto IV da cuenta de la violación de los juramentos, generando, por
supuesto, el recalentamiento de la tensión. Los dioses deliberan si la guerra debe
continuar o cesar. Ante esta última posibilidad, Hera, insatisfecha en su ira, logra que
finalmente Zeus le otorgue la delicia de ver a Troya destruida. Atenea desciende a la
tierra por pedido de Hera, y convence al arquero Pándaro de que fleche a Menelao,
quebrando el pacto y dando lugar a la continuidad del combate. Los aqueos se aprestan
nuevamente al combate y Agamenón pasa revista a las tropas, observando el ánimo de

20
los jefes. El combate se instaura y Atenea incrementa el ánimo de los aqueos, mientras
Apolo y Ares hacen lo propio con los troyanos.
El canto V relata la optimación de Diomedes por Atenea. En el canto anterior,
cuando Agamenón pasa revista a las tropas, Diomedes no parece mostrar el ánimo,
esperable de un guerrero. El canto muestra una fuerte intervención de distintas
divinidades. Diomedes es herido por Pándaro, pero luego éste es muerto por el aqueo.
Asimismo, golpea con una piedra a Eneas, cuando éste defiende el cuerpo de su amigo
Pándaro. Afrodita intenta llevarse del combate a Eneas, su hijo. Por su parte, Apolo
defiende a Eneas de Diomedes y lo deposita en la ciudadela de Troya, donde es atendido
y curado. Aqueos y troyanos se traban en sangrientos episodios, dejando muchos
muertos de ambos bandos, hasta que los aqueos son paulatinamente rechazados. Cuando
esto ocurre, llega del Olimpo la ayuda de Hera y Atenea y la voz de la primera los incita
nuevamente al combate. Siempre guiado por Atenea, Diomedes hiere al propio Ares,
quien huye al Olimpo, donde es curado por Peón, el médico de los dioses. Hera y
Atenea regresan a la mansión olímpica. Como se ve el canto es paradigmático en la
relación hombre-divinidad y en las distintas actitudes que los dioses toman en el
corazón de la batalla.
El canto VI relata la conversación entre Héctor y su esposa, Andrómaca. Cuando
los troyanos se repliegan, el adivino Heleno exhorta a Héctor y a Eneas para que
infundan valor a los suyos y a Héctor particularmente le ordena que se dirija a la ciudad
y ordene a las mujeres hacer sacrificios en favor de Atenea para lograr su conmoción y
así obtener la definitiva victoria sobre Diomedes. Restaurado el valor de los troyanos, se
reanuda el combate. Diomedes se enfrenta con Glauco, pero ambos, en nombre de la
vieja hospitalidad de las respectivas familias, deciden deponer las armas. Héctor se
encuentra en la ciudad con su madre Hecabe o Hecuba, quien reúne a las mujeres
troyanas para que ofrezcan a Atenea el mejor peplo y solicitar la protección de Troya.
Héctor se reúne con su esposa Andrómaca y su hijo Astinacte, intercambiando con ellos
palabras y afectos. Andrómaca muestra su pena y Héctor manifiesta cuál es su deber
como guerrero, más allá de la adversidad de las circunstancia. Ambos se despiden,
mientras Héctor es alcanzado por Paris para, juntos, retornar a la lucha.
El canto VII plantea el combate entre Héctor y uno de los más valerosos aqueos,
Ayax. Nuevamente aparece Apolo en el relato para sugerir a Atenea, dispuesta a ayudar
a los aqueos, que interrumpa el combate y sólo se enfrente Héctor con aquel que esté
dispuesto a enfrentarlo en combate singular. Heleno le sugiere a Héctor que acepte el

21
duelo del mejor de los aqueos. Varios héroes se ofrecen para la empresa hasta que
finalmente es Ayax el designado por la suerte. Ambos luchan con lanzas y piedras, pero
al caer la noche deciden interrumpir el combate, declarando que ambos son pares.
En el banquete de los aqueos celebrado con posterioridad, Néstor exhorta a
levantar y quemar los cadáveres y sugiere construir torres, un muro y un foso.
Por su parte, los troyanos deciden efectuar dos propuestas a los aqueos: devolver
a Helena y sus riquezas y hacer una tregua para levantar y quemar los cadáveres. Los
aqueos aceptan la segunda, cosa que se cumple.
El canto VIII vuelve a poner en escena el poder de la divinidad en toda su
dimensión. Zeus, padre de deidades y hombres, convoca a la asamblea de dioses y les
prohíbe que asistan a los aqueos y a los troyanos. Él mismo con su balanza, pesa la
suerte de ambos y “se inclinó el día fatal de los aqueos, cuyas parcas sobre la tierra,
nutricia de muchos, se posaron mientras las de los troyanos subían al ancho cielo. Desde
el Ida tronó con intensidad, y un ardiente halo lanzó entre la hueste de los aqueos”
(Homero, Ilíada, VIII, 72-76). Se suceden luchas entre ambos bandos, hasta que Hera y
Atenea, desoyendo los mandatos de Zeus y desafiando su poder, parten hacia Troya en
auxilio de los aqueos. Zeus las detiene y las reprime duramente, anunciando incluso
peores males para los ejércitos. La llegada de la noche interrumpe el combate, con la
victoria de los troyanos, reunidos a la espera de la reanudación del combate y de la
victoria definitiva.
El canto IX comienza con la preocupación de los aqueos por los recientes
reveses. Agamenón convoca al ágora a los más óptimos de los guerreros. Les anuncia la
decisión de retornar a la patria ante la decisión de Zeus de quitarles sus favores. A tal
intento se oponen Néstor y Diomedes. Después de la cena se decide aplacar la cólera del
Pelida Aquiles con dones y palabras para que regrese al combate, ya que su valor es lo
único que puede salvar a los aqueos. Es este el momento en que Agamenón promete
devolver intacta a Briseida si Aquiles acepta retornar, sumando a ello dones presentes y
futuros. Con este mandato se envían hombres escogidos por la prudencia de Néstor,
Fénix, Ayax el mayor y Odiseo. Aquiles los recibe amistosamente y conforme a la
hospitalidad guerrera. En el marco de la cena ofrecida, Odiseo alude al motivo de la
embajada, solicitando a Aquiles que retorne al combate en ayuda de los aqueos.
Asimismo, le recuerda los dones ofrecidos por Agamenón, así como la amistad hacia los
aqueos, más allá del enojo con éste. Aquiles mantiene su decisión, despreciando los
dones prometidos y anunciando su deseo de partir a la mañana siguiente para descansar

22
en paz en su patria. Le solicita a Fénix que permanezca con él, cosa que el amigo
acepta, al tiempo que aprovecha la oportunidad para volver sobre el mismo pedido que
inspirara la embajada. El Pelida sostiene su decisión y el propio Ayax comenta a Odiseo
el fracaso de la gestión.
El canto X presenta un juego de espionaje, habitualmente conocido con el
término dolonía22. Agamenón y Menelao, que no pueden conciliar el sueño, y ante la
difícil situación en que se halla el ejército aqueo, levantan a Néstor y a otros caudillos a
fin de deliberar. Deciden enviar a Diomedes y a Odiseo al campo troyano, a fin de
recabar información sobre los pasos del enemigo. Cuando se dirigen a su misión,
Atenea les envía un augurio favorable. Simultáneamente, ha partido del campamento
troyano Dolón, a quien Héctor le prometiera los caballos y el carro de Aquiles, con las
mismas intenciones de recabar información sobre los planes aqueos. Cuando Diomedes
y Odiseo encuentran a Dolón, lo capturan. A cambio de mantener su vida, Dolón
informa sobre la situación de los troyanos y sus aliados, sobre todo el destino del rey
Reso, recién llegado de Tracia. Luego, y a pesar de sus ruegos, Diomedes lo mata,
cortándole la cabeza. El mismo Diomedes llega a la tienda de Reso y lo mata junto con
doce compañeros mientras duermen. Nuevamente aparece Atenea para recomendar a los
aqueos que se apropien de otras presas y que retornen a sus naves y tiendas. A su vez,
otra divinidad hace su aparición: Apolo, quien despierta a los troyanos, que se percatan
de lo acontecido.
El canto XI narra cómo Zeus envía a Eris, la Discordia, a las naves de los aqueos
para excitarlos al combate. En efecto, Agamenón protegido por Hera y Atenea se
apresta a combatir con las mejores armas. Se desata un combate que tiene por actores a
los mejores troyanos y a los aqueos, entre ellos Macaón, herido por Paris. Cuando
Néstor lleva al herido en su carro hacia el real de los aqueos, Aquiles lo reconoce y
envía a Patroclo para que le confirme lo que ha visto o lo niegue. Patroclo llega a la
tienda de Néstor y reconoce que, efectivamente, el herido es Macaón. Néstor insiste ante
Patroclo para que lo persuada de retornar al campo de batalla ante la evidencia de la
mala fortuna de los aqueos. De no lograrlo, al menos le ruega que convenza a Aquiles
para que envíe al propio Patroclo vestido con sus armas, a fin de llenar de espanto a los
troyanos, horrorizados por la imagen del Pelida en el campo de batalla.

22
El nombre se debe a Dolón, un troyano, a quien Odiseo y Diomedes matan
disfrazados de animales.

23
El canto XII continúa el relato de los combates entre troyanos y aqueos,
refiriendo la dificultad de los hombres comandados por Héctor de dar el asalto final.
Esta dificultad determina la decisión de bajar de sus carros y combatir a pie, para lo cual
forman cinco falanges para sostener el ataque. El canto continúa narrando los combates
hasta la misma destrucción del muro, que permite la entrada de los troyanos, repelidos,
no obstante, por el valor de los aqueos. Zeus vuelve a proteger a los aqueos y Héctor
finalmente logra desgajar las puertas, lo cual le facilita la llegada a las naves.
El canto XIII relata el combate junto a las naves. Los troyanos, matan a los
aqueos luego de haber vencido el muro. La situación conmueve a Poseidón que, sin que
Zeus lo advierta, socorre a los aqueos para que puedan proteger sus naves. Los Ayaxs y
otros jefes combatiendo obligan a Héctor a desistir del intento de destruir las naves. El
enfrentamiento parece crecer sin medida, mientras Zeus asiste a los troyanos y Poseidón
a los aqueos, destacándose Idomeneo por su fuerza y por haber causado la muerte a
algunos troyanos de nombre. En el corazón de la batalla, los aqueos logran que los
hombres de Héctor retrocedan, aunque por consejo del adivino Polidamante, Héctor
reúne a los suyos y vuelven al combate.
El canto XIV vuelva a poner en un escenario privilegiado la acción de Zeus.
Néstor se encuentra con Agamenón, Odiseo y Diomedes, los tres heridos por el fragor
de la contienda. Agamenón anuncia su deseo de volver a las naves, recibiendo el
consecuente reproche de Odiseo, mientras Diomedes propone retornar al campo de
batalla, aunque sin participar directamente de la lucha por las heridas. La sola presencia
animaría a los aqueos.
Para que Poseidón pueda asistir a los aqueos en tan difícil momento, Hera urde
un plan como modo de distraer a Zeus. Obtiene de Afrodita el atuendo que la convierte
en un ser irresistible para lograr que Zeus se entregue confiadamente a ella y obtiene,
asimismo, la ayuda de Sueño, que hará dormir al gran Zeus cuando se halle junto a
Hera. El ardid resulta y los aqueos luchan con bravura, hiriendo a Héctor, quien pierde
ánimo y fuerza, y apartando a los troyanos de las naves.
El canto XV narra el despertar de Zeus. Al ver la situación de los troyanos,
reprime duramente a su esposa y la envía al Olimpo para que desde allí envíe a Iris 23 y a
Apolo para que restituyan las fuerzas y el ánimo de los hombres de Héctor, quien, una

23
Iris era hija de Taumante y de Electra. Los griegos veían en ella al arco iris, cuyos
colores eran el vestido o el camino de la diosa. Se le atribuían funciones de mensajera
de los dioses.

24
vez curado, regresa al combate y restaura la suerte y el valor de su ejército. Avanzando
hacia las naves y siempre con el auxilio de Apolo destroza a algunos aqueos y pone en
fuga a otros. Apolo se convierte en una pieza capital del enfrentamiento. Infunde terror
en las huestes aqueas y, venciendo el muro que los protegía, asegura para los troyanos,
el acceso a las naves. Ante la gravedad de la situación, Patroclo vuelve a la carga contra
Aquiles, implorándole que lo envíe en auxilio de los aqueos, quienes son obligados a
retroceder hasta las naves, siendo el Telemonio Ayax el que impide que el fuego llegue
a ellas.
El canto XVI tiene a Patroclo como principal protagonista, ya que Aquiles
finalmente accede a que su amigo acceda al campo de batalla al frente de la tribu de los
mirmidones, el pueblo de Tesalia 24. Cuando los troyanos lo ven, lo confunden con
Aquiles y el asedio a las naves se suspende, su incendio es extinguido. Patroclo inicia el
combate junto a las naves y logra que los troyanos huyan. En el combate muere el
troyano Sarpedón, hijo de Zeus. Su cuerpo es arrebatado por Zeus y Apolo, luego de
ungirlo y lavarlo, lo entrega al Sueño y a la Muerte, quienes lo conducen a Licia, país de
Asia. Patroclo continúa su lucha, echando a los troyanos hasta el muro de la ciudad, y
efectuando una gran matanza de troyanos. Finalmente, Apolo, una vez más presto a
socorrer a los hombres de Héctor, lo priva de sus armas. Euforbo lo alancea y Héctor le
propina el golpe final.
El canto XVII relata las peripecias en torno a la defensa del cadáver de Patroclo,
tal como ocurre con Menelao, que convoca al auxilio de Ayax Telamonio para
defenderlo. Su presencia evita efectivamente que el cuerpo sea arrastrado a Troya,
mutilado y deshonrado. Si bien en un principio, Héctor retrocede, luego, portando las
armas del propio Aquiles, se apresta a llevarse el cadáver a Troya, mientras que los más
bravos aqueos, se disponen a defenderlo, convocados por Menelao. Héctor y Menelao
se traban en lucha singular, seguidos por sus respectivas huestes, siempre en torno al
destino del cadáver del Menetíada. La lucha prosigue, incluso con la intervención de
Zeus, que vigoriza a los caballos de Aquiles, conmovido por el destino de Patroclo,
valientemente defendido por los aqueos, quienes, no obstante, ceden en su valor.
Menelao envía a Antíloco a anunciarle a Aquiles la muerte de su amigo y la ruina de los
aqueos.

24
Los mirmidones habitaban la isla de Egina en tiempos de Éaco, cuyo hijo es Peleo,
padre de Aquiles. Según Hesíodo, fueron primeramente hormigas que después de una
peste que asoló la isla se transformaron en hombres.

25
El canto XVIII muestra un Aquiles dolido por la muerte de su amigo, entregado
al lamento y a las lágrimas. Ante su dolor, su madre Tetis, acompañada por las
Nereidas, hijo de Nereo25, sale del mar y le sugiere que posponga sus ansias
incontrolables de matar a Héctor, hasta tanto ella pueda traerle nuevas armas, fabricadas
por Hefesto.
Tetis se dirige al Olimpo, mientras los aqueos llevan el cuerpo recatado del
Menetíada a la tienda de Aquiles. Entre tanto, los troyanos se reúnen a debatir la mejor
estrategia para no ser destrozados por Aquiles en el campo de batalla. Los aqueos
cuidan el cadáver de Patroclo, al tiempo que lloran su muerte. Tetis llega al Olimpo y
Hefesto la recibe amigablemente, al tiempo que se dispone a fabricar un escudo
cuidadosamente trabajado para Aquiles.
El canto XIX se inicia con la entrega a Aquiles de las armas hechas por Hefesto.
Su madre lo incita a que deponga su cólera y retorne a la lucha, mientras protege el
cadáver de Patroclo de su descomposición, vertiendo sobre él néctar y ambrosía.
Aquiles convoca a la asamblea donde expone su renuncia a la cólera y su decisión de
retornar al combate. A su vez, Agamenón confiesa su error y ofrece entregarle al Pelida
los regalos prometidos, que finalmente acepta, ante el consejo de Odiseo. Los presentes
son llevados a la tienda de Aquiles, donde las mujeres lloran a Patroclo. Atenea le
infunde fuerzas, Aquiles viste sus nuevas armas, y asciende a su carro, llevando como
auriga o conductor del carro a Automedonte.
El canto XX resulta un canto paradigmático en torno a una de las líneas que
atraviesan el presente trabajo, ya que pone en evidencia los juegos de poder que se dan
al interior del tópos (lugar) de la divinidad. Este canto refiere el combate de los dioses,
ya que, al tiempo que aqueos y troyanos se disponen a iniciar el combate, Zeus convoca
al ágora a todos los dioses y les autoriza a que cada uno tome partido por el bando que
prefiera, a fin de evitar que Aquiles destroce a los troyanos y con ello se precipite el fin
de la propia ciudad.
Hera, Atenea, Poseidón, Hermes y Hefesto se disponen a ayudar a los aqueos.
Ares, Apolo, Artemisa, Leto, Janto y Afrodita, a los troyanos.

25
Las Nereidas constituyen las cincuenta hijas que Nereo, divinidad marina, tuvo con
Dóride. Como su padre, las Nereidas apoyaban a los navegantes y los ayudaban en sus
viajes evitando tormentas y fuertes vientos.

