Está en la página 1de 5

Nos quitaron los abrazos (o diario de la cuarentena en Nueva York)

Miércoles 18 de marzo de 2020:


me quedé entre los muertos por media hora

No hay cuarentena oficial en Nueva York, pero el lunes 16 de marzo empecé a contar los días. La
última vez que tomé el tren a la ciudad fue el jueves 12 de marzo. Tuve clases de improvisación
musical. Amo esa clase, es en inglés, el profe es latino y me deja auditarla. Una vez me quedé
conversando con él después de clases. Le pregunté: Do you speak Spanish, Gustavo? Y él dijo sí en un
español arrastrado de una infancia lejana. Me contó que era Chicano: hijo de mexicanos nacido en
Estados Unidos. “En la escuela nos pegaban si hablábamos español”, dijo. Y pensé en los niños
mapuche de La Araucanía. Le prometí un zine y aún no puedo dárselo porque la clase siguiente a esa
conversación fue por zoom. Salí de casa para tener la clase online desde la universidad. Es que no
puedo estar encerrada, es antinatural. En el curso de Gustavo hacemos sonidos con el cuerpo en el
espacio. Nos enseñó a escuchar. Dijo: Listen. En improvisación musical lo principal es escuchar.
Listen. Nos dio de tarea grabar un silencio de nueve minutos. Fui al cementerio cerca de mi casa, que
en realidad parece parque de ardillas curiosas. Me quedé entre los muertos por media hora. Aun así, al
escuchar el audio después, había ruido. El tren a lo lejos, mis pies sobre el maicillo. Luego, en clases,
le dimos play a nuestras grabaciones al mismo tiempo y escuchamos los silencios combinados. Ahora
hay un virus en el aire, originado en China (porque alguien comió un murciélago o algo así) y como
viajamos tanto, el virus se propagó. Uno o dos doctores que lo descubrieron ya están muertos. Es un
asesino. Es una plaga de la biblia: pasa por tu lado, lo respiras y se acabó. La vida comenzó a
detenerse en etapas: primero cancelaron los viajes financiados por NYU. Justo me dieron una
residencia para estudiar a Violeta Parra en París y no podré ir. Prefiero ni pensarlo, hay cosas peores.
Luego, nos impusieron clases remotas. Nunca más vi a Gustavo ni a nadie de la universidad. Después
cerraron las facultades, el teatro, el gimnasio, la piscina, la biblioteca. Me da pena, también culpa.
Incluso en la catástrofe disfruto vivir aquí. Cuando llegué a Nueva York me armé una agenda, una
lista de lugares que visitar e intenté ir a uno cada semana. Tom’s Restaurant, Central Park, MoMa,
Little Italy, Chinatown, Harlem, East Village, New Jersey, Museo de Brooklyn, Prospect Park.
Obtuve una beca para estudiar literatura en la NYU. No viajé pensando en la ciudad, sino en el tiempo
para escribir. Luego la ciudad floreció ante mí. Ayer comencé a ver Madmen y ya anoté en mi mente
ir a Madison Avenue en Manhattan (aún no la conozco) y descubrí que Peggy Olson, esa mujer
maravilla, vive en Brooklyn. Luego se muda a Manhattan—“a la ciudad”, dice Joan—. I’m from
Brooklyn, le dice Peggy al cerdo adorable de Pete Campbell en el primer capítulo. Y pensé: yo
también.

Sábado 21 de marzo de 2020:


