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Laura Urcelay
Título: Mujeres de retales
Prólogo
I-Cómo asfixiar el amor
Mica y yo
Carboncillo
La voz parásita
Vivir al son de Compay
II-Relatos suicidas
Voluntad
Sangre y pastillas
III-Ira
Torrijas por Navidad
La hija de los sordomudos
IV-Malditas circunstancias
Novecientos kilómetros
Huracán Nelly
La Amarga
La chica de los nueves
Agradecimientos
LAURA URCELAY
Prólogo
Laura Urcelay.
I- Cómo asfixiar el amor
«El único lazo entre gente que se quiere debería ser el
amor».
El primer beso tardó en llegar casi un mes. Quería crear esa atmósfera que
te hace pasar los días pensando en la otra persona. Tenía que hacer
esfuerzos increíbles para contenerme. De repente, saltaba con otro tema, iba
al baño o compraba unos helados. Luego, Mica me confesó que la dejaba
desconcertada, pensando si la desearía.
Decidí que era el momento una noche que cenamos en un restaurante de
hamburguesas vegetarianas. A mí no me hacía mucha gracia el plan, cedí al
enterarme de que Mica llevaba unos pocos meses sin comer animales. No sé
de qué estarían hechas aquellas falsificaciones, pero me sentaron fatal.
Disimulé hasta que el intestino dijo basta y Mica me llevó a su piso, que
estaba a cinco minutos, donde lo primero que vi fue el cuarto de baño. Me
preparó un té con limón y me arropó en el sofá con una manta de ganchillo
que había hecho ella misma. Puso música suave y esperó, paciente, cada
vez que yo corría a mancillar su retrete. Me quedé tan débil que, cuando
expulsé todo aquel mejunje, me dormí. Ocupaba el sofá completo, pero
Mica es como una lagartija, encontró la manera de colocarse junto a mí y
dormimos abrazadas.
Aún era de noche cuando desperté, ya repuesta, y le acaricié los rizos
hasta que abrió los ojos. Nos quedamos así unos segundos. Por fin la besé,
despacio, con ternura, hasta que no aguanté más y me transformé en la
depredadora que siempre he sido.
Las dos teníamos claro que nuestro futuro estaba en un instituto. Nos
divertía imaginar que trabajábamos en el mismo centro y éramos la
comidilla de los estudiantes que, cada año, especulaban si «la de mate» y
«la de lengua» eran novias. Ese panorama nos servía para sobrellevar el
tedio del opositor. Nuestra vida se convirtió en una rutina de papeles,
horarios y dolor de cervicales.
Mica lo llevaba mejor, pasaba horas sin levantar la cabeza de los
apuntes. Yo me volvía loca, cada treinta minutos miraba el móvil, buscaba
algo en la despensa, me asomaba a la ventana a fumar y protestaba. Me
reconcomía que se concentrara tanto que ni se percatara de mis gruñidos y
terminaba por echarle en cara que no se preocupaba por mí. Un día se me
ocurrió encender un cigarro allí mismo —Mica odia el tabaco—, ni con
esas conseguí que despegara los ojos del papel y, desde entonces, fumo por
toda la casa.
Era una tortura ver cómo ella avanzaba a tema por día y yo me pasaba
tres con el mismo problema. Cada noche me quejaba y Mica intentaba
animarme diciendo que lo suyo era más fácil, que había que ser muy
inteligente para estudiar matemáticas, pero aquellas palabras me parecían
falsas y me iba a la cama sin terminar la cena que ella había preparado
mientras yo acababa de estudiar.
En esa época fue cuando los pelos de Mica empezaron a crecer. Decía
que no tenía tiempo para depilarse. Varias veces le dije que, si seguía así,
mataría mi amor, que perdía toda la sensualidad con esos matojos, pero se
lo tomaba a risa y me besaba despreocupada.
Tres meses más tarde, Mica se daba una ducha cuando su teléfono vibró
sobre la mesa de estudio. Yo estaba al lado, en un momento de
concentración, y el maldito cacharro no dejaba de molestar. Me asomé a la
puerta: el agua corría y ella cantaba. Desbloqueé el móvil —la contraseña
se la había puesto yo porque ella es tan descuidada que lo tenía sin proteger
—, eran mensajes de Pedro, un tío al que consideraba su mejor amigo y que
sobrevivía en Londres. Leí lo que pude sin abrirlo y con dos líneas me
quedó claro que se presentaba al día siguiente en nuestra casa. Bajé al
estanco con una jauría rabiosa en el estómago. Me quedé en la calle
fumando hasta que estuve más tranquila. Subí con cara de disimulo. Mica
se me echó al cuello con toda su fuerza, la aparté con la excusa de que me
hacía daño; estaba tan emocionada que no se percató de mi amargura, o es
que ya era tan habitual que no le producía ninguna sospecha. Me comunicó
que Pedro y su novia mejicana llegarían al día siguiente y se quedarían una
noche. Hice como que me alegraba, pero me negué a ir al supermercado.