26
La lucha se vuelve encarnizada y tras el combate singular entre griegos y
troyanos, los dioses, como telón de fondo, dirigen los destinos de la lucha, mientras el
campo se colma de cadáveres y armas.
El canto XXI describe el combate junto al río Janto. Aquiles pone en fuga a los
troyanos y algunos escapan hacia la ciudad, mientras otros se dirigen hacia el río.
Muchos son muertos por Aquiles, quien se reserva doce hombres para ser inmolados en
los funerales de Patroclo. El río se convierte en un adversario más, ya que encolerizado
por los cadáveres que obstruyen su curso, expulsa de sí a Aquiles. Atenea y Poseidón
socorren al Pelida, mientras Janto, a quien ha llamado al río Simois 26 en su ayuda, se
rinde finalmente, hirviendo en llamas. Luego los mismos dioses se traban en lucha,
hasta que regresan al Olimpo, con excepción de Apolo que se dirige a Troya para evitar
su segura destrucción.
Aquiles sigue combatiendo y obliga a los troyanos a refugiarse dentro de las
murallas de la ciudad. Príamo les ordena que cierren las puertas para evitar que la
ciudad sea definitivamente tomada. Apolo vuelve a intervenir a favor de los troyanos,
infundiendo valor a Agenor para que se enfrente a Aquiles y luego, tomando él mismo
la apariencia de Agenor, obliga a un Aquiles engañado, a que lo persiga y así ganar
tiempo, alejando al Pelida de la muchedumbre.
El canto XXII plasma la muerte de Héctor. Aquiles regresa de perseguir
vanamente a Apolo y Héctor espera. Desde las murallas sus padres lo llaman
inútilmente, ya que el valor y el pudor de un guerrero como Héctor jamás le permitirían
abandonar la lucha. No obstante, el terror que infunde la presencia de Aquiles, hace que
Héctor huya aterrado, perseguido tres veces alrededor de los muros de Troya por
Aquiles.
Al ver la suerte de Héctor, Zeus se apiada de él y recurre a la balanza para pesar
el destino de ambos, siendo el del troyano el que desciende hacia el Hades. En ese
momento Apolo le retira todo su apoyo, mientras Atenea lo exhorta a luchar contra el
Pelida. Ambos se traban en combate singular, recibiendo Aquiles el amparo de la diosa,
hasta que finalmente lo traspasa con su lanza, le expolia luego las armas y entrega su
cadáver a sus hombres para que sea envilecido y vejado. Toda Troya llora la muerte de
su héroe máximo, incluso sus padres y su esposa Andrómaca, quien se ha acercado
hasta la muralla.

26
El Simois es un río del Asia Menor, procedente del monte Ida y tributario del
Helesponto.

27
El canto XXIII relata los juegos funerarios en honor a Patroclo y ha de ser un
canto fundamental en la arquitectura interna de nuestro proyecto de trabajo,
precisamente porque evidencia ciertas prácticas institucionales que nos interesan
abordar desde una lectura antropológica.
Los mirmidones lloran la muerte de Patroclo. Aquiles ofrece un banquete
fúnebre y él mismo cena en la tienda de Agamenón, con quien, como sabemos, se ha
reconciliado. Al día siguiente se efectuarán las exequias de Patroclo, quien se le aparece
en un sueño al Pelida, pidiéndole sus justos funerales. Agamenón dispone que se lleve el
cuerpo de Patroclo a la pira que se ha construido, se sacrifiquen muchas víctimas y los
doce jóvenes que Aquiles había reservado para la ocasión desde la batalla en el Janto. El
soplo del Bóreas y el Céfiro hace arder la pira, mientras el cuerpo de Héctor es
custodiado por Apolo y Afrodita. Luego son recogidos los huesos de Patroclo, que más
tarde serían reunidos con los del propio Aquiles.
En honor del difunto, Aquiles organiza los mentados juegos, competencias de
distinto género, en las cuales sobresalen y obtienen premios los mejores aqueos.
El canto XXIV, último canto del poema homérico, narra el rescate de Héctor.
Concluidos los juegos, Aquiles pasa la noche en vela y al alba ata el cuerpo de
Héctor a su carro y lo arrastra alrededor del túmulo de su amigo. Esta conducta se repite
reiterados días, despertando entre los dioses sentimientos y posturas encontradas ante la
crueldad que muestra el Pelida. Finalmente Zeus decide que su madre, Tetis, le ordene
desistir en su crueldad y que se disponga a entregar el cuerpo, a cambio de importantes
rescates. Asimismo, ordena a Príamo que, reunido el rescate, se dirija a recuperar el
cuerpo de su hijo. Doce días más tarde de la muerte de Héctor y una vez reunidos los
magníficos dones, Príamo se apresta a rescatar a su hijo, luego de haber recibido un
augurio propicio. Hermes, por indicación de Zeus, le sale al encuentro y lo guía a la
tienda de Aquiles. El Pelida acepta los dones y entrega el cadáver de quien fuera su
adversario a Príamo, con quien cena. El cadáver es lavado y ungido para que, una vez
llegado a Troya, reciba las exequias que corresponden a un guerrero de la talla de
Héctor. Hermes vuelve a conducir a Príamo a Troya, portando el cuerpo de su hijo. Ya
en la ciudad, la multitud se lamenta y Hecabe, Andrómaca y Helena lloran por la
muerte, recordando sus virtudes. Se enciende la pira, que se apaga a su tiempo, mientras
los huesos de Héctor son cuidados y su tumba ordenada. Finalmente, se sirve el
banquete funeral.

28
I. El tópos de la excepcionalidad. Las Palabras y Las Cosas
Una arqueología de la palabra
De Micenas a Homero

Algunos tópicos pueden ser visualizados como núcleos dominantes de la obra,


pero, sobre todo como intersticios interpretativos para acercarnos a la configuración
problemática del poema homérico, de su estructura interna y de los lazos que guarda
con su tiempo histórico. Convencidos de la solidaridad entre un determinado texto,
entendido como emergencia histórica, y sus condiciones materiales de existencia, el
presente apartado tiende a visibilizar ese vínculo a la luz de ciertos nudos dominantes: la
palabra, las prácticas sociales, el poder, la aristía (excelencia), la divinidad, la dualidad
de planos, tópicos analizados desde una perspectiva antropológica. Nos situaremos, de
esta forma, ya no en el interior del texto, sino en esa frontera que separa al poeta que
canta de la audiencia que escucha, ubicando, de esta forma, al poema en sus condiciones
materiales de existencia.

La palabra parece ser un elemento capital en la configuración del escenario


poético de la Grecia Antigua.
Pierre Vidal-Naquet, en el prólogo de Los maestros de verdad en la Grecia
arcaica de Marcel Detienne, comenta: "Antes de ser un concepto filosófico, la verdad
fue una figura del pensamiento mítico", y así nos marca el rumbo de la reflexión que
intentaremos a continuación, para, en ese territorio de la prehistoria, encontrarnos con
Apolo.27
La prehistoria de alétheia (verdad) nos conduce pues a las huellas más remotas de
la sabiduría griega y del lógos kraantos, es decir, de la palabra poderosa. El terreno que
nos espera, luego de desandar la huella genealógica, es el lugar donde alétheia y arkhé,
verdad y poder, intersectan sus dominios y plasman la configuración del lógos que
escapa al uso profano para devenir palabra mágico-religiosa. Es también el escenario de

27
En ese texto, Marcel Detienne se propone analizar las continuidades y las rupturas
entre el pensamiento religioso y el pensamiento racional, entre una lógica de la
ambigüedad y una de la contradicción. Este desplazamiento le permite al autor rastrear
las condiciones de posibilidad del advenimiento de la pólis y de la plasmación del
pensamiento político en el marco de las instituciones.

29
los maestros de verdad, aquellos que simbolizan, en su figura extra-ordinaria, la íntima
solidaridad entre alétheia y lógos y entre alétheia y arkhé.
Es en este punto de contacto de los conceptos recién enunciados donde la
tradición homérica se ubica. No puede comprenderse el valor cultural de Ilíada y
Odisea sin este complejo entramado donde además se configura una peculiar
construcción antropológica. Si seguimos la tesis de Louis Gernet es en ese lugar donde
se produce un fenómeno de aproximación que acorta la distancia entre zonas
supuestamente impermeables. Efectivamente, la esfera humana parece acercar su
registro a la esfera divina, aunque, en el seno mismo de esta ritualización simbólica, lo
divino siempre guarda su territorio inasible. En efecto, en el marco de una sociedad
donde la palabra ocupa un tópos preponderante en la transmisión del kósmos (orden)
cultural, el maridaje entre palabra, poder y verdad parece ser una bisagra interpretativa,
que nos permite acercarnos a un tiempo de difícil reconstrucción.
Proponemos, pues, entrar en esa prehistoria de la palabra, antes de que emerja el
lógos filosófico y en la propia prehistoria de la palabra homérica, como modo de
rastrear algunos rasgos de la llamada palabra mágico religiosa. Se trata, en última
instancia, de proponer una arqueología de la palabra, a fin de descubrir su horizonte de
significación y, sobre todo, el marco de ciertas prácticas socio-religiosas en el cual se
inscribe. En efecto, excavar, al modo de un arqueólogo, las distintas capas, los distintos
pliegues de la palabra, articulada en su configuración histórica, como modo de iniciar
una tarea que de cuenta de cierta espesura discursiva, definiendo las peculiares
instalaciones frente a lo real.
Sabemos que Homero es tributario de una larga tradición poética que privilegia
la oralidad de la palabra en el seno de una práctica ritualizada de discurso, donde la
excepcionalidad de la misma se solidariza con la excepcionalidad de quien la pronuncia.
Como punto de partida y a fin de ubicar la propuesta en un horizonte antropológico, no
lingüístico, será la consideración de la relación entre el hombre y la divinidad la que nos
ha de marcar el rumbo.
En efecto, dos fenómenos parecen ser capitales y complementarios en la
consideración de la relación entre el hombre griego y la divinidad. El primero radica en
la distancia que lo separa de los seres divinos, y el segundo da cuenta de los intentos de
aproximación y de asimilación a ese mundo que lo sobrepasa por doquier. 28 La

28
Seguimos en esta consideración antropológica la hipótesis sostenida por Louis Gernet
en su obra Antropología de la Grecia Antigua. En su definición de antropología, el

30
divinidad es esa forma de alteridad que convoca a la comunión, pero que se niega
cabalmente a una directa comunicación personal. Esta unión es sólo el páthos de una
fusión momentánea, sólo la vibración de esa experiencia intransferible de cruzar esa
barrera y penetrar en un más allá, cargado de sentido y significación.
El relato devuelve una presencia sostenida e insoslayable de la divinidad, como
topos de decisión y arkhé en torno a la cuestión de la guerra y del destino de quienes la
juegan. Si bien los dioses parecen próximos en el campo de batalla, en los consejos y
exhortaciones, hay una distancia capital que radica en el propio registro de su
configuración divina. Siempre se mantienen en ese registro áltero, que supone la
divinidad como marca registrada. Lo hemos visto cuando hablamos de los
desconocimientos que desencadenan el castigo divino. Sin ir más lejos, el inicio mismo
del poema, con la presencia de un Apolo castigador, alude a este tipo de
desconocimiento.
La Grecia arcaica revela un panorama anticipatorio de esta tradición que vincula
hombres y dioses, y que respeta ese doble registro. A la inmortalidad de los dioses, a su
eterna juventud, se opone siempre la precariedad de los mortales, como huella
antropológica insuperable. De allí la importancia de la condición heroica y, en ese
horizonte, el relato homérico resulta revelador, a los efectos de inteligir un estatuto
sobre-humano.
Se nos impone entonces la consideración de ciertas esferas excepcionales de la
vida socio-religiosa y el análisis de seres extraordinarios, grupos privilegiados que
detentan la particularidad de rozar la esfera de la divinidad: poetas y adivinos. La
palabra es el elemento vinculante de ese telón de fondo mágico-religioso. Palabra
mágico-religiosa. Palabra eficaz. Pero, ¿por qué la palabra adquiere ese particular
estatuto que la carga del poder? El acercamiento y la asimilación implican una
exigencia particular: la dimensión humana roza de alguna manera lo sobre-humano.
Asimismo, la palabra vehiculiza tal acercamiento. La excepcionalidad de estos grupos
privilegiados radica en la posibilidad de tomar contacto con el más allá y también con el
resto de los mortales. La función del poeta y la experiencia mántica o adivinatoria así lo
atestiguan. Debemos sospechar que el poder de estos grupos de hombres privilegiados y
el poder de su palabra, responde, precisamente, a la facultad de entrar en sintonía con el
fundamento, con aquello arkhaĩos, lo más viejo y, por ende, primero y fundante. Nos

autor sitúa este juego de distancia-acercamiento como modo de interpretar los tópoi
(lugares) en cuestión: el humano y el divino.

31
estamos refiriendo a un registro poético que parece estar vinculado con la función de
soberanía, tal como de ello parece dar cuenta la civilización micénica (s. XV a XII a.
C.), fuertemente constituida en torno a la figura del personaje real. Vinculada
precisamente a esa función de soberanía aparece una función poética, destinada a la
alabanza del personaje regio. Se trata de un círculo de poetas inspirados cuya presencia
evoca dos conceptos complementarios: el de Musa y el de Memoria. Por este motivo
aludimos a una arqueología de la palabra, exactamente como modo de ver sobre qué
posible sustrato se articula el lógos homérico.
La inspiración divina no es ajena este registro de la palabra poética y el mismo
Platón la define como posesión por las Musas.29 El filósofo utiliza el término katokhé
(posesión, inspiración, retención) y de allí encontramos el adjetivo kátokhos, el que
retiene fácilmente, que tiene buena memoria. Hay pues una íntima vinculación entre el
poeta, la Musa y la Memoria. ¿Cuál es el estatuto de estos dos últimos elementos?
Leemos en Detienne: “Mousa es una de esas potencias religiosas que sobrepasan al
hombre en el mismo momento en que éste siente interiormente su presencia.”30 En un
viejo discurso de Filón de Alejandría puede capturarse alguna mención de la relación
entre moũsa y Memoria: “Cántase un viejo relato, imaginado por los sabios y
transmitido de memoria como tantos otros de generación en generación [...] Es como
sigue: Cuando el Creador hubo acabado el mundo entero, preguntó a uno de los profetas
si habría deseado que de entre todas aquellas cosas que habían nacido sobre la tierra
alguna no existiera. Respondióle el otro que todas eran absolutamente perfectas y
completas, y que solamente una allí faltaba, la palabra laudatoria. El Padre de Todo
escuchó este discurso y habiéndolo aprobado creó sin dilación el linaje de las cantoras
llenas de armonía, nacidas de una de las potencias que le rodeaban, la Virgen Memoria,
a la que el vulgo, alterando el nombre, llama Mnemosýne.”31 Las Moũsas son
precisamente, hijas de la Memoria, y aparecen como el elemento divino que inspira y
“realiza” la función poética. Como en el caso de la función mántica, la escenografía
ritual-simbólica se repite: un telón de fondo mágico religioso, un maestro de verdad
pronunciando la alétheia y el hombre anticipando su futuro o hundiéndose en un pasado
remoto, como modo de reparar el sentimiento de inseguridad.

29
Platón. Fedro, 245 a
30
Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 22.
31
Ibidem, pág. 23.

32
En torno a la segunda dimensión vinculada a “lo que fue”, el orador romano
Cicerón (s. I a. C.) se refiere a un testimonio revelador donde las Moũsas aparecen en
número de cuatro y una porta el nombre de Arkhé, que como sabemos en griego
significa origen, principio. El nombre abre un horizonte semántico interesante porque se
vincula directamente con la función del poeta, este privilegiado “decidor de verdad”;
efectivamente, la palabra del poeta busca descubrir lo primordial, la realidad originaria,
esa instancia del más allá donde han acontecido los hechos significativos, las acciones
ejemplares y los núcleos arquetípicos que fundaron realidad.
Es el propio Homero, como todo poeta que se precie de tal, quien las invoca al
comienzo del canto: “La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles” (Homero, Ilíada, I,
1). Y cuando debe nombrar a todos los caudillos que llegaron a Ilión, nuevamente apela
a la inspiración para dicho nombramiento: “Díganme ahora, Musas, dueñas de
olímpicas moradas, pues ustedes son diosas, están presentes y saben todo, mientras que
nosotros sólo oímos la fama y no sabemos nada, quiénes eran los príncipes y los
caudillos de los dánaos. El grueso de las tropas yo no podría enumerarlo ni nombrarlo,
ni aunque tuviera diez lenguas y diez bocas, voz inquebrantable y un broncíneo corazón
en mi interior, si las Olímpicas Musas, de Zeus, portador de la égida, hijas, no
recordaran a cuantos llegaron al pie de Ilio” (Homero, Ilíada, II, 484). El texto resulta
relevante puesto que hay marcas antropológicas de interés: las Musas aparecen en el
registro de la divinidad y, por ende, desde una presencia sostenida. Son ellas, presentes
por doquier, las que tensionan la brecha entre hombres y divinidad. Son ellas las que
saben y recuerdan, ya que la precariedad humana no alcanzaría el lógos alethés (la
palabra verdadera) de no ser por esa presencia que ritualiza el tiempo y el espacio del
poeta que busca su asistencia. La Musa debe dar a conocer los acontecimientos del
pasado. Sin duda, no se trata de un tiempo histórico, ya que los héroes homéricos se
sitúan en un tiempo original, en un tiempo arcaico, que escapa a la dimensión y a la
reconstrucción epocal del tiempo histórico-humano. Es un tiempo mítico, que se juega
en un registro distinto, en una dimensión otra del tiempo humano, aunque, no por lo
antedicho, esté ausente toda perspectiva temporal del relato homérico. Es a ese tiempo,
reservado a los dioses, al cual la musa puede acceder, en una visión única de la que sólo
el verbo mimnésko (acordarse, mencionar) puede dar cuenta. El verbo significa. Acción
y lógos constituyen una díada que sólo la palabra eficaz puede

