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Mujeres de retales

Laura Urcelay
Título: Mujeres de retales

Copyright © 2018 Laura Urcelay

Copyright © 2018 Portada Rubén Villalba

Todos los derechos reservados.


A todas las mujeres que, con sus retales, han inspirado este libro.
ÍNDICE

Prólogo
I-Cómo asfixiar el amor
Mica y yo
Carboncillo
La voz parásita
Vivir al son de Compay
II-Relatos suicidas
Voluntad
Sangre y pastillas
III-Ira
Torrijas por Navidad
La hija de los sordomudos
IV-Malditas circunstancias
Novecientos kilómetros
Huracán Nelly
La Amarga
La chica de los nueves
Agradecimientos
LAURA URCELAY
Prólogo

Doce meses, doce relatos, doce mujeres. Mujeres de la intrahistoria.


Mujeres que he cosido con retales de aquí y de allí, retales de mí misma.
Son historias sobre lazos que asfixian, huidas, desesperanza.
Sobre vidas sacudidas por circunstancias adversas, sobre el odio y cómo,
a veces, se convierte en crimen.
Sentimientos, pensamientos y reacciones de mujeres que podrías
encontrar en una cafetería, que podrían ser tus compañeras de trabajo, tus
vecinas, tus amigas.

Laura Urcelay.
I- Cómo asfixiar el amor
«El único lazo entre gente que se quiere debería ser el
amor».

Simone de Beauvoir, Memorias de una joven formal.


Mica y yo

Quitando en invierno, cuando los pelos campan por su cuerpo,


amenazantes, duros y negros como un erizo de mar, Mica es una niña muy
sensual.
La conocí en una fiesta de antiguos alumnos de la universidad. Siempre
me han parecido una bobada, pero ese día necesitaba un buen pedo, trataba
de olvidarme de una ex que me había tenido inmersa en locuras muy raras.
Allí estaba, rodeada de babosos, pijas, algún profesor en crisis y
empollones restregándose a ritmo de reguetón.
Por suerte era al aire libre, una noche cálida de mayo. Cogí mi tercera
copa, güisqui con cola, y me senté en la esquina de los arrítmicos.
La vi hablando con una de mis compañeras. Llevaba un vaquero ajustado
y una blusa blanca con lunares verdes que dejaba al descubierto unas axilas
suaves y apetecibles. El pelo rizado, un poco más claro que el mío, le
rozaba los hombros. No intentaba disimular su estatura, calzaba unas
sandalias de cuero planas. Sonreía con unos labios casi invisibles y movía
unas pestañas larguísimas con suavidad.
Esquivé a la marabunta sudorosa y llegué a ellas con la excusa de que no
estaba cómoda y me marchaba. Mica me miró con aquellos ojos caídos,
como desvalidos, que terminaron de conquistarme.
—Yo tampoco estoy a gusto, si quieres te acompaño a otra zona —dijo
casi a gritos para que su voz aguda se oyera por encima de la música.
—Por mí perfecto. — Sonreí por primera vez en la noche, consciente
del efecto dulcificador del gesto sobre mi rostro de facciones duras.
Caminamos hacia los sillones de la terraza de enfrente, rodeados por
mosquiteras y una melodía tranquila. Allí descubrí que Mica solo bebía
cerveza, que odiaba su nombre completo, Micaela, y que amaba la literatura
existencialista desde que había leído Nada. Yo no tenía ni idea de aquella
historia, pero asentía con ganas de lanzarme y besarle el cuello estrecho y
aterciopelado. Ahora, varias ediciones del libro ocupan un espacio
importante en nuestro salón y, de vez en cuando, Mica relee pasajes en voz
alta; un coñazo.
Yo le conté que siempre necesitaba una respuesta, por eso había
estudiado matemáticas, le enseñé mi tatuaje del tobillo y me preguntó qué
significaban esos tres puntos colocados en triángulo. Ella apartó las pulseras
de tela que le cubrían la muñeca izquierda y pude leer: Memento mori.
Aquella noche no me lancé. Intuí que le gustaba ir despacio, por algo
que me dijo sobre su última relación, tan desastrosa como la mía.

El primer beso tardó en llegar casi un mes. Quería crear esa atmósfera que
te hace pasar los días pensando en la otra persona. Tenía que hacer
esfuerzos increíbles para contenerme. De repente, saltaba con otro tema, iba
al baño o compraba unos helados. Luego, Mica me confesó que la dejaba
desconcertada, pensando si la desearía.
Decidí que era el momento una noche que cenamos en un restaurante de
hamburguesas vegetarianas. A mí no me hacía mucha gracia el plan, cedí al
enterarme de que Mica llevaba unos pocos meses sin comer animales. No sé
de qué estarían hechas aquellas falsificaciones, pero me sentaron fatal.
Disimulé hasta que el intestino dijo basta y Mica me llevó a su piso, que
estaba a cinco minutos, donde lo primero que vi fue el cuarto de baño. Me
preparó un té con limón y me arropó en el sofá con una manta de ganchillo
que había hecho ella misma. Puso música suave y esperó, paciente, cada
vez que yo corría a mancillar su retrete. Me quedé tan débil que, cuando
expulsé todo aquel mejunje, me dormí. Ocupaba el sofá completo, pero
Mica es como una lagartija, encontró la manera de colocarse junto a mí y
dormimos abrazadas.
Aún era de noche cuando desperté, ya repuesta, y le acaricié los rizos
hasta que abrió los ojos. Nos quedamos así unos segundos. Por fin la besé,
despacio, con ternura, hasta que no aguanté más y me transformé en la
depredadora que siempre he sido.

La casa de Mica se convirtió en nuestra casa. Ni siquiera avisé a mis


compañeras de piso y me vine con todos los bártulos.
Cuando llegó el momento de pagar el alquiler, me estuvieron llamando,
pero nunca cogí.

Los primeros meses vivimos en una burbuja de purpurina que parecía


infinita. Apenas salíamos, solo para llenar la nevera y otros recados
mundanos. Pasábamos horas tiradas en la cama, con las rendijas de la
persiana como único coladero de luz en aquel verano asfixiante, con el
ventilador girando sin descanso y la música de Love of Lesbian como
banda sonora de nuestro descubrimiento; una y otra vez inventando juegos
que nos dejaban empapadas en saliva y sudor. No había responsabilidades,
los padres de Mica soltaban la pasta. Éramos felices, y, entonces, salieron
las oposiciones.

Las dos teníamos claro que nuestro futuro estaba en un instituto. Nos
divertía imaginar que trabajábamos en el mismo centro y éramos la
comidilla de los estudiantes que, cada año, especulaban si «la de mate» y
«la de lengua» eran novias. Ese panorama nos servía para sobrellevar el
tedio del opositor. Nuestra vida se convirtió en una rutina de papeles,
horarios y dolor de cervicales.
Mica lo llevaba mejor, pasaba horas sin levantar la cabeza de los
apuntes. Yo me volvía loca, cada treinta minutos miraba el móvil, buscaba
algo en la despensa, me asomaba a la ventana a fumar y protestaba. Me
reconcomía que se concentrara tanto que ni se percatara de mis gruñidos y
terminaba por echarle en cara que no se preocupaba por mí. Un día se me
ocurrió encender un cigarro allí mismo —Mica odia el tabaco—, ni con
esas conseguí que despegara los ojos del papel y, desde entonces, fumo por
toda la casa.
Era una tortura ver cómo ella avanzaba a tema por día y yo me pasaba
tres con el mismo problema. Cada noche me quejaba y Mica intentaba
animarme diciendo que lo suyo era más fácil, que había que ser muy
inteligente para estudiar matemáticas, pero aquellas palabras me parecían
falsas y me iba a la cama sin terminar la cena que ella había preparado
mientras yo acababa de estudiar.
En esa época fue cuando los pelos de Mica empezaron a crecer. Decía
que no tenía tiempo para depilarse. Varias veces le dije que, si seguía así,
mataría mi amor, que perdía toda la sensualidad con esos matojos, pero se
lo tomaba a risa y me besaba despreocupada.

La Navidad trajo nuestro primer conflicto importante.


Mica estaba acostumbrada a cenas familiares, regalos, paseos con
bufanda bajo la luz de las bombillas…, para mí solo era un recuerdo de
gritos y alcohol. Además, quedaban seis meses para el examen y aún no
había dado la primera vuelta al temario; ella iba por la tercera.
Traté de convencerla de que nos quedáramos en el piso, de que
celebráramos unas fiestas románticas, diferentes, especiales. Ella se empeñó
en ir al pueblo, donde se reunían hasta los primos terceros.
Me negué. Le dije que, si necesitaba tanta parafernalia, era porque
conmigo no tenía suficiente, porque ya no me quería como al principio
cuando las dos bastábamos y todo ese rollo victimista. Admito que me puse
muy burra, pero no soportaba la idea de pasar una semana de falsedad con
su familia perfecta a la que no conocía, ni tenía intención.
Estuvimos dos días sin hablarnos. La primera noche Mica durmió en el
sofá; al día siguiente tenía los ojos como globos y apenas estudió. La
segunda, la escuché telefonear a su madre. Le dijo, entre sollozos, que
estaba muy agobiada con el examen, que la perdonara, que al año siguiente
volverían a estar todos juntos. Cuando colgó, salí del cuarto y me la comí a
besos, los más dulces que le he dado.

Tres meses más tarde, Mica se daba una ducha cuando su teléfono vibró
sobre la mesa de estudio. Yo estaba al lado, en un momento de
concentración, y el maldito cacharro no dejaba de molestar. Me asomé a la
puerta: el agua corría y ella cantaba. Desbloqueé el móvil —la contraseña
se la había puesto yo porque ella es tan descuidada que lo tenía sin proteger
—, eran mensajes de Pedro, un tío al que consideraba su mejor amigo y que
sobrevivía en Londres. Leí lo que pude sin abrirlo y con dos líneas me
quedó claro que se presentaba al día siguiente en nuestra casa. Bajé al
estanco con una jauría rabiosa en el estómago. Me quedé en la calle
fumando hasta que estuve más tranquila. Subí con cara de disimulo. Mica
se me echó al cuello con toda su fuerza, la aparté con la excusa de que me
hacía daño; estaba tan emocionada que no se percató de mi amargura, o es
que ya era tan habitual que no le producía ninguna sospecha. Me comunicó
que Pedro y su novia mejicana llegarían al día siguiente y se quedarían una
noche. Hice como que me alegraba, pero me negué a ir al supermercado.
La parejita llegó a mediodía con unas mochilas enormes que les hacía
parecer más pequeños de lo que eran. No dejaban de repetir la buena
temperatura que teníamos, lo malo que hacía en Londres y sus ganas de
aventura; nuestra casa era una parada hacia su destino: Marruecos.
Pedro me cayó mal desde el principio. En pocos minutos aborrecí su voz.
No había manera de hacerlo callar. Con cada tontería que decía, buscaba
la aprobación de su novia con una mirada insistente ante la que ella
permanecía impasible, jamás le devolvía el gesto. Me divertían aquellas
escenas, aunque Mica las rompía riéndole la gracia a su amigo. Yo miraba a
Rosario, la mejicana, y le decía mentalmente que dejara a ese panoli.
Mica estaba pletórica. Llevaba un vestido de media manga con flores
lilas. Resplandecía de una forma que ya había olvidado. Preparó una
ensalada de garbanzos que comimos en el salón, donde había mantel y
vasos nuevos llenos de sangría.
Salimos a pasear por la ciudad. Tomamos café en una terraza y
compramos bebida para la cena. Cuando regresamos a casa, mi paciencia
estaba casi agotada. Pedimos unas pizzas, bebimos unas cervezas y en el
momento en que Mica y Pedro empezaron a contar batallitas del pueblo, me
metí en el cuarto sin decir nada. Pasaron veinte minutos hasta que Mica
entró. Me hice la dormida. Salió sigilosa y me disculpó:
—La pobre está agotada, su temario es mucho más difícil que el mío, no
sé cómo se atrevió a estudiar matemáticas.
En aquel instante la odié.
Me dormí de aburrimiento. A las cuatro de la mañana me despertó una
carcajada. Mica hablaba con un tono más alto de lo habitual y se le trababa
la lengua. Un calor furioso empezó a subirme por las piernas, no podía dejar
de pensar en lo egoísta que era, en la poca consideración que tenía, en lo
distinta que se comportaba conmigo.
Me pasé la mano por el tatuaje. Aquel símbolo me representaba, siempre
buscando un «por lo tanto», una conclusión; la única a la que llegaba ahora
era que ya no me quería. Entonces, ¿por qué seguía conmigo? Seguro que le
daba pena. Estaría esperando a que sacáramos la plaza en una ciudad
distinta para mandarme al carajo.
Me levanté de un salto, cogí el botellín de agua de la mesilla y salí como
una tempestad hacia el salón. Cuando llegué a la puerta, se lo lancé y dije:
—Por si se te queda la boca seca.
Mica no vino a la cama.
A la mañana siguiente escuché cómo se levantaban, desayunaban y
recogían en susurros. Por fin se fueron a las once y corrí a suplicar perdón.
Tardó en llegar, pero, como siempre, lo hizo.