La parejita llegó a mediodía con unas mochilas enormes que les hacía
parecer más pequeños de lo que eran. No dejaban de repetir la buena
temperatura que teníamos, lo malo que hacía en Londres y sus ganas de
aventura; nuestra casa era una parada hacia su destino: Marruecos.
Pedro me cayó mal desde el principio. En pocos minutos aborrecí su voz.
No había manera de hacerlo callar. Con cada tontería que decía, buscaba
la aprobación de su novia con una mirada insistente ante la que ella
permanecía impasible, jamás le devolvía el gesto. Me divertían aquellas
escenas, aunque Mica las rompía riéndole la gracia a su amigo. Yo miraba a
Rosario, la mejicana, y le decía mentalmente que dejara a ese panoli.
Mica estaba pletórica. Llevaba un vestido de media manga con flores
lilas. Resplandecía de una forma que ya había olvidado. Preparó una
ensalada de garbanzos que comimos en el salón, donde había mantel y
vasos nuevos llenos de sangría.
Salimos a pasear por la ciudad. Tomamos café en una terraza y
compramos bebida para la cena. Cuando regresamos a casa, mi paciencia
estaba casi agotada. Pedimos unas pizzas, bebimos unas cervezas y en el
momento en que Mica y Pedro empezaron a contar batallitas del pueblo, me
metí en el cuarto sin decir nada. Pasaron veinte minutos hasta que Mica
entró. Me hice la dormida. Salió sigilosa y me disculpó:
—La pobre está agotada, su temario es mucho más difícil que el mío, no
sé cómo se atrevió a estudiar matemáticas.
En aquel instante la odié.
Me dormí de aburrimiento. A las cuatro de la mañana me despertó una
carcajada. Mica hablaba con un tono más alto de lo habitual y se le trababa
la lengua. Un calor furioso empezó a subirme por las piernas, no podía dejar
de pensar en lo egoísta que era, en la poca consideración que tenía, en lo
distinta que se comportaba conmigo.
Me pasé la mano por el tatuaje. Aquel símbolo me representaba, siempre
buscando un «por lo tanto», una conclusión; la única a la que llegaba ahora
era que ya no me quería. Entonces, ¿por qué seguía conmigo? Seguro que le
daba pena. Estaría esperando a que sacáramos la plaza en una ciudad
distinta para mandarme al carajo.
Me levanté de un salto, cogí el botellín de agua de la mesilla y salí como
una tempestad hacia el salón. Cuando llegué a la puerta, se lo lancé y dije:
—Por si se te queda la boca seca.
Mica no vino a la cama.
A la mañana siguiente escuché cómo se levantaban, desayunaban y
recogían en susurros. Por fin se fueron a las once y corrí a suplicar perdón.
Tardó en llegar, pero, como siempre, lo hizo.
Mi oposición fue un desastre. Mica no solo aprobó, sino que sacó plaza y
pudo elegir destino en la misma ciudad. No lo celebramos. La felicité,
claro, pero no me salía estar alegre, solo pensaba en mi mala suerte y en que
había llegado el momento: me dejaría. Tenía que evitarlo, no podía vivir sin
ella, literalmente, no tenía a donde ir. Mi plan era seguir en el piso, estudiar
para la siguiente convocatoria mientras ella trabajaba.
Ese verano se fue una semana al pueblo, supongo que allí le hicieron una
fiesta. Yo me quedé con la excusa de que no merecía descanso y lo único
que hice fue controlar sus horas de conexión en el teléfono y enfadarme si
no me escribía cada poco.
Con el curso comenzó una rutina nueva que avivó la relación. Pasábamos
muchas horas separadas. Al estudiar sola, no estaba pendiente de lo bien
que lo hacía ella, podía concentrarme. Al fin dejé de bufar y empecé a
ronronear.
Las cosas han ido bien hasta hace una semana, cuando han empezado las
reuniones de evaluación y las ausencias de Mica.
Al principio me mandaba mensajes donde decía que se alargaba el
trabajo, pero cuando aparecía, apestaba a alcohol. Una y otra vez ha tenido
que admitir que habían ido a tapear.
He montado escenas colosales. He revisado su móvil, una tal Isa le
manda mensajes llenos de bromas internas que me tienen mosqueada.
Además, el tema de la Navidad está de nuevo sobre la mesa y esta vez no
tengo ni idea de cómo ganar la batalla.
Por si fuera poco, hoy ha salido de cena con sus compañeros.
Son las tres de la mañana y hace horas que no sé de ella.