33
“realizar”acabadamnente. Ese es el registro del lógos theókrantos32, y el punto donde
musa y memoria enlazan sus destinos.
Las Moũsas, las bienhabladas hijas de Zeus, reaparecen en el Himno Homérico a
Hermes, siendo aquellas palabras cantadas que calman las preocupaciones ineluctables.
Si hablamos de Ilíada y Odisea indistintamente con los poemas homéricos es,
precisamente, no por ser el fruto de la imaginación de un autor, de un sujeto, tal como
modernamente estaríamos inclinados a hacer; por el contrario, se trata de una
producción cultural que desborda toda forma autoral. Desde un punto de vista histórico,
antropológico y social, todos estos poemas constituyen el capital cultural del pueblo
griego, tal como ellos mismos se encargaron de afirmar al ponerle un nombre, como por
costumbre, sin cuestionar la autoría de los mismos. Homero les atribuye la posibilidad
de que el poeta “se acuerde”. Tal es su poder y su don, en una lógica que se juega en el
marco del privilegio. No obstante, son ellas, y en virtud de ese mismo poder, las que
pueden “hacer olvidar”, es decir quitar la memoria al poeta, si es indigno de ella.
El segundo elemento de la díada Moũsa-Mnemosýne no es una mera función
psicológica que reconstruya cronológicamente sucesos inscritos en el tiempo, aunque sí
existe un matiz técnico-instrumental de la memoria, propio de una civilización oral, que
exige un extraordinario desarrollo de la misma. En efecto, una civilización oral exige un
desarrollo de la memoria y unas técnicas de memoria muy precisas. La poesía oral, de la
que son resultado la Ilíada y la Odisea, no puede ser imaginada sin postular una
auténtica mnemotécnica.33 Son precisamente los poemas homéricos los que nos
devuelven un claro ejemplo de esos ejercicios de memoria, los llamados “catálogos”,
que permitían a los jóvenes aedos adquirir la difícil técnica poética. Así, el de los
mejores guerreros aqueos, el de los mejores caballos, el de los ejércitos griego y
troyano, presentes en el canto segundo, dan pruebas del valor de la memoria en estos
círculos.
En principio se trata de una Memoria divinizada, sacralizada, que no responde
en modo alguno a una dimensión autónoma del hombre, sino, una vez más, a un don
divino. Dice Detienne: “En estos medios de poetas inspirados, la memoria es una
omnisciencia de carácter adivinatorio. Defínese, como el saber mántico, por la fórmula:
“lo que es, lo que será, lo que fue.” Indudablemente lo que aparece como revelador es
32
Logos theokrantos: se trata de la palabra capaz de generar la realidad misma.
Pronunciada la palabra, la realidad acontece. No hay distancia entre ella y el hecho.
Logos: palabra; theokrantos: realizado por los dioses.
33
Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 26

34
la idea de que la capacidad de pronunciar la verdad es un don y, por tal motivo, el
privilegio de ciertos seres excepcionales. Como refiere Hesíodo, de “las Musas y del
flechador Apolo descienden los aedos y citaristas que hay sobre la tierra; y de Zeus, los
reyes”.34
Sin duda, la palabra poética como palabra cargada de poder, es, efectivamente,
una palabra “dada” por los dioses. Ahora bien, ¿Cuál es efectivamente el elemento
“dado”? Entre la dimensión de la forma y la del contenido, lo “dado” aparece
comprometido en el segundo sentido. Cuando aludimos al doble registro de la memoria,
la composición del canto poético y, en ese sentido su forma, está vinculada con cierta
capacidad del poeta, cierta tékhne (técnica) adquirida, desarrollada y perfeccionada. El
contenido, en cambio, es impensable que dependa de la actividad o el propósito
humano. Este es el núcleo de nuestra investigación: la verdad emerge de un fondo
religioso y exige la presencia de ciertos seres extra-ordinarios para pronunciarla, sólo
eso: decirla, mostrarla, exhibirla en un contexto simbólico-ritual.
Por un lado, la Moũsa como fuente de inspiración, ya que sin su auxilio, nada
podría mencionarse; por otro, la cuestión del contenido; sólo por su recuerdo, la palabra
poética toma forma. El poeta, que siempre pide ayuda a las Musas, pregunta a ellas qué
ha de decir, nunca cómo.
Si el vidente, en el campo mántico, es aquel que anticipa una verdad futura, el
poeta menciona una pasada. En ambos registro, los maestros de verdad, rozan el campo
de la alétheia, asistidos por un don divino. Por lo tanto, el don de la Moũsa, es la
palabra verdadera. Y el poeta, su intérprete, un decidor de esa verdad. En este sentido, la
Musa cumple un papel semejante a la Pitia, en tanto conocedora de la verdad del más
allá. Es esto precisamente lo que pide Píndaro a las Musas: “Dame un oráculo y yo seré
tu intérprete”. La Moũsa es aquella divinidad que inspira plena confianza como
reveladora de una verdad primordial. El poeta, inspirado por las Musas accede a la
ciencia de Mnemosýne, la reina de las laderas de Eleutera, en Beocia, según Hesíodo; es
decir, accede al saber de los orígenes, de los comienzos. Es pues el relato de la génesis
de los dioses, la aparición del mundo y del hombre; no es pues el antecedente del
presente en el orden temporal, es la fuente misma, el fondo del ser que explica el
devenir en su conjunto.
En el canto II el poeta refiere: “Díganme ahora, Musas, dueñas de olímpicas
moradas, pues ustedes son diosas, están presentes y saben todo, mientras que nosotros
34
Hesíodo, Teogonía, 95-97

35
sólo oímos la fama y no sabemos nada” (Homero, Ilíada, II, 483-486). Nótese la
distancia que separa a la divinidad, su omnipresencia y omnisciencia frente al pálido
conocimiento del hombre, traducido en la opacidad del ruido, siempre fragmentario y
disonante. La finitud resulta siempre deudora de ese plus de sentido, ser y sabiduría que
guarda en su seno la divinidad. Hacemos especial hincapié en estos versos, inclusos ya
citados en el presente trabajo, porque consideramos que ellos guardan el corazón de uno
de nuestros presupuestos de trabajo: aquello que Louis Gernet ubica como “dos razas o
dos mundos impermeables el uno frente al otro” para referirse a la brecha entre hombres
y dioses. Hay, pues, distintas territorialidades, peculiares juegos de territorialización y
desterritorialización de la palabra verdadera, del lógos alethés, y de la verdad, alétheia,
donde el hombre siempre balbucea frente a lo real mismo, y no hace más que opacarlo
con su propio lógos. Esta marca territorializante es, a nuestro entender, la que va a
marcar incluso, el destino de la filosofía.
Pensemos en la relación entre la palabra y la verdad. Hay pues una función de
de-velar, des-correr un velo que se solidariza con el concepto de alétheia. La a privativa
alude a la connotación negativa del “no”, no cubierto, no velado. Y precisamente lo sin
velo es la verdad. Por eso la palabra poética es alethés (verdadera, sin falta ni falla),
verídica en tanto roza lo real mismo.
La memoria permite al poeta acceder directamente a los acontecimientos que
evoca, acortar la distancia y ponerse en contacto con el más allá. Hay pues, un traer a la
presencia, hacer presente, no en lo que el presente tiene de dimensión temporal, sino en
lo que concierne a la eficacia de la realización. Esta idea se emparenta con la dimensión
del verbo kraíno que significa “realizar”, “cumplir”, “acabar” (en tanto la acción se
cumple acabadamente), pero significa también “mandar” y “dominar”. La palabra es
poder y se distingue claramente de la palabra vana, no realizadora, carente de poder,
separa de la acción.
¿En qué campo resuena la palabra poética? ¿Cuál es la función del poeta? Es
doble y ambas se dan en el espacio simbólico-religioso de la celebración. Pronunciada
la palabra se plasma un universo de significación que contribuye a abolir la experiencia
profana. La función del poeta es doble y la dirección de sus lógos también lo es: celebra
a los Inmortales y celebra las hazañas de los hombres intrépidos. En este punto nos
estamos refiriendo a un poeta al modo de Hesíodo. Lo hacemos para transitar el tópos
que hemos propuesto, el de la palabra, en su multifacético escenario, a fin de abordar su
registro en su dimensión más abarcadora. No obstante, hay en Ilíada marcas de esa

36
segunda función del poeta que alude precisamente a la reputación como núcleo de
significación social. La cuestión del nombre, vinculado al honor y a la gloria, resulta un
tópos insoslayable en el marco de la lógica aristocrática y en los juegos de
territorialización y desterritorialización de los sujetos a partir de su buen nombre. De
este segundo registro, donde la alabanza de la aristocracia guerrera supone una marca de
arkhé, el poema homérico promete una experiencia incomparable, porque su narrativa
se sitúa en el corazón del espacio guerrero y las consecuencias que su lógica acarrea:
“¡Pélida! No esperes atemorizarme con simples palabras como a un ingenuo niño,
porque yo también soy bien capaz de proferir tanto injurias como insultos. Ambos
sabemos nuestro linaje y conocemos nuestros progenitores por los famosos relatos que
hemos oído a las mortales gentes, que de vista ni tú has conocido a los míos ni yo a los
tuyos. Dicen que tú eres la prole del intachable Peleo, y que tu madre es la marina Tetis,
la de bellos bucles. Yo, por mi parte, hijo del magnánimo Anquises me jacto de haber
nacido y de que mi madre es Afrodita” (Homero, Ilíada, II, 483-486). Es la tradición
poética la que guarda el buen nombre y la reputación, en un contextos donde dos
parecen ser los peores oprobios para un guerrero: morir nónymnos y áphantos, anónimo
y desaparecido, respectivamente.
El canto XXII, “la muerte de Héctor”, tal como la antigüedad tardía conocía el
canto, vuelve a ejemplificar la obsesión heroica por el buen nombre, devenido en gloria
eterna. Es Héctor, quien da cuenta de tal obsesión, más allá de los ruegos de su padre, el
anciano Príamo. “¡Héctor! Te lo pido, hijo mío, no aguardes a ese hombre solo y lejos
de los demás. Si no, pronto alcanzarás el destino, doblegado por el Pelida, pues en
verdad él es muy superior, ¡el cruel! ¡Ojalá fuese igual de querido para los dioses que
para mí! Pronto lo devorarían los perros y los buitres en el suelo, y esta atroz aflicción
se iría de mis entrañas” (Homero, Ilíada, XXII, 38-43). Ni siquiera los ruegos de su
madre podrán detenerlo en su camino a morir colmado de gloria. “«¡Héctor, hijo mío!
Respeta esto y compadécete de mí, si te puse en los labios el pecho, que acalla los
llantos. ¡Acuérdate de eso, hijo mío, y protégete del enemigo metiéndote en la muralla!
¡No te enfrentes a ése en duelo! ¡El cruel! Pues si te mata, yo ya no te podré llorar en el
lecho, querido retoño a quien yo di a luz, ni tampoco tu esposa, de rica dote; y muy lejos
de las dos, junto a las naves argivas, te devorarán los rápidos perros»” (Homero, Ilíada,
XXII, 82-89). Dos discursos diferentes que no llegan a conmover al troyano. El discurso
de su madre está enclavado en una lógica típicamente femenina, aludiendo a la infancia
y a marcas de la maternidad, como modo de convencer a un hijo. Pero el nombre está

37
por encima de esta lógica que recupera el pasado emotivo. El buen nombre abre otra
dimensión del tiempo, se inscribe en la inmortalidad y con ello traspasa las fronteras del
tiempo humano, accediendo a ese horizonte preciado, donde el hombre se vuelve “como
un dios”. Héctor es un guerrero y la lógica del agón resuena en su decisión más íntima y
personal. Se trata, en última instancia de una política de la existencia, de una apuesta
ética que configura un arte de la existencia, una verdadera tecnología de uno mismo. No
se trata de una decisión complementaria al curso de la vida. Es la decisión subjetivante
por excelencia. Es a través de ella como el sujeto adquiere su verdadero estatuto. 35
Leemos en Ilíada: “¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas, Polidamante
será el primero en cubrirme de oprobios, pues me ha ordenado guiar a los troyanos hacia
la ciudad esta noche maldita en que el divino Aquiles ha dejado la calma. Mas yo no le
he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido! Ahora que ha perecido la tropa por culpa de
mis necedades, vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, no sea
que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga: Héctor, por fiarse de su fuerza, hizo
perecer la hueste. Así dirán; y en ese caso para mí habría sido mucho mejor enfrentarme
con Aquiles y regresar después de matarlo o perecer yo mismo con gloria delante de la
ciudad” (Homero, Ilíada, XXII, 99-110).
Los ejemplos de Ilíada nos permiten esbozar un campo de lectura de la
configuración socio-política del guerrero, en el marco de las instituciones militares,
propias de la antigua cultura aristocrática, y vincularlo, a partir de un rastreo
genealógico, con ciertas esferas de pensamiento solidarias, más arcaicas aún. En efecto,
según comenta Jaeger, "el más antiguo testimonio de la antigua cultura aristocrática
helénica es Homero, si designamos con este nombre las dos grandes epopeyas: la Ilíada
y la Odisea. Es para nosotros, al mismo tiempo, la fuente histórica de la vida de aquel
tiempo y la expresión poética permanente de sus ideales". 36 La lectura se debe centrar en
torno a ciertas configuraciones presentes en tales representaciones epocales, como la
noción de honor, memoria, nombre, presencia, vergüenza, aprobación, examen, a
efectos de abrir el universo de valores que las mismas implican.
No obstante, antes de entrar en el desarrollo de estos aspectos, nodulares en el
marco de la lógica guerrera, abriremos un breve apartado para abordar otra

35
Seguimos en este puntos las consideraciones de Michel Foucault. Precisamente, el
autor retorna a los griegos, para abordar ciertas formas de construcción subjetiva, como
ejercicio de una política sobre uno mismo, de una políticas de sí, a fin de devenir sujeto,
el mejor sujeto, conforme a arete. (Historia de la Sexualidad, Tomo II).
36
Jaeger, W., Paideia, pág. 20.

38
configuración de la palabra, presente en Ilíada, la palabra oracular, registro de ese
enclave excepcional, que Marcel Detienne denomina la provincia de lo mágico-
religioso.
Reinstalados en nuestro propósito de indagar la distancia entre hombres y dioses,
como presupuesto antropológico, y esbozar las consecuencias de tal fenómeno,
conviene investigar otro tipo de palabra, insertarla en una práctica familiar al mundo
antiguo, la práctica oracular, y ver su presencia en el poema homérico.
La presentación del adivino Calcante ubica el tópos de la adivinación en el
poema homérico: “Tras hablar así, se sentó; y entre ellos se levantó el Testórida
Calcante, de los agoreros con mucho el mejor, que conocía lo que es, lo que iba a ser y
lo que había sido, y había guiado a los aqueos con sus naves hasta Ilio gracias a la
adivinación que le había procurado Febo Apolo” (Homero, Ilíada, I, 68-72).
La palabra oracular es una palabra de carácter mántico, adivinatorio, que puede
decir “lo que fue, lo que es y lo que será”. El verbo manteúo significa anunciar,
predecir, comunicar por oráculo, prever. Es pues una visión que se traduce en lógos.
Pero la comunicación no es directa, la palabra no es nítida y el gesto no es humano. Otra
vez la distancia se manifiesta en una red simbólico-religiosa que exige excepcionalidad.
Las palabras, en tanto expresión de los dioses, guardan en su forma, orden y estructura,
la misma distancia que la divinidad; son palabras ambiguas, oscuras, inciertas. Palabras
desafiantes frente a las cuales el hombre guarda una relación disimétrica, que se plasma
en vínculo agonístico: el combate desigual de un desciframiento humano de un designio
no humano.
Hay un rasgo de vital importancia en lo que se refiere a esta palabra oracular, y
que aparecerá con la pólis a partir del siglo VIII, presente en la figura de la Pitia. La
transmisión de la palabra de los dioses, de la óssa, voz de los dioses, rumor y sonido de
la divinidad, vuelve a exigir la presencia de un ser excepcional capaz de achicar la
brecha metafísica. Pero en este registro hay un elemento capital y es el estado de
posesión que caracteriza a la sacerdotisa. La manía profética es pues la pérdida del
rasgo conciente de lo humano como tal, es la exigencia suprahumana de tomar contacto
con la divinidad. En efecto, la locura sobreviene, viene por sobre la autonomía del
sujeto, llega, se instala desde un más allá. La manía acontece, no sólo en la medida en
que es ella misma un acontecimiento, sino en su dimensión realizadora. La locura, sus
bondades y bendiciones vienen a reforzar la idea de fractura, de brecha metafísica entre
el hombre y la divinidad. El sujeto “padece” la manía, la sufre, sin ser él mismo agente.

39
La locura muestra al hombre el más allá, su más radical alteridad, su horizonte
insondable y su condición no autónoma. Parece existir una vinculación entre mántis
(adivino) y maíno (enloquecer, estar furioso). El primer término nos ubica en el nivel
del sujeto de la acción; el segundo, en el estado. Así, el adivino, el vidente, se pone
furioso, está furioso, alocado, transportado, fuera de sí, poseído. Tal es el registro
semántico del verbo maíno. Las acepciones del término remiten a la idea de posesión,
indudablemente, pero también refuerzan la idea de una salida, de una evasión de la
condición humana para cruzar esa barrera que nos ubica en un más allá, en otro lugar.
Locura profética anuda sus relaciones con la sabiduría. Profecía y locura parecen ir
juntas. Así, en Delfos y en la mayor parte de sus oráculos, Apolo actuaba mediante el
enthusiasmos (entusiasmo). La profetisa venía a estar éntheós (poseída): la preposición
en con el vocablo theós, indica que el dios está “en” ella, “dentro” de ella. El dios
entraba en ella y la profetisa estaba plena deo, llena del dios. El mismo Apolo se
expresa a través de su profetisa. Excepcional ritualización de la verdad. Excepcional
configuración de la posesión. Las profetisas o Pitias no poseen en su estado normal
ninguna sabiduría especial y cuando están en trance no recurren a un conocimiento
poseído con anticipación. Simplemente caen en un enthousiasmós y pronuncian
verdades de las que no saben nada. Los decidores de verdad, los maestros de Alétheia
cumplen pues una función sociorreligiosa; no debemos interpretar su registro como
producto de un matiz meramente supersticioso del pueblo griego.
Un paso más en el reconocimiento del privilegio, del que gozan ciertos
individuos, de una palabra que se nos muestra en dos campos solidarios entre sí: la
poesía y la mántica. Palabra eficaz, realizadora, intemporal, asociada a conductas y
valores simbólicos, pero no autónoma. La acción realizadora de los dioses, quienes
“poseen el privilegio de decidir y llevar a cabo,” plasma el estatuto del lógos
theokrantos, de la palabra poderosa en tanto acabada y cabalmente cumplida. No es
esta una palabra que busque el acuerdo de un auditorio, no es la palabra que se somete a
la aprobación o desaprobación. Su pronunciación abre y despliega un territorio de
imperio absoluto. En realidad, esta palabra está más allá de los hombres, más allá de la
precaria temporalidad que los distingue, es una palabra que transciende la esfera de la
conciencia y la voluntad personal.37 Es, en última instancia, un privilegio, el don de una
37
En este caso es Odisea la que nos devuelve un claro ejemplo, en el libro VIII. Cuando
Odiseo se encuentra en el país de los Feacios, escuchando al poeta Demódoco, le dice:
“¡Oh Demódoco! Téngote en más que a ningún otro hombre, ya te haya enseñado la
Musa nacida de Zeus o ya Apolo, pues cantas tan bien lo ocurrido a los dánaos, sus

40
función social. Poetas y adivinos despliegan esa función socio-religiosa. Poseedores de
una palabra-don que no los reconoce como agentes pero sin los cuales tampoco se
concreta. Encrucijada antropológica donde la distancia frente a la divinidad retorna en el
acercamiento que supone un tópos simbólico de configuraciones múltiples.

