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Índice
CRÉ DITOS
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO TRES
CONTRAPORTADA
CRÉ DITOS
HELLBOUND

POR EDWARD S. SULLIVAN

UN EBOOK

ISBN 978-1-909923560

PUBLICADO POR ELEKTRON EBOOKS

COPYRIGHT 2013 ELEKTRON EBOOKS

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electró nico, mecá nico, por fotocopia, grabació n u otros, sin la autorizació n previa de los
titulares de los derechos de autor. Cualquier infracció n de los derechos de autor de esta
publicació n puede dar lugar a acciones civiles.
CAPÍTULO I

A sus propios ojos, cuando Harvey Glatman se convirtió en asesino a los 29 añ os, por fin se
hizo hombre.
El reparador de televisió n de Los Á ngeles, encorvado, con gafas y orejas de jarra, parecía
realmente orgulloso de lo que había hecho cuando volvió a visitar el escenario de sus
crímenes en el desierto de Anza en las horas previas al amanecer del 31 de octubre de
1958, con un sombrío cuerpo de detectives y periodistas del sur de California. El maníaco
sexual confeso, violador y asesino de tres hermosas jó venes, casi se regodeaba mientras
señ alaba los huesos blanqueados de sus víctimas y los lamentables jirones de sus ropas.
Incluso los curtidos profesionales que le rodeaban se asombraron de que no mostrara el
menor signo de remordimiento.
Hay un viejo chiste que dice: "cuando era niñ o, las chicas no me escupían, pero ahora que
he crecido, me escupen". Este era el caso de Harvey Murray Glatman, o así estaba
convencido en su retorcida mente. El hecho es que Harvey Glatman, desde su má s tierna
infancia, fue lo que comú nmente se denomina un bicho raro, un asqueroso, un
espeluznante.
Harvey nació en Nueva York, hijo ú nico de padres decentes, respetables y trabajadores. Se
trasladaron a Colorado cuando Harvey era pequeñ o y se crió en Denver y sus alrededores.
Era un niñ o nervioso, melancó lico, desconfiado y solitario, dado a rabietas incontrolables
cuando se le enfadaba. No tenía amigos. Rehuía a las niñ as en particular, y la aversió n era
mutua. Se burlaban de su timidez, su torpeza, sus orejas de jarra, sus ojos débiles, sus tics
nerviosos y su tartamudeo, y él las odiaba por ello.
Harvey no ha hablado mucho de su infancia, pero lo poco que ha dicho es revelador. Admite
que le fascinan las cuerdas, los nudos y los lazos desde que tiene uso de razó n. "Me parece
que siempre he tenido un trozo de cuerda en las manos", dice. Su madre confirma que se
aficionó a atarse con cuerdas a los tres añ os.
Otra cosa que siempre le ha intrigado son las armas. Y desde que tenía diez añ os, dice
Harvey, le han perturbado los pensamientos sobre la muerte, concretamente sobre el
suicidio.
Al principio de su adolescencia, el sexo, como a la mayoría de los hombres, llegó a Harvey
Glatman. Pero, siendo Harvey Glatman, no siguió la rutina adolescente habitual de salir en
tímidas citas con las risitas de las chicas del colegio. El joven Harvey ansiaba
desesperadamente explorar los secretos prohibidos del sexo, pero no de un modo normal.
Para él, las chicas eran un mundo aparte; criaturas misteriosas, fascinantes y frá giles, tan
por encima de él que ni siquiera era digno de hablarles, y mucho menos de tocarlas. En su
presencia se sentía miserablemente paralizado por un sentimiento de inferioridad e
inadecuació n. Harvey quería a las chicas -las deseaba hasta el punto de no poder
quitá rselas de la cabeza-, pero al mismo tiempo las odiaba y las resentía por lo que
consideraba su superioridad y distanciamiento.
Durante mucho tiempo se contentó con mirar a las chicas a escondidas, espiarlas desde
lejos y entregarse a fantasías eró ticas. Nunca iba a fiestas ni a bailes. Ni siquiera participaba
en charlas subidas de tono ni hacía chistes verdes con los demá s chicos, lo que le dio fama
de bonachó n. Sus compañ eros de colegio no sabían nada de las revistas obscenas para
chicas ni de las fotos obscenas que miraba sin aliento en la intimidad de su habitació n.
Pronto Harvey Glatman estuvo listo para pasar de la fantasía a la acció n. Sus incipientes
fantasías sexuales se centraban en humillar a las mujeres; torturarlas, aterrorizarlas,
dominarlas por completo, hacerles admitir que él era su amo. Era la ú nica situació n que
podía imaginar que le proporcionara satisfacció n.
Harvey tenía 17 añ os, era un estudiante escuá lido, miope y encorvado de ú ltimo curso de
bachillerato cuando despuntó por primera vez. Tras un comienzo sin incidentes como
miró n, se hizo con una pistola en algú n lugar y merodeaba por las oscuras calles de Denver
