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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Mapa
Genealogías
Prólogo
Primera parte
Aiya
Jisoo
Aiya
Jisoo
Jisoo
Aiya
Dharani
Aiya
Dharani

Segunda parte
Aiya
Jisoo
Ter
Aiya
Jisoo
Dharani
Aiya
Ter
Dharani
Dantelle
Aiya
Jisoo
Dantelle
Ter
Dharani
Aiya

Tercera parte
Jisoo
Ter
Aiya
Ter
Hanlu
Hanlu
Dharani
Aiya
Ter
Jisoo
Hanlu
Dharani
Ter
Dharani
Hanlu
Aiya
Ter
Jisoo

Cuarta parte
Dantelle
Jisoo
Hanlu
Jisoo
Dharani
Aiya
Ter
Dharani
Aiya
Dantelle
Ter
Dantelle
Aiya
Hanlu

Epílogo
Ter

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SINOPSIS
La princesa Jisun de la dinastía Beongae, hija de las Tormentas, ha
desaparecido. Todo empezó con el atentado: un infierno de llamas malvas
que ni siquiera los monjes del Sol lograron controlar. Nadie sabe quién está
detrás, ni tampoco que la princesa ha desaparecido. Su hermano, el
príncipe Jisoo Beongae, ha de encontrarlos a ella y a sus secuestradores, y
deberá hacerlo en secreto, pues los responsables del fuego malva podrían
esconderse en cualquier parte: en las otras dinastías, en ese barco del
Continente que ha arribado a las costas losbitas por primera vez en
dieciséis años… o entre las sombras del propio palacio Beongae.

Por desgracia, Jisoo se verá obligado a aceptar a tres compañeros


de viaje: Aiya, una monje del Sol, rival de los Beongae; Dharani, una
descarada bailarina que domina la magia del Eco, y Conreth, un extranjero
venido del Continente en misteriosas circunstancias. Mientras tanto, en
algún lugar del imperio, Bian, una joven sin magia, hace germinar una flor.

Seda blanca, fuego malva es una fantasía de inspiración asiática con


toques steampunk que aúna, en perfecto equilibro, la novela de aventuras
con un worldbuilding apasionante.
Prólogo
La bodega huele a moho, sal y perro mojado. En cubierta, los
pasos acelerados danzan de un lado para otro. Los gritos de la
tripulación se escuchan con claridad desde el rincón mugriento
en el que una figura vestida de negro se agazapa. A su lado, un
joven se mesa su perilla inexistente.
—¿Estás seguro de que puedes pasar desapercibido todo
el viaje?
El chico que descansa sobre el suelo sonríe, pícaro. Es la
quinta vez que lo repite:
—Hacerme invisible es mi especialidad.
Su interlocutor parece convencerse al fin, porque le
devuelve el gesto socarrón y da media vuelta. Cuando sube las
escalerillas de metal hacia cubierta, deja una estela blanca a su
espalda, como el uniforme que lleva puesto.
71 de invierno, CCXLIX año del ciervo
«No envidio la magia de los Señores y los monjes.
Sería tan tonto como envidiar a los pájaros por
tener alas o a los dragones por respirar bajo el mar.
Hasta los niños lo saben: la magia es para las cinco
dinastías, las bendecidas por la deidad Sheng, y los
descendientes de sus descendientes. Y nosotros, casi
todos nosotros, no lo somos. Está escrito en las
marcas de nuestra piel, del mismo modo que el linaje
celestial de los Señores y los monjes está escrito en
las suyas. Somos distintos. Lo decía mi abuela, y
mi maestro, y el oráculo, los actores del santuario y
los mitos que representan, y mi religión y mi
historia».
Escribí eso en un viejo diario. Es una de las pocas
cosas de mi antigua vida que he traído conmigo, no
porque le tenga especial cariño a ese en particular,
sino… bueno, porque es uno de los pocos que no
perdí. Perdía mis diarios constantemente.
Es la primera cosa importante que hay que saber
sobre mí: que soy un desastre a veces (muchas
veces). Eso lo sabe todo el mundo.
La segunda cosa importante, en cambio, aún no la
ha descubierto nadie: soy una mentirosa excelente.
No es que me sienta orgullosa, o que vaya
mintiendo a todo el mundo. Pero si quisiera,
podría.
Por ejemplo: ¿lo de no envidiar la magia de los
Señores? Podría haberle entregado ese texto al
oráculo de Ngôi Sao y lo habría mandado
representar en el santuario. Así de devota parecía.
Y, sin embargo, era mentira.
Es decir, soy devota. Precisamente escribí esas
mentiras porque estaba convencida de que Honor
podía leer mi diario, por mucho que yo lo escondiera
entre mis mantas (aún lo pienso, en realidad.
¡Hola!). Y yo no quería decepcionar a Honor. A
ninguna de las Virtudes, en realidad, pero, de
todos los tapices y estatuas del santuario, los de
Honor siempre me han resultado los más
inquietantes, incluso más que los de los cuatro
Defectos. De veras, con ocho años salí de una
sastrería y me llevé por error un lazo que no había
pagado, y soñé que Honor me perseguía por el
puerto. Ahora me hace gracia, porque en lugar de
su incensario y su catana, llevaba un costurero y
una aguja gigante, pero en su día me resultó
aterrador.
Sigo adorando a las deidades y a los espíritus.
Más que nunca. Pero ahora sé que puedo ser
sincera con ellos. Así que ahí va, Honor: ¡Sí, en el
fondo siempre envidié la magia! ¿Quién en su sano
juicio no lo haría? Antes temía enfurecer a las
Virtudes si lo admitía, incluso ante mí misma.
Creía que sería una ofensa a Su Voluntad, pues así
habían creado el mundo: los Señores y los monjes
tenían su magia, las aves tenían sus alas, y los
demás teníamos nuestra devoción.
Pero resulta que estaba equivocada. Todos lo
estábamos. Bueno, casi todos. Takeshi no.
Cuando me llegaron los rumores, no lo creía. ¿Cómo
iba a hacerlo? Decían que había magia dentro de
mí, dentro de mis padres o mis hermanos o mis
vecinos. Que las marcas de nuestras muñecas que
decían lo contrario no eran más que la primera de
una larga lista de mentiras. Por suerte, como dijo
Takeshi en aquella primera reunión, «la verdad
puede permitirte destruir las mentiras, desgarrar
las marcas como Siwang desgarró el cielo, y
transformarlas en algo nuevo y hermoso. Y
mágico».
Tardé un tiempo en acceder a acompañarlo, y dudé
un poco al hacer el juramento divino que nos pidió.
Pero, en realidad, sé que me convenció la primera
vez que lo oí.
Me he acostumbrado rápido a mi nuevo hogar,
aunque, sinceramente, este poder, esta magia, no se
me da demasiado bien aún. El otro día, intentando
desenrollar un pergamino sin tocarlo, acabé
rasgándolo en dos (que conste que lo copié en un
rollo nuevo para que no se perdiera). Me canso
muy fácilmente y fallo más de lo que acierto, pero
eso no va a desanimarme. Tengo magia. ¡Yo!
Todos nosotros, en realidad. Hemos conseguido lo
imposible.
Bian
Primera parte
Aiya
—Templo del Sol—
—No te preocupes, todo irá bien.
Proteger y defender. Ese es el mantra que le enseñaron a
Aiya cuando tomó los hábitos de monje a los siete años. Su
deber es que los demás mantengan la calma, incluso cuando
ella esté temblando como una salamandra recién nacida.
Bueno, si es sincera consigo misma, ahora solo le falta escupir
fuego por la nariz para convertirse en una. A su espalda, su
amiga Rin se agazapa cerca del suelo y, al frente, una mole
humana las aterroriza a ambas. Sin embargo, todos los monjes
del templo del Sol saben que el tamaño es irrelevante.
Una zarpa la agarra del brazo y la levanta en el aire como
si fuera una muñeca. La sacude tanto que la explanada de
tierra rubia que los rodea se transforma en espirales. Cuando
por fin se detienen, distingue unos ojos ancianos juzgándola en
la distancia.
«Piensa, Aiya. ¡Piensa!».
Trata de ignorar el dolor y concentra todo el calor del
entorno en su piel, permitiendo que la energía fluya a través de
ella. Como siempre, su corazón se agita, y un segundo
después, una llamarada explota en la palma de su mano y
obliga al gigante a soltarla. Aiya cae de culo y aprovecha para
revolver la arena a sus pies y así crear un pequeño torbellino
de polvo y piedrecitas con sus sandalias. Después, lanza un
puñado de diminutos granos blancos al aire.
La nube se cuela por la nariz de su contrincante, que
empieza a toser como un loco. Aiya sonríe, victoriosa. A su
alrededor, varias voces se solapan: «¡Buen trabajo!»,
«¡Menuda paliza!».
Pero una suena mucho más alta que las demás:
—¡Suficiente!
Su maestra, una monje de avanzada edad que se yergue
musculosa, con el pelo cano atado en una alta coleta de
caballo, los observa con los brazos cruzados. Sus labios se
cierran en una línea recta, y sus ojos juzgan a Rin, que trata de
sacudirle a Aiya la arena de la parte de atrás de su uniforme.
—Tao, ¿te encuentras bien? —pregunta, con más
severidad que preocupación.
El joven vuelve a toser y levanta un dedo acusador hacia
Aiya.
—¡Eso ha sido juego sucio! ¡Maldita cobarde!
—¡No podía hacer otra cosa! Y mi protegida estaba en
peligro, así que yo…
—¡Me has tirado arena a los ojos!
—No tenía…
—¡Suficiente! —repite la anciana. Espera, callada, hasta
que Aiya, Tao y Rin regresan con el resto del grupo. Ahora no
son más que aprendices del templo del Sol, pero dentro de
poco tendrán el honor de prestar un juramento divino ante el
Señor Huozai. Sus espíritus y su lealtad quedarán ligados a la
isla y, así, se convertirán en los futuros diplomáticos y
defensores de las leyes de la región—. Este ha sido el mejor
ejemplo de todo lo que un escolta no debe hacer. Es un
milagro de Bondad que no hayáis aplastado a Rin en esa danza
ridícula que nos habéis enseñado.
Conciliadora, Rin le da un golpecito en el hombro a Aiya.
Tao le saca la lengua desde el otro extremo de la fila.
¿Y si le metiera los dedos en los ojos? No, las
consecuencias serían aterradoras.
—Nunca podemos dar el combate por perdido, Tao. —La
maestra se gira hacia Aiya—. El objetivo de esta lección era
proteger. ¿Crees que lo has conseguido?
Rin intenta esconder las manos en las mangas de su
camisola, pero todos ven los rasguños causados por los
numerosos empujones que, sin querer, Aiya le ha propinado
durante la prueba.
Se va a disculpar, pero, de repente, la fila se deshace y
sus compañeros se apelotonan. Aiya se hace un hueco entre
todos, metiendo el codo sin piedad, y al final logra ver qué ha
causado semejante revuelo.
Aiya ya conoce esa diligencia, pero no importa cuántas
veces la haya visto: es una obra digna de Perseverancia y
siempre consigue dejarla sin habla. Dos autómatas tiran de
ella, dos delicadas aves de latón bañadas en oro que apenas
levantan las piedras del camino en su paso apresurado hacia la
pagoda principal del templo. Sus ojos de rubí centellean
cuando el conductor aminora la velocidad. El hombre viste
una toga rojo ciruela en la que destaca el mismo blasón que
hay grabado en oro en los flancos de la diligencia: el fénix de
la dinastía Huozai. Lleva el pelo atado en una coleta corta que
parece un pincel, y maneja a los autómatas con un pequeño
panel de palancas que emite chirridos agónicos. A su espalda,
el tejado de hojas de palma de la diligencia cae a dos aguas,
pintado de granate. Y aunque la vista de Aiya es excepcional,
es incapaz de distinguir quién se esconde tras las rejillas
diminutas de las ventanas. Aunque, a veces, no hay necesidad
de ver si sencillamente sabes. Y ella lo sabe: allí viaja el
príncipe heredero de Huozai junto a su escolta de confianza. El
sueño de Aiya es poder trabajar para él, asesorándole en sus
decisiones para con las otras islas de Losbias.
El joven baja con lentitud del vehículo. El silencio a su
alrededor es tal que Aiya escucha el frufrú de su vestimenta
carmesí. Como su diligencia, el príncipe Hanlu es exquisito y
encantador. Su cabello negro, fino, cae en cascada hasta media
espalda, salvo por el mechón que se le enreda en una de las
plumas de su máscara de fénix. Su rostro, al igual que el de
todos los príncipes y Señores de Losbias, es una incógnita para
el Imperio, a excepción, claro, de sus familiares más cercanos.
Sin embargo, ni siquiera esa máscara es capaz de ocultar los
ojos marrones de Hanlu Huozai, que se detienen un instante
sobre el grupo de monjes entre los que está Aiya.
—¿Habrá venido a proponerte matrimonio de una vez por
todas? —bromea Lan. Es la única persona de su clase a la que
Aiya puede mirar desde arriba.
—¡Lan, no digas tonterías! —Aiya le da un manotazo
despreocupado mientras intenta callar a esa Aiya pequeñita
que vive en su interior y que se muere por saber qué pasaría si
formase parte de un escándalo imperial—. Pero es verdad, ¿a
qué habrá venido?
—No te enteras nunca de nada, ¿verdad, Ziwei? —
pregunta Tao con los ojos en blanco—. Están aquí por el
encuentro diplomático en Beongae.
—Claro que me había enterado —replica Aiya,
reprimiendo la segunda parte de la frase: «Pero también me
había olvidado por completo».
***
Se dice que el templo del Sol, una pagoda circular de seis
pisos, lo construyeron hombres y mujeres que tenían un
corazón de fuego. Según las historias, sus auras eran tan
ardientes que se alejaron todo lo posible de cualquier
vegetación por miedo a reducirlo todo a cenizas. A los monjes
y aprendices de Huozai solo los rodean delgadas cañas de
bambú, tan altas que parece que intentan acariciar el sol que
nutre la magia de ese lugar.
Aiya, Rin y Lan entran las primeras en el edificio, alto y
rojo. La última enciende con el dedo los faroles que cuelgan
en una hilera sobre la pared.
—¡No iría a Beongae ni por todo el oro de Usura! —
protesta, al tiempo que sacude el dedo para apagarlo—. No me
gustan ellos ni me gusta su comida.
—Yo creo que podría ser una buena oportunidad… —
murmura Rin, que sigue frotándose las manos rasguñadas.
Y ahí termina la conversación, porque uno de los
maestros señala hacia el aula más cercana y ellas entran,
silenciosas y obedientes. Buscan sitio entre sus compañeros,
esquivando los hilos de seda granate que cuelgan de los faroles
encendidos del techo. Aiya y sus amigas ocupan los lugares
más cercanos a las ventanas ovaladas y esperan a que el resto
de los monjes acuda.
Cuando allí no cabe ya ni una luciérnaga, una monje alta
como una columna entra con inesperada elegancia. Tras ella,
dos hombres rechonchos y poco amigables escoltan al príncipe
Hanlu, que no levanta la mirada del suelo, ni siquiera cuando
se sienta en un cojín y cruza las manos sobre el regazo.
Cuando la mujer alta habla, no se escucha ni una sola
respiración. Habla de la guerra civil de Losbias y de cómo
convertirse en monje es una gran responsabilidad. Les
recuerda lo afortunados que son por haber sido bendecidos por
la magia de la deidad Sheng. Sus amplias mangas susurran con
suavidad cada vez que cruza los brazos en un gesto
apremiante, como si tuviera mucha prisa por marcharse. Y
seguramente así sea, porque los dos monjes que escoltan al
príncipe Hanlu tienen la cara más amargada que Aiya ha visto
nunca. Se distrae también con sus cejas gruesas y lo mucho
que se parecen a un par de oruguitas.
—… es el encuentro diplomático más importante de los
últimos cincuenta años, y queremos que Huozai tenga la
representación que merece. Al mismo tiempo, buscamos
ofrecer a los estudiantes del templo la posibilidad de tener una
experiencia diplomática real. Es una oportunidad sin
precedentes.
Aiya observa de reojo cómo Lan retira la vista hacia las
ventanas, y también detecta a varios compañeros agachando la
cabeza. Comprende sus dudas. Los huozis no son muy
populares más allá de sus fronteras y, de las cinco islas de
Losbias, seguramente Beongae sea la peor para hacer amigos.
Sus compañeros tienen miedo porque el príncipe Hanlu y
su familia apenas tienen vida fuera del palacio, y mucho
menos fuera de Huozai. Y tienen motivos. Un viaje a Beongae,
a la capital del Imperio, sería una ocasión ideal para una
emboscada, ¡o para que alguien te intente apuñalar mientras
duermes! Por no hablar de la travesía por la Corriente de la
Tortuga. Los pies de Aiya nunca han abandonado la tierra
firme.
Pero no puede ignorar la llamita, esa diminuta flama en
su garganta que le dice que esta es su mejor oportunidad para
salir de los dominios del Sol y conocer a gente nueva,
descubrir otras culturas y, además, aprender cómo hacer su
trabajo. Incluso si tiene tanto miedo como el resto de sus
compañeros.
Centra su atención en el príncipe. Tras la máscara, es un
completo misterio. Podría ser hasta otra persona, un impostor.
Pero no, sus ojos marrones inconfundibles la saludan un
instante, antes de regresar a la espalda de la portavoz. Aiya
tiene muchas ganas de acercarse a tocar las plumas del fénix.
¿Realmente queman, o es solo una leyenda? Tal vez durante el
viaje pueda hacerle un placaje y, con la excusa, rozar…
—No obligaremos a ningún alumno a unirse, tenemos
monjes juramentados de sobra. Pero quienes deseen servir a
palacio y aprender, podrán marcar su nombre en esta lista.
La mujer deposita un grueso pergamino enrollado sobre
la mesa. El príncipe Hanlu se levanta al mismo tiempo y Aiya
inclina la cabeza automáticamente, como el resto de sus
compañeros. El joven heredero parece una estatua. Sin mediar
palabra, desaparece.
Cuando los estudiantes se quedan solos, se produce una
explosión de comentarios y voces y pasos apresurados que
corren de un lado a otro. Los más jóvenes ni siquiera levantan
el culo del suelo. Tampoco lo hace Lan, que suspira. Pero Aiya
tiene otros planes, así que intenta abrirse paso entre un grupo
de chicas que comentan en susurros si el viaje les permitirá
acercarse más al heredero. Cuando alcanza la mesa, se queda
quieta, observando el lugar en el que hasta hace un momento
estaba el príncipe Hanlu. Esa distracción hace que, cuando
alguien le da un golpe en la espalda, se estampe contra la
pared más cercana.
—Siempre hay que estar alerta, Ziwei.
Tao y dos de sus amigotes más inaguantables se ríen y
marcan sus nombres en el pergamino. La chica le arrebata la
pluma al que parece una caña de bambú y busca su nombre a
toda velocidad.
—No van a querer que alguien tan torpe y cagueta como
tú se acerque al príncipe Hanlu —se mofa Tao—. Imagínate
que le arrancas la máscara sin querer. Tendrían que matarte.
Aiya intenta no inmutarse y hace la cruz más bonita que
ha dibujado en su vida.
—En realidad no creo que sea capaz ni de sobrevivir al
viaje —insiste el otro—, es un peligro para sí misma. Se caerá
por la borda. Y ya sabes lo que dicen de los monjes ameagis:
si alguien se queda atrás, siempre miran hacia delante.
—Solo estáis molestos porque Aiya siempre os gana en
los combates —Rin se acerca a ellos y Aiya se sonroja,
agradecida—, así que tened cuidado, no vayamos a tener que
salvaros durante el viaje.
Los chicos hacen una mueca de disgusto, pero se
marchan.
—Gracias. —Aiya sonríe y se aparta de la mesa—.
Aunque en realidad sí que tengo miedo de no estar a la altura.
—Siempre estás a la altura, Aiya. ¿Quién fue la que se
coló en la cocina el año pasado para llevarle a Lan panecillos
recién hechos cuando enfermó? ¿Quién es la mejor escaladora
del templo? ¿Y quién rescató a Hoxu hace unos meses?
Aiya, que hasta ahora sonreía orgullosa, se pone blanca.
Se lleva las manos al cabello corto y está a un gesto de
arrancarse los pelos del flequillo.
—¡Hoxu!
Rin levanta un dedo para hablar, pero Aiya no le da
tiempo a decir nada. Se tropieza con el maestro que vela en la
puerta y le pide perdón varias veces mientras lo escucha gritar
que no corra por los pasillos.
Cuando llega a su dormitorio, Aiya se descuelga por la
ventana y, a riesgo de comerse el suelo, salta. Aterriza con
cuidado sobre la arena. Con los dedos en el interior de la boca,
silba. Es casi imperceptible, pero pronto un gorgorito tímido
suena sobre su cabeza y un animalillo, rechoncho y con
plumas carmesíes, revolotea hasta colocarse delante de ella.
—¡Hoxu!
Saca unos guantes de uno de sus bolsillos y se los pone
antes de acariciar al animal. La criatura se revuelve hasta
ponerse panzarriba, y Aiya sonríe. Lo atrapa de las patas y
juega con ellas, provocando un ronroneo de felicidad.
Aiya encontró a aquel bebé flaminaara solo, cerca del
templo. Cuando comprobó que su familia no regresaría jamás,
lo adoptó. Las mascotas están prohibidas en el templo, pero
Hoxu no es su mascota, se dice Aiya, es un flaminaara libre
que vive entre la arena, donde su larga cola absorbe el calor y
los nutrientes de la tierra.
¡Aunque casi se le había olvidado darle de desayunar!
Saca una semilla de girasol de uno de los pliegues de su
uniforme y Hoxu la agarra con el pico. Parece contento, hasta
que sus ojos enormes se abren y baja las orejas con miedo.
Aiya contiene la respiración cuando escucha a alguien
dejarse caer con habilidad a su lado. Se vuelve hacia el recién
llegado.
—¿Sin la máscara en público…, príncipe?
Hanlu Huozai es bonito como un lirio. Sus ojos castaños
y grandes tienen algo de animal salvaje, y eso hace que sea
mucho más fácil sentirse intimidada cuando el príncipe no
lleva la máscara. En sus labios, rosa melocotón, se forma una
sonrisa. Aiya la corresponde inconscientemente.
Igual que a Hoxu, a Hanlu lo conoció por casualidad.
Aiya estaba entrenando por su cuenta, alejada del templo,
cuando oyó los gritos y decidió seguirlos. Estaba asustadísima,
pero también sabía que su deber como monje implicaba acudir
a quien necesite una mano amiga. Y así, descubrió a un chico
algo mayor que ella rodeado por tres salamandras.
Aiya enmudeció al ver su rostro: parecía esculpido con
todo el mimo de las cuatro Virtudes, incluso a pesar del miedo
que teñía sus facciones en ese momento. Quien entiende de
animales sabe de sobra que las salamandras en grupo no
suponen ningún peligro, pero él, evidentemente, no tenía ni la
menor idea. Así que Aiya se apiadó del desconocido y espantó
a los reptiles, con cuidado de no asustarlos.
Cuando por fin se quedaron a solas, el joven se arrodilló a
sus pies, le dio las gracias y balbuceó que a partir de ese
momento tenían una deuda pendiente.
A Aiya le parecía raro que ese muchacho, que empezó a
visitarla de vez en cuando, supiera tantas leyendas de reinos
lejanos, hablara el idioma del Continente, que le sonaba a
trabalenguas, y conociera muchas historias que la ayudaban a
dormir mejor. Pero nunca sospechó de él. Para cuando Hanlu
le desveló su identidad, ya eran amigos.
«¿Cuál es la pena por contemplar el rostro de un
príncipe?», pensó aterrada. En el fondo lo sabía: la muerte. O
peor aún, el castigo más grave que se le podía imponer a un
losbita: el deshonor y el destierro.
Así que Aiya mantuvo el secreto, y también Hanlu. En
realidad, lo habrían hecho aunque no hubiera habido castigo
en juego. Les gustaba poder verse así, al margen del resto del
mundo.
—Es más fácil pasar desapercibido así, ¿no crees? —
replica Hanlu, y gatea hasta ella—. ¡Un flaminaara!
Estira la mano desnuda hacia el animal y, aunque Aiya
trata de advertirle, el chico acaricia la cabeza del ave, que
mueve los bigotes con gusto.
—¡Lo has tocado sin guantes!
La piel de los flaminaara es tan peligrosa como sus
dientes. Incluso para alguien como Aiya, que posee la
bendición del Sol y el calor, es imposible rozarlo sin
protección. Pero después de tanto tiempo siendo amigos,
debería haber sabido que, aunque el fuego pudiera quemar la
piel de Hanlu, su cabezonería lo libraría de ello. Cuando trató
de alejarse de él por temor a las represalias, solo consiguió que
el príncipe la siguiera en sus escapadas prohibidas desde su
palacio hasta el templo del Sol. Vestido con ropas del servicio
y encantador, fue capaz de ocultarse y evadir parte de sus
responsabilidades. Así que al final, Aiya se rindió.
—Mi alma está hecha de fuego, ¿recuerdas?
Hanlu se da un par de golpecitos en el pecho, donde se
esconden sus tatuajes de Señor del Sol. Tiene otros en los
hombros y en los brazos, como Aiya. La joven monje se
contiene para no agarrarlo de las muñecas y examinar sus
venas y comprobar si son diferentes a las de ella, si el fuego y
el Sol corren por su interior, como se dice de los Huozai.
—Oye, te habrás apuntado, ¿verdad?
Aiya asiente, cabizbaja.
—Pero luego he pensado que nadie va a cuidar de él
mientras estemos fuera, y es demasiado pequeño para buscar
semillas por su cuenta.
Hanlu sostiene al animal y lo acaricia, distraído.
—Puedo llevarlo yo a Beongae —Hoxu revuelve las
plumas de felicidad, como si entendiese sus palabras—, nadie
puede decirme que no.
—Pero…
—Seguro que le gusta viajar. Y tranquila, cuando
terminemos, te lo devolveré. Tendré que ausentarme del
encuentro para poder estar aquí durante el festival de Suiren.
El flaminaara gorjea agudo para mostrar su acuerdo.
—¿Harías eso? Es un incordio, y…
—Me salvaste de unas salamandras hambrientas, es lo
mínimo que puedo hacer…
Aiya sonríe y acepta el trato. Se quedan sentados en la
arena, hablando y jugando con Hoxu mientras el templo bulle
de energía a sus espaldas. En algún lugar, una monje alta se
vuelve loca buscando a su príncipe. En el otro extremo de la
pagoda, dos amigas suben al dormitorio y lo encuentran vacío.
Y mientras tanto, Aiya y Hanlu hacen planes para su viaje.
Será, tal vez, la reunión diplomática más importante a la que
ella asista jamás. Dieciséis años después de la masacre del
templo de la Tormenta, por fin ha sucedido: a finales de
primavera, Losbias reabrirá sus fronteras al Continente de más
allá del mar.
Jisoo
—Ciudad de Beongae—
El aire huele a sal marina y a expectación. Bajo los pliegues de
su uniforme de gala, Jisoo se retuerce los dedos, intentando
eliminar de sus uñas cualquier minúsculo rastro de suciedad o
sangre que pudiera haber pasado por alto. Da igual que anoche
estuviera limpiándoselas durante horas, hasta casi dejarse los
dedos en carne viva: hoy, todo en él debe ser especialmente
impoluto. No puede permitirse otro error.
Para obligarse a parar, alza una mano hasta la máscara de
cuervo que le cubre la cara y finge que la ajusta para ver mejor
lo que tiene frente a él.
El puerto de Beongae parece haber desaparecido bajo los
cientos de pies que se han congregado allí para presenciar el
próximo capítulo de la historia de Losbias. Si Bondad los
estuviera observando desde su nube, se sentiría orgullosa.
Vería la infinita cinta del mar y, después, una muchedumbre
inquieta pero organizada, dividida en cinco columnas rectas
como cañas: obsidiana y plata, esmeralda y marfil, zafiro y sal,
púrpura y cobre, escarlata y oro.
Las cinco dinastías de Losbias.
Algo similar sucede a su izquierda, donde se alza la
frontera roja y dorada de los Huozai. El orgulloso Señor del
Sol no se ha dignado a presentarse, y en su lugar ha enviado
tan solo al príncipe Hanlu y a una de sus esposas. En el fondo,
Jisoo lo prefiere. No conoce a ninguna de las mujeres de Yazi
Huozai, pero ha coincidido en un par de ocasiones con el
heredero del Sol y siempre se ha mostrado educado y cordial.
Casi podría decirse que Hanlu Huozai le cae bien, aunque, por
supuesto, Jisoo nunca halagaría a un Huozai. No con su madre
delante, al menos. La emperatriz Beongae es la única que
puede hacerlo, y solo porque posee el talento de transformar
cualquier alabanza en un insulto. «Heredero Huozai, es un
placer teneros aquí», le ha dicho al recibirlo esa mañana.
«Seguro que un joven tan inteligente como vos nos ayudará
mucho estos días… Es comprensible que vuestro padre os
haya enviado en su lugar».
No, definitivamente, Jisoo no puede tener ni el más
mínimo gesto de simpatía hacia él. Hacia nadie, en realidad.
No puede fiarse de nadie.
«Todo se aclarará pronto», se dice, aunque no puede
evitar retorcerse las manos de nuevo.
Su hermana Jisun lo mira de soslayo, suficiente para
conseguir que se quede quieto. Y pensar que esa misma
mañana se han reencontrado tras más de una estación
separados y, sin embargo, aún no han tenido ni un momento
para hablar a solas… Y Jisoo necesita hablar con ella.
«Luego», se repite para calmarse. «Luego habrá tiempo».
Ahora no lo hay, desde luego. Ahora, el hormigueo de la
curiosidad recorre las cinco cortes, aunque nadie pronuncia ni
una sola palabra. Si acaso algún murmullo escapa de la boca
de un monje demasiado emocionado, el rumor de las olas es
suficiente para acallarlo. Quizá la magia sandeshi pueda captar
algo más, pero lo único que Jisoo oye es el mar y el latido de
su propio corazón. Y entonces…
—¡Ahí está! —grita alguien.
Un redoble de murmullos que crece, igual que el punto
que ha aparecido en la línea del horizonte. Jisoo se obliga a
permanecer quieto, disimulando su expectación, hasta que
Jisun le da un suave golpe en el brazo y le pasa unos
binoculares.
Inmediatamente, el punto se convierte en un barco que
cabecea sobre las olas, un monstruo de madera y metal. Su
enorme chimenea ensucia el cielo inmaculado de Beongae. No
tiene nada que ver con los elegantes navíos que fabrican en
Ameagari. Está fuera de lugar de un modo impreciso pero
evidente, como lo estaría una daga en un nido de víboras.
Con todo lo acontecido en los últimos días, Jisoo ni
siquiera se ha parado a imaginar cómo serán los extranjeros.
Cuando lo intenta ahora, tan solo dos palabras acuden a su
mente:
Distintos. Idénticos.
Distintos a los losbitas. Idénticos entre sí.
Sin embargo, cuando el barco se acerca lo suficiente para
ver a sus tripulantes, a Jisoo le sorprende comprobar que entre
ellos hay tantas diferencias como entre los propios isleños,
tantos tonos de piel como de cabello, complexiones de todo
tipo, rostros afilados, suaves o redondeados. Incluso le parece
distinguir a un joven de rasgos ameagis en el alcázar. Solo hay
dos cosas que todos los extranjeros comparten: el uniforme,
blanco y ceñido, y un aura que grita a los cuatro vientos que
no pertenecen a ese lugar.
Mientras el barco atraca, los Señores de las cinco
dinastías dan un paso adelante, con la madre de Jisoo a la
cabeza. De cerca es aún más imponente de lo que parecía a
través de los binoculares. Su sombra se cierne sobre el puerto
mientras el líder de los extranjeros desembarca con
parsimonia. Su cabello y su espeso bigote combinan a la
perfección con el blanco de su uniforme, y su ajustado chaleco
delata una pronunciada barriga única en su tripulación.
También es única la banda que le cruza el pecho, repleta de
insignias y bordados. Aunque está un poco lejos, a Jisoo le
parece distinguir el emblema de un pájaro azul. Sabe, por sus
estudios, que es el escudo de los extranjeros, un ave llamada
cé que se extinguió hace mucho, como casi todo en ese reino
obsesionado con el humo y el metal.
—Su tierra es aún más hermosa de lo que relataban las
crónicas —dice el extranjero, inclinándose respetuosamente
frente a los Señores—. Espero que de este encuentro florezca
una relación igual de hermosa.
Ha hablado en losbita. Pronuncia cada sílaba con claridad
artificial, como si las puliera una a una antes de decirlas. Está
claro que pretende impresionar a los Señores que se alzan ante
él, pero va a tener que esforzarse mucho más para conseguirlo.
—Decano Gotoli, bienvenido a Beongae —responde la
madre de Jisoo en la lengua del Continente.
—Y a Losbias —añade Umi Ameagari.
Después de eso empieza una aburridísima ronda de
saludos; los Señores le estrechan la mano al extranjero, como
es costumbre en su reino, y él les devuelve una reverencia tras
otra. Jisoo contiene las ganas de poner los ojos en blanco. Lo
único que le reconforta es saber que, tras su máscara, Jisun
está luchando contra el mismo impulso.
Cuando llega su turno, él pronuncia el mejor
«Bienvenidos» que es capaz de articular. Le flaquea la voz al
estrechar la mano del extranjero. Está húmeda. Jisoo ha
entrenado demasiado como para que le moleste un poco de
sudor, pero, en cuanto lo toca, le golpea el recuerdo de anoche,
de sus propios dedos pegajosos y rojos, y está a punto de soltar
al diplomático como si le hubiera dado calambre. Consigue
controlarse. Cree. ¿Lo está mirando con suspicacia la señora
Sandesh? Su expresión queda oculta tras su máscara de
murciélago, claro, pero Jisoo juraría que tiene el ceño
fruncido.
«Que te mire como quiera», se dice, intentando ignorarla
y cediéndole el paso a Jisun. «Todo eso se ha acabado».
Tras sus Señores, los cortesanos permanecen inmóviles
salvo por cinco monjes (uno de cada isla) que sirven de
comitiva para la pareja de bueyes autómatas que en ese
momento transportan un cofre entre la multitud. Cuando la
ronda de saludos concluye, y ante la atenta mirada de los
extranjeros, el cofre cobra vida.
De cada uno de sus lados nacen un par de patas que lo
hacen corretear entre los pies de los Señores. Es uno de los
ingenios de Kai Ameagari, el hermano de Umi, un alarde de
las capacidades de la región de la Ola. A pesar de que el baúl
está adornado con el inconfundible lacado ameagi, su
contenido ha sido forjado en la región del Sol, y por eso el
cachivache corre como un cangrejo hasta los pies de Hanlu
Huozai. Es él quien se encarga de deslizar la tapa.
El atardecer arranca destellos al medio centenar de
brazaletes grabados que descansan en el fondo del baúl.
También es Hanlu Huozai quien toma el primero de ellos y lo
alza hacia el decano Gotoli, que ya le está ofreciendo su brazo,
con el uniforme blanco ligeramente remangado.
Hanlu presiona, y el aro metálico se abre por la mitad con
un chasquido. Emite el mismo clic cuando lo cierra en torno a
la muñeca de Gotoli. A continuación, el príncipe extiende un
dedo sobre la juntura del brazalete. Bajo el mero roce del
heredero del Sol, el metal empieza a soldarse.
Dado que Hanlu Huozai solo muestra el semblante
imperturbable de su máscara, Jisoo observa al extranjero:
parece fascinado por la magia huozi, y en absoluto molesto por
el metal incandescente en torno a su muñeca. Y es que el
heredero del Sol no solo está soldando el brazalete, sino que
está conteniendo su calor para evitar que abrase la piel del
extranjero. Si Hanlu no fuera un Huozai y Jisoo no fuera un
Beongae, le felicitaría. No se esperaba semejante destreza por
parte del carismático heredero del Sol.
«El enemigo más peligroso es el que consigue
sorprenderte», suele decir la madre de Jisoo. Al recordarlo, se
le van todas las ganas de halagar a Hanlu Huozai. Su poder no
es ningún mérito.
Es una amenaza.
Los extranjeros forman una fila para desembarcar de uno
en uno, ofreciendo sus muñecas al heredero del Sol. Intentan
mostrarse tan impasibles como su portavoz, pero a Jisoo no se
le escapa el gesto de pasmo de uno de ellos. El joven en
cuestión está cerca del final de la fila, en posición de firmes;
su piel oscura contrasta con su uniforme blanco. Su calma se
rompe tan solo un segundo, pero Jisoo lo capta al instante. Lo
que no es capaz de discernir es si al soldado le impresiona la
magia de Hanlu Huozai o los brazaletes que cierra alrededor
de cada una de sus muñecas. Quizá su superior no les había
informado sobre esa ceremonia en particular.
Jisoo entiende sus nervios. Lo que Hanlu está imponiendo
a los extranjeros parecen esposas y, aunque no lo son, por
supuesto, quizás ese chico no lo sepa. Lo importante de los
brazaletes son los símbolos grabados en el metal, los mismos
que la gente común lleva tatuados en las muñecas desde la
infancia. Los únicos que no los llevan son los Señores y sus
monjes: los herederos de la magia divina. Hubiera sido un
sacrilegio permitir a los extranjeros pasearse por Losbias con
las muñecas desnudas, pero tampoco era justo marcarlos de
por vida… Los brazaletes eran la solución más adecuada, y era
la que se imponía a los comerciantes del Continente en el
pasado, cuando las fronteras estaban abiertas. Además, una
demostración de fuerza nunca está de más… incluso si corre a
cargo de los dedos de Hanlu Huozai, que cierran los brazaletes
uno tras otro, sellando hasta el último aro de ardiente metal.
***
Los jardines del palacio siempre han sido el lugar favorito de
Jisoo. En el fondo, cree que los envidia: los quietos estanques,
los arbustos y los telares de ramas y las flores que cambian a
su parecer, a su ritmo, ajenos a la lucha de voluntades que se
libra de paredes para adentro.
En ese sentido, Jisun se parece a los jardines.
Son muchos los que han escrito poemas sobre su
hermana, de manera mucho más literal, a menudo comparando
su belleza con la de las flores. Y sí, Jisun es hermosa como
una flor. Pero también es afilada como una espina. Parece
hecha para pasear entre los matorrales en los que Jisoo la
encuentra, tanto que casi podría pasar desapercibida.
—Esperaba que estuvieras aquí.
Si a Jisun le sorprende su llegada, no lo demuestra. Sin
sobresaltarse, da media vuelta con delicadeza. La cinta
plateada que adorna su larga trenza se mece con el
movimiento.
—Ameagari es precioso, con sus cerezos y todo eso, y
Umi y Kai son muy amables siempre que los visito… Pero
echaba de menos mis jardines.
Jisun sonríe, aunque el gesto apenas es visible. Aún lleva
su máscara de cuervo, como Jisoo. Con tantos extraños
paseando por el palacio, sería imprudente andar sin ella;
incluso ahí, en su rincón secreto.
Pero ahora están solos, por fin. Solos él y su hermana, su
confesora, su única aliada. Sin embargo, ahora que la tiene
delante, la enormidad de lo que debe contarle es tal que Jisoo
no encuentra las palabras.
—Me enteré de lo que sucedió en el festival de la Primera
Brisa.
La voz de Jisun le trae recuerdos con la misma facilidad
que si hubiera llamado al viento, aunque con mucha más
brutalidad.
La secta, los atacantes de máscaras blanquecinas.
Golpes.
Una mano que lo agarra, que lo arrastra.
Los dedos sobre su máscara y el filo contra su garganta.
«¡El príncipe Jisoo! ¡Tienen al príncipe Jisoo!».
—Quise escribirte, pero no sabía si sería… seguro —dice
Jisun. La última palabra es casi un susurro.
—Hiciste bien. Yo pensé lo mismo. Escucha… —Jisoo
escudriña alrededor, solo para asegurarse. Los muros de
arbustos en flor le devuelven la mirada—. Tengo algo que
contarte. Este no es el mejor sitio, pero es la primera vez que
estamos solos desde que has llegado y…
Jisun asiente. Sus ojos grises, los que ambos comparten,
relampaguean al notar la seriedad en su voz.
—Si es importante, dímelo ahora. Quién sabe cuándo
podremos hablar otra vez, con todo el encuentro con los
extranjeros por delante… Ni siquiera he podido ver a… ¡oh!
Jisun alza la mirada: entre ellos dos se ha interpuesto una
mancha negra cubierta de plumas. El cuervo aterriza
elegantemente sobre una rama baja y, con un graznido como
de aviso, extiende una de sus patas hacia Jisun. En ella brilla
un aro plateado con un diminuto grabado del símbolo de los
Beongae, y de él cuelga un mensaje enrollado.
Son las aves más inteligentes, eso lo saben todos los
beongis. Y se dice que los cuervos mensajeros del palacio de
la Tormenta son especialmente brillantes, que pueden volar
durante días y reconocer el olor de sus dueños aunque estén en
la otra punta del Imperio. Sin embargo, Jisoo les tiene un poco
de manía: a él nunca le entregan sus mensajes.
—El resto de dinastías ya están preparándose en el patio
—lee Jisun, mientras acaricia distraídamente al cuervo.
Chasquea la lengua con fastidio—. Tendremos que dejar la
charla para más adelante; no podemos llegar tarde.
»Pero ven a buscarme cuando todo termine. Nos
encontraremos aquí, ¿está bien?
Jisoo asiente, aplastando su frustración dentro del puño.
Hablará con Jisun después del desfile.
Aiya
—Ciudad de Beongae—
Aiya se ha mareado en el transbordador y está agradecida del
tiempo libre que les han ofrecido para volver a reconciliarse
con la estabilidad de la tierra. Por eso, Rin y ella se han
acercado a las tiendas para curiosear las plantas aromáticas,
probar la comida local o simplemente para esquivar los
sombreros de paja que los beongis llevan encajados sobre las
orejas. Y, por supuesto, para echar un vistazo a los extranjeros.
Le cuesta usar esa palabra, porque, en cierto modo, ella
también lo es. Se lo dejan claro las miradas de los monjes de la
Tormenta, de uniformes negros, corazas de cuero con el blasón
del cuervo y plumas sobre los hombros. Beongae y Huozai
nunca han sido buenos amigos. La naturaleza del viento es
impredecible: a veces su presencia aviva las llamas para
hacerlas más poderosas, pero otras es la causante de su
extinción.
Rin la libra de su ensimismamiento arrastrándola cerca de
una de las acequias que se filtran al interior de la ciudad. Allí,
se fija en la amalgama de peinados que recorren las calles. Se
cruza con una soldado extranjera y descubre que es posible
tener los ojos del color del cielo y el cabello como el oro sin
necesidad de usar plantas para teñirlo. Después, la distrae un
panecillo de pimientos y cebolleta que huele de maravilla.
Saca un par de bosles del monedero que se ha colgado del
uniforme y las coloca sobre la mano autómata que emerge de
debajo de la mesa del puesto de comida. Los dedos de caña se
cierran alrededor del pago y lo acercan a la vendedora.
Aiya está acostumbrada al uso de los autómatas porque
en Haigui hay muchos encargados de amontonar el serrín.
Aunque en el templo del Sol están prohibidos: el trabajo
manual es deber de los monjes; tan solo cuentan con una
unidad de archivo, un autómata con forma de gusano al que
ella suele llamar Viscoso (aunque de viscoso no tiene nada) y
que únicamente se dedica a colocar los tubos de pergaminos de
la biblioteca. Allí en Beongae los usan más, como aquel cofre-
araña que ha abierto Hanlu antes, en el muelle. Aunque todo el
mundo sabe que la cuna de los autómatas no es otra que
Ameagari.
—¡Devolvedme eso, ladronzuelas!
Aiya se gira hacia el origen del grito y descubre a un par
de niñas pateando en el aire. El dueño de uno de los puestos
las sujeta por el pescuezo y las sacude como si fueran mantas
polvorientas. Aiya va a intervenir cuando alguien se adelanta.
—¡Eh! —exclama el recién llegado.
Lleva un sombrero de cola de caballo beongi tan calado
que le ensombrece el rostro. Lo que Aiya sí ve es cómo estira
el brazo y lanza una bolsita al comerciante, obligándolo a
soltar a las niñas. La que es un poco más alta se sacude el
polvo de las mangas, muy digna:
—Estábamos esperando a nuestro amigo con el dinero, no
estábamos robando.
El vendedor comprueba el contenido de la bolsa y luego
resopla como un buey, sacudiendo los brazos en dirección a las
chicas, que le hacen la burla y echan a correr.
—¿Y tú quién eres?
El pagador misterioso da un paso hacia atrás, y Aiya
descubre su cara. Es un chico joven, de su misma edad. Tiene
la nariz recta y manchada, aunque con la cantidad de puntitos
de color marrón claro que adornan su piel rosada es difícil
darse cuenta. Parece dispuesto a largarse corriendo de allí,
pero su expresión cambia de golpe cuando el mercader lo
agarra del cuello y estira de su sombrero, liberando una
cascada de tirabuzones cúrcuma y cejas pobladas.
—¡Un mediasangre!
Varias personas se vuelven hacia ellos y Aiya levanta
instintivamente las manos para intentar calmar a todo el
mundo. Nadie le presta atención. A juzgar por sus rostros
llenos de curiosidad y recelo, los mediasangres son tan poco
comunes en Beongae como lo son en Huozai.
—¡Déjame en paz!
La voz del chico es algo aguda para un hombre, pero más
grave que la de un niño. No ha hablado en losbita, y Aiya está
tan sorprendida que tarda unos segundos en reconocer el
idioma que ha utilizado. Nunca se había sentido tan afortunada
de haber conocido al príncipe Hanlu. Él le enseñó la lengua
del Continente. Aiya pensaba que le serviría en su trabajo
como diplomática, o para entender antiguos tratados
extranjeros…, ¡no para mediar en un altercado en un puesto de
frutas!
—¡He dicho que me sueltes, imbécil!
—No entiendo una puñetera palabra de lo que dices,
cabeza de boniato.
Aiya comprueba que no hay monjes de Beongae a la vista
y se acerca un poco más, con las manos entrelazadas y su
mejor sonrisa.
—Este chico se acaba de disculpar —intercede. Reconoce
a una buena persona cuando la ve, y ese mediasangre tiene que
serlo. Ha ayudado a las niñitas desinteresadamente; no es
como si fuera un vulgar ladrón—, así que suéltelo, por favor.
—Puede que en tu isla hagáis las cosas de otra forma,
huozi —brama el mercader, y varias personas respaldan sus
palabras como si fueran un coro—, pero este chico está
desmarcado.
Si hubiera sido la propia Aiya la que se hubiera metido en
el lío, nadie se habría fijado en sus tatuajes. Sin embargo, al
tratarse de un mediasangre, la desconfianza de los losbitas
siempre es mayor. Las muñecas de Aiya están limpias, como
las del mediasangre (no así sus hombros y sus brazos,
marcados con los símbolos del Sol y la llama), pero ella es una
monje. Salvo las dinastías y los monjes, nadie en todo el
Imperio tiene las muñecas sin tatuar. Sus símbolos son señales
de las deidades y su magia, del papel que las Virtudes les han
asignado. Incluso los extranjeros del Continente han aceptado
colocarse unos brazaletes grabados para respetar la tradición.
Pero estar desmarcado… Aiya no había conocido a nadie que
lo estuviera. Pensaba que eran solo rumores, como esos que
dicen que las sectas del norte desfiguran sus tatuajes para
arañar magia negra de ellos.
—Tal vez sea un error y… —Aiya se da cuenta de que el
chico probablemente no sabe losbita—. ¿Por qué motivo estás
desmarcado?
El extraño parece sorprendido de entenderla, pero esa
sorpresa dura poco. Sus labios finos se tuercen en una mueca
de disgusto.
—No sé de qué me hablas.
Se escurre como un gusano y se libra del puño del
tendero. Aiya reacciona rápidamente y, cuando el chico pasa
corriendo a su lado, estira la pierna. Él tropieza y se estampa
contra el suelo, levantando una nube de polvo.
Aiya intercambia una breve mirada con Rin, y después se
agacha y ayuda al muchacho a levantarse, pero antes de que él
pueda agradecérselo, le junta los brazos detrás de la espalda.
—Yo… tengo que llevarte con la guardia de Beongae.
Arrastra al mediasangre, con ayuda de Rin, y se planta
delante de los monjes de la Tormenta más próximos. No
necesita contarles lo que ha sucedido, ellos le arrancan al chico
de las manos y lo empujan lejos de allí. Aiya lo ve desaparecer
entre la muchedumbre de curiosos, cabizbajo y con los rizos
moviéndose como muelles alrededor de su cabeza. Se pregunta
qué hace alguien así en Beongae. Seguramente, si estuviera en
Huozai, aburrida, dedicaría toda la tarde y la noche a pensar en
ello, pero Rin le toca el brazo cuando a lo lejos se escucha un
suave trino de pájaros.
—¡Está atardeciendo! ¡El desfile, Aiya!
Las dos echan a correr hacia el palacio de la Tormenta.
Aiya está acostumbrada a ir a toda velocidad, pero los
obstáculos humanos son un inconveniente que el templo no le
ha enseñado a esquivar. Así que, después de chocarse con
media Beongae, que ya se ha colocado estratégicamente en las
calles para poder ver bien a los Señores, llega a su destino, el
patio del palacio, y se da de bruces contra su maestro. El
hombre la observa con expresión exasperada y la arrastra al
margen, donde un montón de monjes se agitan inquietos,
apostados tras las diligencias de sus Señores.
—¡Capricho no me ha hecho caso! Tan solo un minuto
más tarde y habríamos podido salir sin ti…
Aiya ignora a Tao, que sonríe bravucón, ajustándose a la
cabeza una tira de color naranja. No es parte del uniforme del
templo, pero los monjes del Consejo de Huozai solían
identificarse como guerreros experimentados de esa forma
durante la guerra civil. Ahora, algunos aprendices las usan
para fanfarronear en público.
A Aiya le importa bien poco. Con la carrera apenas ha
podido ver por dónde pisaba, pero ahora que tiene unos
segundos para recuperar el resuello, se permite mirar a su
alrededor. Y, la verdad, la estúpida cinta de Tao carece de
importancia entre las maravillas que alberga el patio del
palacio de Beongae.
Mientras se arregla el uniforme, Phong sale hacia la calle,
jugueteando con la trompa de su máscara. Después, Aiya pone
los ojos en la peana bañada en oro a la que la princesa Jisun se
sube con ayuda de una de sus sirvientas. Solo la ve de
espaldas, vestida de negro y con el cabello del mismo color
deslizándose por su espalda, trenzado con una cinta color perla
y un pasador alargado que parece hecho de plata. Su altísimo
hermano mayor, el príncipe heredero Jisoo, le hace compañía
como un escolta más, y luego ocupa su propio lugar, justo
detrás de la peana de la emperatriz.
La siguiente en pasar es la recién casada y nombrada
señora Umi Ameagari, que viste con el traje de infinitas capas
que caracteriza a su región y, por supuesto, luce su
resplandeciente máscara de dragón. A diferencia de la princesa
Jisun, la representante de las mareas juguetea con los hombres
que la acompañan y les da golpecitos en la nariz entre risas
cuando se las apaña para subir por la escalerita de plata que le
permite alcanzar su asiento de terciopelo azul, decorado con
laca.
—Es importante que mantengáis vuestra posición —
indica el maestro, y señala las peanas del príncipe Hanlu y su
madrastra. El joven acaricia a Hoxu sobre su regazo, distraído,
mientras una muchacha le arregla el cabello—, y nada de
saludos. Ese es trabajo de la señora y el heredero.
Aiya enlaza los dedos a su espalda, para evitar las
tentaciones, y suelta un poquito de aire. Durante el resto de
eternos minutos de espera cierra los ojos e intenta recordar lo
que sus maestros le han enseñado a hacer para calmarse:
imagina las llamas recorriendo sus venas, el calor
impregnando su sangre y volviéndola alguien especial, y siente
que de verdad merece estar allí. Por eso, alza bien la cabeza
cuando se anuncia el nombre del príncipe de Huozai y marcha
tras él hacia las calles de Beongae.
Los beongis los reciben con más entusiasmo del que
habría esperado. Las canciones de los músicos de la corte de
Beongae se sincronizan con los golpes que dan los niños a
unos instrumentos de metal que podrían pasar por cacerolas. Y
Aiya comprende pronto que la prohibición de saludar es una
tontería, porque, de todas formas, el público no quiere verla a
ella: solo tienen ojos para los Señores. Y tampoco puede
culparlos; ella haría lo mismo.
—¡Es de color morado! —exclama una niña que bota
sobre los hombros de su padre.
Tiene razón. El humo perfumado de los pebeteros ha
crecido sobre sus cabezas. Aiya no sabe por qué lo hace, pero
se detiene en seco. Tao, que camina justo detrás de ella, le
lanza una exclamación de aviso antes de chocarse. El humo
morado se está quedando atrapado en lo alto del estandarte de
Huozai, como una niebla pesada.
Y entonces todo explota.
Por primera vez, a Aiya le duele el calor. Su pecho se
agita. Los gritos sustituyen a la música y, al caer contra el
suelo, se hace el silencio. Durante unos segundos, la humareda
que ha provocado la explosión la ciega. Llama a Rin, pero no
recibe respuesta. Se lleva la mano a la mejilla, donde una
herida escuece como si le ardiese la carne.
Se le ocurre buscar la peana del príncipe Hanlu,
comprobar si está bien…, pero a su alrededor ya no hay
túnicas rojas. Todo es tan confuso que apenas puede ponerse
en pie. Camina entre el humo y se encuentra con una mujer
que sujeta a dos niños pequeños entre los brazos. Intenta
calmarlos y corre hacia un carro prendido en llamas para
apagarlo. Normalmente, solo tendría que absorber el calor del
fuego para conseguirlo.
Pero no funciona.
Desconcertada, trata de buscar la luz del sol más allá de
la barrera de humo que la rodea. Entonces, lo ve. Un cuerpo
que yace sobre la tierra de la calle.
El cabello, largo y negro, cubre el suelo como una
telaraña de seda; nada que ver con la elaborada trenza que lo
contenía minutos antes. El rostro de la joven queda oculto bajo
su brazo. La princesa Jisun no se mueve ni un centímetro
cuando varios trocitos de madera la golpean, arrastrados por
un viento antinatural a sus espaldas.
Aiya pierde la cuenta de los latidos de su corazón. ¿Qué
puede hacer?
Echa a correr.
Da una zancada más larga de lo que pretende y está
segura de que va a llegar hasta la princesa cuando un par de
figuras oscuras se interponen. Aiya se lleva la mano a la
cintura, buscando alguno de sus cuchillos y maldiciéndose por
no haber traído su arco. De pronto, un golpe casi animal la
vuelve a tirar al suelo y la hace rodar hasta chocarse contra
algo, los restos calcinados de una de esas cacerolas musicales.
Intenta levantarse, pero el codo le falla. Resbala contra la
tierra. Levanta la vista con temor y contiene un grito cuando
descubre un rostro henchido de ira sobre ella.
Jisoo
—Ciudad de Beongae—
Cuando ve las primeras volutas de humo malva crecer tras los
tejados que bordean la avenida, Jisoo se obliga a no ponerse
nervioso. O, al menos, a no demostrarlo; porque la verdad es
que lleva nervioso desde que su peana ha atravesado el patio
del palacio. No le gustan las multitudes. Ha soportado sin
problema las ordenadas filas de monjes que se han alineado en
el puerto para recibir a los extranjeros, pero este desfile, lleno
de curiosos que lo observan y lo señalan, es algo muy distinto.
Así empezaron las cosas en el festival de la Primera
Brisa, y luego…
Jisoo aprieta los dedos en torno a su lanzaespada. Hoy la
lleva por protocolo, no por protección, pero su tacto frío entre
los dedos le resulta reconfortante. Tampoco puede evitar mirar
de soslayo a la muchedumbre, escrutando sus rostros en busca
de algún movimiento sospechoso.
Levanta la mano libre y saluda, esforzándose por sonreír
con la misma naturalidad y elegancia que Jisun, que avanza a
su lado sentada en su propia peana. Tras ella, el viento arrastra
un nuevo zarcillo morado. ¿Será de alguno de los pebeteros de
Sandesh? Quizá Jisun lo sepa; estuvo allí de visita antes de
quedarse en Ameagari. Ha pisado todas las islas, al contrario
que él, que puede contar con los dedos de una mano los días
que ha salido de palacio.
Tras el suspiro de humo, Jisoo ve a una adolescente darle
un codazo a otra chica. Lo señala. La música que acompaña a
la comitiva ahoga sus palabras, pero él las lee en sus labios:
—¡Es él! Es el príncipe Jisoo…
«Sí, lo eres», se dice. La voz de su mente suena como la
de su madre. «Compórtate como tal, y no como un niño
asustado».
Las órdenes de la emperatriz nunca son fáciles de
cumplir, pero esa vez resulta particularmente complicado
porque, justo cuando se propone dejar de pensar en complots y
fabulaciones, algo explota.
La onda expansiva lo arranca de su peana, fuerte como un
puñetazo que lo lanza hacia el cielo. A su alrededor, los
monjes braman y alargan los brazos intentando retenerlo, pero
es inútil: ellos también han salido volando de sus puestos.
La avenida se ha convertido en una nube de humo
amoratado. Entre la bruma, los cuerpos corren y gritan,
empujan y caen. Sobre ellos, Jisoo empieza a precipitarse a
toda velocidad hacia el suelo.
«¡Céntrate, príncipe!».
Agarra su lanzaespada con ambas manos y describe un
arco con ella. Una corriente de aire rodea su cuerpo,
aminorando el impulso de su caída. Aun así, agitado como
está, tan solo logra que la ráfaga lo desvíe brutalmente hacia
un lado. Pasa volando sobre edificios borrosos, niebla malva,
gente que huye. Al final, su descontrolada magia lo estrella
contra el techo de una casa. Atraviesa la paja y luego el
armazón de madera con un crujido.
¡Crac! El pico de su máscara de cuervo se quiebra cuando
choca contra el suelo. Los bordes se le clavan en la frente y
bajo los ojos, pero Jisoo no se permite distraerse con el dolor.
Rueda hasta levantarse, escrutando la habitación con ojos
frenéticos.
No ve nada. Negro. Durante un instante sufre un acceso
de pánico, pero no, es solo la máscara, que se ha movido. La
recoloca rápidamente; se araña los dedos con el borde astillado
del pico. Ha aterrizado en un rincón, sobre un colchón de paja
caída del tejado. A través del agujero se atisba el cielo,
convertido en una hoguera malva.
Pasos.
Jisoo enarbola la lanzaespada.
—¡El principito, él solo y sin guardia! Menuda suerte
hemos tenido.
Carga hacia el intruso sin pensar. Tarda un segundo en
darse cuenta de que la voz no ha sonado en la habitación, sino
tan solo en su memoria, y de que el filo de su lanzaespada está
rozando la garganta de un ciudadano aterrorizado.
Jisoo baja el arma inmediatamente, intentando controlar
su respiración. El desconocido no se mueve ni un ápice.
—D-disculpe —se le escapa a Jisoo.
Al instante, oye a su madre replicando: «Un Beongae no
pide ni perdón ni permiso», así que carraspea y, con la voz
más firme, añade:
—Escóndase aquí y no salga hasta que todo se calme. Lo
arreglaremos.
El hombre apenas se atreve a asentir. Para evitar mirarlo,
Jisoo señala el agujero del techo y, por encima de los gritos
que llegan desde fuera, dice:
—Me ocuparé personalmente de que reciba una
compensación por esto. Usted… manténgase a salvo. Que
Serenidad guíe su espera —improvisa, justo antes de lanzarse
al exterior.
Las calles de Beongae se han transformado en una
pesadilla. Llamas malvas devoran casas y locales, su extraño
humo flota ante los ojos de Jisoo, mezclado con el polvo
levantado por cientos de pies aterrorizados. El olor acre se le
mete por la nariz y se le pega a la garganta. Tose, pero apenas
puede oírse. El incendio es ensordecedor. Las llamas engullen
los edificios del mismo modo que su crepitar engulle los gritos
de quienes escapan en todas direcciones, convertidos en
sombras entre el espeso humo.
El festival de la Primera Brisa. El festival. El festival. Se
está repitiendo, el caos, el pánico, el ataque a la dinastía
imperial. Porque se trata de eso, lo sabe. Tiene que detenerse
unos segundos, inmóvil entre la gente que huye, para
convencerse de que no es otro engaño de su mente. Recuerda
cómo se quedó solo, el blanco sucio de las máscaras de sus
atacantes, los dedos furtivos contra los bordes de la suya, el
roce del acero en su garganta. Siente el impulso de echar a
correr y esconderse en un rincón oscuro donde nadie pueda
encontrarlo.
«Eres el príncipe. El líder. ¡Lidera!».
—¡Corred al puerto! —grita, aunque no sabe si alguien
podrá oírlo—. ¡Lanzaos al agua si es necesario!
El suelo se sacude con una nueva serie de explosiones.
Entre las nubes henchidas y amoratadas por el humo le parece
ver esferas surcando el aire, estallando contra los tejados,
prendiendo paja, madera y sedas. A los gritos de pánico (¿o
son de dolor?) se les han unido las toses. Jisoo agita su
lanzaespada una vez más. La ráfaga se escapa sin demasiado
control y derriba a varias personas a su paso, pero al menos
sirve para despejar el ambiente.
Jisoo respira hondo y estudia los alrededores en busca de
la avenida principal. ¿Seguirán allí su madre y su hermana?
¿Las habrán puesto a salvo, o la explosión las ha arrastrado tan
lejos como a él? A su alrededor solo ve tejados de paja (o lo
que queda de ellos), lo que significa que ha volado hasta uno
de los barrios humildes. Todos los edificios le parecen
idénticos, no hay nada que le sirva para orientarse. Avanza al
azar entre un pasillo de llamas que lo devoran todo,
centelleando y bailando como gemas preciosas y terribles.
Solo ve malva y gris y malva y gris y malva y rojo…
Rojo y dorado.
Hay un monje huozi en mitad de la calle.
Jisoo se detiene en seco.
Se siente estúpido por no haberlo entendido antes. ¿Quién
atacaría con un incendio, si no los malditos huozis?
Enarbola la lanzaespada, y una ráfaga barre al monje y lo
derriba, arrancándole un grito. Un grito femenino. Jisoo se
abalanza sobre ella antes de que pueda usar el incendio en su
contra.
—¡No, no! —exclama la monje—. ¡Van a llevársela! ¡A
la princesa Beongae!
Con una mueca de dolor, la huozi señala hacia el callejón
de su derecha. Jisoo, rápido como un animal, se gira en esa
dirección. Entorna los ojos, irritados, tratando de distinguir
qué hay más allá de la cortina de humo. Y lo ve: el cuerpo de
Jisun, tendido en el suelo y cubierto de escombros. Inmóvil. Y
dos sombras que se encorvan sobre ella.
Dos sombras con máscaras de color blanco sucio.
Más que gritar, Jisoo ruge. Sus manos moldean el viento
a su alrededor y lo soplan, huracanado, en dirección a las
figuras que agarran a su hermana, tratando de levantar su
cuerpo inerte. Una de ellas sale volando con un grito, mientras
Jisoo corre hacia allí, pero la otra consigue echarse a Jisun
sobre el hombro y comienza a alejarse entre el humo.
Jisoo se olvida de la monje huozi, de las explosiones, del
dolor de la caída sobre el tejado. Y, por desgracia, también se
olvida de todas las lecciones de magia de su madre. Echa a
correr hacia el secuestrador, agitando la lanzaespada y los
brazos sin control ni método alguno. Tan solo la rabia y la
desesperación guían sus movimientos.
La brisa se agita siguiendo sus confusas órdenes. La
figura que carga con Jisun se tambalea, zarandeada por el
viento, pero sigue avanzando. Da igual. Jisoo es más rápido.
La distancia entre ellos es cada vez menor. Ya casi puede
distinguir las cintas plateadas del traje de su hermana.
—¡Cuidado!
Jisoo ignora el grito, proferido a sus espaldas por una voz
ligeramente familiar. No deja de correr, no deja de mirar al
frente, en lugar de hacia lo alto, y por eso no esquiva la ola
que lo golpea de lleno y lo arrastra calle abajo.
Bracea y patalea, pero solo consigue golpearse contra el
suelo, pues la riada se va tan pronto como ha llegado. A su
alrededor, las calles se están inundando; el suelo se convierte
en barro viscoso como si arreciara una tormenta. Pero de las
nubes no cae lluvia, sino más bien… ¿cataratas?
Es la única forma de expresarlo. Cuando Jisoo alza la
mirada, ve que el cielo se ha llenado de ríos imposibles, cintas
de agua que flotan sobre los tejados y se derraman sobre los
puntos calientes, extinguiendo las llamas.
Magia ameagi… Los monjes de la Ola están usando su
don para atraer el agua desde la costa y sofocar las llamas.
Conforme los incendios sisean al apagarse, el humo se
hace aún más espeso. Jisoo maldice y se incorpora tan rápido
como puede, pero a su alrededor ya no hay ni rastro de Jisun ni
de su captor. Ignorando el cansancio y el tirón de su ropa
empapada, echa a correr hacia la calle por la que ha huido,
pero entonces ve un destello rojo a su derecha.
La monje huozi lo ha seguido.
Ella ha sido quien lo ha prevenido de la cascada. Sabe
que eso no es algo que haría un enemigo. Pero también sabe
que su hermana ha desaparecido por culpa de ese incendio
maldito, y que tiene frente a él a alguien que viste el emblema
de la familia del Sol y las llamas.
—¿¡Dónde está!? ¿ Adónde la ha llevado?
Se abalanza sobre la monje mientras grita, con la
lanzaespada en ristre, aunque no la va a usar; aún no. Su mano
libre va directa hacia la muñeca de su oponente para
inmovilizarla, pero la desconocida detiene el golpe.
Jisoo libera su mano y la mueve a toda velocidad hacia el
hombro de la monje, al tiempo que le lanza un rodillazo para
desestabilizarla. Ella vuelve a esquivarlo; la mano, primero, la
rodilla, después.
—¡Parad, por favor! —implora la monje, mientras
serpentea para zafarse de sus golpes—. ¡Yo no sé nada!
—¡Mientes! —repone Jisoo. No se molesta en añadir
nada más. Es obvio que tiene motivos de sobra para sospechar
de una huozi. Además, necesita toda su concentración para
enfrentarse a ella.
Es algo descuidada, pero buena, mejor que la mayoría de
monjes de la Tormenta con los que Jisoo ha entrenado. Hace
muchos años que sale vencedor de casi todas sus peleas cuerpo
a cuerpo, aunque una parte de él siempre ha temido que se
deba a su posición (¿quién se atrevería a ganar al príncipe y a
contrariar a la emperatriz?). Con el tiempo, tan solo Hyo podía
hacerle frente.
Pero aunque es obvio que esa monje huozi está muerta de
miedo, esquiva sus golpes con eficacia, una técnica que Jisoo
reconoce, y que, a la vez, le resulta distinta, como una canción
infantil entonada por una voz nueva.
Pero al final, Jisoo se acostumbra a esa voz y la doma.
La huozi retrocede hasta chocar de espaldas con un
edificio. La ola ameagi ha apagado el incendio, así que la
madera está húmeda e hinchada y cruje contra su peso. La
monje se sobresalta y Jisoo aprovecha su confusión para
aprisionarle un brazo, y luego le cruza la lanzaespada sobre el
pecho para inmovilizarla por completo.
Se toma un segundo para recuperar el resuello. Durante
ese instante, el estruendo a su alrededor vuelve a cobrar forma:
los gritos y las carreras, cada vez más lejanos, el siseo de las
llamas que resisten y los gemidos de paredes y techos
debilitados derrumbándose bajo el agua que cae a borbotones
del cielo.
—Dime ahora mismo dónde está mi hermana —gruñe
Jisoo—, o te juro por Honor que te arrojaré a una celda y te
encerraré en ella hasta que tu adorado sol se caiga del cielo.
—¡No he sido yo! ¡No hemos sido nosotros! El templo
del Sol no ha tenido nada que ver con esto. Este no es nuestro
fuego. No puedo contro…
—¡Alteza!
Desde las casas humeantes a su derecha llega corriendo
un grupo de monjes de la Tormenta.
—¡Alteza, tenéis que venir con nosotros! —dice el más
cercano. Le dirige una mirada dubitativa a la huozi antes de
añadir—: Os escoltaremos hasta palacio; allí estaréis a salvo.
Si queréis, podemos encargarnos de…
—No vais a escoltarme a ninguna parte. Llevaos a esta
huozi a los calabozos. Si alguien pregunta, está acusada de alta
traición. Yo tengo que…
Las siguientes palabras se le escurren de los labios. Se
tambalea y cae sobre su prisionera, aunque ella no se mueve ni
un ápice. Jisoo se endereza al instante, pero sus piernas no
parecen querer sostenerlo. Quizás es el agotamiento, el estrés o
la preocupación o, más probablemente, el hecho de que ha
usado su magia a raudales y sin control. Le ha pasado más
veces, en los entrenamientos. El humo malva comienza a
oscurecerse, y él siente el estómago vacío y la cabeza muy
pesada, y solo una parte de su mente sigue lo suficientemente
alerta como para pensar: «Oh, no, ahora no» antes de perder el
conocimiento.
3 de primavera, CCXLIX año del ciervo
La magia es como aprender a leer. Al principio,
estaba algo ofuscada porque parecía que el poder se
me escapaba de entre los dedos. ¿Cómo era posible
que, si todos somos iguales, los Señores fueran
capaces de obrar grandes prodigios y yo apenas
pudiera mover el té sin tocarlo? Pero ya comprendo
qué sucede.
La magia se entrena.
Se mejora.
Y los Señores nos llevan siglos de ventaja.
Durante las lecciones, Saalih siempre dice que,
además, la magia de nuestra sangre es más débil
porque nos la han negado durante generaciones,
pero que podemos solucionarlo con el esfuerzo
necesario. Como hizo Takeshi en aquella primera
reunión secreta cerca del manglar, aún en mi vieja
aldea, cuando partió las raíces de un ficus con tan
solo mirarlas. Eso me hace admirarlo todavía más.

É
Él sí que puede hacer maravillas, proezas que solo
he visto obrar a los espíritus en las representaciones
en el santuario, o al Señor Hoa Thơm, aquel verano
que abrió una brecha en la montaña y creó de la
nada un espacio verde sobre el que cultivar.
Estoy lejos de conseguir algo así, lo sé. Pero hoy yo
he conseguido lanzar una piedra de un lado a otro
de mi dormitorio sin pensarlo siquiera.
El resto de novicios no hablan mucho conmigo (ni yo
sé cómo dirigirme a ellos), pero los he visto
frustrarse como me frustraba yo al principio, como
aún me sucede cuando me olvido de que Takeshi nos
ha traído hasta aquí para aprender. Supongo que
todos se sienten así los primeros meses, hasta los
Altos Miembros.
Darme cuenta de que algunos aún no han
comprendido que los caminos de la magia requieren
Serenidad y Perseverancia hace que me sienta
mejor. Superior, en cierto modo. Esto es algo que
solo te confesaría a ti, Honor, o tal vez, algún día,
a Takeshi. Cuando sus ojos oscuros se posen sobre
los míos más de un instante y vea que confía en mí.
Es difícil acercarse a él. De hecho, cada día que me
levanto con el aroma del incienso del dormitorio de
los novicios creo que voy a olvidar su olor de aquel
día que vino a buscarnos a la aldea para contarnos
la verdad, y nos aceptó con la misma amabilidad
que habría tenido Bondad. Tengo miedo de que se
me olvide ese olor, también el tacto de su piel cuando
me tendió la mano para que no tropezara al subir
al barco bamboleante que nos trajo a escondidas
hasta Ameagari.
También temo olvidar el rostro de mis hermanos, lo
admito, aunque sí desearía dejar atrás los
recuerdos de mis últimos días con ellos. No quiero
recordar sus gritos, sus acusaciones, llamándome
tonta y crédula. ¡A mí!
Solo me gustaría volver a Hoa Thơm para
demostrarles que yo tenía razón.
Aunque todavía no estoy preparada.
Me gusta pasar el poco tiempo libre que me queda
acompañando a los Altos Miembros hasta la
entrada de la cueva, la que marca la frontera de
nuestro refugio. «El muelle», lo llaman, aunque
creo que hay muchas más cosas en esas cavernas: el
almacén, donde guardan los suministros que traen
del exterior, o el taller de Akihiro, ese Alto
Miembro al que llaman «el alquimista». Yo no los
acompaño, claro, no puedo ver nada más allá de las
hojas amarillas y anaranjadas que ocultan la
entrada de la cueva. Solo la atravesé una vez,
cuando nos trajeron, a oscuras y a escondidas,
desde el puerto de Ameagari. Es lo máximo que he
visto de esta isla, además de nuestro refugio. Y a
veces me llama. Todavía no puedo abandonar
nuestro hogar, pero lo haré. Dominaré la magia,
elevaré mi espíritu o impresionaré a Takeshi, o lo
que sea que haga falta para ascender. La verdad,
ahora que lo escribo, aún no sé exactamente cómo se
logra. Pero sea lo que sea, yo lo haré. Seré una de
los Altos Miembros. Uno de sus colgantes de rubí
adornará mi cuello, y con él podré ir adonde me
plazca. Probablemente me quedaré aquí, aquí se
está bien. Pero me habré probado a mí misma.
Hoy, el muelle va a estar concurrido. Hace un rato
han llegado las grullas mensajeras, lo cual significa
que esta noche regresan los Altos Miembros que
embarcaron hacia Beongae hace una semana.
Takeshi quería aprovechar la celebración del festival
de la Primera Brisa para encontrar a más
novicios.
Los deseos del festival de la Primera Brisa solo
vuelan gracias a la magia de la familia Beongae.
Eso me quedó claro cuando escuché hablar por
primera vez a Takeshi. Pero aquí ya no tenemos
que seguir implorando a los Señores que cumplan
nuestras voluntades.
Algún día subiré a lo alto de la montaña y lanzaré
mi deseo y será mi propia magia la que lo haga
perderse más allá de las nubes.
Todo el mundo parece feliz en las cenas, incluso los
del turno de letrinas. Nos reunimos en la
explanada de los Altares, charlamos sobre el día,
comemos y, a veces, los Altos Miembros hacen
magia o los maestros ponen a prueba a los
aprendices que más han avanzado durante el día.
También hacemos ofrendas a los espíritus. A todos,
Virtudes y Defectos. El otro día dejé parte de mi
pescado crudo en el altar de Desidia (fue porque
no me apetecía acabármelo, pero supongo que eso lo
convierte en una ofrenda apropiada para Desidia,
¿no?).
Aún me resulta extraño, Honor, lo admito. Pero
también es alegre. Supongo que hay algo de
satisfactorio en hacer algo grande a espaldas del
resto del mundo, un mundo que siempre te ha dicho
que ese algo es imposible.
No todos lo llevan igual de bien, claro. Ngoc aún
llora algunas noches, la oigo desde mi esterilla
cuando no llueve. Todavía echa de menos a su
familia. Aunque dudo que su familia sufra igual
por ella, según lo que contó en el barco cuando
vinimos aquí. Al parecer, de niña la llevaron al
santuario de Ngôi Sao, y el viejo oráculo le dijo
que las estrellas auguraban que traería la
vergüenza a su linaje.
Pero incluso Ngoc sonríe en las cenas, sobre todo
cuando los emisarios traen noticias. Las noticias del
exterior nos recuerdan ese imposible que estamos
logrando; que somos especiales, igual que la gente
nueva, que aún se maravillan con nuestro modo de
vida y nuestra libertad.
Yo pensaba que esta sería una de esas noches, pero
los emisarios han traído noticias inesperadas.
Según ha contado Sunjin, una de los Altos
Miembros que ha llegado de Beongae, el festival
de la Primera Brisa fue un fracaso. Unos
enmascarados estuvieron a punto de asesinar al
príncipe Jisoo.
Los monjes de la Tormenta lograron pararlo, pero
no antes de que le pusieran una hoja en la garganta
delante de media isla de Beongae. Casi todos los
novicios recién llegados lo vieron, así que no he
podido evitar mirar de reojo a Minji, una nueva
que ha acabado sentada a mi lado en la explanada.
Sunjin estaba siendo de lo más gráfica, y yo
suponía que a Minji le resultaría desagradable.
Sin embargo, cuando Sunjin por fin se ha callado,
ella ha sonreído y ha soltado en voz alta: «Se lo
merecía».
Nadie en esta comunidad es amigo de los Señores.
Pero de ahí a alegrarse por que a uno de ellos
hayan estado a punto de cortarle el cuello… Me
esperaba algo así de Sunjin, con los comentarios tan
truculentos que hace a veces en las cenas mientras se
acaricia su colgante de rubí como si tal cosa. Como
si le gustara porque le recuerda a la sangre, o algo
así. No es cercana ni amable con su magia, como
Takeshi. Su aura de Alto Miembro la vuelve
imponente. Pero esa nueva, Minji, me ha resultado
siniestra a secas.
La mayoría han puesto muecas al oírla. Takeshi
también la ha mirado. Y el alquimista. Sunjin, sin
embargo, me miraba a mí, supongo que porque yo
no estaba escandalizada como los demás. O, mejor
dicho, porque no había decidido si debería notárseme
o no lo escandalizada que estaba. Ante la duda,
como sentía que tenía que decir algo, he ido a lo
seguro, al mantra de nuestro refugio:
«Equilibrio».
Se lo he dicho a Minji, aunque en realidad
esperaba que fueran los Altos Miembros quienes
me oyeran.
Bian

5 de primavera, CCXLIX año del ciervo


Sunjin ha estado preguntando por mí. Me lo ha
dicho Saalih, después de la lección de magia de hoy.
Y luego me ha dicho que quería hablar conmigo, que
fuera a buscarla a la cuadrilla de construcción
cuando empezara el horario de los oficios.
Eso es algo que me gusta de nuestra comunidad.
Los Altos Miembros nos gobiernan y nos guían,
sí, y no todos viven aquí (Takeshi, por ejemplo, vive
en el santuario mayor de Ameagari, aunque nos
visita siempre que puede), pero los que lo hacen
participan en las tareas como los miembros comunes,
codo con codo incluso con los novicios. Y tengo que
reconocer que, aunque Sunjin no me caiga
demasiado bien, es una de las constructoras más
valiosas. Con un solo gesto de su mano, levantó la
pared de nuestro barracón cuando ese tifón la echó
abajo hace unas semanas. Mientras iba a su
encuentro, se me han ocurrido un millón de ideas
sobre qué podría querer hablar conmigo; hasta me
he planteado si querría instruirme como su pupila,
guiarme en mi conversión en Alto Miembro (¿será
así como funciona? Debería habérselo
preguntado).
Pero no. Al parecer, el alquimista necesita un nuevo
ayudante, y Sunjin estaba dispuesta a interceder
por mí, si a mí me interesaba.
Tiene que ser algún tipo de prueba. La forma en
que me miró el otro día en la cena… Igual no
andaba tan desencaminada con eso de que quiere
que sea su pupila.
Porque le he dicho que sí, claro. Sean cuales sean
sus motivos, no pienso desaprovechar una mano
tendida para trabajar junto a un Alto Miembro.
Y menos aún si, como sospecho, es una prueba. Solo
espero no quemarme las cejas intentando superarla,
o algo así.
Bian
Jisoo
—Ciudad de Beongae—
Lo despierta el dolor de cabeza. Después, nota la lengua,
pastosa, y los párpados, pesados. Con esfuerzo, Jisoo abre los
ojos. Está en sus dependencias. Recorre la habitación con
mirada ansiosa, cerciorándose una vez más de que todo sigue
en su sitio, tal y como él lo dejó anoche: la cómoda en la
esquina, con el bello juego de té al que le falta una taza
colocado pulcramente encima, la mesita retirada contra la
pared y el autómata que lo sirve debajo, desactivado. El
armario estratégicamente desplazado para ocultar un rayón en
la madera del suelo. Demasiado cerca, entre el mueble y las
mantas que cubren a Jisoo, un exquisito zapato da un golpecito
con impaciencia. El príncipe alza la mirada.
—Madre…
—No me llames así, hazme el favor.
Está furiosa, pero bajo la tormenta desatada en sus ojos
grises, Jisoo también distingue miedo. Miedo y preocupación.
Él se apresura a incorporarse. Es más alto que ella, pero da
igual: de alguna forma, su madre siempre lo mira desde arriba.
—¿El incendio…? —empieza Jisoo.
—Umi Ameagari y sus monjes han conseguido
controlarlo, pero ha sido una masacre. Un desastre para la
ciudad. He ordenado que traigan a todos los heridos al palacio.
Los he recibido uno a uno. —Su madre lo mira fijamente—.
No hay ni rastro de…
Y enmudece. No titubea ni le tiembla la voz;
simplemente calla. La emperatriz nunca perdería los nervios,
ni siquiera ante su hijo. Pero él entiende.
«No hay ni rastro de Jisun».
—Se la han llevado. —Jisoo se traga el «madre» que casi
escapa entre sus labios—. Los causantes del incendio. Podrían
pertenecer a la misma secta que intentó… agredirme…
—«Esto no va de ti, Jisoo. Contrólate»— en el festival de la
Primera Brisa. Llevaban las mismas máscaras. No he llegado a
verlas bien, pero juraría que eran iguales. He intentado
detenerlos, he derribado a uno de ellos, pero…
La mirada de su madre lo hace enmudecer.
—¿Has intentado detenerlos? —Hasta la llama de las
lámparas parece amedrentarse bajo el gélido tono de la
emperatriz—. Tu trabajo es proteger a esta familia, y es la
segunda vez que fracasas en ese cometido. Te he educado; no,
te he criado para ello, para convertirte en un guerrero, y
cuando te he necesitado, tú…
Su madre se agarra a la cómoda que tiene detrás, como si
necesitara un apoyo, y aprieta hasta que los nudillos se le
quedan blancos. Viniendo de ella, ese gesto expresa la misma
rabia que blasfemar a voz en grito. Jisoo preferiría eso. Que le
gritase, que lo insultase incluso, en lugar de que desviase la
mirada, como está haciendo ahora, como si no soportara
mirarlo.
—Lo sabía —continúa ella para sí—. Esto no ha sido un
sabotaje contra el encuentro con los extranjeros, ni siquiera
contra las cinco dinastías. Querían atacarnos a nosotros, a los
Beongae. Por eso se los han llevado.
—¿Los? ¿Quién más ha desaparecido?
Jisoo comprende la respuesta un segundo después de
pronunciar la pregunta. Su madre contesta de todas formas,
recorriendo los aposentos con la mirada.
—¿No ves que estamos solos aquí? —Cierra los ojos un
instante, sacudiendo la cabeza—. Muchacho insensato…
Seguro que pensó que no pasaría nada por salir a curiosear,
¡como un chiquillo de pueblo! Se lo han llevado a él también,
seguro. Pero ¿cómo han…?
—¿No os parece un poco sospechoso? —se atreve a
interrumpirla Jisoo—. Hay un atentado contra los Beongae y,
cuando regresamos a palacio, él ya no está. A lo mejor no se lo
han llevado. A lo mejor ha huido.
Por fin, su madre le devuelve la mirada, aunque desearía
que no lo hubiera hecho.
Está llena de ira y desprecio.
—¿Qué insinúas?
No es una pregunta, sino una amenaza. Jisoo traga saliva,
tomándose unos segundos para medir sus palabras.
—Insinúo que podría haber tenido algo que ver con el
atentado.
De pronto, su madre está frente a él, tan cerca que el pico
de su máscara le roza la barbilla. Fuera, retumba un trueno.
—¿Qué clase de acusación es esa? ¿Quién te has creído
que eres?
Esta vez sí le tiembla la voz, pero no de miedo, sino de
indignación. Y Jisoo, que la teme más que a la ira de los ocho
espíritus, se sorprende al comprobar que él también está más
indignado que asustado. Clava en su madre sus ojos grises, tan
similares a los de ella, y proclama:
—Soy el heredero de Beongae.
—Puede que lo seas fuera de estas paredes, pero aquí
dentro, ahora mismo, no eres el heredero de nada. Aquí dentro
eres un soldado y estás bajo mi mando, y he desterrado a
muchos por faltas de respeto menos graves que la que acabas
de cometer.
La emperatriz no se mueve ni un ápice hasta que Jisoo
baja la cabeza. Clavando la vista en sus pies, él retrocede un
par de pasos, hasta que se topa con las mantas que acaba de
abandonar. Oye suspirar a su madre, y se atreve a mirarla de
reojo. Ya no parece tan amenazadora, pero sí terriblemente
seria.
—Hyo…
—Los encontraré a los dos. —A Jisoo le aterra volver a
interrumpirla, pero no puede soportar oírla preocupándose por
el traidor—. A él y a Jisun. No volveré a decepcionaros.
—Eso espero. Francamente, ni tú ni yo podemos
permitirnos que fracases.
»He apostado a monjes frente a los aposentos de Jisun,
igual que aquí.
—¿Saben…?
—No saben nada, ni ellos ni nadie. Y seguirán sin
saberlo. Todavía desconocemos quién es el responsable de
esto, y qué aliados podría tener. Les he dicho a los monjes que
sus príncipes se encuentran recuperándose de sus heridas. Es
bastante humillante —añade su madre con desdén—, pero es
mejor que la verdad. La verdad nos hace parecer vulnerables,
y parecer vulnerables es un suicidio político, ahora más que
nunca. Nadie puede descubrir lo de los… —un trueno vuelve a
estallar, como si la tormenta quisiera encubrir los secretos de
su Señora— secuestros.
«Huozai…».
—Ha habido una testigo —murmura Jisoo.
—¿Cómo dices?
Apenas mira a su madre. Se pone la máscara, que
reposaba en el suelo junto a sus mantas, pero, al hacerlo,
recuerda que el pico está roto y se levanta para buscar otra en
la cómoda.
—Una monje huozi. La he apresado durante el incendio,
pero entonces han llegado nuestros monjes y… —¿«Me han
obligado a venir»? ¿«Me he desmayado»?—. He ordenado que
la encierren. No habrá contado lo que ha visto —lo dice como
si estuviera seguro—. Iré a buscarla ahora mismo para
interrogarla.
—No, yo la interrogaré. Tú solo encárgate de traérmela.
Estaré esperando en la Galería de la Porcelana. No tenemos
monjes custodiando esa zona, y está lejos de las dependencias
de los invitados. Allí pasaremos desapercibidos.
Jisoo recuerda perfectamente que anoche la puerta de sus
aposentos se resistía a abrirse, pero, cuando su madre posa la
mano sobre ella, la madera se desliza sin ningún problema.
Jisoo espera a que la oscuridad de los jardines engulla su
figura antes de dar media vuelta y salir por otro acceso, uno
más cercano al camino que lleva a las mazmorras. Da un
respingo cuando se cruza con uno de los monjes que su madre
ha apostado en torno a sus dependencias. El ala del sombrero
de su uniforme le ensombrece el rostro cuando inclina la
cabeza para saludarlo. Jisoo le devuelve el gesto, como si no le
inquietase lo más mínimo no saber de quién se trata.
Solía gustarle pasear por los jardines sin su máscara;
observarlos sin sentirse observado, para variar. El susurro del
viento entre las ramas siempre lo había tranquilizado, pero
ahora el corazón le late tan fuerte que no oye nada más.
Atraviesa un patio y un par de puertas bajas, avanzando
siempre en la frontera entre la oscuridad y la suave luz de los
faroles.
«Ya no hay nada que temer», se repite, sintiéndose
estúpido. «Todo está bajo control».
—¡Eh! ¡Príncipe Jisoo! ¡EEEH!
Es un milagro de Serenidad que Jisoo no ensarte con su
lanzaespada a la persona que acaba de gritar. Se gira dispuesto
a ello, pero, un instante antes de atacar, distingue la figura que
lo ha llamado. Si es una asesina, no lo aparenta en absoluto.
La chica se acerca trotando por el camino envuelta en
telas de vivos tonos morados. Su falda ondula sobre unos
pantalones ajustados a los tobillos, en los que centellean
diminutos espejitos cobrizos. El metal también brilla en sus
muñecas e incluso entre su pelo oscuro, atado en un sinfín de
moños y caracolas. Hasta en la semioscuridad, todo en ella
grita: «Sandeshi».
¿Qué hace una cortesana del Eco deambulando a estas
horas por las dependencias imperiales?
—¡Perdón! ¿Os he asustado? —dice la desconocida,
colocándose frente a él con un par de gráciles zancadas. Habla
tan bajito que Jisoo apenas la oye, con lo que el grito que
acaba de proferir resulta aún más chocante—. Es que me he
emocionado al veros. Llevo ocho eternidades dando vueltas,
pero no encuentro a Jisun.
Tiene un acento peculiar, nasal y sin rastro de las
sibilantes eses sandeshis; de hecho, a veces se las salta.
Aunque, a decir verdad, esta es la primera vez que Jisoo habla
directamente con alguien de la isla del Eco, así que quizás esté
equivocado… De cualquier manera, lo que más le desconcierta
es la familiaridad con que la desconocida se está dirigiendo a
él. ¿Debería saber quién es? Al fin y al cabo, las lecciones de
diplomacia nunca han sido lo suyo… Pero no, esa chica
destaca como un puñado de campanillas lanzadas por una
ladera. Si la hubiera visto antes, se acordaría.
—Ha sido un día complicado. Si tenéis algún asunto que
tratar con la princesa, me temo que tendréis que esperar hasta
mañana —dice con prudencia.
La chica lo mira fijamente, con sus gruesas cejas
fruncidas. Cuando termina de hablar, ella parpadea, como si lo
que le acaba de decir no tuviera mucho sentido. Después, se
ríe.
—¡No os he dicho mi nombre! ¡Soy Dharani! —dice,
como si eso lo explicara todo.
Por supuesto, Jisoo sigue sin entender nada.
—Jisun me dijo que os había hablado de mí —continúa
ella. Jisoo no responde—. ¿No? Vaya, ¡qué vergüenza! —
exclama, de nuevo demasiado alto, y con pinta de no
avergonzarse en absoluto. Sin embargo, al instante su rostro se
vuelve serio, y Jisoo vuelve a tensarse—. Mirad, siento haber
sido tan brusca. Es que estoy preocupada por Jisun. No la he
visto desde el desfile.
¿Estaba sudando hace un segundo? Juraría que no, pero
ahora Jisoo nota una gota fría bajando por su nuca. La
coartada. Tiene que repetir la coartada de su madre. Pero
resulta difícil concentrarse bajo los penetrantes ojos de
Dharani, acentuados por el maquillaje negro típico de
Sandesh. Con la excusa de hacer una reverencia, Jisoo da un
paso atrás.
—Os agradezco vuestra preocupación por la familia
Beongae —dice, inclinándose—, pero no hay motivo para ello.
Mi hermana está descansando. Deberíais regresar con vuestra
corte y hacer lo mismo.
—Perdón, ¿podéis repetirlo sin mirar al suelo?
—¿C-cómo decís?
—Es difícil leeros los labios con tan poca luz. Si además
habláis mirando al suelo… —Ante el semblante confuso de
Jisoo, Dharani se lleva la mano a la oreja, perforada con varios
aros relucientes, y se da un toquecito—. No puedo oíros.
—¿Que no…?
Oh.
Jisoo calla, porque por fin lo ha recordado.
Estaba en sus aposentos. Su hermana acababa de regresar
de uno de sus viajes a la corte de Umi Ameagari y estaba
contando sus aventuras, todo aquello alejado de la política que
no se había molestado en confiarle a su madre. Lo que más la
había fascinado habían sido los autómatas. Con una sonrisa
maliciosa, le contó que Kai Ameagari estaba obsesionado con
un nuevo proyecto; apenas había salido de su taller, cosa que
desató todo tipo de rumores. A Jisoo le sorprendió oír eso.
Aunque Jisun viaja, en parte, para enterarse de lo que se
rumorea tanto dentro como a escondidas de los despachos de
los otros Señores, los cotilleos de la corte siempre la han
aburrido soberanamente. Pero aquella vez hubo algo, o más
bien alguien, que había captado toda su atención.
«Había una bailarina preciosa. Cuando la vi bailar…
Nunca he visto nada igual. Y más tarde me enteré de que se
quedó sorda cuando era niña, pero estudiaba en el templo de
Sandesh y aprendió a usar la magia del Eco para sentir la
música. Dice que son como unas ondas, como olas… Supongo
que por eso Kali Sandesh la envió a la corte ameagi. Es muy
poderosa. No entiendo cómo lo hace, pero es…
indescriptible».
—Sois la monje sandeshi de Umi Ameagari. La bailarina
—dice Jisoo. No sabe si sería irrespetuoso añadir algo más.
Dharani esboza una sonrisa ladeada.
—Lo soy. ¿Ya os fiáis de mí? —No deja que Jisoo
responda—. Solo quiero ver a Jisun, hablar con ella. Saber que
está bien.
—Mi hermana se encuentra descansando en sus
aposentos —repite Jisoo—, y os aconsejo que hagáis lo
mismo. Ha sido un día con muchas emociones.
Para no darle opción a réplica, hace otra reverencia, esta
vez asegurándose de no ocultar su rostro. Dharani parece
captar que la conversación ha terminado, porque le devuelve
una inclinación respetuosa.
—Gracias por vuestra atención. Que las Virtudes os
regalen una bella noche.
Con esas palabras, da media vuelta y se aleja. La luz de
los faroles centellea sobre los adornos de su atuendo,
haciéndola brillar como si vistiera un manto de estrellas.
Jisoo se retuerce los dedos mientras la ve marchar.
Probablemente su madre ya estará en la galería. Esperándolo.
A pesar de eso, él aguarda unos minutos antes de reanudar su
camino, y, cuando lo hace, no deja de escudriñar entre las
sombras en busca de algún delator destello cobrizo.
Esa Dharani… No se fía de ella. Siente como si hubieran
mantenido la conversación en un idioma que él no dominase
del todo, como si hubieran estado dando vueltas alrededor de
algo importante que no ha sido capaz de ver.
Tendrá que vigilar de cerca a la bailarina sandeshi, pero
eso será mañana. Ahora debe ocuparse de asuntos más
urgentes.
Aiya
—Ciudad de Beongae—
—¿Qué has visto hoy, monje?
La emperatriz de Beongae tiene una mirada aterradora.
Aiya está tan cansada mental y físicamente que ni siquiera
finge no encogerse como un conejillo cuando la Señora la
observa a través de su máscara de cuervo. No ha dejado de
estar asustada desde que el príncipe Jisoo la ha mandado
apresar hace unas horas (¿o ha sido menos? ¿Cuánto tiempo ha
pasado realmente desde el ataque en el desfile?). Sabe que está
en una situación delicada, así que no ha abierto la boca al ser
encerrada en aquella celda diminuta, ni cuando el príncipe ha
regresado y la ha guiado por el palacio, con sus dedos
cerrándose como garras alrededor de su piel. De nada le habría
servido quejarse, porque la rabia del príncipe Jisoo es tan
fuerte como el fuego que ella misma guarda en su interior. Un
fuego que ahora comparte espacio con la imagen del
enmascarado llevándose a la princesa Jisun y desapareciendo
entre la humareda.
Ese recuerdo se ha convertido en el mayor de sus
problemas. Ahora, arrodillada por obligación ante una hilera
de jarrones ceremoniales, presencia en silencio cómo la
emperatriz y su hijo debaten si dejarla con vida o no. Desde el
suelo, los dos Beongae parecen en realidad tan poco terrenales
como los espíritus que lo decoran todo a su alrededor: Virtudes
y Defectos, los ocho aparecen repartidos por los jarrones de
porcelana beongi y cerámica huozi expuestos a lo largo del
pabellón, en los juegos de té lacados típicos de Ameagari y las
voluminosas estatuillas sandeshis que reposan sobre muebles
de la más fina ebanistería hoa thơmi. Aiya está arrodillada
junto a la que debe de ser la última adquisición: el cofre
repujado que contenía los brazaletes que el príncipe Hanlu ha
impuesto a los extranjeros. Todavía hay unos cuantos al fondo,
intactos. Es como encerrar la esencia de todo el Imperio, de
todas las islas, en una única sala. Resulta estremecedor saber
que todo eso está en posesión de la emperatriz. Aiya se
pregunta si la habrá llevado allí por eso. Para demostrarle que
ella no es más que otra pieza de su colección.
La emperatriz da unos pasos hacia ella, dejando atrás una
espléndida vasija decorada con una escena de Serenidad. Al
acercarse, obliga silenciosamente a Aiya a agachar todavía
más la cabeza.
—¿Qué has visto hoy, monje? —insiste.
Si hay una mínima oportunidad de salir de allí con vida,
Aiya tiene que aferrarse a ella. El problema es que decir la
verdad no parece la buena opción…, pero mentirle a la
emperatriz es algo que ni se plantea.
—Yo… He visto cómo se llevaban a… la princesa Jisun.
No es capaz de leer sorpresa alguna en los ojos de la
emperatriz cuando esta se gira hacia su hijo y pregunta:
—¿Crees que el príncipe Hanlu notaría la ausencia de una
de sus monjes?
—¿Acaso importa, madre? Lo de hoy ha sido un ataque
directo a nuestra familia. —Los dedos de Jisoo Beongae se
crispan en el aire, como si buscara el cuello de alguien—. Y
no me sorprendería que Hanlu Huozai haya sido una tapadera
para que su padre pudiera lanzar ese fuego sobre nosotros.
Sugiero…
—¡Se equivocan! —Es la primera vez que Aiya se atreve
a levantar la voz. Desde que la emperatriz ha empezado a
atacarla con sus preguntas, solo ha podido balbucear como una
niña pequeña—. Nuestro fuego nace del Sol, es cálido y
peligroso, pero no se parece a las llamas que hemos visto hoy.
Había algo gélido en esas chispas…
—Podría ser un truco.
—¡Los monjes del Sol también han salido heridos! Yo
misma he ayudado a gente y… ¡os he avisado de la presencia
de los secuestradores!
—¿De veras lo has hecho? ¿O solo pretendías cubrirte las
espaldas?
Aiya enmudece, perdida en la visión terrible de Jisoo
Beongae asesinándola con la mirada. Su agitada respiración
hace que las plumas del cuervo bailen una danza lenta y
amenazante. El cabello negro del joven se ha enredado en el
pico corto y eso hace que parezca un ave a punto de saltar
sobre ella para devorarla. Todo Losbias sabe que el carácter de
la familia imperial es tan impredecible como una tormenta de
verano. Pero nunca había pensado que tendría que sufrirlo en
sus carnes.
—Los huozis siempre traéis problemas.
Aiya comprende en ese momento que la pregunta que le
ha hecho la emperatriz no tenía una respuesta correcta: ha
visto cómo secuestraban a su hija; definitivamente, no va a
salir de allí con vida. A no ser que…
—Puedo ser de ayuda —musita. Y sabe que no es ella la
que habla, sino su instinto de supervivencia—. He peleado
contra su hijo hoy y he estado a su altura. Yo podría…
—¿A mi altura?
—… he visto al secuestrador, creo que podría… —
intenta continuar, ignorando al príncipe y dirigiéndose a la
emperatriz—: No voy a contárselo a nadie, se lo ju…
Unos golpes en la puerta interrumpen sus palabras
precipitadas. Molesto, el príncipe se acerca a la única entrada
del pabellón y solo necesita una mano para descorrer una de
las hojas y descubrir a los visitantes. Son dos monjes beongis.
—Por fin los encontramos… —jadea uno de ellos, casi
sin aliento—. Tenemos problemas en las mazmorras.
—¿Y creéis que eso es motivo suficiente para
interrumpirnos? —lo corta la emperatriz.
Por el intercambio de miradas está claro que piensan que
sí, pero que no se atreven a admitirlo.
—¿Qué sucede?
—Es el mediasangre, Alteza. —El monje mira a Aiya un
instante, pero la emperatriz lo insta con la mano a que
continúe—. No sabemos de dónde ha salido. Está desmarcado
y se niega a colaborar. Creemos que podría tener algo que ver
con el ataque.
Sus labios dibujan una mueca de satisfacción. Si Aiya no
estuviera tan asustada, quizá la habría llamado sonrisa.
—Levántate, pequeña huozi —ordena la emperatriz—.
Puede que Capricho tenga ganas de librarte de esta.
***
Hay algo terrible y siniestro en las mazmorras del palacio de la
Tormenta, algo que arrastra años de secretos y crueldad. En la
semioscuridad del pasillo, Aiya solo puede fijarse en la
espalda ancha del príncipe Jisoo mientras la emperatriz los
guía entre los quejidos y lloriqueos que emergen de las celdas.
El secreto a voces de Beongae malvive entre esas paredes: los
presos extranjeros que se pudren allí desde la masacre del
templo de la Tormenta, el terrible atentado que cortó las
relaciones entre el Imperio y el Continente. La propia
construcción es herencia de la relación entre Losbias y los
extranjeros: piedra oscura y cubierta de moho.
—Aquí —dice el monje que los acompaña. Su colega se
ha marchado, en busca de algo que la emperatriz le ha pedido
y que Aiya no ha logrado escuchar.
Se detienen ante una puerta gruesa, metálica, con una sola
rendija a la altura de los pies. Otro detalle típico de los
extranjeros. El monje se saca una llave del uniforme y la abre.
Así le cede el paso; una llave en una mano, en la otra, un
candil con una débil llamita. Aiya se siente tentada de usar su
magia para ampliarla, como si eliminando las sombras fuera a
sentirse mejor.
Lo cierto es que, aunque tuvieran más luz, en el interior
de la celda no hay mucho que ver: una escudilla vacía, unas
mantas revueltas y, contra la pared, una figura cruzada de
brazos.
—¿Ya me echabais de menos?
Aiya reconoce, sorprendida, al mediasangre del mercado.
Él, sin embargo, ni la mira. Parece más interesado en la
emperatriz, su máscara y la de su hijo.
—No soy muy aficionado a los disfraces —se acomoda
contra la pared, si tal cosa es posible—, pero a veces puedo ser
fácil de convencer.
—Insiste en hablar en ese maldito idioma —escupe el
monje desde la puerta—, y no sabemos qué rayos está
diciendo.
—Tenemos problemas de comunicación —suspira el
mediasangre.
La emperatriz se acerca despacio. Coloca sus manos de
dedos largos y piel rosada cerca de los brazos del chico.
—Yo en tu lugar no me haría el gracioso —le dice en su
lengua—. Eres un mediasangre desmarcado en una ciudad
que acaba de ser atacada.
Al chico no parece importarle lo más mínimo.
—No sé qué significa «mediasangre» ni «desmarcado».
Aunque espero que no sean insultos, porque me parecería muy
maleducado.
Aiya nunca había conocido a un mediasangre.
Son hijos de otro tiempo, de cuando aún había
continentales en las islas y se relacionaban con los losbitas…
íntimamente. No estaban bien vistos entonces, y mucho menos
desde el cierre de fronteras. Unos pocos viven repartidos por
todo el Imperio; aquellos cuya apariencia puede hacerlos pasar
por nativos. Pero la mayoría se buscan la vida en Ameagari,
incluso tienen su propio barrio allí, en la mismísima capital de
la Ola. La bahía Mediasangre, la llaman. Una comunidad,
según dicen, formada por ladrones y estafadores con los que
nadie quiere tener nada que ver, pero que los Ameagari
insisten en proteger por Bondad sabe qué motivo.
Los golpes en la puerta la sobresaltan. Al otro lado de la
pesada plancha de metal, Aiya reconoce la voz del otro monje,
el que se había marchado.
—¡Traigo lo que me pidió, emperatriz!
Al oírlo, la mujer ordena al otro monje que abra la puerta.
Su compañero entra; lleva algo en las manos, algo metálico
que le entrega a la emperatriz.
—Huozi. —Aiya todavía no está acostumbrada a que la
Señora de la Tormenta se dirija a ella, pero se acerca
obedientemente—. Tener a un desmarcado bajo nuestro techo
es una ofensa a los espíritus. Pónselo.
Abre los dedos, mostrándole lo que le ha traído el monje.
Incluso a la escasa luz de la vela, Aiya reconoce los símbolos
grabados en el metal: son un par de brazaletes como los de los
extranjeros.
—¡Ni hablar!
Aiya se encoge cuando el mediasangre se revuelve,
golpeando al monje que tiene detrás en la cara. El príncipe
Jisoo se abalanza sobre él y lo atrapa entre los brazos. El
muchacho, más bajo que él, patalea en el aire, impotente.
—Pero… —Aiya baja la voz —, el príncipe Hanlu tiene
un control total del Sol. Yo aún no soy una monje
juramentada. Podría quemarle la piel si no…
Por la forma en la que la boca de la emperatriz se
retuerce, Aiya sabe que negarse no es una opción. Así que
asiente y se coloca delante del muchacho de pelo claro.
Por primera vez, al encontrarse con sus ojos, ve algo
parecido al miedo en ellos. Inmovilizado por la fuerza del
heredero, el chico estira el cuello y suelta varios insultos en su
lengua. Hay algo en el interior de Aiya que grita que se
detenga. Pero no puede. Parece como si los picos de las
máscaras pertenecieran a cuervos de verdad, dispuestos a
destrozarla en cualquier instante.
—¿Pueden… —no se cree lo que va a decir— sujetarlo?
Al hablar en losbita, el chico no puede reaccionar al gesto
brusco del príncipe, que le sostiene el brazo estirado frente al
cuerpo, con ayuda de los monjes, para que ella pueda trabajar.
Aiya comprende por qué han traído el candil. No es para que
el muchacho pueda ver, no es para dar calor.
Está ahí para ella.
El príncipe Jisoo deja la tarea en manos de los monjes y
se aparta. Aiya intenta no pensar en él ni en la emperatriz. Se
concentra en el calor que emana de la llama y lo toma con la
punta de los dedos. Ha visto al príncipe Hanlu hacerlo horas
antes con el calor del sol, algo muchísimo más peligroso que
lo que está haciendo ahora ella. La humedad de la celda y el
frío la ayudan a que el fuego no se descontrole, pero no
evitarán que las llamas se extiendan por el metal y quemen los
brazos del mediasangre.
Aiya está temblando.
Intenta tranquilizarse y agarra el brazalete para colocarlo
alrededor de la muñeca derecha. La llama se aviva. Mueve el
índice en el aire para comprobar que su poder es estable.
Y empieza la tarea.
En cuanto la llama roza el metal, siente cómo este
absorbe su poder. Al principio cree que lo está controlando. A
pesar de los quejidos del mediasangre, la línea roja se
mantiene firme sobre el brazalete y la soldadura se marca con
claridad. Pero de repente, el chico desplaza el brazo hacia un
lado con un gesto desesperado y a ella no le da tiempo a
detener la llama. El olor a carne chamuscada inunda la
estancia y el grito de Aiya se mezcla con el aullido de dolor
del mediasangre.
—¡Lo siento!
El mediasangre apenas la mira, sus ojos se deslizan sobre
el segundo brazalete cuando Aiya lo cierra sobre su muñeca
izquierda y repite el proceso. La línea de soldadura sale más
recta esta vez, más de lo que Aiya esperaba, porque siente que
le tiemblan los dedos. El mediasangre parece haber entendido
que es mejor no distraer a Aiya mientras usa su magia. Se
mantiene quieto bajo el agarre firme de los monjes. Sin
embargo, en cuanto el dedo de Aiya derrite el último tramo de
metal, el mediasangre arranca la mano de entre las suyas.
—¡Cuidado! —advierte ella—. ¡Aún no lo he enfriado!
Los monjes se tensan sobre el mediasangre, pero él no
intenta escapar ni atacar a nadie. Junta sus muñecas, con los
brazos extendidos frente a él, como si quisiera alejar los
brazaletes lo máximo posible de su cuerpo. Los mira con
expresión indescifrable; algo que parece ir más allá de la rabia
o el miedo. Aiya piensa que quizá no ha oído su advertencia,
pero da igual: un instante después, el mediasangre vuelve a
aullar en cuanto siente las gotas del metal ardiente sobre su
piel. Incandescente, el líquido se derrama desde la línea de
soldadura, humeando y arrastrando parte de las marcas
forjadas sobre el brazalete.
—¡Haz algo! —grita el mediasangre.
Aiya atrapa su mano izquierda al vuelo, justo antes de
que empiece a sacudirla por el dolor. Ella misma tiene que
apretar los dedos cuando su piel desnuda roza el metal al rojo
vivo. Se agarra a esa sensación, al ardor, y lo expulsa con los
ojos cerrados, como quien suelta una honda inspiración. Se
atreve a abrir los ojos. El brazalete izquierdo del extranjero
está visiblemente emborronado; nada que ver con las
soldaduras impolutas del príncipe Hanlu, pero al menos ya no
hay líneas de metal incandescente sobre su piel.
—¿Está soldado? —La emperatriz aparta a Aiya con el
hombro.
Observa cómo la mujer agarra del brazo al muchacho y
examina las junturas de los brazaletes, ajena a los resoplidos
de dolor de él.
—Os vais a arrepentir de esto… —jadea el chico,
sudoroso.
—A lo mejor ahora te apetece hablar. ¿Quién es el
responsable del atentado? ¿Perteneces a una secta,
mediasangre?
Cuando el mediasangre alza la cabeza y empieza a
encarar a la emperatriz, hay algo en sus ojos color miel que
esconde más de lo que está diciendo. El corazón de Aiya da un
vuelco.
—No soy mediasangre ni estoy en ninguna secta —sus
dedos se crispan cerca de la muñeca dolorida y su mandíbula
se tensa—, vengo de más allá del mar, y en cuanto mis
superiores se enteren de que…
—Mentiroso. —El príncipe Jisoo levanta la voz por
primera vez. Con lo alto que es, para Aiya es casi una
obligación estirar el cuello para poder mirarle—. Todos los
diplomáticos han sido marcados.
«Y además no viste el uniforme blanco», piensa Aiya.
—No soy como el resto de diplomáticos. Pero no voy a
hablar delante de cualquiera.
Inclina la cabeza hacia los monjes, uno de los cuales aún
lo sujeta.
—Ellos no hablan tu idioma.
A pesar del desdén de sus palabras, la emperatriz hace un
gesto con el mentón y su pico de cuervo señala la puerta.
Obedientes, los monjes sueltan al chico y, tras inclinarse
respetuosamente, abandonan la celda.
El chico se pasa los dedos por el pelo rizado y sudoroso,
dejando al descubierto una frente grande y una marca que le
llega hasta una de sus pobladas cejas.
—No tenéis ni idea de cómo se ha producido el ataque,
¿verdad? En mi reino hemos sufrido el mismo tipo de ataques
estos meses. Tras investigarlos, descubrimos que el origen
estaba en Losbias. Me mandaron venir hasta aquí y seguir la
pista.
»Claro que, como llevo todo el día encerrado en esta
maloliente celda, mi plan para encontrar a los terroristas y
detenerlos se ha ido al garete. ¡Oh! Y sí, es gracias a vuestra
obsesión por marcar a la gente —dice, dedicándole una dura
mirada a Aiya.
La culpabilidad vuelve a azotarla. El príncipe Jisoo
cambia el peso de una pierna a otra, pero la emperatriz no
altera su expresión.
—Si lo que cuentas es cierto y no eres un mediasangre,
entonces podrás responderme a cualquier pregunta
relacionada con el Continente, ¿cierto?
—Puedo intentarlo.
—¿Quién es el rey de Galvania?
El muchacho arruga la nariz un instante. Si ha estado
mintiendo, solo las estrellas saben lo que hará la emperatriz
con él.
—Esa es una pregunta trampa, porque en Galvania no
hay un rey, sino una reina.
»Aunque no le gusta demasiado que la llamen así.
Tuvimos bastante drama con la monarquía hace unos años…
Somos todavía sensibles a ciertos términos y…
—Silencio. —La emperatriz mueve el brazo y una
corriente de viento sacude los cabellos del joven, haciéndole
callar inmediatamente por la sorpresa—. ¿Quién está detrás
del fuego malva? ¿Qué sabes?
—Voy a ser sincero, no tengo ni idea —replica el
extranjero—. Pero conozco su patrón de ataque y mi misión es
encontrarlos y darles caza.
Su declaración provoca un silencio largo. Ahora mismo,
Aiya desearía no haber aprendido la lengua del extranjero,
porque, si lo que dice es cierto, Losbias está en grave peligro.
Si los terroristas están atacando también en el Continente, es
que el asunto es aún más serio de lo que creía. Tal vez
excesivamente grande para alguien como ella.
Nunca había tenido tanto miedo.
—Sigo sin creérmelo —murmura el príncipe Jisoo.
—Yo tampoco me lo creería —admite el extranjero—.
Pero ¿qué otra explicación hay? ¿Que soy un tontaina que se
ha colado en uno de los barcos que partieron de Los Ríos para
venir a un país diferente en busca de aventuras? Por favor…
Aiya agacha la cabeza. Ella ha soñado muchas veces con
viajar más allá del mar y descubrir a personas diferentes y
lugares inimaginables. No le parece una tontería para nada.
—Deberíamos informar a sus superiores, ¿no, madre?
Que nos confirmen que…
—Mi misión es secreta y solo unos pocos saben de ella.
Pero está en vuestra mano interrumpir en las estancias de la
gente de la Academia para decirles que, si me echan de
menos, pueden encontrarme aquí encerrado, sin agua. Sin
comida. Sin siquiera un periódico viejo que ojear. —Chasquea
la lengua—. No creo que les haga gracia, teniendo en cuenta
que han venido aquí a rescatar a sus presos políticos.
El príncipe Jisoo aprieta los puños.
—¡Tus «presos políticos» causaron la muerte de cientos
de personas en el templo de la Tormenta!
—Yo ahí no me meto. Lo que sé es que mi jefe sí sabe que
estoy en Losbias, y tenía que haberme reunido con él antes del
desfile. Se enterará de dónde estoy tarde o temprano, y no le
hará ninguna gracia. Si me dejáis libre, estaré encantado de
explicarle que todo ha sido un malentendido y que no hay por
qué…
La emperatriz y su hijo intercambian una larga mirada.
—Mandaremos una carta sellada a tu superior de
inmediato —dice finalmente la emperatriz— para informarle
de que has decidido unirte a mi hijo en la búsqueda de los
responsables del atentado. Al fin y al cabo, a eso has venido,
¿no es cierto?
El extranjero parpadea despacio, como pensándoselo.
Como si tuviera otra opción. Aiya se pregunta si ha entendido
lo mismo que ella: que está siendo víctima del secuestro más
elegante de la historia.
—Tiene razón, no podemos encerrarlo eternamente; no
con la delegación extranjera aquí —le dice la emperatriz al
príncipe Jisoo. No parece importarle la posibilidad de que el
extranjero pueda comprender su idioma—, y tampoco
podemos desaprovechar lo que sabe. Si es quien dice ser,
podría sernos útil.
—Pero madre… ¿y si miente? Aún no sabemos si…
—Si miente, confío en que sabrás encargarte de él, hijo.
En cuanto a ti —la emperatriz se gira hacia Aiya—,
comprenderás que no puedo dejar que te marches. Has dicho
que eres una buena luchadora, y que has visto a los
secuestradores de mi hija.
»Acompañarás al príncipe en su búsqueda. Lo servirás
como si se tratase de tu Señor. Si él está en peligro, darás tu
vida a cambio de la suya. Le debes obediencia, y, si osas
traicionarnos, podrá matarte sin vacilar. ¿Entiendes lo que
quiero decir?
Aiya no responde. Una sensación parecida a un calambre
le recorre todo el cuerpo. Aquello no ha sido una simple orden.
Tras las palabras de la emperatriz hay una exigencia mucho
más peligrosa. Mucho más antigua. Una unión sagrada de las
que solo se hacen una vez en la vida, y que Aiya guardaba
para cuando pasase a estar al servicio del Señor Huozai.
—¿Me estáis pidiendo que haga un juramento?
Dharani
—Ciudad de Beongae—
Que Jisoo se haya tragado esa pantomima demuestra que Jisun
no le ha hablado de ella. Si lo hubiera hecho, el príncipe sabría
que, cuando a Dharani se le mete algo entre ceja y ceja, ni
Perseverancia con su martillo de plata puede disuadirla de que
lo deje pasar. Aunque, para ser justa, Jisoo tampoco se parece
demasiado al retrato que Jisun le había hecho de él: ha
resultado ser mucho más educado y mucho más serio. O sea,
mucho más aburrido.
«Acaban de incendiar nuestra ciudad, Dharani. No lo has
conocido en su mejor momento».
Es lo que diría Jisun si estuviera allí. Pero no lo está. Y le
preocupa. Porque, por supuesto, Dharani no se ha creído eso
de que «se encuentra descansando en sus aposentos». ¿Jisun,
su Jisun, la misma que se escapó de la cena de boda de Umi
Ameagari para verla bailar a escondidas y besarla, ahora está
quietecita en su cuarto? ¿Después de un atentado? ¡Ja! ¡Ni por
toda la pólvora del Continente!
Pero estaba claro que el príncipe Jisoo no iba a darle más
detalles, así que Dharani ha sonreído y se ha alejado
obedientemente… y, en cuanto ha podido, se ha escondido
detrás de un muro. Y ha esperado.
Oficialmente, el templo de Sandesh no adiestra a espías.
Es tan cierto como que, oficialmente, Dharani solo es una
bailarina invitada a la corte ameagi como un halago de la
Señora del Eco hacia la Señora de la Ola. Tan cierto como que
la relación que la une a la princesa Jisun es una cordial pero
distante admiración mutua.
Lo oficial es aburridísimo.
Dharani prefiere sentir el Eco con las plantas de los pies,
como cuando baila, pero no le parecía apropiado pasearse
descalza por el palacio de Beongae, así que se conforma con
arrodillarse y enterrar una mano en el suelo. El jardín está
tranquilo a esas horas, así que le resulta sencillo captar el
golpeteo cada vez más lejano de los pasos de Jisoo. Está claro
que la aparición de Dharani le ha resultado sospechosa, pero,
si se piensa que él no llama la atención con sus paseíllos
nocturnos postatentado, es que es un ingenuo. Se siente
tentada a seguirlo.
«Primero, Jisun», se dice. Ya se enterará luego de qué se
trae el príncipe entre manos.
En cuanto está segura de que se ha marchado, Dharani se
incorpora y se dirige a los aposentos de Jisun. Al menos, va en
la dirección que Jisoo ha señalado sin querer con la cabeza al
mencionarlos. Es irónico: cuando alguien está acostumbrado a
hablar solo con su voz, se olvida de controlar lo que dice el
resto de su cuerpo. Si no le viniera tan bien, a Dharani hasta le
daría lástima el príncipe.
A pesar de sus involuntarias indicaciones, el palacio de
Beongae sigue siendo un laberinto de muros, caminos y
pabellones que no muestran ningún tipo de consideración por
la intrusa que intenta orientarse entre ellos. Dharani tiene que
echar mano de su magia un par de veces más, en busca de
ondas que delaten movimiento, hasta que llega a una zona
prometedora. Se trata de un grupo de edificios particularmente
amplios, y está claro que sus paredes resguardan a alguien
importante, porque están vigiladas por una patrulla de monjes
de la Tormenta. Con esos uniformes suyos tan negros, parecen
un aquelarre de sombras de la mismísima deidad Siwang.
—¿Hola? ¡Hola!
Los monjes llevan lanzaespadas como la del príncipe
Jisoo, y la saludan con ellas cuando se acerca. Dharani afloja
el paso, lo suficiente como para demostrar respeto ante las
armas, pero no se detiene. Con cautela, se aproxima al guardia
que sostiene un farol, para poder verle bien los labios.
—Perdón, ¿es esto la… —ante el ceño fruncido del
hombre, intenta hablar algo más bajo. Su maestro del templo
de Sandesh sabía lengua de signos y, después de pasar años en
Ameagari, casi todos aquellos con los que Dharani se
relaciona allí han acabado aprendiéndola también, así que no
usa demasiado su voz, y le cuesta distinguir cuándo habla
demasiado bajo o cuándo grita de más— …la biblioteca?
—¿Buscas la biblioteca? ¿Ahora? —le parece leer en los
labios del monje del farol. Su ceño fruncido es mucho más
elocuente. No la cree.
Dharani se encoge de hombros.
—Mi Señora me ha pedido que le lleve una lectura de
ahí.
Su Señora, a ojos del Imperio, es Kali Sandesh. A fin de
cuentas, le prometió lealtad con un juramento divino, como
hacen todos los monjes del Eco al graduarse. Lo que el
Imperio no sabe (y estos pasmarotes beongis tampoco) es que
Kali Sandesh se olvidó de Dharani poco después de enviarla a
Ameagari, al menos hasta hace unos meses, cuando solicitó su
presencia en aquel evento para deleitar a los extranjeros y a las
otras islas con «el talento de la mejor bailarina de la isla del
Eco». Para ella, Dharani no es más que algo autóctono de lo
que presumir, como un broche o un pebetero bruñido, algo que
el resto del tiempo abandonas en un rincón. Y a Dharani le
encanta. Porque la convierte en alguien célebre y, a la vez,
invisible.
El soldado del farol y sus compañeros se lanzan miradas
furtivas. Si la cosa implica a una Señora, parecen pensar, es un
asunto serio. Ya no se atreven a despachar a Dharani como si
nada.
—Los historiadores han cerrado la biblioteca hace horas.
Tendrás que ir mañana.
—Pero ya que estoy aquí…
—Esto no es la biblioteca —la corta el monje—. Son los
aposentos de la princesa Jisun.
«Por Usura cubierto de plata, qué buen ojo tengo».
—¡Oh! ¿En serio? Qué mal me oriento… Ya que estoy
aquí, ¿puedo entrar a presentarle mis respetos?
Antes de que el monje responda, Dharani añade:
—¿Sabe qué? Da igual. ¡Es tarde! Pero ¿puede indicarme
por dónde llegar a la biblioteca? Para mañana.
El perplejo beongi parpadea. Con su lanzaespada, señala
un pabellón lejano que a Dharani no puede darle más igual. Ni
siquiera ve qué le dice, pero le sigue el juego, soltando
«Mmmm s» y «Aha s» mientras, disimuladamente, se saca una
de las babuchas y planta el pie desnudo en la tierra.
Tiene que esperar a que el monje se calle; la vibración de
su voz resulta difícil de separar de las demás. Cuando por fin
cierra la boca, Dharani entorna los párpados, fingiendo que
intenta diferenciar la dichosa biblioteca. En realidad, no le
viene mal cerrar algo los ojos. La ayuda a centrarse en su
magia. Y lo necesita, porque no percibe nada más allá de los
murmullos desconfiados y las respiraciones de los monjes.
Trata de aislarse del resto de sus sentidos. Hasta ese momento
le había parecido que la noche era suave y apacible, pero ahora
nota la brisa cimbreando a su alrededor como si un espíritu
estuviera utilizando el jardín como arpa. Se le eriza el cabello
de la nuca. ¿Qué hay al otro lado de esas paredes? No nota
nada. En la distancia, el aire pesa, estático. Vacío.
Igual está demasiado lejos de la habitación de Jisun. ¿Y si
es verdad que está durmiendo? No; aun así tendría que
moverse en la cama, respirar, y por mucho que fuerza su
magia, Dharani no percibe ni la más mínima vibración al otro
lado de esas paredes.
Nada. El interior de la estancia está más muerto que un
huozi en un monzón. Es imposible que haya nadie allí dentro.
Los monjes han empezado a mirarla raro. Seguro que ha
respondido «Mmmm» a lo que no debía. No es la primera vez
que le pasa. Se calza la babucha de nuevo, esta vez sin
preocuparse por si los monjes lo notan. Ya les ha sacado toda
la información que podía.
La pregunta ahora es: si Jisun no está en sus aposentos,
¿dónde está, y por qué todos se empeñan en ocultarlo?
Va a ser una noche muy larga… Aunque a Dharani
siempre le ha gustado bailar bajo las estrellas.
18 de primavera, CCXLIX año del ciervo
Ha pasado mucho tiempo desde que escribí por
última vez, pero es que he estado muy ocupada. Se
me ha ido la mano con las cerillas un par de veces,
pero, para alivio de la Bian del pasado, he
conservado mis cejas (aunque he estado cerca de
perderlas en más de una ocasión, lo admito). La
verdad, trabajar con Akihiro, aunque cansado, es
más sencillo de lo que esperaba. Básicamente, me
paso las tardes machacando raíces y extrayendo
savia, rallando minerales o vigilando los fuegos de
los brebajes. Y, sobre todo, escuchándolo divagar.
Esto no lo cuento cuando las chicas me preguntan en
el barracón (tampoco estoy autorizada a hacerlo,
de todos modos). Me miran con una mezcla de
admiración y miedo cada vez que me marcho hacia
la caverna. Entre los novicios corre el rumor de que
hay demonios y almas en pena viviendo entre los
túneles de los acuíferos. Claro que también se cuenta
que una vez se excavaron unas letrinas tan
profundas que la tierra se tragó a la cuadrilla que
las había abierto, que el Alto Miembro Jiaer fue
un actor famoso del santuario de Huijin y que la
maestra del almacén puede hablar con las grullas.
Me sorprende que el altar de Chisme no esté
enterrado de ofrendas, porque aquí la gente la
adora, está claro.
Las cavernas son inquietantes, eso lo tengo que
admitir. Aunque sé que estamos muy altos, parece
como si nos hubiéramos metido en la forja de
Perseverancia, en las entrañas del mundo. Aún
necesito que Akihiro me escolte desde la entrada
hasta la cueva donde tiene su laboratorio, y, a
pesar de que el reflejo del farol en los ríos
subterráneos es un espectáculo digno de ver, no me
haría ninguna gracia recorrer esos túneles yo sola.
Se me nota muchísimo, incluso ahora, cosa que a
Akihiro le hace mucha gracia.
Es simpático y sorprendentemente hablador.
Durante mi primera estación aquí, apenas le había
oído pronunciar dos frases seguidas, pero, cuando
se trata de alquimia, puede estar hablando
eternamente. A veces pienso que, más que un
ayudante, lo que quería era alguien con quien
parlotear sobre sus experimentos, que, por cierto,
son más interesantes de lo que pensaba. Cuando
llegué, creía que iba a ayudarlo a, no sé, desarrollar
abonos más eficaces para el huerto o cosas así. Pero
no. Él experimenta con magia.
Por ejemplo, cuando llegué, estaba trabajando con
una planta sandeshi cuyas flores se volvían
impermeables bajo la luz del sol. Pretendía «aislar
el componente» (a estas alturas me he
acostumbrado a expresiones como esa) y
embotellarlo para crear una infusión con la que
volverse impermeable a voluntad. También tiene
unos polvos capaces de dormirte en cuestión de
segundos, y un reconstituyente azulón que te
despierta igual de rápido.
Sin embargo, la mayoría de sus brebajes no tienen
efecto, o peor, a veces se pasa días indispuesto
después de probarlos y, aunque eso no lo desanima
(siempre dice: «¡Perseverancia y Capricho son los
padres de la alquimia!»), temo el momento en que
se dé cuenta de que podría pedirme a mí que los
beba en su lugar.
Eso me lo ha enseñado Akihiro. Desecar las
plantas es útil para molerlas cuando le interesa más
su polvo que su savia, y es una magia
sorprendentemente fácil. Admito que la primera
vez que lo vi cerrar el puño y marchitar aquel tallo
que había sobre su mesa, me dio un escalofrío. Pero
ahora entiendo que es una tontería. «Solo de la
muerte puede renacer nueva vida», como dice
siempre Takeshi. Akihiro también me lo demostró
en ese momento, a su manera: movió los dedos y, al
cabo de un rato, el tallo empezó a reverdecer.
Aún no me ha enseñado ese tipo de magia, aunque
se lo he pedido mil veces. Dice que no estoy
preparada, y supongo que tiene razón. Asegura
que es más difícil crear que destruir, pero que
«ambas cosas son necesarias para el Equilibrio».
No me importa esperar, en realidad. Serenidad me
ha concedido paciencia. Además, hasta hace un par
de estaciones, hacer magia era algo impensable para
mí. Por supuesto que tardaré en lograr las
maravillas que he visto hacer a los Altos
Miembros. Pero todo lo que sé hacer ahora,
aunque tan solo sea generar una levísima brisa con
el dedo, es… como un milagro. Y la magia…, la
magia es liberadora. No me extraña que los
antiguos Señores decidieran guardársela para sí.
Pero eso se ha acabado, por lo menos aquí.
Bian
40 de primavera, CCXLIX año del ciervo
Empezaba a pensar que Akihiro se había vuelto
loco de tanto inhalar el polvo de la sal esa que-no-
es-sal, pero hoy ha pasado algo.
Yo estaba a lo de siempre, llenando unos cuencos
con salvia de unos ramos de ngua Ô que nos
trajeron hace poco, mientras Akihiro andaba con la
nariz entre sus fuegos. De repente, se me ha
acercado con una bandejita cubierta de un ungüento
blanquecino. Aún burbujeaba. Por un momento he
pensado que me iba a pedir que me lo bebiera, y he
empezado a fingir que estaba mareada por los
vapores del laboratorio (tampoco hace falta fingir
demasiado, la verdad, aquello atufaba a ácido),
dispuesta a «desmayarme» en caso de emergencia.
Pero no: me ha pedido que untara el potingue con
cuidado en el tallo de ngua Ô y, después, me ha
ordenado que lo marchitara.
Y, aunque llevo semanas haciéndolo hasta con los
ojos cerrados (literalmente, me gusta ponerme a
prueba, aunque en realidad la vista no tiene nada
que ver con la magia), no he podido.
Ha sido horrible. Como estar en Hoa Thơm otra
vez, sin magia, sin…, no sé, sin una parte de mí,
de repente. Como si un día me despertara y hubiera
desaprendido a leer. He observado a Akihiro de
reojo mientras lo intentaba y lo intentaba,
esperando que me mirase decepcionado. Pero
entonces, él ha sonreído.
Cuando le he preguntado por qué, ha dicho que el
experimento estaba funcionando por fin. Estaba
tan emocionado que ni siquiera me ha explicado en
qué consistía, hasta que le he dado un golpecito y se
lo he preguntado.
El ungüento es un bloqueador de magia.
Aunque yo solo le veo un uso, él dice que tiene
muchísimos: que puede usarse diluido como
resistencia para fortalecer nuestra magia, como
cuando el maestro de construcción obliga a los
novicios a cargar con sacos para que aprendan a
soportar cada vez más peso.
Con eso suman dos usos en total, no «muchísimos»,
pero eso no se lo he dicho.
Bian
Aiya
—Ciudad de Beongae—
Aiya teme lo que está por llegar, tanto que los latidos de su
corazón casi no le dejan oír los gruñidos de dolor del
extranjero, encogido en una esquina. Mira fijamente a la
emperatriz, intentando aparentar seguridad. Sin embargo, es el
príncipe Jisoo quien da un paso hacia ella.
Parpadea, perpleja.
—Creía que el juramento sería con…
—¿Conmigo? —La emperatriz mueve las mangas de su
vestido con desidia—. No voy a ser yo quien acabe contigo,
monje, si te atreves a traicionarnos.
—No me refería a eso —miente Aiya—. Quería decir que
pensaba que contaríamos con un oráculo.
Los oráculos son la memoria de Losbias; sus escritos
narran su historia, desde la creación del mundo hasta cada
pequeño conflicto entre regiones. Los oráculos, los pocos que
quedan, conocen los misterios de las estrellas, del pasado y del
futuro y, en tiempos mejores, incluso escribieron profecías
siguiendo los susurros de la deidad Sheng. Hay algo en ellos,
un poder distinto a la magia de los Señores y sus monjes, algo
divino que nadie sabe explicar, pero que siempre se ha
respetado. Sin embargo, tanto Ameagari como Beongae
dejaron de prestarles atención tras la guerra civil. Huozai, por
el contrario, se aferró a los poderes místicos para intentar
desentrañar el motivo de su mala fortuna en la batalla.
Ameagari y Beongae, victoriosos, decidieron que los oráculos,
sus rezos y su lectura del futuro en las estrellas no servían para
nada, porque ellos mismos, con sus armas y sus ejércitos,
habían escrito su propio destino.
Aiya considera que ni la emperatriz ni su hijo tienen la
sabiduría ni la devoción necesarias para que Sheng los escuche
o haga válido ese juramento. Pero tampoco va a discutírselo
cuando responden a su pregunta con un largo silencio.
Los juramentos divinos de lealtad siempre se han llevado
a cabo de noche y al aire libre, con un pañuelo de seda
húmedo atado a las muñecas y con una solemnidad ancestral.
Aiya se pregunta si jurar ante el príncipe Jisoo hará que en el
futuro no pueda hacer lo mismo con su Señor. También se
pregunta si es una tontería preocuparse por algo así en la
situación en la que está. Antes de que pueda valorar las
consecuencias de lo que va a hacer, el príncipe Jisoo enreda
sus brazos con un cordón plateado que ha desprendido de su
uniforme.
Sus pieles se rozan y Aiya siente un cosquilleo extraño.
Es la magia del viento. Acostumbrada como está a la suya, a la
de sus compañeros de clase o a la del príncipe Hanlu, la
energía del príncipe Jisoo le resulta desconcertante. Hanlu es
fuego y sentimiento, y eso se refleja en unas ondas intensas
pero constantes; el príncipe Jisoo es un vendaval
descontrolado. En cierto modo, se parece a su propio poder,
inquieto y enérgico.
—Yo, Jisoo Beongae, prometo ser fiel a este juramento.
—Yo, Aiya Ziwei, prometo ser fiel a este juramento.
—¿Juras servirme a mí y solo a mí hasta dar con los
culpables del ataque?
—Lo juro.
Uno de los dedos del príncipe Jisoo se enlaza con uno de
los suyos. Debería ser un gesto de confianza, pero Aiya
contiene las ganas de salir corriendo. Siente la culpabilidad
recorriendo su piel. ¿Acaso significa esto que a partir de ahora
todas sus acciones dependerán de la voluntad del heredero
beongi? ¿Nunca podrá convertirse en una huozi juramentada?
—¿Juras decir siempre la verdad y anteponer mi
seguridad y la de mi hermana a la de cualquier otra persona?
Intenta no vacilar.
—Lo juro.
Enlazan un dedo más.
—¿Y juras, siendo testigos las estrellas sobre nosotros,
que nunca jamás me traicionarás ni desvelarás información sin
mi permiso?
—Lo juro.
Y su dedo corazón ahora queda atrapado por el del
príncipe. Aiya aparta los ojos de sus manos y se concentra en
la máscara de cuervo, para poder ver el iris gris del heredero
cuando habla de nuevo:
—Sea entonces este nuestro juramento, Aiya Ziwei, y que
caiga sobre ti la catana de Honor en caso de que lo incumplas.
Y que sea yo quien te castigue siguiendo su voluntad.
Y ya no hay vuelta atrás.
***
Aiya está sentada en el suelo de la Galería de la Porcelana, con
las piernas estiradas y rozándose las marcas del cordón
plateado que han quedado en su brazo. Quiere que
desaparezcan rápido, igual que lo ha hecho la emperatriz hace
un minuto, dejando a su espalda un fuerte olor a incienso.
—¿No me vais a ofrecer ni una mesita siquiera?
Aiya ya se ha acostumbrado al tono bromista e
impertinente del extranjero, pero duda que el príncipe Jisoo lo
consiga jamás. Son opuestos, como las deidades Sheng y
Siwang, creación y destrucción, como la vida y la muerte; o
exactamente como Huozai y Beongae. De hecho, como ella
misma y el príncipe cuervo.
—Escribe rápido —se impacienta el heredero. Ahora que
ni su madre ni los monjes están cerca, su expresión corporal
parece menos rígida, pero su humor no ha cambiado.
Aiya se aleja de él y se arrastra por la madera hasta
quedar de rodillas junto al extranjero. El chico se ha tumbado
en el suelo y mordisquea el pincel que le han dejado, dando
golpecitos con el dedo sobre el papel todavía en blanco.
—No trabajo bien bajo presión, ¿sabéis?
—Eres un espía y un combatiente —replica el príncipe.
Se ha apoyado en una de las columnas con los brazos
cruzados.
El muchacho suspira, alarga el brazo, unta la punta del
pincel en la tinta negra y escribe por fin:
Señor:

Tal y como auguramos aquella impredecible noche en el corazón del


pájaro más emblemático de Galvania, mi llegada a Losbias no ha ido
según lo planeado. Yo, conocido por tener la nariz metida en cualquier
problema, no he sido testigo del importante altercado que ha sucedido
esta misma tarde. ¡Es difícil descubrir algo cuando estás entre los
barrotes!