De la arqueología a la genealogía. Palabra y juegos de poder.

En el corazón mismo de todo dispositivo, de toda configuración del poder, el


espacio ocupa un lugar de privilegio Los espacios mentales y materiales, que son
fuertemente solidarios, establecen el dispositivo de poder que constituye el lógos en la
Grecia arcaica.
Si en el apartado anterior hemos recorrido arqueológicamente la espesura
discursiva de una época que parece ubicar la palabra en el centro de la configuración
antropológica, proponemos ahora abordar el tópos de poder que la palabra implica
desde una perspectiva genealógica, esto es, atendiendo a los juegos de poder en que ella
se ve inscrita. Proponemos entonces una mirada sobre el espacio que posee la palabra,
sus vinculaciones con el poder y la verdad, a partir de la territorialización del lógos
como instrumento de plasmación de la arkhé.
¿Qué lugar ocupa la palabra? ¿Quién pronuncia la palabra y quién queda fuera
del orden del enunciado? ¿Qué características posee la palabra que le confieren un
estatuto particular? ¿Cuál es el escenario ritual de su manifestación? El conjunto de
interrogantes nos sitúan en el seno mismo de un territorio problemático, cargado de
configuraciones simbólicas.
En la Grecia arcaica, punto de arranque de nuestro rastreo arqueológico, parece
darse una estructura binaria donde algunos sujetos privilegiados ostentan el don de
pronunciar el lógos kráantos, mientras otros quedan por fuera de ese privilegio.
Cuestión de territorios. Cuestión de tópoi, que parecen determinar registros
particulares, estatutos diferenciados. Queda claro que no aludimos a la noción de
territorio exclusivamente desde una perspectiva geográfica. Lo hacemos, por el
contrario, desde una lectura simbólica donde el espacio se vincula con una dimensión
mental. Esta estructura binaria determina una cierta territorialidad de la palabra,
confinada a ciertos grupos de poder, a la vez que implica una consecuente

trabajos, sus penas, su largo afanar, cual si hubieras encontrádote allí o escuchado a un
testigo”.

41
desterritorialización. Las palabras kráanta se territorializan en espacios de poder
definidos, de límites precisos, de confines cuidadosamente dibujados y celosamente
custodiados.
Las figuras del poeta, del adivino y del rey de justicia están allí para dar
testimonio de ello. Efectivamente, la prehistoria de la Alétheia filosófica nos conduce
hacia la lógica del adivino, del poeta y del rey de justicia, hacia los tres sectores en los
que un determinado tipo de palabra queda definido por la Alétheia.38
Sólo la aventura de la palabra política, sólo el escenario inédito del ágora (la
plaza pública) clásica dará cuenta de un ensanchamiento de ese territorio acotado, de un
corrimiento de las fronteras y de una apertura del tópos, que, en realidad, es una
apertura en la apropiación del poder. El espacio se expande porque la palabra ha
emigrado del espacio privado al espacio público, del palacio al ágora, de un grupo
reducido de hombres al démos en su totalidad. Espacio-palabra y poder bordan su
maridaje definitivo. Efectivamente, suponer territorializaciones y desterritorializaciones,
lugares y no lugares, nos lleva a ubicarnos en el corazón mismo de la problemática del
poder porque la verdad es, en primer lugar, palabra y palabra que no es más que el
privilegio de determinados grupos de varones. Cuestión de arkhé y cuestión territorial,
ya que el lógos es, precisamente, el espacio que sostiene una práctica pedagógica. Por
eso, poetas, adivinos y reyes de justicia son maestros de verdad, maestros de alétheia.
Sólo ellos la conocen y sólo ellos están habilitados para pronunciarla, para darla a
conocer, en un acto único que implica rozar la palabra sagrada.
Como venimos sosteniendo, la alianza entre verdad y palabra es un nudo
problemático en la consideración de la Grecia arcaica, ya que son estos maestros
quienes acceden, en una visión única y abarcadora, al más allá. Nueva cuestión
territorial en el centro de la discusión. Se configuran dos espacios de peculiares
características ontológicas: un más allá y un más acá, un espacio sagrado y un espacio
profano y una brecha que plasma una fractura, una distancia, aparentemente insalvable,
que separa al hombre de la divinidad, a partir, precisamente, de la heterogeneidad
metafísica que los distingue.
Sin embargo, la existencia de ciertos grupos de hombres, "adiestrados en el largo
aprendizaje de la "Memoria", de la "musa", la única que sabe lo que fue, lo que es, lo
que será"39, tal como fuera analizado en apartados precedentes, dan testimonio de una
aventura posible, quizás la más deseada por el hombre, seguramente aquella que lo ha
38
Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, pág. 18.

42
desvelado por siglos: atravesar esa barrera, permeabilizar esas razas, achicar la distancia
y transitar ese tópos único, sugerente y revelador de una alétheia reservada a unos
pocos, acariciada sólo por aquellos que han sido designados y elegidos para tal fin.
Nueva cuestión de territorios, donde la verdad reside en el más allá, lugar al que
sólo se accede desde una visión más que humana; en este sentido, la dimensión humana
roza de alguna manera lo sobre humano. Es el privilegio del adivino Calcante, que,
orientado por Apolo, puede guiar a los aqueos. Calcante es el conductor porque con su
visión ha podido descifrar los designios del dios. Es la figura del poeta-vidente, aquel
que puede ver en un acto único la fuente de la verdad, sólo reservada a unos pocos. La
palabra es aquello que da cuenta de este contacto. Palabra mágico-religiosa, poética,
cuya eficacia se mide en su dimensión realizadora, porque es ella misma quien "realiza
acabadamente", exactamente en la huella semántica del verbo kráino (realizar, cumplir
acabadamente, sin falta). Palabra que no nombra al acontecimiento; es la fuente misma
de su realización y por ello no guarda distancia con él. Palabra-privilegio, palabra-don,
que reconoce como telón de fondo la presencia de la divinidad, que la otorgan a unos y
la niegan a otros. Palabra-alétheia, que descorre el velo para exhibir lo fundante, lo
primero y, por arkháios, lo fundacional. Palabra alethés, que roza lo real mismo y
confiere a quien la pronuncia el estatuto de maestro. 40 Palabra intemporal, a-histórica,
que nombra una realidad que no registra temporalidad alguna, porque aquello que
nombra ha acontecido en un tiempo fuerte, el tiempo primordial, el tiempo de los
orígenes, el tiempo que está más allá de la precariedad temporal que atraviesa a los
hombres que conocen ese doble límite, tal como lo afirma Gernet: los dioses y la
muerte. Palabra fuerte que refiere un tiempo fuerte y que va, necesariamente,
acompañada por una configuración simbólica que la constituye ontológicamente. El
escenario ritual así lo atestigua. El gesto, inseparable de ella, lo confirma. El registro
poético, el proceder adivinatorio y el espacio ordálico plasman un territorio
sobrecargado de significaciones simbólicas. Estas prácticas exigen ciertos registros de

39
Vidal-Naquet, P. “Prefacio”. En: Deteinne, M. Los maestros de verdad en la Grecia
Arcaica, pág. 9
40
Tal es el estatuto de Nereo, el anciano del mar, que representa el vicario mítico del rey
de justicia. Nereo es apseudés, alethés y nemertés. No hay en él signos de falsedad, de
mendacidad; su imagen es el símbolo mismo de la ausencia de falta. Maestro veraz que
no conoce más que justos y buenos pensamientos. Efectivamente, la justicia ocupa este
tópos, donde intersecta sus configuraciones con la poesía y la mántica. El rey de justicia
es, al igual que el poeta y el adivino, un maestro de verdad y como tal, aquel que accede
a la dimensión más profunda de lo real.

43
excepcionalidad que trans-figuran el tiempo y el espacio en que acontecen, inauguran
por su sola presencia una nueva temporalidad y una territorialidad inédita. Se suma a
esto la exigencia de sujetos excepcionales, habilitados para semejante función. Una
función de carácter socio religioso que contribuye a brindar un punto de sosiego, de
tranquilidad al hombre griego. Una función capaz de mostrar que, detrás del caos
aparente, la alétheia palpita con fuerza.
Como sostuvimos, no hay palabra poética sin dos nociones complementarias que
dibujan un territorio de intersecciones mutuas: la Musa y la Memoria. Potencia religiosa
la primera, que sobrepasa al hombre, "realizando" la función poética y Memoria
sacralizada la segunda, omnisciencia de carácter adivinatorio que invita a beber en las
fuentes de Mnemosýne. En este territorio que venimos transitando, "la verdad está
ligada siempre a determinadas funciones sociales; inseparable de determinados tipo de
hombre, de sus cualidades propias y de un plano de lo real, definido por su función en la
sociedad griega arcaica."41
La palabra diá-lógos42, propia de la configuración guerrera, constituirá un nuevo
enclave en la dialéctica palabra-poder. Para ello debemos entrar en la lógica guerrera, su
especialidad mental y las consecuencias de la misma. La palabra se convierte en
derecho. De la palabra-don, propia de una lógica del privilegio, a la palabra convertida
en un derecho en la asamblea militar. El tópos se ensancha y la palabra emigra del
secreto de los maestros de alétheia al guerrero aristocrático, que conoce la solidaridad
palabra-arkhé. Nuevos destinatarios de un lógos que se seculariza, que reconoce los
asuntos comunes como núcleo de preocupación discursiva y que horizontaliza el poder
en una circularidad centrada, de la cual parece dar cuenta la propia materialidad de la
asamblea guerrera. Este lógos-arkhé nos obliga a adentrarnos en el universo mental de
la configuración guerrera y su escenario de múltiples resonancias, como un primer
rodeo para luego visibilizar la importancia de la palabra al interior de la asamblea.

II. El tópos de la excepcionalidad. Los Hombres


La lógica aristocrática. Nombre y poder: ese claro objeto del deseo.

41
Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, pág. 58.
42
Se trata de una palabra que circula entre los guerreros. La preposición dia (a través de)
refuerza la idea de una palabra que se da entre los hombres en el marco de las
discusiones, sin ser patrimonio exclusivo de uno solo.

44
En el marco de las consideraciones precedentes, y ya instalados en el marco de
las instituciones guerreras, debemos abordar, la dimensión ética, como aquel enclave
donde desear lo mejor es propio de los mejores, de aquellos que aspiran a la arete como
signo de la vida más noble.43 Se trata, en última instancia de indagar el verdadero objeto
de deseo en el marco de la ética heroica.
La figura del guerrero parece constituir un espacio privilegiado, vinculado
fuertemente al ejercicio de la arkhé, tanto en lo moral como en lo socio-político. Es en
este marco, donde la noción de areté (excelencia, virtud) y el imaginario social del
honor, como aquello que permite el buen nombre y la memoria, se intersectan con un
campo problemático, la ética, como dimensión de una cierta experiencia de dominio de
sí, en el marco de lo que constituye una "genealogía del sujeto moral".
La figura de los hippéis (guerreros), como modo de acercarnos a la areté
heroica, es el punto de partida. Celebrar a los Inmortales, tal como de ello parece dar
cuenta el registro hesiódico, y celebrar a los hombres intrépidos, tal como Ilíada parece
evocar, parecen ser las dos funciones de una palabra de alabanza que implica una cierta
transgresión topológica, medida en registro ontológico. En efecto, los dioses y los
héroes constituyen ese tópos más allá de lo humano, que permite hablar de esas razas o
mundos impermeables, donde las posibilidades del tránsito se reducen a ciertas
experiencias extra-ordinarias. La condición heroica constituye precisamente una de esas
bisagras que posibilitan la permeabilidad de tópoi. El héroe abandona su mera condición
humana para "devenir el igual a un dios".
En realidad, debemos situarnos como punto de partida en la configuración
aristocrática que la figura de los hippéis implica: "La exaltación de los valores de lucha,
de concurrencia, de rivalidad, se asocia al sentimiento de pertenencia a una sola y
misma comunidad, a una exigencia de unidad y de unificación sociales. El espíritu de
agón, que anima a los gene nobiliarios, se manifiesta en todos los terrenos [...] los
hippéis, los hippobotés, definen una aristocracia militar y terrateniente a la vez, ya que
la imagen del caballero asocia el valor en el combate, el lustre del nacimiento, la riqueza
en bienes raíces y la participación de derecho en la vida política".44
Dos potencias parecen ser temibles en este marco de pensamiento, la Alabanza y
la Desaprobación. En realidad, se trata de dos bisagras dominantes de la lógica guerrera
43
Dice Detienne: "La areté es el atributo propio de la nobleza [...] Señorío y areté se
hallaban inseparablemente unidos" (Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia
Arcaica, pág. 21).
44
Ibidem, pág. 35.

45
porque determinan procesos de territorialización y desterritorialización, de visibilidad e
invisibilidad, de aparición y desaparición. Incluso, las dos nociones dominantes se
juegan, a nuestro entender, en una metáfora lumínica que determina zonas de luz y
oscuridad, que recaen directamente sobre la figura del guerrero, marcando su
reconocimiento y aprobación social, o bien su desaprobación, articulada en muerte.
Efectivamente, el hombre homérico adquiere conciencia de su valor por el
reconocimiento de la sociedad a la que pertenece. Es un producto de su clase y mide su
propia excelencia por la opinión de sus semejantes.45
Se trata de una lógica del reconocimiento que tensiona dos polos antitéticos, que
puede resumirse en la díada alétheia-lethé46. En efecto, la aprobación se juega en el
horizonte de la verdad, en tanto des-oculto, de-velado. El honor quita el velo del
oprobio, devela y descubre el ser del guerrero. Por el contrario, el des-honor cubre y
vela el buen nombre y la fama. El hombre queda así oscurecido, cubierto detrás del velo
del anonimato. "Fortalecidos con la autoridad que les confería una sociedad organizada
según el principio de clases por edad, los ancianos, que pasaban gran parte de la jornada
en la "sala de conversaciones", consagraban lo mejor de su tiempo al elogio de las
buenas acciones y a la crítica de las malas". 47 Los poemas recitados en Esparta
habitualmente se referían a aquellos que habían dado su vida por la patria, exaltando la
dicha de esa muerte y descalificando a quienes se mostraban cobardes. La cobardía se
mide en descalificación social porque la gloria, a su vez, se mide en Memoria Eterna.
Debemos referirnos a un doble concepto de gloria que la areté aristocrática define en su
marco mental: kléos (gloria) y kũdos (gloria). Mientras kũdos es la gloria que, como una
gracia divina, ilumina al vencedor instantáneamente, kléos es la gloria tal y como se
desarrolla de boca en boca, de generación en generación. Si kũdos desciende de los
dioses, kléos asciende hasta ellos.48 Es ese doble juego de la gloria lo que determina el
buen nombre, la fama, la reputación, el honor. Es en ese contexto donde se despliega la
luminosidad que acompaña al guerrero, des-cubriéndolo, mostrándolo socialmente, para
que no soporte el peor de los oprobios, morir áphantos y nónymnos. Tal como declama
Héctor, "¡Que al menos no perezca sin esfuerzo y sin gloria, sino tras una proeza cuya
fama llegue a los hombres futuros!" (Homero, Ilíada, XXII, 304-305). Áphantos

45
Jaeger, W., Paideia, Pág. 25.
46
Aletheia significa «Verdad», en tanto des-oculto, de-velado, des-cubierto, en la línea
de lo no-olvidado. Lethé, su contrapartida, es lo oculto, velado, cubierto, olvidado.
47
Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 30.
48
Ibidem, pág. 31

46
significa precisamente invisible, escondido, desaparecido, mientras el verbo aphánixo
significa hacer invisible, hacer desaparecer, suprimir, borrar, desfigurar, obscurecer,
callar. Por su parte, el adjetivo anónymnos no sólo anónimo y sin nombre, sino también,
sin gloria, solidarizando definitivamente nombre y gloria como elementos que se
implican mutuamente.
Las metáforas retornan desde múltiples vertientes. No sólo la oscuridad opaca el
brillo del guerrero y las tinieblas se yerguen sobre su figura, sino que, ontológicamente,
aparece un registro de no-ser, un registro de muerte, de ausencia, que contrasta con la
presencia que dona la fama, la reputación, el buen nombre, devenido en gloria.
Presencia y Ausencia, luz y tinieblas, vida y muerte, palabra y silencio, memoria y
olvido, honor y deshonor parecen ser los pares antitéticos de una lógica que tensiona la
pertenencia o no al tópos de los áristoi.
Ahora bien, ¿por qué "el hombre vale lo que vale su lógos"?, ¿qué relación hay
entre la palabra y el honor?, ¿cuál es, en definitiva, la segunda función del poeta, en
tanto juez o árbitro de la comunidad de hippéis? La palabra poética será precisamente la
que done la gloria, la inmortalidad de aquellos que han sabido ganarse ese tópos
privilegiado de rozar la esfera de la divinidad. No sin la palabra pronunciada por un
poeta se alcanza el estatuto heroico. La palabra constituye el viático al más allá, porque
sabemos que el lógos no es un lógos humano. "En ningún momento el guerrero puede
sentirse como agente, como fuente de sus actos; su victoria es puro favor de los dioses y
la hazaña, una vez llevada a cabo, no cobra forma sino a través de la palabra de
alabanza. En definitiva, un hombre vale lo que vale su lógos".49 El relato nos ha
devuelto en reiteradas oportunidades, especialmente referidas en el trabajo, esa acción
directa de los dioses, devenida en decisión-acción, que ubica al héroe en un agente
receptor del deseo y del arbitrio de los dioses
El poeta, el eterno sirviente de las musas, las bienhabladas hijas de Zeus, el
portador de la égida, será quien otorgue o niegue la Memoria al guerrero, la diosa
Mnemosýne, esa omnisciencia de carácter adivinatorio, que conjura el peligro de Lethé,
en el marco de una lógica donde el silencio es la crónica de una muerte anunciada.
Silencio y skoteinós (oscuro, sombrío, tenebroso) constituyen un par temible.
El elogio es siempre aristocrático y nunca se prodiga a quien no lo merezca. En
una lógica donde la obsesión es ser "el mejor entre los mejores", el elogio, epainós, es la
porción de fama y alabanza que territorializa a la inmortalidad como tópos anhelado.
49
Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 31