Tiene el móvil apagado.
haré después, pero la mantendré despierta como ella me ha tenido a mí, eso
El timbre sonó, como cada mañana, a las diez. Carmen traía los ojos
pintados de azul en un intento de ocultar la tristeza, pero el afeite le
resbalaba con el sudor y le acentuaba las ojeras.
Pasaron juntas a la cocina, donde tomaron el segundo café del día.
—Lo mío fue diferente, ya sabes el pufo que me dejó mi marido, no
había nada que sopesar. Tú tienes mucho que perder, Emma —dijo,
apoyada contra la encimera de cuarzo blanco. Removía la miel con un
tintineo frenético.
—Ya lo sé, por eso llevo tanto tiempo así. Es un salto al vacío. —
Contrajo la cara, pensativa—. Tampoco pido aventuras, solo un poco de
ilusión. ¡Este aburrimiento! ¡Esta inercia de vivir! Me consume.
—Tú verás, pero mira, esto sí que es estar consumida. —Carmen se tocó
los brazos, tan delgados como los de un niño de ocho años—. La monotonía
está infravalorada, ojalá hubiera seguido yo con mi vida de costumbres y
rutinas. Venga, tengo que empezar, la siguiente señora no es tan
comprensible como tú.
—No me llames señora. —Se levantó, dejó la taza junto al fregadero y
pasó la mano por los muebles de madera opaca, uniforme, sobria como la
vida que llevaba. Antes de salir, le dio un beso en la mejilla a Carmen que
ya empezaba a limpiar.
La obra estaba lista. La fijó con laca y la enmarcó. Pasó el resto del día
trabajando en algunos encargos. A las ocho, comenzó a preparar la cena.
Una hora después escuchó la puerta, sacó el pastel de verduras del horno
y terminó de colocar los cubiertos.
Julio entró directo al aseo a cambiarse de ropa, luego fue al comedor, se
sentó a la mesa y encendió la televisión. Saludó distraído cuando Emma
llegó con las manos cargadas.
Mientras cenaban, Emma observó algunos gestos cotidianos: él
manejaba el mando a distancia, ella llenaba los vasos, él le mandaba callar
para escuchar las noticias, ella trataba de no hacer ruido con el tenedor en el
plato.
—Me quiero divorciar —soltó de repente. Con Julio había que ser
directa o te envolvía en su verborrea de banquero. La miró muy serio, con
los ojos como dos trozos de carbón a punto de arder.
—A qué viene eso.
—A que quiero divorciarme. No te hagas el sorprendido, hace tiempo
que hablamos y nada ha cambiado.
No logró mantenerle la mirada ni un segundo. La fijó en el candelabro de
plata que adornaba la mesa. Julio continuó comiendo con una violencia
hosca.
—Muy bien, ya sabes por dónde se sale. Cuando veas que no tienes
donde caerte muerta, vuelves. Sin reproches.
—No voy a ningún sitio, eso lo tendrá que decir el juez.
—Ya, bueno, pues me vas informando, ahora me voy a descansar,
mañana algunos trabajamos.
No hizo caso de la provocación. Sabía que, si entraba a discutir, la
arrollaría.
Dejó la mesa sin recoger y subió al cuarto de Candela. Cerró con pestillo.
Aquel pasador, objeto de tantas broncas con su hija adolescente, ahora la
salvaba. De pronto, no se fiaba del hombre con el que había dormido veinte
años.
Cloe llevaba todo el trayecto sin pronunciar palabra, con las manos entre las
piernas y la mirada fija en el paisaje escarpado. De tanto en tanto, La Voz le
escupía alguna frase cargada de veneno y la cara le cambiaba del amarillo
deslavado al escarlata.
Se deshizo la trenza y escondió parte del rostro tras el pelo castaño.
La Voz volvió al ataque. Cerró los ojos y sacudió la cabeza. Su padre la
miró con disimulo, sintonizó la emisora de rocanrol, dio una calada que casi
llegó a la colilla y aplastó el cigarro en el cenicero del viejo Mercedes.
Llegó a la puerta con diez minutos de antelación. La fila era infinita y los
pasajeros de los últimos puestos murmuraban, irritados. Se colocó tras ellos
y no tardó en abordarla una azafata.
—Tenemos que facturar su equipaje de mano por falta de espacio —dijo
con voz insegura. Debajo del maquillaje se intuía una muchacha joven—.
Es gratuito.
—Pero —Cloe tuvo que mirar hacia arriba para verle la cara mientras
replicaba—, las quesadas. —Se detuvo al comprobar la expresión agotada
de la chica —. De acuerdo.
«¡Pánfila! Las ridículas quesadas irán derechas a la bodega —dijo La
Voz cuando la azafata desapareció—. No te imaginas las vueltas que van a
dar. Van a llegar tan asquerosas como tú».
El avión despegó. Cloe luchó contra la comida que intentaba escaparse del
estómago; irguió la cabeza y respiró hondo.