en el aire hay un virus letal

Hoy salió el sol después de varios días y aunque afuera los rayos calientan y el cielo está limpio, hay
que encerrarse y ver la vida por la ventana. En el aire hay un virus letal. Pero como me creo inmortal,
porque ya he vencido tres veces a la muerte—cáncer a los dos años, atropello a los tres y
pleuroneumonia a los seis—y porque crecí en un barrio proletario y peligroso, padezco la tozudez de
creer que nada puede herirme, que nadie excepto yo sabe cómo sortear la muerte. Hace días solo se
habla del covid-19, que ha matado a gente como Charles Manson o un adolescente desquiciado de la
highschool gringa. Caemos como bichos y la única forma de esquivar este resfriado mortal es quedarse
en casa, lavarse las manos seguido mientras se canta el cumpleaños feliz y evitar cualquier contacto
social. Esta enfermedad es enemiga del amor, nos quita los abrazos, los besos, la piel. En fin, salí
porque estoy desquiciada y porque me suscribí al #692692, un sistema de alerta a través del celular.
Cada día recibo mensajes para informarme el estado de las cosas en Nueva York. Y la idea recurrente
es la misma: stay home, stay six feet apart. No nos impiden salir, pero nos ruegan que no lo hagamos.
En la semana miré bicicletas en Craiglist y encontré una roja antigua que me gustó. Eso salí a hacer, a
buscar mi bicicleta. Quería hallarla a pocos minutos a pie desde casa para no tomar el tren. Soy
tozuda pero no estúpida. No voy a subirme al subway nunca más. Me voy a quedar en Brooklyn hasta
que esta locura del virus acabe, pero en el intertanto, quizá visite en bici a mis amiguis de Bushwick,
mi barrio, para decirles hola por la ventana y no enloquecer de ostracismo. Fui a pie por la bicicleta,
en el camino descubrí un parque nuevo. El chico que me vendió la bici era un puertorriqueño que
hablaba inglés. Me costó 20 dólares. La dejé en reparación en una bikeshop en Broadway, a diez
minutos de mi casa, me cobraron otros 50 dólares. No está mal. Caminé bastante bajo el sol, como
una hora. Cuando regresé a mi depa después del periplo, me sentí mal, como la mierda, realmente
pésimo. Me toqué la frente y la tenía caliente. Me tiré en la cama y me sentí agotada en extremo.
Martine tenía la música muy fuerte en su habitación—que colinda con la mía—y le envié un mensaje
de texto: Would you please turn the volume down? I don’t feel very well. Y le bajó. Me miré las manos:
me temblaban. Conchatumadre, dije, me dio la hueá. Tos, fiebre y respiración entrecortada son los
principales síntomas de este resfrío de muerte. Pregunté por el chat de la casa a Martine y Nadia si
tenían termómetro y ellas dijeron no. Les dije que quizá tenía el virus, que no salieran de sus
habitaciones. Quizá exageré, no sé, pero era una medida de precaución. Entonces Martine escribió:
OK, quédate encerrada y no te nos acerques. Me mató. No me preguntó cómo me sentía o si
necesitaba algo, solo me dijo que no saliera de mi habitación y me muriera allí sola. O así lo sentí yo.

Domingo 22 de marzo de 2020:


vamos a morir pero podemos emborracharnos

Recibí un mensaje del #692692, decía que cerrarán todas las tiendas, excepto las esenciales, como
bancos, farmacias y licorerías. Vamos a morir, pero podemos emborracharnos. Hoy es domingo y es
mi séptimo día de cuarentena. Séptimo día, como la creación. Me bañé anoche, me masajeé el pelo
con aceite de coco, me lo trencé y me dormí. Quería despertar temprano hoy, ayer se me hizo
demasiado largo pensando que me había contagiado. Amanecí sintiéndome sana, sin fiebre, sin tos,
pero con miedo. Ordené mi pieza, revisé el mail, almorcé viendo Madmen. Cuando estaba en el living
comiendo, tomé un sorbo de sidra y me atoré. Comencé a toser. Martine se desesperó y me gritó
desde su pieza: Are you OK? Y yo: sí, sí, tragué muy rápido. No sé decir atorarse en inglés, entonces
dije: It’s the cider, I swallowed it too fast. Creo que se asustaron. También estoy aterrada, aunque
después de comer salí a la calle igual, porque estoy loca, porque siento que el encierro es lo que
realmente me va a matar. Fui al banco. Caminé 20 minutos por Broadway hasta un Bank of America.
En la vereda vi mascarillas y guantes tirados en el suelo junto a la basura tradicional—que va de
comida china a pañales sucios—. Entré al cajero y mientras estuve allí compartí espacio con cuatro
personas. Uno de ellos se paró cerca y di un paso al costado. En la calle evadí y me distancié de tod o
ser: mujeres, hombres, niños, guaguas. Usaban mascarillas, caminaban o salían con bolsas desde
tiendas o farmacias. Corría un viento helado. De vuelta, pasé por un deli y compré un paquete de
papas fritas, esas Utz, cuyo logo es el dibujo azul de una niña parecida a la indiecita de Leche Sur.
Antes de entrar a casa me desvié al parque. Había gente, unas seis personas. Hacían ejercicio o
escuchaban música en alguna banca. Me senté entre los árboles por diez minutos y partí. Necesitaba
estar sola y dejar a las chicas también descansar de mí. En la esquina de Chauncey Street vi tres
mujeres paseando un perro. Aún me parece demasiado. Cuando entré al edificio, me quité los zapatos
un piso antes para hacer menos ruido, para que Martine y Nadia no notaran que había salido o al
menos no se percataran de mi retorno. Abrí la puerta: silencio. Desde la mañana Nadia, en su cuarto,
había estado demasiado silenciosa. No la escuché nunca. Entré a mi pieza, revisé el celular sobre la
cama y encontré sus mensajes. Decían que iban camino a Long Island a estar con su familia por
algunas semanas. Se fueron. Por la chucha. Me sentí horrible, asumí que se fueron porque no quieren
que las contagie, aunque igual comprendo, es tiempo para estar en familia. El hecho es que estoy sola.
Y eso me da tanto miedo como esperanza. Una parte de mí quiere poner música a todo volumen y
limpiar este chiquero como si fuera mi hogar. Otra parte sabe que estar sola en un departamento en
Brooklyn suena a privilegio, pero en realidad es una versión horrible de la soledad.
Sábado 28 de marzo de 2020:
este hedor a soledad que va pegado a mi alma