47
Palabra poética que, por obra de su estatuto, hace de un simple mortal "el igual de un
rey".
La función guerrera supone prioritariamente una cuestión agonística; no sólo
desde la más elemental consideración del agón (combate) guerrero, propio de hombres
especializados en el oficio de las armas, donde el mismo es una cuestión nodular de la
propia existencia, sino desde la dimensión de la prueba y el examen continuo. En esto se
mide la aristía (excelencia), propia del guerrero. Sin duda, el panorama que venimos
recorriendo se inscribe el la senda de una genealogía de la disciplina, como ética del
dominio. Sin disciplina no hay dominio de sí. En este grupo hay una lucha para aspirar a
la areté (virtud, excelencia). La lucha y la victoria no significan simplemente el
vencimiento físico del adversario, sino el mantenimiento de la areté conquistada en el
rudo dominio de la naturaleza. La palabra aristeía, empleada más tarde para los
combates singulares de los grandes héroes épicos, coincide con esa concepción. Para el
guerrero, su vida entera es una lucha incesante para alcanzar la supremacía entre sus
pares, una carrera para lograr el máximo premio. El guerrero está siempre obligado a
demostrar su valentía, su andreía, que retorna en reconocimiento social. Es ese examen
continuo, esa mirada que implica la marca de su reputación, lo que identifica a los
hippéis. El honor se incardina pues en dos variables de peculiares resonancias: el ser y
el tiempo. En efecto, en esta lógica aristocrática, el honor, articulado en la palabra del
poeta, dona el ser, la presencia, proporciona la realidad misma y aleja la amenaza de la
ausencia como forma del no ser. Al mismo tiempo, transforma la temporalidad humana,
la precariedad y fugacidad del tiempo de los hombres, donando la Memoria, como
forma del ser eterno. La palabra inmortaliza al héroe, superando su mera condición
humana, articulada en tiempo y cuerpo.
A propósito de estas cuestiones basta pensar en el libro VI donde queda
claramente expuesto el valor de Héctor como héroe máximo de las huestes troyanas y
aún del propio poema. Su heroísmo se funda en el éthos (carácter) moral que lo
atraviesa. Rechaza las libaciones que su madre le ofrece: “No me ofrezcas vino, dulce
para las mientes, augusta madre, no sea que me relajes la furia y me olvide del coraje.
Hacer libaciones de rutilante vino para Zeus con manos sin lavar me causa escrúpulos.
Al Crónida, el de oscuras nubes, no hay que rogar con el cuerpo salpicado de sangre y
matanza” (Homero, Ilíada, VI, 264-268). Incluso el ulterior descanso, propuesto por
Helena: “No me ofrezcas asiento, Helena, aunque me estimes; no me convencerás. Pues
mi ánima ya está en marcha, presto a defender a los troyanos, que intensa añoranza

48
sienten por mi” (Homero, Ilíada, VI, 360-363). Siempre fiel al vigor que lo sujeta a su
único fin: la defensa de su ciudad. Esta es la imagen de un guerrero obsesionado por su
buen nombre, capaz de dar su vida por la gloria de su pueblo, capaz de posponer
necesidades individuales por el bien de los que de su grandeza dependen. Hay un
llamado interior, como dice Héctor. Su alma lo llama, lo con-voca para la lucha, que,
indudablemente, retornará en la mayor de las glorias: “Él hace la guerra para proteger el
honor de su nombre frente a las mujeres y los hombres de Troya. Ellos lo despreciarían
si él, como un cobarde, se alejara del combate. Y además, y esto ha de juzgarse lo
principal, él no puede hacer tal cosa porque su alma se lo prohíbe, porque él aprendió a
ser valiente siempre, y por conquistar su propio nombre y el de su padre, a combatir
continuamente entre los delanteros”.50 Esta es la cuestión heroica, el nombre. El nombre
propio y el nombre del padre. Nombre y Honor. Tal parece la díada de una lógica que
no conoce interrupciones ni discontinuidades. El buen nombre continúa el nombre del
padre. La memoria se incardina en un continuum que supone un tiempo único: el de la
gloria: “También a mí me preocupa todo eso, mujer; pero tremenda vergüenza me dan
los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, si como un cobarde trato de escabullirme
lejos del combate. También me lo impide el ánimo, pues he aprendido a ser valiente en
todo momento y a luchar entre los primeros troyanos, tratando de ganar gran gloria para
mi padre y para mí mismo” (Homero, Ilíada, VI, 441-446). Allí está el héroe, el mejor
entre los áristoi (los mejores).

Si el canto VI nos permitió asomarnos a la grandeza de Héctor, recorrer el canto


XI supone conocer la aristía de Agamenón, señor de hombres. En este marco,
queremos referirnos a la vestimenta de un guerrero para captar, a través de su grandeza,
el propio esplendor del Atrida, encaminándose a la batalla, arengando a sus huestes a la
lucha, que, efectivamente terminara en una gran matanza: “Y el Atrida dio un grito,
mandó a los argivos a ceñirse las armas, y él mismo se revistió con el cegador bronce.
Primero se colocó alrededor de las pantorrillas las grebas bellas, ajustadas con argénteas
tobilleras. En segundo lugar, alrededor del pecho se puso la coraza que Cíniras le había
dado una vez en prueba de hospitalidad. Pues a Chipre había llegado la gran fama de los
que los aqueos iban a zarpar con las naves en dirección de Troya; por eso se la había
regalado, para congraciarse con el rey” (Homero, Ilíada, XI, 15-24). Continúa entonces

50
Bonifaz Nuño, R. “Introducción”. En: Homero, Ilíada, UNAM, pág. XXII.

49
la descripción de las armas, aquellas que sólo un guerrero de la talla de Agamenón
puede portar.
En efecto, la noción de excelencia se relaciona directamente con la experiencia
de la virtud51. La palabra nos devuelve un buen número de acepciones que nos instalan
en el corazón de dicha experiencia: excelencia, perfección, mérito, pericia, vigor,
fuerza, valor, proeza, honor, gloria, prosperidad, dicha, nobleza de ánimo, son algunas
de las significaciones del término, las cuales, no solamente dibujan la configuración del
guerrero, sino que abren algunos aspectos de su configuración futura, como la idea de
gloria y dicha, inscripta en la eternidad de quien ha dado su vida por el honor. La dicha
se mide en grandeza de ánimo y la prosperidad en bravura y valor. El guerrero es el
mejor entre los mejores porque él mismo aspira a lo mejor y ordena su vida en torno a lo
virtuoso. Es este paisaje el que tiñe con fuerza futuras reflexiones de cuño filosófico en
torno a una vida vivida como una obra de arte, en lo que será la emergencia de la
filosofía, como nueva forma de saber.
Los sentidos de la palabra areté. Dice Jaeger, “designan al hombre de calidad,
para el cual, lo mismo en la vida privada que en la guerra, rigen determinadas normas de
conducta, ajenas al común de los hombres. Así, el código de la nobleza caballeresca
tiene una doble influencia en la educación griega. La ética posterior de la ciudad heredó
de ella, como una de las más altas virtudes, la exigencia del valor, cuya ulterior
designación, “hombría”, recuerda de un modo claro la identificación homérica del valor
con la areté humana”52. El guerrero es el mejor porque encamina su deseo hacia lo
mejor. No en vano la palabra areté supone el superlativo del término agathós, bueno. El
término áristos refiere al mejor en algo, el más valiente y forma masculina sustantivada,
to áristoi, refiere a los jefes. Ese bien no es otro que la más alta defensa del buen
nombre y tradición de la patria. Esa defensa implica la propia defensa y allí se inscribe
la gloria. No hay distancia entre el honor de la patria y el propio honor. En realidad, lo
que no hay es distancia entre el héroe y la patria, en la medida en que los héroes, o sus
linajes, son sus fundadores.
Si seguimos en la huella genealógica, y pensamos en el deseo, aparece
claramente una aspiración a lo bueno como objeto ese deseo. El combate es la
experiencia central de esta ética aristocrática. En efecto, en el marco de la nobleza

51
Esta virtud no es la virtud cristiana tal como posteriormente se la entiende. Más bien
se trata de la excelencia o perfección de algo o alguien.
52
Jaeger, W. Paideia, pág. 23

50
guerrera, es la dimensión agonística la que permite pensar en una ética del dominio de
sí. La soberanía obsesiona al guerrero y la proeza individual se convierte en el pasaporte
al dominio de sí como consolidación del honor. Honor, areté y dominio de sí
constituyen las bisagras de un modelo ético-agonístico, donde la constitución moral
supone la conciencia de lo mejor, devenida en combate, y el deseo de lo mejor como
impulso deseante. En torno al ímpetu guerrero, como marca del deseo, sostiene Vernant,
"el héroe homérico, el buen conductor de carros, podía sobrevivir aún en la persona del
hippéus (guerrero) [...] Lo que contaba para el primero era la proeza individual, la
hazaña realizada en combate singular. En la batalla, mosaico de duelos individuales en
que se enfrentaban los prómakhoi (adelantados), el valor militar se afirmaba en forma
de una aristeía, de una superioridad enteramente personal. La audacia que permitía al
guerrero realizar aquellas acciones brillantes, la encontraba en una suerte de exaltación,
de furor bélico, la lýssa, a que lo arrojaba, poniéndolo fuera de sí, el ménos, el ardor
inspirado por un dios"53.
En esta línea, basta pensar en los infinitos episodios que aparecen el Ilíada. Por
ejemplo, en el libro VII, el combate singular entre Héctor y Ayax. El combate se inicia
con una invocación a Zeus por parte de los guerreros: “«¡Zeus padre, regidor del Ida, el
más glorioso y excelso! Da la victoria a Ayax y que se alce con espléndida gloria. Y si
también a Héctor amas y te preocupas por él, concede igual fuerza y gloria a ambos”
(Homero, Ilíada, VII, 202-204). Esta exaltación de la individualidad excepcional del
guerrero, se corresponde con la lógica de la alabanza y la desaprobación que siempre se
plasma a nivel personal, y con una configuración del poder jerárquica y aristocrática, en
contraposición a la indiferenciación e intercambiabilidad del hoplita, del soldado de
infantería, en la posterior configuración del poder de la pólis.
Dos términos griegos vuelven a situarnos en el horizonte de una configuración
antropológica excepcional: lýssa y ménos. El primero alude a la noción de frenesí, furor
rabia, mientras la segunda enfatiza el concepto de vigor, fuerza, poder, cólera. Lo que
queremos marcar es la presencia de la divinidad en el frenesí y furor bélico. Se da una
especie de posesión, similar a otros conceptos de enthusiasmós en el mundo antiguo, tal
como ocurre en la experiencia mántica, donde la presencia divina transporta al guerrero
fuera de sí, como condición de posibilidad de la victoria y la hazaña personal.
Rastrear la condición heroica como una forma de singulares resonancias
antropológicas, nos permite ubicar la noción de honor en el marco de la epopeya,
53
Vernant, J.-P. Los orígenes del pensamiento griego, pág. 49

51
porque sólo desde allí se puede comprender las transformaciones del concepto en lo que
constituye la constitución del sujeto ético político en la Atenas Clásica, donde la noción
de honor sigue dominando el escenario y las prácticas de territorialización socio-
políticas.
El guerrero homérico nos devuelve la imagen de una ética donde el concepto de
areté se articula en una experiencia de lo mejor, que supone el deseo por lo mejor. Sólo
desde la tensión deseante se alcanza el télos (fin) más preciado: la gloria.
En todos los casos, una misma nota dominante se muestra en el escenario de una
peculiar configuración ético-antropológica: el honor, la memoria, el buen nombre, la
fama, el brillo, la presencia, la luz, constituyendo las claves de ciertos juegos de poder
que la lógica aristocrática reparte en distintos actores privilegiados, unidos por un hilo
que borda la trama de la excelencia y la ostentación de la arkhé, como posesión
inequívoca de cierto modelo de subjetividad.
Es a esta palabra de alabanza, es a esta construcción de la subjetividad como
empresa eto-poiética a la que no pueden renunciar los héroes, entre ellos Héctor, más
allá de los consejos del anciano Néstor y de las súplicas de quienes temen por su vida.
Es esta configuración del honor-territorio la que lo lleva a enfrentar a Aquiles, más allá
de la posibilidad de la muerte.

La función de soberanía. La función heroica. Las tramas del poder.

A propósito de la dimensión heroica y ahondando una característica de su


registro, esto es su dimensión fundacional, vamos a retomar el contacto con aspectos de
la sociedad micénica, abordada en páginas precedentes desde una pintura general y
exclusivamente histórica. Nuestro trabajo propone un viaje de avances y retrocesos en el
tiempo. De Micenas a Homero y de Homero a Micenas, como modo de instalarnos en
las distintas temporalidades y configuraciones epocales de las que parece dar cuenta el
poema, en su complejidad narrativa e histórica. En este enclave, ¿qué estatuto ha tenido
el héroe desde tiempos remotos?
En el marco de la antropología antigua, la noción de héroe resulta reveladora de
la estructura de pensamiento, sobre todo porque pone en discusión la dualidad
metafísica que separa el mundo de los hombres y el de los dioses, elemento capital al
interior de la arquitectura del presente proyecto. Aludimos a la brecha existente entre
dioses y hombres, que dibuja una peculiar configuración de los espacios y de las

52
calidades de ser, ya que sabemos que hombres y dioses habitan en territorios diferentes
porque son diferentes. Reconocida la existencia de dos razas o dos tópoi impermeables
uno con respecto al otro, "los héroes forman una especie aparte entre los dioses y los
hombres: sus representantes son efectivamente hombres, pero hombres que, más allá de
la muerte, adquirieron una condición o estatuto sobrehumanos" 54. Signo de esta
superioridad es el tamaño que los posteriores griegos les atribuían. El historiador griego
del s. V Heródoto cuenta el descubrimiento de los huesos de Orestes por parte de los
espartiatas. Éstos eran mucho más grandes que los de cualquier mortal: su ataúd era de
siete codos (3, 15 m).55 De la misma manera, sigue Heródoto, los quemitas dicen que el
héroe Perseo deja a veces una sandalia, en el interior del santuario, de dos codos de
largo (0, 88m)56.
El honor del héroe, medido en aristía, se mide también, en un registro más
arcaico en la consideración del estatuto heroico, en su dimensión fundacional. En última
instancia, y siguiendo cierto enclave metodológico, estamos proponiendo una
arqueología de la condición heroica. Se trata una vez más de recorrer esa espesura que
ha ido constituyendo, en sus pliegues sucesivos, el escenario heroico, como nota
antropológica dominante de los distintos períodos de Grecia que estamos atravesando.
No ignoramos las peculiaridades de un concepto heroico frente a otro, pero sí
sostenemos que es sólo a través de ese recorrido que se puede obtener una visión
problematizadora y no uniliateralizada del concepto de héroe. Remontarnos a la más
arcaica configuración del héroe nos ubica en uno de esos pliegues. En efecto, la
condición heroica implica una gesta de fundación: "la noción pertenece a un fondo muy
antiguo: el héroe está asociado, a menudo, a la tierra y a la fertilidad y, sea cual fuere,
vuelve fácilmente a esta vocación primordial; bajo las especies del "archigeta" local,
perpetúa un recuerdo del Rey divino, dispensador y responsable de la prosperidad; a un
nivel diferente, la noción se ha fijado naturalmente en la especie del guerrero; para las
gentes nobles, que debieron cultivarla de manera especial, se confunde con la del
antepasado. Y todos estos pensamientos convergen en la edad histórica en la noción de
héroe protector de la ciudad. Por tanto, la especie permanece abierta: hombres
eminentes -o singulares- pueden aún entrar en ella después de su muerte". 57

54
Gernet, L., Antropología de la Grecia Antigua, pág. 18.
55
Heródoto, I, 67-68
56
Heródoto, II, 91, 3
57
Gernet, L., Antropología de la Grecia Antigua, pág. 18-19.