«¿Quién te manda meterte en estos líos? —rugió La Voz—. Con lo bien
que estabas en casa. Ni siquiera entiendes una palabra de lo que dicen. Eres
un fraude». Intentó ignorar la quemazón que sentía entre las piernas para
que no se enterara, pero era imposible, La Voz se enteraba de todo.
«¿Encima con cistitis? —La molestia había aumentado esa misma mañana,
demasiado tarde para visitar a la doctora—. En el minuto uno se va a dar
cuenta de que eres una enclenque».
Ya en tierra, caminó con temor a desvanecerse. Recogió las maletas,
compró un sándwich y salió en busca de aire fresco. Contra todo pronóstico
el cielo estaba despejado y el sol calentaba con suavidad.
Dio un mordisco fiero, ávida de sal. Masticó algo crujiente, insípido,
arrugó la nariz y abrió el pan: rodajas enormes de pepino decoraban todo el
interior. «No vales ni para elegir un bocadillo». Lo comió obligada y buscó
la estación de autobuses.
«Mira, mira cómo frunce el ceño la madre —dijo La Voz después de que el
camarero le preguntara a Cloe por tercera vez qué quería beber—. Está
claro que se arrepiente de haberte contratado».
Cuando el chico se marchó con el pedido, la mujer relajó el rostro y, en
un español casi olvidado, dijo:
—Muchas gracias por venir a ayudarme. Yo viví en España hace mucho.
—De nada —contestó Cloe, ruborizada—. Gracias a ti por contratarme
con mi horrible inglés. Entonces, ¿hablas español?
—Muy poco —dijo la mujer, también colorada. Quería darle a Cloe un
mensaje importante. Había ensayado una docena de veces. Intentó
pronunciar cada palabra con exactitud—. Eres una mujer valiente. Te
atreves a ayudar a una madre soltera que no conoces. Eres independiente y
por eso te elegí. —Cloe la miró pasmada. ¿Independiente? ¿Ella? Si desde
los catorce años no se había separado de Marcos ni para depilarse el bigote
—. Otras chicas tenían mejor nivel de inglés, pero no estaban dispuestas a
quedarse solas con los niños durante mis viajes.
A Cloe se le humedecieron los ojos y le pareció que a la mujer le pasaba
lo mismo. Para disimular, dirigieron la atención a los niños, que se peleaban
por la última patata frita.
¿Qué importaban unas cuantas escenas al año? Alguien le había dicho que
era signo inequívoco de amor, o quizá lo había leído en la puerta de algún
retrete: «Quien te quiere, te hará llorar. Jenny y Kevin forever».
Si eso era verdad, debía de amarla con locura.
Había cambiado su forma de vestir, de hablar, de pensar; había
renunciado al baile para que nadie la viera contonearse como una puta;
había huido de la perversión de sus amigas, de la inutilidad de sus estudios,
de la minucia de cuidar su cuerpo.
Había ignorado todas las señales hasta que la perforó con aquellos ojos
perturbados y un peso le impidió respirar. Mientras se asfixiaba, tuvo la
certeza de que la presión empeoraría, de que colocaría piedras nuevas, cada
vez más grandes.
Día 1. Vaticinio
La encontró sentada a una mesa redonda. Llevaba una blusa marfil con
lunares negros y sobre los hombros una toquilla de lana oscura. El pelo,
antes dorado, estaba cano y exhibía esa esponjosidad que recordaba al
algodón de azúcar. Pero la cara era la misma, ni una arruga, los cutis del
pueblo eran un misterio.
—Hola, «güelita», soy Violeta.
—Hola. ¡Qué guapa eres! —Sonrió apacible y sorbió el descafeinado—.
Te pareces a mi madre, ella también tiene los ojos como la miel. Yo
enseguida me voy a mi casa.
—Vale. Hasta que te vayas podemos pasar un rato juntas. —Se sentó a
su lado. El resto de las mesas estaban ocupadas por dos o tres viejos, ella
estaba sola.
—Bueno, pero luego me voy que mi madre me está esperando.
A Violeta se le retorcieron las tripas, una mezcla de pena y asco que le
producía el olor a comida de sanatorio.
La auxiliar le trajo una taza humeante y la reconfortó con una especie de
sonrisa torcida.
Día 2. Peñascos afilados
Hacía tiempo que no se quedaba en la cama hasta tan tarde. Despertó a las
diez de la mañana con un dolor de mandíbula horrible que le ascendía hasta
la cabeza.
Tenía cinco llamadas de su jefe. Le llamó con voz de ultratumba para
decirle que continuaba fatal. Se ofreció a llevarle un cartón de caldo, pero
Violeta le aseguró que su madre estaba cuidando de ella. La mentira
funcionó porque jamás había hablado de su madre con la gente de la
oficina.