Escribe tan lento que Aiya se aburre entre letra y letra. Los
garabatos del muchacho parecen más líneas aleatorias que
símbolos comprensibles, y, mientras avanza, va emborronando
las palabras que deja atrás. Aiya entrecierra los ojos, tratando
de descifrar si esos manchurrones esconden un mensaje oculto.
Así que, tal y como solo usted y yo sabemos, me he embarcado en esta
misión de tratar de detener a los atacantes. Sí, voy a unirme a valientes
soldados de Losbias en su búsqueda de los culpables de esta violencia.
En pasadas ocasiones, su buen hacer me ha hecho terminar en
situaciones bien peligrosas, pero le ruego que esta vez no se preocupe
por mí. Un hombre como yo tiene el deber de llegar hasta el final del
asunto, y le insisto en que recuerde las palabras que me dijo antes de
partir de Los Ríos mientras los dos brindábamos por conseguir nuestros
propósitos. ¡Salud!
Trabajaré con toda mi voluntad y buen hacer en esta misión a la que he
decidido unirme por propia voluntad, en un intento de ayudar y servir a
quienes más lo necesitan. Dicho esto, partiré mañana mismo, y no antes,
dispuesto a arriesgar mi vida para salvar las de otros que acabo de
conocer. Que la Madre lo proteja,
Su fiel confidente

La pluma se detiene un instante. Finalmente, el chico firma


con un aspa sobre el papel.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunta Aiya.
—Estoy de incógnito, no puedo escribir mi nombre en
una carta. —Extiende el pergamino hacia el príncipe Jisoo,
que ladea la cabeza. No hace falta ver a través de su máscara
para intuir cómo sus cejas parecen tocarle el nacimiento del
pelo. Aun así se acerca, lee el nombre del destinatario escrito
en el anverso y se guarda la carta en la manga—. Pero si estáis
interesados por mí… Soy Conreth.
Aiya silabea el nombre en silencio, un par de veces, hasta
que se acostumbra a su sonoridad. No lo había oído nunca y le
parece bastante feo, pero el muchacho parece contento de
haberse presentado por fin, así que ella le devuelve la sonrisa.
Unos golpecitos en la puerta hacen que se tense, igual que
el príncipe Jisoo. Desde el otro lado llega una voz temblorosa:
—Los uniformes que ha pedido la emperatriz. Los… Los
dejo aquí.
Y después, pasos alejándose.
Es Jisoo el que se acerca a la puerta, y regresa con dos
fardos de tela plateada y negra pulcramente doblada. Le tiende
uno a Aiya y otro a Conreth. Ella no necesita explicaciones.
Escudriña entre las reliquias de la galería y por suerte
encuentra un biombo. Casi le resulta demasiado delicado,
demasiado exquisito como para usarlo, pero tendrá que servir.
Se esconde detrás y se deshace de su túnica roja. La echará de
menos. Siente un nudo en la garganta al verla caer, como si
fuera un símbolo de la traición que acaba de cometer.
Cuando regresa con los demás, Conreth ya lleva el
uniforme beongi. Ni siquiera así podría pasar desapercibido.
—Creo que te queda mejor el rojo.
Junto a él, el príncipe Jisoo suelta una tos seca para
llamar su atención.
—Voy a asegurarme de que la carta llega a quien
corresponde. Os quedaréis aquí hasta que yo vuelva. —Mira a
Aiya—. Vigílalo bien. —Se da un toquecito en la muñeca,
como recordándole el juramento. Como si ella pudiera
olvidarlo.
Y con eso da media vuelta y sale de allí.
—¿Y se supone que esto es para pasar desapercibido? —
dice Conreth, examinando su nueva vestimenta.
—Tengo entendido que en Beongae solo conocen el color
negro —musita Aiya—, y además tienen un gusto horrendo
para los sombreros.
Conreth asiente débilmente y luego da un paso hacia la
entrada. Sus rizos se mueven al ritmo del uniforme, que le
queda algo corto, dejando ver su piel rosada en los tobillos y
los brazaletes en sus muñecas.
—¿Esto es en serio? ¿El príncipe malhumorado nos ha
dejado solos? —Se vuelve hacia ella y esboza una sonrisa
enorme—. Pues si me disculpas, creo que iré a reunirme con
mis superiores.
A Aiya no se le da bien entender las bromas. Así que
supone que Conreth está haciendo una y ella simplemente no
lo ha pillado. El muchacho camina con pasos decididos hacia
la puerta y ella espera a que en el último instante se detenga y
diga algo como: «¡Que te lo has creído!».
Pero no sucede.
Conreth coloca la mano sobre la puerta y, antes de que
pueda mover el brazo para abrirla, un chirrido retumba en la
galería y los dos se llevan las manos a los oídos.
Aiya se había fijado en el pequeño autómata de seguridad
apostado a un lado de la entrada, porque es lo único allí que no
parece una reliquia. Tiene forma cilíndrica y, aunque Aiya no
ha oído saltar la chispa, sabe que en su interior se ha
encendido fuego, pues su resplandor se refleja en las paredes,
amplificado y fragmentado por los espejos que cubren el
cuerpo del artefacto. La luz de alarma parpadea al ritmo del
desagradable sonido, pero eso no es todo, y Aiya lo sabe: antes
de que pueda avisar a Conreth, el autómata extiende un brazo
largo y lo agarra del tobillo, haciéndole perder el equilibrio.
—¡Por la Madre! ¿Qué puñetas…?
Aiya corre hacia el autómata y se arrodilla, observando
los botones que decoran su carcasa de bronce. No tiene ni idea
de cómo funciona ese cacharro.
—¡Pero haz algo! —se queja Conreth, sacudiendo la
pierna—. ¡Me aprieta!
—Es que no sé cómo… —replica ella, nerviosa.
Antes de que pueda continuar, las puertas se descorren de
nuevo y el pico del príncipe Jisoo regresa.
—¿Qué estáis haciendo?
—El autómata de seguridad se activó porque nos hemos
acercado demasiado a la entrada —improvisa Aiya.
Lo último que quiere es meter a Conreth en otro lío. Aún
se siente culpable por haberle puesto los brazaletes a la fuerza.
—Solo un extranjero podía despertar a un autómata tan
simple como este.
El príncipe parece entretenido con la situación, porque se
agacha con lentitud, ignorando los sonidos horribles que sigue
emitiendo el aparato. Con un dedo, recorre una de las líneas de
decoración oscuras de la madera y, por fin, la alarma se
detiene.
—¡Casi me arranca el tobillo!
El príncipe Jisoo pone los ojos grises en blanco tras su
máscara y espera a que ambos se pongan en pie para hablar.
—Me vais a acompañar al pabellón de los historiadores.
Allí revisaremos las escrituras de…
—¿Vamos a ir a leer libros? —lo interrumpe Conreth. Y
luego parece que se arrepiente—. Quiero decir… Que ya han
atacado esta ciudad una vez, podrían hacerlo de nuevo —mira
de reojo al autómata de seguridad—. Nadie nos va a…
Se escucha un golpe en la puerta y los tres se giran,
alerta. Allí de pie hay una muchacha que tiene una mano en la
cadera y con la otra se aparta el pelo castaño, algo más oscuro
que su piel almendrada. Con ese gesto, los espejitos de color
cobre que decoran su ropa tintinean. Es una sandeshi, alta y
fuerte y con una sonrisa brillante que es tan bonita como el
maquillaje colorido y metálico que decora su rostro.
—Van el príncipe de Beongae, una monje diminuta y un
extranjero… —Chasquea la lengua y alza una ceja en
dirección a ellos—. Cualquiera diría que andáis tramando
algo.
El gruñido del príncipe Jisoo retumba en toda la sala.
Dharani
—Ciudad de Beongae—
Durante un segundo, tan solo un segundo, el príncipe Jisoo
pierde la compostura. Hace una mueca al ver a Dharani, y
probablemente se le escapa algún juramento antes de recuperar
el control y cuadrarse. Se acerca a ella, para que pueda leer
claramente la pregunta en sus labios.
—¿Qué hacéis aquí?
Detrás del príncipe, la monje estudia a Dharani con
expresión cautelosa. Claro que ¿quién se fijaría en ella cuando
a su lado hay un extranjero de rizos claros disfrazado de
beongi? Aunque, a juzgar por su cara, el tipo está más perdido
que Honor en una orgía.
Igual que Dharani, por otra parte. Sin embargo, finge no
prestarle atención a nadie más que a Jisoo cuando responde:
—He ido adonde me habéis indicado. Ella no está ahí. —
Antes de que el príncipe tenga la oportunidad de inventarse
otra excusa, Dharani añade—: ¿Podemos hablar a solas?
Jisoo mira a sus dos acompañantes con el ceño fruncido.
Para sorpresa de Dharani, en lugar de escoltarla fuera, suspira
y dice:
—Hablad. Parece que el extranjero no entiende nuestro
idioma, de todas formas y, si tenéis algo que decir sobre mi
hermana… —Mira de soslayo a la monje—. Lo que tengáis
que decir, ella puede oírlo.
En cuanto esa última palabra sale de sus labios, el
príncipe se ruboriza. Es gracioso verlo tan rojo, a él, que hasta
ahora solo había sabido ser el perfecto diplomático. Dharani
no puede evitar sonreír.
—El verbo «oír» no me ofende, Alteza —dice—. Me
ofende que no se me escuche.
Jisoo asiente, algo abochornado.
—Tenéis toda mi atención.
—Jisun no está en sus aposentos. No os molestéis en
negarlo. He usado mi magia: allí no había ni una mosca.
No añade ningún: «Sé que no teníais por qué decirme la
verdad…» o «Entiendo que esta es una situación delicada,
pero…». Cuando habla con sus manos o su danza, Dharani
adora dar rodeos y florituras, y sabe que la realeza adora toda
esa ceremonia. Pero cuando utiliza su voz, prefiere ir al grano.
Además, la situación lo requiere.
—Lo siento —dice el príncipe, ceñudo—, pero el
paradero de mi hermana no es de vuestra incumbencia.
—Si está en peligro, lo es.
Tras el príncipe, la monje abre mucho los ojos. Dharani
finge que no se ha dado cuenta, mientras vuelve a dirigir su
mirada a los labios de Jisoo.
—¿En peligro? ¿Qué os hace pensar eso?
—Su cara. —Dharani señala a la chica—. Necesitáis
aliados que mientan mejor. Como yo. —Da un paso hacia
Jisoo—. Quiero ayudar.
—No os ofendáis, pero ¿por qué querría una bailarina
sandeshi ayudar a Jisun Beongae?
—Porque la amo. Y ella a mí.
En otras circunstancias, Dharani se recrearía en el
bombazo que acaba de soltar, en la cara de pasmo de la monje
y en el leve tirón que la sorpresa ha extendido por la
mandíbula de Jisoo Beongae. Pero no ahora. El ambiente está
tenso como la cuerda de un arpa; necesita bailar con
delicadeza si quiere salirse con la suya.
—Sé que no tenéis por qué fiaros de mí. Pero juro que es
cierto. Jamás le haría daño a Jisun… Lo juro por el lunar que
tiene junto a la nariz.
Por fin, el rostro de Jisoo refleja una emoción:
perplejidad. Está claro que ha comprendido lo que quería
decir. También la monje, a juzgar por cómo se lleva las manos
a la boca.
—Sí, he visto a una princesa sin su máscara —confirma
Dharani—. Ahora que lo sabéis, tenéis tres opciones: o me
matáis, o me desterráis… o me dejáis ayudar.
***
La noche ha empezado como una canción de ritmo caótico:
buscar a Jisun, enfrentarse a Jisoo, descubrir la verdad…
Y luego la música ha caído de golpe.
Cuando el príncipe le confiesa que su hermana ha sido
secuestrada, Dharani ha estado a punto de derrumbarse. Sin
embargo, se recompone casi sin pensar, en un baile
desenfrenado al ritmo de los acontecimientos y de su propia
determinación. No parpadea cuando Jisoo le hace pronunciar
un juramento divino para procurarse su lealtad. Ya juró ante
Kali Sandesh, pero el príncipe no parece saberlo, y Dharani no
se lo dice. Su nuevo juramento no tendrá validez divina, pero
¿y qué? No es como si pensara traicionarlo. Y si eso es lo que
hace falta para que Jisoo le permita ir a buscar a Jisun, duda
que los espíritus le reprochen la mentirijilla.
Tampoco abre la boca cuando el príncipe los guía a ella, a
la monje, que se ha presentado como Aiya, y al extranjero,
Conreth, a un diminuto edificio del complejo de los
historiadores de palacio. Su intención es repasar los archivos
en busca de alguna pista, un antecedente que los ayude a
identificar a los terroristas del fuego malva.
La noche cerrada los recibe en cuanto abandonan la
galería.
Aiya chasquea los dedos, y una llamita aparece bailoteando
entre ellos.
Dharani se detiene de golpe. Espera que el príncipe Jisoo
y Conreth hagan lo mismo, pero ninguno de los dos parece
sorprendido por que una monje de la Tormenta acabe de
invocar la magia del Sol. Examina de nuevo a Aiya, que sí se
ha quedado parada, consciente de cómo Dharani la está
mirando. El uniforme negro y plateado le queda grande, más
de lo que resultaría aceptable para una monje en condiciones.
El cuello se desliza sobre su clavícula, dejando asomar la
punta de uno de los tatuajes de su hombro. Dharani conoce de
sobra los símbolos de la Tormenta, dado que Jisun también los
lleva, y ella es experta en todas las marcas que adornan su
cuerpo. Por eso sabe, sin lugar a dudas, que ese símbolo del
hombro de Aiya no es beongi.
Sus ojos se deslizan de vuelta a la llama.
—Huozi… —comprende.
Quizá lo ha dicho más alto de lo que pretendía, porque
Jisoo ha vuelto tras sus pasos y le ha puesto una mano sobre el
hombro para llamar su atención. Mira a Aiya, su expresión
ensombrecida por su máscara, y luego a Dharani.
—Es una larga historia.
Jisun siempre le decía que a su hermano se le daba bien
calar a la gente. Nada de lo que Dharani había visto esa noche
corroboraba esa faceta del príncipe… hasta ese momento.
Porque, justo cuando ella va a insistir, Jisoo sabe recordarle la
única cosa que le preocupa más que su curiosidad:
—No tenemos tiempo que perder, y Jisun tampoco.
***
A esas horas de la madrugada, el pabellón de los historiadores
está vacío y sumido en la penumbra, y tan solo la magia de
Dharani y el fuego de Aiya impiden que la bailarina se coma
alguna pared. Jisoo va por delante, sorteando mesas
abarrotadas y cajoneras cubiertas de rollos que guardan tantas
letras como polvo. No deja de lanzar vistazos nerviosos sobre
su hombro, como si temiera que alguno de sus acompañantes
fuera a acuchillarlo por la espalda. A Dharani le parece un
poco exagerado, aunque tiene que admitir que la comodidad
con la que Conreth se desliza entre las sombras resulta
inquietante. Al menos, Jisoo sí se ha dignado a explicar su
presencia: al parecer, los terroristas que se han llevado a Jisun
causaron estragos similares en el Continente, y Conreth es una
especie de espía que ha viajado hasta Losbias para darles caza.
Aunque está claro que ahora mismo no les va a ser de
mucha ayuda, porque no sabe hablar ni una palabra de losbita,
así que solo serán tres pares de ojos buscando lo que sea que el
príncipe Jisoo espere encontrar. Dharani mira a su alrededor.
Tarda dos segundos en perder la cuenta de la cantidad de
estanterías que los rodean. Buf…
—¿No deberíamos despertar a algún historiador? —
pregunta Aiya. La llamita sigue retorciéndose sobre sus dedos,
y se la acerca a la boca para que Dharani pueda vérsela bien—.
No conocemos el código de archivo, ni… bueno, la única pista
que tenemos es ese… —se estremece— fuego extraño.
—Hay algo más —dice Jisoo. Hace una mueca,
seguramente involuntaria, como si hablara a regañadientes—.
Los secuestradores llevaban máscaras. Blancas, y no distinguí
el material, pero…
—Las vi —asiente Aiya—. El color blanco suele
simbolizar a la deidad Siwang. Probablemente las robaron de
algún santuario o…
—No eran de madera como las de las representaciones de
los santuarios. Y no las seleccionaron por casualidad; hay
métodos mucho más sencillos para ocultarse el rostro.
—Quizás era una provocación. Usar algo sagrado en
lugar de…
—Son el símbolo de una secta —interrumpe Jisoo,
mirándola con fiereza—, lo sé.
—Pero… Siwang es cosa de las leyendas antiguas, como
Sheng —dice Aiya con cautela—. Ya nadie los venera.
»Lo que pretendo decir es que quizás esas máscaras son
una pista un tanto —se queda callada un segundo, aunque en
su cara se lee claramente «inútil»—… ambigua —dice
finalmente.
—Bueno, tampoco es que lo del fuego sea algo muy
original —interviene Dharani—. En fin, lo han copiado de una
cancioncita de niños…
Resopla con sorna, pero ni Jisoo ni Aiya le siguen el
juego. Al contrario, ambos parecen confusos.
—¿Canción de niños? —pregunta el príncipe.
—Eeeeh… ¿Sí? Ya sabéis… «Seda blanca, fuego
malva…» —recita Dharani.
Incluso ejecuta un par de pasitos de la sencilla
coreografía, pero lo único que consigue es que Conreth, al que
hace un par de minutos que Aiya no le traduce lo que está
pasando, deje de cotillear los rincones de la habitación y la
mire como si le estuviera dando un ataque. Por su parte, ni
Jisoo ni Aiya parecen reconocer la canción.
—Todos los críos ameagis la cantan, tiene un bailecito
muy mono —explica Dharani—. ¿Igual solo es típica de allí?
—¿Qué más dice?
Dharani hace memoria unos segundos. Cuando llegó a la
corte amegi, los primos pequeños de los príncipes de la Ola
tarareaban esa tonadilla por todo el palacio, y a ella le divertía
muchísimo acompañarlos. Pero hace años que no la recita.
Recuerda el baile, pero la letra…
—«Seda blanca, fuego malva. ¡Nadie se salva, nadie se
salva!» —rememora—. «Cuando pasa por tu casa, ¡te la
arrasa, te la arrasa! Mako Nori lo…», esto… ¡Ah! «Mako Nori
lo advirtió, y la bestia ya llegó…». Mmmm…
Aiya le da un toquecito en el hombro.
—Perdona, ¿has dicho…? —después pronuncia una
palabra que Dharani no reconoce.
—Disculpa, ¿qué?
—Ma… ko… No… ri —silabea Aiya con cuidado—.
¿Has dicho «Mako Nori lo advirtió»?
—¿Qué significa «Mako Nori»? —pregunta Jisoo.
Dharani se encoge de hombros.
—Es parte de la canción, un personaje inventado,
supongo. No significa nada.
—Sí significa algo —dice Aiya, muy seria—. En el
templo del Sol estudiamos a los oráculos más importantes.
Mako Nori fue un antiguo oráculo ameagi. Esto…, si no
recuerdo mal.
Dharani se la queda mirando, a la espera de que diga algo
más. ¿Qué tiene que ver un oráculo ameagi muerto con todo
ese asunto? Hay un santuario cerca del palacio-isla de la Ola,
donde ella vive, y le gusta acudir a las representaciones y
bailar con los artistas, pero el oráculo que vive allí es viejo
como un pellejo y ni siquiera se encarga en persona de narrar
las historias de los espíritus, como debería hacer, así que su
figura no le inspira demasiada devoción. Quizá por eso no
entiende qué…
De pronto, Aiya asiente. Jisoo ha debido de decir algo
mientras Dharani estaba distraída.
—Perdón… ¿Qué habéis dicho? No lo he visto.
Aiya la mira. Hay compasión en sus ojos, y también, por
algún extraño motivo, algo parecido al temor. La llamita
tiembla entre sus dedos.
—Eso que has cantado, lo de la bestia y el fuego malva…
No es una simple canción popular, Dharani. Es una profecía.
54 de primavera, CCXLIX año del ciervo
Aunque Akihiro siempre está encantado de
hablarme de sus experimentos, a veces me resulta
imposible seguirlo cuando parlotea sobre alquimia.
No sé si es porque es un genio o porque se olvida
de que su cabeza guarda un millón de conocimientos
de los que yo carezco, pero a veces es como si
hablara en lengua extranjera (eso me recuerda lo
pesadísimos que están todos con que solo quedan un
par de semanas para la visita de los extranjeros a
Beongae. Parece que no hubiera otra cosa de qué
hablar. Como si a nosotros nos fuera a afectar en lo
más mínimo que un puñado de estirados del
Continente tomen té con los estirados de los
Señores).
Pero volviendo a la cuestión: aunque este trabajo ha
resultado ser más interesante de lo que esperaba
cuando Sunjin me lo ofreció, no debo olvidar que mi
principal objetivo aquí es acercarme a los Altos

D
Miembros. Destacar. Y a Akihiro le caigo bien,
se le nota, pero en ocasiones temo que su cordialidad
hacia mí sea tan volátil como sus experimentos.
Es tan difícil entenderle… Es capaz de obrar
prodigios, como evaporar toda el agua de un cuenco,
sin siquiera parpadear más de la cuenta; ¡pero
luego va y se emociona por las cosas más absurdas!
Esta tarde, sin ir más lejos: ha mezclado el
ungüento ese que tanto le obsesiona, el de la roca
que parece sal, con no sé qué aceite, le ha prendido
fuego y, cuando se ha encendido, ha soltado un
chillido y todo. Incluso ha llamado a otro Alto
Miembro para que lo viera (siempre hay algunos
rondando por las cavernas, aunque no tengo ni idea
de a qué se dedican ellos). Y lo que es más raro
aún, el otro Alto Miembro se ha quedado mirando
la lámpara con la misma devoción que Akihiro. Lo
juro, era como si estuvieran viendo el rostro de
Sheng. Y todo porque el mejunje, por lo que sea, ha
hecho que el fuego brotara de color malva.
Bian
—Desconocido—
Escabullirse del palacio de la Tormenta ha sido una pesadilla.
¿Quién le iba a decir que una construcción chata como
esa, sin torres ni almenaras ni nada, podía estar tan bien
protegida? Han estado a punto de descubrirlo en más de una
ocasión; y solo ahora que por fin ha salido de la ciudad de
Beongae, se atreve a levantar la mirada del suelo.
El clima ha estado de su parte. Por la tarde hacía un calor
húmedo, y ahora, rallando el amanecer, la niebla ha bajado
tanto que puede encogerse sobre sí mismo sin que nadie
sospeche que en realidad lo hace para ocultar su rostro. Con
una mano sujeta la empuñadura de su florín (ojalá llevara su
pistola, ¡pero no! Tenían que acatar todas las órdenes de
Losbias, y eso implicaba nada de armas de fuego) y con la otra
juguetea, nervioso, con el trozo de pergamino que le han
entregado hace apenas unas horas.
Lo ha releído una veintena de veces, al fondo de la
enorme diligencia tirada por cuervos de bronce y marfil en la
que se ha colado, sentado en una esquina en la parte de atrás, y
distrayéndose de vez en cuando con esas manos de caña
barnizada que, automáticas, desempañan los cristales desde el
exterior a cada rato.
Esas palabras en tinta solo le han dado una idea de hacia
dónde ir. Por fortuna para él, el remitente no es alguien que
pase fácilmente desapercibido en Losbias. Eso lo tienen en
común.
Así que, a pesar de esa birria de indicaciones, tiene su
plan muy claro: evitar que lo atrapen antes de encontrar a su
objetivo y a sus compañeros de viaje. Y después, hacer bien su
trabajo.
Segunda parte
Aiya
—Santuario de Gamja—
Los sucesos de la noche anterior parecen un sueño; quizá
porque apenas ha dormido. Resulta difícil descansar en una
diligencia conducida por el heredero del Imperio, saliendo de
madrugada y a escondidas del palacio de Beongae, hacia un
destino incierto y, sin duda, más peligroso de lo que Aiya se
cree capaz de afrontar. Sin embargo, se siente muy despierta.
Quizá porque no quiere perderse nada de lo que la rodea.
Comparar la solemnidad y el silencio del templo del Sol
con el barullo del santuario de Gamja es como tratar de
encontrar similitudes entre una Virtud y un Defecto. Aiya está
acostumbrada a ver representaciones de los espíritus en el
santuario de Huijin, y, aunque se supone que todos los
santuarios son iguales, las diferencias entre Huijin y Gamja
resultan evidentes nada más llegar. Aquí, Bondad es la
protagonista, y las plumas de los cuervos decoran cada rincón.
Parece que para ellos Beongae ha sido más importante en la
historia que el resto de islas. Bondad ni siquiera los representa
a ellos, pero se han apropiado de su imagen, representándola
siempre con sus alas oscuras, olvidando que el espíritu tomó
otras formas y que vela por todos los Señores, no solo por los
hijos de la Tormenta.
Aiya comprende que es a la única a la que le importa todo
eso.
Dharani no para de repetir que es capaz de tocar todos los
instrumentos dibujados en los murales, «incluso los que ya no
existen». La atención del príncipe Jisoo está constantemente
sobre Conreth, que lleva un rato callado, escudriñando cada
detalle a su alrededor.
Sus ojos color miel se pierden en las pinturas que decoran
el tapiz del patio que están cruzando; también en los alerones
pintados y los amuletos que se bambolean colgando de ellos.
Aiya, que ha visto dibujos de los santuarios del Continente,
comprende su desconcierto. Echará de menos las enormes
esculturas de piedra y las coloridas vidrieras que se elevan
hasta alturas infinitas.
—¡Corred! ¡Va a empezar la representación!
El chillido los sobresalta a todos, salvo a Dharani, que
lanza una blasfemia cuando un niño la empuja al pasar por su
lado.
—¡Quiero que nos cuente otra vez la historia de las
libélulas y Usura!
—Esa historia no tiene ninguna gracia, Joo —se queja
una niña más pequeña, que casi pierde una sandalia por el
camino—, ¡no es nada divertido que Usura coma bichos!
Y desaparecen tras una puerta entreabierta.
La curiosidad de Aiya se despierta con cada murmullo y
melodía que llega desde el edificio al que han entrado los
niños. Está acostumbrada a las tradiciones de Huozai,
solemnes y antiguas, así que las alegres representaciones
religiosas de Beongae, con sus bailes e historietas de los
Defectos para asustar a los más pequeños, hacen que sienta
cierta envidia. Por eso persigue a los niños.
—¡Eh, eh! ¡Espera! —grita Conreth a su espalda.
El salón de representaciones es mucho más grande de lo
que parecía desde fuera. Hay una cantidad asombrosa de gente
apiñada dentro, sentada en el suelo; los más atrevidos incluso
se tumban. Los niños más pequeños ocupan las primeras filas
y discuten a gritos para ver quién se queda con los pocos
cojines que hay a su alcance. Sus padres los regañan desde un
poco más lejos, pero es difícil distinguir sus caras a través del
humo del incienso que danza a la altura de su nariz. El olor es
casi mareante.
—Bienvenidos.
Todo el mundo se calla. Sobre el escenario aparece una
mujer con cara de rana; ojos saltones y pestañas larguísimas.
Aiya no podría adivinar su edad, pero hay algo que su porte
deja bien claro: es la oráculo de Gamja.
Aiya solo ha conocido al oráculo del santuario de Huijin,
y solo recuerda su aura misteriosa y su sonrisa permanente. No
se parece en nada a la mujer que tiene delante.
—¡Cuenta la historia de las libélulas!
—¡De eso nada! —berrea alguien desde el fondo del
salón, y provoca un mar de risas.
Aiya comprende rápido que esa es la dinámica habitual.
De golpe, todos levantan los brazos y piden a voz de grito sus
historias favoritas. A su lado, un par de chicas de su edad se
suman al alboroto, chillando su propia elección, y Conreth se
une a ellas con un silbido agudo que se extiende hasta el
último de los asistentes.
Dharani, junto a Aiya, observa el tumulto y, tras unos
segundos, le susurra tan cerca de la oreja que sus pendientes
dorados le golpean las mejillas.
—¿Y este alboroto? ¿Va a salir a cantar Min Ventura?
—¿Quién es Min Ventura?
Dharani la observa como si acabase de mencionarle a su
propia madre y no se acordara de ella.
—¡Min Ventura! Es una artista famosa en Beongae
porque…
—Está bien —la oráculo recupera de nuevo la atención
de su público—. Hoy, a petición del joven Joo,
interpretaremos de nuevo la historia de cómo Usura creyó que
una libélula era una bosle brillante y se la comió.
»Todas las historias de Usura comienzan en verano, y
esta también. Imaginad una noche oscura, la más oscura de
todas. En el cielo solo brillaba una estrella y las demás,
perezosas, habían preferido quedarse durmiendo…
Mientras ella habla, el escenario se llena de actividad y
música. Los instrumentos de cuerda y percusión imitan el
golpeteo de cascos de caballos. Del techo se descuelga un
trozo de tela blanca que parece un astro, y de los extremos del
escenario emergen los actores, con linternas de papel sujetas a
sus cinchos.
—¡Son las luciérnagas! —exclama Dharani.
Se impulsa sobre el hombro de Aiya y señala
emocionada. Conreth suelta otro silbido al ver al actor que
representa a Usura, con su máscara dorada, moviéndose como
un cangrejo.
En contraste, a su espalda, el príncipe Jisoo parece algo
incómodo. No le sorprende. Aiya apenas puede moverse entre
la gente y le llega el olorcillo a sudor de un grupo de hombres
que hay a su izquierda.
—Nunca había visto una obra en la que no dijeran ni
media palabra —comenta Conreth.
Aiya se lo traduce a Dharani y ella sonríe.
—Es mucho más divertido así. Los buenos bailarines no
necesitan palabras.
El mito es uno de los más cómicos relacionados con
Usura, y a los niños les entra la risa cuando el actor que
representa al Defecto se tira por los suelos, agarrándose la
barriga como si esta fuera a explotar, y acaba precipitándose
por las escalerillas que hay detrás del escenario.
Las luciérnagas empiezan a bailar, contentas de que su
enemigo haya desaparecido, y los niños se unen a su danza. La
música los acompaña durante un buen rato. Cuando finalmente
se cansan, unas campanillas tintinean y el público prorrumpe
en aplausos.
Dharani se une a ellos y luego se gira hacia Aiya.
—A Jisun le encantará esto cuando la traiga.
Sus ojos castaños brillan con ternura. Aiya le devuelve
una sonrisa triste. Con la magia de la representación, casi
había olvidado por qué están allí.
—Espera, ¿adónde ha ido Jisoo?
—Parecía agobiado con tanta gente…
Ni siquiera se ha dado cuenta de que el príncipe se ha
marchado, y duda de que, de no ser por Dharani, se hubiera
percatado en un buen rato.
—La abuela nos está mirando —murmura Conreth.
Aiya levanta la vista y distingue a la oráculo. Cuando sus
ojos y los de Aiya se encuentran, la mujer señala la puerta que
da a la parte de atrás del escenario con la cabeza.
—Tenemos que ir a buscar al príncipe Jisoo.
—Voy yo. —Dharani le guiña un ojo y se remanga su
uniforme beongi prestado, dejando ver su antebrazo tatuado de
líneas y espirales púrpuras—. Este príncipe tiene muy mal
humor, pero he leído que a los cuervos bebé les encantan las
cucarachas.
»Y ya he visto unas cuantas de camino aquí para poder
convencerlo.
***
Nunca jamás sabrán si Dharani ha usado cucarachas para
atraer a Jisoo. Pero el caso es que la bailarina vuelve con una
sonrisa enorme y con el príncipe. Él no parece tan contento;
aunque sus plumas azuladas son más espesas que las del
príncipe Hanlu y es difícil ver sus ojos. Parece que siempre
está enfurruñado.
Se reúnen con la oráculo en una amplia sala repleta de
piezas de atrezo, túnicas, instrumentos y máscaras. Debe de
ser donde los actores se cambian de ropa durante las
representaciones, porque todo se encuentra manga por
hombro. Sin embargo, hay un espacio más ordenado que llama
la atención de Aiya. Se trata de un armario lacado, abierto, que
ocupa casi toda la pared. En su interior hay toda una
exposición de máscaras de tonos estridentes.
El príncipe Jisoo conversa a su espalda con la oráculo.
—¿Os ha parecido aburrida la historia, príncipe? Os he
visto abandonar la sala en mitad…
—No quería parecer grosero, pero no era el lugar…
adecuado para alguien como yo.
Aiya hace ademán de girarse para atender, pero Conreth
llama su atención señalando una de las máscaras. No es de
papel o madera, como las máscaras ceremoniales corrientes,
sino de hueso viejo y amarillento. Aiya nunca había visto una
máscara de hueso. Sin embargo, a Conreth parece interesarle
por otro motivo, en concreto, por su nariz larguísima y
deforme. A Aiya se le escapa una risita.
—Muchachos, ¡eh! —exclama la oráculo—. Dejad eso
ahora mismo.
Conreth no se da por aludido, así que Aiya le arranca de
las manos la máscara con la que está jugueteando y la
devuelve a su sitio, apurada.
—Dichosas máscaras y dichosos niños de dedos largos.
—La oráculo deja al príncipe Jisoo con la palabra en la boca y
se acerca a Aiya. Por primera vez, le llega el aroma de sus
ropas. Huele igual que ese cajón de su armario en el que
guarda calcetines que no se pone nunca—. ¡No tenía ya
suficiente con esos impertinentes ameagi reclamando lo que
no les pertenece como para tener que soportar los dedos
irrespetuosos de un extranjero con párpados de tortuga!
Conreth, que no entiende nada de nada, arquea una ceja
en dirección a Aiya. Le traduce con calma y el chico abre la
boca, ofendido:
—¡Grulla coja!
—Te he entendido —replica la oráculo, con sus ojos
saltones entornados, y fulmina a Aiya con la mirada, como si
Conreth fuera responsabilidad suya. Después, cierra el armario
y se gira hacia Jisoo, que examinaba una réplica de la catana
de Honor expuesta en un rincón—. Estas máscaras fueron un
regalo de Hisao Ameagari a vuestros antepasados, Alteza. Y
hace un par de estaciones se presentaron aquí varios monjes de
la Ola reclamándolas para su santuario. Una secta lo saqueó el
pasado invierno, dijeron. Y ahora, para compensar el material
que perdieron, nos reclaman lo que es nuestro. Como si en
Beongae no tuviéramos también nuestros propios problemas…
—Os agradezco vuestra preocupación por el patrimonio
de mi linaje, oráculo. Sin embargo, mi visita tiene…
Su frase se interrumpe con un estruendo a su espalda.
Aiya se gira rápidamente y se lleva las manos a la boca.
Entre un montón de instrumentos, Dharani los observa
desde el suelo. Una de sus babuchas ha salido volando y varias
flautas ruedan hacia los pies del príncipe. La bailarina sonríe
en su dirección y musita una disculpa entrecortada.
—Por Sheng, ¿qué estáis haciendo aquí, Alteza?
El príncipe Jisoo suspira y espera a que Dharani se ponga
en pie, se calce de nuevo y le preste atención.
—¿Podrías comprobar los alrededores?
Dharani sonríe bajo la atenta mirada de los demás y
canturrea: «¡Dicho y hecho!», antes de bailar en dirección a la
puerta. Cierra los ojos y coloca las manos sobre la pared. Sus
dedos enjoyados recorren con pequeñas caricias el papel, los
armarios y el marco de la puerta.
—Mmmm, puede que… —Hay algo de teatralidad en su
expresión, pero a lo mejor Aiya es la única que se fija. Dharani
intenta no volver a tropezarse con lo que se cruza en su
camino, y cuando ha dado la vuelta completa a la estancia
sonríe otra vez—. ¡Ajá! No queda nadie en el salón, ni en los
patios cercanos.
El príncipe Jisoo asiente casi imperceptiblemente y, por
primera vez desde que salieron de Beongae, se quita su feo
sombrero. A Aiya, su pelo largo, atado con una cinta negra, le
recuerda al cabello de Jisun sobre la tierra de la calle
ennegrecida de Beongae.
—¿Sabéis algo sobre el fuego malva, oráculo?
—Si os referís al terrible atentado que ha sufrido nuestra
capital, sí, Alteza, las noticias han llegado hasta Gamja. Mi
gente está inquieta, como lo estará el resto de Beongae en
cuanto se sepa lo sucedido. Vuestra visita me honra, pero sigo
sin entender a qué se debe.
—Un oráculo vaticinó el ataque.
La mujer entorna los ojos. Si está sorprendida u ofendida,
Aiya no sabe distinguirlo.
—¿Insinuáis algo, Alteza?
—En absoluto. Prefiero ser directo, y espero lo mismo de
vos. Si no me equivoco, cada santuario guarda copias de las
palabras de los oráculos importantes, y Mako Nori, quien
formuló esta profecía en particular, sin duda lo era. Así que
decidme: ¿por qué nadie informó a los Señores de la amenaza
que él auguró?
—No esperaba una pregunta de tan fácil respuesta, la
verdad. Acompañadme.
***
Al principio, la sala le recuerda al pabellón de los historiadores
del palacio de la Tormenta, pero pronto se da cuenta de su
error: en el archivo del santuario de Gamja no hay cojines
donde sentarse, ni mesas donde estudiar los manuscritos o
dejar descansar un candil. Los estantes y las profecías están
cubiertos de un polvo antiguo, de ese que se nota que ningún
alma ha perturbado en décadas; siglos, quizás. Allí se
almacenan más rollos de pergamino y libros de profecías de
los que ella sería capaz de contar, y ya no digamos leer, en
cien vidas. Es un lugar que alberga a la vez tanto pasado y
tanto futuro que no hay en él cabida para el presente. Como si
no estuviera hecho para los ojos de los vivos.
—Estos son todos los augurios registrados sobre el
destino del Imperio, Alteza. Comprenderéis que yo, o mis
predecesores, pasáramos por alto una profecía en particular,
formulada hace más de doscientos años.
—Pero ¿está aquí?
—Es posible, aunque yo no albergaría muchas
esperanzas. En Gamja no vamos llorando a las otras islas
como hacen ahora los ameagis, pero nuestro santuario también
ha sufrido el azote de las repugnantes sectas, que Siwang
desate sobre ellos su ira —escupe la oráculo—. Hace veinte
años nos atacaron con ácido de flor de azhu. Lo arrojaron allí
donde pudieron; personas, muebles o altares, daba igual.
También entraron aquí. Los ataques no han cesado desde
entonces; de hecho, son cada vez más frecuentes. —Si no
fuera imposible, Aiya juraría que hay cierto reproche en la voz
de la oráculo—. Pero aquel fue uno de los más terribles que ha
conocido este lugar.
»Quizá la profecía que buscáis siga intacta, o quizás el
ácido la carcomiera por completo. Puedo buscarla si lo
deseáis, aunque tardaré un tiempo. Sinceramente, nadie me
había pedido algo así. Los oráculos escuchamos el futuro que
nos susurran las deidades y los espíritus. No somos archiveros.
Aiya se apresura a traducirle a Conreth lo que acaba de
decir la mujer y el chico esboza una mueca de sorpresa. Sus
ojos anaranjados la miran con una intensidad que nadie le
había dedicado nunca y ella se remueve, inquieta.
—¿Es verdad? ¿Puede leer el futuro?
—Solo si tú crees que lo puede hacer —replica Jisoo.
Después, cambia al losbita para hablar con la oráculo—. No
necesito que las estrellas me digan mi futuro. Mi destino es
proteger a mi Imperio, está escrito en mi linaje y lo conozco
desde que nací. El resto prefiero construirlo por mí mismo.
Aiya sabe que al Señor del Sol le gusta que le lean el
futuro frecuentemente. Es algo que le contó Hanlu, una tarde
en la que practicaban vocabulario del Continente en el bosque
de bambú cercano al templo. Le dijo que su padre no podía
enfrentarse al cambio de las estaciones sin saber si las estrellas
le otorgarían buena fortuna o todo lo contrario: «El año
pasado, el oráculo anunció que sería padre otra vez, y unos
meses después nació Xiaoxong».
—A mí me gustaría saber el mío. —Dharani despierta a
Aiya de sus recuerdos. La chica se aparta el pelo oscuro de la
cara y se acerca hacia la oráculo—. La última vez que me
leyeron el futuro… me prometieron amor.
La oráculo sonríe por primera vez, como si hubiera
decidido que la bailarina le cae mejor que todos los demás.
Aiya no ha visto nunca la lectura de rostro que hacen los
oráculos. Ha leído sobre ella, se la han contado, pero nunca ha
tenido la oportunidad de experimentarla. Además, igual que el
príncipe Jisoo, prefiere ser dueña de su futuro, o al menos
creer que lo es.
El ritual no es diferente a ver a una madre acariciar el
rostro de su hija. Los dedos largos y blancos de la oráculo
palpan la línea de la mandíbula de Dharani, recorren sus
mofletes pintados con polvos rojizos y rozan sus pestañas. La
chica se ríe.
—Me hace cosquillas.
—Calla, niña. Y cierra los ojos.
Dharani obedece y Aiya siente cómo Conreth se adelanta
un poco más para ver mejor. Ella hace lo mismo. Durante
varios largos minutos en los que la oráculo permanece en
silencio y las comisuras de los labios de Dharani amenazan
con romperse en una sonrisa, nadie habla. Es un acto solemne,
especial e íntimo al que en circunstancias normales nadie más
estaría invitado.
La oráculo pasa el pulgar por los labios carnosos de
Dharani, le da un par de golpes en el hombro con suavidad y
ella sabe que es la señal para volver a abrir los ojos. Parpadea
varias veces para acostumbrarse a la luz y luego sonríe:
—¿Qué tal?
—Acompañas al príncipe de Beongae en una tarea que
les interesa mucho a los espíritus —empieza la oráculo.
Dharani asiente, como si de verdad le hubiera dicho algo que
no sabía—. Todos los presentes andáis buscando algo, pero tú
en especial tienes un vínculo emocional con la misión. —Por
un instante, aparta la mirada de Dharani para posarla sobre los
demás—. Me temo que todos vais a tener que lidiar con lo que
las estrellas me han revelado. La piel de Dharani es como un
mapa en el que vosotros y quienes se crucen en vuestro
camino tenéis un papel importante. Atentos, porque las
palabras de Sheng solo pueden ser pronunciadas una vez:
»En la búsqueda de lo que ha sido arrebatado, alguien que
no es quien dice ser desvelará su verdadera identidad. Un
traidor mostrará su auténtico rostro y el amor que los espíritus
creían verdadero se desvanecerá como el cambio de las
estaciones.
»En la búsqueda de lo que ha sido arrebatado, alguien
comprenderá que el sacrificio es la única forma de sobrevivir.
Y un corazón ardiente perderá a su otra mitad.
Aiya no es capaz de traducirle a Conreth lo que acaba de
escuchar. El muchacho ladea la cabeza, esperando sus
palabras, pero estas nunca llegan: la monje está concentrada en
el príncipe Jisoo. Tras su máscara, sus ojos grisáceos
escudriñan los rostros que hay en la habitación.
—¿Hay un traidor en esta sala?
—Mis predicciones se ajustan a conocidos y
desconocidos, querido príncipe —sonríe la oráculo—. No es
mi papel descifrar lo que me dicen las estrellas, solo puedo
repetir lo que ellas me cuentan.
Dharani arruga la frente.
—¿Entonces de qué nos sirve?
—¿No puede decirnos nada más? —insiste el príncipe
Jisoo.
—¿Sobre la profecía? Me temo que no. —La oráculo
sonríe de nuevo, esta vez con todos los dientes—. Aunque, si
os interesa, también he detectado que alguien os está
siguiendo.
Jisoo
—Santuario de Gamja—
—¿Cómo decís?
Jisoo trata de sonar sereno, aunque sabe que no lo ha
conseguido. Que su mano haya acudido disparada a la
empuñadura de su lanzaespada tampoco ayuda. Pero no la
retira.
—Desconozco su identidad o sus intenciones, si es lo
siguiente que vais a preguntarme —dice la oráculo sin
inmutarse, y a continuación hace una mueca—. Aunque quien
obra de espaldas al mundo no suele albergar a Honor en su
corazón.
La única luz llega del farol que ha traído la mujer y que
ha dejado en el suelo al examinar el rostro de Dharani. Jisoo
estudia las sombras que lanza sobre los rincones, reflejos
distorsionados de las estanterías y los tubos que guardan, casi
esperando que alguna se abalance sobre él. Su quietud, sin
embargo, le recuerda que quizás el peligro esté más cerca de lo
que cree.
«Un traidor mostrará su auténtico rostro».
—Ha sido poco más que una sombra, una figura extraña
entre las demás. Sin duda, quien os sigue sabe lo que se hace
—continúa la oráculo—. Pero este es mi hogar. Conozco a mis
fieles. Conozco sus nombres, sus voces y su forma de
moverse. Conozco bien la manera en que la luz teje las
sombras en este santuario, Alteza, y os aseguro que la que os
observaba no pertenece a este lugar.
Los susurros de la traducción de Aiya terminan unos
segundos después, como un eco siniestro.
—¿Tanto discurso para decir que ha visto a una sombra
siguiéndonos? —comenta Conreth entre dientes—. Esta
señora se enrolla más que un bichobola cuando lo pinchas con
un palo.
—Calla —dice Jisoo—. Abandonamos la capital con
todas las precauciones y, aun así, alguien ha logrado
seguirnos. Eso es lo que debería preocuparte, no los…
insectos bola.
—En realidad, Alteza, el término correcto es
«bichobola». Todo junto. Bichobola.
—¡Esto es serio, Conreth! —lo reprende Aiya.
—¡Ya lo sé! Pero ¿qué quieres que diga? No me
sorprende que nos hayan seguido. No somos el grupo más
discreto del mundo.
—A mí tampoco me gusta la idea de pasear a un
extranjero por mi isla, pero fuiste tú quien insistió en que
podías sernos útil —replica Jisoo, cruzándose de brazos—.
Pero hay un farsante entre nosotros. Empiezo a plantearme si
realmente…
Conreth lo interrumpe con una risa seca.
—¿Crees que el problema soy yo?
—¿Y quién si no?
—¿Me vas a hacer decirlo? —Sacude la cabeza. El
sombrero que disimula su cabello claro se bambolea sobre sus
rizos—. Tío… Digo, Alteza… Tienes un puñetero pico.
Jisoo no sabe qué significa «puñetero». Quizás Aiya sí,
porque, en cuanto lo oye, se lleva las manos a la boca,
escandalizada. Al ver su expresión, Conreth se apresura a
matizar:
—Oye, que es una máscara preciosa y tal. Solo digo que
si te la quitaras, sería…
—Mi máscara es el símbolo de mi linaje —lo interrumpe
Jisoo. Los dedos se le han quedado blancos en torno a su
lanzaespada—. Es lo que soy. Renunciar a mi máscara en
público sería una ofensa a Sheng, a las Virtudes y a mí mismo.
Así que, si consideras que mi «punetero pico» es un
problema…
—No me estoy enterando de nada.
Jisoo da media vuelta. Solo entonces, cuando ve a
Dharani, se da cuenta de que la bailarina lleva un rato tirando
de su manga, tratando de llamar su atención. Con la otra mano
ha tomado el farol del suelo, y la llama ilumina sus ojos
oscuros y curiosos.
—Lo siento —dice, mirándola con aire culpable—.
Conreth opina que mi máscara nos hace vulnerables —resume
retomando el losbita. Al instante, vuelve a escuchar el susurro
de Aiya traduciendo para el bocazas extranjero. Pensar en él le
enciende la sangre.
«La Serenidad también es una Virtud». Es un dicho de su
infancia, supone que de su madre; aunque no recuerda
habérselo oído nunca, le pega. Jisoo se lo repite mentalmente
para tranquilizarse.
—Lamento mi brusquedad, Conreth. Pedirle a un Señor
que renuncie a su máscara es muy ofensivo en mi cultura.
Pero supongo que no lo sabías. —«Aunque eso te convierte en
un espía penoso», añade para sus adentros. ¿Qué clase de
diplomático no conoce la cultura en la que pretende infiltrarse?
Quitarse su máscara… Se pregunta si los demás habrán
notado el escalofrío que le recorre tan solo de pensarlo.
—Yo también lo siento. No era mi intención —responde
Conreth, y a Jisoo le sorprende comprobar que parece sincero.
—Príncipe Jisoo, lamento interrumpir —titubea Aiya—,
pero creo que deberíamos salir del santuario. Si os escoltamos
de vuelta a la diligencia, podríamos…
—No.
La oráculo, que había atendido a la discusión en silencio,
da un paso hacia Jisoo.
—Vuestra monje tiene razón. Abandonar el santuario es
lo más seguro para vos… y, debo decirlo, también para mi
gente. Hay músicos y actores viviendo entre estas paredes, y
es mi deber velar por ellos.
—Si el intruso estuviera planeando un ataque, lo habría
hecho durante la representación. Está claro que quiere esperar
a que estemos a solas —la tranquiliza Jisoo—. No obstante, si
os preocupa la seguridad del santuario, llamad a unos cuantos
monjes de la Tormenta. Que patrullen esta noche, pero que lo
hagan en secreto.
—Pero…
—Los Beongae no nos dejamos cazar —zanja—. Si
alguien me sigue, que me encuentre. Le estaré esperando.
Al decirlo, Jisoo cuadra los hombros, como su madre
siempre le insta a hacer, y alza el mentón. Las plumas de su
máscara revolotean contra sus mejillas.
—Bien, Alteza —dice la oráculo—. Pero si aviso a los
monjes, es posible que el espía se entere, y perderíais el factor
sorpresa. Es hábil; si no, ya lo habría identificado. Nos estará
vigilando.
—No podrá vigilar si lo mantenemos entretenido.
A esas alturas, Jisoo ya se ha acostumbrado al brillo
travieso de los ojos de Dharani. Se pregunta si esa osadía
rayana en lo suicida es parte del atractivo que Jisun encuentra
en ella. Por su parte, él está empezando a temerla.
—¿Qué se te ha ocurrido, Dharani?
***
La fanfarria de flautas dulces y cítaras sigue anunciando su
presencia, aunque ya hace varios minutos que el patio del
santuario se encuentra abarrotado. El sol ya se esconde tras sus
muros, coronados de olas de tejas grises. Marca el fin de una
jornada sin duda agotadora, pero las gentes de Gamja no se
han dejado amilanar por el cansancio y han acudido en tropel
al recinto sagrado, obedeciendo a la llamada de la música.
Jisoo contempla los rostros sorprendidos de la gente,
escucha sus jadeos de sorpresa encadenarse entre sí al
traspasar las puertas del santuario y verlo a él ahí, con su
uniforme, su lanzaespada y su máscara de plumas negras.
Ha sabido desde el principio que no era una buena idea,
pero no se da cuenta de hasta qué punto se está arriesgando
hasta que no se encuentra ante la multitud. Cada desconocido
podría esconder una chispa malva bajo la manga. Una máscara
blanca. Un cuchillo en su cuello. Su lista de enemigos es tan
larga como la de sus posibles intenciones, y eso, por
humillante que resulte admitirlo, le asusta. Le asusta
muchísimo.
Pero un príncipe debe ser más fuerte que sus amenazas, y
sobre todo, más fuerte que su miedo.
—Queridos fieles de Gamja.
Los músicos se detienen, y Dharani, que bailaba con
ellos, lo hace unos instantes después. En el silencio repentino,
el saludo que Jisoo acaba de proclamar le resulta ridículo.
Junto a él, Aiya le dedica una suave inclinación de cabeza.
Dharani le sonríe.
—Sé que algunos me habéis visto en la función de hoy e
intuyo que mi presencia habrá generado curiosidad —continúa
—. No quisiera que eso os tentara a caer en las garras de
Chisme, así que os he convocado para esclarecer toda
incertidumbre. Como sabéis, nuestros vecinos del Continente
han arribado a nuestras costas por primera vez desde la guerra
de la Pólvora, y es mi deber, como heredero del Imperio,
mostrarles un retazo de la belleza y prosperidad que se respira
en nuestras tierras.
En cuanto menciona el Continente, las expresiones de los
beongis se endurecen. Todos recuerdan la guerra, incluso los
que son demasiado jóvenes para haberla vivido. Hasta Jisoo
siente la rabia en sus huesos, aunque él no fuera más que un
crío de seis años cuya memoria ni siquiera alcanza esa época.
Se pregunta si alguno de los asistentes llegó a pisar el templo
de la Tormenta antes de que la masacre que puso fin a la
guerra lo hundiera sobre sus cimientos.
Todo el rencor de la multitud se vuelca sobre Conreth.
Sin embargo, en cuanto Aiya termina de traducirle el discurso
de Jisoo, él da un paso adelante, despreocupado.
—¿Cómo se dice «hola» en tu idioma? —pregunta a la
huozi entre dientes. Intenta repetir lo que Aiya le dice, aunque,
en sus torpes labios, el saludo suena más a «patata» que a
«hola». El público ríe; si es con burla o con respeto, a Conreth
no parece importarle—. Qué majos sois. ¡Como vuestra
oráculo! Nos ha invitado a dormir aquí esta noche. Seguro
que se ven las estrellas de maravilla —continúa en su propio
idioma. Apurado, Jisoo empieza a interpretar torpemente para
la multitud—. Donde yo vivo, en una ciudad que se llama
Galvania, hay demasiado humo para ver más allá del
cabecero de tu cama…
Conreth habla con entusiasmo, girándose hacia todos los
rincones del patio para no dejarse ni un ápice de público sin
examinar. Jisoo tarda unos segundos en comprenderlo: está
buscando al intruso.
«Vaya, vaya… Quizá sea más competente de lo que
parecía».
Siguiendo su ejemplo, Jisoo estudia los rostros que tiene
ante sí. No ve nada sospechoso, pero no se da por vencido,
mientras se inventa la traducción de las palabras de Conreth
(ha desistido de transmitir las tonterías que está diciendo
realmente), hasta que su mirada se topa con la de una figura
que está accediendo al patio en ese momento.
Desde el arco de entrada, la oráculo asiente. Los monjes
han llegado al santuario.
***
La luna se alza, llena y brillante como si Perseverancia acabara
de colgarla del cielo. El silencio es tan cristalino que resulta
relajante, y Jisoo se pregunta si será la magia del santuario en
general o de ese rincón en particular. Se encuentra montando
guardia en el porche; tras él tan solo hay una habitación
abandonada en la que los sirvientes de la oráculo han
acomodado un dormitorio para ellos. Solía ser el hogar de los
actores secundarios «en tiempos mejores, cuando teníamos
más entre nosotros», ha dicho la oráculo mientras se lo
enseñaba.
Ahora no alberga más que algunas telarañas y las mantas
entre las que dormitan Aiya, Conreth y Dharani. Eso es todo:
ni otras puertas, ni ventanas en absoluto por las que ninguno
de sus «acompañantes» pueda escapar. Se ha asegurado de eso
antes de dejarlos solos.
Para su asombro, su desconfianza llega esta vez con una
punzada de remordimiento. Remordimiento por desconfiar de
una huozi… Su madre estaría escandalizada. Pero ella no ha
visto lo que Jisoo, que Aiya ha demostrado ser diligente y fiel;
más diligente y fiel de lo que cualquier juramento podría
haberla obligado a ser.
En cuanto a Dharani…
—¿Aún no has cazado al intruso?
Jisoo intenta disimular su sobresalto, pero, a juzgar por la
sonrisa burlona de Dharani, que ha aparecido frente a la puerta
del dormitorio, no lo ha conseguido. Ha hablado en voz tan
queda que, de no ser por el pesado silencio nocturno, apenas la
habría oído. Toma el farol que hay colgado junto al marco y
avanza hasta sentarse al lado de Jisoo.
—Igual la oráculo no vio nada —dice, más seria—. Igual
la sombra era solo una sombra.
—O quizás era un espía de la secta del fuego malva. Y
ellos saben que Jisun ha desaparecido —dice Jisoo—. No se
creerán que su hermano esté de turismo por Gamja mientras
ella sigue en paradero desconocido. Sabrán que era una
trampa, que sabemos que están aquí.
—Mejor. Así se pondrán nerviosos.
—Eso podría hacerlos más peligrosos.
—Y más descuidados —repone Dharani—. Eso es bueno
para nosotros. No tengas miedo.
Jisoo siente el extraño impulso de responder: «No tengo
miedo». Extraño, porque no desea decirlo sin más, más bien
quiere suspirarlo con resignación, quizás apoyándose sobre el
hombro de Dharani. Compartiendo el peso que hay detrás de
esa frase.
Es cierta, pero solo a medias. La verdad es que Jisoo
Beongae solo teme a dos cosas: al fracaso y a su madre. Pero
esos dos miedos arrastran otros más pequeños, como rocas
desprendidas desbrozando una ladera. Y por muy amable que
de entrada parezca Dharani, por muy genuinamente
preocupada por Jisun que esté… Jisoo no la conoce. Y ella no
tiene por qué conocerlo a él.
—¿La echas de menos? —dice la sandeshi entonces—. A
Jisun. No ahora. Cuando está fuera de vuestra isla.
—Por supuesto —responde Jisoo, y se calla lo demás.
Que Jisun no es solo su hermana, sino su confidente. Trata de
recordar la última vez que estuvo con ella antes de que se
marchara a Ameagari, antes de todo lo sucedido en el festival
de la Primera Brisa, pero intentarlo le da dolor de cabeza y una
especie de vértigo en el estómago.
Dharani espera paciente a que él diga algo más, con los
ojos fijos en su boca, y luego, en sus manos. Por costumbre,
supone Jisoo, como si el silencio de sus labios la hubiera
hecho dudar de si estaría diciéndole algo con los dedos. Se
sienta muy cerca; resulta intimidante lo cerca que está
siempre, como si el espacio personal de los demás fuera una
extensión de sus propios dominios. Dharani exuda ese tipo de
confianza incluso ahora, que se ha lavado la cara antes de
acostarse y la fiera raya negra que delineaba sus ojos es apenas
un borrón alrededor de sus pestañas.
—Debe de ser solitario ser tú.
—Sirvo al Imperio, y servir al Imperio es servir a Honor.
No necesito más.
—Sí, sí, Honor —dice Dharani. No llega a burlarse, pero
hay cierto brillo juguetón en sus ojos—. Pero hasta Honor
tenía amigos además de su árbol y su incensario.
—Yo tenía un amigo —se defiende Jisoo, como un acto
reflejo.
Dharani frunce el ceño.
—¿Tenías?
Maldición.
—Me traicionó —dice simplemente Jisoo.
—Igual es él el de la profecía —opina Dharani—. El
traidor.
«O igual eres tú».
No lo dice. No quiere pensar en la nueva profecía que la
oráculo les ha dado sin permiso, en todo lo que podría
implicar, aunque sabe que debería hacerlo. Esconde los dedos
entre las mangas y se los retuerce con nerviosismo,
hurgándose las uñas sin darse cuenta. Después, recuerda cómo
Dharani ha buscado sus manos antes y se obliga a detenerse.
El silencio ha vuelto a instalarse entre ambos.
Normalmente a Jisoo le gusta el silencio. Le ayuda a pensar.
Precisamente por eso, ahora le gustaría que alguien lo
rompiese. Sus pensamientos no son un lugar en el que quiera
estar en este momento.
Como si hubiera leído su mente, Dharani dice:
—La profecía no sirve de mucho, ¿no? Es tan ambigua…
No dice quién es el traidor, o quién miente… Así que solo nos
queda luchar y ya. Y será lo que tenga que ser.
Lo dice tan convencida que Jisoo la envidia. En toda su
vida, él jamás ha hecho algo «y ya». Como sus miedos, sus
acciones, las acciones de un príncipe, son rocas que pueden
provocar avalanchas.
—Luchamos —repite—. Y cuando llegue el momento…
¿estarías dispuesta a sacrificarte, si fueras tú?
Dharani frunce la nariz.
—¿Dispuesta a qué? No te he leído bien.
—A sacrificarte. Si es lo que tiene que pasar —repite
Jisoo más despacio.
«Alguien comprenderá que el sacrificio es la única forma
de sobrevivir. Y un corazón ardiente perderá a su otra mitad».
Le avergüenza aludir a ese fragmento de la profecía, el
que habla de amor, así que deja la frase en el aire. Sin
embargo, Dharani parece comprender a qué se refiere, porque
asiente con el semblante más serio que le ha visto.
—Por Jisun —con esa peculiar entonación suya resulta
difícil discernir si lo está afirmando o preguntando—, pues
claro.
—Si eso es cierto, mi hermana tiene mucha suerte. Te has
metido en un asunto muy peliagudo por ella.
—¿Eso que veo es preocupación? ¿Por mí? —replica
Dharani, divertida—. Si te conozco bien, diría que sí.
—No me conoces bien.
—Aún. Y porque tú no quieres.
—Exacto.
—Querrás. Soy adorable. Jisun podrá contártelo. Aunque
no puedo convencerte como la convencí a ella…
Sabe que Dharani solo quiere tomarle el pelo, pero esa
mención a su hermana, a su hermana y su futuro perfecto y
seguro, es como una punzada en el espíritu de Jisoo. Un fruto
más en el árbol que acarrea a su espalda.
Y Dharani se da cuenta.
—No me preocupa el riesgo —añade, de nuevo seria—.
Yo sí confío en este grupo. En nuestras habilidades, al menos.
No como tú. No necesitábamos a esos monjes tuyos. Yo sé
pillar a alguien que intenta espiarme.
Como si Jisoo le hubiera pedido una demostración,
sacude una de sus manos en el aire. La luz del farol hace
refulgir sus anillos un instante, antes de que Dharani la apoye
con resolución sobre los adoquines del patio. Cierra los ojos, y
una pequeña arruga se dibuja entre sus gruesas y oscuras cejas.
—Están todos quietos; los que hay cerca. Se deben de
aburrir más que Desidia. Hay dos que se han juntado a charlar.
—¿Cómo dices?
Dharani no debe de saber que pararse a parlotear durante
una guardia es un comportamiento impensable para un monje
de la Tormenta juramentado. Tampoco puede intuir la seriedad
de la voz de Jisoo ni de su semblante oculto tras las plumas de
cuervo, pero, sin duda, algo en la tensión de su cuerpo le
advierte de que se han acabado las bromas y las fanfarronerías,
porque dice:
—Alguien habla. —Si hasta ese momento estaba
hablando en voz baja, ahora su susurro se vuelve tan quedo
que Jisoo tiene que pegarse aún más a ella para entenderla—.
Ahí detrás. —Señala la esquina del muro que hay tras ellos, el
que rodea la parte trasera del cuarto en el que duermen Aiya y
Conreth—. Siento la vibración de las voces.
Jisoo le da un toquecito en el hombro para que abra los
ojos. Con una mano desenfunda la lanzaespada mientras, con
la otra, le indica a Dharani que no se levante.
—Menudos inútiles. No debí fiarme de ellos —dice en
voz alta, poniéndose en pie—. Tú has demostrado ser una
guardiana eficaz. Quizás es hora de que descanses por hoy…
Quédate aquí y despiértame cuando necesites relevo.
—Duerme bien —dice Dharani.
Sigue a Jisoo con la mirada mientras él se aproxima a la
puerta del dormitorio. En el interior, la diminuta figura de
Aiya apenas se distingue entre las mantas, y la de Conreth…
La de Conreth no se distingue en absoluto, porque su
catre está vacío.
Jisoo reprime una maldición.
Con sigilo, se acerca de nuevo a Dharani. Sin emitir el
más mínimo sonido, el príncipe mueve los labios, despacio y
claro:
—El extranjero ha huido —silabea—. El espía debía de
ser su compinche… Despierta a Aiya, en silencio. Voy a por
ellos. —Señala hacia la esquina del muro mientras Dharani
asiente para confirmar que lo ha entendido.
Cada uno de los músculos del cuerpo de Jisoo le pide que
corra, y quizá debería hacerlo. Podría llegar hasta el muro,
navegar un soplo de viento y saltar fácilmente al otro lado.
Pero en contra de su impulso, se desplaza despacio,
procurando no hacer crujir ningún adoquín. Si consigue ser
silencioso o no, no puede saberlo, porque el pulso le late en las
sienes y le parece que hasta el roce de las plumas contra sus
mejillas es delator.
Tras un par de zancadas empieza a oír el murmullo de
una conversación.
—… de una maldita vez —gruñe una voz desconocida en
el idioma del Continente—. Me estoy arriesgando a un
consejo de guerra por tu culpa.
—Eh, lo dices como si lo de traerme a Losbias no
hubiera sido idea de los dos. Que yo sepa, no te apunté con un
revólver… —Ese es el tono fanfarrón de Conreth.
—Yo sí que te voy a apuntar con un revólver, caraculo.
Pirémonos de una vez. En cualquier momento se darán cuenta
de que te has escapado y…
Ya ha oído suficiente. Una ráfaga de aire engulle el resto
de sus palabras. La magia del viento eleva a Jisoo por encima
del muro y lo deposita bruscamente al otro lado, justo entre
dos asombradísimos extranjeros.
Conreth lo mira con ojos como platos, y suelta una frase
en su idioma que Jisoo no comprende, algún tipo de blasfemia,
seguramente. A su lado está el dueño de la otra voz, que
resulta ser otro chaval; no aparenta haber llegado a los veinte
años, aunque es difícil calcular la edad de sus rasgos
continentales.
—Explícame ahora mismo lo que está pasando. Y nada
de mentiras esta vez, Conreth —escupe Jisoo, apuntándolo con
su lanzaespada.
—¡Eh, eh, eh —exclama el otro extranjero, levantando
las manos en señal de paz. Sus palmas son más claras que el
resto de su piel oscura—, vamos a calmarn…! Un momento.
—Se gira hacia Conreth con el ceño fruncido—. ¿Acaba de
llamarte «Conreth»?
Inexplicablemente, el traidor sonríe con picardía y
exclama: «¡Sorpresa!», aunque la expresión se le borra cuando
Jisoo avanza y la punta de su lanzaespada le roza el pecho.
Esta vez, su amigo ya no parece tan dispuesto a defenderlo.
—De todos los nombres del reino, ¿tenías que decirles
ese? —replica con una mueca de fastidio—. Por la Madre,
eres tontísimo, Dantelle.
62 de primavera, CCXLIX año del ciervo
Es curioso lo que una se trae consigo cuando la
invitan a mudarse furtivamente a una comunidad
secreta, a prisa y en plena noche. Yo, por ejemplo,
olvidé tomar mi peine y un segundo par de zapatos,
y Capricho quiso que seleccionara las dos o tres
túnicas más feas del baúl. Sin embargo, sí traje
este diario, una cantidad ridículamente grande de
abalorios, un cofre vacío de caparazón de tortuga y
un frasco de tinta gigantesco que me duró hasta la
semana pasada.
Es una suerte, porque eso significa que hasta ahora
no había necesitado pedir más. Supongo que me la
hubieran concedido, pero probablemente habría
tenido que explicar para qué la necesitaba, y
prefiero no hacerlo. Puedo compartir mi privacidad
contigo, Honor, estoy acostumbrada; pero con nadie
más. Y con la excusa de que aquí está bien adorar
a Chisme, seguro que alguien intentaba echarle un
ojo a lo que no le incumbe. No es que quiera
esconder nada, pero aquí lo compartimos todo. Me
gusta la idea de que haya algo, aunque no sea más
que un diario, que sigue siendo solo mío.
Llevaba toda la semana buscando la excusa perfecta
para colarme en el almacén y tomar prestado algo
de tinta. Sé que la guardan ahí porque me ha
parecido verla de pasada cuando he acompañado a
Akihiro a por ingredientes. Se supone que una
miembro común como yo no puede merodear sola por
las cavernas, pero ayer, como un milagro de
Serenidad, la oportunidad se presentó sola.
Akihiro me mandó a por un poco de yesca, y, por
una vez, no hizo ademán de acompañarme. Está
tan ensimismado últimamente que ni levantó la
cabeza cuando tomé el farol y salí del laboratorio.
Creo que no se dio cuenta.
Las entrañas de las cavernas son siniestras. Los
acuíferos son bonitos, con su agua turquesa y
cristalina, pero cuando no está Akihiro para llenar
el paseo con su cháchara científica, resulta que hay
un millón de ruidos. Además de la corriente y los
pasos y las voces de los Altos Miembros que
andan por allí, también se oyen otras cosas. Cosas
que no logré identificar, que supongo que serían
murciélagos, ratoncillos y tal. Y más, roces y
crujidos que sonaban más pesados y en los que
prefiero no pensar. Sé que lo que sea que provocara
aquellos ruidos tiene tanto derecho como yo a
pasearse por allí; más, de hecho. Pero en fin, no me
gusta oír chasquidos y golpetazos y pasos de pies
que no puedo ver. Aunque ahora que lo pienso,
según a quién (o a qué) pertenezcan, supongo que
prefiero no verlos. ¿Qué animales hay en
Ameagari? Estoy casi segura de que los dragones
solo viven en el fondo del mar, pero ¿y los kitsunes,
los feroces zorros de siete colas? ¿Habitará alguno
en nuestra montaña? O…
Ya vale. Empiezo a parecerme a Ngoc…
El caso es que, por si no se nota, fue un alivio
llegar al almacén. Empezaba a pensar que me había
perdido, pero probablemente sea solo porque
estando asustada el camino se me hizo
endemoniadamente largo. Aunque tampoco es que el
almacén sea un lugar tranquilizador que visitar a
solas. Es una cueva gigante y abarrotada de todo
tipo de cosas; cosas de las que mi farol se
aprovechaba para proyectar sombras extrañas que
se movían sobre las paredes, y obviamente yo sabía
que era porque el propio fuego se movía, pero, en
fin, no era la sensación más agradable de la que
rodearse después de haber atravesado los túneles
con la piel de gallina.
No sé cuánto tiempo me pasé dando vueltas.
Akihiro siempre iba directo a la parte del almacén
donde guarda sus provisiones de alquimia, pero sin
él, para mí la cueva no era más que un laberinto de
montones desordenados y altísimos: comida en
conserva y ramilletes de hierbas, jabón, cajas de
madera aún sin abrir, sacos de semillas, montones
de leña y cuero, tejas y hasta algo de metal, más
del que había visto nunca, planchas tan grandes que
podrían cubrir el tejado de un barracón, a pesar de
que los barracones no tienen más que madera, cañas
D
y paja. Detrás de un pasillo de cajas incluso vi una
explanada llena de huesos gigantescos. Quiero
pensar que los guardan para tallar utensilios, y no
que fuera el esqueleto de alguna bestia cavernícola
ameagi cuyos hermanos o retoños podrían seguir
paseando tranquilamente por la cueva de al lado.
Al final encontré la tinta, pero, como al parecer ya
había tenido suficiente suerte por un día, resultó
estar en lo alto de unos precarios estantes de bambú
que apilaban rollos de pergamino, cálamos, plumas y
cosas por el estilo. Totalmente fuera de mi alcance.
Al menos, lo hubiera estado hace unas estaciones,
antes de que mi magia despertara.
Hacer levitar las cosas es incluso más complicado de
lo que parece. Por lo menos para mí. Los Altos
Miembros siempre dicen que la magia está en la
sangre, por eso Saalih insiste en que practique más
las habilidades típicas de los monjes de la Flor,
como marchitar, mover la tierra o germinar, antes
que otras disciplinas. Y supongo que tiene razón,
pero eso no explica por qué la magia de la Tormenta
se me da particularmente mal, peor que la del Eco,
la Ola o el Sol. Creo que es porque no puedo ver el
viento; no tengo manera de saber si lo estoy
haciendo bien o mal hasta que… Bueno,
generalmente, hasta que algo se rompe.
Pero yo siempre tengo fe en mí, así que supongo
que por eso casi se me salió el espíritu por la boca
cuando el frasco de tinta que estaba intentando
bajar del estante se escapó de la brisa que había
convocado y se estampó contra el suelo.
Para colmo de males, el ruido (o quizá mi grito,
porque admito que, del susto, pegué un grito
impresionante) atrajo al Alto Miembro Jiaer, que
pasaba cerca del almacén en ese momento. Aunque
es bastante amable, le cambió la cara al verme allí,
y tuve que explicarle a toda prisa que tenía permiso
de Akihiro (lo cual era completamente cierto) para
tomar yesca y algo de tinta porque le gustaba que
tomase notas sobre sus experimentos (lo cual era
cierto a medias, pero será cierto del todo cuando le
sugiera a Akihiro que tomar notas sobre sus
experimentos sería una idea fantástica. No quiero
que el Alto Miembro Jiaer haga preguntas y se
entere de que le mentí).
Por suerte, no parecía sospechar nada. En cuanto
recordó que yo era la ayudante de Akihiro, se
mostró mucho más amable conmigo; hizo levitar un
nuevo frasco de tinta hacia mí sin ningún esfuerzo e
incluso utilizó su don para ayudarme a limpiar el
desastre que yo había causado. Hasta se ofreció a
vendarme el tobillo (una de las esquirlas del frasco
me había hecho un arañazo bastante feo, incluso
sangraba, aunque, con el susto y la tensión, yo ni
me había dado cuenta). No podía apartar la
mirada de mi herida, pero al mismo tiempo evitaba
tocarla, como si temiera que le contagiara algo. Es
obvio que no le gusta la sangre. Yo no soy
aprensiva, pero pensé que fingir que sí haría que él
se sintiera mejor, así que miré hacia otro lado.
Tampoco fue difícil: el colgante de rubí del Alto
Miembro Jiaer estaba a unos palmos de mi cara.
Nunca había tenido la oportunidad de observar
uno tan de cerca. Casi parecía líquido. Es curioso
cómo algo tan pequeño puede simbolizar tantas
cosas. Tanto poder, tanta riqueza y misterio…
Apenas había terminado de vendarme cuando se
oyó el estruendo. El Alto Miembro Jiaer me
ordenó que no me moviera, muy serio, pero ni loca
pensaba quedarme sola otra vez y en esas
circunstancias, así que le dije que le acompañaría,
porque el sonido tenía que venir del laboratorio y
estaba preocupada por Akihiro. Solo me lo inventé
para que no me dejara tirada en el almacén, pero
resulta que acerté. Para cuando llegamos al
laboratorio, ya había allí un puñado de Altos
Miembros, Takeshi incluido. A él lo vi después
porque no estaba en la entrada como la mayoría,
sino dentro, ayudando a Akihiro a sofocar las
llamas malvas que lamían el dobladillo de su túnica.
Las paredes de roca del laboratorio estaban
perdidas de ceniza y los utensilios y ramilletes
descansaban contra ellas, calcinados y esparcidos
como si hubieran salido volando por una explosión.
Según me contó Akihiro después, eso era
exactamente lo que había pasado.
Los Altos Miembros cuchicheaban y le ofrecían
ayuda, alarmados. Ni siquiera repararon en mí,
que era la única común entre su constelación de
rubíes. Akihiro, sin embargo, no parecía darse
cuenta de la lógica preocupación que lo rodeaba. En
su línea de extravagancias, se le veía encantado,
como si no tuviera chamuscada la punta de la
barba. Como si aquello no hubiera sido un accidente.
Bian
Ter
—Santuario de Gamja—
—¡Tío! ¡Acabas de revelar mi verdadero nombre! No he
pasado dos días fingiendo tener el nombre más aburrido del
mundo para que tú…
—¡Cierra el pico!
—¿Qué has dicho de mi pico? —interviene el príncipe
Beongae con un gruñido.
—Alteza, por favor, dejadme que os lo explique. Dantelle
no tiene la culpa de nada —dice rápidamente Ter en losbita—.
Solo de ser un… mmmm… insensato.
Espera que el cambio de idioma aplaque al príncipe y, por
si eso no basta, también saca a relucir su sonrisa más
cautivadora. A falta de su pistola, su hoyuelo suele ser su arma
más infalible.
Sin embargo, Jisoo Beongae no parece impresionado,
aunque es difícil asegurarlo. La luna apenas le ilumina el
rostro, y esa máscara suya tan pretenciosa tampoco ayuda. Hay
que admitir que el príncipe resulta imponente: alto y robusto
como un pino, vestido de riguroso negro y con esas asquerosas
plumas y ese pico tan afilado tapándole la cara; parece más un
monstruo que un hombre, como salido de una de esas leyendas
que cuentan los losbitas para asustar a los críos.
—Tienes tres segundos para explicarme quiénes sois y
qué hacéis aquí.
—Es uno de los diplomáticos del Continente —dice una
voz.
Pertenece a una chica que acaba de encaramarse al muro
del patio. Es diminuta, aunque, si se ha aupado hasta allí arriba
sin ayuda, sus anchos ropajes beongis deben de esconder unos
buenos músculos. Y eso son malas noticias. Más malas
noticias.
La chica salta del muro y se coloca junto al príncipe
Jisoo. Él la mira de soslayo, sin retirar ni un ápice la
lanzaespada del cuello de Dantelle.
—¿Cómo lo sabes?
—Tiene que ser el superior de Conreth, al que iba
destinada su carta. Nadie más podría habernos rastreado.
Es lista. En efecto, Ter está allí gracias a la carta. Ha
aparecido de madrugada en la puerta del pabellón reservado a
los diplomáticos del reino, sellada y en manos de un sirviente
tembloroso que la enviaba de parte del mismísimo príncipe
Jisoo. Supo al instante que era de Dantelle, antes incluso de
reconocer su caligrafía horrorosa. No era una deducción con
mucho mérito: siempre que el caos llamaba a su puerta, su
amigo estaba al otro lado.
—No se llama Conreth —gruñe entonces el príncipe
Jisoo.
Ter chirría los dientes al escuchar de nuevo ese nombre.
Conreth… ¡De todos los nombres falsos que podía haber dado,
el estúpido de Dantelle va y elige ese, el del insufrible novio
de la hermana de Ter! Seguro que se murió de la risa cuando
se le ocurrió.
Se obliga a parecer calmado para responder:
—Es cierto, Alteza. Él no se llama Conreth —se le
escapa una mirada rencorosa hacia el idiota de su amigo—,
sino Dantelle Medaume. Mi nombre es Terabent Meda, y
trabajo para la Corona del Continente. —Muy despacio,
levanta un poco más los brazos, hasta que las muñequeras
metálicas que le impuso el príncipe Hanlu Huozai asoman por
su manga—. Entré legalmente en vuestro Imperio junto al
resto de mis compañeros. En cuanto a Dantelle, él…
Hace una pausa.
Los calabozos de Losbias están hasta arriba de
compatriotas suyos que llevan dieciséis años muriéndose allí,
desde la masacre del templo de la Tormenta, cuando los
losbitas cerraron sus fronteras y apresaron a todo aquel que
oliera a extranjero. Sus Señores no se caracterizan por su
empatía y su compasión, y, por mucho que leyó y releyó la
carta de Dantelle, Ter no tiene ni idea de qué maldiciones dijo
su amigo para que el heredero de Beongae no lo dejara
pudriéndose en su celda, o algo peor.
No puede mantener la tapadera de Dantelle, sea cual sea,
no con la poca información de la que dispone. Por lo tanto, y
aunque va casi en contra de su religión, Ter concluye que la
única forma de que su amigo y él no acaben siendo el
desayuno de los cuervos de Gamja es decir la estúpida verdad.
«Ay, por la Madre…».
—Me temo que Dantelle no forma parte de la expedición
oficial. Veréis, Alteza, mi amigo es un entusiasta de la cultura
de vuestro Imperio —improvisa. «Mi amigo es un idiota
obsesionado con las aventuras» no sonaba igual de bien.
Dantelle lo mira de reojo, sin atreverse a girar la cabeza
por miedo a cortarse con la hoja del príncipe. No entiende ni
gota de losbita, pero Ter sabe que confía en él. Para una cosa
que hace bien el muy cabeza de chorlito…
—Este viaje era una oportunidad irrepetible para
conocer Losbias, así que yo… pido perdón cuatro veces,
Alteza —continúa, repitiendo una fórmula tradicional losbita
que le enseñaron en la Academia, y que espera que no sea
sacrílega en labios de un extranjero—, yo le metí en nuestro
barco para que pudiera viajar hasta aquí.
—¿Estás diciendo que infiltraste a tu amigo en una
misión diplomática que podría determinar el futuro de las
relaciones políticas entre tu reino y mi Imperio… porque
quería ver cómo era mi isla?
—Gran resumen, Alteza.
—Habría que ser verdaderamente estúpido para hacer
algo así.
—Eso no puedo negároslo, Alteza.
El príncipe no contesta enseguida. Por la Madre, espera
que no llame a los demás monjes que tiene por ahí escondidos.
Ter quizá podría escabullirse, pero, si Dantelle hiciera el más
mínimo amago de echar a correr, el príncipe Beongae lo
rajaría como a una sábana vieja.
Por primera vez, Ter se plantea seriamente la posibilidad
de acabar arrestado. Joder, en cuestión de minutos él y
Dantelle podrían estar de camino a una celda, dos renglones
sin nombre más engrosando la lista de prisioneros
continentales de las mazmorras del palacio de Beongae. ¿Se
preocuparían sus superiores por él, o lo abandonarían a su
suerte en cuanto descubrieran lo que había hecho? Lo de colar
a Dantelle en el barco parecía muy divertido cuando lo
planearon, compartiendo unas jarras de cerveza rateadas de la
taberna de sus padres. Pero fue una completa estupidez, como
ha dicho el príncipe Jisoo. Y es culpa suya. Es culpa suya
haberse hecho amigo de un caraculo como Dantelle, que tiene
tanta habilidad para meterse en su cerebro como para meterse
en líos.
Cuando luego no se encontraron en el punto convenido
tras desembarcar, Ter no se preocupó. Dantelle sabe
apañárselas solo. Por atolondrado que parezca (y que sea) la
mayoría del tiempo, su amigo es un superviviente, y Ter lo
sabe. Pero, por la Madre, cuando estalló el atentado y Dantelle
siguió sin aparecer…
Al leer su carta y saber que estaba vivo, Ter sintió tal
alivio que estuvo a punto de echarse a llorar. Pero, pronto, ese
alivio dejó paso a otras emociones, principalmente a un cabreo
monumental. Dantelle había conseguido que lo arrestaran y,
después, que el príncipe extranjero lo medio secuestrara en pos
de una misión de la que su carta no daba ni un puñetero
detalle. Sí, se las había apañado de puta madre. Y Ter, como
siempre, fue de cabeza detrás de él.
***
Dantelle avanza el primero, con la lanzaespada del príncipe
Jisoo pinchándole en los riñones. Ter camina dócilmente, con
la monje bajita aprisionándole los brazos tras la espalda. Una
segunda monje, que estaba esperándolos al otro lado del muro,
carga con las armas que le ha arrebatado: un par de dagas y su
florín. Incluso le han quitado la capa blanca de su uniforme,
que llevaba arrebujada bajo el oscuro traje beongi. Duda que la
monje conozca las cualidades especiales de la prenda, pero
algo debe de sospechar, porque no le ha dejado quedársela, y
Ter tampoco ha querido insistir. Ya se la robará cuando no se
dé cuenta, o quizá lo haga Dantelle. Esa es su maldita
especialidad.
De momento, la estrategia de Ter es mostrarse
colaborador y un puntito asustado para alimentar el ego del
príncipe. Mientras los guían de vuelta al pabellón del que
Dantelle se acababa de escapar, Ter contempla los alrededores
con expresión embelesada, intentando halagar a sus captores.
En realidad, es cierto que la arquitectura losbita (todo Losbias,
en realidad) le resulta fascinante. Es tan diferente de su
hogar… El palacio de Beongae, o este santuario, por ejemplo:
un pabellón aquí, un par de patios allá, un templete o un
estanque espectacular que se abren paso sin previo aviso entre
un montón de pinos… En su ciudad, Galvania, semejantes
espacios abiertos en una zona urbana resultarían impensables.
Lo único que no le gusta es esa fijación que tienen los
losbitas con los puñeteros pájaros. Están en las
representaciones de sus dioses, pintados en murales y aleros y,
por supuesto, en los rostros de los Beongae, cuya isla está, por
cierto, infestada de cuervos de verdad. Y por si eso no bastara,
también tienen la máscara de los Huozai, que representa un
fénix. Un maldito pájaro de fuego. Porque los pájaros
normales, con sus garras y sus picos y sus asquerosas plumas,
no daban suficiente grima. ¡Tenían que convertirlos en
antorchas voladoras!
Dantelle se detiene ante la puerta corredera del pabellón,
pero el príncipe Jisoo le da un golpecito con la parte roma de
su lanzaespada.
—Entra.
Después va él, y luego, Ter. El empujoncito de la monje a
su espalda le resulta humillante y, de pronto, se siente
expuesto. Al cruzar el patio han quedado a la vista de
cualquiera que esté vigilando desde los tejados, igual que él ha
estado haciendo durante toda la tarde y parte de la noche. Le
parece ver alguna sombra desplazarse por allí, probablemente
sea alguno de los monjes de refuerzo que ha mencionado
Dantelle mientras él escuchaba a hurtadillas. Espera
encontrarse con un destacamento aguardando dentro del
pabellón; sin embargo, no hay más que un par de mantas
revueltas en el suelo. Ni un solo monje.
¿Por qué? A ojos del príncipe, Dantelle y Ter son
conspiradores extranjeros. ¿Por qué no los está arrestando?
Solo existe una explicación lógica: no quiere que nadie
sepa que están ahí. No quiere que nadie haga preguntas. Por
eso abandonó Beongae a escondidas, en lugar de formar parte
de uno de los destacamentos de monjes que a Ter le consta que
han empezado a investigar oficialmente el atentado. Como ya
sospechaba, la misión del príncipe Jisoo es otra, y es secreta.
¡Por fin, buenas noticias! Porque Terabent Meda tiene dos
puntos fuertes: su cara y su don para descubrir los trapos
sucios de los demás.
—Supongamos que me creo tu versión —dice el príncipe
Jisoo, interrumpiendo sus maquinaciones—. Eso deja muchos
cabos sueltos. Nada de lo que digas va a conseguir que me fíe
de vosotros, pero quizá sí logréis evitar que os mate.
Guau. Hasta a Ter, que comparte clases con una selección
de los gallitos más pedantes del reino, le impresiona el
príncipe Jisoo. Es como si se esforzara por sonar lo más
cretino posible.
—Por ejemplo —continúa. Había dejado de apuntar a
Dantelle con su lanzaespada, pero ahora le da un toque brusco
para llamar su atención—: ¿cómo has escapado de aquí sin
que Dharani y yo te viéramos? Hemos estado frente a la puerta
todo el tiempo.
—Me he hecho invisible, Alteza.
Aquello parece abrir una grieta en la fachada del príncipe
Jisoo. La lanzaespada le flaquea entre las manos, incluso busca
la mirada de la monje bajita unos segundos, como si no
estuviera seguro de haber entendido bien el idioma extranjero
y esperase que ella le confirmase lo que acababa de oír.
—Eso es imposible.
—Os juro por las muelas de mi…
—No jures sacrilegios ante mí, extranjero. Tu magia, si es
cierta, es sacrilegio más que suficiente.
—¿Qué dices? Ahora no estoy mintiendo, en serio. —
Dantelle también busca la mirada de la monje bajita, que sigue
aprisionando el brazo de Ter—. Aiya, tú sabes que soy buena
gente. Me viste en el mercado. Yo…
—Cállate —lo interrumpe Ter—, por una vez en tu vida.
Él entiende por qué el príncipe ha empalidecido de ira
bajo su máscara, por qué la monje que lo retiene a él se ha
quedado rígida al oír hablar de los poderes de su amigo.
—Dantelle…, piensan que has usado magia negra.
El príncipe Jisoo se gira hacia Ter como un resorte. El
farol que lleva la otra monje, la que le ha quitado sus armas y
que se ha dedicado a examinarlos en silencio desde que ha
aparecido, es la única fuente de luz del lugar. Aun así, Ter
juraría que los ojos del príncipe tienen un brillo peligroso, o
quizá sea el centelleo de la hoja de su lanzaespada.
—Si conoces la magia negra es porque la usas. Lo sabía.
¡Pertenecéis a una secta! ¿Cómo conseguiste esos brazaletes
que llevas? ¿Son falsos? ¿O es que la delegación extranjera
tiene a sectarios entre sus filas? Por eso el atentado sucedió
tras vuestra llegada, ¡no fuisteis el cebo, fuisteis la trampa! —
Alterado, se acerca un poco a la monje del farol, tanto como
puede sin dejar de apuntar a Dantelle con su arma, y hace un
exagerado gesto con la cabeza para llamar su atención—.
Dharani, busca movimiento sospechoso en los alrededores. Es
posible que el resto de su secta ande cerca.
—¡No somos de ninguna secta!
Ter se arrepiente al instante de haber gritado. La bajita,
Aiya, aprieta la presa sobre su brazo, retorciéndole el codo
contra el omóplato de manera bastante dolorosa. Hasta
Dantelle parece un poco acobardado por el giro de los
acontecimientos. «Ya era hora, cabeza de panal», piensa Ter.
—Conozco el concepto de la magia negra porque lo he
estudiado en la Academia, en mi reino. Me han preparado para
venir aquí; igual que conozco vuestro idioma y vuestras
costumbres, también estoy al tanto de las problemáticas a las
que se enfrenta el Imperio. Por eso sé que las sectas alteran la
magia para…
—La problemática a la que nos enfrentamos siempre
habéis sido vosotros —lo corta Jisoo con fiereza—. Vosotros,
vuestra ambición y vuestra obsesión por la pólvora fuisteis los
causantes de una de las mayores masacres de nuestra historia.
—Ese es uno de los terribles fallos de nuestro pasado que
pretendemos enmendar con esta cumbre de paz —recita Ter.
Se odia por ello. Se odia por elegir la falsedad
diplomática que le han enseñado en lugar de gritar lo que le
dice su estómago: que Losbias ya tenía guerras internas siglos
antes de que los continentales, como ellos los llaman, llegaran
a sus costas. Y que puede que fuera su reino el que proveyera
de armas de fuego y munición a los losbitas, pero que fueron
ellos mismos, una de sus sectas, precisamente, quienes las
usaron para volar el templo de la Tormenta hace dieciséis
años.
—Dantelle es un insensato, y yo también, por haberlo
traído conmigo. Pero eso no tiene nada que ver con la misión
de mi destacamento de capas blancas ni con el decano Gotoli.
—En realidad, Gotoli es un imbécil pomposo al que le importa
más salir bien en las portadas de los periódicos cuando regrese
de Losbias que llegar a hacer nada útil allí. Pero Ter no piensa
darle a Jisoo más motivos para desconfiar de su reino.
—Pero entonces ¿cómo ha podido Dantelle hacerse
invisible? —musita Aiya.
—En mi reino tenemos nuestra propia magia. Aquí no…
—Ah, sí, la misteriosa magia de los continentales —se
burla el príncipe—. Esa que todos los comerciantes decían
tener cuando llegaban a nuestras costas, pero que casualmente
nunca son capaces de utilizar en nuestras tierras. Si es cierto
que esa magia vuestra existe, está claro que los espíritus no la
quieren en Losbias. Aquí, solo los descendientes de los
primeros emperadores, de Sheng y sus Virtudes, tenemos ese
don. Si tú —su lanzaespada arrincona a Dantelle contra una
esquina— has conseguido obrar algún tipo de magia, está
claro que ha sido a través de algún ritual sacrílego.
Ter se ha mordido la lengua cien veces esa noche, pero
aquello hace que se le escape un bufido. Él ha dicho la verdad:
en su reino, la magia es algo tan común como correr o saltar.
Pero el príncipe Jisoo también está en lo cierto: la magia de
sus compatriotas nunca ha funcionado en Losbias. A su reino
le han hecho creer que los dioses arrebatan la magia a los
desertores que abandonan su tierra; a los losbitas, que nadie
que no descienda de las cinco dinastías es merecedor de su
don, extranjeros incluidos. Algunos ni siquiera creen que la
magia continental exista.
«Siempre escudándose en los estúpidos dioses»,
refunfuña Ter para sus adentros. Dantelle y él han descubierto
(y probablemente son los únicos) el verdadero motivo de la
desaparición de la magia en Losbias. Y no tiene nada que ver
con deidades de ningún tipo.
Ter intercambia una mirada con su amigo. Seguro que el
muy bocazas cree que deberían confesar lo que saben. No se
da cuenta de que el príncipe Jisoo lo ensartaría por hereje antes
de que pudiera terminar la primera frase.
—¿Sabéis lo que es un ilimitado, Alteza? —dice, y a Ter
le gustaría tener el brazo libre para poder taparse la cara con
las manos.
—Significa que su magia no se acaba —murmura Aiya.
Su voz flota tras la oreja de Ter, tenue pero segura. Cuando
Jisoo se gira para mirarla, inquisitivo, se atreve a alzarla un
poco más—. Se dice que en el Continente todo el mundo hace
magia, pero esa magia tiene límite, como la nuestra, la de los
monjes. Pero algunas personas pueden usarla indefinidamente
sin cansarse, como hacéis los Señores. En el Continente, a esas
personas las llaman «ilimitadas».
»Según cuentan las crónicas, antiguamente el Continente
estaba regido por ilimitados que abusaban de su poder, pero se
los derrocó y se acabó con casi todos ellos como represalia.
Por eso quedan pocos, y están mal considerados. Les
recuerdan a su pasado sangriento.
Vaya… Después de todos los esfuerzos que ha hecho Ter
por conocer la cultura de Losbias, agradece que alguien se
haya molestado en estudiar la suya. Ya empezaba a pensar que
todos los losbitas estaban tan cegados por el esplendor de sus
árboles y sus puñeteros pajaritos que no se daban cuenta de
que tenían la cabeza metida en su propio culo. En realidad, aún
lo piensa, pero está claro que Aiya es una excepción. Una
excepción que le está retorciendo el brazo como un fideo
demasiado cocido. No está seguro de si eso hace que le guste
más o menos.
El príncipe Jisoo frunce los labios. Quizá le parezca
indigno que su súbdita sepa tanto de una cultura que
claramente considera inferior, o quizá le mosquea la mención a
los ilimitados tiranos que usaban su poder para oprimir a un
pueblo que, a pesar de todo, acabó derrocándolos. Que se joda.
—¡Eso es, Aiya! —sonríe Dantelle—. Es lo que soy yo,
un ilimitado. En realidad, hasta hace un par de años ni siquiera
lo sabía. No usaba mucho la magia, la verdad, o eso pensaba
yo, pero… —se calla cuando el príncipe hace girar la
lanzaespada cerca de su oreja.
—Mientes.
—En realidad, Alteza, creo que no… —interviene Aiya
—. Todas las sectas rechazan sus marcas de nacimiento, las
desfiguran como símbolo de su magia negra, de que han
decidido mancillar su linaje… Pero Dantelle no tiene ninguna
marca en sus muñecas. Por eso le puse los brazaletes, porque
estaba desmarcado, ¿recordáis?
«¡Las marcas!», piensa Ter. Debería habérsele ocurrido a
él. Todos los losbitas lucen tatuajes que indican su estatus.
Cada templo tiene símbolos propios, al igual que cada dinastía.
Y, por supuesto, el pueblo, los «sin magia», también tienen los
suyos: los mismos que están grabados en los brazaletes que
llevan Ter, Dantelle y el resto de extranjeros. Antes de que los
pillaran, su amigo le estaba contando detalladamente cómo se
los habían puesto, arrinconado en las mazmorras de Beongae.
Le impresiona que tuviera la sangre fría de hacer lo que hizo.
A Ter tampoco le gustan los brazaletes, que más bien parecen
esposas, frías y pesadas contra su piel, pero sabe que, para su
amigo, ese parecido es mucho más terrible y concreto.
—¡Me lo ha quitado de la boca! —Dantelle asiente
efusivamente, al menos, todo lo efusivamente que puede sin
clavarse el filo de la lanzaespada en la nuez—. No tengo
ninguna marca. Podéis examinarme donde queráis, Alteza, y
no encontraréis nada de nada. Bueno, algunas cicatrices sí,
claro. Una vez mi antigua jefa me dio una paliza y me caí
sobre unas cajas y me quedó una cicatriz en el cu…
—Dantelle, no seas indecoroso —sisea Ter. Lo último
que necesitan ahora es que el lelo de su amigo se vaya de la
lengua sobre su antiguo «trabajo».
Por primera vez, en la mirada emplumada del príncipe
Jisoo le parece intuir algo que no es desprecio, sino mera
condescendencia. Ter lo entiende. A esas alturas, Dantelle y él
no deben de parecer una gran amenaza, sino más bien un par
de idiotas.
Reprime una sonrisa. Si consiguen hacerle creer que solo
son unos críos inconscientes, quizá logren salir de ahí por su
propio pie, en lugar de ensartados en una lanzaespada.
Parecer dos críos inconscientes. Sí, eso pueden hacerlo.
—Disculpad, Alteza. Es que Dantelle es un poco… ya
sabe, tonto.
Otra persona podría interpretar la exagerada mueca de
Dantelle como un signo de que está ofendido, pero Ter sabe
que no es así. Con tan solo una mirada, su mejor amigo ha
captado sus verdaderas intenciones. Al fin y al cabo, este no es
su primer numerito.
—¿Yo soy el tonto? Te recuerdo que tú te has jugado tu
puesto en la Academia porque yo te convencí de que me
trajeras de polizón. ¿Cómo llamas al que se deja engañar por
un tonto para hacer una tontería, eh? Además, yo soy
superlisto, ¡aprendí a leer y escribir en un año!
—Sí, ¡a los dieciséis! ¡Y te enseñé yo!
—¡Me enseñó Marianne! Tú solo te burlabas de mí
porque estabas celoso de lo rápido que avanzaba.
—¡Me burlaba porque eras penoso! ¿Sabes esa carta que
me enviaste para decirme que te siguiera? ¡Menuda letruja,
macho! Al principio pensaba que la había escrito un
chimpancé hoa thơmi adiestrado.
—¡Eso no me lo dices a la cara!
—¡Te lo estoy diciendo a la cara, imbécil! ¡Todo esto es
culpa tuya!
Ter se abalanza sobre Dantelle, arrastrando a Aiya
consigo. Mientras el príncipe le gruñe para que se aparte y
Aiya aumenta la presión en torno a sus brazos, Ter alarga la
pierna, hasta enganchar el pie en su capa blanca, que la monje
silenciosa ha dejado caer entre las mantas revueltas del suelo.
Aiya
—Santuario de Gamja—
Aiya no se sentía tan perdida desde que aquel chico aterrado
por las salamandras le confesó que era el príncipe Hanlu.
Dantelle, que no Conreth, discute con Terabent. Hablan tan
rápido y con palabras tan raras que le cuesta seguir el ritmo.
—¡Eres un zopenco! —escupe Terabent—. Solo tú podías
meterte en este berenjenal en un día.
—Si tuviera madre, diría que soy un regalo de los dioses.
—¡Eres una maldición, Dantelle!
—¡Silencio!
La discusión se corta de golpe. Aiya mira al príncipe
Jisoo. Está tan tenso que puede ver su afilada mandíbula bajo
las plumas negras.
—No comprendéis la gravedad de vuestra situación,
¿verdad? —pregunta con su rígido acento. Se dirige a Dantelle
—. Has engañado a la emperatriz, a mí, su heredero, y a la
oráculo de Gamja. Mi madre ha ejecutado a alguno de los
nuestros por menos.
—Entonces a lo mejor tu madre tiene un problema de ira,
¿no?
—¡Dantelle, por favor! —Terabent agacha la cabeza.
Incluso de espaldas, Aiya reconoce en él el porte y la
contención de un diplomático de verdad. Se siente tonta por
haber creído que Conr… Dantelle era uno de ellos—. Alteza,
este pobre imbécil no merece morir. Le prometo que no
contaremos nada, seremos un par de tumbas.
—Las mejores tumbas son las de verdad.
Aiya traga saliva.
—Siento cortaros, pero… —Aiya nunca había adorado
más una interrupción de Dharani—. Jisoo… Hace un buen rato
que no detecto moverse a los monjes de fuera.