Mi oposición fue un desastre. Mica no solo aprobó, sino que sacó plaza y
pudo elegir destino en la misma ciudad. No lo celebramos. La felicité,
claro, pero no me salía estar alegre, solo pensaba en mi mala suerte y en que
había llegado el momento: me dejaría. Tenía que evitarlo, no podía vivir sin
ella, literalmente, no tenía a donde ir. Mi plan era seguir en el piso, estudiar
para la siguiente convocatoria mientras ella trabajaba.
Ese verano se fue una semana al pueblo, supongo que allí le hicieron una
fiesta. Yo me quedé con la excusa de que no merecía descanso y lo único
que hice fue controlar sus horas de conexión en el teléfono y enfadarme si
no me escribía cada poco.

Con el curso comenzó una rutina nueva que avivó la relación. Pasábamos
muchas horas separadas. Al estudiar sola, no estaba pendiente de lo bien
que lo hacía ella, podía concentrarme. Al fin dejé de bufar y empecé a
ronronear.
Las cosas han ido bien hasta hace una semana, cuando han empezado las
reuniones de evaluación y las ausencias de Mica.
Al principio me mandaba mensajes donde decía que se alargaba el
trabajo, pero cuando aparecía, apestaba a alcohol. Una y otra vez ha tenido
que admitir que habían ido a tapear.
He montado escenas colosales. He revisado su móvil, una tal Isa le
manda mensajes llenos de bromas internas que me tienen mosqueada.
Además, el tema de la Navidad está de nuevo sobre la mesa y esta vez no
tengo ni idea de cómo ganar la batalla.
Por si fuera poco, hoy ha salido de cena con sus compañeros.
Son las tres de la mañana y hace horas que no sé de ella.
Tiene el móvil apagado.

Cuando escuche las llaves, borrachas, ciegas, chocando contra la ranura, me

acercaré a la puerta, esperaré a que consiga abrir y no tengo ni idea de qué

haré después, pero la mantendré despierta como ella me ha tenido a mí, eso

que lo tenga claro.


Carboncillo

Emma se frotó la manga del jersey contra la boca y eliminó la baba


pegajosa de su marido. Cuando el Audi salió del garaje, agitó la mano desde
el porche hasta que lo perdió de vista. Luego, sin fijarse en el destello del
rocío sobre el jardín recortado, fue directa al estudio.
Aquel era su refugio, la única habitación donde solo entraba ella.
En un principio había sido el cuarto de los trastos, pero, en el momento
en que decidió trabajar, lo convirtió en una especie de taller en el que
pasaba la mayor parte del tiempo. La mesa, una tabla apoyada en un par de
caballetes, ocupaba la mitad de la estancia. De la parte izquierda sobresalía
un flexo negro y en la pared trasera había una estantería llena de materiales
que olía a los primeros años de colegio.
Cogió la barra de carboncillo y trazó la silueta de una mujer que miraba
por la ventana.

Se había despertado con esa imagen y, mientras preparaba el desayuno,


había planeado el boceto: de espaldas, con un camisón ligero, apartaría la
cortina con la mano izquierda y tocaría el cristal con la derecha. La idea la
había absorbido tanto que, únicamente cuando Julio gruñó por el olor, se
dio cuenta de que el pan estaba calcinado.

Alcanzó el lápiz de carbón prensado. Repasó el contorno y advirtió que


aquella figura pequeña, de pelo ondulado y cuerpo estrecho era un reflejo
de sí misma. Emma llevaba un año en esa postura, desde que su hija
Candela se había ido a estudiar a quinientos kilómetros con la excusa de
que aquella universidad era mucho mejor.
Difuminó con el índice. Cogió el bote de carboncillo en polvo y roció
una cantidad generosa.
El dibujo quedó tan emborronado que, por un momento, pareció que lo
estropearía. Lo entonó con una brocha hasta que solo quedaron las líneas
que le interesaban. Qué fácil era barrer aquellas imperfecciones, pensó,
ojalá pudiera hacer lo mismo con las de su vida.

El timbre sonó, como cada mañana, a las diez. Carmen traía los ojos
pintados de azul en un intento de ocultar la tristeza, pero el afeite le
resbalaba con el sudor y le acentuaba las ojeras.
Pasaron juntas a la cocina, donde tomaron el segundo café del día.
—Lo mío fue diferente, ya sabes el pufo que me dejó mi marido, no
había nada que sopesar. Tú tienes mucho que perder, Emma —dijo,
apoyada contra la encimera de cuarzo blanco. Removía la miel con un
tintineo frenético.
—Ya lo sé, por eso llevo tanto tiempo así. Es un salto al vacío. —
Contrajo la cara, pensativa—. Tampoco pido aventuras, solo un poco de
ilusión. ¡Este aburrimiento! ¡Esta inercia de vivir! Me consume.
—Tú verás, pero mira, esto sí que es estar consumida. —Carmen se tocó
los brazos, tan delgados como los de un niño de ocho años—. La monotonía
está infravalorada, ojalá hubiera seguido yo con mi vida de costumbres y
rutinas. Venga, tengo que empezar, la siguiente señora no es tan
comprensible como tú.
—No me llames señora. —Se levantó, dejó la taza junto al fregadero y
pasó la mano por los muebles de madera opaca, uniforme, sobria como la
vida que llevaba. Antes de salir, le dio un beso en la mejilla a Carmen que
ya empezaba a limpiar.

Volvió al estudio. Ahora tocaba sacar luces con la goma moldeable.


Luz, eso era lo que necesitaba, coger una miga de pan gigantesca y
eliminar el carboncillo que la asfixiaba. Aquel chalé que la atrapaba entre
suelos de mármol y techos inalcanzables, aquel discurrir de semanas en las
que solo veía a Julio en el desayuno y la cena, aquel trabajo apasionante
pero mal pagado.
Hacía meses que se lo había intentado decir durante un paseo por la
playa, un domingo, el único día que Julio aflojaba la corbata. Era una
mañana de nubes blancas que cubrían el cielo por completo y provocaban
un bochorno exagerado para el mes de abril. Emma caminaba por la orilla
con los zapatos en la mano y el pantalón remangado; Julio, por la arena
mojada sin quitarse las playeras. El olor a salitre se mezclaba con el de las
rabas que freían en un bar cercano. El mar y las gaviotas componían la
banda sonora de aquel teatro.
Sintió la necesidad de hacerlo y lanzó una patada de agua en dirección a
su marido, que pegó un respingo y gritó con voz cavernosa:
—¿Qué coño haces?
Fue hacia ella, le agarró los brazos y forcejearon unos segundos hasta
que cayó al agua muerta de risa.
—Hala, querías jugar, pues ahí lo tienes. —La dejó tirada y volvió a la
arena.
—No me digas que no ha sido divertido, además, no te quejes que has
ganado —dijo mientras se ponía en pie completamente mojada y escupía la
sal.
—Divertidísimo, ahora vas a poner el coche perdido.
Emma resopló.
—¿Cuándo te volviste tan rancio?
—La gente madura, no sé si eres capaz de entenderlo.
Lo que siguió fue una discusión en la que ella confesó que no podía
continuar de esa manera y él le recordó que lo tenía todo: mansión, vehículo
de alta gama, criada, dinero y tiempo para sus dibujitos.

La obra estaba lista. La fijó con laca y la enmarcó. Pasó el resto del día
trabajando en algunos encargos. A las ocho, comenzó a preparar la cena.
Una hora después escuchó la puerta, sacó el pastel de verduras del horno
y terminó de colocar los cubiertos.
Julio entró directo al aseo a cambiarse de ropa, luego fue al comedor, se
sentó a la mesa y encendió la televisión. Saludó distraído cuando Emma
llegó con las manos cargadas.
Mientras cenaban, Emma observó algunos gestos cotidianos: él
manejaba el mando a distancia, ella llenaba los vasos, él le mandaba callar
para escuchar las noticias, ella trataba de no hacer ruido con el tenedor en el
plato.
—Me quiero divorciar —soltó de repente. Con Julio había que ser
directa o te envolvía en su verborrea de banquero. La miró muy serio, con
los ojos como dos trozos de carbón a punto de arder.
—A qué viene eso.
—A que quiero divorciarme. No te hagas el sorprendido, hace tiempo
que hablamos y nada ha cambiado.
No logró mantenerle la mirada ni un segundo. La fijó en el candelabro de
plata que adornaba la mesa. Julio continuó comiendo con una violencia
hosca.
—Muy bien, ya sabes por dónde se sale. Cuando veas que no tienes
donde caerte muerta, vuelves. Sin reproches.
—No voy a ningún sitio, eso lo tendrá que decir el juez.
—Ya, bueno, pues me vas informando, ahora me voy a descansar,
mañana algunos trabajamos.
No hizo caso de la provocación. Sabía que, si entraba a discutir, la
arrollaría.
Dejó la mesa sin recoger y subió al cuarto de Candela. Cerró con pestillo.
Aquel pasador, objeto de tantas broncas con su hija adolescente, ahora la
salvaba. De pronto, no se fiaba del hombre con el que había dormido veinte
años.

Se inquietó cuando, al amanecer, los zapatos de Julio retumbaron por la


escalera. Permaneció inmóvil, abrazada al almohadón, hasta que oyó el
motor. Fue a la ventana. Con la mano izquierda apartó la cortina de gasa
verde y posó la derecha en el cristal, un instante. Cuando el coche enfiló la
carretera, Emma hinchó los pulmones al máximo y liberó el aire con
lentitud, varias veces, pero no logró regular la respiración entrecortada.
Se vistió con la ropa del día anterior.
Bajó, escalón a escalón, con piernas temblorosas y una corriente abrasiva
en el estómago. Mareada, sudorosa, aturdida.
Consiguió escribir un mensaje de texto a Carmen para que no olvidara
las llaves.
Salió. El aire fresco le aplacó las náuseas.
Síntomas de decisión, pensó. El cuerpo le exigía seguridad. No se la iba
a dar.
La voz parásita

Cloe llevaba todo el trayecto sin pronunciar palabra, con las manos entre las
piernas y la mirada fija en el paisaje escarpado. De tanto en tanto, La Voz le
escupía alguna frase cargada de veneno y la cara le cambiaba del amarillo
deslavado al escarlata.
Se deshizo la trenza y escondió parte del rostro tras el pelo castaño.
La Voz volvió al ataque. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Su padre la
miró con disimulo, sintonizó la emisora de rocanrol, dio una calada que casi
llegó a la colilla y aplastó el cigarro en el cenicero del viejo Mercedes.

En el aeropuerto se despidieron con un beso raudo. Cuando notó que los


ojos de su padre centelleaban, dio la vuelta y desfiló por el laberinto de
seguridad intentando suavizar el nudo de la garganta. Atravesó el detector
de metales con la impresión de que se lanzaba por un precipicio.
El guardia le pidió que abriera la maleta. Repasó la lista de objetos
prohibidos que había leído en internet. Estaba segura de que no llevaba
nada ilegal. ¿Y si le habían metido algo mientras buscaba la
documentación?
Abrió la cremallera con dedos trémulos. El hombre rebuscó, con las
manos enfundadas en guantes azules, y sacó dos quesadas. Las inspeccionó
con una mueca de fastidio y las dejó donde estaban.
¡Las malditas quesadas!
Llevaba rato arrepentida de haber elegido aquel regalo.
«Vaya mierda de idea —le recriminó La Voz—. ¡Vas a hacer el
ridículo!». Cerró los ojos y sacudió la cabeza.
Buscó en la pantalla su vuelo: quedaba una hora para embarcar.
Se entretuvo en la tienda de golosinas. Le gustaba sentir la explosión de
colores que producían en las cajas transparentes y el olor a piruleta de
cereza que le recordaba las tardes en el parque, cuando aún no había
cumplido los catorce y la vida era fácil.