por la noche, siguiendo a jó venes mujeres que caminaban solas.
Las abordaba en lugares solitarios, les clavaba la pistola en las costillas, les arrebataba los
bolsos y huía mientras ellas gritaban pidiendo ayuda. En realidad no abusaba sexualmente
de sus víctimas -tenía miedo de intentarlo-, pero la retorcida motivació n sexual quedó clara
en la explicació n posterior de Harvey: "El dinero era secundario. Lo importante era
meterles miedo. Con eso me forraba".
Su perdició n llegó cuando se graduó en educació n doméstica.
Una noche de mayo de 1945 entró furtivamente en un dormitorio y vio a una mujer
desnudarse, apagar las luces y acostarse. Pensando que estaba sola, Harvey trepó por la
ventana del dormitorio y la amenazó con su pistola. Pero había otra mujer en la habitació n
contigua. Ella gritó y Harvey huyó . La policía lo detuvo, escondido entre los arbustos, y fue
acusado de robo a mano armada.
Los horrorizados padres de Harvey, que estaban seguros de que se había cometido un
terrible error, pagaron su fianza. En julio, mientras esperaba el juicio, el joven maníaco
sexual secuestró a punta de pistola a una joven rubia en una calle de Boulder, Col. En el
coche familiar, condujo hasta un cañ ó n desierto en las escarpadas estribaciones de las
Montañ as Rocosas. Allí hizo que la chica, que llevaba un ligero vestido de verano sin
mangas, se tumbara en el suelo. Le ató las manos y los pies con una cuerda. Luego se pasó
toda la noche en cuclillas junto a ella, deleitá ndola con sus ojos de bú ho, mientras la chica
lloraba y le suplicaba que la dejara marchar. Harvey no intentó agredir a la indefensa rubia,
ni siquiera la acarició . Ella estaba en su poder, completamente sometida a su voluntad, y
eso le bastaba. Fue la mayor emoció n sexual de la joven vida de Harvey. Pero era só lo el
principio.
Por la mañ ana, amordazó a su llorosa víctima y la dejó escondida entre los arbustos. La
chica, en estado de histeria, permaneció atada en el sofocante desierto durante todo el día,
convencida de que su extrañ o secuestrador la había abandonado a su suerte. Pero esa
noche Harvey regresó , la desató y la llevó de vuelta a las afueras de la ciudad. Le dio un
golpe de despedida con su pistola, advirtiéndole que no denunciara el incidente si valoraba
su vida. Pero su desaparició n ya había sido denunciada y la policía de Boulder localizó y
detuvo fá cilmente a Harvey.
Admitió sombríamente su culpabilidad, pero la chica de Boulder se negó a procesarlo,
temiendo la desagradable publicidad. En diciembre de 1945, Harvey fue declarado culpable
en Denver de un cargo de robo con agravantes, y fue condenado de uno a cinco añ os en la
penitenciaría estatal de Canon City. Sin embargo, su tierna edad y su actitud mansa y
sumisa le valieron la libertad en ocho meses. Con la bendició n de sus padres y de las
autoridades, regresó a Nueva York para visitar a sus parientes y empezar una nueva vida.
Harvey tuvo un nuevo comienzo. Una noche de agosto de 1946, poco después de su llegada
al Empire State, salió de los arbustos de un parque de la ciudad de Yonkers y amenazó a
una mujer con un cuchillo, sin darse cuenta de que su novio caminaba unos pasos detrá s de
ella. El hombre forcejeó con él, pero Harvey le apuñ aló en el hombro y huyó en la
oscuridad. Escapó con el bolso de la mujer, un artículo que se había convertido en un
símbolo sexual para él.
Una semana después, un "bandido fantasma" saltó a los titulares de Albany. Seguía a
jó venes atractivas cuando bajaban del autobú s por la noche en zonas solitarias de la ciudad.
Las aterrorizaba con una pistola, amenazaba con matarlas si gritaban y huía con sus bolsos.
Se asignó a policías de paisano para que viajaran en los autobuses, y el Fantasma fue
detenido cuando acechaba a su cuarta víctima. Se trataba de Harvey Murray Glatman, de 18
añ os. Su pistola resultó ser de juguete, por lo que só lo le cayeron de cinco a diez añ os por
hurto mayor en primer grado. Enviado al reformatorio de Elmira en octubre de 1946, fue
trasladado a la prisió n de Sing Sing en 1948.
Una vez má s, Harvey se comportó y cumplió la condena mínima. Salió en libertad
condicional en abril de 1951. Harvey, un joven de 23 añ os con orejas de duende, grandes
ojos oscuros y melancó licos, pelo castañ o siempre despeinado y gafas con montura de
cuerno la mayor parte del tiempo, frustrado por su largo confinamiento, estaba aú n má s
obsesionado con fantasías de violencia sexual. Y sentía un verdadero agravio contra las
mujeres; al fin y al cabo, ¿no le habían puesto entre rejas en dos ocasiones?