Sus dedos, llenos de anillos resplandecientes, llevan un
buen rato acariciando los listones de madera del suelo.
Aiya mira a Terabent y comprueba que sus ojos están
también puestos sobre Dharani. El chico estira el cuello, como
intentando ver algo a través del papel de la puerta.
—Espera, Terab… —Aiya forcejea con él.
No ha acabado la frase cuando el extranjero se sacude
hacia atrás. Logra liberarse de la llave de Aiya y se agacha,
enterrando la mano en las mantas del suelo.
—¡Cuidado! —grita Dharani de repente.
A su advertencia le siguen el silbido de una flecha y un
grito de dolor. Cuando Aiya quiere darse cuenta, Terabent está
en el suelo, y de su hombro sobresale un astil.
—Joder…
—¡Ter!
Dantelle corre hacia su amigo, y lo único que impide que
se ensarte en la lanzaespada es que el príncipe Jisoo se ha
abalanzado sobre Dharani para apartarla de la puerta. Un
instante después, otra flecha atraviesa el papel y se clava a
unos palmos de Terabent.
Aiya y Dantelle lo ayudan a retirarse hasta una esquina.
Aiya se fija en que lo que antes le había parecido una manta es
en realidad la capa del uniforme inmaculado del Continente.
No le da tiempo a pensar por qué parece ser tan importante
para Terabent, porque hay otra cosa que reclama su atención.
Del astil de ambas flechas cuelgan bolsitas de color
negro.
Un tercer proyectil, esta vez envuelto en fuego, entra
volando y se clava al lado de la flecha anterior. Aiya quiere
gritar, pero es demasiado tarde.
A su lado, Terabent se revuelve y lanza la capa sobre las
dos flechas. La explosión retumba bajo la tela, que se
mantiene rígida como el marfil.
Y los salva a todos de salir volando por los aires.
Tras unos segundos en los que nadie se mueve, el
príncipe Jisoo se levanta. Alza la prenda, ahora manchada de
hollín por un lado, y la examina como si fuera un animal
exótico y peligroso.
—¿Qué es esto? —se le escapa, mientras observa el
desastre humeante que hay debajo. Aiya sabe lo que está
pensando: magia negra.
—Tecnología de la Academia —se apresura a decir
Terabent—. Es… como un escudo.
—Son muchos, Jisoo —dice Dharani, con la mano sobre
el suelo y los ojos muy fijos en la puerta destrozada—. Y
estamos atrapados.
Aiya se agacha, agazapada entre las piernas del extranjero
y la sandeshi. ¿Ese ha sido su destino siempre? ¿Morir lejos de
su hogar?
—Oye. —Terabent se ha puesto de cuclillas a su lado y
sus pestañas oscuras la distraen de sus terribles pensamientos
—. ¿Tú qué sabes hacer?
Aiya se fija en su hombro, teñido de sangre. ¿Cuándo se
ha arrancado la flecha?
—Soy huozi —susurra, como si acabara de recordarlo.
Terabent parece sorprendido al principio, pero luego
sonríe y chasquea los dedos.
—¿Le tenéis mucho apego a este santuario? —pregunta
en voz alta, girando el cuello hacia el príncipe Jisoo.
—¡Por supuesto! El santuario de Gamja tiene historia y
es…
—Entonces será mejor que reduzcamos a cenizas a esos
cretinos antes de que lo destruyan, ¿no?
Dantelle, que no entiende ni media palabra de lo que ha
dicho su amigo, se aparta el pelo naranja de la frente y asiente
con fiereza. Tiene un fuego en la mirada que a Aiya le provoca
un cosquilleo en la nuca. ¿Quiénes son esos chicos y qué han
vivido hasta llegar aquí?
—No han vuelto a disparar. Creerán que la explosión nos
ha matado —opina Ter.
—Soy el heredero imperial. Alguien vendrá a comprobar
mi cuerpo.
—¿Y los monjes que trajo la oráculo? —interviene Aiya.
El príncipe Jisoo le devuelve una mirada sombría.
—No podemos esperar a que vengan… —dice Terabent
—. Si es que vienen.
No añade nada más, pero echa un vistazo a la pared que
tienen enfrente y coloca una mano en el hombro de Dantelle.
—Eh, eh, ¿qué tramáis? —pregunta el príncipe.
—Si no hay más remedio… —dice Dantelle, ignorándolo
—. No podemos huir por la puerta principal, y no hay ninguna
otra, así que… voy a reventar la pared —explica, como si
fuera obvio. Después, suspira y estira los brazos, como si se
desperezase—. Jisoo, sé que te va a costar asumir esto, pero…
No es magia negra, ¿vale?
—¡Espera! —Terabent llama la atención de Dharani y la
bailarina corretea para verlo mejor—. ¿Controlas el Eco,
verdad?
Si le impresiona que el extranjero haya descubierto su
verdadera magia a pesar de su uniforme beongi (como a Aiya),
no pierde el tiempo en decirlo.
—Lo intento.
—¿Puedes hacer que nadie oiga lo que va a pasar?
Dharani frunce el ceño. No ha entendido a Terabent. El
príncipe Jisoo, que escucha toda la conversación de brazos
cruzados, le da un toquecito para que lo mire y le repite
despacio la pregunta del extranjero y, de paso, la pone
brevemente al tanto del resto de la conversación. Cuando ha
terminado, la bailarina vuelve a mirar a Terabent y responde:
—Puedo hacer algo mejor.
Parece divertida, como si la propuesta de Terabent fuera
solo un reto para entretenerse. Como si no existiera la
posibilidad de que los atacantes pudieran reventar la estancia
en cualquier momento.
Dharani se sitúa al lado de Dantelle y, con las manos
extendidas hacia delante, cierra los ojos.
Aiya sabe que la energía del Eco es la más compleja de
entender. No se ve, y los monjes sandeshis parecen algo
ridículos cuando la usan, porque no hay fuegos artificiales, no
hay vibraciones terrestres ni rayos y centellas.
Dantelle levanta un dedo en dirección a Terabent y su
amigo asiente con la cabeza. Antes de que Aiya pueda
entender qué está sucediendo, Dantelle sale corriendo contra la
pared contigua y… Aiya cierra los ojos. No quiere ver el
batacazo que se va a dar el chico. Siente un tremendo temblor,
pero no oye nada.
Temerosa, mira. La pared de la habitación está
destrozada.
El polvo del derrumbamiento aún flota en el ambiente,
pegándose a los uniformes y a los brazos extendidos de
Dharani. Frente a ella y Dantelle, un enorme boquete deja ver
los restos del muro, que también ha explotado, y una amplia
extensión de terreno más allá. Una línea de caos sale de la
habitación y se pierde bajo la luz de la luna: la tierra está
revuelta, y los arbustos, aplastados y con ramas partidas, como
si una bestia invisible los hubiera arrollado.
Y todo ello en completo silencio.
—Guau. Os juro que no quería pasarme tanto —dice
Dantelle. Hasta él parece impresionado.
—Colega… creo que no lo has hecho tú solo. —Terabent
mira a Dharani con los ojos muy abiertos—. La magia del
Eco…
Dharani es, de hecho, la única que no parece asombrada
por el estropicio. Aiya le da un toquecito para llamar su
atención.
—¿Dharani? ¿Has tenido algo que ver…?
Ella sonríe, entusiasmada de poder contar lo que acaba de
hacer:
—El ruido es energía. Tenía que liberarlo de alguna
manera, y lo he hecho contra la pared. —Se encoge de
hombros—. Pero no se ha oído nada, ¿verdad?
Nadie se molesta en contestar.
—Salgamos de aquí —dice finalmente el príncipe. Con
una mano esgrime su lanzaespada, y con la otra, agarra a
Dantelle por un brazo—. Pero luego vas a tener que rendirme
cuentas por esta magia tuya.
Ellos dos son los primeros en salir, y Aiya no sabe quién
los sigue más deprisa, si Terabent, Dharani o ella misma. El
príncipe tiene razón: no es momento para pensar en las
habilidades de Dantelle.
La noche ha adoptado un silencio distinto; ahora que sabe
qué buscar, Aiya escucha pisadas y susurros, silbidos de
flechas y gritos ahogados de sorpresa, o quizá de dolor. Lejos.
Cerca. Lo único que le queda claro es que hay varios grupos
de atacantes. No pueden seguir huyendo en campo abierto, no
mientras desconozcan la posición de sus enemigos. Por eso
Aiya se desvía hacia un pabellón de dos pisos que se alza,
oscuro, a su derecha, en busca de un refugio momentáneo
donde organizarse. Es la primera en abrir la puerta.
Y se arrepiente al instante.
Un largo pasillo se dibuja delante de ellos. Aiya se lleva
las manos a la boca, horrorizada. Oye a los otros cuatro entrar
tras ella. Alguno tiene la prudencia de cerrar la puerta, pero
nadie dice nada.
Las paredes están calcinadas. En el suelo, los restos de un
par de flechas y un saco de tela. En torno a ellos yacen los
cuerpos carbonizados de varios actores y monjes de la
Tormenta.
El príncipe Jisoo la adelanta.
Se agacha junto a los cuerpos y les cierra los ojos uno a
uno. Cuando llega al último, le quita su arma, un arco, con la
misma dulzura con la que acunaría a un bebé.
—Aiya, ¿crees que podrías usar esto?
El príncipe Jisoo sabe que los monjes del Sol son
conocidos por atacar desde lejos. Así que acepta el arco, se lo
cuelga a la espalda y se encaja un carcaj con flechas en la
cintura.
—Es imposible enfrentarnos a ellos —murmura Dharani
—. Hay diez. Cerca.
—Entonces… —comienza Terabent, pero el príncipe
Jisoo golpea el suelo con su lanzaespada y lo interrumpe.
—El buen guerrero siempre obliga al enemigo a acercarse
a él. Vamos a movernos como espíritus, invisibles, y cuando se
acerquen a nosotros, los fulminaremos como un rayo.
Las manos de Aiya se cierran alrededor de su arco.
—Inspirador, Alteza. —Terabent levanta el brazo hacia
un boquete abierto en el techo, que deja ver parte del piso
superior—. Aiya podría acabar con cien hombres si tuviera un
lugar desde el que poder disparar sus flechas de fuego, pero
vuestros edificios son demasiado bajos.
—El cielo y yo somos uno. Soy Jisoo Beongae.
A lo lejos se escuchan más gritos ahogados.
—Bueno, ¿alguien me va a explicar cuál es el puñetero
plan? —bufa Dantelle en su idioma.
Aiya lo mira. El muchacho se rasca la cicatriz de la sien,
como si fuera el recordatorio de algo (o alguien), y los observa
a todos con el mismo cansancio que si estuviera lidiando con
un grupo de chimpancés.
***
«Como espíritus, invisibles».
Eso ha dicho Jisoo, pero Aiya tiene sus dudas.
Han cruzado al pasillo contiguo. Allí, la explosión ha
volado la escalera, y ahora solo quedan un par de peldaños
inservibles. El príncipe golpea el suelo con su lanzaespada y el
viento lo eleva para depositarlo sobre el piso de arriba. Por su
parte, Dantelle salta con fuerza y se agarra a los escalones
superiores que aún se mantienen, pero estos terminan de
desprenderse en cuanto se aúpa a ellos.
—¡Por los pelos! —exclama Dantelle, refugiándose junto
al príncipe.
—¡Jisoo!
Dharani levanta los brazos y el príncipe extiende su
lanzaespada hacia ella. La bailarina se agarra con habilidad, y
Dantelle y el príncipe casi se dejan los pulmones para auparla
hasta arriba.
—Utiliza mis hombros —le propone Terabent a Aiya—.
Si Dantelle lo ha conseguido en más de una ocasión, tú seguro
que también puedes.
Dantelle se asoma por el hueco del piso superior.
—Acabo de escuchar mi nombre y no sé de qué estáis
hablando, per… ¡Au!
Aiya podría hasta reírse del capón que acaba de darle el
príncipe Jisoo al chico, pero está tan nerviosa que le tiemblan
hasta los pelos de las cejas. Además, los ojos de Terabent le
resultan inquietantes. Como si tuviera todo bajo control. Y es
imposible, porque ni con toda la serenidad del mundo podrían
enfrentar la situación con cordura.
—Vamos… —la apremia.
Pero Aiya ha dejado de prestarle atención. Ve la silueta
doblar la esquina y en un acto reflejo estira a Terabent de la
capa y ambos caen estrepitosamente contra el suelo.
—¿Qué coj…?
Aiya vuelve a ignorarlo. Estira la mano y lanza una bola
de fuego sobre ellos. Y justo después, se escucha un berrido.
Terabent parece comprender, porque rueda por el suelo y
desenvaina el florín que ha recuperado durante el alboroto. En
el piso superior, Dharani sujeta a Dantelle por la cintura para
evitar que salte de cabeza a ayudarlos. El espacio es tan
estrecho que su ayuda solo sería un estorbo. Ahora que Aiya
está de pie, su hombro roza el brazo de Terabent. El atacante al
que ha quemado los observa desde un poco más lejos.
Aiya no duda. Concentra toda la energía en sus manos y
se adelanta un paso para prenderle las mangas de la túnica al
enemigo. El fuego se extiende rápido y les concede unos
valiosos segundos mientras el hombre intenta apagarlo.
—¡Sube, ya! —grita Terabent.
Aiya asiente, coloca uno de sus pies sobre el hombro del
chico, que suelta un gruñido de dolor, y salta. Dharani y
Dantelle la atrapan con esfuerzo. Cuando Aiya está a salvo,
Dantelle se asoma al hueco de la escalera y extiende el brazo:
—¡Ter! ¡Agárrate, imbécil!
Pero es demasiado tarde. Otro atacante acaba de llegar
corriendo por el pasillo y se une a su amigo para amenazar a
Terabent. Aiya se gira hacia Jisoo, que observa la escena
aferrado a su lanzaespada.
—Tenemos que… irnos…
—¡Alteza! —suplica Aiya.
El príncipe Jisoo la mira como si la viera realmente por
primera vez. Hay un ligero temblor en la comisura de sus
labios.
—¡Ter!
Ya no hay nadie que lo detenga: Dantelle saca el cuchillo
que guardaba en la manga y se precipita al piso inferior. Cae
sobre uno de los enemigos, un segundo antes de que este se
lance sobre Terabent. El diplomático aprovecha la ocasión y le
lanza una estocada al otro.
Dantelle se libra de su oponente con un empujón
sobrehumano. Rápido, se acerca por la espalda al atacante que
hostiga a Terabent y le propina un mamporro en la cabeza que
lo hace desplomarse inmediatamente.
—Uh… —Terabent jadea y se lleva la mano al costado—.
Eres un… bestia.
—Vamos. —Dantelle agarra a su compañero del brazo y
lo obliga a subirse a sus hombros, igual que ha hecho Aiya
antes.
Dolorido, Terabent se reúne con ellos y se deja caer sobre
el suelo. Dantelle se las apaña para escalar por la pared y
precipitarse sobre su amigo. Intercambian una sonrisa y
chocan los cinco. El diplomático mira al príncipe Jisoo:
—¿Movernos como espíritus, decíais?
***
A pesar de que Terabent ha preferido ignorar que el príncipe
Jisoo haya estado dispuesto a dejarlo morir, Dantelle no opina
igual.
—No es su culpa —se le escapa a Aiya cuando lo pilla
asesinando al príncipe con la mirada por tercera vez.
—Sí que lo es.
Su voz retumba en el pasillo, y el príncipe Jisoo gira el
cuello hacia ellos. Hasta su pico parece molesto. Cuando les
da la espalda de nuevo, Dantelle esboza una mueca de burla y
a Aiya se le escapa una risa de la que se avergüenza al
instante. Dantelle la mira como si acabaran de forjar algún tipo
de alianza.
Aiya ya tiene pactos, alianzas y juramentos para toda una
vida.
—Podemos ir por aquí. —Dharani señala una balconada
que da al exterior.
Aiya es la última en salir. Si los cálculos de Dharani son
correctos y estaban rodeados por diez peligrosos acechantes…,
todavía quedan unos cuantos. Jisoo encabeza la formación,
agachándose para cerrarle los ojos a la monje que encuentran
desplomada en el suelo; una lanzaespada yace abandonada a
unos pasos de distancia. Avanzan hasta que Jisoo les da el alto.
En el edificio de enfrente hay dos figuras oscuras, apostadas
con arcos bien tensos apuntando hacia el exterior. Con el
corazón en la boca, Aiya vuelve a guarecerse tras la pared, con
los demás.
—¿Eres capaz de disparar al que está más cerca? —
susurra el príncipe Jisoo.
—Además de los arqueros, hay tres tipos en el pabellón
de enfrente —avisa Dharani, con los ojos cerrados—, están
hablando cerca del balcón.
—Puedo disparar al primero, pero en cuanto lo haga, el
segundo me disparará a mí —explica Aiya—. Y llamaremos la
atención de los otros tres.
Aiya traduce rápidamente a Dantelle.
—¿Y si no te ve disparar?
—Es imposible, tengo que exponerme para poder
apuntar bien y…
—Pero puedo hacer que no te vea con… —Dantelle
vacila al percatarse de que el príncipe lo está mirando— con
mis habilidades.
Aiya espera a que el príncipe Jisoo se pronuncie. En
realidad, le aterra eso a lo que Dantelle llama «magia». ¿Y si
la usa con ella? Aiya es hija de la magia del Sol, y los trucos
del chico no tienen nada que ver con lo que ella conoce…
El príncipe se acerca a ambos. Aiya lo tiene tan cerca que
distingue los puntitos de barba incipiente. Tiene la ocurrencia
estúpida de que eso no lo ha visto nunca en el rostro de Hanlu.
De hecho, a ella le salen más pelillos en el bigote que al
heredero del Sol.
«¡Aiya, concéntrate!», se dice a sí misma.
—Protegerás a Aiya —ordena el príncipe, y cambia al
losbita—, y tú también, Dharani. Yo me ocuparé de los del
balcón.
Todos asienten y Aiya empieza a armar su arco. Lo ha
hecho cientos de veces. Puede que su especialidad sea escalar,
pero el arco y alcanzar lugares altos van de la mano. Tal vez
cualquiera de sus compañeros habría sido más útil en esa
situación que ella. Pero la cosa es que no hay Taos ni Lans ahí,
solo una Aiya muy nerviosa que respira hondo y prepara el
tiro. Solo tiene una oportunidad: debe acertar de lleno en el
cuello del enemigo o de lo contrario no lo hará caer.
—¿Nerviosa? —pregunta Terabent acercándose a ella y a
su amigo.
—Cla…ro que no —dice con un ligero tartamudeo—.
¡Diantres!, ¿has perdido tu serenidad? Soy una guerrera.
—¿Confías en Dantelle?
Puede sentir al pelirrojo ponerse rígido a su lado, pero no
se atreve a mirarlo cuando habla.
—Un poco —admite—. Pero de ti no me fío un pelo.
¿Quién cuela a un polizón en un barco solo para que se vaya
de paseo?
Aiya no menciona que, para que el plan tonto de Terabent
y Dantelle tuviera éxito, ambos tuvieron que participar en él.
Vamos, que no tendría que fiarse de ninguno de los dos.
—Bueno, pero yo te he salvado la vida antes.
—A ver, creo que ya es sufic… —gruñe Dantelle en
bajito.
—No, te la he salvado yo —replica Aiya, irritada.
—Es una cuestión de perspectiva.
—No lo es. Tú ibas a morir y yo te aparté.
—Y yo eché mi capa encima de una bomba a punto de
explotar, ¿o ya se te ha olvidado?
Sí. Se le había olvidado completamente.
Aiya es despistada, se lo decía su madre, se lo recuerdan
sus maestros con frecuencia y se lo recriminan sus compañeros
monjes. Tras años de meter la pata, al final ha terminado por
dudar en cada movimiento que hace. Así que espera que
Terabent se ría de ella, como siempre le pasa, pero él solo
inclina un poco la cabeza.
—Entonces estamos empatados —le concede—, pero ¿a
que ahora estás más tranquila?
Y Aiya admite que tiene razón. Su corazón ya no baila en
el interior de su pecho y sus dedos se cierran con firmeza
alrededor de su arco.
—Está bien —asiente, y mira a Dantelle—, protégeme.
Puede ver un ligero rubor en las mejillas del chico cuando
le coloca la palma de la mano en la espalda, pero es tan fugaz
que cree habérselo imaginado. Aiya traga saliva y cruza la
mirada con el príncipe Jisoo, que alza el mentón para darle la
señal.
Disparar no es fácil. Si estás nerviosa, la flecha tiembla
más que la papada de una ancianita. Si no eres capaz de
colocarla correctamente, lo más probable es que te acabe
golpeando en la nariz o que la cuerda te dé un latigazo entre
los dedos. Y disparar fuego es todavía más complicado. Aiya
se asoma al balcón y, rápidamente, apunta con un ojo cerrado.
Y sabe que va a alcanzar su blanco.
Suelta la muñeca, echa el codo hacia atrás, invoca la
energía del Sol para prender el astil… y la flecha vuela.
Siempre que disparas hay que escuchar. El zumbido de
una flecha es parecido al silbido de un flaminaara. Salvo que,
cuando un flaminaara silba, es porque está en peligro; cuando
lo hace una flecha, es porque es el peligro.
No alcanza su cuello, acierta en su hombro, pero el fuego
prende la ropa del enemigo. Grita y trata de apagar las llamas,
rodando por el tejado. Y eso hace que se precipite al vacío. De
reojo, Aiya observa al otro arquero. Ya está, ahora él la verá a
ella y…
Pero no es así. El tirador escudriña en su dirección, pero
sus ojos la pasan de largo, como si ella fuera… ¿invisible? La
mano de Dantelle en su espalda se hace más presente que antes
mientras Aiya recarga el arco y se prepara para apuntar de
nuevo.
Pero que Aiya sea invisible no quiere decir que los demás
también. El arquero detecta algo, quizá a Dharani o a Terabent,
o algún ruido, o quizás sea su instinto. Y dispara.
Aiya se mueve rápidamente, en un intento fallido de
ayudar. Sin embargo, la bailarina no la necesita. Con las
manos a ambos lados de la boca, Dharani emite un chillido
que podría oírse en lo más profundo del corazón de Losbias.
La flecha de su enemigo se desvía y la de Aiya solo necesita
rozar el pelo del arquero para envolverlo en un fuego
abrasador.
El príncipe Jisoo usa su lanzaespada para saltar hacia el
tejado de enfrente. Aiya se aferra a su arco mientras ve cómo
el heredero de Beongae golpea en la cara a un nuevo enemigo,
que ha doblado la esquina al oír los disparos. Lo manda
volando por los aires. Su cuerpo se desploma sobre el patio
con un crujido desagradable.
Y tal y como Dharani había advertido, otros dos atacantes
del balcón contiguo avanzan hacia el príncipe. Aiya lanza una
advertencia, pero el heredero ya está en guardia.
Esquiva el golpe del primero, pero el segundo consigue
asestarle un puñetazo en el pico de la máscara, que se astilla,
dejando al descubierto una nariz recta.
Y el príncipe Jisoo comete un terrible error: se lleva las
manos al rostro para evitar que puedan ver nada más. Es un
acto reflejo, pero su otro oponente lo aprovecha y le patea el
estómago. El heredero se tambalea sobre el tejado.
—¡Jisoo! —Dharani trata de encaramarse a la barandilla
para saltar y ayudarlo, pero se queda quieta al mirar hacia
abajo: la distancia es tan grande que, sin una pértiga como la
lanzaespada del príncipe, solo…
Un borrón pasa frente a Aiya: es Terabent, que ha saltado
con la agilidad de un monje hacia el otro lado. Lleva una
lanzaespada en el puño; ha debido de tomar la de la monje que
han encontrado al llegar al balcón.
Su vuelo no es tan limpio como el del príncipe Jisoo.
Aiya observa con los labios apretados cómo Terabent cae,
demasiado lejos, y logra por los pelos agarrarse al alero y
auparse al tejado. Con un par de zancadas, se aproxima al
enemigo, que ya ha derribado al príncipe.
Dantelle deja de tocarla y Aiya corre hasta donde está
Dharani y tensa el arco mientras escucha los gruñidos
procedentes del otro tejado.
—Tengo que disparar.
Es un murmullo que Dharani no puede escuchar y que
por supuesto Dantelle no entiende. Eso la pone todavía más
nerviosa. Sus manos tiemblan cuando alza la cabeza para
apuntar.
Jisoo yace boca abajo, y uno de los atacantes se acerca
para agarrarlo del pescuezo. A su espalda, Terabent le arrea un
golpe tras las rodillas con su lanzaespada al otro, pero apenas
consigue distraerlo.
Aiya apunta. Tiembla.
«Entonces estamos empatados».
—¡No estamos empatados! —grita, con los ojos cerrados.
La flecha sale a tal velocidad que se le contrae la muñeca.
Cuando vuelve a la realidad, distingue el hilo de sangre que
recorre el cuello del hombre, el punto en el que su disparo ha
acertado. Esta vez, las llamas no son necesarias, pero iluminan
el cuerpo del gigante cuando se desploma al borde del tejado.
Su propio peso lo precipita fachada abajo hasta que golpea el
suelo como una roca.
Terabent reacciona rápido y atraviesa con su lanzaespada
el hombro del enemigo que está sobre el príncipe Jisoo, que
sigue cubriéndose la cara con las manos, intentando mantener
las plumas delante de su rostro, salvaguardando su identidad.
Aiya ve cómo se le nubla la vista. No ha usado demasiado
poder, pero lo ha hecho muy rápido y con un control
extenuante. En el momento en que Terabent utiliza su florín
para cortar el aire… o algo más, Aiya se deja caer contra
Dantelle, somnolienta. Él la toma de los brazos y le susurra
palabras que no termina de escuchar pero que suenan a algo
que diría uno de los héroes de los cuentos que le gusta leer en
la biblioteca junto a Hanlu.
Jisoo
—Santuario de Gamja—
La luna se alza sobre su cabeza, plata sobre la tinta azul del
cielo, iluminando las columnas de humo que ascienden de los
tejados del santuario. También acentúa la expresión cenicienta
de Dharani, que avanza a duras penas junto a Dantelle,
ayudándolo a cargar con una agotada Aiya. Se tambalea, pero
Jisoo sabe que no está herida: reconoce las consecuencias de
un exceso de magia cuando las ve. Él también empieza a
sentirlo, ese familiar agotamiento que le entumece las puntas
de los dedos y le agarrota poco a poco los hombros, los brazos,
las rodillas.
Se estremece. No es una noche fría, pero, sin el pico
sobre su rostro, se siente desnudo. Se cubre la nariz, simulando
que es para contener la hemorragia, aunque en realidad cree
que ya ha dejado de sangrar. Su mano libre se aferra a su
lanzaespada mientras avanzan por el patio; la tensión de su
cuerpo martilleando contra cada uno de los puntos donde ese
salvaje lo ha golpeado. Se le escapa un gruñido de dolor.
—¿Os encontráis bien?
Es Terabent, que marcha a su lado, aferrando su arma
robada con el brazo sano. También hay heridas sobre su piel;
el sudor, o quizás otra cosa, le ha pegado el flequillo a la
frente. Viste de negro, pero Jisoo distingue una mancha más
oscura rodeando la herida de flecha de su hombro. Y no puede
contener la pregunta.
—¿Por qué?
Terabent frunce el ceño.
—¿Por qué, qué, Alteza?
—¿Por qué me has salvado? Podrías no haberlo hecho.
No hubiera sido reprochable… —admite Jisoo, sin mirarlo—.
Podrías haber muerto en el intento.
—Tenéis motivos de sobra para creer que soy estúpido,
Alteza, y no os falta razón —dice Terabent—. Pero no soy tan
idiota como para dejar morir al heredero del Imperio de
Losbias.
El heredero del Imperio de Losbias.
Es la primera vez que Jisoo oye esas palabras con acento
extranjero y, a pesar de todo lo que ha sucedido, a pesar del
humo que se eleva sobre sus cabezas, del dolor de todo su
cuerpo, de la sangre en la ropa de sus aliados, durante un
segundo no puede evitar sentirse orgulloso. Incluso magullado
y perseguido, sucio y sin pico, hasta un extranjero es capaz de
reconocerlo. Porque está en su sangre, en su espíritu. Nadie
puede ponerlo en duda.
Sin embargo, el orgullo se esfuma tan rápido como ha
llegado, cuando la brisa barre una nube de humo y revela al
grupo de siluetas que acechan tras ella.
Ignorando el dolor y el agotamiento, Jisoo se cuadra en
posición defensiva. A su lado, Terabent lo imita. Al fin y al
cabo, Dharani contó hasta diez atacantes, y ellos no han
abatido ni a la mitad. Pero pronto se da cuenta de que todas las
figuras que tienen delante llevan los uniformes negros y
plateados de los monjes de su isla. Todas salvo una.
—Oráculo.
No baja su arma. «Un traidor mostrará su auténtico
rostro», recuerda. «Podría ser ella. Podría estar compinchada
con los atacantes, o…».
No. Tiene que obligarse a salir de ese círculo o se volverá
loco. «¿Por qué iba a advertirnos de su propia traición?»,
reflexiona. Sin embargo, no es ese argumento el que lo
convence, sino un recuerdo: el de los cuerpos del pabellón, el
de los cadáveres de esos monjes de la Tormenta que han
muerto protegiéndolo. Los actores, los músicos. Por un
instante, la visión se difumina y se multiplica como si se
mezclara con otra más antigua, con más humo del que había
realmente, más cuerpos, más sangre, y el eco distante de
explosiones que no han llegado a suceder.
—Alteza —musita la oráculo. Va a añadir algo más, pero
entonces sus labios dibujan una severa línea. Señala a Terabent
con el mentón—. ¿Quién es?
—Un aliado.
Hasta a Jisoo le sorprende su rápida respuesta, pero nadie
se atreve a rebatirlo. La oráculo se acerca unos pasos, y Jisoo
se percata de que lleva una especie de hatillo en los brazos. De
entre los pliegues asoman máscaras de madera y el mástil de
algún instrumento. Jisoo se percata de que la tela que los
envuelve son en realidad restos de un cortinaje de seda.
El santuario de Gamja está ardiendo. Todo lo que queda
de él, de su cultura y su conocimiento y sus profecías,
descansa ahora de cualquier manera en los brazos huesudos de
su oráculo.
Jisoo sabe que debería llorar esa pérdida tan terrible para
su Imperio. Pero, que Honor lo perdone, ahora solo tiene alma
para maldecir las llamas que, a lo lejos, están consumiendo la
sala de las profecías… y con ellas, su única pista para
encontrar a Jisun.
—He salvado lo que he podido —dice la oráculo, como si
hubiera leído sus pensamientos—. De hecho, cuando empezó
el ataque, venía a entregaros esto.
Un par de cuerdas desafinadas suenan mientras la oráculo
rebusca en el hatillo. Extrae un tubo de madera al que le falta
la tapa. En su interior asoma el quebradizo rollo de una
profecía.
***
Abandonan el santuario a merced de las llamas y del puñado
de monjes que se han internado entre ellas, en busca de
posibles sectarios que pudieran quedar con vida. Los demás,
Jisoo, la oráculo y el resto, huyen entre las sombras y en
silencio, como ratas escondiéndose del granjero que da
escobazos en el suelo. Como si fueran ellos quienes tuvieran
algo de lo que arrepentirse. Y Jisoo lo odia. Odia la
humillación de tener que desaparecer como si no fuera nadie.
El resto de los monjes los guía hasta un lugar seguro, una
humilde casa abandonada a las afueras de Gamja, con una
oración a Perseverancia grabada sobre la puerta. El techo de
paja huele a podrido. Una de las escoltas mira a Jisoo con una
ceja enarcada antes de entrar, como si pensara que va a poner
alguna pega. ¿De veras cree que un poco de moho le preocupa
lo más mínimo ahora mismo?
Les conviene pasar desapercibidos esa noche. No
obstante, por la mañana tendrá que dar explicaciones. Cuando
amanezca, ya habrá corrido la voz sobre el ataque al santuario,
y Jisoo no puede permitir que su gente crea que él también ha
sido pasto de las llamas.
«Parecer vulnerables es un suicidio político, ahora más
que nunca».
Tendrá que conseguir una máscara nueva y enviarle un
cuervo a su madre. Apenas pudo ponerla al corriente de la
situación, de la profecía y de Dharani, antes de partir hacia
Gamja, y ahora…
También deberá dedicar unas palabras a los monjes y
actores que han sobrevivido, y dar sus condolencias a los
familiares de quienes no lo han hecho. Las preocupaciones se
le cargan en la nuca y sobre los hombros, aunque el mayor
peso, tanto metafórico como literal, está en su manga.
«Los monjes están custodiando fuera», parece decir el
tubo de la profecía que ha escondido ahí. «Ábreme. Ya estáis a
solas». Pero no es del todo cierto.
—Terabent, tú y yo tenemos una conversación pendiente.
El extranjero, que estaba cuchicheando con Dantelle con
frases demasiado rápidas como para que Jisoo las
comprendiera, se pone serio de inmediato. Entonces acompaña
a Jisoo fuera de la habitación, sin hacer nada más que lanzarle
una mirada indescifrable a su compañero. Dharani los observa
marcharse con curiosidad, pero se mantiene quieta junto a
Aiya, que duerme.
De lo que debió de ser la cocina tan solo quedan un par
de alacenas desvencijadas y una hilera de frascos cuyo
contenido fue pasto de las ratas hace mucho. No es el lugar
ideal en el que mantener una conversación importante, pero
tendrá que servir.
Jisoo no se anda por las ramas:
—Lo que has hecho con Dantelle podría considerarse alta
traición, Terabent, tanto en tu bando como en el mío —
empieza—. Pero también me has salvado la vida. En
agradecimiento, he decidido dejarte marchar.
—¿Dejarme marchar, Alteza?
—No te equivocabas antes. Sí que me parece estúpido lo
que tú y tu amigo habéis hecho —rumia Jisoo, mirando hacia
la puerta. Al otro lado, Dantelle los espía sin disimulo alguno,
como si fuera a entender el losbita por arte de esa magia suya
tan inquietante—. Pero has arriesgado mucho para rescatarlo
del peligro que creías que lo acechaba, y a pesar de que yo era
ese peligro, me has salvado la vida —concede, bajando la
cabeza con solemnidad—. La valentía y la lealtad son las hijas
gemelas de Honor, y yo las respeto.
»Así que haremos esto: pasarás aquí la noche y, en cuanto
amanezca, tomarás la primera diligencia hacia Beongae.
Informarás a mi madre de lo sucedido en el santuario. A ella y
a nadie más —recalca—. Después, dirás a tus superiores que
te pedí que me escoltaras hasta aquí. Mandaré un cuervo para
que estén avisados de tu llegada y como prueba de tus
palabras. Así te librarás del castigo que te corresponda por
haber escapado de su mando.
—No… No puedo hacer eso, Alteza.
—Yo tampoco soy amigo de las mentiras, Terabent.
Precisamente por eso, seamos sinceros: es obvio que a mí no
me interesa que se hable de mi viaje, pero tu situación es más
delicada que la mía. No obstante, si colaboramos, nadie tiene
por qué sufrir ninguna consecuencia.
—No se trata de mentir a mis superiores, Alteza.
Obviamente, no es algo que me guste hacer —añade Terabent
rápidamente—. Pero me refiero a que no voy a volver a
Beongae. Solo, no. O Dantelle viene conmigo, o yo me quedo
aquí con él.
Se cruza de brazos, con la cadera apoyada contra el borde
de la alacena. Ha sido atrevido y lo sabe, aunque, en el fondo,
Jisoo considera que se ha ganado ese derecho. No es su actitud
lo que le molesta, sino sus palabras.
Dantelle no puede volver a la capital. No se trata de que
Jisoo necesite su información privilegiada de espía: ahora
resulta obvio que todo eso de ser un enviado especial no fue
más que la primera de sus mentiras. Pero se la creyeron, le
permitieron que los acompañara, y ahora el extranjero sabe
más de lo que debería. Aiya y Dharani están atadas por su
juramento, pero lo único que mantiene cerrada la boca de
Dantelle es la mirada vigilante de Jisoo. Si deja que se vaya,
los detalles de su misión acabarían esparcidos por todo
Losbias en menos de lo que se tarda en decir «Chisme».
—Dantelle se queda —insiste.
—Entonces yo también. Habéis comprobado que soy un
soldado eficaz. Podría…
—He dicho que no —interrumpe Jisoo—. Te conviene
aceptar la coartada que te ofrezco, Terabent. Dudo que a tus
superiores les haga gracia descubrir que infiltraste a tu amigo
en una misión diplomática. Además… —Respira hondo. Nota
el aire en la nariz, fría sin el habitual resguardo de su pico—.
Te respeto, pero te recuerdo que esto no es una conversación
entre iguales.
Terabent, que hasta el momento hacía gala de una
admirable serenidad, tensa la mandíbula.
—Con todo el respeto también: yo no soy vuestro
súbdito. Sois el príncipe del Imperio, pero yo soy un
ciudadano de mi Corona. Y sí, me metería en problemas si mis
superiores descubren lo que hice. Pero haría frente a todos los
castigos de la Academia antes que quedarme de brazos
cruzados mientras secuestráis a mi amigo. Así que lo repito: o
él viene conmigo, o yo me quedo con él.
»La elección es vuestra, pero esas son las opciones.
Jisoo se lleva la mano a la lanzaespada. Es una
advertencia, más que una amenaza, y Terabent lo sabe. A pesar
de sus palabras, no hay desafío en su mirada.
«No soy tan idiota como para dejar morir al heredero del
Imperio de Losbias», ha dicho. También ha dicho que lo
respeta, y Jisoo lo cree. Sin embargo…
Cuando él tenía unos doce años, la emperatriz despidió a
su tutora. Consideraba que tan solo ella estaba a la altura de
educar a su hijo. «Un buen emperador gobierna granjeándose
el amor y el respeto de su pueblo», dijo un día. Jisoo recuerda
la pausa que hizo después, mirando por encima de la taza de té
que ella misma se había servido. Nadie, salvo ellos dos y Hyo,
podía entrar en la sala durante sus clases privadas. «Pero a
veces el amor y el respeto no bastan. ¿Qué hace un buen
emperador entonces? ¿Cómo garantiza la obediencia y, por lo
tanto, el bienestar de su pueblo?».
«Con miedo».
Fue Hyo quien lo dijo, porque Jisoo, irónicamente, tenía
miedo de hablar. No recordaba haber respondido
voluntariamente a ninguna de las preguntas de su madre en
toda su vida.
«Así es», había respondido la emperatriz. Miró a Hyo con
un orgullo que nunca le había dedicado a su propio hijo.
«Cuando el respeto no es suficiente, el miedo es la garantía».
–Mide tus palabras, Terabent Meda —dice Jisoo, soltando
su arma con deliberada lentitud—. Puede que no pertenezcas a
mi Imperio, pero estás en él ahora. Estás en mis dominios, te
guste o no.
—Lo lamento, Alteza —más que decirlo, Terabent casi lo
gruñe—. Es solo que… No sé si entiendo esa insistencia en
retener a Dantelle. Si estáis dispuesto a dejarme ir, a fiaros de
que no revelaré lo que sé sobre vos y vuestra posición (porque,
en efecto, no lo haré)… ¿Por qué no perdonar también a
Dantelle? Él se ha jugado la vida en el santuario tanto como
yo.
—Vuestra situación no es la misma.
—Porque creéis que él sabe algo que yo desconozco, ¿no
es así?
Jisoo tiene que contenerse para no agarrar la lanzaespada
de nuevo.
—¿Puedes decirme qué te ha contado ese traidor antes de
que os descubriéramos?
—¡Nada! Acabábamos de encontrarnos cuando vos
aparecisteis. No es por él que sé… lo que sé. Pero en el palacio
corren los rumores. No sabía si darle crédito a lo que oí, pero
viendo vuestra actitud…
Terabent respira hondo, como si sopesara si debe
compartir lo que sabe. Jisoo ya se ha dado cuenta de eso sobre
él: antes de hablar, siempre compara el valor de la palabra con
el del silencio. Es listo.
Demasiado.
—Si sabes algo, dilo, Terabent. —Es una orden tanto
como una amenaza.
El extranjero respira hondo.
—Muy bien. Sé que vuestra hermana ha desaparecido.
—Imposible.
Es la única palabra que acude a los labios de Jisoo, la más
sospechosa que podía pronunciar. Terabent, por supuesto, se
da cuenta.
—Mientras yo investigaba sobre vuestro paradero para
encontrar a Dantelle, también oí cosas sobre ella. Se decía que
había partido con un grupo de monjes para encontrar a los
responsables del atentado; lo mismo que contaban sobre vos.
Pero nadie la había visto tras el accidente, y ni una sola alma
la vio irse. Vos también os marchasteis en plena noche y, sin
embargo, tras mucho esfuerzo, conseguí seguir vuestro rastro.
Pero de vuestra hermana nadie sabía nada.
»En su momento no tenía tiempo de centrarme en ello,
pero eso lo explica todo, ¿verdad? Por qué partisteis en
secreto, cuando en realidad os habría beneficiado pregonar que
ibais a recorrer el Imperio en busca de los terroristas. Por qué
no os acompaña ningún monje de la Tormenta, sino un
extranjero secuestrado, una huozi y una sandeshi que, según
dicen las lenguas largas de su corte, está extrañamente unida a
la princesa Jisun…
—¡Ya he oído suficiente! —lo corta Jisoo—. ¿Por qué me
confiesas esto? Si realmente eres tan listo como te crees,
sabrás que tener esa información te pone en una situación aún
más delicada.
—Quiero demostraros que soy digno de confianza. Jamás
usaría esta información si con ello pusiera en peligro a la
princesa. Y Dantelle tampoco. Somos leales a nuestra Corona,
pero nunca la pondríamos por encima de una persona que
necesita ayuda.
»Si no podéis fiaros de eso y dejarnos marchar a los dos,
al menos confiad lo suficiente para permitirnos que os
ayudemos a encontrar a vuestra hermana.
Jisoo no responde enseguida. Terabent le está ofreciendo
ayuda (para salvar a Jisun) y un dilema (si confiar o no en él y
en Dantelle). Una ayuda que está demasiado desesperado para
rechazar, y un dilema al que ya está demasiado agotado como
para enfrentarse.
—Está bien.
El pecho de Terabent se deshincha, dejando salir toda la
tensión que había acumulado. Jisoo juraría que, junto con el
alivio, sus ojos grises brillan con un ligero orgullo: ha
conseguido que un Beongae, el mismísimo heredero del
Imperio, decidiera en los términos que él le ha marcado.
«Cuando el respeto no es suficiente, el miedo es la
garantía».
—Terabent —dice Jisoo. Da un paso hacia delante, tan
solo uno, pero que hace retroceder al extranjero hasta que su
ancha espalda se choca contra una despensa. Los tarros vacíos
se tambalean—, has dicho que estarías dispuesto a asumir
cualquier castigo para proteger a tu amigo, y que nunca
antepondrías una Corona a una persona. Pero Jisun no es una
persona cualquiera. Es una Beongae. Es la princesa de la
Tormenta. Mi hermana. Y yo no solo estaría dispuesto a sufrir
todos los castigos de Siwang a cambio de encontrarla…, no
dudaría en hacer que los sufriera quien fuera necesario.
»Así que reza a tus dioses, si los tienes, para que esa
persona no seas tú.
La ventana de la cocina está abierta en dirección al
santuario, pero la distancia y la oscuridad de la noche lo han
vuelto invisible. Quizá los monjes ya hayan extinguido el
fuego; o quizás siga ardiendo, voraz y maldito, más allá de
donde alcanza la vista de Jisoo, consumiendo lo que queda de
los cuerpos que allí yacen.
—Te mereces que sea sincero, Terabent. Sí que dudaría
—admite, mirando al extranjero a los ojos—. Pero lo haría de
todas maneras.
Dharani
—Gamja—
Muchos suelen pensar que las personas como Dharani viven
en un mundo enmudecido, pero se equivocan. Ella siente el
sonido de maneras distintas: el retumbar de los tambores en la
planta de los pies cuando baila; la caricia de la brisa de
primavera erizándole el vello de los brazos, igual que la
vibración de los pasos de Jisun le eriza el de la nuca.
Desde que perdió la audición, cuando era una niña, se ha
acostumbrado a usar su magia para amplificar todas esas
sensaciones. Según su maestro, el don de Dharani es «fuerte
como el martillo de Perseverancia» pero, aunque suela
olvidarlo, ella también tiene límites. Esa noche los ha
sobrepasado, y el mundo se ha vuelto mucho más silencioso de
lo que a ella le gustaría. Ahora, la única presión que nota es la
del cansancio contra su piel. Se siente como si le hubieran
llenado el cuerpo de piedras.
Jisoo y el extranjero guapo, Terabalgo, conversan en la
estancia de al lado, demasiado lejos para que Dharani pueda
leer sus labios. Eso no es un impedimento para el otro, el
pelirrojo, que echa oreja a la conversación sin ningún
disimulo. Aunque tiene cara de no estar enterándose de nada.
Jisoo la ha puesto al corriente de su verdadera identidad.
Dharani casi ha sonreído al enterarse: bien sabía que había
algo peculiar en ese chico, más allá de su exotismo de
extranjero, y ha acertado. El tal Dantelle no es ningún espía,
solo un caradura de campeonato. Un caradura con una magia
poderosa y antinatural.
El chico se da cuenta de que lo está mirando y le dedica
esa sonrisa suya de incisivos separados. Dharani le devuelve el
gesto e, instintivamente, lo saluda en lenguaje de signos.
Dantelle copia el movimiento con dedos ágiles y las cejas
alzadas, como diciendo: «¿Así?».
Dharani va a repetirlo más despacio, pero entonces
Dantelle da un respingo y mira hacia la cocina. Dharani se da
la vuelta y, efectivamente, al cabo de unos instantes Jisoo
atraviesa la puerta con los labios fruncidos y la mandíbula
apretada. Al verlo aparecer, Aiya se pone recta. Dharani
parpadea; creía que la monje seguía frita, acurrucada como
estaba entre los pliegues de su uniforme beongi demasiado
grande.
El extranjero sale unos pasos por detrás de Jisoo. Tras la
espalda del príncipe, el chico mira a Dantelle y levanta los
pulgares con disimulo.
—¿Qué pasa con él? —pregunta Dharani, señalándolo.
—Sabe lo de Jisun.
Eso… no se lo esperaba. Si ese chico se ha enterado del
secuestro, es que los rumores ya han empezado a correr. No le
extraña que Jisoo esté de morros (aunque empieza a pensar
que es su expresión por defecto cuando está con otra gente).
El extranjero será una incorporación interesante. Porque
Dharani deduce que los va a acompañar, a juzgar por que su
cabeza sigue sobre sus anchos hombros, y no ensartada en la
lanzaespada de Jisoo. Al contrario que el príncipe, ella lo mira
por el lado bueno: es buen luchador, y también ha demostrado
ser listo; si no, no habría logrado seguirlos hasta allí. Por muy
discretos que hubieran intentado ser, Dharani sabía que habían
dejado cabos sueltos (los monjes que la habían oído preguntar
por Jisun, los que le trajeron su uniforme beongi…), pero no
esperaba que nadie lograra atarlos. Se imagina a Ter (su
nombre completo es muy complicado, así que ha decidido
llamarlo solo «Ter») escabulléndose de madrugada,
recolectando rumores y susurros como si fueran migas de pan
hacia su destino. ¿Protagonizará ella alguna de esas
habladurías? Duda que alguien la haya echado en falta. Umi
Ameagari pensará que está visitando a los cortesanos
sandeshis, y Kali Sandesh, que se ha quedado con los ameagis.
Para ser alguien a quien le gusta tanto ser el centro de
atención, a Dharani se le da estupendamente pasar
desapercibida…, y sospecha que Ter comparte ese talento.
—Se queda con nosotros —anuncia el príncipe.
Después le dice algo a Dantelle. Debe de haberle
traducido las buenas noticias, porque el chico se levanta de
golpe y le choca el puño a su amigo, que responde con unas
palmaditas en la espalda al mismo tiempo que Jisoo añade
algo más en su idioma incomprensible.
Dharani siente un toquecito en el hombro. Es Aiya.
—Dice que no se alegre tanto, que aún hay trabajo que
hacer esta noche —vocaliza—. Al parecer, la oráculo le ha
dado…
Aiya abre mucho sus ojitos oscuros y se lleva una mano a
la boca. Confusa, Dharani se gira hacia Jisoo.
El príncipe se ha sacado algo de la manga, uno de esos
rollos de madera que había apilados en la sala de las profecías.
Ante la atenta mirada de todos, incluso de Dantelle, Jisoo
extrae con delicadeza un pedazo de papel enrollado. Tiene
marcas de quemaduras en los bordes.
La profecía tiembla ligeramente en las manos del príncipe
mientras la lee. Dharani se fija en sus labios con más atención
de la que ha puesto nunca en la boca de nadie, a excepción de
la de Jisun, pero es inútil: sin algo de contexto, apenas puede
captar un par de palabras sueltas. «Luz», «sombras»,
«destrucción», «hijo»…
Jisoo se pasa una mano por la máscara rota al terminar.
Esta vez no es para taparse, sino por puro agotamiento. Es la
primera señal que da de que él también está cansado. Dharani
cree que se le ha escapado, y Jisoo se lo confirma retirando la
mano enseguida. Sin duda, tocar su nariz, en lugar de un pico,
le ha ayudado a percatarse. «¿Cómo será», se pregunta
Dharani, «estar más acostumbrado al tacto de una máscara que
al de tu propia piel?».
Jisoo los fulmina con la mirada, como esperando
encontrar alguna respuesta en sus rostros. Nadie habla, salvo el
extranjero guapo, que está susurrándole algo a Dantelle,
probablemente la traducción de la profecía.
—¿Me la dejas? —pregunta Dharani.
Jisoo le tiende la profecía. El papel es más quebradizo de
lo que ella esperaba; una pequeña lluvia de ceniza sale
flotando cuando toca uno de los bordes chamuscados.
«Al igual que la luz siempre crea sombras, toda creación
forja una destrucción acechante. Así como la noche debe
existir para que llegue el día…». Una quemadura irregular se
come un par de palabras hasta: «…g alzará para…», y luego:
«…nstruir de nuevo sobre sus cenizas».
«No vendrá en invierno, pues el invierno es su hijo, y en
el hogar de un hijo siempre se es bienvenido. La destrucción
busca golpear, y siempre golpea más fuerte si lo hace cuando
menos se la espera: cuando la luz esté en lo más alto, cuando
el Sol envuelva el mundo en su abrazo más cálido y la dicha
corone su cúspide, allí aparec…». O tra quemadura. «…trañas
son llama y frío, fuego malva con el que arrasará y reclamará
aquello que siempre fue suyo: el relámpago primero, el volcán,
después. El tronar de las cascadas anunciará su advenimiento
final, y la sangre de nuestro sacrificio bañará la seda blan». El
papel termina en una línea negra e irregular que tizna al
tocarla. Si algún día hubo más palabras allí, el ácido las había
devorado por completo.
«Menudo rollo infumable», piensa Dharani. Lo relee
varias veces, intentando encontrarle algún sentido a ese
galimatías. Finalmente, saca algo en claro: están más jodidos
que un huozi en un monzón.
—Por Chisme, ¿de quién habla? —dice en cambio—.
¿Quién va a venir?
Jisoo hace una mueca, como si las palabras «no lo sé» le
quemaran en la lengua y se estuviera resistiendo a soltarlas.
Dharani reconoce el gesto: Jisun lo hace a menudo. Debe de
ser cosa de familia.
—Tenemos que averiguarlo —dice el príncipe—. Sea lo
que sea, la secta del fuego malva está intentando invocarlo. La
voz de Sheng advirtió a Mako Nori que este momento llegaría.
—¿Y si vamos al santuario de Ameagari? Mako Nori era
ameag i. ¡Seguro que allí tienen la profecía original!
—Perderíamos mucho tiempo y, además, ya estamos
llamando demasiado la atención sin necesidad de implicar a
los Ameagari —lo descarta Jisoo, tajante—. No, tenemos que
descifrar… —Se inclina sobre el hombro de Dharani para
repasar la profecía—: «El relámpago primero, el volcán,
después». Obviamente, el relámpago es Beongae. Podría
simbolizar el ataque a la capital. O…
Cierra la boca, repentinamente absorto. Dharani mira
alrededor, por si su silencio se debe a que alguien le ha
interrumpido, pero no: Ter, Aiya y Dantelle están tan callados
como ella.
La profecía parece volverse más densa sobre sus rodillas,
cargada con el peso de todas las respuestas que contiene, ahí,
en sus narices, esperando que las descifren. Dharani siente
ganas de gritar: «¡Venga, dad ideas! ¡Que alguien diga algo!».
Y, como nadie lo hace, es ella quien rompe el silencio.
—Entonces, el volcán es Huozai. Y esto —señala el verso
«cuando el Sol envuelva el mundo en su abrazo más cálido»—
podría simbolizar el verano.
Sonríe al ver las miradas de aprobación de Aiya y Jisoo.
Sin embargo, Ter pone una mueca y dice algo. Dharani sabe
que está hablando en losbita porque entiende las palabras
«dioses», «sirve para nada» y «profecía», pero poco más. Ya le
ha pasado antes: Ter debe de tener un acento muy marcado,
porque las sílabas serpentean en sus gruesos labios de una
manera que le cuesta desentrañar.
Ter se calla de golpe. Dharani, acostumbrada a ese tipo de
parones en los discursos de los demás, intuye qué ha pasado.
Mira hacia un lado y, como esperaba, allí está Jisoo,
terminando la frase con la que ha interrumpido al chico.
Dice algo sobre una «falta de respeto». Sus ojos auguran
peligro. Dharani no puede evitar detenerse en ellos un segundo
de más: le recuerdan demasiado a los de Jisun. Los de Jisoo
son más pequeños, algo más almendrados (aunque resulta
difícil adivinarlo tras la máscara), pero sus iris son del mismo
gris tormentoso que los de su hermana; ese gris que, según se
cuenta, tan solo tienen los Beongae. Por supuesto, debe de
haber más gente en Losbias con esos ojos de acero. Sin
embargo, viendo a Jisoo ahora, es difícil negar que tiene la
mirada de un príncipe.
Ha sido tan tajante que el carismático Ter se queda sin
palabras. A su lado, Dantelle observa las reacciones de todo el
mundo, hasta que sus ojos se cruzan con los de Dharani. Al
ver que ella también lo mira, le dedica la seña de saludo que
acaba de aprender y luego hace una mueca, como
preguntando: «¿A estos qué les pasa?». Dharani se encoge de
hombros.
—¿Pero qué ha dicho? —le pregunta a Aiya.
Le sorprende ver que la mirada de la pequeña huozi echa
casi tantas chispas como la de Jisoo. Hasta ahora, Dharani ha
visto a Aiya decidida, asustada, confusa y guerrera, pero
todavía no la había visto enfadada. Sin embargo, ahora parece
dispuesta a achicharrarle el pelo a Ter.
—Que la profecía es absurda. —Aiya deja de mirar a
Dharani y hace una mueca en dirección al extranjero—. Sí que
lo has dicho, has dicho que es «absurda». Respeto que no creas
en mis dioses, o en los tuyos. Pero no creer en nada no te hace
superior a los que sí creemos en algo, ¿sabes?
Dharani nunca ha sido una gran creyente. Le gusta
participar en las representaciones del santuario, pero lo hace
por el baile, más que por vocación religiosa. Sin embargo,
aunque no les preste demasiada atención en su día a día, sabe
que las Virtudes están ahí, que los Defectos acechan, y lo
respeta como cualquier otro losbita. Le gusta escribir su propio
destino, pero eso no significa que no sienta la presión de las
estrellas sobre ella, si lo piensa. Es solo que no suele pensar.
Entiende que el extranjero no lo comparta. Pero que sea
capaz de llamar absurdas a las creencias de los demás…
Una expresión de ligero arrepentimiento aparece en el
rostro de Ter, y a Dharani le parece leer un «lo siento» en sus
labios. Les pide perdón a ella, a Aiya y a Jisoo, y a Dharani le
sorprende comprobar que parece más dolido por haberlas
ofendido a ellas que al príncipe. Dantelle, que sigue sin tener
ni idea de a qué vienen todas esas caras largas, le pregunta
algo, y su amigo responde rápido y entre dientes, sin apartar la
mirada de ellos tres.
—Puedes hablar en tu lengua —interviene Dharani—.
Así él se entera. De todos modos, yo casi no entiendo tu
losbita.
A Ter se le escapa una mueca al oírla. Le gustaría
aclararle que no es nada personal, que le parece impresionante,
de hecho, que sea capaz de desenvolverse en otra lengua, y
que aprecia su esfuerzo por comunicarse con quienes no son
como él. Por otro lado, si lo hiciera, tendría que añadir lo
irónico que le resulta que se moleste en aprender un idioma y
luego no sea capaz de comprender que no debe insultar la
religión de los demás. Así que se calla, y el chico empieza a
hablar (en su lengua, a juzgar por la expresión de alivio de
Dantelle).
—Dice que no pretendía ofendernos, pero que no
deberíamos dejar que la religión —empieza a traducir Aiya.
Frunce los labios antes de añadir— nos nuble el juicio. Que la
profecía no es una pista útil porque le encontraríamos sentido
dijera lo que dijera. —Habla haciendo pequeñas pausas; si se
deben a la dificultad de traducir a Ter o al fastidio que le
producen sus palabras, Dharani no sabría decirlo—. Que solo
has interpretado ese verso sobre el abrazo cálido del sol como
«verano» porque estamos casi en verano, y eso significaría que
hemos escuchado la profecía en el momento justo, que es lo
que queremos creer.
Parece que va a añadir algo más, pero, por primera vez
desde que han llegado, Dantelle se inmiscuye en la
conversación. Debe de decir algo interesante, porque Aiya está
tan absorta en sus palabras que se olvida de traducir para
Dharani. Antes de que ella pueda llamar su atención, Jisoo,
que se ha percatado, se sienta junto a ella y empieza a silabear:
—Lo importante es… no es lo que nosotros creamos, sino
lo que el fuego…, lo que crea la secta del fuego malva. —Su
interpretación no es tan fluida como la de Aiya, pero Dharani
se la agradece con una sonrisa de todas formas—. Si conocen
la profecía y la están siguiendo como una… esto… ¿receta?,
descifrarla hará que nos adelantemos a sus pasos. Si la
desciframos, los pillaremos.
—Es verdad. —Dharani levanta un pulgar hacia Dantelle,
como ha visto hacer antes a Ter—. Y puestos a empezar por
alguna parte, sigo creyendo que mi idea es buena. Dice «no
llegará en invierno» y luego habla del Sol. Está claro que se
refiere al verano. Solo…
Una mano en su muñeca. La de Aiya. La reconoce porque
es pequeñita y por los callos que tiene en los dedos que usa
para tensar el arco. No esperaba que la mano de una huozi
estuviera fría, pero la suya lo está. Alza la mirada: Aiya la está
observando fijamente.
—El festival de Suiren.
¿Por qué la mira con esos ojos de mono asustado?
Dharani conoce el festival, claro, es el único día del año en el
que las puertas del palacio Prohibido del Sol se abren al
mundo, y se cuenta que entre sus muros dorados se celebran
espectáculos sin parangón: bailes, claro, y un banquete, y
representaciones y danzas con antorchas… Incluso se rumorea
que los monjes de más alta alcurnia son invitados a una carrera
de regatas en un lago de oro. El Señor Huozai nunca ha sido
conocido por su recato y, al parecer, durante el festival de
Suiren su despilfarro no alcanza límites. Al fin y al cabo, es el
día más importante del año en su isla, cuando los huozis
celebran el Primer Rayo de Sol, o lo que es lo mismo, el inicio
del verano. Pero, ¿qué tiene que ver eso con…?
«… cuando el Sol envuelva el mundo en su abrazo más
cálido y la dicha corone su cúspide, allí aparec…».
—Van a atacar el palacio de Huozai.
Jisoo parece haber llegado a la misma conclusión, porque
se levanta empuñando su lanzaespada como si la batalla fuera
a desatarse en ese mismo instante. Dantelle lo sigue como un
resorte, antes incluso de que Ter pueda ponerlo al tanto de lo
que acaba de pasar. De hecho, el extranjero guapo parece
confuso, e incluso a pesar de su acento, Dharani lee en sus
labios: «¿Qué es Suiren?».
Jisoo vuelve a hablar. Las sílabas se vuelven duras en sus
labios, cortantes como las que pronuncia Ter: debe de estar
utilizando su idioma porque, además, Dantelle lo mira
atentamente. Ante la perspectiva de algo de acción, se le ve
fresco como el rocío, a pesar de que solo ha dormido un par de
horas… Eso suponiendo que haya llegado a dormir algo en el
santuario, mientras esperaba la ocasión propicia para escapar.
Probablemente no lo haya hecho. Ese chaval es más
incombustible que la antorcha que arde sobre la muralla del
palacio del Sol. Por Perseverancia, parece incluso más
incombustible que la propia Dharani.
A Ter, en cambio, sí se le ve cansado. Se lleva la mano a
la herida del hombro al cambiar de postura. Aun así, parece
tan dispuesto como su amigo a partir hacia Huozai cuanto
antes.
—¿No te parecía absurdo? —bromea Dharani. Ter la mira
sin comprender—. Seguir la profecía.
Lo dice sobre todo para picarle, pero él no parece captar
su sorna, porque responde muy serio. Se nota que se está
esmerando en su pronunciación para que Dharani lo entienda,
pero, a pesar de sus esfuerzos, ella tiene que girarse hacia Aiya
en busca de interpretación.
—Dice que Dantelle tiene razón. Que la catástrofe de la
profecía no está predestinada, pero que la secta hará que
suceda de todas formas, y que debemos impedirlo antes de que
sea tarde. Pregunta cuánto tardaríamos en llegar hasta Huozai.
¡Ah! —Aiya da un respingo al darse cuenta de que la pregunta
es para ella—: ¿Desde Gamja? Mmmm… Unos cuatro o cinco
días; tres, si tenemos suerte.
—¿Y cuándo es el Suiren?
Dharani intuye que Aiya no tiene buenas noticias, porque
se retuerce uno de sus cortos mechones negros y se muerde el
labio antes de contestar:
—Dentro de cuatro días.
Aiya
—Puerto de Bukseon—
Dejan Gamja a su espalda, e, igual que cuando abandonaron
Beongae, Aiya siente que se marchan cuando más los
necesitan.
No hay ni un instante en el que no piense en los atacantes.
¿Ha sido casualidad que ellos estuvieran en Gamja? ¿Son los
mismos que se llevaron a Jisun? Aiya ha leído sobre los zha,
los que hicieron saltar por los aires el templo de la Tormenta.
Ellos siempre dejaban una pluma de pavo real allí por donde
pasaban. Todas las sectas tienen sus símbolos, por pequeñas
que sean o inadvertidas que pasen. ¿Son las máscaras blancas
las de aquellos que parecen perseguirlos? ¿Es el fuego malva
de Beongae?
Y entonces, ¿por qué quienes atacaron Gamja no encajan
con todo eso? Quizá pertenecían a una secta distinta. Aiya
sabía que los problemas con las sectas eran mayores en
Beongae, o al menos eso se dice en Huozai, pero nunca se
había planteado en serio lo que eso significaba.
Aiya intenta apartar esos pensamientos y vuelve al
mundo real. El heredero ha decidido que Aiya vigile a
Dantelle y que Dharani se ocupe de Terabent. Así que, cuando
toman la diligencia hacia el puerto de Bukseon, desde donde
embarcarán hacia Huozai, a Aiya le toca sentarse al lado de
Dantelle. No se calla nunca. Apiñados en su interior, sufren su
parloteo constante durante todo el viaje que, según asegura él,
es el más incómodo que ha hecho en su vida.
—Creo que voy a echar mi primer boniato.
Si la paciencia fuera una Virtud, Aiya la habría perdido
en ese mismo instante.
—Deja de dar la tabarra, Dantelle —le gruñe Ter.
Dantelle parece especialmente ofendido, así que pega la
nariz a la ventana, ignorándolos el resto del trayecto.
Cuando por fin alcanzan Bukseon, a Dantelle parece
habérsele olvidado la discusión. Señala y pregunta por todo lo
que ve. Y Aiya, que también ha dejado atrás su enfado, sonríe.
¿Cómo se comportaría ella si visitase por primera vez el
Continente? Seguro que hasta el pueblo más diminuto llamaría
su atención.
Bukseon es un pueblo de paso con pocos habitantes. La
mayoría de ellos son ameagis, monjes de la Ola, sobre todo,
los únicos que controlan las aguas y quienes guían el
transporte marítimo entre las islas. Visten siempre de azul, con
las mangas salpicadas de blanco, asemejándose a la espuma
del mar.
Si el príncipe Jisoo pretende que pasen desapercibidos
entre los pueblerinos, no lo consigue. El pico del cuervo
parece más orgulloso que nunca. Aiya se pregunta cómo les
afectará eso al llegar a los territorios del Señor del Sol. La
máscara de Jisoo, que ha repuesto en el puerto nada más
llegar, es el símbolo de los Beongae y un signo de amenaza
para muchos huozis. La Guerra de la Pólvora enemistó a
Huozai con el resto de Losbias, mientras que, para casi todos
los huozis, los culpables fueron los beongis. Si la emperatriz
Beongae hubiera sido más dura en el comercio con los
extranjeros, decían, su pólvora y sus armas jamás hubieran
llegado al Imperio y, sin ellas, la secta zha hubiera acabado
extinguiéndose como tantas otras sin dejar ninguna huella en
la historia. Sus ataques más violentos se habrían evitado,
incluida la masacre del templo de la Tormenta. Pero el resto
del Imperio no lo veía así. Los Beongae, sedientos de una
venganza que compensara su dolor, castigaron a los
extranjeros y, cuando todos ellos estuvieron encarcelados, se
volvieron hacia los huozis. Como si los miembros de la secta
zha hubieran sido monjes del Sol, en lugar de simples
campesinos descontentos de su isla, como los que había
repartidos por todo el Imperio.
Para cuando alcanzan el puerto, Dantelle y Dharani ya
tienen las manos llenas de bolsas con boniatos calientes. El
embarcadero es gigantesco; con cinco rampas de madera que
dan paso a cuatro goletas. Dos son tan grandes que podrían
haber llevado a la corte de Hanlu entera; las otras, ancladas
cerca de ellos, son algo más modestas. Sus velas, atravesadas
por guías de bambú, parecen las aletas de alguna bestia
marina.
—Aiya, ¿cuántas bosles tienes?
Aiya se acerca al príncipe Jisoo y le muestra una bolsita
de seda que se ha sacado del cinturón.
—Las que me dio al salir de Beongae.
—¿Vambos a vmiajar en clase empepador? —Dharani,
que siempre cuida la manera en la que habla, le escupe un par
de miguitas de boniato a la cara a Aiya. No puede enfadarse,
porque la bailarina le acaricia las mejillas para quitárselas
mientras se disculpa entre risas.
—¿Empepador? —Terabent parece frustrado por no
haber entendido la palabra.
—No vamos en clase emperador —el príncipe Jisoo le
toma la bolsita llena de bosles—, porque aquí no hay ningún
emperador.
—Pues en clase principesca. Seguro que dan mejor
comida.
—Eso ni siquiera existe.
Así que, en contra de los deseos de Dharani, acaban
delante del capitán de una de las goletas pequeñas. Al
principio los recibe con una sonrisa, pero luego se enzarza en
una acalorada discusión con la bailarina para obligarla a dejar
sus boniatos en tierra. Dantelle le da un par de palmaditas
conciliadoras en la espalda cuando se deshace de su bolsa. Al
subir por la escalerilla para llegar a cubierta, Aiya ve cómo el
chico le enseña la comida que se ha guardado debajo de su
túnica.
A Aiya le gustaría acercarse a ellos y bromear, tal vez
darle un mordisco a uno de los boniatos y atragantarse con él,
pero, en su lugar, se acerca al castillo de proa, donde el
príncipe Jisoo habla con el capitán.
—Pero Alteza —sus palabras no denotan la misma
solemnidad que las de la gente de Gamja. Para él, y para toda
la tripulación, su Señora no es otra que Umi Ameagari o, en su
ausencia, su reciente esposa o su hermano pequeño, el príncipe
Kai. Le deben lealtad a los dragones de agua, no a un cuervo
de pico diminuto. A pesar de ello, hace el esfuerzo de tratarlo
por el estatus que ostenta—, ¿cómo no vais a dormir en el
camarote más grande?
—Puede quedarse con su camarote, capitán. Mis
acompañantes y yo pasaremos la noche en la misma estancia.
—No existe ninguna lo suficientemente grande a bordo.
A no ser, claro, que quiera dormir en la bodega. ¡Pero yo no lo
haría ni por todo el oro de Usura!
***
La bodega atufa a humedad.
Incluso para alguien de la altura de Aiya, el techo está
demasiado cerca de su cogote, y el espacio a su alrededor está
atestado de cajas repletas de mercancía.
Aiya elige un futón cubierto por una manta raída. Los
demás hacen lo mismo y parece que hay un acuerdo silencioso
para descubrir la reacción del príncipe Jisoo frente a la
situación. Sin embargo, el heredero se recuesta de lado y no
dice nada hasta que los pilla mirándolo.
—¿Qué?
—¡Nada!
Contestan todos al mismo tiempo, Terabent y Dantelle en
su lengua, y eso provoca una mueca indescifrable en el rostro
del príncipe.
—Es hora de cenar.
***
Les sirven un arroz con caballa que Dantelle y Dharani atacan
como animales. Para su sorpresa, el príncipe Jisoo también
come con ganas. Es muy gracioso ver cómo se mete la cuchara
en la boca, levantando las plumas que le cubren el bigote.
Cuando Aiya termina, y tras pedir permiso, sube a la cubierta.
La noche ha caído y la única luz es la del faro de Bukseon a lo
lejos.
Se apoya en la barandilla, tallada en hueso y madera. Al
otro lado de ese mar que parece infinito, se encuentra el
aserradero de Haigui, uno de sus lugares favoritos de toda la
isla de Huozai. Quiere regresar a su hogar, pero conforme se
acercan, le asaltan más y más dudas. ¿Le permitirá el príncipe
Jisoo quedarse? ¿Y si Hanlu descubre que ha jurado
secretamente ante un Beongae? ¿La odiará? ¿La desterrará?
¿Y qué hará Jisoo con ella si no encuentran a la princesa
Jisun?
Es algo en lo que piensa mucho. ¿Y si esa misión la mete
en más situaciones de vida o muerte? Todavía le quedan
muchas cosas por hacer.
Volver a acariciar a Hoxu y verlo crecer.
Convertirse en una diplomática de renombre.
Dejarse el pelo largo.
Y tener un primer amor.
—¡Qué chulada!
Dantelle se acoda junto a ella; el viento le revuelve los
rizos y se le meten en la boca. Escupe, molesto.
—Donde yo crecí, siempre había luces encendidas —dice
—. Era un mercado enorme, así que siempre había alguien a
quien venderle algo. Y donde vivo ahora… Creo que en
Galvania no saben que existe la noche.
»Estas estrellas son un pasote.
—¿Qué significa «pasote»?
—Un pasote —repite Dantelle, pensativo—. Tú, Aiya,
eres un pasote. Ayer casi le arrancas el brazo a Ter, después
prendiste fuego a un tío, y luego nos salvaste la vida a todos.
Eso es ser un pasote.
—Un pasote —Aiya lo repite hasta que suena cómodo en
su boca—. Yo no soy un pasote, simplemente hago mi trabajo.
—Entonces tu trabajo es un pasote. Lamento haberte
metido en este embrollo. También he arrastrado a Ter, pero
por su culpa me rompí un hueso una vez, así que tendrá que
perdonarme.
»Siento que tuvieras la mala suerte de cruzarte conmigo
en el mercado.
Aiya niega con la cabeza.
—No es mala suerte. Seguramente tenga que ver con
Capricho. Le gusta cruzar los caminos de las personas —
explica Aiya—. ¿Tus dioses también hacen lo mismo?
Está interesada en la cultura del Continente,
especialmente en su religión. Ha pasado años empapándose de
historias que no sabe si son verdad. Ha leído sus textos sobre
los ilimitados, sobre su llegada a Losbias, mucho tiempo atrás,
sus conflictos en común y los romances entre continentales y
losbitas. Y ahora tiene a alguien de carne y hueso delante de
ella para confirmarle todo eso.
Sin duda alguna, es cosa de Capricho.
—Yo creo que… mis dioses están en la pubertad —
Dantelle estira los brazos, como si pretendiera alcanzar el
límite del mar—. Como cuando tienes quince años y solo te
preocupas por ti mismo… o por tu mejor amigo. —Baja la
cabeza y da la sensación de que busca algo en el interior de su
manga, aunque allí no hay nada—. Están en esa fase en la que
nosotros no les importamos, así que no es que escuchemos
mucho de ellos. Ni ellos de nosotros, claro. No recuerdo la
última vez que pisé un templo…
Aiya tarda en asimilar todo lo que le acaba de decir, pero
finalmente asiente.
—Comprendo. Creo que tus dioses no son muy buenos.
Ahora, Dantelle se ríe con ganas. Echa la cabeza hacia
atrás y la mira.
—Yo también lo creo, Aiya. Así que espero que esa tal
Capricho no sea familia de mi querida Madre, porque, si es
así… estamos buenos.
Antes de que Aiya pueda preguntar nada más, el cielo
retumba. Alrededor de la goleta, el agua se revuelve.
—Dormir en el suelo… con goteras y tormenta. —
Dantelle sonríe ampliamente y señala la puerta de la bodega
—. No sé por qué, pero sigo pensando que tengo una mala
suerte horrible. Llámalo Capricho, si quieres.
Ter
—Corriente de la Tortuga—
El viento silba entre las poleas y hace restallar el velamen. Ter
se envuelve aún más en su capa blanca y se cala el sombrero,
aunque a esas alturas está tan empapado que lo mismo le daría
ir desnudo. Con esas pintas no hay quien se camele al vigía,
que era lo que se disponía a hacer. Siempre conviene ganarse a
los vigías, los guardias y los cocineros, pero ni siquiera Ter
Meda es capaz de ligar con el pelo chorreándole sobre la cara
como un puñado de algas. Maldito clima losbita.
Al contrario que Ter, los monjes de la Ola no parecen
afectados por el temporal. Trajinan por la cubierta con la
tranquilidad de quien ha sido entrenado durante años para
dominar las aguas. Hasta que un trueno hace vibrar el suelo.
Ter se agarra a la barandilla para no perder el equilibrio.
Al cabo de unos segundos, el relámpago parte el cielo en dos.
La tripulación parece despertar. El timonel agarra el timón con
más firmeza, y el par de monjes que se acodaban
indolentemente junto al puesto de mando ahora se alinean a
babor y a estribor con las manos alzadas, impasibles ante la
lluvia que les azota el rostro. Sus anchas mangas salpicadas de
blanco resbalan, dejando al descubierto los símbolos de tinta
azul que recorren sus bíceps. Pertenecen al mismo idioma que
está grabado en los brazaletes de Ter y Dantelle, el mismo que
decora la piel de Jisoo, de Aiya y Dharani y de cualquier otro
losbita. Ter no es capaz de leer los tatuajes de los monjes de la
Ola, pero supone que simbolizan alguna bendición que
potencia su magia, esa magia supuestamente concedida por los
dioses.
Estúpidos. Lo entienden todo al revés y ni siquiera lo
saben.
Divinidades aparte, los tatuajes cumplen su función: a
pesar de que las olas se levantan cada vez con más violencia,
ninguna de ellas llega a anegar la cubierta. Bajo el poder de los
monjes, el agua se deshace en una explosión de espuma antes
de caer sobre el barco. Ter se aparta de la barandilla para
dejarlos trabajar. Se choca de espaldas con otro ameagi, que
apenas le dedica una mirada de disculpa antes de seguir su
camino.
A casi nadie de la tripulación parece importarle que él y
Dantelle sean extranjeros, nada que ver con su llegada a
Beongae, donde parecía que hasta los bebés le ponían mala
cara. Según tiene entendido, Ameagari es la isla con mayor
población mediasangre, así que quizás esos monjes están más
acostumbrados a mezclarse con gente de rasgos no losbitas. O
quizás es que, por llamativos que puedan resultar él y
Dantelle, nadie da más el cante que un príncipe cuervo con un
estúpido pico en la cara.
Retumba otro trueno. Los monjes de la Ola empiezan a
gritarse órdenes por encima del bramido de la tormenta.
—¡A la bodega!
A pesar del gran escándalo, Ter reconoce la voz del
príncipe Jisoo. El heredero de Beongae hace gestos
apremiantes desde el castillo de proa, y después él mismo echa
a correr hacia la puerta de la bodega.
El suelo se zarandea bajo los pies de Ter, que chapotean y
resbalan. En cuestión de segundos, la lluvia ha arreciado tanto
que le impide ver más allá de sus narices. Pese a todo, no deja
de mirar por encima del hombro, intentando distinguir la
cabezota naranja de Dantelle entre el aguacero. De pronto se
choca contra alguien. Dharani, que se yergue, con el cabello
empapado, contra la puerta de la bodega.
Va a disculparse con un gesto, pero tiene que agarrarse al
marco cuando la goleta da una tremenda sacudida. Ter se
inclina hacia Dharani para ayudarla a recuperar el equilibrio,
aunque ella ya se ha incorporado sola. Mira hacia el frente,
donde una extraña cadena de figuras se dibuja entre la cortina
de agua: el príncipe Jisoo va primero, tirando de Aiya, y ella a
su vez está agarrada a Dantelle, que intenta esquivar a los
monjes que corren por la cubierta.
Un nuevo bandazo. El barco se inclina como una rampa,
y Dantelle y los demás están a punto de irse rodando con ella.
Apenas pueden avanzar. El príncipe Jisoo se lleva la mano
libre al hombro, del que sobresale su fiel lanzaespada. Empuña
el arma y se la tiende a Ter por la parte roma. Él entiende y,
por suerte, Dharani también: mientras Ter agarra la
lanzaespada con ambas manos, el brazo de la sandeshi lo rodea
por la cintura. Con la otra mano, se agarra al marco de la
puerta.
Ter tira con todas sus fuerzas. El barco da tales bandazos
que teme que la lanzaespada se quiebre, pero, tras unos
angustiosos segundos, consigue agarrar la manga del príncipe
Jisoo. Le parece intuir una mirada de agradecimiento tras su
máscara, pero no podría asegurarlo ni aunque le apuntaran con
un revólver.
El barco sigue zarandeándose mientras Ter desciende
hacia la bodega, pero la escalera es tan estrecha que basta con
extender los brazos para estabilizarse contra las paredes que
los encajonan. El problema es la luz: el cielo encapotado
apenas ilumina los primeros escalones.
Ter siente un escalofrío y, de pronto, un charco de luz
ambarina llega desde atrás. Mira por encima del hombro.
Detrás de un sorprendido Dantelle, Aiya sostiene una llama
entre los dedos.
Ter aún no se ha acostumbrado a verla hacer eso. Crear
fuego de la nada… Algo así exige una cantidad de magia
prácticamente inalcanzable para alguien que no sea un
ilimitado, y, que él sepa, Aiya no lo es. ¿Será cosa de sus
tatuajes? Por primera vez, Ter se plantea lo muchísimo que los
losbitas podrían enseñarles sobre su magia, pero la idea se
nubla pronto, en cuanto recuerda que casi todo lo que creen
saber, es una mentira.
—Gracias por la luz —le dice a Aiya.
Ella sonríe con amabilidad, aunque Ter no está seguro de
si el gesto es para él o para Dantelle, que la mira con un pulgar
subido. ¿Se habrá dado cuenta de que su amigo babea por ella?
Supone que sí, porque Dantelle flirtea con la sutileza de un
pollo descabezado. Ter ha intentado transmitirle su sabiduría
sobre el arte de la seducción, pero enseñar a Dantelle a ligar es
más inútil que pedirle al príncipe Jisoo que cuente un chiste
verde.
Una vez abajo, Aiya saca un par de faroles de un rincón y
prende las mechas. La luz se multiplica, bañando el lóbrego
lugar con su halo anaranjado.
Ter odia ese sitio. No es una bodega normal; los pegotes
de brea, el penetrante y nauseabundo olor a algas y a madera
mojada, las vigas hinchadas por la humedad…, pero es una
bodega, y las bodegas le traen malos recuerdos.
Distorsionados por su memoria, los truenos que retumban
sobre la cubierta bien podrían ser disparos.
La palmada que Dantelle le da en la espalda lo saca de su
ensimismamiento.
—Tío, ¿estás bien?
—No te preocupes. Recuerdos de la batalla, ya sabes.
—¿Te refieres a la batalla de Galvania?
Con el trajín de pies correteando sobre sus cabezas, Ter
no ha oído acercarse al príncipe Jisoo.
—Así es. Yo vivía ahí antes de mudarme a la Academia.
—¿Luchaste en la batalla de Galvania? —interviene
Aiya. Hay un deje de respeto reverencial en su voz—. Pero
¿cuántos años tenías?
Ter saca pecho, orgulloso.
—Catorce.
—¿Y dejaron luchar a un niño de catorce años?
—A los diez años empecé a trabajar para los rebeldes que
derrocaron el régimen corrupto —replica enseguida Ter con
una mueca—. Aprendí a disparar con doce. Formé parte
crucial del equipo de inteligencia que asaltó el castillo. —
Sacude la cabeza, recolocándose un mechón mojado. No le
gusta la parte que viene ahora—. Quise acompañarlos, pero
me encerraron en una bodega para «mantenerme a salvo».
Dantelle cruza una mirada con él. Sabe lo que hay detrás
de esa frase, lo que Ter no está dispuesto a contar. Cómo tuvo
que quedarse en esa habitación oyendo los disparos y las
explosiones y los gritos sin poder hacer nada. Sabiendo que su
hermana y sus padres estaban ahí fuera, en alguna parte,
mientras a él lo mantenían encerrado el cobardica de Conreth
y su amigo, Sero Murazen.
Dioses, cómo los odia.
Ahora que se ha acostumbrado al ruido de la tormenta,
Ter puede apreciar unos susurros. Aiya se ha acercado a
Dharani y le repite por lo bajo sus palabras; la sandeshi
alumbra sus labios con uno de los faroles.
—Fuiste valiente y deseabas hacer lo mejor. Eso es lo que
realmente honra a un soldado.
—Gracias, Alteza.
—Te lo has ganado pronto. —Reconoce la voz nasal y
pausada de Dharani antes de verla—. Pero a mí me quiere
más.
—No me extraña. Eso de desviar flechas con un grito es
bastante impresionante. Me encantaría que me enseñaras.
Dharani se queda mirando su boca, y Ter sonríe. Es un
acto reflejo.
—No te he entendido del todo —dice entonces ella. Se
toca los labios, gruesos como sus cejas—. ¿Estás ligando
conmigo? Por tu cara, lo parece.
Otro se habría ruborizado, pero no Terabent Meda. Lo
cierto es que no pretendía tirarle los tejos a Dharani.
Realmente piensa lo que le ha dicho. Ahora bien, si a ella le
interesa…
—Puede.
Parece que lo ha pronunciado con suficiente claridad,
porque Dharani reacciona al instante, sin perder su sonrisa
divertida.
—Tengo novia.
—Mala suerte para mí —dice Ter con resignación—.
Buena suerte para ella.
Dharani también ha debido de entender eso, porque suelta
otra risita sin esperar la traducción de Aiya y le da una
palmada en la mejilla a Ter. Una palmada que, si hubiera
sucedido un segundo después, se habría convertido en un
bofetón involuntario: justo entonces, la goleta se zarandea con
violencia. Dharani pierde el equilibrio y se choca con Ter, que,
a su vez, se apoya a duras penas sobre una caja para no caerse.
—Eh, ¿estás bien?
No sabe si Dharani le ha visto preguntarlo, pero sí que ve
la mano que le tiende para incorporarse. Toma sus dedos, aún
fríos y empapados por la lluvia, pero la sandeshi no se levanta:
ha plantado la otra mano contra las vigas del techo.
—Menudo lío tienen arriba —comenta con los ojos
totalmente entornados.
Ter alza la mirada hacia los tablones, que crujen bajo el
peso de los marineros.
—Me he ofrecido a ayudar, pero el capitán me lo ha
impedido —bufa Jisoo—. ¡A mí!
—No quieren arriesgarse a que os pase algo, Alteza —
intenta calmarlo Aiya.
—Soy un príncipe, no una vasija de porcelana.
—Pero ellos son monjes de la Ola, saben…
—Sí, y yo soy el heredero de la Tormenta. ¡De la
Tormenta! —Jisoo señala el techo, por el que han empezado a
filtrarse riachuelos de lluvia.
—Parece el principio de una historia de piratas. —Si
Dharani sabe que ha interrumpido al príncipe, no parece
importarle lo más mínimo.
—¿Conocéis alguna? —interviene Aiya. Sus ojitos
negros brillan a la luz de los faroles—. Alguna historia de
piratas.
Es agradable verla así, sin su estricta fachada de monje.
De pronto, Ter entiende qué es lo que ha visto Dantelle en ella.
Sin duda, se trata de esa emoción con la que lo está mirando
ahora, a él, precisamente. Al verla, Ter se da cuenta de otra
cosa: Aiya ha abandonado el losbita para formular su
pregunta. Vaya, vaya. Qué casualidad.
—Yo no me sé historias de piratas, pero podría contarte
mogollón sobre nuestras correrías… —empieza su amigo.
No exagera. Ter y él han compartido tantas aventuras que
le costaría elegir por cuál empezar: cuando saquearon la
despensa de la taberna de sus padres y organizaron una fiesta
en una casa abandonada; cuando su compañero de residencia
dejó la habitación hecha un asco y Dantelle se dedicó a robarle
prenda a prenda toda su ropa interior y a agujerearle los
calcetines, cuando estropeó uno de los elixires de su amiga
Marianne y Ter se ligó a uno de último curso de Ciencias
Orgánicas para que les destilara una solución igual con la que
reemplazarla antes de que ella los pillase… En circunstancias
normales, Ter jamás desperdicia la oportunidad de presumir de
sus hazañas. Pero acaba de ganarse el respeto del príncipe
Jisoo, y duda que la anécdota de los calcetines le ayude a
mantenerlo.
—Yo tengo una historia buena —interviene, antes de que
el bocazas de Dantelle pueda seguir hablando—. Empieza así:
Érase una vez dos príncipes mellizos, un trovador y un ladrón.
—Ignora deliberadamente el guiño que le lanza Dantelle al oír
eso. Junto a él, Dharani se gira hacia Aiya, expectante, y ella
la pone al corriente de la conversación—. Por azares del
destino, los cuatro se unieron para emprender una búsqueda a
lo largo y ancho del reino, a la caza de mágicas reliquias.
»La primera sorpresa desagradable de su camino llegó en
forma del fantasma de una mujer. Atrapada por una maldición,
tocaba el arpa para atraer a viajeros incautos y…
***
La tormenta no amaina esa noche, y tampoco lo hace a la
mañana siguiente, ni después de que un monje empapado les
baje la cena. Se acostumbran a que el barco cruja como si
fuera a romperse, a los gritos, a los truenos y a las gotitas de
lluvia que les caen en la cara cuando menos se lo esperan, del
mismo modo que se acostumbran a cambiar de idioma según
convenga, a que siempre haya alguien interpretando para
Dantelle o sentado cerca de Dharani.
Los cuentos y las historias se han convertido en su rutina.
Ter sigue improvisando, y Dantelle lo imita.
Sorprendentemente, tiene el sentido común de no revelar que
él es el protagonista de la mayoría de las aventuras que cuenta.
Aiya recita leyendas sobre los espíritus y las deidades de
Losbias, sobre la afilada cornamenta de Serenidad y el rostro
sin rostro de Siwang. Dharani baila. Se mueve al son de una
música que no sale de su cabeza, pero verla resulta
hipnotizador de todos modos.
El único que no se anima es el príncipe Jisoo, para
sorpresa de nadie. Anoche sonrió un par de veces mientras
Dantelle contaba una historia, y con eso debió de agotar sus
reservas de carisma de todo el mes. Se pasa la mayor parte del
tiempo cruzado de brazos en una esquina, releyendo la
profecía; salvo cuando Dharani necesita a un intérprete,
entonces se sienta a su lado, bien cerca del círculo ambarino
de su farol, y la pone al tanto.
Es el único momento en el que parece relajado. El resto
del tiempo está más tieso que su lanzaespada, incluso cuando
duerme. De eso se percata Ter esa segunda noche (la primera
se quedó frito mientras Aiya contaba una leyenda sobre unas
salamandras, o algo así. Estaba molido). Hoy, cuando por fin
estaba a punto de conciliar el sueño sobre el suelo frío y duro
de la bodega, un sonido extraño lo desvela. No son los truenos
o las pisadas de los marineros, ni el estruendo de las poleas
zarandeadas por el viento. Es un arañazo.
El pico del príncipe Jisoo está rascando el suelo. Igual
que la primera noche, se ha acostado con la máscara puesta,
como si en esas circunstancias a alguien le importara una
mierda la tez paliducha que pueda esconder debajo. Ahora, se
agita en sueños y su largo pico araña los tablones. Por encima
de ese desagradable ruido, a Ter le parece oírle mascullar algo
como: «Yo… Yo…». Al parecer, el príncipe Jisoo es una
pesadilla incluso para el príncipe Jisoo.
A la derecha de Ter duerme Dharani, plácida como un
bebé y con los abalorios del pelo extendidos por la almohada;
junto a ella, Aiya, seguida de Dantelle. Es el «sutil» método
del príncipe Jisoo para mantenerlo separado de su amigo,
aunque a Dantelle no parece molestarle. En parte, Ter ha
tardado en dormirse porque él y Aiya no dejaban de
cuchichear. Ahora su amigo está tumbado bocabajo sobre el
futón, fijo que babeando (ni dormido es capaz de cerrar la
bocaza).
Cuando la gente conoce a Dantelle, con esa sonrisa pícara
y las bromas siempre a punto, nadie sospecha cómo ha llegado
hasta ahí. Por muy descerebrado que parezca, nadie diría que
vivió en y de las calles hasta los quince años. Eso le granjeó
unas cuantas habilidades, como reflejos, perspicacia, cierto
don para el hurto menor y la capacidad de quedarse roque en
cualquier rincón.
Ter se incorpora y da unos tentativos pasos hacia su
amigo. Los tablones gimen bajo su peso, pero el rugido de la
tormenta es suficiente para camuflarlo.
—Pssst. Tío… Despierta…
Despacio, pasa de largo los bultos que son Dharani y
Aiya y se inclina sobre el futón de su amigo.
Hay algo más que Ter sabe sobre él: su facilidad para
quedarse dormido es directamente proporcional a su habilidad
para despertarse de golpe en cuanto siente peligro a su
alrededor.
Dantelle se gira tan deprisa que Ter casi se cae de culo
contra una pila de cajas.
—¿Eres de esos que miran a la gente mientras duerme?
No sabía que tenías ese fediche.
—Se dice «fetiche», idiota —espeta Ter. El corazón aún
le golpea las costillas por el susto.
—Así que me das la razón.
—¡Cierra el pico! Por una vez en tu vida, calla y escucha.
Tengo un plan.
—¿Un plan? —pregunta Dantelle. Pone una mueca
confusa, o igual está intentando contener un bostezo—. ¿Para
qué?
—Para pirarnos. Si creamos una distracción al llegar al
aserradero, podremos…
Un crujido. Ter echa un vistazo hacia Jisoo, pero no han
sido ni él ni su pico. No, el ruido lo ha hecho Dantelle al
sentarse sobre el futón. Unas rendijas de luz de luna se cuelan
entre las tablas del techo, iluminando sus pecas. La cicatriz de
su sien parece casi plateada.
—Pero, ¿y Jisun? —pregunta.
—¿Qué pasa con ella?
—Me dijiste que la habían secuestrado. ¡Tenemos que
ayudarlos a salvarla!
—¡Tenemos que salvarnos nosotros! Si el príncipe nos
deja estar aquí es porque cree que podemos ayudarlo, pero
sobre todo porque no se fía de que no nos vayamos de la
lengua si nos suelta. Pero ¿qué crees que pasará cuando
encontremos a su hermana? ¿Que nos habremos hecho
amiguitos y nos dejará en libertad?
—Pues… ¿sí? Soy un tío majo.
—Hablo en serio, caraculo. Imagínate que el príncipe se
da cuenta de que eres un lastre, se le va la olla y decide que
sería más útil lanzarte por la borda.
—¡Eh! Lastre lo serás tú. La última vez que te
emborrachaste y tuve que cargar contigo casi me parto los
riñones…
—¿Que tú tuviste que cargarme a mí?
—Además, ¡esto es lo que queríamos cuando vinimos a
Losbias! ¡Una…! —Junto a Dantelle, Aiya gira sobre sí
misma. Los dos amigos se quedan paralizados. Dejan pasar
unos segundos de tenso silencio, que Ter llena lanzándole
cuchillos con la mirada a Dantelle. Cuando resulta evidente
que Aiya sigue dormida, el pelirrojo continúa, esta vez en un
tono más quedo—. Una aventura. Y ya sé lo que vas a decir,
pero casi seguro que no será especialmente peligroso. A juzgar
por cómo se las ingenian las princesas que yo conozco, para
cuando encontremos a Jisun, se habrá librado de los malos ella
sola.
—Tú no conoces a ninguna princesa, fantasma.
—¡Claro que sí!
—Marianne no es una princesa, y sabes que le pone de
los nervios que la llamen así.
—¡Tú la llamaste princesa anoche, cuando contaste esa
historia! —Después, Dantelle le guiña un ojo, con tal falta de
atractivo que resulta casi grotesco—. Aunque claro, seguro
que a ti sí que te deja llamarla así, después de aquella noche en
la despensa del Ave cé…
—Eso fue hace más de un año. Entiendo que para ti «más
de un año» es poco tiempo, pero…
—¡Pues que sepas que Marianne me dijo que besas fatal!
«Su lengua era como un besugo muerto», creo que fueron sus
palabras exactas.
—¿Eso no lo diría la chica con la que tú te liaste esa
noche? ¡Uy, perdona! Tú no te liaste con nadie porque ligas
menos que un sacerdote de la Madre en una or… ¡Oye! —
exclama Ter de repente—. No intentes distraerme. He dicho
que nos piramos, y nos piramos. Mira, al embarcar escuché
que la tripulación…
Dantelle chasquea la lengua.
—Podríamos tener esta aburrida discusión sobre tu plan,
pero ¿para qué? Al final nos quedaremos. Te conozco, y sé que
serías incapaz de volver con esos rancios de los capas blancas
teniendo la oportunidad de hacer algo importante aquí.
—Lo que hago en la Academia es importante, aunque
sean todos unos capullos —replica Ter, muy serio—. Quiero
cambiar las cosas desde dentro.
—Lo sé, tío.
Ter querría añadir que, aunque odie a casi todos sus
compañeros, se siente orgulloso de estar en la Facultad de
Milicia y Políticas, y de ser uno de los mejores. Que no quiere
poner todo eso en peligro por una princesa que seguramente
sea igual de esnob que su hermano. Que Dantelle es un idiota
inconsciente que no se da cuenta de dónde se mete, y que está
harto de que lo arrastre con él. Querría añadir muchas cosas,
pero, al final, tan solo dice:
—Dantelle Medaume, de verdad, de verdad que a veces
te odio muchísimo.
Y después, ninguno de los dos puede evitar sonreír.
Porque Dantelle será un idiota inconsciente, pero es su mejor
amigo por algo: porque él sabe que Terabent Meda no solo
quiere hacer cosas importantes.
Terabent Meda quiere vivir importantes aventuras.
88 de primavera, CCXLIX año del ciervo
Ya había visto volar a las grullas mensajeras. Los
Altos Miembros las envían desde el puerto de
Ameagari cuando vuelven de alguna incursión, para
avisar de que llegarán al refugio pronto. Las
grullas siempre me habían parecido gráciles,
elegantes, pero hoy he descubierto algo más sobre
ellas.
Son terroríficas.
Iba de camino al laboratorio cuando una de esas
monstruosidades aladas ha aterrizado
prácticamente encima de mí. Casi me caigo redonda
del susto. Vistas desde la seguridad del cielo
parecía que eran de un bonito tono perla, pero no:
aquel bicho era de color gris, un gris sucio; tan alta
como yo y con un pico más afilado que tu catana,
Honor. Podría haberme convertido en un espeto.
Nunca había invocado al viento tan rápido. Le he
arrancado el mensaje que llevaba atado a la pata y
he salido pitando de ahí, mientras el bicho movía las
alas y soltaba un montón de plumón sobre la hierba.
La carta no llevaba el nombre de nadie, así que,
ante la duda, he ido a entregársela a Akihiro. La
he leído antes, claro. No decía nada que no
esperase: que los emisarios que partieron la semana
pasada hacia el encuentro diplomático en Beongae
ya han regresado a Ameagari, y que estarán en
nuestro refugio para la hora de la cena. No daba
nombres ni detalles (lo contrario sería imprudente),
pero sé que Takeshi está entre ellos. Su santuario lo
seleccionó para que formase parte de la corte
ameagi que viajaría a la capital. También han ido
otros Altos Miembros, beongis sobre todo, como
Sunjin.
Me pregunto por qué le interesaría a ella un
encuentro entre nuestros Señores y los extranjeros,
teniendo en cuenta cuánto detesta a ambos. Corre el
chisme de que regresa a su isla siempre que puede
para dejar ofrendas en las ruinas del templo de la
Tormenta porque perdió a alguien querido durante
la masacre. Pero me cuesta creerlo. Sunjin es de las
que se venga, no de las que llora.
Me pregunto si sabe que Akihiro está fabricando
bombas.
No soy tonta. Sabía dónde me metía cuando accedí
a subir al barco que me trajo aquí. Han
desmarcado mis brazos, ¡hago magia! Sé cómo se
vería desde fuera. Sé que estoy en una secta. O en
«lo que los poderosos llaman “secta”», como dice
Takeshi. Dice que esa palabra es solo otra manera
que tienen los Señores para intentar controlarnos,
hacer que repudiemos y temamos la magia que nos
pertenece, porque ¿quién querría mezclarse con
herejes y terroristas? ¿Quién se atrevería? Pero
nuestra comunidad no es así. Eshani no le haría
daño ni a un mosquito, ni Saalih, ni básicamente
nadie que haya conocido aquí. Por Bondad, el otro
día Ngoc me pidió disculpas por haberme soltado
unos mechones de la coleta con la brisa que convocó
durante un ejercicio, la pobre. Y a ver, yo, si me
molestas, me defiendo. Pero como mucho podría
usar la magia para darte una patada más fuerte
de lo normal (tan fuerte como te merecieras). O
echarte a perder la huerta. Temed, oh, enemigos, a
Bian la Terrible, ¡el terror de las coles!
Akihiro sí podría hacer cosas temibles, sin duda,
aunque tampoco lo veo capaz. Pero al mismo
tiempo… En fin, uno no crea bombas para
defenderse, que es lo que me explicó cuando le
pregunté. Que investigaba «por si acaso las
necesitamos». Y «por la ciencia», eso lo repite todo
el rato. Y quizá lo dice en serio; está más
enamorado de sus experimentos que yo de mí
misma. Pero si esos experimentos caen en malas
manos, sus intenciones no importarán lo más
mínimo.
Y Sunjin… Sé que he dicho que la gente aquí es
pacífica, y es cierto, pero ella… Guárdame el
secreto, Honor, pero no me fío ni un pelo de Sunjin.
Ni de su nueva protegida, la tal Minji. Ella sigue
siendo una novicia, no tiene acceso al laboratorio de
Akihiro y, aunque lo tuviera, probablemente estaría
demasiado aterrada con los rumores sobre los
túneles como para acercarse a husmear. Pero Sunjin
es otro cantar. Y supongo que habrá más Altos
Miembros como ella. Por suerte, parece que he
conseguido que se fíe de mí, y no tengo ninguna
intención de cambiar eso. Así que esta noche
durante la cena sonreiré y asentiré, y si hace alguno
de sus comentarios sangrientos, le devolveré la
mirada como si no me diera miedo.
Al fin y al cabo, si quieres que Usura te cuente sus
planes, tienes que darle la mano. Y ponerte una
máscara como la suya.
Bian