Llegó a la puerta con diez minutos de antelación. La fila era infinita y los
pasajeros de los últimos puestos murmuraban, irritados. Se colocó tras ellos
y no tardó en abordarla una azafata.
—Tenemos que facturar su equipaje de mano por falta de espacio —dijo
con voz insegura. Debajo del maquillaje se intuía una muchacha joven—.
Es gratuito.
—Pero —Cloe tuvo que mirar hacia arriba para verle la cara mientras
replicaba—, las quesadas. —Se detuvo al comprobar la expresión agotada
de la chica —. De acuerdo.
«¡Pánfila! Las ridículas quesadas irán derechas a la bodega —dijo La
Voz cuando la azafata desapareció—. No te imaginas las vueltas que van a
dar. Van a llegar tan asquerosas como tú».

El avión despegó. Cloe luchó contra la comida que intentaba escaparse del
estómago; irguió la cabeza y respiró hondo.
«¿Quién te manda meterte en estos líos? —rugió La Voz—. Con lo bien
que estabas en casa. Ni siquiera entiendes una palabra de lo que dicen. Eres
un fraude». Intentó ignorar la quemazón que sentía entre las piernas para
que no se enterara, pero era imposible, La Voz se enteraba de todo.
«¿Encima con cistitis? —La molestia había aumentado esa misma mañana,
demasiado tarde para visitar a la doctora—. En el minuto uno se va a dar
cuenta de que eres una enclenque».
Ya en tierra, caminó con temor a desvanecerse. Recogió las maletas,
compró un sándwich y salió en busca de aire fresco. Contra todo pronóstico
el cielo estaba despejado y el sol calentaba con suavidad.
Dio un mordisco fiero, ávida de sal. Masticó algo crujiente, insípido,
arrugó la nariz y abrió el pan: rodajas enormes de pepino decoraban todo el
interior. «No vales ni para elegir un bocadillo». Lo comió obligada y buscó
la estación de autobuses.

Sentada en el sillón del autocar se sintió a salvo. Después de todo, la


aventura no iba mal: estaba sobreviviendo en un país con moneda diferente,
idioma que la tenía amargada y la costumbre absurda de poner pepino en
los bocadillos.
¿Qué tenía que decir a aquello La Voz? ¿Conseguiría callarle la boca?
No. Aunque Cloe estaba harta de que la humillara, sabía que no podía
luchar contra ella.
Al principio lo había intentado: leía en alto, veía películas con cascos,
ponía la música a todo volumen y discutía a gritos con su hermana. Nada.
La Voz hablaba por encima de todo. A veces desaparecía, como cuando
agitaba la cabeza, pero se quedaba agazapada esperando la mínima
oportunidad para saltar al ataque como un gato salvaje y hambriento.
Tenía el mismo timbre que la de Marcos y modulaba el tono igual que él:
si se enfadaba de verdad, utilizaba los graves con un ritmo lento, pesado,
marcando cada sílaba a conciencia; el resto del tiempo usaba un tono más
agudo, burlón, un juego «inofensivo» que a ella le hacía el mismo daño.
Tras aguantar diez años los gruñidos de Marcos, ¿creía que por dejarlo
desaparecerían? «No, cariño —dijo con su tono más grave—. Ya te dije que
no te librarías de mí».
Llegó a otro aeropuerto del país donde la recogerían. Había anochecido y
soplaba aire fresco. Se puso la chaqueta vaquera y se cobijó bajo la
marquesina. Nadie la esperaba.
Sacó su libro de referencia: Historia de una escalera, la única obra que
había interpretado antes de que Marcos la convenciera de que no era buena
actriz. Con la escasa luz de la farola, repasó los diálogos una vez más.
Veinte minutos después empezó a preocupase.
«Te vas a quedar aquí tirada, por gilipollas —dijo La Voz con la
intención de hacerle llorar—, por querer cosas que no son para mujeres
como tú». ¿Qué clase de mujer era ella? No tenía ni idea. Solo sabía que
aquella situación era lamentable: le dolían los ojos, tiritaba de frío y notaba
un globo a punto de estallar en el vientre.
Estaba casi dispuesta a complacer a La Voz cuando escuchó un sonido
parecido a su nombre.
Al otro lado de la calle, una mujer corría hacia ella con un niño de una
mano y una niña de la otra. Experimentó un alivio tan grande que olvidó las
normas de cortesía y se lanzó a besarles. «Ja, ja, ja. —Rio La Voz ante la
rigidez con la que aceptaron aquella invasión—. Buen comienzo».
La mujer se disculpó con insistencia —por lo poco que Cloe entendió
habían pasado horas en un atasco— y anunció que cenarían en la cafetería
de la terminal.

«Mira, mira cómo frunce el ceño la madre —dijo La Voz después de que el
camarero le preguntara a Cloe por tercera vez qué quería beber—. Está
claro que se arrepiente de haberte contratado».
Cuando el chico se marchó con el pedido, la mujer relajó el rostro y, en
un español casi olvidado, dijo:
—Muchas gracias por venir a ayudarme. Yo viví en España hace mucho.
—De nada —contestó Cloe, ruborizada—. Gracias a ti por contratarme
con mi horrible inglés. Entonces, ¿hablas español?
—Muy poco —dijo la mujer, también colorada. Quería darle a Cloe un
mensaje importante. Había ensayado una docena de veces. Intentó
pronunciar cada palabra con exactitud—. Eres una mujer valiente. Te
atreves a ayudar a una madre soltera que no conoces. Eres independiente y
por eso te elegí. —Cloe la miró pasmada. ¿Independiente? ¿Ella? Si desde
los catorce años no se había separado de Marcos ni para depilarse el bigote
—. Otras chicas tenían mejor nivel de inglés, pero no estaban dispuestas a
quedarse solas con los niños durante mis viajes.
A Cloe se le humedecieron los ojos y le pareció que a la mujer le pasaba
lo mismo. Para disimular, dirigieron la atención a los niños, que se peleaban
por la última patata frita.

En el aparcamiento subterráneo, la mujer colocó el equipaje mientras Cloe


y los pequeños se acomodaban en el coche. Era un automóvil elegante,
color oliva, con asientos de cuero beige. Estaba impecable y olía a
manzana. Pero había algo raro en él que Cloe no acertaba a describir.
De repente, se dio cuenta de que estaba sentada en el lado del conductor.
Se bajó a toda prisa mientras La Voz empezaba otro de sus discursos
hirientes, pero, por primera vez, no entendió ni una palabra.
Las carcajadas de los cuatro resonaron con tanta intensidad que no pudo
hablar por encima de ellas.
Vivir al son de Compay

Aquella mirada glacial hizo que tomara la decisión.


Fue en una cabaña de piedra perdida en el monte, un lugar que olía a
pino, lleno de roedores. El refugio tenía una sola estancia y la cama de
madera en el centro no dejaba espacio para nada más que una chimenea.
La había llevado allí en un intento de arreglar otro de sus arrebatos.
Incluso ella había pensado que las cosas se calmarían en plena
naturaleza, pero cuando se fueron, la soga le oprimía más el cuello.

¿Qué importaban unas cuantas escenas al año? Alguien le había dicho que
era signo inequívoco de amor, o quizá lo había leído en la puerta de algún
retrete: «Quien te quiere, te hará llorar. Jenny y Kevin forever».
Si eso era verdad, debía de amarla con locura.
Había cambiado su forma de vestir, de hablar, de pensar; había
renunciado al baile para que nadie la viera contonearse como una puta;
había huido de la perversión de sus amigas, de la inutilidad de sus estudios,
de la minucia de cuidar su cuerpo.
Había ignorado todas las señales hasta que la perforó con aquellos ojos
perturbados y un peso le impidió respirar. Mientras se asfixiaba, tuvo la
certeza de que la presión empeoraría, de que colocaría piedras nuevas, cada
vez más grandes.

Cogió la maleta y subió al tren. Ya era hora de vivir al son de Compay.


II-Relatos suicidas
«Lo mejor sobre querer suicidarte es la energía que sientes una
vez que has tomado la decisión».

James Rhodes. Instrumental.


Voluntad

Día 1. Vaticinio

Violeta despertó con la cara empapada en lágrimas y el corazón tan


desbocado que le dolía el pecho. No se atrevía ni a pestañear. La viveza del
sueño no dejaba lugar a dudas: en una semana estaría muerta.
Ya en dos ocasiones había tenido pesadillas proféticas en las que los
colores brillaban con la misma intensidad.
Con diez años soñó que la atacaba el perro de su abuelo y una semana
más tarde tuvieron que darle veinte puntos en la pantorrilla, una cicatriz en
forma de herradura dejaba constancia.
Con veinte soñó que estaba en medio de un tiroteo, siete días después
hubo un robo en la sucursal frente a la que estaba aparcando y una bala
destrozó la luna del Renault que había sobrevivido a tantas manos.
Ahora tenía treinta y acababa de soñar con su velatorio.
Todavía inmóvil repasó los detalles: se había visto dentro de una caja
abierta, con el rostro redondo y carnoso. Llevaba el vestido de lana púrpura
que había comprado dos días atrás y a su alrededor había decenas de
violetas y otras flores blancas. En la muñeca lucía un Rolex de acero con la
esfera del mismo tono rosa humo con el que le habían pintado los labios;
esa extravagancia tenía que ser cosa de su madre.
Un murmullo incesante se extendía desde el pasillo. La sala estaba
abarrotada. Nadie mencionaba cómo había muerto; por la expresión serena
de su cadáver se diría que había sido durmiendo.
Le habían colocado la melena de color chocolate en dos mechones
gruesos por encima del pecho y las manos entrelazadas sobre el vientre.
Cada vez que su madre recibía una condolencia, los gemidos solapaban la
música clásica que sonaba de fondo. Confirmó que había cierto placer en
aquellos lamentos cuando llegaron sus amigas de toda la vida: Almudena,
Isabel y Covadonga, y su madre protagonizó un desvanecimiento un tanto
teatral.
Le sorprendió ver a sus dos ex.
Primero llegó Quique, con las manos temblorosas y los ojos verdes muy
abiertos. No quiso acercarse al ataúd, Violeta sabía que podía terminar con
un ataque de ansiedad.
Después apareció Raúl con los puños apretados y ese gesto de tipo duro
que escondía su debilidad. Hacía muchos años que lo habían dejado, estaba
casado y tenía dos hijas, pero había sido su primer amor, de los que nunca
se olvidan, aunque sean un desastre.
Por último, recordaba a su jefe y sus compañeros. Se sintió halagada al
escucharlos decir:
—No encontraremos a otra que trabaje como ella.
—Era una amiga.

Solo había echado de menos a una persona.

Por fin se calmó y alcanzó el móvil: las siete de la mañana. Llamó a la


oficina y dijo que tenía fiebre.
—No te preocupes, Violeta, recupérate y mañana nos vemos —contestó
su jefe.
Se puso un vaquero ajustado y un jersey de cuello vuelto, tomó un café
con leche rápido y salió del garaje en el Mini rojo.
Eran las nueve cuando llegó al pueblo. Brillaba el sol a pesar de estar ya a
principios de noviembre. Se envolvió en el abrigo de ante con forro de
borrego y paseó por el parque que hacía las veces de jardín de la residencia.
Varias mesas de picnic estaban esparcidas por todo el espacio, muy alejadas
unas de otras. En el centro había una fuente de piedra a la que se tardaba
una vida en llegar desde cualquier punto. Al fondo, un roble frondoso junto
a un riachuelo era el único árbol que daba sombra en aquella inmensidad. A
la derecha, el edificio parecía diminuto.
Reinaba una calma olvidada. El olor a chimenea la transportó a su
infancia; aroma de risas y abrazos. Dio una vuelta sobre sí misma y se sintió
cobijada por las montañas, que luchaban contra los últimos hilos de niebla
para mostrar su verde más luminoso.
Notó los pies dormidos. Llamó al timbre y enseguida abrió una auxiliar
con gesto rudo. Tendría unos cuarenta o cincuenta años y el cutis blanco y
terso con los pómulos colorados.
—Buenos días —dijo Violeta mientras se retorcía las manos—. Sé que
es un poco pronto, he venido desde lejos para pasar el día con mi abuela,
mañana salgo de viaje y me gustaría despedirme.
—Pasa, «hijuca», que te vas a quedar tiesa —dijo la mujer con el acento
brusco que caracterizaba a la gente de esa zona— ¿Quién es tu abuela?
Le dio el nombre y los apellidos.
La mujer se esforzó por permanecer impasible pero no pudo evitar
fruncir los labios.
—Ahora mismo está desayunando. Si quieres, puedes acompañarla y
tomar un café, así te calientas.