Pero Glatman no era poco inteligente, y salió de Sing Sing con una só lida formació n en
trabajos de mantenimiento y reparació n de radio-televisió n, aprendida en el centro de
rehabilitació n de la prisió n.
También salió con la firme determinació n de no volver a cumplir condena.
Cuando fue puesto en libertad, Harvey volvió a casa con su madre y su padre en Denver.
Una de las condiciones de su libertad condicional era que se sometiera a tratamiento
psiquiá trico, y tres médicos diferentes de Denver lo examinaron. La motivació n sexual de
los robos a mano armada de Harvey era obvia para los médicos. Consideraron que era del
tipo esquizoide (doble personalidad), un psiconeuró tico extremo con compulsiones
sadomasoquistas; es decir, que inconscientemente se odiaba a sí mismo y cometía delitos
para poder ser castigado. Los psiquiatras veían pocas esperanzas de mejora real, pero
hicieron todo lo posible por ayudar al tenso y poco comunicativo joven en libertad
condicional a llevar una vida medianamente normal. Harvey les escuchó dó cilmente, pero
mantuvo su propio consejo.
El padre de Harvey murió en 1952 y le dejó un Dodge coupé negro de dos puertas de 1951.
A este joven frustrado y sin amigos le encantaba conducir aquel coche reluciente, por la
sensació n de poder que le daba. Pero con el fallecimiento de su padre, los pensamientos de
muerte le abrumaban. Una noche cerró las puertas del garaje, subió las ventanillas,
encendió el motor y se sentó a esperar el olvido. Pero en el ú ltimo momento, justo cuando
perdía el conocimiento, Harvey se acobardó . Sobrevivió só lo con un fuerte dolor de cabeza.
Poco después, segú n cuenta él mismo, compró 100 somníferos con la idea de suicidarse.
Pero le faltó valor para hacerlo y finalmente las tiró .
Harvey vivía en casa y trabajaba de vez en cuando como reparador de radio y televisió n,
haciendo pequeñ os trabajos. Pero sobre todo dejaba que su indulgente madre lo
mantuviera. Vivía en una especie de trance melancó lico, informaba regularmente a su
agente de la condicional y no se metía en líos. Su vida interior era má s que nunca un
alboroto de violentas fantasías sexuales, pero Sing Sing le había enseñ ado una lecció n tan
amarga que se obligó a controlar sus compulsiones.
Harvey tenía poco o nada que ver con las chicas. Nunca había intimado sexualmente con
ninguna. Su vida social se limitaba a unas cervezas en una taberna del barrio, donde solía
echar un vistazo a mujeres con escotes bajos si estaba seguro de que no le veían. A menudo
conducía por las calles a altas horas de la noche y a veces seguía a distancia a mujeres o
chicas, pero nunca abusaba de ellas. Evitaba por completo a los hombres y era muy
reservado.
Su satisfacció n y liberació n solitarias procedían de una afició n secreta. Desde su niñ ez,
Harvey había coleccionado fotos pornográ ficas, y ahora lo hizo a lo grande. Descubrió
Nutrix, de Irving Klaw, una empresa neoyorquina de venta por correo cuya especialidad le
iba como anillo al dedo. Ofrecían fotos y caricaturas de chicas con poca ropa, despeinadas o
casi desnudas, atadas y amordazadas con cuerdas y cordeles, en todas las posturas
imaginables de tortura y humillació n.
La primera vez que Harvey Glatman se asomó al catá logo de venta por correo fue como el
descubrimiento de América por Coló n. Le abrió un mundo nuevo. Pronto se convirtió en
uno de los mejores clientes de la empresa, invirtiendo casi todo lo que ganaba o recibía de
su madre en su creciente colecció n de posturas de esclavitud y tortura, que guardaba en
una caja de herramientas cerrada con llave.
A solas en su habitació n por la noche, cuando su madre pensaba que estaba arreglando
radios, Harvey se regodeaba y babeaba con las brillantes fotos en blanco y negro, las
diapositivas en color y las tiras có micas.
Había secuencias de torneadas rubias, morenas y pelirrojas, desnudas hasta el sujetador y
las bragas, atá ndose y amordazá ndose unas a otras en extrañ as posturas, azotá ndose o
luchando entre ellas, infligiéndose y soportando todo tipo de "torturas".
Harvey se deleitaba con las expresiones de agonía y triunfo en los rostros de las modelos.
Estudiaba y reproducía los nudos que las ataban, atá ndose a sí mismo frente al espejo.
Dispuso las fotos en distintos ó rdenes, tejió historias sobre ellas, imaginó el diá logo que las
acompañ aba e inventó otras poses para rellenar los huecos, incluidas ciertas escenas que
no llegaron por correo.
Durante algú n tiempo, el harén secreto de Harvey Glatman resolvió su problema sexual. Su
colecció n de cuadros y sus fantasías eró ticas -en las que siempre interpretaba al héroe
torturador y dominador- le proporcionaban casi tanta satisfacció n como apuntar con
pistolas a mujeres indefensas en calles oscuras.
Las chicas de las fotos y los dibujos animados eran personas reales para Harvey. De hecho,
las voluptuosas modelos de las fotos eran reales; habían posado voluntariamente para sus
preciadas fotografías. Harvey también se consoló al darse cuenta de que debía de haber
mucha gente como él en el mundo, pues de lo contrario la empresa de venta por correo no
estaría en activo. Ya no se sentía tan solo y rechazado.
Pero la suya era una perversió n que lo consumía todo y exigía constantemente nuevas
satisfacciones, y pronto las fotografías no fueron suficientes para Harvey. Estaba listo para
el siguiente paso.
CAPÍTULO II