89 de primavera, CCXLIX año del ciervo


Akihiro me ha dado el día libre. Debe de estar
ocupado con el cargamento que los emisarios han
traído de Beongae. Los Altos Miembros llevan
todo el día en el muelle, algunos ni siquiera se
presentaron anoche en la explanada de los Altares
para cenar.
Takeshi sí estuvo allí. Esta vez no ha traído a
ningún novicio, así que él y un puñado de otros
Altos Miembros fueron los únicos encargados de
amenizar la velada hablándonos de la delegación del
Continente. Al parecer, los extranjeros llegaron en
un barco bestial de humo y metal, y hubo algún tipo
de altercado en el desfile. No me dio la impresión
de que fuera algo tan grave como lo del festival de
la Primera Brisa, pero quizás es solo porque
Takeshi no es tan grotesco como Sunjin a la hora de
contar las cosas.
Más que nada, habló de los Señores y de su
soberbia, y del Desequilibrio de dones y fortuna
que esta había acarreado al mundo. Dijo que los
Señores pretenden hacernos creer que son puros y
virtuosos, pero son tan hijos de Siwang como lo son
de Sheng. Como nosotros y el resto de lo que nos
rodea. A todo el mundo le entró risa cuando sonrió
de medio lado y dijo: «¿Quién no le ha pedido a
Usura que dejara un puñado de bosles bajo la
almohada alguna vez? ¡Porque yo sí lo he hecho!».
En cuanto pude me acerqué y le pregunté por los
otros Miembros. Fue él quien me dijo que estaban
aún en el muelle. Cuando me ofrecí a ayudar, sonrió
y añadió que yo no tenía que preocuparme por
«esas cosas». Yo le pregunté qué debería hacer
para que las cosas de los Altos Miembros se
convirtieran en mis cosas.
Se rio. Creo que no esperaba que fuera tan directa.
Que le gustó. Fue un poco decepcionante que
después de eso solo me dijera que no tuviera prisa.
Que los Altos Miembros lo eran porque habían
«demostrado su lealtad hacia el Equilibrio del
mundo y el espíritu».
Recuerdo que esas fueron sus palabras porque ya
las he oído antes. Cuando le pregunté a Saalih,
todas las veces que le he preguntado a Akihiro,
incluso aquella vez que me atreví a preguntárselo a
Sunjin; todos me respondieron lo mismo.
Palabra por palabra.
Bian
Dharani
—Corriente de la Tortuga—
Para Dharani, dormir es una pérdida de tiempo. Cierras los
ojos y, cuando los vuelves a abrir, un tercio de tu día se ha
perdido para siempre. Aun así, no le hace demasiada gracia
que el bandazo de la goleta la despierte.
Ha dormido en barcos más de una vez, pero recuerda
pocas tormentas como esta. Aun medio grogui como está, la
tenue luz que se filtra por los tablones del techo le resulta
increíblemente molesta, como si Perseverancia la estuviera
apuntando con la luna directamente a los ojos.
Está a punto de dar un brinco cuando una sombra se
mueve frente a su cara.
Terabent.
Dharani gira la cabeza con cuidado y, tal y como
esperaba, al otro lado de Aiya, que sigue dormida y relajada
como una niña, Dantelle se ha incorporado en su futón. Ter y
él están hablando. Dharani entorna los ojos, empañados por el
sueño. La luz, que tan molesta le parecía hace unos instantes,
ahora resulta ridículamente débil. Tarda un rato en darse
cuenta de que da igual: los extranjeros estarán hablando en su
idioma, es inútil tratar de leerles los labios.
Pero eso solo hace que Dharani sienta aún más
curiosidad.
Son peculiares, esos dos: el soldado del Continente y su
amigo el polizón. Dharani sabe que debería inquietarle esa
charla secreta que está presenciando. Pero no olvida cómo
Dantelle le devolvió sus boniatos al embarcar, o que el
impulso de Ter cuando cayó sobre él al llegar a la bodega fue
ayudarla a levantarse. Una no sobrevive en la corte ameagi (en
ninguna corte, supone) sin aprender a distinguir quién es de
fiar y quién no. Y Ter y Dantelle han demostrado que son dos
mentirosos de mucho cuidado. Pero Dharani cree que también
han probado ser honestos.
Así que, cuando el sueño le gana la partida a la
curiosidad, Dharani le da la espalda a la conversación y se
duerme la mar de tranquila.
Aunque eso no significa que vaya a olvidar lo que ha
visto.
***
«¡No, no!».
Sus manos repiten el signo mientras se ríe. Está claro que
Aiya lo reconoce, o quizá son sus carcajadas las que le hacen
captar el mensaje: que lo está haciendo terriblemente mal.
Dharani no quiere reírse de ella, pero es que es la primera vez
en tres días que siente la brisa en el rostro y es difícil,
imposible, aguantarse la sonrisa.
Aiya no parece tomárselo a mal. Se apoya contra la
barandilla y frunce el ceño, frustrada, pero la risa también
asoma por la comisura de sus labios.
«Otra vez. Por favor».
Dantelle hace las dos señas casi a la perfección y Dharani
le aplaude, orgullosa.
La idea de aprender el lenguaje de signos ha sido suya.
Cuando Dharani se ha despertado, se lo ha encontrado ya en
pie, claramente buscando algo que hacer en la aburrida
bodega. Se le ha iluminado la cara al verla a ella y, para su
sorpresa, la ha saludado con el signo de «hola» que le enseñó
en Gamja. Y así han seguido, entreteniéndose el uno al otro
con los conceptos sencillos que podían transmitirse con
mímica: al signo de «hola» le han seguido los de «sí», «no»,
«barco», «lámpara» o «boca», hasta que Aiya y Ter se han
despertado y, con su ayuda, han podido saltar a otras cosas
más difíciles de transmitir. Dharani dice una palabra en losbita
y hace el signo y, después, Ter o Aiya se lo traducen a Dantelle
para que sepa qué está aprendiendo. Ya les ha enseñado a
deletrear sus nombres y a signar las cuatro Virtudes y los
cuatro Defectos. El pelirrojo es particularmente hábil, quizá
porque no conoce el sentido del ridículo y no le importa fallar
las veces que haga falta. Por su parte, Aiya, la comedida Aiya,
aún no ha logrado interiorizar que los signos no se hacen solo
con las manos, sino con todo el cuerpo. Ver en sus deditos el
signo de «Siwang», que pretende representar la
grandilocuencia de la deidad y sus cuatro brazos, es como ver
a un pececillo intentando imitar a un dragón y después
pidiendo perdón por no haberlo logrado.
Dantelle la agarra de los brazos para ayudarla a repetir el
gesto. Llevan así todo el viaje, mirándose cuando el otro se da
cuenta y cuando no, rozándose sin querer más de lo
estadísticamente posible y sonriéndose todo el rato. A
Dharani, que no puede evitar fijarse en esas cosas, lo que hay
entre esos dos le resulta evidente. También a Ter, a juzgar por
la ojeada divertida que le lanza. No necesitan signos para
decidir conjuntamente mirar para otro lado.
Los marineros cruzan con calma la cubierta, deteniéndose
a charlar o apoyándose un instante sobre la barandilla para
observar el oleaje. Las aguas, que Dharani recordaba negras en
la tormenta, ahora son turquesas como una gema de Hoa
Thơm, y tan brillantes bajo el sol que tiene que entornar los
ojos para que los destellos de las olas no la cieguen. Así, la
mancha negra que aparece en su campo de visión resulta aún
más difícil de ignorar.
Jisoo ya estaba despierto y fuera de la bodega cuando
Dharani se ha despertado. El marinero que les ha servido el
desayuno (el mismo que les ha avisado de que la tormenta
había amainado y de que podían salir a cubierta) les ha
informado de que el príncipe estaba hablando con el capitán. A
juzgar por los labios fruncidos que asoman bajo su máscara, la
conversación no ha salido como él quería.
Dharani le da un toquecito en el hombro a Ter.
—Jisoo —dice, y a continuación signa—: «Cuervo
enfadado».
El chico lo repite, creyendo que está deletreando el
nombre del príncipe. Dharani sonríe, esta vez para sí. El signo
de «cuervo» es el mismo que el de «Beongae».
Jisun hubiera apreciado el chiste.
«¿Cómo voy a saber cuándo hablas de mi familia y
cuándo del pájaro?».
«¿No sois lo mismo?».
Era una de las primeras conversaciones que había
mantenido con ella, al poco de la llegada de la princesa a
Ameagari. Le habían comentado que la heredera Beongae era
educada y más bien seria, pero Dharani supo desde el principio
que la verdad era otra. Simplemente, el sentido del humor de
Jisun era, como todo en ella, demasiado elegante para la
mayoría de las personas.
Lo primero que le fascinó de la princesa, más incluso que
la gracia con la que se movía o sus ojos gris tormenta, fue que
la saludó en lengua de signos.
Nunca antes se había encontrado con nadie que supiera
signar por propia voluntad. Los cortesanos ameagis y los
monjes sandeshis con los que se relacionaba habían aprendido
después de conocerla a ella, y nunca se había planteado que las
cosas pudieran haber sido distintas.
«Conozco los idiomas de civilizaciones muertas y de
reinos que no pisaré jamás», había explicado Jisun. «¿Cómo
no iba a aprender una lengua que se usa en mi Imperio?».
Ella siempre habla así, como si la vida fuera sencilla si
uno tiene claras sus prioridades. Umi Ameagari (que sabe
sobre ellas dos mucho más de lo que sería decoroso admitir)
había dicho una vez que Dharani era un torrente, y Jisun, el
mar. Nervio e inmensidad, destinadas a encontrarse la una en
la otra.
Ve el mar frente a ella, el mar y al hermano de Jisun,
precisamente, y no puede evitar sonreír. Como solía decir su
antiguo maestro, «a Capricho le divierte la ironía».
—El capitán dice que es imposible llegar a Huozai antes
del día de Suiren —refunfuña Jisoo.
Junto a Dharani, Aiya lanza una pregunta que ella no
llega a distinguir.
—Sí, mala suerte. Demasiada —contesta Jisoo.
La última palabra se escapa de sus labios apretados casi a
regañadientes. Parece que estuviera enfadado con el tiempo
por arruinarle los planes, pero, si bien Jisoo Beongae es
perfectamente capaz de gritarle a una nube, Dharani sospecha
que es otro asunto el que tensa su mandíbula.
—¿Te preocupa que —se esfuerza en susurrar— el
traidor esté aquí?
Jisoo se eriza.
—¿Cómo dices?
—La profecía. La de mi cara —aclara Dharani. Se aclara
la garganta con teatralidad antes de empezar a recitar—: «En
la búsqueda de lo que ha sido arrebatado, alguien que no es
quien dice ser desvelará su verdadera identidad. Un traidor
mo…».
Está muy orgullosa de su memoria, forjada a base de
recordar chismes y letras de canciones por igual. Sin embargo,
la verdad es que a Jisoo no parece hacerle demasiada gracia.
—¡Dharani! —la interrumpe. Después, le lanza a Ter una
mirada que sin duda él considera sutil (y que lo es tanto como
meterle un dedo en el ojo).
—¿Qué? ¿Era un secreto? Pero si seguro que Dan…te…
lle…, ¿ lo he dicho bien? —Aiya asiente con una sonrisa tensa
—, ya se lo había contado.
«Anoche, por ejemplo».
Ter parece confuso, dividido entre poner al día a Dantelle
y preguntarle cosas a Aiya. Dharani cree entender las palabras
«¿Qué profecía?», y se le nota perdido de verdad, pero, ¿quién
sabe?
Jisoo aprieta tanto los labios que parece que se los quiera
borrar de la cara. Sus ojos recorren inquietos la cubierta, o
mejor dicho, a los monjes que hay en ella, como si esperara
pillar a alguno espiando a través de un pergamino con agujeros
en forma de ojos. En su defensa, es cierto que algunos
marineros los miran de soslayo. Bueno, y no tan de soslayo:
cuando cree que el príncipe no le ve, un grumete que está
jugando a las cartas sobre un barril le da un codazo a su
compañero de partida y los señala.
Vale, quizá la paranoia de Jisoo tenga algo de
fundamento.
—A la bodega, vamos —gruñe—. Tenemos cosas
importantes de las que hablar.
Dharani no entiende lo que dice Dantelle, aunque su cara
lo refleja bastante bien: no tiene ninguna gana de volver a ese
agujero húmedo ahora que por fin pueden respirar un aire que
no huele a pescado muerto. Dharani le sonríe con
compañerismo, pero se apresura a seguir a Jisoo escalera
abajo. Ella también preferiría charlar bajo la brisa marina, pero
sabe que no es momento de contrariar al príncipe. Le da una
palmadita en el brazo.
Jisoo la agarra de la muñeca.
—Cuidado, no te caigas.
—No me caía. Te estaba dando ánimos.
—Ah.
Dharani se obliga a no reírse de él, aunque se gira para
compartir una mirada burlona con Aiya. La chica no se da
cuenta. Está demasiado ocupada mediando en la conversación
entre Ter y Dantelle, o mejor dicho, alumbrándoles el camino
con la llamita de sus dedos: ellos están tan enfrascados en lo
que se dicen que Dantelle se tropieza con un escalón y está a
punto de caerse encima de la huozi.
¿Estará poniendo a Ter al tanto de la profecía? Dharani
también le ha dado vueltas. Un traidor, un sacrificio… Lo
tiene todo para convertirse en una canción de las buenas, de
esas que, cuando las bailas, algo te late por dentro, y, cuando
levantas la vista, el público está llorando con el último verso.
«Y un corazón ardiente perderá a su otra mitad».
Ha debido de poner una expresión extraña, porque Jisoo
se la queda mirando. Sin embargo, cuando abre la boca sus
palabras no van dirigidas a Dharani, sino a algún punto por
encima de su hombro.
—¡Dejad de parlotear como chiquillos! ¿Es que no
entendéis que podrían morir cientos de personas si no
alertamos a tiempo a Yazi Huozai?
—Pero ¿y tu madre? —pregunta Dharani—. ¿No le habrá
advertido ella?
Jisoo le había enviado un cuervo a la emperatriz antes de
embarcar, poniéndola al tanto de las novedades sobre el
santuario y la profecía. En Gamja no había fénix huozis con
los que mandar un mensaje al Señor del Sol, pero todos los
Señores tenían pájaros mensajeros de las cinco islas en sus
palacios, así que Dharani suponía que la emperatriz alertaría a
Yazi Huozai del peligro. Daba por hecho que si ella y los
demás iban a la isla del Sol era únicamente para localizar a la
secta del fuego malva por su cuenta y utilizarlos para llegar
hasta Jisun, no para encargarse de detener el ataque. Pero,
ahora que lo piensa, no recuerda que Jisoo hubiera dicho que
ese fuera el plan. De hecho, no recuerda que mencionase plan
alguno hasta ahora.
Jisoo la mira en silencio unos instantes, sin comprender.
Al parecer, él también acaba de percatarse de que, aunque se
ha pasado los días trazando estrategias, ha olvidado el
importante paso final de comunicárselas a los demás.
—Yo… —Aprieta los puños ante el titubeo,
probablemente sin darse cuenta—. Sin duda, mi madre habrá
alertado a Yazi Huozai. Pero puede que el pájaro no haya
llegado a tiempo. Además, no habrá podido dar demasiadas
explicaciones, al fin y al cabo, no puede explicarle cómo
sabemos lo que sabemos. Puede que Huozai la haya…
ignorado. Suelen gustarle esas estúpidas faltas de respeto. —
Jisoo aprieta la mandíbula—. En cualquier caso, no podemos
arriesgar todo a una única carta. Tengo que hablar con él y
asegurarme de que me escucha.
Todo él está tenso, como la cuerda del arco de Aiya justo
antes de disparar. Cabría pensar que todo es por su odio casi
automático hacia los Huozai, pero Dharani se ha fijado en
cómo le ha temblado la boca al decir «arriesgar», o las manos
cuando ha regañado a Ter y Dantelle. No está enfadado con
Yazi Huozai. Lo que le pasa es que está preocupado por los
huozis, aunque lo hayan educado para despreciarlos.
Dharani se gira para comprobar la reacción de los demás.
Terabent y Dantelle se han puesto serios y, para su sorpresa,
parecen avergonzados. Por su parte, Aiya se muerde el labio,
con la llamita titilando nerviosamente sobre su dedo.
—¿Y si no nos recibe? —se atreve a decir—. El Señor
del Sol no suele conceder audiencias, y menos en Suiren.
Durante el festival hay mucho jaleo, está la ceremonia de
encendido frente a la pagoda real, la carrera de galeras del
canal dorado, el rit…
Dharani ve venir la interrupción antes de que Jisoo la
diga:
—Soy el heredero del Imperio. Ningún «jaleo» está por
encima de mí.
Como siempre que habla de su linaje, Jisoo se ha puesto
tan recto que podría sustituir al mástil de cubierta. Da un
respingo cuando Dharani le pone la mano sobre el brazo:
—Aiya tiene razón. El Señor Huozai es famoso por ser un
cretino. Lo siento, Aiya —sonríe—. No se negará a recibirte,
pero puede darte largas. Y tú lo has dicho: tenemos prisa.
Necesitamos un plan alternativo, por si acaso. ¿Qué tal el
cónsul beongi? Tiene que haber uno. Como Jisun en
Ameagari. Y Jisun siempre está en todos los saraos. Seguro
que podría ayudar.
—Nuestro cónsul no tiene autoridad para obligar a los
monjes huozis a buscar la amenaza entre la gente, que es lo
que queremos. —Jisoo levanta la mirada hacia Aiya y los
demás. Dharani, que sigue en medio, en mitad de la escalera,
va a sugerir que trasladen esa conversación a un lugar menos
diagonal cuando el príncipe hace una mueca y añade—: No
pienso pedirle ayuda a Hanlu Huozai, Aiya.
La chica baja un par de peldaños, para acercarse más a
Jisoo, o quizá para asegurarse de que Dharani puede seguir la
conversación sin desenroscarse el cuello de tanto girarlo. Es
un detalle por su parte.
—Usted solicitaría audiencia con el Señor Huozai. Yo…
yo le pediría ayuda al príncipe Hanlu.
—Vaya, vaya —Dharani exhibe su mejor sonrisa, la que
le sale entre tazas de té y confesiones nocturnas en la corte—,
¿tienes acceso directo a Hanlu Huozai?
Se imagina a la chica, tan menudita y recatada, colándose
en aposentos ajenos para un encuentro furtivo con la realeza.
¿Quién iba a pensar que tendrían eso en común?
—¿Qué? Yo… ¡Oh! ¡No! ¡No es eso! —Las mejillas de
Aiya parecen despedir más calor que su fuego—. Pero he
pensado que Dantelle podría ayudarme a pasar desapercibida,
como en el santuario. Sé dónde están sus aposentos en la zona
señorial y… —Pone una mueca monísima cuando se da cuenta
de cómo ha sonado eso. Es como si se tragara un estornudo—.
Además, dudo que tener a dos extranjeros en vuestra comitiva
os ayude a pasar los controles de seguridad del palacio del Sol.
Si Dantelle, y quizá también Ter, me acompañan de manera
encubierta, Dharani y vos… El Señor Huozai tendría menos
excusas para retrasar vuestra audiencia.
Dharani mira a Jisoo, anticipando sus protestas. Hasta a
ella le parece descabellado dejar a Ter y Dantelle sueltos por
Huozai, y se imagina la poca gracia que le hará al príncipe
permitir que Aiya se encuentre por su cuenta con el heredero
de la dinastía rival. Está esperando que ponga alguna de sus
muecas y se niegue, pero, antes de que pueda abrir la boca,
Aiya añade algo más:
—Yo los vigilaría, Alteza, y no le contaría al príncipe
Hanlu nada más que lo que vos permitierais. Si aún no os fiáis
de mí —la llama se tambalea cuando pasa a sujetarla con una
sola mano. Con la otra se da un toquecito en la muñeca—,
fiaos de los espíritus.
Para ser un descendiente de las Virtudes, la autoridad de
estas no parece tranquilizar demasiado a Jisoo. Después de
debatir largo y tendido con Aiya, el príncipe por fin ha
abandonado la escalera de la bodega; ha pedido una hoja,
pincel y tinta y ha empezado a pasear con ellos barco arriba,
barco abajo. Ya ha pasado por la bodega, el castillo de proa, la
cocina y el comedor, y ahora se ha aposentado en el despacho
del capitán. Está sentado frente a la bonita mesa del centro; su
espalda encorvada se recorta contra la luz que entra a raudales
por el ventanal de la cabina. Alza la vista cuando Dharani abre
la puerta, vieja e hinchada.
—¿Dharani? —Los cojines sobre los que se sentaba se
desparraman cuando se levanta de un brinco—. ¿Ha pasado
algo?
—Sé lo que estás haciendo.
El barco se zarandea. Con una sonrisa, Dharani se
arrodilla frente a la mesa y sujeta el tintero para evitar que se
vuelque sobre la hoja extendida. Una hoja que, tal y como ella
esperaba, sigue tan blanca como el culo de Desidia.
—Estoy trazando una estrategia. Es… —Jisoo le lanza
una mirada al papel, como excusándose— complicado.
—Es mentira. Eso es una lista de sospechosos —
interviene Dharani—. Para averiguar a quién se refiere cada
parte de la profecía. ¡No pongas esa cara! Pareces uno de esos
peces que nos sirven para comer —ríe—. Cuando Jisun le
daba vueltas a algo, también hacía listas. Dijo que era un
consejo de vuestra madre. Para acallar la mente.
»Está en blanco porque te fías de nosotros, aunque no
quieras.
Es la mentira más obvia que ha soltado nunca, más que
cuando le dijo a la cónsul de Hoa Thơm que le gustaba cómo
tocaba la flauta de bambú. Pero su rte el efecto que deseaba:
—Está en blanco porque nadie debería poder husmear de
quién me fío y de quién no en una hoja de papel.
—¡Lo sabía! ¡Es una lista! —celebra Dharani—. Tenía
razón. Te preocupa el traidor de la profecía.
—Soy Jisoo Beongae. El heredero del Imperio. Yo
siempre estoy preocupado por el traidor, con profecía o sin
ella.
Juraría que bajo las plumas negras se esboza una sonrisa,
una triste; pero quizá lo haya imaginado, porque al instante
Jisoo le da la espalda, con la mirada perdida en las olas que
hay más allá del ventanal. Dharani sabe que eso significa que
no quiere seguir hablando. «Pero si él aún no ha aprendido a
hablar con mis signos, yo puedo fingir que tampoco
comprendo los suyos».
Le pone una mano en el hombro.
—Sé que es un asco a veces. Ser un Beongae.
Jisoo vuelve a mirarla, tan repentino como el resorte de
un autómata.
—Ser un Beongae es un honor.
—Ya, ya. Pero no es ninguna ofensa para tu linaje que te
quejes de vez en cuando, ¿sabes? Es duro.
—Ante la adversidad, un príncipe debe…
—Jisun me lo contó —lo interrumpe Dharani—. Lo del…
¿cómo lo llamáis? ¿Festival de la Brisa? Lo de tu…
Jisoo la mira, y ella no completa la frase, pero los dos
saben cómo termina.
«Lo de tu intento de asesinato».
Lo cierto es que Jisun no se lo contó. En realidad, fue
Dharani quien se enteró del chisme cuando llegó a la corte
ameagi y se lo trasladó a ella. Pero sospecha que lo último que
Jisoo necesita saber es que su trauma fue la comidilla de los
aristócratas de la Ola durante semanas.
—Lo siento mucho, Jisoo.
No hay mucho que pueda añadir, y duda que Jisoo quiera
escuchar nada más. En realidad, lo que Dharani querría es
darle un abrazo.
—Le dije a Jisun que se inventara cualquier cosa para
volver a Beongae, que yo calmaría a Umi Ameagari si se
ofendía. Y ella quería. Pero dijo que vuestra madre no le
perdonaría que descuidara sus deberes.
—Vaya. —Jisoo parece sorprendido—. Realmente te lo
cuenta todo.
—Bueno, se me da muy bien hacer hablar a los Beongae.
Y Dharani, en ese momento, se convierte en la primera
persona del Imperio en descubrir que la sonrisa de Jisoo
Beongae es contagiosa.
Dharani le da un empujoncito, que se convierte en un
empujón a secas cuando el barco acompaña el movimiento con
un zarandeo. El tintero se desliza peligrosamente sobre la
mesa de nuevo, y Dharani se lanza a agarrarlo antes de que se
estrelle contra los cojines de seda del capitán. Frente a ella, la
hoja sigue vacía y extendida, ligeramente combada por la
humedad.
—Jisoo. Si supieras que nadie lo va a leer… —Devuelve
el tintero a su sitio— ¿escribirías mi nombre? ¿Como posible
traidora?
Los instantes se detienen mientras él medita su respuesta.
—Espero que esa parte de la profecía no se refiera a ti —
dice finalmente. Tiene la mirada perdida, o quizá solo evita
mirarla a ella—. Espero que ninguna de las partes de la
profecía se refiera a ti.
Dantelle
—Corriente de la Tortuga—
Casi todas las noches tiene pesadillas. Aunque ya ha aprendido
a controlar su cuerpo mientras duerme, lo que en realidad
querría manejar son los recuerdos: alguien golpeándolo con
rabia; la sangre nublándole la vista; una voz familiar que lo
llama desde la distancia… y las esposas.
Dantelle descubrió que era un ilimitado en el peor
momento posible. Para él, la magia siempre había sido tan
natural como respirar, y nunca se había planteado que
estuviera usándola más de lo que era normal en otras personas.
Apenas se había hecho a la idea de lo que podía significar ser
un ilimitado cuando sucedió aquello, el origen de su pesadilla
recurrente: se había metido en un lío (para variar) con gente
más chunga de lo que había calculado. Gente que le pilló
desprevenido y le dio una paliza brutal. De hecho, lo dieron
por muerto. Pero aún estaba consciente cuando le pusieron…
aquello. Las esposas que bloquearon su magia.
Fue como si, de pronto, le hubieran vaciado el aire de los
pulmones. Como intentar hablar y que no salieran las palabras.
Dantelle nunca olvidará esa sensación, el tacto helado y
doloroso de las esposas, los símbolos que tenían grabados. Los
mismos símbolos que había en los brazaletes que Aiya le soldó
sobre la piel.
«¿Cómo maldiciones te han convencido para ponerte
esto?», le había preguntado Ter cuando se encontraron a
hurtadillas en Gamja, en cuanto vio sus muñecas.
—¿Me pasas el arco, Dantelle?
El príncipe Jisoo ha subido a cubierta a quejarse de la
lentitud de la goleta (otra vez); Dharani y Ter están
convencidos de que los monjes de la Ola tienen algo mejor que
caballa reseca en la cocina, así que han creado una alianza
peculiar para demostrarlo. Y Dantelle ha decidido ayudar a
Aiya a encerar la cuerda de su arco. La chica dice que es
importante hacerlo si no quieres que se rompa, y aunque él no
tiene ni puñetera idea, disfruta de estar a su lado. En la
penumbra de la bodega, la llamita de la chica se mantiene
sobre su hombro, como si fuera lo más natural del mundo.
Puede que el tonto de Ter tenga razón y a él le guste
Aiya.
Todavía no tiene claro qué significa «gustar». A Ter
siempre le gusta mucha gente y a esa gente siempre le gusta
Ter. Pero ¿a Dantelle le gusta Aiya de la misma forma que Ter
y esas personas se gustan? ¿Y si la «quiere»? Dantelle quiere a
Ter, pero… desde luego no es el mismo sentimiento que tiene
por la monje. ¡Si la acaba de conocer!
Pero entonces, ¿qué significa que esté todo el puñetero
rato buscando que le hable? Que se quede embobado con su
nariz diminuta. Que se distraiga todo el rato con su cabello
oscuro, con sus manos llenas de ampollas y esa expresión
rarísima que pone cuando Jisoo dice algo a lo que quiere
replicar. Como si fuera a estornudar.
—Dantelle, ¿me escuchas?
Vuelve a la realidad, y eso significa mirarla a los ojos.
Nunca había visto unos como los suyos. Pequeñitos, alargados
y sin pestañas. Le recuerdan a una luna menguante.
«¡El arco!».
Se lo da.
—¿Dónde aprendiste a disparar? —pregunta, intentando
que parezca que hay algo más que Aiyas diminutas y
sonrientes dentro de su cabeza.
—En el templo del Sol. —Aiya recorre la cuerda del arco
con sus cortos dedos —. Huozai tiene a los mejores maestros
arqueros; nos enseñan desde pequeños.
—¿Y en Beongae les dan esas dichosas lanzaespadas?
Jisoo no la suelta ni para ir al baño.
—Los beongis eran buenos arqueros antes de la guerra
civil. —Aiya lo mira, esperando una reacción que no se
produce. Dantelle no sabe mucho de la historia de su propio
reino, porque no fue al colegio, así que con Losbias… está
más pez que la caballa seca que les dan de cenar—. La guerra
civil de Losbias enfrentó a las cinco islas. Huozai y Beongae
fueron grandes enemigos.
—Si los antepasados de Jisoo y su madre tenían su
mismo buen humor, no puedo imaginarme qué los llevaría a
pelear contra el resto del Imperio… —murmura Dantelle, más
para sí mismo que para Aiya. Por la manera en la que su rostro
se ha ensombrecido, está claro que es un tema sensible.
—En Beongae empezaron a utilizar las lanzaespadas
porque con su dominio del viento podían saltar hasta nuestros
edificios y enfrentarse a los arqueros.
»Un arquero al que le ganan el terreno es un arquero
muerto.
Dantelle se contiene para no ponerle la mano en el
hombro. A pesar de que Dharani es más sobona, se ha
percatado de que en Losbias el contacto físico no es habitual.
O resulta algo íntimo.
Intenta relajar la situación:
—Entonces el Jisoo del Sol será el mejor arquero del
mundo.
Aiya repite sus palabras un total de tres veces hasta que
comprende qué ha querido decir. Y sus mejillas se tiñen de
rosa.
—Hanlu Huozai es incluso mejor arquero que su padre.
—Aiya se le acerca y a Dantelle se le agita el corazón, pero no
puede disfrutarlo del todo porque ella añade por lo bajini—: Y,
entre tú y yo, estoy segura de que acabaría con el príncipe
Jisoo de un soplido.
Y Dantelle lo entiende.
A Aiya le gusta el Jisoo del Sol.
De repente se pone tan triste que se siente estúpido.
—Estoy seguro. —Sonríe. Es lo que ha hecho siempre
que algo le ha salido mal. Al final, uno se acostumbra.
Dantelle no tiene madre, así que solo recuerda a la señora
Meda diciéndoselo aquella vez que pilló un virus horrible que
lo dejó en cama y, al mismo tiempo, el horno se estropeó: «Las
desgracias nunca vienen solas, Dantelle».
El príncipe Jisoo entra en la bodega dando pisotones tan
violentos que parecen martillazos. Detrás de él, Ter y Dharani
lo siguen con expresión culpable.
—Tenemos que hablar, ahora.
«… aunque la Madre siempre nos ilumina cuando menos
lo esperamos».
Irónicamente, el tono de voz de Jisoo asusta a Aiya, así
que su llama improvisada se extingue y todo se queda a
oscuras.
***
Nunca había tenido tan cerca el pico de Jisoo. Huele a madera
húmeda y a vainilla, y podría hasta disfrutarlo si los dientes
del príncipe no estuvieran rechinando como una puerta mal
engrasada. Lo único que evita que no se muera de miedo es
que Ter, a su lado, se encuentra en la misma situación.
Sin dar explicación alguna, Jisoo los ha arrastrado hasta
la cocina y ha cerrado la puerta en la cara de la pobre chica,
que estaba preparando la cena. Después, los ha hecho sentarse
con los brazos sobre la mesa, entre pieles de cebolla y ramitas
de hierbabuena…, o lo que usen en Losbias en lugar de
cebolla y hierbabuena.
—Puedo explicarlo… —empieza Ter.
Jisoo da un puñetazo en la mesa que hace que Aiya, al
otro lado de la habitación, dé un respingo. Junto a ella,
Dharani no ha abierto la boca en todo ese rato.
El príncipe clava un cuchillo en la mesa.
—Estoy cansado de tus excusas, extranjero.
La conversación es en su lengua y Dantelle comprende
que, por primera vez, a Jisoo le da igual que Dharani no se
entere de nada. Su cabreo es con él y con Ter.
—¿Alguien puede explicarme qué ha pasado? —Dantelle
intenta retirar los brazos de la mesa, pero Jisoo lo detiene. Sus
manos grandes le aplastan los dedos contra la madera.
—¿Vas a fingir que no lo sabías? Con vosotros siempre es
igual. Os pensáis que podéis venir aquí y hacer lo que os dé la
gana. Sin respetar lo que os rodea, sin comprender que
vuestras reglas no son las mismas que las nuestras. —Tras los
agujeritos de la máscara, sus ojos grises se estrechan todavía
más—. Estoy cansado de aguantar profanaciones.
Dantelle mira a Ter de reojo y su amigo le señala sus
brazaletes con la cabeza. ¿Y eso qué mierdas significa? ¡Ni
que pudiera leerle la mente!
—Príncipe Jisoo, jamás en mi vida he querido faltaros al
respeto. Ni a vos, ni a vuestra hermana, ni a Losbias. Siempre
he intentado respetar vuestras reglas. Esto —Ter vuelve a
señalar los brazaletes con el mentón— no es lo que parece.
Yo…
Por fin, Dantelle entiende a qué se refiere. Pero por la
expresión de Jisoo, es evidente que él no tiene ni puñetera idea
de lo que están están hablando, y eso parece ponerle
especialmente furioso.
—¡Os he prestado mis armas! —interrumpe—. Os he
confiado mi lanzaespalda y, aun así, tenéis la desfachatez de
querer destruir el único símbolo de respeto que Losbias le ha
pedido al Continente. Vuestro egocentrismo no conoce límites.
Aiya pregunta qué ha pasado en losbita. No es que
Dantelle la entienda, pero se lo puede imaginar. Primero por la
manera en que sus cejas se arquean hacia los lados, y segundo,
porque Jisoo está a punto de reventar. Señala el cuchillo, que
aún oscila sobre la mesa.
—He pillado al extranjero intentando rayar sus brazaletes
con esto.
Eso lo dice para que Dantelle lo pille. O a lo mejor es que
el príncipe está tan nervioso que ya no sabe ni en qué idioma
habla.
Dantelle suspira. Solo a Ter se le ocurriría ir con la
bailarina indiscreta a intentar deshacer la magia de los
brazaletes. Seguro que pensó que podría seducirla si lo pillaba
con las manos en la masa. «Y yo soy el caraculo».
—Esos brazaletes son un símbolo de respeto y amistad —
Aiya se acerca a Ter—, ¿por qué has intentado deshacerte de
ellos?
—Esto no es un símbolo de respeto —Dantelle aprovecha
que Jisoo le ha quitado las manazas de encima para sacudir sus
brazaletes—, es una prisión en miniatura.
—No es lo que parece —murmura Ter, como si no
estuviera seguro de querer decirlo—. No estaba profanando
nada. Solo intentaba… recuperar mi magia.
—¿Otra vez con esas? —Jisoo se gira en un movimiento
dramático, llevándose las manos a la máscara y todo. Luego
señala a Dantelle—. Decidí ignorar que este tenga magia negra
porque tengo preocupaciones más urgentes, pero…
—No tengo magia negra
—Si los brazaletes bloquean la magia, ¿cómo explicas
que Dantelle pueda usarla? —pregunta Aiya.
Dantelle tiene respuesta para eso.
—No son los brazaletes —explica. Pasa el dedo por los
dibujos que hay sobre el metal—, son los símbolos que hay en
ellos.
No cree que olvide nunca cómo asumió, en los calabozos
de Beongae, que no podría impedir que Aiya le pusiera esos
brazaletes. Así que se movió como una cabra en celo hasta que
la chica la lio, y su dedo incandescente emborronó los
símbolos grabados en el metal. Joder, cómo le había dolido.
Pero funcionó, sus poderes son prueba de ello. Aún se acuerda
de la cara de pasmo que puso Ter en Gamja, cuando le contó,
justo antes de que los pillaran, cómo se las había ingeniado
para librarse de la restricción. Se sintió muy orgulloso de su
brillante idea. Sin embargo, ahora, delante de Jisoo, no quiere
que Aiya tenga problemas por su culpa.
Pero es que, si no habla, el príncipe cuervo los va a tirar
por la borda.
—Bueno, no son símbolos —continúa—. Es un lenguaje
mágico. Suprime o potencia la magia. Los que hay grabados
en los brazaletes hacen lo primero, los que tenéis vosotros
tatuados, lo segundo, creo.
Su declaración no convence a ninguno de los losbitas.
Dharani, que no se había movido de su sitio hasta entonces, se
acerca y le pide una traducción a Aiya. Sus ojos castaños y de
pestañas largas se abren poco a poco hasta convertirse en dos
círculos sorprendidos.
—Eso es ridículo. —Jisoo suelta una carcajada que
parece un graznido más que una risa—. La magia no se
controla. La magia es parte de nosotros, un don de las
Virtudes. Estoy harto de vuestras…
—¡Permitidme demostrarlo! —exclama Ter—. Dejadme
modificar los símbolos. Si soy capaz de usar la magia,
entonces Dantelle y yo tendremos razón. Si no, podéis
atravesarme con vuestra lanzaespada si gustáis. Alteza.
Tiene que haberle repateado decir ese último «Alteza».
Su amigo odia a Jisoo tanto como lo respeta, y eso es mucho
decir.
A Dantelle, Jisoo le cae bien. O al menos todo lo bien que
te puede caer alguien que no te soporta y que podría estar a
punto de matarte. Hay algo en él que le parece muy guay.
Todavía no ha descubierto qué es, pero seguramente tenga que
ver con la imagen que proyecta ahora mismo: con la cabeza
alzada, el cuello estirado y en guardia. Una postura que encaja
bien poco con la cocina de una goleta. Pierde algo de
genialidad si uno se fija en que detrás del príncipe cuelga una
ristra de ajos.
—Está bien.
Ter no tendrá el aura regia de Jisoo, pero cuando alcanza
el cuchillo y, con esfuerzo, raya los símbolos de cada uno de
sus brazaletes, Dantelle contiene la expresión de orgullo.
Todos los soldados de la Academia llevan las ropas de color
blanco y Dantelle tiene la teoría de que parte del respeto que
transmiten tiene que ver con el uniforme. Pero con Ter es
diferente. Aun vestido de beongi, no hay más que mirarle a los
ojos grises para saber que es fuerte.
Mucho más que el propio Dantelle.
Su amigo se incorpora y, ante la atenta mirada de todos,
se acerca a una de las canillas y llena un vaso. Después, vuelve
hasta Jisoo y lo deja sobre la mesa y coloca la mano varios
palmos por encima de la superficie del agua. Empieza a mover
los dedos lentamente.
Poco a poco, el agua se eleva en forma de burbujas.
Dantelle no sabría hacer algo como eso, y está seguro de que
la mayoría de los compañeros de Ter tampoco. Pero es que a
su mejor amigo le gusta alardear. Y queda bien claro cuando,
con el ceño fruncido, toma aire y las bolitas empiezan a
congelarse delante de los ojos de Jisoo. La temperatura de la
cocina sube ligeramente, y Dantelle sabe que es algún tipo de
consecuencia de la magia de Ter, pero no le extrañaría que se
debiera a la furia del príncipe al contemplar aquello.
Las esferas bailan las unas con las otras y, cuando Ter
aparta la mano, se estrellan sobre la madera, rebotando como
canicas.
Dantelle entiende que aplaudir estaría fuera de lugar, así
que se queda inmóvil, atrapado entre la guerra de miradas que
están teniendo Ter y Jisoo. Al segundo le tiembla el labio. El
primero contiene a duras penas una sonrisa.
—Y puedo hacer más cosas.
Jisoo pone la mano en la mesa, pero parece más un gesto
de aguantar el tipo que de amenaza.
—¿Cuántos continentales saben lo de ese lenguaje de
magia negra?
—No es un… —Ter empieza, pero se da por vencido y
suspira—. No lo sabe mucha gente. Dantelle y yo lo
descubrimos por casualidad.
«Por casualidad» quiere decir que el cuñado de Ter se lo
explicó o, mejor dicho, lo escucharon a hurtadillas mientras lo
hablaba con la hermana de su amigo. El verdadero Conreth
formó parte del Pentaón, la institución religiosa de su reino. El
Pentaón tatúa a sus acólitos los mismos símbolos que hay en
los brazaletes losbitas, los mismos que estaban grabados en
cada templo de su hogar, en cuyo interior no se puede hacer
magia. En el reino, todos creen que se debe a una mezcla de
tradición y voluntad divina. Solo los religiosos, como lo había
sido Conreth, saben la verdad: que aquellos símbolos no son
ceremoniales, sino un lenguaje arcano que el Pentaón lleva
siglos usando para mantener la magia lejos de sus templos y
sus seguidores.
Cuando vio los brazaletes, Dantelle se preguntó si los
Señores losbitas eran iguales, si se habían guardado ese poder
para unos pocos mientras les decían a los demás que era la
voluntad de sus espíritus, o deidades, o lo que fuera. ¿Han
usado esa mentira para construir las leyes de su magia y de su
Imperio?
Pero no, a juzgar por la mirada estupefacta del príncipe
Jisoo, ellos tampoco lo sabían. O, si algún día lo supieron, lo
olvidaron hace tiempo.
—Entonces… ¿es verdad? ¿Todo el mundo puede hacer
magia? —Aiya pregunta en voz baja y lo repite en losbita para
que Dharani no se pierda—. Es imposible. La magia nos la dio
Sheng.
—Está claro que los cuerpos de los continentales son
diferentes y sus dioses les han permitido manejar un poder que
no les corresponde.
Dharani dice algo y Dantelle mira a Ter buscando la
traducción. Se arrepiente horrores de no haber aprendido
algunas palabrillas de losbita antes de lanzarse a la aventura.
—Dharani dice que si los dioses son diferentes no
podemos llevarles la contraria —mientras Ter traduce, Jisoo
contesta algo en losbita—. Y el príncipe insiste en que…
—Insisto en que esto me parece una falta de respeto. La
magia no le pertenece a todo el mundo. —Si no tuviera pico,
seguro que se le verían las aletas hinchadas de la nariz—.
Sheng nos reconoció a nosotros, los Señores, como sus
descendientes directos. Los monjes recibieron una parte de esa
bendición, pero el pueblo no. Debemos guiar…
—Pues mi pueblo sí. —Dantelle mira por encima de su
hombro buscando el respaldo de Ter, pero su amigo tan solo
aprieta los labios y niega despacito con la cabeza. Que él, que
es la persona más revolucionaria y contestona que conoce, no
le esté dando la razón es señal más que suficiente de que igual
es una de esas situaciones en las que es mejor callarse.
Dantelle se obliga a esbozar su mejor sonrisa de tipo majo y
rebaja la tensión con un—: ¿No lo ves, Jisoo? En el fondo,
¡somos iguales!
La respuesta de Jisoo llega en forma de rugido y de una
ráfaga de viento que estampa a Dantelle contra la mesa. Su
espalda choca contra la madera, y el estruendo de un montón
de cuencos cayendo se une al follón. Hay más voces; la de Ter,
que de repente está junto a él ayudándolo a incorporarse, y las
de Aiya y Dharani, que tratan de calmar a Jisoo mientras él
escupe improperios en losbita. La agilidad de Dharani es lo
único que evita que le rebane el pie con la lanzaespada sin
querer.
—¿Pero qué coño…? —exclama Dantelle—. ¿Qué tripa
se le ha roto?
—No le ha gustado eso que has dicho de que sois iguales
—masculla Ter.
—¡Pero si lo decía en plan bien!
—Pues a él le parece muy ofensivo. El muy niñato de
mierda… —escupe su amigo por lo bajo—. Ahora cierra el
pico y pon cara de sentirlo muchísimo. —Y después, con las
manos en alto y muy despacio, da un paso hacia Jisoo y
empieza a hablar en losbita, probablemente uniéndose a los
inútiles esfuerzos de Aiya y Dharani por calmar la situación.
La cabeza de Jisoo sobresale por encima de las demás, su
piel está roja de rabia bajo la máscara, y tiene las venas del
cuello tan tensas que parecen uno de los cabos que sujetan las
velas en la cubierta. El viento se ha extinguido, aunque el
príncipe resopla como un toro, tan fuerte que Dantelle se
pregunta si estará encantando su propia respiración para que
forme remolinos bajo su nariz. Quiere decir algo, quizá
preguntarle a Ter cómo se piden disculpas en losbita, pero
entonces la puerta de la cocina se abre.
Jisoo grita algo en su idioma («¿Qué pasa ahora?»,
probablemente) antes siquiera de que la recién llegada haya
tenido tiempo de asomarse del todo. No es una monje de la
Ola, parece la pinche de cocina a la que Jisoo ha echado
apenas unos minutos antes, cuando los ha metido a todos allí.
Al verla, el príncipe hace una mueca, como si se arrepintiera
de haber perdido el control con ella, y baja la lanzaespada.
La mujer musita algo y luego se va, y Dantelle se queda
ahí con cara de tonto hasta que Aiya se percata.
—El capitán nos está buscando —traduce—. Hemos
llegado a Huozai.
1 de verano, CCXLIX año del ciervo
Han sido unos días muy ajetreados. No había
visto a Akihiro tan entusiasmado desde que
encendió por primera vez aquel fuego malva. Ahora
lo que le quita el sueño (literalmente, a juzgar por
sus ojeras. Creo que no sale del laboratorio ni para
dormir) es un nuevo ingrediente, un líquido rojo y
pegajoso que estoy casi segura de que es sangre.
Me pregunto si habrá salido de alguno de los
animales de las cavernas.
He preferido no averiguarlo. Hacerle preguntas a
Akihiro es una práctica de riesgo; una vez le
pregunté por curiosidad cómo encendía los palos de
incienso con su don y estuvo una semana hablándome
de «combustión» y «fósforo» y cosas así. Solo hay
un tema para el que no tiene una respuesta eterna:
los Altos Miembros.
Esta tarde le he vuelto a preguntar por eso y, cómo
no, me ha dicho lo de siempre, eso sobre el
Equilibrio del espíritu y el mundo que todo el
mundo repite pero que nadie parece entender. Es
como una canción infantil a la que ya nadie se
molesta en buscarle el sentido.
Yo, que ya me lo esperaba, tenía mi respuesta
preparada: «Entiendo que debemos desafiar la
mentira de los Señores; que el mundo es tan hijo de
Sheng como de Siwang, que no hay Virtudes sin
Defectos y que, por lo tanto, todos los espíritus
deben ser adorados. Entiendo el Equilibrio. Pero,
maestro… ¿qué tiene eso que ver con la magia de
los Altos Miembros?».
Al principio se ha quedado callado, lo cual es toda
una proeza. Pensaba que preguntar directamente
por la magia me haría parecer inmadura e
interesada. Si hubiera sabido que la sinceridad era
el camino, lo hubiera tomado desde el principio.
Después de pensárselo un rato, me ha preguntado
de dónde viene la magia.
«Los dones de las estrellas viven en la sangre de los
linajes divinos de las cinco dinastías». Lo he
respondido automáticamente. Un acto reflejo. Es lo
que he oído toda mi vida en casa, en la escuela, en el
trabajo y en el santuario. Me he corregido
inmediatamente, sonrojada como un rábano, y he
dicho: «En la sangre» a secas, y Akihiro ha
sonreído, como si estuviera satisfecho. Hubiera sido
un momento más tierno si no hubiera tenido las
manos manchadas de rojo.
Ha seguido sonriendo mientras yo le decía que vale,
pero que mi sangre era la que era y yo no podría
cambiarla a base de práctica. Y entonces ha hecho
eso que hace siempre, ha soltado una ambigüedad
(«depende del tipo de práctica» o algo así) sin
darse cuenta de que solo tenía sentido en su cabeza,
y acto seguido me ha pedido que le ayudara a
mezclar unas soluciones y ya no he sido capaz de
sonsacarle nada coherente sobre el tema. Pero me
ha parecido ver que de vez en cuando me observaba
de reojo, como si estuviera analizándome a mí tanto
como a su experimento.
Como hizo Takeshi anoche. No me puedo creer que
no lo haya escrito hasta ahora. Supongo que eso
demuestra lo hasta arriba de trabajo que he
estado.
Anoche llovió un montón, una tormenta de esas
breves pero intensas, como si Desidia volcase jarros
desde las nubes. Vamos, un principio de verano por
todo lo alto. Como digo, no duró mucho, pero para
el caso podría haber durado toda la noche, porque
se creó una gotera gigantesca justo encima de mi
futón. Como no dejaba de salpicarme en la frente y
me estaba poniendo de los nervios, acabé saliendo a
despejarme. Y entonces vi a Ngoc llorando fuera
del barracón.
Ya me ha pasado más veces, y, como nunca sé qué
decir o si ella querrá que la vean llorar, siempre doy
media vuelta y finjo que no me he enterado, para
dejarle intimidad. Pero esta vez me tropecé
literalmente con ella, así que ignorarla no era una
opción.
Me senté a consolarla, o a intentarlo, pero por
suerte no hizo falta que yo dijera gran cosa, porque
ella empezó a hablar en cuanto me senté a su lado.
Creo que solo necesitaba a alguien dispuesto a
escucharla. Al parecer, ayer fue el cumpleaños de su
padre, y eso le hizo acordarse de su familia, lo cual,
a su vez, le trajo a la memoria la profecía esa, la
que decía que avergonzaría a su linaje. Se
preguntaba si no estaría haciendo justo eso al
haberse escapado para venir aquí.
Yo le dije que la entendía, pero que no tenía que
estar triste, porque lo que hacemos aquí es bueno y
son nuestras familias las que están viviendo una
mentira. Intenté animarla con unas palmadas en el
brazo y lo más parecido al consuelo que se me
ocurrió, algo como: «Ya verás, Ngoc. Cuando
volvamos a Hoa Thơm con nuestra magia, nuestras
familias se avergonzarán tanto de no habernos
creído…».
Y los espíritus parecían dispuestos a darme la
razón y demostrar que hacíamos bien adorándolos a
los ocho, porque solo por obra de Capricho se explica
que Takeshi apareciera por allí en ese preciso
momento.
Ngoc intentó sorberse los mocos y secarse la cara,
pero su llorera seguía siendo evidente cuando
Takeshi se sentó junto a nosotras. El motivo de la
angustia de Ngoc debía de resultarle tan predecible
como me lo había resultado a mí, porque
directamente le dijo: «Las deidades y los espíritus
hablan para todos, pero muchos no quieren
entenderlos. No está mal avergonzar a alguien que
se merece la vergüenza».
Sé que oyó la historia de Ngoc en el barco, igual
que yo, pero me sorprende que se acordara. Ella
pareció sentirse mejor, sobre todo cuando Takeshi,
que seguía sentado a su lado con la ropa llena de
barro, añadió: «Si las estrellas lo dicen, nosotros lo
cumpliremos».
Así, mirando al cielo y con la luna iluminando su
colgante de Alto Miembro, resultaba obvio que
Takeshi no es una persona cualquiera. Despedía
esa aura que deben irradiar los oráculos, esos que
supuestamente tienen una relación especial con las
estrellas, con los espíritus, con las mismísimas
deidades. Y me pregunté por primera vez si eso es
algo que yo pueda llegar a alcanzar.
Pero creo que sí. Creo que eso último, más que para
Ngoc, lo había dicho para mí, porque luego me
miró de reojo, como si… como si me estuviera
evaluando. Quizá mis preguntas han llamado por
fin su atención. Quizás estaba valorando si soy
digna de los Altos Miembros. Quizás ha estado
haciéndolo todo este tiempo.
¿Será por eso por lo que aún no ha regresado al
santuario de Ameagari, porque me está
observando? Lleva aquí desde que llegó de
Beongae, aunque la mayoría de la comunidad
apenas lo ve, porque se pasa casi todo el día en las
cavernas, como la mayoría de los Altos Miembros
estos días.
Se traen algo entre manos, porque es imposible que
lleven dos días simplemente descargando mercancía.
Quizás están preparando algo para cuando
regresen los emisarios que han ido al festival de
Suiren en Huozai. No sé, pero sea lo que sea, es
importante. Ha pasado algo. El otro día, por
ejemplo, vi a un puñado de Altos Miembros
entrenando su magia cerca de la explanada de los
Altares. Eso es algo bastante común. Pero aquella
magia… Sunjin, que estaba con ellos, invocó un
viento huracanado que partió un par de troncos y
derribó a varias personas. Nunca había visto un
don tan potente; ni siquiera en ella o en otros Altos
Miembros. Por eso, en cuanto tenga la
oportunidad, saldré a echar un vistazo por las
cavernas. En fin, trabajo allí. Si los Altos
Miembros están haciendo algo importante al otro
lado de mi pared, tengo derecho a saberlo, ¿no?
Bian
Aiya
—Aserradero de Haigui—
El aserradero de Haigui huele a su hogar. Cuando Aiya salta al
muelle, siente que el calor del suelo es diferente al de
Bukseon. Agradece escapar del encierro en la goleta. Las
últimas horas han sido tensas: el riesgo es mucho y su plan
está lleno de agujeros y, por si fuera poco, ahora tienen… el
tema de Dantelle y Terabent.
No, todavía no se cree del todo que cualquier persona
tenga magia en su interior. Suena demasiado parecido a lo que
dicen las sectas. ¿Será cosa de los dioses de los continentales?
Porque ni Capricho y Chisme juntos podrían haber ideado algo
tan enrevesado.
Frente a ella, Dantelle y Terabent se mantienen algo
alejados de Dharani, que hace un baile de alegría alrededor de
la tripulación, y del príncipe Jisoo, que se despide del capitán
con su habitual gesto regio.
—El capitán dice que la posta de las diligencias está al
otro lado del aserradero —les explica—. Vamos.
Haigui es uno de sus lugares favoritos de Huozai. A sus
amigas y a ella les gusta ir hasta allí en sus días de descanso
del templo y observar a los pescadores y marineros; perder el
tiempo en los tenderetes y, sobre todo, comer lo más rico que
Aiya ha probado jamás: las empanadillas fritas. Ella, como
monje del Sol, tomó la decisión de no comer carne, así que no
puede probar las más populares, las rellenas de pollo… Pero
ha disfrutado mucho de las de verduras.
Y de golpe, le apetecen un montón.
Le da vergüenza el ruido que le hace la barriga, pero el
grupo parece tener otras preocupaciones, como el hecho de
que ya hay una docena de huozis observando al príncipe Jisoo.
Seguramente se piensen que es un tonto imitador de los
beongis y que la máscara es una provocación. Por supuesto,
hacerse pasar por un Señor es completamente ilegal, pero
pensar que el mismísimo príncipe de los Beongae se ha
atrevido a pisar su puerto así, sin escolta ni nada, resulta igual
de increíble para la gente de Haigui. Aiya desearía pedirle al
príncipe que se cubra, que evite esas miradas, pero se muerde
la lengua. Es más que evidente que Jisoo está obsesionado con
que todos sepan que es el digno heredero de la emperatriz, el
poderoso, único y especial príncipe de la Tormenta. Tal vez
por eso, La Conversación Del Mal (que es el nombre que le ha
puesto Dharani en secreto a lo que ha sucedido en la cocina) le
ha afectado tanto.
Pero la presencia del príncipe Jisoo no es lo único que
hace que los huozis los observen con el ceño fruncido. Son sus
ropas. A ojos de los demás, son un grupo de beongis que han
llegado con el propósito de tocar las narices.
Llegan a la posta y la encuentran vacía. Una chica con
uniforme de conductora sale a su encuentro, cargada con jarras
llenas de combustible rojo y espeso. Está claro que no
esperaba encontrarse de bruces con el pico del príncipe
heredero del Imperio. Aunque intenta disimular mientras Jisoo
le pregunta por las diligencias que llevan al palacio del Sol, la
pobre no deja de mirarlo tan fijamente que parece que se le
van a salir los ojos.
—Lo lamento, pero nuestra última tanda ha salido hace
unas horas. Tendrán que esperar un poco y… —la conductora
parece leer el descontento en los ojos del príncipe porque
intenta sonreír y añade—: Cuando regrese la siguiente
diligencia, los avisaremos inmediatamente.
A Jisoo no parece hacerle ninguna gracia, pero, contra
todo pronóstico, asiente y abandona la posta.
—Magnífico. Más espera —gruñe.
«Probablemente no se da cuenta de que lo ha hecho en
voz alta», piensa Aiya.
A ella tampoco le hace gracia no poder salir hacia el
palacio inmediatamente; sabe que el tiempo apremia. Pero si
no queda más remedio…, aquel no es un mal lugar donde
esperar. El aserradero de Haigui es, junto con el aserradero de
Qingwa, al norte, el único lugar de Huozai en el que se talan
árboles. Las otras islas todavía lamentan las heridas de la
Guerra de la Pólvora, pero los huozis también recuerdan el
reciente Verano Rojo: diez años atrás, los incendios arrasaron
tantos bosques que el firmamento de Huozai estuvo teñido de
carmesí durante días. La isla del Sol es árida y se dice que hay
más desiertos que huozis, pero eso no siempre fue así. Los
bosques de Huozai son principalmente de bambú, pero
también hay zonas, más pequeñas, en las que crecen encinas.
Enormes, gruesas y antiguas, son respetadas por los Señores
como si fueran protegidas de las Virtudes. Tras el Verano
Rojo, el Señor del Sol decidió que había que controlar el
número de encinas taladas, y, por ello, concentró toda la
actividad en ambos aserraderos: Haigui y Qingwa.
A pesar de todo, la serrería está parada casi siempre.
Ahora mismo, las cuchillas metálicas permanecen silenciosas
hasta la próxima orden de su Señor.
Cerca de ellos hay varias tiendas de empanadillas y el
olor a comida recién hecha les hace la boca agua. Terabent
insiste en comer algo y Dharani asiente con efusividad. Y al
final, el príncipe cede.
Así, Aiya se hace con unas cuantas empanadillas que se
mete en la boca al mismo tiempo, llenando ambos carrillos. Es
un sabor intenso y se le escapa una exclamación de
satisfacción que hace que el grupo se ría. Aiya se muere de
vergüenza y se cubre la cara con las manos, pero Dharani se
acerca a ella y le ofrece otra de sus empanadillas. Tiene aroma
a fruta y jamás se había atrevido a probarla. Claro que ¿no
lleva varios días haciendo todo lo que jamás habría
imaginado? No se reconoce a sí misma. La comparten entre las
dos y casi se atragantan cuando escuchan la voz de Dantelle
por encima del bullicio.
—¡Qué pasote!
Otra vez esa expresión. «Pasote». Aiya se gira para ver
qué le ha llamado la atención.
Es un puesto pequeñito que expone el arte más llamativo
de Haigui: blanquecinas esculturas de mantequilla. Algunas de
ellas tienen forma de fénix, imitan puñados de bosles, otras
más grandes representan a las Virtudes; e incluso unas cuantas,
a los Defectos. A Aiya le maravilla la que representa a Honor:
un ser encorvado, que a ella siempre le ha recordado a una
abuelita con bastón. El artista ha conseguido tallar a la
perfección el árbol que crece en su espalda, y el incensario que
lleva en una mano es tan minucioso y adorable que a Aiya le
dan ganas de darle un toquecito.
El escultor se encuentra en mitad de la preparación de la
mantequilla. La tarea parece complicada, y aunque sus manos
son temblorosas, introduce la pasta en el agua fría, casi
congelada, y empieza a amasarla con movimientos rítmicos.
Aiya ha visto el proceso numerosas veces. En realidad, lo que
ven en la calle es simplemente un reclamo para los curiosos,
porque las verdaderas estatuillas de mantequilla son tan
delicadas que solo pueden hacerse en espacios interiores y a
temperatura neutra. Ni calor, ni frío. No todo el mundo puede
manipular la mantequilla, ni todo el mundo puede decidir qué
hacer con ella.
—¿Y se pueden comer? —pregunta Dantelle.
Dharani, aunque no ha entendido la pregunta, también
parece bastante interesada, porque se pasa la lengua por los
labios.
—¡Claro que no! —contesta Aiya, horrorizada—. No te
puedes comer a un espíritu.
—¿Y esa monedita de allí?
Sabe que es una broma. Poco a poco está empezando a
habituarse al humor continental; o al humor de… Dantelle,
más bien. Lo que no entiende es cómo es capaz de reírse de
esa manera cuando el príncipe Jisoo no se le despega de la
nuca.
No tienen mucho más tiempo para entretenerse, porque la
conductora llama su atención y se acercan de nuevo a la posta.
A Aiya le brillan los ojos cuando ve a los autómatas fénix,
dorados, de largas alas y picos afilados, que tiran de la recién
llegada diligencia. La primera vez que vio uno de esos fue
cuando el príncipe Hanlu llegó al templo del Sol, cuando ella
era solo una novicia y él un niño cabezón al que media docena
de monjes venerables cuidaban como si fuera de porcelana. La
primera vez que se subió a uno fue en su viaje hasta Beongae.
Entra después del príncipe Jisoo y se sienta en una
esquina. Terabent se coloca a su lado y le dedica media sonrisa
antes de ayudar a Dharani a subir, justo después de Dantelle.
Nota cuando la conductora arranca: escucha el rugido del
motor bajo sus traseros, y también el chirrido de los fénix que
empiezan a trotar en dirección al palacio del Sol.
—¿Cuánto tiempo de viaje tenemos? —pregunta
Terabent. Aiya no lo conoce mucho, pero sabe que en el fondo
lo que quiere decir es: «Como ha pasado un buen rato y sigo
con vida, entiendo que el plan sigue adelante, ¿cuánto queda
para llegar?»—. ¿Es un camino muy transitado?
—Ningún camino está transitado en Huozai —responde
cortante el príncipe Jisoo—, es la región menos poblada de
Losbias. Tendrías que saberlo, diplomático.
Aiya arruga la nariz. La guerra civil de Losbias causó
muchas bajas en Huozai, y todavía no se han recuperado. Y
aunque el comentario le parece impertinente, decide cambiar
el rumbo de la conversación.
—Mucha gente se acerca al palacio para acudir al festival
de Suiren. Es un día muy importante. El príncipe Hanlu y sus
hermanas cruzan la vía imperial y hablan con el pueblo.
Aunque este año la princesa Xiaomao se ausentará por su
enfermedad y…
—No me gusta interrumpir, Aiya, pero no nos interesan
los cotilleos de la corte del Sol. Un heredero no debe dejarse
seducir por Chisme.
Aiya está empezando a creer que Jisoo no es quien dice
ser, sino una especie de autómata programado para recordarles
constantemente que es un príncipe. Sabe que no es justo
compararlo con Hanlu…, pero es que Hanlu es muchísimo
más simpático.
—Comprendo —asiente un poco a regañadientes—.
Mientras vos y Dharani acudís con el Señor del Sol, Dantelle,
Terabent y yo iremos a la zona señorial, nos colaremos por el
pasadizo al interior de la pagoda de Hanlu y sus hermanas y…
todo irá como la seda.
—Es curioso que digas eso, porque no pareces nada con
vencida.
Aiya siente la mirada de los demás más pesada que
nunca. Dharani tiene razón. Incluso en plena celebración de
Suiren, entrar en los aposentos de los príncipes está prohibido,
lógicamente. Ella pretende colarse allí bajo las órdenes de un
Beongae al que ha prestado juramento, y tiene la desfachatez
de ir en busca de la ayuda de Hanlu. ¿Cómo va a estar
convencida?
—Pero no te preocupes —continúa Dharani—. Jisoo y yo
conquistaremos al Señor Huozai con nuestro carisma.
Y solo la bailarina se ríe.
Jisoo
—Huozai—
Desearía seguir en alta mar. Había odiado la espera, pero, en el
fondo, resultaba un alivio. Esperar era la única alternativa;
ahora, en tierra, los espíritus lo han devuelto las riendas, y ya
no hay excusa ni pausa que lo distraiga del hecho de que no
tiene ni idea de qué hacer con ellas.
La distancia que los separa del palacio parece eterna y, a
la vez, demasiado corta. ¿Qué harán cuando lleguen? Tendrían
que pasar desapercibidos para no comprometer su misión.
Deberían hacerse notar para que Yazi Huozai los reciba cuanto
antes. Tendrían que hablarle de la profecía. Debería
mantenerla en secreto. Debería matar a los extranjeros por la
amenaza que supone su magia maldita e inexplicable. Debería
aceptar la ayuda que esa magia pueda suponer.
—Sé que no os convence el plan, Alteza —interviene
Terabent. ¿Le habrá leído la mente con ese don sacrílego
suyo?—. Pero Dantelle y yo podemos ser útiles para Aiya.
Podemos ayudarla a… pasar desapercibida. Como en Gamja.
«Como en Gamja, donde os salvamos la vida», es lo que
dicen sus ojos. Son grises y oscuros, casi como los de un
Beongae. Su brillo, sin embargo, es distinto. Los ojos Beongae
son un cielo de tormenta. Los del extranjero, el filo de un
acero recién enfriado.
Lo odia. Odia todo lo que está pasando, odia lo que está
por venir y odia que Terabent tenga razón. Porque ahora su
prioridad es alertar a los Huozai del posible atentado, y lo más
sensato para conseguirlo cuanto antes es separarse, aunque eso
signifique perderlos a ellos dos de vista.
Jisoo abre el ventanuco que hay tras su respaldo. Desde el
pescante, la conductora de la diligencia lo mira de reojo,
intentando ocultar su sobresalto. No lo ha oído asomarse. Ahí
afuera, los chirridos de los fénix autómatas son imposibles de
ignorar, igual que los gemidos de los ejes de las ruedas al
rebotar contra el empedrado. Sin embargo, lo verdaderamente
ensordecedor no es su diligencia, sino todo lo demás.
Diligencias, carretas, grupos a pie… Es como si todo
Huozai se hubiera congregado en aquel camino, peregrinando
bajo esa luz dorada que tan apropiada resulta en la isla del Sol.
Los adornos relucen por todas partes, en el pelo de una niña, el
pañuelo bordado con hilo de oro con el que aquel hombre lleva
envuelta su ofrenda. Decenas de charlas se suben unas encima
de las otras, y lo único que Jisoo puede aislar es el acento
huozi que las empapa todas; el acento y esa alegría universal
de los días de fiesta, cuando tu mayor preocupación es llegar
tarde a los fuegos artificiales.
—Alteza… —lo llama Aiya desde dentro.
Jisoo se apresura a cerrar el ventanuco.
—Comprobaba que la conductora no podía oírnos. Sería
lo que nos faltaba.
Miente. Sabía que ella no podría escuchar su
conversación, de otro modo, jamás la hubiera iniciado. Pero
necesitaba calmarse.
«Aiya será tus ojos y oídos. Ha hecho un juramento», se
dice.
Los espíritus estaban de su parte. Podía fiarse de ella.
Los espíritus le habían advertido sobre una traición. No
podría fiarse de nadie.
Tampoco tiene muchas más opciones, decide finalmente.
O confía en algo o se volverá loco.
—Muy bien.
Todos lo miran fijamente cuando se lleva la mano a la
cintura y empieza a desanudar una de las cintas de su
uniforme, la misma que utilizó para el juramento con Aiya y
Dharani. Una vez liberada, la cinta se balancea, colgando de
sus dedos. El movimiento atrapa la mirada de Aiya.
—Tú vigilarás a los extranjeros. No usarán su… magia
—la palabra sabe a sacrilegio— salvo que sea estrictamente
necesario.
Aiya asiente en silencio, con los ojos fijos en la cinta
plateada.
***
Se separan antes de llegar al palacio para que a Aiya, Terabent
y Dantelle les resulte más sencillo mezclarse con la multitud,
de modo que Dharani y Jisoo ya están solos cuando la
diligencia se detiene al pie de la muralla escarlata. La puerta
de acceso se alza hacia el cielo como una secuoya, un arco de
refulgente oro sostenido por dos fénix inmensos, tan brillantes
que deslumbra mirarlos. En lo alto arde una voluminosa
antorcha. Jisoo se sorprende con la vista perdida entre las
nubes, admirando la envergadura del arco como hacen muchos
de los huozis que lo cruzan. Están tan extasiados con el
monumento y con lo que se despliega al otro lado que ni
siquiera se fijan en la máscara de cuervo que acaba de asomar
de una diligencia.
Jisoo salta fuera del vehículo, y sus pies levantan una
nube de tierra seca del suelo. Y entonces tiene un pensamiento
absurdo:
«Esto no es Beongae».
Hasta ese momento no se había parado a pensar que es la
primera vez que abandona su isla. Jisun es la diplomática de la
familia, la que viaja constantemente. Seguro que ella no se
hubiera quedado embobada mirando un arco demasiado alto, o
una muralla, por mucho que sus ladrillos trazaran una franja de
color rojo sangre hasta donde alcanzaba la vista como un
segundo horizonte.
Dharani aterriza con agilidad mientras Jisoo paga a la
conductora, obligándose a no dejarse distraer por la colorida
riada de sedas que atraviesa el arco principal. Entre todo
aquello, los monjes juramentados que vigilan la entrada casi
pasan desapercibidos, sus uniformes escarlatas camuflándose
con las jambas de ladrillo sobre las que se yerguen los fénix.
Ellos, sin embargo, detectan a Jisoo enseguida. El de la
derecha le lanza una mirada a su compañero antes de
aproximarse a ellos. Una cinta naranja le aparta el cabello
oscuro de la frente.
—Lamento no haber avisado de mi llegada —lo saluda
Jisoo—, pero tengo que ver a Yazi Huozai inmediatamente.
El monje de la cinta no se mueve.
—Disculpadme, pero eso es imposible. Ahora mismo el
Señor Huozai se encuentra en una zona de acceso restringido
del palacio.
—No existen las zonas restringidas para el heredero del
Imperio.
Un viento súbito hace ondear la ropa y el cabello de Jisoo
mientras habla; las plumas de su máscara le acarician las
mejillas. Es un truco sencillo y, aunque no ha controlado la
brisa tanto como hubiera querido, la mirada de aprobación que
le lanza Dharani le confirma que ha resultado lo bastante
dramático. Satisfecho, Jisoo da un paso al frente, esperando
que el huozi lo siga. Sin embargo, el monje se desliza para
interponerse en su camino.
—Eso podría haberlo hecho cualquier monje beongi. Lo
lamento, pero es una cuestión de segur…
Está en el suelo antes de que pueda darse cuenta y, para
ser sincero, Jisoo tampoco está seguro de cómo ha sucedido.
El filo de su lanzaespada le apunta a la nuez, que sube y baja
al ritmo de su agitada respiración. El príncipe puede sentirla,
el aliento saliendo de sus pulmones como una brisa. Una brisa
que queda prendida de sus dedos. Él ordena: «Quieta».
Y ella obedece.
En el suelo, el huozi empieza a resollar. Se está
ahogando. Jisoo lo sabe. Sabe que es obra de su don.
—¡Príncipe Jisoo! ¡Jisoo!
Dharani tira de su uniforme, y el hechizo se rompe. Jisoo
se aparta. Siente cómo el monje vuelve a respirar, lo siente
como si le hubiera concedido ese aire sacándolo de sus propios
pulmones. El mundo recupera el sonido.
Dharani no es la única que está pronunciando su nombre.
Ahora está en boca de todos. Ya nadie tiene ojos para los
monumentales fénix dorados, solo para él.
—Ningún monje de la Tormenta osaría vestir la máscara
de su príncipe. —A Jisoo le cuesta hablar. Lo único que quiere
es apretar los dientes—. Pero quizás en Huozai desconocéis
esa clase de honor.
El otro guardia se ha acercado corriendo, tiene una mano
cerca del hombro del que cuelga su carcaj.
—¡Quieto, Zhin! —le advierte su compañero, que s igue
en el suelo, resollando. Jisoo apenas ha apartado la
lanzaespada lo justo para dejarle respirar hondo. A pesar de
eso, se gira hacia el otro monje y añade—: Llévalos al canal de
Aguas Doradas. El príncipe Jisoo tiene que hablar con el Señor
Huozai.
Por fin, Jisoo retira la lanzaespada, intentando calmar su
propia respiración. Le tiende la mano al monje para ayudarlo a
levantarse. Él se plantea rechazarla, lo ve en sus ojos, pero se
lo piensa mejor.
—Disculpad el malentendido, Señor —masculla,
estrechando su mano—. Pido perdón cuatro veces.
Jisoo asiente con solemnidad. Antes de seguir a su
compañero al otro lado del arco, mira al monje de la cinta una
última vez.
—No me llames «Señor».
—¿C…?
—Llámame «Alteza».
Lo deja ahí plantado tragándose su réplica.
El otro monje los acompaña a través del arco, y también
lo hacen los susurros.
—El príncipe Jisoo…
—Jisoo Beongae…
Igual que en el desfile. Igual que en el festival de la
Primera Brisa, al principio.
«¡El príncipe Jisoo! ¡Tienen al príncipe Jisoo!».
Su nombre revolotea de boca en boca, arrastrando la
cadencia típica del acento huozi… y del miedo. También hay
desprecio, pero él avanza entre la gente, con expresión amable
aunque firme, fingiendo que no lo nota, o que no le importa.
Es un príncipe cuervo en la isla del Sol: rencor es lo único que
podía esperar. Aunque venga de aquellos a quienes pretende
proteger.
El gentío se va diluyendo conforme avanzan. Jisoo sigue
escrutando en busca de máscaras blancas, pero se permite
despegar la mirada de la muchedumbre durante un segundo.
En aquel palacio no hay árboles altos como en Beongae, tan
solo algunos arbustos resecos, de modo que lo único que
rompe el horizonte de peinados huozis son los pabellones,
todos dorados o rojos, del mismo color que los fuegos
artificiales que se adivinan a lo lejos, lanzando chispas sobre
los tejados a dos aguas. Son las residencias de los miembros
del Consejo del Fénix y, aunque la mayoría de la gente los
contempla con admiración, al lado del edificio central parecen
de juguete: más allá de esa impecable cuadrícula de calles
idénticas hay otro muro escarlata atravesado por unos
imponentes escalones sobre los que se eleva una inmensa
pagoda carmesí. Parece construida para hacerle la competencia
al volcán de la isla, que se adivina más allá del palacio.
Los aposentos del Señor del Sol.
Según ha contado Aiya, la pagoda y todo lo que se
extiende tras ella son el verdadero motivo de que al palacio se
lo conozca como «Prohibido». Solo abren sus puertas el día de
Suiren. El resto del año, únicamente la dinastía Huozai puede
poner un pie allí.
Dharani también observa la pagoda, con la mano sobre la
frente para protegerse de la luz, que lo baña todo con el tono
cálido de un incendio. Jisoo se pregunta si estará pensando lo
mismo que él: que Huozai entera parece estar detenida en un
eterno atardecer.
Al verlo mirándola, Dharani le encara. No le sonríe,
como él esperaba. Tampoco parece emocionada por el ajetreo
y la fiesta.
—¿Qué ha sido eso? —tiene que leerle los labios por el
bullicio—. Lo de antes. Con el monje.
Jisoo aprieta la mandíbula.
—Necesitaba que le demostrara quién era y lo he hecho.
No quiere pensar en eso, en cómo se le han subido la
sangre y el odio a la cabeza, en cómo ha estado a punto de
matarlo. En cómo lo hubiera hecho, probablemente, si Dharani
no lo hubiera detenido.
«No era un conspirador», se dice. «Tan solo un huozi
impertinente. No todos los que te odian quieren verte muerto».
Agradece que los visitantes a su alrededor estén cada vez
más dispersos. Por fin puede caminar sin temor a darle un
codazo a alguien. Puede respirar hondo, aunque no lo hace. El
ruido también es más leve; o distinto, más bien. Ahora,
además de a la gente, se oyen el estallido lejano de los fuegos
artificiales, el crepitar de las hogueras ceremoniales, los
tambores y las flautas, y las voces que cantan y declaman.
Jisoo se sorprende cuando el monje gira por una de esas calles
tan rectas, desviándolos de la trayectoria hacia la pagoda, pero
no tarda en descubrir adónde van en realidad. Nada más doblar
el perímetro de un pabellón particularmente ancho, su destino
aparece ante sus ojos, tan luminoso y repentino que tiene que
entornar los ojos.
En lugar de otra de aquellas calles gemelas, allí hay un
ancho canal. Hermosas galeras cabecean cerca de la orilla, a la
espera de la famosa carrera, supone Jisoo. Salta a la vista que
son obra de artesanos expertos, pero palidecen ante la belleza
de las aguas sobre las que flotan. Sin duda, el canal Aguas
Doradas hace honor a su nombre: una veta de oro agrietando el
terreno reseco.
Un enrejado de madera cerca el lugar; el único acceso
está custodiado por un monje. Ante él hay una fila de
asistentes, nobles, a juzgar por sus ropajes y los adornos de sus
cabellos. Hay joyas relucientes por todas partes, un anillo de
oro y turquesas, un vestido bordado con brillantes, un colgante
de rubí del tamaño de un pulgar, un pasador recubierto de plata
y esmeraldas… Uno a uno, cada asistente le tiende algo al
monje, algún tipo de flor, parece, y como si fuera una especie
de llave, él los deja pasar.
Jisoo reconoce a Yazi Huozai al instante. No por la
máscara de fénix, ni por su trono rodeado de sirvientes con
sombrillas, colocado a una distancia privilegiada del canal. Ni
siquiera por la reverencia con la que lo miran todos. No. Es
por cómo los mira él. Sus ojos apenas resultan visibles detrás
de las plumas, pero la suya es una mirada que se extiende a
todo su cuerpo y lo abarca todo, las galeras del canal dorado,
la gente, hasta el mismísimo volcán. Su mera presencia parece
decir: «Me pertenece».
—Feliz día de Suiren, Señor Huozai.
A Jisoo no le gusta que lo miren, pero siente un oscuro
placer al arrebatarle cosas al Señor del Sol, aunque ese algo
solo sea la atención de su séquito. Hasta la dama que lo
acompaña, una de sus esposas, a juzgar por su máscara, deja
de mirarlo para fijarse en el príncipe.
—Jisoo Beongae.
Están lejos; ellos, al pie del enrejado; Yazi Huozai, a
apenas unos metros del canal, cuyas aguas chapotean con una
alegría que crispa aún más los maltratados nervios de Jisoo.
Aun así, la voz de Yazi Huozai le llega con claridad. Quizá
porque es ronca y profunda como un leño ardiendo, o quizá
porque todos los presentes están aguantando la respiración.
Jisoo se acerca al monje que controla la entrada. Le
sostiene la mirada, como retándolo a que le pida su invitación.
Sin embargo, no es él quien lo hace:
—¿Tenéis vos y vuestra escolta vuestros ramilletes de
ngua Ô? Ha sido la invitación que he elegido este año. Una
especie fascinante, importada de Hoa Thơm, claro. Según me
han asegurado, los pañuelos tejidos con sus fibras son capaces
de detectar a un mentiroso.
»¿Tenéis el vuestro?
—Me temo que no, Huozai. No planeaba visitaros en
Suiren; en Beongae estamos ocupados con la visita de los
extranjeros. Pero han surgido… asuntos.
—Asuntos.
El tono de Yazi Huozai no varía, y eso es lo peor: que
todos perciben la burla sin que él haga nada. A su lado, su
esposa amaga una sonrisa.
Esforzándose por no reaccionar, Jisoo atraviesa el arco.
Tan solo aparta la mirada del Señor del Sol un instante, para
indicarle a Dharani que lo siga. Ella camina tras él, seria como
no la había visto nunca.
—Tenemos que hablar a solas, Huozai. Es urgente.
Los criados de las sombrillas se apartan rápidamente
cuando su Señor se incorpora. El bajo de su túnica acaricia el
polvo a sus pies mientras se acerca a Jisoo, tan cerca que
seguro que Dharani puede leerle los labios; si es que no le
deslumbra mirarlo, con todo ese oro que lleva.
—Es el día de Suiren. Tengo espíritus a los que honrar,
viejos amigos con los que encontrarme y conversaciones que
mantener. Y ninguna de ellas es la vuestra, Jisoo.
«Por todos los…».
Ahora entiende por qué su madre detesta a ese hombre.
Será un milagro de Serenidad si Jisoo no lo atraviesa antes de
que acabe su siguiente frase.
Respira hondo.
—Huozai, si me…
—Oh, dejaos de politiqueos —los corta Dharani.
Jisoo siente que le va a salir el corazón por la boca. Ni
siquiera le importa que Yazi Huozai parezca tan asombrado
como él.
—Si no nos escucháis, Señor —continúa Dharani,
elevando la voz—, toda esta gente podría morir hoy.
Dantelle
—Palacio Prohibido de Huozai—
Menuda chiripa que han tenido de que Jisoo se haya creído
que puede confiar en ellos (más o menos). Y menuda chiripa
que ha tenido el príncipe, porque cualquiera con dos dedos de
frente estaría huyendo por patas. Salvo Ter y él, que son unos
pringados. Ellos dos y Aiya han bajado de la diligencia un
poco antes de llegar al palacio, dejando solos a Dharani y
Jisoo, y ahora intentan mezclarse con los asistentes. ¡Que son
un porrón!
Además, cuando Aiya les habló del palacio del Sol,
Dantelle se imaginó… pues eso, un palacio. Pero ese lugar es
una ciudad en miniatura. Caminan por delante de lo que la
chica señala como los «aposentos de los miembros del
Consejo», cruzan puentes, que por pequeños que sean parecen
decir «eh, mírame, valgo un montón de dinero», y pasan por
debajo del arco enorme que separa la zona común de la
señorial. Unos fénix de algo que parece oro (Dantelle se niega
a pensar que semejante tocho pueda ser oro macizo de verdad)
los vigilan desde lo alto. Se estremece.
—A partir de aquí están los aposentos de los Señores —
susurra Aiya.
Se nota la diferencia. El gentío y sus voces y cantos
quedan atrás, y por allí no hay más que unos pocos huozis que
estarán aprovechando el festival para cotillear.
—La pagoda y los aposentos de los príncipes están
cerrados al público, pero Hanlu me indicó un pasadizo. Por…
si acaso.
Lo ha llamado «Hanlu». No «Señor Hanlu» o «príncipe
Hanlu». «Hanlu». A secas. Dantelle se vuelve hacia Ter y trata
de comunicarse con los ojos: «¡¿Crees que es su novio?!». Su
mejor amigo frunce el ceño y lo empuja para que continúe
andando. Pillado. No es el momento.
¿Pero quién le revela pasadizos secretos a otra persona si
no quiere enrollarse con ella? ¡Nadie!
—Dantelle —lo llama Aiya—, es esa estatua.
Han llegado a una plaza ridículamente pequeña. Está
vacía, a excepción del bambú que proyecta algo de sombra en
las esquinas. Un par de monjes montan guardia a lo lejos, en lo
que parece una puerta de acero y que protegerá un lugar
importante. Pero la estatua que ha señalado Aiya no es más
que un pedestal situado a un extremo, con una salamandra con
expresión graciosa.
—Me esperaba algo más… ¿grande? ¿Aterrador? Y
oculto. Sin duda me esperaba algo más oculto.
—¿Pero quién va a querer colarse ahí dentro? —dice
Aiya—. Suiren es especial, pero normalmente este suelo solo
lo pisan los Huozai y sus autómatas.
Dantelle recuerda el bicho metálico que Jisoo utilizó en
Beongae para que no escaparan de la sala aquella llena de
trastos caros y se imagina a un montón de autómatas
chirriantes sirviéndole el té al príncipe Hanlu. Espeluznante.
—Cuanto más nos cuentas, más ganas tengo de colarme
—suelta Ter, y Dantelle ve cómo se lleva la mano inconsciente
a su florín.
—Adoro tu entusiasmo, Ter. Pero, por una vez en
nuestras vidas, vamos a tener cuidado.
Lo dice más que nada para ver la expresión orgullosa e
inquieta de Aiya. Es esa mueca que pone cuando Dantelle
utiliza su magia, como si estuviera debatiéndose entre salir
corriendo o hacerle cientos de preguntas. Espera que se decida
por lo segundo.
Coloca una mano firme en el hombro de Ter y roza con
suavidad el brazo de Aiya. Deja fluir la energía y percibe
cómo la presencia de los tres se desvanece. No necesita
avisarles de que los dos monjes de la puerta no los van a ver.
La magia se siente.
Aiya avanza y se arrodilla junto al pedestal sobre el que
reposa la salamandra y sonríe. La chica busca con sus dedos
pequeños en la piedra lisa y blanca y cuando Dantelle está a
punto de ofrecerle su ayuda se escucha un pequeño clic.
Aiya ha metido los dedos en una hendidura en la piedra.
—¿Estás diciéndome que ni siquiera hay una palanca?
¿Nada mágico? ¿Una contraseña? —Ter parece fuera de sí—.
¿Es que a esta gente no le preocupa que la maten?
—El príncipe Hanlu va a ser todo un encanto, ya verás —
le susurra Dantelle a su amigo con una risa seca.
—La paciencia es una Virtud que pocos huozis tienen. Y
nuestros Señores saben que no muchos perderían el tiempo
buscando este pasadizo. Además, cualquier otro día del año,
nos exiliarían sin dudarlo tan solo por haber puesto un pie en
la zona señorial —explica Aiya como si tal cosa. Y termina de
empujar la roca, que se mueve silenciosa y revela un hueco
considerable en el pedestal—. Pasad.
Se cuelan juntos y la monje encuentra otra hendidura que
los encierra, dejándolos a oscuras. Un segundo después,
enciende una llama para iluminar el camino.
—Ahora solo tenemos que seguir hasta que veamos una
entrada y entonces…
—Entonces buscamos al príncipe caliente, lo avisamos
del ataque y confiamos en que nos eche una mano —completa
Ter—, pan comido.
Dantelle pilla su sarcasmo, pero Aiya no. Ella sonríe y
asiente.
—Conocer la existencia de este pasadizo no quiere decir
que esté al tanto de sus peligros.
—¡Ah!
Dantelle se tropieza con una piedra mal puesta en el
suelo.
—Por la Madre, ten cuidado —se queja Ter—, no quiero
tener que rescatarte otra vez.
Dantelle le hace la burla y se adelanta para ponerse al
lado de Aiya.
—¿El príncipe Hanlu tiene nuestra edad?
—No sé cuántos años tienes.
—Dieciocho.
—¡Yo diecinueve!
Ter tose a su espalda.
—Calla, bebé —se ríe Dantelle—. Ter es más pequeño
que nosotros.
—¿De verdad? —Aiya le echa un vistazo por encima del
hombro mientras él protesta («Solo tengo tres meses menos
que tú, señor adulto»)—. Entonces el príncipe Hanlu es más
mayor que vosotros.
—¿No será un anciano?
—Claro que no lo es —protesta Ter desde atrás—. Quiero
decir, no le vi la cara en Beongae, pero por su piel yo diría
que…
—¿Te acuerdas de él? —lo interrumpe Aiya, curiosa.
—Me fundió unos brazaletes sobre la piel, ¿cómo no voy
a…?
Clac.
Dantelle sabe que ha pisado donde no debe tan rápido que
suelta un suspiro de resignación. Podrían haber salido
cuchillas de las paredes, un chorro de fuego hirviendo del
techo o un perro de cinco traseros. Pero no.
El suelo se abre bajo sus pies y los de Aiya.
Y gritan.
—¡Chicos!
Puede ver cómo Ter intenta agarrarlos antes de que la
trampilla se vuelva a cerrar y su voz se pierda por encima de
sus cabezas.
La caída es como un tobogán, así que Dantelle chilla solo
un rato. Luego se da cuenta de que si van a morir lo harán al
llegar a su destino.
Caen y caen y, cuando cree que han quedado atrapados en
el tiempo, escucha a Aiya volver a gritar. Luego él sale
volando y se estrella contra el suelo, a su lado.
Dantelle escucha el quejido de Aiya y después el
chasquido de sus dedos. Una llamita baila en la palma de su
mano izquierda. Con la otra, se agarra el tobillo con expresión
dolorida.
—¿Estás herida?
Dantelle gatea hasta ella, ignorando la tierra que le
ensucia la túnica beongi. Antes de hacer nada, le pide permiso
con la mirada y después le aparta los dedos con cuidado. No es
un corte profundo. Recuerda el consejo que le dio su amiga
Marianne una vez: «Curar a alguien es como darle un beso.
Claro que en tu caso es un problema, porque nunca te han
dado un beso en condiciones».
—Eso no ayuda demasiado… —murmura por lo bajo.
Para Dantelle, utilizar la magia es como respirar. Cuando
era pequeño, la usaba sin darse cuenta de lo que estaba
haciendo, así que ahora es complicado percibir cuándo está
fluyendo o cuándo está quedando como un completo inútil. El
sonido de sorpresa de Aiya le confirma que, esta vez, ha sido
lo primero.
—Es maravilloso. —Aiya se acaricia la piel un par de
veces y luego lo mira fijamente—. ¿Estás seguro de que no
eres un fantasma? He leído historias de fantasmas que se
cuelan en cuerpos humanos para tentar a…
—No soy un fantasma —Dantelle le tiende la mano y los
dos se ponen en pie—, aunque como no salgamos de aquí tal
vez me convierta en uno. ¿Alguna idea de dónde estamos?
Es más estrecho de lo que Dantelle había pensado: ante
ellos se extiende un pasillo excavado en roca, infinito y
sumido en las sombras. Sobre sus cabezas, el techo casi le roza
el pelo.
—«Solo los dignos del Sol verán su luz de nuevo» —dice
Aiya. Dantelle se gira y la ve leyendo una inscripción en la
pared—. Hanlu me contó que el palacio del Sol tenía trampas
para proteger a los Señores…
—¿Trampas? ¿No decías que nadie en su sano juicio
querría entrar aquí?
—Claro, pero si algún tonto lo intenta, hay que pararle
los pies. Se dice que el Señor Suiren protegió su hogar con
monstruos de fuego y salas cambiantes que te volvían loco.
A Dantelle se le escapa una risilla nerviosa y Aiya le
coloca una mano en el hombro, tranquilizadora.
—Pero no te preocupes, en Losbias hay muchas leyendas
que no son verdad.
—¡Estoy muy tranquilo!
Dantelle no había estado tan nervioso en su vida.
Bueno, puede que esté exagerando un poco, pero cuando
echan a andar y siente algo crujir y aplastarse bajo sus pies,
está a punto de chillar como un condenado. Odia los lugares
cerrados. Al aire libre es fácil escapar; correr, subirse a
tejados, esfumarse entre una multitud… ¿Pero allí? Su única
opción es darse de cabezazos contra la pared hasta abrir un
boquete.
Por fortuna, el plan de Aiya es mejor, y lo guía, silenciosa
y con una calma sorprendente. Dantelle intenta no pensar en
ese pasillo eterno. Se fija en los hombros estrechos de Aiya y
en el baile rítmico de su pelo negro cortado a la altura de la
nuca. Desde que la vio en el mercado de Beongae no ha dejado
de observarla. A diferencia de Dharani, Aiya es callada y solo
abre la boca cuando tiene que hacerlo. Pero Dantelle está
seguro de que el príncipe Jisoo tiene mucho que ver. Por eso
quería que se quedaran a solas. Aunque ese no es el mejor
escenario para hacerse íntimos, la verdad.
—Puedo ocuparme de la luz si estás cansada —propone.
—No hace falta —Aiya sacude la cabeza y las
decoraciones de hilo dorado de su pelo lanzan reflejos en la
oscuridad—, estoy acostumbrada. En mi templo hay toque de
queda por las noches. Si no quieres caerte rodando por las
escaleras, tienes que aprender algunos trucos.
—¿Toque de queda? —Dantelle esboza una de sus
mejores muecas. Esa que le ha hecho meterse en varias peleas
de bar. Lástima que solo la espalda de Aiya la vaya a apreciar
—. ¿Por qué tienes toque de queda?
Aiya se para en seco. ¿La habrá ofendido? Ha salido
demasiado escarmentado de sus encuentros con Jisoo…
Aiya grita algo en losbita y, como Dantelle no reacciona,
le arrea un golpe en el estómago que lo hace detenerse.
—¡A nuestros pies!
Extiende el brazo para iluminar mejor la zona y Dantelle
comprende: a un paso escaso de sus pies se abre un abismo sin
fin.
—Por la Madre, creo que me voy a desmayar. —Dantelle
prefiere no mirar lo que podría haber sido su tumba. Se apoya
en la pared, limpiándose el sudor, frío y abrasador, del cuello.
Piensa en Ter. ¿Qué haría él en una situación así?
«Usa tu magia, idiota. Que para algo la tienes».
—¡Claro! —Se da una palmada en la frente—. Aiya, si tú
fueras un tipo que controla el fuego y no quisieras que tus
enemigos entrasen en tu casa, ¿qué harías?
La chica parpadea lentamente y luego da un paso hacia él.
—Poner trampas mortales.
—¡Exacto! No, espera… ¡No! O sea, sí, ¡pero no! —
Dantelle le da un mamporro a la pared de la derecha—.
Imagínate lo peligroso que sería hacer trampas mortales en tu
casa a las que tú no pudieras sobrevivir.
—Yo me habría hecho un mapa en un lenguaje inventado
para no caerme en ninguna…
—A tus Señores les encanta fanfarronear, lo ha dicho
antes Jisoo. ¿Recuerdas lo que ponía en la pared? «Solo los
dignos del Sol verán su luz de nuevo». —Sonríe, porque ha
tenido una idea maravillosa—. Atrás, ¡voy a caldear el
ambiente!
De la improvisación salen los mejores resultados. O eso
es lo que se dice a sí mismo cuando extiende los brazos y
coloca las palmas de las manos sobre la pared de piedra. Curar
es complicado para Dantelle, pero crear fuego es lo más fácil
del mundo. Cuando Ter ingresó en la Academia y le
empezaron a enseñar todos aquellos trucos mágicos
impresionantes, Dantelle no tardó en hacer preguntas. Si había
un poder en su interior capaz de hacer maravillas, tenía que
aprender cómo controlarlo. Mover cucharillas está guay, ¿pero
quemar cosas? No le extraña que los Señores del Sol se lo
tengan tan creído.
Es sencillo llamar a la magia ígnea cuando sabes cómo
hacerlo. Bueno, es más fácil bajo el sol achicharrante; allí,
Dantelle solo puede contar con su calor corporal, el de Aiya y
el fueguecito que ella sostiene. Deja que ese calor lo acaricie
por dentro y brote a través de su piel.
—Vamos… —gruñe entre dientes. Una llamarada rebota
en la piedra y le quema la punta de la nariz—. ¡Ay!
—¡Dantelle!
Aiya lo agarra del bajo de la espalda cuando cae sobre
ella y los dos se estampan contra la pared contraria. Dantelle
quiere pedirle disculpas, pero un temblor lo interrumpe.
—¡Mira! Es otro pasadizo, ¡has conseguido abrir otro
pasadizo! —grita ella con alegría.
—¿Ese truquito de nada? Está más chupado que el culo
de un perro —miente Dantelle con una sonrisa enorme. ¿De
verdad ha sido él? ¿Su llamita parecida a un escupitajo ha
abierto el pasadizo? Bueno, bien está lo que bien acaba…
Aiya sonríe y lo toma de la mano para tirar de él. Juntos,
se adentran en la nueva oscuridad. Dantelle siente los latidos
de su corazón en la punta de los dedos y se pregunta si tiene
que ver con las aventuras, el peligro de muerte y su estupidez
o sencillamente con que, cada vez que Aiya lo mira, él solo
puede pensar en la magia de sanar. Y en lo mal que se le da. Y
en cómo su amiga Marianne le diría que los besos arreglan
muchas cosas, «aunque también pueden arruinarlo todo».
***
No sabe cuándo dejan de necesitar la llamita de Aiya. El
pasillo va haciéndose cada vez más amplio y el techo más alto,
y el agobio de Dantelle desaparece al mismo ritmo. No deja de
darle vueltas a que exista algo tan enorme bajo tierra, en las
entrañas del palacio Prohibido. Él conoce el súbex, el tren
subterráneo que conecta las principales ciudades de su reino,
pero lo que se abre ante sus ojos es totalmente distinto.
Dantelle no puede compararlo con nada que haya visto antes.
A sus pies se extiende una vía empedrada tan ancha como para
que varias diligencias como la que los ha traído hasta Huozai
puedan avanzar cómodamente, y que culmina en una pared
maciza de aspecto impenetrable. Velando esa pasarela y
acariciando el techo de la caverna, estatuas de roca gigantescas
los observan con ojos de cristal del tamaño de cabezas.
Al principio, Dantelle los confunde con los espíritus de
los que siempre hablan Aiya y los demás, las Virtudes y eso.
Pero no:
Son Señores del Sol.
Uno tras otro, en fila, con diferentes armas en sus gruesas
manos, pero una cosa en común: el fénix representado en sus
máscaras y en los blasones esculpidos sobre sus pechos.
—Son espeluznantes, ¿no crees?
Se gira hacia Aiya, pero ella ya no está. La chica baja a
toda prisa por los escalones que llevan hasta la vía principal y
se acerca a una de las estatuas. Dantelle la alcanza justo
cuando está acariciando el dedo gordo del pie de la única
figura femenina que hay allí.
—Aiguo Huozai —susurra.
Dantelle la observa en silencio, a Aiya, y a todo lo que
los rodea. A pesar de la atmósfera polvorienta, hay algo
fastuoso y ancestral en cada rincón. Huele sobre todo a
humedad y tierra, pero también a mal rollo. Es un olor que
Dantelle ha ido definiendo con el paso de los años, un aroma
que le hace arrugar la nariz y prepararse para los problemas.
—¿Ves alguna salida? —pregunta Dantelle.
Una vez más, se queda con la palabra en la boca. Aiya ha
empezado a escalar por la pierna de la Señora del Sol y gira el
cuello hacia él para negar con la cabeza.
—Tal vez vea algo desde su máscara.
—¿Estás segura de que es…. respetuoso subirse al pecho
de una Señora del Sol?
—Dantelle… —Aiya toma impulso en el arco de piedra
de la estatua y aterriza sobre su hombro—. ¡Aiguo Huozai es
mi heroína! Es la única emperatriz que Huozai ha tenido.
Corre el chisme de que era capaz de tragarse el fuego. Por eso
tiene la boca abierta, ¿ves?
—No, no lo veo —murmura Dantelle, y se acerca al
pedestal, preocupado—, pero yo que tú bajaría de ahí, puedes
caerte y…
Dantelle se calla.
¿En qué diantres está pensando? ¿Quién es? ¿El padre de
Aiya? Sacude la cabeza, espantado. La claustrofobia lo ha
afectado más de lo que esperaba.
De un salto, se sube a la rodilla de Aiguo Huozai y en un
par de impulsos alcanza a Aiya. Juntos, escalan hasta la cabeza
y se apoyan en las plumas de su máscara de fénix para otear.
Como Dantelle esperaba, no hay ninguna salida a la vista.
—Creo que construyeron esto para que la gente muriera
bajo la mirada de los Señores. —Aiya se arrodilla, cabizbaja, y
suspira—. Me he quedado sin ideas.
—Pues habrá que confiar en que Ter se cruce con tu
querido príncipe y él sepa cómo encontrarnos.
No ha dejado de pensar en Ter ni un segundo. Su mejor
amigo siempre sabe qué hacer, pero no es lo mismo colarse en
un local abandonado por la noche para apostar quién mea más
lejos que merodear por un palacio desconocido.
—¿Y si le da igual? —Aiya se encoge sobre sí misma,
como si quisiera desaparecer—. Lo traicioné al jurar ante el
príncipe Jisoo. Ni siquiera tuve ocasión de avisarle de que me
iba y… ¿Qué pensará de mí?
—Seguro que piensa que has tenido tus motivos para
hacerlo. —Dantelle quiere colocarle una mano conciliadora en
el hombro, pero cambia de idea en el último segundo y deja
caer los brazos a los lados—. Quiero decir, ¿quién querría ser
el compañero de viaje de Jisoo Gruñidos por voluntad propia?
Aiya se ríe por lo bajini y luego se incorpora de nuevo.
Mira hacia arriba para encontrarse con los ojos de Dantelle.
—En realidad, el príncipe Jisoo me cae bien —parece que
sus propias palabras la sorprenden—. Lo he visto reírse con
alguna de las bromas de Dharani. Me parece que tras esas
plumas de cuervo hay alguien que sufre mucho. ¿No crees?
—No me fijo. Me da demasiado miedo que me clave el
pico.
Aiya lo ignora y continúa.
—Perder a su hermana… Había escuchado que estaban
muy unidos. Tiene que estar destrozado, y aun así parece
siempre tan entero…
Dantelle ha perdido a su familia varias veces. La primera,
cuando su madre lo abandonó de bebé; ni siquiera la recuerda.
La última fue cuando le arrebataron a su mejor amigo, tres
años atrás. En ninguna de esas ocasiones tuvo la más mínima
esperanza de un reencuentro.
—Seguro que la encontramos —dice—. Si esa chica es la
mitad de cabezota que Jisoo… —Piensa en la obsesión del
príncipe por tener una audiencia con Yazi Huozai—. Ahora
que he visto estas estatuas, no sé si me gustaría estar delante
del actual Mandamás del Sol.
Aiya se ríe y le da un golpecito en el hombro. Y en sus
ojos diminutos y oscuros se enciende algo brillante.
—Hanlu no es muy imponente, seguro que te gustaría.
Por un momento Dantelle cree que su indignación ha
provocado un terremoto.
La sala tiembla y varias piedrecitas llueven sobre sus
cabezas. Aiya se sujeta con fuerza a los cabellos de Aiguo,
pero Dantelle es más lento. Pierde el equilibrio y, en un último
amago, consigue aferrarse a la cuerda del arco de roca que
lleva la Señora. Se queda a la altura del pecho de la estatua y
sus ojos enfocan el blasón del fénix. Las plumas del animal
dibujan unas líneas rarísimas.
—Aiya…
—¿Estás bien? —le llega la voz de la chica.
De repente, el arco de roca cede y Dantelle se descuelga
hacia abajo, soltando un grito ahogado. Si se suelta acabará
espachurrado contra el suelo.
—Dantelle, está pasando algo raro, ¿qué has hecho?
Él también lo nota. La estatua de Aiguo se ha inclinado
con su peso, y ahora que el brazo de la Señora ha cambiado de
posición, la marca del fénix brilla encendida en su túnica.
—Una palanca —comprende—, ¡por supuesto! Si me
agarraba a algo tenía que ser una put…
—¡Dantelle! El suelo…
Dantelle desearía no haberla escuchado. Jadeando, mira
hacia abajo, y lo que descubre le pone el estómago del revés.
La vía principal se ha abierto en dos, dejando al descubierto un
río de lava.
—¡Joder!
Escala a toda velocidad y se aferra a la mano que le
tiende Aiya. La muchacha tira de él, pero un nuevo
movimiento de tierra, esta vez mucho más potente, hace que
hasta la estatua se tambalee.
—¡¿Qué está pasando?!
El temblor aumenta en intensidad. Las estatuas de los
otros Señores empiezan a desplomarse.
Una de ellas se estrella contra el suelo. Y luego otra, y
otra más. Comprueba, desolado, que las dos estatuas más
cercanas a los escalones han bloqueado la entrada de la cueva.
Dantelle ve una grieta atravesando los pies de Aiguo. Está a
punto de desmoronarse y, si eso sucede, Aiya y él caerán
directitos a la lava.
Así que solo queda una opción.
Saltar y ganar tiempo.
La distancia hasta la otra figura es demasiado grande, así
que se vuelve hacia Aiya, que parece compartir su misma
preocupación. Dantelle gesticula algo por encima del ruido
que quiere decir: «¿quieres hacer esta locura conmigo?». Y
ella asiente.
Dantelle se agacha y la chica se le sube a la espalda,
rodeando su cuello con los brazos.
«Uno, dos…».
En ese instante, Aiguo cae.
Y Dantelle salta contra la estatua contigua.
Se aferra con ambas manos al bigote del Señorquesea y
Aiya se descuelga rápidamente. Un segundo después de que
ella brinque hasta el otro hombro de la figura y Dantelle la
siga, Aiguo impacta contra ellos y se rompe en mil pedazos.
Varios pedazos le golpean en la cara antes de que se gire
y cubra a Aiya.
—¿Vamos a morir, verdad? —Sus mejillas se rozan
cuando ella se acerca todavía más, temerosa de caerse.
—No, claro que no —habla a gritos porque el sonido de
las paredes temblando, del techo sacudiéndose y de los
Señores cayendo uno a uno es impertinente y desagradable.
Dantelle suelta todo el aire que lleva dentro—. Todo va a salir
bien.
—No… —se sorprende cuando Aiya le acuna la cara con
las manos. Sus ojos están húmedos—. Si no te hubiera
entregado a los monjes beongis en el mercado…
—Fue culpa mía —la interrumpe. Al otro lado de la sala,
otra de las figuras se parte por la mitad y cae a la lava,
desapareciendo en sus profundidades—. Y de los dichosos
brazaletes. Lamento haberme puesto como un burro, es que…
no me traen buenos recuerdos.
No es el momento adecuado para echar la vista atrás al
instante más traumático de su vida, varios años atrás. O tal
vez, como están a punto de morir, sea lo más lógico. Cuando
le cuenta todo a Aiya, se salta la parte en la que un grupo de
mercenarios lo apaleó hasta dejarlo sin sentido, también en la
que estuvo medio inconsciente durante semanas,
recuperándose en casa de los desconocidos que se apiadaron
de él al encontrarlo tirado y casi muerto. Tampoco le habla de
no saber por qué de repente no podía invocar ese poder que
había sido tan natural para él o sentirse vivo otra vez.
Sí que le cuenta lo que descubrió después:
—Me pusieron unas esposas con los mismos símbolos. —
Entrecierra los ojos cuando, a su espalda, una lanza cae y le
corta la cabeza a la estatua sobre la que ya apenas se sostienen
—. Anularon mi magia. Es lo peor que me han hecho nunca,
Aiya.
Ahora, las mejillas de la chica están llenas de lágrimas.
—Eso es muy triste. Y yo hice lo mismo que esa gente
horrible. —Se limpia los ojos, enrojecidos—. Y encima te he
traído hasta el peor sitio del mundo.
—¿Bromeas? Esto es lo más interesante que me ha
pasado en la vida.
Es un segundo el que ambos se quedan en silencio y Aiya
lo mira como si acabase de aparecer delante de sus ojos. A
Dantelle le hubiera gustado disfrutar del momento, pero un
nuevo temblor provoca otro derrumbe.
Y esta vez, él cae de cabeza hacia el río de lava.
«Bueno, podría haber sido peor».
Cuando se sumerge, piensa que arder no duele casi. Una
vez se quemó las cejas jugando con unas cerillas y escocía
tanto que quiso arrancarse la piel. Ahora, se hunde en el fuego
y es una sensación agradable.
¿Morirse es tan satisfactorio?
Dantelle abre los ojos y bracea hasta romper la superficie
con la cabeza. El agua teñida de naranja burbujeante está tan
caliente como un baño termal.
«Solo los dignos del Sol verán su luz de nuevo».
¡A eso se refería! Su alarde patético del control del fuego
no tenía nada que ver con ese mensaje.
Bucea de nuevo, esta vez con los ojos bien abiertos, y
busca. Los trozos de las estatuas se pierden en las
profundidades. Y allí, lo suficientemente cerca como para que
llame su atención, un haz de luz que clarea la oscuridad del
agua teñida de ámbar.
Una salida.
Cuando sube a la superficie otra vez, busca a Aiya con la
mirada y la distingue, aterrada, sobre el último fragmento de la
escultura que queda en pie. Así que grita, grita con todas sus
fuerzas y más.
Su magia se alimenta de los sonidos a su alrededor y lo
ayuda a llamar la atención de la monje, que lo mira con los
ojos como platos.
—¡Dantelle!
Antes le ha pedido que confiara en él con gestos. Ahora
lo hace a voz de grito.
—¡Salta a la lava, Aiya!
—El fuego me quemará…
Dantelle bracea en su dirección y contiene un resuello de
horror cuando ve que el techo está a punto de desprenderse y
caer sobre ella.
—CONFÍA EN MÍ.
Y ella lo hace. Como un pajarillo negro, disfrazada con
su túnica beongi, Aiya revolotea, diminuta, hacia la falsa lava.
Dantelle está ahí para tomarla entre sus brazos. La chica grita,
impulsándose sobre sus hombros y haciéndole una aguadilla
sin querer. Dantelle la toma de los brazos y la tranquiliza como
puede.
—No quema, no quema.
»Era otra trampa. Y he visto la salida.
Dantelle obliga a Aiya a bucear con él y le señala la luz.
La monje asiente y sube para tomar todo el aire que le cabe en
los pulmones. Dantelle hace lo mismo.
A la cuenta de tres, los dos descienden de nuevo.
«Solo los dignos del Sol verán su luz de nuevo».
Solo quienes confíen lo suficiente en el elemento que
manejan para saltar a un río de lava descubrirán que se trataba
de agua. Y solo ellos podrán encontrar la salida.
Dantelle ha hecho muchas cosas desde que nació: adoptar
un camaleón, robar por placer, hacerse amigo de una
princesa… Pero joder, todavía le quedan otras tantas por
conseguir. Por eso agarra a Aiya de la mano y nada con todas
sus fuerzas directo a la salvación.
Ter
—Palacio del Sol—
No ha sido complicado encontrar la salida, aunque desde luego
hubiera sido más llevadero si una parte de su cerebro no
estuviera muerta de preocupación. «No». Él ha estado en
pasadizos secretos, se recuerda, y no siempre son para tanto. Y
Aiya sabe lo que se hace. Igual para cuando Ter llegue con
ayuda, Dantelle y ella están enrollándose y deseando que
hubieran tardado un poco más en rescatarlos. Sí, eso estaría
bien. Aunque siendo realista, lo duda. Dantelle es un
conquistador pésimo.
Tal y como Aiya le había indicado, la salida del pasadizo
da a un rectilíneo jardín desde el que puede ver la pagoda del
príncipe Hanlu y sus hermanas. No es tan intimidante como la
grande, la que hay plantada en el centro del palacio, pero
tampoco se queda atrás. Está recubierta de rojo y dorado,
como todo en ese lugar, al parecer. Ter pone los ojos en
blanco. Joder, que ya se ha enterado de que ahí vive el «Señor
del Sol». ¿Todos los Huozai son así de monotemáticos? Con
todo el oro que ha visto hoy se podría alimentar a un barrio
entero de Bajaciudad durante años.
Los visitantes deambulan a una distancia prudencial de la
pagoda, como si llegar a pisar su sombra fuera un pecado.
Quizá lo sea, piensa Ter. Viniendo de esos estirados, no le
extrañaría. El lugar está tranquilo, nada que ver con los ritmos
alegres y la música de los desfiles que llegan de la zona no
señorial, más allá de la valla. Nadie repara en Ter.
Los parroquianos más fieles del Ave cé lo conocen como
«el hijo de los dueños»; los de los últimos años, como «el
hermano de Staylinn». Se codea con esos que muchos llaman
«los héroes de la revolución» (grupo en el que, humildemente,
Ter considera que debería incluírsele). En los salones de fiesta
de Bajaciudad sus ojos tienen fama de irresistibles, y él, de
bailar y beber hasta que sale el sol. En la Academia, es uno de
los alumnos más destacados. Hijo, hermano, espía, héroe,
rebelde, soldado, juerguista… ¿Cuál de esas versiones de Ter
es la verdadera? Quienes lo conocen de verdad lo saben: todas.
Porque Terabent Meda es un camaleón.
Y en días como ese, le gustaría serlo de manera literal.
A ver, claro que conoce la técnica para «volverse
invisible»; mucho mejor que Dantelle, por cierto. ¡Por la
Madre, si fue él quien le enseñó! Pero es que mantener la
invisibilidad en movimiento requiere mucha más energía que
hacerlo estando quietecito, y Ter, al contrario que Dantelle, no
tiene un torrente ilimitado de magia. Así que no le queda otra
que reservar sus fuerzas y pasar inadvertido a la vieja usanza.
La pagoda está custodiada por dos columnas de fénix y
cuatro monjes huozis. Normalmente no estarían allí, pero
claro, hoy es el día de Suiren, un motivo de regocijo y fiesta
para los huozis… y un grano en el culo de Ter. Porque el plan
inicial era que Dantelle usara su magia para hacerlos pasar,
ocultos, por delante de los monjes, pero esa opción se ha caído
por el puñetero pasadizo. El problema es que, según Aiya, no
hay otra entrada a la pagoda.
Al menos, a ras de suelo.
Los visitantes despistados juegan a su favor. Es cierto que
él es un extranjero, que lleva un florín y que le saca una
cabeza a la mayoría de la gente. Pero sabe moverse bien, tanto
para llamar la atención como para pasar desapercibido.
Camaleón.
Tiene que dar un rodeo considerable para llegar a la parte
de atrás, porque la maldita pagoda es puñeteramente enorme.
Encuentra un rincón donde esconder su florín; para lo que
tiene pensado, supondría un estorbo más que una ayuda. No le
hace gracia desprenderse de él, pero sabe que lo mejor es ser
prudente, ir con calma para evitar que lo descubran. Pero eso
no quita que las ganas de echar a correr le cosquilleen en las
plantas de los pies. Es la preocupación por Dantelle y Aiya, sí,
pero también algo más. Es el pulso acelerado que se apoderó
de su cuerpo en el primer entrenamiento de la Academia, o
cuando espiaba a alguien importante en Galvania cuando era
un crío. El que guio sus movimientos tras el atentado de
Beongae. Es el pulso del deber, de una misión, y Ter lo adora
como a nada en el mundo. Le aclara los pensamientos. Lo
vuelve centrado, ligero, como ligero se vuelve su cuerpo
cuando emplea un poco de magia para impulsarse de un salto
hasta el tejado del primer nivel de la pagoda.
A partir de ahí, es fácil. Agarrarse, trepar. Se le tiñen los
dedos con el polvo rojo de los sillares. Magia, saltar.
Esconderse. El estallido y el chisporroteo de los fuegos
artificiales enmascara el ruido de sus aterrizajes. Tejado tras
tejado, nivel tras nivel, Ter escala hasta su objetivo.
Apenas quedan un par de pisos sobre su cabeza. Ha
llegado tan alto que, cubierto como está por la sombra del
tejadillo superior, si alguno de los visitantes levantase la
cabeza, no vería nada. Pegado a la pared, cuenta las ventanas
varias veces, repasando las indicaciones que les ha dado antes
Aiya. Cuando está convencido de que ha localizado la
habitación correcta, se concentra. Ha llegado la hora de
hacerse invisible. Solo un momento, para comprobar si está
todo despejado.
Primero, se asoma. Cuanto más rápido se mueva, más
difícil de controlar será la ilusión, y más fácil será que lo
pillen, si es que hay alguien dentro de la habitación. Porque
Ter no oye nada; al menos, nada que no sea la algarabía del
festival que llega desde lejos.
Se encarama al marco de la ventana (sorpresa: más oro) y
se detiene a observarlo. A observarse. A todo el mundo le
gusta ver la cara de Ter Meda, y Ter Meda no es una
excepción, pero por una vez se alegra al buscar su propio
reflejo y no encontrarlo. Su magia está funcionando. «Pues
claro».
En equilibrio sobre el marco de la ventana, Ter levanta la
vista para examinar el interior de la habitación. En alguna
parte, una bengala explota. Y entonces, se da cuenta de su
error: los fuegos artificiales no solo camuflaban sus propios
ruidos…, también han acallado los pasos de la persona que en
ese instante aparece tras la puerta corredera. Una persona que
no es el príncipe Hanlu.
El extraño aparece en el umbral mirando al frente, es
decir, a la ventana. A Ter.
Y sus ojos pasan de largo.
Ter contiene un suspiro, aunque el alivio no dura
demasiado.
Si salta de vuelta al tejado, su invisibilidad podría titilar
y, lo que es peor, el ruido le delataría. Pero ¿tan malo sería?
Puede abalanzarse sobre el extraño. Al fin y al cabo, él
tampoco debería estar allí. ¿O sí? ¿Será alguien que quiere
asegurarse de que ningún intruso aproveche el festival para
atacar a su príncipe? No va vestido de monje… Parece algo
mayor que Ter, rozando la veintena, como el príncipe Hanlu.
Tiene la misma constitución que él, delgado y elegante,
aunque lleva una coletita castaña que no se parece en nada a la
melena azabache que Ter recuerda haber visto en Beongae. Y
tiene el rostro al descubierto, por descontado. Es un rostro
pequeñito, con una nariz pequeñita como la de Aiya y unos
labios pequeñitos color melocotón que le resultan
extrañamente familiares.
—Príncipe Hanlu, príncipe Hanlu —canturrea el
desconocido, mientras sus dedos rebuscan con tranquilidad en
un arcón de aspecto carísimo—, siempre llegando tarde…
Sus labios se estiran en una sonrisa cuando encuentra lo
que quería. Sus dedos, largos y elegantes como él, sacan algo
lustroso y negro: una peluca. Y…
«Joder».
… una máscara de fénix.
Quizás es por la explosión repentina de un fuego
artificial. Quizás es porque acaba de darse cuenta de que está
viendo el rostro desnudo de un príncipe losbita y de que, si
dicho príncipe lo pilla, ya puede olvidarse de su ayuda (y
probablemente también de mantener la cabeza pegada al
cuerpo). Tiene que ser por alguna de esas razones por lo que
las manos de Ter Meda, que acaban de auparlo por una
infinidad de pisos de esa pagoda, ahora se vuelven torpes y se
resbalan por el marco de jodido oro de la ventana.
Lo siguiente que ve es el techo de la habitación, con el
rostro de la muerte a un palmo de su nariz. El cuerpo al que va
unido parece, desde luego, muy decidido a matarlo: en una
mano empuña un largo pasador de oro, afilado como una daga
(tal vez lo sea) y en la otra…, bueno, la otra está envuelta en
llamas.
El príncipe Hanlu está muy, muy enfadado.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
Ter quiere alzar sus manos desarmadas en son de paz,
pero Hanlu, a horcajadas sobre él, le ha aprisionado los brazos
con las rodillas. Podría liberarlos, pero no sería muy
inteligente. Si lo hiciera, no habría nada entre las piernas del
príncipe y su muslo, y entonces Hanlu podría descubrir las
dagas que Ter lleva escondidas bajo la ropa.
—¡Vengo de parte de Aiya!
—Aiya desapareció en el atentado de Beongae.
Ese «desapareció»… Ter lo ha oído antes. Muchas veces.
Cuando tenía catorce años, en otra ciudad, en otro idioma,
pero eso es lo de menos. Ese tono es internacional. Es el
«desapareció» que te sale cuando te obligas a no decir
«murió». O, mejor dicho, «la mataron».
—Aiya sobrevivió al atentado —dice Ter—. Está aquí, en
Huozai. Pero nec…
Ve la chispa de esperanza en los ojos castaños del
príncipe como si la hubiera encendido con la misma facilidad
que el fuego que le lame los dedos. El fulgor de las llamas
brinca por toda la habitación, reflejado en el oro que remata
todos los muebles; el espejo, el arcón, el marco de la ventana.
Contra él, contra el cielo, se recorta la silueta de Hanlu, triste y
peligroso. Los fuegos artificiales explotan a lo lejos, pero
parece que surgieran de su espalda. En su mano, las llamas
crepitan con más fuerza.
—No intentes engañarme.
—¡Es verdad! Aiya está viva, llevo casi una semana
viajando con ella. Veamos… —Ter se exprime la cabeza. De
todas las historias que Aiya contó en el barco, tiene que haber
alguna que le sirva, algún detalle que…—. ¡El pájaro! —
recuerda—. Aiya me contó que tiene un pájaro en el templo
del Sol. Un… flama… No… ¡Flaminaara! Un pollo de
flaminaara al que cuidaba en secreto.
«¡Éxito!», se dice Ter, al ver el cambio de expresión de
Hanlu. El príncipe sigue aprisionándole los brazos, pero la
llama titila en su mano, como dudando. Le ha creído. Sus
labios se abren muy despacio, y Ter sabe que lo que diga a
continuación serán, por fin, palabras que él se alegre de oír.
—Polluelo.
Justo lo que él esperaba. El príncipe Hanlu ha…
¿Lo ha llamado «polluelo»?
—¿Disculpad?
—Un polluelo de flaminaara. No un pollo. —Hanlu repite
la palabra «pollo» en losbita para dejarlo claro.
Increíble. «Yo aquí, intentando amablemente salvar su
isla, y va él y se pone a darme lecciones de vocabulario sobre
pajarracos», piensa Ter. Empieza a entender por qué medio
Losbias parece empeñado en matar a sus príncipes.
A falta de otras armas con las que desquitarse, Ter usa su
mejor sonrisa:
—Ya veo de quién ha aprendido Aiya su dominio de mi
idioma, Alteza.
Hanlu reacciona como si le hubiera dado un calambrazo.
Se inclina sobre Ter, casi nariz con nariz, y él tiene que admitir
que lo pilla desprevenido. Pero bueno…, no es la primera vez
que su carisma natural le hace ligar sin intentarlo siquiera, y si
sirve para quitarse a Hanlu de encima (irónicamente), él está
dispuesto a seguirle el juego. Aunque no demasiado. No sabe
cuánto tiempo les queda.
Sonríe aún más, hasta que nota cómo le tira la cicatriz de
la mejilla, esa que todos confunden con un hoyuelo. Es
infalible. Hanlu está ardiendo. Lo nota.
Corrección: su mano sigue ardiendo, y la ha acercado
tanto a la cara de Ter que casi le quema sin tocarlo. El rostro
del príncipe es inescrutable, pero, desde luego, esa expresión
teñida de brillo anaranjado no es la de alguien que está
ligando.
—¿Cómo me has llamado?
Alteza.
«Mierda». Hanlu no sabía que Ter lo había reconocido.
Habría podido aprovecharlo, haberle pedido una audiencia con
el príncipe y haber vuelto a entrar cuando Hanlu se hubiera
puesto su disfraz. Ter habría fingido que no sabía que eran la
misma persona, y le habría pedido ayuda sin que Hanlu se
viera obligado a matarlo después.
Obviamente, es demasiado tarde para eso.
Por el rabillo del ojo intenta captar algo más de la
habitación, algún detalle sobre Hanlu, sobre cómo es, una pista
de por dónde darle la vuelta a la situación, pero tiene al
príncipe (y a su fuego) tan cerca que apenas puede mover la
cabeza sin chamuscarse las pestañas. Sin embargo, no es la
primera vez que trata con la realeza. Sabe que hay algo que
todos los príncipes tienen en común.
Su ego.
—¿Quién podría hacer eso —señala la mano en llamas
de Hanlu con el mentón— sino el heredero del Sol?
En lugar de sonreír satisfecho ante la fingida adoración de
Ter, Hanlu Huozai casi parece avergonzado. Mira el fuego,
como si acabara de percatarse de que está ahí. Durante un
segundo hay silencio en la habitación. Fuera, los gritos de
júbilo y las explosiones parecen resonar con más fuerza.
—No te muevas —dice Hanlu, y por fin se levanta, pero
no sin antes hacer que las llamas crepiten con más intensidad
entre sus dedos. Ter capta la amenaza.
El príncipe sale de su campo de visión, que consta
básicamente de la ventana y un pedazo de techo ridículamente
ornamentado. Oye sus pasos, entremezclados con el ruido del
exterior. Se detienen un instante. Con cuidado, Ter tantea en
busca de su daga. Por si acaso.
Apenas ha rozado la empuñadura cuando Hanlu regresa.
Con la peluca y la máscara, parece otra persona. Alguien a
quien a Ter no le molestaría herir si fuera necesario.
—No pretendía sorprenderos así. Lo juro. Sé que…
esto… —¿señalar su cara sería meter el dedo en la llaga?—
tiene consecuencias. Me comprometo a hacerle frente al
castigo que consideréis, Alteza. Pero, si me escucháis, creo
que coincidiréis en que ahora tenemos otras prioridades.
—¿De qué hablas?
—El palacio podría correr peligro. Una secta. Venía con
Aiya a avisaros, para que alertaseis a vuestros monjes. Pero
usamos un pasadizo… —No menciona a Dantelle. Duda que al
príncipe Hanlu le preocupe el destino de su amigo—. El suelo
se abrió. Está atrapada. Y por eso he tenido que colarme por
la ventana.
Hanlu frunce los labios, ensombrecidos por el horrendo
pico dorado. Ter contiene una mueca de sorpresa cuando el
príncipe le tiende la mano.
—¿Cómo te llamas?
Sus dedos aún conservan parte del calor de las llamas.
—Osvern Medaume —responde Ter sin pestañear.
Dantelle será un cabezahueca, pero acertó en una cosa: uno no
va por ahí diciéndole su verdadero nombre a un príncipe
losbita.
Hanlu hace un movimiento brusco. Ter se tensa, pero el
príncipe tan solo lo ha agarrado por la manga. La levanta, con
la mirada clavada en el brazalete que hay debajo.
—Lo sabía. Sabía que te había visto antes. —Por suerte,
no parecen llamarle la atención los rayones con los que Ter
desfiguró los símbolos—. Un soldado del Continente que se
cuela por mi ventana para advertirme de una conspiración.
No es muy digno de confianza. —Hanlu no parece suspicaz, y
que las maldiciones se lleven a Ter si tiene alguna idea de lo
que le pasa por la cabeza—. Pero llevas una daga en el muslo
y no has intentado atacarme con ella. Y Aiya no le habría
hablado de Hoxu a cualquiera. De momento, voy a fiarme de
ti, Osvern.
«¿Por un pollo y porque no he intentado matarlo en los
últimos diez minutos?», se asombra Ter. Si el príncipe Hanlu
vende tan barata su confianza, es fascinante que aún siga con
vida.
—Gracias, Alteza.
—Primero llévame con Aiya. Y por el camino, puedes ir
hablándome de esa secta que…
***
De crío, Ter trabajaba de mensajero de la Ciudadela de
Galvania y, a la vez, de espía para los rebeldes. Gracias a esa
doble ocupación, desarrolló una gran habilidad para escuchar a
hurtadillas y, con ella, una enorme animadversión a los ruidos
que impiden hacer eso mismo (tiene que añadir los puñeteros
fuegos artificiales a la lista). Tampoco le gustan los sonidos
que no sabe descifrar. De pequeño, siempre le llamaba la
atención lo complicado que era diferenciar una risa de un
sollozo. Ese día, en el palacio del Sol, descubre otra cosa: que
los gritos de júbilo y los de terror también son increíblemente
fáciles de confundir.
Al fin y al cabo, él no lo hace hasta que llega la
explosión.
Los pies de Ter tropiezan consigo mismos cuando el
suelo tiembla. La habitación entera lo hace, y la tarima se
comba bajo los pies de Ter, como si aún estuviera en el barco y
arreciara la tormenta. Algo agudo. Un ruido. Un jarrón roto,
quizás. El biombo de la esquina también se cae. Ter recupera
el equilibrio agarrándose al marco de la ventana, aunque esa
especie de terremoto termina tan rápido como ha llegado. Pero
deja algo: gritos. Gritos dentro de la pagoda.
Y más. Fuera. Como si la explosión hubiera derrumbado
un velo invisible, igual que ha hecho con el biombo, ahora Ter
se da cuenta de todos los sonidos que trepaban desde la
ventana y que, como un estúpido, había confundido con el
alborozo de la fiesta. Ya no hay tambores ni flautas, y los
estallidos, ahora lo comprende, no pertenecen a ningún fuego
artificial, sino a fuego a secas. Fuego malva.
Sabe que no debería, pero se asoma por la ventana y, por
primera vez desde que puso el pie en Huozai, no ve rojo ni
dorado, sino gris: una nube gris y amoratada; columnas de
humo que se elevan por toda la zona señorial y más allá.
Ascienden desde los lejanos puestos de los artistas, desde las
paredes de los pabellones del Consejo y los arbustos del
camino, elevándose hacia el cielo, ese que antes había
parecido tan imposible y eternamente naranja. La gente corre.
No, escapa. Ya no se distingue el arcoíris de sedas de sus
trajes. Entre el humo, más allá del techo de cadera de la gran
pagoda central, todo son figuras apagadas que huyen de las
llamas. Aunque es difícil fijarse en ellos. A Ter la vista se le
va, inevitablemente, hacia las hogueras. Resplandecen como
joyas, moradas y terribles.
Todo eso lo capta en un instante, que es lo mismo que
tarda Hanlu en soltar una exclamación que Ter no comprende,
pero que suena a improperio.
—¿Qué ha sido eso? —dice después.
Siente el calor de su cuerpo tras él, acercándose para
contemplar la masacre.
—Hemos llegado tarde —dice, apartando al príncipe y
guareciéndose con él tras la pared. Aprieta los puños—. Joder.
Al otro lado, los gritos resuenan cada vez más cerca; si
son monjes o sectarios, ni le importa ni piensa esperar a
descubrirlo. Para empezar porque en cualquier momento una
de las bombas de la secta, o lo que coño estén usando, podría
entrar por la ventana y volarlos en pedazos a él y al príncipe.
Y para seguir, porque quedarse quietecito y compadeciéndose
no es algo que Terabent Meda sea capaz de hacer.
—Vamos. Tenemos que arreglar esto.
No ha sido él quien lo ha dicho, sino Hanlu. Se le ha
adelantado y ya corre hacia la puerta, con las manos envueltas
de nuevo en llamas. Ter lo sigue. La daga llega a sus dedos tan
rápido como el fuego ha llegado a los del príncipe.
Lo primero que siente es el calor. Lo segundo, el humo.
Las paredes decoradas con tapices bordados están difuminadas
por una bruma inquietante y morada, aunque Ter quiere pensar
que es demasiado leve como para que proceda de un incendio
en esa misma planta. Probablemente se haya colado por las
escaleras. Abajo es donde están realmente jodidos.
Abajo. Donde están Dantelle y Aiya.
«No, no, el humo asciende», se recuerda Ter mientras
corre tras Hanlu. «Es imposible que se haya colado una bomba
en su pasadizo secreto. Ellos están más a salvo que nosotros».
Aunque sabe que tiene razón, es difícil sentirse tranquilo.
Qué coño, con el crepitar de las llamas y los gritos, es difícil
hasta oír sus pensamientos. En algún lugar, posiblemente un
par de plantas más abajo, se oyen golpes y chillidos por
encima del chasquido furioso de las llamas. Chillidos de dolor.
Peleas. El fuego ha llegado a la pagoda, y parece que los
terroristas también lo han conseguido. Ter aprieta la daga.
—¿Qué pasadizo ha usado Aiya? —pregunta Hanlu.
—Yo… Entramos a través de la salamandra.
Hanlu asiente, pensativo, y aunque no deja de correr,
aminora un poco la marcha. En mitad del pasillo enturbiado de
humo, su máscara dorada, alumbrada por sus manos en llamas,
parece un faro.
—Si no recuerdo mal, hay otro pasadizo en el salón de
caligrafía de la tercera planta. Si salimos por ahí y…
Esa vez, la explosión tira a Ter de rodillas. Siente el ardor
de las manos de Hanlu, que dejan una mancha humeante en el
suelo a su lado, aunque apenas se distingue entre el polvo que
cae de las vigas del techo. Rueda sobre sí mismo para
incorporarse.
—Maldiciones —escupe Ter. Le parece oír un chillido
agudo entre el fragor de las llamas—. Eso ha sido cerca.
Hanlu da media vuelta de repente y echa a correr en
dirección contraria a la que llevaba hasta entonces. Un nuevo
chillido se abre camino desde alguna parte:
—¡Xiaomao!
¿Dónde ha oído ese nombre antes?
«Este año la princesa Xiaomao deberá ausentarse por su
enfermedad».
Joder.
Si antes Hanlu había sido rápido, ahora parece un
espectro, un ascua incandescente volando entre el humo del
pasillo. Ter corre tras él. Salta un pedestal derrumbado. Una
nueva explosión lo estampa contra la pared, pisa fragmentos
de porcelana rota. Tose. El humo cada vez es más espeso.
Apenas habría visto aparecer las escaleras, de no ser porque el
punto fijo que son las manos de Hanlu empieza a descender
ante él, sin dejar de gritar el nombre de su hermana. Un
nombre que comienza a sonar entrecortado por la tos.
A Ter le escuecen los ojos. Al cabo de un rato, se guía
más por la voz de Hanlu que por el brillo de su fuego. Por su
voz y por otra, aguda, que ahora ya no chilla, sino que pide
auxilio y que suena cada vez más cerca, pero, al mismo
tiempo, cada vez más débil.
Doblan una esquina, y el calor azota con tal contundencia
que parece sólido. Ter siente la piel secándosele; no solo la
piel, la garganta, el interior de su cuerpo, él entero. El humo es
más denso aquí, pero no necesita abrir mucho los ojos para ver
el fuego, ese mismo que desde la ventana le había parecido
una joya ondulante. Ahora, esa joya terrorífica le impide el
paso; lamiendo lo que en su día debió de ser una puerta,
estirándose hacia el techo y hacia las paredes. Del papel
pintado no quedan más que cenizas, y algunos de los ladrillos
que escondía ya han empezado a desmoronarse. El fuego
malva arde con tal furia que al otro lado no pueden vislumbrar
más que sombras.
—¡Xiaomao, estoy aquí! ¡Tranquila!
Hanlu grita algo más, pero habla tan deprisa que Ter no
logra comprenderlo. La princesa también dice algo, pero el
miedo, las lágrimas y el fuego lo reducen a un par de palabras
deslavazadas:
—¡No puedo… fuego… obedece!
—¡Tranquila!
La luz naranja abandona el rostro de Hanlu cuando el
príncipe apaga sus manos. Las sombras del fuego malva lo
invaden, conquistando la superficie brillante de su máscara de
fénix. El heredero del Sol extiende las palmas hacia el
incendio. Crispa los dedos. Y espera.
Y no pasa nada.
—¡No! ¡Otra vez no! —farfulla Hanlu. Su resentimiento
apenas resulta audible por encima del rugido de las llamas y de
los sollozos de Xiaomao.
Ter sabe que sus esfuerzos son inútiles: por alguna razón,
el fuego malva escapa del control de los huozis. Los monjes
del Sol no pudieron hacer nada por dominarlo en Beongae; su
fracaso fue la comidilla de los Señores tras el atentado. Por
supuesto, se cuidaron mucho de que semejante brecha en la
fachada todopoderosa de su magia no llegara a oídos de los
soldados del Continente, pero Ter, que estaba atento a
cualquier susurro sospechoso que pudiera ayudarle a descubrir
dónde maldiciones se había metido Dantelle, lo oyó. También
oyó lo que murmuraban los losbitas (cuando se cansaron de
burlarse de los huozis). Todos pensaban lo mismo: que ese
fuego tenía que ser magia negra.
Hanlu había estado en Beongae. Tenía que saber que su
don no aplacaría las llamas malvas. Sin embargo, ahí sigue,
gruñendo y tensando las manos hasta que sus nudillos se
vuelven blancos. Los dedos le tiemblan por el esfuerzo.
—¡Dejadlo! —grita Ter—. ¡Necesitamos agua!
Es fácil decirlo, pero ahí no tienen un puerto a la vuelta
de la esquina, ni un batallón de monjes ameagis que
descarguen el mar sobre sus cabezas como hicieron en
Beongae. ¿Qué tienen ellos? Un príncipe desesperado, una
princesa atrapada… y fuego, mucho fuego y humo, y
escaramuzas librándose bajo sus pies. Una nueva explosión lo
hace tambalearse, y está a punto de caer cuando va a sujetarse
contra un muro que ya no existe. Los ladrillos se han venido
abajo; el interior de la pared queda a la vista, desangelado y
lleno de telarañas adheridas a las tuberías que recorren el suelo
como serpientes de metal.
En cuanto lo ve, Ter empieza a emprenderla a patadas
contra el hueco de la pared.
—¡Ayudadme! —exclama entre toses, pero Hanlu o no lo
oye o está demasiado bloqueado como para comprender sus
intenciones. La princesa ha dejado de gritar. Quizá el fragor
del incendio acalla su voz; quizá se ha desmayado. O no.
Ter patea con más fuerza, extiende las manos, invoca su
magia, lo que sea. Utiliza su daga para hacer palanca contra el
codo de la tubería. Golpea de nuevo. Su magia tira del metal.
Tose un par de maldiciones. Gruñe y golpea y, al cabo de lo
que parece una eternidad, la pieza parece darse cuenta de que
él es Ter Meda, y que ningún metal puede hacer frente a la
fuerza de su cabezonería. Y cede.
El borde roto de la tubería le araña el tobillo cuando da
una última patada mal calculada. Da igual. Ter se tira al suelo,
intentando mirar por el agujero en busca de agua, aunque, a su
alrededor, el incendio ruge tanto que hasta su saliva se evapora
dentro de su boca.
—Venga, venga…
Pone ambas manos sobre la tubería y cierra los ojos. El
metal está caliente, casi quema. Da igual. Hay agua ahí al
fondo, en alguna parte. Lo sabe. Solo tiene que llamarla.
«Solo». Si no estuviera a punto de morir salvando a una niña
que quizá ya esté muerta, o si no tuviera la garganta en carne
viva, Ter quizá se habría reído. Pero ahora no es un bromista.
Es un soldado. El puto mejor soldado de todo el reino, joder.
—¡VENGA!
La tubería se transforma en un monstruo. El agua brota a
tal velocidad que se convierte en una explosión blanca.
Después de haber tirado de ella por las cañerías desde la
Madre sabe dónde, Ter siente cómo sus músculos se contraen.
Le duele la cabeza. Tiene la visión nublada, y no es por el
humo. Su magia ha estallado igual que el agua que ahora sale a
borbotones de la tubería rota. Debería ponerse en pie. Tendría
que concentrarse, dominar el agua. Extinguir el incendio. ¿No?
¿No era eso? Ter intenta ponerse en pie, pero no puede. El
agua. Tiene que…
Controlar el agua es complicado. Es abstracta,
escurridiza, está ahí y no. Asirla con magia es tan complicado
como hacerlo con las manos, y Ter no es uno de esos monjes
de la Ola que se pegan la vida practicando para eso. Él no
puede vaciar el mar sobre Beongae. Él… ¿Él está ciego? ¿Hay
más humo allí o se lo imagina? ¿O es que ha cerrado los ojos?
Una tos. Entre el fragor del fuego y del agua
descontrolada que le está empapando (ni se había dado
cuenta), oye una tosecita.
«No seas tan cretino de desmayarte ahora», se dice. «No
puedes». Y si hay algo que Ter sabe, es que Ter siempre tiene
razón.
Mueve las manos, y es como mover dos columnas. Pesan
sus brazos, y pesa la cantidad de agua que está desplazando su
magia, directa hacia el muro de fuego. No hay control alguno,
ni elegancia; el lazo de agua salpica por el suelo y las paredes,
empapa a Ter y a Hanlu. Pero llega. Y sigue llegando. Y a Ter
le tiembla el cuerpo aunque está tumbado, tirado, pero no para.
No sabe si está perdiendo el conocimiento, o si es que
cada vez hay más humo, o menos luz (¿menos fuego?); no
sabe si Hanlu se convierte en un borrón porque a él se le está
nublando la vista o porque el príncipe ha atravesado las llamas
(¿sigue habiendo llamas?). Solo sabe que la siguiente imagen
nítida que ve es la máscara monstruosa del fénix frente a él.
Hanlu está arrodillado a su lado, y hay algo entre sus brazos.
Alguien. Una niña, con la cara escondida contra el pecho del
príncipe. El rugido del fuego se ha calmado, o quizá se ha
extinguido, así que Ter puede oír con claridad cómo Xiaomao
llora. Llora. Está viva.
—¿Cómo has…? —empieza Hanlu, pero no sabe
continuar.
Ter está tan exhausto que no es lo suficientemente rápido:
no oculta sus manos, que siguen inequívocamente alzadas,
abarcando el espacio entre la tubería reventada y la inmensa
línea de cenizas y escombros que antes era la pared de fuego.
Mientras consuela a su hermana, el príncipe Hanlu lo observa,
con los labios ligeramente separados y sus ojos castaños
abiertos de par en par.
Ter sabe lo que están viendo esos ojos. Para Hanlu
Huozai, el heredero del Sol, él es un extraño que se ha colado
por su ventana como un ladrón, que ha cometido el sacrilegio
de ver su rostro y que, en mitad del ataque de una secta, acaba
de hacer magia negra.
Dharani
—Palacio del Sol—
Jisun siempre le dice que «ese descaro suyo» algún día le
saldrá caro. «Que tu morro te haya servido para ganarte a Umi
Ameagari no significa que puedas decirles a todos los Señores
lo que te dé la gana».
«Diría que a Jisun Beongae también le gusta mi morro»,
suele responder Dharani. Con eso, la conversación suele
transformarse en algo más agradable.
Sin embargo, al ver el rictus en los labios de Yazi Huozai,
Dharani ha pensado que quizás esa vez sí se ha pasado. «Si no
nos escucháis, Señor, toda esta gente podría morir hoy».
Probablemente ha hablado demasiado alto. Y a lo mejor ha
sonado un poco más amenazador de lo que ella pretendía.
Pero entonces, la mueca ha desaparecido entre las
sombras de la máscara de fénix, y el Señor del Sol se ha reído.
Se ha reído. Su carcajada ha sacudido los abalorios de su
tocado y se ha contagiado a su esposa, a sus acompañantes y a
los monjes que los escoltan; a los invitados emperifollados
que, Dharani está casi segura, ni siquiera han alcanzado a oír
lo que ella ha dicho. Así, entre risas, ha empezado a parlotear
sobre la superioridad de su ejército, sobre que Huozai no es
como Beongae, y Dharani juraría que ha podido sentir el
temblor de los puños de Jisoo, apretados bajo su túnica
mientras intentaba hacerse oír. Ha sido inútil. La
despreocupación de Yazi Huozai apesta a veneno y a
superioridad.
Pero, ah, cómo ha brincado con la primera explosión.
Seguro que incluso ha chillado.
Ha debido de oírse lejos, porque Dharani apenas siente
una pequeña sacudida en el aire. Sin embargo, reconoce lo que
sucede a su alrededor: el respingo que dan el Señor del Sol y
su esposa, las bocas de sus acompañantes abiertas en gritos de
sorpresa, primero, de terror, después. Los monjes llevándose
las manos a las armas. Es igual que en el desfile de Beongae.
Para cuando Jisoo la ha tomado del codo para alertarla,
Dharani ya sabe lo que va a decirle. Al alzar la mirada, no le
sorprende ver el cielo dorado de Huozai teñido de color malva.
No, es otra cosa lo que la hace gritar:
—¡Jisoo!
No pierde el tiempo con palabras, no señala el proyectil
que vuela hacia el príncipe, salido de Sheng sabe dónde.
Dharani agarra la mano que Jisoo ha puesto sobre su codo y,
sin pensarlo, lo empuja al canal.
Bajo el agua, el príncipe se revuelve contra ella. Le da
una patada, o igual solo está pataleando para no hundirse. Sus
movimientos se ralentizan allí abajo, y Dharani no logra abrir
los ojos. O quizá lo ha hecho. ¿Es normal ver tantos destellos?
Igual lo es, cuando te tiras de cabeza a un río de oro.
El impacto de sus dos cuerpos ha hecho pedazos la
superficie del canal; las ondas la golpean y se enredan con su
ropa y le impiden desentrañar los sonidos que llegan de la
orilla. Siente el cuerpo de Jisoo enredado en el suyo, una
fuente de ondas que pugnan por salir a la superficie, pero
Dharani no se lo permite. Agarra su codo con firmeza y está
tentada a boquear: «¡Espera!». Pero no hace falta. En ese
instante un segundo impacto sacude el lecho del canal con la
fuerza del martillo de Perseverancia.
Dharani se golpea contra Jisoo, pero también contra algo
más duro; podrían ser las paredes del canal, o quizá la
explosión (porque aquello ha sido la explosión del artefacto
que ha visto volar hacia Jisoo, está segura) los ha arrastrado
hasta una de las galeras.
Tira de Jisoo, ahora sí, pero el príncipe ya está braceando
hacia la superficie. Dharani sale un segundo después,
sacudiendo la cabeza para apartarse el pelo empapado de la
cara. Los abalorios le golpean las mejillas. Frente a ella, Jisoo
se ha alejado un tanto; se mantiene a flote con un brazo
mientras el otro se alza, amenazador, preparado para llamar al
viento. Tarda unos larguísimos segundos en reconocer a
Dharani.
—Vi la bomba detrás de ti —explica ella, escupiendo
algo de agua—. No había tiempo.
Jisoo respira con dificultad, y Dharani tiene la impresión
de que no es solo por el esfuerzo de contener el aliento bajo el
agua. Traga saliva mientras baja, finalmente, el brazo.
—Gracias. Perdona.
Las plumas negras se le han pegado al rostro y es difícil
saber adónde mira mientras nada hacia la orilla.
Dharani tenía razón: la explosión los ha arrojado contra
una de las galeras. Las velas están ardiendo; los reflejos
morados del fuego se emborronan sobre la superficie revuelta
del canal. Ellos dos no han sido los únicos que han saltado al
agua; de hecho, apenas queda nadie en tierra al otro lado del
enrejado. Del Señor Huozai y su esposa, que tanto se han reído
de las advertencias de Jisoo y Dharani, ya no hay ni rastro: sus
monjes se los han llevado en un abrir y cerrar de ojos. Lo
único que queda de la dinastía del Sol y de sus cortesanos son
un par de sombrillas abandonadas y en llamas y los tronos
vacíos. ¿ Adónde habrán huido? Dharani ni lo sabe, ni le
importa. Ella no pretende huir.
Ella va a cazar.
Es buena nadadora; no puedes vivir en Ameagari sin
serlo, así que alcanza la orilla antes que Jisoo.
—Vamos a por ellos —declara, tendiéndole la mano para
ayudarlo a equilibrarse sobre el barro. Señala hacia la pagoda
—: La bomba venía de allí. Busquemos las máscaras blancas.
Jisoo desenfunda su lanzaespada. Los secuestradores de
Jisun están ahí, y ni él ni Dharani piensan dejarlos escapar.
Sus pies vuelan sobre la tierra del jardín. ¿Sale por la
puerta del cercado del canal o lo salta? Ni siquiera se da
cuenta. El uniforme empapado pesa como un muerto y
Dharani se siente tentada de arrancarse unas cuantas piezas
mientras avanza en la dirección desde la que ha llegado la
bomba, pero cambia de opinión al ver a Jisoo. El príncipe, tan
rápido como ella, esgrime su lanzaespada en una mano
mientras se tapa la cara con la otra. Dharani lo imita. La
humedad de la tela le inunda las fosas nasales, ayudándola a
respirar por encima del ambiente seco que se ha apoderado del
lugar. El agua de su manga se mezcla con el sudor que
empieza a resbalarle por la frente. Pero sigue corriendo.
Jisoo y ella avanzan a trompicones, esquivando carretillas
y puestos volcados, tropezando con los instrumentos que tanto
le han fascinado antes, que ahora yacen abandonados en el
suelo. Se abren paso en la dirección de la que todo el mundo
escapa, llevándose tantos codazos como los que ellos propinan
sin querer. Dharani escudriña los rostros en busca de máscaras
blancas, de muñecas con tatuajes profanos. Nada. Lo único
que destaca entre la masa de sedas y arpilleras es el resplandor
de las llamas y los destellos rojos y naranjas de las túnicas de
los monjes huozis. Algunos guían a los asistentes
atemorizados, los espíritus sabrán adónde; otros agitan las
manos en el aire y gruñen, intentando aplacar los incendios. O
no estuvieron en Beongae y no saben que su magia resulta
inútil ante ese fuego, o sencillamente no quieren asumirlo.
—¡Agua! —grita Dharani a su paso. La voz le raspa en la
garganta irritada por el calor y el humo—. ¡Apag…lo con
agua! —insiste. Jisoo va unos pasos por delante de ella; ya ha
doblado la esquina del pabellón que Dharani está rodeando,
pegada a la sombra de su pared—. ¡Ag…!
En cuanto Dharani abandona el refugio tras el muro, una
ola de calor la golpea de lleno. A pesar de la manga sobre su
rostro (que ya está prácticamente seca), los ojos le lagrimean
cuando mira al frente.
La gran pagoda está ardiendo.
No, eso es quedarse corta. El deslumbrante edificio, antes
todo oro y rubí, ahora está siendo engullido por el fuego
malva. Columnas de humo y llamas se derraman por los
huecos de las ventanas, como espíritus atrapados desesperados
por escapar. Tras la gran pagoda, Dharani distingue más
incendios en la zona señorial. ¿Serán los aposentos del
príncipe Hanlu y sus hermanas alguna de las pagodas en
llamas? ¿Y si Aiya, Dantelle y Ter están allí? ¿Deberían ir a
buscarlos?
Es la primera vez que se detiene desde que ha empezado
a correr, pero tan solo se permite tomar una bocanada de aire
antes de girarse hacia Jisoo. Pero es un error. Lo único que
respira es humo y ardor y el mismo regusto a ácido que tenía
el incendio de Beongae. Casi siente las llamas bajándole hasta
las tripas, como un lingotazo de alcohol de quemar.
Junto a ella, Jisoo también se ha parado, pero él no está
pensando en Aiya y los demás. Lo sabe porque no mira la zona
señorial, sino la tapia que delimita un paseo cercano. Alguien
se guarece en su sombra, recuperando el aliento. Entre el
denso humo del incendio, su rostro no es más que una mancha.
Una mancha blanca.
Dharani apenas tarda un instante en darse cuenta pero,
para cuando lo hace, la lanzaespada de Jisoo ya está en el aire.
El arma rasga la distancia a toda velocidad, impulsada por el
don del heredero. El enmascarado ni siquiera tiene
oportunidad de huir. La lanzaespada atraviesa limpiamente la
seda de su túnica y se clava entre dos ladrillos de la tapia,
inmovilizándolo.
No tardará mucho en soltarse, y los tres lo saben. Dharani
echa a correr, aunque no es rival para Jisoo, que se ha
impulsado hacia delante con el mismo viento que ha hecho
volar su lanzaespada. Aunque avanza a trompicones, la visión
debe de resultar lo suficientemente intimidante para el
enmascarado, porque pierde unos valiosos instantes mirando al
príncipe. O quizá solo se queda quieto. Es difícil saberlo a
través de las diminutas rendijas de la máscara, porque Dharani
ya está lo suficientemente cerca como para confirmar que es
una máscara. De sus sienes brotan cuatro cuernos retorcidos.
El enmascarado mueve el brazo libre, pero, en lugar de
usarlo para arrancar la lanzaespada de la pared, se mete la
mano entre los pliegues de la túnica. Saca algo, una bola
envuelta en una especie de lienzo grasiento. El extremo está
enroscado alrededor de un filamento. Una mecha.
Está apagada, no como la que Dharani ha visto volar
sobre Jisoo antes de lanzarlo al canal, y el enmascarado no
está en condiciones de encenderla ahora mismo. Pero entonces
¿por qué la ha sacado, en lugar de intentar escapar? Dharani
tarda unos segundos en comprenderlo.
«La pagoda». Si el enmascarado lanza la bomba y
consigue que llegue hasta las llamas del incendio…
—¡Bomba! —grita, pero Jisoo lo ha entendido antes que
ella.
Jisoo se detiene, extiende los brazos al frente y arroja
todo su vendaval hacia el enmascarado. La ráfaga le golpea la
cara y se la estampa de lado contra la tapia. Algo en la
máscara se quiebra, y esta cae al suelo, revelando el rostro que
ocultaba. Es una mujer. Su expresión está empañada de sudor
y odio.
A pesar de todo, la bomba sigue firme entre sus dedos.
Jisoo vuelve a llamar al viento, dispuesto a arrancársela con
sus propias manos.
Pero el fuego la alcanza antes.
Fuego normal, pero igual de terrible, que llega tan
repentinamente que Dharani apenas tiene tiempo de distinguir
al monje huozi que lo ha conjurado. Casi ni alcanza a gritar:
«¡Jisoo!» antes de que la llamarada envuelva a la
exenmascarada… y a su bomba.
El impacto la hace tropezar. Nota cómo pedazos de
piedra, o de lo que sea que contuviera la bomba, le arañan la
cara y las manos. Nota el olor a ácido y el ardor momentáneo
en el cuerpo, pero su ropa sigue lo suficientemente húmeda
como para no prenderse. Cuando se desvanece el resplandor
del fuego, Dharani no ve rastro de llamas malvas en el
uniforme, aunque sí unas cuantas quemaduras. Le da igual.
Frente a ella, Jisoo está en el suelo, rodando sobre sí
mismo. Ya se ha incorporado para cuando Dharani llega hasta
él.
—¿Estás bien? —se lo preguntan a la vez, y ninguno se
molesta en responder.
No hay rastro del huozi que tan estúpidamente ha
desencadenado la explosión. Si ha huido o si ha sido la bomba
la que se lo ha llevado por delante, Dharani prefiere no
saberlo. De la mujer tan solo quedan un agujero carbonizado
en la tapia y unas manchas pegajosas en el suelo.
Y la máscara.
—No ha ardido… ¿Cómo es posible?
Jisoo ni siquiera se fija en su lanzaespada, que yace en el
suelo a cierta distancia. Por un instante, Dharani cree que va a
rugir y a estampar la máscara contra los restos de la tapia por
pura frustración. Sin embargo, se queda parado, con los dedos
tan blancos como la prenda que ahora aprieta entre ellos. No,
en realidad la máscara no es blanca, sino… amarillenta. Del
tono amarillento y sucio del hueso viejo. A pesar del calor, un
escalofrío le eriza la espalda. No puede sacudirse de encima la
sensación de que Jisoo está sosteniendo una calavera.
—Es… —murmura— como las del santuario. Como
las…
—… de Ameagari —Jisoo lo dice a la vez que ella.
Luego mira hacia la mancha de hollín y sangre que antes
llevaba aquella máscara—: La ha matado… Era nuestra única
pista…
Quiere consolarlo, decirle que se levante y que eche a
correr. Que a su hermana le decepcionaría verlo rendirse. Que
levante el culo y la ayude a encontrar a otro sectario y que a
ese le sacarán el paradero de Jisun aunque Dharani tenga que
arrancárselo literalmente de la lengua.
Pero no puede hacerlo, porque el suelo vuelve a temblar.
Y Dharani, que por un momento se había olvidado de lo que
tenían alrededor, vuelve a verlo todo. Al menos, todo lo que le
permite el humo. No obstante, está claro adónde tiene que
mirar.
A lo lejos, varios monjes huozis observan las estatuas de
fénix que presiden la entrada a la zona señorial. Hasta hacía
unos instantes, el oro que las recubría reflejaba la hoguera
malva, pero ahora se está… ¿derritiendo?
No, no se derrite: se desprende. Placas y placas de oro
caen al suelo levantando una polvareda que se mezcla con el
humo. Las alas y los picos se desmoronan, y bajo ellos
aparecen sendos armazones, una especie de monstruos repletos
de brazos.
Y los monstruos se mueven.
Aiya
—Palacio del Sol—
Vivir en Huozai no es sencillo. Delante de Jisoo Beongae,
Aiya jamás admitirá que el Señor del Sol es un gobernante
horrible. Su orgullo huozi se lo impide. Sin embargo, el
festival de Suiren es uno de esos días en que los habitantes de
su isla se ponen de acuerdo para fingir que todo está bien. Y
son felices.
Aiya recuerda uno de sus primeros Suiren, cuando
todavía no levantaba ni cuatro palmos del suelo y su padre la
llevaba sobre los hombros mientras ella intentaba capturar con
las manos los fuegos artificiales sobre su cabeza. Hoy, esos
fuegos artificiales se ven eclipsados por las llamas malva que
devoran los pabellones, los tejadillos de los tenderetes y las
velas de las galeras que hasta hace un rato navegaban por las
aguas doradas. Dantelle y Aiya acaban de subir a la superficie
del canal. La salida del pasadizo los ha devuelto a la zona
principal, cerca de la puerta oeste del palacio. El recibimiento
ha sido aterrador: ya no hay música, bailes ni risas; tan solo
gritos, tropiezos y empujones.
Aiya no lo piensa mucho. Se lanza sobre los huozis más
cercanos, tratando de tranquilizarlos. Pero resulta imposible. A
su alrededor, unos monjes juramentados intentan apagar las
llamas, pero su magia es inútil. Y están asustados como
polluelos. Igual que en Beongae, el don con el que han sido
bendecidos se ha vuelto en su contra.
A lo mejor no saben que está maldito. Tiene que…
—¡Aiya! ¿ Adónde vas?
Es Dantelle.
—Tenemos que… ayudar… —El humo se le mete en la
garganta.
—Pero ¿qué podemos hacer, no…?
Su voz se corta con un silbido que al principio Aiya
confunde con el de un proyectil. Pero no, es un diminuto
flaminaara que rompe las nubes de humo y emite un sonido
tan agudo que resulta desagradable. Aiya lo sigue con la
mirada mientras planea.
Las alas del flaaminara se pliegan cuando se posa en el
hombro de alguien.
En el hombro de Hanlu.
Su máscara está algo quemada; las plumas doradas del
fénix que ocupan el lugar de sus cejas, algo ennegrecidas. Su
túnica, siempre impoluta, chorrea agua. Tiene un agujero
enorme en la manga derecha y el mentón cubierto de marcas
de carbón. Aiya no se percata del arco que lleva a la espalda
hasta que lo prepara y apunta hacia el cielo.
La flecha golpea uno de los proyectiles que vuela por
encima de sus cabezas y lo hace reventar.
La explosión sacude el aire y provoca otra cadena de
alaridos. Pero evita que otro edificio sea pasto de las llamas. Y
también traslada la atención al príncipe.
—Tenías razón con eso de que era el mejor arquero del
Imperio, ¿eh?
Aiya cruza una mirada con Dantelle, que también tiene
las mejillas sucias y los ojos un poco llorosos. Lo toma de la
mano y tira de él para acercarse al lugar en el que Hanlu ha
empezado a gritar órdenes a sus monjes.
—Es inútil combatir ese fuego maldito con el nuestro —
está diciendo—, ¡necesitamos agua!
Ojalá hubiera algún ameagi por allí. Pero lo más parecido
es Dharani y no hay rastro ni de ella ni del príncipe Jisoo por
ningún lado. ¿Estarán bien? ¿Y Ter? ¿Por qué no está con
Hanlu? Se pregunta si Dantelle se ha percatado ya de su
ausencia.
Dantelle, a quien ha visto hacerse invisible, lanzarse a un
río de lava y curar la herida de su tobillo.
—Dantelle, ¿no podrías invocar un torrente de agua?
¿Una ola?
—Yo… —El chico se remueve nervioso—. No sé hacer
eso, lo siento…
Aiya se desinfla. Por un instante se ha olvidado de todo
en lo que cree y ha pensado que él podría invocar un torrente
así como así.
—Aunque hay otras formas aparte de la magia para
resolver los problemas —añade Dantelle.
Tira de ella hasta una de las galeras, que ha quedado
varada. Salta a la cubierta y se agacha para agarrar uno de los
cubos que usan los participantes para achicar durante la regata.
Lo llena de agua dorada del canal y se lo pasa a Aiya, que
comprende y vierte el contenido en un tenderete en llamas.
Sale un poco de humo pero… no da resultado.
—¡Mierda! Es muy poca agua y somos muy lentos —se
lamenta Dantelle.
Aiya observa a su alrededor, intentando encontrar un
recipiente enorme que, por alguna bendición de Sheng, puedan
manejar.
—¡Niña monje! ¡Quita de ahí!
Aiya se gira y ve a un grupo de cuatro ancianas que han
saltado al canal y utilizan sus sombreros hondos para tomar el
agua y verterla sobre las llamas más próximas.
Pronto, más huozis se unen. Todos se lanzan a las aguas
doradas con lo que tienen a mano: sus sombreros, cacerolas de
los puestos de comida, cubos o incluso tapices empapados que
lanzan sobre las llamas para sofocarlas.
—¡Haced lo mismo! —grita Hanlu hacia sus monjes—.
¡Ayudad a la gente!
Aiya no puede dejar de mirarlo. Hanlu se cuelga el arco
al hombro y saca algo del interior de su maltrecha túnica. Es
pequeño y las llamas lanzan destellos sobre él cuando el
príncipe levanta el brazo y… ¿qué es eso?
El palacio del Sol está lleno de secretos. Aiya sabe que
nadie los conoce todos. Las estatuas de fénix que los rodean
desde lo alto de los pabellones y las murallas han visto morir a
numerosos inconscientes que se atrevieron a entrar allí sin
permiso. Esos mismos fénix dorados, que hasta ahora había
considerado una más de las decoraciones ostentosas del
palacio, se abren como cáscaras de huevo revelando un
interior escalofriante.
Son estructuras de marfil del tamaño de una diligencia;
cuerpos como esqueletos con brazos alargados de araña y
picos amenazadores donde solía estar su cabeza. Ahora lo
entiende: lo que sostiene Hanlu es un controlador. Cuando
pulsa otro de los botones, los autómatas crujen y avanzan,
lentos, hacia el río.
—¡Aiya! ¡Toma!
Casi se había olvidado de lo que está sucediendo ahí
abajo. Dantelle le pasa otro cubo y Aiya lo atrapa como puede
antes de derramar el agua sobre las llamas.
—¿Aiya?
Será el caos, o que hace un rato ha estado a punto de
morir. O tal vez que los dedos llenos de ampollas le escuecen
en carne viva…, pero Aiya se echa a llorar cuando Hanlu dice
su nombre en voz alta.
No se mueve del sitio. Hanlu, que ha parecido olvidar
quién es y dónde están, corre hasta ella y la toma de la cara.
Aiya ve sus ojos castaños húmedos tras la máscara.
—Estás viva… —murmura acercándose más—. Él no
mentía… Pensaba que habías muerto y que yo…
—Estoy bien, lo siento mucho. —Aiya nota la tensión de
los últimos días acumulándose en sus rodillas—. Desaparecí
sin avisar a nadie. Pero es que…
—No pasa nada. —Hanlu la suelta y Aiya ve sus labios
esbozar una sonrisa rápida. Casi había olvidado esa
peculiaridad del príncipe del Sol: hacerte sentir bien con su
mera presencia—. Tenemos que ayudar.
Aiya asiente y devuelve su atención a los fuegos.
Dantelle está de pie sobre la galera y los mira a través del
humo.
—¡Chico! —Aiya apenas se sorprende cuando Hanlu
cambia a la lengua del Continente—. Baja de ahí.
Dantelle arquea una ceja, pero no protesta. Salta hasta
ellos y Aiya lo sostiene con cuidado para que no se caiga.
—Los autómatas harán el resto.
Lo dice con cierto orgullo. Y cuando los autómatas
comienzan a trabajar, Aiya entiende por qué. Los aterradores
esqueletos utilizan sus extremidades largas para abrazar las
galeras, llenarlas de agua y sacudirlas para apagar los fuegos.
Cuando los huozis se dan cuenta de lo que está pasando,
no se detienen; continúan su trabajo junto a las máquinas. Y
Aiya hace lo mismo. Dantelle y ella se quedan cerca del
príncipe, que dirige a los autómatas con el controlador, y
continúan con su cometido.
Eso no impide que Dantelle gire el cuello de vez en
cuando para mirar a Hanlu y que finalmente pregunte:
—Oye. Esto… ¿alteza Hanlu? ¿Dónde está Ter?
—¿Quién es Ter?
Pero la conversación termina ahí. Una ráfaga de viento
lanza a Hanlu por los aires y lo estrella contra uno de los
tenderetes, a él y a un par de personas que tenía cerca.
Aiya tiene el pensamiento tonto de que ha sido el príncipe
Jisoo, pero luego ve que lo que ha provocado la ventola ha
sido…
¿Una de las galeras?
El conocimiento de Aiya sobre los autómatas es limitado.
Sabe que en Ameagari los usan para prácticamente todo, pero
en Huozai son un privilegio de los Señores. Son parte de su
servicio y, aparentemente, también de su defensa. Pero esa
cosa…
—¿Qué coño es eso? —pregunta Dantelle.
Sobre las aguas doradas, una de las galeras se transforma
en un barco mucho más grande. De la popa nace una especie
de cañón, ¿habrá salido de allí la onda de viento?
—Es… un arma. ¡Apártate! —Hanlu se acerca, veloz, a
los dos. Se sujeta el brazo con la mano. El golpe le ha
desgarrado la ropa y su piel está teñida de sangre—. ¡Moveos
de ahí, maldición!
A pesar de la advertencia, Aiya es incapaz de reaccionar.
El artilugio vuelve a crujir y extiende un brazo de hierro en su
dirección. El movimiento levanta otra oleada de viento. ¡Igual
que antes!
El cañón va a disparar.
—¡No!
El grito de Aiya coincide con una explosión de fuego
malva y metralla que cae sobre los huozis que están más cerca
de la máquina. Aiya pierde el aliento, mientras el impacto la
arrastra por el suelo. La explosión levanta una nube de polvo
que la ciega y sus oídos le devuelven un pitido horroroso.
No. No. No.
Patalea, intentando incorporarse, pero alguien la toma de
la cintura y la aleja del canal y del autómata gigantesco. Y
Aiya, como si fuera una niña, se esconde en su pecho, tratando
de olvidar lo que acaba de ver.
Más y más golpes. Un movimiento brusco. Se detienen.
—…ya …iya… ¡Aiya! ¿Me escuchas?
—¿Estás bien? ¡Aiya!
Por fin consigue abrir los ojos. Se encuentra con la cara
de Dantelle, sucia y llena de rasguños. Está asustadísimo.
—¡Por la Madre, Aiya! Casi nos da un infarto.
«Nos».
Al lado de Dantelle, Hanlu la mira preocupado. Sobre su
hombro, Hoxu pía, nervioso.
—¿Qué es esa cosa? —pregunta Aiya, recuperando el
aire.
Hanlu y Dantelle se han alejado del canal,
resguardándose tras los escombros de una pared que esa
misma mañana era la residencia de algún consejero. La
porcelana de la cubertería rota cruje bajo sus pies cuando Aiya
se asoma para mirar el terrible escenario.
El casco de la galera ha quedado en la parte superior de la
estructura de acero, madera y hueso. Bajo ella, se ve crecer
una diligencia que parece un vehículo de guerra. ¿Todo eso
estaba bajo el agua? Dos ruedas gigantescas cubren toda su
base y de los laterales nacen los brazos y cañones.
—¿Cómo es posible que estuviera escondido aquí
dentro? —pregunta Dantelle.
—¡Avanza hacia la entrada del palacio! —avisa Aiya—.
Tratan de escapar. Si los detenemos, averiguaremos por qué
atacaron Beongae y qué hacen aquí.
—¿Cómo detienes a esa mole? —pregunta Dantelle, y se
aparta los rizos empapados de sudor de la frente—. Si vuelve a
disparar, se cargará a otros tantos. ¿Y los autómatas?
—No sirven —contesta Hanlu, y saca el controlador otra
vez—. El disparo los ha hecho trizas.
—Usa a los monjes —dice Aiya—, podemos evacuar
rápido a todo el mundo y…
—Tú no. —Hanlu niega con la cabeza—. Vosotros dos os
quedáis conmigo. Has visto lo que ha pasado antes.
Aiya boquea, incapaz de contestar. Hanlu le da la espalda,
pero ella nota la tensión en sus hombros tras haber dicho eso.
«Tú no».
—De eso nada, ¡la gente necesita mi ayuda!
Dantelle y Hanlu gritan algo a su espalda cuando sale de
su escondite y echa a correr de vuelta al caos. ¿Qué está
haciendo? Ella es Aiya la torpe. Aiya la cobardica.
Pero no puede quedarse quieta. No hoy.
Ve a un grupo de personas agazapadas bajo unos
escombros, pero un par de monjes juramentados las alcanzan
antes que ella y las ayudan a escapar. Se ven más túnicas
naranjas a lo lejos, asistiendo a la gente y protegiéndola en su
huida. Un destacamento de monjes se ha quedado ahí, cerca
del canal. El monstruoso autómata ya ha salido completamente
del agua y ahora sus ruedas apisonan la tierra. Casi ha llegado
a la puerta.
A su alrededor, los monjes tienen las manos extendidas,
pero no sucede nada. Aiya intuye lo que está pasando, pero
aun así lo intenta: se concentra en la única parte inflamable del
monstruo, la carcasa de madera que antes parecía un simple
barco y que ahora corona la terrible estructura. Busca el calor
del ambiente y le ordena que se concentre en la madera, que la
haga arder para que quien quiera que esté dentro no tenga más
remedio que saltar.
Nada. Es el mismo vacío que Aiya sintió cuando intentó
apagar el fuego malva en Beongae. Es como si su magia
resbalara por la superficie del autómata.
—¡Eh, imbéciles! —una voz se escucha por encima de
los chirridos y los golpes—. ¿Es que no os han enseñado
educación? ¡Salid a saludar!
Aiya busca a Dantelle entre el humo, pero Hanlu lo
encuentra primero.
—¡Baja de ahí! —grita, y Aiya sigue la dirección de su
mirada.
Mientras los monjes intentaban atacar al autómata con su
magia, Dantelle ha trepado por la mole hasta llegar a lo que
antes era la cubierta del barco.
Durante un segundo Aiya tan solo puede mirar paralizada
cómo Dantelle golpea con fuerza sobrehumana la estructura
gigantesca. Pero entonces una sombra naranja se cruza antes
sus ojos: uno de los monjes corre hacia Hanlu; el grito del
príncipe ha debido de alertarlo de su presencia.
—¡Acompáñenos, Alteza! ¡Le pondremos a salvo!
—¡A quién hay que poner a salvo es a él! —Hanlu señala
a Dantelle—. ¡Ayudadle! ¡Tenemos que hacer salir a los
sectarios de esa… cosa!
Antes de que el monje se lo impida, Hanlu echa a correr
hacia el autómata, quizá dispuesto a trepar por él como ha
hecho Dantelle. Pero antes de que lo alcance, la mole de
hueso, metal y madera se detiene.
En lo más alto, justo enfrente de Dantelle, se abre una
escotilla, y de su interior emerge una máscara de hueso viejo.
Igual que hubiera hecho el príncipe Jisoo, el extraño levanta la
mano y da una bofetada al aire que se proyecta como una onda
de viento. Dantelle sale volando, deslizándose de espaldas por
la cubierta.
Aiya grita el nombre de Dantelle. Los monjes corren
hacia el autómata, pero Hanlu es quien lleva la delantera.
—¡Eh! —grita, mientras coloca una flecha en su arco en
plena carrera—. ¿Por qué no atacas a alguien de tu tamaño,
cobarde?
—Será posible… —El sectario mira al suelo, a Hanlu. Su
voz suena distorsionada, como si no fuera humana. Hay
máscaras ceremoniales que tienen agujeros para que las voces
de los actores salgan con diferentes timbres, ¿será una de esas?
—. Si nos hubieran dicho que el príncipe iba a plantarse solo
delante de nosotros, no nos habríamos tomado tantas
molestias.
Chasquea los dedos y, cuando Aiya cree que no va a
suceder nada más, dos témpanos de hielo diminutos se forman
entre ellos. Con un gesto rápido, los lanza contra Hanlu.
—¡Arg!
¿Ha gritado Hanlu? ¿Le ha dado alguno de los témpanos?
No. Ha sido el enmascarado. Sobre la cubierta, Dantelle
agarra al sectario del pescuezo y, con una fuerza que Aiya solo
esperaría de una bestia, lo arranca de su posición y lo lanza
contra el suelo, delante de Hanlu y ella, y después salta detrás.
El hombre reacciona rápido; rueda por la tierra y se pone
en pie. Aiya alza la mano, con una llama pequeña entre los
dedos. Está muy cansada. Puede que hoy no haya invocado la
magia del Sol muchas veces, pero sabe que su cuerpo no
puede resistir mucho más.
—Si me dais al príncipe, os podéis marchar los dos —
dice el enmascarado.
—Somos mayoría —replica Hanlu.
—Y de nuevo, te vuelves a equivocar.
Para confirmar sus palabras, uno de los cañones se mueve
y los apunta directamente.
¡Por supuesto! Hay más gente dentro de la máquina.
Cómo ha podido ser tan tonta…
—Si os resistís, dispararemos. Si entregáis al príncipe,
nos iremos sin causar más daño. ¿Qué decidís?
Los monjes que han intentado incendiar el autómata se
acercan a Hanlu, pero él los detiene con un autoritario
«¡Alto!»; una orden que, como monjes juramentados que son,
no pueden desobedecer. Y Aiya sabe que Dantelle no entiende
nada de lo que dicen, pero aun así él también se interpone
entre Hanlu y el enmascarado como si quisiera… ¿protegerlo?
—Está bien —Hanlu coloca una mano en su hombro y da
un paso al frente—, no es necesario.
Dantelle mira a Aiya, que no tiene tiempo de traducir
antes de que el pelirrojo berree:
—Se está entregando, ¿verdad? ¡Este idiota se va a
entregar! Pues de eso nada.
Lo que hace después podría considerarse un crimen
contra la dinastía Huozai. Agarra a Hanlu por su túnica y lo
empuja para obligarlo a retroceder.
—¡Qué diantres…! —El príncipe abre los ojos con
sorpresa.
—No sé qué buscan estos desgraciados, pero eres más
útil con nosotros que con ellos.
—Para ser un mediasangre, eres bastante idiota. —El
enmascarado habla en el idioma del Continente—. ¿Por qué lo
defenderías siquiera?
Y aprovecha la cháchara para recular el espacio suficiente
como para que uno de los cañones apunte y dispare otra vez
sin alcanzarle. El fuego estalla contra el suelo y las llamas se
propagan a su alrededor. Aiya se vuelve a cubrir la nariz. Es
apestoso.
—¡Hay que atraparlo! —grita a través de la tela de su
manga.
Que sigan disparando. Que sigan atacando. Pero no
pueden perder esa pista. Necesitan al enmascarado para saber
qué ha pasado con Jisun.
—¡Jiaer!
La voz viene del autómata. Se abre una escotilla bajo uno
de los cañones, y de ella sale otra calavera amarillenta. Aiya se
prepara para enfrentarse al nuevo desconocido, pero parece
que este no tiene intención de combatir directamente. Mira a
su compañero, pero Aiya no puede leer su expresión tras el
hueso, así que sigue la dirección de su mirada.
Dantelle ha conseguido esquivar el fuego malva del
cañón y se enfrenta al primer enmascarado.
El extraño invoca una llamarada, roja y cálida como el
fuego que Aiya conoce. Como si fuera un monje huozi,
aunque está claro que no lo es. Su disparo va directo hacia
Dantelle, pero él no se mueve, solo levanta el brazo y el fuego
se deshace.
—¿Qué…? —lo escucha farfullar mientras vuelve a
atacar. Pero nada funciona. Si usa el fuego, Dantelle lo
extingue, si llama al hielo, él lo derrite—. ¿Qué eres tú?
Aiya avanza, dispuesta a ayudar a su amigo, pero la
figura de Hanlu se cruza en su camino. Es como un borrón
rojo que se une a un grito de aviso.
Parece imposible, pero en medio de todo el barullo, de los
gritos y del crepitar del fuego, Aiya escucha el tintineo de un
artefacto que cae cerca de Hanlu y ella. Contiene la respiración
el segundo que su cerebro trata de procesar lo que es.
Van a volar por los aires.
Pero no es así. El artefacto, pequeño y rudimentario, se
activa y empieza a emitir un humo blanquecino que se le cuela
por las fosas nasales.
La cabeza le da vueltas y las voces llegan lejanas.
—¡El pelirrojo!
—¿Qué?
—¡Hazme caso, joder! ¡Vámonos!
Palabras en losbita, en continental. Dantelle gime. Siente
cómo Hanlu se mueve a su lado. Gruñidos y golpes metálicos.
Aiya trata de caminar, pero sus rodillas tiemblan.
Más golpes.
Dantelle. Quieren llevarse a Dantelle.
—¡Dantelle!
Grita hasta que ya no tiene fuerzas para hacerlo.
Escucha a Hanlu llamarla a su lado, pero no le hace caso.
Ahora no. Recuerda a la princesa Jisun desapareciendo delante
de ella. No puede volver a perder a alguien. Dantelle no es tan
importante como la hija de la emperatriz de Losbias.
Pero es importante para ella.
Ese es su último pensamiento antes de perder el
conocimiento. Es curioso, desvanecerse, porque para ella
sucede en un parpadeo. Un abrir y cerrar de ojos desde que se
desploma sobre la calle hasta que alguien la sacude.
Es Hanlu, sobre ella. Su máscara terrorífica, sucia y
salpicada de sangre y hollín.
—Aiya, el autómata ha…
Se incorpora, dolorida y débil. Sabe lo que Hanlu ha
querido decir.
El autómata ha desaparecido. También los enmascarados.
Y Dantelle.
1 de verano, CCXLIX año del ciervo
Estoy asustada. Más que asustada. Es un
milagro de Serenidad que esté consiguiendo escribir
estas líneas sin que se me caiga el diario de las
manos. Pero necesitaba contarlo, de alguna manera.
Aunque ¿para qué? No sé. No sé nada. Yo…
Lo he hecho. Esta noche, mientras Akihiro seguía
con sus experimentos (creo que voy a vomitar), le
he dicho que necesitaba aliviarme y, como esperaba,
me ha dejado marchar sin apenas prestarme
atención. A esas horas había menos Altos
Miembros por los túneles, pero aun así he podido
ver de qué dirección venían cuando se marchaban, y
la he seguido. Iba con cuidado, preparando toda una
lista de coartadas para justificar por qué estaba
merodeando por allí, en caso de que alguno me
pillara. Ni me acuerdo de cuáles eran, la verdad.
Por Bondad, yo…
Había un rastro en el polvo del suelo. El ir y venir
de los Altos Miembros había dejado un surco
borroso; cuando me he dado cuenta, todo ha sido
más fácil. Ojalá no lo hubiera visto. Aunque no sé
si preferiría no saber… No haberla encontrado.
El rastro se detenía en mitad de un túnel, frente a
un agujero en la base de la pared. Era grande, lo
bastante como para caber por dentro si una se
agachaba. Me he asomado. El agujero daba a una
caverna que se hundía en el suelo; yo lo miraba
desde arriba. Imposible bajar sin una escalera o
magia. O, mejor dicho, imposible salir.
Aun así, no me he dado cuenta de que era una celda
hasta que la he visto a ella. A Jisun Beongae.
Estaba esposada con grilletes incrustados en la
pared de roca, dormida, creo. Espero. O drogada.
Por Bondad, yo he trabajado con eso. Los polvos
de Akihiro…
A simple vista, no parecía una princesa. No
llevaba máscara; era su pelo lo que le ocultaba el
rostro, apelmazado por el sudor y la suciedad. Su
vestido, que sin duda antes había sido tan hermoso
como insultantemente caro, estaba polvoriento,
quemado y roto como ella. Algunos jirones aún se
sostenían contra sus brazos; pegados a heridas
oscuras, ya secas. Los cortes le recorrían toda la
piel a la vista, tan solo los tatuajes que subían en
espiral hasta sus hombros estaban intactos. Eso es
lo que la ha delatado. Las marcas del linaje de la
Tormenta, reconocibles a pesar de la sangre.
¿Cuánta de esa sangre ha pasado por mis manos?
No podía apartar la mirada. Supongo que por
eso, por el horror, ni siquiera he oído llegar a
Takeshi hasta que ha puesto su mano sobre mi
hombro.
Me miraba a mí, no al agujero. Él ya sabía lo que
había ahí abajo. Tampoco me ha preguntado qué
hacía yo en ese lugar. Estaba esperando.
Esperando mi reacción. Por primera vez, no he
sentido orgullo bajo esa mirada, sino pavor.
He estado a punto de vomitar, creo. He llegado a
notar el sabor a bilis en el paladar. También quería
llorar. O gritar. Y salir corriendo, eso sobre todo.
Pero me he tragado las ganas igual que la náusea.
Y Honor, cuánto odiarías lo bien que he mentido.
«¿Cuando la matéis», le he preguntado a Takeshi,
«me dejaréis mirar?».
Lo que más me asusta es que, incluso entonces,
seguía sin parecer un loco.
Bian
Tercera parte
Jisoo
—Corriente de la Anguila—
Sangre en sus manos. En su cara; en su nariz partida, sin
pico. Sangre que corre directamente sobre la piel desnuda de
plumas.
—Basta. Soy el príncipe de Beongae. No puedes hacerme
esto… Tú no… Por favor. Soy…
Jisoo no reconoce su voz cuando suplica. Apenas siente
ni ve nada más que el dolor y la sangre pegajosa en las manos,
entre las uñas.
También siente la patada en el estómago.
El golpe lo derriba de espaldas. Su atacante se inclina
sobre él y Jisoo lo mira.
Sus propios ojos le devuelven la mirada.
Es lo que pensaría cualquiera. Esos ojos grises, esa
mandíbula afilada. Aunque Jisoo es algo más alto, algo más
huesudo que Hyo, tras la máscara de cuervo ambos parecen la
misma persona.
El sustituto perfecto.
Por eso lo eligió su madre: un huérfano más entre las
cenizas del templo de la Tormenta, sin pasado, sin familia y
con el rostro de su primogénito. Lo criaron como a un hijo,
como a un hermano, para proteger al heredero, para hacerse
pasar por él y evitarle riesgos innecesarios. Sin embargo, no
estuvo en el festival de la Primera Brisa, cuando los atacantes
de las máscaras de hueso le pusieron un filo contra la garganta.
Pero sí está ahí ahora. La pechera de su uniforme está
ensombrecida de rojo; sus mejillas, de plumas negras.
—Esa máscara no te pertenece. No es para tu sangre —
gruñe Jisoo. Su sangre, su sangre, la que le empapa las manos
—. Tú no eres un Beongae.
—Y aun así, soy mejor tú que tú mismo.
Solo ve oscuridad; negro a su alrededor, negro en el
uniforme y en las plumas del cuervo; y rojo, en sus manos, en
la ropa, en sus uñas. Hay un brillo gris cuando una
lanzaespada aparece entre las manos de Hyo, pero apenas es
un centelleo antes de que la hoja se hunda en el pecho de
Jisoo.
***
Quiere pensar que es el bamboleo del barco lo que lo
despierta, y no el dolor soñado del filo entre sus costillas. Aun
así se mira las manos, como un recordatorio: las uñas están
limpias, la piel, lisa, al menos tanto como puede estarlo tras
cuatro días expuesta a la brisa salada. También comprueba la
máscara, que sigue sobre su rostro, aunque un poco ladeada.
La endereza antes de sentarse sobre el futón. Tras él, Aiya y
Dharani aún duermen. A juzgar por los escasos ruidos que
llegan del otro lado de la puerta de su camarote, todavía es
temprano.
El rumor de las olas es tranquilizador, y Jisoo suspira,
agradecido por haberse despertado. El alivio solo dura unos
instantes, lo que tarda su mente somnolienta en recordar que la
situación en la que se encuentra no es mucho mejor que sus
pesadillas.
Como cada mañana, Jisoo repasa la lista de motivos que
lo han llevado hasta ese barco. Las máscaras de hueso. La
profecía de Mako Nori. Y el autómata monstruoso que
describió Aiya, el que se llevó a Dantelle; una máquina así
solo podría haber nacido en Ameagari. «Todo apunta hacia la
isla de la Ola», se repite Jisoo. A la vez, finge no darse cuenta
de que «todo» no son más que tres cosas, tres pistas que solo
pueden calificarse de tales porque no tienen absolutamente
nada más a lo que aferrarse.
Recuerda el momento en que Dharani y él encontraron a
Aiya junto al canal destrozado, acompañada de un puñado de
huozis juramentados y del mismísimo Hanlu Huozai. Aiya les
contó lo sucedido con la voz aún ronca por el humo que
habían usado los sectarios para escapar. Jisoo estaba tan
agitado que ni siquiera cayó en pedirle que se alejaran de
Hanlu Huozai antes de hablar. Solo podía pensar en correr
hasta el aserradero y tomar el primer barco que zarpara hacia
Ameagari; no, en realidad quería lanzarse de cabeza al canal y
perseguir a esa bestia con la panza llena de criminales.
Fue Dharani quien se dio cuenta de que no sabían dónde
estaba Terabent.
El último que lo había visto había sido,
sorprendentemente, Hanlu Huozai. Dijo que le ayudó a
rescatar a su hermana Xiaomao de las llamas, que luego se
separaron mientras él iba a ponerla a salvo y Terabent (que no
le había dado su verdadero nombre) iba en busca de Aiya y
Dantelle. Pero no habían llegado a reencontrarse.
Sabe que Aiya le pidió ayuda a Hanlu Huozai antes de
marcharse. Le pidió que localizara al continental, que se
asegurase de que estaba a salvo. Pero ¿realmente pueden fiarse
de él? El heredero del Sol podría haberse inventado toda esa
historia sobre su hermana; Terabent podría estar ahora mismo
en una celda huozi, confesando lo que sabía sobre Jisun.
Podría haber aprovechado para huir de Jisoo, aunque fuera
impropio de él marcharse sin Dantelle. Podría haber caído
también en manos de la secta.
O podría estar muerto.
Y Jisoo lo ha abandonado a su suerte.
Se repite, como cada mañana, que esa era la decisión más
acertada. Que cada segundo que perdiese era un segundo que
enfriaba el rastro de los sectarios, y que Terabent, de todos
modos, también habría querido seguirlos, porque ellos se
habían llevado a su amigo. Pero toda la prisa que Jisoo sintió a
la orilla del canal resulta inútil ahora, cabeceando sobre las
olas de la corriente de la Anguila, un punto en mitad de un
paisaje inmutable que parece burlarse de su urgencia. Es como
correr sin moverse.
Una gaviota chilla sobre la cubierta. Es muy distinto al
graznido de un cuervo, pero Jisoo no puede evitar creer por un
instante que se trata de un mensaje de su madre, a pesar de que
no ha recibido ninguno desde que abandonó Beongae.
Tampoco es que necesite una carta para imaginar lo que
pensará la emperatriz en esos momentos.
«Tu trabajo es proteger a esta familia, y es la segunda vez
que fracasas».
Tenía una misión: rescatar a Jisun y mantenerlo en
secreto. Y no ha logrado ninguna de las dos cosas. Primero se
enteraron Aiya y Dantelle, después Dharani, Terabent…, y
ahora, hasta Hanlu Huozai.
Es él quien les consiguió ese barco en el que ahora
navegan, y quien le cedió a Jisoo una de las grullas ameagis
que había en el palacio del Sol para que advirtiera al príncipe
Kai de su llegada. Fue diligente y amable, les había ayudado
más de lo que Jisoo hubiera creído posible entre un Huozai y
un Beongae.
Pero no lo había hecho a cambio de nada.
Cuando pidió su colaboración para salir de Huozai lo
antes posible, Jisoo no tuvo más remedio que responder a
algunas de sus preguntas. Confesó que estaban persiguiendo a
la secta y que su siguiente destino era Ameagari. No le dijo
nada de Jisun ni del juramento de Aiya, por supuesto.
Tampoco sobre las máscaras de hueso y la profecía de Mako
Nori, los dos débiles hilos de los que había tirado para decidir
que la isla de la Ola debía ser su siguiente destino. Aquellas
dos cosas no estaban ligadas directamente con la desaparición
de su hermana, pero, aun así, Jisoo ni siquiera se planteó
hablarle de ellas a Hanlu Huozai. Ha aprendido a tratar toda la
información como un secreto. Y, como dice su madre, un
secreto en sus manos es un escudo, pero en las manos de otros,
siempre es un arma.
La gaviota vuelve a chillar, seguida por un coro de
compañeras. Están cerca de la costa. Jisoo se agacha y, con
delicadeza, sacude el hombro de Dharani.
—Despertad. Ya hemos llegado.
Aguarda hasta que Aiya y ella se calzan y deja que lo
sigan a la cubierta. Dharani da saltitos por el pasillo.
—En cuanto salgamos del santuario, lo celebraremos con
una ración de gelatina de membrillo. Yo conozco un local
donde…
Ni ella continúa hablando, ni Jisoo la hubiera escuchado
de haberlo hecho. El mascarón de proa del barco, un dragón
con una garra apuntando hacia el frente, señala la costa en la
que están a punto de atracar. O lo haría, si allí hubiera alguna.
A Jisoo le viene a la mente la palabra buque, aunque
¿puede llamarse así a lo que tienen delante? La mole de
madera, concha y hueso que cabecea entre las olas es del
tamaño de una aldea. Del interior tan solo se distinguen
manchas verdes y retazos de los tejados combados de unos
cuantos edificios; pues toda la cubierta está rodeada por una
muralla. La pintura blanca ha quedado carcomida por las olas,
pero eso, lejos de restarle elegancia, le confiere un aura
ancestral y poderosa, como si fuera una bestia marina surgida
del fondo del océano.
Son dos bestias, en realidad. El buque… y el dragón.
En lugar de tejadillo, la parte superior de la muralla está
coronada por una infinidad de escamas de cerámica. El cuerpo
del dragón se enrosca como una serpiente lo haría alrededor de
su nido. La cabeza abre sus fauces formando un arco de
entrada, del que sale una pasarela solitaria como si fuera una
lengua plana. «Un embarcadero», comprende Jisoo. A primera
vista parece un pasaje diminuto, pero al instante se da cuenta
de que es solo cuestión de perspectiva. Cualquier cosa
parecería insignificante bajo los ojos sin vida del dragón.
—¿Es…? —musita Aiya con la boca abierta.
—Sí —confirma Dharani, con una sonrisa embelesada.
—¡Oh, Señor Beongae! Os estaba buscando. Como
podéis comprobar, atracaremos en cuestión de minutos.
Jisoo no había oído aparecer al capitán, y tarda más de lo
que le gustaría en recuperarse de la impresión lo suficiente
como para hablarle.
—Esto… Esto no es la ciudad de Ameagari. Teníamos
que atracar en la ciudad.
El capitán se atusa sus pobladas cejas. Tiene las manos
callosas y la nariz pelada por el sol, como casi toda su
tripulación, pero, al igual que sucede con la pintura de la
muralla, el desgaste le sienta bien.
—Así es, Señor, pero ha llegado un mensaje del príncipe
Kai ordenando atracar directamente aquí.
—Mis órdenes eran distintas.
—Soy un monje de la Ola juramentado, príncipe Jisoo —
responde el capitán—. La palabra de los Ameagari es mi ley.
Jisoo reprime una maldición. Aquel hombre no tiene la
culpa de que Kai Ameagari haya cambiado de planes,
Capricho sabrá por qué, pero es cierto que ha hecho lo
correcto obedeciendo esa orden.
Sobre las tablas ha aparecido una figura vestida de seda.
Está sentada en el pescante de una diligencia, detenida bajo el
arco de entrada. El autómata que tira de ella, un dragón de
cuerpo chato y largas patas, está decorado con los mismos
colores que su ropa: azul océano y blanco.
Cualquier otra persona hubiera parecido ridícula entre las
fauces del dragón de la muralla, pero él no. Al fin y al cabo, se
dice que los Ameagari tienen sangre de dragón.
—¡Bienvenidos —la voz del príncipe Kai se impone sin
problemas al vaivén del mar— al palacio-isla de la Ola!
***
Para sorpresa de Jisoo, Kai está tan solo como parecía desde el
barco. Aunque está convencido de que decenas de monjes de
la Ola los vigilan desde la muralla, ocultos entre las escamas
de cerámica, lo cierto es que a sus pies únicamente está el
príncipe de la Ola. Las escamas de su máscara (escamas de
dragón de verdad, o eso se dice) centellean al reflejar los
brillos de las olas.
—¡Jisoo Beongae! —exclama, acercándose a Jisoo con
un par de zancadas—. Sabía que Jisun exageraba con eso de
que ahora eras alto como una secuoya. Aunque sí has crecido
un par de cabezas desde la última vez que nos vimos, ¿eh?
¿Cuánto hará, diez años? Era un año del tigre; me acuerdo
porque en esa época estaba construyendo un autómata que…
Las palabras salen de su boca a tal velocidad que Jisoo
apenas puede seguirle el ritmo. Sabe que conoció al príncipe
Kai cuando ambos eran niños; su hermana Umi y él visitaron
la corte de Beongae durante unos meses acompañados por uno
de los consortes de su difunta madre. ¿Algo sobre una secta
que atacó el palacio de la Ola? ¿O se trataba de un asunto de
mediasangres? Por mucho que Jisoo se esfuerza, el recuerdo
no es más que un borrón, como casi toda su infancia. Pero está
claro que Kai Ameagari no lo ha olvidado. Cuando rodea a
Jisoo por los hombros con la familiaridad de un hermano,
hasta a Aiya se le escapa una mueca de asombro.
—Kai, es un honor poder verte de nuevo, aunque sea en
estas circunstancias… —lo interrumpe Jisoo, sin saber cómo
reaccionar—. Pero, como decía en mi carta, la situación es
grave y no hay tiempo que perder. Necesito visitar a vuestro
oráculo y…
—Sí… —Kai chasquea la lengua—. Eso va a ser un
problema. El venerable Dai inició hace una semana su
peregrinaje anual para preparar el festival de la Primera
Lluvia. No volverá hasta dentro de… mmmm… ¿un par de
días? No sé, luego te lo confirmo. Umi suele encargarse de
estas cosas, pero, como sigue en Beongae, me toca a mí. ¡Ya
ves!
—Eso no puede ser. Nosotros…
—¡No te preocupes! En tu carta mencionabas también un
autómata, ¿verdad? Una especie de diligencia anfibia.
—Así es. Mi intención es interrogar a los ingenieros de tu
isla, para ver si alguno puede estar relacionado con la
construcción de ese autómata. Necesito total discreción, por
supuesto. Así que, aunque aprecio tu generosidad, creo que lo
mejor será que regrese al barco y vaya a la ciudad.
—Ah, ¡no, no, no! Por eso te he traído aquí. Si buscas la
cuna y el futuro de la ingeniería, ¡tienes que ir a mi
laboratorio! Allí trabajan las mentes más brillantes del
Imperio.
Jisoo se pregunta si habría alguna forma educada de
preguntar: «No te referirás solo a ti, ¿verdad?».
***
—Me he enterado de lo que sucedió en el desfile. Lo lamento
muchísimo, Jisoo… —va diciendo Kai, manejando las
palancas del autómata casi sin mirar—. Ese fuego… Yo creo
que es algún tipo de alquimia. Si lo hubiera visto con mis
propios ojos, podría…
Cabría pensar que los Ameagari tendrían suficiente agua
viviendo literalmente en un buque, pero no: conforme la
diligencia de Kai avanza por las calles laberínticas de su
palacio, Jisoo vislumbra ríos artificiales y estanques, cruzados
por pasarelas-puente plagadas de farolillos colgantes. El suelo
de la cubierta desaparece completamente bajo explanadas
enteras de arena y brezo, y las ramas de los cerezos tejen
cortinas entre los pabellones y cenadores. Si el hogar de los
Ameagari es así de exuberante, Jisoo no puede ni imaginar
cómo será el palacioselva de Hoa Thơm.
«Ni puedes ni debería importarte», se regaña a sí mismo.
«Céntrate».
Por suerte, Kai no se ha dado cuenta de su lapsus. El
príncipe es tan inmune a las maravillas de su hogar que no
parece percatarse del efecto que causa en los demás.
—… que la emperatriz os ha enviado a investigar a esa
secta. ¿Cómo es que esta vez has venido tú, en lugar de Jisun?
Jisoo se ahorra tener que responder, porque en ese preciso
instante la diligencia da un bote, como si el dragón autómata
hubiera tropezado con una rama en el camino, y después se
detiene.
—¡Uy! Qué cabeza. ¡Esperad un momentín!
Haciendo equilibrios sobre el pescante, Kai se inclina
sobre el autómata. Se oye el chasquido de algunas palancas y
pasadores, y entonces, entre las escamas de hueso del lomo del
animal, se abre un compartimento.
—Quedarme sin combustible, qué cabeza la mía —repite
Kai—, ¡vais a pensar que no sé conducir!
Ha empezado a frotar la mano contra las afiladas escamas
del lomo del autómata, casi como si lo acariciara. Por primera
vez, Jisoo se pregunta seriamente si no estará un poco loco.
Un segundo después, Kai suelta un gemido de dolor.
Jisoo se lleva la mano a la lanzaespada y sale de la cabina
como una exhalación. ¿Dónde está el peligro?
Kai no se ha movido. Jisoo rodea la diligencia para verlo
de frente. Lo primero que nota es la mancha de sangre que hay
sobre las escamas que el príncipe estaba frotando hace un
segundo. El reguero sube hasta el compartimento abierto del
lomo. Kai tiene el puño cerrado sobre la abertura, vertiendo
despacio las gotas de sangre de la herida que acaba de hacerse
en la palma.
—Por Bondad… —resolla Jisoo—. Kai, seguro que el
conductor guardaba alguna tinaja de combustible bajo los
asientos —«como todo el mundo en su sano juicio».
—No creo —Kai se suelta la cinta que le ciñe la ropa y la
enrolla sobre su herida como si tal cosa—, esta diligencia solo
la conduzco yo. No voy a pasar semanas construyendo estas
bellezas para luego dejar que otros se lleven toda la diversión,
¿eh? —Se ríe, como si aquello fuera una broma, luego palmea
el lomo del dragón y regresa al pescante—. Es broma.
¡Construirlas es la parte más divertida! Vamos, Jisoo no me
mires con esa cara de susto. Sé que parece un poco…
«¿perturbador?». Umi suele decirlo así. ¡Pero así es más
rápido! En mi laboratorio lo hago constantemente cuando
necesito combustible para mis pruebas. ¡Ya lo verás!
Jisoo se come la respuesta («espero que no») y regresa a
la cabina. Aiya lo interroga con la mirada y Dharani, más
directa, le da un toquecito en el pie. «¿Qué ha pasado?».
Podría silabear la respuesta sin que Kai lo oyera, pero ¿qué va
a decir? El repostaje de diligencias siempre le había parecido
algo rutinario, como desempañar un espejo o afilar un arma.
Pero resulta que ver el combustible saliendo de una tinaja,
como era costumbre, resultaba muy distinto de contemplar
cómo se extraía directamente de… bueno, de la fuente.
Jisun solía decir que Kai siempre anda perdido en sus
cosas, en sus experimentos y en su taller, y que apenas se lo ve
por la corte. «Excéntrico» era una palabra que le había
dedicado alguna vez. Ahora, Jisoo se pregunta si no sería una
manera educada de llamarlo chiflado.