La encontró sentada a una mesa redonda. Llevaba una blusa marfil con
lunares negros y sobre los hombros una toquilla de lana oscura. El pelo,
antes dorado, estaba cano y exhibía esa esponjosidad que recordaba al
algodón de azúcar. Pero la cara era la misma, ni una arruga, los cutis del
pueblo eran un misterio.
—Hola, «güelita», soy Violeta.
—Hola. ¡Qué guapa eres! —Sonrió apacible y sorbió el descafeinado—.
Te pareces a mi madre, ella también tiene los ojos como la miel. Yo
enseguida me voy a mi casa.
—Vale. Hasta que te vayas podemos pasar un rato juntas. —Se sentó a
su lado. El resto de las mesas estaban ocupadas por dos o tres viejos, ella
estaba sola.
—Bueno, pero luego me voy que mi madre me está esperando.
A Violeta se le retorcieron las tripas, una mezcla de pena y asco que le
producía el olor a comida de sanatorio.
La auxiliar le trajo una taza humeante y la reconfortó con una especie de
sonrisa torcida.
Día 2. Peñascos afilados

Hacía tiempo que no se quedaba en la cama hasta tan tarde. Despertó a las
diez de la mañana con un dolor de mandíbula horrible que le ascendía hasta
la cabeza.
Tenía cinco llamadas de su jefe. Le llamó con voz de ultratumba para
decirle que continuaba fatal. Se ofreció a llevarle un cartón de caldo, pero
Violeta le aseguró que su madre estaba cuidando de ella. La mentira
funcionó porque jamás había hablado de su madre con la gente de la
oficina.

Tropezó con el cable del secador al entrar al baño, la única parte del piso
que siempre estaba desordenada: maquillaje, perfumes, peines, tampones…,
todo campaba a sus anchas en aquel lavabo estrechísimo en el que se colaba
el olor a fritanga del vecino. En cambio, la cocina parecía recién puesta, el
salón impecable y en la habitación bastaba hacer la cama para que todo
estuviera en su sitio. Era una vivienda minimalista, donde dos personas se
hubieran molestado. Por eso la había elegido, por eso y porque no daba a
ningún patio cochambroso.

Tomó dos cafés, uno detrás de otro, mientras pensaba qué hacer. Planificar
su última semana de vida le estaba resultando complicado. Con la taza entre
las manos se asomó a la ventana del salón. Era otro día soleado, de gente
motorizada, bocinas ansiosas, humo asfixiante y comercios vacíos. Reparó
en la floristería y cayó en la cuenta.

Cogió el plumífero, la bufanda, los guantes, el gorro y las botas de


montaña; compró un ramo de lirios blancos y arrancó el coche.
En dos horas llegó a su destino, se disfrazó de muñeco Michelín fucsia y
montó en el teleférico.

En otro momento las cumbres habrían estado blancas por esas fechas, pero
el cambio climático hacía de las suyas y no había rastro de nieve, aun así, el
aire limpio le dilató los pulmones. Caminó por donde creía recordar, no sin
miedo a perderse; no había vuelto desde que esparcieron las cenizas, hacía
siete años. Escuchó balidos a su izquierda, un rebaño de cabras pastaba en
la ladera, por lo demás, el lugar estaba desierto.
Divisó la piedra pulimentada a modo de lápida, fácil de distinguir entre
los peñascos afilados. Cuando estuvo frente a ella leyó en voz alta:
—Cecilia Lucas del Bosque, 10 de febrero de 1990-14 de febrero de
2010. ¿Por qué te fuiste tan pronto, hermanita?
Imaginó su respuesta:
—Porque me tocó, ¿qué importancia tiene?
Su hermana había aceptado la enfermedad como algo natural. No
permitía que se hicieran dramas a su alrededor y eso había generado
muchas discusiones con su madre. Meses antes de morir declaró su última
voluntad: quería que la incineraran y que la echaran allí arriba. Su madre
pataleó ante lo que consideraba un disparate jipi. Ceci sabía que nadie
subiría con frecuencia y eso era lo que buscaba: que la sacudieran pronto,
que su recuerdo no se convirtiera en una excusa lamentable para dar sentido
a la existencia de los vivos.

Se quitó los guantes para sacar las flores del envoltorio, las posó sobre la
piedra y se sopló las manos.
La envidiaba por haber tenido claro el último destino. A seis días de su
muerte a ella no se le ocurría dónde ir a parar, pero debía hacer un
testamento, de otro modo su madre era capaz de conservarla en casa, y eso
sí que no.
Sintió una punzada en el estómago, eran las dos de la tarde y necesitaba
entrar en calor. ¿Cuánto hacía que no comía un cocido lebaniego? Al fin se
lo podía permitir, ya no necesitaba dietas estúpidas.
Día 3. Emoticonos

El viernes se levantó como nueva. Tras darle muchas vueltas al tema de sus
restos había llegado a una conclusión: quería regresar al pueblo. Allí
estaban su abuelo y su padre, y pronto estaría su abuela. ¿Dónde mejor que
rodeada de los suyos?

Había avisado a su jefe la noche anterior de que seguía enferma. Abrió la


caja de dulces hojaldrados que había comprado en el viaje y engulló cinco
con el café. Luego fue a un notario, le dejó el apartamento, el Mini y los
ahorros a su madre y recalcó el procedimiento funerario: vestido púrpura,
violetas y otras flores blancas, música clásica, incineración y al cementerio
del pueblo.
Salió canturreando y entró en la marisquería del barrio a celebrarlo.

Llevaba mucho tiempo sin quedar con las chicas, había ido espaciando sus
encuentros hasta verlas tres o cuatro veces al año. Era difícil negarse a unas
cervezas con su jefe y compañeros el último día de la semana, de otro modo
habría perdido cantidad de puntos que coleccionaba en busca del ascenso.
Ellas seguían quedando todos los viernes. Al principio le habían
reprochado sus ausencias, pero terminaron por acostumbrarse, había sido un
alivio dejar de dar explicaciones.
Escribió un mensaje en el grupo en el que no había intervenido en
semanas:

Violeta_18:13
¡Hola! Ya va siendo hora de vernos, ¿no?
¿Cenita y copas esta noche? (cuatro flamencas y dos jarras de cerveza).
Cova_20:45:
Yo no puedo...
Cena con la familia de Adrián (carita triste).

Almu_20:50
Entonces lo dejamos para otro viernes que podamos todas. (Cuatro besos
de corazón).
Violeta_20:52
¿Y mañana? ¡Tengo muchas ganas de veros!

A las diez de la noche aún no tenía respuesta. Sacó una botella de vino tinto
de las que guardaba para visitas repentinas y encendió el televisor. La vació
y se durmió en el sofá con los tertulianos de fondo debatiendo sobre el
conflicto catalán. Despertó a las tres de la mañana con la boca pastosa y
aguijones en la cabeza. Bebió medio litro de agua con un analgésico y se
metió en la cama.
A los cinco minutos estaba apoyada sobre la taza del váter, vomitando a
la vez que se meaba encima.
Día 4. Muro de hielo

Tenía el cuerpo destrozado. Dio un giro lento sobre el colchón y se enroscó


en el nórdico como una oruga. Las cañerías se quejaron como si también a
ellas les doliera el alma.
Por fin noviembre se revelaba, la lluvia golpeaba las persianas y el
viento ululaba furioso.

Consiguió ponerse en pie a las dos de la tarde. Llamó a la pizzería y comió


recostada en el sofá. Alguna lágrima le resbalaba silenciosa de cuando en
cuando.

Había llegado la hora de enfrentarse a su madre. Marcó el número de


teléfono, esperó cuatro tonos y lanzó el móvil al suelo al escuchar el
contestador.
Desde la muerte de Ceci su madre se había transformado en otra
persona. Había pasado de asfixiar con su protección a levantar un muro de
hielo.
El móvil vibró sobre la alfombra. Lo miró de reojo y tomó una
respiración profunda:
—Hola, mamá, ¿qué tal?
—Hola, Violeta, estoy en unas charlas de meditación, voy a estar todo el
fin de semana, ¿te importa si te llamo el lunes?
Una ráfaga de aire hizo temblar la ventana. Violeta se estremeció.
—Ah. Claro. No lo sabía.
—Te dejo, que han parado por mí y me están esperando.
—Vale. Pásalo…
Los pitidos de fin de llamada la cortaron. Se quedó unos segundos con la
boca abierta, como si fuera a hacer una o con el humo de un cigarro, luego
rompió a llorar y sacó otra botella de vino.
Día 5. Salsa agridulce

El domingo siempre era un día gris para Violeta, el que todo el mundo
reservaba para comidas familiares y tardes de manta en pareja. Solía
aprovecharlos para adelantar trabajo de la oficina y luego veía alguna
película con un bol de palomitas, el único capricho que se permitía. El resto
de la semana sobrevivía a base de cafés, ensaladas, yogures y nueces.
Ahora nada de eso tenía sentido. Llamó al restaurante chino, pidió un
menú para dos y lo comió todo bañado en salsa agridulce.
Tenía la sensación de que lo más relevante que había hecho en sus
últimos días de vida era convertirse en una zampabollos. Conocer su
destino fatal le había abierto el apetito como si necesitara reservas para
arder mejor.

Pensó en lo inoportuno que era llamar a Quique y a Raúl. Seguramente el


primero estaría con sus padres, que nunca la habían tragado, y el segundo
con su mujer y sus hijas, que no tenían por qué aguantar las últimas
palabras de una condenada ex.
Decidió ser discreta y les envió un mensaje, el mismo para los dos:
«Hola, me acordé de ti y de los buenos ratos que pasamos juntos. También
de los malos. Espero que tengas un bonito recuerdo de nuestra relación y
que te vaya muy bien. Besos».
Ninguno contestó.
Día 6. Ventura forjada

El último día lo pasaría en la oficina, después de todo era su vida, la que


ella había construido. Se levantó a las seis: ducha, secador y planchas,
pintura, y traje de chaqueta y pantalón que notó apretado.
A las ocho estaba a su mesa de trabajo con una sonrisa radiante y un café
para llevar. De vuelta en su ambiente, en su razón de ser. Cómo había
echado de menos aquel olor a pomelo.
—Violeta, ya estás recuperada. ¿Has engordado? —le preguntó su jefe al
verla.
—Bueno, la enfermedad no me ha quitado el hambre y tanto reposo he
cogido unos gramos.
La miró de arriba abajo con un descaro impropio en él.
—Ya. ¿Puedes pasarte por mi despacho? Tengo un asunto que
comentarte.
Lo siguió, encantada con el sonido de sus tacones sobre el suelo de
mármol, segura de que algo se había torcido en su ausencia, algo que solo
podía arreglarse con su intervención sagaz.
—Violeta, estás despedida.
El cuero de la silla giratoria protestó.
—¿Qué? ¡No puedes despedirme por tres días de baja! Es un despido
improcedente.
—No si me has engañado.
Posó una fotografía sobre la mesa de nogal. En ella se veía a Violeta con
un babero blanco y unas pinzas de las que sobresalía la cola de una cigala.
No entró en disputa, salió de la oficina consciente del rastro de cuchicheos
que dejaba tras ella.
El resto del día vagó por la ciudad. Al atardecer empezó a chispear y entró
en el centro comercial de lujo al que había ido a parar de forma
inconsciente.
Al pasar por la joyería vio el Rolex de acero con la esfera rosa humo.
Como movida por una fuerza invisible lo compró. Luego deambuló por la
sección de belleza y adquirió algunos productos.
Reservó una suite en el hotel de cinco estrellas. Nunca había estado en
una habitación semejante, era casi tan grande como su apartamento.

Contra la pared principal, dos tablas de madera maciza estaban enganchadas


a modo de somier rústico, sobre ellas, el colchón de dos metros parecía
incluso pequeño.
La iluminación tenue provenía de cinco lámparas con pantallas
traslúcidas distribuidas en puntos estratégicos del cuarto. Lo que más
llamaba la atención era el jacuzzi, incrustado en el suelo. Junto a él había
una mesita, también de madera, con una botella de champán y un cofre
lleno de bombones.
Abrió el grifo del agua caliente y vertió un chorro generoso de esencia
de vainilla. Mientras la bañera se llenaba, devoró el chocolate, aniquiló la
botella y repasó los canales en el plasma gigante que había frente a la cama,
hasta que llegó a la radio clásica. Posó el reloj, el móvil y los artículos de
belleza sobre la toalla blanca que había colocado junto al reposacabezas y
se sumergió en el agua hirviendo con cuidado.