Harvey se dio cuenta de que en Denver debía de haber modelos dispuestas a posar para él,
atadas y amordazadas, si les pagaba lo suficiente. Así que se hizo con una cá mara, un
trípode y focos y, con la ayuda de un manual de técnica fotográ fica, aprendió a utilizarlos.
Estudió los clasificados de los perió dicos, recortando los anuncios de "modelos artísticas",
"trabajos de pin-up" y "estudios de figuras". Aú n receloso de meterse en líos, fue a un par
de estudios comerciales que anunciaban "clases de estudio de arte". Se colocó junto a otros
"estudiantes de arte" de todas las edades y tomó docenas de fotografías de jó venes modelos
sonrientes y colaboradoras que posaban desnudas o casi desnudas en divanes. Aunque no
le emocionaba mucho, se estaba enterando de lo que pasaba. Y la actividad parecía estar
claramente dentro de la ley, lo que sorprendió bastante al nervioso ex convicto.
Finalmente, Harvey se atrevió y telefoneó a una de las modelos independientes que se
anunciaban. Harvey era muy astuto. Quería fotografiar a la chica atada y amordazada, pero
para asegurarse de que no le denunciaría por atarla, le dijo que necesitaba dos modelos y le
pidió que le recomendara a una amiga. Así pues, contrató a dos modelos adolescentes,
rubias y bien formadas, para que posaran juntas, tal como se había hecho en muchas de las
fotos que había comprado. Con cautela, dio su nombre como "Johnny Glynn".
Harvey pasó por una agonía de aprensió n mientras recogía a las chicas y las conducía a un
motel a las afueras de la ciudad.
Nadie se sorprendió má s que el propio Harvey cuando todo salió bien. Las modelos se
mostraron muy complacientes. No se sorprendieron en absoluto cuando el fotó grafo,
incó modo, nervioso y con la lengua trabada, les dijo que quería hacer fotos de una chica
atando a la otra con cordones de faja. Obviamente, ya habían hecho poses similares antes.
Se desnudaron hasta quedar en lencería interior y se pusieron expertas con las cuerdas,
mientras Harvey Glatman, el fotó grafo, disparaba a todo pulmó n.
Harvey reveló e imprimió furtivamente sus fotos en un cuarto oscuro alquilado. Los
resultados fueron todo lo que había previsto, y má s. El recuerdo vívido y palpitante del
modo en que las chicas de carne y hueso habían obedecido sus instrucciones añ adió
realidad a sus lujuriosos caprichos. Ahora tenía algo por lo que vivir.
Pero aunque las modelos actuaban en el lado seguro de la ley y Harvey só lo les hacía fotos,
estaba bastante seguro de que su agente de la condicional desaprobaría su nueva afició n.
Así que, mientras permaneció en libertad condicional, se entregó a su extrañ a pasió n con
moderació n. Cuando lo hacía, siempre contrataba a dos modelos para que trabajaran
juntas. Si las chicas se oponían, no insistía en que se ataran mutuamente. Se conformaba
con poses normales de desnudo y desvestido. Pasaban meses entre las incursiones
fotográ ficas de Johnny Glynn. Planeaba sus tomas con mucha antelació n, con sumo cuidado,
para rellenar los huecos de las secuencias de bondage y tortura que aú n compraba por
correo. Su técnica fotográ fica mejoraba con la prá ctica, y empezó a tomar diapositivas en
color ademá s de en blanco y negro. También coleccionaba escabrosas portadas de revistas
en las que aparecían chicas atadas y torturadas, y leía las obras del Marqués de Sade y otros
libros eró ticos.
Esta situació n se prolongó durante varios añ os. Finalmente, en octubre de 1956, una vez
cumplida su condena má xima de diez añ os de prisió n en el Estado de Nueva York, Harvey
fue puesto en libertad condicional. Por primera vez desde que se había metido en líos a los
17 añ os, estaba libre de supervisió n, restricciones y miedo a las autoridades.
Harvey llevaba mucho tiempo leyendo y soñ ando con Hollywood. Algunas de sus chicas
favoritas de los pedidos por correo se describían como "modelos de Hollywood", y él
dedujo de las revistas femeninas que la capital del cine estaba repleta de hermosas
modelos jó venes hambrientas de trabajo. Ahora que podía marcharse de Colorado, estaba
ansioso por conocer Hollywood. Le dijo a su madre que le gustaría celebrar su nueva
libertad conociendo el país y, al mismo tiempo, buscando mejores oportunidades de
trabajo. Su cariñ osa madre no dudó en proporcionarle fondos. Y en enero de 1957, Harvey
se dirigió al sur de California en su reluciente Dodge negro, con su equipo fotográ fico y su
preciada caja de herramientas en el maletero.
Una breve estancia en la meca del glamour del país convenció a Harvey. Merodeando solo
por Sunset Strip por la noche, bebiendo su cerveza solitaria en los bistró s má s modestos,
descubrió que Hollywood rebosaba de chicas encantadoras, voluptuosas, sofisticadas y sin
compromiso. Parecía como si prá cticamente todas ellas, desde la edad del instituto en
adelante, fueran modelos pin-up o aspiraran a serlo, chicas que daban el paso ló gico hacia
una carrera en la pantalla o en la televisió n. Estaba seguro de que la mayoría de ellas
estaban dispuestas a desnudarse y hacer cualquier tipo de acrobacia para la cá mara con
só lo un billete de 10 o 20 dó lares.
Hollywood, al igual que Nueva York, tiene muchos estudios fotográ ficos comerciales
legítimos que hacen calendarios y pin-ups para grandes agencias de publicidad, portadas
de revistas o ilustraciones. Las mejores modelos de glamour cobran mucho y se mueven en
un ambiente enrarecido. Al igual que las estrellas de cine, van y vienen escoltadas del
trabajo, y sus agentes y managers está n muy atentos para asegurarse de que todos los
encargos son legales. También hay muchas agencias de modelos y escuelas de fotografía
legítimas y respetables. Pero Harvey Glatman, que escuchaba las conversaciones en ciertos
bares y leía los anuncios clasificados, estaba mucho má s interesado en el tipo de modelos
que llevaban una vida menos protegida. Examinó con avidez los anuncios de estudios
"artísticos", dudosas escuelas de fotografía y modelaje, y modelos pin-up free-lance,
algunas de las cuales incluso especificaban sus medidas físicas. Segú n los anuncios, recibían
tanto a aficionados como a profesionales y estaban dispuestos a ayudar a los fotó grafos
principiantes. Algunos estudios y modelos se ofrecían incluso a prestar o alquilar cá maras a
quienes no dispusieran de equipo propio.