Tropezó con el cable del secador al entrar al baño, la única parte del piso
que siempre estaba desordenada: maquillaje, perfumes, peines, tampones…,
todo campaba a sus anchas en aquel lavabo estrechísimo en el que se colaba
el olor a fritanga del vecino. En cambio, la cocina parecía recién puesta, el
salón impecable y en la habitación bastaba hacer la cama para que todo
estuviera en su sitio. Era una vivienda minimalista, donde dos personas se
hubieran molestado. Por eso la había elegido, por eso y porque no daba a
ningún patio cochambroso.
Tomó dos cafés, uno detrás de otro, mientras pensaba qué hacer. Planificar
su última semana de vida le estaba resultando complicado. Con la taza entre
las manos se asomó a la ventana del salón. Era otro día soleado, de gente
motorizada, bocinas ansiosas, humo asfixiante y comercios vacíos. Reparó
en la floristería y cayó en la cuenta.
En otro momento las cumbres habrían estado blancas por esas fechas, pero
el cambio climático hacía de las suyas y no había rastro de nieve, aun así, el
aire limpio le dilató los pulmones. Caminó por donde creía recordar, no sin
miedo a perderse; no había vuelto desde que esparcieron las cenizas, hacía
siete años. Escuchó balidos a su izquierda, un rebaño de cabras pastaba en
la ladera, por lo demás, el lugar estaba desierto.
Divisó la piedra pulimentada a modo de lápida, fácil de distinguir entre
los peñascos afilados. Cuando estuvo frente a ella leyó en voz alta:
—Cecilia Lucas del Bosque, 10 de febrero de 1990-14 de febrero de
2010. ¿Por qué te fuiste tan pronto, hermanita?
Imaginó su respuesta:
—Porque me tocó, ¿qué importancia tiene?
Su hermana había aceptado la enfermedad como algo natural. No
permitía que se hicieran dramas a su alrededor y eso había generado
muchas discusiones con su madre. Meses antes de morir declaró su última
voluntad: quería que la incineraran y que la echaran allí arriba. Su madre
pataleó ante lo que consideraba un disparate jipi. Ceci sabía que nadie
subiría con frecuencia y eso era lo que buscaba: que la sacudieran pronto,
que su recuerdo no se convirtiera en una excusa lamentable para dar sentido
a la existencia de los vivos.
Se quitó los guantes para sacar las flores del envoltorio, las posó sobre la
piedra y se sopló las manos.
La envidiaba por haber tenido claro el último destino. A seis días de su
muerte a ella no se le ocurría dónde ir a parar, pero debía hacer un
testamento, de otro modo su madre era capaz de conservarla en casa, y eso
sí que no.
Sintió una punzada en el estómago, eran las dos de la tarde y necesitaba
entrar en calor. ¿Cuánto hacía que no comía un cocido lebaniego? Al fin se
lo podía permitir, ya no necesitaba dietas estúpidas.
Día 3. Emoticonos
El viernes se levantó como nueva. Tras darle muchas vueltas al tema de sus
restos había llegado a una conclusión: quería regresar al pueblo. Allí
estaban su abuelo y su padre, y pronto estaría su abuela. ¿Dónde mejor que
rodeada de los suyos?
Llevaba mucho tiempo sin quedar con las chicas, había ido espaciando sus
encuentros hasta verlas tres o cuatro veces al año. Era difícil negarse a unas
cervezas con su jefe y compañeros el último día de la semana, de otro modo
habría perdido cantidad de puntos que coleccionaba en busca del ascenso.
Ellas seguían quedando todos los viernes. Al principio le habían
reprochado sus ausencias, pero terminaron por acostumbrarse, había sido un
alivio dejar de dar explicaciones.
Escribió un mensaje en el grupo en el que no había intervenido en
semanas:
Violeta_18:13
¡Hola! Ya va siendo hora de vernos, ¿no?
¿Cenita y copas esta noche? (cuatro flamencas y dos jarras de cerveza).
Cova_20:45:
Yo no puedo...
Cena con la familia de Adrián (carita triste).
Almu_20:50
Entonces lo dejamos para otro viernes que podamos todas. (Cuatro besos
de corazón).
Violeta_20:52
¿Y mañana? ¡Tengo muchas ganas de veros!
A las diez de la noche aún no tenía respuesta. Sacó una botella de vino tinto
de las que guardaba para visitas repentinas y encendió el televisor. La vació
y se durmió en el sofá con los tertulianos de fondo debatiendo sobre el
conflicto catalán. Despertó a las tres de la mañana con la boca pastosa y
aguijones en la cabeza. Bebió medio litro de agua con un analgésico y se
metió en la cama.
A los cinco minutos estaba apoyada sobre la taza del váter, vomitando a
la vez que se meaba encima.