Ter
Ter ha sufrido unas cuantas resacas en su vida, y también las
consecuencias de alguna que otra pelea. Pero esto es peor. Mil
veces peor. Su cuerpo parece un enorme moratón. Uno que un
niño impertinente no dejase de apretar con el dedo.
Las sensaciones llegan de una en una. La cabeza
embotada, como llena de algodón, el dolor de los músculos y
el escozor en las muñecas. El pinchazo en las sienes. El
regusto amargo en el paladar. Le sube una náusea por la
garganta, y el espasmo que tiene al contenerla desata una
nueva oleada de mareo. Duele tanto que, al principio, Ter ni
siquiera se da cuenta de que no sabe por qué está así. De
hecho, tampoco sabe dónde está.
¿Dónde coño está?
Abre los ojos de golpe, pero solo sirve para aumentar su
frustración: está completamente a oscuras.
—Joder…
Se le escapa un gemido al incorporarse sobre el suelo.
Duro. Desliza las manos por él. Liso y áspero. Duro, liso y
áspero. Es una pista. También tiene frío. Está claro que se
encuentra en algún tipo de habitación que…
Una celda.
Los recuerdos llegan despacio, como lo ha hecho el dolor,
pero, al contrario que este, no vienen para quedarse. El
resplandor del fuego malva. El humo en la garganta, y agua.
Salvó a la princesa Huozai, eso lo recuerda. Habló con Hanlu.
¿De qué? Las imágenes se suceden lentas en su memoria,
borrosas, y luego… ¡pop! Como pompas de jabón,
desaparecen antes de que Ter pueda comprenderlas. Brazos
tatuados, manchas naranjas y rojas, negras. Alguien lo
zarandea, le grita. Ter sabe que respondió, pero ¿qué? Le
empujan. ¿Lo llevan a alguna parte, o se lo llevan de alguna
parte? El suelo cruje y se bambolea… No. Se bamboleaba.
Ahora está en un sitio distinto. Alguien le llevaba un cuenco a
los labios. Sabía amargo.
Ter respira hondo. O lo intenta. El calor le envuelve la
cabeza, aunque tiene las manos heladas contra el suelo. Intenta
impulsarse sobre ellas para ponerse en pie, pero le fallan las
rodillas, así que avanza a gatas.
—Eh… ¿Estás despierto? Menos mal…
Ter se queda quieto de inmediato.
—¿Quién habla? —pregunta a la oscuridad.
—¡Disculpa! No pretendía asustarte. —La misma voz de
antes. Masculina, desconocida. «No estoy asustado», quiere
decir Ter, mientras escudriña a su alrededor como si eso fuera
a servirle de algo. Sin embargo, el extraño continúa antes de
que él pueda responder—: Tranquilo. Solo soy tu vecino de
celda. Estaba preocupado por ti. No has dado señales de vida
desde que te han traído…
—¿Traído? ¿Quién? —Despacio, porque la cabeza sigue
dándole vueltas, Ter gatea hacia la voz. No tarda mucho en
chocar contra una pared; fría, rugosa, exactamente igual que el
suelo—. ¿Qué hago aquí?
—Te trajeron los monjes, muchacho. En cuanto a qué
haces aquí… Si no lo sabes tú… —El preso hace una pausa—.
Mmmm…, quizás ahora consigas algunas respuestas. Parece
que tienes visita.
Sus últimas palabras se solapan con el sonido de pasos.
Lejanos, al principio, pero cada vez menos. Al girarse hacia el
sonido, Ter ve que ha aparecido una rendija de luz frente a él,
perfilando claramente la silueta de una puerta. Quizá sus ojos
se han acostumbrado a la oscuridad, o quizás esos pasos que se
acercan van acompañados de un farol.
No piensa recibir al recién llegado acurrucado como un
bebé. Ignorando las quejas de su cuerpo, Ter se pone en pie. Se
le escapa un gemido, inaudible bajo el chirrido oxidado que
hace la puerta al abrirse. La luz repentina le hiere los ojos, y se
ve obligado a entornarlos. Así, la figura que se planta en el
umbral se vuelve borrosa por unos instantes, como una
aparición.
—¿Emperatriz Beongae?
—Estás despierto. Bien. —Desde la puerta, la emperatriz
inclina ligeramente el mentón, y alguien fuera del campo de
visión de Ter se aleja con prisa.
—¿Qué hago aquí? Alteza… —le zumban tanto las
sienes que al principio no se da cuenta de que está hablando en
su idioma—. Alteza —repite en losbita. Las palabras se le
escurren del cerebro—, esto es un error. Yo no…
Le sobreviene otra náusea que apenas logra contener. El
sabor amargo le sube hasta la nariz. La sensación le trae de
nuevo los recuerdos; algo más nítidos esta vez: la mano que le
daba de beber esa cosa era negra. No, vestía de negro. Como
un monje beongi. Y el suelo que se movía… No se movía el
suelo. Se movía todo. Un barco. Le han traído en barco desde
Huozai. Pero eso son varios días de trayecto. ¿Cómo es
posible que no recuerde…?
—Me ha drogado.
La emperatriz resopla ligeramente por la nariz y luego da
un paso hacia Ter. La puerta sigue abierta a sus espaldas, pero,
en cuanto ella abandona el umbral, una monje aparece en él,
custodiando la salida.
—Era solo un analgésico, para hacerte el viaje más
llevadero. Los huozis no habían sido muy amables contigo. —
Como si la voz de la emperatriz fuera un hechizo, en cuanto
pronuncia esas palabras, Ter vuelve a sentir el escozor en las
muñecas. Nota la piel tirante en algunas zonas y, aunque no
alcanza a verlo, en ese momento sabe que son quemaduras—.
Deberías agradecerme que te sacara de allí.
—Lo agradezco, Alteza —se obliga a decir Ter. Aprieta
los puños tras la espalda, aunque el gesto hace que se le nuble
la vista del dolor—. Pero todo esto es un error. Yo no hice
nada malo. Si habláis con vuestro hijo, sabréis…
—Sé todo lo que necesito saber.
La emperatriz se ha aproximado. Mucho. Bajo la luz de
su farol, sus rasgos elegantes se proyectan hacia arriba, sus
sombras mezcladas con las del tocado que le ordena el cabello.
Las joyas que lleva incrustadas lanzan destellos de colores
sobre las desnudas paredes de la celda. Ter no la tenía tan
cerca desde que les impusieron los brazaletes en el puerto.
Podría contarle las arrugas del rostro. En realidad, solo tiene
una, casi imperceptible, entre las cejas. Debe de ser de la
misma edad que su madre, pero esa piel parece mucho más
joven. «Claro, no ha tenido que trabajar en su vida», se dice
Ter, reprimiendo una mueca de desprecio. También piensa que
su madre, con sus canas y sus arrugas, es mucho más guapa.
Le encantaría que estuviera allí. Probablemente agarraría
el palo que la emperatriz tiene metido por el culo y le daría
una buena tunda con él.
Sería glorioso.
—¿También sabéis que le salvé la vida a vuestro hijo?
Nada cambia en el rostro de la emperatriz. Como mucho,
quizá la arruga de su frente se acentúa.
—Nosotros los Beongae descendemos de las estrellas,
Terabent Meda. El Imperio entero protege a mi linaje. Tú solo
has sido una herramienta.
Al oír aquello, Ter aprieta los dedos hasta que se clava las
uñas en las palmas. Se permite soltar una respiración lenta,
para calmarse antes de hablar. Puede que con esa respiración
se le escape un mascullado e imperceptible «herramienta mis
cojones».
—Dejadme seguir siéndolo. Puedo ayudar a encontrar…
La emperatriz da otro paso hacia él. Rápido, demasiado
brusco para ella, y es eso lo que hace que Ter se percate: no se
está acercando a él. Se está alejando de la monje que custodia
la puerta.
«¡Pues claro! Jisun. Ni siquiera sus propios soldados lo
saben», recuerda Ter. Ahora resulta obvio, pero está claro que
la droga aún estaba haciendo de las suyas con su cerebro. Es lo
único que explica…
«No me drogó por el dolor», comprende entonces, «ni
para que no escapara. Fue para que no pudiera hablar con
nadie mientras me traían hasta aquí».
Psicópata paranoica…
—¿Por qué estoy aquí, Alteza? Hablemos claro.
Le lanza una mirada a la monje de la puerta. Una mirada
que, como él pretendía, la emperatriz capta con desdén, como
una mosca volando cerca de su cara.
—Estás aquí porque estuviste presente en los atentados
de Beongae y Huozai. Eres sospechoso de varios crímenes
contra el Imperio, y el lugar de los terroristas son las
mazmorras de la emperatriz. —La arruga en su frente se afila
cuando, inclinándose sobre Ter, añade—: Y si fueras tan listo
como parece que te crees, sabrías que lo mejor que puedes
hacer es obedecer y callar. No empeores más tu situación.
—¿… con autómatas y no sabes cómo funcionan? Pero si
es lo único interesante de tu trabajo.
La nueva voz llega de fuera de la celda, y por un instante
Ter cree que se trata del hombre que ha hablado antes, el
preso, pero sale pronto de su error. Esa voz la conoce de sobra.
Sus peores miedos se cumplen cuando un nuevo monje
aparece junto a la puerta, acompañado de un farol y del
invitado menos deseado de la historia.
Con esos ojos rasgados, esos párpados, esos pómulos
planos y afilados, Sero Murazen podría pasar por uno de los
monjes de la emperatriz. Lo único que lo distingue, a simple
vista, de un losbita cualquiera, es su uniforme de capa blanca.
Lleva la pechera mal abrochada y la capa algo torcida sobre
los hombros, como siempre, aunque nadie se lo reprocha
nunca. Porque es Sero Murazen, y todos se creen que es un
jodido héroe. Y sí, vale, desempeñó un papel medioimportante
en la batalla de Galvania. Pero Ter también lo hubiera hecho si
él y el imbécil de Conreth no le hubieran tendido una trampa y
lo hubieran dejado solo, encerrado en una bodega, mientras
todo sucedía. Mientras oía los disparos y las explosiones y
sabía que su hermana y sus padres estaban en algún lugar allí
afuera, mientras él…
Cuando te arrojan a un calabozo extranjero, siempre es
buena noticia que alguien sepa que te estás pudriendo allí,
aunque ese alguien sea una rata como Sero. Sin embargo, Ter
lo fulmina con la mirada en cuanto lo ve aparecer. Es un acto
reflejo. Lleva muchos años guardándole un merecidísimo
rencor, y que ahora él sea su única opción de salir de allí no va
a cambiar eso. Aunque quizá Sero sea un buen aliado, por una
vez. Quizá se haga amigo de la emperatriz. Podrían ser los
socios fundadores de la sociedad «Estirados que disfrutan
encerrando a Ter Meda bajo tierra».
—Ter. —Los ojos de Sero, tan negros como blanco es su
uniforme, siempre le han resultado difíciles de leer. Tiene la
expresividad de un besugo muerto—. ¿Qué haces aquí?
—Eso intento averiguar. Yo no he hecho nada malo.
Le lanza una mirada a la emperatriz, que se ha retirado
hacia la puerta, como retándola a que lo deje continuar. Sin
embargo, la siguiente pregunta de Sero lo distrae:
—¿Esto es por una chica?
—¿Qué? ¡Claro que no!
La indignación de Ter arranca un suspiro resignado a
Sero.
—¿Es por un chico?
—¡No! —La cara del merluzo de Dantelle se le pasa por
la cabeza un instante, y no puede evitar decir—: Bueno, sí.
¡Pero no es lo que estás pensando! Yo…
Sero frunce los labios, que son tan finos que con el gesto
casi desaparecen, y Ter se vuelve hacia la emperatriz. Qué
humillante… No sabe si tiene más ganas de lanzarse sobre su
cuello o sobre el de Sero.
—Ya tiene lo que quería, señor Murazen —interviene la
emperatriz—. El decano Gotoli quería asegurarse de las
condiciones en las que custodiábamos al soldado continental
al que apresamos; pues bien, ya ha visto que está todo en
orden. Mis monjes lo escoltarán al exte…
—¿Todo en orden? —la interrumpe Sero. Se toma un
segundo para pasear la mirada por la celda. Ahora que tiene la
luz de los faroles, Ter se da cuenta de que lo único que hay
allí, además de cemento por todas partes, son una manta
mohosa y una escudilla tiradas en un rincón—. Estas
condiciones son inhumanas.
—Reprócheselo a sus antepasados, señor Murazen.
Como bien sabrá, los calabozos de Beongae fueron
construidos por continentales.
—Mis antepasados son ameagis, emperatriz.
—Y prófugos, según tengo entendido. La emigración
entre el Imperio y el Continente siempre ha estado prohibida.
No dudo que el decano Gotoli le ha enviado a interceder ante
mí esperando que su linaje me impresionase, Murazen. Pero
lejos de ganarse algún trato de favor, lo único que ha hecho
ha sido destapar su ignorancia.
Sero entrecierra los ojos. Puede no parecer mucho, pero
es su equivalente a dar un puñetazo contra la pared. Quizá la
emperatriz y él no vayan a fundar ninguna sociedad juntos,
después de todo.
—No hemos venido a hablar de mi familia, emperatriz
Beongae. Ha secuestrado a uno de nuestros hombres y lo ha
dejado aquí tirado. —Aunque Sero lo está defendiendo, Ter
casi desearía que se callara. ¿Por qué habla de él como si no
estuviera delante? Intenta erguirse un poco más, pero la cabeza
le da vueltas y decide que quizá quedarse de brazos cruzados
contra la pared no es una mala idea—. Si no me equivoco…
esta cumbre de paz intenta solucionar el problema de los
presos políticos que su Imperio tomó en la Guerra de la
Pólvora. Hay personas encerradas aquí abajo desde la
masacre del templo de la Tormenta. Si es que siguen con vida,
claro…
—Lo que usted llama «presos políticos» son en realidad
criminales de guerra. —Ter juraría que la túnica de la
emperatriz se sacude con una brisa que no estaba allí un
segundo antes—. No le dé la vuelta a la situación, Murazen.
Es su soldado el que ha viajado sin permiso a Huozai, y es a él
a quien se ha encontrado en mitad de otro atentado.
—Soy inocente. Y usted lo sabe.
«Jodida mentirosa», añade para sí.
—Si es inocente, será liberado. Pero si no, pagará la ley
del Imperio —la emperatriz Beongae mira fijamente a Sero—.
Ningún tratado me impedirá castigar a quienes hagan sufrir a
mi pueblo.
Esta vez no son imaginaciones suyas: una brisa agita la
ropa de la mujer, fría como la determinación en sus ojos. Ni la
mejor actriz de Altaciudad hubiera resultado más convincente.
Cualquiera diría que se cree lo que dice, que realmente cree
que Ter es un peligro para alguien más que para ella.
—Entonces espero que sea igual de justa con el
sufrimiento que causa a los pueblos de los demás —dice Sero.
No parece que le haya impresionado el dramatismo de la
emperatriz, aunque con esa cara de tabla, ¿quién sabe? Su
rostro sigue igual de inexpresivo cuando se gira hacia Ter y
añade—: Te sacaré de aquí, ¿vale? Intenta no meterte en más
problemas.
—Yo no me he metido en ningún problema.
«Ha sido Dantelle».
Sero inclina la cabeza ligeramente, y esa es toda la
respuesta (y toda la despedida) que se digna a concederle.
Acompañado por el monje que lo ha traído hasta allí, sale de la
celda, no sin antes hacerle una reverencia a la emperatriz.
—Muy bien —dice ella en cuanto está segura de que Sero
no puede oírlos. A Ter no se le escapa que ha hablado en su
idioma, no en losbita. Aun así, siente la ligera tensión en sus
elegantes hombros cuando le da la espalda a la monje que aún
sigue custodiando la puerta—. Cuando todo esto acabe, si te
comportas… adecuadamente… y si compruebo que lo que has
dicho es cierto…
—¡Claro que lo es! Alteza, insisto en que hable con su
hijo. ¿Dónde está el príncipe? Él…
—… no es de tu incumbencia. —Otra vez la arruga en su
frente blanquísima—. Colabora, chico, y no tendré ningún
problema en sacarte de aquí.
De nuevo, suena convincente a más no poder, pero Ter es
un gran mentiroso, y sabe reconocer a sus iguales. Si le
quedaba alguna duda antes de aquella conversación, ahora ya
no alberga ninguna: la emperatriz no piensa liberarlo. Esa
paranoica jamás se arriesgará a que se sepa que una secta
consiguió echarle el guante a su hija, ni siquiera si Jisoo y los
demás la devuelven a Beongae sana y salva.
¿Sabrá que no se ha tragado su mentira? Cuando se da la
vuelta y abandona la celda sin esperar respuesta, Ter se da
cuenta de que le da igual. La emperatriz no le ha mirado dos
veces, no ha intentado descubrir qué estaba pensando…,
porque no le importa. Tiene esa clase de seguridad con la que
se nace, esa que heredan las personas que saben que su palabra
es, literalmente, la ley.
No sabe que no existe emperador, dios ni señor que haya
conseguido reinar sobre Ter Meda.
5 de verano, CCXLIX año del ciervo
Ayer vomité. Le pedí a una de las chicas que le
diera una nota a Akihiro y me quedé en la cama
todo el día. Ya saben que el marisco ameagi nunca
me sienta muy bien. Lo que no saben es que lo que
me revuelve las tripas todos los días es Jisun
Beongae. Me duermo y me despierto con la
imagen de la princesa atrapada en estas montañas.
A veces, ella soy yo, y otras es ella quien toma mi
cuerpo. En mis pensamientos nos hemos convertido
en el pistilo y la corola de una flor. Jisun es los
pétalos, y yo, quien tiene en sus manos dejarlos
florecer o esperar a que se marchiten.
Las flores también llenan mis pesadillas,
normalmente son lotos manchados de sangre y me
despierto creyendo que es mi culpa. Escribir esto me
aterra. ¿Y si alguien lo encuentra? Puede que
algunos crean que el juramento que hice al llegar a
Ameagari no es igual que el que realizan los monjes
con sus señores. Pero yo sé que sí. Sé que bajo las
estrellas le debo lealtad a esta comunidad y a
Takeshi. Por eso, cuando mentí delante de Takeshi
creí que se daría cuenta. Que me castigarías,
Honor, por haber faltado a mi palabra para con
Vosotros. Aún temo que lo hagas.
El Alto Miembro Jiaer ha llegado herido. Sé que
ha sucedido algo importante, porque su regreso ha
causado más revuelo que otras veces. Sunjin ha sido
la encargada de organizarlo todo y parecía
especialmente enfadada, dando órdenes sin
demasiado sentido para que no viéramos al resto de
heridos o no contáramos las bajas.
De los que se marcharon han vuelto pocos. Quien
haya sido capaz de herir de esa manera a alguien
como Jiaer es que tiene una fuerza animal. No
pude verlo muy bien, pero, por lo que comentaron
las chicas, tenía un par de costillas rotas y el lado
izquierdo del rostro amoratado.
No sé qué es lo que fueron a hacer, pero Akihiro
parecía especialmente nervioso y entusiasmado hoy.
Mientras yo limpiaba algunos de los viales con los
que trabaja últimamente, ha estado canturreando.
Cantando.
Una vieja cancioncilla que no he reconocido, pero que
me ha vuelto a revolver el estómago. Sé que confío
en él, igual que confío en mí misma y en que estoy
aquí porque Sheng nos protege y por fin ha decidido
que todos seamos iguales. Pero al mismo tiempo,
mientras lo veo manipular sus materiales, me
pregunto cuánto sabe él y cuánto ha decidido
ignorar.
¿Es como yo?
¿Una hormiguita que se esconde temerosa de que le
hagan algo peor que a la princesa Jisun?
¿De qué tengo miedo en realidad? ¿De Takeshi?
¿De los secretos de la montaña? ¿De los sonidos
y gritos que he escuchado mientras Akihiro me
enseñaba a mezclar azufre con carbón y lo que él ha
llamado «nitro»? El resultado ha sido una pequeña
explosión que lo ha hecho sonreír y que ha mitigado
el primer berrido.
El segundo ha provocado que Akihiro corriera un
biombo a la entrada de su caverna, para que
pudiéramos concentrarnos en lo nuestro.
Pero yo no he podido hacerlo. Jisun Beongae es
una rehén silenciosa. Pero… ¿y si hay alguien
más? ¿Otra princesa? ¿Un príncipe? Y por eso
le he preguntado a Sunjin por la última incursión de
los Altos Miembros.
Parecía irritada por mi pregunta, pero su
expresión se ha suavizado al creerse mi interés
fingido. Cuando la veo tocarse la nariz con uno de
sus dedos, no puedo evitar compararla con uno de
los seres que según las leyendas de Hoa Thơm salen
de la tierra para devorar a los niños con la llegada
del otoño. Usan las hojas caídas para ocultarse y,
cuando menos te lo esperas, agarran tus piernas y
desapareces.
Me da un poco de miedo que Sunjin haga eso
conmigo. Ella es la que me acercó a Akihiro, y ella
puede hacer que eso vuelva a cambiar.
Afortunadamente, hoy ha preferido contarme cómo
los monjes del Sol no se tomaron bien que Jiaer y
los demás predicaran en Huozai. Acudieron al
festival de Suiren para acercarse al público y
hablarles del Equilibrio y de los valores que
cultivamos aquí. Sunjin dice que hay pocos huozis
entre nosotros, pero que después de lo sucedido han
comprendido que hay corazones demasiado
corruptos para entender lo que Takeshi y ellos han
descubierto.
Me ha dicho que odia a los huozis y yo le he
preguntado si es por su naturaleza beongi. He leído
mucho sobre la rivalidad de las dos islas, pero
pensaba que eran chiquillerías. Sunjin ha negado con
la cabeza, ha dado un trago largo a su infusión y,
con los ojos llenos de rabia, me ha confesado que el
odio no tiene que ver con la sangre, la procedencia,
el viento o el sol. Que el odio tiene que ver con el
corazón.
Mientras escribo esto, me voy preparando para
volver a mentir. Takeshi confía en mí y sabe que
quiero llegar a ser su mano derecha en los Altos
Miembros. ¡Eso es! Nada ha cambiado. Quiero
convertirme en uno de ellos y que no haya secretos
entre nosotros. Está claro que él es la única
persona que puede darme respuestas a todas mis
preguntas.
Bian
Ter
—Ciudad de Beongae—
Sin la luz de los faroles, la celda vuelve a ser una nube negra.
Ter se convence de que se agacha por propia voluntad, para
examinar el suelo con las manos, y no porque le hayan fallado
las piernas. Sus dedos barren cada palmo de esa piedra rugosa
bajo sus pies; también las paredes, la puerta, la cerradura y una
especie de rendija que asume que se va a convertir en su nuevo
servicio de comidas. Mete las uñas donde se une con el metal,
entre las bisagras. Intenta hacer palanca, a ciegas, con la
escudilla que había tirada en el rincón. Si hay una forma de
salir de esa celda, Ter la encontrará. Y si no la hay, la creará,
aunque tenga que reventar la cerradura a cabezazos. Total,
duda que pueda dolerle más de lo que le duele ya.
Se lleva la mano a las muñecas. Por primera vez, el peso
ya casi familiar de los brazaletes le reconforta. Aunque aún
nota un pinchazo residual en las sienes cuando llama a su
magia. Esta acude. Apenas logra hacer nada con ella, solo
lanzar un destello que se extingue enseguida. Pero no necesita
más.
Tiene su magia y tiene su cerebro. Con eso debería ser
suficiente. Si descansa un poco, quizá pueda…
—¿Esa era la emperatriz? Muchacho, realmente te has
metido en un problema muy grave. —Hay algo extraño en la
voz de su vecino de celda, algo que no tiene nada que ver con
el tono ahogado que le da la piedra que los separa—. Aunque,
por otra parte, nadie llega hasta aquí si no lo está.
—Ya lo has oído —replica Ter—, yo no hice nada. La
emperatriz… —Se calla. ¿Y si es algún tipo de trampa? ¿Y si
la Señora Beongae está poniéndole a prueba? Por si acaso, Ter
se traga las palabras «pretende incriminarme».
—Te creo. Este calabozo es una prueba viviente de la
corrupción de la emperatriz Beongae. Por suerte para ti, ese
superior tuyo… ¿Murazen, se llamaba? Un apellido curioso
para un soldado de la Academia, sin duda. Él…
—Sero no es mi superior —lo interrumpe Ter—. Nos
graduamos a la vez. Me saca un par de años, pero…
Un momento. ¿Cómo es que un losbita conoce la
Academia?
Eso era lo que le extrañaba de la voz de aquel hombre.
Que no tenía acento losbita…, porque no le ha hablado en
losbita en ningún momento.
—Eres uno de ellos, ¿verdad? Uno de los presos de la
Guerra de la Pólvora.
Ter se desliza hasta la pared que comparte con el hombre.
En el silencio sepulcral y frío de la celda, puede oírle respirar
hondo antes de decir:
—Estaba aquí mismo cuando sucedió, ¿sabes? No en los
calabozos, claro. En el palacio. Soy un diplomático de la
Corona, de los más próximos al rey, si me permites que lo
confiese. —Hay algo de orgullo en su voz al hablar del viejo
monarca, y Ter no tiene corazón de interrumpirlo—. Me
encontraba debatiendo un tratado comercial con uno de los
ministros de la emperatriz y de pronto los monjes irrumpieron
en la sala. Dijeron que había habido un atentado, que los
nuestros eran los responsables. «Armas de fuego», explicaron.
Yo sabía que era imposible, pero quise colaborar, así que los
seguí.
»Aún lo recuerdo… Desde los jardines, a lo lejos, se veía
el horror: una inmensa nube de humo sobre la colina en la que
antes se había levantado el templo de la Tormenta. Pensé que
estaban reaccionando precipitadamente ante la tragedia, que
después la situación se aclararía. Que lo solucionaríamos con
diplomacia. —El hombre chasquea la lengua, o quizás es una
risa tan seca que tiene más de resoplido que de risa—.
Apostaron a monjes en mis aposentos. A los tres días sin
noticias, la emperatriz Beongae me visitó. Me acusó de
terrorismo y contrabando. Me trajeron aquí.
»Y aquí estoy.
Ter lo sabía. Había estudiado lo sucedido; cómo los
beongis culparon a sus compatriotas cuando su templo fue
atacado. Cerraron las fronteras, y todos los continentales que
se encontraban dentro de ellas fueron a parar con sus huesos
en la prisión. Por eso, en parte, están aquí de nuevo. La
Academia tiene más intereses, claro, tejemanejes económicos
que a él no le importan un pepino. Él quería cambiar las cosas,
ayudar a esas personas. Creía que sabía a qué se enfrentaba.
Sin embargo, aquella historia hace que le hierva tanto la
sangre que se pregunta si podría usarla para fundir la
cerradura.
Los presos de la Guerra de la Pólvora no son cifras en un
papel, ni una frase con la que adornar un tratado de paz. Son
personas con historias, con vidas, que han quedado en
suspenso por la ineptitud y el miedo de la emperatriz.
—¿Cómo te llamas? —musita Ter.
De nuevo esa risa vacía, que es más intención que otra
cosa.
—¡Disculpa mis modales! Albio Terabona, comandante
de la Corona, para servirte —se presenta el hombre. Es difícil
saber si su pomposidad es irónica o intencionada, pero Ter, por
una vez, se muerde la lengua—. Vaya, casi suena extraño.
Hacía mucho tiempo que no pronunciaba esas palabras —
comenta entonces—. Llevo cinco años aquí. Cinco años son
muchos años para que un hombre los pase sin oír su propio
nombre, muchacho. Sienta bien.
Sus palabras son como un puñetazo en las entrañas.
Aunque creía que tenía la boca seca, Ter traga saliva. Porque
es cierto que cinco años encerrado son una tortura
inimaginable, pero es que no fue entonces cuando acabó la
Guerra de la Pólvora.
Albio Terabona lleva dieciséis años en prisión.
***
La primera señal es la luz. Es débil, aún está muy lejos, pero
después de los dioses sabrán cuántas horas en la más absoluta
oscuridad, es imposible pasar por alto el ligero resplandor que
enmarca ahora la puerta de la celda. Después, un traqueteo
metálico y pasos.
Una mano se introduce por la rendija y deposita dos
cuencos; a juzgar por la tenue luz, uno es agua. Ter se lanza
sobre él, obligándose a no bebérselo de un trago. Está caliente,
pero su garganta la absorbe como una esponja. En el otro
cuenco hay una pasta indefinida, arroz probablemente. Aunque
se muere de hambre, no tiene demasiadas ganas de probarlo.
Examina el recipiente. Parece cerámica. ¿Puede aprovecharlo?
Si lo rompe y se hace un corte en la mano…, si la sacara por la
rendija y el monje que está repartiendo la comida viera la
sangre, ¿lo sacarían de allí? ¿Lo llevarían a algún tipo de
sanador y…?
¡Chrrrr! La rendija de la celda de al lado se ha abierto.
—Buenos días, Albio.
—Buenos días, Sooha. Cuéntame, ¿qué tal día hace hoy?
—Mmmm… No muy bueno. Hoy las nubes están más
negras que las plumas de Bondad.
Hablan. Albio y la monje (ahora que la ha oído sabe que
es una mujer) hablan como vecinos que charlan en el patio
mientras tienden la ropa. Como si no fueran un preso y su
carcelera. Ter se aproxima a la pared opuesta, esperando
pescar algo interesante en la conversación, pero lo cierto es
que quien más habla es Albio. Habla muchísimo, de eso Ter ya
se ha dado cuenta. Sooha solo escucha y le da la razón
amablemente. Casi como si… lo compadeciera.
—¡Eh! Yo me llamo Ter. Albio, no me habías dicho que
nos tocaba una guardia tan simpática.
Si la magia funcionara de otra manera, la sonrisa falsa
que Ter esboza en ese momento hubiera iluminado la celda.
Pero no lo hace, de modo que la monje no puede verle la cara.
Quizá por eso no responde.
—¿A mí no me saludas?
Silencio.
Tendrá que probar con otro enfoque.
—Por favor… Es horrible estar aquí abajo. Sin ver la luz
del sol, ninguna luz, de hecho. Solo… habla un poco conmigo,
¿quieres? Solo… —Ter incluso finge un gimoteo— para fingir
que algo sigue siendo normal.
—La emperatriz ha prohibido que hablemos contigo.
«Vaya sorpresa».
—Venga, Sooha. No soy un monstruo. Soy una persona.
Soy un tío majo. Si…
—Eres un terrorista.
La sonrisa traviesa, que había vuelto a trepar hasta los
labios de Ter (más por hábito que por otra cosa), se le queda
congelada.
—Eso no es verdad.
Silencio. De nuevo el traqueteo (debe de ser algún
autómata que carga con los cuencos de los presos). El sonido,
y la luz, comienzan a alejarse. La siguiente palabra apenas
atraviesa la puerta de la celda de Ter.
—Terrorista.
—¿Cómo estás tan segura?
No sabe si la monje lo oye o no. De cualquier forma, la
única respuesta que Ter recibe es su propio gruñido de
frustración.
—No te lo tomes como algo personal —lo consuela Albio
—. Tan solo cumple con su deber…
—¿Su deber es ser cómplice de las injusticias de la
emperatriz? —Ter lo grita con la boca casi pegada a la puerta,
en losbita, aunque probablemente Sooha ya no alcance a
escucharlo. Le parece oír una pausa en el lejano traqueteo
metálico, pero eso es todo—. ¿Cómo puedes…? ¿Cómo
puedes hablar con ella como si tal cosa, Albio?
—Muchacho…, ¿qué otra cosa voy a hacer si no?
La pregunta era obvia, y la respuesta, tan absoluta que
Ter se marea con tan solo pensarlo. Nada. No puede hacer
nada. Y es el mismo destino que le espera a él si no encuentra
una solución.
Aún tiene la cara pegada a la puerta; la cerradura se le
clava en la mejilla. El metal ha comenzado a templarse con el
calor de su piel. Y Ter se pregunta, no por primera vez, cuánto
tardaría la magia en fundirlo. Se frota el brazalete. Él no es
como Dantelle, o como el príncipe Hanlu, se recuerda, ni
siquiera como Aiya. No es un ilimitado ni ha dedicado su vida
a entretejer magia y fuego. Podría extraer demasiado calor del
ambiente y quedarse tieso como el cubito de hielo más
imprudente e imbécil de la historia. O lo que es más probable,
podría desmayarse por el abuso de magia, y sinceramente, no
tiene ganas de repetir la experiencia. La cerradura sigue contra
su cara, tibia.
Solo necesitaría un estallido; unos cuántos minutos,
quizá. Y luego sería libre. Quizá…
—Se pasa, muchacho —dice entonces Albio—. Al final,
se pasa. Cuando yo llegué aquí…
Y habla. Y habla, y habla, y habla… Ter no puede
culparlo. Como bien ha dicho, ¿qué otra cosa puede hacer?
Rememora tiempos mejores con una nostalgia evidente en la
voz; anécdotas de sus viajes, de su época en la facultad. De su
familia.
—Por los Cinco, te prometo que es la mujer más lista y
más hermosa del reino, qué digo, ¡del mundo! —exclama.
O:
—Ese renacuajo quería estudiar en Milicia y Política
desde que tenía seis años. ¿No habrás estudiado con él, Ter?
El nudo en su garganta. Ya apenas nota nada más; ni el
mareo, ni el metal contra el rostro. Con un suspiro, Ter
abandona su lugar junto a la puerta y se recuesta contra la
pared que comparte con Albio. Y mientras tanto, él sigue
hablando. Y recordando.
Y preguntando.
«¿Cómo has llegado a Losbias?». «¿Han vuelto a abrirse
las fronteras?». «¿Cómo está el rey Catell?». «¿Y su esposa
Elbora? Sus mellizos estarán ya mayores, ¿eh?». «¿Sabes si
han arreglado el templo de la Madre de Altaciudad, ese al que
le faltaban las vidrieras?». Albio Terabona quiere saberlo todo.
Echa de menos a su familia, pero la añoranza que siente por su
reino no le anda a la zaga. Necesita alguien que le lleve
noticias, ilusión. Y si algo sabe hacer Ter Meda es contar una
buena historia.
Imagina que está en la barra de una taberna, no en una
celda; que en su mano hay una cerveza fría, en lugar de un
cuenco de arroz apelmazado. Le dedica a la oscuridad su
mejor sonrisa, y a Albio sus mejores respuestas. Al menos,
sobre algunas cosas. Habla de la muerte del rey, de la
revolución, de la nueva reina. No le dice, sin embargo, que
todos esos cambios que a él le parecen tan repentinos se han
fraguado a lo largo de dieciséis años, y no de los cinco que su
maltratada mente cree que han pasado. Tampoco le habla de
otras cosas.
Resulta que a Albio se le da tan bien escuchar como irse
por las ramas, aunque a veces se le olvidan ambas cosas. A
veces está hablando sin parar y de pronto se calla, a veces ni
siquiera termina la palabra que estuviera diciendo, o no
responde a la pregunta que Ter le haya hecho. En blanco total.
Se queda así hasta que Ter lo despierta.
—¿… en Ravinder? —está contando ahora—. ¡Es el
orgullo del oeste!
—Pues no, me temo que nunca he estado en tu ciudad,
Albio… Aunque mi hermana estuvo una vez. Me dijo… —No,
mejor no contarle a Albio lo que sucedió cuando Staylinn fue a
aquel lugar—. Cuando volvamos a casa, iré a visitarte, Albio.
Seguro que eres un guía alucinante.
—Seguro que te encanta. En el paseo principal hay…
La frase queda en el aire. A esas alturas, Ter ya se ha
acostumbrado a los silencios repentinos de Albio. Espera unos
instantes, pero esta vez el hombre vuelve a hablar sin
necesidad de que él le diga nada.
—Ese compañero tuyo, el que vino a verte —susurra de
pronto—. El que dijo que te sacaría de aquí… ¿Confías en él?
Ter lo lee claramente en su voz: esperanza, tan frágil
como una telaraña.
—¿Sinceramente? Me cae fatal —bromea. Al menos,
pretende que Albio se lo tome como una broma—. Pero no se
anda con tonterías con tal de conseguir lo que quiere, y, por
suerte para nosotros, lo que quiere es que nos saquen de aquí.
»Pero olvídate de Sero. Lo importante es que yo también
quiero que salgamos de aquí. Y en mí confío al máximo,
Albio.
El hombre suelta una de sus risotadas secas.
—Así me gusta, muchacho. Esa es la actitud. Eso es lo
que te salva aquí, ¿sabes? No duras mucho si no tienes
esperanza. O si la tienes en las cosas equivocadas, como la
última que estuvo ahí. Esa cayó bien rápido.
Ter tarda unos segundos en comprender que «ahí»
significa «en tu celda».
Se le eriza el vello de la nuca, y no tiene nada que ver con
el frío de la mazmorra.
—¿Qué le pasó?
—Era una fanática. —La voz de Albio se tiñe de una
repugnancia inesperada—. Hay muchos aquí. Muchas sectas.
¿Has oído hablar de ellas?
—Sí, Albio. Estoy aquí por culpa de una secta. Te lo he
contado… —a Ter se le cierra la garganta. ¿Ha sido esa
mañana? ¿O fue ayer?—. Te lo he contado —zanja—. ¿No te
acuerdas?
—¿Eh? No… Sí. —Albio carraspea— ¿Qué estaba…?
—La presa que estuvo aquí antes que yo. La de la secta.
Me estabas contando qué le pasó. Que tenía esperanza en… las
cosas equivocadas.
—Oh, sí. Si la hubieras oído… No era inocente, no como
tú y yo. Lo confesó. Las cosas que hizo… Prefiero ahorrarte
los detalles.
»Dijo que ese líder suyo le había dado magia. Y no sé qué
había de verdad en eso, a qué clase de alquimia sometería su
cuerpo. Pero hacía… cosas. La oía practicar a través de la
pared, igual de claro que te oigo a ti ahora mismo.
Ter, que se ha llevado la mano al brazalete sin quererlo,
siente la voz de Albio inquietantemente cerca. Como un tonto,
toca la pared, solo para cerciorarse de que sigue ahí.
—Decía que, si practicaba lo suficiente, su líder la
señalaría con rubíes, como a una igual, y que entonces podría
ayudarla a cumplir la voluntad de esos espíritus suyos.
En algún lugar gotea una cañería. Plin.
Ter no se da cuenta.
—Cumplir… ¿Como en una profecía?
—Sí, puede ser. Aunque ¿quién sabe en qué creía
realmente? Tan pronto se encomendaba a las Virtudes como a
los Cinco. Pero, como dice el Sabio, «quien a cualquiera le
reza, a todos venera, menos a su alma».
—¿De qué conocía una losbita a nuestros —Ter casi se
atraganta con la palabra— dioses?
—Oh, en la bahía Mediasangre de Ameagari hay quienes
veneran al Pentaón. No muy abiertamente, pero bueno, pasa. Y
en los bajos fondos, más aún. Es un descontrol aquello. No sé
si los Señores Ameagari lo desconocen o si simplemente hacen
la vista gorda, pero ahí está: un nido de crimen y blasfemia…
Allí es donde ella conoció a su líder, según contaba, en una
especie de espectáculo de magia. Un lugar peligroso, sin duda,
la bahía Mediasangre. ¿Has estado alguna vez?
—No, Albio —suspira Ter—. Tan solo he visitado
Beongae y Huozai. —El hombre sabía aquello, pero esta vez
él ya no le pregunta si lo recuerda—. ¿Qué fue de ella, Albio?
Has dicho que tenía esperanza. ¿Acaso los monjes…?
—Lo que sea que le pasara, se lo hizo ella sola. Nunca
entendí qué hacía exactamente, cómo «practicaba». Siempre
hacía ruidos raros. Pero un día fue distinto. Empezó a chillar, y
de pronto, nada. Los monjes llegaron corriendo, pero, por lo
que oí, cuando entraron en su celda, ella ya estaba muerta.
»No sé qué le hizo ese líder suyo al que tanto veneraba,
pero fuera lo que fuera, su cuerpo no lo soportó.
»En la Academia nos lo enseñaron bien, ¿eh? —insiste
Albio—. Y los Cinco también lo predican. La magia es un
don, pero debe usarse con cuidado. No somos dioses, Ter. Y
los que lo olvidan siempre pagan el precio.
Aiya
—Palacio de Ameagari—
Si Yazi Huozai viera lo que Kai Ameagari tiene guardado en
ese laboratorio, se le pondrían los pocos pelos que le quedan
de punta. Si Kai Ameagari supiera que Aiya es huozi,
seguramente nunca la habría dejado entrar. El taller del
príncipe de la Ola es tan grande que podrías gritar desde un
extremo y no te escucharían en el otro. Aiya trataría de medir
la distancia en diligencias, pero es imposible. Todo lo que hay
allí es enorme. Ha viajado en los barcos de la Ola y reconoce
los materiales: bronce, cobre, hueso, bambú y laca. El príncipe
ha creado una especie de escalerilla de cobre que se retuerce
sobre sí misma y sube como una enredadera hasta el techo
abierto. El sol penetra a través de los orificios que han dejado
abiertos a propósito y se proyecta en las superficies
reflectantes de azulita.
El azul de los ameagis baña sus creaciones. Las hace
suyas y de nadie más. Desconoce para qué sirven la mayoría
de las cosas, pero también parece que, si preguntara Kai
Ameagari, se lo contaría encantado. De hecho, está
parloteando sobre sus inventos sin que nadie se lo haya
pedido, y su voz se escucha por encima del ruido de la
maquinaria que corta el bambú con una sierra dentada en el
otro extremo del taller.
—En realidad este es un modelo viejo —explica,
arrancándole un cacharro de las manos a una monje de la Ola
que está trabajando—, ¿te suena, Jisoo? Mi hermanita se
marchó con uno parecido para que guardaran los brazaletes en
Beongae.
—Oh, sí, lo recuerdo.
Aiya también. Ahora que puede ver las patas de cerca,
como si fueran las de una araña, recuerda el cofre que Hanlu
abrió y del que sacó los brazaletes para los continentales.
—Este es el primero que hice. ¡Un desastre! Pero con los
nuevos modelos podemos hacer móvil cualquier objeto.
Imagina lo cómodo que sería que uno de estos te llevara el
equipaje. Yo no viajo mucho, pero podríamos exportarlo por
unas cuantas bosles.
—¿Se pueden controlar?
—Claro, como todo. Si tienes las ideas claras y el poder
suficiente. ¿Acaso controlaban ese armatoste de Huozai del
que me habéis hablado antes?
—Aiya lo vio. Ella puede darte todos los detalles.
El príncipe Kai parece confuso y Aiya está segura de que
es la primera vez que se fija en ella. Y preferiría que no lo
hiciera. Los colmillos del dragón se superponen a una sonrisa
que no acaba de gustarle.
—Cuéntamelo todo. —Tira el aparato por encima de su
hombro y se escucha un crac. Después, señala con la cabeza
una mesa alargada en la que hay unos pergaminos extendidos
—. Vamos a replicar ese monstruo. Seguro que alguno de mis
chicos puede ayudarnos.
Los pergaminos son los planos de algún trasto a medio
construir, pero el príncipe los aparta sin miramientos. Extiende
uno en blanco y juega con un bote de tinta y un pincel.
Dharani le da un empujoncito a Aiya y ella empieza a hablar.
Conforme va explicando lo que vio, varios ingenieros se
acercan curiosos y, como su príncipe no los despacha, hacen
apuntes en voz alta.
Aiya intenta ser todo lo concreta que puede. Describe los
cañones, las explosiones y lo que pudo ver entre los ataques y
el humo. Se siente tonta cuando ya no puede añadir nada más
y el príncipe Kai suelta un suspiro.
—No sé qué decirte, Jisoo. Un armatoste como ese solo
lo podría haber construido yo. Y te juro por Honor que no es el
caso.
Aiya observa al príncipe Jisoo e intenta intuir qué puede
estar pensando tras la máscara. Él, que no ha confiado en nadie
desde que partieron de Beongae.
—¿Y no es posible que haya alguien mejor que tú?
Varios monjes fruncen el ceño. Otros cuchichean. Y Kai
Ameagari se ríe de una manera casi salvaje.
—Jisoo, qué gracioso eres. Si alguien fuera mejor que yo,
estaría trabajando para mí. Y si no…
Kai Ameagari se calla y da una pincelada sobre el dibujo
que no se parece en nada a los recuerdos de Aiya. Otra
pincelada.
Las máquinas se han parado, así que es lo único que se
escucha, como una caricia sobre el papel.
—¿Y si no? —pregunta Dharani finalmente.
—Si no trabajase para mí ya estaría bien muerto.
Aiya interpreta que es una broma, porque el príncipe
vuelve a reírse y llama a varios de sus monjes para que
escuchen la descripción del cacharro de la secta otra vez.
***
No era consciente de lo mucho que necesitaba descansar hasta
que se tira en el futón de la habitación que el príncipe Kai ha
mandado preparar para Dharani y ella. Es un espacio amplio
que se abre a los jardines interiores y que conecta directamente
con los aposentos que han reservado para el príncipe Jisoo.
Cuando se recuesta en el suelo y contempla de lado cómo
el viento mece los cerezos al atardecer, siente todo el peso de
cada uno de los movimientos que ha hecho desde que firmó
aquel rollo de pergamino para luego acompañar a Hanlu hasta
Beongae en el templo del Sol. Los párpados le pesan, así que
sucumbe al sueño rápidamente. Sueña con las imágenes de los
días pasados: el cabello largo y oscuro de la princesa Jisun
manchado de tierra allá en Beongae, la sonrisa de Dantelle
cuando le dijo que el rojo le sentaba mejor que el negro, las
manos arrugadas de la oráculo de Gamja, el pico amenazador
de Jisoo al descubrir las intenciones de Terabent con sus
brazaletes, las manchitas en la piel de Dantelle cuando le contó
en la corriente de la Tortuga que no creía en sus dioses, el roce
de su mano cuando recorrieron los pasadizos en Huozai y sus
ojos marrones antes de desaparecer.
Al final acaba desvelándose. Se incorpora en el futón y se
abraza las rodillas. En Huozai estuvo a punto de esposarse a la
seguridad de Hanlu y no soltarlo jamás. Él es lo que conoce, y
es cálido y fácil de entender. El príncipe Jisoo es frío y distante
y pronuncia su nombre de la misma manera que pronuncia
«montaña» o «lanzaespada», como si fuera un objeto. Si detrás
de esa máscara hay algo de aprecio por Aiya, no es más grande
que un granito de arroz. Aiya habría asegurado que el heredero
sentía algo de simpatía y camaradería por Terabent, y ahora
solo puede dedicar sus oraciones a que Hanlu lo encuentre con
vida. Comprende que entre la decisión de ir tras su hermana o
el extranjero, el príncipe Jisoo haya tomado la primera. Ella ha
hecho lo mismo por Dantelle. Sigue al lado del heredero por el
juramento que los ata, pero también por su propia convicción
de que quien se haya llevado a Dantelle y a la princesa merece
ser castigado.
—Aiya, ¿duermes?
Se gira para mirar a Dharani. En la penumbra distingue su
melena enredada caerle por los hombros. La envidia
profundamente. A Aiya le gusta observar a los fénix, a los
flaminaara y a los animales salvajes cercanos al templo, y
disfrutar de su libertad. Dharani es como ellos. Incluso en esa
habitación, compartiendo misión con ella, está claro que son
como la noche y el día. Aiya sería el día y Dharani la noche.
Porque es cuando pasan las cosas más divertidas.
Consciente de que no puede verle los labios, se acerca a
ella y mueve las manos para decir «no».
—Jisoo sí. Vamos a bañarnos.
Habrá usado sus poderes para saber que el príncipe
dormita al otro lado de las puertas de papel. Aiya desconoce
cómo funciona la magia del Eco, pero desde que vio a Dharani
reventar una pared con ella, se ha dado cuenta de que los
huozis necesitan más de una lección de humildad. Pensaba que
crear llamas con las manos la convertía en alguien invencible,
y ese viaje ha demostrado que es un bebé de fénix al lado de
un murciélago experimentado como Dharani.
Dharani la toma de la mano y la arrastra fuera de la
habitación. El ala que han acomodado para ellos es la de
invitados, bastante alejada de los aposentos habituales de la
Señora Umi y su esposa; y justo en el lado opuesto al lugar en
el que Kai Ameagari tendría que descansar de vez en cuando.
Aiya no está acostumbrada a la sencillez de las residencias
ameagis. No comprende cómo pueden llamar lujo a la
ausencia de mobiliario y decoración. Si ella hubiera construido
aquel lugar, habría elevado una planta encima de otra, habría
construido dragones de piedra en cada entrada y alargado los
techos de pizarra hasta las nubes. Pero los ameagis construyen
a una altura o dejan que sus casas floten sobre la estabilidad de
ese monstruoso artefacto que pudieron ver desde el puerto.
Parece que estén diciendo «podemos hacer cualquier
cosa, solo que no nos apetece».
—Por allí.
Dharani señala al frente, y sus pulseras doradas tintinean
en la noche. Siguen un camino empedrado por el jardín de su
ala. La hierba crece, apoderándose de los adoquines, y Aiya
siente el frescor entre los dedos de los pies. No se le ha
ocurrido ponerse sandalias. Está tan cansada que agradece que
el exterior se vaya iluminando conforme ellas avanzan, así no
tiene que usar su llama. En las lindes del camino crecen unos
hongos del tamaño de una persona que emiten una luz azulada
preciosa. Aiya no se detiene a examinarlos, pero sabe bien que
son cosa del príncipe Kai. Ameagari, la isla capaz de
automatizar y modificar todo lo que los rodea sin olvidar de
dónde vienen, sin abandonar la tierra y lo que ella les ofrece.
La zona de los baños es un espacio natural con agua.
Dharani la arrastra hasta una estructura de bronce para señalar
un panel lleno de botones. Tienen formas de concha y, cuando
Aiya pasa el dedo por su textura rugosa, comprueba que es
que… lo son.
—Como no hay huozis, lo calientan con esto.
Al pulsar el botón superior, la construcción chirría y se
pone en marcha. En apenas unos minutos, un fuego se
enciende y del agua del baño empieza a salir vapor.
—Es… curioso.
Tal y como dice Dharani, en Huozai no necesitan algo
como eso porque los baños públicos tienen a sus monjes del
Sol para calentar el agua con un poco de esfuerzo.
Aiya sonríe y se acerca al borde del agua para pasar la
mano por la superficie. Sí, está caliente. No sabía cuánto
echaba de menos algo así. Se gira para decírselo a Dharani,
pero lo que encuentra la hace sonrojarse hasta las orejas. La
bailarina se ha deshecho de su bata y se estira, con su figura en
todo su esplendor. La luz de los hongos lame su bonita piel y
dibuja sus formas.
Dharani se mete en el agua, sumergiéndose hasta el
pecho, y le hace un gesto para que la acompañe. Aiya se pone
un poco nerviosa, pero se quita su propia bata y la deja
doblada sobre una roca. Corretea, veloz hasta el borde, y se
hunde casi hasta la nariz. Se encuentra con la carcajada de
Dharani, que se recuesta contra las piedras y cierra los ojos,
disfrutando del baño.
El silencio se apodera de las dos durante un buen rato en
el que Aiya se echa agua por el pelo y se frota los ojos para
despejarse un poco.
—Está bien alejarnos de Jisoo un poco, ¿verdad?
Aiya no quiere contestar que sí. Que aunque Dharani es
alta e imponente y tan guapa que le da reparo mirarla mucho
rato, sin duda es mejor compañía que un príncipe enfadado
con todo el Imperio.
—Necesitaba relajarme un poco…
Dharani abre un ojo y la observa. Antes de que pueda
evitarlo, la chica ha dado un par de brazadas y está a su lado.
Le atrapa las mejillas como haría una ancianita con su nieta.
—¿Qué hay aquí dentro? De tu cab… cabeza. Estás
preocupada.
No es una pregunta.
¿Pero qué puede decirle? ¿Hay algo que no le preocupe
siquiera? El peligro mortal, que ha jurado con un príncipe
cuervo, que igual ese mismo príncipe va a matarla en unos
pocos días, que Dantelle ha desaparecido, que está lejos de su
hogar y no sabe si sus amigas están bien…
—Todo —responde al fin.
Y Dharani vuelve a reírse.
—Eso es normal —asiente. Su maquillaje dorado le
escurre por las mejillas y parece que está llorando—. ¿Es
Hanlu? Llevaba máscara, pero sentí su aura.
—¿Su aura?
—De guaperas.
Aiya vuelve a ponerse roja como un rubí. Lo siente en las
mejillas que Dharani sigue aplastando con las palmas de sus
manos.
—¡No es eso! Ya te dije que Hanlu y yo somos solo
amigos. O sea, puede que… —Vacila y baja la voz, a
sabiendas de que es una tontería, porque eso a Dharani no le
importa—. Puede que hace un tiempo fantasease con
enamorarme de él y casarnos a escondidas. Y con tener una
granja en las montañas y cuidar de una camada de
salamandras. Un sueño un poco tonto porque, claro, a él le
aterran las salamandras y… Bueno, luego supe que no está
interesado en… ¿De qué te ríes, Dharani?
—Eres graciosa, Aiya. —Y la suelta, pero no deja de
mirarla—. Jisun siempre se enfurruña porque la pillo cuando
está triste. Es un secreto, pero confío en ti. —Antes de
continuar se echa un poco de agua por la cara y sacude el pelo
—. No entiendo el lenguaje del Continente, pero entiendo muy
bien los cuerpos. Las miradas.
—¿Cómo?
—Dantelle. Está enamorado de ti.
Aiya está a puntito de levantarse de allí e ir a buscar a Kai
Ameagari para decirle que ha encontrado una fuente de calor
mejor que su aparato de conchas: ella misma, en estado de
ebullición.
—¿Qué dices?
—Y tú de él, ¿no?
Está desnuda bajo el agua, pero se siente más expuesta
con las palabras de su amiga. Aiya ama la naturaleza. Ama su
mundo, a Losbias y a todos los seres que viven en él. Los otros
monjes siempre la han criticado por tratar de encontrar la
belleza en cualquier creación de Sheng. Incluso en las
chinches explosivas que se cuelan en las cocinas del templo.
Con tanto amor, siempre había pensado que el día que
encontrase un chico al que querer no le cabría el sentimiento
en el cuerpo.
Y es por eso por lo que le cuesta creer que Dantelle sea el
elegido. Porque es demasiado sencillo. Porque incluso con
todo el amor que ya tiene en su interior, el chico se ha hecho
un hueco con naturalidad, como si ese espacio lo hubiera
estado esperando a él desde siempre.
—No se puede amar a alguien a quien conoces desde tan
poco tiempo.
—Se puede amar de muchas maneras —replica Dharani
—, y a distintas velocidades.
Aiya nota que está llorando porque Dharani suelta una
exclamación de sorpresa.
—Tengo miedo de lo que le van a hacer, Dharani. ¿Cómo
eres capaz de mantenerte tan entera sin saber qué le pasa a
Jisun? Desde que nos conocimos, no he parado de sentir
pinchazos en el corazón al pensar en vosotras, y ahora que se
han llevado a Dantelle no puedo soportarlo.
Dharani repite en silencio lo que le acaba de preguntar y
luego abre los brazos. Las gotitas de agua se escurren por su
cuello y desde sus brazos hasta la superficie.
—Dame un abrazo.
—¿Qué?
—No seas tonta, dame un abrazo.
Aiya no ha abrazado a nadie más que a sus padres y
puede que a algún animal salvaje. Así que avanza y se
acurruca en el pecho de Dharani y se siente extraña. No sabe
dónde poner las manos o si es de mala educación andar
olisqueando su pelo.
—Jisun es fuerte —le dice Dharani al oído—, y también
Dantelle. Mi princesa es capaz de cualquier cosa. He llorado
alguna vez. Pero a ella no le gustaría. ¿Y a tu impostor? ¿Le
gustaría verte llorar?
Aiya sabe que Dharani no puede ver sus labios en ese
abrazo, así que niega con la cabeza tan fuerte como puede.
Dharani le da unas palmaditas en la espalda y después se
separan. Intercambian una mirada y descubre que los hilos
dorados del maquillaje de la sandeshi ahora sí son lágrimas de
verdad.
—Los salvaremos, ¿verdad? —pregunta Aiya.
—Tenemos a una huozi graciosa, a un príncipe gruñón y
a una sandeshi encantadora. ¿Cómo no vamos a salvarlos?
6 de verano CCXLIX año del ciervo
Anoche Takeshi vino a charlar con Akihiro. No les
importa que yo esté delante cuando hablan de sus
cosas, pero tampoco dicen nada que yo no sepa.
Takeshi estaba un poco más hablador que de
costumbre e incluso me preguntó si no me apetecería
tomarme un descanso del trabajo del laboratorio.
Me dijo que, si subes un poco la montaña, hasta
donde rompe la cascada de las luciérnagas, puedes
disfrutar de unas vistas maravillosas.
Le he hecho caso y esta mañana, al amanecer, he
subido hasta la cascada, me he mojado los pies
durante un buen rato y he tenido la suerte de ver
algunas ardillas pelear sobre las ramas de los robles
que crecen por allí. He disfrutado de mi rato a
solas en la naturaleza y, durante un momento,
incluso he echado de menos a mi familia y todo lo
que dejé atrás. No me había dado cuenta de lo
oscuro que es el laboratorio de Akihiro o de lo
recargado que está el ambiente con todos sus
experimentos.
He aprovechado para dedicarle mis mejores deseos
a la princesa Jisun. Sé que sufre igual que un
ratoncito atrapado en una jaula, así que le he
pedido a Desidia que, por una vez, me escuche. Sé
que casi nadie le hace ofrendas, porque es
demasiado perezosa como para ir a buscarlas, y de
todas formas…, como sus alas son enormes y no
las puede recoger, nunca baja de lo alto de los
árboles. Pero si de verdad Sheng creó a los
Señores, espero que uno de sus hijos, el que menos
trabajo tiene, se apiade de Jisun Beongae.
Pero, por si acaso, he decidido, mientras descendía
hacia el refugio, que intentaría ayudarla por mi
cuenta.
Hoy, Akihiro me ha pedido que le llevase un par de
viales de sangre al Alto Miembro Jiaer, que, a
pesar de no haberse recuperado del todo, ya ha
vuelto a sus labores habituales. Lo he encontrado
sentado, jugando con el agua del río subterráneo con
los dedos. Me he quedado embobada viendo cómo
los hilos de líquido cristalino se enredaban por su
brazo hasta evaporarse. ¿Cuándo seré capaz de
hacer algo como eso? ¿Cuánto tardó él en
conseguirlo?
Me he presentado con una reverencia y de cerca he
distinguido las marcas en su rostro. Parece que
también se rompió un brazo, así que lo lleva asido
contra el pecho. Con todo el coraje que me queda, le
he preguntado por lo sucedido en Suiren y me ha
sorprendido que estuviera dispuesto a contármelo.
No sé si lo he pillado cansado o es que confía en mí.
Sea como sea, me ha confesado que tuvieron que
enfrentarse al príncipe del Sol cara a cara. Yo no
he estado nunca delante de un Señor (al menos
hasta que encontré a Jisun Beongae), pero dicen
que son aterradores, con sus máscaras y sus aires
de superioridad. Y el Alto Miembro Jiaer ha
salido vivo de un enfrentamiento directo. ¿No es en
realidad impresionante?
Él también lo cree, porque ha alardeado un poco
antes de decirme que la predicación sirvió para
encontrar a alguien más.
Alguien más.
Suponía que Takeshi ya les había advertido de que
descubrí a Jisun. Cuando me lo ha dicho, he sentido
ganas de salir corriendo. Pero solo he lanzado una
pregunta: «¿Quién es nuestro nuevo rehén?».
Una de las cosas que aprendí nada más llegar a
Ameagari es que para Takeshi no existe el «yo».
Todos formamos parte de lo mismo y sé que hay
algo en mis ojos que ha hecho que los Altos
Miembros me presten atención. Y que funciona.
Al Alto Miembro Jiaer le ha entrado la risa
tonta. Me ha pedido que lo acompañe hasta un
armario en el que quedaban apenas un par de viales.
Supongo que el viaje hasta Huozai ha consumido
mucha sangre, pero juraría que hace menos de una
semana que Akihiro mandó un par de cajas para
combustible.
Después, y todavía con la sonrisa en la boca, me ha
hecho seguirlo hasta los túneles en los que encontré a
Jisun Beongae. He reconocido su celda y, al pasar
por delante, no he podido resistirme a asomarme.
No estaba inconsciente y, cuando nos ha visto a los
dos, se ha cubierto la cara con las manos, sucias y
llenas de heridas. Me he preguntado cómo puede
tener el honor tan intacto como para que lo que más
le preocupe sea que contemplemos su rostro. Por eso
el Alto Miembro Jiaer se ha acercado al agujero
en el suelo y, lo suficientemente alto para que ella lo
oyera, ha dicho:
«Puede que esto acabe pronto para ti, princesa».
¿Irán a matarla? ¿La soltarán? Mientras
escribo estas líneas, temo que sean las últimas en las
que pueda hablar de ella en presente. Y ahora
también temo por el recién llegado. Parece un
mediasangre, por sus rizos naranjas y esa lengua
extraña que usa y que suena tan complicada y
agresiva. Aunque no tengo que entenderlo para
saber que no está suplicando. Lo he escuchado
gritar y tratar de zafarse de los grilletes que hay
en sus muñecas, en sus tobillos y en su cuello. No he
sabido qué decir. Al menos, eso hacía, hasta que el
Alto Miembro Jiaer ha bajado a su celda y le ha
obligado a inhalar los polvos de Akihiro. Después,
ya no ha dicho nada.
El Alto Miembro Jiaer me ha acariciado el pelo
un instante antes de admitir que Takeshi quería que
viera al nuevo rehén. Le he dado las gracias y
supongo que ha interpretado bien mi expresión de
preocupación, porque ha añadido unas palabras que
nunca olvidaré: «Ella también se resistía al
principio. Espero que no se canse mucho, porque ya
queda muy poco para el final, Bian».
Bian
Ter
—Ciudad de Beongae—
—¿Y si te dijera que estoy aquí porque sé algo que la
emperatriz está deseando mantener oculto? ¿Entonces me
hablarías, Sooha?
Han pasado tres días, a juzgar por los turnos de comidas.
En realidad, a Ter le da lo mismo cuánto hace que llegó a la
celda. Solo lleva la cuenta porque sabe que ignorar el tiempo
es el primer paso para volverse loco.
Aunque, por otro lado, desobedecer a la emperatriz es el
primer paso para que le atraviesen con una lanzaespada. Y
acaba de poner ese filo bien pegadito a su cuello.
—Te diría que la emperatriz tiene sus motivos para
mantener sus secretos. Y que, de todos modos, probablemente
mientes.
Ter siente un cosquilleo. Es la frase más larga que ha
conseguido arrancarle a Sooha. Esperanzado, añade:
—Entonces, ¿por qué nadie ha bajado a interrogarme
todavía?
Al otro lado de la puerta cerrada, la monje toma aire para
responder. Luego lo suelta. Y se marcha.
El cuenco de arroz tiembla entre sus dedos. La idea de
fingir una herida grave cada vez le resulta más atractiva,
aunque seguro que la emperatriz lo dejaría desangrarse, y
Sooha, a pesar de la compasión que se cuela a veces en su voz,
acataría la orden.
También podría estrellar el cuenco contra la pared. No
serviría de nada, pero seguro que le sentaría bien. Así habría
algo nuevo en su celda, algo aparte del cemento que lo aísla
por arriba, por abajo, por todos lados, y que ha recorrido tantas
veces con las manos que ya conoce cada grieta y cada rendija,
desde la diminuta mella que hay junto a la puerta hasta las
cinco rayas paralelas que arañan la pared del fondo. Finge que
no le recuerdan a marcas de uñas, pero se sitúa lo más lejos
posible de ellas cuando duerme.
Cuando intenta dormir.
El problema no es el dolor de su cuerpo, que sigue
agazapado bajo su piel, apenas algo más tenue que cuando
llegó. Tampoco es el suelo duro, ni el frío. Se acostumbró a
eso en la bodega del barco. Lo que realmente no le deja dormir
son las pesadillas. Y no solo las suyas.
Al principio las mazmorras le parecieron silenciosas, pero
se equivocaba. Si esperabas el rato suficiente (y si algo podía
hacer Ter era esperar), empezabas a oírlo: desconocidos
hablando solos en algún lugar al otro lado de las paredes de
cemento. Suspiros. Gemidos. Gritos. Todo un festín de sonidos
creado a medida para dar un mal rollo que te cagas y no
dejarte pegar ojo. A veces no sabe si está despierto o si sueña
esas cosas atroces, porque la mayoría gritan en su idioma.
—Albio —pregunta un día —, ¿por qué hay tan pocos
losbitas aquí?
—A los que han hecho cosas realmente graves no los
condenan al encierro. Si tienen suerte, los matan.
—¿Si tienen suerte?
—Es eso o el destierro, y aquí el destierro se considera un
destino peor que la muerte. La muerte puede resarcir, pero el
destierro supone para los losbitas una ofensa a Honor, una
mancha que queda para siempre en su linaje.
—Albio —dice otro día.
—¿Qué pasa, muchacho?
—¿Yo hablo en sueños?
Cree que no. Cuando consigue dormir, es por puro
agotamiento y, cuando se despierta, lo hace sin saber si han
pasado cinco horas o cinco minutos. Duda que su cuerpo tenga
la energía necesaria para inventarse pesadillas por las que
gritar. Además, los pocos retazos de sueños que recuerda
tienen que ver con su familia.
Los echa de menos.
Se pregunta si Sero les habrá informado de alguna forma
de lo que ha pasado. Es bastante amigo del petardo de
Conreth, el novio de su hermana. Pero no. Si Stay supiera
algo, seguro que ya habría cruzado el mar a nado con tal de
sacar a Ter de allí de las orejas. Contiene una risa. La muy
cabezona…
También piensa, con la imaginación nubosa de quien no
está ni dormido ni despierto, en Dantelle. ¿Sabrá él qué le ha
pasado? Seguro que no. Habría convencido a Jisoo de que lo
sacara de allí, o hubiera ido él de cabeza, aunque fuera solo.
Bueno, quizás Aiya y Dharani lo hubieran acompañado. Son
buena gente. Y, en el fondo, cree que el príncipe también lo es.
Porque será un pretencioso y un borde y un bestia a veces, y a
Ter nada le sentaría mejor que odiarlo sin remordimientos,
pero sabe que Jisoo Beongae está demasiado obsesionado con
ese honor suyo como para dejar que él se pudra bajo el jardín
de su palacio. No sabe que está allí. Es la única explicación.
¿Qué creerán que le ha pasado? Por lo que a ellos
respecta, Ter podría haber muerto durante el atentado.
Quizás es eso.
Quizá Dantelle…
—¿Terabent Meda?
Es apenas un susurro, pero Ter, que se estaba embarcando
de cabeza hacia lo que prometía ser una pesadilla horrible, se
espabila de golpe. Al abrir los ojos, ve que ha aparecido una
luz fuera de su celda, un resplandor titilante que delinea el
contorno de su puerta.
—¿Terabent Meda? —repite la voz—. ¿Estás ahí?
—Depende de quién lo pregunte.
—Supongo que eso es un sí.
Otro ruido. Nuevo. Como de… metal raspando piedra.
A lo mejor se ha pasado de listo. A lo mejor Sooha ha
hablado con la emperatriz y ella ha decidido que es hora de
mandar a alguien que le quite las ganas de irse de la lengua.
Ter se desembaraza de la manta raída y alza las manos. Que
vengan. Echa de menos utilizar su magia para algo más
emocionante que iluminar su triste celda para no cenar a
oscuras sus pegotes de arroz.
Que vengan.
—Apártate de la puerta, ¿vale?
Una nueva fuente de luz, tan repentina y tan potente que
Ter aparta la cara por acto reflejo. Enseguida vuelve a mirar,
con los ojos entornados para poder distinguir algo. Y cuando
lo hace, piensa que quizá sí que ha logrado dormirse, al fin y al
cabo, porque lo que está viendo parece sacado de una de sus
ensoñaciones.
La nueva luz no es luz sin más: es metal, el metal
incandescente de una hoja finísima al rojo vivo. Está
atravesando el hueco entre la puerta y la pared, muy, muy
despacio, y, a juzgar por el hedor a fundido, está atravesando
el pestillo como si fuera un bloque de mantequilla.
Parece una escena sacada de una fragua. Sin embargo,
Ter tiene frío. Muchísimo, se da cuenta de repente. Le
castañetean los dientes. Aun así, se pone en pie, con una mano
aún alzada y su cuenco vacío en la otra, ambas apuntando
hacia la puerta.
La puerta que, con un chirrido de bisagras oxidadas, se
abre despacio.
Hay una figura al otro lado, arrodillada cerca de donde
antes estaba la cerradura. Ha dejado un farol en el suelo, pero
está apagado; la única luz es el filo aún incandescente que
sostiene. El fulgor ilumina su uniforme de monje beongi.
—¿Sooha…?
La figura mira a Ter sin comprender. Él apenas alcanza a
distinguir su rostro, oculto bajo un sombrero de ala ancha. Da
un paso más. Las sombras revelan un trozo de mentón y una
boca. Una boca pequeña de labios que, ahora lo comprende,
seguro que a la luz del día son de color melocotón. «¿Qué
coño…?».
—Supongo que ahora mismo no entiendes nada —dice el
príncipe Hanlu—. Pero no tenemos tiempo.
Hanlu
—Ciudad de Beongae—
Algunos piensan que el mundo se divide en dos tipos de
personas: las buenas y las malas. Después de años
relacionándose con el Consejo del Fénix de Huozai a diario,
Hanlu opina que la división debería ser otra: gente con buenas
intenciones y gente con malas. El Consejo está lleno de los
segundos. Y tras lo sucedido en el festival de Suiren, está
convencido de que Terabent Meda es de los primeros.
Después de haberse aprendido un nombre falso
(¿Osvern?), tuvo que memorizar uno nuevo. Se lo dijo Aiya,
una vez que el palacio del Sol quedó a salvo del fuego y del
ataque de los autómatas gigantes.
—¿Terabent…?
Apremia al muchacho. No todo el mundo se fía de un
desconocido que derrite la cerradura de tu celda. Terabent lo
ha hecho, pero ahora está pasando completamente él.
—¿Albio…? ¿Me oyes? ¿Estás despierto?
Terabent golpea una de las puertas de acero con el puño.
No hay respuesta, y Hanlu mira a su espalda. No tienen
mucho tiempo. Teme que en cualquier momento aparezca
algún monje de la Tormenta y su plan se desbarate. Han
pasado muchas cosas desde Suiren.
Tras asegurarse de que cada huozi estaba a salvo de las
llamas, regresó a los aposentos de su padre. Ahí fue cuando se
enteró de que el muy…, de que sus monjes habían apresado a
Terabent, y su padre lo había entregado a la emperatriz
Beongae. Y tuvieron una discusión… intensa. Hanlu se
enfadó.
«Es el continental que salvó a Xiaomao. Tu hija estaría
muerta si no fuera por él».
Pero la respuesta fue la misma de siempre:
«Y doy gracias a Sheng por la vida de tu hermana. Pero te
preocupas demasiado por lo que no importa, Xiaolu».
Su padre lo llama así siempre: «Xiaolu», la fórmula
cariñosa que los huozis usan para los niños de la edad de
Xiaomao o del recién nacido Xiaoxong. Sus esposas también
lo hacen de vez en cuando y, aunque sonríe cordial, la verdad
es que le hierve la sangre.
—¿Chico…? Por la Madre, juraría que tus palabras
vienen de un lugar diferente.
Hanlu regresa al presente al escuchar la voz ronca y
desgastada que emerge de la celda sobre la que se apoya
Terabent.
—Albio, presta atención, me tengo que marchar, pero…
pero regresaré y sacaré tu trasero de ahí y nos iremos juntos a
Ravinder, ¿vale?
Otro silencio largo.
—Por supuesto, chico. Nos tomaremos una cerveza
juntos y nos veremos las caras…
La voz se desvanece. Terabent se vuelve hacia Hanlu.
Aunque su expresión es triste, en sus ojos hay una
determinación sorprendente para alguien que lleva allí
encerrado tanto tiempo.
—¿Cuál es el plan?
Esa es una buena pregunta.
El encuentro con el príncipe Jisoo fue incómodo. Se
alegró de descubrir que Aiya había estado a salvo todo ese
tiempo, pero no le gustó tanto saber que el príncipe cuervo
estaba detrás de todo. Él lo miró con sus ojos grises siempre
cabreados y simplemente dijo: «Comprenderéis, después de lo
sucedido, que es de gran urgencia que detenga ya a los
causantes del altercado». Y luego insistió en la premura de
continuar su viaje. La joven sandeshi que lo acompañaba
sonrió a Hanlu como si fuera su culpa que el heredero de la
Tormenta sea más difícil de tratar que una salamandra en plena
pubertad. Y Aiya le pidió disculpas.
«Siento todo esto y siento…, pero, se han llevado a
Dantelle, tengo que encontrarlo. Si me lo permites…».
—Escapar, claro —le responde a Terabent, ignorando sus
recuerdos. Solo son distracciones.
—Bueno, ese también era mi plan, Alteza. Y como puede
comprobar, no ha salido demasiado bien.
Hanlu se levanta el sombrero para poder ver mejor a
Terabent. Sí, es exactamente como lo recuerda. Tal vez un
poco más sucio. En Huozai, Terabent fue el héroe. Ahora le
toca a él.
«Es por Aiya. Y Xiaomao».
Hanlu se saca un pañuelo de la manga y luego se lo
tiende a Terabent.
—Será mejor que te pongas esto sobre la boca y la nariz.
El chico lo observa con desconfianza, pero obedece,
aunque solo después de ver que Hanlu hace lo mismo. En
algún lugar del palacio de la Tormenta hay una persona
haciéndose pasar por él. Y aunque la emperatriz Beongae es
tan egocéntrica que duda que note la diferencia entre Hanlu y
su señuelo, prefiere darse prisa, solo por si acaso.
Indica por señas a Terabent que lo siga escaleras arriba.
Allí se encuentran con una nube de humo oscuro y denso. Los
monjes del Sol aprenden pronto a saber qué efecto tienen las
llamas en lo que los rodea. Y cualquiera sabe que una
guindilla quemada es una de las mejores bombas de humo
naturales que existen. El picor entra rápido por la garganta,
nubla la vista y, en la cantidad adecuada…
—¿…desma…?
Es lo único que capta de la voz de Terabent a través de su
pañuelo cuando le señala a los dos monjes inconscientes en el
suelo. Hanlu asiente, como si eso explicara algo, y continúan
hacia la salida de las mazmorras. Ha sido capaz de
encontrarlas de milagro. El palacio de la Tormenta no está
construido como el resto de residencias de Losbias. Ellos
nunca han construido bajo tierra, eso es cosa de los
continentales. Bueno, al menos de cara al pueblo. Así que ha
tardado un montón en esquivar a los monjes y llegar a esa
entrada estrecha y oscura en un rincón cualquiera.
Cuando alcanzan el nivel superior, Terabent se quita el
pañuelo y se resguarda tras un tapiz. Hanlu se le acerca,
contento de haber dejado atrás ese lugar repugnante.
—¿Qué diantres les ha hecho? —pregunta Terabent—.
¿Y cuánto dura el efecto?
—Solo están inconscientes. Y… no estoy seguro —
admite—, pero lo suficiente como para que salgamos de aquí
antes de que se den cuenta de que no estás.
—¿Y cómo vamos a salir del palacio? La última vez lo
recorrí entero buscando a Dantelle y…
Hanlu se muerde el labio al escuchar el nombre.
«Pero se han llevado a Dantelle, tengo que encontrarlo. Si
me lo permites, querría acompañar al príncipe Jisoo en su
misión», había dicho Aiya.
«No creo que me tengas que pedir permiso para hacer lo
que quieras».
Sigue lamentando que se llevaran al chico de pelo naranja
delante de sus narices. Y todavía se tortura más después de
haber leído en los ojos de Aiya lo importante que es para ella.
Si tan solo hubiera sido un poco más listo… Un poco más
atrevido…
—…es un laberinto de pasillos, pero al menos casi todos
dan al jardín —termina Terabent.
—Sí —responde por inercia. No tiene ni idea de qué ha
estado diciendo todo ese rato—, vamos por allí.
Su plan consiste en pasar desapercibido el mayor tiempo
posible, y por eso necesitaba que la emperatriz y sus monjes
tuvieran algo mejor que hacer que vigilar a un continental. Así
que hoy, el príncipe Hanlu se ha plantado en Beongae de
manera inesperada con unos pocos monjes huozis, con la tonta
excusa de pedir una explicación a la presencia del príncipe
Jisoo en el festival de Suiren. Como si a Hanlu le importara lo
más mínimo. Por eso ha contratado a un doble: necesitaba una
coartada, o cualquier tonto relacionaría su visita con la fuga de
Terabent.
En cuanto pueden, abandonan rápido el edificio principal
y se refugian en los jardines. Terabent resulta ser más sigiloso
que el propio Hanlu y eso evita en más de una ocasión que los
pillen. Prefiere no pensar en qué pasaría si eso sucediera. No
está seguro de si podría ocultar su identidad delante de la
emperatriz. Incluso si ella no le ha visto nunca la cara, sí que
han compartido largas miradas desde la seguridad de las
plumas de sus máscaras.
Y seguro que le encantaría sacar a la luz el bochorno y el
deshonor que supondría que el príncipe Hanlu se haya colado
en su palacio, vestido de monje, para rescatar a un continental
detenido por traición al Imperio. A su padre le encantaría
escuchar ese chisme. Se lo creería al instante.
—Tienen mis cosas —sisea Terabent cuando se esconden
tras un arbusto enorme de camelias—, necesito mis armas y…
sigo sin saber cuál es el plan. ¿Vamos al puerto? ¿Habéis
hablado con mis superiores? No sé si Gotoli me recibirá con
los brazos abiertos, pero… si el plan es meterme en un barco
de vuelta a Los Ríos, siento deciros que no tengo interés,
Alteza.
—No he hablado con nadie —admite. Y se siente un poco
tonto. «Siempre acabas dando vergüenza por meterte donde no
te llaman. El próximo Señor del Sol no puede ser tan ridículo».
Las palabras de su padre lo alteran lo suficiente como para
hablar sin pensar—, pero la emperatriz Beongae no es la
imagen de Serenidad ni mucho menos. He pensado que
podrías escribirle a un superior para que te ayude a regresar
a…
—De eso nada.
Hanlu se queda con la boca abierta.
—¿Qué has dicho?
—Que de eso nada, Alteza —se corrige, como si eso
arreglase el tono impertinente que acaba de utilizar—. En
Huozai me separé de mi compañero Dantelle. Él estaba con
Aiya y, hasta que no me reúna de nuevo con ellos, no puedo
regresar.
Dantelle.
Si pudiera traducir ese nombre al losbita sería algo como
«persona que no para de dar problemas al príncipe Hanlu».
Aunque, bueno, tal y como se está desarrollando el rescate,
Terabent también podría significar lo mismo. De hecho, ahora
se está alejando de él a paso rápido.
—¡Terabent! —Lo va a sujetar del brazo, pero se
contiene en el último momento. No está acostumbrado a que
no le hagan caso y no tiene mucha idea de cómo actuar—. No
sabemos dónde están Aiya, ni el príncipe Jisoo, ni tu
compañero Dantelle. Así que ¿por qué no me escuchas y…?
—Estarán en Ameagari —lo interrumpe, cabezota como
un buey—, era su plan cuando llegamos a Huozai. Advertiros
del peligro y después partir a la isla de la Ola —completa—.
Así que muchas gracias por salvarme, pero ¿me podéis indicar
cómo ir hasta allá?
Ameagari. La familia Huozai no se lleva bien con nadie.
En concreto, su relación con Beongae es la más tensa, pero
Ameagari… Bueno, la princesa Umi Ameagari y su esposa
son amables y enérgicas, pero digamos que… Hanlu y ellas no
comparten muchos intereses.
—No puedes ir a Ameagari. La emperatriz te buscará y
alguno de sus monjes te habrá atrapado antes de lo que se
tarda en decir «Chisme».
—Pero tengo que volver con Dantelle —Terabent gruñe
entre dientes.
Hanlu no comprende. ¿Es que ese chico no lo está
escuchando? Pero algo lo pone alerta, un ruido más cerca de lo
que le gustaría.
—¿Has oído eso?
Son pisadas acercándose.
Perfecto.
—¿Qué hacemos? —pregunta Terabent—. ¿Tenéis más
guindillas?
—¡No! —bufa Hanlu, y mueve el cuchillo que ha usado
para abrir la celda entre los dedos. Esperaba no tener que
usarlo para nada más—. Y no debería emplear mi fuego o
sabrán que soy un impostor.
—Los losbitas tenéis una manía horrible de confiar
demasiado en la magia.
Hanlu le habría soltado un discurso largo sobre lo
inexacto que es decir que Losbias confía en la magia. Es la
magia la que confía en Losbias. Y en los Señores. Es una
relación de iguales. Pero no es el momento ni el lugar.
—¡Eh! ¿Quiénes sois?
Como era de esperar, delante de ellos aparecen un par de
monjes beongis. Hanlu arruga la nariz al ver sus uniformes
hasta que… recuerda que va vestido como ellos.
—Estaba acompañando a este continental hasta el edificio
principal. Se había perdido. —Intenta utilizar su mejor acento
beongi. La gente de Beongae habla como si tuviera la boca
llena, ¿no?
—¿Y qué hacéis en los jardines? Las reuniones con los
soldados son detrás de la Sala de los Pergaminos.
—Como ha dicho vuestro compañero, me he perdido —
interviene Terabent—, así que lo lógico es que esté donde no
tendría que estar.
Los dos soldados intercambian una mirada seria. Y Hanlu
sabe lo que viene ahora. El honor de un monje de la Tormenta
es casi tan insoportable como el propio Terabent Meda.
—Cuidado con ese tono, muchacho. No nos costaría nada
meterte de un puntapié en las mazmorras.
Y ahí viene el empujón. La monje ni siquiera toca a
Terabent, pero una ráfaga de viento la golpea con la fuerza
suficiente como para que se choque con el propio Hanlu. Él
mira de reojo a Terabent, esperando que la monje se lance
sobre ellos o algo así. Pero el chico parece sorprendido por
algo que no es el bofetón de viento.
—¿Sooha?
La monje tarda en reaccionar, pero, cuando lo hace, se
pone más blanca que la nieve.
—¿Por qué sabe cómo te llamas? —pregunta el otro—.
¿Sooha?
—Es el terrorista.
Hanlu no tiene tiempo para más tonterías, suelta un golpe
seco con el brazo que derriba al monje.
Al ver caer a su compañero, Sooha suelta un grito y alza
su lanzaespada contra ellos dos. Sus dedos tiemblan. Hanlu
está dispuesto a quemarle hasta las cejas, pero Terabent se le
adelanta.
—No soy ningún terrorista.
—Vete, ¡largo! —La monje sacude su arma y cierra los
ojos, como si eso fuera a evitar las consecuencias de todo lo
que está haciendo.
Dejarlos escapar.
—¡Vamos!
—¡Por Desidia! —grita Hanlu, corriendo tras Terabent—.
¿Quién era esa?
—Una… Mi carcelera. —Terabent se pone a su lado—.
¿Hacia dónde vamos, Alteza?
Hanlu se sitúa rápidamente. Recuerda un paseo
especialmente largo por allí junto a Fangyin antes de regresar
para el festival de Suiren. La acompañó por los jardines y
charló con ella como si le interesase el olor de las camelias, o
sus rencillas con las otras mujeres. De todas ellas, Fangyin es
sin duda su favorita. Pero tiene la manía de ser una charlatana.
Y eso es un problema para él porque… Hanlu tampoco se calla
nunca.
—Participaste en el desfile, ¿no? Si bajamos este tramo,
saldremos al mercado —señala con el brazo y siguen
corriendo—, y más vale que no nos…
—¡Eh! ¡Vosotros!
Si no fuera porque es imposible, le parece que Terabent
esboza una sonrisa al escuchar una voz que pertenece a otro
monje de la Tormenta que los ha visto pasar.
Decide ignorarlo y sujetarse el estúpido sombrero de ala
de los beongis que ya no sirve de nada porque su tapadera se
ha esfumado. Si todo hubiera salido como él pensaba, ahora
estarían en algún callejón escribiendo una carta, Terabent
pasaría unas horas escondido, él le daría el rollo a su superior
y su gente se reuniría con él. Fin de la historia.
Pero no, ahora mismo Hanlu solo puede ver el puesto de
pescado contra el que casi se estampa al girar por una de las
calles del mercado de Beongae.
—¿Hacia el puerto? —grita Terabent por encima de su
hombro.
Sí, definitivamente esa es la cara de alguien que se lo está
pasando bien. Enseña todos los dientes y sus rizos oscuros dan
saltos en su frente perlada de sudor.
Hanlu tropieza otra vez. ¿Pero qué le pasa? Y para colmo,
cuando Terabent se detiene en seco está a punto de llevárselo
por delante.
—¿Y ahora qué?
Delante de ellos hay una barrera de monjes beongis, con
sus lanzaespadas, sus plumas y sus ceños fruncidos. Es lo
único que los separa de alcanzar la entrada de la ciudad. Hanlu
sabe que más allá hay un bosque de idesias ideales para
ocultarse.
—Ordeno que os detengáis, delincuentes.
Hanlu echa cuentas rápido. Son ellos dos solos y un
cuchillo contra al menos cinco monjes de la Tormenta. El
chiste se cuenta solo.
Uno de los monjes da un paso al frente y los amenaza con
su lanzaespada.
—Estoy harto de los continentales —gruñe—, ¿y qué
haces tú con él? Identifícate.
Antes de que pueda inventarse una excusa que no suene a
mala mentira, a su espalda se escucha otro grito. Es el monje
solitario que les había dado el alto.
—¡Detenedlos!
—Lo que faltaba… —murmura Terabent en su lengua. Y
se dirige hacia Hanlu—. Disculpad, Alteza. Pero lo voy a
volver a hacer.
¿El qué?
Terabent coloca las manos sobre sus labios, como si fuera
a hablar muy alto. Pero solo sopla.
Y lo hace otra vez.
Como el día que salvó a Xiaomao, usa magia. Esta vez no
hay ríos de agua sino una corriente de aire que empuja a los
beongis con tanta fuerza que caen sobre los tenderetes
contiguos.
—Y ahora es cuando corremos.
Y Hanlu obedece. No deja de mirar a los monjes ni un
instante. La confusión les ha dado tiempo. Seguramente estén
pensando lo mismo que él cuando vio a Terabent la primera
vez. Magia negra.
Cuando Hanlu usa su magia del Sol, siente que los latidos
del corazón le repiquetean hasta en la punta de la nariz. Ver
esa magia del viento en manos de alguien que no es beongi le
provoca la misma sensación. Así que se aclara la garganta y se
voltea para correr de espaldas al tiempo que chasquea los
dedos.
—Creo que esto nos dará algo de ventaja.
La chispa danza por el aire como una pluma y, ante los
ojos desorbitados de los monjes, explota. Las llamas bailan
hasta sus uniformes y los prenden, provocando el caos
absoluto. Espera que salten al mar del puerto para apagar el
fuego. Pero ese ya no es su problema.
Alcanza a Terabent cuando el chico ya ha sorteado varios
árboles del bosque y se ha dejado caer sobre la hierba.
Jadeante, se coloca junto a él. Tiene tanto calor que nota el
pelo corto y empapado por el sudor acariciarle las mejillas.
Se quedan un buen rato en silencio hasta que Terabent
habla:
—Tengo que ir a buscar a Dantelle.
¡Por Sheng!
—Terabent, entiendo que ese chico es importante para ti,
pero hay algo que tienes que saber.
—No es por ser maleducado, Alteza, pero no creo que
haya nada ahora mismo que me importe más que…
—Se llevaron a Dantelle —confiesa. Y nada más soltarlo,
ve la sombra en el rostro de Terabent—. La secta que llevó a
cabo el ataque a Huozai. No pude hacer nada para salvarlo. Se
lo llevaron y Aiya me dijo que iría tras él, rumbo a Ameagari.
Pero yo… estaba en deuda contigo porque salvaste a Xiaomao.
Terabent parece a punto de explotar. Cierra los ojos. Los
vuelve a abrir. Y da un par de vueltas sobre sí mismo.
—Se han llevado a Dantelle.
—Sí.
—La secta de los cojones se ha llevado a Dantelle.
—¿Sí?
—A Ameagari.
—Es posible que…
—Se lo han llevado a Ameagari. Si Aiya te dijo que iban
allí, tendrá sus motivos —dice. Luego musita algo que suena a
«Sí. Albio mencionó a esa mujer… La bahía
Mediasangre…»—. ¿Cómo voy a Ameagari? —pregunta
Terabent decidido.
—Ya te he dicho antes que…
—Alteza, no sé qué tipo de relación mantiene con Aiya,
pero le voy a hacer una pregunta. Si alguien se la llevara,
¿hasta dónde iría para rescatarla?
—Es evidente que haría todo lo posible para tenerla de
nuevo a mi lado.
Hanlu se da cuenta de lo que ha dicho y se muerde el
dedo. El señuelo seguirá allí, mirando a todos los Señores de la
alta cuna como si fuera uno más. ¿Cuánto tiempo puede el
verdadero príncipe Hanlu estar ausente sin que alguien lo
note? ¿Cuánto tardará Fangyin en querer conversar con él,
descubrirlo y contárselo a su padre?
«Siempre acabas dando vergüenza por meterte donde no
te llaman», recuerda.
—Eres demasiado llamativo. Y aunque consiguieras
llegar vivo a Ameagari, te pillarían rápidamente.
—Se me da bien pasar desapercibido, Alteza. ¿O acaso
hay algún tipo de magia de Sheng para cambiarme la cara?
Hanlu se ríe, aunque no sabe si Terabent lo dice en serio o
no.
—Escuche —Ter se inclina hacia él. Sus ojos plata
centellean—. Hay un sitio en Ameagari en el que esa gente
podría andar a sus anchas sin que nadie les chistara. Albio me
habló de la bahía…
—La bahía Mediasangre —completa Hanlu. Y se queda
pensativo durante un instante—. Si lo que me contó Aiya es
cierto, tiene sentido que se resguarden en un lugar así.
Además, allí podemos pasar desapercibidos.
—¿Podemos?
—Sí, podemos ir a la bahía Mediasangre, Terabent.
7 de verano CCXLIX año del ciervo
Han pasado muchas cosas en poco tiempo.
Los ruidos son cada vez más fuertes. Al principio
pensaba que serían de Jisun, o del chico nuevo, el del
pelo naranja. Pero la princesa no suplica ni chilla, y
el chico, aunque no es precisamente silencioso,
tampoco es el responsable. Ningún ser humano
podría emitir esos gritos que hacen temblar las
cavernas.
Me acuerdo de lo que decían Ngoc y el resto de
novicias cuando empecé a trabajar aquí, eso de que
en los túneles había demonios. Me hacía gracia que
creyeran algo así. Pero ahora no. Es decir, sé que
no hay demonios aquí, no de los que ellas creen, de
todos modos. Pero después de lo que he visto, me
pregunto si los Altos Miembros no esconden algo
aún peor.
Sea lo que sea, pone nervioso a Akihiro. Si se trata
de alguno de sus ingenios, está claro que no está
yendo como él quería. Eso es una mala señal. O
D
quizá sea una buena. De todos modos, ya casi no
pasa tiempo en su laboratorio. Debe de estar
trabajando en otra cosa en otra caverna, y apenas
requiere de mis servicios.
Sin embargo, estoy avanzando.
He salido del refugio.
Después de las bajas del festival de Suiren,
Takeshi dijo que los Altos Miembros necesitaban
un par de manos amigas, así que me dejó que los
acompañara en su siguiente incursión.
Tuve los ojos bien abiertos durante todo el trayecto.
Solo lo había hecho una vez, de noche y a
escondidas, cuando me trajeron aquí. Pero ahora es
distinto. Sunjin me vio, pero no intenté disimular.
Creyó que estaba impresionada por lo bien
escondido que estaba nuestro refugio, y en cierto
modo era verdad, pero no se trataba solo de eso.
Quería acordarme de todo.
Para escapar.
No sé si me atreveré. No sé si quiero irme, no
antes de haber descubierto qué se traen entre manos
los Altos Miembros. Pero la nueva confianza de
Takeshi implica más tareas, aparte de visitar el
mundo exterior: llevarle agua y comida a los
prisioneros, por ejemplo. Y cada día es más difícil.
A veces, los polvos que les dan para mantenerlos
dóciles los dejan tan aturdidos que tengo que
obligarles a beber unas gotas de solución azul para
que se reanimen lo justo para poder comer. Quiero
ayudarlos, pero no sé cómo. No sé si surgirá la
oportunidad y, siendo sincera, si surgiera no sé si
me atrevería a aprovecharla. Además, ¿no
implicaría eso romper el juramento sagrado que hice
al venir aquí, Honor?
De todos modos, quiero tener toda la información
posible, por si acaso. Así que, aunque no puedo
soportarlo, colaboro.
Lo primero que teníamos que hacer hoy era tomar
unas cajas de suministros en el puerto de la bahía
Mediasangre. Ha sido extraño ver a toda esa
gente tan distinta; como en nuestro refugio, pero
más. Pero lo más extraño ha sido sentir otra vez el
aire del mar en la cara. No he tenido ocasión de
sentirme tentada a escapar. Sunjin no me quitaba el
ojo de encima, así que he cargado con mi parte de
las cajas sin rechistar. Ella me ayudaba a moverlas,
porque pesaban como un muerto. Y una parte de mí
pensaba que podrían ser algo muerto, hasta que he
oído algo tintinear en su interior.
No he podido evitar echar un vistazo. Entre las
rendijas de los tablones, juraría que he visto rojo.
O sea, sangre. Más de la que Akihiro emplea en
sus experimentos, que yo sepa. Quizá sea para
reponer el combustible que gastaron al viajar al
festival de Suiren. O quizá no. Prefiero no
pensarlo.
Pero no puedo no pensarlo. ¿Dónde me he metido,
Sheng?
Pensaba que regresaríamos al refugio después de
eso. Sin embargo, Sunjin me ha dicho que teníamos
otra misión. Íbamos a predicar.
La bahía Mediasangre no es como me imaginaba.
No es que hubiera oído mucho sobre ella, en Hoa
Thơm apenas hay mediasangres. Una niña que
venía a la escuela conmigo lo era, y me enseñó
algunas palabras en su idioma que me empeñé en
aprender, aunque sabía que no serviría para nada.
Volver a oír esa cadencia ha sido como comer uno
de los pastelitos de leche de coco de mi padre. Como
si estuviera allí otra vez. En casa.
Pensaba que iríamos a buscar adeptos a algún
barrio humilde, como lo era el mío. Y aunque había
de esos en la bahía Mediasangre, a juzgar por las
calles estrechas de tierra por las que pasamos, no
eran nuestro destino.
Hemos estado en una casa. Era de alguien
importante; Sunjin dijo su nombre, pero no me
sonaba de nada, así que le pregunté. Es el alcalde
de la bahía y, al parecer, tenemos tratos con él.
Contrabando, deduzco, aunque Sunjin no lo ha dicho
directamente.
Su mansión estaba llena de sedas y oros. Tenía las
paredes gruesas como muros y muchas más
habitaciones de las que nadie podría necesitar,
aunque cuando hemos ido estaba tan llena de gente
que casi no cabía ni un grano de arroz. Todos
bebían infusiones y licores caros y vestían ropas más
caras aún. Y en mitad de aquello estábamos
nosotros, un entretenimiento más en medio de la
fiesta.
La voz cantante la llevaban Sunjin y Jiaer. Takeshi
no nos ha acompañado, supongo que porque en
Ameagari es más fácil que alguien lo reconozca.
La predicación de Sunjin y Jiaer no se parece en
nada a la suya. Se dedicaron a fascinar a los
asistentes con su magia. El Equilibrio, la igualdad,
todo eso con lo que Takeshi me cautivó, no era más
que un telón de fondo para el espectáculo de Sunjin
y Jiaer. Porque eso hacían, un espectáculo.
La gente de la fiesta estaba encandilada por el
despliegue de magia, con las bocas abiertas sobre
sus copas. ¿Cómo es posible que lo aceptaran sin
más? En mi aldea, Takeshi tardó días en dar el
paso, en mostrarnos su magia, y aun así, al
principio muchos pensaron que estaba maldito.
Supongo que las cosas son distintas en la bahía
Mediasangre.
Además, algunos ya parecen estar acostumbrados.
Supongo que no es la primera vez que acuden a un
espectáculo semejante. Su fe se está fraguando a
fuego lento, como lo hizo la mía. Me pregunto
cuántos de ellos acabarán como yo. ¿Cuántos
entregarán sus marcas, dispuestos a que Sunjin o
Jiaer o quien sea las desfigure, como hice yo?
¿Cuántos jurarán ante las estrellas? Pensé que era
lista. Que me estaba liberando. Ahora noto las
cicatrices en los brazos, allí donde solían estar mis
tatuajes, y siento… no sé qué siento. Me dieron
un poder que antes no tenía. Eso es verdad. Pero
está unido a un horror que no vi venir.
Esa es la clave, Bian. Métetelo en la cabeza. La
cagaste. No es la primera vez. Pero lamentarse no
sirve de nada. Toma ese poder que tan caro has
pagado y haz algo bueno con él. Llega al fondo de
este asunto. Sálvalos. Atrévete.
Bian
Hanlu
—Bahía Mediasangre—
Hanlu no está seguro de si le cae bien a Terabent. Rescatarlo y
prometerle que lo ayudaría a llegar a la bahía Mediasangre
parecen haberlo convencido de que es de fiar. Pero a ratos no
sabe si es suficiente.
Hanlu supuso que la emperatriz no tardaría en empapelar
Beongae con la cara de Terabent, así que decidió que lo mejor
era salir a toda prisa. Por eso han pasado las últimas tres
noches en un barco gigantesco de pasajeros. Era la primera vez
que se subía a uno de esos, y aunque estaba tan entusiasmado
que no podía dejar de comentar todo lo que veía, Terabent no
parecía compartir el mismo fervor. No le ha dedicado muchas
palabras desde que salieron de Beongae.
¿Y si le cae mal?
Él nunca le ha caído mal a nadie en toda su vida.
Por si fuera poco, la comida del barco era asquerosa y un
grupo de niños no paró de molestar a Terabent, que amenazó
varias veces con saltar por la borda. Pero bueno, es a lo que te
arriesgas cuando pasas todo el día caminando por cubierta,
torturándote por no haber podido salvar a tu compañero a
tiempo. Hanlu tiene otras preocupaciones. No está
acostumbrado a ir sin la máscara y a sentir el aire en las
mejillas, así que las miradas de los extraños le resultan
desagradables. Que Aiya lo mire con sus ojitos pequeños y
brillantes es una cosa. Que un monje de la Ola le pusiera la
mano en el hombro mientras parecía querer encontrar pólvora
en sus pupilas es bien diferente. No tiene nada que ver con su
honor, según su padre, él no tiene mucho de eso. O puede que
en el fondo sea igual que el resto de su dinastía, y sí, que sea
precisamente por eso.
El caso es que prefirió resguardarse todo el viaje hasta
Ameagari en el camarote con Hoxu.
—¿Llevas todas tus cosas?
Es una pregunta por cortesía que le hace a Terabent
cuando ponen pies en tierra. Sus armas se quedaron en
Beongae y no tienen más que lo puesto.
Hanlu ha estado varias veces en la corte Ameagari. Todas
ellas antes de que Umi tomara el trono, pero los ameagis son
más conservadores que los oráculos, así que no espera que
nada haya cambiado. La bahía Mediasangre solo la pisó una
vez, y era tan pequeño que únicamente recuerda los olores a
alimentos que no había saboreado nunca y los comentarios que
hizo su padre al salir de allí: «Si Ameagari permite este
descontrol, no nos opondremos. Pero Huozai jamás
comprenderá la existencia de un lugar como este».
Y desde aquel momento había deseado regresar.
Aunque, sinceramente, nunca pensó que lo haría junto a
un fugitivo de la emperatriz. La ruta de Beongae a Ameagari
va por la corriente de la Anguila, pero se divide en dos al
alcanzar las aguas más calmadas. Una para ir directamente a la
capital y palacio y otra para atracar en la bahía Mediasangre.
El tipo de barcos que han tomado solo navegan por la segunda.
Y a pesar de que la noche está al caer, los alrededores están
llenos de vida.
—Vaya, es como estar en casa.
Terabent tiene razón. La arquitectura mediasangre es
colorida y caótica. Los arquitectos han imitado las
ilustraciones de los libros de historia, mezclándolas con los
recuerdos de quienes llegaron desde el Continente cuando aún
era legal. En Huozai, cada detalle está calculado. Allí, la
belleza se encuentra en el caos. El mercado devora el puerto y,
antes de que se den cuenta, escuchan las primeras
conversaciones en continental. Un hombre se les acerca para
venderles unos dulces. Terabent lo rechaza educadamente y
Hanlu lo sigue.
—¿Por dónde empiezo? —se pregunta en voz alta, y ni
siquiera lo mira—. ¿Dónde se esconderán?
Hanlu no está acostumbrado a que lo ignoren. Pero
tampoco está acostumbrado a tratar con nadie que no sea su
familia, sus escoltas, un autómata de hueso o Aiya. Así que
hace acopio de paciencia.
—Primero tengo que comprar semillas de girasol para
Hoxu —explica—, no pensaba que me iría a otra isla cuando
planeé rescatarte.
—Entonces tú vas a comprar comida para el pollo y yo
buscaré pistas sobre esa secta.
Lo deja plantado ahí y el flaminaara parece tan enfadado
como él, porque lanza un gorgorito cabreado. Hanlu frunce el
ceño y esquiva a un par de vendedores para alcanzar a
Terabent otra vez.
—¿Qué se supone que haces? Terabent, ¡detente!
Consigue agarrarlo de la manga y el chico se vuelve con
el ceño fruncido. Y lo mira en silencio, como si quisiera
pisotearlo. Así que Hanlu insiste.
—Primero vamos a…
—Tengo que buscar a mi amigo —lo corta. Se acerca un
poco más a él y con un gruñido, añade—, Alteza. Entiendo que
la mayor preocupación para alguien como vos es que le sirvan
la sopa fría por las mañanas, pero yo…
—¿Cómo te atreves?
—Lo siento, ¿vale? —se apresura a decir—. Pero es que
cada segundo que perdemos, Dantelle…
—¡Suficiente! —Hanlu se da cuenta de que están
empezando a llamar la atención, así que agarra al chico del
brazo y lo arrastra a un callejón vacío. A excepción de un gato
que sale corriendo por debajo de sus piernas—. He venido
hasta aquí por ti. ¿Sabes?
—Yo no os lo he pedido.
—Es lo que habría hecho Aiya —continúa. Hoxu pía y
revolotea por encima de sus cabezas hasta posarse en un
tejadillo cercano—. ¿Entiendes qué es lo que pasará si la
emperatriz Beongae se entera de que fui yo quien te sacó de su
palacio?
—Si nos damos prisa encontraremos a Dantelle antes de
que ella tenga tiempo de buscarnos. Así que voy a…
—¡No! —Hanlu pierde el control. Se da cuenta por la
expresión que le dedica Terabent cuando aparta el brazo que le
estaba sujetando—. Perdona, no quería levantar la voz.
—Cuando el príncipe Jisoo se cabrea, suelta bofetones de
viento —aunque el poder de fuego de Hanlu le ha dejado una
marca rosada en la piel, Terabent sonríe—, esto es más
interesante.
»Está bien. Compraremos la comida del pollo. Pero
después, buscamos a Dantelle.
Compran la comida de Hoxu, pero después no buscan a
Dantelle.
Hanlu carga con una bolsa de semillas y Terabent está
dispuesto a interrogar hasta a los grillos cuando un chaval se
interpone en su camino. Tiene el pelo rizado y viste un chaleco
que lo hace parecer un señor en miniatura. Pero lo más
llamativo de él es el mono diminuto que, sobre su hombro,
sostiene un fajo de panfletos.
—¡Señores! ¿Ya tienen lugar donde pasar la noche? —El
chico, que no tendrá más de diez años, toma el papel que le da
el mono y se lo ofrece a Terabent—. La Grulla Coja es el
mejor balneario de la bahía. ¡Y tenemos ofertas!
—No sé si quiero alojarme en un sitio que se llama La
Grulla Coja, chaval… —Terabent mira el papel y Hanlu le
echa un vistazo por encima de su hombro.
—Se nota que no sois de por aquí —responde. Y el mono
chilla para corroborarlo—, no hay mejor sitio en la bahía. Les
juro por la Madre que tenemos el marisco más sabroso de la
isla.
Hanlu mira a Terabent y este se encoge de hombros. Así
que, finalmente, aceptan y el chico les pide que lo sigan.
Hanlu no es imbécil y tiene las manos preparadas para
quemarle hasta los dedos de los pies como sea una trampa.
Pero resulta que no lo es. Y que La Grulla Coja es un edificio
gigantesco que fusiona el estilo losbita con el continental.
El color azul es predominante en la fachada y en los
tejadillos de laca que adornan las ventanas. Están abiertas y de
ellas cuelgan telas con diseños de animales marinos, barcos y
espuma. Como ya ha oscurecido, los farolillos les permiten
distinguir los detalles perfectamente. A la entrada hay un carro
lleno de toallas y cajas que empieza a moverse cuando un
chico utiliza un controlador. Hace un ruido peculiar y Hanlu se
fija en que está cubierto de conchas que se golpean entre ellas
con el vaivén.
—Por aquí, por aquí, tendrán que hablar con la señora.
Terabent le da un codazo bromista y Hanlu lo ignora.
El interior del balneario es todavía más particular. El
techo de la recepción sube hasta casi cinco alturas y cada una
de ellas queda abierta, con balcones por los que empleados y
clientes pasean. La señora de La Grulla Coja es una mujer de
cabello largo y trenzado. Su piel le recuerda al color del té rojo
y sus ojos a los de un tigre a punto de abalanzarse sobre ellos.
Pero su sonrisa, perfecta, disipa esa idea al instante.
—Dimito, tienes un gusto excelente con nuestros clientes.
Hanlu espera que el niño conteste, pero, en su lugar, el
mono grita, salta sobre el hombro de Terabent y luego se
resguarda en el regazo de su dueña, que los sigue mirando
desde una silla alta.
—¿Acabáis de llegar? —pregunta la señora sin esperar
respuesta—. Tenemos varias habitaciones libres, ¿una o dos?
Hanlu y Terabent contestan al mismo tiempo.
—Una.
—Dos.
Hanlu cruza una corta mirada con el continental. Una que
quiere decir ‘es más seguro que estemos en el mismo sitio’,
pero Terabent arquea las cejas sin comprender.
La señora suelta una risa divertida.
—Entonces lo mejor será que prepare una habitación con
dos camas. Y así nadie se enfada conmigo. —Saca un
pergamino del interior de su florida camisa—. ¿Cómo os
llamáis?
—Osvern —contesta Terabent al instante.
—Chen —dice Hanlu.
La señora arquea una ceja y lo mira de arriba abajo.
—¿Huozi? Hace siglos que no veo a uno…
Toma al mono, que estaba distraído mordiéndole una
trenza, y se dirige a él:
—Quédate aquí para atender a los clientes, yo
acompañaré a los chicos a su habitación.
El animal asiente, agarra una de las hojas y la arruga con
sus manos diminutas. La señora baja de su silla y comprueban
que no es demasiado alta. Lo que pensaban que era una
camisa, en realidad es un vestido que le cubre hasta los
tobillos, donde luce unas sandalias ornamentadas. Se hace con
una llave y juega con ella mientras los guía por un pasillo.
—Si os interesa, los baños están en la planta calle —
señala con el brazo a su izquierda—. Por la noche hay más
inquilinos que pulgas en el cumpleaños de una hiena. Pero por
la mañana es un lugar agradable.
—He escuchado que los baños de Ameagari son los
mejores —dice Hanlu.
—Qué cortés por tu parte decir eso, Chen. —La señora se
detiene y pulsa un botón que hay en la pared—. Sé que los
huozis os pensáis que vuestros baños son los mejores porque
los monjes calientan el agua con su magia y bla bla bla. Pero
Kai Ameagari tiene un cerebro privilegiado. Y es lo único
bueno que me escucharéis decir de esa familia.
Obra de Kai Ameagari es el elevador que desciende hasta
ellos. Está seguro de que es la primera vez que Terabent ve
una cosa como esa, pero el chico finge demasiado bien. De
hecho, miente demasiado bien. Es un soldado, pero también
podría ser un sinvergüenza.
Su habitación está en el tercer piso y cuando la Señora
descorre la puerta, Hanlu se queda gratamente sorprendido. Es
un espacio amplio, con dos camas y un ventanal enorme que le
recuerda al que tiene él en sus aposentos.
—Hay un aseo compartido —explica ella, y mueve las
llaves delante de sus narices—. La cerradura está al lado de la
puerta y os recomiendo que la uséis por la noche.
—Muchas gracias.
—Una pregunta —Terabent no parece interesado en la
puerta, ni en la gente que podría entrar a través de ella y
ahogarlos con una almohada a medianoche—, ¿por dónde sale
la gente aquí para divertirse?
La señora se ríe y le pone una mano en el hombro.
—Pensaba que nunca me lo preguntarías, chico.
***
Hanlu mira a Terabent por infinitésima vez esa noche.
Después de recorrer los locales que la señora les ha
recomendado y, obviamente, no escuchar ni media palabra
sobre sectas, secuestros o Dantelles, han terminado sentados
en una esquina de un bar en el que cada vez queda menos
gente. Terabent ha probado todos los licores recomendados,
incluso unos bollitos llamados ojos de Siwang. Hanlu se
contenta con algo espeso y que sabe a rayos.
—He estado pensando y creo que no es mala idea
investigar en los bares, pero si alguien está en una secta no
vamos a encontrarlo bebiendo licor de ciruela.
—Cualquiera de estos tristes que a estas horas ahogan sus
penas en alcohol podría querer entrar en una secta. ¿Cómo
cree que captan a la gente? Os lo dije, mi compañero de celda
me advirtió sobre la bahía Mediasangre, Alteza. Tiene que
haber…
—Deja de llamarme eso en público. Ya llamamos
demasiado la atención…
—¿Llamar la atención? ¿Nosotros? Qué cosas tenéis…
—Perdón —una voz femenina los interrumpe. Es la
camarera, que sonríe algo incómoda y deja otra jarra de licor
delante de Terabent—, hay una chica allí que quiere invitarte.
Hanlu vuelve la cabeza hacia la barra y descubre a una
joven de pelo cortísimo y ojos almendrados. Se ha pintado los
labios de púrpura y también los párpados. Guiña un ojo en su
dirección.
—¿Ves? Llamar la atención.
—Soy encantador. —Terabent olisquea la jarra, le da un
trago y se pasa la lengua por los labios—. Tío, escuch…
Alte… ¿Cómo diantres tengo que llamaros?
—Lu está bien…
—Lu, escuchad… Escucha, Lu, ¿ has visto a la gente con
la que nos hemos cruzado esta noche? Buena gente, pero
también gente chunga. Joder, no me creo que nadie aquí sepa
nada sobre dónde está Dantelle y lo que quieren hacer con él.
Estamos cerca, lo presiento.
Desde que conoció a Terabent ha sido capaz de definirlo
como temerario, buena gente, narcisista y… cabezota. Es tan
tozudo como su hermana Xiaoshe, que tiene cinco años.
—¿Por qué no nos marchamos? Quiero tomar un baño
y…
—El príncipe Lu necesita lavarse el pelo, lo pillo, pero
Dantelle…
Hanlu le quita la jarra de las manos y la aparta a un lado
de la mesa. Ya ha bebido suficiente.
—Entiendo que estés preocupado. Yo no dejo de pensar
en que Aiya está por ahí con el príncipe cuervo porque es una
chica que siempre piensa en los demás antes que en ella.
—¿Estás cabreado?
—¡Sí! Con el príncipe Jisoo, con su madre y con… con
todo. Y conmigo, sobre todo estoy enfadado conmigo. Si no
me hubiera separado de ti en Huozai, no habría pasado nada de
todo esto.
Terabent suelta una pedorreta y apoya la barbilla sobre
sus brazos, recostado en la mesa. Sus ojos grises están
entrecerrados por la bebida.
—Eres un príncipe y yo un caballero carismático. Está
claro que salvaremos a tu chica. Y al tonto de Dantelle, claro.
Como le pase algo, lo mato.
—Está bien… Creo que podemos irnos a dormir ya,
Terabent. —Se levanta y se acerca para ayudarlo a
incorporarse.
La borrachera del chico hace que se recueste contra él, y
le apoya la cabeza en el hombro.
—¿Terabent? ¿Qué haces?
Incómodo, lo toma de la barbilla y, por primera vez, se da
cuenta de que está ardiendo. Hanlu tiene una temperatura
corporal superior a la de los demás, así que le resulta difícil
saber cuándo una persona normal tiene fiebre o no. Pero ahora
mismo Terabent quema, abrasa y se derrite en sus brazos.
—¡Estás sudando! ¿Qué has bebido…?
Hace acopio de fuerzas para pasarse el brazo del chico
por los hombros y eso ayuda a mantenerlo en pie. Observa a su
alrededor, confuso, y sus ojos se encuentran brevemente con
los de la mujer de la barra, que se pasa un dedo por los labios
con diversión.
Puede ser que…
Hanlu reacciona rápidamente y sus venas se encienden,
rojo sangre, dispuestas a explotar. Los dedos de su mano
derecha se prenden, y él los oculta como puede. No sabe si
apuntar hacia ella o hacia la presencia que ha aparecido a su
espalda. Su indecisión le sale cara, porque alguien le coloca lo
que identifica rápidamente como un arma en el bajo de la
espalda.
—Será mejor que no juguemos con fuego, chico. —La
mujer camina hacia los dos y sonríe de medio lado—. Si
pierdes el control, podrías arruinar el local. O peor, hacerle
daño… a él.
Hanlu sabe que tiene razón. En un lugar tan pequeño y
lleno de licor, y con Terabent colgando de su hombro, es
imposible que las llamas no se extiendan sin dueño ni control.
No se atreve a moverse más, solo espera.
—Será mejor que no te muevas, ¿verdad?
Alguien a su espalda le arranca a Terabent de los brazos y
no le da tiempo a impedirlo. Entonces Hanlu siente las llamas
apoderarse de su ser. Es el heredero del Sol, puede concentrar
su ataque en un punto tan pequeño como una hormiga. Puede
hacer lo que quiera.
Salvo que en esa ocasión no puede, porque le dan un
golpe en la cabeza y pierde el conocimiento.
***
Le han cubierto los ojos y la sensación de no poder llamar a
sus sentidos lo aterra. Con la máscara del fénix, su visión se
reduce considerablemente, y está acostumbrado. Pero eso es
diferente. Tiene las manos atadas a la espalda y oye tantos
ruidos que no puede identificar ninguno.
Su padre solía asustarlo cuando era niño con la idea de
que había gente malvada dispuesta a hacer cosas horribles a su
familia, a llevarlo lejos de él y de sus hermanas. Durante
mucho tiempo, Hanlu tuvo pesadillas en las que alguien sin
rostro le hacía daño, a él y a sus seres queridos. Y ahora ese
sueño se materializa, real, como el empujón que recibe y que
le hace caer de rodillas. El suelo lo recibe cuando se golpea de
bruces, pero alguien lo levanta con fuerza, agarrándolo de la
túnica.
Y después vuelve a ver.
Hanlu parpadea varias veces para acostumbrarse a la luz.
Esta emerge de los candiles que cuelgan de las paredes de lo
que parece el sótano de una casa. Escucha un quejido y suspira
de alivio al comprobar que Terabent también está allí,
semiinconsciente, atado a una silla y con la cabeza gacha.
Pero hay alguien más, delante de él. Ve sus sandalias
primero. Antes no se había fijado en que el vestido de flores
ocultaba una pierna metálica. Sigue subiendo hasta
encontrarse con una sonrisa encantadora.
—Tú…
—Bienvenido otra vez a La Grulla Coja, Alteza. —La
señora del balneario se agacha delante de él para agarrarlo de
la barbilla—. ¿Esta es la cara que hay detrás de esa horrible
máscara? Qué injusto es este mundo, ¿verdad?
Lo ha llamado Alteza. Hanlu es incapaz de procesar todo
lo que está pasando. Vuelve a mirar a Terabent, que sigue
inmóvil.
—¿No dices nada? ¿Eres tímido? Pues estoy muy
interesada en tu historia. —Igual que hace unas horas, la
señora rebusca entre los pliegues de su vestido y saca un papel
—. Ha llegado esto esta mañana desde Beongae. No nos lo han
mandado a nosotros, claro. Pero estoy segura de que en
palacio tienen más. Esas grullas no son tan seguras como ellos
piensan si sabes cómo tratarlas.
Hanlu siente la bilis subirle por la garganta cuando
reconoce lo que la mujer le está enseñando. Es un retrato de
Terabent, y hay un mensaje de búsqueda y captura.
—Eso no significa nada, no sé de qué hablas.
—¿Qué se te ha perdido aquí, Alteza? ¿Rebeldía juvenil?
¿Estoy ante una historia de amor imposible?
Hanlu intenta pensar. Si la emperatriz se dio cuenta tan
rápido de que Terabent no estaba en su celda, eso quiere decir
que el caos en Beongae llegaría de inmediato. ¿Qué haría su
señuelo? ¿Qué diría su padre? ¿Qué sabe esa mujer?
—¿Quién eres y qué quieres?
—Soy la señora de La Grulla Coja —se presenta otra vez
y le enseña la pierna—, me gustan las bromas. Lo puse cuando
perdí la pierna hace cinco años. También me llaman la
Informante. Aunque mi nombre es Ikona. Compro y vendo
información, Alteza.
Cada vez que pronuncia su título, Hanlu siente la
necesidad de salir corriendo. Además de Ikona, hay tres
personas más en esa habitación que han visto su rostro sin su
permiso y saben quién es. ¿Qué tiene que hacer? ¿Liberar a
Terabent y salir de allí corriendo después de reducir la casa a
cenizas?
—No tengo nada que ofrecerte.
—En eso te equivocas —dice Ikona, y se aleja bastante
de él para levantarle la cabeza a Terabent—, este chico está
acusado de terrorismo, de traición al Imperio y de fugarse de
los calabozos de la emperatriz. Y tú estás con él. ¿De verdad
pensabas que nadie se daría cuenta de quién eras en cuanto
pusierais un pie aquí?
La pregunta la golpea con fuerza porque sabe que es
cierto. Lo supo desde el primer momento en el que Terabent le
propuso el plan. Pero ¿qué opción tenían? No habría podido
convencer a Terabent de que no fuera tras Dantelle. Y él tiene
que encontrar a Aiya, decirle que ha salvado a Terabent y
ayudarla.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Matarme?
—No, Alteza, quiero hacer un trato. —Ikona se agacha a
su lado y su prótesis chirría—. En la bahía Mediasangre
suceden muchas cosas, y yo estoy al tanto de todas ellas. Soy
la Informante, y todos los que vienen a mí, por voluntad u
obligados, andan buscando información.
»Puedo contaros lo que sea.
—Ni siquiera sabes lo que queremos.
—Eso no es un problema, ya te he dicho que yo lo sé
todo. Y lo que no sé, lo averiguo en un instante.
Hanlu no contesta y eso parece molestarla, porque lo
toma de la barbilla con brusquedad y le clava los dedos en las
mejillas.
—Aquí mando yo. Y cuando yo hablo, se me contesta. —
La mujer suspira, y lo suelta—. Voy a ser amable. Tan amable
que ni me reconozco. Te ofrezco un trato: vosotros me echáis
una mano a mí y yo os la echo a vosotros.
Hanlu piensa en las opciones que tiene. No quiere llegar a
ningún acuerdo con esa mujer. Pero la presencia de Terabent a
su espalda le obliga a asentir con la cabeza.
—De acuerdo. ¿Qué quieres? ¿Dinero?
—¿Dinero? No, no. Lo que quiero es que vosotros dos —
señala a Terabent con la cabeza— asistáis a una fiesta. Una
fiesta que se celebra dentro de unos días, y a la que ni a
vosotros ni a mí han invitado, claro.
Dharani
—Santuario de la Ola—
Ese es el barco más pequeño en el que ha viajado en mucho
tiempo, poco más que un bote en el que apenas caben Aiya,
Jisoo, ella y la monje que maneja los remos. Pero era lo más
práctico y, sinceramente, Dharani hubiera ido al santuario
nadando si así hubiera podido llegar más rápido.
Regresar al palacio de la Ola ha sido más agridulce de lo
que esperaba. El estanque donde bailó para Jisun bajo la luna,
aquel cerezo donde le tomó la mano por primera vez…, cada
rincón susurra: «Jisun». Hasta los aposentos que les han
asignado a ella y a Aiya le recuerdan a su princesa, pues están
cerca del lugar donde la embajadora hoa thơmi estuvo a punto
de pillarlas una noche. Aun así, agradece no estar durmiendo
en sus aposentos habituales, mucho más llenos de recuerdos,
aunque sabe que es solo porque el príncipe Kai no la ha
reconocido. Tampoco le extrañó que no lo hiciera: el heredero
de la Ola tiene buen corazón, pero mantiene una relación más
estrecha con sus máquinas que con cualquier cortesano.
Sabe que aprecia a los Beongae y que, a su manera, está
haciendo todo lo posible para ayudar a Jisoo. Pero ninguno de
sus ingenieros ha reconocido el autómata descrito por Aiya.
En realidad, el plan no es ese, ¿quién en su sano juicio diría:
«Sí, Alteza, yo soy el orgulloso fabricante del mostrenco que
ayudó a una secta a destruir medio palacio del Sol»? Lo que el
príncipe pretende es que alguno de sus ingenieros delate a
otro; alguien que haya visto a alguien haciendo algo
sospechoso, llevándose material del taller cuando no debía,
consultando planos que no tocaban…, cosas así. Pero tras
¿seis, siete días? de infructuosos interrogatorios sobre planos,
suministros y mecanismos, decir que Dharani se está
impacientando es quedarse terriblemente corto.
Le dijo a Aiya que apenas había llorado, porque a Jisun
no le gustaría verla triste, y es verdad. Sabía que no quedaba
más remedio que esperar hasta que el oráculo regresara de su
peregrinaje, eso no significa que le gustara. Aun así, se limitó
a tranquilizar a Aiya, a enseñarle los baños, el jardín de
cerezos y la casa de té; a escrutar a los ingenieros desde un
rincón mientras Jisoo y Kai los interrogaban, esperando ver
algún gesto sospechoso (lo máximo que había averiguado era
que dos de ellos eran amantes), y a consolar al príncipe cuervo
cuando parecía estar a punto de arrancarse las plumas de la
máscara de pura preocupación.
Pero ahora están de camino al santuario, por fin, y la