Al leer las insinuaciones apenas disimuladas, Harvey tuvo la certeza de que esos estudios
debían de estar frecuentados por muchos tipos como él, que fotografiaban a las chicas
desnudas y luego se regodeaban en la intimidad con las fotos íntimas o las diapositivas.
También sospechaba que algunas de las modelos debían de ser prostitutas.
Pero eso no le intrigaba, salvo como indicio de su laxitud moral. La idea de comprar
privilegios sexuales ordinarios a chicas dispuestas a ello nunca atrajo a Harvey.
Lo que se agitaba en los turbios recovecos de su mente era la insistente compulsió n de
subir el siguiente peldañ o en la escalera del sadismo. Desde que salió de la cá rcel, se había
limitado a comprar cuadros o fotografiar a modelos cuyas expresiones de angustia, agonía,
miedo o placer eran estrictamente poses. Durante algú n tiempo esto había sido suficiente
para Harvey. Se había obligado a contentarse con estas emociones vicarias. Pero, cada vez
má s, se encontraba pensando en las emociones que solía sentir en su torpe adolescencia,
cuando pinchaba a las mujeres con su pistola y las hacía estremecerse de terror.
Observando a las chicas pin-up de Hollywood y leyendo los anuncios, el adicto de Denver se
obsesionó con una nueva idea.
Quería conseguir una chica que no aceptara la idea de ser atada, atarla y amordazarla a la
fuerza, disfrutando de su verdadero dolor y terror, y fotografiarla para su colecció n.
De hecho, si las cosas fueran bien, incluso podría querer violarla y tener una experiencia
sexual real por primera vez en su vida.
Hollywood era claramente el escenario ideal para tales operaciones. Estaba a 1.200 millas
de Denver, donde Harvey era conocido por la policía, y la red de modelos era vulnerable.
Harvey se dio cuenta astutamente de que muchas de las modelos, agencias y estudios no
soportarían demasiadas investigaciones, y había pocas probabilidades de que alguien le
delatara.
Tras unas cuantas visitas a un par de los estudios má s cutres y conversar con algunas de las
chicas, Harvey concertó una cita con una joven modelo. La llevó sola a su habitació n de
motel, pero se sintió decepcionado cuando ella se mostró demasiado cooperativa e insinuó
que estaría encantada de acostarse con él. Se la llevó a casa después de hacerle unos
cuantos desnudos rutinarios.
Pensó en acercarse a chicas y mujeres que no fueran modelos profesionales, pero no se
atrevía a abordarlas en la calle. Harvey acababa de leer la condena a muerte de un violador
mú ltiple que se había aprovechado de las jó venes de Hollywood. Este hombre, Eddie Simon
Wein, había escogido a sus víctimas de las columnas de anuncios que anunciaban ropa y
artículos domésticos en venta. Cuando encontraba mujeres solas en casa, las desnudaba, las
ataba con alambre y las sometía a todo tipo de vejaciones. Wein fue condenado a muerte
porque, segú n la Ley Little Lindbergh de California, obligar a las víctimas a entrar en sus
dormitorios constituía técnicamente un secuestro. Las tá cticas de Eddie Wein atraían a
Harvey, pero la cá mara de gas no. Decidió dedicarse a las modelos, utilizando su "trabajo"
de fotografía como tapadera, y actuar con extrema cautela.
En junio de 1957, Harvey regresó a Denver y convenció a su madre de que había llegado el
momento de emprender por su cuenta la carrera de electró nica que había elegido. Le dijo
que quería ir a una escuela de oficios de Los Á ngeles, donde podría tomar un curso de
repaso en mantenimiento y reparació n de radios y televisores. A su madre no le gustó que
se fuera, pero decidió que era lo mejor. Le dio una ayuda econó mica y volvió a la ciudad de
sus sueñ os.
Para entonces ya había reunido fotos y dibujos animados de bondage y tortura por valor de
unos 500 dó lares, que guardaba ordenadamente en paquetes de papel encerado en su cofre
metá lico, junto con una colecció n de portadas de revistas sensacionales, libros eró ticos y
sus preciadas cuerdas, cordones y mordazas. Las herramientas para reparar televisores
ocupaban muy poco espacio en otra caja. Su parafernalia fotográ fica incluía ahora varias
cá maras, de las que su orgullo era una nueva Rolleicord con objetivo 2,5, accesorio de flash
electró nico, focos, trípode, objetivos auxiliares y filtros variados, un indispensable visor de
diapositivas en color estereoscó pico y un equipo de cuarto oscuro recién comprado.