53
En primer lugar, el punto de contacto con el Rey divino, nos permite pensar en la
figura de Nereo, el anciano del mar. Nereo es, en efecto, el vicario mítico del Rey de
justicia, que la tradición perpetúa como el señor o mago de las estaciones. Todos sus
rasgos facilitan la comprensión de la función de soberanía. El rey, concebido en el
marco de un vocabulario pastoral, representa el pastor de hombres, y su tarea de
conductor y detentador de la arkhé, retorna en su poder de multiplicar las riquezas,
favorecer el suelo y la fecundidad de los rebaños y obsequiar y hacer dispendios.
Es este el rey que la leyenda perpetúa en el escenario socio-político de la
sociedad micénica. En efecto, en una sociedad palatina, centrada en la figura del ánax,
como figura todopoderosa, concentrando en torno a su arkhé la totalidad de las
funciones, la función del rey es inseparable de la organización del Kósmos, lo que
significa, paralelamente, la fundación de la legalidad, como modo de instaurar la arkhé,
en tanto principio ordenador. En realidad, el núcleo dominante de este punto es la
cuestión de la soberanía. Es esta matriz problemática la que se repite tanto en el plano
mítico como en el plano histórico. El ánax de la sociedad micénica es, en el plano que
su registro implica, la misma figura que Zeus en el plano divino. Ilíada no desconoce
estos juegos de poder. La distancia de Zeus, rey de reyes, en su arbitrariedad divina, en
sus designios, sigue siendo una forma del ejercicio máximo de la soberanía. En otros
planos, Agamenón perpetúa los ecos de esa lucha por la arkhé y el propio Aquiles, en su
registro heroico, es tributario de una misma preocupación por el poder, a pesar de que
los mitos vinculados a su figura no resalten la dimensión política. En definitiva, la gran
guerra de Troya, podríamos pensar, tuvo como objetivo justificar y afianzar la soberanía
de Zeus sobre posibles rivales como Aquiles, el mejor de los aqueos. 58 Retornando a la
sociedad micénica, sostiene Vernant, "la vida social aparece centrada en torno del
palacio, cuya función es religiosa, política, militar, administrativa y económica a la vez.
En este sistema de economía que se denomina palatina, el rey concentra y reúne en su
persona todos los elementos del poder, todos los aspectos de la soberanía. Por
intermedio de sus escribas, que constituyen una clase profesional enraizada en la
tradición, merced a una jerarquía compleja de dignatarios de palacio y de inspectores
reales, el rey controla y reglamenta minuciosamente todos los sectores de la vida
económica, todos los dominios de la actividad social". 59
Ahora bien, más allá de su

58
Ver: Bermejo Barrera, J. C./González García, F. J. y otros. Los orígenes de la
mitología griega. Cap. VIII
59
Vernant, J.P., Los orígenes del pensamiento griego, pág. 18.

54
función real, pero a propósito de ella, el rey constituye un maestro de alétheia. El rey es
el hombre de la palabra justa, sensata, medida y por ello, confiable, y es a él a quien
corresponde la palabra autoritaria, lo que, de ningún modo implica un registro
despótico, sino la palabra prudente de quien posee la sabiduría, en contraposición a la
palabra del niño, que aún carece de la facultad deliberativa plena. Es este marco,
transido por la idea de sophrosýne (mesura), el que sostiene el marco de la arkhé como
principio de mando y autoridad.
A la luz de los aportes precedentes, resulta revelador el maridaje aludido entre la
condición heroica y el Rey divino en el campo de la arkhé, leído desde el registro del
reconocimiento social. El rey es, como el héroe, aquel que despierta el reconocimiento
social, porque aúna en su figura dos nociones capitales de la lógica aristocrática: pístis
(creencia) y peítho (persuación). El segundo aspecto de la cita de Louis Gernet a
considerar es la vinculación con la gesta fundacional de la ciudad. La relación con el
territorio y el suelo, ponen al héroe en una relación privilegiada con lo más arcaico y
fundante, arkhaĩos, precisamente en la línea semántica de la noción de arkhé, en su
doble dimensión de poder y principio ordenador. Fundar una ciudad implica una gesta
ordenadora, donde el territorio toma forma y límite, convirtiéndose en un lugar reglado,
habitable, humano. Hay, pues, una tarea que aúna límite y forma, dos enclaves de la
noción de kósmos, como núcleo organizado. A esta imagen del fundador, se vincula
también la del héroe protector de la ciudad en el posterior culto al héroe. Se trata
siempre de héroes que representan valores sociales, todos sucedáneos de aquella figura
evocada del Rey como pastor de rebaños, del Rey bueno, que encarna el principio de
autoridad, donde la arkhé se confunde con una constelación de signos positivos,
articulados en la idea de lo justo, to díkaios, y lo bueno, to agathós.
En esta genealogía propuesta en torno a la condición heroica, que, del estatuto
del guerrero nos ha llevado al antecedente del Rey de justicia y a la figura del héroe de
dimensión social, una misma constelación se impone y es la connotación del honor y la
Memoria eterna que su imagen evoca y merece. En todos los casos, "la condición
heroica es excepcional por definición: la masa de sus beneficiarios pertenece a un
tiempo pretérito, es un tiempo que no es histórico. Si acceden a ella hombres nuevos, la
regla teórica es la de una estricta limitación [...] Otro rasgo específico es el de la
gratitud: la promoción no se conquista en aquellos tiempos, y menos aún se merecía; se
producía a menudo de manera desconcertante: lo que la decidía era sobre todo un
"signo" (como la desaparición), revelando en un instante una brusca fisura en la barrera

55
que separa del otro mundo".60 La imagen del signo es reveladora. En efecto, se
comprende que la condición heroica implica una transgresión, ya que, ese registro
intermediario entre hombres y dioses, altamente custodiado e inaccesible para todos,
implica una dimensión extra-ordinaria, que supone un acontecimiento único y peculiar,
marcado por el signo, especie de gracia divina que toca a unos y se niega a otros. El
punto de intermediación entre un mundo y otro, la cierta permeabilidad de los tópoi
(lugares), naturalmente impermeables, supone la dignidad del signo como nota de la
excepción de aquel que se convierte en un "más que hombre", para rozar la deseada
territorialidad de los dioses. Excepcionalidad de poseer un nuevo registro humano y un
nuevo estatuto espacial, el de ser un intermediario, y con ello inaugurar una nueva e
inédita forma de subjetividad.

Una genealogía de las prácticas sociales

Ahora bien, más allá de este enclave de la verdad-poder, de este territorio


privilegiado de la palabra excepcional, de este espacio custodiado de la función socio-
religiosa, de este arco de lectura que parece perpetuar en los héroes rasgos de la
excepcionalidad del rey, otros medios sociales parecen estar en posesión de otro tipo de
verdad-poder, de otro territorio, de otro tipo de palabra, no ya intemporal sino
secularizada, complementaria de la acción, inscrita en el tiempo y el espacio de los
sujetos y ampliada al grupo social. Este cambio se debe, en realidad, a un cambio en el
escenario antropológico ya que de la vieja excepcionalidad real y heroica, la nueva
configuración nos lleva a situarnos en un espacio secularizado, donde son los hombres,
los homóioi, los semejantes, los futuros isoi, iguales, que el estado de derecho
reconocerá, los que encontraremos en el corazón de la asamblea guerrera. Se trata de la
palabra diálogo y es patrimonio de los hippéis.
La Ilíada el testimonio privilegiado de esta palabra que rompe el circuito cerrado
de poder que territorializa a la vieja palabra sacralizada, para ampliar el ejercicio de la
arkhé. Nueva territorialización del lógos, nueva ritualización en el arte de pronunciar la
palabra, nueva geografía que circunscribe su posesión al espacio que dibuja la asamblea
de guerreros. Ampliación del espacio que coincide con una apertura de las estructuras
mentales. Si antes habíamos encontrado dos Grecias, la Ilíada nos vuelve a presentar
dos líneas que la historia desarrollará: la de los reyes y héroes, hombres excepcionales
60
Gernet, L., Antropología de la Grecia Antigua, pág. 18-19

56
que se continuará en las grandes familias griegas que se disputarán el poder en la pólis y
en los filósofos, y la de los guerreros-semejantes, que se continuará en los ciudadanos
que componen a la pólis. El lógos ya no puede ser patrimonio exclusivo de algunos
elegidos, de unos pocos epoptés (elegidos), porque el interior mismo de la casta
guerrera reconoce el principio de isonomía, igualdad. Si la nueva configuración espacio-
mental postula la semejanza e igualdad de los miembros de la comunidad de los
guerreros, si éstos son homóioi (semejantes) e ísoi (iguales), entonces el lógos es un
bien común, entonces la palabra, que surge detentando la arkhé, no es don sino derecho,
no es inspiración sino persuación. Claro está que la palabra, en este registro, ya no
pronuncia aquella verdad que recoge lo acontecido in illo tempore. Ahora, el lógos está
al servicio de la comunidad guerrera y recoge exactamente su más precario devenir, su
tiempo, estrictamente humano y, por ende, transido por los asuntos de guerra, asuntos
que, como la palabra, constituyen el asunto común.
¿Qué configuración espacial determina este registro, este estatuto particular, este
orden del discurso, que parece suscribirse de la sacralidad del lógos poético? La palabra
ocupa el méson (centro), lugar central y equidistante a todos, lugar excepcional que
plasma la riqueza simbólica de la asamblea deliberativa, instante pleno de vida
colectiva. En el méson61 se coloca lo que es común, como la palabra. Allí se instala lo
que se da a publicidad y la palabra, efectivamente, ha ampliado su horizonte de
visibilidad. Allí se deposita lo que se pone en circulación y la palabra, ciertamente,
circula entre los homóioi (semejantes) porque es un bien y un derecho. El lógos ha
quedado territorializado en un espacio inédito que habla de un proceso en expansión y
que, si hemos apostado a la solidaridad entre palabra y poder, la nueva territorialización
parece coincidir con una diferente funcionalidad del poder.
La palabra ha emigrado del espacio cerrado y privado de los maestros de verdad
y se ha instalado en el terreno abierto pero limitado de la asamblea de guerreros pero
con ello ha abandonado su imperio absoluto, su estatuto incuestionable, su eficacia
realizadora. Este es el territorio agonístico que preludia los debates de la pólis. Claro
está que se abre al mismo tiempo un espacio de desterritorialización. No cualquiera
forma parte del círculo de hippéis. La palabra sigue fijada a estructuras socio políticas o

61
Dice Detienne: "Punto común, el méson es por eso mismo el lugar público por
excelencia: por su situación geográfica, es sinónimo de publicidad [...] es siempre a la
vez lo que está sometido a la mirada de todos y lo que pertenece a todos en común.
Publicidad y puesta en común son los aspectos complementarios de la centralidad"
(Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 96).

57
socio religiosas que custodian su estatuto y le siguen confiriendo su parentesco con la
arkhé.
Ya desde los tiempos homéricos, el méson ocupa el lugar privilegiado por
converger en él dos dimensiones complementarias. Por un lado, es el punto común, el
lugar del asunto común y por ello es el espacio del discurso. Al méson se dirige el
orador y, desde allí, a la vista de todos, dirige su palabra a un auditorio, en busca de
consenso. Dice Detienne al respecto: “en las asambleas militares, el uso de la palabra
obedece a reglas definidas que confieren a las deliberaciones de la Ilíada una forma
institucional muy acentuada. Tomar la palabra conlleva dos comportamientos gestuales:
avanzar hacia el centro por una parte, y, por otra, tomar el cetro en la mano […] La
regla es rigurosa: hay que dirigirse hacia el méson”.62
El canto VII permite reconstruir parte de la ritualización del discurso aludida:
“En diciendo así, en verdad, se sentó, y se alzó frente a ellos Príamo Dardánida,
consejero de peso igual que los dioses, quien, pensando bien, los arengó y dijo entre
ellos: “¡Oíganme, troyanos, dárdanos y aliadas, que quiero decir lo que el ánimo en el
pecho me ordena […] Así habló, y le oyeron con gusto y le obedecieron. Tomaron
luego la cena en el campamento divididos en grupos, y al alba Ideo fue a las cóncavas
naves. Halló en el ágora a los dánaos, escuderos de Ares, junto a la popa de la nave de
Agamenón. Entonces, e pie en medio de ellos, habló el heraldo, de potente voz”
(Homero, Ilíada, VII, 365-369). El orador en ambos casos, se alza ante un auditorio y
convoca a ser escuchado. Este juego orador-auditor es una de las claves de la nueva
configuración de la palabra porque supone la exposición del lógos para su
consideración. La misma no puede efectuarse por fuera del méson. El retorno de Ideo,
heraldo de los troyanos, repite la situación discursiva: “tras hablar así, alzó el cetro a
todos los dioses, e Ideo marchó de regreso a la sacra Ilio. Los troyanos y dardaníones
estaban sentados en el ágora todos reunidos, aguardando a cuando Ideo llegara. Y he
aquí que éste llegó y transmitió el mensaje de pie en medio de ellos” (Homero, Ilíada,
VII, 412-417).
El temprano canto II nos informa cómo procede Agamenón para comunicar a los
príncipes aqueos un sueño que le ha llegado: “La diosa Aurora subió al vasto Olimpo,
para anunciar la luz a Zeus y a los demás inmortales. Él, por su parte, a los heraldos, de
sonora voz, ordenó convocar a asamblea a los aqueos, de melenudas cabelleras.
Aquéllos fueron pregonándola, y éstos se reunieron muy aprisa” (Homero, Ilíada, II, 48-
62
Detienne, M., Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, pág. 94.

58
52). Este discurso ritualizado es la nota distintiva de la asamblea deliberativa,
configuración exclusiva de la casta guerrera. Es la Esparta Antigua la que ve nacer este
tipo de discurso y es en el corazón de la Asamblea militar donde nace este tipo de
palabra, que Marcel Detienne denomina palabra diálogo. Este lógos es, sin dudas, el
antecedente de la palabra política, del discurso de la pólis. Es en él donde se ha iniciado
el proceso de secularización que amplió las fronteras del discurso. La palabra diálogo
implica una apertura, una ampliación del mismo de los límites de la casta guerrera. La
palabra política representa la mayor ampliación del discurso porque todos los hombres
libres, portadores de derechos, tienen acceso a él.
En esta línea de reflexión, el discurso territorializa a los sujetos en el espacio
socio-político. En una sociedad donde la palabra constituye la herramienta política por
excelencia, el discurso otorga espacio y reconocimiento social; en última instancia,
otorga poder. Hay un rasgo de fundamental importancia en la producción de discurso
que venimos abordando: su autonomía. Efectivamente, el discurso es autónomo porque
es el orador el agente del mismo.
En la vieja palabra mágico-religiosa, el hombre no es dueño del discurso.
Sabemos que la palabra es un regalo de los dioses y, como tal, no es autónoma. La
autonomía implica un acto de soberanía porque el sujeto es dueño de sus palabras; las
elige, las ordena, las configura en una arquitectura discursiva que posee un registro
exclusivamente humano. Son los guerreros los que pueden sostener esta palabra
autónoma ya que son ellos los que más cerca están de la soberanía en el plano social.
Tan humano como los circuitos de su puesta en circulación y las condiciones de su
recepción siempre definidas por un auditorio, también autónomo en sus decisiones, en
su poder de aceptar o rechazar. Por eso: "la discusión, la argumentación, la polémica
pasan a ser las reglas del juego intelectual, así como del juego político"63.

Es cierto que el registro se ha ampliado pero sólo la pólis conocerá el espacio abierto
que alberga un lógos que ha ampliado definitivamente sus fronteras para instalarse en el
corazón mismo de la comunidad de hombres libres. Un lógos que ha emigrado de
geografías más estrechas, de visibilidad y publicidad acotada, a un espacio transido por
el agonismo político. La ciudad está subtenida por el combate discursivo y es el lógos
quien habilita a los adversarios. La éris (disputa) es el motor de un tiempo y un espacio
histórico donde la palabra es carta de triunfo y camino a la victoria. Ha dejado de ser
63
Vernant, J.-P., Los orígenes del pensamiento griego, pág. 40

59
don, ha abandonado su registro divino y su poder mántico, ha cedido su estatuto de ser
una prerrogativa de los áristoi, de los mejores entre los mejores, ha renunciado a un
auditorio limitado para arribar a un nuevo méson (centro): el corazón de la ciudad, el
seno de la comunidad de varones portadores de derechos. Comunidad que, como su
huella semántica sugiere, es el lugar de los comunes, de aquellos que gozan de un
mismo estatuto ontológico.
La ciudad alberga esta palabra política y reconoce en la figura del polités
(ciudadano) a su principal protagonista, que conoce y reconoce en un acto reflexivo al
lógos como una herramienta política, como un útil, como un instrumento cuyo manejo
exige destreza, ejercicio, tekhné (técnica).

Nos remitimos a la Grecia Arcaica y a la Grecia Clásica como forma de mostrar esa
espacialidad binaria entre un discurso que se juega en el ámbito secreto, privado, de alta
calificación en su producción, circulación y recepción y un discurso que irrumpe en el
ámbito público, abierto, de menor espesura en sus aspectos restrictivos. En ambos casos,
subteniendo la tensión discursiva, el poder en su nota más peculiar: transformándose,
ejecutándose, ejerciéndose y causando efectos. Tal es su positividad y tal es la bisagra
que distingue un poder puramente negativo de un poder positivo, que produce saberes y
sujetos. Nuevamente son los guerreros los que producen el pasaje de una configuración
de poder jerárquico, de corte representacionista y vertical, a otra de tipo horizontal,
donde el poder parece sufrir un incipiente proceso de diseminación social. De la palabra
mágico-religiosa a la palabra política. De las prácticas guerreras que el universo
homérico devuelve a las prácticas sociales de la pólis, es posible efectuar una lectura
desde las condiciones de producción, circulación y recepción del discurso, articulado en
prácticas sociales.
El pasaje del mythos (mito) al lógos (razón) constituye una verdadera revolución
en la estructura de pensamiento, e Ilíada es una fuente privilegiada por su carácter
transición. La propia Iliada es ella misma un pasaje, sin ser una obra que represente a
una o a otra Grecia. Se haya enclavada en ese lugar móvil que recoge elementos de una
configuración histórica y anticipa otros. De la Grecia Arcaica a la Grecia Clásica no
sólo se ha modificado profundamente el modo de conocer la realidad, sino también, el
modo de transmitir tal conocimiento. El discurso sufre, pues, una extraordinaria
transformación, ya que, de la vieja palabra mágico-religiosa, de registro sacralizado y
vinculada estrechamente con un fondo divino, a la palabra política, de registro

60
secularizado y abierta al juego agonístico de los debates de la floreciente pólis, pocos
rasgos quedan en común.
La producción histórica de discurso remite a la indagación sobre la ritualización
del mismo. De la figura de los maestros de verdad, poetas y adivinos, encargados de
pronunciar el discurso verdadero, a la figura del ciudadano de la pólis, sostenedor del
kósmos social, el discurso ha sufrido importantes transformaciones en su modo de
enunciación, en los sujetos de tal enunciación y en la dimensión ritual de su puesta en
circulación, pero, asimismo, ha guardado un rasgo común: vehiculizar la perspectiva
que el hombre posee de lo real, plasmar en lógoi un modo de instalación en el mundo.
He aqu í el rasgo que solidariza discurso y poder. El discurso colabora en la
apropiación que el hombre hace de la realidad, de allí que la problematización sobre el
discurso no se agote en un análisis meramente lingüístico, sino que roza un territorio
antropológico. Es desde esta vertiente, desde la cual este trabajo se plantea abordar el
tema.