Hasta ese día no había querido pensar de qué forma moriría. Solo después
del despido, mientras erraba por las calles, lo había comprendido. Había
barajado la idea de coger el Mini, pero eso podía sembrar la duda.
El locutor dijo algo de un preludio de Bach y un violonchelo comenzó a
sonar glorioso. Cerró los ojos y disfrutó de la melodía. Creyó reconocerla,
la había escuchado en algún anuncio.
Echó una última ojeada al móvil. Nada.
Soltó el teléfono y empuñó la cuchilla.
Sangre y pastillas

—Y tú, ¿cómo te suicidarías?


—Me cortaría las venas dentro de la bañera, dicen que así no duele.
—¿En serio? Uf, no, no, demasiada sangre. Yo me tomaría un bote de
pastillas.
A pesar de que hacía ya muchos años, la conversación resonaba en la
cabeza de Marta como el eco de una caverna. Fue en una clase del último
curso de carrera. El profesor dijo que, si tenían claro cómo matarse, sabrían
con quién trabajar. Una frase profética: Silvia lidiaba con jóvenes violentos;
ella, con mujeres en situaciones depresivas.
Agitó el bote de pastillas y lo dejó sobre la cómoda. Se deshizo de la
bata de franela naranja, exhalaba un hedor rancio que le agradó en cierta
manera. Tiró el resto de la ropa al suelo y entró en la ducha.
Se frotó los huesos con las manos. El dolor de las articulaciones
disminuyó con el calor. Al jabonar el cabello, el sumidero rebosó de pelo
negro.
Aquel proceso había sido imposible hasta entonces. Al fin, la energía
había arrinconado a la desidia. Tenía que aprovecharla, dejar las cosas
resueltas, acabar con todo.

Óscar llevaba toda la jornada revisando documentos mientras pensaba en la


montaña que escalaría el próximo sábado. Cuando vio la silueta famélica de
Marta aparecer en su despacho, se le iluminaron los ojos aguamarina.
—Hola, Marta. ¡Cuánto tiempo sin verte! —Levantó el cuerpo atlético
de la silla y se alisó el traje—. ¿Qué tal estás?
—Seis meses —contestó ella. Le tendió la mano, húmeda y fría, y tomó
asiento sin esperar a que se lo ofreciera.
—Sí que pasa el tiempo rápido. ¿Cómo lo llevas? —Una especie de
bufido inundó la estancia con aroma de lavanda.
—Hace semanas que no salgo, pero hoy me he levantado con fuerza.
—Me alegra escuchar eso —dijo con la mirada fija en los surcos malvas
que rodeaban los ojos de Marta. Esos ojos color pera, tan vivos en otra
época, ahora no eran más que dos vidrios vacíos—. Y ¿qué te trae por aquí?
—Quiero dejar las cosas en regla. Después de lo de Jorge, nunca se sabe,
un día estás bien y al siguiente… —Movió la cabeza de un lado a otro y
apretó los labios.
Óscar asintió condescendiente y sonrió para si, no estaba mal acabar la
tarde del lunes con un testamento.

Marta regresó con rapidez al piso. Al entrar, el olor a humedad le golpeo en


la cara. Se sentó en el sofá y agradeció el silencio, el ruido de la calle la
había perturbado. Fijó la vista en la capa de polvo que cubría los muebles.
¿Qué pensaría la policía cuando la encontraran? Estaba segura de que ellos
hallarían su cadáver. Vendrían alertados por los vecinos ante la pestilencia,
echarían la puerta abajo y se toparían con el salón lleno de mierda. Después,
revisarían el resto de estancias y, al llegar a la habitación, darían con sus
despojos junto al vaso de gin-tonic con el que se iba a tragar las pastillas.
En un acto reflejo se cubrirían la nariz con la mano, los vómitos y diarreas
de su cuerpo envenenado crearían una atmósfera repugnante.
Entró en la cocina, los cacharros formaban una pirámide irregular sobre
el fogón. No había ni un vaso limpio. Cogió un bote de pepinillos vacío y
preparó el combinado en él.
Volvió al sofá y encendió el televisor, pero ni siquiera se enteró de que
los montes ardían. Mientras sorbía la mezcla, pensaba que jamás volvería a
ser Marta Roldán, la de la casa reluciente que los invitados alababan, la del
trabajo incansable que no paraba ni la gripe, la de las cenas, los bailes y los
conciertos. Ahora no era más que Marta, la que solo podía empeorar.
Apuró las últimas gotas, se sirvió otro y fue a la habitación de Jorge. Al
abrir la puerta tomó una respiración profunda y retuvo unos instantes el
aroma a toallita y colonia fresca.
De una zancada, traspasó la frontera que había permanecido cerrada seis
meses y llegó a la cuna que destacaba en el centro del cuarto como un
iceberg con su luminoso blanco azulado. Recorrió la suavidad de la madera
con las yemas. A la izquierda, el cuadro de Peter Pan seguía ladeado sobre
la pared turquesa; lo había atropellado ella, en la nube tormentosa de
aquella tarde, cuando encontró a su bebé boca arriba, con los ojos fijos en la
nada y el diminuto tórax inmóvil.

Cuatro botes de pepinillos después, renqueó al dormitorio y se tiró boca


arriba en el colchón.
Pensó en Silvia, la única amiga que conservaba tras conocer el infierno.
¿Debía llamarla para despedirse? Sería mejor dejarle una carta.
Se incorporó y anduvo mareada hasta el escritorio. Apenas había
redactado media línea torcida cuando el timbre la sobresaltó. Se quedó
inmóvil, segura de que era algún vendedor molesto. El timbre berreó de
nuevo y una voz familiar lo secundó:
—¡Marta, sé que estás en casa, ábreme!
¿Cómo se habría enterado?
De otra forma no tenía sentido que se presentara sin avisar, vivía a más
de cien kilómetros y trabajaba como una condenada en el reformatorio. Tal
vez Óscar había sospechado y la había telefoneado.
—¡Sorpresa! —gritó Silvia cuando Marta abrió la puerta.
En la mano izquierda sujetaba una cuerda sobre la que flotaban tres
globos de colores metálicos y en la derecha agitaba una botella de cava. En
menos de un milisegundo, el gesto alegre de Silvia se volvió espanto.
—No me mires así, al menos hoy me he vestido.
—¿Qué coño…? —Aquel espectro que le abría la puerta de una cloaca
no parecía su mejor amiga—. ¿Por qué no me has dicho que estabas tan
mal?
—No quería molestarte.
Silvia entró en el piso y lo recorrió sin disimular el asco.
—Feliz cumpleaños, Marta. Pensaba regalarte una noche de borrachera,
pero veo que no es lo que te hace falta. Vamos a hacer las maletas, te vienes
conmigo. No te preocupes por este desastre, contrataremos una empresa de
limpieza y fumigación.
—No, Silvia, no quiero ser una carga, ni para ti ni para nadie.
—¿Crees que te voy a dejar tal cual? Me gustaría que me dieras la
oportunidad de ayudarte. Además, ¿qué significa esto? —Cogió el bote de
pastillas—. No he olvidado aquella clase y creo que tú tampoco. O vienes
conmigo o te ingreso a la fuerza.

Pararon dos veces para que Marta vomitara. Cuando tuvo el estómago libre
de alcohol, se quedó dormida. Silvia condujo en la oscuridad. Le había
dicho que irían directas a su casa, pero se le había ocurrido otra idea que
podía sacarla unos milímetros del pozo en el que se hallaba. Cambió la
trayectoria y subió por la carretera angosta sin iluminar que conocía tan
bien.
Temió que al parar el motor se despertara, pero debía de estar en sueño
profundo porque no hizo ni un movimiento, ni siquiera cuando le echó por
encima la manta que llevaba en el maletero. Luego ella también se recostó e
intentó dormir.

La alarma del móvil sonó al tiempo que el espectáculo comenzaba. Silvia la


sacudió con cuidado y susurró:
—Bienvenida al paraíso.
Marta abrió los ojos. Un hemiciclo de fuego ascendía sobre el mar en
calma dispuesto a terminar con las tinieblas. A su alrededor, formaciones
caprichosas moldeadas por la tramontana ofrecían un paisaje de aspecto
lunar.
Dudó si había llegado a tomar las pastillas. Tal vez estaba muerta y
aquello era realmente el paraíso. No, el dolor que le retorcía el estómago y
le oprimía el pecho le aseguraba que continuaba en la tierra. Pero esta vez
había algo más entre sus tripas: una emoción remota, casi olvidada, se abrió
paso desatando nudos y llegó hasta el pecho de plomo, que vibró ante el
derroche de belleza que le ofrecía la vida.
III-Ira
«El odio tarda años en incubar; uno ya no es un niño y cuando el odio
crezca y nos ahogue los pulsos, nuestra vida se irá».

Camilo José Cela. La familia de Pascual Duarte


Torrijas por Navidad

Todo el mundo merece una bienvenida cuando llega a un lugar nuevo. A mí


me gustaría que me acogieran con un dulcecito, así que llené una fuente con
los pestiños que había hecho el día anterior.
Cuando bajó del coche, la mujer se quitó la rebequita y se dio aire con la
mano en la cara. Tenía el ceño fruncido y miraba en todas direcciones, a mí
no me vio porque estaba detrás del visillo. El hombre empezó a sacar
bártulos y la mujer se ocupó de que las dos niñas entraran en el patio. Eran
dos criaturitas encantadoras, parecían mellizas, aunque una era un poco más
alta. Al hombre apenas le quedaban cuatro pelos en la cabeza y los que
conservaba estaban blancos. La mujer, que comenzó a descargar calmada,
pero sin remilgos, de pronto me pareció jovencísima.
Fisgoneé hasta que terminaron la faena y entonces salí con la fuente en
las manos, sonriendo tanto que luego me dolía la mandíbula.
—Bienvenidos —grité a través del muro que separa nuestros patios.
Coloqué del revés una caja de naranjas de las que me trae mi suegro del
campo y me subí en ella.
—Soy Remedios, vuestra vecina. —Me miraron los cuatro pasmados.
Como no decían nada, seguí hablando—. Os he preparado unos pestiños.
Por fin la mujer se acercó.
Se quitó el pañuelo que le cubría parte de la cabeza. Una melena negra y
brillante le cayó sobre los hombros.
—Hola, Remedios, perdona, no estamos acostumbrados a este tipo de
recibimiento —dijo. Cogió la fuente y añadió—: No sabemos qué son los
pestiños, al menos yo. ¿Tú lo sabes? —le preguntó al hombre.
Él negó con los ojos entrecerrados mientras daba una calada a un
cigarrillo de liar.
—Es sencillo, una masa de harina frita y rebozada en miel, espero que
les gusten a las niñas.
—Seguro que sí —dijo la mujer y sonrió por primera vez—. Muchas
gracias. Si nos disculpas, tenemos mil cosas que recoger.
—Por supuesto. Si necesitáis algo, estoy aquí.
Bajé de la caja y barrí el patio por segunda vez. Presté atención a cada
movimiento, pero fueron tan sigilosos que no me enteré de nada.
Aquella noche, le dije a mi marido:
—Pepe, tenemos vecinos nuevos.
Estaba absorto en otra de sus maquetas. Gruñó sin mirarme
—Parecen buena gente, aunque un poco serios, tal vez estaban cansados.
Les di una gran sorpresa, ¿sabes? —Me di cuenta de la cara de tonta que
ponía al decir aquello y carraspeé—. Me gustaría conocerla. Al fin una
vecina.

El hombre salía en el coche a las siete de la mañana y no volvía hasta


pasadas las nueve de la noche. La mujer llevaba a las niñas al colegio, luego
hacía la compra y se encerraba en casa hasta que volvía a recogerlas.
Por la tarde, las pequeñas salían un rato al patio. Me asombraba que
aquellas crías fueran tan tranquilas. No tengo hijos, pero eso no quiere decir
que no sepa lo ruidosos que son. El día que vienen los de mi hermana
montan tal escandalera que, cuando se marchan, tengo la sensación de haber
salido de la feria después de diez horas bailando sevillanas.