Día 4. Muro de hielo
El domingo siempre era un día gris para Violeta, el que todo el mundo
reservaba para comidas familiares y tardes de manta en pareja. Solía
aprovecharlos para adelantar trabajo de la oficina y luego veía alguna
película con un bol de palomitas, el único capricho que se permitía. El resto
de la semana sobrevivía a base de cafés, ensaladas, yogures y nueces.
Ahora nada de eso tenía sentido. Llamó al restaurante chino, pidió un
menú para dos y lo comió todo bañado en salsa agridulce.
Tenía la sensación de que lo más relevante que había hecho en sus
últimos días de vida era convertirse en una zampabollos. Conocer su
destino fatal le había abierto el apetito como si necesitara reservas para
arder mejor.
Hasta ese día no había querido pensar de qué forma moriría. Solo después
del despido, mientras erraba por las calles, lo había comprendido. Había
barajado la idea de coger el Mini, pero eso podía sembrar la duda.
El locutor dijo algo de un preludio de Bach y un violonchelo comenzó a
sonar glorioso. Cerró los ojos y disfrutó de la melodía. Creyó reconocerla,
la había escuchado en algún anuncio.
Echó una última ojeada al móvil. Nada.
Soltó el teléfono y empuñó la cuchilla.
Sangre y pastillas
Pararon dos veces para que Marta vomitara. Cuando tuvo el estómago libre
de alcohol, se quedó dormida. Silvia condujo en la oscuridad. Le había
dicho que irían directas a su casa, pero se le había ocurrido otra idea que
podía sacarla unos milímetros del pozo en el que se hallaba. Cambió la
trayectoria y subió por la carretera angosta sin iluminar que conocía tan
bien.
Temió que al parar el motor se despertara, pero debía de estar en sueño
profundo porque no hizo ni un movimiento, ni siquiera cuando le echó por
encima la manta que llevaba en el maletero. Luego ella también se recostó e
intentó dormir.
Pasada una semana, aún no me habían devuelto la fuente, por lo que volví a
colocar la caja y asomé la cabeza.
—Hola, niñas. —Interrumpí uno de sus juegos—. ¿Podéis decirle a
vuestra mamá que salga un momento?
—Nuestra madre se murió —dijo la más alta. Me quedé paralizada,
suerte que en ese momento apareció la mujer con mi fuente.
—Hola, Remedios, discúlpame, no he tenido ni tiempo de devolverte la
bandeja. Los pestiños nos encantaron, en realidad nos los acabamos el
mismo día.
—Tranquila, niña, si no te llamaba por la fuente, tengo de sobra, solo
quería preguntarte qué tal os estáis adaptando. —En realidad sí quería
recuperarla, fue un regalo de boda de mi abuela.
—Las niñas ya han hecho algún amigo en el colegio. Los primeros días
la pequeña lo pasó mal.
—Pobrecita, parece muy tímida. ¿Y tú qué tal?
—¿Yo? Bien. —Apartó la mirada y señaló unas cuantas macetas
alrededor del patio—. Aquí aguantarán los cactus ¿no? En mi tierra, con el
poco sol que hay y los temporales se terminan arrugando como pasas.
—Sí, aquí se ponen preciosos.
Asintió y, como si de repente se diera cuanta de la hora, dijo que tenía
que preparar la cena y desapareció seguida de las niñas.
Al día siguiente pulsé el timbre de su casa. Le dije que traía un nuevo postre
y me invitó a entrar. Pasamos a la cocina. Puso la cafetera al fuego mientras
yo le explicaba la receta de las perrunillas:
—Se puede decir que tienen algo de galleta y algo de pasta, lo mejor de
todo es que se deshacen en la boca, eso se consigue gracias a la manteca de
cerdo.
Dio un mordisco y asintió.
—A las niñas les encantarán.
—Son unas ricuras, ¿cuántos años tienen?
—Ana tiene diez —dijo. Vertió el café en vasos de agua—, Isabel, ocho.
—Yo no tengo hijos. Al principio lo intentamos y no vinieron, ahora
hace siglos que Pepe duerme en otra habitación, dice que tengo flatulencias
y no le dejo descansar.
—Pues yo no quiero hijos —dijo con otra perrunilla en la mano—.
Supongo que es porque estoy criando a mis hermanas. Hace cuatro años que
dejé de estudiar para encargarme de ellas.
—¿Qué estudiabas? —pregunté disimulando mi sorpresa.
—Química. Cuando las crías crezcan un poco lo retomaré, si puedo.
De repente se quedó muy seria. Apretó la boca de tal forma que supe que
al envejecer se le llenaría el labio superior de arruguitas verticales.
El último día que desayunamos juntas, Julia había traído sobaos. Eran
increíbles, nada que ver con los que se compran aquí; eran esponjosos como
una nube de algodón, jugosos como un melocotón en almíbar.