III. El tópos de la excepcionalidad. La divinidad.


Apolo, el señor de las alturas. Agonismo y arkhé

“¿Quién de los dioses lanzó a ambos a entablar la disputa? El hijo de Leto y de Zeus”
Ilíada, I, 8-9

La presencia de la divinidad en Ilíada no necesita presentación. Si abordásemos


el poema suponiendo que el agonismo se juega en un plano estrictamente humano,
estaríamos equivocando las claves interpretativas del mismo. Si recuperamos la idea de
las tensiones que los juegos de poder implican, veremos que este agonismo no sólo
marca el lugar humano, sino, por el contrario, que es el plano divino el que opera como
paradigma del juego tensional. Ilíada ofrece múltiples testimonios de esto; por ejemplo,
dice Zeus en la asamblea de dioses que ha convocado a propósito del destino de la
contienda: “Deliberemos nosotros sobre cómo han de acabar los hechos: si de nuevo el
maligno combate y la atroz contienda suscitamos o promovemos amistad ente ambos
bandos” (Homero, Ilíada, IV, 14-16). El telón de fondo que anima el combate es la
propia divinidad jugando sus favores, sus enconos, sus antagonismos, sus ansias de
reivindicación. No en vano dispusimos un tiempo de análisis a la versión mítica,
articulada en torno al juicio de Paris, como matriz determinante y desencadenante del

61
conflicto. La presencia de la divinidad es muy fuerte en Ilíada y tensiona
constantemente la dualidad de planos, de la que el presente trabajo ha hecho una
hipótesis de problematización.
No obstante, hay una divinidad en particular que condensa en su paradigma
simbólico una configuración de rasgos que marcan el mundo olímpico. Resulta una
pieza fundamental al inicio mismo de poema, como matriz determinante del ulterior
desarrollo del mismo. Nos referimos a Apolo.
Instalarse en lo que podríamos denominar el «paradigma apolíneo» supone
conocer que dicho fenómeno no implica un tratamiento homogéneo del dios ya que su
presencia y su configuración han ido variando a lo largo de las distintas Grecias a las
que venimos aludiendo. Situados en el Apolo homérico, queremos ver en qué medida su
acción se vincula a dos núcleos dominantes: una cara referida al no reconocimiento de
la divinidad, entendido como un acto de hýbris (desmesura), lo que hace de Apolo esa
figura complementaria, compleja y paradojal, de Dioniso, siempre más allá de una
lectura no problematizadora de lo que el vínculo entre ambos supone. Este mismo
desconocimiento se vincula con otra marca dominante: la puesta en acto de un
agonismo enclavado en los juegos del poder. En efecto, en Apolo se encuentra el origen
de la disputa entre los mejores aqueos, Agamenón y Aquiles. Agamenón se niega a
entregar a Crises, sacerdote del dios, su hija, Criseida. Crises había llegado al Atrida a
redimir a su hija a cambio de grandes rescates y como modo de honrar a su dios
desconocido por la conducta de Agamenón. Éste lo expulsa, sumando un nuevo
desconocimiento. La peste se desencadena luego del pedido de Crises a Apolo:
“«¡Óyeme, tú, el de argénteo arco, que proteges Crisa y la muy divina Cila y sobre
Ténedos imperas con tu fuerza, oh Esminteo!. Si alguna vez he techado tu amable
templo o si alguna vez he quemado en tu honor pingües muslos de toros y de cabras,
cúmpleme ahora este deseo: que paguen los dánaos mis lágrimas con tus dardos».” La
respuesta del dios no se hace esperar y la peste llega al campo de los aqueos. Ya más
cerca de la constitución de las poleis (ciudades), trataremos de ver en qué sentido Apolo
representa el maridaje entre sofía (sabiduría) y arkhé. Esta solidaridad no puede
comprenderse por fuera de otra marca del trabajo, esto es, la distancia que separa a los
dioses y a los hombres. Será el momento de hilvanar cómo esa primera terribilidad que
el Apolo arquero devuelve en su cara homérica se continúa en el Apolo skótios,
ambiguo y oscuro, en su cara clásica. Apolo será en Delfos la celebración de la
sabiduría, pero ésta desplegará un tópos agonístico que sólo puede ser comprendido

62
desde ese recorrido intersticial que ha arrancado en ese Apolo más arcaico que Ilíada
devuelve.

Pensemos la dimensión agonística de Apolo a partir de su vínculo con el concepto de


“terribilidad”.64 La interpretación de Giorgio Colli al respecto resulta ilustrativa en esta
línea interpretativa. La dimensión ontológica de la divinidad, en su estatuto ambiguo, en
esa intrínseca y constitutiva duplicidad de rostros, significa, a nuestro entender la
máxima tensión en la distancia. Ahora, la terribilidad u hostilidad se troca en distancia.
A la ferocidad apolínea que "hiere desde lejos", se suma la lejanía de quien ostenta la
duplicidad ontológica como forma de acción dominadora. En efecto, los dos elementos
más importantes que ostenta el dios son el arco y la lira, cada uno de ellos abrirá un
registro distinto en la relación dioses-hombres. Con respecto a la lira, lo único que
debemos agregar es que Apolo es el dios vinculado a las Musas y a los aedos desde
Ilíada.
La terribilidad del dios y la distancia son solidarias con el arco. Las flechas que
causan la peste en el campo de los aqueos aseguran una distancia entre los hombres y
los dioses y causan una muerte indirecta: “Resonaron las flechas sobre los hombres del
dios irritado, al ponerse en movimiento, e iba semejante a la noche. Luego se sentó lejos
de las nave y arrojó con tino una saeta y un terrible chasquico salió del argénteo arco.
Primero apuntaba contra las acémilas y los ágiles perros; mas luego disparaba contra
ellos su dardo con asta de pino y acertaba; y sin prisa ardían densas las piras de
cadáveres” (Homero, Ilíada, I, 46-52).
Nos interesa resaltar algunos elementos de esta cita. En primer lugar la acción
hostil a distancia del dios, que es el tema que estamos desarrollando. Para reforzar la
idea de la distancia, Homero dice “se sentó lejos de las naves”. En segundo lugar, la
oscuridad de Apolo, “semejante a la noche”, esto es “negro de ira”, que será otro
elemento que se continuará en la oscuridad del oráculo.
La acción hostil de Apolo implica, al mismo tiempo, un llamado a la mesura.
Apolo viene a marcar un límite, el eterno y siempre custodiado límite entre hombres y
dioses. Su transgresión, a través del desconocimiento de su sacerdote, ha sido un acto de
hýbris (desmesura) por parte de Agamenón, de esos que abundan en Ilíada, pero éste ha
sido capital: el desconocimiento a un olímpico determina el inicio mismo del poema. Si

64
Este concepto de “Terribilidad” es adoptado por Giorgio Colli para aludir a la
hostilidad que representa Apolo para los hombres.

63
bien Ilíada parece contar la cólera de Aquiles, el mejor de los aqueos, nuestro
presupuesto del trabajo es desplazar esa cólera hacia a Apolo como una forma de
desplazar el nudo central del poema hacia la relación entre dioses y hombres, tal como
apareciera en la asamblea presidida por Zeus recién citada. Este Apolo encolerizado,
hostil, distante, terrible, es, paralelamente, un restaurador del orden, es aquél que con su
ira restaura la ley que debe imperar, estos es, la distancia entre hombres y dioses para
que nadie confunda los registros, sobre todos los grandes héroes. Es el pliegue más
arcaico de ese Apolo nomothétes, legislador, que más tarde conocerá el movimiento
colonizador griego.
Su acción hostil, aun en su registro paradojal, es un llamado a la sophrosýne, a la
mesura, al conocimiento de la medida; elementos todos que anticipan en su fondo más
arcaico configuraciones ulteriores de ese paradigma apolíneo que no se resuelve en el
Apolo homérico ni en el Apolo clásico, sino que se compone de capas y pliegues que se
van superponiendo hasta alcanzar una imagen compleja de múltiples aristas, de
continuidades y discontinuidades. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el Apolo Horio,
protector de fronteras, que aparece en Pausanias 65. Este Apolo que acompaña a la
colonización y al propio nacimiento de la pólis, se puede encontrar en Ilíada en la
historia de la construcción de la muralla de Troya que aparece en el poema (Homero,
Ilíada, VII, 452)66. Este Apolo que edifica la muralla es el mismo que demarca los
límites entre las distintas póleis, las diferentes palabras y la brecha entre hombres y
dioses, ya que, a través de la sentencia délfica «conócete a ti mismo», le muestra al
hombre su propio límite, el conocimiento de la medida humana. Así como las flechas se
transforman en palabras, y las fronteras en el límite entre los dioses y los hombres.
Terribilidad y distancia son los signos de una arkhé dominante y se presentan
como una estrategia del dios, abriendo un campo agonístico donde la acción misma de
la divinidad constituye el espacio del agón (combate).
Ilíada anticipa también en la figura del adivino Calcante un punto de contacto
con el paradigma apolíneo, ya que en la adivinación aparecen las ideas de distancia y
poder.
En el enigma también se da la misma solidaridad entre distancia y agón. En
Ilíada, como dice Colli67, podemos ubicar una de las primeras referencias a la cuestión
65
Pausanias. II, 35, 3
66
Otra versión de esta historia, en la que Poseidón es el que construye la muralla
mientras Apolo sirve como pastor, aparece en XXI, 446 y ss. Ver Apolodoro, II, 5, 9.
67
Colli, G., La sabiduría griega, pág. 445

64
del enigma en VI, 179-182. Se trata de la historia de Belerofontes y su pelea con Preto,
rey de Argos. Cuando Preto decide expulsar al héroe, para no matarlo, lo mandó a Licia
“y le entregó luctuosos signos” (Homero, Ilíada, VI, 168) a modo de contraseña, para
cuando llegase a ese país, ante el soberno Iobates, según Apolodoro. Además de ser la
única referencia a la escritura en Ilíada, este pasaje podría ser un antecedente de lo que
posteriormente serán los enigmas que causan la muerte68. En la historia del enigma se da
un desplazamiento de la relación hombre-divinidad hacia la confrontación entre
hombres. En el primer caso, es el dios quien desafía al hombre con un enigma a
descifrar. En el segundo caso, los hombres disputan entre sí para desanudar el enigma y
con ello ser merecedor de la victoria o de la muerte como derrota.
Siguiendo las sendas de nuestros nudos interpretativos, terribilidad y distancia,
conviene, entonces, que nos situemos en el campo del enigma para ver sus posibles
vínculos con Apolo y, más precisamente, con la esfera de la adivinación. En este
contexto vuelve a parecer el carácter enigmático de la palabra apolínea y cómo la
formulación de un enigma está acompañada para los griegos de una carga tremenda de
hostilidad.
¿Cómo retornan estas marcas, de este Apolo homérico, en el tópos de la
adivinación como el enclave testigo del maridaje entre manía y sofía? ¿En qué sentido,
haber transitado este pliegue de un Apolo distante, nos permite visibilizar más
acabadamente una configuración ulterior como el campo de la adivinación?

Cuando las flechas se trastocan en palabras

Siguiendo la línea teórica que sostiene que el arco y la flecha del dios se vuelven contra
el mundo humano a través del tejido de las palabras y de los pensamientos, podemos
afirmar que la señal del paso de la esfera divina a la humana es la oscuridad de la
respuesta, es decir, el punto en que la palabra, al manifestarse como enigmática, revela
su procedencia de un mundo desconocido. Esa ambigüedad es una alusión a la fractura
metafísica, manifiesta la heterogeneidad entre la sabiduría divina y su expresión en
palabras.69 Si la primera parte de la cita nos ubica en la terribilidad, la segunda lo hace
en la distancia.

68
Ver Pausanias, II, 4, 2; Apolodoro, II, iii, 1-2
69
Colli, G., La sabiduría griega, pág. 36.

65
Abordar el fenómeno apolíneo, más allá de su presencia en el poema homérico
significa transitar el camino que nos conduce a la sabiduría griega más remota y es, sin
duda, el mismo que nos instala en el umbral de la experiencia mántica. En esta línea no
hay distancia entre sofia (sabiduría) y manía (locura) profética. En efecto, la
adivinación profética supone la idea de la arkhé, por el poder que conlleva conocer el
fundamento. En este sentido, la adivinación roza el campo de la alétheia en tanto lo de-
velado y lo des-ocultado. Finalmente, abraza el tópos del lógos kraantos (palabra
poderosa), ya que la palabra es la alétheia (verdad, realidad) misma y que la relación
entre sabiduría y locura supone la existencia de un decidor de verdad, de un maestro de
alétheia. Estos son pues los elementos que se juegan en el escenario de la configuración
apolínea. Lógos (palabra), arkhé (poder), manía (locura) y maestros de verdad.
Ahora bien, la huella genealógica nos lleva a otro encuentro, a otro lugar: la
ciudad de Delfos. En realidad, habrá de llevarnos más que a un espacio geográfico. Se
trata más bien de un espacio mental, donde se recorta nítidamente la figura que venimos
persiguiendo: Apolo. Es Apolo quien reina en Delfos y es a él a quien debemos hacer
jugar con los conceptos aquí esbozados. Apolo y alétheia. Apolo y arkhé. Apolo y
lógos. Apolo y manía. La senda a desandar es, así, el camino que conduce de Ilíada a
Delfos, ya que en Delfos se manifiesta la inclinación de los griegos al conocimiento:
sabio no es quien cuenta con una rica experiencia, o quien tiene una habilidad técnica, o
destreza, o astucia, tal como ocurría en la era homérica. Odiseo no es un sabio. Para la
civilización griega, el conocimiento del futuro del hombre pertenecía a la sabiduría.
Apolo es ese ojo penetrante, su culto es una celebración de la sabiduría.70
Para arribar a la definitiva configuración del Apolo délfico es necesario transitar
brevemente otro pliegue que supone retornar a la figura de Calcante. En efecto, en
Ilíada Calcante aparece como un adivino, discípulo de Apolo, y es quien introduce el
problema de la relación entre sofía y arkhé. Sin embargo, en esta relación está ausente
el tema del enigma que es, propiamente, el medio entre el dios y los hombres. Será en
Hesíodo donde la figura de Calcante aparezca nítidamente enclavada en el campo del
enigma, e incluso en la unión entre enigma y muerte. El fragmento 278 de Hesíodo es
nuestro puente entre la Ilíada y Delfos. Allí, Calcante aparece junto a otro adivino,
Mopso, en una situación de enigma. Lo que queremos resaltar del fragmento es que,
ahora, al adivino se lo vincula con el enigma y no sólo con la inspiración. Calcante
habría propuesto a Mopso lo siguiente: “«Un motivo de admiración me invade el ánimo,
70
Colli, G., El nacimiento de la filosofía, pág.13.

66
la cantidad de higos que esta higuera tiene aunque es pequeña. ¿Puedes decir el
número?». [A lo cual Mopso contestó:] «Diez mil son en número, y su medida una
fanega, pero sobra uno sólo que no podrías colocar en ella. Así dijo y verdadero les
pareció el número de la medida. Y entonces ya a Calcante cubrió el sueño de la
muerte»”.71 Calcante, de regreso de Troya, se encontró con un adivino más agudo que
él, Mopso, hijo de Manto, hija de Tiresias72. En esta situación se produce el enigma.
Lo interesante del fragmento es que aparecen ya los elementos propios del
enigma oracular: la contienda entre adivinos, la muerte para quien pierda, la relación
entre agón y muerte, la oscuridad del enigma frente a la luminosidad de la resolución en
una dialéctica que tensiona vida y muerte desde la propia metáfora lumínica que
tensiona, claridad y oscuridad, alétheia y lethé. Si proponemos una arqueología del
enigma, lo que estamos transitando es lo que Giogio Colli ubica en la segunda etapa del
enigma73, cuando éste se ha desplazado de la tensión agonística divinidad-hombre hacia
el plano humano y son dos sabios los que combaten por la verdad. La tercera etapa que
destaca Colli, en un intento de hilvanar enigma y dialéctica, la definen las discusiones
que posteriormente el ágora (plaza pública) habrá de conocer y premiar al mejor orador.
Apolo es también el oblicuo porque se manifiesta y oculta a la vez, porque su
palabra no es directa y su acción tampoco. Esta connotación refuerza la imagen de la
distancia que separa al hombre de la divinidad. La distancia inscribe el agón (combate)
de quien acude a ese dios "muy alto". La práctica oracular es una práctica agonística por
razones que pasaremos a reflexionar; pero antes aún de su constitución religiosa, es
Apolo quien supone un agón sostenido. El es "corazón inefable", pura interioridad, pura
distancia que se mide en arhke. Apolo arkhéi, reina, domina y su acción distante y
hostil, se deja sentir en el mundo humano. Ese dominio es el lugar mismo de la
adivinación. Apolo manda y en tal sentido detenta la arkhé, que lo coloca en el espacio
de la más rancia genealogía olímpica. Ahora bien, posee la arkhé (poder) porque conoce
la arkhé (fundamento, origen). Ese es su ojo penetrante. Jugamos con el doble valor del
término arkhé: poder y fundamento. Apolo es aquel que hiere y su naturaleza lo sitúa en
el espacio de la acción hostil, que se ejercerse desde el tópos de una arkhia (soberanía)
sostenida.