espuma salada que le salpica las mejillas huele a esperanza.
Cuando sus pies se posan en el embarcadero, le entran ganas
de echar a correr. En lugar de eso, se gira hacia Aiya y Jisoo.
En sus rostros, tal y como esperaba, se encuentra una mueca
de asombro.
Tejados lacados de negro, con la suave curva del cuenco
de una mano implorando al cielo, paredes blancas, columnas
de madera como troncos pulidos pintados de azul. El pabellón
principal del santuario simplemente está allí, como la hierba o
el bosque de cipreses. Es robusto y aparenta ser más pequeño
de lo que es, quizá porque, mientras los árboles se estiran
hacia las suaves calvas de las montañas, el pabellón parece
enraizarse en la tierra. Frente a él, un estanque devuelve la
imagen invertida del edificio; el reflejo tan solo roto por la
estela de un cisne que se desliza sobre la superficie.
A Dharani le llega el olor de la resina y del incienso de
alguna de las ofrendas que aguardan tras las paredes blancas.
Allí dentro no hay más que una sala para los espectáculos y los
altares de las cuatro Virtudes, y un puñado de puertas cerradas
por las que Dharani nunca había sentido interés y que ahora
supone que guardan las colecciones de máscaras, instrumentos
y decoración, y quizá también las profecías. No hay más
grandes pabellones ni patios como en Gamja, ni aposentos
para los actores y los músicos. En el santuario de Ameagari
solo vive una persona, y su hogar es el único rincón que les
interesa visitar hoy.
Dharani echa la vista atrás para comprobar que la están
siguiendo. Tras ella, Aiya se ha demorado un instante para
admirar el agua; las carpas atraviesan su reflejo como flores
naranjas y blancas. Jisoo, sin embargo, avanza con paso firme
y sin permitirse ni una sola distracción, aunque Dharani ve
como acaricia sin darse cuenta las hojas de un arbusto, cuyas
flores ya están empezando a languidecer. Aquel jardín cambia
de vestido con cada estación; dorado y rojo en otoño,
multicolor con los pétalos de primavera… Le gustaría que
Jisoo hubiera podido verlo en otras circunstancias, que hubiera
podido respirar su serenidad. Pero hoy no. Hoy, toda esa
quietud no parece sino aumentar el peso sobre los hombros del
príncipe, que aprieta el paso en cuanto la cabaña del oráculo
aparece entre los cipreses. Adelanta a Dharani y, para cuando
Aiya y ella se asoman por la pared abierta de la cabaña, Jisoo
ya ha hecho las presentaciones.
Parece más alto que nunca plantado ahí de pie frente al
mismísimo oráculo de Ameagari.
Su piel es tostada y llena de surcos, como si estuviera
hecho de la misma madera que el suelo y las vigas de su
cabaña. «Desde luego, da la sensación de ser igual de viejo»,
piensa Dharani. El anciano está sentado sobre sus talones.
Sonriente y sereno bajo la sombra de Jisoo, casi parece un
altar, la única pieza de decoración en una estancia por lo
demás diáfana. Tan solo hay un objeto allí: un rollo de
pergamino situado a sus pies.
—Bienvenidas —dice, y da una palmada sobre el tatami
—. Sentaos y comenzaremos. Lamento que mi peregrinaje
haya retrasado nuestro encuentro, pero, ya se sabe…, los
espíritus no siguen el curso de los asuntos humanos.
Jisoo se inclina en una respetuosa reverencia.
—El príncipe Kai me explicó que deseabais consultar una
profecía de Mako Nori —continúa el oráculo—. No dijo cuál,
pero tras revisar el archivo del santuario, creo que esta es la
que andabais buscando, ¿me equivoco?
Le tiende a Jisoo el rollo que hay a sus pies. Dharani se
asoma para leer por encima de su hombro.
«Al igual que la luz siempre crea sombras, toda creación
forja una destrucción acechante. Así como la noche debe
existir para que llegue el día, Siwang siempre regresará para
que Sheng pueda construir de nuevo sobre sus cenizas.
»No vendrá en invierno, pues el invierno es su hijo, y en
el hogar de un hijo siempre se es bienvenido. La destrucción
busca golpear, y siempre golpea más fuerte si golpea cuando
menos se la espera: cuando la luz esté en lo más alto, cuando
el Sol envuelva el mundo en su abrazo más cálido y la dicha
corone su cúspide, allí aparecerá Siwang para arrebatar lo que
el Sol ha creado.
»Sus entrañas son llama y frío, fuego malva con el que
Siwang arrasará y reclamará aquello que siempre fue suyo: el
relámpago primero, el volcán, después. El tronar de las
cascadas anunciará su advenimiento final, y la sangre de
nuestro sacrificio bañará la seda blanca de sus cabellos».
Así que era eso. Siwang.
No es raro que las sectas renieguen de las Virtudes, pues
la magia es algo divino, y la magia negra se considera
corrupta. Dharani ha oído hablar de sectas que «sirven» a
Usura, incluso de un par de cultos de Capricho. Pero adorar a
Siwang es como adorar al granizo que echa a perder las
cosechas. Como adorar a la mala suerte.
Está claro que Jisoo y Aiya están tan desconcertados
como ella. Y está igual de claro que ninguno de los dos va a
preguntar nada al respecto; la pequeña huozi parece demasiado
intimidada por el oráculo y Jisoo…, Jisoo demasiado orgulloso
como para admitir lo perdido que está. Dharani suspira para
sus adentros.
—Vos… ¿qué creéis que significa?
—Mi labor no es traducir la voluntad de las deidades,
sino tan solo dictarla. Los oráculos somos mensajeros, no
intérpretes.
Había pensado que el oráculo tendría todas las respuestas.
¿ No existían para eso? Al parecer, no.
«Da igual», se dice, obligándose a mantener el ánimo.
«Una secta adoradora de Siwang es algo raro. Alguien tiene
que haber oído algún chisme al respecto. Si pregunto en los
lugares correctos…».
—Sin embargo, la profecía os está hablando más allá de
sus palabras —dice entonces el oráculo—. ¿No lo veis?
No, Dharani no lo ve. De hecho, resulta muy difícil no
fijarse en las palabras: la tinta aún sigue negrísima, como si se
hubiera escrito hace una semana y no hace unos
chorricientosmil años. No es como el destrozado pergamino de
Gamja; este papel, a pesar de ser mucho más antiguo, aún está
liso y apenas ha amarilleado.
Dharani siente un toquecito: es Aiya, avisándola de que
va a hablar.
—Es una copia.
El oráculo asiente, satisfecho, aunque su expresión se
endurece enseguida.
—Veréis, Alteza, unos herejes asaltaron nuestro santuario
el pasado invierno. La sala de profecías no mostró signos de
profanación, como sí lo hicieron otros lugares del santuario,
así que no la inspeccioné a fondo. No sabía de la existencia de
esta copia hasta esta mañana, cuando he ido a buscarla para
vos. El original ha desaparecido.
Así que es cierto. Los sectarios del fuego malva tienen la
profecía y están siguiendo sus pasos.
—Eso ya lo sabíamos —interviene Dharani. No le hace
gracia replicarle a un oráculo, pero le hace menos gracia la
posibilidad de que Jisoo rompa la pared de un puñetazo por
pura frustración, cosa que es cada vez más probable si el
anciano sigue dándoles largas—. Los terroristas llevaban
vuestras máscaras de hueso robadas. —El oráculo se queda
lívido de indignación, pero Dharani no deja que la interrumpa
—. Si no puede ayudarnos a interpretar a Mako Nori, ¿podría
hablarnos del robo?
Jisoo mueve las manos tras su espalda. «Gracias», signa.
Vaya, alguien ha prestado más atención a sus lecciones de
lo que ella pensaba.
Algo cambia en el oráculo al oír su petición. Su mirada
brilla, su rostro suave se llena de expresión y sus brazos
cobran vida como alas. Como si aquello fuera una función más
del santuario, el oráculo comienza su relato.
—Era de noche. Todos los fieles y los artistas habían
regresado a sus hogares y yo descansaba en el mío, aquí
mismo. —Acaricia el tatami y Dharani imagina a otra versión
de aquel hombre, una versión pasada, espectral, iluminada por
las estrellas—. Quisieron los espíritus que aquella noche no
pudiera conciliar el sueño. Después de largo rato dando
vueltas, decidí levantarme y orar a las Virtudes en el pabellón,
quizás ofrecerle a Bondad algo de té. Y por eso digo que mi
insomnio fue cosa de los espíritus pues, de no haber acudido
desvelado a sus altares, jamás habría descubierto a los herejes.
»Al principio pensé que había llegado tarde, porque allí
no había nadie. Pero el sacrilegio resultaba evidente desde el
primer paso. Las ofrendas de las Virtudes habían sido
vandalizadas, trasladadas a los pies de los murales que
representan a los Defectos. Habían dejado bosles bajo un
retrato de Usura y pintado adornos en el cabello de Capricho,
los papeles con confesiones confiadas al altar de Bondad
estaban desperdigados bajo una escena de Chisme, y los
pastelitos de luna de Serenidad, bajo una de Desidia.
Le tiemblan las manos al recordarlo. Dharani siente un
escalofrío al imaginar la escena.
—Entonces oí un ruido en el exterior. Uno de esos
herejes, rezagado, había tropezado con un farolillo. Cuando
me vio ir tras él, intentó atacarme con su magia negra, y pensé:
«¿En mi santuario? ¿Cómo se atreve?». Así que imploré a los
espíritus que me dieran fuerza —alza las manos hacia el techo,
y las mangas se le escurren por los antebrazos. Están mucho
más arrugados que su rostro; los tatuajes típicos de los monjes
de la Ola transformados por los pliegues de su piel— y arrojé
al criminal al fondo del estanque. Lo retuve entre sus aguas
hasta que estuvo demasiado exhausto para recurrir a su magia
maldita, y después lo llevé a palacio para que lo interrogaran.
—¿Dónde está? —se le escapa a Dharani.
A juzgar por cómo la mira, ha hablado más alto de lo que
debería, pero no le importa. Sabe que Aiya siente lo mismo,
incluso Jisoo. Las plumas no logran ocultar el brillo que afila
sus ojos grises. Esperanza. Una pista, por fin.
—Fue exiliado, desde luego. Después de que lo
interrogaran —añade el oráculo, probablemente
malinterpretando la decepción que acaba de aparecer en sus
rostros—. Pero no descubrieron nada. Parecía un hombre
vulgar y corriente, o al menos eso pensé cuando lo saqué del
agua. No…
El oráculo calla, y sus ojos se desvían a algún punto por
detrás de Dharani. Ella se gira: un hombre ha aparecido en la
puerta de la cabaña. No puede leerle los labios porque se está
inclinando; por cómo hace la reverencia, se disculpa por la
interrupción. Se mueve con elegancia, con una cinta al viento;
debe de ser un bailarín del santuario.
—… que acudiré enseguida —está diciendo el oráculo
cuando Dharani vuelve a mirarlo—. Gracias, Takeshi. Puedes
marcharte.
El bailarín se despide con sendas reverencias y una
sonrisa encantadora, y después se aleja. Con las manos sobre
las rodillas, el oráculo lo observa con calma hasta que juzga
que está lo suficientemente lejos como para continuar:
—¿Qué estaba…? Oh, claro. El hereje. —La piel de sus
dedos se estira cuando los enlaza sobre su regazo—. A simple
vista no había nada extraño en él, salvo sus tatuajes profanados
y aquel amuleto; maldito, sin duda, o robado… Un colgante —
añade, sin dar tiempo a que Jisoo lo pregunte—. De cristal,
hueco. Lo sé porque estaba roto cuando lo saqué del agua,
manchado con la sangre del hereje. No era hermoso,
simplemente raro, pero me extrañó que un hombre vulgar
llevase cualquier tipo de joya. Creí que sería un campesino
descontento.
—¿Y no lo era? —Jisoo tiene las manos plantadas en el
suelo frente a él, casi como si rezase.
El oráculo niega con la cabeza.
—Se llamaba Akihiro Yoshida. Era uno de los ingenieros
del príncipe Kai.
Aiya
—Palacio de la Ola—
Kai Ameagari no se parece en nada al príncipe Jisoo. Su
espalda se encorva sobre su mesa de trabajo; lleva guantes de
cuero desgastado que tienen más años que él y una túnica
cuyas manchas desvaídas de carbón, resinas y sangre ya
oxidada pasaron a formar parte del tejido hace mucho tiempo.
Lo único que lo delata es la cinta de su máscara.
Normalmente, los Señores utilizan las cintas para trenzar su
cabello, pero Kai tan solo tiene un nudo sencillo a la altura de
la nuca y el pelo, castaño oscuro, atado en un moño deshecho
para que no le moleste al trabajar.
Con ayuda de unos anteojos y unas diminutas pinzas de
hueso, Kai manipula las tripas de su último proyecto, una
maqueta en miniatura del autómata que atacó Huozai.
«Prototipo» lo llama.
Desde que hablaron con el oráculo, Jisoo ha estado
dándole vueltas a cómo enfrentar al príncipe Kai y pedirle
ayuda. Dharani está convencida de que, si le cuenta que está
interesado en el ataque, no le pondrá pegas, pero la naturaleza
desconfiada de Jisoo es abrumadora.
Aiya sabe que el príncipe Jisoo ha gastado absolutamente
toda su simpatía en la última conversación con el príncipe Kai.
Este le ha hablado de objetos voladores y se ha atrevido a
asegurar que en un mundo con máquinas que hagan cosas
fantásticas, nadie necesitaría darle tanta importancia a la
magia. «Sería una energía más —explica con los ojos oscuros
brillantes tras su máscara—, y sus usuarios, poco más que
simples combustibles».
Muchos lo acusarían de herejía por decir algo como eso.
Aiya casi puede ver cómo las palabras de protesta se quedan
atrapadas en la garganta de Jisoo cuando suelta una media
sonrisa y después se gira hacia ella, Dharani y los trabajadores.
—Fuera. El príncipe Kai y yo tenemos que hablar en
privado.
Para frustración del príncipe, los ingenieros no le
obedecen de inmediato. Como siempre que les da una orden,
ellos miran de reojo a Kai antes de moverse. Él se toma su
tiempo; ajeno a la urgencia de la voz del príncipe Jisoo, espera
a haber colocado correctamente una piecita de cobre en su
sitio correcto antes de despacharlos.
Dharani y Aiya salen detrás de ellos, pero, a diferencia de
los ingenieros, se quedan a las puertas.
Aiya ha aprendido a signar de manera básica. Puede
decirle a Dharani que tiene frío, que se ha hecho daño en el pie
o que le duele la barriga después de una gran comilona. Y sin
embargo, en este momento, no necesitan ni sus dedos ni sus
voces para comunicarse.
Las dos saben lo que quieren. Y lo que tienen que hacer.
—Imitan a los humanos, ¿sabes?
Aiya cree que ha entendido mal lo que le ha dicho
Dharani cuando las dos se agachan junto a la puerta del taller.
La bailarina acaricia las bisagras, decoradas con conchas
blancas y rosadas.
—¿Qué?
—Los cuervos —explica Dharani— imitan a los
humanos. Jisun no tanto, pero Jisoo parece un cuervo
haciéndose pasar por príncipe.
A Aiya se le escapa una risa divertida. Y cuando sucede,
se da cuenta de que desde que partieron esa mañana a
consultar la profecía no había sonreído ni un poco.
Mueve los dedos para darle las gracias a Dharani y la
chica le lanza un guiño antes de llevarle una mano a la oreja y
cerrar los ojos.
Aiya nunca había sentido su magia del Eco con tanta
claridad. Es como un latido adicional en el pecho, como otro
corazón. Tal vez el de Dharani, a lo mejor los de Kai y Jisoo,
que hablan en el interior y a quienes escucha como si
estuvieran susurrándole al oído.
—Tu ingeniero estaba con la secta que asaltó el santuario.
La respuesta de Kai es un murmullo tan suave que apenas
lo escucha.
—El oráculo nos ha dicho que detuvo a uno de tus
hombres, Akihiro Yoshida. ¿Vas a negarlo? —insiste el
príncipe Jisoo.
—Claro que no —la voz de Kai le llega seria. Puede
imaginar sus labios fruncidos, el único gesto de expresión en
su cara cubierta por la máscara del dragón—. Yo mismo firmé
su orden de exilio.
—¿Y por qué no me hablaste de él? Entenderás que me
sienta algo… receloso.
Jisoo pronuncia esa última palabra con firmeza y cautela,
como quien tensa un arco antes de disparar. Acusar a Kai en su
propio palacio es arriesgado, como mínimo.
—¿Y por qué iba a hablarte de él?
—¡Participó en el robo del santuario!
—¿Es que también estáis investigando ese robo? ¿Por
qué?
Hay otro silencio largo. Aiya deja de concentrarse en la
puerta para mirar a Dharani. Está tan concentrada que sus
cejas pobladas parecen ir a juntarse.
—¿Y por eso quieres saberlo? —le está recriminando el
príncipe Kai cuando Aiya vuelve a prestar atención—. Akihiro
era uno de mis mejores ingenieros. Tenía unas ideas brillantes.
Nunca pensé que haría algo así…
—¿Y qué sucedió con él?
—¿Eh? ¿Después de lo que hizo? Se le condenó al exilio,
por supuesto.
—Bueno… —Aiya nota cierta… ¿vergüenza? No, es
nerviosismo. Jisoo está dudando si continuar—. Ya sé que la
isla del exilio es inexpugnable. Pero si Akihiro es tan brillante
como dices, no sé, quizá construyó una barca y…
—No, no. Sin duda, sería capaz de algo así, pero…
Akihiro está muerto. El barco que iba a llevarlo a la isla del
exilio fue saboteado y explotó. No hubo supervivientes.
Y ya no escucha nada más.
Aiya se da golpecitos en la oreja como si eso fuera a
solucionarlo, pero la risa de Dharani la hace comprender. La
bailarina ha decidido detener su magia. O se ha cansado de
usarla. Por las gotitas de sudor que hay en su barbilla, parece
lo segundo. Aiya le cuenta lo que ha escuchado.
—¿Qué crees que hará el príncipe Jisoo ahora? La única
pista…
—Esperaremos a que nos lo cuente. Y cuando lo haga,
ponemos cara de sorprendidas.
***
Y eso es lo que hacen.
Esa misma noche, el príncipe Jisoo las reúne a las dos
cerca de uno de los estanques. La música suena a lo lejos; son
varias chicas que juguetean con instrumentos de cuerda y
mueven los dedos a una velocidad pasmosa. O tal vez sea un
efecto óptico por la luz de la luna, que es la única que ilumina
los jardines de la dinastía Ameagari. Ella y unos farolillos
decorados que guían por los caminos hacia las estancias.
—Kai los escondió —es lo primero que les cuenta que no
supieran ya, y Aiya no puede evitar que la boca se le abra con
sorpresa—, a la familia de Akihiro. Los ocultó para que no los
desterraran como a él.
—Y… ¿dónde están?
—Iré a visitarlos con el príncipe Kai.
»Y vosotras me esperaréis aquí.
Dharani no tarda ni un segundo en protestar.
—¡Ni por todo el oro de Usura!
El príncipe Jisoo se queda perplejo ante la respuesta, y
como no parece saber qué replicar, Aiya interviene.
—Dharani cree que podríamos encontrar en la bahía
Mediasangre más información sobre la secta o el colgante del
que habló el oráculo. Tal vez sea útil que vayamos las dos
juntas.
—¿Qué? De eso nada, ¿por qué iba a dejar que…?
—Jisun nos necesita. Y Dantelle —insiste Dharani—. Tú
investiga a tu manera, y nosotras, a la nuestra…
Aiya cree que el príncipe Jisoo va a levantarse, mandarlas
a dormir y negarles la petición otra vez.
Sin embargo, el chico suspira, detrás de su pico. Nunca lo
había pensado, pero es fácil imaginarse que el cuervo está vivo
y que Jisoo le permite que exista sobre su nariz y sus ojos.
—Está bien, Dharani. Pero tened cuidado.
Ter
—Bahía Mediasangre—
No se puede decir que Ter Meda sea una persona pudorosa,
pero tiene que admitir que le ha costado acostumbrarse a
pasear como si nada por aquellas salas llenas de hombres
desnudos. En fin…, todo sea por la misión.
Entre las aguas perfumadas del balneario de Ikona se
habla con una extraña despreocupación, como si el vapor que
se desliza sobre las piscinas fuera una cortina que separase a
los bañistas de la realidad. La gente se va de la lengua. Es útil.
Mientras Hanlu y él van y vienen cambiando las toallas y
las mezclas de pétalos que aromatizan el agua, los bañistas
cotillean sobre negocios de dudosa legalidad, quién acaba de
comprar un autómata que no puede pagar o quién engaña a su
esposa. Con los uniformes rosas y grises que los identifican
como trabajadores de La Grulla Coja, Hanlu y él son
prácticamente invisibles, una pieza más del mobiliario, como
los mosaicos que adornan algunas paredes o las canillas de
bambú por las que se vierte el agua.
—… de los Señores. ¡En el viejo Continente no hacemos
las cosas así, te lo aseguro! —refunfuña un hombre, mientras
se ajusta una toalla caliente sobre los hombros. Desde el otro
extremo de la tina, su compañero asiente con fervor.
A Ter aún le resulta extraño estar en un lugar tan
claramente losbita y escuchar chismes en su idioma. La
mayoría de los habitantes de la bahía Mediasangre hablan de
su reino con añoranza, a pesar de que su acento evidencia que
son nacidos y criados en el Imperio.
Ninguno de los dos hombres mira a Ter mientras
sustituye sus toallas por otras recién ahumadas en hierbas. Él
se queda unos segundos de más, intentando discernir si la
conversación puede resultarle interesante, y cuando decide que
no, se marcha, tan silencioso como ha llegado.
Cambiar toallas sudadas y espiar a hombres en pelotas.
Dantelle se partiría el culo si lo viera.
Desde que llegó a la bahía Mediasangre, Ter pasa los días
en La Grulla Coja y las noches en la calle, espiando entre el
vapor de las piscinas y desde los rincones oscuros de los bares.
Y nada. No ha oído nada de la puñetera fiesta, nada sobre la
secta del fuego malva, nada sobre aquella chica de la que le
habló Albio. Eso último no le extraña; al fin y al cabo, pudo
haber pasado hace dos meses o hace diez años. Pero es lo
único que tiene. Eso y la palabra de Ikona. Es decir, no tiene
nada.
—¡Osvern, Chen!
Ter reconoce la voz de Shiro, uno de los empleados de La
Grulla Coja, un mediasangre de ojos rasgados, cabello claro y
sonrisa amable. Sus sandalias de madera se acercan a Ter por
el pasillo; a Ter y a Hanlu, que acaba de aparecer cargado con
un cubo de hierbas y un cazo de madera.
—Los clientes de la sala Tritón han pedido la mezcla de
hibisco, lavanda y ajedrea. La número cuatro —indica Shiro
—. Y toallas nuevas. Son diez, así que id juntos, no vaya a ser
que se os caiga algo por el camino. Pero daos prisa, no les
gusta esperar.
—Ahora mismo, Shiro.
Para cuando Ter y Hanlu se incorporan de su profunda
reverencia, Shiro ya no está.
—¿Has oído algo interesante? —pregunta Ter, de camino
a la despensa.
Hanlu niega con la cabeza.
—¿Tú?
—Tampoco —dice Ter, llenando un cubo de la mezcla
número cuatro con un cazo como el de Hanlu. Arruga la nariz
—. Creo que hay algo en este sitio que me da alergia. ¿A ti no
te marea? Cada vez que entro aquí es como si esnifara la
puñetera primavera.
—¿Qué significa «esnifar»?
—Verás, Lu…
Aunque el apodo fue idea suya, Hanlu aún no se ha
acostumbrado a que Ter lo llame así. Precisamente por eso le
gusta usarlo. Siempre da un brinco cuando lo escucha, y eso a
Ter le resulta, como mínimo, divertido. Debe de ser la primera
vez en su vida que pasa tanto tiempo sin que nadie se acerque
a él y lo llame «Alteza».
Hanlu se ha adaptado bien a su puesto en La Grulla Coja,
eso se lo tiene que conceder. La estúpida humedad hace que
Ter tenga el pelo encrespado todo el rato, pero a Hanlu le
sienta inexplicablemente bien; cuando camina entre el vapor
de las piscinas, parece sacado de una de esas leyendas que les
gustan tanto a los losbitas. Se aprendió en cuestión de minutos
la disposición del balneario, los números de las habitaciones,
la ubicación de todas las salas y el funcionamiento de los
autómatas que limpian las toallas y calientan las piscinas. Él es
el primero en llegar a la Tritón.
—Anda…
—¿Qué pasa?
Apoyándose la pila de toallas limpias en la cadera, Hanlu
señala el letrero que hay sobre la puerta. Reza «Tritón» en su
idioma y en losbita, y luego hay un renglón escrito en
caracteres que Ter no logra descifrar.
—Es un antiguo dialecto ameagi —dice Hanlu, antes de
que Ter lo pregunte—. Significa «baño natural tradicional».
La Grulla Coja tiene piscinas de todo tipo; de roca y
madera, de aguas perfumadas, gélidas o burbujeantes… Se
pregunta qué tipo de lugar será el «baño natural tradicional»,
pero, como Hanlu parece deseoso de explicárselo, solo por eso
Ter decide no preguntar. Aguantándose una sonrisita, adelanta
al príncipe y desliza la puerta.
Lo ataca tal vaharada de vapor que tarda unos instantes
en poder ver a través de ella. Como la mayoría de las salas, la
Tritón tiene el suelo de madera y las paredes de piedra oscura,
y la piscina, también de piedra, ocupa casi toda la estancia.
Entre la roca, el vapor y la escasa iluminación, el lugar parece
un lago subterráneo. De hecho, la única luz surge… ¿del agua?
Como ha indicado Shiro, hay diez hombres en la piscina.
Ter y Hanlu sumergen sus cazos en el cubo de hierbas y
empiezan a verterlas en el agua, empezando por la esquina
más apartada de los bañistas, como les han enseñado. La
piscina está enturbiada por las hojitas que flotan a la deriva,
pero la potente luz que emerge del fondo ilumina los cuerpos
de los hombres con claridad cristalina. Es tan brillante que Ter
tiene que entornar los ojos para distinguir de qué se trata. Casi
se le cae el cazo al verlo.
Lagartos. Media docena de lagartos del tamaño de niños,
con ojos negros saltones y patas de dedos palmeados como los
de una rana. La luz emana de entre sus escamas
negroanarajadas como si el cuerpo que recubren estuviera
hecho de magma. Los hombres charlan unos palmos por
encima, con los brazos acodados en el borde de la piscina,
indiferentes a los bichos incandescentes que pasean bajo sus
culos desnudos.
«Salamandras», comprende Ter. Ikona utiliza
salamandras para calentar el agua de esta sala. Así que eso
significaba «baño natural tradicional»… Seguro que Hanlu se
lo ha pasado pipa observando su cara de pasmo. Según tiene
entendido Ter, esos bichos son típicos de los desiertos de la
isla del Sol, tiene que estar acostumbrado a ellos. Sin embargo,
el príncipe tiene el semblante tan blanco como las toallas que
acaban de traer. De pronto, se pone en pie y sale de la
habitación.
Ter deja el cazo con cuidado en el suelo, hace una
reverencia (a la que ninguno de los hombres presta atención) y
sale tras él, masticando un juramento.
—¿Se puede saber qué haces?
—¿Has visto eso?
—¿El qué?
—Eran enormes…
Oh.
—Eres fácil de impresionar, Lu —se burla—. A estas
alturas deberías haberte acostumbrado. Cualquiera diría que
nunca has visto una poll…
—¿De qué hablas?
—¿De qué hablas tú? —repone Ter.
—¡De las salamandras!
Ooooh.
—¿Por eso te has pirado como un patrón en día de paga?
—Ter sabe que Hanlu no entenderá la expresión, pero no ha
podido evitarlo—. ¿Porque les tienes miedo?
Hanlu pasa de blanco a rojo tomate.
—No…
—¿El —Ter baja la voz hasta susurrar— heredero del Sol
les tiene miedo a unas lagartijas calientes?
—¿Y tú qué sabrás? ¡Le tienes miedo a Hoxu!
Ahora es Ter el que siente cómo le arde la cara.
—No me da miedo tu pollo.
—Polluelo. Y sí te da miedo. He visto como te alejas
cuando le doy de comer. ¿Qué crees que va a hacerte?
—¿Y qué crees que van a hacerte a ti las salamandras?
¿Exfoliarte esa cara de bebé?
—No sé qué significa «exfollar», pero si es un insulto…
—¡Eh! ¿Dónde están esas toallas?
—Joder…
Ter se concede un instante para recomponer su sonrisa
servil antes de volver a entrar. Aunque da igual, porque para
cuando llega a la pileta, solo uno de los diez hombres los está
mirando, un tipo de ojos verdes que después repasa a Hanlu de
arriba abajo, sutil como un lametazo de vaca.
Menuda panda de cretinos.
—… del Sol fue una salvajada —está diciendo uno de
ellos.
—Venga ya, Jarrad, no seas hipócrita —responde otro, un
hombre de mediana edad con rasgos hoa thơmis—. Cuando
hay numeritos en los bajos fondos, siempre estás en primera
fila.
—Una cosa es querer ver un espectáculo de magia
exótica de vez en cuando, y otra muy distinta es apuntarse a
una secta.
—¿«Magia exótica»?
—Me niego a llamarla «magia negra» como esos
fanáticos…
—¿Ves? Estás hecho todo un hereje —ríe el tipo de los
ojos verdes.
Si no estuviera tan tenso, Ter se preguntaría cómo pueden
ser tan idiotas. ¿Cómo puede no preocuparles hablar de sectas
con Hanlu y él delante? A esas alturas ya está acostumbrado,
pero la estupidez de algunos no deja de sorprenderle.
—Hablando de numeritos… Nos veremos en la pequeña
reunión de Redegar, ¿verdad? Cuándo es, ¿pasado mañana?
—Al día siguiente.
Redegar, Redegar. ¿Dónde ha oído antes ese nombre? A
su lado, Hanlu abre mucho los ojos. Él sabe quién es. Tiene
que tratarse de alguien importante, entonces.
¿Y organiza una reunión esta semana? No puede ser
casualidad.
—Yo no me lo pienso perder —dice el hombre de los
ojos verdes.
Su voz suena, por primera vez, algo desconcentrada,
probablemente porque Hanlu se ha acercado a él mientras
seguía con la ronda del cazo y las hierbas. No le despega la
mirada de encima.
Y Ter tiene una idea.
Despacio, se acerca al príncipe, que está de cuclillas
sobre el borde de la piscina, y tira de él hacia atrás.
Hanlu se derrumba de espaldas; el cazo golpea el suelo
con un sonoro clac que ni siquiera esos engreídos pueden
ignorar.
—¡Pero Chen! —exclama Ter, llevándose las manos a la
cabeza.
—Pido disculpas cuatro veces, señores —susurra Hanlu,
azorado. Cuando se agacha a tomar el cazo, le lanza una
mirada asesina a Ter.
—Disculpen —se hace eco él, inclinándose
respetuosamente hacia los bañistas. Como esperaba, todos
miran a Hanlu, sobre todo el tipo de los ojos verdes—. Son los
vapores. Le marean. Pasamos tantas horas aquí… Yo le he
dicho que tenemos que relajarnos, hacer algo divertido, pero
ya ven, a mi amigo no le gustan los bares y… Lo siento. Yo ya
he hablado demasiado.
Hace una nueva reverencia, y después le cambia la toalla
de los hombros al hombre de ojos verdes. Sus manos se
detienen en su cuello un instante más del necesario, y siente
cómo los músculos del hombre se tensan bajo sus dedos, pero,
para cuando los separa, él aún no ha abierto la boca.
Hanlu lo mira a través del vapor mientras toma el
estropicio, como diciendo: «¿Qué diantres haces?».
Ter está a punto de intentar algo distinto cuando el
hombre de ojos verdes dice:
—¿Tenéis algún plan para dentro de tres noches?
***
—¿Por qué has tenido que hacer eso?
—Tenía que conseguir que nos invitaran, y no podía
preguntarles por la fiesta directamente. Hubiera sido obvio que
les estábamos espiando. Y tampoco era plan de esperar que se
sacaran las cabezas del culo y nos hablaran ellos a nosotros.
Nos tratan como si fuéramos muebles… Había que llamar su
atención a la fuerza.
—Vale, pero ¿por qué no te has tirado tú al suelo? ¿Por
qué me has tirado a mí? —dice Hanlu, recostándose contra su
futón.
Han intentado hablar con Ikona nada más salir de la
Tritón, pero Shiro les ha dicho que estaba «atendiendo unos
asuntos importantes», así que han vuelto a su cuarto. A
esperar.
Cómo no.
—No podía llamar la atención sobre mí. ¿Y si me
reconocían?
Eso es, en parte, cierto. Desde que llegaron a Ameagari,
la bahía Mediasangre se ha ido llenando de carteles como el
que Ikona les enseñó, cubiertos con la cara de Ter y la larga
lista de crímenes falsos que Yazi Huozai, o quizá la
emperatriz, le han encasquetado.
¿Todos los padres de Losbias son tan sumamente
gilipollas, o es cosa exclusiva de los Señores?
—Pero si no haces más que quejarte de que en esos
carteles te han pintado… ¿ Cómo era? —dice Hanlu,
mirándolo desde el suelo con los labios fruncidos en una
mueca—: «Una napia de patata».
Vaya, Ter no esperaba que recordase eso. Hay unas
cuantas cosas que le sorprenden de Hanlu Huozai, si lo piensa.
Y, para estar en una situación de mierda como esa, lo piensa
mucho. Cuando Aiya hablaba de él, imaginaba que sería una
versión más caprichosa de Jisoo, pero ha resultado ser…
Bueno, ha resultado ser lo que Dantelle tiende a llamar «su
tipo». Todavía no ha averiguado a qué narices se refiere con
eso.
Se lo preguntará cuando lo encuentre.
—Aun así, era demasiado arriesgado —se defiende Ter.
—Y si temes que te reconozcan, ¿cómo piensas ir a la
fiesta? No creo que una máscara te siente bien. Créeme, sé de
lo que hablo —bromea Hanlu.
Sin embargo, le tiembla la sonrisa burlona cuando Ter se
sienta en el futón, cerca de él, y lo obliga a mirarlo de cerca.
—¿Tú has visto estos ojos? —dice, señalándose—. Si los
resalto con un poco de maquillaje, seguro que nadie podrá
apartar la mirada de ellos. Entre eso y mi encantadora sonrisa,
nadie tendrá ganas de denunciar a esta cara. —Sonríe, como
para ejemplificar lo que dice, y le encanta ver cómo las pupilas
de Hanlu se dilatan—. Exacto. Te deja sin palabras.
—Es… —musita Hanlu—. Supongo que es buena idea.
—Lo sé.
Lo cierto es que Ter llevaba ya un tiempo dándole vueltas
al problema de su cara (jamás hubiera creído posible que algún
día su cara fuera un problema, la verdad). Por eso, la idea del
maquillaje se le ocurrió anoche, tras pasar horas muertas
intentando pescar confidencias en un bar cercano al puerto. Le
había atendido una mediasangre con la piel caramelo de los
sandeshis y los ojos delineados de dorado. Le recordó a
Dharani.
En su reino, los artistas se maquillan, pero la gente
normal apenas lo hace. Los más atrevidos se pintan los labios,
como su hermana, que siempre los lleva rojo carmín. Pero ha
comprobado que en Losbias esas cosas son muy comunes; los
hilos dorados en el pelo, los párpados de colores como si
fueran flores y las mejillas sonrosadas por todo tipo de polvos.
—¿Los Señores no os maquilláis? Por las máscaras, digo.
Como os tapan media cara…
—Mmmm… Creo que nunca lo he hecho, no —dice
Hanlu—. Tan solo mi familia me ha visto con el rostro
descubierto. Bueno… —aparta la mirada—, oficialmente.
—Me siento honrado. Pero seguro que tu chica también
te ha visto sin máscara.
—Ya te he dicho que Aiya y yo somos amigos.
—Oh, vamos —bromea Ter. En realidad ya se ha dado
cuenta de que a Hanlu no le gusta Aiya, no de esa forma. Es
tan fácil de leer como un cuento de niños. Pero jugar con el
príncipe es el único placer que le queda ahora mismo, y ¿acaso
no merece un poco de diversión?—. Puedes admitirlo. No me
escandalizaré.
—Si me preocupara escandalizarte, me callaría otras
cosas.
—¿Ah, sí? ¿Qué cosas? —murmura Ter, acercándose más
a Hanlu.
Hanlu lo imita. Eso lo sorprende. Él es siempre el que da
el paso, el director de orquesta. Pero tampoco le disgusta.
¿Cómo podría no gustarle, teniendo en cuenta la cara que pone
el príncipe? Lo mira fijamente, un segundo de silencio antes
de decir:
—Que no me gustan las chicas.
—Eso no es nada escandaloso.
—Esa no es la parte escandalosa.
Ter sonríe de medio lado. Ya lo sabía. Por eso le gusta,
porque sabe la respuesta.
Hanlu está tan cerca que puede oler la mezcla de hierbas
que se le ha pegado a la ropa.
—¿Y cuál es, Lu?
—Que me gustan los chicos con… esto, Ter.
El dedo de Hanlu le roza la cicatriz de la mejilla. Ter
tiene que hacer acopio de todo su autocontrol para no
atrapárselo con los labios.
—Eso se llama «hoyuelo» —miente.
—Lo sabía.
No ha sido Hanlu quien ha hablado, sino una voz
femenina y rasposa que llega desde la puerta.
—Haced el favor de no arrancaros los kimonos, se
supone que estáis trabajando —dice Ikona, entrando en la sala
con tranquilidad. Dimito salta de su hombro y brinca sobre las
mantas, que Ter había doblado cuidadosamente esa mañana, y
empieza a retorcerlas con sus asquerosas manitas—. Shiro ha
dicho que queríais verme. ¿Tenéis algo para mí, o era solo
para que presenciara el espectáculo?
Hanlu se ha separado de Ter tan rápido que casi ni lo ha
visto moverse. Se está atusando el uniforme, fingiendo (muy
mal) despreocupación, y tiene las orejas rojas bajo el pelo.
¿Cómo puede ser la misma persona que vimos hace unos
segundos…?
No es momento de pensar en eso.
—Dundas Redegar —dice sin inmutarse.
Han tenido tiempo de hablar de él mientras esperaban a
Ikona. Hanlu le ha dicho que es el alcalde de la bahía
Mediasangre. No tiene la influencia de un Señor, ni siquiera
tiene magia, y oficialmente le rinde cuentas a Umi Ameagari;
pero, en la práctica, la bahía Mediasangre sigue su propia ley.
Vamos, que es un pez gordo del Imperio. Con razón a Ter le
sonaba su nombre: les hablaron de él en la Academia, mientras
los preparaban para la cumbre.
—¿Qué pasa con él?
—Él es quien da la fiesta.
Ikona alza una ceja, satisfecha. O impresionada.
—Muy bien. Y supongo que también habéis conseguido
que os inviten.
—Pues claro —interviene Hanlu. Ya se ha recuperado de
la sorpresa, y ahora vuelve a estar erguido y seguro de sí
mismo. Alza la barbilla, como si aún llevase la máscara de
fénix y quisiera apuntar a Ikona con el pico—. Lo que aún no
sabemos es por qué tienes tanto interés en que vayamos.
—Ni lo vais a saber… todavía. Antes necesito que me
hagáis otro favor.
Ter se cruza de brazos.
—Esto no va de favores. Teníamos un trato. Nosotros
estamos cumpliendo nuestra parte, pero tú aún no nos has
dado nada sobre la secta del fuego malva.
—No finjas que salís perdiendo. No hay lugar mejor para
escuchar chismes que La Grulla Coja. A estas alturas, seguro
que lo sabéis. Así que, si me apuras, estoy haciéndoos un
favor dejándoos trabajar aquí.
»Pero ya que lo preguntas tan amablemente —comenta
Ikona, chasqueando la lengua con sarcasmo— te diré que he
oído rumores sobre un grupo al que se conoce como «los
rubíes». Mencionaste algo de gente que llevaba rubíes al
cuello, ¿no es así? —Ter trata de no dejar que la emoción se le
refleje en la cara, pero Ikona debe de notarla de todas maneras,
porque sonríe antes de continuar—. Sí, eso me parecía. Al
parecer, son un grupo muy de moda; suelen pasarse por los
grandes eventos para entretener a los ricachones morbosos
con sus espectáculos. Magia negra —recalca. Ter siente cómo
a Hanlu se le escapa una mirada furtiva hacia él—. Quizás os
los encontréis en la fiesta del alcalde.
—Si es que decidimos ir —replica Ter.
—Exacto, si es que decido que vayáis —responde Ikona
—. Averiguar el día y el lugar de la fiesta y lograr una
invitación demuestra que sois chicos astutos, cosa que no
dudaba, por supuesto —sonríe—. Pero eso no basta. Necesito
saber que tenéis sangre fría, que trabajáis bien bajo presión,
antes de daros más información sobre lo que quiero que
hagáis allí. Lo cual me lleva de nuevo al favorcito del que os
hablaba…
Antes de que ninguno pueda replicar, Ikona mete la mano
entre los pliegues de su falda, dejando al descubierto su pierna
metálica. La lleva adornada con una especie de liga que sujeta
un pedazo de papel. Ikona lo saca y se lo tiende a Hanlu.
—No te molestes en leerlo: está cifrado, obviamente —
aclara—. Pero el proveedor a quien se lo entregaréis lo
entenderá. Vosotros solo tenéis que encargaros de estar
pasado mañana a medianoche en el muelle Koi, pagarle y
traerme la mercancía. Os daré el dinero unas horas antes de
la entrega.
—¿Y cómo sabes que no nos marcharemos con él? —
pregunta Hanlu.
—Porque los ladrones no te avisan de que quizá se
larguen con tu dinero, Alteza —ríe Ikona—. Sois demasiado
honestos. De eso se trata, precisamente: necesito saber que
podéis tener la boca cerrada. Si tomáis bien mi encargo y no
fisgáis… bueno, entonces podremos seguir hablando de
negocios.
Jisoo
—Ciudad de Ameagari—
Antes de todo aquello, Jisoo no había tomado ni un barco en
su vida. Apenas había puesto el pie fuera del palacio. Al
margen de algunas visitas protocolarias, tan solo recuerda una
vez, con diez años: Hyo lo convenció de que dejara su máscara
en casa y se escabulleran para cotillear la vida nocturna de
Beongae. Jugaron a tirar piedras al mar, a ver quién las
lanzaba más lejos, y, aunque Jisoo no dejó de temer que los
descubrieran, también recuerda que pensó, por un momento,
que quería hacerlo más veces.
Pero después de las semanas que lleva, echa de menos sus
jardines, hasta sus muros. Cuando encuentre a Jisun y regrese
a Beongae, no piensa volver a caminar por una de esas
cubiertas tambaleantes nunca más.
Si encuentra a Jisun.
Cuando encuentre a Jisun.
Kai está en la bancada, ajeno a las tribulaciones de Jisoo.
Como siempre, su atención la acapara el artilugio más cercano,
en este caso los remos autómatas que hacen avanzar su bote a
toda velocidad.
—El sobrino de Akihiro es un pequeño genio, ya lo verás
—va diciendo—. Le interesan mucho las aves de todo tipo. Y
cuando digo «interesar», quiero decir que le apasionan. Fue él
quien me inspiró a crear mi proyecto más reciente; bueno, el
proyecto en el que estaba trabajando cuando llegaste. Estaba
intentando convencer a Jisun de que me echase una mano con
un asunto del combustible; ¿te habló de él en alguna de sus
cartas? Es una preciosidad. Verás, la idea consiste en…
Escuchar a Kai es tranquilizante. Es como el rumor de las
olas. Además, cuando habla con él (o mejor dicho, cuando Kai
habla y Jisoo escucha), resulta más sencillo no sentirse
culpable, sentir que está haciendo algo: las ideas brotan de la
boca del príncipe de la Ola como agua por un caño, sin parar.
Kai no ha navegado hacia el puerto principal de
Ameagari, sino hasta una costa apartada. Huele a sal y a
tranquilidad. Sus habitantes caminan con cestos o niños
agarrados de la mano, indiferentes a ese tiempo que Jisoo
siempre siente correr en su interior. Pero cuando observa ese
puerto, no piensa en Serenidad, sino en que cada una de esas
esquinas, cada uno de esos tejados de paja, podría esconder a
alguien que sabe dónde está Jisun.
Kai lo guía entre las casas, plantadas aquí y allá como
malas hierbas. Las calles no son más que el hueco accidental
que queda entre ellas; de hecho, Kai se pierde unas cuantas
veces. Jisoo empieza a ponerse nervioso. Cada vez hay más
gente que los mira de reojo desde las ventanas, ameagis que se
paran en seco antes de desembocar en la misma calle que
ellos, que desvían la mirada para fingir que no los observan.
—Estamos llamando la atención —musita—. La gente se
preguntará qué hacemos aquí.
—Ah, no te preocupes, están acostumbrados a verme —
dice Kai distraídamente, mientras se para a observar una
intersección—. Creo que piensan que vengo a visitar a mi
amante.
Jisoo se atraganta.
—¿Tienes amante?
—No, pero no sería para tanto, ¿no? La gente como
nosotros tiene amantes, ¿no es de eso de lo que hablan en la
corte?
—Pues…
—Recuerdo que, cuando éramos críos, te ganabas a todo
el mundo. Seguro que ahora tienes un montón de amantes.
—¿Qué? ¡Por supuesto que no! Es decir… Yo…
—Como esa vez que conseguiste que la cónsul de
Sandesh nos regalara una caja de higos confitados que…
Eso también lo hace a menudo. Hablar de su niñez. Jisoo
sigue sin recordar nada de lo que dice, toda esa época es una
nebulosa en su cabeza. Pero le gusta que lo trate así. Había
olvidado lo que era estar con alguien que supiera quién es…
que comprendiera que él es dos cosas: un príncipe, claro, pero
también… Jisoo.
—¡Por fin! Ya hemos llegado —exclama Kai entonces—.
Mira, es esta.
La casa a la que se dirige es idéntica a las demás, con las
mismas dos plantas y el mismo tejado a dos aguas de arcilla
cuarteada y paja. Junto a la entrada hay un rollo de papel con
una oración a Bondad. Jisoo apenas tiene tiempo de leerla
antes de que una mujer de mediana edad los reciba.
—¡Señor Ameagari! ¿A qué debo el honor de su visita?
Y… Oh…
Sus labios, finos y brisados, forman un círculo casi
perfecto cuando ve a Jisoo.
—Buenas tardes, Yoriko. Este es Jisoo Beongae —
responde Kai, como si no fuera evidente—. Quiere hablar
contigo.
***
Kai rara vez se interesa por algo que suceda más allá de su
taller. La política es responsabilidad y oficio de su hermana.
Pero cuando detuvieron a su mejor ingeniero, Kai no
contempló la posibilidad de mantenerse al margen. Según le
había contado a Jisoo, fue él quien interrogó a los familiares y
conocidos de Akihiro hasta asegurarse de que les sacaba todo
lo que supieran. Sin embargo, no le ofendió que Jisoo quisiera
hablar con Yoriko. No pensó que no se fiaba de él, o que creía
que hizo mal su trabajo.
«Hay que revisar nuestros problemas sin resolver cada
cierto tiempo…», había dicho Kai. «El mundo avanza. Lo que
ayer era un misterio, quizás hoy ya no lo sea. Es método
científico básico».
Sin embargo, Jisoo empieza a dudar que esa sea una de
esas ocasiones.
—No, Señores, como le dije a su Alteza, el príncipe
Ameagari, yo no conocía a las compañías de mi hermano —
cuenta Yoriko—. Vivía con él porque no tenía otra opción,
pero apenas hablábamos. No quería que llenara la cabeza de
mi pequeño Asa con sus ideas sacrílegas.
Se acaricia el brazo, como si quisiera acariciar los
tatuajes que hay bajo su manga y pedir perdón a las Virtudes.
Después vierte un poco más de té.
El juego, de cerámica lacada con hilos de oro, no encaja
en absoluto en la humilde casa de Yoriko. Apenas entra luz, y
la única decoración son un par de rollos de papel con pájaros
pintados en tinta negra. Está claro que es un recuerdo de su
vida anterior, piensa Jisoo. ¿Cómo habrá sido dejar atrás su
vida y su hogar, un hogar donde ese juego de té no
desentonara, para instalarse en secreto en aquel lugar?
—El tío Akihiro recibía muchos mensajes.
La cabeza de un niño aparece tras la pared de la
habitación contigua. No puede tener más de doce años, pero la
fijación con la que los observa hace pensar en alguien mucho
mayor.
—¡Asa! No interrumpas a los Señores. Es decir… Yo…
—Yoriko se encorva en reverencia tan pronunciada que Jisoo
puede ver el nacimiento de su moño—. Lo lamento. Pensaba
que estaba fuera. No sabía que estaba… ¡Asa! Ven y presenta
tus respetos a los Señores, y luego déjanos solos. Pido perdón
cuatro veces, Altezas, yo…
—No pasa nada —responde Jisoo, apurado—. Tú, niño…
Asa —rectifica, recordando su nombre—. ¿Nos estabas
espiando?
Yoriko casi se desmaya al oír aquello.
—¡No, Alteza! Veréis, mi hijo es un niño… peculiar. Pero
os aseguro que él no…
—No estaba espiando —dice Asa como si tal cosa—.
Estaba construyendo un comedero y os he oído.
—¿Un comedero nuevo? —interviene Kai.
Jisoo casi puede ver los planos dibujándose en su mente.
Le lanza una mirada severa: no es momento para ponerse a
hablar de artilugios.
—¿A qué te referías con lo de que tu tío recibía muchos
mensajes? —dice, para reconducir la conversación.
—Grullas. Recibía muchas grullas.
—Pues claro, Asa. El tío trabajaba en el taller y el Señor
Ameagari le mandaba grullas cuando lo necesitaba. —Yoriko
vuelve a disculparse con una reverencia llena de vergüenza—.
Lo lamento tanto… Asa, cielo, sigue con tu comedero y no
molestes a los Señores.
—Pero es que no eran grullas del palacio —insiste Asa
—. Eran grullas grises.
—¿Y las del palacio no son grises? —pregunta Kai—. No
me había dado cuenta.
—Asa, por favor, deja de mole…
—¿Qué diferencia hay entre las grullas del palacio y las
que viste, Asa?
El niño no se ha movido de la puerta, y su cara sigue tan
seria como si estuviera leyendo, y no hablando con una
persona. Sin embargo, cuando Jisoo le pregunta aquello, algo
se ilumina en su expresión.
—Las grullas mensajeras del palacio son cuelliblancas.
Son grises en el cuerpo, pero tienen blanca la cabeza, el cuello,
el babero y las plumas de la cola. Al tío Akihiro le traían
mensajes de palacio, pero también venían otras, las que eran
grises enteras, con el pico más corto. Como las que llevan
mensajes a la montaña.
—¿A… la montaña?
—Las he visto con el catalejo que me regaló el Señor
Ameagari —dice Asa. Le lanza una sonrisa a Kai, muy grande,
tanto que resulta extraño que hubiera podido tenerla guardada
en ese rostro tan serio de niño adulto.
—¿Y cómo sabes que llevan mensajes? —pregunta él—.
A lo mejor simplemente viven ahí.
—No, no. No se irían tan lejos para cazar, y van y vienen
casi todas las semanas, así que tampoco es un vuelo
migratorio. Llevan mensajes a la cima —insiste el niño.
Jisoo siente que le falta la respiración. Teme que la pista
se escape si habla demasiado deprisa.
—¿En qué montaña las has visto, Asa? ¿Nos la puedes
señalar?
Por toda respuesta, el niño sale de la casa sin más,
asumiendo que lo van a seguir. Detrás de él van su madre, que
no para de disculparse por las impertinencias; Jisoo, que trata
de calmarla mientras siente que se le va a salir el espíritu por
la boca, y finalmente Kai, que no presta atención a ninguno de
los dos.
El atardecer los ha pillado por la espalda, y ahora la luz
naranja remarca la silueta de la cordillera a lo lejos como si
fuera un recorte de papel en un teatro de sombras.
—Esa —señala Asa—. La grande de en medio.
—¿El monte Shuuha? —Jisoo no reconoce el nombre que
ha dicho Kai, pero sí el tono de decepción que utiliza cuando
añade—: No puede haber nadie ahí arriba mandando mensajes.
Las cataratas impiden el paso. ¿Estás seguro de que las viste
ahí, Asa?
—Es ahí.
A Jisoo le sorprende la firmeza de su propia voz, pero no
puede evitarlo. ¿Cómo es posible que no lo haya entendido
hasta ahora?
«Sus entrañas son llama y frío, fuego malva con el que
Siwang arrasará y reclamará aquello que siempre fue suyo: el
relámpago primero, el volcán, después».
«El tronar de las cascadas anunciará su advenimiento
final».
***
—Te lo he dicho, mi hermana ya inspeccionó la zona. Los
monjes peinan las montañas cada cierto tiempo para evitar que
las sectas se resguarden allí. Pero llegados a cierta altura, el
camino es demasiado accidentado para subir a pie. Si me
escuchas…
—Por última vez, Kai: llévame a la montaña —ordena
Jisoo—. ¿Qué quieres que haga? ¿Seguir aquí de brazos
cruzados sabiendo dónde se esconde la secta que tiene a mi…?
Se calla un instante demasiado tarde.
—¿Qué tiene la secta, Jisoo? —pregunta Kai.
Están de vuelta en el estrecho bote, donde no hay forma
de escapar el uno del otro. Por un fugaz momento, Jisoo siente
el impulso de confesárselo todo. Kai es amigo de Jisun. Es
amigo suyo, ¿no?
Como Hyo.
—A mi Imperio. La secta que tiene a mi Imperio
aterrorizado. —Jisoo se masajea las sienes bajo el borde de la
máscara—. Debo encontrarlos. Y si para eso tengo que escalar
una montaña, pues que Perseverancia me dé fuerzas, porque lo
pienso hacer.
—La perseverancia no sirve de nada sin un poco de
cabeza.
—¿Me estás llamando tonto?
Kai parece perplejo.
—No. Lo que digo es que, por mucha Perseverancia que
le pongas, no podrás subir a la cima de esa montaña a pie. Pero
si me ayudas, a lo mejor podemos llegar de otra manera.
Ahí está de nuevo, esa sonrisa retorcida en los labios de
Kai. Los primeros días, Jisoo pensaba que estaba loco, porque
¿cómo podía sonreír en circunstancias como esas? Pero ahora
cree que ha conseguido descifrarle. No es que a Kai le divierta
el problema al que se enfrentan, o que lo haga de menos. Al
contrario. Es que para él, los problemas son rompecabezas. Y
hay poder en resolver lo que nadie más puede.
—¿Te acuerdas del proyecto que he mencionado antes, el
que se me ocurrió después de conocer a Asa?
—Ese con el que querías que Jisun te ayudara.
Jisoo no recuerda nada más, pero prefiere no decirlo. Kai
parece darse cuenta, o quizás es solo su pasión habitual por sus
inventos; en cualquier caso, vuelve a explicar su proyecto
desde el principio. Esta vez, Jisoo le presta toda su atención.
Lo que propone Kai es fascinante y, sin duda, totalmente
inviable. Pero él sigue hablando de cálculos, aerodinámica y
materiales con tanta seguridad que, para cuando regresan a su
taller, Jisoo está empezando a creer que es posible.
Kai está tan emocionado que ni siquiera se detiene a
encender un farol. Tan solo la luna los ilumina, filtrada por la
bóveda de azurita, bañándolo todo de sombras como si
estuvieran en el fondo del mar. Las plantas golpean a Jisoo en
la cara mientras se abre camino para seguir a Kai, que
deambula entre las mesas de sus ingenieros, ahora
abandonadas, y se detiene frente a una máquina semioculta
tras unas lianas que cuelgan de las vigas del techo.
Entre las decenas de montañas de material y autómatas a
medio hacer, Jisoo nunca había reparado en ella, pero ahora no
puede dejar de contemplarla. Es colosal. Kai le da una
palmadita a los huesos que conforman la estructura. Mira a su
artilugio como un padre miraría a su hijo.
—He estado teniendo problemas con el combustible. La
magia de la Ola no sirve para algo como esto, no le da la
fuerza suficiente. Por eso le pedí ayuda a Jisun, pero creo que
no me tomaba demasiado en serio —explica, y se gira hacia
Jisoo—. Pero ahora puedo volver a intentarlo contigo.
Jisoo examina el autómata. La estructura está hecha de
enormes huesos, que bajo la cúpula se ven de color azul
desvaído. Están entretejidos con tendones de cobre, tan
apretados que apenas se distingue la cabina interior con los
mandos. Hay dos ¿cómo llamarlas? extremidades a los lados,
replegadas. Más hueso, pero esta vez unido a sendas lonas
curtidas, como las velas de un barco. En conjunto, más que
una máquina, parece el costillar de un pájaro enorme.
No, de un pájaro no. De un dragón.
—Es bonito, ¿eh? —dice Kai, sin disimular su orgullo—.
Con la sangre de un heredero de la Tormenta, seguro que
consigo hacerlo volar.
Hanlu
—La Grulla Coja—
Hanlu se sumerge en el agua y mantiene los ojos cerrados
hasta que ya no puede aguantar más la respiración. Entonces,
vuelve a sacar la cabeza. Es agradable estar solo por primera
vez en tantos días, así que aprovecha para invocar el poder del
fuego y calentar el agua un poco más.
Todos los días tiene que esperar al cierre y a que el resto
de empleados acaben y se marchen a su casa. Ikona ha tenido
la decencia de no desvelar su identidad a los demás, así que no
pueden ver sus tatuajes, o descubrirían quién es. No hay nadie
en el Imperio, salvo su familia, que los comparta. Una vez, Kai
Ameagari se abrió el pecho delante de él para mostrarle los
suyos. Ni siquiera se lo había pedido, pero el príncipe apenas
contaba ocho años y estaba especialmente orgulloso de una de
las formas que decoraba su ombligo, como una ola coronada
por la espuma. Los de Hanlu son distintos, son líneas rectas,
combinadas con dibujos que parecen llamas y que pintan sus
músculos.
Se acaricia las mejillas con los dedos, recorriendo sus
facciones. Es raro no llevar la máscara. Y es todavía más raro
que lo miren directamente a los ojos. Y lo aborrece.
Odia las miradas de los clientes. No soporta entrar a un
baño y encontrarse con varios hombres observando su cara
como si llevara un chisme grabado en ella. ¿En qué pensarán?
Recuerda que, siendo apenas un infante, su madre jugaba con
sus mejillas y le decía que era el niño más lindo que había
visto jamás. ¿Pero no es eso lo que dicen todas las madres?
Liu Huozai era la heredera del Sol, igual que lo había
sido su padre antes que ella. Si todo hubiera salido bien, ella
estaría en el trono de la isla. Sin embargo, Sheng quiso que se
marchara pronto junto a él, y dejó a Hanlu solo, con su padre.
Yazi Huozai no tardó en contraer matrimonio con otras nobles
y, poco a poco, la familia se fue haciendo más y más grande.
Quiere mucho a sus hermanas, pero la vida del príncipe
heredero es terriblemente solitaria.
Todos los días, cuando se recuesta en su futón, se
preocupa por lo que tiene que sentir Sheng al ver cómo uno de
sus príncipes se pasea por ahí sin el símbolo de su honor. No
es lo mismo jugar a las escapadas en el templo o en palacio
que hacerlo en la bahía Mediasangre. ¿Qué pensaría su madre?
A lo mejor lo habría animado a haber tomado todas esas
decisiones. Ella siempre trataba de ver lo bueno de los demás.
Habría querido salvar a Terabent. Es una lástima que ya no
esté y que, a cada día que pasa, Hanlu recuerde menos cosas
de ella. Tiene miedo de que en algún momento ya solo pueda
evocar su imagen enmascarada, un pico más en la historia de
Losbias, decorado con plumas doradas.
Suspira y sale del agua. Se calza las sandalias y se
envuelve en una túnica blanca suave. Terabent le ha dicho que
le ha sorprendido su capacidad para adaptarse a un entorno tan
diferente. Lo que él no sabe es que Hanlu miente muy bien.
Toda su vida es un secreto, ¿cómo no va a ser capaz de fingir
que no detesta este lugar?
Regresa a su habitación, evitando a cada persona con la
que se cruza. No tiene la cabeza para disimular cortesía con
ellos.
Se quita las sandalias y se sienta en el alféizar interior de
la ventana del dormitorio que comparte con Terabent. Escucha
un gorgorito y sonríe al ver a Hoxu volar hasta posarse sobre
sus piernas. Ha crecido ya mucho desde que Aiya se lo confió,
y ahora tiene que sujetarlo con ambas manos. En la oscuridad
de la noche, brilla como una antorcha.
—Guarda bien tus energías, porque, cuando nos
reunamos con Aiya, vas a tener que darle muchos picotazos de
cortesía.
Parece entenderlo, porque agita las plumas y se acurruca
más en su regazo. Pasa un buen rato observando los tejados de
las casas de la bahía y, cuando está a punto de quedarse
dormido, alguien descorre la puerta del dormitorio.
—¿Sigues despierto? —es Terabent, que lleva los brazos
cargados de cosas—. Espera, ¿me esperabas a mí? No es que
me sorprenda, pero…
Deja la broma en el aire y Hanlu pone los ojos en blanco.
Después de lo que pasó el otro día, ya no sabe qué es lo que
tiene que hacer. Terabent es un bromista, pero, si Ikona no
hubiera entrado, está seguro de que no habría podido
contenerse. «Estoy volviéndome idiota», pensó la primera vez
que se quedó embobado mirándolo.
Le ha pasado otras veces. Encapricharse de alguno de la
corte. Pero nunca tan rápido. Y nunca de forma tan tonta.
—¿Qué es todo eso? —pregunta, ignorando sus
pensamientos.
Hoxu se despierta y vuela por la habitación hasta
acomodarse en el futón de Hanlu. Terabent lo mira con el ceño
fruncido y solo cuando ve que ya no se mueve empieza a sacar
las cosas que ha traído.
—Para la fiesta —explica Terabent—, me los ha prestado
Ikona. El mío es un poco feo, pero el tuyo… me da hasta
envidia. Pruébatelo.
Hanlu rebusca curioso y despliega un kimono sencillo,
rojo. Se aguanta la risa al ver que, por lo menos, los pájaros
que hay bordados son grullas y no fénix. Terabent tiene razón,
es tan hermoso como algo que podrían haber diseñado para el
príncipe Hanlu.
—¿Has visto? —continúa Terabent, y le enseña su propio
atuendo. Son unos pantalones y una camisa típicos de la moda
continental—. Si me pusiera el tuyo estaría mucho más guapo.
Por mucho que se queje, el dorado de la camisa resalta su
piel de una manera imposible de pasar por alto. Pero Hanlu no
piensa decírselo. Seguro que es justo lo que quiere.
—¿Más guapo que yo? —bromea, en cambio, mientras le
da la espalda y se desabrocha la túnica del balneario—.
Terabent, Sheng se esmeró más conmigo.
No recibe respuesta, pero ve la sonrisa de Terabent de
reojo. Y ya están otra vez. Hanlu empieza a probarse el
atuendo y la tela le produce un escalofrío sobre la piel. O a lo
mejor no es eso, y son los dedos de Terabent que ahora juegan
con su cabello mientras le hace una coleta en la nuca. Esa es
otra de las cosas a las que no está acostumbrado. La peluca
hace que frecuentemente se olvide de su propio pelo, corto, de
color nogal.
—Ter —es la segunda vez que no lo llama por su nombre
completo y agradece la oscuridad de la habitación, porque le
queman las mejillas—, ¿puedo hacerte una pregunta?
El silencio vuelve a ser su respuesta, de modo que gira el
cuello y se encuentra con la cara de Terabent demasiado cerca.
Siempre se está quejando de que en sus carteles de «se busca»
le pintan la nariz demasiado grande. Hanlu opina que es
lógico, porque es fácil embobarse con sus ojos y olvidarse de
todo lo demás.
—Sí, claro —responde Terabent al fin.
—Vamos fuera.
—¿Fuera?
Hanlu lo toma del brazo y lo estira hasta la ventana. Se
encarama para asomarse al exterior y mira hacia arriba. Nunca
pensó que pudiera envidiar algo de los edificios mediasangres,
pero en los últimos días no ha dejado de pensar en la terraza
que hay sobre sus cabezas. Así que se agarra con firmeza a una
de las piedras que sobresalen de la pared y se impulsa hacia
arriba.
—¿Qué diantres haces? —Terabent lo mira, apoyado en
la ventana.
—Subiste hasta mi pagoda, ¿no te atreves con esto o qué?
—Era una emergencia, habría escalado hasta el sol si…
—Sube —lo corta, y sigue su camino hasta el tejado.
En realidad es solo una altura, así que tarda poco en
auparse sobre las tejas de arcilla y encontrarse con una de las
chimeneas. Se sienta junto a ella y espera hasta que ve
aparecer la cabeza rizada de Terabent. Cuando se yergue por
fin, el chico lo fulmina con la mirada.
—¿Qué diantres haces? —repite.
—Leí una vez que en el Continente habéis confiado tanto
en el humo de vuestras fábricas que habéis olvidado cómo es
el cielo por la noche —dice Hanlu, y le hace un gesto a
Terabent para que se siente a su lado—, así que he pensado
que te gustaría ver las estrellas.
Terabent no dice nada y echa la cabeza hacia atrás para
observar el firmamento. Desde allí se puede ver la
constelación de…
—Siwang —dice Terabent en voz alta—, ¿por qué no
cambiáis el nombre de esas estrellas?
—Porque es su nombre —explica Hanlu —; ¿qué
pensaría Siwang? No quiero ni imaginar la catástrofe que
podría suceder si la llamamos «constelación de Hanlu
Huozai».
Lo suelta con una risa incómoda. Sabe que Terabent no
cree en las deidades, ni en las suyas ni en las de Losbias. Lo
distinguió en su mirada la primera vez que vio a una pareja dar
sus ofrendas a Bondad para que velara por el trayecto hasta
Ameagari. También sabe que se calla para no ofenderlo.
—A mí me parece un nombre mucho mejor.
Y ya no hay forma de alargarlo más.
—¿Cómo lo haces, Ter? La magia…
—¿La magia negra?
—No he dicho que sea…
—Pero lo piensas. —Terabent lo mira serio. Hanlu no se
inmuta cuando el chico agarra la tela de su kimono y se lo
desliza hacia abajo por el hombro. Después le saca el brazo y
lo pone bajo la luz de las estrellas—. ¿Qué es esto?
—Ya los has visto antes —responde inmediatamente—.
Mis tatuajes de Señor.
—Sí —Terabent enseña su muñeca libre, en la que
todavía brilla el brazalete que soldó él mismo en Beongae—,
¿y qué es esto?
—Terabent, no entiendo qué quieres decir.
—Escúchame bien e intenta creerme aunque sea solo un
poco. —Terabent recorre con el dedo las líneas de su brazo—.
No tengo ni idea de qué es lo que hacen exactamente tus
tatuajes, pero sé lo que hacen los brazaletes: bloquear la
magia.
Hanlu se ríe.
—Los brazaletes son un símbolo, Terabent. Tú no crees
en las deidades, pero los utilizamos para mostrarle respeto a
Sheng.
—No. Los usáis para bloquear la magia —replica él,
tajante—. ¿Nunca te has planteado por qué los continentales
decían tener habilidades hasta que ponían un pie en Losbias y
puf, ya no podían hacer nada?
—Mentirían, supongo…
Una de las primeras cosas que aprendes cuando naces
siendo un príncipe es que no hay que cuestionarse lo que no
entiendes. Algo que a Hanlu siempre le ha llevado por el
camino de la amargura, por cierto. Pero conforme ha pasado el
tiempo, y ha visto que la curiosidad no lleva a ninguna parte,
ha ido acostumbrándose a que el mundo es como es, y que él
no lo puede cambiar. Terabent no ha interiorizado esa lección,
y se nota.
—¿En serio?
—Si creyera lo que insinúas, tendría que plantearme que
todo el mundo tiene bendiciones de Sheng.
—El último príncipe al que se lo expliqué casi me tira por
la borda.
Hanlu no llevaba ni un día vivo cuando le tatuaron el
cuerpo. Primero con una tinta especial, y cuando cumplió los
diez años, con aguja y para la eternidad. «Tengo el corazón
hecho de fuego, ¿recuerdas?», le ha dicho a Aiya numerosas
veces. Porque él puede hacer cosas que los demás no. Sheng lo
quiso así.
—Eso no explica por qué los plebeyos no pueden hacer
magia.
Nunca le ha gustado referirse a las personas corrientes
con esa palabra, pero algo le dice que ahora mismo no es
Hanlu quien habla, es el heredero del Sol, que está
hinchándose como un fénix al que han herido en su orgullo.
—Los plebeyos llevan tatuajes también —dice Terabent
secamente—. Es un lenguaje, Lu. No sabemos mucho sobre él,
pero cambia el flujo de la magia… En el Continente tampoco
lo comprenden y no tenemos manera de traducirlo, pero…
—Cállate, por favor.
Y Terabent se calla. Hanlu estira el brazo y siente la brisa
de la noche acariciarle la piel desnuda. Invoca el calor del Sol
y sus tatuajes se iluminan en la oscuridad, como un volcán.
Concentra el fuego en la punta de los dedos y los mueve como
si pellizcara el aire.
Delante de los dos bailan cinco llamas, con forma de
plumas de fénix, rojas, encendidas y ardientes. Una a una,
explotan cuando Hanlu cierra el puño con fuerza.
—¿Todo el mundo puede hacer esto?
—No, solo conozco a una persona como tú —murmura
Terabent. El chico le atrapa la mano y cierra los dedos
alrededor de los suyos—, pero la magia es de todos. Tú eres
un volcán, Lu, pero el resto de nosotros somos llamas que
pueden hacer grandes cosas.
—Tú puedes hacer grandes cosas.
—Y los demás también. —Hay cierto ruego en los ojos
grises de Terabent cuando le suelta la mano—. No he venido a
cambiar Losbias. Solo quiero que sepas la verdad. Y que no
pienses que estoy invocando a Siwang la próxima vez que use
mi magia para salvarnos el culo.
Hanlu intenta asimilar todo lo que está diciendo Terabent.
No puede creerlo sin más, pero si comprueba que es cierto…
¿No supondría eso que las cinco dinastías son un fraude? ¿Que
Sheng no eligió a cinco afortunados, sino que los creó a todos
por igual?
¿Y si la gente se entera?
Aunque, un momento.
—Has dicho que conoces a alguien como yo.
—Oh —Terabent sacude la muñeca, como quitándole
importancia—, Dantelle. La persona como tú es Dantelle. No
es un volcán porque nadie le ha enseñado como a ti, pero hace
cosas increíbles. Puede volverse invisible sin…
—Quieres decir que puede usar su magia sin límites.
—Se podría decir que es ilimitado, sí.
Los ilimitados. En sus estudios de la historia del
Continente ha leído mucho sobre ellos: hombres y mujeres con
habilidades similares a las de los espíritus. Siempre pensó que
se trataba de exageraciones épicas para agrandar los recuerdos
de sus antepasados. Magia sin límites en seres corrientes. Qué
disparate.
Pero entonces cae en la cuenta de algo.
Hanlu ha tenido ideas tontas durante toda su vida. La
primera vez que se quitó la máscara y se escapó casi se muere
en unas arenas movedizas. Otra, casi se lo comen unas
salamandras por meterse en un nido a cotillear. Hace unos
días, embarcó a Beongae y a la bahía Mediasangre para
rescatar a un continental solo porque Aiya se lo pidió.
Pero sin duda, la que le asalta en ese instante tiene que ser
una de las más estúpidas (o la más inteligente de todas). De
rodillas, con medio kimono quitado, vuelve a agarrar a
Terabent de la mano.
—Se llevaron a Dantelle, Ter.
—Ya… Por eso necesito…
—No. La secta. Iban a por mí y se lo llevaron a él porque
utilizó magia delante de ellos. Magia de diferentes elementos,
¿entiendes? Ninguno de nosotros sabe hacer eso. Se lo
llevaron porque es…
Pero antes de que pueda acabar, Terabent abre sus ojos
grises tanto que parecen dos estrellas más. Y termina su frase:
—Porque es ilimitado.
Dharani
—Bahía Mediasangre—
Una de las ventajas que ha descubierto recientemente
sobre la bahía Mediasangre, además de que es el hervidero de
chismes por excelencia, es que se trata de uno de los pocos
lugares de Ameagari que no le recuerda a Jisun.
Si ya era arriesgado para ellas, una princesa beongi y una
bailarina sandeshi, encontrarse entre los recovecos de un
palacio al que ninguna de las dos pertenecía, verse fuera de allí
era misión casi imposible. Lograron apañárselas para un par de
citas en la ciudad, pero ¿la bahía Mediasangre? Eso era
demasiado temerario incluso para Dharani.
Apenas había pisado aquel lugar, ni siquiera ella sola.
Aún le distrae la mezcla de arquitectura ameagi y continental,
por no hablar de los cabellos claros y la ropa, los pantalones
entallados y las camisas ajustadas al torso. Aunque su
fascinación no puede compararse con la de Aiya. La pequeña
monje lo mira todo casi sin pestañear, como si quisiera
absorber aquel sitio por los ojos. Está guapa. Parecer monjes
de la Tormenta no las iba a ayudar a ganarse la confianza de
los bajos fondos de la bahía Mediasangre, así que Dharani ha
conseguido unos kimonos para ambas, incluso se ha
escabullido a sus antiguos aposentos en busca de cintas y un
bonito broche con el que atarle el pelo. Es la primera vez que
ve a Aiya sin ese uniforme beongi demasiado grande. Parece
menos pequeña con ropa de su talla, aunque la expresión
fascinada de su rostro parece gritar: «Esta es una persona a la
que el mundo tiene que proteger». A pesar de lo que ha vivido,
aún es capaz de apreciar la belleza y sonreír. Por eso a Dharani
le gusta que sean amigas.
—Esto es… guau —dice.
—Y ni siquiera estamos en la parte rica —comenta
Dharani.
—¿Cómo?
—Aquí hay clases, como en todas partes. —Dharani
levanta un dedo—. La parte rica —dos dedos—, la pobre —
tres— y la turbia.
Aiya sacude la cabeza al oír eso.
—Apuesto a que nosotras vamos a ir a la parte turbia.
Dharani hace un signo rápido.
—«¿Bonito?» —pregunta Aiya, y sonríe cuando Dharani
se lo confirma con un gesto—. ¿Qué es bonito?
—Lo bien que me conoces ya.
La toma de la mano para que no las separe la multitud. El
barquero de palacio las ha dejado cerca en el puerto más
cercano a la lonja, tal y como Dharani le ha pedido, y el lugar
está lleno de clientes intentando conseguir un trato de última
hora. Hay un puesto lleno de caballas de ojos acuosos, las
reconoce por aquella incursión que hizo con Ter a las cocinas
del barco que los llevó a Huozai. Antes de que todo se
torciese.
Se pregunta dónde estará, y si estará bien. Aparta la
mirada, intentando centrarse. Y se encuentra de frente con él.
El retrato de Ter está colgado en la pared encalada de la
lonja. Le han dibujado la nariz hinchada como una patata,
además de una expresión sombría que Dharani nunca le ha
visto, pero se trata de él, sin duda.
—Aiya, mira.
Debajo del retrato hay algo escrito; una lista de cargos
que hace que Dharani se quede con la boca abierta.
—No ha perdido el tiempo…
—¡Ha escapado de los calabozos de Beongae! —dice
Aiya, asombrada. De pronto, su rostro se descompone—. ¡Por
Bondad! ¡Aquí dice que ha secuestrado al príncipe Hanlu! Hay
una recompensa por su cabeza, ¡mira! Por todo el oro de
Usura…
—Sí, más o menos —comenta Dharani al leer la
elevadísima cifra—. Bueno, eso significa que está vivo. Menos
mal…
—Pero ¿qué habrá hecho para que lo busquen así? Todo
esto no puede ser verdad. —Aiya señala la lista de cargos—. Y
Hanlu…
Se calla, mirando a un punto por detrás del hombro de
Dharani. Al dar media vuelta, encuentra a una anciana con un
cesto de pescado medio vacío apoyado en la cadera, diciendo
algo que Dharani no llega a leer.
—Disculpe, ¿qué?
—Le decía a tu amiga que no tenéis que preocuparos por
ese criminal. El Imperio parece creer que todos los
delincuentes vienen a parar a la bahía, pero no es así. —La
señora se acomoda la cesta mientras las observa—. No sois de
aquí, ¿verdad?
No lo dice con recelo. Solo quiere tranquilizar a dos
pobres chicas que se han quedado pasmadas frente al retrato
de un aterrador delincuente. Parece una buena persona…, que
es justo lo que Dharani andaba buscando.
—No —le responde, y finge una sonrisa ingenua—.
¿Tanto se nos nota? Te lo dije, Lan. —Se gira hacia Aiya, que
le sigue el juego como puede—. Seguro que alguien nos
estafa. Tenemos pinta de pardillas.
—Oh, ¡no, no! Aquí la gente no es así. Es un sitio muy
seguro, de verdad —le garantiza la señora—. Simplemente
manteneos alejadas de los locales del sur, los que hay cerca del
delta del río. No es lugar para unas jovencitas como vosotras.
—El delta del río —repite Aiya, lanzándole una miradita
a Dharani—. Muchísimas gracias. Lo tendremos en cuenta.
Ter
—Bahía Mediasangre—
El muelle Koi es uno de esos sitios que parecen hechos para
existir solo bajo la luz mortecina de una noche sin luna. Los
adoquines, el espigón, el mar… Todo es negro como un
secreto.
Aunque la vida nocturna en la bahía Mediasangre se
alarga hasta la madrugada, la medianoche en el muelle Koi es
silenciosa. Sin duda, hay más gente cuchicheando entre las
sombras, cerrando sus propios negocios, pero el bramido de
las olas los esconde a todos.
—Mis padres tienen un bar —Ter le echa un vistazo
alrededor—, y te aseguro que sus reuniones con sus
proveedores no se parecen en nada a esto.
—Ya me lo imaginaba, Terabent. —Hanlu hace una pausa
antes de añadir—: Sabes lo que significa, ¿no?
—¿Que Ikona trafica con algo más que información? No
puedo decir que me sorprenda.
—Ni a mí. Pero eso no significa que me guste.
—Chis—lo manda callar Ter—. Mira. Creo que ese es
nuestro hombre.
Señala hacia el mar embravecido. Una figura ha
aparecido entre la bruma, un punto negro ligeramente más
negro que el cielo, que va aumentando hasta convertirse en un
marinero y su barca repleta de cajas. Ter sabe que es su
objetivo porque se corresponde con la descripción que les ha
dado la Informante antes de salir: un tipo cincuentón, curtido
como los percebes que se agarran al casco de su barca, con
barba rala y una tez morena típica de Los Ríos.
El contrabandista maniobra con mano experta, amarra la
barca a unas rocas y salta al espigón. Sus ojos, pequeños y
arrugados, les devuelven una mirada suspicaz.
—Venimos a por el pedido de Ikona —dice Ter—. Tú
debes de ser Ronto.
—Sois nuevos —responde el hombre.
Hanlu le tiende el mensaje cifrado de Ikona, al igual que
la bolsa de dinero que les ha dado hace unas horas. Aunque el
tipo se toma su tiempo para leer la carta, agarra sus bosles
como un buitre.
—Bonita barca —comenta Ter—. ¿Cómo haces para
manejarla tú s…?
—Mira, nuevo, está claro que Ikona todavía no te ha
enseñado las normas —lo corta el contrabandista, levantando
la mirada del papel—. Nada de preguntas.
—Tranquilo, compañero. Solo era curiosidad. Me
interesa el negocio.
—Pues más te vale aprender a cerrar la bocaza si quieres
sobrevivir a tu primer día, compañero. —A pesar de todo, el
tipo sonríe, como si Ter y Hanlu le dieran algo de lástima—.
Mira, tú no me preguntas de dónde saco la mercancía, y yo no
te pregunto qué haces con ella, ¿entiendes? —Le echa un
último vistazo a la bolsita de bosles y luego señala la barca—.
Las vuestras son las marcadas de color verde. Veinte cajas.
Descargad rapidito.
Por cómo se cruza de brazos, está claro que no piensa
ayudarlos, y ninguno de los dos se lo pide, aunque resulta que
las malditas cajas pesan como un muerto. La barca se tambalea
bajo sus pies, y más de una vez están a punto de dejar caer el
cargamento antes de poder llegar hasta la carretilla que Ikona
les ha prestado. Ter está tentado de usar su magia para elevar
las cajas, pero Hanlu no le quita el ojo de encima, por lo que
decide aguantarse. No quiere que al príncipe le dé un telele por
verlo usar «magia negra», y menos delante del tal Ronto. Sin
embargo, a lo que no puede resistirse es a echar un vistazo al
interior de las cajas. Están selladas con tablones bien
apretados, pero si se acerca lo suficiente a las rendijas, puede
atisbar lo que contienen: parecen vasijas, o quizá botellas. Sin
duda, suena a cristal cuando Hanlu se tropieza al bajar del
barco y casi estampa la caja contra las rocas del espigón.
Concretamente, suena a cristal roto.
Ter salta de la barca para ayudarlo a enderezar la caja,
antes de que ella (o el príncipe) se descalabren de cabeza hacia
las olas.
—El suelo resbala… —se disculpa Hanlu. Pone una cara
muy graciosa, como si le repatease haberse tropezado pero
fuera demasiado educado como para no disculparse por ello.
—Di que no, que estabas distraído mirándom… ¡Por la
Madre!
Ter aparta la mano de la base de la caja tan rápido que se
habría estrellado contra las rocas si Hanlu no la hubiera pillado
a tiempo.
Se le han mojado los dedos con algo que se ha filtrado
entre los tablones. Algo pegajoso que huele a hierro.
—¡Joder! —jadea Ter—. ¿Esto es sangre?
—Será para repostar el elevador del balneario —dice
Hanlu como si tal cosa, llevando la caja a la carreta. Al ver la
cara de pasmo de Ter, añade—: ¿Qué pasa? ¿Nunca has visto
repostar una diligencia?
—Si hubiera visto cómo alguien rellenaba el tanque de
una bestia de marfil con sangre, creo que me acordaría.
Hanlu se encoge de hombros.
—Los monjes la donan cada cierto tiempo. Es de lo más
natural.
—Y si tan normal es, ¿por qué Ikona se la compra a un
tipo que tiene pinta de estar deseando sacarnos un ojo con un
sacacorchos? —farfulla Ter. Un poco más allá, Rondo los mira
con cara de pocos amigos, y luego sigue contando sus bosles.
—Mmmm —Hanlu examina los palés con los labios
fruncidos—. El combustible es un recurso escaso. Ya sabes,
dado que solo puede emplearse la sangre bendecida con magia
de los… —Mira a Ter, algo incómodo, y al segundo aparta el
rostro, fingiendo que está concentrado en subir otra caja a la
carreta—. Da igual. La cuestión es que es difícil de conseguir.
Quizás Ikona la revende en el mercado negro. Ahora que lo
pienso, este parece un cargamento demasiado grande para
abastecer solo el balneario.
—¡Eh, vosotros dos! Basta de charleta —gruñe Ronto
desde el muelle—. Tengo más trabajo que hacer esta noche,
¿sabéis?
—Más entregas, ¿eh? Déjame adivinar: no podemos
preguntar nada sobre ellas.
Ter piensa que es una broma obvia, pero el tipo frunce de
nuevo su enorme ceño. Visto que no le dice nada, se agacha
para cargar otra caja fuera de la barcaza. Parece más pesada,
ahora que sabe lo que contiene.
«¿Qué estoy haciendo?», se pregunta. Acarreando cajas
de sangre para una contrabandista que los tiene agarrados con
la promesa de unas migajas de información.
Se ha hartado de esperar.
El tal Ronto es una fuente tan buena como otra
cualquiera. Una muy buena, de hecho, puede que incluso
mejor que Ikona. Al fin y al cabo, solo juegas a eso de «ver,
oír y callar» si has visto u oído cosas que alguien desea que te
calles, ¿no?
El tipo de cosas que a Ter le interesa saber.
—Oye, compañero —dice, acercándose a Ronto—. Sé
que has dicho que nada de preguntas, pero… han estado
pasando cosas últimamente. Seguro que ya sabes de qué te
hablo. ¿Tú no habrás oído algo de…?
—Así que se trata de eso otra vez, ¿eh? —lo interrumpe
—. Por enésima vez: decidle a Ikona que no sé cuándo recibe
Redegar lo suyo, y que, si lo supiera, no podría decírselo.
Ter no mira a Hanlu para no delatarse, pero sabe que está
tan sorprendido como él.
—Claro, pero… —improvisa y, tal y como esperaba,
Ronto vuelve a interrumpirlo.
—Mira, entiendo que quiera jugársela. Le robó a sus
clientes y la dejó tirada después de no sé cuántos años
trabajando juntos. ¡Es una guarrada, sí! Pero en este negocio
no te ganas la vida a base de lealtad, y vuestra jefa lo sabe
mejor que nadie. Soy de los pocos que siguen haciendo tratos
con ella, así que lo mínimo que puede hacer es parar de
tocarme las narices, ¿entendido? Si quiere información sobre
el alcalde, que se la compre a otro pringado.
«Creo que ya ha encontrado a dos pringados para ese
trabajo», piensa Ter.
¿Por eso intenta infiltrarlos en la fiesta de Redegar? ¿Para
espiarlo, para hundirle el negocio? Según ha dejado caer
Ronto, el alcalde e Ikona eran socios, pero en algún momento
él le clavó un cuchillo por la espalda y le robó los clientes para
quedarse con todo el pastel. Ter no conoce demasiado a la
dueña de La Grulla Coja, pero, sin duda, no es de las que se
quedan de brazos cruzados tras algo así.
¿Cuánto tiempo lleva viva esa lucha de poder? El desdén
en la voz de Ronto deja clara la respuesta: demasiado, en su
opinión. Se ve que lo ha pillado en medio en más de una
ocasión, y que lo odia.
Y el odio en común suelta la lengua que da gusto.
—Lo sé, compañero. Es una pesada —dice Ter,
apoyándose despreocupadamente sobre la carretilla—. ¡Está
obsesionada con Redegar! Fíjate, nos quiere colar en su fiesta
de mañana. A ver, no digo que no me apetezca un poco de
lujo, y se comenta que el espectáculo es genial… ¿Has oído
hablar de los rub…?
—Chis —lo interrumpe Ronto—. Me dan igual vuestros
follones con Ikona. Venga, daos vida. No tengo toda la noche.
A pesar de los esfuerzos de Ter, el tipo no vuelve a soltar
prenda sobre Redegar ni sobre Ikona, y si sabe algo sobre la
secta de los rubíes, lo disimula a la perfección. No les dirige la
palabra más que para meterles prisa, y en cuanto la última caja
está sobre la carreta, el tipo salta a su barca y se funde entre la
bruma, desapareciendo tan fantasmagóricamente como ha
llegado.
***
Siguiendo las órdenes de Ikona, Hanlu y Ter descargan su
siniestro botín en un almacén cercano al muelle, con la ayuda
de Shiro, que ya estaba preparado para su llegada. Cuando
llegan a La Grulla Coja, huelen a sal y a sudor, y Ter sigue
sintiendo la pegajosa sangre en los dedos a pesar de que se los
ha lavado en el mar mientras Hanlu no miraba. Aun así, no se
entretienen ni para secarse la frente: van directos al despacho
de Ikona.
Ya es bien entrada la madrugada, pero la Informante
sigue ahí, ojeando unos papeles a la luz de una vela, bebiendo
té con una mano mientras con la otra acaricia distraídamente a
su sarnoso mono. Ter pretendía hacer una entrada triunfal,
pero el bicho debe de oírlos, o de olerlos o lo que sea, y
anuncia su llegada con uno de sus desagradables chillidos.
—Oh, ¿ya estáis aquí? —dice Ikona, levantando la
cabeza de sus papeles—. Y no parecéis escandalizados. Eso es
una buena señal.
—Ya ves. —Ter se obliga a encogerse de hombros—.
Desde luego, no vamos a preguntarte para qué narices quieres
todo ese… combustible.
Ikona sonríe.
—Ah, seguro que el viejo Ronto os ha soltado eso de «No
hagas preguntas y no te haré preguntas», ¿eh? —ríe—.
Siempre se lo dice a los nuevos. Le encanta hacerse el duro…
—Pues sí —ataja Ter—, y resulta que nos ha dicho algo
más. Al parecer, Dundas Redegar era socio tuyo, pero no
acabasteis demasiado bien.
Ikona sigue acariciando a Dimito, aunque deja la taza de
té en la mesa. Para que no se note que le tiembla de rabia ante
la mención del alcalde, supone Ter.
—Entenderás que necesitemos saber para qué quieres
que nos infiltremos en la fiesta privada de tu exsocio —
continúa Hanlu.
—Redegar hace negocios con medio Imperio,
especialmente desde que me robó mis clientes. No es tan
especial. —La sonrisa de Ikona es protocolaria y afilada como
un abrecartas—. Sobre el trabajito que quiero que hagáis en
su fiesta, no hace falta que os pongáis tensos. Os lo iba a decir
de todas maneras. Para eso os he puesto a prueba,
¿recuerdas, principito?
»Quiero que entréis en el despacho de Dundas y cojáis
las cartas que guarda bajo el fondo secreto del segundo cajón
de su escritorio.
—¿Eso es todo? Parece demasiado fácil. Y digo
«parece» para no sonar arrogante.
—Cualquiera de tus empleados podría encargarse de
algo así —conviene Hanlu—. ¿Por qué nos quieres a
nosotros?
—Ya os lo expliqué cuando nos conocimos, Alteza. Su
familia siempre me ha resultado muy interesante.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Cualquiera de mis chicos podría robar esas cartas, es
verdad —admite Ikona—. Pero me parecía de mal gusto
ponerlas en manos de otra persona que no fuerais vos, Hanlu
Huozai.
—¿Y eso por qué? —El príncipe ha entornado los ojos,
como si el mero hecho de que Ikona haya pronunciado su
nombre fuera una falta de respeto.
—Supuse que las cuidaríais más que nadie. Al fin y al
cabo —Ikona se detiene un segundo para dar un sorbo
deliberadamente lento a su té— es vuestro padre quien las
firma.
»¿Sorprendido, Alteza? Ya os he dicho que no soy la
única que ha tenido negocios con Dundas Redegar.
Dharani
—Bahía Mediasangre—
—Pues sí, las fabrico yo mismo —dice el hombre,
acariciándose el largo pendiente de esmeraldas que le cuelga
de la oreja—. Mi taller no está lejos. Podemos seguir con la
fiesta ahí, si quieres…
El joyero se la ha llevado a uno de los rincones menos
iluminados de la taberna, así que Dharani apenas distingue sus
labios. Pero no hace falta ser una gran lectora para averiguar
las intenciones de ese tipo.
Está claro que no le sirve. Si esa es la clase de negocios
que busca en los baretos turbios de la bahía Mediasangre, es
imposible que haya tenido tratos con sectas y haya vivido para
contarlo.
Aburrida, Dharani echa una ojeada al bar. Desde una
tarima, una solista semioculta por una cortina de monedas
viejas acaricia una cítara de concha de tortuga. Los
parroquianos charlan sobre los cojines. Sus joyas relumbran
bajo la tenue luz morada y verde de los faroles de sus mesas,
joyas por las que Dharani ya ha preguntado, y sobre las que
nunca ha recibido una respuesta interesante.
El príncipe Kai les ha proporcionado una de sus «barcas
semiautomáticas», como las llama él, para que puedan
moverse a su antojo entre la bahía Mediasangre y el palacio,
pero Aiya y ella no la han tocado desde que llegaron. ¿Para
qué perder el tiempo en trayectos, solo para informar al pobre
Jisoo de que aún no tienen nada?
Dharani sabe que es normal. No podían esperar descubrir
los secretos de la bahía Mediasangre en solo dos días. Pero
aun así, lo esperaba. Por mucho que sea optimista, tanto por
Aiya y Jisoo como por ella misma, cuanto más tiempo pasa,
más piensa en Jisun. Siente cada instante como arena en un
reloj, y los granos caídos se amontonan hasta formar el rostro
de su princesa.
Se pregunta si Jisoo y el príncipe Kai estarán avanzando
más que Aiya y ella en su tarea. Una máquina voladora…
Dharani hubiera creído que se trataba de una broma, de no ser
porque lo había escuchado de labios de Jisoo, y ha llegado a la
conclusión de que él es físicamente incapaz de bromear. Aun
así, le resulta difícil imaginar semejante portento, aunque
confía en que el ingenio del príncipe Kai y la determinación de
Jisoo sean capaces de hacerlo funcionar.
«¿Cómo es posible que Jisun no me dijera nada sobre la
máquina voladora?», piensa Dharani. Probablemente creyó
que no era más que otro de los disparates de Kai. No puede
evitar preguntarse qué otras historias fascinantes se habrá
reservado su princesa. Tampoco puede (ni quiere) evitar
fantasear sobre cómo piensa sacárselas todas a besos, tanto si
hace falta como si no, cuando vuelvan a verse.
Se despide perezosamente del joyero y vuelve a la barra,
donde se desploma sobre uno de esos taburetes altos de estilo
continental. A su lado, Aiya remueve su copa, que sigue tan
llena como cuando la ha pedido. Solo buscaba una excusa para
interrogar al camarero, pero, a juzgar por la mirada de
frustración que cruza con Dharani, tampoco le ha sacado nada
digno de mención.
Igual que ayer, la tarde se les ha convertido en noche
mientras exploraban los locales cercanos al delta del río,
dejando tras de sí un reguero de conversaciones insulsas y
bebidas sin terminar (más por parte de Aiya que de Dharani).
Han llegado a esta taberna siguiendo los susurros que
indicaban que era un buen lugar para «comprar cosas bonitas y
especiales», pero están tan cerca de averiguar algo sobre el
colgante de ese tal Akihiro como Usura de donar todas sus
bosles a los pobres. Apenas quedan un par de personas con las
que no hayan hablado: la citarista, la mujer sentada en la barra
con cara de querer darle un puñetazo a quien la esté haciendo
esperar, la pareja que se da el lote en un rincón, y poco más.
No es muy prometedor.
—Lo hacemos mal —dice Dharani, dándole un trago a la
copa de Aiya. Al menos el licor está bueno—. Deberíamos
llamar la atención.
Aiya la mira con esa mueca de «no estoy de acuerdo,
pero no me atrevo a decirlo» que normalmente le dedica a
Jisoo. La verdad, Dharani tampoco está segura de si esa
sugerencia ha nacido de su sentido común o si es el resultado
de su frustración mezclada con un poquito de alcohol. Pero lo
que sí sabe con certeza es que, si otro desconocido lleno de
cadenas le ofrece joyas a cambio de sexo, se tirará de cabeza al
río. Así que insiste:
—¿No se supone que las —por precaución, signa la
palabra «sectas» en lugar de pronunciarla— se acercan a la
gente? Si hay alguien así aquí, haremos que vengan a nosotras.
En lugar de buscar aleatoriamente.
Sabe que Aiya va a replicar…, y que tendrá razón. Por
eso se levanta antes de que pueda abrir la boca y sube a la
tarima. La citarista se sobresalta cuando la cabeza de Dharani
atraviesa la cortina de bosles.
—¿Te sabes Laila bajo la luna?
La música asiente, tan pillada por sorpresa que ni siquiera
rechista antes de empezar a tocar.
Dharani prefiere las canciones con tambores o gongs; es
más fácil seguir el ritmo. Pero conoce de sobra Laila bajo la
luna. Con un poquito de magia, siente el Eco como si la
citarista estuviera rasgueando la melodía en sus dedos, en
lugar de en las cuerdas de su instrumento. Tras un par de
compases, Dharani ya se ha embebido del tempo de la canción.
Y su cuerpo hace el resto.
Resulta agradable olvidarse del remolino que siempre
gira en su cabeza. Bailar es como cerrar los ojos, pero mejor.
Suele hacerlo por la mañana, si se despierta antes que Aiya, o
cuando ella ya se ha quedado dormida. No porque le dé
vergüenza, en absoluto. Pero a veces su baile es algo privado;
un pacto secreto entre el ritmo y su cuerpo. Ahora, sin
embargo, quiere que todos los ojos se posen en ella y, para
cuando termina la canción, no hay nadie que no la esté
mirando. Algunos aplauden.
—Hay quien dice que mis bailes son un don de las
Virtudes —comenta Dharani sin bajar del estrado—. Pero eso
es aburrido. Prefiero pensar que soy impredecible. Como
Siwang.
No sabe qué esperaba que sucediese, pero el caso es…
que no sucede nada. Sus palabras son recibidas con ceños y
sonrisas incómodas, y por supuesto no aparece ningún líder de
ninguna secta exhibiendo sus tatuajes malogrados, o
blandiendo un tapiz bordado con el rostro cornudo de Siwang.
«Pues claro que no…». Dharani se obliga a reírse de sí
misma mientras regresa junto a su amiga.
—Ha sido muy bon…
Sus ojos abandonan el rostro de Aiya. Alguien se acerca
por detrás de ella. Es la mujer de la barra, la de la cara de
pocos amigos. De cerca no parece más simpática.
—¿«Impredecible como Siwang»? Ten cuidado, chica —
dice, parándose entre Aiya y Dharani—. Ni siquiera aquí se
aceptan los cumplidos a la deidad del Caos. Podrías meterte en
líos si te oyera la persona equivocada.
—Dicen que por aquí se mueven las personas correctas.
Dharani le dedica su sonrisa más encantadora, la que
finge cuando quiere sacarles chismes a los cortesanos que le
caen mal. La desconocida no se la devuelve.
—Tienes cara de huozi —dice mirando a Aiya. Escupe la
última palabra como si fuera una almendra amarga.
Mala señal.
Dharani se gira para ver qué responde su amiga, quizá
demasiado rápido. Nota el licor dándole vueltas en la cabeza.
—Mediasangre —responde Aiya, impasible. Después
añade algo que Dharani no sabe leer. Tarda unos instantes en
darse cuenta de que debe de estar hablando en continental.
Incluso alza la mano para estrechársela a la desconocida, como
hacían los soldados extranjeros en Beongae.
«¡Qué lista es!». Si no hubiera sido terriblemente
sospechoso, Dharani la habría agarrado y le hubiera plantado
un beso en esa cabecita prodigiosa suya.
La mujer hace ademán de levantar la mano para devolver
el saludo, pero al final deja el brazo rígido contra su costado,
tirándose inconscientemente de la manga para ocultar la tela
clara y apretada que hay debajo. Sigue tensa, pero se la ve
menos enfadada. Más intrigada que furiosa, más bien.
De pronto, se gira. Siguiendo la dirección de su mirada,
Dharani se encuentra con la puerta del local, ahora abierta.
Hay un hombre esperando allí.
—Mirad, tengo que irme —dice la mujer—. Pero a lo
mejor vuelvo otro día y te presento a un amigo. Creo que…
que os llevaríais bien.
—¡Espera! Hablemos ahora. ¿Cuándo es «otro día»?
Dharani se levanta de un brinco al ver que la mujer no le
responde, o al menos no la mira mientras se marcha hacia la
salida. La alcanza junto a la puerta, pero el tipo le corta el
paso. Tiene rasgos ameagis, aunque viste con ropa continental.
De entre todos sus accesorios, el que capta la atención de
Dharani es un cinturón para cuchillos plenamente ocupado.
El hombre pone una mano sobre una de las empuñaduras.
Dharani no es capaz de descifrar lo que le dice, pero capta el
mensaje.
—Eh. Tranquilo. —Se inclina hacia la mujer, que ya se
está perdiendo en la oscuridad—. Nos vemos, ¿vale?
Sonríe al tipo antes de volver al bar.
Casi se choca con Aiya, que ha saltado del taburete detrás
de ella y tiene las manos a la altura de las caderas, como si se
dispusiera a usarlas.
—¿Qué ha pasado? ¿Te ha dicho algo?
—No, pero ¿has visto? —Sin darle tiempo a responder,
Dharani añade —: Bajo la manga, cuando ha ido a date…
darte la mano. Tenía la muñeca vendada.
—Tiene pinta de meterse en muchas peleas. Parece
peligrosa.
Dharani descubre sus propios antebrazos, recubiertos de
líneas oscuras.
—O…
Aiya abre mucho los ojos.
—… o no quiere que vean sus tatuajes. O lo que ha hecho
con ellos, más bien.
«Exacto», signa Dharani, y en voz alta, hacia el camarero,
añade:
—¡Eh! ¿Sabes quién era? La que acaba de irse.
Antes de que el hombre pueda contestar, Dharani desliza
un puñado de bosles sobre la desgastada barra que los separa.
El tipo agarra su botín con una mano mientras se mesa la
barba, fina y trenzada, con la otra.
—No sé cómo se llama, pero a veces viene por aquí.
Negocios, supongo. Creo que forma parte de ese grupo, el de
los rubíes.
—¿Rubíes?
—Mmmm… Así los llaman. Hacen… mmmm…
«espectáculos». En reuniones en algunos sitios, mmmm…,
fiestas privadas y cosas así.
—¿Y sabes dónde podemos encontrarlos, por casualidad?
—Por casualidad no, pero por unas cuantas bosles más, a
lo mejor sí.
Dharani rebusca en sus bolsillos, aunque sabe que acaba
de darle las últimas bosles que le quedaban. Mira a Aiya,
esperanzada, pero la chica tampoco parece encontrar ninguna
moneda. No obstante, se lleva la mano a la nuca y se deshace
el peinado. El pelo fino y negrísimo le cae alrededor de la cara
mientras deja el pasador sobre la barra.
—¿Te vale esto?
Bajo las luces sórdidas del local, la joya brilla casi tanto
como los ojos del camarero al contemplarla.
—Está bien —dice, enganchándoselo de cualquier
manera entre la barba—. Pero os lo advierto, ahí no puede
entrar cualquiera, y con eso sí que no puedo ayudaros.
»¿Sabéis dónde queda la casa del alcalde?
Hanlu
—Bahía Mediasangre—
El hombre de ojos verdes resulta llamarse Talus, y no solo eso,
además tiene una esposa elegante y de pelo rojo como la
túnica de Hanlu que sonríe ampliamente cuando los ve
aparecer. Por lo que les cuentan mientras esperan a la entrada
de la mansión de Dundas Redegar, ambos trabajan en una
peletería. Cuando les cuentan que tienen dos hijos que han
dejado en casa, Terabent y él intercambian una mirada
confusa.
Ese es el principio de una noche extraña en la que Hanlu
siente que ha viajado a un reino diferente.
La casa de Redegar es diminuta en comparación con el
palacio del Sol. Y sin embargo, allí consigue parecer una joya
dorada entre piedras de río. Las verjas de oro se elevan hasta
terminar en punta, como filos de lanza. El jardín, donde Hanlu
y Terabent hablan con Talus y su mujer, no imita la naturaleza
salvaje como los de Beongae o Huozai, sino que ha sido
cuidado hasta el último detalle. Han cortado los setos para que
tengan la forma de figuras humanas, que si Hanlu no se
equivoca…
—Esa es la Cazadora —murmura Terabent a su lado con
cierta diversión—, y aquellos, los Siameses. Esto es flipante.
Hanlu ha estudiado a los dioses continentales, y aunque
no puede comprender por qué alguien oraría a un ser con
aspecto humano, lo respeta como espera que otros lo hagan
con sus creencias.
—Redegar siempre busca demostrar a los demás cuánto
dinero tiene —les dice la esposa de Talus, cubriéndose la boca
con un bonito abanico—. Por cierto…, me ha dicho mi marido
que sois comerciantes de hierbas. ¿Siguen siendo tan
populares como cuando yo era joven?
Hanlu no sabe qué decir. Por suerte, Terabent es más
rápido en agarrarlo del brazo, soltar una excusa mala y alejarse
de la pareja. En los ojos de Talus lee que no le hace mucha
gracia que se marchen. Pero bueno, ahora mismo le importa
bien poco lo que opine ese carcamal. Así que Ter y él se
mezclan con el gentío que está entretenido admirando los
carruajes que hay cerca de las puertas. En cada uno de ellos
hay caballos vivos en vez de autómatas. Está claro: a Redegar
le gusta llamar la atención. Pero ¿qué tiene que ver ese hombre
con su padre? ¿Y qué sabe Ikona de todo eso?
—Relájate…
Hanlu da un respingo cuando Terabent le da un apretón
en el brazo por el que lo lleva agarrado. Luego señala la
entrada desde la que llega una música agradable y los dos se
dirigen hacia allí. No pasan precisamente desapercibidos, así
que, al final, Hanlu opta por cubrirse la boca con la manga y
esconderse tras la presencia de Terabent, que es… muy
llamativa.
Parece ser que su decisión de utilizar el maquillaje dorado
de Ikona para resaltar sus ojos y sus pómulos causa el efecto
que él deseaba. Incluso en el interior de la mansión, donde hay
un piano de cola blanco y volutas imposibles que adornan las
paredes lisas, él es el centro de atención.
Por suerte para ellos y su misión, esa atención va
desvaneciéndose poco a poco. Los asistentes tienen otras
distracciones, como un espacio con canapés en el que hay una
mezcla entre platos que Hanlu reconoce fácilmente, y otros
que, supone, serán parte de la gastronomía mediasangre.
—¿Has visto a esos de ahí?
Hanlu sigue el gesto de cabeza que hace Terabent. No hay
duda. El hombre que recibe aplausos y halagos en mitad de la
sala es Dundas Redegar. Parece una de las figuritas de
mantequilla que hacen en Haigui. Es como contemplar la cara
de alguien que no es de verdad, un muñeco en mitad de una
función de teatro. Nada que ver con las personas que hay a su
lado. Se ríen escandalosamente y hay algo en ellos que…
Dundas Redegar interrumpe sus pensamientos dándole un
par de golpecitos a la figura de cristal que hay a su derecha. Ni
siquiera es un sonido fuerte, pero todo el mundo se calla.
—Queridos amigos y queridas amigas —lanza una
mirada a toda la sala—, hoy estáis más bellos que de
costumbre.
A su alrededor, las risas suenan como un nido de pájaros
justo antes de dormir. Es francamente desagradable.
—Pero a mí no me engañáis —Dundas Redegar se
carcajea y los reprende con un dedo como haría una madre con
sus pequeños—, sé que hoy no soy la estrella de la función. Y
no me importa, no me importa… ¡Para algo soy un buen
anfitrión!
Obviamente se refiere a las dos figuras que ríen como
gallinas. Una de ellas ha decidido usar una máscara decorativa
en forma de pico alargado y con plumas de colores, y a Hanlu
eso lo enfurece. Es como si se estuviera mofando de…
—No os preocupéis, la máscara de mi amiga es
decorativa, no oculta a ninguna princesa detrás… —explica el
otro extraño, que tiene pintas de huozi—, ¡nuestro anfitrión
nunca permitiría algo así!
Más cacareos. Terabent parece darse cuenta de que está a
punto de estallar, porque le da un suave pisotón.
—Controla tu expresión —le pide—, parece que quieres
arrancarles la cabeza.
—¡Jamás haría algo como eso! —protesta. Y miente.
Terabent lo ha leído bastante bien. No quiere arrancarles la
cabeza, pero se está conteniendo para no convertirlos en
cenizas—. Solo me están calentando la sangre.
Las máscaras de ave son un símbolo poderoso, que une a
Huozai y Beongae de la misma manera que los separa. El
fénix y el cuervo, criaturas tan diferentes como la noche y el
día, y, según sus creencias, destinadas a enfrentarse como
iguales.
Siente las protestas de todos sus ancestros en la nuca,
como si le pidieran que hiciera honor al Sol y acabase con esos
herejes con un gesto de mano. Por suerte, Terabent tiene ese
efecto calmante que lo devuelve a su verdadero objetivo: los
papeles de Redegar.
—No tenemos tiempo para lidiar con ellos —le dice.
—Lo sé —Hanlu se obliga a no mirar hacia atrás—,
aprovecharemos su presencia como distracción.
—Exacto.
Terabent le lanza una sonrisa brillante y lo vuelve a asir
del brazo. Para él, es un sencillo movimiento con el que
mantenerse juntos. Para el padre de Hanlu, es una osadía
imperdonable. A los príncipes no se los toca sin su permiso. Y
desde luego, no se los arrastra por una sala llena de gente con
esa brusquedad. Aun así, Hanlu se sorprende a sí mismo
dejando de prestar atención a su alrededor y distrayéndose con
las facciones de Terabent. Dorado. Dorado en sus pómulos.
Dorado en sus párpados. No es propio de él tener la cabeza
llena de pájaros, pero tal vez sea la fiesta, el ambiente, o
simplemente ese maldito continental que parece nublarle el
juicio constantemente.
Cuando el volumen de personas se reduce y la atmósfera
cambia, también lo hace la forma en la que Terabent se mueve,
con mucho más cuidado, y deteniéndose en cada esquina antes
de continuar.
Aunque Hanlu cree que Terabent es un experto
mentiroso, está claro que esas historias que cuenta sobre cómo
se colaba en la Ciudadela de Galvania para espiar de parte de
los rebeldes del Continente son ciertas. Hanlu está
acostumbrado a escabullirse de sus aposentos para acudir en
busca de Aiya, o a perderse en los jardines de palacio. Pero
colarse en propiedad ajena, sin tener más que un par de
indicaciones de Ikona, es otro cantar. Y a pesar de todo,
Terabent parece un pez en el agua.
La fiesta se extiende en una versión más silenciosa a los
pisos superiores. Las escaleras de caracol, cubiertas con
moqueta roja que amortigua el sonido de sus pasos, parecen
eternas cuando las suben.
Allí, casi todo son habitaciones con sofás enormes en los
que las parejas más acarameladas buscan algo de intimidad.
Ter suelta alguna risa ahogada cuando cruzan por un pasillo e
interrumpen a dos chicas en mitad de una actividad mucho
más divertida que cualquier evento que hubiera planeado
Redegar.
Hanlu intenta olvidarlo y se distrae con los muebles que
decoran las habitaciones. Todo es sensual, sinuoso, lleno de
curvas y… asimétrico. No deja de fijarse en los sofás con
cojines irregulares, los armarios abombados que intentan de
mala manera hacerse pasar por losbitas por su decoración de
laca y latón. Terabent bromea muchas veces con la opulencia
de su dormitorio en Huozai, pero… que Desidia lo lleve si
todo eso no es un alarde de lujo rancio y frivolidad.
—Vamos a probar por ese pasillo —le susurra Terabent
cuando pasa a su lado—, y ten cuidado, porque ya no veo a
nadie.
Tiene razón. Y eso es una buena señal. Si el despacho de
Redegar está por ahí, es normal que no quiera a sus invitados
fisgoneando cerca. Ya no hay nadie allí, solo Terabent y él. La
música y las conversaciones banales detrás de las copas de
alcohol ya se han extinguido y Hanlu solo escucha la
respiración tranquila de Terabent.
Hasta que ya no es así.
Primero son las voces. Luego Terabent, que lo empotra
contra la pared más cercana. Una pared que resulta no ser una
pared, sino una cortina que cubre una ventana cerrada. Los
pies de Hanlu se enredan en el bajo de la tela y se tropieza,
golpeándose la cabeza contra el cristal.
—¿Has oído eso? —pregunta alguien. Suena en la
habitación de al lado.
—Joder. —Terabent lo mira con el ceño fruncido y,
aunque Hanlu trata de disculparse, no encuentra las palabras.
Terabent lo agarra de los hombros y junta tanto sus
cabezas que su nariz le acaricia la mejilla.
—¿Qué…?
—Sígueme el rollo.
Hanlu no sabe qué es ese «rollo» que tiene que seguir;
solo sabe que, si de normal siempre se siente febril, ahora le
van a estallar las orejas. Terabent baja las manos hasta su
cintura. ¿Pero qué hace?
Ladea la cabeza y, con otro gesto suave, sus pieles
vuelven a encontrarse.
Ah.
Ya lo entiende.
Se están besando.
Bueno, se están no besando.
Parece ser que, inspirado por las parejas que han visto,
Terabent ha decidido que fingir un beso en mitad del pasillo es
una buena forma de salir de esa.
Distingue a dos personas acercándose. Parecen hombres
de Redegar. Hanlu traga saliva y se mete más en el papel.
Toma a Terabent del cuello de la camisa y se acerca más a su
boca, si es que eso es posible.
—Bah, pasa de ellos —dice uno de los hombres—, solo
son una pareja de tortolitos.
Terabent se ríe. No es que Hanlu lo vea, es que lo siente
contra sus labios. Y ya no puede resistirse más. Cierra la
distancia que hay entre los dos y lo besa de verdad. Es un beso
tan rápido que parece un calambre.
Terabent toma aire a tal velocidad que parece que se va a
ahogar. Por si no ha captado bien sus intenciones, Hanlu lo
repite. Y parece que esta vez reacciona y se lo devuelve.
Pequeño, en la comisura de los labios y poco atrevido.
No le queda más remedio que solucionarlo.
Besa a Terabent como si cada segundo que han pasado
juntos lo hubiera deseado. ¿Y acaso no es así? Bueno, no
exactamente. Puede que verlo entrar en su habitación por la
ventana fuera una presentación llamativa, pero fue cuando lo
tuvo delante, tirado en el suelo. Hanlu sostenía a Xiaomao
entre los brazos mientras la pequeña seguía llorando. Terabent
lo miraba como si acabase de cometer el mayor sacrilegio del
mundo.
Y algo hizo clic en el estómago de Hanlu.
Se acordaba de Terabent porque Hanlu nunca olvida una
cara. Pero esa todavía menos. Recordaba la admiración en sus
ojos grises cuando cerró los brazaletes alrededor de sus
muñecas en Beongae. Terabent sintió sorpresa por la magia de
Huozai; él, por contemplar su rostro.
Ahora, Terabent lo besa con tanta fuerza que lo vuelve a
empujar contra la ventana. Esta vez, el golpetazo en la cabeza
le importa bastante menos. De pronto, Terabent está dentro de
su boca y a él solo se le ocurre separar más los labios para que
no le quede un rincón sin explorar.
—Ter… —gruñe contra su barbilla cuando por fin lo deja
respirar.
Es abrumador porque no se trata solo de su lengua,
volviendo de nuevo a la carga. Es todo Terabent, echándose
sobre él, buscando en su cuerpo, su cuello y su pelo. Sus dedos
le acarician la nuca y Hanlu lo encuentra debajo de la camisa.
Terabent da un respingo y se separa, jadeando como si
acabara de llegar corriendo hasta él.
—Bueno… Supongo que… —Tiene las mejillas
encendidas cuando gira el cuello hacia el lugar por el que se
han marchado los dos hombres—. Supongo que habrá
quedado creíble.
Hanlu intenta tranquilizarse. Se toca la piel. Le arde. Es
culpa de Ter, claro. Y de sus emociones, que se han
descontrolado igual que su poder del Sol. Tiene que
tranquilizarse, aunque ahora le parezca imposible.
—Vamos, tenemos que encontrar el despacho.
Ter lo sigue mirando, y parece que va a decir algo, pero
luego simplemente asiente y señala en la dirección por la que
se han marchado los hombres de Redegar.
No está equivocado. Al cruzar un arco, se encuentran con
un recibidor amplio en el que hay un par de armarios y una
puerta cerrada. Ter se lanza contra la cerradura y Hanlu le da
la espalda, pidiéndole a Sheng que mantenga a sus enemigos
lejos de allí.
Su plegaria es breve, porque Ter no tarda en forzar la
puerta, como si hubiera hecho eso cientos de veces.
Seguramente haya hecho eso cientos de veces.
Hanlu entra al despacho primero. Es una habitación
pequeña, con un escritorio horroroso y las paredes llenas de
libros antiguos. Lee los títulos, en idioma continental, y
ninguno despierta su interés. Casi todos corresponden a
versiones losbitas de momentos de la historia. Parece que
Redegar guarda allí la vida de sus antepasados. Contada por
ellos, claro.
Se lo confirma Ter cuando suelta un suspiro
decepcionado.
—Son ejemplares que podría encontrar en la Academia
—dice—. Ikona dijo que buscáramos en el segundo cajón,
¿no? Es cierto. Hanlu y Ter se agachan al lado del escritorio y
Ter abre un par de gavetas y por la cara que pone, la
Informante no los ha engañado.
Hanlu se apresura a agarrar los papeles. Abre el primer
sobre sin ningún miramiento. Lleva un sello roto de lacre con
un fénix. El de su padre.
—¿Será esto lo que busca Ikona? —se pregunta en voz
alta.
—¿Qué pone?
A simple vista no parece más que un aburrido acuerdo
comercial, pero dos palabras eclipsan a todas las demás:
«pólvora» y «Yazi».
A Hanlu le tiemblan los dedos cuando sigue leyendo.
Se trata de un tratado firmado por el Señor del Sol en el
que aprueba las condiciones de un pacto con Redegar sobre la
importación de pólvora a Losbias.
—¿Qué pone? —insiste Terabent, mirando por encima de
su hombro, pero Hanlu se aparta para continuar él solo.
«Se da por hecho que el señor Dundas Redegar consiente
con lo anteriormente acordado en el encuentro del CCLIII, año
de la tortuga».
—¡Lu!
Aquel año de la tortuga, Hanlu era apenas un bebé. Fue el
año de la masacre del templo de la Tormenta. El detonante del
fin de la relación con el Continente y el momento en que los
extranjeros se convirtieron en presos. Lo que provocó que
Losbias acusara a todos los continentales de haber llevado la
violencia y la muerte a sus islas. El día en el que la pólvora y
las armas de fuego se convirtieron en una pesadilla colectiva
para el pueblo losbita.
—¿Me quieres hacer cas…?
—Es mi padre —contesta Hanlu—, mi padre ha estado
comerciando con Redegar durante años. Ha sido siempre mi
padre. Él trajo la pólvora a Losbias, Ter.
Terabent frunce el ceño y le arranca los papeles, como si
quisiera comprobarlo con sus propios ojos. Tarda menos de un
minuto en soltar un bufido.
—¿Estás diciéndome que todo este tiempo Losbias ha
acusado a mi reino de algo que no era verdad? ¿Llevamos años
intentando arreglar un conflicto que empezasteis vosotros? Por
la Madre, Lu, esa gente lleva casi veinte años encerrada en
Beongae. Me cagüen la p…
—Ter —Hanlu le pone la mano en el brazo—, ¿qué
hago?
Ni siquiera piensa en lo vulnerable que le hace parecer
esa pregunta. Nunca ha estado de acuerdo con los métodos de
su padre, pero siempre lo ha visto como un líder fuerte, que
haría todo lo posible para proteger a su pueblo. No había
pensado que eso implicaba poner en peligro la vida de otros.
Ni mucho menos, que sus tejemanejes provocarían una de las
peores masacres de las últimas décadas.
Así que eso es lo que Ikona quería que supiera.
—De momento vamos a guardarnos esto —Terabent se
mete las cartas en un bolsillo—, y vamos a salir de aquí.
—Oh… No creo. De aquí no va a salir nadie sin que yo le
dé permiso.
13 de verano CCXLIX, año del ciervo
Cuando llegué aquí, pensaba que íbamos a cambiar
el mundo. Y aunque no me interesaba que mi
nombre se convirtiera en una leyenda, me sentía
orgullosa de haberlo descubierto; la verdad, la
magia. Estaba orgullosa de haber sido lo
suficientemente lista, hasta valiente, como para dar
el paso y cruzar al lado bueno de la historia.
Me creía inteligente y he sido una tonta.
No existe lado bueno.
Esta comunidad pretende hacer algo monstruoso,
sea lo que sea. Los Altos Miembros susurran
sobre ello, las cavernas gritan ocultando el secreto y
los prisioneros se pudren en sus celdas mientras
Akihiro los desangra día tras día como un demonio.
Y lo peor es que resulta fácil dejarse convencer.
Porque quieren traer el Equilibrio y, con él,
arrebatarles a los Señores el poder que no merecen.
Y es cierto que no lo merecen, porque ellos también
son monstruos.
Ayer volvimos de la bahía Mediasangre.
Deberíamos habernos quedado, y de hecho algunos
Altos Miembros lo hicieron y deben de seguir
«predicando» en estos instantes mientras escribo.
Pero Sunjin se empeñó en volver, a pesar de que
intentamos reducir el número de trayectos porque
no queremos llamar la atención y que alguien
descubra la ruta que empleamos para llegar al
refugio.
¿Por qué lo sigo llamando «refugio»?
Esperaba poder curiosear entre las cajas mientras
la ayudaba a descargar, pero, como siempre, Sunjin
no me quitaba el ojo de encima. Pensaba que era
porque sospechaba de mí, pero no: resulta que le
recuerdo a su hermana pequeña.
Eso me ha dicho. Por eso estaba extraña hoy, por
eso quería volver al refugio en lugar de pasar la
noche en una fiesta de la bahía Mediasangre.
Porque hoy es el cumpleaños de su hermana. Era.
Murió en la masacre del templo de la Tormenta.
Me ha dicho que no quería recordarla sola, para
variar. Que yo soy curiosa y lista, como ella, y que
por eso se fijó en mí desde el principio. Por eso hoy
me ha invitado a brindar en su honor con unos
licores que sin duda ha escamoteado del cargamento
que trajimos anoche. Qué importa. No parecía
borracha, aunque sin duda lo estaba porque, de lo
contrario, jamás me habría contado nada de lo que
me ha contado.
No parecía darse cuenta de que yo no bebía
apenas, lo cual me venía bien. Pretendía aprovechar
para sonsacarle. ¿Por qué retenemos a la princesa
Jisun? ¿Y al chico pelirrojo? ¿Qué ruge en las
cavernas? ¿Por qué tanta sangre?
¿Por qué tanta sangre? Hay tanta gente en este
Imperio a quien podría preguntarle eso mismo…
Sunjin ha empezado a hablar de su hermana. De
cómo murió en el templo de la Tormenta. Ella
también estaba allí. Ella y su hermana trabajaban
de aguadoras. Y aunque han pasado dieciséis años
desde aquello, Sunjin no ha olvidado nada. Cómo de
pronto el cielo se llenó de tiros, cómo vieron aparecer
a los terroristas armados con esos artilugios
continentales, las pistolas y los mosquetes,
disparando metal y humo y masacrando a distancia
a todo aquel a quien encontraron en su camino.
Cómo mataron a su hermana pequeña.
Lo único que salvó a Sunjin fue que la sangre de su
hermana le empapó la ropa y, tendida en el suelo
junto a ella, la dieron por muerta.
«Y ahora aquí me tienes, haciendo negocios con la
misma rata que le dio toda esa pólvora al asesino
de Yazi Huozai», ha dicho.
He supuesto que se refería al alcalde, el que nos
consigue todos esos suministros de contrabando.
Pero no entendía qué tenía que ver Yazi Huozai
con él, o con la masacre del templo de la Tormenta.
Al fin y al cabo, eso fue cosa de los continentales,
que vendieron armas y pólvora a la secta zha. Todo
el Imperio lo sabe.