Harvey también compró una Beretta automá tica de 7,65 mm de fabricació n italiana. La
llevaba cargada en la guantera, y saber que estaba allí le daba una sensació n de poder.
Era consciente de que la ley de California prohibía que un ex delincuente poseyera una
pistola, pero, fuera como fuera, Harvey era un conductor prudente y no pretendía llamar la
atenció n de la policía cometiendo ninguna infracció n de trá fico.
A mediados de junio, Harvey alquiló un modesto apartamento en las afueras de Hollywood.
Estaba bien acomodado gracias al dinero de su madre, y no tenía ninguna prisa por
empezar a dedicarse a sus clases de televisió n. Aparte de presentar unas cuantas
solicitudes de trabajo, se dedicó a tiempo completo a su obsesió n: có mo hacerse con una
modelo joven, guapa y poco colaboradora.
Por primera vez en su vida era totalmente libre -salvo de sus compulsiones internas- y se
proponía recuperar todo ese tiempo perdido.
Después de unas cuantas sesiones de fotos en estudios para entrar en materia. Harvey
empezó a llamar a algunas de las modelos free-lance que publicaban anuncios provocativos
en los perió dicos. La primera chica con la que consiguió una cita era una morena alta con
una figura espectacular. Harvey se excitó con só lo verla, y tenía la firme intenció n de llevar
a cabo sus sá dicos designios. La llevó a un motel del valle de San Fernando y ella se
desnudó parcialmente a petició n suya. Entonces Harvey, en silencio y amenazadoramente,
sacó el cordó n de su faja. Esperaba que la chica se encogiera de terror, pero sus ojos se
iluminaron de expectació n. "¡Oh, papá !", exclamó . "¡Me vas a atar! Me encanta que me aten.
Te enseñ aré có mo me gusta...".
El sá dico se había topado de frente con un masoquista. El ardor de Harvey cayó en picado.
Repasó los movimientos de atar y amordazar a la chica mientras ella gemía, hacía muecas y
simulaba angustia, pero no le hizo mucha gracia. Ella estaba demasiado dispuesta.
Sus dos o tres experiencias siguientes fueron igual de decepcionantes. Una de las chicas no
era má s que una prostituta, y las otras, como la gran morena, sabían todo sobre el asunto
de la cuerda y no pusieron objeció n alguna.
A medida que pasaban las semanas, el psicó pata frustrado estaba cada vez má s decidido a
fotografiar a una chica con auténtico terror. Las modelos complacientes ya no le producían
ninguna emoció n. Tendría que hacer algo drá stico. Si las cuerdas y las mordazas no
aterrorizaban a estas sofisticadas modelos, tal vez una pistola sí lo hiciera.
Harvey Glatman recordaba demasiado bien lo que la policía había pensado de su uso de
pistolas contra mujeres en Denver y Albany una docena de añ os antes. Pero a estas alturas,
su sed de una auténtica experiencia sá dica le poseía tanto que las posibles consecuencias
no le desanimaron.
Harvey también decidió poner sus miras má s altas. Le disgustaban las modelos baratas;
una chica un poco má s elevada en su profesió n quizá no estuviera tan acostumbrada a que
la ataran. Y eso era exactamente lo que Harvey quería. Ademá s, se dio cuenta de que sería
má s divertido humillar y dominar a una chica que se creía superior a las demá s.
A finales de aquel sofocante mes de julio, las fantasías lascivas del ex presidiario de ojos
saltones estaban a punto de estallar.
Se mudó a un apartamento má s grande y privado en Melrose Avenue, tanto para ocultar sus
huellas como para obtener las mejores instalaciones de cuarto oscuro que ofrecía su cuarto
de bañ o. Planeaba llevar allí a su víctima.
Circulando entre fotó grafos y modelos, y manteniendo sus oídos de jarra abiertos, había
recogido los nombres de varias modelos de mejor clase. Se decidió por una chica llamada
Lynn, recién llegada de Florida, a la que había oído describir como una escultural rubia de
22 añ os y magníficas proporciones.
Había posado para varias portadas de revistas.
No tenía su nú mero de teléfono, pero sí su direcció n en West Hollywood. A primera hora de
la tarde del 30 de julio, el nervioso Harvey se dirigió al gran y ostentoso edificio de
apartamentos de las avenidas North Sweetzer y Fountain, a só lo una manzana del
reluciente Sunset Strip.
Con mano temblorosa, llamó a la puerta de un apartamento del piso superior. Apareció una
joven rubia, bien formada y modestamente vestida.
Cuando Harvey preguntó por Lynn, ella negó con la cabeza. "Lynn no está ", dijo,
inspeccionando al visitante de aspecto só rdido con el ceñ o fruncido. "No sé cuá ndo volverá .
¿Quiere dejar un mensaje?"
Fue un anticlímax, pero Harvey se animó y siguió con su rutina preparada. "Me llamo
Johnny Glynn", tartamudeó . "Soy fotó grafo profesional. Me recomendaron a Lynn como
modelo y quiero contratarla para un diseñ o especial que estoy haciendo".
La rubia le sugirió que dejara su tarjeta y Lynn le llamaría. Pero Harvey tenía otra idea.
"¿Puedo entrar y ver algunas fotos de Lynn?", preguntó . "Me gustaría asegurarme de que es
el tipo exacto que estoy buscando". La compañ era de piso de Lynn, que era una modelo de
18 añ os llamada Betty, quizá no habría admitido al extrañ o joven si hubiera estado sola.
Pero un conocido fotó grafo de Hollywood se había pasado por allí para discutir con ella
algunos encargos, así que dejó entrar a Harvey.
A Harvey se le trabó la lengua má s que nunca cuando vio a la invitada de Betty, pero ahora
que tenía el pie en la puerta, no podía echarse atrá s. Betty le mostró el portafolio
profesional de Lynn, y también algunas fotos glamorosas de ella misma. Pero cualquier idea
que tuviera Harvey de intentar que Betty viniera con él se disipó con la presencia de su
amiga fotó grafa. Sin embargo, sus ojos brillaron cuando se fijaron en un gran desnudo de
una tercera chica, una rubia dorada, menuda, de cara alegre y figura espectacular.
"¿Quién es?", preguntó .
"Esa es la otra chica que vive aquí. Judy Van Horn". Harvey apenas contuvo su entusiasmo
mientras miraba má s fotos de Judy. "¡Esa es justo la chica que estoy buscando! ¿Có mo
puedo ponerme en contacto con ella?".
Betty le explicó que Judy, de 19 añ os, estaba muy solicitada en los mejores estudios de arte
publicitario, pero pensó que podría conseguir una cita.
No vio nada malo en darle a Johnny Glynn su nú mero de teléfono no listado.
Má s tarde esa noche, cuando Judy Ann Van Horn Dull, que modelaba bajo su apellido de
soltera Van Horn, llegó a casa, Betty mencionó casualmente la visita de Johnny Glynn. Judy
no le prestó mucha atenció n. Dos días después, el jueves 1 de agosto por la mañ ana, las tres
chicas estaban desayunando juntas cuando Johnny telefoneó a Judy. Quería que posara
para él a las dos de la tarde. Judy no estaba segura de poder hacerlo. "Por favor, hazlo", le
instó él. "Acaba de salir un trabajo especial para una revista que significa mucho para mí, y
tú eres justo el tipo que necesito para ello".
Normalmente, la despampanante rubia no aceptaba citas de modelaje con desconocidos a
menos que se los recomendaran a fondo. Pero estaba desprevenida porque Johnny Glynn
ya había estado en el apartamento y hablado con Betty, y le había dicho que le habían
recomendado a Lynn. Aceptó posar durante dos horas a su tarifa habitual de 20 dó lares la
hora. Le pidió la direcció n y el nú mero de teléfono de su estudio.
"Ahora mismo no tengo un estudio disponible", se disculpó Harvey apresuradamente. "¿Te
parece bien si llevo mi equipo a tu apartamento?". A Judy le pareció perfecto. Le facilitaría
aú n má s las cosas.
Betty estaba en casa con Judy a las 2 de la tarde cuando Harvey apareció justo a tiempo. Las
chicas buscaron la voluminosa cá mara y las luces habituales, pero él estaba con las manos
vacías. "He conseguido que me presten un estudio en el ú ltimo momento", explicó .
"Podemos hacer el rodaje allí".
Judy comentó que tenía varias citas má s ese mismo día y le pidió un nú mero de teléfono
donde pudiera localizarla, por si alguien llamaba. Johnny garabateó un nú mero en un papel
y se lo dio a Betty mientras acompañ aba amablemente a Judy a la puerta.
Para saber qué ocurrió el resto del día y de la noche, tenemos que basarnos en el relato que
el propio Harvey Glatman hizo a la policía má s de un añ o después, porque nadie má s volvió
a ver con vida a Judy Ann Dull.
Mientras la ayudaba a subir a su Dodge coupé negro, Judy se fijó en las matrículas de
Colorado. Harvey le dijo que acababa de llegar a California para dedicarse a la fotografía
comercial. Ella le dijo que procedía de los suburbios de La Crescenta y que era bastante
nueva en la profesió n de modelo.
Charlaron casualmente mientras él la llevaba a su apartamento del segundo piso, donde
tenía el equipo instalado en el saló n oscuro.
Harvey examinó el vestuario de modelo de Judy mientras ella se quitaba el vestido.
Siguiendo sus indicaciones, se puso un jersey de cachemira y una falda corta. El corazó n le
latía con fuerza en la garganta seca, las manos le sudaban y temblaban mientras se quitaba
la chaqueta y ajustaba las luces.