Pasada una semana, aún no me habían devuelto la fuente, por lo que volví a
colocar la caja y asomé la cabeza.
—Hola, niñas. —Interrumpí uno de sus juegos—. ¿Podéis decirle a
vuestra mamá que salga un momento?
—Nuestra madre se murió —dijo la más alta. Me quedé paralizada,
suerte que en ese momento apareció la mujer con mi fuente.
—Hola, Remedios, discúlpame, no he tenido ni tiempo de devolverte la
bandeja. Los pestiños nos encantaron, en realidad nos los acabamos el
mismo día.
—Tranquila, niña, si no te llamaba por la fuente, tengo de sobra, solo
quería preguntarte qué tal os estáis adaptando. —En realidad sí quería
recuperarla, fue un regalo de boda de mi abuela.
—Las niñas ya han hecho algún amigo en el colegio. Los primeros días
la pequeña lo pasó mal.
—Pobrecita, parece muy tímida. ¿Y tú qué tal?
—¿Yo? Bien. —Apartó la mirada y señaló unas cuantas macetas
alrededor del patio—. Aquí aguantarán los cactus ¿no? En mi tierra, con el
poco sol que hay y los temporales se terminan arrugando como pasas.
—Sí, aquí se ponen preciosos.
Asintió y, como si de repente se diera cuanta de la hora, dijo que tenía
que preparar la cena y desapareció seguida de las niñas.

Al día siguiente, estaba haciendo la cama y pegué un respingo cuando sonó


el timbre. Miré por las rendijas de la persiana, era ella. Me abotoné la bata
de flores azules, me recogí el pelo en un moño y bajé las escaleras tan
deprisa que tuvo que escuchar los chancletazos.
—Hola, Remedios, soy Julia, la vecina nueva —dijo desde fuera. No me
había duchado aún y olía un poco a sudor. Me rocié con el desodorante de
espray—. Te traigo una quesada.
—No tenías que molestarte, chiquilla. —Abrí la cancela—. Muchas
gracias. Pasa, no te quedes ahí, vamos a tomar un cafelito o algo.
Pensé que inventaría alguna excusa, pero pasó sin que se lo tuviera que
repetir. Venía con unos vaqueritos y una camiseta ajustada que acentuaba su
figura famélica.
Hacía una mañana radiante, saqué el café al patio interior y nos sentamos
junto al limonero.
—Está todo muy limpio —dijo Julia. Miraba cada rincón con aquellos
ojillos como avellanas.
—Claro, si no hago otra cosa que limpiar y guisar.
Sonrió y desenvolvió la quesada. La traía en un molde de usar y tirar, de
esos de aluminio.
—Si se llama quesada, me imagino que lleva queso.
—No. Solemos partirla en cuadrados, ¿quieres que lo haga yo?
Le di el cuchillo y la dividió en porciones de tamaño exacto. Tomamos
cada una un trozo y comimos en silencio; era una masa compacta, suave y
fresca.
—Al pasar por el salón he visto que tienes unas cuantas maquetas.
—Sí, hija, las hace mi marido. Todas las noches se pasa un par de horas
con los ladrillitos.
—Pues se le da realmente bien.
—Antes era constructor. —Tomé otro trozo de quesada—. Ganaba
mucho dinero. Ya sabes, la vida lo mismo te sube que te baja.
—Vaya, entonces sois de los más afectados por la crisis.
—Así es, ¿sabes a qué se dedica ahora? —Negó con la cabeza—. Vende
caricaturas. —Me quedé unos segundos en silencio. Imaginaba a Pepe en la
calle, camuflado con las gafas de sol y la gorra—. Le salen de maravilla,
pero imagínate lo que supone para él estar ahí expuesto, con lo que ha sido,
que tenía una empresa con una «jartá» de obreros.
—Ya me imagino. ¿Tú no trabajas?
—¿Yo? ¿Tú me has visto? —Me rodeé la inmensa cintura con las manos
—. Con esta facha no me contratan en ningún lado. Antes era camarera y ya
sabes lo que hay que aguantar: que si a qué hora sales, que si te silban, que
si vaya escotito que traes hoy… Mi Pepe se ponía malo, al final dejé el
trabajo y empecé a engordar.
Julia no hizo ningún comentario, pero sentí como si tuviera un enjambre
de abejas zumbándole alrededor de la cabeza. Se quedó atolondrada, dijo
que se tenía que ir y se marchó.

Al día siguiente pulsé el timbre de su casa. Le dije que traía un nuevo postre
y me invitó a entrar. Pasamos a la cocina. Puso la cafetera al fuego mientras
yo le explicaba la receta de las perrunillas:
—Se puede decir que tienen algo de galleta y algo de pasta, lo mejor de
todo es que se deshacen en la boca, eso se consigue gracias a la manteca de
cerdo.
Dio un mordisco y asintió.
—A las niñas les encantarán.
—Son unas ricuras, ¿cuántos años tienen?
—Ana tiene diez —dijo. Vertió el café en vasos de agua—, Isabel, ocho.
—Yo no tengo hijos. Al principio lo intentamos y no vinieron, ahora
hace siglos que Pepe duerme en otra habitación, dice que tengo flatulencias
y no le dejo descansar.
—Pues yo no quiero hijos —dijo con otra perrunilla en la mano—.
Supongo que es porque estoy criando a mis hermanas. Hace cuatro años que
dejé de estudiar para encargarme de ellas.
—¿Qué estudiabas? —pregunté disimulando mi sorpresa.
—Química. Cuando las crías crezcan un poco lo retomaré, si puedo.
De repente se quedó muy seria. Apretó la boca de tal forma que supe que
al envejecer se le llenaría el labio superior de arruguitas verticales.

El último día que desayunamos juntas, Julia había traído sobaos. Eran
increíbles, nada que ver con los que se compran aquí; eran esponjosos como
una nube de algodón, jugosos como un melocotón en almíbar.
El sabor de ese bizcocho me hizo confesar:
—A veces pienso cómo sería mi vida sin Pepe. —Julia levantó la cabeza
con ademán brusco—. Adelgazaría, trabajaría de camarera y, a lo mejor,
conocería a alguien que me escuchara de verdad. Esa sería la parte buena.
¿Sabes cuál sería la mala? Me quedaría sin familia. —Cogí el abanico y lo
agité con fuerza—. Mis padres y mi hermana jamás aceptarían que me
divorciara y eso no lo podría soportar.
—¿Sabes qué creo? —dijo—. Que tú y yo somos iguales.
—Pues sí que estás tú bien, si no nos parecemos en nada —contesté
entre carcajadas.
—Te equivocas, Remedios, somos más parecidas de lo que crees. —
Golpeó la mesa con el vaso y derramó unas gotas de café, como no había
servilletas, saqué un clínex del bolso—. Las dos somos víctimas de nuestra
familia. —Apoyó los codos sobre la mesa y reposó la cabeza en ambos
puños sin apartar sus ojos de los míos, algo inusual en Julia—. Imagínate
que no existieran —continuó—. ¿Qué estaríamos haciendo? Yo desarrollar
mi carrera; en cambio, estoy encerrada cuidando de dos mocosas. —
Hablaba con una voz agria que nunca había escuchado—. ¿Y tú? Por culpa
de unos retrógrados tienes que aguantar a un marido que te trata como si
fueras un sofá.
Me levanté de la silla haciendo mucho ruido. La miré con dureza. Para
mí la familia era lo primero, no se podía tener todo y había que escoger
bien. Eso fue lo que le dije y me marché con la cabeza tiesa.
El siguiente día era sábado y me fui al pueblo. Aproveché cada segundo
con los míos, después de la discusión con Julia me espantaba que alguno
pudiera desaparecer.
El domingo, cuando regresé, encontré una caja sobre el muro del patio
con mi nombre escrito. La abrí. Dentro había esta nota: «Estas son las
torrijas que iba a traer mañana, ya sé que aquí se comen en Semana Santa,
pero nosotros las hacemos por Navidad. Regresamos a casa. Julia».

Me las comí todas bajo el limonero entre hipidos, pensando que se había
ido sin reconciliarnos. Jamás se me ocurrió que…

Pepe me trajo al hospital en cuanto empecé a vomitar, suerte que es un poco


hipocondríaco, de otra manera habría terminado como esas pobres
criaturitas.
Y esto es todo lo que puedo contarle. Espero que la encuentren pronto.
La hija de los sordomudos

Los pechos los descubrió Don Jenaro, el cura, a las ocho de la mañana.
Estaban atados con alambre a las cadenas de la iglesia, uno a la izquierda y
otro a la derecha de la puerta.
Eran unos pechos tersos, con pezones sonrosados. Tenían un corte limpio
del que cada pocos segundos caía una gota de sangre que resbalaba por el
hierro oxidado hasta la alcantarilla. El hombre sintió una arcada y se agarró
al banco de piedra para no desfallecer mientras arrojaba el café que acababa
de tomar.

La noticia se extendió por el pueblo con la rapidez de siempre. Una


multitud se reunió en el portal de la parroquia poco después de que los
descolgaran, cuando solo quedaba el rastro escarlata aún fresco.
Murmuraron, especularon y se santiguaron. Los rumores de que eran los
pechos de Adelita, la hija de los sordomudos, no tardaron en florecer.
Habían encontrado su bolso en un prado cercano y parecía que no le faltaba
nada: estaban el monedero, los pañuelos, el pintalabios rojo, el espejito, las
horquillas y la estampa del Sagrado Corazón de Jesús.
Adelita tenía veinte años. Algunos decían que era la mejor moza del
valle, aunque en realidad era una chica corriente. Lo que le hacía parecer
hermosa era su forma de expresarse, natural, espontánea. Carecía de
segundas intenciones y eso era poco común allí. Verla hablar con sus padres
era una delicia, movía las manos regordetas con la gracia de una bailarina.
No se perdía ninguna romería, cascabeleaba de pueblo en pueblo con su
vestido blanco, que tenía un vuelo espectacular y flores amarillas a juego
con su melena.
Trabajaba para su prima Hortensia y el marido de ésta, Paco, en la única
tienda del pueblo. Todo el mundo sabía que Adelita era una empleada
pésima: no llegaba a las estanterías, no tenía fuerza para levantar las cajas
de fruta, daba mal el cambio y siempre andaba distraída, pero la tienda sin
ella era como una orquesta sin flautín.

La muchedumbre desfiló hacia el establecimiento de Hortensia. El día


estaba plomizo y soplaba el gallego, que amenazaba lluvias y obligaba a
encender la lumbre, por lo que iban en pelotón. Parecía una manifestación
de abejorros, el zumbido solo paraba cuando encontraban algún despistado
al que daban la voz de alarma para que se uniera a la masa. Así, cuando
llegaron, eran por lo menos cincuenta personas.
Discutieron para decidir quién entraba. Ganó Faustina gracias a su
vozarrón, tan estridente que solapaba al resto de la humanidad.
—Hortensia —chilló desde la puerta. Apartó los cilindros de colores de
la mosquitera y entró. Le golpeó un fuerte olor a queso de oveja—, ¿cómo
estáis? ¿Ha aparecido ya Adelita?
Un mostrador de madera lustrada ocupaba más de la mitad del local,
dejaba un pasillo estrecho y alargado que terminaba en la puerta de la
trastienda, de donde salió Hortensia con semblante grave. Desde allí no
podía ver la cantidad de gente que había fuera, pero oía el runrún.
—Hola, Faustina, ya me parecía a mí que tardaba en venir medio pueblo
a preguntar. —Se ató la bata de cuadros verdes, llena de lamparones, y se
atusó el pelo corto con los dedos—. No sabemos nada de la pobre Adelita.
—Como está abierto, pensábamos que ya habíais dado con ella —dijo,
entrecerrando los ojos con suspicacia.
—Hemos abierto por si regresa que nos encuentre aquí —contestó. Se
acercó tanto que Faustina pudo oler su aliento de regaliz negro. Hortensia le
sacaba casi una cabeza y la miró de tal forma, con aquellos ojos esmeralda,
que Faustina se sintió diminuta—. Otros familiares están buscándola por los
alrededores. Aunque mucho me temo que…
—¿Que los pechos son suyos? —la interrumpió.
—¿Cómo? —dijo Hortensia dando un paso hacia atrás.
—Pero ¿no sabes que Don Jenaro ha encontrado unos pechos colgando
de las cadenas de la iglesia? —dijo Faustina con un graznido que detuvo el
murmullo de la calle.
—¡Válgame Dios! —Hortensia se tapó la boca con la mano unos
segundos. Desde la trastienda llegó el ruido de unas llaves que caían—. No,
yo iba a decir que Adelita ha escapado con su amante forastero.
Un forastero. La multitud suspiró aliviada.
Hortensia los contempló alejarse desde la puerta, luego volvió dentro y
se encontró de frente con Paco, que temblaba como un niño y tenía los
párpados encarnados.
—Haz el favor de sobreponerte —le dijo con tono helador—. Ni que
hubiera desaparecido yo.
—Hortensia, ¿serán sus pechos? —dijo con un hilo de voz.
—Y a ti qué te importa.
A él también le sacaba un buen trozo y era mucho más corpulenta. Le
cogió del cuello y le empujó contra el mostrador.
—Desgraciado, bien los debes de conocer tú.
Le soltó con un gesto de desprecio y se alejó hacia la trastienda.
Paco se recompuso la camisa y se limpió la saliva que su mujer le había
escupido al hablar.
—Ahora a callar —dijo Hortensia—. Corta un kilo de filetes de cerdo
para Bernabé.
Paco agachó la cabeza y entró en el mostrador. Sacó el lomo adobado de
la nevera y cogió el cuchillo de la carne. Notó el mango húmedo, frío y vio
que tenía la mano ensangrentada. ¿Cómo podía ser? Él mismo se encargaba
todas las noches de la limpieza, era demasiado escrupuloso, jamás se le
habría pasado una mancha tan evidente.
Miró hacia la trastienda con la boca entreabierta. Hortensia le observaba
con mirada felina y sonrisa complacida.
IV-Malditas circunstancias
«Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella, no me salvo yo».
José Ortega y Gasset.