El sabor de ese bizcocho me hizo confesar:
—A veces pienso cómo sería mi vida sin Pepe. —Julia levantó la cabeza
con ademán brusco—. Adelgazaría, trabajaría de camarera y, a lo mejor,
conocería a alguien que me escuchara de verdad. Esa sería la parte buena.
¿Sabes cuál sería la mala? Me quedaría sin familia. —Cogí el abanico y lo
agité con fuerza—. Mis padres y mi hermana jamás aceptarían que me
divorciara y eso no lo podría soportar.
—¿Sabes qué creo? —dijo—. Que tú y yo somos iguales.
—Pues sí que estás tú bien, si no nos parecemos en nada —contesté
entre carcajadas.
—Te equivocas, Remedios, somos más parecidas de lo que crees. —
Golpeó la mesa con el vaso y derramó unas gotas de café, como no había
servilletas, saqué un clínex del bolso—. Las dos somos víctimas de nuestra
familia. —Apoyó los codos sobre la mesa y reposó la cabeza en ambos
puños sin apartar sus ojos de los míos, algo inusual en Julia—. Imagínate
que no existieran —continuó—. ¿Qué estaríamos haciendo? Yo desarrollar
mi carrera; en cambio, estoy encerrada cuidando de dos mocosas. —
Hablaba con una voz agria que nunca había escuchado—. ¿Y tú? Por culpa
de unos retrógrados tienes que aguantar a un marido que te trata como si
fueras un sofá.
Me levanté de la silla haciendo mucho ruido. La miré con dureza. Para
mí la familia era lo primero, no se podía tener todo y había que escoger
bien. Eso fue lo que le dije y me marché con la cabeza tiesa.
El siguiente día era sábado y me fui al pueblo. Aproveché cada segundo
con los míos, después de la discusión con Julia me espantaba que alguno
pudiera desaparecer.
El domingo, cuando regresé, encontré una caja sobre el muro del patio
con mi nombre escrito. La abrí. Dentro había esta nota: «Estas son las
torrijas que iba a traer mañana, ya sé que aquí se comen en Semana Santa,
pero nosotros las hacemos por Navidad. Regresamos a casa. Julia».
Me las comí todas bajo el limonero entre hipidos, pensando que se había
ido sin reconciliarnos. Jamás se me ocurrió que…
Los pechos los descubrió Don Jenaro, el cura, a las ocho de la mañana.
Estaban atados con alambre a las cadenas de la iglesia, uno a la izquierda y
otro a la derecha de la puerta.
Eran unos pechos tersos, con pezones sonrosados. Tenían un corte limpio
del que cada pocos segundos caía una gota de sangre que resbalaba por el
hierro oxidado hasta la alcantarilla. El hombre sintió una arcada y se agarró
al banco de piedra para no desfallecer mientras arrojaba el café que acababa
de tomar.
Los adoquines te reciben con ese traqueteo juguetón. Podrías abrir la boca y
decir: «Aaaa», como cuando eras niña, pero tu estómago es un revoltijo y
temes arrojarlo sobre la calva del conductor.
Miras hacia atrás.
Los primeros rayos iluminan el campo, liso como un lienzo; estás segura
de que resqueman la tierra, igual que te resqueman a ti los párpados
hinchados.
Ascendéis por callejuelas, entre muros de cal y naranjos amargos.
Quieres abrir la ventanilla, oler las flores, pero no encuentras la fuerza
para girar la manivela y respirar.
Das indicaciones. Lo has hecho durante novecientos kilómetros entre
cabeceos, suspiros, café y agua salada que te ha encarnado los ojos. Agua
que al principio brotaba espantada, ruidosa y luego empezó a resbalar en
silencio.
Me contaba su vida a parchazos, con tal detalle que podía verla a través de
sus ojos de seda gris, como si estuviera en una butaca de cine. Pero la
experiencia era aún más real porque podía oler la mezcla de perfume caro,
tabaco y vino que exhalaban sus ropas de diseño.
Saltaba de una época a otra sin compasión. Tan pronto estaba explicando
la primera vez que su padre le había puesto la mano entre los muslos, como
se acordaba de que el día anterior había cocinado pollo al horno, le había
quedado crudo y a su marido, por lo general ausente, le había saltado un
chorretón de sangre a la corbata.
Entonces, lloraba de manera escandalosa y yo no sabía muy bien si lo
hacía por su padre, por su marido, o por todos los hombres malvados con
los que había topado a lo largo de su existencia.
Cada vez que me traía un nuevo retal, yo lo incorporaba a la manta que
había empezado a tejer desde el primer día que la viera. En su manta
predominaban los colores apagados, hasta las zonas más luminosas tenían
alguna mancha imborrable. Al ver aquel conjunto de retazos amargos, yo no
podía dejar de pensar que, en su lugar, me habría dado por vencida hacía
mucho tiempo.