Pasé la primera semana en casa y cambié del odio al amor, a disfrutar el silencio como nunca antes.
Primero, limpié y ordené el departamento para sentirlo propio. Después comencé a explorar los
límites. Descubrí que la ventana de la cocina da a una escalera de incendios, que da al techo. La trepé.
Vi los patios de las casas vecinas y los edificios de Manhattan a lo lejos. Escuché el rugido de los
árboles y contemplé a los pájaros tomar agua. Me sentí en el campo. Algún día quiero tener una casa
en el bosque. Mi hermana mayor se fue de vacaciones al sur y encontró un terreno, que compramos a
medias. Si la vida me alcanza, ahí voy a volver. Pienso mucho en los ciclos estos días, en cómo el
cuerpo siente lo mismo cada vez que pasa por este lado del sol. Hace tres años también estaba
viviendo sola, en ese departamento enorme que alguna vez fue mío y de mi ex y que ya no existe. Le
envío mensajes mentales a la Arelis del pasado, le envío fuerzas para resistir lo viene. Empecé otra
serie filmada en Nueva York: High Fidelity. Es sobre música, Brooklyn y desamor. La veo y pienso:
qué ganas de un primer beso, de un abrazo. Estoy en cuarentena y hace una semana que no toco a
nadie. Aunque en realidad siento la piel fría hace años. En un ramo de la maestría me dieron a leer a
esta cubana, Isel Rivero, y me encontré en ella. Escribe Isel:

“Amantes, no son suficientemente fuertes mis brazos para estrecharles y retenerles


(Su pecho erguido, los puños cerrados)
Este olor a soledad, este hedor que va pegado a mi alma
Las paredes, las paredes me estorban”

Ay, Violeta Parra sabe que lo que escribo es verdad.

Lunes 30 de marzo de 2020:


la gente es muy estúpida o muy valiente

Cuando empezaba a ponerse bueno, todo se fue a la mierda. Desperté a las seis de la mañana hoy por
ruidos en el living, en la cocina, en la puerta. Salí a mirar y era Nadia y Martine. Volvieron. ¿Por qué
no me avisaron?, pregunté y Martine dijo algo sobre la mañana. Volví a acostarme, pero no pude
dormir porque Martine golpeó duro en mi puerta para preguntar por el desodorante ambiental. Le dije
dónde estaba y me volví a acostar. “Moviste demasiadas cosas”, dijo Martine. Y la ignoré porque es
verdad. En la mañana me levanté y fui a la cocina. Encontré la ventana que da al techo cerrada, con la
reja de protección y el seguro. Me sentí presa. Sentí unas ganas terribles de vivir sola, de tener mi
casa, pero falta tanto que no debo desesperar. Hoy es mi día 15 de cuarentena, en dos días llega abril y
el cambio me da cierta esperanza. Afuera siempre es mejor, me dijo la Feña cuando le pregunté cómo
era vivir en otro país. Afuera siempre es mejor. Me encerré en mi pieza para no invadir a las chicas.
En la tarde salí. Fui a ver la tienda donde dejé reparando mi bicicleta y estaba cerrado. Cagué hasta el
final de la cuarentena. Después fui al correo. Tengo dos mil fanzines que vender. El otro día descubrí
que el servicio postal sigue funcionando, decidí ofrecer los zines por ahí. Mi amigo Joel me compró
cuatro, veinte dólares. Soy tan rata que ese monto me movilizó y armé envíos gratuitos para escritoras
que amo. Lina Meruane en New York, Legna Rodríguez Iglesias en Miami. Una amiga chilena me
compró tres envíos más. En total envié siete cartas, como sobres corrientes, porque amo lo público y
gastar poco dinero. Salí con mascarilla y abrigada, aún hay frío acá. Mientras iba por la calle, sentí
que la vida seguía completamente normal. Pensé: la gente es muy estúpida o muy valiente. Después de
hacer el envío, me senté en el parque. Siempre respeté la distancia social: no toqué a nadie, nadie me
tocó. Me pregunto si eso será suficiente para no enfermar. Necesitaba aire, había empezado a disfrutar
la soledad y justo volvieron mis compañeras de casa. Me siento mal. Cuando regresé al depa traté de
hacer mi día. Me senté en la cocina a leer en el computador y a almorzar. Entonces noté que las
chicas armaban bolsas con ropa y mercadería. Are you leaving again?, pregunté. Y ellas: Yes. Justo
cuando me estaba acostumbrando a su presencia se volvieron a ir. Vida culiá.