«En pocos días la vida se me aparecía distinta a como la había concebido


hasta entonces. Complicada y sencillísima a la vez».

Carmen Laforet. Nada.


Novecientos kilómetros

Los adoquines te reciben con ese traqueteo juguetón. Podrías abrir la boca y
decir: «Aaaa», como cuando eras niña, pero tu estómago es un revoltijo y
temes arrojarlo sobre la calva del conductor.
Miras hacia atrás.
Los primeros rayos iluminan el campo, liso como un lienzo; estás segura
de que resqueman la tierra, igual que te resqueman a ti los párpados
hinchados.
Ascendéis por callejuelas, entre muros de cal y naranjos amargos.
Quieres abrir la ventanilla, oler las flores, pero no encuentras la fuerza
para girar la manivela y respirar.
Das indicaciones. Lo has hecho durante novecientos kilómetros entre
cabeceos, suspiros, café y agua salada que te ha encarnado los ojos. Agua
que al principio brotaba espantada, ruidosa y luego empezó a resbalar en
silencio.

Hace unas horas estabas en casa. Pensabas en Los fantasmas de Goya y en


el tuyo. Esa tarde lo habías despedido. Un viento huracanado había acortado
el adiós. Y, ahora, te sorprendes pensando que era un aviso. Pero entonces
no sabías nada. Hasta que llamaron a la puerta y te sacaron de la cama, y te
dieron la noticia, y te ofrecieron cigarrillos que hacía tiempo no fumabas, y
te supieron a mierda, pero los chupaste hasta el filtro.
Más tarde llegó el coche. Lo guiaste novecientos kilómetros desde el
asiento de atrás, mareada por el ambientador de pino. El teléfono sonaba de
cuando en cuando y tú te cubrías la boca con la mano. Permanecías así el
tiempo que duraba la llamada, la mentira, y luego soltabas el aire de golpe,
como quien sopla una vela.
Y ahora estás aquí, a punto de doblar la esquina y llegar a la calle que
antes era la de la plaza de toros y ahora es la del descampado. De pronto
recuerdas el nombre y te da la risa: Virgen de los Dolores.
El coche se detiene, la puerta de la casa se abre con un chirrido metálico.
Como en una pesadilla, aparecen tres figuras somnolientas: una es de tu
altura, las otras dos te llegan por el pecho.
Se acercan, despacio.
Ven al conductor. Ven al copiloto. Notas el susto cuando te ven a ti.
Tus ojos lo confirman.
Tu abrazo lo suaviza.
Y, por fin, el azahar inunda tu futuro.
Huracán Nelly

Nelly aparecía en la asociación sin avisar, escupía lo que le pasaba por la


cabeza y se largaba igual que había llegado, con aquellos andares feroces.
Sabíamos que era ella antes de verla por la insistencia con que pulsaba el
timbre. Claudia y yo intercambiábamos una mirada y cada una tomaba su
papel: ella continuaba con las citas y yo la atendía. El reparto había surgido
así porque Nelly saltaba del español al inglés sin control y Claudia no era
capaz de seguirla, mientras que a mí me encantaba escucharla en su idioma
materno, con aquel acento que sonaba delicado, aristócrata a pesar de la voz
áspera.
En castellano era una auténtica guiri. Llevaba más de treinta años en
España y su gramática era impecable, pero la pronunciación no dejaba
dudas sobre el origen de sus rasgos. Su rostro debía de haber sido liso y
pálido en otro tiempo, pero ahora estaba cubierto por rojeces. Lo enmarcaba
un pelo corto, rubio ceniza, que se peinaba con las manos, siempre
temblorosas.
Había nacido en la campiña inglesa, un lugar precioso, pero
terriblemente aburrido, tal como ella lo había descrito. Provenía de una
familia adinerada y, aunque no le gustaba presumir de ello, había crecido en
una especie de palacio que yo me imaginaba como el de Mr. Darcy. Tenía
dos recuerdos de su madre, pero solo uno era suyo: la imagen difuminada
de una mujer alta y distante con una copa en la mano.
El otro lo había construido gracias a su tía, quien la había criado después
de que su madre se colgara con un cinturón de la puerta del dormitorio. Ese
falso recuerdo era más nítido que la imagen real: la veía recostada en la
mecedora, con un bebé enganchado al pecho y la copa de vino eterna que
llenaba y vaciaba sin descanso.

Me contaba su vida a parchazos, con tal detalle que podía verla a través de
sus ojos de seda gris, como si estuviera en una butaca de cine. Pero la
experiencia era aún más real porque podía oler la mezcla de perfume caro,
tabaco y vino que exhalaban sus ropas de diseño.
Saltaba de una época a otra sin compasión. Tan pronto estaba explicando
la primera vez que su padre le había puesto la mano entre los muslos, como
se acordaba de que el día anterior había cocinado pollo al horno, le había
quedado crudo y a su marido, por lo general ausente, le había saltado un
chorretón de sangre a la corbata.
Entonces, lloraba de manera escandalosa y yo no sabía muy bien si lo
hacía por su padre, por su marido, o por todos los hombres malvados con
los que había topado a lo largo de su existencia.
Cada vez que me traía un nuevo retal, yo lo incorporaba a la manta que
había empezado a tejer desde el primer día que la viera. En su manta
predominaban los colores apagados, hasta las zonas más luminosas tenían
alguna mancha imborrable. Al ver aquel conjunto de retazos amargos, yo no
podía dejar de pensar que, en su lugar, me habría dado por vencida hacía
mucho tiempo.

El último día que la vimos fue muy distinto. Yo estaba haciendo inventario
en la habitación de los materiales, con el calefactor soplándome los pies
helados, y Claudia atendía a uno de sus niños en el cuarto infantil.
Me pareció escuchar el timbre. No pensé en Nelly, ya que aquella
llamada no tenía la intensidad urgente de sus dedos. Abrí la puerta y la
encontré con la cara violácea a punto de reventar.
Entró con lentitud, se agarró a la pared y caminó renqueante hacia la sala
de espera. La seguí sin pronunciar palabra. Recordé que el jueves había
dicho que pasaría el fin de semana sola, su marido y sus hijos iban a ver a la
abuela y no querían que los acompañara. Tropezó con el ficus y cayó
desplomada en el sofá marrón de cuero sintético. Me senté junto a ella. Tras
unos segundos de silencio, susurró:
—Me quieren matar.
Di un respingo. En la radio sonaba música clásica. Bajé el volumen de la
vieja minicadena que estaba a mi izquierda y pregunté, vacilante:
—¿Quién te quiere matar, Nelly?
—Mi padre y mi madre —dijo con la mirada fija en el gotelé de la pared
—. Dicen que fue mi culpa. Yo lo provoqué. Ella se colgó por eso.
En ese momento no me di cuenta, pero debí de morderme durante un
buen rato el labio inferior, porque más tarde lo tenía levantado y dolorido.
—Nelly, tus padres fallecieron.
—¡Ya sé que están muertos! —gritó sin mirarme. Luego volvió al estado
de pasmo con el que había llegado—. Pero dicen que van a hacer que me
mate porque todo es culpa mía. Soy una indecente.
Se me encogió el estómago. Era la primera vez que me enfrentaba a algo
así. Aguanté la respiración unos segundos y dije:
—¿Quieres tomar un té?
Nelly nos había regalado un hervidor de agua y varias cajas de té negro
las Navidades anteriores. Solíamos compartir una taza durante las sesiones.
Respiré aliviada cuando afirmó con la cabeza.
La dejé en el sofá, encogida como una uva pasa, y corrí a la cocina.
Mientras el agua hervía, le envié un mensaje a Claudia. Preparé dos tazas
humeantes y regresé a la sala. Nelly seguía en la misma posición.
—¿Cuánto alcohol has bebido estos días? —pregunté ofreciéndole la
infusión.
Me miró con los ojos sanguinolentos. Temí una reacción agresiva, pero
se limitó a agarrar la taza y dijo, sollozante:
—Yo solo quería ser buena madre.
—Nelly, eres una buena madre con un problema. Deja que te ayudemos.
Asintió despacio, creo que ya sabía lo que iba a ocurrir. En ese momento
sonó el timbre.

Me miró desde la ambulancia con la seda gris de sus ojos desgarrada. Yo no


podía hablar, así que gesticulé con los labios para indicarle que todo iría
bien y entonces sonrió por primera vez ese día y mis lágrimas resbalaron
aún más veloces.

Ahora nos llama de vez en cuando desde la clínica de desintoxicación.


Lleva meses sobria.
Aquí la echamos de menos y esperamos que, en cualquier momento,
suene el timbrazo anunciando que el huracán Nelly llega para barrer con su
fuerza arrolladora nuestra monotonía.
La Amarga

Nada, no le quedaba nada.


Ni siquiera en el platillo de los céntimos. Había gastado los últimos en
un cartón de leche. Bastante le habían durado los ahorros: dos mil ciento
cuatro euros que había estirado durante los cinco meses que llevaba
acudiendo sin falta a la cola del paro.
Hacía días que no pensaba con claridad. Veía, desesperada, cómo
disminuían los billetes. Nada. Ni una entrevista. Ni una llamada.

Encendió la lámpara de papel, saltó del colchón y corrió de puntillas hasta


el recibidor. Cogió la libreta y el bolígrafo de la lista de la compra y volvió
de igual modo. Con un movimiento desesperado se metió bajo las mantas y
se encogió como una cochinilla. La calefacción era un lujo desde que
habían cerrado la escuela de baile. Había trabajado allí nueve años, como
recepcionista. Empezó al terminar el instituto y, con el primer sueldo, se
largó de casa de su padre.
Quizá si escribía las opciones, se aclararía.
Tenía algunas inutilidades para vender, anotó con letra temblorosa el
nombre de un par de aplicaciones de compra venta. El robo y la limosna los
descartaba por el momento.
Un retortijón hizo que cerrara los ojos. Tragó saliva.
Le asaltó la idea que llevaba días rondando el ambiente. Suspiró y
apuntó aquel nombre en segundo lugar.
El estómago rugió feroz. Buscó las zapatillas, siempre desaparecían bajo
el montón de ropa sucia. De un solo paso se plantó frente al armario,
descolgó la bata de franela gris y se arrebujó en ella.
En la despensa solo quedaban una lata de pimientos y tres galletas. Calentó
una mezcla de agua y leche, y elaboró una especie de papilla. Posó la libreta
en el mantel de cuadros y se sentó en la única banqueta de madera. Engulló
el desayuno con la mirada fija en aquel nombre, sin percibir el pitido
constante de la nevera.