D
De nuevo, he sido una ingenua. Con tanto
desconfiar de Takeshi y los Altos Miembros,
había olvidado por qué les creí en un primer
momento: porque los Señores son unos mentirosos.
Esta secta es un demonio, sí, pero también lo son
los Señores.
Mientras agonizaba junto al cadáver de su
hermana, Sunjin vio pasar a los terroristas.
Corrían, disparaban, pasaban por encima de ella sin
verla. Pero ella sí los veía. A lo largo de la batalla,
los asaltantes empezaron a sufrir el contraataque
de los monjes de la Tormenta (de los que no habían
perecido durante el asalto). Iban de acá para allá,
intentando huir, con heridas de lanzaespada y las
ropas desgarradas. Así es como Sunjin vio sus
tatuajes. No eran símbolos de una secta
desmarcada, aunque vistieran como tal. Algunas de
aquellas personas, de aquellos terroristas, eran
monjes del Sol.
Nadie la creyó cuando lo dijo. Yazi Huozai sabe
cubrir muy bien sus huellas, según parece. Es lo que
tiene el poder. Que puedes.
«No sé si pretendía dar un golpe de estado contra
los Beongae, o si solo era parte de un plan más
largo», ha dicho Sunjin con desprecio. «Pero mató
a cientos de personas. Mató a mi hermana, y lo
único que les importa a los Beongae es la ofensa a
su nombre. Y mientras tanto, Yazi Huozai sigue
en su trono». Dice que sabe que sigue teniendo
negocios con Redegar, que quizás acumula pólvora
para un golpe definitivo o quién sabe. Dice que no
le importa. Que si alguien va a destruir a los
Beongae, y a todos los Señores, esos vamos a ser
nosotros.
Antes de que siguiera hablando, he sentido algo de
compasión: ¿podría haber elegido algún otro
camino, después de tanto horror?
¿Puedo yo?
No sé si puedo, pero sí sé, ahora más que nunca,
que debo intentarlo. Honor, hace mucho que no
hablamos. Dame fuerzas para atreverme a parar
esta locura, si es que está a mi alcance.
Porque Sunjin ha seguido hablando. Ha sido como
esos discursos que da en la explanada de los
Altares, solo que esta vez lloraba. Por su
hermana, por lo que le hicieron, y porque nadie pagó
por ello. Ha dicho que los Señores no se merecen el
poder que tienen. «El poder está en la sangre de
todas las criaturas hijas de los espíritus», le he
dicho. Pensaba que la reconfortaría oír uno de
nuestros mantras. Sin embargo, me ha dicho que
hay sangres más poderosas que otras. Me ha
recordado a aquella vez que «discutí» sobre eso con
Akihiro, cuando le dije que, por mucho que
practicase, yo no podría cambiar cuanto poder
había en mi sangre. Y él dijo que dependía del tipo
de práctica. Así que le he repetido eso a Sunjin.
Que nos merecemos ser iguales que los Señores, y
que podemos serlo. Pensaba que querría oír algo así
y lo he dicho fingiendo que estaba convencida,
aunque seguía sin entender del todo lo que había
dicho Akihiro. Pero ahora lo entiendo.
Por Serenidad, me tiemblan las manos.
Sunjin ha sonreído. Ya entonces lo he intuido. Que
algo iba a pasar, digo, porque su sonrisa siempre
me da escalofríos.
Me ha dicho que tenía razón. Que se notaba que
lo entendía, que era digna. Que sabía lo que había
en juego.
Se ha llevado la mano a su rubí de Alto Miembro.
Se ha sacado el colgante y, por un momento, he
pensado que me lo iba a entregar. Y me he sentido
orgullosa por un instante. Luego he recordado las
celdas, a Jisun, al chico del pelo naranja, y me he
avergonzado de mí misma.
Ahora lo que siento son ganas de vomitar.
Sunjin no me ha dado el colgante, sino que se ha
quedado mirándolo y después, con cuidado, ha
empezado a girar la parte superior del rubí. Pero
es que no es un rubí, como yo pensaba. Es un
frasco.
El líquido ha empezado a derramarse por la
juntura, hasta entonces invisible, hasta que Jisun
ha desenroscado del todo el diminuto tapón de
cristal. Lo ha sostenido en una mano mientras, con
la otra, se llevaba el frasco rebosante a la boca,
como si no fuera más que otra taza de licor.
Aún lo veo cuando cierro los ojos: la sangre,
cayendo lenta y espesa sobre su lengua. Primero ha
cerrado los ojos, como si la sangre fuera un manjar.
Como si la magia que está robando a otra persona
(porque es sangre de persona, es sangre de una
persona, por Sheng) le calentara el espíritu. Solo
eso me ha salvado, sus ojos cerrados, porque estoy
convencida de que el espanto estaba claro en mi
cara.
Ni siquiera me he sorprendido cuando he oído el
rugido. Otro horror más que añadir a la lista que
me rodeaba. Era una pesadilla. Es una pesadilla.
Todo es una pesadilla.
Sunjin ha abierto los ojos al oír el ruido.
«Él también quiere más», ha dicho, mientras se
limpiaba la sangre de los labios. «Y pronto tendrá
suficiente».
Bian
Aiya
—Bahía Mediasangre—
Aunque Dharani le ha pedido que se controle varias veces,
Aiya no puede evitar que el entusiasmo se apodere de ella en
cuanto llegan a la finca del alcalde. Y por supuesto, ni Sheng
podría silenciar los ruiditos que se le escapan al entrar en su
mansión.
Colarse en esa fiesta ha resultado demasiado sencillo.
—Aiya, usa el abanico. Somos señoritas, ¿sí?
Todo ha sido gracias a Dharani. La sandeshi está
preciosa. Las mujeres mediasangres suelen ser algo más altas
que las losbitas, pero su amiga es una excepción llamativa. Su
piel, más morena que de costumbre gracias al sol de Ameagari
de los últimos días, brilla bajo las luces artificiales de la
mansión. Su vestido es escotado, de tirantes, y, según la señora
de la tienda, «la última moda en la bahía». Dharani también se
ha puesto joyas, pendientes, pestañas postizas de color
dorado… Y la suma de todo eso la vuelve irresistible.
Sobre todo para los guardias que, en vez de detenerlas,
las dejan pasar con sonrisas bobaliconas. Aiya, sin embargo,
se aplasta el flequillo corto sobre la frente intentando que no la
miren mucho. Dharani le ha dicho que parece una florecilla en
primavera, pero Aiya conoce sus limitaciones. No es como
ella, ni como algunas de las mujeres que se pasean por allí
haciendo alarde de coquetería. Ella ha crecido para ser soldado
y pelear. Nunca se ha preocupado por su aspecto ni por tener
piel de porcelana o la sonrisa bonita.
—Esta ropa se me pega demasiado al cuerpo, Dharani.
—Se llama ir arreglada, Aiya.
Es verdad que el uniforme del templo es amplio y
sencillo. ¡Es estúpido que fuera de otra forma si se usa para
combatir! Y la túnica beongi que le dio Jisoo era enorme. Pero
aun así, no se acostumbra al roce de la seda pegada a sus
antebrazos. Ni tampoco a la mirada que le dedica uno de los
asistentes cuando intenta hacerse con un tentempié.
—¿Qué hacen dos jovencitas tan guapas solas? ¿De
dónde sois?
Aiya calla. Tiene la boca llena. Y tampoco sabe qué
contestar. Dharani se ríe con la fuerza que la caracteriza.
—Mediasangres —suelta con mucho morro en losbita—,
aunque a mi amiga le dicen que tiene cara de huozi.
—¡Un comentario horrible!—responde el chico. Y
después se dirige hacia ella en el idioma del reino—. Tienes
una cara preciosa.
Aiya se siente incómoda al instante y murmura un
«gracias» que ni se escucha. Dharani le quita importancia con
una sonrisa y se la lleva de ahí, agarrada del brazo.
—En las fiestas la gente liga. Ese tipo estaba
desesperado.
—No sé cómo aguantas esto tan a menudo.
Dharani le ha contado que las fiestas en la corte ameagi
son largas y frecuentes. También le ha dicho que cuando visita
Beongae las echa de menos.
—Lo único que no me gusta de las fiestas es que Jisun
nunca me acompaña.
Aiya le da un apretón, como si eso pudiera consolarla de
alguna manera. Ella se siente igual, con Dantelle lejos de ella.
Bueno, no igual. Se sonroja. ¿En qué está pensando? Ni que
Dantelle fuera para ella lo que Jisun para Dharani.
—¿Has visto a esos?
Aiya sigue la mirada de Dharani. Llamando la atención
de un grupo numeroso, dos personas hacen aspavientos sobre
una tarima mientras todo el mundo ríe y aplaude.
Podría ser una actuación teatral, pero no parece que estén
representando nada. Sus gestos exagerados son parte de su
manera de llamar la atención sobre los presentes y
entretenerlos.
—¿Será la secta? —silabea hacia Dharani.
La bailarina los mira, más seria de que costumbre. Aiya
reprime un escalofrío cuando los contempla. Y también se
guarda la exclamación de sorpresa cuando la mujer de la
máscara suelta una chispa de fuego como si nada.
—¡Por Sheng!
No es la única que exclama. Supone que es la reacción
que la secta espera de quienes los ven por primera vez. Sin
embargo, los que ya los conocen rompen en aplausos y en
frases como «¡La auténtica princesa del fuego!» y «¡Rey de las
mareas!». El tal «rey de las mareas» es el otro sectario, que
aplaude y provoca que el agua de una de las copas que
sostiene un asistente explote en mil pedazos.
Son trucos.
Son sencillos ejercicios que enseñan en los primeros
meses en los templos. Y sin embargo, son imposibles para
alguien que no ha sido bendecido por los espíritus. ¿Quién es
esa gente?
—No somos especiales —dice el que no lleva máscara,
como si estuviera respondiendo a la pregunta muda de Aiya—.
A ojos de las deidades, todos somos iguales. El Equilibrio está
en nuestro interior. ¿Lo sentís?
Aiya se lleva la mano al pecho. ¿Equilibrio?
—¿Está ahí, verdad? Nosotros también estuvimos en
vuestro lugar, y ahora, gracias a Redegar, tenemos la
oportunidad de contaros cómo es todo una vez que te
encuentras a ti mismo.
—¡Creer es poder! —grita la otra mujer. Y una nueva
llamarada se escapa de sus dedos—. ¡Viva el Equilibrio!
No tiene sentido. Nada de lo que ha dicho es coherente. Y
ahí están todos los mediasangres reaccionando como si
hubieran soltado el discurso del milenio. Aiya observa confusa
cómo algunos de los asistentes pierden las formas y se acercan
a los dos sectarios para atosigarlos a preguntas.
—Vamos, Aiya. —Dharani la toma de la mano y la
arrastra al mogollón, como si fueran parte de ellos.
Le pisan el bajo del vestido y la empujan sin saber hacia
dónde va. Pasa a formar parte de una marea de alaridos y
frases inconexas.
—¡Aiya! —Dharani suelta su mano y sus dedos se rozan
una última vez antes de que alguien la aparte de su lado.
Aiya se gira asustada, intentando encontrar a su amiga,
pero entre las cabezas coloridas de los asistentes es imposible
verla. Maldiciones.
—¡Au!
La vuelven a empujar y se da de bruces contra el suelo.
Le dan ganas de soltar una llamarada y quemarles sus trajes
caros y adornos repipis.
—¿Estás bien?
Una mano la ayuda a levantarse y, cuando Aiya va a darle
las gracias, se encuentra con los ojos verdes del chico
mediasangre que la ha piropeado antes.
—Oh, gracias.
—¡Vamos! Si no te das prisa no podremos entrar.
Confusa como nunca (y algo asustada también), decide
que tiene que seguirle por el bien de Jisun y Dantelle. Toma
fuerzas y empuja a un par de chicas que gritan escandalizadas.
Se cuela sin miramientos en una habitación. La última persona
en entrar, antes de que cierren las puertas, es el chico amable.
—¡Por los pelos!
Aiya busca a Dharani entre los afortunados, pero la
habitación está demasiado oscura para distinguir nada. Al
menos hasta que una música empieza a sonar y las paredes se
iluminan con líneas brillantes que se desdibujan hasta el techo.
Parece que alguien hubiera pintado el firmamento sobre sus
cabezas. Ahí está la constelación de Sheng, y también la de
Siwang, que palpita más brillante que la otra.
Da un paso hacia atrás, temerosa. Su espalda choca contra
alguien. ¿En qué estaba pensando? ¿Dónde se ha metido?
La música le recuerda al rechinar de los dientes, a unas
uñas largas arrastrándose por una superficie lisa. Quiere
vomitar.
—¿Estás bien?
¿Ese chico ha entrado en bucle?
—Es mi primera vez aquí.
—¡Qué bien! Entonces disfruta.
Otra luz se añade a la estancia, la del fuego que la mujer
porta entre las manos. Lo usa para encender dos antorchas que
decoran lo que, ahora entiende, es un escenario.
Sobre la tarima, los dos sectarios danzan entrelazando sus
brazos y usando su magia.
El fuego es débil, nada llamativo, pero el espectáculo
hace el resto. Las exclamaciones de euforia llegan de cada
punto en la sala.
—Seda blanca —canturrea la mujer mientras mueve los
brazos como un ave. Las mangas de su túnica parecen alas de
verdad—, fuego malva…
—¡Ninguno se salvará, no se salvarán!
Aiya se pone rígida. Es la canción de Dharani. La que
escuchó por primera vez en Beongae. Pero es… diferente.
—Cuando pase por sus casas…
—¡Las arrasará, las arrasará!
—Nuestro momento ya llegó—sigue la mujer, y ofrece la
mano a un muchacho de cuerpo fuerte y pelo rubio. Un
mediasangre que sonríe y saluda desde lo alto de la tarima —,
tu momento ya llegó.
El chico se deja abrazar por la mujer, que lo envuelve en
una túnica oscura.
—¿Qué van a hacer?
—¿No lo sabes? —el chico amable parece divertido por
su ignorancia—. Es un afortunado. Hay que asistir a muchas
de estas para que se fijen en ti. Es uno de los iniciados.
¿Iniciados en qué?
La música se hace todavía más fuerte cuando uno de los
sectarios agarra entre las manos el rubí que hay sobre su
pecho. Lo acuna como si fuera un bebé. Lo acaricia y lo besa.
El elegido no abre los ojos en ningún momento, se limita
a canturrear «mi momento ya llegó» al ritmo de las palmas de
los asistentes.
Y entonces, ante la mirada atenta de decenas de pares de
ojos, la mujer de la máscara saca una navaja corta del interior
de su manga. La coloca bajo el hueco de su mano y una
llamarada emerge de sus dedos para calentar el filo. Aiya
comprueba con espanto que nadie parece asustado por el giro
de los acontecimientos. No lo ven como algo peligroso.
El hombre le pide al iniciado que se dé la vuelta y le quita
la camisa, para dejar al descubierto su espalda desnuda y sus
brazos. En el reverso de sus muñecas están los tatuajes que le
grabaron al nacer, y que lo marcan como alguien que no puede
hacer magia. Incluso los mediasangres, que han vivido
siempre en ese limbo entre Losbias y el Continente, están
orgullosos de sus propios símbolos.
Y por eso, cuando la mujer desliza el filo ardiente sobre
los antebrazos cubiertos de vello del muchacho como si fuera
una caricia, Aiya siente que está viendo algo terrorífico. La
quemadura del corte desfigura la tinta y la convierte en un
dibujo horroroso y deforme. La autora sonríe ante su obra de
arte.
Después, el iniciado alza los brazos hacia arriba y suelta
un grito antes de volverse hacia su público y, con lágrimas de
dolor en los ojos, los señala:
—¡Ninguno se salvará, no se salvarán!
Sus palabras se convierten en un coro al que se unen los
demás. Aiya empieza a ver borroso. Se está mareando. Es
incapaz de distinguir las luces de las constelaciones que
decoran el techo y las paredes de los destellos de las copas de
cristal en los que se reflejan las formas de Sheng y Siwang.
Se tambalea un poco y lo único que rompe ese estado de
sopor y desconcierto en el que se encuentra son los golpes en
la puerta, un segundo antes de que se abran y una chica entre
corriendo y gritando.
—¡Fuera todos de aquí! ¡Han asesinado al alcalde!
Aiya vuelve a verse arrastrada por la multitud, solo que
en esta ocasión el miedo es lo que los mueve, y en dirección
contraria. Ya acostumbrada, se deja llevar. Aunque todavía
algo confusa, esquiva a un par de asistentes para tratar de
escapar de la corriente que la lleva directa a la salida. Pero
entonces alguien la agarra del brazo.
—¡Aiya!
Jamás se había sentido tan feliz de ver a Dharani.
—¡Dharani! No te puedes ni imaginar lo que he visto,
¡era horrible! —No se percata de que está balbuceando y
llorando hasta que ve la confusión en los ojos de su amiga—.
Tenemos que salir de aquí.
—Han asesinado a Redegar —le dice Dharani—. La cosa
se va a poner fea.
No tiene tiempo para replicar. Dharani la protege con su
altura y avanzan hacia la salida de la mansión. Aiya se permite
echar la vista hacia atrás, y entre el gentío, los trajes caros y el
maquillaje, le parece distinguir a alguien familiar.
Pero tiene que ser un error, porque lo único que ven sus
ojos es un hilo de sangre que empapa el suelo del salón
principal y que muchos están pisando sin darse cuenta
siquiera. No puede evitar que le recuerde a las pinceladas rojas
que han dejado los cortes sobre los brazos del iniciado.
Ter
—Bahía Mediasangre—
—Oh… No creo. De aquí no va a salir nadie sin que yo le dé
permiso.
La tipa lleva el uniforme del servicio de Redegar; Ter se
ha fijado en otros como ella mientras se escabullía hacia el
despacho. Fornida y con una ceja partida, tiene pinta de
matona que ha intentado disfrazarse de guardia respetable pero
sin esforzarse demasiado. Ter sospecha que esa dejadez es
intencional. Por lo que ha visto y oído, Redegar es el tipo de
tío que disfruta haciéndote saber que sus empleados te partirán
las piernas si te lo mereces.
Ter solo hubiera necesitado un segundo para inventarse
una excusa. Sin embargo, antes de que ese segundo pase,
suceden dos cosas que lo desconciertan. La primera, que la
matona dice:
—¿Además de asesinos, sois ladrones? Ratas rastreras…
La segunda sorpresa es lo que saca de entre su ropa; un
objeto que Ter no ve desde que abandonó su reino.
Una pistola.
Su tenencia es ilegal en Losbias, pero es obvio que el
alcalde Redegar vive según sus propias leyes.
Ter no se lo piensa dos veces. De hecho, no lo piensa ni
una; de otro modo, habría actuado de manera muy distinta.
Dantelle estaría orgulloso de lo que hace a continuación: se
lanza sobre la pistola.
Parece que la tipa no tenía intención real de disparar, sino
solo de intimidarlos. Es la única explicación para que Ter siga
vivo un segundo después. Golpea el pecho de la mujer con el
hombro y agarra su puño antes de que ella pueda recuperarse
de la sorpresa. Forcejean por el control del arma. Ter nota
otras manos sobre las suyas, aferradas a los dedos peludos de
la matona: Hanlu se ha unido a la lucha.
La pistola se dispara, y una bala perdida hace explotar los
libros de crónicas de la pared del fondo. La mujer se
sobresalta, como si no estuviera acostumbrada a los tiros.
Probablemente no lo esté, piensa Ter. Aprovechando su
vacilación, él le arranca la pistola de las manos, la lanza lejos
y se desembaraza de la matona con una patada.
—¡Vámonos!
Hanlu sale corriendo tras él, empujando una silla hacia
atrás en el proceso. El grito de la mujer les hace saber que ha
dado en el blanco, y eso les regala los segundos que necesitan
para escapar del despacho.
—¡Bloquea la puerta!
Hanlu obedece, dejando caer todo su peso contra la
puerta para mantenerla cerrada. Ter se lanza a su lado,
recorriendo el pasillo con la mirada hasta que sus ojos topan
con una cómoda de aspecto contundente.
—¡No os vais a escapar, criminales! —grita la matona.
Ter nota su empujón en la espalda cuando la mujer intenta
echar la puerta abajo.
Le cuesta concentrarse, pero se repite a sí mismo que el
trabajo bajo presión es su especialidad. La cómoda se despega
mágicamente del suelo. A Ter le vibra la columna vertebral
bajo los empujones de la mujer. Nota la mirada de Hanlu,
aterrada y admirada a partes iguales, mientras hace flotar el
mueble hacia ellos.
—¡Aparta! —advierte, y un segundo más tarde la cómoda
se estrella contra la puerta.
La mujer ha debido de sentirlo, porque grita:
—¡Ya podéis correr, hijos de puta! ¡Que no escapen! ¡En
el despacho, los asesinos están huyendo del despacho! ¡Los
asesinos!
—¿Por qué no deja de repetir eso? ¿Quién ha muerto?
—pregunta Hanlu. Sin embargo, sabe que Ter no tiene la
respuesta, y él tampoco parece interesado en descubrirla. No
ahora mismo.
Atraviesan corriendo el pasillo. Siguen oyendo las
maldiciones y las arremetidas de la mujer, pero sus gritos no
tardan en confundirse con los que llegan del piso inferior. Las
salas por las que han pasado antes están ahora desiertas, con
los cojines por el suelo y alguna que otra prenda olvidada por
las prisas. Ter solo las ve de pasada, concentrado en llegar
hasta la escalera de caracol y en desentrañar los sonidos que
llegan del piso de abajo.
—¡Espera! —le advierte Hanlu.
Se ha detenido junto a una ventana, con las manos
enrolladas en una de las sedosas cortinas.
—Llamamos demasiado la atención.
Ter saca su hoyuelo a relucir.
—Vaya, pensaba que te gustaba mi aspecto, Lu.
Sabe que no es el momento de ligar y, de hecho, no es su
intención. Lo que pasa es que Hanlu está nervioso y confuso;
con toda esa jerga legal en losbita, Ter no ha entendido muy
bien lo que implicaban los papeles con el nombre de Yazi
Huozai, pero es obvio que al príncipe le ha afectado mucho.
Eso por no hablar del caos que ha estallado en la mansión. Así
que Ter se permite un segundo para jugar, para decir sin
decirlo: «¿Ves? No hay por qué asustarse. Lo tengo todo bajo
control». Es lo que hace siempre; lo hacía cuando era espía en
el castillo de Galvania, lo hizo con Dantelle después, y ahora
con Hanlu. Solo intenta calmarlo, aunque él mismo no lo esté
en absoluto, no con los gritos y esa tipa dando golpes contra la
puerta del despacho. No con Hanlu quieto, mirándolo
fijamente desde esa ventana, desde esa ventana donde antes…
—M…me refiero a que…
Hanlu no parece encontrar las palabras. En su lugar, pega
un tirón a la cortina, y la seda oscura se rasga y cae entre sus
manos. El príncipe la coloca sobre la camisa dorada de Ter,
como una capa, rozando con los dedos la piel de su clavícula.
—Ah, mmmm, buena idea —es capaz de decir, mientras
descuelga otra cortina con la que ocultar la túnica roja de
Hanlu.
Nota cómo la nuez de él desciende cuando se detiene un
segundo de más al atar su improvisada capa. Por la Madre,
está ridículo. Espera que el caos mantenga las miradas lejos
del príncipe. A Ter le está costando mucho apartar la suya.
Por suerte, la situación en el piso inferior es aún más
descontrolada de lo que Ter había previsto. Las puertas de los
mil y un salones, antes entornadas para insinuar todo tipo de
ceremonias, fiestas privadas y espectáculos, ahora están
abiertas de par en par, empujadas por la gente que sale
corriendo de ellas. Es como estar dentro de una jaula de
pájaros aterrorizados. Cada pichón va en una dirección
distinta, gritan llamando a sus socios, a sus amigos o a sus
amantes, en el idioma de Ter y en losbita. El miedo y la
confusión saltan de boca en boca: «¿Qué ha pasado?»,
«¿Quién ha sido?».
Ter trata de sacar algo en claro mientras arrastra a Hanlu
por el vestíbulo, pero los idiomas y los acentos se enredan por
el aire como lo hacen los cuerpos por la habitación. Descubrir
lo que ha pasado resulta tan complicado como vislumbrar la
puerta de salida, pero, tras mucho escuchar y dar codazos,
consiguen avanzar en ambos propósitos.
—El alcalde —dice Hanlu, intentando colarse por una
puerta—. Alguien ha matado al alcalde…
—He oído que han sido dos tipos que se han dado a la
fuga. —Ter, que es menos delicado, aparta a un hombre de un
empujón. El aire fresco del jardín le acaricia el rostro, por fin
—. Uno vestía de dorado, y otro, de rojo.
«Como nosotros», piensa.
«Como nosotros», dicen los ojos de Hanlu. El príncipe se
agarra a su improvisada capa como si quisiera desaparecer
entre sus pliegues. Se toca la cara, probablemente sin darse
cuenta. Luego, frunce los labios y afila la mirada, y Ter sabe
que están pensando lo mismo. En la misma persona, más bien.
La que les ha facilitado los trajes que llevan esa noche. Dorado
y rojo.
Sin dejar de correr por el jardín, Hanlu baja la voz hasta
convertirla en un furioso susurro.
—Ikona…
—Quería quitarse al alcalde de en medio sin que nadie
sospechase de ella. Hemos sido sus putos chivos expiatorios.
—Ter suelta una maldición que escandalizaría a Hanlu si
supiera su significado—. No quería que robáramos nada; nos
mandó al despacho para que alguien nos pillara robando. Para
que pareciéramos los putos reyes de los culpables. Joder.
—Le daba igual si encontrábamos o no los papeles sobre
mi padre. —Incluso a la luz de la luna, Hanlu está más pálido
de lo que Ter lo ha visto nunca—. Solo quería mantenernos
entretenidos hasta que alguien nos descubriera en una
situación comprometida, además. Y mi padre…
—Eh. —Ter toma la cara de Hanlu entre las manos.
Como siempre, sus mejillas son suaves y calientes—. No se va
a salir con la suya, ¿vale? Salgamos de aquí, y después ya
veremos qué…
No sabe cómo continuar. ¿«Ya veremos qué hacemos con
la tía que nos ha incriminado en el asesinato de un alcalde»?
¿«Con la movida de que tu padre quizá sea un jefe terrorista»?
¿«Con mi mejor amigo, sobre cuyo paradero seguimos sin
saber absolutamente nada»?
Joder.
El jardín está salpicado de gente que corre en todas
direcciones, chocando unos con otros bajo las miradas
impasibles de las estatuas de los Cinco.
—Vamos —dice Ter entonces. Está señalando a un grupo
de una docena de personas—. La gente de Redegar está
buscando a dos tíos; no se fijará en nosotros si nos mezclamos
con un grupo más grande.
Hanlu asiente mientras se toca la cara, nervioso. No le
importa llevarla al descubierto para ir de incógnito, pero una
cosa es eso y otra ir corriendo al encuentro de un grupo. Sin
embargo, el príncipe se encamina hacia donde ha señalado Ter
sin una queja. Los gritos y las carreras camuflan el ruido de
sus pasos mientras se acercan.
Abandonan los jardines de Redegar y vuelven a
internarse en las calles de la bahía Mediasangre. Está claro que
el grupo sabe por dónde moverse; tras ellos, Ter y Hanlu
serpentean por caminos cada vez más oscuros y desiertos.
El grupo no es tan grande como le había parecido, quizá
de unas ocho personas, pero dos de ellas van algo encorvadas
para ayudar a una tercera, un chico que camina a duras penas.
¿Será cosa de Ikona? Lo duda. La Informante es
demasiado lista como para haber dejado un cabo suelto como
ese. Pero entonces…
A su lado, Hanlu se pone rígido. Ter piensa que es por el
misterioso chico herido, pero entonces ve que no lo mira a él,
sino a la mujer que encabeza el grupo. Ter se fija entonces en
su rostro, o mejor dicho, en lo que los cubre: es la mujer de la
máscara de pájaro.
Antes de que pueda darle un empujón a Hanlu para que
continúe, el muchacho herido tropieza. Los dos que van con él
se giran para ayudarlo a incorporarse.
—Eh —dice uno. Sus ojos han descubierto a Hanlu y Ter
entre las sombras—, ¿quiénes sois vosotros?
Su grito alerta al resto del grupo. La mujer de la máscara
se gira, pero ella no pierde el tiempo con palabras. Alza las
manos y, siguiendo su movimiento, una ráfaga de aire sacude
el callejón. Sus anchas ropas se sacuden y de entre los pliegues
de su escote se escurre un colgante. Cuando la luna cae sobre
él, lanza un destello rojo.
«Dijo que ese líder suyo le había dado magia. Decía que,
si practicaba lo suficiente, su líder la señalaría con rubíes,
como a una igual, y que entonces podría ayudarle a cumplir la
voluntad de esos espíritus suyos».
La voz de Albio en su memoria es tan sutil como el
fantasma del viento que ha conjurado la mujer.
Son ellos. La secta.
La secta que tiene a Dantelle.
El cerebro le dice que invente algo, que se infiltre, que los
siga. Las tripas le gritan que se lance sobre la mujer y le ponga
el pico afilado de su máscara contra la garganta, y que no la
suelte hasta que le diga dónde maldiciones tiene a su amigo.
Es un debate tan encarnizado como breve, porque la
mujer decide por él.
El viento ruge en sus oídos, y lo siguiente que Ter sabe es
que sus pies ya no están en el suelo. Su capa-cortina sale
volando, enredándose entre sus extremidades y las de Hanlu,
que también ha salido despedido. Le parece oír un «¡Vámonos,
largo!» entre el bramido del viento.
Su espalda choca contra la pared de un edificio. Se le
escapa un gruñido, y luego otro cuando Hanlu aterriza sobre
él. Pero no se permite ni un segundo para recuperar el aliento.
—¡Son ellos! ¡Vamos! —grita mientras se incorpora.
Pero el callejón está vacío.
Ter echa a correr.
—¡Terabent! ¿Qué haces?
Él se sacude de encima la mano de Hanlu, sin dejar de
avanzar a duras penas. Le duelen las costillas. ¿Eso que oye
son los pasos de la secta, o es el eco de los suyos propios?
—La secta, Hanlu, la secta. Ese colgante… —resuella.
No hay tiempo de explicaciones—. Es la secta que atacó
Huozai. La que se llevó a Dantelle y a la princesa Jisun.
—¿Jisun?
Mierda. A esas alturas, había olvidado que aún había un
secreto entre Hanlu y él. Bueno, parece que eso se ha acabado.
—La atacaron en Beongae, pero no la mataron; se la
llevaron, así que sospechamos que la tienen viva para algo —
confiesa Ter a toda prisa—. Aiya lo vio, pero hizo un
juramento. Por eso no pudo decirte nada.
—Aiya… ¿juró ante los Beongae?
—Mira, es una larga historia. —Ter se permite un
segundo de silencio, no porque su espalda grite de dolor por
haber chocado contra una pared, ¿eh? Él solo quiere escuchar
la noche. ¿Dónde se ha metido la…?
De pronto, Hanlu le lleva un dedo a los labios y cierra los
ojos. Espera unos segundos antes de abrirlos. Hay algo en sus
ojos. Miedo.
Y fuego.
—Su calor. Lo noto… Sé dónde están —explica entre
susurros. Después toma la mano de Ter, dispuesto a salir
corriendo, pero parece pensárselo mejor, porque añade—: Me
has secuestrado, ¿vale?
—¿Qué?
—Tú eh… tírame el rollo. ¿Se dice así?
—Hanlu, ¿qué coño…?
—Vamos, se están alejando demasiado.
Esta vez, el príncipe sí tira de Ter. Lo arrastra por las
callejas, parándose de vez en cuando para volver a rastrear el
calor del grupo. Al cabo de un rato Ter vuelve a oír sus pasos,
huyendo a la carrera. Y aunque no hay nada que desease más
que salir corriendo tras ellos, no lo hace, porque parece que
Hanlu tiene un plan. Ahora bien, ¿qué plan?
No tiene ni puta idea, ni tiempo de pararse a preguntar.
Así que habrá que fiarse.
El príncipe se detiene junto a una intersección, pegando
el cuerpo contra la pared como Ter le ha enseñado. Oyen los
murmullos y los pasos del grupo en la calle perpendicular.
Hanlu agarra con suavidad el rostro de Ter para obligarlo a
mirarlo.
—Tienen a la princesa viva —dice—. Y también vinieron
a por mí en Huozai. Nos quieren vivos, tú lo has dicho. No te
preocupes por eso, ¿vale?
—¿Q…?
—Recuerda que tienen a tu amigo —lo corta Hanlu.
Lo siguiente que hace es atacar.
El fuego brota de sus manos como lluvia naranja. Para
cuando la llamarada se despeja, el príncipe ya no está junto a
la pared, sino que ha salido corriendo hacia la calle por la que
huía la secta. Pero no los mira a ellos. Mira hacia el rincón en
el que Ter sigue escondido.
—¿Pensabas que podrías retenerme, sucio mediasangre?
¿Pensabas que podrías con el heredero del Sol?
Más llamas. El fuego no llega a rozar a Ter, y él, que
conoce la pericia de Hanlu, no tiene ninguna duda de que ha
fallado a propósito.
Pero la secta no lo sabe.
El grupo se ha escondido tras un local cerrado, pero los
delatan sus sombras, proyectadas sobre el suelo de la calle en
la que Hanlu sigue plantado, rodeado de fuego.
—¡Si esos herejes con rubíes al cuello me quieren, que
vengan ellos a por mí, si es que se atreven!
Y por fin, Ter lo entiende.
«Me has secuestrado, ¿vale? Tú tírame el rollo».
Sígueme el rollo.
Ter abandona su escondite. Las dagas que llevaba
escondidas bajo la ropa están ahora firmemente apretadas en
sus puños.
—¡Vuelve aquí, príncipe estúpido!
Suena creíble porque miente de lujo, pero, sobre todo,
porque una parte de él lo dice en serio. Porque ha entendido a
qué viene ese numerito:
El puto Hanlu se está entregando.
No, no exactamente. Quiere que él lo entregue.
«Recuerda que tienen a tu amigo».
—¿Heredero del Sol? Demuéstramelo, niñato.
Las sombras del grupo se alargan al fondo del callejón.
Están observando.
«¿Queréis un numerito?», piensa Ter. «Muy bien».
Y con un rugido, se tira sobre Hanlu con las dagas por
delante.
Ter lanza puñetazos y patadas, e incluso un par de tajos
que caen calculadamente cerca de su objetivo. Oye a alguien
jadear en el callejón cuando la sangre del príncipe empapa su
antebrazo. Hanlu contraataca. Su cara de esfuerzo es genuina:
se está controlando para que sus llamaradas fallen, pero solo lo
justo como para no resultar sospechoso.
Ter se ha preguntado más de una vez si ganaría a Hanlu
en un enfrentamiento. Un príncipe con la energía ilimitada del
Sol contra él. Cree que podría hacerlo. Sin embargo, esa pelea
no tiene nada de emoción. El resultado estaba trucado desde el
principio.
Cuando Hanlu finalmente se derrumba sobre la calle,
falsamente agotado, Ter finge una sonrisa.
—Putos Señores. Os creéis mejores que nadie, ¿eh? —
escupe. Después, alza la cabeza para mirar hacia el callejón,
con el pelo sudoroso pegado a la frente—. ¿Qué? ¿Me dejáis
hablar ahora, o vais a volver a lanzarme contra una pared?
Jisoo
—Palacio de la Ola—
—Y así se tensan las alas, ¿ves? Como las velas de un barco.
Si llega una corriente de aire muy fuerte, entonces…
Kai tira de una palanca, y el sonido de la tela restallando
engulle el resto de su frase.
Jisoo intenta seguirle el ritmo. Se inclina sobre lo que Kai
llama «panel de control», el conjunto de palancas y botones
que dirige su máquina voladora. Kai será el encargado de
manejarla, claro, pero Jisoo pensó que sería buena idea que le
enseñara también. Creyó que se sentiría más tranquilo
viajando en el interior de aquel cacharro si sabía cómo
funcionaba. Sin embargo, las explicaciones de Kai solo están
sirviendo para que Jisoo añada más y más puntos a su lista
mental de cosas que pueden salir estrepitosamente mal.
Como si no fuera ya lo suficientemente larga…, sobre
todo esa noche. —Sigue pareciéndome una mala idea —le
había dicho a Dharani aquella tarde.
—Todas las ideas te parecen malas.
Aiya había terminado de prepararse, vestida con aquella
extraña moda mediasangre, pero Dharani aún seguía en ello.
Su ojo a medio pintar parecía diminuto al lado del otro, ya
delineado de negro y adornado con polvos púrpura y oro.
La idea de que pudieran encontrar respuestas en una
fiesta le resultaba chocante, frívola incluso, pero se había
reconciliado con ella. Al fin y al cabo, era así, entre chismes y
alcohol, como Dharani y Aiya habían descubierto la existencia
de ese grupo de los rubíes del que le habían hablado. Son
célebres en lugares de la bahía Mediasangre en los que
ninguna persona con honor desearía que se pronunciara su
nombre. Aiya y Dharani no han averiguado demasiado sobre
sus «espectáculos», pero, en palabras de Dharani, «tienen toda
la pinta de magia negra». Y esa mujer, la de los brazos
vendados que se les había acercado al hablar de Siwang…, es
la mejor pista que tienen en mucho tiempo. Si han de seguirla
hasta la fiesta, que así sea. No es eso lo que inquieta a Jisoo,
sino el hecho de que Aiya y Dharani se hayan ido sin él.
Podría haberlas obligado a quedarse. Por extraño que
resulte, son sus monjes juramentadas. Y aunque al principio
esa garantía divina le reconfortaba, se sorprendió al darse
cuenta de que no quería ejercerla.
Además, sabía que es lo adecuado, que Dharani y Aiya se
las apañarán solas mejor que con él. Ni Jisoo ni su máscara
son bienvenidos en la bahía Mediasangre. Él resulta más útil
en ese taller que en ningún otro lugar, y menos en una fiesta.
Aunque tampoco es que se sienta muy útil ahora,
repasando para qué rayos sirve esa palanca y apretándose una
venda contra el bíceps. Hace un rato que la sangre de la última
extracción se ha secado sobre la herida, pero Kai insiste en que
es mejor esperar un poco más. Jisoo mira de reojo el tanque de
combustible, un bloque de mineral hueco («takedita», lo ha
llamado Kai) cuyas propiedades permiten transmitir la magia
de la sangre que contiene. Ahora está a media capacidad. La
sangre de Jisoo parece casi negra en su interior.
—¿Estás seguro de que no hay una forma más rápida de
hacer esto?
Kai da media vuelta, abre una escotilla entre las tripas de
la máquina y baja de un salto, sin contestar. Ni siquiera hace
ademán de haberlo oído. A esas alturas, Jisoo ya está tan
acostumbrado que ni siquiera se lo toma a mal.
La brisa nocturna le revuelve las plumas cuando
abandona el interior del dragón. Kai ha abierto la gigantesca
cúpula del techo para poder salir volando por ella, de modo
que, cuando Jisoo levanta la mirada, no encuentra el azul joya
de la azurita, sino el azul oscuro del cielo jaspeado de estrellas.
¿Estarán las Virtudes observándolo desde allí? Como
espectadores de un santuario, a la espera de que llegue ese
final que ya conocen.
«Alguien que no es quien dice ser desvelará su verdadera
identidad».
«Alguien comprenderá que el sacrificio es la única forma
de sobrevivir. Y un corazón ardiente perderá a su otra mitad».
«Un traidor mostrará su auténtico rostro y el amor que los
espíritus creían verdadero se desvanecerá como el cambio de
las estaciones».
Se pregunta, no por primera vez, si puede ser que la
profecía empezara a cumplirse antes de que la oráculo la
leyera en el rostro de Dharani, o si es posible que todavía le
aguarde una traición aún peor que la de Hyo.
—Mira.
Kai ha ido hasta una mesa cercana, tan repleta de planos
que, en realidad, ni siquiera se ve el mueble que hay debajo.
Sostiene un fajo de papeles cosidos abierto por la mitad.
Cuando Jisoo se aproxima, Kai señala un símbolo dibujado
con tinta azul. Le resulta vagamente familiar. Está rodeado de
notas y esquemas; la letra es tan diminuta y abigarrada que
Jisoo ni siquiera intenta leerla. Por suerte, Kai responde a su
pregunta antes de que él la haga, como siempre. Le gusta eso
de él. Con Kai, nunca se siente mal por no saber algo, porque
el príncipe siempre está encantado de explicarlo todo.
—Es un símbolo divino, como los de nuestros tatuajes. —
Golpea la página con el dedo una vez más—. Simboliza la
unión con los espíritus. Por eso los nudos de las ceremonias de
juramento de los monjes tienen esta forma, ¿ves? Mi
antepasada Oyuki Ameagari —el pecho de Kai se hincha con
orgullo— lo talló en el primer autómata de sangre. Era su
manera de decir que, dado que funcionaba gracias a la magia
de los espíritus, estaba ligado a ellos, como nosotros.
»Pero Akihiro… Él creía que ese símbolo tenía… poder
en sí mismo. Que reforzaba las capacidades naturales de la
takedita. Hizo pruebas. Él fue quien inventó los controladores
de los autómatas, ¿lo sabías? Se creía que eran artefactos tan
complicados que solo él sabía fabricarlos. Pero no. Resultó
que, en secreto, grababa este símbolo en los autómatas y los
controladores, para… enlazarlos. —Kai pasa las páginas del
diario y le muestra a Jisoo unos esquemas dibujados con
carboncillo; mecanismos rudimentarios de madera con el
símbolo de unión tallado en todos ellos—. No me lo dijo,
claro. Pero cuando lo detuvimos, investigamos todas sus
pertenencias, y encontré sus notas. Entonces lo entendí.
Parecía imposible… pero yo también lo he estado probando,
Jisoo. —Le lanza una mirada fugaz. La luz de un farol
proyecta reflejos ondulados sobre las escamas de su máscara,
como si realmente fuera un dragón bajo el agua—. Funciona.
Materiales no conductores de magia se vuelven conductores
cuando los marcas con este símbolo. Podría ser el mayor
descubrimiento de toda una era desde que se inventó el motor
a sangre. ¿Entiendes? La conductualidad de… Espera, lo estoy
haciendo otra vez, ¿verdad? Estoy hablando demasiado
deprisa. —Al ver la expresión de Jisoo, el gesto de Kai se
torna sombrío—. O igual estoy hablando demasiado, a secas.
—No… Solo… espera.
Jisoo ya ha oído eso antes. Símbolos que tienen magia.
Símbolos que otorgan dones a cosas que no deberían
tenerlas…, o que se los arrebatan. Es lo que dijeron Ter y
Dantelle cuando explicaron cómo funcionaba su magia negra.
Jisoo había encerrado esa información en un cajoncito de su
pecho, ignorándola, ignorando todo lo que implicaba,
asumiendo que eran una mentira de los extranjeros para salvar
el pellejo o, en el mejor de los casos, que simplemente estaban
equivocados. Que había otra explicación, aunque ellos no la
supieran. Una explicación que no implicara que todo lo que
Jisoo había creído cierto, los cimientos mismos de su Imperio,
era un engaño.
Y, sin embargo, ahí estaba Kai, un príncipe, como él,
insinuando…
—Es como un lenguaje —dice Jisoo—. Un lenguaje
mágico.
Kai se toma unos instantes para responder.
—Muchos pensarían que lo que estamos diciendo es un
sacrilegio.
—Creo que yo también lo pienso.
Pero si hace falta un sacrilegio para rescatar a Jisun, que
los espíritus le perdonen, porque está dispuesto a cometerlo.
A Kai le brillan los ojos.
—Respondiendo a tu pregunta de hace un rato,
teóricamente si grabara este símbolo en tu cuerpo y en mi
dragón, no haría falta llenar los tanques de combustible. El
dragón podría alimentarse directamente de tu magia.
Jisoo empieza a remangarse, buscando algún instrumento
con el que trazar el símbolo sobre su piel. ¿Los pinceles y la
tinta normal servirán, o tendrá que tatuárselo? No importa,
él…
—¿Estás loco? —Kai suelta una carcajada seca—. ¡No
pienso hacerlo! No sabemos las consecuencias que podría
tener anclar una máquina a un ser humano.
—¿Y entonces por qué me has contado todo esto?
—Pensaba que lo preguntabas por curiosidad científica.
Mira —dice Kai, acercándose para bajar la manga de Jisoo,
que, por pura frustración, se ha quedado paralizado a mitad de
gesto—, no sabemos cómo funciona esto. Y el dragón necesita
muchísima energía.
—Soy el heredero de la Tormenta. —Recuerda aquella
palabra, «ilimitado», que Dantelle empleó para describirse a sí
mismo, y aprieta los labios—. Mi don no tiene límite.
—Pero tu cuerpo sí. Observa.
Kai abandona la mesa y se interna entre las plantas que
hay detrás. Hay hojas y lianas por todas partes; en el suelo,
colgando de las vigas del techo con las ramas como cabellos
meciéndose bajo la brisa. Kai señala hacia arriba, de puntillas.
Sobre su cabeza, Jisoo ve un tubo de bambú con la mitad
superior descubierta. Recorre el taller como una serpiente,
vertiendo agua sobre las flores.
—Es como esta cañería. Es un circuito, el agua puede
fluir por él eternamente, pero hay que respetar el flujo. Si
pasara algo como esto… —Kai agita los dedos. Jisoo no se
había percatado del leve rumor del agua hasta que este se
detiene. El líquido abandona la cañería y empieza a flotar y a
acumularse sobre un mismo punto. Poco a poco, se va
formando una esfera, cada vez más grande, como una luna.
Cuando Kai chasquea los dedos, el agua cae de golpe sobre la
cañería, desbordándola y derramándose por todas partes—.
Los hijos de las cinco dinastías podemos emplear toda la
magia que queramos. No nos cansamos como los monjes.
Forma parte de nosotros. Pero si nos atraviesa de manera
descontrolada, si algo la empuja… —Mira de soslayo la
cañería, que sigue goteando sobre las plantas—. Si te anclo a
la máquina y algo sale mal, quizá no sabría detener la unión. Y
si te arranca más energía de la que tu cuerpo puede canalizar…
no sé qué podría sucederte.
»Además, no falta tanto —añade, con una sonrisa
conciliadora—. Podríamos volar con el combustible que hay
en el tanque, pero quiero estar seguro de que tenemos de
sobra. Por si acaso. Mi dragón no es como una diligencia, no
puede rellenarse con un cortecito a mitad de camino.
—Pero…
Calla. Sabe que Kai tiene razón. A Jisun no le servirá de
nada que salga a buscarla ahora mismo si a cambio el dragón
autómata va a hacerlo explotar desde dentro, o lo que sea que
Kai tema que pueda pasar.
—En el fondo siempre has tenido espíritu de científico,
¿eh? De investigador. —Kai posa una mano en su brazo, cerca
del corte de la última extracción. Siente la herida palpitando
contra su mano—. Pero ya no tenemos diez años. Y si esto
sale mal, podrías llevarte algo peor que una tonta cicatriz.
Está sonriendo, con ese gesto soñador que pone cuando
habla de su infancia.
—¿Qué cicatriz?
—Vamos, sé que tienes que acordarte de eso.
—Claro —miente Jisoo—. Pero aun así, me gustaría oírte
contarlo.
Necesita despejar la cabeza, olvidarse de ese símbolo que
sigue sobre el diario abierto, llamándolo como si atrajera la luz
de todos los faroles. Quizás una de sus aventuras de infancia lo
relaje.
—No me dejarás olvidarlo nunca, ¿eh? Como si no
hubiera sido culpa de los dos… Muy bien —ríe Kai—. Una
vez, cuando vivía en tu palacio, vimos una tormenta, y un rayo
cayó sobre el estanque, y la energía se propagó por el agua
como… como otro tipo de magia. Bueno, te lo puedes
imaginar. Y yo me obsesioné con entender qué había pasado.
Y entonces…, ¿en serio tengo que volver a contarlo?
—Por favor.
—Cómo te gusta humillarme… Bueno, pues entonces se
nos ocurrió la idea de recrearlo. El príncipe de la Ola y el
heredero de la Tormenta, ¿qué podía salir mal?
Jisoo sonríe, avergonzado. Él nunca ha sido capaz de
invocar rayos a voluntad, no con el control que tienen su
madre o Jisun. Intuye cómo va a acabar la historia, aunque no
la recuerde.
—Me acerqué demasiado, tú te viniste demasiado arriba
y… ¡FZZZZZ! —Kai finge una convulsión, agitando las
ramas enormes que lo rodean. Ríe—. Por las plumas de
Bondad, juraría que pude verte el esqueleto. Salimos volando
por los aires, y tú tuviste la mala suerte de ensartarte el
hombro con la rama de un árbol. Pensé que te habías matado.
Pero aquí estás, ¿cuánto, diez, once años después?, vivito y
coleando. Y mírate: ¡el príncipe Jisoo en todo su esplendor, a
punto de hacer historia!
—¿En serio me hiciste eso?
—Bueno, fue cosa de los dos, ¿eh? Aunque la emperatriz
no lo vio así. Poco después nos marchamos de Beongae, y, en
el fondo, siempre he creído que ella apresuró las cosas porque
no quería que me acercara a ti. ¡Pero no fue para tanto! Solo te
dejé esa cicatriz en el hombro; ni siquiera se ve a no ser que
te…
Cicatriz.
En el hombro.
—Yo no tengo ninguna cicatriz en el hombro.
Por un momento, el rostro de dragón de Kai desaparece, y
Jisoo ve otros rasgos. Los suyos, o más bien los de Hyo, tal y
como eran aquella noche, la noche antes de la llegada de los
extranjeros.
Tenía la cara hinchada y magullada, aunque, a pesar de
eso, el parecido con Jisoo seguía siendo evidente. Por eso lo
había elegido su madre, claro. La misma mandíbula
puntiaguda, esos ojos grises tan parecidos a los tormentosos
ojos Beongae. Una altura similar, hombros anchos. Hombros
con una cicatriz a la derecha, pálida entre los tatuajes negros.
Con máscara y uniforme, resultaba casi imposible
distinguirlos. Era el sustituto perfecto. Tanto, que él mismo se
lo había creído. Había intentado quitar a Jisoo de en medio sin
que nadie se diera cuenta.
Oh, pero Jisoo se había dado cuenta.
—¿Cómo que no? —Kai alza las manos al aire, como si
estuviera escribiendo con un pincel imaginario—. «Querido
Kai, ¿qué tal la vida en Ameagari? Espero que, en mi
ausencia, no hayas desfigurado a ningún otro heredero del
Imperio». «Querido Kai, después de todo este tiempo, aún
siento el dolor del rayo en la cicatriz de mi hombro. Deberías
mandarme un cargamento vitalicio de dulces ameagis como
compensación». ¿Acaso llevas años haciéndome sentir
culpable en tus cartas, usando una herida que nunca llegaste a
tener? Qué poco honor…
Kai sigue carcajeándose, atravesando la selva artificial
hasta volver a la zona de las mesas. Tarda un poco en darse
cuenta de que Jisoo no lo ha seguido. Cuando le ve el
semblante, deja de reírse.
—Yo nunca te he mandado cartas.
«Hyo lo hizo», comprende. «Durante años».
Creía que sus artimañas se habían limitado al palacio de
Beongae, pero, de nuevo, lo había subestimado. Se preguntó
qué le habría contado a Kai. ¿Era el príncipe de la Ola otra
víctima de su engaño?
¿O era su aliado?
Quizás el traidor de la profecía no era Hyo, al fin y al
cabo.
—¿Qué te pasa? —dice Kai.
Tiene un punzón de hueso en una mano. La otra está
alzada. El rumor de las cañerías ha vuelto a detenerse.
No sabe quién se lanza encima de quién. (¿Es él? ¿Ataca
él primero?). Solo siente ira, ira y miedo y traición. Como
aquella noche.
De nuevo hay dedos en su rostro, arañando sus pómulos,
sus plumas, pero esta vez el único viento que restalla es el que
Jisoo convoca. La mesa de los planos cae al suelo con
estrépito cuando lanza a Kai sobre ella, o quizás es él mismo
quien tropieza. Los papeles vuelan. Algo golpea a Jisoo en el
costado. Agua, un torrente fuerte como un puño. Una pinza de
hueso le surca el brazo, y la herida del bíceps se reabre. La
sangre está caliente. También lo está el cuerpo que hay en el
suelo. Kai. Jisoo lo tiene aprisionado con las rodillas. El viento
zumba a su alrededor, agitando las ramas, desviando las
corrientes de agua que lo atacan por doquier. Jisoo lo siente
todo, siente la brisa que se cuela por la cúpula abierta, siente el
huracán que él mismo ha creado, siente el suspiro de su
agitada respiración. Y de la de Kai.
La toma en el puño y aprieta, y aprieta, como hizo con
aquel monje en Huozai. Solo que esta vez Dharani no está ahí
para detenerlo.
De pronto, lo ve todo negro.
Lo siguiente que nota es la cabeza zumbando como un
panal, y la respiración agitada. Luego oye el agua, agua
goteando.
Plinc.
Plinc.
Su uniforme está empapado. El agua se escurre por la
curva de su pico y por su pelo, empapando el suelo que tiene
debajo. No, el suelo no.
El cuerpo del príncipe Kai.
Jisoo se levanta, horrorizado. Kai está tendido entre las
ramas aplastadas de unos arbustos. Si retrocede, apenas podrá
verlo, semioculto tras las siluetas de las máquinas. Y Jisoo
quiere retroceder. Quiere echar a correr y no detenerse.
¿Qué ha hecho?
Se mira las manos. Están limpias, pero él las ve llenas de
sangre. Se arrodilla para hundirlas en un charco. Se restriega
los nudillos, los dedos, las uñas. Las uñas, las uñas, no puede
quedar sangre seca bajo las uñas. Mañana llegan los
extranjeros. Y Jisun. Tiene que aguantar hasta mañana. Se lo
contará a Jisun. Le contará lo que Hyo ha hecho, y si hay
cómplices de Hyo cerca, ella lo ayudará a encontrarlos. Lo
aclararán todo juntos. Mañana.
No.
El desfile ya ha pasado. Y es Jisun la que necesita su
ayuda.
¿Dónde está?
—¡Jisoo, estás aquí!
Reconoce la voz de Dharani un instante antes de lanzarse
sobre ella. La bailarina ha deslizado la puerta del taller y ha
entrado corriendo. Aiya llega detrás.
—¡Está muerto! —exclama Dharani, y Jisoo no puede
moverse, solo puede pensar: «¿Cómo lo sabe?».
—Dundas Redegar está muerto —dice Aiya—. Alguien
lo ha asesinado durante la fiesta.
En ese instante se oye un repiqueteo. Jisoo mira al cielo,
con los puños ya preparados y el viento silbando entre sus
dedos. Una grulla se ha posado al borde de la cúpula. Gris, con
plumas blancas en la cabeza y el cuello y un papel sellado
atado a una de las largas patas.
La información le llega como la luz de los relámpagos,
está allí y se va. El alcalde está muerto. Kai está muerto. Lo ha
matado. O no. Irán a buscarlo, ya están llegando mensajes. Kai
es un espía. Era. Es. Hyo lo engañó a él también. Lo hubiera
matado. Lo hubiera matado y Jisun se habría quedado en la
cima de esa montaña. Alguien viene. O vendrá. A buscar a
Kai. Pronto. Porque el alcalde ha muerto.
Tienen que marcharse de allí cuanto antes.
Jisoo se lanza sobre la trampilla del dragón. Las alas se
extienden mientras Dharani y Aiya entran en el interior de la
máquina.
—¿Qué haces? —Apenas siente la mano de Dharani en el
hombro—. Tenemos que avisar al príncipe Kai.
Como Jisoo no responde, Dharani se separa un poco de
él. Sus ojos repasan su ropa, el pelo empapado, la máscara.
¿La lleva torcida? ¿Le está mirando las manos? Las uñas, no
se ha limpiado bien las uñas…
—Jisoo, ¿qué ha pasado?
—Es un traidor.
—¿Quién?
¿Lo ha preguntado Dharani o Aiya? No importa.
—Creo que lo he matado.
Sabe que alguna de ellas grita, pero apenas lo oye. En ese
momento, las patas artificiales del dragón toman impulso, y la
máquina despega con un rugido que suena a huesos rotos.
13 de verano CCXLIX, año del ciervo
Sunjin no exageraba. Está aquí. Sea lo que sea,
está aquí.
Yo no oigo solo rugidos, sino gritos. Como una
pelea. La caverna en la que estábamos ha temblado
entera, como un terremoto. Al menos, eso es lo que
Takeshi quiere que le diga a la gente.
Ha venido a buscar a Sunjin. Estaba alarmado,
pero también… ¿emocionado? Nunca lo había
visto así. No entiendo qué sucede. Tiene que ver
con lo que guardan en las cavernas. Takeshi se ha
acercado a Sunjin, y han hablado como si yo no
estuviera delante. O como si ya fuera una de ellos.
Le ha dicho que ha llegado el momento para el que
nos hemos estado preparando.
Que es la hora del sacrificio.
Y luego se ha marchado. Ha sido Sunjin la que me
ha preguntado si no estoy ilusionada por ver cómo
la princesa Jisun cumple su papel. He sonreído
tanto que me dolía la mandíbula. Era la única
forma de convencerla de que no estoy aterrorizada
por lo que están haciendo. «Por fin se hará
justicia», dice.
Miente.
Miente, ella y todos los Altos Miembros,
mienten y ni siquiera se dan cuenta, como los
Señores.
Ha sido entonces cuando lo he tenido claro. Que yo
también sé mentir. Y que son mis mentiras, lo
siento mucho Honor, las que van a actuar esta
noche.
Cuando Sunjin se ha ido, todavía con restos de
sangre en los labios, me he encontrado con más
Altos Miembros que corrían a una de las
cavernas, contentos como en un festival de cambio de
estación. Todos parecen haberse congregado en ese
lugar, al menos los que siguen aquí. Algunos
todavía no han regresado de la bahía. Sea lo que
sea que han ido a contemplar, es lo suficientemente
importante como para que no quede ninguno en
ninguna otra parte.
Ninguno vigilando a los prisioneros.
Ninguno vigilando el muelle.
No debería perder tiempo escribiendo esto. Pero
necesito… aclararme. Convencerme. Y dejar
constancia de que he intentado hacer lo correcto.
Bian
Cuarta parte
Dantelle
—Monte Shuuha—
Cuando era niño, Dantelle acostumbraba a dormir siempre en
el mismo lugar. Ese banco sorprendentemente cómodo cerca
del templo de Ronda, el almacén donde su jefa guardaba todo
lo que saqueaban pero no lograban vender… Incluso en
espacios como ese, desconocidos, asquerosos y a los que
jamás pudo llamar «hogar», Dantelle encontraba el confort y
la paz de fingir que tenía una rutina. Puede parecer una
tontería, pero cerrar los ojos con la seguridad de que vas a
abrirlos en el mismo sitio es una de las mejores sensaciones
del mundo.
O eso es lo que pensaba, hasta que su dormir y despertar
se convirtió en una sucesión de días en los que solamente
escucha el goteo del agua filtrándose por las rocas del agujero
en el que lo han encerrado y las conversaciones en un idioma
que no entiende.
Le duele la cabeza, porque, desde el día en que lo
atraparon en Huozai, no ha vuelto a ver la luz del sol.
Sea lo que sea lo que están haciendo ahí, está claro que se
trata de algo chungo. Lo supo el primer día. Un tío con
expresión amable y los dientes perfectos lo visitó.
—¿Es verdad? ¿Es verdad lo que me han contado sobre
ti, mediasangre?
Y otra vez con lo mismo.
Pero esa vez, Dantelle calló, a pesar de que el extraño
había hablado en su lengua. Recuerda los ojos grises de la
emperatriz Beongae sobre los suyos y cómo pudo leer en ellos
el peligro. La mirada de ese tío era totalmente distinta: eran los
ojos de la locura. Cuanto menos sepa de él, mejor.
Al no replicarle, el hombre ladeó la cabeza y lo intentó en
losbita. Tampoco hubo resultado.
Y eso ya no le hizo tanta gracia.
—Si no vas a enseñármelo por ti mismo, no pasa nada —
sonrió otra vez—, porque tu cuerpo lo hará por ti.
Desde entonces no ha sucedido nada. Solo visitas
periódicas para darle de comer. Otro tío entró en su celda un
día y le colocó un aparato frío sobre la sien, como si quisiera
llegar hasta lo más profundo de sus sesos. Iba acompañado de
una chica morena de aspecto tembloroso pero ojos valientes
que estuvo tomando notas en un cuaderno sucio. Tampoco se
entera de mucho, porque la mayor parte del tiempo está como
ido; drogado, comprende al cabo de unos días. Lo descubre al
intentar arrancar las esposas de la pared a base de fuerza bruta
y mágica, y al darse cuenta de que estaba demasiado aturdido
como para lograrlo.
También sabe que le sacan sangre, porque se descubre los
cortes en los brazos y en el pecho. A veces lo espabilan
haciéndole tragar un líquido azul que sabe a medicina
asquerosa, pero nunca lo hacen cuando lo van a herir. No son
tontos.
A cada noche que duerme, con el cuerpo tirado sobre la
roca y el dolor de los cortes y las costillas golpeadas en la
pelea de Huozai, sabe que cuando lleguen noticias nuevas no
serán buenas.
Dos días después de que lo encerraran allí, tres, o una
semana entera, alguien lanzó una escala por el agujero en el
techo de su celda y descendió con cuidado.
—¿Te has decidido ya? —era el tío siniestro otra vez, e
iba acompañado de la chica joven, la que a veces tomaba notas
o le llevaba la comida—. ¿Vas a hablar?
Dantelle bostezó con descaro.
—De acuerdo, hoy empezaremos con las pruebas. Dile a
Akihiro que prepare las cosas, Bian.
Lo dijo en su lengua. Para asustarlo, tal vez. Por la cara
de confusión de la chica, ella no lo entendió, así que el tipo
añadió algo más en losbita. Pero Dantelle, que no es idiota,
comprendió una palabra que llevaba viendo en los labios de
Jisoo desde que llegó a Losbias: Jisun.
Dijo algo sobre la princesa Jisun.
Joder, claro.
Si la princesa seguía viva, seguro que la tendrían
encerrada en un hueco asqueroso como ese. Pero ¿cómo
saberlo?
Suficiente tenía con enfrentarse a lo que se le venía
encima.
La chica volvió, supervisada por una mujer con cara de
malas pulgas. Bian, la habían llamado. Se arrodilló a su lado y
desplegó un montón de herramientas por el suelo. A Dantelle
se le escapó una exclamación de sorpresa y reaccionó
instintivamente, tratando de escapar. Pero resultó inútil, los
grilletes que le habían encajado en los tobillos y en el cuello lo
inmovilizaron. La droga volvió a nublarle la cabeza.
—No… pasa nada —trató de tranquilizarlo la chica.
Tenía la voz suave, rota, como si no estuviera
acostumbrada a hablar con nadie. Aunque, en realidad, su
dominio de la lengua del Reino no parecía muy agudo. Parecía
estar haciendo un esfuerzo grande por comunicarse con él.
—No pasa nada, dice. —Dantelle apartó el brazo con
brusquedad—. ¡No me toques!
La chica, Bian, se cayó de culo hacia atrás y lo miró con
el ceño fruncido. Tenía una cara de las que no están hechas
para enfadarse, pero estaba claro, por la manera en la que
torció la boca, que la había cabreado de verdad. Con un gesto
de la mano manejó el viento y este le golpeó con la suavidad
de una pluma en la mejilla.
La escuchó maldecir en losbita.
—Tú obedece. O Takeshi vuelve. Es peor.
Supuso entonces que Takeshi era el de la sonrisa
desagradable.
—¿Qué me vas a hacer?
—Yo no. Yo no hago. Ellos y Siwang, Siwang y ellos
ocupan de ti.
Dantelle la entendió a pesar de que había intercalado
palabras en losbita. Recuerda los cuentos y leyendas que les
narraba Aiya en el barco, camino a Huozai. Siwang. La deidad
destructora.
Él no cree en esas paparruchas, pero hay algo que le
preocupó más al escuchar esas palabras. La sonrisa de la tipa
detrás de Bian. Y también la pregunta que no para de hacerse
desde ese momento.
¿Quiénes son ellos y qué cojones va a pasar?
Bian aprovechó el ensimismamiento fugaz de Dantelle y
se echó sobre él, envolviéndole la nariz con un pañuelo
empapado en una sustancia que olía a tierra y moho.
Y sin que pudiera evitarlo, un sueño artificial acudió a él.
Jisoo
—Monte Shuuha—
Oye el restallar de las alas contra el viento, los chasquidos del
mecanismo colosal que los rodea, pero siente como si todo
procediera de su interior. Como si él fuera la máquina. Maneja
palancas y ruedas casi sin ser consciente de ello y, a la vez, sin
dejar que su mente se concentre en nada más. Nada que no sea
esa sucesión de controladores de metal y hueso. La cabeza de
Jisoo ha tomado el control, y él está vacío, acatando sus
órdenes igual que el dragón acata las suyas. La bestia autómata
aletea por el cielo casi negro, bajo la mirada plateada de los
espíritus, allá entre las estrellas. Si Jisoo fuera capaz de
sorprenderse en ese momento, sin duda lo haría. No era
consciente de haber retenido tan bien las instrucciones que le
había dado Kai.
Kai.
Nota las manos húmedas sobre la palanca. Sangrientas.
No hay sangre esta vez, pero Jisoo la siente. El viento
serpentea a su alrededor, colándose entre la red de huesos e
hilos de cobre hasta el interior de la cabina. Silba y se escapa,
igual que la respiración de los pulmones de Kai.
«El traidor», es lo único que se permite pensar antes de
volver a vaciarse. Se aferra a la palanca que controla el ala
izquierda, como si así pudiera hacer que dejase de temblarle la
mano.
Aiya y Dharani han intentado hablar con él, alteradas,
pero al cabo de un rato han debido de notar que era inútil.
Ahora están en silencio, o quizá murmuran entre ellas,
camufladas por el rugido del viento. No lo sabe. Solo tiene
ojos para los controles y para el pedazo de horizonte que ve a
través del visor de la cabina: ya han sobrevolado el pedazo de
mar que aísla el palacio de Ameagari, y ahora se deslizan
sobre la ladera arbolada del monte Shuuha. Hacia la cima. Su
objetivo.
Jisun.
No tiene que pensar en nada más. «Solo eso importa», se
obliga a creer.
Una ráfaga de viento zarandea al dragón hacia la derecha,
y Jisoo ve el pico del Shuuha desaparecer de su ruta. Acciona
la palanca de una de las alas para adaptarse a la nueva
corriente de aire. La extremidad del dragón responde entre
crujidos, con una lentitud extraña.
Y luego, deja de responder por completo.
«No puede ser», piensa. «Kai ha dicho que había sangre
suficiente para el vuelo de ida».
Kai.
Kai, arañándolo mientras se quedaba sin aire.
Kai, con las manos pintadas de rojo. Como Hyo. No,
como él.
El estruendoso batir de las alas del dragón, que los
llevaba acompañando desde que han alzado el vuelo, se
detiene, y solo entonces Jisoo comprueba lo alto que ruge el
viento.
¿Y si era mentira? ¿Y si Kai nunca quiso ayudarles a
encontrar a Jisun? ¿Estaba compinchado con la secta, además
de…? La cabeza de Jisoo da vueltas, como una pluma
arrastrada por un huracán. Recuerda las máscaras blancas, de
hueso, ahora lo sabe, de los terroristas que trataron de matarle
durante el festival de la Primera Brisa.
Siente el instante preciso en que el dragón empieza a
caer, porque Aiya, Dharani y él salen disparados contra la
parte superior de la cabina. El choque le deja sin aire.
Tanto si Kai ha saboteado el dragón como si se trata de
un fallo imprevisto, ahora da igual. Lo único que importa es
que la nave se bambolea a merced del viento, y que el suelo se
acerca a velocidad vertiginosa.
Dharani y Aiya se agarran a lo que pueden para evitar que
las embestidas del dragón las arrojen de un lado a otro como a
muñecas de trapo. Jisoo las imita, aferrándose a una barandilla
mientras busca algo en la cabina, algo con lo que escribir.
¿Podría dibujarse el símbolo que le enseñó Kai? ¿Lo recuerda
con la suficiente precisión? No le importan los riesgos. Si es
que existen. ¿Y si eso también era mentira?
Sigue buscando. Si consigue vincular su magia al
dragón… Pero ahí no hay nada más que planos olvidados,
hilos de cobre y palancas.
«Eres el heredero de la Tormenta», se dice. «No necesitas
ninguna máquina para volar».
Llama al viento, y el viento le reconoce.
Con un crujido brutal, el dragón frena su caída. El paisaje
recupera la verticalidad; han descendido tanto que ya no ven la
cima del Shuuha, pero al menos vuelven a apuntar hacia el
cielo, y no hacia la tierra llena de rocas y ramas puntiagudas
como lanzaespadas. El aire infla las alas de lona del autómata,
haciéndolo planear, con su tripa hecha de huesos rozando la
copa de los árboles más altos. Jisoo siente ese vendaval como
si fuera su propio aliento. El borboteo de la magia le recorre el
cuerpo y le embota la cabeza. Apenas nota lo fuerte que se está
agarrando a la barandilla; no hasta que esa fuerza empieza a
fallarle.
En cuanto pierde la concentración, el viento pasa de
siervo a enemigo. Zarandea al dragón en el aire, y, con él,
también a Aiya y a Dharani. Le ha traicionado. Como Kai.
Como Hyo. Jisoo trata de volver a doblegarlo, pero se le
escapa entre los dedos, igual que la barandilla.
El autómata vuelve a caer en picado; el suelo aparece de
nuevo al otro lado del visor. Jisoo intenta rescatar el poder de
sus entrañas, aunque sabe que es inútil. Conoce ese
agotamiento, y lo que viene a continuación. Mientras oye
gritar a Aiya, a Dharani y al viento, mientras ve el suelo
acercándose a través de su vista cada vez más nublada, Jisoo
se pregunta quién lo reclamará antes, si la inconsciencia o la
muerte.
Gana la inconsciencia, pero por poco. Instantes después
de que el príncipe se desmaye, el autómata se estrella contra la
ladera con toda la fuerza de un verdadero dragón.
Hanlu
—Monte Shuuha—
Hanlu leyó en uno de los rollos de la biblioteca de palacio que
los oráculos soñaban sus profecías. Cerraban los ojos y veían,
clara y vívidamente, lo que estaba por venir. ¿Sentirían algo
parecido a lo que está viviendo él ahora? Un despertar contra
un sucumbir al sueño constante.
Ni siquiera le duele el puñetazo que le ha arreado Ter en
la boca durante su pelea. Irónico que un rato antes estuvieran
besándose como dos amantes. Irónico también que tenga más
sentido lo del mamporro que lo del romance. Claro que, ahora
que ha recuperado la lucidez durante unos minutos, no va a
detenerse a pensar qué siente al respecto. Está más preocupado
por lo que lo rodea.
Es la parte de atrás de una diligencia comercial. Lo han
encerrado en el mismo lugar que unas cuantas cajas de
mercancía. ¿Trasladarían a Jisun en un sitio como ese?
Ha encajado mejor de lo que creía toda la información
que le ha dado Ter en el callejón, sobre el secuestro de la
princesa y cómo se lo ocultó. No está enfadado. Solo
preocupado. Ahora entiende la actitud de Jisoo en Suiren. La
súplica en los ojos de Aiya, pero también la culpa.
Todavía algo grogui, se pone en pie. Le han colocado
unas esposas en las muñecas que no le dejan moverse mucho,
así que tampoco intenta nada. Al fin y al cabo, su objetivo es
colarse en la guarida de la secta. No dura demasiado
levantado, porque la diligencia da un bamboleo y sale
disparado contra las cajas.
Al momento, todo se para.
Cuando las puertas se abren, lo reciben un par de ojos
enormes, envueltos bajo bolsas de piel. Una mujer se le acerca,
lo toma del brazo y lo hace salir al exterior. Sigue siendo de
noche, pero las personas que han ido a recibirlos portan
antorchas que iluminan los alrededores.
—Camina.
La orden viene acompañada de un golpe en la espalda.
Hanlu da un paso al frente y, aunque quiere buscar a Ter entre
todas las caras que hay allí, prefiere agachar la cabeza y
ocultar su rostro todo lo que puede con la sombra de su
flequillo.
El trayecto no es largo, pero sí demasiado confuso como
para memorizarlo. Serpentean por una zona boscosa, cruzan
por un río y saltan de roca en roca hasta llegar a una zona en la
que las corrientes de viento complican su avance.
Durante un momento cree que van a escalar la montaña.
Espera que no, porque siente su corazón palpitar más lento que
de costumbre, los músculos de los brazos agarrotados y los de
las piernas cansados, como si hubiera acudido a la carrera
desde la bahía Mediasangre.
Pero se equivoca. Los que se han reunido con ellos en la
diligencia tienen preparadas unas barcas que parecen de
juguete si las compara con las galeras de su palacio. Sin
embargo, pronto comprueba que son casi igual de resistentes y,
sobre todo, mucho más rápidas.
Pronto se da cuenta de que están navegando río arriba.
Algunas de las personas mueven los brazos como ha visto
hacer a los monjes de la Ola y utilizan la fuerza del agua para
impulsar las barcas. No estarán escalando la montaña por
fuera, pero sí están subiéndola desde sus entrañas.
Lo vuelven a empujar y esta vez se queda en una esquina,
mirando la proa de la barquichuela de delante. Desde allí
distingue el pelo rizado de Ter y suspira.
—Cállate —le gruñe la misma mujer que lo ha sacado de
la diligencia.
Hanlu pone los ojos en blanco. Pero no es el momento
para llevarles la contraria, así que, igual que lleva haciendo
desde que Ter lo entregó, espera.
Espera mientras avanzan por una gruta oscura y fría.
Espera cuando desembarcan y lo vuelven a empujar en
diferentes direcciones. Espera al escuchar gritos de euforia que
le llegan a lo lejos y que significan que allí hay mucha más
gente de la que creía.
Y solo deja de esperar cuando el grupo cruza por un
espacio enorme en el interior de la gruta. Es solo un instante,
porque estiran de él para continuar.
Pero Hanlu lo ve.
Con sus cuatro cuernos, torcidos y afilados. El espacio
vacío de los ojos. La mandíbula de hueso. El pelo blanco. La
bestia es tan gigantesca que roza el techo de la cueva.
Siwang.
El mero nombre le desagrada.
Pero no tiene tiempo para eso. El grupo se ha reducido
considerablemente. Ter no lo mira, pero saber que sigue junto
a él lo tranquiliza un poco. Entre ellos dos hay tres personas
más. Una llama a una puerta incrustada en la roca.
—Takeshi, hemos vuelto. Y tenemos un regalo que te va
a alegrar el día.
Ese Takeshi no parece tener mucho interés en sus buenas
noticias, porque la puerta tarda un rato en abrirse.
Los recibe un hombre delgado, con la mandíbula
marcada, barba negra recortada y ojos oscuros. No hay nada
en su rostro que diga que es alguien especial, y, sin embargo,
Hanlu sabe, por la forma en la que todos los demás se intentan
hacer más pequeños, que se trata de alguien con poder.
Su padre también tiene ese efecto en los demás, y siempre
ha pensado que es más fruto del miedo que del respeto. Ese tal
Takeshi transmite la misma sensación.
—No llegáis en un buen momento.
Es su invitación para que pasen al interior de la
habitación. Se trata de un despacho normal y corriente, con
decoración losbita y continental a partes iguales, pero las
paredes, de roca, están cubiertas de musgo. Tiene algo de
animal que no le gusta un pelo.
—¿Ha sucedido algo?
Takeshi se toma su tiempo para contestar. Da una vuelta
por la habitación, rozando con sus dedos largos la humedad de
las paredes. Luego, se apoya en la mesa de estilo extranjero
para mirarlos.
—¿Quiénes son?
Hanlu siente el pinchazo de algo afilado en su espalda
cuando lo empujan para que Takeshi lo vea mejor. Por primera
vez, se resiste y agacha la cabeza con brusquedad. Ni quisiera
podría considerarse una reverencia.
—Venga ya, niñato. —La mujer que lo ha acompañado
todo el rato lo agarra de la mandíbula y, con una fuerza
extraordinaria, lo obliga a mirar a Takeshi—. ¿Has visto? ¿Ves
esto, Takeshi?
—¿Qué tengo que ver? —Takeshi posa sus ojos sobre él
y Hanlu saborea la bilis en el fondo de su garganta. No quiere
que lo mire nadie. Pero menos ese hombre, que tiene
expresión de depredador.
—Este muchacho de aquí —otro de los tíos habla a su
espalda. Estará señalando a Ter, seguramente— nos ha traído
al mismísimo príncipe del Sol. El polluelo de fénix ha caído en
nuestras manos por gracia de Siwang. Takeshi, esta es la cara
de Hanlu Huozai.
Esas palabras lo alteran más de lo que debería. Intenta
zafarse de la mujer que lo sujeta y, de hecho, lo consigue. Le
hierve la sangre y ahora que ha empezado no pretende parar.
Con las muñecas unidas por las esposas, mueve los brazos y le
suelta un mamporro al que tiene más cerca.
El revuelo es inmediato. Takeshi ni se inmuta, pero su
gente se lanza sobre él entre insultos. Hanlu se defiende como
puede, y parece que es suficiente, hasta que un par de brazos
lo inmovilizan por detrás.
Le va el corazón a mil por hora.
Es Ter.
Y puede sentir su latido, también acelerado, contra él.
—¡Suéltame!
—Tendrá que aguantar un poco más, Alteza.
Takeshi observa a Ter y luego sonríe de medio lado.
—Siwang también es caprichoso a su manera, ¿sabéis? —
Takeshi se rasca el mentón, pensativo. Y luego asiente, como
si hubiera mantenido una conversación silenciosa y privada
consigo mismo—. Esta noche, mientras regresabais, hemos
conseguido que Siwang despierte por fin. Pero también hemos
sufrido una traición dolorosa, y hemos perdido al sacrificio
que exigía la profecía.
»Sin embargo, Siwang es caprichoso, como su propio
hijo —repite—, y parece que lo hemos vuelto a encontrar.
Gracias por unirte a nosotros en un día tan especial, Hanlu
Huozai.
Hanlu reproduce la palabra «sacrificio» cientos de veces
en su cabeza en menos de un segundo.
Lo que ya no escucha es el latido del corazón de Ter, que
parece haberse detenido al mismo tiempo que Takeshi ha
pronunciado esas últimas palabras.
Jisoo
—Monte Shuuha—
Jisoo ha sucumbido a su magia las veces suficientes como para
reconocer a qué se debe el malestar que inunda su cuerpo
como un veneno. Ese dolor y esas náuseas le son familiares,
tan familiares que tarda en entender lo que significa estar
sintiéndolas.
Está vivo.
Por un momento cree que se ha quedado ciego, porque
solo ve negro. No, no es negro. Azul. El azul oscuro del cielo,
atravesado por… ¿relámpagos? No, por huesos. Huesos rotos
y ramas igual de astilladas.
Antes de que pueda recordar cómo ha llegado hasta allí,
un rostro se interpone entre su cara y el cielo. Dharani.
Lo abraza tan fuerte que duele. Se le escapa un gemido
que hace que Dharani lo suelte, retrocediendo un poco
mientras signa algo con manos rápidas. Jisoo cree reconocer el
gesto, pero está demasiado aturdido para recordar qué
significa. ¿Alivio, quizá? Dharani parece darse cuenta de su
lapsus, porque dice:
—Por Bondad…, menos mal.
A su alrededor se despliega el interior del dragón, que
ahora no es más que un amasijo de ruinas invadidas de bosque.
Jisoo está tendido sobre los restos. Siente una punzada de
dolor, una que no tiene que ver con el tirón de la magia. Baja
la mirada y se encuentra la tela negra de su uniforme rajada
sobre su muslo, pegada a la sangre de una herida que no
recuerda haberse hecho. Dharani también tiene arañazos por la
cara y los brazos, y Aiya…
—¿Dónde está Aiya?
Jisoo intenta incorporarse, pero Dharani lo detiene sin
demasiado esfuerzo. Está pegada a él, quizá para vigilarlo, o
quizá para asegurarse de que puede ver bien sus labios bajo la
luz de las estrellas.
—Está bien. Ha ido a por agua para las heridas y…
bueno, para ti. —Lanza una mirada hacia lo que antes era el
visor de la cabina, que se ha convertido en un hueco enorme
que deja ver la espesura contra la que se han estrellado—.
Volverá pronto. Estamos cerca de la cascada; puedo sentir la
vibración.
—Pero tenemos…
—Tú tienes que descansar. Así no puedes ir a ningún
lado.
»Y también tienes que explicar muchas cosas.
Aquellas palabras le devuelven a Jisoo la pieza que
faltaba.
Kai.
El recuerdo tiene un sabor irreal, como si perteneciera a
una pesadilla. Se le constriñe la garganta.
—Era un traidor —consigue decir.
Dharani abre mucho los ojos. Siguen maquillados, por la
fiesta, recuerda Jisoo. ¿Realmente ha sucedido esa noche?
Parece que hayan pasado años. Ojalá fuera una pesadilla de
verdad. Eso tendría más sentido.
—La profecía… —dice Dharani—. ¿Kai colaboraba con
la secta?
—No. No lo sé. Pero…
Dharani le posa una mano en el hombro, suavemente,
como si fuera un animalillo asustado. ¿Acaso no lo es?
—Puedes decírmelo. Lo que ha pasado. No contaré nada
que pueda perjudicarte.
—Lo sé, el juramento —asiente Jisoo—. Pero Kai es…
—¿era?— un príncipe. No me parece justo implicarte más de
lo que ya…
Dharani lo interrumpe con un bufido.
—¡No es eso! Yo… —Casi parece arrepentirse de haber
llamado su atención, porque frunce los labios y cavila un rato
antes de decidirse a añadir—: Sé que te cuesta confiar. Lo
entiendo. Y a lo mejor no debería decirte… —Dharani
siempre lo mira directamente cuando habla, pero ahora le da la
sensación de que sus ojos lo atraviesan—. Mi Señora es Kali
Sandesh. Juré con ella antes que contigo.
—Pero eso es…
—¿Pecado? —Dharani se encoge de hombros—. Jurarte
era la única forma de que me dejases ayudarte con Jisun. Lo
hice para proteger a la mujer que amo. Dudo que las Virtudes
condenen eso.
»No te soy fiel por un juramento. Sino por… —Dharani
signa algo. Al no estar segura de si Jisoo lo ha reconocido, se
golpea el pecho con la mano—. Eres mi amigo. Al principio
no —sonríe—. Pero ahora, después de todo…
Jisoo sabe que debería sentirse conmovido. Una parte de
él lo hace. Pero el resto de su ser le recuerda que solo una
persona lo había llamado amigo, y esa persona era Hyo.
Por unos instantes, lo único que se interpone entre Jisoo y
Dharani es el silbido del viento que se cuela por entre los
huesos. Lo siente en la piel de la nariz.
Expuesta.
Se lleva la mano al rostro, alarmado, pero su máscara
sigue ahí, aunque el pico ha desaparecido. Ha debido de
partirse cuando se estrellaron. ¿Cómo es posible que el golpe
no le arrancase la máscara por completo?
—Estaba torcida. Te la he puesto bien —interviene
Dharani, tomándole la mano para evitar que se corte con el
borde astillado del pico—. Tranquilo. Casi no te he visto la
cara.
De nuevo, silencio. Los dos comprenden las
implicaciones de lo que acaba de decir.
Podría haberle mentido. O, simplemente, podría haberse
callado.
Pero no lo ha hecho, porque confía en él. Y él…
—Es un complot —dice Jisoo—. Kai está… estaba
implicado en un complot en mi contra.
Espera que Dharani lo interrumpa. Sin embargo, ella
sigue callada, con sus ojos fijos en él. Siente el impulso de
apartar el rostro mientras habla, pero se mantiene firme, para
que la luz de la luna ilumine sus labios.
—¿Recuerdas cuando hablamos en Gamja? Cuando
mencioné a mí… amigo —empieza Jisoo. Dharani asiente—.
Se llamaba Hyo. Crecimos juntos, desde los seis años. Mi
madre lo encontró entre las ruinas del templo de la Tormenta,
cuando fue a inspeccionarlo tras la masacre.
»Supongo que se fijó en él porque era un niño solo,
aunque quedaron muchos tras el atentado. Lo que realmente le
llamó la atención fueron sus ojos. Tenía los ojos grises, casi
como un Beongae. Y era de mi misma edad, de altura
parecida… Hasta nuestras caras se parecían un poco. No tanto,
en realidad, pero nadie conocía mi rostro, de todas formas.
Cubierto con una máscara, y con esos ojos…, si decías que
Hyo era yo, nadie sospecharía que no era cierto. —Jisoo traga
saliva, intentando leer en la expresión de Dharani si intuye lo
que viene a continuación—. Era el doble perfecto.
»Mi madre supuso que habría quedado huérfano tras la
masacre, si es que no lo era ya. Nadie lo echaría de menos, o,
si lo hacían, creerían que había muerto en el atentado, como
otros tantos. Así que lo trajo a palacio y lo educó en el uso de
la magia, la diplomacia… La intención era que me sustituyese
en actos públicos cuando mi madre considerase que era
demasiado peligroso que yo acudiera en persona. Nadie sabía
que Hyo existía, salvo mis padres, Jisun y yo.
—Eso es… —se le escapa a Dharani. No sabe continuar
la frase. O quizá no se atreve.
—Horrible —dice Jisoo por ella—. Crecimos como
hermanos. Pero, en realidad, él estaba siendo criado a espaldas
del mundo, para arriesgar su vida en lugar de la mía cuando
hiciera falta. —A pesar de lo que sabe sobre él, sobre en qué
se convirtió, por algún motivo le revuelve el estómago pensar
en cómo debió de ser vivir así—. No sé si me traicionó por
rencor, por ambición, o por ambas cosas. Quizá vivir a
espaldas del mundo, educado para ser la sombra de otra
persona…, quizá se volvió loco.
»He oído que otros príncipes utilizan a dobles para
ocasiones puntuales. Es un secreto a voces. Pero aquello… era
distinto. Mi madre jamás permitiría que se supiera que temía
tanto por su heredero como para robar a un niño con tal de
protegerme. Jamás toleraría semejante humillación. Y Hyo lo
sabía. Y debió de pensar también que, si me sucedía algo, mi
madre jamás lo confesaría ante el mundo. Ya sabes cómo
reaccionó cuando desapareció Jisun. Si yo desapareciera, mi
madre dejaría que Hyo fingiera ser yo, con tal de que nadie
supiera la verdad. Eso debió de pensar y, sinceramente, no
creo que se equivocase.
—Quieres decir…
—Quería suplantarme, Dharani. Sé que suena a locura,
pero… —Dharani, sin embargo, no lo mira como si estuviera
loco, y eso le da fuerzas para continuar—. Yo iba a todos los
eventos públicos, mientras que mi madre le consultaba a él las
decisiones, lo mantenía al corriente de los avances de la
cumbre con los extranjeros… A Hyo siempre se le dio mejor
que a mí la política. Y la magia. Pero aun así… Era como si yo
fuera el sustituto y él el heredero. Y entonces comprendí que
eso era lo que él quería. —Dharani se muerde el labio y se
retuerce las manos, como obligándose a no interrumpirle, y
Jisoo lo agradece. Si se calla, no está seguro de poder
continuar. Para mí, Hyo era… como un hermano. Lo veía
incluso más que a Jisun, sobre todo desde que nuestro padre
murió y ella pasó a ser la diplomática de la familia, a viajar.
Hyo y yo entrenábamos juntos, dormíamos en los mismos
aposentos. Una vez incluso me convenció de que me quitara la
máscara y nos escapamos a ver el puerto por la noche. Fue la
primera vez que salí de palacio. Él… Dharani, juraría que él
también me apreciaba. No sé si fingía, o si… —Jisoo sacude la
cabeza y resume—: No sé cuándo empezó su traición. Solo sé
cuándo me di cuenta.
»Hace unos cinco meses, en el festival de la Primera
Brisa, una secta trató de matarme. —Dharani asiente, y Jisoo
recuerda, avergonzado, que ella ya lo sabía—. Llevaban
máscaras de hueso. Ahora que lo pienso, quizá no querían
matarme —echa un vistazo hacia el exterior, esperando
vislumbrar la cima del monte Shuuha. Solo ve maleza—, sino
tan solo humillarme y luego llevárseme, como a Jisun.
El viento sopla de nuevo entre la carcasa de huesos. Esta
vez suena como el eco de las risas de los terroristas, aquel día:
«¡El principito, él solo y sin guardia! Menuda suerte
hemos tenido».
—No dejaban de llamarme… Alteza, príncipe, heredero.
Y recuerdo que pensaba: «Exacto. Es quien soy. Y esto es
precisamente lo que mi madre siempre había temido. ¿Por qué
estoy aquí? ¿Por qué no me ha sustituido Hyo?».
Jisoo no aparta el rostro, como querría, pues necesita que
Dharani vea bien sus labios. Pero sí cierra los ojos,
avergonzado.
—Sé que fue un pensamiento cobarde. Pero desde
entonces no pude evitar darme cuenta: se paseaba a sus anchas
por el palacio vistiendo mi máscara, iba a reuniones políticas
en mi lugar sin que mi madre rechistara. Lo único que se
interponía en su plan era…
—Tú.
Jisoo asiente.
Se pregunta, como todos los días y todas las noches desde
entonces, si hubo otros indicios antes del festival que él no
supo ver. Pero, como siempre, su memoria se vuelve turbia y
vaga cuando intenta remontarse más allá de la Primera Brisa,
como si el terror que le invadió aquel día aún le envolviese,
como si fuera un velo. Se había vuelto incapaz de recordar
cómo veía la vida antes de aquello.
—Hyo nunca lo mencionaba. Tampoco mi madre. Como
si fuera así como debían ser las cosas. Y yo…, ya no sabía en
quién podía confiar.
—Pero…, no lo entiendo —se atreve a preguntar Dharani
—. ¿Qué quería hacer contigo? ¿Intentó…?
—Yo tampoco lo sabía. Por eso no compartí mis
sospechas con nadie. Quería escribirle a Jisun, pero no me
fiaba de las cartas… Así que esperé. Pero el día anterior a la
llegada de los extranjeros, mi madre y Hyo estuvieron
hablando de todas las reuniones que tenían por delante. Me
despacharon de su conversación, como si yo no fuera más
que… —Jisoo sacude la cabeza—. Así que esa noche, en
nuestros aposentos, me enfrenté a él. Le dije que sabía lo que
pretendía, que sabía que quería suplantarme. Hyo trató de
confundirme, sin resultado. Y luego…
No continúa. Por cómo lo mira Dharani, sin duda ya ha
entendido lo que sucedió a continuación. No le obliga a
decirlo, pero lo sabe.
Sabe que asesinó a Hyo.
Jisoo ha revivido esa noche infinitamente; el dolor, la
traición, la sangre están tatuados bajo sus párpados y lo
atormentan cada vez que cierra los ojos. A esas alturas, es
incapaz de distinguir qué recuerdos son ciertos y cuáles son
pesadillas, qué se dijo en realidad, o quién lo dijo.
«¿A qué clase de juego retorcido estás jugando?».
«¡Yo soy Jisoo Beongae!».
«Esto no tiene por qué acabar así. Puedes marcharte de
palacio si es lo que quieres. Nadie tendrá que saberlo
jamás…».
«Por favor… Hemos crecido juntos. ¿Es que no lo
recuerdas? ¡Somos como hermanos!»
Como hermanos.
A Jisoo siempre se le había dado mejor el cuerpo a
cuerpo, pero Hyo era inexplicablemente superior con la magia.
Sabe que solo le venció porque pilló a Hyo por sorpresa.
Cuando piensa en aquello, únicamente es capaz de evocar
el dolor de los golpes, el estrépito de una taza de té
estrellándose contra el suelo, la asfixia de la magia de Hyo
robándole el aire de los pulmones, sus propios dedos en el
cuello de él. Los recuerdos se desvanecen como destellos. Lo
único que rememora con claridad es el después. El silencio. La
oscuridad.
Cómo llenó el maltrecho uniforme de Hyo con piedras y
arrojó su cadáver al estanque.
El resto de la noche bien podría haber durado un
parpadeo. Jisoo tan solo recuerda la sangre por todas partes; en
el suelo de sus aposentos, en su ropa, en su cara, en sus manos.
Recuerda limpiárselas hasta dejarlas casi en carne viva, porque
parecía que la sangre no saldría nunca de sus uñas. Hyo estaba
en sus uñas, no podía librarse de él, y el sol ya salía y llegarían
los extranjeros y el desfile y todos lo sabrían. ¿Y qué haría su
madre? ¿Qué haría la orgullosa emperatriz si le dijera que se
había fraguado un complot contra su heredero sin que ella lo
supiera?
¿O acaso sí lo sabía? Quizá… Quizá consideraba que
Hyo era un regalo de las Virtudes, el sucesor carismático y
mágicamente bendecido que se merecía el linaje Beongae.
«No», se repite Jisoo cada día. Su madre, la mayor devota
de Honor en todo el Imperio, jamás permitiría que un sustituto
usurpase el trono de su legítimo heredero.
Y, sin embargo, ¿no era exactamente eso lo que había
estado haciendo?
—Mi madre piensa que Hyo desapareció durante el
atentado, en el desfile. Como Jisun. Esta misión no es solo
para encontrarla a ella, sino a los dos.
—Jisoo, yo… No sé qué decir.
Dharani hace amago de abrazarlo, y Jisoo no sabe si
hubiera soportado que lo hiciera. Sin embargo, la chica se
detiene a mitad de gesto y simplemente lo toma de las manos.
Las suyas son suaves, morenas y pequeñas en comparación
con las de él. Ahora mismo, siente que son lo único cálido en
el mundo.
—Yo tampoco —responde Jisoo—. No creo que nunca
sepa… —¿Entenderlo? ¿Explicarlo?—… olvidarlo. Y sé que
no debo hacerlo.
—Entonces, el príncipe Kai…
No entiende todo lo que hay en los ojos de Dharani.
Espanto, compasión… Lo que sabe con seguridad es que hay
miedo. Eso sí lo reconoce.
«¿Siente miedo por mí —piensa Jisoo— o de mí?».
Él siente ambas cosas.
—Kai estaba de su lado. De Hyo. Se carteaban. Él creía
que Hyo era yo: habló de su cicatriz, de cosas que no… que
nunca pasaron…
—Pero Jisoo…
Dharani se detiene a media frase. «Pero Jisoo, quizás era
inocente…». «Pero Jisoo, a lo mejor se trata de un error…».
¿Qué puede decir él? ¿Cómo va a explicar el pánico animal
que lo ha invadido al comprender que Kai había estado en
contacto con Hyo durante años? Dharani no lo entendería. No
ha crecido rodeada de enemigos invisibles. No ha sentido en el
cuello la mordedura de una daga que llevaba su nombre. No
sabe cómo se tambalea tu mundo cuando descubres que aquel
a quien consideras tu hermano desearía haber empuñado esa
daga y haberla hundido en tu piel.
—Estuve a punto de morir por ser quien soy. Por ser
Jisoo Beongae, el heredero del Imperio —masculla Jisoo, con
los labios tan apretados que no sabe si Dharani podrá leerlos
—. No podía quitarme eso. Es todo lo que tengo. Yo…
Se para en seco, pero esta vez no es porque no encuentre
las palabras. Ha oído algo.
Dharani se envara al percibir su alerta. Sus manos
rebuscan por el suelo hasta que entran en contacto con un
pedazo de tierra que asoma bajo la carcasa de huesos del
dragón.
—Pasos —confirma al cabo de un rato—. Será Aiya con
el agua.
Aun así, su postura no se relaja. Tampoco la de Jisoo.
Se había olvidado por completo de Aiya. Por Sheng,
durante unos instantes se ha olvidado hasta de dónde están; del
monte, de la secta. De Jisun. Jisoo se asoma por el boquete que
antes era el visor de la cabina, esperando ver a Aiya
atravesando los matorrales. Sin embargo, el rostro que aparece
entre la espesura no es el suyo.
Está arañado y sucio; con las mejillas hundidas sobre los
pómulos. Jisoo no recuerda la última vez que lo vio así, sin la
protección del pico y las plumas. Pero los ojos… esos ojos, de
un gris tormentoso, no dejan lugar a dudas.
—¿Jisun?
Dharani
—Monte Shuuha—
Tiene que mirar a Jisoo para asegurarse de que lo que está
viendo no es un espejismo. Pero no, sabe que no. Ha soñado
demasiadas veces con ella, la ha mirado durante demasiado
tiempo, como para no reconocerla, a pesar de la oscuridad, de
las heridas y de los huecos que han aparecido bajo sus
mejillas.
Dharani corre entre los restos del dragón, sus pies más
ágiles que nunca, esquivando huesos, palancas y quién sabe
qué más. No mira por dónde va ni por dónde pisa, solo ve a
Jisun, Jisun, Jisun.
A pesar de su curiosidad por las profecías y los oráculos,
Dharani nunca ha creído en el destino, no de la manera en la
que hablan de él en los santuarios, como algo escrito desde
siempre, impuesto por las estrellas. No fue cosa del destino
que ella y Jisun se encontraran. Fue Dharani quien le habló en
aquel baile de la embajadora hoa thơmi en el palacio de la Ola.
Fue Jisun quien se decidió a tomarla de la mano por primera
vez. Sin embargo, cuando por fin abraza a su princesa, cuando
nota cómo su cabeza encaja perfectamente en el hueco de su
cuello, sus brazos en la curva de su cintura, Dharani se
pregunta si los espíritus no habrán tenido algo que ver con
aquello. Porque, cuando sus labios se rozan con todo el anhelo
que han guardado durante todo ese tiempo separadas, siente
que Jisun y ella han sido creadas para estar juntas, como dos
piezas de la misma obra de arte. Que son, y siempre han sido,
inevitables.
No se da cuenta de que Jisun está empapada hasta que el
agua humedece su propia ropa. Dharani se separa de ella,
apenas un ápice, para poder mirarla.
Parece el espectro de alguna leyenda, hermosa y terrible,
con el pelo negro chorreando sobre su cuerpo. Dharani siente
sus dedos mojados en el rostro cuando se lo alza para mirarla
también, y siente el frío que dejan en su piel cuando los retira.
«¿Qué haces aquí?», signa Jisun.
—¿Yo? —responde Dharani. Está acostumbrada a hablar
por señas con Jisun, pero ahora mismo la idea de separar sus
manos de ella le resulta insoportable—. Jisun, ¿qué ha pasado?
¿Qué te han hecho? ¿Estás bien? Hemos…
Los ojos de su princesa, esos ojos grises y almendrados
que tanto ha echado de menos, se alejan de su cara por primera
vez.
—¿… Jisoo? —la ve musitar.
Dharani mira hacia un lado. Se había olvidado de Jisoo,
pero, por supuesto, ahí está él, pegado a su hombro. No parece
ser consciente de su propia debilidad, ni de la herida de la
pierna que hasta hace un rato le impedía ponerse en pie. Mira a
Jisun con la boca entreabierta, respirando tan deprisa que se le
agitan las plumas maltrechas que le cubren los pómulos.
Barbota algunas palabras, tan inconexas que Dharani es
incapaz de descifrarlas, y de pronto todo se vuelve negro,
porque el príncipe se abalanza para abrazar a su hermana sin
importarle que Dharani esté en medio. O quizá no se da
cuenta. Jisun, que está tiritando, le devuelve el abrazo.
Tras un rato que a ambos debe parecerles demasiado
corto, se separan. Jisoo rodea la cintura de Jisun con el brazo y
le indica a Dharani que la ayude a meterla en la cabina, al
resguardo del viento. Jisun se sienta como puede tras el
destrozado panel de control. No deja de mover los labios y las
manos, hablando con Dharani y Jisoo, mirándolos a ellos y a la
enorme estructura de huesos que los contiene.
«¿Estáis bien?».
«¿Qué hacéis aquí?».
«¿Es el autómata de Kai?».
«¿Dónde está Kai?».
«¿Estáis bien?».
«¿Os habéis estrellado?».
«¿Cómo habéis llegado hasta aquí?».
«¿Estáis bien?».
Jisoo se quita la capa superior de su uniforme y Dharani
le ayuda a colocarla sobre los hombros de Jisun. La princesa
aún viste el traje de gala que llevaba durante el desfile de
Beongae, rajado y convertido en harapos que apenas le cubren
la piel y que dejan a la luz todas sus marcas: las viejas, esos
símbolos que tatúan la historia de su linaje sobre su cuerpo;
pero también otras nuevas, líneas irregulares y rojas, algunas
cubiertas ya por costras, otras, por la carne tierna y rosa de las
cicatrices recientes.
Dharani siente una ira ciega en el estómago. Si tuviera
delante al responsable de aquello, no sabe lo que podría llegar
a hacerle.
«¿Qué te han hecho?».
«Estoy bien», signa Jisun, diciéndolo también en voz alta
para que Jisoo la oiga. «Las heridas son de extracciones de
sangre. Pensé que quizás intentaban usarla como combustible
para algo como esto», añade, mirando las ruinas del autómata
que los cobijan del frío. «Pero es solo una teoría. Es posible
que quisieran mi sangre para otra cosa».
No le tiemblan las manos ni la mirada, ni siquiera en esas
circunstancias, con el cuerpo lleno de heridas, la piel de
gallina y los ojos hundidos. Dharani suspira, aliviada a pesar
de todo. Sea lo que sea lo que le han hecho, no han podido
quitarle eso. Sigue siendo Jisun, práctica, fina e irrompible
como acero templado.
Tampoco le han arrebatado sus tatuajes, se da cuenta,
asombrada. Hubiera esperado que los fanáticos se hubieran
ensañado con ellos, esas marcas que retratan el linaje que tanto
detestan. Sin embargo, a pesar de que la piel de Jisun está
cosida de cicatrices, los tatuajes siguen intactos. Dharani los
ha recorrido tantas veces con los dedos y los labios que podría
dibujarlos de memoria. Por eso se da cuenta de que hay uno
nuevo.
«Esto», signa, y luego lo señala. Es el único que está
atravesado por una herida, pero, aun así, está segura de que no
lo había visto nunca. La tinta destaca, negro brillante contra el
gris desvaído de los tatuajes más viejos.
«Me lo hicieron al llegar. Luego, hace unos días, lo…
rompieron». Jisun señala el tajo que parte el símbolo en dos.
Frunce las finas cejas, como siempre que está concentrada, sin
duda intentando rescatar algún otro recuerdo que pueda serles
útil.
De pronto, sus ojos se dirigen a Jisoo. Dharani la imita.
—… visto eso antes —lee en los labios del príncipe—. Se
supone que ancla la magia a un objeto, que ayuda a… ¿cómo
era? A conducirla. Dijo que podría usarse para enlazar
directamente una máquina y una persona, pero que el resultado
era impredecible. Y peligroso —añade con mirada sombría.
—Entonces tenías razón —le dice Dharani a Jisun—.
Querían… usarte para algún tipo de autómata. —Mira a Jisoo
—. Como el que vimos en Huozai.
«Puede ser. Oía ruidos desde mi celda como de…». Jisun
sacude la cabeza de nuevo, frustrada. «Pero no lo sé. Nunca lo
vi. Desperté dentro de mi celda, en una cueva, y nunca me
sacaban de allí».
A Dharani se le revuelve el estómago al imaginar a Jisun
sola, encerrada, mientras esos fanáticos experimentaban con
ella. Le acaricia las heridas antes de decir:
«Entonces…, ¿cómo has escapado?».
«Ha sido una chica», signa ella. De nuevo, repite las
palabras en voz alta para que Jisoo pueda seguirlas. «Se
encargaba de mí a veces, de traerme comida y esas cosas.
Nunca me había dirigido la palabra. Pero hoy… algo la ha
hecho cambiar de opinión. Ha dicho algo sobre un sacrificio.
Que pretendían usarme como sacrificio esta noche. No
recuerdo muy bien los detalles… suelen… solían drogarme
para asegurarse de que no conseguía escapar por mi cuenta»,
explica Jisun. Un destello de tormenta relampaguea en sus
ojos grises. «La chica me ha dado algo, un reconstituyente,
pero, aun así, yo estaba muy débil. Me ha ayudado a salir de la
celda y me ha llevado a escondidas hasta el acuífero. Me ha
dicho que tenía que remontar el curso, que terminaría llegando
a la catarata».
Dharani contempla una vez más su pelo y su ropa
empapados. Recoloca la capa de Jisoo sobre la piel de Jisun,
pero luego opta por cubrirla con sus propios brazos. Si la
estrecha fuerte, puede notar el ligero temblor de sus huesos.
Cuando vuelve a hablar, siente la vibración de su pecho.
—No me ha acompañado —ve que le responde a Jisoo—.
Ha dicho que tenía que encargarse de alguien más, pero que
era arriesgado que yo esperase. Que tenía que marcharme o me
matarían.
Dharani cruza una mirada con el príncipe.
—Dantelle.
Ante la mueca interrogante de Jisun, Jisoo y ella la ponen
al tanto de lo que se ha perdido, lo más rápido y claro que
pueden. Aiya, Dantelle, Ter, el atentado de Huozai… Dharani
no se explaya cuando menciona a Kai, y tampoco se gira para
comprobar si el príncipe da más explicaciones. Jisun los
escucha en silencio, con la atención cuidadosa que le dedica
siempre a todo lo importante. Se toma unos instantes para
asimilarlo antes de decir:
«Si es verdad lo que dijo esa huozi, Aiya, entonces ese
extranjero domina la magia…», frunce los labios y detiene las
manos, crispadas, como conteniéndose para no signar «magia
negra». «Por eso dejaron de sacarme sangre», añade tras un
rato, pensativa. «La sangre del extranjero es más poderosa que
la mía». Solo Dharani, acostumbrada a descifrar hasta la
arruga más imperceptible de su rostro, sabe cuánto le ha dolido
en el orgullo decir aquello. «Si su sangre es tan valiosa para
ellos, no podemos dejar que la tengan. Hay que rescatarlo.
Tenemos que volver a la guarida de esa gente lo antes
posible». Jisun abarca los restos del dragón con la mirada.
«Tenemos que arreglar esto».
Dharani no puede evitar que se incorpore, con la capa de
Jisoo resbalándole por los hombros al mismo tiempo que
examina el maltrecho panel de mandos. El suelo vibra bajo sus
pies cuando el príncipe se pone en pie también, apoyándose en
Dharani sin darse cuenta.
—Es demasiado tarde, Jisun —lo ve decir—. Ahora ya es
irrecuperable.
—Tal vez con mi magia… —Jisun calla de golpe, y
aunque a Dharani no le ha dado tiempo de girarse hacia Jisoo,
la cara de la princesa es todo lo que necesita para imaginar qué
le ha respondido su hermano—. Tú no me das órdenes.
La brusquedad de Jisun parece sorprenderlos a todos. La
mano de Jisoo se crispa sobre el hombro de Dharani y ella lo
mira, sin saber qué va a encontrar en su rostro. No esperaba
esa expresión mal disimulada de derrota. Parece cansado,
cansado como el mundo. Como si estuviera cargando con el
árbol de Honor a sus espaldas.
—No quieres oír esto, Jisun, pero te han usado, herido y
drogado. Y esto —Jisoo señala el destrozado dragón— no
tiene remedio. No sé qué podría pasar si intentaras… No. No
voy a arriesgarme. A arriesgarte. No voy a perderte otra vez,
Jisun.
Dharani estrecha el brazo de Jisoo. No sabe si debería
hacer algo más. Siente que no tendría que estar presenciando
ese momento y, a juzgar por la expresión de Jisun, ella
tampoco esperaba que su hermano le dijera algo así.
—Sé que tu misión es rescatarme —empieza, tras un rato
callada—, pero…
Si Jisoo la interrumpe o es ella quien deja la frase en el
aire, Dharani no lo sabe. Cuando mira al príncipe, ve que está
diciendo:
—… es protegerte, pero también proteger a nuestro
Imperio. No voy a dejar que esos malnacidos se salgan con la
suya. Rescataremos a Dantelle.
»Ahora que sabemos que hay otra manera de acceder a la
cima del monte… Yo mismo subiré —decide Jisoo,
aparentemente ignorando que aún tiene que apoyarse en
Dharani para mantenerse en pie—. En cuanto vuelva Aiya y
me asegure de que estás bien, pero… Un momento.
Lo dice al mismo tiempo que Dharani lo piensa.
Aiya. Aiya, que debería haber vuelto ya.
—Ha ido al río. Jisun, has dicho que la catarata ocultaba
el acceso a la secta. —Por el rabillo del ojo, Dharani ve cómo
la princesa asiente. Él traga saliva—. ¿Y si alguien te ha
seguido?
No dice más, pero todos comprenden lo que realmente
implica su pregunta.
«¿Y si alguien te ha seguido… y ha encontrado a Aiya?».
Aiya
—Monte Shuuha—
Se ha echado a llorar. Y la sensación de debilidad se hace más
y más fuerte con cada lágrima que le recorre las mejillas y le
empapa la barbilla, como una caricia desagradable. Se siente
tonta mientras corre por el bosque, dejando atrás el
campamento en el que Dharani, el príncipe Jisoo y su hermana
seguirán hablando.
«Es demasiado tarde, Jisun. Es irrecuperable».
Eso es lo que ha dicho el príncipe Jisoo cuando la
princesa ha sugerido salvar a Dantelle. Tendría que haberlo
sabido, que si por algún casual conseguían rescatar a su
hermana, él podría dejar atrás a los demás. Ese era el pacto.
Esa era la misión.
Pero Aiya se siente tonta.
Tonta como todos los años en el templo en los que Tao y
los demás insistían en que una monje no puede ser cobarde.
Que repetían una y otra vez que nunca sería capaz de defender
a nadie sin haber recibido una orden directa. Sin una
obligación. Y ella sabía que estaban en lo cierto. Siempre ha
sido miedosa, torpe, precavida y sin iniciativa. Una soldadita
que esperaba sentada a que alguien le dijera qué hacer.
Primero obedeció a sus padres, cuando la llevaron al templo.
Después a sus maestros. Desde arriba, los espíritus
dictaminaban su futuro. Y luego llegó el príncipe Jisoo, con
ese pacto a ojos de Sheng que no puede romper o caerá en
desgracia.
Detiene sus pasos.
—¿Qué estoy haciendo?
¿Qué está haciendo? Juramentó con el príncipe.
«Yo, Aiya Ziwei, prometo ser fiel a este juramento».
Prometió bajo la bendición de Sheng que ayudaría a
Beongae a encontrar a su princesa, que daría con los
secuestradores y que nunca traicionaría al príncipe Jisoo.
«Y que caiga sobre ti la catana de Honor en caso de que
lo incumplas. Y que sea yo quien te castigue siguiendo su
voluntad».
—¿Qué he hecho?
Todavía está a tiempo de regresar. Podría inventarse
cualquier cosa para justificar la tardanza y ninguno de ellos
sabría que ha estado a punto de traicionarlos por Dantelle.
Dantelle.
Dantelle, que no dudó ni un instante en ayudar a Jisoo
desde el principio. Que luchó junto a ellos en Gamja. Y le
salvó la vida en Huozai. Varias veces. ¿Qué hay de honorable
en dejar a alguien atrás?
Aiya se limpia las lágrimas y echa a correr de nuevo,
esquivando las ramas de los árboles y pisando
silenciosamente, para impedir que alguien siga su rastro.
Puede que no tenga tan buen oído como una monje sandeshi,
pero la naturaleza es parte de los monjes, sin importar la
región. El Sol vive dentro de ella, y su luz hace crecer las
plantas, da vida a los animales y ofrece la esperanza de un día
nuevo que llega. Los monjes del Sol son así. Por mucho que
Huozai siempre haya sido considerada la isla de la violencia,
del fuego y del terror, para ella es su orgullo y es vida. Y como
tal, sin importar juramentos, ni espíritus ni estrellas, Aiya tiene
un deber mayor que espera que el mundo entienda: salvar a
Dantelle.
No puede permitir que alguien que ha hecho todo lo
posible para ayudar en un conflicto que no es el suyo sea
desterrado. Pudo haber escapado con Ter en Gamja y se
quedó. Todavía recuerda su mirada cuando cayeron en la
trampa en el palacio de Huozai. Sus manos, bastas pero
cálidas, sobre las suyas. Su abrazo cuando emergieron del
agua para descubrir un horror todavía mayor.
No, no puede dejar que la secta haga con Dantelle lo que
sea que tengan planeado. Y no, no va a dejar que Jisoo
Beongae y su hermana lo condenen al peor de los castigos.
Honor, Perseverancia, Bondad y Serenidad. Son las
cuatro Virtudes que todo losbita tiene que aprender y respetar.
En ellas piensa cuando sigue caminando, escondiéndose a
cada sonido que le devuelve el frondoso bosque ameagi.
Murmura los proverbios que ha aprendido sobre ellas mientras
escala a los árboles para poder ver mejor, para seguir el
camino hacia la cascada sin desvíos.
Mi árbol es mi linaje, y sin él no soy nada. Mi linaje es
mi honor, y mi honor es el mundo.
El agua rompe el silencio y la calma que la rodea. La
cascada, que nace desde lo alto del monte, cae con la fuerza
del mismo martillo de Perseverancia.
Cuatro días y cuatro noches tardó Perseverancia en
arrancar la cima de la montaña. Cuatro días y cuatro noches
empleó en crear la luna. Cuatro días y cuatro noches le costó
subir a lo más alto y colgarla del firmamento.
Se corta las yemas de los dedos con las rocas cuando
escala por la ladera escarpada. Le duelen los pies al impulsarse
con toda la fuerza que tiene. La humedad de la cascada hace
que las manos se le resbalen varias veces, y es un milagro de
Serenidad que no se precipite al vacío.
Y entonces, Serenidad sacudió su cornamenta y los
árboles respondieron a su llamada. El espíritu sonrió y tiñó
las hojas de amarillo, el mismo color de sus ojos, ocultos tras
la máscara.
Aiya alcanza el lecho del río con el corazón a punto de
salírsele por la boca. Con un último esfuerzo, cruza la cascada,
cubriéndose la cabeza con los brazos para amortiguar la
brutalidad con la que el agua la machaca. Se arrastra sobre las
rocas, hacia el interior de una gruta, cansada y con el atuendo
de la fiesta chorreando.
Termina por recostarse en un rincón, contra la pared. Su
pecho sube y baja al ritmo de su respiración agitada. Está sola,
pero a través del agua, vislumbra un fragmento del cielo
nocturno. Es precioso.
Vuelve a llorar.
Fue Bondad la primera que se dio cuenta de que los
humanos no merecían la pena. Lloró y lloró sobre su nube,
resistiéndose a contarle a Sheng lo que había descubierto.
Pero entonces escuchó los gritos; los chillidos de cinco niños
que habían pasado las estaciones buscando las plumas de sus
alas, que ella misma había perdido. Y entonces, Bondad
bendijo a los niños, convirtiéndolos en los Señores de Losbias.
Esa historia de Bondad era su favorita hasta que conoció
a Dantelle. Ha pensado largo y tendido durante las noches de
viaje en los cinco niños y en las plumas. En cómo desde que
su camino se cruzó con el de Dantelle se ha dado cuenta de
que las cosas salen mejor cuando trabajas mano a mano con
los demás. ¿Encontraron las plumas esos niños? ¿O las
buscaron entre muchos más y esos cinco mintieron delante de
Bondad?
Aiya se levanta y continúa hacia el interior de la cueva.
Incluso cuando ya ha dejado atrás la entrada, el sonido del
agua sigue repiqueteando en sus oídos, haciendo que ni
siquiera sea capaz de escuchar sus pensamientos. Así que
sigue caminando. Sigue. Sigue. Cuando ya no hay suficiente
luz, enciende una pequeña llama de magia para iluminar su
camino.
Avanza, avanza, y solo se asusta cuando una gota helada
le cae en el hombro. Mira hacia arriba y descubre las
filtraciones. Toda esa montaña es humedad y agua. Como era
de esperar de un lugar en Ameagari. Y como buena monje
huozi, Aiya lo odia.
Continúa su camino, guiándose también con la mano
izquierda, con la que acaricia la pared. Es gracias a eso y a sus
pasos temerosos que se da cuenta de que la cueva empieza a
excavarse hacia arriba. Es incapaz de saber cuánto rato pasa
allí dentro, pero en algún momento, el sonido particular de la
gruta, el eco de su respiración y el fulgor de la llama dejan de
ser sus únicos acompañantes.
Son voces.
Son voces que se escuchan en diferentes acentos y
modulaciones. Están felices. Pero también asustados. Un
charco de luz de luna se adivina al fondo de la caverna. ¿Será
una salida al exterior? Es imposible, sean quienes sean
aquellas personas, que no se fijen en ella si la detectan. Su
ropa ha quedado hecha un guiñapo y el agua le está
congelando la piel. Le castañetean los dientes y el pelo se le
pega a la frente.
Por eso tiene cuidado de seguir oculta cuando se asoma.
También apaga el fuego, para no llamar la atención.
Parece una aldea. Una pequeña aldea con sus casas, con
su plaza y sus puestos de comida. Y la gente pasea por allí,
distintos colores en sus ropas, como si estuviera simplemente
siguiendo su rutina.
Tarda poco en darse cuenta de que se trata exactamente
de eso.
Cuando pensaba en la base secreta de la secta, escondida
en el monte Shuuha, se imaginaba oscuridad, tenebrismo y
figuras siniestras por doquier.
«¿Qué me esperaba?». Son personas normales.
Decide acercarse un poco más, pero se mantiene
agachada, deslizándose en la oscuridad de la noche, evitando
la luz que desprenden las antorchas de pie que iluminan la
zona. Y se queda cerca de unos árboles, observando como,
poco a poco, las personas se reúnen en el centro de la plaza
enorme.
Y esperan.
Como ella.
Son minutos eternos en los que Aiya se imagina cientos
de cosas. «¿Y si van a colocar a Dantelle ahí en medio para
que lo abucheen y le tiren cosas?». Se revuelve inquieta.
Y otro pensamiento acude a ella. «¿Y si se han dado
cuenta de que la princesa Jisun se ha escapado y la toman con
Dantelle?». Esas personas adoran a Siwang, cualquier cosa es
posible.
Pero se equivoca otra vez.
A quien esperan es a un hombrecillo no muy robusto, de
barba incipiente y brazos largos. Viste una túnica plisada y
levanta las manos hacia la multitud, generando un silencio
absoluto.
—Gracias por reuniros aquí hoy, a pesar de lo tarde que
es. Pero es una noche importante, y era justo que formarais
parte de ella. —Tiene una sonrisa amable. Incluso desde lejos,
Aiya distingue el hueco entre sus dientes. Como el de Dantelle
—. Las cosas se han precipitado últimamente. Seguro que lo
habéis notado. Sabemos que tenéis preguntas. Por eso estáis
aquí, por eso estamos todos aquí, porque perseguimos la
verdad a pesar de que los Señores hayan pretendido
arrebatárnosla. Pretenden detenernos, pero han llegado tarde.
Las estrellas predijeron nuestro éxito.
Una chica aplaude con los brazos levantados, como si
acabaran de darle la mejor noticia del mundo. Y pronto la
plaza se llena de jaleos y exclamaciones de ánimo. Sin
embargo, Aiya se fija en que muchos parecen más confusos
que emocionados.
El hombre que habla no cambia su expresión, y sigue
hablando:
—Es valioso que tengáis preguntas, aunque no siempre
podamos responderlas. Algunos lleváis aquí mucho tiempo,
otros menos. Pero todos sabéis lo que perseguimos: el
Equilibrio, el verdadero orden de la naturaleza. No más
corrupciones de los Señores, no más mentiras ni falsas
alabanzas que halagan a las Virtudes y fingen desterrar a los
Defectos.
»Cuando decimos que aquí seguimos los designios de
todos los espíritus y deidades, no lo decimos porque sí. Somos
el instrumento de Su Voluntad, y es hora de que sepáis qué
significa eso exactamente. —Saca un rollo de entre los
pliegues de su túnica. La superficie está ajada y tan quebradiza
que es casi imposible que pueda extenderla del todo sin
romperla. También duda que pueda leerla a la luz de la luna.
Sin embargo, él no vacila cuando dice—: «Al igual que la luz
siempre crea sombras, toda creación forja una destrucción
acechante. Así como la noche debe existir para que llegue el
día, Siwang siempre regresará para que Sheng pueda construir
de nuevo sobre sus cenizas. —Tiene la voz firme y potente;
aunque no grita, toda la explanada puede oírlo—. No vendrá
en invierno, pues el invierno es su hijo, y en el hogar de un
hijo siempre se es bienvenido. La destrucción busca golpear, y
siempre golpea más fuerte si golpea cuando menos se la
espera: cuando la luz esté en lo más alto, cuando el Sol
envuelva el mundo en su abrazo más cálido y la dicha corone
su cúspide, allí aparecerá Siwang para arrebatar lo que el Sol
ha creado».
Aiya recuerda perfectamente esas palabras. Es como si
viajara en el tiempo, a tres días atrás, cuando Dharani, el
príncipe Jisoo y ella leyeron la profecía en el pergamino falso
que esa gente dejó en el santuario de la Ola.
Sus labios se mueven solos, al mismo tiempo que los de
ese hombre, cuando pronuncia las últimas palabras. Esas que
hicieron preguntar a Dharani: «Por Chisme, ¿de quién habla?
¿Quién va a venir?».
»Sus entrañas son llama y frío, fuego malva con el que
Siwang arrasará y reclamará aquello que siempre fue suyo: el
relámpago primero, el volcán, después. El tronar de las
cascadas anunciará su advenimiento final, y la sangre de
nuestro sacrificio bañará la seda blanca de sus cabellos».
Ter
—Monte Shuuha—
Las cosas no están saliendo según lo planeado.
Aunque tampoco es que hayan tenido demasiado tiempo
para planear nada, en realidad. Porque el estúpido de Hanlu se
ha lanzado sobre esos locos, y a Ter no le ha quedado más
remedio que seguirle la corriente e improvisar.
«Estúpido imbécil…». Se hubiera esperado algo así del
idiota de Dantelle, pero no de Hanlu.
Dantelle…
Ter traga saliva, como siempre que se acuerda de su
amigo. Como siempre, a secas, porque no hay ni un solo
momento desde que se separaron en que una parte de él no
esté muerta de preocupación por ese idiota.
La cosa no hubiera sido tan grave si esos chalados le
hubieran dejado acompañarlos hasta las celdas, o donde sea
que hayan retenido a Hanlu. Hubiera sido lo ideal, de hecho.
Así, Ter habría visto en qué parte de esas laberínticas cavernas
(porque por su puesto que la base de esos chalados está en
unas cavernas que dan un mal rollo que te cagas) encierran a
sus prisioneros, a Dantelle, a la princesa Jisun. Después, solo
tendría que seguirles la corriente un rato más, y en cuanto
miraran para otro lado, Ter se escaquearía y los rescataría a los
tres. Pero no ha habido visita de cortesía a las celdas. A juzgar
por lo que ha dicho el tal Takeshi, no hay tiempo.
«Hemos perdido al sacrificio que exigía la profecía… y
parece que lo hemos vuelto a encontrar. Gracias por unirte a
nosotros en un día tan especial, Hanlu Huozai».
Sea lo que sea lo que estén planeando esos fanáticos, va a
pasar hoy. Así que Ter tiene que rescatar a un imbécil y a dos
príncipes, o mejor dicho, a dos imbéciles y a una princesa,
antes de que eso ocurra. Solo.
«Paso a paso», se dice. Agobiarse no sirve de nada.
Agobiarse no salvará a nadie. Agobiándose no va a evitar que
esa pandilla de lunáticos se salga con la suya y hunda sus
zarpas en su mejor amigo, y en Hanlu; que lo sacrifiquen, han
dicho, a saber para qué o cómo piensan…
«Ya vale».
Así que ha puesto su mejor cara. Se ha reído al ver cómo
drogaban a Hanlu y lo arrastraban por los túneles, ha fingido
fascinarse mirando aquellas grutas llenas de estalactitas que
parecen las uñas de un monstruo gigante, cuando lo que en
realidad estaba haciendo era observar cada detalle en busca de
cuevas, pasillos, vías de escape, tomando nota mental de todo.
Ha visto salir a un montón de gente de una caverna en
particular, incluido ese tipo, Takeshi, que claramente es el líder
de aquellos chalados con colgantes de rubíes. Y el teatro de
Ter ha surtido efecto, porque los chalados le devolvían más
sonrisas que ceños fruncidos. Una mujer beongi a la que
alguien llamó Sunjin lo ha mirado con ojos extasiados cuando
otro de sus colegas le ha explicado que Ter les había entregado
en bandeja ni más ni menos que al heredero del Sol.
Envalentonado por lo contenta que parecía, ha sido a ella a
quien Ter ha insistido al ver que lo separaban de Hanlu.
—Quiero mirar como encadenáis a esa rata —ha dicho
—. Dame ese placer, anda.
Sin embargo, la mujer se ha negado. Sus ojos oscuros han
seguido la espalda de Hanlu mientras dos de los locos de los
colgantes lo arrastraban gruta abajo. Aún tenía la misma
mirada, llena de emoción y de odio. También tenía una mano,
firme como una garra, cerrada en torno al brazo de Ter.
—Las cadenas no son nada comparadas con lo que le va
a pasar.
—¿Y qué le va a pasar?
Pero Ter no ha conseguido que le responda nada
coherente, y tampoco que le soltase el brazo. Poco después,
entre el revoloteo de trajes que iban y venían por la gruta,
Takeshi ha ordenado que reunieran a «la gente» en un sitio
llamado «la explanada de los Altares», y después ha
desaparecido por un corredor de piedra. Ter procura
recordarlo, orientarse, mientras Sunjin tira de él en dirección
opuesta.
Oye a la multitud antes de verla. Sin embargo, el
murmullo que le llega del exterior no lo prepara para la
enormidad de lo que se encuentra.
Docenas, quizás un par de cientos de personas, esperan a
la salida de las cavernas. Tras sus espaldas recortadas por la
luna se extiende el terreno agreste del monte. Pero hay más
que árboles y piedras: una huerta enorme, cabañas a lo lejos.
El propio lugar donde espera la gente parece una plaza
circular; no está empedrada, pero sí rodeada por ocho
rudimentarias figuras de madera, plumas y piedras que Ter
reconoce como altares.
No son solo un puñado de chalados: aquello es una
maldita aldea.
¿Cuánto tiempo lleva esa gente viviendo ahí?
¿Cuántos saben lo que se cuece en las entrañas de roca de
su refugio?
Algunos miran a Ter con curiosidad, pero todos sus ojos
terminan deslizándose hacia Sunjin o hacia las otras personas
que salen poco a poco de la gruta. Ter se percata de que solo
ellos llevan rubíes al cuello.
Aprieta la mandíbula mientras Sunjin tira de él hasta
sumergirlo en la multitud. Algunos le hacen preguntas, que la
mujer ignora o acalla con un impaciente: «Espera, espera un
momento». Hay una especie de vibración en el aire.
Expectación. Miedo. Esperanza. Miedo.
Resulta imposible que todo eso se interrumpa por un solo
carraspeo, pero así es.
Ha sido Takeshi. En algún momento ha abandonado las
cavernas y ahora Ter lo tiene delante, bueno, hay muchas
personas que se agolpan entre ellos, y de hecho apenas puede
verlo entre los cuerpos apiñados. No es muy alto, ni tampoco
particularmente atractivo; sin embargo, es como un imán: por
algún motivo, resulta imposible no sentir dónde está.
Todo el mundo le escucha en silencio reverencial
mientras habla sobre verdad, justicia y equilibrio… Cosas que
suenan bastante razonables, piensa Ter, al menos si no sabes
que el tipo que las está diciendo con una sonrisa conciliadora
en los labios es un terrorista culpable de la muerte de cientos
de personas y que tiene a un príncipe drogado un par de