Torpemente, Harvey sacó sus trozos de cordó n blanco.


"Ahora voy a atarte, Judy", anunció .
La rubia se sobresaltó , pero no tanto como Harvey había esperado. Al parecer, incluso esta
glamurosa modelo había tenido alguna experiencia de este tipo. Ella protestó diciendo que
no le gustaban esas cosas. Harvey le explicó que su diseñ o era para una revista policíaca y
que tenía que mostrar a una chica aterrorizada a manos de un violador. Judy aceptó a
regañ adientes. Mientras le ataba las muñ ecas, los tobillos y las rodillas con una cuerda y la
amordazaba con un trapo, Harvey se emocionó al comprobar que estaba realmente
asustada.
Filmó media docena de poses de ella en una silla, atada de pies y manos, con la ropa en
progresivo desaliñ o.
Le desabrochó el jersey y le quitó la falda. Luego la levantó de la silla y bajó a la chica atada
al suelo, boca arriba.
En ese momento, segú n la confesió n de Harvey, dejó de hacer fotos, se arrodilló junto a ella
y empezó a acariciar su cuerpo semidesnudo. Su lujuria aumentó al ver el miedo genuino
en sus ojos. Sacó su pistola automá tica y se la enseñ ó .
"Vas a hacer justo lo que quiero, Judy", le informó en voz baja. "Si no lo haces, no dudaré en
usar esta pistola contra ti. Soy un ex convicto, ya ves, y no tengo nada que perder".
Con los ojos azules desorbitados por el terror, la rubia movió la cabeza de un lado a otro,
indicando a Harvey que le quitara la mordaza de la boca. "Cá llate, ahora", le advirtió
mientras aflojaba la tela. "¡Si gritas, tendré que matarte!".
"No gritaré", prometió la indefensa muchacha en cuanto sus labios quedaron libres. "No
tendrá s que dispararme. Puedes guardar esa pistola. No te causaré ningú n problema. Pero
no me hagas dañ o".
Intentó convencerle de que no iría a la policía si la dejaba marchar después de divertirse
con ella. Desgraciadamente, a pesar de toda su experiencia en Hollywood, la modelo
adolescente no acababa de entender en qué consistía la diversió n de Harvey Glatman.
Animada por la atenció n absorta y silenciosa de Harvey, contó su vida. Explicó que se había
separado de su joven marido hacía unos meses porque él se oponía a su carrera de modelo.
Había presentado una demanda de divorcio y se disputaban la custodia de su hija de 14
meses. El juicio estaba previsto para la semana siguiente.