Lo buscó entre los contactos del teléfono y, solo entonces, admitió que esa
decisión la había tomado hacía tiempo.
—¿Diga? —contestó una voz adormilada.
—Hola, Nacho, soy Dulce, no sé si te acuerdas de mí, íbamos juntos al
instituto.
—¡Coño, la Amarga! —Dulce sonrió al oír aquel apodo, hacía siglos que
nadie la llamaba así—. Claro que me acuerdo, eras mi pareja de baile en las
chorradas esas que nos mandaba la de música, suerte que a los dos nos
sudaban las manos. —Soltó una carcajada—. ¿Cómo es que tienes mi
número?
—Me lo diste tú una vez que nos encontramos de fiesta.
—Ostia, es verdad, iba muy pedo, pero me acuerdo que nos vimos en
aquel antro. ¿Sabes que lo cerraron? Dicen que el dueño se sobrepasó con
una camarera y está en la cárcel.
—Sí, algo había oído —dijo. Clavó los ojos en las juntas ennegrecidas
de los azulejos. Si el chico recordaba aquella noche, todo sería mucho más
fácil.
—Bueno, Amarga, ¿para qué me llamas? No estarás preparando un
reencuentro de estudiantes, paso de ver los caretos de esos gilipollas.
—No, a mí tampoco me van esas cosas. —El pulso se le aceleró—.
Aquella noche que nos vimos me dijiste que si necesitaba algo, te llamase.
—Ah, sí, vale. ¿Qué te parece si nos vemos en el parque?
—Hecho. ¿Junto al toro?
—Junto al toro. Hasta luego, Amarga.

Nacho salió de casa sonriente, aquella llamada le había despertado de buen


humor. Incluso se le había pasado por la cabeza que el día podía empezar
con un buen polvo.
El olor a huevos podridos le golpeó en la cara, el viento arrastraba los
gases sulfurosos de una papelera cercana. Con las manos en los bolsillos del
chándal y la cabeza gacha, caminó hacia el parque.
Era una chica extraña la Amarga. A él siempre le había atraído, quizá
porque pertenecían al mismo grupo de estudiantes grises. Habían vagado
por las aulas hasta que terminaron la enseñanza obligatoria y
desaparecieron de allí. En alguna ocasión habían brillado, como cuando un
miserable dijo que él se meaba en la cama y lo apodó el Hule, o cuando
dijeron que a la Amarga la violaba su padre y la noticia corrió por los
pasillos una semana. Luego, ambos volvieron a su tono natural.
Llegó al toro, encendió un cigarrillo y se espatarró en un banco. A esas
horas solo había por allí viejos de paseo y algún perro desenfrenado en su
primera salida. A la derecha, las banderas del pabellón municipal ondeaban
justo al lado del instituto. En frente, tras los pinos y cipreses que bordeaban
los columpios, se distinguía el muro del parvulario. Aquel barrio te atrapaba
durante toda la etapa escolar: los edificios de infantil, primaria y secundaria
formaban un triángulo escaleno.
Con la última calada la vio. Iba escondida en una cazadora de tafetán
negra al menos dos tallas más grandes. Se acercaba por el sendero de
asfalto rojo y agrietado. Apenas se le distinguía la cara, enmarcada por el
pelo de la capucha.
—Hola, Amarga, ya era hora de que se te viera por el barrio —dijo
cuando la tuvo al lado. Se puso en pie y le plantó dos besos torpes. Ella se
descubrió la cabeza y el viento movió su melena de color castaño sucio, sin
brillo.
—Vivo en la otra punta de la ciudad. Intenté alejarme de este sitio, pero
ya sabes, tarde o temprano se vuelve a las raíces.
—¡Bueno! No te pongas filosófica que ya sé que te encantaban ese
coñazo de clases.
Encendió otro cigarrillo y le ofreció uno a ella. Dulce negó con la cabeza
y se sentó con la mirada fija en el toro, aquella escultura de piedra en
posición de embestida los había visto crecer. Pensó en cómo había
cambiado Nacho: el chico taciturno, con la cara llena de granos purulentos
era ahora un tipo resuelto. Le había quedado alguna marca en recuerdo del
acné, pero tenía cierto atractivo con esa barba de días y el pelo rapado que
disimulaba la calva incipiente.
—Trabajabas en una escuela de baile, ¿no? —dijo Nacho tras una nube
de humo.
—Hace casi medio año que cerró. ¿Tú a qué te dedicas?
—¿Para qué hemos quedado?
La sirena del instituto anunció el recreo. Un murmullo de voces
excitadas los transportó a las mañanas de pinchos de tortilla y cigarros
furtivos.
—Digo aparte de esto —contestó Dulce tras un breve silencio.
—Esto es de lo que vivo —dijo, indignado—. ¿Cuánto quieres?
Aplastó la colilla contra el suelo. Dulce fijó los ojos en las playeras
amarillas de Nacho y se encogió de hombros.
—No lo sé. Necesito dinero para ir tirando. Lo que tú quieras fiarme.
—Joder, Amarga, pensaba que venías a consumir, no a que te convierta
en camella. —Chasqueó la lengua y hundió la cara en las manos, cuando la
levantó, la vena que le cortaba la frente estaba hinchada—. Vamos a mi
casa. Ya me tienen fichado y no es cuestión de tontear delante de un colegio
de párvulos. Te presto cincuenta euros. Si te va bien, seguimos con los
negocios, si no, no hace falta que me los devuelvas. —La miró por primera
vez a los ojos, inquietantes, de un verde vidrioso—. Siempre me has
gustado, eres una tía legal.

Caminaron hasta unos edificios de ladrillo visto. A medida que penetraban


en los pasadizos de los bajos, el olor a orines y hachís aumentaba. Grupos
de jóvenes se amontonaban en los rincones entre humaredas densas. Se oían
risas y gritos lejanos.
Cuando llegaron al portal de Nacho, el hedor era insoportable. Dulce se
detuvo en el umbral. La puerta estaba rota; los buzones, reventados.
—¿Qué pasa, tienes miedo? —dijo Nacho desde la escalera—. Vamos,
no me jodas, que tú eres más de aquí que yo.
Dulce se mordió el labio inferior. Un paso más y derribaría la vida que
había construido. Su estómago intervino con un bramido salvaje, ante eso
no había nada que objetar.
Se adentró en la oscuridad con la certeza de que aquellos años habían
sido una tregua para ganarle tiempo a la miseria.
La chica de los nueves

Querida Lidia:

Esta tarde estaba preparando una hamburguesa y se me cayó al suelo.


Imagínate cómo se me revolvieron las tripas, con lo perfeccionista que
soy, ¿lo recuerdas? Quise recogerlo antes de que apareciera el encargado y
me pegara la bronca con esa voz de pelícano que tiene.
Me agaché y, al contemplar los pepinillos desparramados, me acordé de
que siempre se te caían cuando salíamos a cenar.
Me quedé como hipnotizada hasta que un eructo me dio la voz de
alarma: el pelícano se aproximaba. Me incorporé y continué la faena como
si nada, pero no te pude sacar del pensamiento en todo el día y me entraron
unas ganas terribles de escribirte, ya ves, después de casi diez años. Quería
contarte que las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste, explicarte
cómo acabé luciendo este polo y esta gorra ridícula si saqué la carrera con
sobresaliente.
El primer curso en la universidad ya llevábamos dos años de crisis, así
que pensé que todo se solucionaría para cuando yo terminara y el trabajo de
mis sueños me estaría esperando con los brazos abiertos.
Me lo tomé muy en serio, tenía que mantener el apodo que me pusiste:
«La chica de los nueves». Conseguí varias becas, matrículas de honor, me
saqué el C1 de inglés y trabajé de voluntaria, en fin, me esforcé al máximo
porque, como nos habían inculcado desde primaria, con esfuerzo todo se
consigue. «Triunfarás, llegarás donde te propongas», aseguraban los
profesores. Y yo me lo creía y me esforzaba aún más para que me lo
repitieran.
Tendrías que ver mi cara de porcelana en las fotos de la graduación, creo
que desde entonces no sé sonreír de esa manera.
Han pasado cuatro años.
Los primeros meses di tumbos de empresa en empresa con el currículum
bajo el brazo, me apunté a todas las webs de búsqueda de empleo y me
preparé unas oposiciones que nunca salieron.
Luego me presenté en el paro con la cabeza bien alta. La mujer que me
atendió me miró con ojos maternales y me dijo sin atragantarse:
—Necesitas formarte más y coger experiencia. Tenemos un puesto en El
Príncipe de las Hamburguesas.
Yo pensé: «¿Qué coño tiene que ver eso con mi titulación?».
Pero necesitaba dinero si quería prepararme más, así que agaché la
cabeza, aprendí a hacer hamburguesas y me volví vegetariana. Desde que
trabajo aquí no soporto el olor de la carne, creo que me pasa algo parecido a
lo que le pasó a Teresa, ¿te acuerdas de ella? Estudió Medicina y el primer
año dejó de comer jamón serrano porque decía que los cadáveres del
depósito olían así.

A veces, entre loncha de queso y tira de beicon, me quito la gorra, me seco


el sudor y me da por pensar en los años de instituto, entonces, el corazón
me late más deprisa, como si recuperara aquella ilusión que hace tiempo
que no encuentro.
Mi madre dice que he cambiado, que me he vuelto una pesimista.
—Pues claro, mamá, cómo no voy a cambiar —le digo yo de mala gana
—, si todo lo que me contasteis eran quimeras.
¿Sabes cómo nos llaman? La generación perdida o Millennials. Con lo
que te gustaban los motes estoy segura de que te habría hecho mucha
gracia, habrías soltado alguna de tus sátiras y todos lo habríamos
sobrellevado mejor.
En fin, no creas que he sucumbido, sigo metida en la trampa. Ahora,
además de una carrera con sobresaliente, tengo dos másteres con notable
alto, voy a empezar un experto y he ganado muchísima experiencia como
analista de hamburguesas.

Te preguntarás por qué te cuento todo esto si no puedes leerlo. Es solo que
me acordé de ti y de aquellos buenos tiempos cuando era La chica de los
nueves y lo aireaba por todas partes. No como ahora, que se me incendia la
cara y me vuelvo tartamuda cada vez que alguien quiere saber a qué me
dedico.
Agradecimientos

Me siento afortunada de dar las gracias a todas las personas que, de un


modo u otro, me han acompañado durante el tiempo en el que he escrito
este libro.

Gracias a Rubén Villalba, Dalin, no solo por la portada, que ha creado con
todo el cariño, sino por implicarse en mis proyectos, siempre con su
cámara, su portátil, sus ideas y su intensidad.

También tengo que dar un agradecimiento enorme a Eva Sal y Soraya


Cossío por sacar tiempo de donde no lo tienen y estar dispuestas a leer todo
lo que escribo. Sus ánimos y opiniones me dan fuerza para seguir
sentándome delante de la pantalla.

Mil gracias a Mª Carmen Centeno, la Mary, por acompañarme con su


amistad hasta en los momentos en que no aparecía nadie. Y a nuestro tercer
mejillón, Pablo Alonso, por darnos una lección de vida que nunca
olvidaremos.

Un agradecimiento especial a mi padre, por enseñarme el amor a los libros;


a mi madre, por seguir a pesar de todo y llorar por los dos cada vez que
consigo algo; y a mis tres hermanos porque los quiero mucho.
A mis tíos, Cionin y Roberto, por acompañarme novecientos kilómetros,
y el poeta Francisco Viña, por darme a probar el sabor de la publicación.
Y al resto de mi familia por apoyarme y emocionarse conmigo.
Por último, tengo que dar gracias a todas las mujeres que han pasado por
mi vida y, de alguna manera, han inspirado estos relatos.

Mil gracias a todas.


LAURA URCELAY
Laura Urcelay (Santander, 1985), es graduada en psicología por la
Universidad de Sevilla. Comenzó publicando microrrelatos en la revista
digital La Tapa. Con El viaje de Paula participó en el libro colectivo
Fricciones (2007). Con Satur (2009), obtuvo el segundo premio del
concurso de relato corto del 50 Aniversario de Estudios Nocturnos del I.E.S
Marqués de Santillana. También fue finalista del XVI certamen literario
Miguel Artigas con Cántame huerfanito (2016). Con el relato Hasta luego,
futuro ganó el «Premio Internacional de Narrativa Joven Abogados de
Atocha 2018». Actualmente vive en Cantabria y compagina su trabajo
como psicóloga con la literatura.

lauraurcelayescritora@gmail.com
https://www.facebook.com/lauraurcelayescritora/

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