paredes de roca más allá.
Supone que esa gente, los que no llevan rubíes al cuello,
no lo saben. ¿Por qué si no iba a ser Takeshi tan críptico?
¿Para qué iba a distraerles con misticismos y profecías?
Porque está claro que eso que está leyendo es una profecía. Ter
ha tardado un par de frases en reconocerla, pero la mención al
fuego malva le ha refrescado la memoria: son las mismas
palabras que le recitó Dharani en Gamja. Bueno, casi las
mismas. No recordaba ninguna mención a Siwang.
Echa un vistazo entre los cuerpos apiñados. ¿Alguno de
esos altares representa a Siwang? Ter estudió la religión
losbita en la Academia, pero, según tenía entendido, Siwang
era una deidad casi olvidada que nadie adoraba, la contraparte
caótica de Sheng o algo así. No tiene ni idea de qué puede
significar que esos chalados estén intentando… invocarlo, o lo
que sea. Aunque está claro que no puede ser nada bueno.
A su alrededor, la gente también parece confusa. Ter
espera que alguien proteste, que le exija a ese carismático loco
una explicación en condiciones, algo más decente que esa
birria sin sentido; o, por el contrario, que todos obedezcan
ciegamente y dejen que los tipos de los rubíes al cuello se
marchen en silencio. Sin embargo, no sucede ninguna de las
dos cosas. Cuando Takeshi termina de hablar, sus fieles se
miran enseguida entre ellos, alguno incluso se atreve a lanzar
alguna pregunta a media voz, camuflado por el anonimato de
ser uno más en la multitud, pero ninguno de los tipos de los
rubíes contesta, y quien quiera que haya preguntado siente
demasiado respeto, o miedo, o ambas cosas, como para
hacerlo por segunda vez.
En algún momento del discurso Sunjin ha soltado a Ter
para unirse a sus compañeros de rubíes en el centro de la
explanada. La ve acompañar a Takeshi y a los demás de vuelta
al interior de las cavernas. Sea lo que sea lo que estén
haciendo allí, le interesa más que seguir siendo la niñera de
Ter.
Tiene que seguirla.
La gente se marcha despacio en dirección a las cabañas,
compartiendo entre inquietos susurros teorías sobre lo que
acaban de escuchar. Ter se mezcla con ellos con cuidado, sigue
a la muchedumbre hasta que esta empieza a dispersarse, y
entonces se escabulle entre lo que parece una plantación de
árboles frutales. Está asomándose entre los troncos para
comprobar si el camino de vuelta hacia las cavernas está
despejado cuando una mano lo agarra por el brazo.
Ter se gira, rápido pero tranquilo, con el cerebro
trabajando a toda velocidad, valorando si es mejor atacar o
disimular. Pero todas sus potenciales tácticas se rompen en
pedazos cuando ve el rostro de la persona que le acaba de
sorprender.
Aiya.
Le choca tanto verla allí que durante un segundo no se
percata de que va vestida de fiesta, o de que el maquillaje de
sus ojos está corrido, y su ropa, llena de desgarrones. No
reacciona hasta que ella le aprieta el brazo con afecto y
susurra:
—Estás bien… Gracias a Bondad, estás bien. Después de
lo de Huozai… Le pedí a Hanlu que te encontrase, pero no
sabíamos si habías…
Parece tan aliviada como confusa. Ter la entiende. Ahora
mismo, su cabeza es un hervidero de pensamientos,
sensaciones y preocupaciones que no sabe poner en orden.
—Estoy bien —dice. Empezar por algo obvio, sencillo, le
ayuda a mantener la mente despejada—. Acabé en los
calabozos de Beongae, pero Hanlu me ayudó a escapar. Fue él
quien me contó que Dantelle…
Ter sacude la cabeza. Aiya ya está al tanto del secuestro
de Dantelle, ¿por qué iba a estar ahí si no? No tienen tiempo
que perder contando cosas que los dos saben ya.
Pero hay algo que Aiya no sabe, comprende entonces.
—Tienen a Hanlu. La secta. Se le ha ocurrido la estúpida
idea de entregarse para llegar hasta aquí y que yo pudiera…
Se detiene al ver la expresión de horror en los ojos negros
de Aiya. La chica abre y cierra la boca, pero parece que las
palabras se le escapan de la lengua del mismo modo que el
agua se desliza por su traje de fiesta empapado. Ha debido de
cruzar la catarata. ¿Cómo lo ha averiguado?
—Escucha. —Ter la agarra de los hombros, y se pregunta
cómo es posible que no esté temblando—. Vamos a
rescatarlos. Ahora estamos juntos, ¿vale? Eso significa que
tenemos el doble de probabilidades de salirnos con la nuestra.
Y eso que yo ya tenía muchas probabilidades incluso estando
solo, ¿sabes? —Le sonríe de medio lado, esperando que su
impostada confianza la tranquilice.
Aiya no parece creérselo.
Tiene miedo. Por la Madre, ¿cómo no va a tenerlo? Sin
embargo, tras tomarse unos instantes para digerir lo que Ter le
ha contado, le devuelve una mirada con más determinación de
la que él la hubiera creído capaz. Y entonces se da cuenta de
que ha sido un tonto. Ha subestimado a Aiya. Porque la monje
está asustada, sí, pero no parece acobardada en absoluto.
—Entonces, ¿estabas con ellos cuando se lo han llevado?
A Hanlu. ¿Sabes dónde lo tienen?
Ter niega con la cabeza.
—He intentado seguirlos, pero me han traído aquí para
que oyera el discurso del chalado ese. Pero están en las
cavernas, eso seguro. Ahí es donde se cuece todo, lo que sea
que pretendan hacer esta noche. ¿Has oído la profecía? —Aiya
asiente—. ¿Entiendes qué significa? ¿Qué quieren hacer?
—No estoy segura. Es decir, ya sabíamos que esta secta
adoraba a Siwang, pero…
«Sabíamos».
—Aiya…, ¿dónde están Jisoo y Dharani?
Mira alrededor estúpidamente, como esperando que el
príncipe cuervo y la bailarina salgan por sorpresa de entre los
árboles. Sin embargo, lo único que se mueve son las ramas,
agitadas por un viento que amenaza con hacer caer las frutas
como si fueran bombas.
—Están abajo, más allá de la catarata —explica Aiya—,
con la princesa Jisun.
—¿Qué?
—Una chica, una de… —Aiya lanza una mirada vaga
alrededor— ellos. La ha ayudado a escapar.
—Pero entonces, ¿Dantelle…?
Aiya niega con la cabeza.
—La chica se ha quedado atrás. Le ha dicho a Jisun que
tenía que ayudar a alguien más, y entonces se han separado.
Supongo que se refería a Dantelle. Pero… —Aiya baja la
cabeza y se muerde el labio.
—Pero… —la anima Ter.
—Pero… si han escapado después de Jisun, sería
probable que yo me hubiera tropezado con ellos mientras
recorría los acuíferos.
—Así que probablemente siguen aquí.
—Eso espero —dice Aiya, y luego se tapa la boca, como
si se le hubiera escapado—. O sea…
No continúa, pero Ter entiende su desliz.
«Espero que sigan aquí, porque eso significa que no los
han encontrado».
Los dos intuyen lo que habría pasado entonces.
—Vale. Vale —dice Ter, pasándose los dedos por el pelo,
como si desenredando sus rizos fuera a desenredar también las
mil cosas que le pasan por la cabeza—. ¿Jisun ha dicho algo
sobre la chica, algo que nos ayude a identificarla? Quizá sea
alguna de las que he visto en las cavernas. Si sabemos quién
es, podemos pedirle ayuda. O algo sobre el lugar donde la
tenían encerrada, las medidas de seguridad… Cualquier
información puede sernos útil.
—No… No ha dicho nada sobre eso. Pero antes de
marcharme, yo… —Aiya baja la mirada de nuevo, y Ter sabe
que está recordando algo, que se está mordiendo la lengua. Sin
embargo, no hay tiempo para sonsacar secretos, así que la deja
continuar—. Tenía un tatuaje nuevo. Uno que le hicieron aquí.
No lo he visto, así que no podría reconocerlo, pero el… —de
nuevo esa duda, ese deje culpable en su ceño ligeramente
fruncido— el príncipe Jisoo ha dicho que era un símbolo que
vinculaba la magia a otras cosas. A los autómatas, por
ejemplo. Creen que los terroristas estaban experimentando con
la sangre de la princesa, que la estaban usando para algún tipo
de invento. Y que posiblemente están usando la sangre de
Dantelle para lo mismo. ¿Has oído algo de eso cuando estabas
con ellos?
—No. O sea, no he oído nada con sentido, esa gente está
mal de la cabeza. Pero creo que hemos pasado por una cueva
en particular que…, no he visto bien qué había dentro, pero la
mayoría de los mandamases, los de los rubíes al cuello, salían
de ahí. Si están trabajando con alguna máquina, seguramente
la guarden allí. Y si, como dices, están usando para eso la
sangre de Dantelle, y si pretenden… hacer lo que sea… esta
noche, quizá lo lleven ahí. Y a Hanlu —«para el sacrificio»,
piensa.
Es consciente de todos los «y si» que ha pronunciado.
Sabe que Aiya también se ha dado cuenta. Su plan consiste,
básicamente, en tirar para adelante ignorando que no tienen ni
puñetera idea de lo que está pasando.
Pero, del mismo modo que ambos son conscientes de eso,
también saben que no les queda otra opción.
No necesita decir nada más para que Aiya lo siga fuera
del parapeto de los frutales y hacia la entrada de las cavernas.
La explanada, que antes estaba abarrotada, ahora está vacía
salvo por los ocho altares y sus siniestras sombras. Toda la
gente se ha ido a dormir, o a intentarlo; todos excepto los tipos
de los rubíes. Oyen cómo trajinan en cuanto se internan de
nuevo en los túneles; sus idas y venidas amplificadas por la
reverberación de la cueva. Los ruidos aumentan conforme
recorren los túneles, confirmando que la memoria de Ter y su
sentido de la orientación los están llevando en la dirección
correcta.
La luz de la luna solo ilumina un par de pasos más allá de
la entrada, de modo que Aiya se ve obligada a conjurar una
llamita. Es diminuta, lo justo para ver por dónde pisan. No
quieren que la luz los delate y, de hecho, la oscuridad les
beneficia. El lugar está lleno de recovecos en los que
esconderse en caso de que algún sectario aparezca de repente.
Aun así, cuando los ruidos que delatan su presencia se vuelven
inquietantemente cercanos, Ter toma la mano de Aiya,
dispuesto a volverlos a ambos invisibles (o algo parecido) si es
necesario. Aunque espera que no se dé el caso. La
invisibilidad requiere un derroche de energía considerable, y
Ter intuye que esa noche va a necesitar hasta la última gota de
la magia que corre por sus venas.
Cuando Ter ya empezaba a creer que los ruidos eran una
pista falsa, un engaño de las paredes de piedra y su eco,
aparece un chasquido de luz en el suelo. Le da un apretón a
Aiya, pero ella ya se ha percatado. Apaga su llama, y ambos
empiezan a deslizarse hacia la luz, tan pegados a la pared que
Ter siente las esquirlas de la roca arañándole la piel a través de
la ropa. Hasta ese momento no se había parado a pesar que
seguía llevando ese estúpido conjunto que le ha comprado
Ikona. Repasa su atuendo mentalmente: la seda suelta de la
manga rasgada que alguien podría usar para agarrarle a
traición, y que él podría arrancar para convertirla en una soga.
El broche que le ciñe la faja de la cintura, ¿será lo
suficientemente afilado como para resultar útil en una pelea?
Joder, si no hubiera tirado la pistola de aquella matona, ahora
podría…
Su cadena de pensamientos se interrumpe cuando llegan
al final del túnel.
Las paredes se abren hacia los lados, como un corredor
dando pie a un vestíbulo gigantesco. El techo de la cueva está
tan alto que las antorchas que cuelgan de la roca no alcanzan a
alumbrarlo. Lo que sí que iluminan es el interior del lugar, que
bulle de personas yendo de aquí para allá. La mayoría no
hacen gran cosa, salvo toquetear sus rubíes mientras recorren
la cueva, expectantes, como abejas zumbando sin saber a
dónde ir.
Y entre todos ellos, Dantelle.
Está retenido por un par de sectarios, aunque no ofrece
ninguna resistencia. De hecho, apenas parece capaz de tenerse
en pie. Junto a él, un anciano con barba despeluchada lo obliga
a beber un líquido azul.
Ter no se da cuenta de eso. En ese momento, no es capaz
de verlo. Tampoco ve a Hanlu, igual de laxo y custodiado que
Dantelle; ni se fija en el cadáver de la chica hoa thơmi que hay
tendido algo más allá, a los pies de una estructura colosal de
hueso y cuerno.
Es eso lo que ha acaparado la atención de Ter. Las piezas
que forman su cabeza le dan aspecto de carnero, con cuatro
cuernos retorcidos hacia el inalcanzable techo. Es enorme
como una secuoya, como una torre, como un barco, es… «Es
de otro mundo», piensa tontamente Ter. La criatura parece
sacada de alguna leyenda terrorífica, o de una pesadilla.
Salvo que no es una criatura, se percata Ter, recordando
su conversación con Aiya.
Es un autómata.
En cuanto lo comprende, le parece absurdo no haberse
dado cuenta antes: los hilos de cobre centellean bajo el fuego
de las antorchas; recorren el armazón de hueso y se amontonan
en torno a los dos pares de brazos, bajo los que hay unos
bultos que recuerdan inquietantemente a cañones. Al otro lado
de los huecos enormes de sus ojos se adivinan palancas y
ruedecitas, como en la cabina de control de un tranvía. Hay
una figura sentada entre ellas. Takeshi.
Ter sabe que esa monstruosidad es la respuesta a lo que
llevan semanas persiguiendo. Ese autómata demencial es el
objetivo de esa secta de locos, la herramienta de su sangriento
plan. Sin embargo, aunque lo está mirando con sus propios
ojos (no puede dejar de mirarlo), Ter sigue sin entenderlo.
Lo que hace que las piezas encajen por fin es el pelo. Esa
asquerosa melena que baja desde el cráneo del autómata hasta
casi rozar el suelo, una cabellera pálida y lacia como una
cascada de seda blanca.
Las palabras de la profecía se repiten en la mente de Ter.
Siwang. El fuego malva, la destrucción. «Siwang siempre
regresará para que Sheng pueda construir de nuevo sobre sus
cenizas», había dicho Takeshi. «El tronar de las cascadas
anunciará su advenimiento final».
Pero aquella gente no está esperando el advenimiento de
Siwang.
Ha construido a Siwang.
«…y la sangre de nuestro sacrificio bañará la seda blanca
de sus cabellos».
Entonces sí ve a Hanlu, tendido a los pies de aquella
aberración. Y también ve el centelleo de los filos que sus
captores acercan a su cuello.
Ter está a punto de abandonar toda precaución y lanzarse
sobre ellos, pero algo lo detiene. No es el sentido común, ni la
mano de Aiya en su muñeca. Es un rugido.
El rugido de metal y hueso de un dios que acaba de
despertar.
Dharani
—Monte Shuuha—
Jisoo quería ir a buscar a Aiya él solo. Jisun ha insistido en
acompañarlo, pues ella conoce mejor el camino hacia la secta.
Él le ha dicho que estaba demasiado débil, ella ha
contraargumentado que no lo estaba más que el propio Jisoo y
que, además, él no era nadie para darle órdenes.
Han discutido. La discusión, como todas en las que
participa Jisun, ha sido breve y con una clara vencedora.
La princesa encabeza la marcha. Dharani no se separa de
su lado, y un simple titubeo basta para que sepa que debe
tenderle la mano o el hombro. Al igual que su hermano, Jisun
es demasiado orgullosa como para pedir ayuda, pero al menos
es lo suficientemente lista como para no rechazarla.
Lo cierto es que Jisoo parece tener más problemas que
ella para mantenerse en pie. Dharani está tentada de ir a
servirle de apoyo a él, pero la mera idea de separarse de Jisun
ahora mismo hace que le hierva la piel. No obstante, se gira de
vez en cuando para comprobar cómo va. Avanza callado, con
la mandíbula apretada, cojeando ligeramente sobre la pierna
derecha, cuya herida han apañado con un chapucero
torniquete. Las zarzas le arañan la piel expuesta y arrancan
jirones de su ya maltrecho uniforme, pero no parece notarlo.
La propia Dharani tiene su vestido, tan elegante y fino, hecho
un auténtico desastre.
Se pregunta qué aspecto presentará Aiya.
Se quiere creer que esté en peligro, pero si no lo
estuviera, ¿por qué no ha regresado ya? ¿Por qué no se la han
cruzado de camino a la cascada?
«¿Estás bien?», le pregunta Jisun.
Jisun, que acaba de huir de un secuestro de semanas, que
aún tiene cicatrices tiernas en la piel, le pregunta si ella está
bien. Dharani, a pesar de todo, no se sorprende. Porque así es
Jisun.
Antes de que pueda responderle, siente un toquecito en el
brazo. Jisoo.
—¿Qué pasa? ¿Necesitáis descansar?
—Tú sí que necesitas descansar. —Dharani pretende
sonar burlona, pero es solo para no herir el orgullo de Jisoo.
Lo cierto es que tiene un aspecto horrible.
—No sería mala idea —pronuncia y signa Jisun—. Ya te
lo he dicho, sería mejor que tú bajaras a la ciudad a pedir
refuerzos a los Ameagari, mientras Dharani y yo vamos a
rescatar a Aiya y Dantelle.
—Has dicho que no teníamos tiempo de llegar a la
ciudad.
—He dicho que no teníamos tiempo que perder, si es
verdad que ese chico es clave para sus planes. Y Aiya es
vuestra aliada y podría estar en peligro, y nosotros con ella.
Separarnos es lo más lógico. Los Ameagari….
Dharani desvía la mirada un segundo y, tal y como
esperaba, ahí está: esa mueca casi imperceptible en la cara de
Jisoo. La que pone cada vez que Jisun menciona a la dinastía
de la Ola.
—Díselo —interviene Dharani, mirándolo.
Él duda. Lo ve en sus ojos, hundidos tras la maltrecha
máscara. Lo siente en la manera en que se tensa su cuerpo.
Pero al final, el príncipe asiente.
—Kai Ameagari es un traidor. —Se retuerce los dedos
unos segundos antes de añadir—. Era.
Dharani apenas le mira mientras le cuenta a Jisun todo lo
que le ha confesado a ella un rato antes. El complot de Hyo.
Los asesinatos. De nuevo, siente que es algo demasiado íntimo
en lo que ella no debería inmiscuirse. Contempla el rostro de
Jisun, esperando verla palidecer. Sin embargo, la princesa tan
solo parece confusa. Terriblemente confusa.
—Espera —dice—. ¿Cómo que compinchado con…?
«Así que aún sigue en el principio», piensa Dharani.
Todavía no le ha contado lo peor. «No le ha contado que Hyo
está muerto».
Jisun la mira, deteniéndose un segundo antes de
pronunciar el nombre de Hyo, como si acabara de recordar de
pronto que Dharani está ahí. Ella se acerca para tomarle las
manos con delicadeza.
—Tranquila. No hace falta que me lo ocultes. Jisoo me ha
contado todo. Lo de Hyo.
Lejos de aliviarla, Jisun parece aún más confusa. Mira de
reojo a Jisoo, que le devuelve una expresión llena de dolor.
—Vale —dice finalmente. Sin embargo, sus manos dicen
otra cosa:
«Este no es Jisoo, Dharani. No es mi hermano».
Algo en el estómago de Dharani, un retortijón, una
intuición, adivina los siguientes signos que forman los dedos
crispados de Jisun.
«Es Hyo».
Lo primero que piensa es que Jisun está más afectada de
lo que parecía. Que la droga de la que les ha hablado sigue en
su organismo, que no ve bien, o que se ha equivocado de
signo. Porque Jisoo… Lleva semanas viajando con él. Dharani
ha comprobado que no sabe mentir, a ella no. El temor que le
inundaba el rostro cuando pensaba en Jisun, la forma en la que
la ha abrazado…, aquello era real.
Pero también lo es la seguridad que hay en los ojos de la
princesa.
De pronto, todo lo que Jisoo le ha dicho revolotea en su
cabeza, como pájaros aleteando alocadamente contra las
paredes de su cráneo.
«Yo iba a todos los eventos públicos, mientras que mi
madre le consultaba a él las decisiones».
«Era como si yo fuera el sustituto, y él, el heredero».
«Hyo nunca lo mencionaba. Tampoco mi madre. Como si
fuera así como debían ser las cosas».
«No dejaban de llamarme… Alteza, príncipe, heredero. Y
recuerdo que pensaba: “Exacto. Es quien soy”».
«Quizá vivir a espaldas del mundo, educado para ser la
sombra de otra persona…, quizá se volvió loco».
«Quizá se volvió loco».
No le preocupa que el horror en su cara la delate, porque
Jisoo solo tiene ojos para su hermana. Dharani siente cómo
Jisun le da un apretón en la mano, o quizás es solo un acto
reflejo por lo tensa que está. Casi puede ver sus pensamientos.
«No es momento de tener una crisis», diría. Porque hay que
rescatar a dos inocentes de las garras de una secta. Porque el
Imperio va primero y Jisun, después, siempre después. Solo ha
hecho una excepción a las normas, y esa excepción es
Dharani. Porque la quiere.
Pero también quiere a su hermano.
—¿Y qué hiciste? —Dharani se pregunta si la voz de
Jisun tiembla tanto como su mano—. Al descubrirlo. ¿Dónde
está… Hyo?
¿Habrá notado Jisoo la pequeña pausa que ha hecho Jisun
antes de pronunciar ese nombre?
«No», se corrige Dharani. «“Ese nombre” no».
Su nombre.
Porque él no es Jisoo. Y Jisun no es su hermana. Bajo la
luna se la ve aún más pálida que antes. Imposiblemente pálida.
En comparación, sus ojos resaltan más oscuros que nunca, casi
negros. Es ahí, en sus ojos, donde Dharani ve el momento
exacto en el que él le confiesa lo que pasó.
Que Hyo está muerto.
O eso cree él. Pero en realidad, lo que está confesándole a
Jisun sin saberlo es que Jisoo, su hermano, está muerto.
Que él lo mató.
De pronto se hace de día, o eso parece. El cielo se vuelve
blanco por un instante, el que tarda Jisun en alzar las manos y
convocar un relámpago que parte el suelo en dos. Dharani
trastabilla hacia atrás. Por un segundo, no ve nada, todo es
rayo y chispas, pero no necesita su magia para sentir el
impacto. Se le eriza el pelo de todo el cuerpo. La luz
desaparece tan rápido como ha llegado, y frente a ella ve el
suelo chamuscado, algunos matorrales que se han prendido
fuego, a Jisoo (¿Jisoo?), que se ha caído de espaldas. Y frente
a él, al otro lado de la grieta humeante que se ha abierto en la
tierra, Jisun.
Recortada contra el cielo nocturno, con el cabello negro y
los jirones de su vestido revueltos por su propia tormenta,
vuelve a parecer más un espectro que una mujer. Nunca la
había visto usar su magia de esa manera.
Jisoo se levanta como puede. Gracias al fulgor del fuego,
Dharani distingue su expresión, confusa, primero, y dolida,
después.
Traicionada.
—¡Tú también…! ¡Tú no…! —le parece que dice,
mientras alza las manos para devolver el ataque.
—¡Espera!
Dharani no sabe a quién se lo grita. Tampoco sabe a
quién obedece la ráfaga de viento que la lanza por los aires.
Aúlla cuando aterriza sobre uno de los arbustos incendiados
por el rayo, que le araña los brazos y prende lo que queda de la
falda de su vestido. Rueda por el suelo para apagarla y se pone
en pie, buscando a Jisoo y Jisun. Las llamas se ondulan bajo el
impulso del viento como trigo en una tormenta.
Tarda un rato en localizarlos, pero, incluso antes de
hacerlo, sabe lo que va a encontrar. Porque aquello es una
pelea, y en las peleas, como en las discusiones, Jisun siempre
gana.
El viento huracanado aún agita su ropa. La princesa sigue
donde la ha dejado, con los hombros firmes y las manos
cerradas en sendos puños frente a su pecho. Unos pasos por
delante yace el cuerpo de él, inmóvil.
Dharani tarda un par de zancadas en acercarse lo
suficiente para ver que su pecho aún sube y baja. Suspira,
aliviada, y luego se detiene, sin saber si tiene derecho a
sentirse así.
¿Ha sido Jisun? ¿O es que Jisoo («Hyo, es Hyo. Pero…»)
se ha visto sobrepasado por su propia magia mientras trataba
de defenderse? ¿Se ha desmayado?
Como le ha pasado a bordo del dragón.
Jisoo Beongae tiene la magia de las estrellas en sus venas.
Pertenece a un linaje bendito, ¿cómo lo llamaban en el
Continente? Ilimitado. Un ilimitado, un príncipe verdadero,
jamás se desmayaría por intentar controlar un vendaval. No el
heredero de la Tormenta.
Pero él no lo es. No lo es.
«¿Cómo he podido pasarlo por alto?».
Su máscara está definitivamente torcida, cerca de su sien.
Dharani siente la tentación de apartar la mirada, como antes,
cuando la ha colocado correctamente al encontrarle entre los
escombros. Pero esta vez no lo hace.
Ahora que tiene los ojos cerrados, su nulo parecido con
Jisun resulta evidente. No significa nada, porque hay
hermanos que se parecen como un pez a un grano de arroz.
Pero es como si, de pronto, la verdad estuviera escrita en su
rostro.
Se llama Hyo. Lo sepa él o no.
Y ha asesinado a dos príncipes.
Al hermano de Jisun.
Cuando Dharani va a su encuentro, todo el aplomo de la
princesa desaparece. Como un títere al que le han cortado las
cuerdas, Jisun se deja caer sobre sus brazos y ella la estrecha,
con cuidado y con fuerza a la vez. Cuando llora, en silencio y
sin moverse, Dharani siente la vibración de su pena contra las
costillas.
«Él no sabía lo que hacía».
«Lo siento».
«Está enfermo».
«Lo siento tanto…».
Dharani no sabe qué decir. No sabe si ahora es el
momento de decir algo, siquiera, o si nunca lo será. Solo tiene
fuerzas para quedarse ahí, pegada a Jisun, envolviéndola con
sus brazos, para siempre. La abraza tan fuerte que ambas
acaban arrodilladas en el suelo, y a ninguna le importa. La
abraza con una mano rodeándola y la otra acunando su cabeza,
con los ojos fijos a su espalda; fijos en… Jisoo. O en Hyo. En
su amigo, porque eso es lo que es, o lo era, al margen de todo
lo demás. Aunque no sabe qué es ahora.
Cuando Jisun se envara entre sus brazos, Dharani la
retiene. Es un acto reflejo. Pero Jisun no ha hecho ademán de
levantarse. Tan solo se separa lo justo para poder mover las
manos.
«He oído algo», dice. Tiene los ojos húmedos e
imposiblemente decididos.
El Imperio, primero; y ella, después. Siempre después.
Dharani asiente despacio, y desenreda la mano con la que
le estaba acariciando el pelo. En su lugar, enreda los dedos en
la tierra y siente el Eco.
El de su respiración.
El de la respiración de Jisun.
El de la respiración, angustiosamente lenta, del cuerpo de
dos nombres que hay junto a ellas.
Siente las ramitas que se convierten en cenizas por el
fuego del rayo, los pasos de algún animal que se esconde de él.
Pero sabe, al instante, a qué se refería Jisun. Porque por
encima de todo aquello hay una vibración, un Eco que
proviene de lo alto de la montaña, y que la sacude con tanta
violencia que podría ser el temblor de la Tierra al partirse por
la mitad.
Aiya
—Monte Shuuha—
Reconocer a Ter ha sido como encontrar la última pincelada de
una luna menguante a punto de dejar de serlo. A Aiya se le ha
encogido el corazón, y aunque el chico no le ha contado
buenas noticias, ni mucho menos, a su lado se ha sentido más
tranquila.
El efecto ha tardado poco en desaparecer, porque Ter la
ha arrastrado hasta el lugar que ha hecho que Aiya comprenda
por fin que no hay nada de normal en ese sitio. La imagen de
la gente en la plaza se vuelve borrosa en sus recuerdos más
inmediatos para sustituirse por el horror que se presenta
delante de ella.
Si tuvieran la ayuda del príncipe Jisoo y Dharani…
Pero no es momento para pensar en ellos. Porque ellos
tampoco han pensado en ella.
Al principio ni siquiera se mueve. Observa los
movimientos erráticos del autómata gigantesco que ocupa el
centro de la gruta. El monstruo es similar a las imágenes que
Aiya siempre ha imaginado al leer antiguos rollos en la
biblioteca del templo. Siwang: huesudo, poderoso y
horripilante.
Es casi tan alto como el interior de la cueva y sus brazos
largos se despliegan como las ramas de un árbol siniestro. Con
la diferencia de que esas son ramas cubiertas de metal y hueso
y que terminan en cañones, como los de la bestia autómata a la
que se enfrentaron en Huozai. Ter suelta un juramento cuando
uno de los brazos de la máquina se eleva hacia el techo de la
gruta y…
Explota.
Aiya chilla y se tapa los oídos. Ter la protege con sus
brazos, como si él fuera inmune a las rocas que salen
disparadas en todas direcciones. Sea lo que sea que está
pasando con ese autómata, está claro que se ha escapado del
control de su jinete.
Las paredes tiemblan, como si las propias tripas de la
montaña estuvieran hambrientas. Pero es solamente Siwang, el
enorme monstruo que ahora lanza golpes a diestro y siniestro.
Las figuras que sujetaban a Hanlu han huido del
desprendimiento, dejándolo abandonado en el suelo, inmóvil
entre los cascotes que llueven a su alrededor.
—¿Qué está haciendo ese tío?
Aiya deja de prestar atención al autómata y comprueba a
qué se refiere Ter. Una figura que emerge de las sombras y se
deja caer al lado del cuerpo de Hanlu.
Ella no reacciona tan rápidamente como Ter, que se lanza
como una flecha en dirección al extraño. Aiya lo sigue, sin
dejar de mirar al grupo de personas que, algo más lejos del
caos Siwang, siguen controlando a Dantelle y que les dan la
espalda. Dantelle tendrá que esperar un poco más. Y Aiya está
segura de que puede aguantar.
Es Dantelle.
Tiene que sobrevivir.
—¡Aiya!
La voz de Ter la hace devolver su atención a lo que tiene
delante. A un hombre que vierte en la boca de Hanlu un
líquido azul. Aiya no duda un instante, invoca la energía del
Sol y lanza una bola de fuego directamente hacia él.
Y falla.
Un segundo después, Ter ya le ha arreado un puñetazo al
extraño que lo lanza hacia atrás, al mismo tiempo que el
autómata vuelve a soltar una llamarada que impacta un poco
más lejos y levanta polvo y guijarros del suelo.
—¿Qué cojones le has dado? —grita Ter, agarrando al
tipo por la pechera.
Aiya se arrodilla al lado de Hanlu y lo agarra de la cara.
Al descubierto. Tiene arañazos en la piel y un morado en la
barbilla.
¿Qué le han hecho?
—Relájate. —El desconocido se deshace de Ter. Es un
hombre de mandíbula ancha y barba larga y encrespada, con
calvas que parecen quemaduras—. Si queréis salir de aquí
vivos, necesitáis al Huozai bien despierto. Y sin mi
reconstituyente, la droga lo habría dejado inútil unas cuantas
horas más.
—¿Y por qué nos ibas a ayudar tú? ¿Quién eres? —
pregunta Aiya, nerviosa.
Si tuviera ojos en la espalda, estarían puestos en el
autómata, que levanta la pierna y provoca otro derrumbe.
—Siwang se ha descontrolado, hay que pararlo como sea
o todo el trabajo habrá sido en vano. Se lo dije, le dije a
Akihiro que había que hacer más pruebas, que no estaba
listo…
—Me importa una mierda tu monstruo de mierda y…
—¿Ter?
Aiya se vuelve hacia la voz de Hanlu. El chico se ha
incorporado. Tiene la mano en el pecho, como si quisiera
escuchar los latidos de su propio corazón. Sin embargo, es el
corazón de Aiya el que da un brinco cuando Ter se lanza a los
brazos del príncipe y empieza a hablar a toda velocidad por
encima del alboroto de la cueva:
—Por la Madre, pensaba que te iban a cortar el cuello
por mi culpa… Era un plan estúpido y no tendría que haberte
dejado hacerlo. Perdóname, ¿vale?
Hanlu parece tan desconcertado como ella, aunque eso
solo dura un segundo, porque se las apaña para retirar a Ter de
sus brazos, tomarlo de la cara y depositar un beso suave en su
frente.
—No es el momento, Ter. —Se gira hacia ella. Sus ojos
marrones se abren con sorpresa—. Eres… ¡Aiya!
Hanlu la agarra de las manos, pero entonces el autómata
cruje a sus espaldas y golpea con un aspaviento una de las
columnas de la gruta. Hasta ahora, las piedras habían sido
fáciles de esquivar, pero esta vez una de las rocas, del tamaño
de una diligencia, cae directamente sobre uno de los que
sujetan a Dantelle.
Y lo aplasta como si fuera una cucaracha.
—Hay que sacar a Dantelle de aquí y parar a ese
monstruo —gruñe Ter.
—Ese chico está vinculado a Siwang —interviene el
hombre de la barba—, así que, si de verdad queréis salir de
aquí con vida, vais a tener que acabar con él.
Ter se gira hacia él con el puño otra vez en alto, pero
Aiya recuerda lo que dijo Jisun.
—Es el tatuaje que mencionó la princesa —dice—.
Dantelle y esa cosa están unidos por el vínculo del tatuaje.
—Entonces tenemos que romper el tatuaje —concluye
Ter. Ha ayudado a Hanlu a ponerse de pie. El príncipe parece
estar volviendo poco a poco a la normalidad. Pero no tienen
tiempo para esperar a que se recupere del todo—. Tengo que
llegar hasta Dantelle y destrozar el vínculo.
—De nada sirve romper solo el símbolo del sujeto —
vuelve a hablar el hombre—. Si el que hay grabado en el panel
de control del autómata permanece intacto, la unión fluctuará.
Sería aún más inestable e impredecible que ahora —aclara—.
Por eso necesitamos al príncipe. Es el único aquí que puede
enfrentarse a esa cosa.
Aiya mira a Hanlu, que, aunque está recuperándose a una
velocidad pasmosa, todavía necesita la ayuda de Ter para
mantenerse erguido por completo. Lo conoce bien y podría
adivinar lo que va a decir antes de que abra la boca.
—De acuerdo, subiré hasta Siwang y…
—Lo haré yo.
Por primera vez en su vida, Aiya interrumpe a Hanlu. De
hecho, también es la primera vez que lo mira a los ojos sin
sentir que las piernas le tiemblan un poco por el miedo a estar
incumpliendo una de las normas más importantes de Losbias.
El príncipe está tan asustado como ella. Lo sabe porque
tiene la misma expresión que el día en que se conocieron.
Pero, además, hay otro terror en su mirada que reconoce
porque es lo mismo que siente ella. El miedo a perder a
alguien importante.
Es ese miedo lo que la ha llevado a dejar atrás al príncipe
Jisoo, incumpliendo un juramento divino, a colarse en ese
lugar y encontrarse con Ter. El miedo que ha conseguido
transformar en valor para rescatar a Dantelle.
—Ya sabéis que siempre se me ha dado bien escalar —
continúa. Está tan asustada que podría desmayarse ahí mismo.
Y es consciente de que los dos chicos lo saben—, así que antes
de que os deis cuenta, habré alcanzado la cabeza. Ha dicho que
el símbolo está ahí, ¿no? —le pregunta al hombre barbudo.
—Aiya…
Hanlu suelta una súplica que no termina de verbalizar.
Ter la observa con preocupación, pero pronto gira el cuello
hacia Dantelle.
—Hanlu y yo nos encargaremos de derrotar a los tíos de
la secta. Rescataremos a Dantelle y él solito romperá su marca.
Aiya asiente. Se coloca los mechones de pelo corto,
nerviosa. Mira hacia arriba, a la calavera terrible de Siwang.
Siempre ha querido enfrentarse a sus miedos, pero nunca
creyó que tendría que colarse en las entrañas del Miedo con
mayúsculas, de todo lo malo del mundo.
Por Dantelle. Y por ella. Porque es una monje de Huozai
y puede hacer eso y mucho más.
—Nos vemos.
Y les da la espalda, dejando a Ter y Hanlu atrás. También
al extraño que los ha ayudado. No les dedica más tiempo en
sus pensamientos, porque sabe que si lo hace todo el valor que
ha reunido durante ese viaje se evaporará. Y no puede
permitirlo.
Es el momento de demostrarle al mundo quién es Aiya y
qué es lo que sabe hacer.
Dantelle
—Monte Shuuha—
Es imposible que recuerde a su madre. Es imposible que se
acuerde del color de su cabello, naranja, igual que el suyo;
imposible que sepa a qué olía la piel de sus mejillas cuando lo
sostuvo en brazos al nacer; imposible que a veces escuche el
sonido de su voz en mitad de la noche, porque nunca la oyó
hablar. Tal vez no es eso lo que recuerda, sino el dolor
emocional de su memoria y que le atraviesa el pecho de
manera similar al daño físico al que le están sometiendo ahora.
Dantelle no ha podido hacer nada para evitar que lo
conectaran a ese monstruo de hueso y acero, igual que poco
pudo hacer cuando le grabaron un tatuaje de formas
enrevesadas en el estómago. Es lenguaje arcano, es magia que
vincula su energía con la de lo que ellos llaman Siwang. No le
hace falta saberlo, porque lo siente y le está destrozando por
fuera y por dentro, revolviéndole las entrañas, sacudiéndole el
corazón y poniéndole la cabeza del revés.
—Dant… ¿Dantelle? ¿Estás vivo?
Es la voz de Marianne. Y también su cara. La tiene
delante, con esas mejillas rellenas y ojos de princesa enfadada.
Sí, está cabreadísima. Parece un tigre hambriento cuando se
lanza sobre él y lo abraza y lo empapa con sus lágrimas
mientras le grita que ni se le ocurra volver a desaparecer otra
vez. Que creía que estaba muerto. Dantelle también lo pensó,
aquella vez en la que lo separaron de su mejor amiga y le
pusieron esos grilletes que devoraban su magia. Le pide
perdón a Marianne en el sueño. No, no es un sueño. Es un
recuerdo. Uno de los mejores que tiene. La encierra en sus
brazos y se pregunta por qué duele tanto no estar muerto.
Le duele.
Le atraviesa la carne y el cerebro como mil agujas que
quisieran coser sobre él las palabras de una maldición. Entre
parpadeo y parpadeo ve caras desconocidas, personas que lo
mantienen inmóvil, que le hablan en un idioma que no
entiende.
Ah.
Está en Losbias.
No, está en la taberna del Ave cé. Su cerebro lo acaba de
llevar hasta allí. Ter le sonríe con esos ojos grises que parecen
fruto de la imaginación de un artista que cree demasiado en las
historias de amor. Esconde su sonrisa detrás de una jarra de
cerveza. A su lado, su hermana le da un capón.
—Sé lo que estáis pensando, par de inútiles. Ni se os
ocurra hacer de las vuestras o a mamá le dará un infarto.
—¿Y qué es lo que estamos pensando?
—Quieres colar al salvaje de Dantelle en ese barco hacia
Losbias. Y déjame que te diga algo, hermanito: esa idea solo
puede acabar mal.
—No sé en qué mundo vives, Staylinn, pero yo jamás
haría una estupidez como esa.
Y la hicieron.
El sabor del mar, que siempre se te pega a la lengua
cuando estás cerca de él, se entremezcla con el de la sangre.
Dantelle está sangrando. Se ha mordido con tanta fuerza los
labios para aguantar el dolor que saborea el metal. Intenta
pedir ayuda pero no le quedan energías ni para abrir la boca.
—¿Por qué estás desmarcado?
Están en el mercado de Beongae y una chica desconocida
intenta salvarle el culo. Así es como siempre ha pensado que
tienen que empezar las buenas historias de amor. Con un tonto
haciendo tonterías y una heroína diciéndole en silencio que lo
que ha hecho es una estupidez.
Así lo mira siempre Aiya. Curiosa, divertida y como si
estuviera dispuesta a aguantar todas sus ideas bobas. En sus
recuerdos viaja por diferentes momentos de su tiempo
compartido. ¿No es eso lo que pasa cuando te vas a morir?
La ve sonreírle. Y agarrarlo de la mano para enseñarle
alguno de los signos que usa Dharani. Le dice una palabra en
losbita, sin darse cuenta de que Dantelle no será un cabeza
hueca, pero con ella delante le es imposible aprender porque
no para de distraerse con su manera de pronunciar las vocales,
sus labios al decir su nombre o la nariz de conejito que arruga
cuando no entiende algo. Ve a Aiya al lado de Hanlu, la
escucha gritar su nombre y quiere ir con ella. Pero es
demasiado tarde.
Lo arrastran.
Tiran de él.
Lo golpean.
Y lo separan de ella.
Es como si le estuvieran separando la piel de los huesos.
Duele demasiado. Y no está seguro de poder soportarlo mucho
más tiempo.
Ter
—Monte Shuuha—
Ter intenta no mirar con preocupación cómo Aiya se aleja,
pequeña, fuerte y directa hacia una mole de hueso y metal.
Intenta no mirar a Hanlu, que, aunque ha echado a correr
junto a él, todavía necesita apoyarse para mantenerse estable.
Intenta no fijarse en el sectario barbudo que le ha dado el
reconstituyente. No está seguro de si pueden fiarse de él, pero
tampoco hay tiempo para pasarle un examen a sus lealtades.
No con un autómata demoníaco y enorme que está
destruyendo la caverna sobre sus cabezas, sorbiéndole la
magia a su mejor amigo.
Dantelle ha empezado a gritar. Aunque su voz queda
ahogada por los berridos de sus captores y, sobre todo, por el
retumbar de las rocas desprendiéndose, Ter puede sentirlo,
igual que Dharani siente la música cuando usa su magia del
Eco: el dolor de Dantelle le vibra en los huesos y en el pecho.
Es eso, la resistencia de su amigo, que ahora gime y se
retuerce como una lagartija, lo que ha evitado que los sectarios
que aún no han huido de la caverna no se hayan fijado todavía
en Ter y los demás. Están demasiado ocupados intentando
alejar al reticente Dantelle del radio de acción del autómata
como para percatarse de nada más, y las zancadas erráticas del
bicho no hacen más que ocultarlos de su vista. Ese asqueroso
pelo que le han puesto se bambolea como si fuera un telón
entre ellos. Las tripas de Ter le gritan que se lance sobre esos
fanáticos y se los que quite de encima a su amigo a base de
puñetazos, como ha hecho con el ingeniero de la barba al verlo
sobre Hanlu.
Pero no. Dantelle no necesita al imprudente que suelta
hostias cuando la lían en una taberna. Necesita al Ter que sabe
mantener la cabeza fría.
—No tienen ni puta idea de qué hacer —murmura,
observando cómo cinco sectarios tiran de su amigo en todas
direcciones. Un sexto cuerpo está derribado cerca de ellos,
asomando de manera cruenta bajo la roca que lo ha aplastado
—. Y están asustados. Podemos… —dice, girándose hacia
Hanlu y el barbudo.
Pero el barbudo tiene otros planes.
—¡Soltad al sujeto! —grita, mientras corre hacia sus
compañeros agitando las manos en el aire—. ¡Cuanto más se
resista al vínculo, más se descontrolará el experimento!
¡Tenemos que dejar que Huozai contenga a…!
El tipo se mueve a trompicones, esquivando a duras
penas las rocas que se desprenden del techo y las paredes de la
caverna. Al principio sus compañeros no le oyen, pero cuando
la palabra «Huozai» sale de sus labios, una de las cabezas gira
como un resorte. Ter la reconoce.
Sunjin.
Ve el instante preciso en el que sus ojos encuentran a
Hanlu. El odio arde en ellos y le congela la cara, el rictus de
los labios, los dedos, que se separan del brazo de Dantelle
inmediatamente. Ter tira de Hanlu con una mano mientras alza
la otra dispuesto a defenderlo. A su lado, el príncipe deja de
apoyarse en él, y el fuego incendia sus dedos. Sunjin se lanza
directa hacia ellos; salta el cuerpo de su compañero, primero, y
el de la chica hoa thơmi después. Un viento antinatural le
sacude la ropa mientras corre. Solo tiene un objetivo: ellos.
«No, él», se corrige Ter, apretando aún más los puños mientras
la ve acercarse. «Hanlu».
Sunjin no tiene ojos para nada más: ni para el autómata,
cuyo brazo descontrolado desprende una lluvia de rocas que
están a punto de aplastarla, ni para Dantelle… ni para el
barbudo.
Sunjin se tambalea cuando el tipo la intercepta a mitad de
camino, agarrándola por el brazo. Ella se suelta de un
empujón, pero el hombre la vuelve a retener con una fuerza
inesperada que solo puede ser fruto de la magia.
—¡Suéltame! ¡No dejaré que esa rata escape!
—Sunjin, ¡para! ¡Es necesario que…! —les oye decir
Ter. Pero no tiene tiempo de quedarse a contemplar cómo
forcejan.
—¡Vamos! Rodeemos al autómata y ataquemos a los
guardias por el otro lado —le dice a Hanlu. Tiene que gritar
para hacerse oír, pero nadie parece percatarse.
O eso pensaba. Porque, en cuanto Hanlu y él echan a
correr de nuevo, la voz de Sunjin inunda la caverna.
—¡NO!
Su alarido es inhumano, y el eco lo multiplica y lo mezcla
con la reverberación de las rocas rompiéndose. Con un fuerte
golpe, Sunjin libera una mano, que el tipo barbudo tenía
agarrada.
—¡Solo él puede hacer frente a Siwang! Si lo matas
ahora, ¡moriremos todos! —advierte él, intentando contenerla.
—¡Antes muerta que perdonarle la vida a un Huozai!
Ter cree que aquello ha convencido al barbudo, porque se
aparta del camino de la mujer. No se aparta: se derrumba. La
sangre corre por su cuello, igual que por la daga que ha
aparecido en el puño de Sunjin.
Ni siquiera mira al cadáver. Los ojos negros de la mujer
siguen fijos en Hanlu, como si nunca se hubieran apartado de
él. Ter tampoco aparta la mirada de ella, aunque siente cómo el
calor aumenta a su lado cuando las llamas de Hanlu se avivan.
—Ve a por Dantelle. Yo me encargo de ella —dice.
Ter quiere negarse. Quiere decir: «Son demasiados»,
quiere decir: «Ni de coña te dejo con esa loca», y también:
«No voy a abandonarte otra vez». Quiere decir muchas cosas,
pero sabe que no es el momento de hablar. Y sabe que lo que
propone Hanlu es lo más eficaz. Así que le da un rápido
apretón en el brazo y echa a correr hacia Dantelle.
Para no toparse con Sunjin, rodea a Siwang por detrás.
Mira hacia arriba un instante: Aiya ya apenas es visible entre
el costillar cubierto de repugnante pelo blanco. Pero Ter sabe
que hará su parte.
Y él tiene que hacer la suya.
Una roca cae por delante de él, levantando una cortina de
polvo que lo ciega por unos instantes. Cuando se despeja
distingue el fogonazo naranja del pelo de su mejor amigo. Los
forcejos de sus captores hacen que la cara de Dantelle entre y
salga de su vista, pero le parece distinguir que tiene los ojos
cerrados y los dientes apretados por el dolor.
Ter contempla el fragmento de roca que ha caído ante él.
Tiene el tamaño de un melón, y seguramente pese muchísimo.
Va a necesitar mucha magia para levantarla.
Pero ya se ha acabado el tiempo de reservarse.
La roca levita bajo la magia de Ter. Se concentra más. No
necesita que levite: necesita tirarla a toda velocidad hacia la
gente que tiene a Dantelle, y necesita acertar.
Una nueva explosión de piedra en otro lugar de la
caverna. Ter la ignora.
Pero Hanlu grita.
La roca que estaba alzando cae pesadamente al suelo
cuando Ter se gira. Entre el hueco de las piernas del autómata,
grande como el arco de entrada del palacio del Sol, ve al
príncipe. No entiende por qué ha gritado: parece ileso, aunque
sus manos se han apagado. Busca a Sunjin frenéticamente,
pero no está por ninguna parte. A medio camino entre el
cadáver del barbudo y Hanlu hay una roca desprendida, una
mucho más grande que un melón. Una capaz de matar a una
persona, comprende Ter, al ver el brazo que asoma bajo la
piedra. Un brazo con tatuajes redibujados y una daga a pocos
palmos de los dedos.
Hanlu mira la mano con la boca congelada en una mueca
de espanto.
—¿Estás bien? —pregunta Ter, esquivando un embate del
descontrolado autómata. Lo grita varias veces, pero Hanlu no
reacciona. Y entonces Ter tiene otra idea.
Con un nudo en el estómago, tiende su magia hacia la
daga abandonada de Sunjin. El arma sale volando, directa
hacia su puño. Hanlu sigue el objeto con la mirada, hasta que
sus ojos pardos se encuentran con los grises de Ter. Y de
pronto, vuelve en sí. Y no hace falta que digan nada más.
Ambos salen corriendo hacia Dantelle, cada uno por su
lado. Ter empuña la daga con una mano, mientras que con la
otra levanta de nuevo la roca de antes.
La lanza demasiado pronto. Impacta en la pierna de uno
de los captores de Dantelle, pero no le hace daño. Aun así, es
suficiente para que repare en Ter.
—¡Suéltalo!
Le parece que el tipo dice algo sobre el equilibrio, aunque
el miedo en sus ojos lo delata. Pero Ter no tiene tiempo, ni
ganas, de ser compasivo.
Está tan cerca de Dantelle que, si esos chalados no se
interpusiesen, podría abrazarlo tan fuerte que le desviaría la
columna. Tenía razón: su amigo tiene los ojos cerrados. Puede
oír sus gritos de dolor y rabia por entre los dientes, puede ver
los tendones del cuello tensos como cuerdas. Los cuatro tipos
están tan apretados en torno a él que Ter se lleva un par de
patadas y codazos (más accidentales que acertados, sospecha)
cuando se mete entre ellos. Ignora el dolor. Intenta ignorar
también el rostro contrahecho de su amigo.
Cuatro contra uno. Han peleado en peores condiciones.
Un tajo certero sobre los nudillos de una mujer, y la
sectaria suelta a Dantelle en un acto reflejo de dolor. Es solo
un instante, pero Ter no necesita más: la agarra por la túnica y,
con un empujón impregnado de magia, la lanza de espaldas
hacia el fondo de la caverna.
Un segundo sectario se ha separado de Dantelle para
plantarle cara. Sus muñecas están cubiertas de tatuajes rajados;
sus manos, de fuego. Ter toma aire, preparándose para
amplificarlo con magia y mandar al tipo volando lejos de allí.
Pero él dispara antes.
Ter se agacha, aunque nota cómo el fuego le abrasa las
puntas de los rizos. Rueda dolorosamente por la roca, por si
hay algo que extinguir. Cuando se incorpora, se encuentra con
un incendio, pero no en las manos del tipo, sino en las de
Hanlu.
Está de espaldas a Ter, cubierto de llamas hasta los
antebrazos.
—Márchate. Porque si no te mata ese engendro vuestro,
lo haré yo.
Ter no se detiene a ver si la amenaza ha surtido efecto.
Los otros dos sectarios que quedan dividen su atención entre la
figura imponente de Hanlu y sujetar a Dantelle, cuyos tirones
salvajes ya apenas logran contener, así que Ter aprovecha el
momento. Tajo en los nudillos y empujón a uno; codazo en la
cara al otro.
Dantelle cae al suelo de rodillas, pero no abre los ojos.
No deja de gritar. Se lleva las manos a las sienes; la derecha
cubre su cicatriz.
Tiene nuevas heridas, se percata Ter, en la cara y sobre
todo en los brazos. Se alegra de que los chalados ya no estén
ahí, se alegra por ellos, porque ahora mismo, viendo a Dantelle
así, se siente peligrosamente capaz de arrancarles la piel a
tiras.
«Paso a paso», se obliga a decir, arrodillándose junto a su
amigo.
—Dantelle. —Parece un animalillo asustado, así que, a
pesar de la urgencia, pronuncia su nombre suave y despacio
para no alarmarlo. Tampoco le toca, de momento—.
Tranquilo, soy yo, ¿vale? Ter. Tranquilo. Respira. Soy yo.
—¿Está bien?
La voz de Hanlu le llega lejana, y no tiene nada que ver
con el eco ni con los alaridos del autómata. Una parte
entumecida de su cerebro le dice que si él está ahí significa
que el tipo al que se enfrentaba ha huido, u otra cosa. No le
importa.
Pero entonces se oye otro grito. El eco lo hace reverberar
desde las alturas y Ter comprende que pertenece a Takeshi.
Los ha visto, ha visto que han liberado a Dantelle. Ter se
permite apartar la mirada del cuerpo de su amigo, tan solo un
instante, para fijarse en el autómata.
Aiya es apenas una mancha, una hormiga trepando por su
cráneo. Por debajo de ella, los puños de hueso de la máquina
se alzan. Los cañones acoplados a sus muñecas se iluminan
con una chispa malva.
—¡Cuidado!
Ter arrastra a Dantelle y a Hanlu consigo, aunque el
disparo de fuego malva impacta muy por encima de sus
cabezas, descontrolado. La verdad, Ter ni siquiera se fija en
eso. Porque en cuanto su mano se aferra finalmente al brazo de
su amigo, tiene que soltarlo de inmediato con un aullido de
dolor.
Arde.
Dantelle también aúlla. Aúlla y mira a Ter y a Hanlu con
los ojos salvajes de un depredador acorralado.
—¡Dantelle! Dantelle, colega, soy yo, ¡soy yo!
Su mejor amigo le responde con un rugido y una
bocanada de fuego directa a su cara.
Dantelle
—Monte Shuuha—
«¡Dantelle! Dantelle, colega, soy yo, ¡soy yo!».
Eso es lo que ha dicho el fantasma de Ter en el interior de
su cabeza. Pero Dantelle, o lo que queda de él, está cansado de
viajar de recuerdo en recuerdo, de ilusión en ilusión. Siente en
cada órgano de su cuerpo una magia desagradable que tira,
estira, arranca, estira y tira otra vez de él. Y quiere librarse de
ella. Por eso suelta una bofetada de energía en la dirección del
falso Ter.
Dantelle observa todo lo que lo rodea. Es como si lo que
tiene delante estuviera rodeado por una bruma densa que le
impide ver bien. El fantasma de Ter regresa y, esta vez,
también lo toma de la cara, y lo obliga a mirarlo a los ojos
grises.
Piensa en Ter. Su mejor amigo tiene infinitos secretos y,
sin embargo, su corazón es transparente. Recuerda aquella vez
que desapareció cuatro días seguidos, preocupando a su
madre, y joder, preocupándolo a él también. Staylinn dijo que
era normal, que «Ter es así», que «ya volverá, siempre vuelve
cuando menos te lo esperas». Y tenía razón. Ter regresó dos
días después de unas pequeñas vacaciones que se había
tomado de la Academia.
—Me fui cerca de las montañas de Terminal —les contó,
ignorante de todos los quebraderos de cabeza que había
provocado en su familia— y un tío me enseñó cómo escalar de
una manera más eficaz que la que enseñan en la Academia.
Joder, qué ganas tengo de ser el mejor en las próximas
prácticas de exteriores.
Cuando se quedaron solos, Ter deshizo la maleta y le dio
a Dantelle un paquetito que estaba obligado a abrir cuando él
no estuviera delante. Ese regalo descansa sobre la cabecera de
su cama: una pequeña talla de cobre única y artesanal de un
diminuto camaleón. Dantelle sabía que era solo su
imaginación, pero juraría que era clavado al suyo, a la mascota
que tuvo durante todos los años que vivió solo.
Iba acompañado de una nota.
«Todavía no soy tan buen amigo como lo fue él, pero me
esforzaré a tope aunque sea para igualarlo».
Dantelle se zafa del fantasma de Ter, porque solo le
provoca dolor en el corazón. En la cabeza. En los brazos.
Grita, y esta vez ve el fuego que nace de sus propias
manos, como dos cañones. Las llamas salen disparadas hacia
la cara asustada de Ter, que no se mueve.
En el último momento, la espalda de alguien se interpone
entre los dos.
El recién llegado ha apartado a Ter de la trayectoria de la
magia de Dantelle.
—Dantelle, ¿estás ahí?
¿Quién narices es esa persona? Hasta ahora, las pesadillas
se han cebado con sus seres queridos y con los recuerdos,
viejos y recientes, pero esa cara, redonda, fina y de ojos
grandes y que pertenece a alguien que parece realmente
preocupado por él, lo desconcierta.
—Hanlu… —dice el Ter fantasma, recuperando el aliento
y aferrándose al brazo del desconocido—, gracias.
Hanlu.
Por primera vez, Dantelle no encuentra la lógica al
sinsentido que está viviendo. Se suponía que todo estaba
ocurriendo en el interior de su cabeza mientras esos
desgraciados chupaban la última gota de magia que le quedaba
en el cuerpo. Creía que era algo que soportar hasta que le
dieran matarile.
Pero este es un juego que no es capaz de soportar.
Levanta la cabeza hacia el armatoste de hueso y frunce el
ceño. ¿Qué cojones es esa monstruosidad? La neblina empieza
a disiparse y distingue la construcción, gigantesca y siniestra.
Es como… Un bicho repugnante con brazos de hormiga y
cabeza de cabra. ¿Es producto de su imaginación o del
cansancio? Ya no está seguro de nada. Los brazos de la bestia
se mueven, descontrolados, de un lado a otro, y las
explosiones de fuego destrozan las paredes de roca, volándolas
en pedazos.
¿Esa va a ser su muerte? ¿Aplastado por alguno de esos
trozos de piedra gigantes?
Y entonces la ve.
Diminuta, como siempre.
Como en cada recuerdo que ha vivido esos últimos
minutos. Como en las pesadillas que lo han hecho gritar y
patalear.
Aiya.
Asomada desde una de las costillas del bicho.
—Lo siento mucho.
¿Qué?
Dantelle devuelve su atención a Hanlu y Ter. Su amigo
está un poco apartado de él, sujetando un puñal con la mano.
El príncipe, sin embargo, se lanza sobre él y lo agarra de los
brazos, inmovilizándolo.
No.
Dantelle le da un cabezazo a Hanlu, pero el chico no lo
suelta. No se inmuta, esperando a que Ter se acerque a toda
prisa y le rasgue la camiseta.
Allí está, la marca, el tatuaje que esos cerdos le han
grabado en el abdomen y que sigue en carne viva. Escuece. Y
duele.
Pero no duele más que cuando Ter le corta la carne,
pidiéndole perdón una y otra vez, con los ojos… ¿llorosos?
Dantelle no puede respirar.
La magia lo sigue devorando por dentro y por fuera,
unida, ahora lo entiende, al monstruo en el que Aiya se
esconde.
Grita de dolor. Chilla tratando de zafarse del príncipe,
pero, de nuevo, sin éxito.
Y entonces todo para. El suplicio, el dolor y todas las
heridas que parecía tener abiertas.
Dantelle se deja caer, incapaz de mover un músculo.
La neblina ha desaparecido por completo y el fantasma de
Ter se lanza sobre él, llamándolo una y otra vez.
Lo abraza. Y huele como Ter. Y tiene la piel suave, como
él.
Así que Dantelle se aferra a su mejor amigo con un
quejido lastimero, pensando que no le importa que sea un
fantasma porque acaba de cortar la conexión con su tormento.
Solo puede pensar en la voz de Staylinn, despreocupada, una
vez más:
«Siempre vuelve cuando menos te lo esperas».
Aiya
—Monte Shuuha—
El interior del autómata está hecho de acero, el mismo material
que se ha usado siempre para las diligencias más resistentes y
para construir a los autómatas que tiran de ellas. Y también de
hueso, lo que hace que Aiya sienta que está escalando por las
costillas de un animal muerto.
Le tiemblan las manos a cada tramo que recorre,
sujetándose a unos apéndices que está segura de que existen
precisamente para poder alcanzar lo alto de la criatura. Siwang
es la estructura más alta que ha alcanzado nunca y también la
más difícil. Los bamboleos provocados por el descontrol la
desequilibran. En más de una ocasión está a punto de caer. No
es capaz de mirar hacia abajo, pero lo intenta una vez.
Distingue a Hanlu, Ter y Dantelle, diminutos y en problemas.
«Los tengo que ayudar de esta forma», se recuerda.
De pronto, la explosión. Está demasiado arriba para verla,
pero reconoce el hedor ácido del fuego malva. El retroceso de
los cañones sacude al autómata de pies a cabeza. Todo se
vuelve más complicado conforme llega más alto, cerca de la
cabeza de Siwang y donde espera que esté Takeshi con el
sello. La temperatura es altísima y las explosiones de los
brazos están calentando el acero, por lo que tiene que ir
eligiendo los huesos con cuidado para no abrasarse la piel.
El olor de los pelos blancos, sucios y pegados los unos
con los otros, es desagradable, así que aguanta la respiración
cada vez que se impulsa hacia arriba.
Cuando por fin alcanza la estructura compacta de metal
que se esconde en el cráneo de Siwang. Hay una escotilla, pero
está cerrada desde dentro.
Podría intentar escuchar, pero los crujidos que emiten las
extremidades del autómata lo convierten en tarea imposible.
Toma aire y fuerzas. Llama a la energía del Sol para que la
obedezca y concentra la magia en la punta del dedo para
derretir la cerradura de la escotilla.
Funciona.
Aiya empuja la puerta y salta para colarse en el interior.
Está preparada para enfrentarse a cualquier cosa, pero
nadie se abalanza sobre ella, nadie la ataca.
De espaldas, un hombre se pelea con una palanqueta que
parece no responder en el panel de mando rudimentario que
tiene delante. Aiya recorre con los ojos la estancia, pequeña y
agobiante, para encontrar lo que busca.
—¿Por qué? ¿Por qué no puedo…?
Aiya se echa hacia atrás al escuchar la voz del extraño y
sus pies tropiezan con uno de los hilos de cobre que unen los
mecanismos del autómata, provocando un ruido que ni con el
alboroto exterior se puede disimular.
El hombre se gira hacia ella. Es Takeshi. Su expresión,
antes tranquila en la plaza, parece al borde del desquicio.
—¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?
No contesta. Al apartarse, Takeshi ha dejado al
descubierto un panel de hueso con un símbolo grabado en él.
Tiene que ser eso.
—¿Quién eres? —repite.
Takeshi da un paso al frente con las manos levantadas y
Aiya reacciona por fin.
—Vengo a ayudar —dice, no muy segura de qué es lo que
tiene que hacer—. Vengo… Vengo a detener al autómata antes
de que haga más daño.
Takeshi no baja las manos, al contrario, carga el peso
sobre sus rodillas en posición de alerta.
—No hay nada que detener —responde con voz tranquila
—, el caos es parte del proceso. Para alcanzar el Equilibrio,
hay que pasar por esto.
—¿Equilibrio? ¡La cueva se está derrumbando! —No
puede evitarlo, dirige la mirada al símbolo—. Hay que…
—¿Romper el vínculo? —Takeshi sigue la dirección de
su mirada y frunce el ceño, comprendiendo. Se acerca más a
ella—. ¿Quién eres?
Aiya intenta esquivarlo, pero Takeshi es más rápido de lo
que parece. La toma de los hombros y la levanta, como si
fuera una pluma. También es más fuerte de lo que había
imaginado. Las venas de uno de sus brazos al descubierto
palpitan cuando la retiene y le arranca parte del vestido con la
mano libre. La piel de Aiya, desde el hombro hasta la muñeca,
queda al descubierto.
—Huozi —sisea por lo bajo antes de liberarla—. Una
monje huozi. ¿Has venido a buscar al príncipe? Este lugar no
es para ti.
—He venido a parar esta locura —insiste.
Aprovecha que Takeshi suspira, harto de que esté
interrumpiéndole, para correr hacia él. Lo esquiva en el último
momento, rodando por el suelo. Se incorpora y estira la mano,
envuelta en llamas, dispuesta a estamparla sobre el símbolo.
Pero no lo consigue.
Una volada de aire la lanza contra el otro lado del
cubículo, golpeándola contra unas cajas llenas de botecitos de
cristal que se desparraman sobre el suelo. Aiya se intenta
levantar a prisa, pero las manos se le resbalan y se da de
bruces contra el suelo otra vez.
—¿Qué…?
Se le escapa un grito de horror al descubrir que tiene los
dedos impregnados en sangre. Al principio cree que es suya,
por los cortes de los cristales, pero es obvio que no. Hay
demasiada. Ha salido de los viales que Takeshi guardaba en las
cajas. ¿Un repuesto por si el poder de Dantelle no era
suficiente?
Takeshi vuelve a lanzarse contra ella, pero Aiya se le
adelanta esta vez y le propina un golpe certero en la espinilla,
haciendo que ambos caigan.
Es una pelea sucia, algo que ninguno de sus maestros
habría aprobado jamás. Pero Aiya tiene que guardar fuerzas. Y
sus puños son bien certeros. Echa de menos su arco, pero no
tiene tiempo para lamentarse por lo que podría haber planeado
mejor. Le arrea una patada a Takeshi y se lanza otra vez sobre
el símbolo. Esta vez, lo roza con la mano, pero el grito del
hombre la interrumpe.
—Te arrepentirás, monje. —Su voz suena estrangulada
cuando se incorpora. Al mirarla, sus ojos oscuros están
pintados de tinieblas, pero también de… ¿decepción?—. Esta
es la manera de que todos vivamos en Equilibrio, de que
seamos iguales.
Paga caro el momento de duda, porque Takeshi la empuja
contra la pared otra vez. La arrincona con el brazo en el cuello
y Aiya trata de librarse, manchándole las mangas de la túnica
con los dedos ensangrentados.
—No tiene sentido… pelear para que seamos iguales… si
el precio son las vidas de los inocentes —jadea, pisándole un
pie.
Takeshi no se queja. Al contrario, la arrincona todavía
más.
—No se puede cambiar la historia sin pérdidas.
—Te equivocas… —Aiya vuelve a llamar a su magia y
esta vez acierta de lleno en el estómago de Takeshi para
quitárselo de encima. El líder se desploma—. ¡Estás
equivocado! Todas esas personas ahí abajo que están en
peligro por tu culpa no opinan lo mismo.
—¿Y qué importan? ¿Qué importamos nosotros? Las
cinco dinastías nos han mentido siempre. ¿Por qué haces
magia, monje? ¿Por qué la hago yo?
Aiya no contesta, le cuesta respirar por el calor y el
cansancio de la pelea.
—Cuando Sheng y Siwang nos pusieron sobre este
mundo nos hicieron iguales, en Equilibrio con la naturaleza y
entre nosotros. Y luego llegaron esos príncipes a los que sirves
y decidieron cambiar las reglas. Nos han estado engañando
desde siempre.
—Ellos tampoco sabían que hay otras personas capaces
de hacer magia…
Se siente tonta, excusándose así delante de ese hombre
desconocido. O defendiendo algo que no se sostiene. Alguien,
en algún momento en la historia de Losbias, tuvo que saber
que la energía mágica está dentro de todo el mundo. Ese
alguien guardó el secreto de tal forma que quienes vinieron
después se olvidaron de la verdad.
Le duele pensarlo. Pero no puede negarlo. Esa verdad es
lo que hace que Dantelle sea Dantelle. El Dantelle que ha
llegado a su corazón a una velocidad casi dolorosa y que se ha
quedado ahí para no moverse, si es que él se lo permite.
—Eres solo una niña crédula y tonta, monje.
Aiya está cansada de que la llamen tonta.
Siwang se tambalea y los tira a los dos sobre el panel de
control. Aiya se clava una palanca en el costado, pero
descubre que desde allí puede ver perfectamente lo que está
sucediendo abajo.
Dantelle patalea desde el suelo, con el abdomen desnudo.
Ter se revuelve sobre él, y Aiya sabe lo que está haciendo
incluso desde tan lejos.
El sello.
Está rompiéndolo.
—No soy una niña crédula y tonta. Soy Aiya Ziwei —
mira a Takeshi a los ojos—, y quiero que las cosas cambien,
igual que tú. Pero no voy a permitir que suceda a costa de las
personas a las que quiero.
Con el puño en alto y las llamas naranjas lamiéndole la
piel, quemándole un poco y provocándole un dolor que hace
que sea real, Aiya suelta un mamporro contra el símbolo y
comprueba con satisfacción cómo se rompe, igual que la
expresión de Takeshi. El líder suelta un grito de frustración
que sacude la estructura de Siwang, como si fuera un lamento
de la propia deidad.
Hanlu
—Monte Shuuha—
El símbolo está roto.
En Dantelle y en Siwang.
Los disparos de fuego malva se detienen, y también los
movimientos erráticos del autómata.
Y se crea un silencio algo viciado que no le gusta nada.
—¿Lo ha conseguido? ¿Aiya lo ha conseguido?
Lo pregunta Ter, que todavía sostiene a Dantelle entre los
brazos. Sus dedos manchados de sangre se aferran a la ropa
desgarrada de su mejor amigo. El pelirrojo está consciente y
busca con los ojos marrones un punto en lo alto de la gruta.
Aiya.
Hanlu hace lo mismo y la ve, tambaleándose sobre uno de
los cuernos de Siwang. Sus pies bailan sobre las arrugas de las
astas, que se enrollan como las de un carnero. No sabe qué ha
pasado dentro de la cabeza del autómata, pero sí que distingue
lo que tiene Takeshi en las manos.
—Es un revólver —la voz de Dantelle se rompe a su
espalda—. Ter, tiene un revólver.
El primer tiro de Takeshi yerra y alcanza un trozo de
cuerno, que sale volando por los aires. Aiya aprovecha para
tratar de descolgarse y caer sobre el hombro de Siwang, pero
otra bala la persigue. De nuevo sin acertar.
«Tengo que subir», piensa Hanlu.
—Voy a subir —dice Dantelle.
Hanlu se vuelve para ver cómo el pelirrojo aparta a Ter de
su lado y se pone en pie. Está visiblemente destrozado, pero
eso no impide que avance hacia el autómata.
—¡Mierda!
Justo cuando Dantelle protesta, se escucha otro disparo, y
tras él, un grito. Esta vez, la bala sí ha alcanzado a Aiya, que
se precipita desde lo alto del autómata. Hanlu lo ve a cámara
lenta, pero lo cierto es que su cuerpo cae a toda velocidad. Al
menos hasta que Ter los sobrepasa y levanta los brazos en el
aire, soltando un gruñido de esfuerzo.
Su magia, ese poder que le sorprende cada vez que lo usa,
se proyecta hacia Aiya y la hace ligera como una pluma. Cae,
despacio, flotando en el aire, hasta que su espalda acaricia el
suelo y Ter sale corriendo, trastabillando más bien, hacia ella.
Hanlu ayuda a Dantelle a seguirlo. Aiya descansa, de
lado, cerca de los pies de Siwang, que continúa silencioso.
—Le ha dado en el costado —murmura Ter.
Hanlu comprueba que tiene razón. La bala ha perforado
la piel de Aiya y la sangre empapa la tela de su vestido de
fiesta. Ter intenta cubrir la herida y hace presión con las
manos sin mirarla. En su lugar, fija sus ojos grises en Hanlu,
que se ha olvidado de respirar correctamente.
Es un disparo.
Un tiro que ha salido de esas malditas armas de fuego a
las que ahora ya no puede evitar relacionar con su padre.
—Dan …telle…
La voz de Aiya sale suave de sus labios. Es el quejido
más dulce que ha escuchado nunca. Sin embargo, la atención
de Hanlu está por encima de sus cabezas, donde Takeshi estará
intentando escapar. Le tiemblan las manos de rabia.
—Hay que ir a por él —los apremia.
Ter boquea sin decir nada, y Dantelle está ocupado
consolando a Aiya, agarrándole la cara con las manos. Sus
rostros están tan cerca que lo que se susurran es un secreto
entre los dos.
—Lu —lo llama Ter, y no añade nada más.
Hanlu lo capta al instante. La pregunta silenciosa de Ter.
Mira a Aiya, cada vez más pálida, en el suelo, y entiende que
él no puede hacer nada por ella ahora, por mucho que eso le
revuelva las entrañas.
Dantelle ha colocado la mano sobre la herida abierta. De
la palma de su mano nace un destello blanco y suave que dura
un instante. Después, sus dedos se crispan con frustración.
—Soy más útil enfrentándome a él —dice Hanlu,
volviéndose hacia la estructura de Siwang. Allí arriba, el
silencio de Takeshi le preocupa casi tanto como la agonía de
su mejor amiga.
—Ten cuidado.
La voz de Ter le llega como si la hubiera soñado, pero el
apretón que le da en el brazo antes de agacharse junto a
Dantelle es tan real como el nerviosismo que ha empezado a
crecer en su corazón.
Hanlu no lo piensa más, echa a correr hacia Siwang.
Desde la distancia, ve que las patas de hueso tienen apéndices
de madera en los laterales, como las espinas de una rosa. Son
los que Aiya habrá usado para subir. Claro que ella escala
mucho mejor.
Sin embargo, sus pasos se detienen antes de llegar. Es en
ese instante cuando comprende el silencio de Takeshi, esa
calma antes de la erupción de un volcán. El líder de la secta ha
conseguido alcanzar uno de los cañones de Siwang, o mejor
dicho, la cápsula que hay tras él. «Como en los cañones del
autómata anfibio que usaron en Suiren», recuerda Hanlu. El
aparato apunta directamente hacia él. Desde casi cuatro
alturas, Takeshi maneja uno de los brazos de su deidad y
dispara.
Hanlu reacciona rápido y se tira al suelo, arañándose la
piel contra la roca, pero evitando que una explosión de fuego
malva lo haga cenizas.
Fuego malva.
De pronto, el nerviosismo de su corazón se convierte en
pánico. ¿Por qué tiene que ser fuego?
«¿Por qué crees que Sheng le concedió el poder del Sol a
los Huozai?», le preguntaban siempre sus maestros, esperando
una respuesta que le enseñaron desde que supo hablar:
«Porque es la más poderosa, como nosotros».
Ahora tiene sus dudas.
Otro cañonazo hace saltar el suelo de la cueva,
provocando una lluvia de guijarros sobre él. El olor a ácido de
ese fuego maldito le inunda las fosas nasales.
Hanlu se levanta, y aprovecha el tiempo que tarda
Takeshi en apuntar y cargar para correr hasta los pies de
Siwang. Ese es un punto ciego para el líder. Ahora solo espera
que, desde su posición, Aiya y los demás sigan a salvo y
Takeshi no decida atacarlos a ellos.
Alarga el brazo para impulsarse sobre uno de los salientes
de madera y escalar por la pata de Siwang. Escucha otra
explosión y se maldice.
«Aguanta un poco, Aiya».
Tarda en llegar a la altura del hombro de la criatura, pero
con eso es suficiente. Desde allí alcanza a ver el cañón, y
también la escotilla que permite acceder al cubículo que lo
controla. Avanza, saltando de hueso en hueso, ignorando el
calor sofocante que emerge de la cabina del cráneo, donde
Aiya ha roto el símbolo antes.
Se acerca hasta el cubículo del cañón e invoca el poder de
las llamas, que le envuelven el brazo y toman la forma de una
esfera en la palma de su mano. Abre la puerta, dispuesto a
lanzar el proyectil sobre Takeshi, pero… allí no hay nadie.
Recibe un golpe lateral que lo tambalea. El líder se ha
lanzado contra él. El cañón de su revólver queda a escasos
centímetros de la frente de Hanlu, pero, cuando Takeshi jala el
gatillo, la bala no sale. El líder sacude el arma, descargada, y
la lanza a su espalda, cabreado.
Hanlu trata de quitárselo de encima, pero Takeshi lo
aplasta contra la pared de hueso. Quiere que caiga al vacío,
como ha hecho antes con Aiya.
Pero Hanlu no va a caer. Es consciente de lo que piensa
todo el mundo cuando lo conoce. Sabe de sobras que las
miradas que recibió en Beongae durante la cumbre decían:
«Qué divertido, que el hijo mayor de Yazi Huozai sea así».
Así. Diferente a sus antepasados. Compasivo, emocional y
capaz de ver las buenas intenciones en cualquiera.
No rechaza esa parte de él; son esas cualidades las que le
hicieron conocer a Aiya.
Y aventurarse con Ter.
Pero además, Hanlu es mucho más que eso. Es un
soldado. Es el mejor arquero de Losbias. Y es fuego.
Las llamas, rojas y enfadadas, serpentean hasta su
enemigo, que levanta una cortina de agua entre los dos. Hanlu
mueve el brazo con brusquedad y rompe la barrera,
alcanzando la piel de Takeshi y abrasándole el hombro
derecho.
—Gracias, príncipe Hanlu. —Takeshi da un paso al
frente. Tiene un aspecto lamentable—. Cuando esa niña ayudó
a escapar a la princesa Jisun, creí que Siwang simplemente no
quería volver con nosotros. Pero… ¡Pero tú estás aquí! No
dejas de volver a mí y de recordarme que la voluntad de las
deidades es sorprendente.
—¿Siwang? —Hanlu se vuelve a poner en pie, alerta,
pendiente de los movimientos del hombre—. ¿Crees que esto
es Siwang?
—¿Qué dices?
—Podrías construir el autómata más grande y repugnante
del mundo y, aun así, no conseguirías imitar siquiera a un
Defecto. ¿Te crees digno de darle forma a una deidad?
—«Cuando la luz esté en lo más alto, cuando el Sol
envuelva al mundo en su abrazo más cálido y la dicha corone
su cúspide, allí aparecerá Siwang para arrebatar lo que el Sol
ha creado». —Takeshi ignora su provocación y habla a tal
velocidad que le cuesta entenderlo—. Ese eres tú, príncipe. Tú,
la luz, en lo más alto y el Sol ahí fuera, trayéndonos la
mañana.
Hanlu vuelve a preparar otra lengua de fuego, esta vez
dispuesto a usarla con la intención de matar. Por Aiya, por el
sufrimiento de Jisun y Dantelle.
—Dices que esto no es Siwang. —El fanático abre los
brazos para señalar al autómata—. Tal vez tengas razón y su
voluntad siempre ha sido que yo ocupara su lugar. La luz y
Siwang. Tú y yo. —Hace una pausa y sus ojos oscuros lo
devoran, haciendo que su corazón se salte un latido—. «El
tronar de las cascadas anunciará su advenimiento final, y la
sangre de nuestro sacrificio bañará la seda blanca de sus
cabellos».
Es un gesto rápido, pero Hanlu lo es más. Takeshi se
lanza sobre él y Hanlu lo detiene con los brazos ardientes. El
líder grita de dolor, pero no se aparta. Con la mano que tiene
libre, Hanlu le arrea un puñetazo en el costado que lo dobla en
dos. Empiezan a forcejear, en una pelea que los lleva a
tambalearse sobre la estructura de Siwang. Hanlu evita mirar
hacia abajo y, en su lugar, concentra toda su energía en
abrasar, en quemar lo que lo rodea.
Takeshi sigue gritando mientras las llamas le comen los
brazos y le llegan hasta el pecho y el cuello, arrugando su piel
en carne viva. Pero incluso en esos gritos, se distinguen sus
palabras.
—«Sus entrañas son llama y frío, fuego malva con el que
Siwang arrasará…». —Takeshi jadea y, ante la sorpresa de
Hanlu, tiene fuerzas para empujarlo. Sus pies tropiezan con
una caja de la que caen varios viales de munición.
Takeshi se lanza a atrapar uno y Hanlu invoca una llama
para terminar con él. Sin embargo, tarda demasiado, o tal vez
Takeshi ya se ha convertido en el tipo de humano más
peligroso que existe: ese que no tiene miedo a morir. Se lanza
contra él, chillando como un poseso.
Para entonces, Hanlu ya hace honor a su apellido.
«Huozai», que en la lengua más antigua de su región, mucho
antes de que todos hablaran en losbita, significaba «incendio».
Fuego. Fuego por todas partes. Fuego que envuelve a Takeshi
cuando lo agarra por los hombros. Hanlu intenta zafarse, pero
¿de qué sirven sus llamas cuando ya no hay nada más que
quemar? La cara de Takeshi es una máscara sangrienta cuando
le estampa la cabeza contra el hueso de Siwang y le abre la
boca. Hanlu intenta morderle los dedos, sin resultado.
Algo entra en su cuerpo.
Es un líquido blanco, que le abrasa la garganta y le
provoca un calambre desde el fondo del estómago. Sabe a
ácido, al mismo ácido al que huele el fuego malva.
Y entonces, el incendio se desvanece.
Las llamas de sus brazos se apagan y Hanlu siente algo
que jamás había conocido.
Frío.
—«Tus entrañas son llama y frío, fuego malva… —
Takeshi no sonríe, porque ya no hay nada que ver en su rostro,
calcinado. Aun así, Hanlu sabe que esa es su victoria—…
fuego malva con el que Siwang arrasará y reclamará aquello
que siempre fue…».
Sus últimas palabras ya apenas se entienden. Su boca se
entreabre para emitir un último gemido que se ve interrumpido
por una patada.
El cuerpo de Takeshi cae hacia un lado y se precipita al
vacío.
Hanlu siente los brazos de Ter agarrarlo por detrás y
cuenta hasta diez latidos de su corazón antes de girarse y
encontrase con sus ojos grises, llenos de lágrimas.
—No sé qué me ha hecho —balbucea, buscando el
hombro de Ter, como un niño pequeño.
No lo sabe, pero sabe el efecto que ha tenido en él.
El fuego se ha desvanecido de sus brazos, de sus manos,
pero también de su interior.
Se lo ha robado.
—Lu, tranquilo, todo va a ir bien, te lo prometo.
Escucha las palabras de Ter desde lo más profundo de su
pecho, y vuelve a mirarlo. Las lágrimas se mezclan con la
sangre en sus mejillas.
Y Hanlu también se echa a llorar.
La muerte de Takeshi ha devuelto el silencio a la gruta,
que solo se interrumpe con sus llantos y los gritos de dolor de
Dantelle, a los pies de Siwang, roto por un desconsuelo que
comparten los tres únicos corazones que laten en ese lugar.
Epílogo
Jisun
—Ciudad de Beongae—
Es tradición que el Señor que condena a un destierro esté
presente en la ejecución de la sentencia. Y aunque esta vez la
orden proviene de la emperatriz, no es ella la única que ha
acudido a ver zarpar la barcaza. Al fin y al cabo, todas las
dinastías han formado parte de la operación.
Los monjes ameagis fueron los primeros en responder a
la orden de Jisun, en cuanto ella, Dharani, Terabent y los
maltrechos Dantelle y Hanlu Huozai lograron llegar a la
ciudad. Sin embargo, aquel autómata sacrílego había
provocado severos desprendimientos que obstruyeron el
acceso a varias grutas clave, con lo que fue necesaria la
intervención de monjes hoa thơmis y sandeshis para apartar las
rocas y acceder a la guarida de la secta. Por eso, tanto Phong
Hoa Thơm como Kali Sandesh se hallan allí esa tarde. No
quieren perder la oportunidad de adjudicarse parte del mérito
de la captura.
No es para menos. Se trata del destierro más numeroso
desde la masacre del templo de la Tormenta; mayor, incluso,
dado que gran parte de los fanáticos de la secta zha murieron
durante aquel ataque. O eso había pensado siempre Jisun.
—Fueron los Huozai. Yazi Huozai traficaba con pólvora
de los extranjeros. Aún lo hace. Haz… haced que se sepa.
Se lo había dicho su rescatadora, aquella chica hoa thơmi.
Entre susurros, entre las sombras, con miedo y prisa, mientras
Jisun se recuperaba lo suficiente como para seguirla por los
túneles, le había confesado toda clase de cosas horribles que
había averiguado. Como si sospechara, no, como si supiera
que no iba a tener tiempo de contárselas después.
Sin embargo, entre todas las cosas que le dijo no estaba
su nombre. Durante un tiempo, Jisun pensó que nunca lo
averiguaría. Porque cuando regresó a la cima del Shuuha y
pisó la caverna del autómata, acompañada por Dharani,
reconoció el cuerpo de la chica entre los cadáveres. Sangre, ya
casi seca, en el cuello. La asesinaron, cuando iba a rescatar a
Dantelle, suponía Jisun. La descubrieron, la asesinaron, y ella
ni siquiera sabía a qué nombre debía dar las gracias.
Pero mientras desmantelaban la guarida de la secta, uno
de los monjes encontró algo. Un diario. Jisun se lo arrebató
antes de que su Señora pudiera reclamarlo para sí, y, al leerlo,
supo que pertenecía a aquella chica.
Se llamaba Bian.
El diario no hablaba demasiado sobre su familia, pero
mencionaba algunos detalles; los suficientes como para que
Jisun pudiera encontrarlos. Y algún día lo haría. Los visitaría,
les entregaría el diario y les diría que su hija, a pesar de sus
errores, había muerto con honor.
Pero aún no. Aún quedaban muchas cosas que hacer… y
el diario era una pieza demasiado importante. Hablaba de todo
lo que Bian le había confesado mientras huían: de los líderes
de su secta, de los experimentos de aquel ameagi, Akihiro, de
sangre y alquimia y lo que se podía lograr combinándolas.
De lo que había logrado.
Los amegis se habían quedado con todo el material de
ingeniería encontrado en la guarida, incluidos los restos del
colosal Siwang. Sin embargo, Jisun había reclamado para
Beongae todos los compuestos alquímicos, y, aunque las
demás dinastías habían protestado, el hecho de haber pasado
semanas encerrada ahí y de ser la heroína del asunto (y la hija
de la emperatriz) había inclinado la balanza a su favor.
También ayuda que nadie salvo ella sepa qué guardaban
exactamente aquellas cajas que habían partido hacia Beongae.
Nadie sabe, por ejemplo, que algunos de esos viales contienen
la solución culpable de que el fuego malva fuera invulnerable
al don de los Huozai. Según el diario de Bian, se trataba de un
compuesto que repelía la magia. ¿Qué sucedería si alguien
volviera a usarlo como arma? ¿O como veneno?
Es demasiado importante como para destruirlo, y
demasiado peligroso como para que caiga en malas manos.
Igual que el diario de Bian.
También habla de la masacre del templo de la Tormenta,
de cómo Yazi Huozai compró armas extranjeras de
contrabando y luego dejó que los zha aparecieran como los
únicos responsables del atentado. Y Jisun sabe que aquello no
fue algo aislado. No puede serlo. Las armas, el ataque al
templo insignia de Beongae… El Señor del Sol estaba
preparándose para algo. Llevaba años preparándose, y duda
que haya dejado de hacerlo.
Seguro que se siente muy listo. Confiado. Pero ahora
Jisun está sobre su pista, y sea lo que sea lo que planea,
debilitar a la dinastía imperial, un golpe de Estado…, si
pretende salirse con la suya, tendrá que pasar por encima de
ella. Y hasta ahora, nadie lo ha logrado.
Aun así, la clave es no actuar precipitadamente. Tiene
que ir con cuidado, recabar pruebas. De momento, no ha
compartido lo que sabe con nadie, salvo con Dharani, claro. Ni
siquiera se lo ha contado a su madre, y desde luego no se lo ha
dicho a Hanlu Huozai. Sospecha que él no está al tanto de los
crímenes de su padre, y sería un buen aliado, pero también uno
demasiado arriesgado. Pero no importa: de una manera u otra,
el Señor del Sol va a pagar. Jisun se asegurará de eso.
Él también está allí. Aunque no ha aportado nada a
aquella causa, no sería Yazi Huozai si desperdiciase la
oportunidad de aparentar. Lo acompañan su segunda esposa y
el príncipe Hanlu, aunque a Jisun no le pasa desapercibido que
no se dirigen la palabra. Si lo que ha oído es cierto, aquel será
el último acto oficial de Hanlu Huozai en mucho tiempo. O el
último, a secas.
El príncipe del Sol es de los pocos que realmente
merecen estar allí. Si de Jisun dependiera, solo hubieran estado
presentes él, la emperatriz, Dharani y ella misma. Y Umi,
claro.
La Señora de la Ola estrecha la mano de su esposa. Su
máscara apenas consigue disimular el rencor de su rostro. Su
mirada pesa sobre la barcaza de los exiliados con la fuerza de
un ancla. Al fin y al cabo, cree que los criminales a los que
transporta, los Altos Miembros de la secta del fuego malva,
son los asesinos de su hermano.
Era lo más lógico, que la secta del fuego malva estuviera
detrás de los asesinatos de Kai Ameagari y del alcalde Dundas
Redegar. Umi lo dio por hecho. Jisun, simplemente, no la ha
sacado de su error. Es más sencillo así, y las Virtudes saben
que le sobran complicaciones con las que lidiar ahora mismo.
Tras las oraciones rituales, los monjes ameagis cortan las
amarras y la barcaza empieza a deslizarse mar adentro. Jisun
nunca había presenciado un destierro, pero intuye que ese odio
en las caras de los marineros excede lo habitual. No le extraña.
Para ellos, esas personas son terroristas de la peor ralea.
Herejes, asesinos de inocentes y de príncipes. Es costumbre
dormirlos para que nadie, salvo los monjes y los Señores,
conozca el camino hacia la isla del exilio. Se pregunta cómo
reaccionarían de haber estado despiertos, si suplicarían o si los
insultarían.
Sabe que hay un pasajero que no haría ninguna de las dos
cosas. Uno de ellos se levantaría, se cubriría el rostro con las
manos y afirmaría ser Jisoo Beongae.
Su madre no mira a Hyo, está segura. Ella misma
preferiría no verle nunca más, pero no puede evitarlo. Y sus
ojos no son los únicos que están posados sobre él. Hay, como
mínimo, otro par más.
Dharani no podía asistir al ritual de destierro, pero Jisun
no duda que está en algún lugar estratégico del muelle, armada
con un par de binoculares, probablemente. Para despedirse.
Se pregunta si se reunirá con ella pronto, o si esperará
hasta que la barcaza desaparezca, tomando nota, quizá, de su
rumbo, intentando descubrir el paradero de la isla del exilio.
«Lo encontraré. Y lo visitaré», le había dicho Dharani.
No le importó que nadie hubiera hecho algo así antes, y
tampoco que el mero hecho de plantearlo contravenga las
leyes más sagradas del Imperio. «Sé que Hyo merece un
castigo por lo que ha hecho. Pero también merece piedad por
lo que tu madre le hizo a él».
Jisun sabe, racionalmente, que tiene razón. Que esa vida
que le impusieron, los peligros, la tensión, toda su existencia a
expensas de otra persona, tuvo que pasarle factura. Porque el
Hyo que ella conocía habría matado por su hermano.
Su hermano.
Jisoo.
Ni siquiera recuerda la última vez que habló con él.
Así que sí, quizá Dharani tiene razón, quizás Hyo
merezca tanto castigo como misericordia. Si quiere intentar
visitarlo, Jisun no la detendrá. Pero tampoco piensa ayudarla,
y Dharani no se lo pedirá. Sabe que, de las cuatro Virtudes, la
Bondad siempre ha sido el punto flaco de Jisun. Y no existe
Bondad suficiente en las estrellas para perdonar al asesino de
su hermano.
El Imperio también llora la muerte de Jisoo Beongae. La
versión oficial es que murió haciendo frente a los líderes de la
secta. Idea de la emperatriz, claro.
Lo primero que Jisun se preguntó tras oír la confesión de
Hyo, en cuanto fue capaz de pensar con algo de claridad a
través de la pena, fue qué haría su madre cuando se lo contase.
La emperatriz tomaba decisiones con la firmeza de una
oráculo, como si Sheng le susurrase siempre qué debía hacer.
Y lo que Jisun tuvo claro desde el principio fue que, sucediera
lo que sucediese con Hyo, el mundo nunca jamás lo sabría. Su
madre lo taparía de alguna manera, y su existencia se
disolvería en el mismo humo del que había surgido dieciséis
años atrás. Su destierro, como su vida, sería un secreto
guardado por unos pocos.
Se celebró un ritual funerario sin cuerpo, con ofrendas a
las Virtudes y una semana de duelo en todo Beongae.
La despedida de Aiya Ziwei fue más austera, pero, aun
así, ahora todo el Imperio sabe su nombre. En apenas unos
días, se ha convertido en poco menos que una leyenda, una
personificación de las cuatro Virtudes. No hay losbita que no
conozca su sacrificio. Hanlu Huozai se ha asegurado de ello.
Hoy, para variar, no va acompañado de ese soldado,
Terabent Meda, el que le habló a Jisun de los presos del
Continente y de un hombre llamado Albio Terabona. Tampoco
está el pelirrojo, Dantelle Medaume, ese joven cuya sangre la
salvó y que, a la vez, estuvo a punto de reducir el Imperio a
cenizas.
«Ilimitado». Jisun recuerda haber leído ese término en
textos del Continente; tratados comerciales, ensayos
religiosos, fábulas. Dharani también la ha puesto al corriente
de esa teoría suya sobre los tatuajes y la magia neg…, la
magia. Jisun es demasiado inteligente como para ignorar todas
las cosas que aquello explicaría. Y demasiado inteligente,
también, como para pasar por alto todos los problemas que
podría acarrear que aquella información llegara a oídos
equivocados.
Otro asunto más del que debe encargarse.
Cuando anochece, todo eso sigue rondándole por la
cabeza. A su lado, Dharani la abraza como si, aun dormida,
notara que la necesita. Nadie la ha visto entrar en sus
aposentos, y nadie la verá salir por la mañana. Jisun estrecha
aún más el brazo de la bailarina en torno a su cintura. Aunque
sabe que dormir le parece una pérdida de tiempo (algo en lo
que coinciden), Dharani nunca ha tenido problemas para
conciliar el sueño.
El cuerpo de Jisun agradece la suavidad de las mantas;
todavía recuerda los bordes afilados y la humedad de la roca
de su celda. Tampoco es que haya logrado descansar mucho
desde que salió de allí. Cierra los ojos y sueña con fuego
malva y humo. Con Bian. «Haced que se sepa». Sueña con
Dantelle y Terabent y su piel sin tatuajes y su magia, con los
Continentales llamándola desde sus celdas. Y con Jisoo. Jisoo,
riendo; Jisoo tomándole el pelo, a ella, a Hyo.
Ansiaba desprenderse de su máscara, escaparse al puerto,
beber en los bares y mezclarse con la gente. Ser uno más.
Jisun, en el fondo, siempre admiró eso de él. No creía que
fuera un irresponsable, o un frívolo, como decía su madre
(siempre en privado, por supuesto). Jisun sospecha que su
hermano, sencillamente, poseía esa bondad que a ella le falta.
«Por él», se promete.
Han cambiado muchas cosas desde la última vez que
Jisun Beongae durmió tranquila. Y no piensa volver a hacerlo
hasta lograr que cambien muchas, muchas más.
Ter
—Ciudad de Beongae—
Antes de aquello, Ter no había viajado en barco en su vida.
Ahora ha navegado como soldado del Continente, como
prófugo del Imperio y como escolta de dos príncipes. Parece
mentira que haya pasado apenas un mes desde que arribó al
puerto de Beongae, desde que se despidió de ese barco que
ahora contempla de nuevo.
Esta vez no hay comitiva multitudinaria, ni estandartes de
las dinastías ni cortesanos ataviados con los colores de sus
islas. Aquello fue un intento ridículo de impresionarlos, pero a
esas alturas Ter y el resto de diplomáticos ya han visto
demasiado como para dejarse engañar. Un par de hileras de
monjes de uniforme ya no podrían eclipsar toda la mierda que
han presenciado, por mucho que la emperatriz intente barrerla
de nuevo bajo la alfombra.
El decano Gotoli dice que regresarán «cuando las aguas
vuelvan a su cauce y la situación interna del Imperio sea más
propicia para la diplomacia». Ter se pregunta si se lo cree de
verdad, o si solo lo dice para ahorrarles a ambos bandos la
vergüenza de admitir que todo ese paripé, al final, no ha
servido para nada. No hay tratados de comercio, ningún
acuerdo oficial sobre fronteras o tecnología, aunque a Ter todo
eso no podría importarle menos. Lo que hace que le hierva la
sangre en las venas es que se marchan del Imperio dejando
atrás a todo el mundo. A Albio, y al resto de presos a los que
se suponía que habían venido a rescatar.
Él no va a abandonarlos, y menos ahora que sabe que los
responsables de la masacre no fueron un puñado de fanáticos
que se pudren en la isla del exilio, sino un pez gordo que aún
se sienta en su trono de oro. Piensa demostrarlo, encontrar a
sus proveedores de pólvora del reino, recuperar documentos.
Y cuando lo haga, volverá a Losbias, con o sin la Academia.
Sacará a Albio de su celda y lo llevará de vuelta a Ravinder, a
cuestas y a nado si hace falta.
Yazi Huozai es el único Señor que no ha acudido al
puerto a despedir a los diplomáticos. El único representante de
su familia es Hanlu, al igual que el día que llegaron. Aunque
esta vez el príncipe no va cargado con un baúl de brazaletes,
sino con su propio equipaje. Equipaje para un viaje muy largo.
Aún recuerda cómo Yazi Huozai reaccionó al oír su
decisión. Cómo se rio.
—¿A qué viene esa cara de circunstancias? Si quieres
recorrer mundo con tu nuevo… amigo, no podría darme más
igual —dijo—. Ahora mismo eres menos que un bastardo,
Xiaolu. Lo mejor que le puede pasar al linaje de los Huozai es
que te marches lo más lejos posible.
Ter no estaba invitado a esa reunión, pero lo oyó de todas
formas. Aunque la conversación sobre los poderes de Hanlu
había sido más discreta, estaba claro que Yazi Huozai no era
tan cauto respecto a los asuntos de su familia como la
emperatriz. Y aunque la cabeza de los Beongae le caía como
una patada en las tripas, Ter había descubierto que despreciaba
aún más a Yazi Huozai.
Porque a él le daba igual.
Estaba tan seguro de su poder que sabía, no, creía, que
ninguna mancha sería lo suficientemente apestosa como para
arrebatárselo. Y aunque Ter pensaba derrocarlo por justicia,
por Albio, por sus compatriotas y por todos los inocentes que
sufrieron la masacre del templo de la Tormenta, no podía
negar que disfrutaría cuando el padre de Hanlu cayera. No era
estúpido. Yazi Huozai tenía motivos de sobra para creerse
invencible, y no iba a ser fácil cambiar eso. Pero era Terabent
Meda. Había hecho cosas más complicadas.
Había derrotado a un dios, ¿no? Eso decían.
—Pero Lu, si te vas… ¿y si Siwang viene y se nos come?
La princesa Xiaoshe, la menor de las Huozai, parecía un
retrato reducido de sus hermanas mayores, Xiaotu, Xiaoji y
Xiaomao; las cuatro con las mismas ropas ridículamente
elegantes para su edad, los mismos cabellos llenos de
pasadores de oro y rubíes, las mismas máscaras de fénix.
Hasta el pequeño Xiaoxong tenía la suya, aunque apenas era
un bebé. El pobre crío no dejaba de juguetear con las plumas,
mientras Xiaomao, que cargaba con él, le retiraba la mano
cada dos por tres, exasperada. La niña se encontraba mejor de
salud últimamente, y sostenía a su regordete hermano sin
aparente esfuerzo, consciente de su posición: la espalda recta,
el mentón alto, lista para mirar por encima del hombro a
cualquiera, a pesar de su corta estatura y sus trece años.
Parecía mentira que fuera la misma niña indefensa a la que Ter
rescató de las llamas. Tampoco le pasaban desapercibidas las
miraditas que le echaba la niña de vez en cuando, y cómo se
ponía roja bajo las plumas cada vez que él la pillaba.
—No era Siwang de verdad —dijo Hanlu, sujetando
afectuosamente la mano de la pequeña Xiaoshe.
—¿Y entonces, qué era?
—Eran una secta, tonta —aclaró Xiaomao, desenredando
la manita llena de babas que su hermano había enroscado en su
pelo—. Gente mala —aclaró, ante la mirada de Xiaoshe.
—¿Y no volverá la gente mala si te vas, Lu? —insistió la
pequeña.
—Esa gente ya no puede haceros daño —intervino Ter
con su mejor sonrisa.
Las hermanas de Hanlu le devolvieron el gesto, idénticas
como espejos de distintos tamaños. Sus sonrisas, sin embargo,
no se parecen nada a la de Hanlu. Ter sabe que las princesas
son sus hermanastras, que solo comparten la sangre de Yazi
Huozai. Se pregunta si debajo de las máscaras ocultarán algún
rasgo en común, los pómulos, los ojos almendrados, o si eso
Hanlu también lo habrá heredado de su madre, igual que la
boca. Supone que sí. Tiene el rostro de Hanlu bastante
estudiado, y la idea de que alguna de sus facciones le venga de
Yazi Huozai le resulta ridícula.
También resultaba ridícula, a otro nivel, la escena que
estaba contemplando. Más que ridícula, era como… como una
pieza encajada a presión en un puzle al que no pertenecía. Un
chico despidiéndose de sus hermanas y su hermano antes de
irse de viaje. Abrazos, palmaditas, caricias en el pelo, palabras
bonitas. Era todo tan íntimo que casi parecía normal. Parecía
fuera de lugar en aquella sala llena de jarrones de porcelana
finísima pintada de laca y oro, y de tapices de seda tan fina
que podría vestir a… bueno, a un príncipe.
—Chicas, tengo que terminar de hacer el equipaje.
—¿No te lo han hecho los criados? —se sorprendió
Xiaoji.
Hanlu miró a Ter de refilón, con el mismo rubor que se le
pintaba a Xiaomao. Vaya, vaya. Sí que tenían algo en común,
al fin y al cabo.
—Sí, pero… quiero asegurarme de que no se han dejado
nada. Además, creo que este osete ya tendría que estar
durmiendo —dijo, señalando a Xiaoxong, que había empezado
a babear sobre el hombro de su hermana.
Los pasillos de las plantas inferiores de la pagoda real
seguían manchados de humo. Habían retirado los escombros,
claro, pero las huellas del incendio tardarían en desvanecerse.
De hecho, la familia había optado por mudarse a otro pabellón;
era la ventaja de vivir en un palacio con más edificios que toda
Bajaciudad. Los aposentos de Hanlu, sin embargo, seguían
relativamente intactos.
La ventana por la que se había colado Ter, por ejemplo,
estaba igual. Igual de dorada, igual de baja, igual de propensa
a que uno se cayera dentro en un descuido, por muy ágil que
fuera. La única diferencia era el príncipe que se apoyaba en el
marco, y que ya no había fuegos artificiales que contemplar,
sino estrellas.
Tenía el cabello aún algo revuelto por la peluca, y
también se había quitado la máscara. Ese era el Hanlu que Ter
conocía. Y también conocía la expresión de su rostro: era la
misma que puso aquella noche en el tejado de La Grulla Coja.
—Sabes que es cierto, ¿no? Lo que le has dicho a
Xiaoshe —aclaró Ter, sentándose a su lado en la ventana—.
Que esa máquina no era Siwang de verdad.
—Claro que lo sé. ¿Crees que soy como esos fanáticos?
—No, pero…
—Lo estás haciendo otra vez —refunfuñó Hanlu.
—¿El qué?
—Creerte que soy estúpido, solo porque tengo fe en algo
que no puedes explicar.
Ya habían hablado de aquello antes. Y Ter, como siempre,
tenía los argumentos correctos para replicar.
«No creer en nada no te hace superior a los que sí
creemos en algo».
El recuerdo de las palabras de Aiya le retorció el
estómago y le cerró la boca.
En lugar de responder, Ter miró hacia el horizonte. La luz
de la luna convertía en escamas de plata los tejados dorados.
Se preguntó en cuál de ellos estaría Dantelle.
Era algo que le gustaba hacer a veces, cuando necesitaba
pensar. Lo descubrió poco después de que su amigo se mudara
con su familia, un día que volvía de una fiesta a la que él no
había querido acompañarlo y se lo encontró ahí, sentado como
si tal cosa, en silencio. Fue el motivo por el que Ter aprendió a
escalar. Para hacerle compañía. Tardó un tiempo en
comprender que, a veces, su amigo simplemente necesitaba
estar solo.
Aun así, iría a buscarlo dentro de un rato. A veces,
cuando Dantelle se ponía melancólico, no sabía cuándo parar.
Pero Ter lo había aprendido por él.
Hanlu ya no le miraba a él, ni al cielo, sino a sus manos.
Chasqueaba los dedos. Ter reconocía ese gesto. Normalmente,
una llamita hubiera salido de ellos al instante, como si sus
manos fueran un mechero. Por supuesto, esa vez no pasó nada.
Igual que la siguiente, y la anterior, y la anterior a esa.
—Eh —dijo Ter. Hanlu le miró, y estaban lo
suficientemente cerca como para ver cómo sus pupilas se
dilataron cuando Ter cubrió sus manos con las suyas—. Por
esto. Por esto lo decía. No quiero que pienses que esto es…
algún tipo de… no sé, de castigo de tus dioses o algo así.
—No pienso eso. Pero… —Los ojos de Hanlu se
desviaron un instante hacia las estrellas—. Es extraño.
Siempre he sabido que las profecías existían, pero formar
parte de una…
—Venga ya —dijo en su lugar—. Ese papel no predijo
nada. Solo sucedió porque hubo un loco que lo leyó, se lo
creyó y lo hizo suceder. Como esa parte sobre el Sol en su
punto más alto: lo utilizaron como excusa para atacar durante
el festival de Suiren, y luego el mismo tipo lo interpretó como
una señal para matarte a ti. ¿Cuántas cosas puede predecir
una misma frase?
«Tan solo seguía los pasos de la profecía como si fuera
una receta de caldo de pollo», pensó. Pero, como estaba
intentando ser respetuoso, se mordió la lengua.
—¿Y qué me dices de la profecía de la oráculo de Gamja,
la que me contaste?
—«Alguien que no es quien dice ser desvelará su
verdadera identidad» —resopló Ter—. ¿Cuándo ha pasado
eso, a ver?
—Podría referirse a Dantelle y el nombre falso que dio
al principio. O al líder de la secta. Según se ha descubierto,
vivía una segunda vida como uno de los bailarines más
respetables del santuario de la Ola.
—¿Ves? Podría referirse a cualquier cosa. Solo tiene
sentido porque tú se lo buscas. Si el malnacido de Takeshi no
hubiera encontrado ese rollo y no hubiera seguido sus
instrucciones, nada de lo que ponía ahí habría pasado.
—Bueno, pero pasó. En eso consiste una profecía —
insistió Hanlu.
—Muy bien. Tú crees en eso —dijo Ter. Su mano se
quedó extrañamente fría cuando la separó de las de Hanlu para
señalar las estrellas—, y yo creo que el destino lo decide cada
uno. ¿O piensas que es la voluntad de tus deidades que ese
loco te envenenase y te…?
De nuevo, se mordió la lengua.
—Puedes decirlo. Me quitó mi don.
Las manos de Ter volvieron a las de Hanlu casi sin darse
cuenta.
—Eso no lo sabemos. Igual solo necesitas sudar toda esa
mierda que te hizo beber —dijo «sudar» porque no estaba
seguro de cómo se decía «mear» en losbita, y aunque le
divertía la idea de escandalizar a Hanlu, no era el momento—.
Y sigo pensando que tendrías que decirle a Jisun Beongae que
te informase de lo que descubran sus químicos sobre esa
sustancia.
—Precisamente, si descubren lo que es capaz de hacer,
no puedo sugerir que yo lo he sufrido en mis carnes. Sería un
gran golpe para el linaje Huozai si…
—Sinceramente, que le jodan a tu padre —se le escapó a
Ter. No sabe si Hanlu conoce esa expresión, pero estaba claro
que captó el tono.
—No se trata de mi padre, Ter. Yo quiero que caiga tanto
como el que más. —Por un momento, sus ojos castaños
ardieron con tal furia que no le hubiera sorprendido que
volvieran a brotar chispas de sus dedos—. Pero mi familia es
más que eso. Son mis hermanas, y Xiaoxong, y…
—Vale, vale. No pasa nada nada. Vamos a arreglarlo por
nuestra cuenta. Ya sabes que conozco a alguien que…
—El amante de tu hermana.
—Puaj. Solo lo llamas así porque sabes que me molesta.
Hanlu le dio un apretón en las manos. ¿Cuándo había
pasado a ser él el que agarraba las de Ter?
—Un poco —sonrió.
—Bueno, pues sí. El petardo de Conreth sabe de magia
más que nadie que yo conozca, por mucho que me fastidie.
Seguro que él…
—Ya he decidido acompañarte al Continente. No hace
falta que sigas intentando convencerme.
Ter resopló. Se deslizó sobre el marco de la ventana para
alejarse de Hanlu, solo lo justo para ver cómo el príncipe
titubeaba.
—¡Pero si eres tú él que me quiere seguir como un
perrito! No soportas la idea de separarte de mí.
—¿Tú crees?
—Puedo demostrarlo —dijo Ter.
Pensaba acercarse de nuevo, pero Hanlu lo había hecho
por él, así que, en su lugar, se sentó a horcajadas sobre el
marco de la ventana, con una pierna en la habitación y la otra
sobre el tejado.
—Me gustaría ver eso, Ter —lo retaron los labios del
príncipe.
—Pues claro que te gusta, Lu.
Ter le dio un segundo para saber lo que se avecinaba.
Para esperarlo. Para desearlo. Y justo cuando vio la duda en
los ojos de Hanlu, cuando el príncipe se estaba preguntando si
aquello solo había sido una provocación, Ter lo atrajo hacia sí
y lo besó.
Le parecía increíble que no hubieran vuelto a hacerlo
desde esa vez detrás de las cortinas de Dundas Redegar. Desde
luego, mientras acariciaba los labios de Hanlu con la lengua,
Ter no podía entender cómo había sido capaz de aguantar tanto
tiempo sin saborearlos otra vez. Al menos, eso es lo que
pensaba la minúscula parte de Ter que aún era capaz de
razonar. El resto de él estaba ocupado en recorrer cada rincón
de Hanlu con las manos, con la lengua, mientras se maldecía a
sí mismo por no poder ir tan rápido como quisiera, y, a la vez,
tan lento como deseaba.
El príncipe tampoco perdió el tiempo. A Ter se le escapó
un gemido cuando sus dientes le mordieron el labio inferior.
Después contuvo un gruñido, aunque está seguro de que
Hanlu, con las manos en su cuello, pudo sentirlo. Por eso
sonrió así, satisfecho, como si hubiera ganado algo. Ter le robó
la sonrisa con un beso que lo empujó contra el marco de la
ventana.
Sus labios eran blandos, tanto como duras eran sus
caderas cuando ambas se encontraron, deseando estar más
cerca, cada vez más cerca. A esa pequeña parte de Ter que aún
era capaz de pensar se le ocurrió que aquella no sería una mala
manera de caerse por segunda vez de esa ventana. Pero Hanlu
no debía de estar de acuerdo, porque se levantó, jadeando
durante el único segundo que dejó de besar a Ter, y enredó los
dedos en su camisa, tanto para atraerlo junto a él como para
quitársela.
Hubo más enredos aquella noche; de sus lenguas, de sus
piernas, de sus sábanas.
Habrá otros enredos en el futuro: de sus manos, de sus
alientos. De sus problemas. Sí, si algo espera Ter, son
problemas. Pero esa es su especialidad.
***
De momento, lo que se enreda son los cabos de las velas de los
barcos y los cabellos sueltos bajo el viento del muelle de
Beongae. Ninguno de esos es el de Hanlu. Debe de estar
dejando su equipaje en su camarote, probablemente aún siga
avergonzado por ese comentario sobre los criados que hizo su
hermana. Intenta parecer «normal» delante de Ter, como si eso
fuera posible, con su máscara, sus ropas y las miradas que le
echa toda la tripulación. Los capas blancas aún no se han
acostumbrado a la idea de que un príncipe losbita vaya a
acompañarlos, y, por una vez, Ter no puede culparlos.
Sin embargo, ahora el epicentro de sus miradas es otra
persona muy distinta.
Dantelle está acodado sobre la baranda, inusualmente
quieto. Todos los tripulantes saben quién es, aunque solo el
decano Gotoli está al tanto de cómo ha llegado hasta Losbias.
Bueno, él y Sero, que no tuvo ningún problema en interrogarlo
hasta que le sonsacó la verdad. Aquello podría haber acarreado
la expulsión de Ter y la Madre sabe qué más, pero resulta que
haber colaborado con tres príncipes losbitas para salvar al
Imperio le dio ciertas ventajas en la negociación de su castigo.
Ter le da una palmada en la espalda a su amigo.
Cualquier otro se hubiera sobresaltado, pero no Dantelle.
Seguramente lo ha oído llegar, y sin duda sabe quién es,
porque ni siquiera se gira para mirarlo.
—Le hubiera gustado esto.
Ter tampoco necesita preguntar para saber de quién habla.
Se apoya junto a Dantelle y mira, como él, hacia el mar
abierto. Hacia casa.
—Leía muchísimo sobre el reino. Sabía un montón sobre
cómo hacemos las cosas, religión, cultura y todo eso. Cuando
íbamos hacia Huozai me dijo que le gustaría viajar allí algún
día.
Ter le rodea los hombros con el brazo. La verdad es que
no sabe qué decir. Mientras lo piensa, algo atraviesa el cielo
como una flecha.
Reconoce el plumaje dorado de Hoxu. Tiene que admitir
que su silbido, o lo que sea, es bastante bonito… siempre y
cuando lo emita a una distancia prudencial.
Desgraciadamente, no es el caso.
El bicho se acerca a toda velocidad hacia ellos, y aunque
Ter se arrepiente de dar un paso atrás, unos instantes después
se alegra con toda su alma de haberse alejado, porque el
pajarraco se posa justo a los pies de Dantelle y empieza a
picotearle el pantalón. Entre risas y manotazos juguetones que
no llegan a tocarlo, su amigo aleja a Hoxu lo suficiente como
para que no le prenda fuego a su ropa. Se mete una mano en el
bolsillo y, para sorpresa de Ter, saca un puñado de migas que
deja caer sobre la cubierta. Bueno, en realidad, no es nada
sorprendente. Dantelle siempre tiene los bolsillos llenos, como
la cabeza, llenos de cosas que no deberían estar ahí.
—¿Por qué te alejas, Ter? —se burla, mientras el
pajarraco se zampa las migas—. ¿Es que tienes miedo?
Antes de que pueda replicar, una voz lo hace por él.
—Oh, claro que lo tiene.
Hanlu. Lo habría oído llegar si no hubiera estado
concentrado en ver cómo Hoxu picotea entre los pies de
Dantelle.
—Le caes bien —dice el príncipe, mirando al bicho con
ojos melancólicos.
—Bah, es solo porque le doy comida.
—No habría volado desde el palacio del Sol solo por eso.
Dantelle se queda quieto, con la boca muy abierta.
—Espera, ¿no lo has traído tú?
—Qué va. Lo dejé al cuidado de mi hermana; no creo que
el clima del Continente sea bueno para él. Además, ahora ella
puede… cuidarlo mejor que yo. —Hanlu esboza una sonrisa
triste, mirándose las manos—. Nos ha seguido él solito. Para
despedirse.
—Hala —es todo lo que dice Dantelle.
Mira a Hoxu y a Hanlu alternativamente, como si no
supiera a cuál de los dos hablar a continuación. El príncipe se
arrodilla junto al pájaro, barriendo el suelo para acercarle un
par de migas que se le han escapado.
—En los santuarios del Sol crían flaminaaras, ¿sabes? En
Huozai creemos que, cuando alguien… se va —dice, sin mirar
a nadie— sus cenizas vuelven a la naturaleza, al suelo, y el
calor de la hoguera se eleva con Sheng. Y cuando alguien echa
de menos a esa persona y enciende una ofrenda en su honor,
Sheng manda ese calor de vuelta para que el espíritu pueda
consolar a sus seres queridos. Según la tradición, los
flaminaara son los encargados de llevar a esos espíritus de un
lugar a otro. Por eso su cuerpo es tan caliente. —Hanlu se
pone en pie. Tiene migas en las palmas de las manos, pero no
parece notarlas, o no le importa—. Sé que no creéis en estas
cosas —le dice a Dantelle—, pero…
—He creído en cosas peores —le interrumpe él, y
después sonríe.
Está buscando más migas para Hoxu, mirándolo
fijamente a los ojos negros, cuando oyen el grito.
—¡EH!
No son los únicos que se giran a mirar. Toda la
tripulación se vuelve hacia la figura que ha aparecido en el
muelle. Los espejitos de sus tobillos reflejan los brillos de las
olas mientras sube corriendo hacia ellos.
—¡Dharani!
—Pensaba que llegaba tarde —sonríe ella cuando los
alcanza sobre la cubierta. Los diplomáticos la miran con
extrañeza, y ella saluda a un par como si tal cosa antes de decir
—: Quería despedirme. ¡Oh! Perdón —dice al ver a Hanlu. Le
dedica una reverencia, y luego se gira hacia Dantelle. Antes de
que Ter pueda traducirle lo que ha dicho, ella hace un signo, el
que, si no recuerda mal, significa «adiós» o «despedida».
Dantelle sonríe y repite la seña, y Dharani aplaude,
orgullosa. Envalentonado (como si ese bobo necesitase mucho
para envalentonarse), Dantelle empieza a hacer un montón de
signos, como si quisiera repasar todos los que Dharani les
enseñó mientras viajaban a Huozai. Ter reconoce algunos.
«Boniato», «mar», «dormir».
«Fuego».
«Cuervo».
Deja de mover las manos cuando Dharani lo abraza, pero
está claro que ya no necesitan ningún signo. No para eso.
Ter no es de esas personas que glorifican a alguien
cuando muere. El príncipe Jisoo le parecía un capullo en
muchas cosas. Pero era buena persona, a su manera. No se
merecía ese final.
Recuerda las lágrimas en los ojos de Dharani cuando les
contó, entre pausas y tartamudeos, que el príncipe había
muerto a manos de la secta, ayudándolas a ella y a Jisun a
llegar a la caverna de Siwang. Proteger. Era lo único que había
querido, a su hermana y a la gente de su Imperio. Y Ter, por
muy mal que Jisoo le hubiera caído, respeta eso.
Cuando se separa de Dantelle, Dharani no parece triste,
sino, por algún motivo, desafiante. Sacude la cabeza antes de
girarse hacia Ter, como para quitarse de encima los malos
pensamientos.
—Jisun está hablando con la eemperatriz. De los presos.
Como le pediste. Puedo escribirte. Sobre eso.
—Y sobre todo lo que quieras —sonríe Ter—. Así estaré
bien informado cuando vuelva.
Su pronunciación ha debido de mejorar desde que
Dharani y él se conocieron, porque esta vez la bailarina lee sus
labios sin problema.
—¿Volverás?
—Pues claro.
No sabe ni cómo ni cuándo. Pero está seguro.
Cuando la tripulación empieza a impacientarse, Dharani
se despide con dos abrazos para ellos y una reverencia para
Hanlu, que él le devuelve. Le dedica una sonrisa cariñosa a
Hoxu, y después baja del barco con sus pies ágiles y rápidos.
No espera en el muelle. Jisun debe de estar echándola de
menos, supone Ter. No le extraña.
Sin embargo, el muelle no se queda vacío. Muchos
curiosos han acudido a ver partir a los extranjeros, y Ter cree
distinguir algunos ropajes huozis cuyos dueños se inclinan
hacia el barco; no, hacia el barco no, sino hacia Hanlu, que se
despide con reverencias desde la barandilla.
—Me cae bien tu novio —dice Dantelle.
—No es mi novio.
—No seas inmaduro.
—Eso lo serás tú, caraculo.
—Te recuerdo que, cuando no estás en la Academia,
compartes habitación conmigo.
—Perdona, tú compartes habitación conmigo —replica
Ter—. ¿Y a qué viene eso ahora?
—Solo digo —continúa Dantelle, lanzándole unas
últimas miguitas a Hoxu— que si voy a tener que compartir
cama con él, me gustaría saberlo. A ver, supongo que dormirá
en la tuya, pero…
Ter le calla con una colleja, pero Dantelle necesita mucho
más que eso para amilanarse. Las cicatrices de su cuerpo, las
viejas y las nuevas, lo demuestran. Y al final Ter opta por
dejarlo parlotear. Sus palabras suenan a casa y, aunque todavía
no han zarpado, ya puede sentirla. Puede imaginarlo todo. La
cara que pondrán sus padres y su hermana cuando les presente
a Hanlu. A Conreth, maldisimulando su emoción cuando le
pregunte sobre los secretos de la magia. El olor a humo y a
cerveza, a nuevas aventuras. A todo lo que les espera allí, más
allá del mar.
Agradecimientos
¡Por fin! Por fin lo que durante casi cinco años fue «proyecto
Losbias» existe en carne y hueso (o papel y tinta). No ha sido
un camino nada fácil, porque el mundo editorial, al igual que
las historias de fantasía, está lleno de peligros, trampas y
fantasmas. Y de alguna forma, con nuestro trabajo en equipo,
hemos conseguido sortearlos todos para conseguir que esta
aventura cobre vida en las estanterías de la manera más
perfecta posible.
De hecho, si tienes este libro entre manos es gracias a
Natàlia, nuestra magnífica editora, que no solo nos dio la
oportunidad de publicar por fin esta historia (que llevaba con
nosotras desde 2017), sino que también ha estado
increíblemente pendiente de cada detalle. Gracias por tenernos
tan en cuenta para todo, por revisar el texto con toda tu
atención y todo tu esfuerzo cada vez, por ser siempre tan
buena y tan amable y con una paciencia infinita para nuestros
«¡Perdona que hayamos tardado tanto en responder! Es
que…». Eres genial, Natàlia.
Y hablando de geniales y del libro que tienes entre
manos: no tenemos espacio suficiente en estos
agradecimientos como para hacer honor a Fernando, el
increíble cartógrafo responsable del mapa de Losbias y de los
árboles genealógicos de las dinastías. Aún estamos sin
palabras.
También queremos darles las gracias a nuestros betas,
especialmente a Susana y a Nuria. Susana, gracias por
aguantar nuestras aventuras ligeramente sangrientas (otra vez).
Nuria, llevábamos literalmente años esperando tu
(Con)re(th)acción, y aun así no nos decepcionaste.
Gracias a todos los lectores que apoyaron nuestra primera
aventura, Héroes de Cobre, y a esa persona que nos dijo que
quería saber más sobre Ter Meda, demostrando, por cierto,
tener un criterio impecable. Esperamos que hayáis disfrutado
también de esta aventura… ¡y que tengáis ganas de más! Ja, ja.
Y por supuesto, muchas gracias a Otta. Gracias por tu
tiempo, por tus consejos y tu amabilidad. Sin ti, Dharani no
habría sido posible. ¡Y sin tus comentarios y cariño hacia esta
historia, la corrección habría sido mucho más aburrida!
MARTA
Este libro ya es lo suficientemente largo (lo siento, Natàlia) así
que, para obligarme a ir al grano (propósito que ya estoy
cumpliendo), voy a hacer, simplemente, una lista.
Gracias, Fer Alcalá, porque siempre tienes una taza de té
lista al otro lado del chat, y porque tu entusiasmo por esta
historia y por Héroes de Cobre me ilusiona el doble, viniendo
de un autor tan guay como tú.
Gracias, Natillas, por ser la amiga que siempre me
pregunta: «Bueno, ¿y qué tal tú?», y por seguir soportándome
a pesar de mis continuos: «Espera, ¿no te lo había contado?»,
entre los que se incluye la noticia de la publicación de esta
novela, por cierto.
Gracias, Nacho, porque eres uno de los mejores lectores,
de los mejores amigos y de las mejores personas que se
pueden pedir.
Gracias, Almazán, un poco por lo mismo. Y no, este libro
tampoco me lo vas a pagar si puedo evitarlo… y tengo
bastante experiencia evitándolo, así que espero que leas esto
pensando: «Efectivamente, lo has vuelto a hacer. Será mejor
que lo asuma y que ya no vuelva a intentar pagar tu parte del
bufé libre a traición».
Gracias, Ana y Laura, porque estar con vosotras siempre
me arranca una sonrisa y me hace sentir, sencillamente, bien
(cosa que no es especialmente sencilla, de hecho).
Gracias a mi familia, porque os quiero y por quererme.
Por último, y por ello más importante, tengo que darle las
gracias a Igua: por seguir escribiendo conmigo a pesar de todo,
por aprender juntas, por las lluvias de ideas de títulos
espantosos en la habitación de un hotel en alguna parte, por las
Gullón a medianoche y colarnos en un gimnasio y cortar pizza
con un vaso de plástico, por ver cinco horas de una serie del
tirón a pesar de las mascarillas y la insolación, porque de
alguna manera aceptases que la mitad de los nombres de este
libro tengan orígenes que no nos atreveríamos a confesar.
Gracias por seguir queriendo inventar mundos conmigo, más
allá del mar y vuelta.
IGUAZEL
Sorprendentemente, quiero ir al grano. Gracias a todas las
personas que siempre me apoyan con mis historias. Gracias
también a mi familia, que son expertos en entusiasmarse más
que yo por todo lo bueno que me pasa. Lo siento, el último era
rápido de leer pero este os va a costar un poco más (sí, Alba,
esta vez tienes que pasar del santuario de Gamja). Gracias a mi
abuela Manolita, que no pierde el tiempo en devorar cada libro
que publico y siempre los entiende a la perfección. Gracias por
vuestro cariño, siempre.
En esta ocasión tengo que dar las gracias a mis profesores
del Máster de Estudios Japoneses de la Universidad de
Zaragoza. Vuestras clases sirvieron de inspiración para esta
novela y me dieron la confianza suficiente como para
proponerle a Marta escribirla. Gracias, Elena, por apoyarme
con ese trabajo sobre el Genji Monogatari que nos llevó de
cabeza a las dos y que nos dio la idea de las máscaras de las
dinastías de Losbias. Gracias a mis profes de chino y japonés,
Fang Pan y Paco, porque aunque soy un desastre con ambas
lenguas, al menos he sido capaz (creo) de hacer que la fonética
de este mundo sea fiel a su origen. Esperad, como mínimo
debería decir 谢谢 y ありがとう ございます para que sepan
que tres y cinco años respectivamente han servido de algo.
Y por supuesto, ¡gracias, Marta! Esta novela ha sido
especialmente complicada para ambas por muchos motivos.
Nos lo propusimos como un reto y creo que lo hemos
conseguido con creces. Fue difícil al principio y fue difícil al
final, y estoy orgullosa de que ni siquiera la distancia entre el
Continente y Ameagari (y sus ocho horas de diferencia
horaria) haya impedido que esto llegue a buen puerto. Muchas
gracias por ser siempre la mejor, aunque no me contaras que
ganaste un coche en un concurso de Telecinco. Nos espera la
siguiente aventura, ya sabes, esa con magia, princesas y mucha
ceniza.
Seda blanca, fuego malva
© Marta Álvarez, 2023
© Iguazel Serón, 2023
Diseño de cubierta: Cover Kitchen
Mapa y genealogías de Fernando López
Publicación de Editorial Planeta, S.A. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona.
Copyright © 2023 Editorial Planeta, SA, sobre la presente edición.
Reservados todos los derechos.
ISBN: 978-84-450-1575-9 (epub)
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un
sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio,
sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el
permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados
puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y
siguientes del Código Penal).
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