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PROYECTO FINAL

Introducción a la escritura narrativa


Alberto Chimal

Paseo
Alberto Chimal

Esa mañana salí de casa a pasear un rato. Había estado encerrado por mucho
tiempo. Una semana, quizá. Tendría que haber podido aguantar aún más sin salir,
pero algo muy profundo me lo impedía, de la misma manera en que algún otro
impulso, que aún no comprendía, me había hecho cerrar la puerta una semana
antes, después de regresar de la clínica y pagar por la cremación y la urna que
contenía las cenizas.
No era la primera vez que me sentía así. Incluso desde antes de que el gato
muriera, todas mis acciones me parecían iguales, venidas no de mi propia voluntad
sino de otra, ajena. Como si yo fuera un personaje de videojuego: un objeto que se
movía por obra de alguien más, que estaba en algún otro sitio.
Dejé mi departamento y luego mi edificio. Caminé por la vereda hacia el
patio de estacionamiento más cercano (la unidad habitacional tiene varios), entre
las plantas y los árboles y los gatos ferales que se asomaban entre ellos. Siempre
me habían llamado la atención: en aquel sitio cercado y descuidado que era lo
más cercano que tendríamos jamás a un bosque, eran como los duendes de los
cuentos. Seres que merodeaban en la sombra y nos llamaban a lugares que nunca
podríamos visitar en realidad. Algunos vecinos les dejaban comida y ellos la
comían, pero no vivían en la casa de nadie. Pensé en hacer un gran esfuerzo, saltar
la cerca de alambre y correr hasta capturar alguno, el que fuera. Y luego encerrarlo
conmigo. Por supuesto que no lo hice.
Llegué a la avenida: avancé en sentido contrario de la circulación de los
autos, hacia la estación de bomberos que está en la esquina de la cuadra. En algún
momento de ese trayecto sonó mi teléfono y vi que era Sandra, mi ex. No había
hablado con ella en cerca de un año, y era la primera llamada telefónica que reci-
bía en toda la semana. No contesté. Seguí caminando y pensé que no solamente
había vuelto a dormir con la ropa puesta, sino que el teléfono había pasado toda la
noche en el bolsillo de mi pantalón.
—¿Por qué no está descargada la batería? —dije. No eran las primeras pala-
bras que decía en una semana, pero igual eran hablar solo. Me pregunté si sería
capaz de hablar con alguien.
Al llegar a la estación de bomberos, crucé la calle y pasé al lado de la tienda
de abarrotes. Entré y compré un paquete de galletas. Y sí, le dirigí la palabra a la
encargada y ella me respondió. No me costó trabajo alguno. Tal vez no era tan
importante, pensé, no hablar con nadie durante largos periodos. Estaba bien. El
sol estaba brillando, la gente seguía con sus vidas. El mundo seguía adelante hacia
PROYECTO FINAL

donde fuera que estuviese yendo.


Luego tomé el puente peatonal para cruzar la avenida por arriba y ver un
poco más de la ciudad. Estaba tratando de distinguir algunos edificios remotos,
medio tapados por la contaminación, cuando el teléfono volvió a sonar, esta vez
con un mensaje. De Sandra. Me preguntaba por la muerte del gato. Los tres había-
mos vivido juntos, por supuesto, antes de que ella se marchara el año anterior.
Mientras leía tuve miedo, o deseo, de que me acusara de descuidado o cruel: de
que me echara la culpa de la muerte. Yo me había empeñado en que el gato no
se fuera con ella.
Pero el mensaje no era de reproche. me recordaba que la criatura había
estado enferma casi dos años. También me preguntaba si yo estaba bien.
No le respondí.
Bajé del otro lado del puente peatonal y pensé en internarme por las casas
del barrio que empieza allí, y que casi nunca he visitado. Pero al final no lo hice. El
lugar estaría allí la semana siguiente, cuando volviera a salir, si es que aquello que
me conducía se decidía a moverme nuevamente.
Desanduve el camino: por el puente al otro lado de la avenida, pasando
junto a la tienda de abarrotes, cruzando hacia la estación de bomberos, avanzan-
do por la avenida hasta la entrada de mi unidad habitacional, entrando al patio de
estacionamiento, pasando a la vereda que lleva a mi edificio. De regreso no vi a
ningún gato.
Cuando estuve de nuevo en el departamento, cerré la puerta con llave y vi
la urna con las cenizas del gato en medio del corredor, que era donde había
estado durante la última semana. Una vez más no tuve fuerzas para moverla. Me
pregunté si esto había comenzado realmente con el pobre gato, cuya muerte era
una cosa pequeña, o con Sandra, de la que no me separaba una muerte. Por
ningún lado alcanzaba a entender qué me seguía sucediendo. Me di cuenta de
que aún estaba cargando el paquete de galletas que había comprado, lo abrí y
empecé a comer.

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