El último día que la vimos fue muy distinto. Yo estaba haciendo inventario
en la habitación de los materiales, con el calefactor soplándome los pies
helados, y Claudia atendía a uno de sus niños en el cuarto infantil.
Me pareció escuchar el timbre. No pensé en Nelly, ya que aquella
llamada no tenía la intensidad urgente de sus dedos. Abrí la puerta y la
encontré con la cara violácea a punto de reventar.
Entró con lentitud, se agarró a la pared y caminó renqueante hacia la sala
de espera. La seguí sin pronunciar palabra. Recordé que el jueves había
dicho que pasaría el fin de semana sola, su marido y sus hijos iban a ver a la
abuela y no querían que los acompañara. Tropezó con el ficus y cayó
desplomada en el sofá marrón de cuero sintético. Me senté junto a ella. Tras
unos segundos de silencio, susurró:
—Me quieren matar.
Di un respingo. En la radio sonaba música clásica. Bajé el volumen de la
vieja minicadena que estaba a mi izquierda y pregunté, vacilante:
—¿Quién te quiere matar, Nelly?
—Mi padre y mi madre —dijo con la mirada fija en el gotelé de la pared
—. Dicen que fue mi culpa. Yo lo provoqué. Ella se colgó por eso.
En ese momento no me di cuenta, pero debí de morderme durante un
buen rato el labio inferior, porque más tarde lo tenía levantado y dolorido.
—Nelly, tus padres fallecieron.
—¡Ya sé que están muertos! —gritó sin mirarme. Luego volvió al estado
de pasmo con el que había llegado—. Pero dicen que van a hacer que me
mate porque todo es culpa mía. Soy una indecente.
Se me encogió el estómago. Era la primera vez que me enfrentaba a algo
así. Aguanté la respiración unos segundos y dije:
—¿Quieres tomar un té?
Nelly nos había regalado un hervidor de agua y varias cajas de té negro
las Navidades anteriores. Solíamos compartir una taza durante las sesiones.
Respiré aliviada cuando afirmó con la cabeza.
La dejé en el sofá, encogida como una uva pasa, y corrí a la cocina.
Mientras el agua hervía, le envié un mensaje a Claudia. Preparé dos tazas
humeantes y regresé a la sala. Nelly seguía en la misma posición.
—¿Cuánto alcohol has bebido estos días? —pregunté ofreciéndole la
infusión.
Me miró con los ojos sanguinolentos. Temí una reacción agresiva, pero
se limitó a agarrar la taza y dijo, sollozante:
—Yo solo quería ser buena madre.
—Nelly, eres una buena madre con un problema. Deja que te ayudemos.
Asintió despacio, creo que ya sabía lo que iba a ocurrir. En ese momento
sonó el timbre.
Lo buscó entre los contactos del teléfono y, solo entonces, admitió que esa
decisión la había tomado hacía tiempo.
—¿Diga? —contestó una voz adormilada.
—Hola, Nacho, soy Dulce, no sé si te acuerdas de mí, íbamos juntos al
instituto.
—¡Coño, la Amarga! —Dulce sonrió al oír aquel apodo, hacía siglos que
nadie la llamaba así—. Claro que me acuerdo, eras mi pareja de baile en las
chorradas esas que nos mandaba la de música, suerte que a los dos nos
sudaban las manos. —Soltó una carcajada—. ¿Cómo es que tienes mi
número?
—Me lo diste tú una vez que nos encontramos de fiesta.
—Ostia, es verdad, iba muy pedo, pero me acuerdo que nos vimos en
aquel antro. ¿Sabes que lo cerraron? Dicen que el dueño se sobrepasó con
una camarera y está en la cárcel.
—Sí, algo había oído —dijo. Clavó los ojos en las juntas ennegrecidas
de los azulejos. Si el chico recordaba aquella noche, todo sería mucho más
fácil.
—Bueno, Amarga, ¿para qué me llamas? No estarás preparando un
reencuentro de estudiantes, paso de ver los caretos de esos gilipollas.
—No, a mí tampoco me van esas cosas. —El pulso se le aceleró—.
Aquella noche que nos vimos me dijiste que si necesitaba algo, te llamase.
—Ah, sí, vale. ¿Qué te parece si nos vemos en el parque?
—Hecho. ¿Junto al toro?
—Junto al toro. Hasta luego, Amarga.
Querida Lidia:
Te preguntarás por qué te cuento todo esto si no puedes leerlo. Es solo que
me acordé de ti y de aquellos buenos tiempos cuando era La chica de los
nueves y lo aireaba por todas partes. No como ahora, que se me incendia la
cara y me vuelvo tartamuda cada vez que alguien quiere saber a qué me
dedico.
Agradecimientos
Gracias a Rubén Villalba, Dalin, no solo por la portada, que ha creado con
todo el cariño, sino por implicarse en mis proyectos, siempre con su
cámara, su portátil, sus ideas y su intensidad.
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