Sábado 4 de abril de 2020:


celebramos el cumpleaños de mamá por whatsapp

Soñé que hacía el amor con una mujer. No sé quién era, no existe en la realidad. Estábamos sentadas
una al lado de la otra, conversando en una habitación. Ella me daba un beso y yo respondía con otro
más largo. Me cubría el cuello con sus brazos y yo lanzaba mi cuerpo hacia ella. Nos besábamos
intensamente. Entonces yo habría las piernas y la montaba. Movía mis caderas. Escuchaba mis
gemidos y los suyos. Luego desperté. Caliente como nunca. Me apreté entre las piernas y me dormí
otra vez. Hoy es mi día 20, en este encierro 2020. Es cuatro de abril, cumpleaños de mi madre.
Cumplió 57, mi padre murió a los 56. Mi madre era dos años más joven que mi padre pero ahora ella
es más vieja que él. Qué delirio, la vida está dada vuelta. Sigo en el encierro, cocinando papas fritas,
tomando mezcal mientras hago videollamadas y subiéndome al rooftop. Es increíble cómo gracias a
internet igual estoy rodeada. Mi hermana preparó una torta que dividieron en tres casas: de mi
hermana, mi madre y mi abuela (son vecinas en San Bernardo). Yo les miré comer por internet.
Quemaría todos mis libros por un abrazo. Hoy leí que un conductor de buses de Nueva York murió
dos semanas después de que una mujer le tosiera en la cara. Una amiga trabaja en el Hospital de
Talagante y vio morir a un hombre por el virus. El ministro de salud de Chile apareció en la televisión
tosiendo fue delirio nacional. He visto videos de personas en las cárceles exigiendo mascarillas y
jabón. Oí que en Chile hay que pedir un salvoconducto virtual a carabineros para salir máximo dos
veces a la semana. Evito leer las noticias porque los titulares sobre New York son oscuros, hablan de
fosas comunes y de más de 5 mil muertes. Tengo mucho miedo de morir, pero tiene algo de consuelo
saber que no soy la única persona en el mundo que se siente así.

Martes 7 de abril de 2020:


sobreviví al cáncer, no me va a matar un resfrío

Hoy me escribió Nadia, dijo que tiene el virus. Quiero llorar a mares, es demasiado lo que pasa.
Estuve el lunes 30 de marzo con ella, cuando pasó veloz a buscar sus cosas para volver a Long Island.
Han pasado ocho días, se supone que hasta en catorce pueden presentarse síntomas. Estoy aterrada.
Lo ideal es no exponerse, pero incluso en el mínimo contacto existe la posibilidad de contagio. Como
hoy, cuando mi dealer me rozó la mano al pasarme la weed o como ayer, cuando caminé por
Bushwick Avenue y toqué el pomo de una puerta y después me rasqué la cara o me acomodé la
mascarilla (que ya boté). Qué angustia. No creo que muera, sobreviví al cáncer, no me va a matar un
resfrío. No quiero estar sola y no poder cuidarme. A eso le temo en verdad, a la soledad.

También podría gustarte