71
Hesíodo. Fr. 278
72
Ver: Apolodoro, VI, 3-4. Melampo, Anfiarao, Calcante, Tiresias, Manto y Casandra
son los adivinos más importantes de la tradición griega, todos ellos herederos de Apolo
ya que fue él quien primero enseñó a los hombres el arte de la profecía.
73
Colli, G., El nacimiento de la filosofía. Ver: Cap.: “El desafío del enigma”

67
Apolo, el oblicuo, ama el enigma y el enigma que es la medida de la distancia.
El enigma supone un agón (combate, lucha) disimétrico. El hombre es ese agónistes
(combatiente) que enfrenta el poder más arkhaĩos (arcaico), en tanto fundante: al dios
en su máxima distancia y en su vocación dominadora.
Quien plantea un enigma inaugura una declaración de guerra, una invitación al
combate, un reto a tomar las armas. Aquí vemos cómo las flechas se han trastocado en
palabras. La pavorosa oscuridad de la palabra oracular genera zonas diferenciadas,
heterogéneas, ya que esa oscuridad habla de una disimetría de planos, de palabras y de
poderes.
El combate conlleva la tensión entre la sophrosýne (mesura) y la hýbris
(desmesura). La hýbris y la sophrosýne están presentes en Ilíada desde el momento del
desconocimiento que origina toda la contienda: Agamenón desconoce no sólo a Aquiles
en su condición de par y de héroe, sino que desconoce su límite humano al profanar al
sacerdote de Apolo. El hombre mesurado es aquel que conoce su radical diferencia con
los dioses, es aquel que conoce que solo éstos pueden "realizar acabadamente". Tal es la
dimensión del verbo kraíno (realizar acabadamente). Apolo "realiza" mediante su
palabra, como los dioses en general, que pueden decidir, realizar, llevar a cabo, realizar
eficazmente, y donde el ser eficaz implica generar la realidad misma. Esta es la palabra
realizadora, el lógos theokrantos: se trata de un poder divino capaz de generar lo real,
por imperio absoluto de ese mismo poder. Tal como afirma el poeta Píndaro en Píticas,
IX: "cuando los dioses tienen un deseo, su cumplimiento es rápido y los caminos para
ello cortos". Hay pues una finalidad divina, que en el caso de Apolo, elige una
ritualización oracular para manifestarse. Una vez pronunciada, la palabra eficaz se
convierte en fuerza, en potencia, en acción. Apolo domina y actúa en y por su lógos.
Este es el corazón de la manía profética.
Pero es también un signo más de la distancia de su altura. Su deseo es
cumplimiento inmediato; el deseo no conoce la distancia del telos (fin), el agonismo del
tal vez de su intrínseca realización. Los mortales, en cambio, como sujetos deseantes
sabemos de la contingencia de su realización, del combate de su cumplimiento, siempre
diferido, generalmente incompleto.
La distancia también se mide en fractura del registro del lógos. A la palabra
realizadora, se opone la pálida palabra de un lenguaje representacionista que sólo
accede, en el mejor de los casos, a representar la realidad, nunca a generarla. Esa
generación es un acto de arkhé, mientras que la representación es un acto de imitación.

68
Así, "la palabra del adivino y de las potencias oraculares, tanto como el verbo poético,
delimita un plano de la realidad: cuando Apolo profetiza, "realiza". La palabra oracular
no es el reflejo de un acontecimiento performado, es uno de los elementos de su
realización".74 En efecto, oráculo y lógos no pueden disociarse, el oráculo debe parte de
su virtud al acto mismo de ser proferido. La palabra no tiene un matiz instrumental, no
viene a visibilizar un aspecto de lo real; es lo real mismo.
Apolo decide castigar a los aqueos y su decisión es acto, su palabra, acción
cumplida acabadamente. Como Apolo, el oblicuo, el del corazón inefable, el que no
afirma ni oculta, pura interioridad inexpresable, sus palabras pueden tornarse tortuosas.
Es pues, el enclave del lógos poikílos (palabra variable, cambiante, artificiosa,
embrollada, oscura). La palabra es curva, se resiste a un recorrido lineal, directo; elige
lo "cubierto", lo artísticamente trabajado, casi como un bordado. El mismísimo verbo
poikíllo refiere a la acción de adornar, cincelar con arte, hablar con habilidad. La astucia
deviene en curva, borda enigma y refuerza la arkhé de la distancia, el poder del
dominio. No pensamos en el matiz puramente decorativo, sino más bien, en la
sobrecarga, en la dimensión del rodeo.
Uno de los epítetos de Apolo es Foibos, el Brillante, el Resplandeciente. No
obstante, Apolo está atravesado por la oscuridad, tensionando el par luminosidad-
oscuridad, propia de toda lógica de la ambigüedad, que roza el universo divino, sin el
peligro de la contradicción, ya que la naturaleza misma de la divinidad está signada por
el ser ambiguo. En efecto, el dios es también oscuro, tenebroso, sombrío, secreto. Apolo
ama el secreto tanto como la luz y se yergue sobre él un cono de sombra, así como una
llanura de alétheia. Apolo, el señor que reina en Delfos, es esta ambigüedad palpitante
y, así como su doble atributo, el arco y la flecha, el día y la noche, la luz y la sombra,
ratifican su ambigëdad.
Este es el fondo de su palabra enigmática, que aleja a la vez que aproxima a la
divinidad. El verbo ainíttomai abre esa senda porque refiere no sólo al concepto de decir
o hablar en enigma, sino también a la acción de insinuar, apuntar, aludir. Apolo sólo
insinúa y, con ello, provoca, desafía e instaura un campo agonístico, invita a la batalla
sostenida del juego interpretativo. Pero el agón es disimétrico. Sabemos de la densidad
del adversario y que el poder divino apetece las sendas embrolladas, las bifurcaciones
de sentido.

74
Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, pág. 63.

69
Apolo es un provocador y esa provocación es signo de su arkhé, de su autoridad.
El gran desafío es la tensión entre el qué y el cómo, el contenido y la forma. El
contenido es siempre un imperativo de orden, de principio; la forma es en sí misma el
mayor desafío de un desorden que, en su matriz, encierra, paradojalmente, un kósmos
(orden), sólo aprensible desde la dignidad divina. No en vano dignidad es una de las
acepciones de arkhé. El fondo último de la sabiduría, ese territorio de lo mágico-
religioso que nos aguarda al final de desandar la huella del pensamiento griego, nos
muestra una triple solidaridad entre sabiduría, arkhé y agón. No sin combate se aspira a
desanudar el enigma, signo mismo de la sofia. El verbo luo aporta líneas de
significación orientadoras. A la idea de desatar o desanudar, se suma la de liberar, abrir.
Efectivamente se trata de liberar un mensaje oculto, abrirlo como forma de "descoser" la
trama secreta y abigarrada de las palabras. Tal como sostien Detienne, los dioses
conocen la verdad, pero suelen engañar a través de sus apariencias y palabras. Sus
apariencias son trampas tendidas a los hombres y sus palabras enigmáticas esconden
tanto como descubren.75

La distancia se mide en sabiduría.

La adivinación es una práctica presente en Ilíada. Emparentada con el dios Apolo,


vuelve a dar cuenta de distancia entre dioses y hombres. Esto no implica que el espacio
de la adivinación sea una geografía compacta, sin matices diferenciados entre ciertas
prácticas adivinatorias y otras. Se trata más bien de un campo complejo que permite, al
menos, una bipartición.
Por un lado, distinguimos la adivinación por signos y, por otro lado, la
adivinación inspirada. Un pasaje de Ilíada devuelve un ejemplo de esta última en la
figura del adivino troyano Heleno, que “comprendió en su ánimo (thymos) el plan que
había sido grato al ingenio de los dioses, y fue junto a Héctor, se detuvo y le dirigió
estas palabras: «¡Héctor, hijo de Príamo, émulo de Zeus en ingenio! Realmente, ojalá
me hicieras caso, pues soy hermano tuyo. Haz que se sienten los demás troyanos y todos
los aqueos, y tú desafía al más bravo de los aqueos hombre contra hombre en atroz lid.
Pues no es todavía morir y alcanzar el Hado: eso ha dicho la voz de los sempiternos
dioses que he oído»” (Homero, Ilíada, VII, 44-53). En principio, existe un fondo común
que sostiene toda experiencia mántica, esto es, la plena confianza y legitimidad del
75
Detienne, M. Los maestros de verdad en la Grecia Arcaica, pág. 81.

70
proceder adivinatorio entre griegos y romanos, y, luego, la mediatez o inmediatez de la
divinidad en el campo de la manía. En efecto, la mediación del signo en la esfera de la
adivinación por signos abre un campo antropológico y religioso particular en lo que se
refiere a la tensión distancia-acercamiento del hombre frente a la divinidad.
En ambos casos, y a partir de la expansión y legitimación de la práctica, se
pueden inferir algunos aspectos interesantes en lo que constituye el paisaje
antropológico. El hombre es consciente de no saberlo todo. Por el contrario, la realidad
ofrece zonas que no se hacen visibles a la inteligencia humana. Si lo pensamos desde la
relación visibilidad-invisibilidad, no todo se torna visible y cognoscible desde la mera
razón humana.
Esta experiencia implica una relación entre luces y sombras ya que sólo desde
otra dimensión del conocimiento se pueden iluminar zonas oscuras tales como los
avatares del porvenir. La adivinación, como forma de luz, entraña cierto saber, pero no
se trata usualmente del conocimiento placentero y familiar de lo cotidiano, sino más
bien de la visión del escabroso futuro, que entraña riesgo y aún temor.
La adivinación se inscribe en un espacio definido por dos categorías: lo sagrado
y lo profano, lo divino y lo humano. Efectivamente, la capacidad del hombre es
insuficiente para comprender la complejidad estructural de la realidad mítica y para
instalarse en la perspectiva de una lógica de la ambigüedad, donde los opuestos no son
contradictorios o excluyentes. No podemos pensar el tópos humano sin el divino y
viceversa. La riqueza del mito radica precisamente en la tensión que juegan ambos tópoi
(espacios, planos), sobre todo a partir de la distancia que los separa y los consecuentes
movimientos de aproximación y asimilación como modos de achicar tal distancia. Los
hombres luchan por aproximarse y asimilarse a los dioses.
Se observa también una polaridad en la propia arkhé (poder). Sófocles, el trágico
del siglo V, presenta al hombre como detentor y creador de técnicas a las que se podría
atribuir un desarrollo indefinido si no se topara con un doble límite: la muerte y los
dioses.76 La divinidad constituye esa otra realidad donde se despliega efectivamente el
poder, reafirmando de ese modo la distancia entre un mundo y otro, a punto tal de que
el hombre mismo es una cosa maravillosa pero estrechamente limitada, ya que su
acción no es autónoma porque reconoce la marca de los dioses, como sello de su
voluntad incuestionable.

76
Gernet, L., Antropología de la Grecia Antigua, pág. 16.

71
La divinidad ratifica su arkhé (poder) en el proceder adivinatorio, opacando el
poder humano, circunscribiéndolo a la gestión de lo que los hombres, en su acción
limitada, pueden gestionar. En la díada saber-poder, la tensión se reafirma. La divinidad
conoce aquello a lo cual el hombre no accede y, así, se opera nuevamente una fuerte
condensación de la arkhé.
La capacidad de pronunciar la alétheia, considerando el concepto en su matriz
etimológica de desocultamiento, es patrimonio de la divinidad. Esta verdad posee el
estatuto de lo incuestionable y esa dimensión que clausura el "tal vez" de la esfera
humana, lo cual refuerza la distancia entre dioses y hombres
Finalmente, la comunicabilidad que impone la experiencia mántica, abre el
campo de la palabra mágico religiosa, o bien, la plasmación del signo como vehículo de
la adivinación y con ello se rompe la homogeneidad de un lógos (palabra) único para
hacer visible un tópos heterogéneo, el de la divinidad.
La importancia del signo como rasgo dominante preside la adivinación inductiva
o artificial y se distingue de la intuitiva o natural. La primera también forma parte del
campo de la mantike (adivinación), más allá del privilegio socio-religioso de la que
gozaba la segunda.
La adivinación por signos, que podemos rastrear desde los tiempos heroicos,
dibuja con la adivinación inspirada el más remoto campo de la mantike. En la primera,
dos elementos aparecen como reveladores: los prodigios (terata) y los signos (semeia).
En el canto II de Ilíada, se encuentra un ejemplo de prodigio que presencian los aqueos
en Áulide cuando aparece una serpiente comiéndose a ocho pichones de gorrión y a su
madre: “Calcante entonces tomó la palabra y pronunció este vaticinio: «¿Por qué os
quedáis suspensos, aqueos, de melenuda cabellera? El providente Zeus nos ha mostrado
este elevado portento, tardío en llegar y en cumplirse, cuya gloria nunca perecerá. Igual
que ésa ha devorado a los hijos del gorrión y a la madre, los ocho, y la novena era la
madre que había tenido a los hijos, también nosotros combatiremos allí el mismo
número de años y al décimo tomaremos la ciudad, de anchas calles»” (Homero, Ilíada,
II, 324-330). El prodigio se inscribe en el registro de la magia, ya que es por magia por
lo que los actos extraordinarios de los animales determinan lo que se producirá entre los
hombres. El presagio maravilloso no es sólo un signo que anuncia el futuro, sino que es
sobre todo su causa: hay un lazo fatal, imposible de desatar por ningún conjuro religioso

72
entre el presagio y su cumplimiento 77. La alianza entra en el registro de la eficacia, en
donde no hay distancia entre el signo y la acción.
Hay, no obstante, ciertos signos (semeia) que, a falta de prodigios resultan
esclarecedores de la voluntad de los dioses. Se trata de fenómenos naturales y ordinarios
que, en su registro de signos, mediatizan la voluntad divina. Este es un rasgo de suma
importancia porque habla de la distancia de la divinidad, de la brecha que separa esos
dos espacios y que exige, precisamente, la mediación del signo como forma de indicar
la presencia divina. Hay un rasgo nodular en esta concepción donde el signo muestra en
cierto sentido la esfera divina. En el animal-signo se opera una cierta transfiguración en
la medida en que, como todo objeto que vehiculiza la presencia de un más allá, cobra un
estatuto tal que lo aleja de su mera condición de objeto o animal. Hay en su ser un plus
de sentido que lo reafirma en su condición de objeto o animal pero que, al mismo
tiempo, guarda cierta familiaridad con lo divino.
El fenómeno que, en cierto sentido preludia el estatuto de la posesión, inaugura
un terreno de especial interés y dedicación para los griegos: la cledonomancia. Así,
palabras o movimientos ocupan el lugar del signo, se convierten por su propio imperio
en signos a interpretar porque vehiculizan el designio de los dioses. Se ve claramente
que en el campo de la adivinación por signos la totalidad aparece como un cosmos
mitificado, los phýsis (naturaleza) en general aparece como un vasto escenario cargado
de sacralidad, que ofrece signos por doquier. Sabemos, a partir de Gernet, que lo que se
vislumbra es una visión optimista del kósmos (universo, orden) ya que, detrás del caos
aparente, la divinidad guarda la legalidad cósmica. Frente a semejante voluntad de
verdad, se concibe pues la riqueza y sobreabundancia del signo en función de vehículo.
Al respecto afirma Gernet: "La representación del mundo que se columbra podría
calificarse, no obstante, de optimista. El mundo está ordenado: la idea de este orden, de
este cosmos, podrá seguir un desarrollo particular en cierta especulación, pero se
expresa espontáneamente en la poesía, o sea, en una especie de filosofía popular, en que
los conceptos de "ley" y "justicia" hallan, en efecto, una aplicación más o menos
cósmica. Es, incluso preponderantemente por percepción de este orden, como el
pensamiento humano entra en relación con el mundo divino" 78. El signo es la garantía
de la existencia de esa realidad que garantiza el orden. El signo es el indicio de que la
voluntad de los dioses "se exhibe", "envía signos", para ser interpretados. Lejos del azar,

77
Flacelière, R., Adivinos y oráculos griegos, pág. 12.
78
Gernet, L., Antropología de la Grecia Antigua, pág. 16.

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la mentalidad griega busca la urdimbre que conecta el signo con la voluntad de los
dioses, voluntad que aleja la autonomía de la dimensión del azar para reconvertir la
lectura en interpretación del designio divino.

Conclusión
La Ilíada puede ser leída como un territorio, un topos de múltiples
entrecruzameintos que puede ser abordado arqueológicamente, es decir, excavando sus
capas. La tarea de un arqueólogo es precisamente esa: excavar una cierta espesura para
descubrir aquello invisibilizado por una superficie que ostenta el lugar privilegiado.
Al ubicarse en esas capas, la Ilíada se sustrae de lo visible de un relato lineal para
aparecer atravesada por una verticalidad que la pone en diálogo con toda la historia de
la Grecia Antigua, con debates filológicos, históricos y antropológicos que hacen de la
obra un lugar insoslayable para el tránsito por la Antigüedad Griega.
La tarea del arqueólogo es precisamente descubrir esas capas que se cubren y
descubren, se visibilizan y se invisibilizan a lo largo del tiempo. Esta idea es la que los
mismos griegos tenían al hacer de Homero el educador, la fuente, la usina productora de
una paideia (educación), que bastaba para los distintos momentos que Grecia atravesaba
en la historia.
La propia historia de Troya nos inspira metafóricamente el recorrido. Varias
Troyas hablan de un lugar múltiple, que las distintas excavaciones traían a la luz,
visibilizando lo invisibilizado, iluminando lo opaco de aquello que no ha emergido. La
misma tensión entre alethéia (verdad) y lethé (oculto) parece tensionar la tarea del
arqueólogo.
Estas capas tienen que ver con las prácticas discursivas y las prácticas sociales,
sus relaciones con los ritos, con las prácticas oraculares y militares. Por otro lado,
también la espesura antropológica hace de los hombres figuras complejas que
sincretizan, a veces, como en el caso de los héroes, tradiciones distintas que van de la
vieja monarquía micénica a la incipiente pólis. Los dioses también presentan sus
diferentes funcionalidades conforme a los distintos períodos históricos, y sus complejas
relaciones con los hombres y el universo.
Como se dijo anteriormente, varias Ilíadas se pueden transitar. De la superficie a
las capas, de los márgenes al centro, de lo horizontal a lo vertical, de la historia a la
literatura, de la antropología a la filosofía, ciertos textos ofrecen esa territorialidad
nomádica, móvil, descentrada, donde es imposible hacer pie definitivamente, porque

74
siempre una nueva capa, un recoveco no advertido, un pliegue oculto a la primera
mirada, invita al agon interpretativo.

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