"Estoy decidida a recuperarla -continuó Judy-, pero él ha estado intentando hacer creer que
soy una madre inadecuada, só lo porque soy modelo. ¿No lo ves, Johnny? No puedo
permitirme el lujo de verme envuelta en ningú n escá ndalo. ¡No podría ir a la policía y
contarles algo así! No se lo diré a nadie, Johnny. Haz lo que quieras, pero, por favor,
desá tame y guarda esa pistola".
Convencido por fin de que las protestas de la rubia eran sinceras, Harvey se guardó la
pistola en el bolsillo. Levantó a Judy, la llevó hasta el pequeñ o pasillo y la dejó en el suelo.
No tenía prisa. Quería disfrutar de su ansiado triunfo sobre las mujeres. Lentamente,
guardó su equipo fotográ fico y volvió a colocar el sofá y los demá s muebles en su sitio.
Luego fue a la cocina, comió una manzana y bebió un vaso de agua.
Finalmente, se reunió con Judy, que seguía tumbada en el oscuro pasillo.
Luchando por liberarse, se había golpeado la cabeza y le sangraba la nariz. Harvey cogió
una funda de almohada y detuvo el flujo de sangre. (Al menos, ésta fue su explicació n
cuando las autoridades le preguntaron por la funda de almohada ensangrentada, que había
guardado cuidadosamente).
Se tumbó en el suelo junto a Judy, que gemía y le suplicaba, y le pasó las manos por el
cuerpo, exultante de su absoluta dominació n de la indefensa muchacha y de su humillació n
y miedo. Aquello era sadismo absoluto, y Harvey Glatman se sintió má s poderosamente
excitado de lo que jamá s se había sentido en toda su lamentable vida.
Al cabo de un rato, la levantó , aú n atada, la llevó de nuevo al saló n y la dejó caer en el sofá .
Harvey recordó que aú n quedaban un par de tomas en su rollo de película en blanco y
negro. Desató a la rubia encogida.
Estaba demasiado aterrorizada para resistirse cuando él le quitó el jersey y el slip, le
desabrochó el sujetador y le bajó las medias. Le hizo dos fotos en el sofá y luego la obligó a
tumbarse en el suelo mientras le hacía una ú ltima diapositiva en color.
Terminada la fotografía, Harvey ordenó a Judy que se quitara las bragas, lo ú nico que le
quedaba puesto. Mientras ella obedecía, él se desnudó hasta quedarse en calzoncillos. Se
sentó junto a ella en el sofá durante un rato, acariciá ndola y recordá ndole repetidamente
que no dudaría en usar la pistola, que tenía a mano, si gritaba o hacía cualquier movimiento
para resistirse a él.
Entonces, segú n el relato de Harvey, mantuvo relaciones sexuales con ella, la primera vez
que había intimado con una mujer. Violó a la angustiada e indefensa chica dos veces.
Después, permitió que Judy se pusiera la ropa interior y se sentara a ver la televisió n con él,
mientras él debatía qué hacer con ella. Harvey podía pensar ahora con claridad y sagacidad
por primera vez en días, y su miedo a ser capturado volvía a ser primordial. No estaba
seguro de si realmente podrían acusarle de secuestrar a Judy -razonando que ella había
venido con él voluntariamente-, pero había leído y oído lo suficiente sobre el destino de los
delincuentes sexuales de California como para saber que la ley podía ser drá stica.
"¿Por qué no me dejas ir ahora, Johnny?", suplicó .
"Llévame a casa, o déjame llamar a un taxi. Nunca se lo diré a nadie, ¡lo juro! Déjame ir a
casa y olvídate de mí".
Harvey consideró la idea. "¿Qué le dirá s a Betty? Dijiste que tenías otras citas. Ya es tarde,
pasadas las seis. La gente te estará buscando".
"No te preocupes por eso. Les diré que me he retrasado en algú n sitio".
Harvey estaba receloso. Judy podía ser totalmente sincera; su compañ era de piso y sus
amigos podrían aceptar alguna excusa poco convincente, pero ¿y si alguien ya había
denunciado su desaparició n a la policía?
Le había dado a Betty un nú mero de teléfono ficticio, y eso levantaría sospechas. ¿Sería
capaz Judy de resistir el interrogatorio de los astutos detectives? Después de todo, ella
conocía su coche y dó nde vivía.

Harvey decidió que no podía arriesgarse. En su confesió n afirmó que no había planeado
matar a Judy. Pero cuando se calmó tras la sá dica violació n se dio cuenta del aprieto en que
se encontraba. No había nada que Harvey Glatman temiera má s que volver a la cá rcel, ni
siquiera la muerte. En ese momento, decidió que tenía que matar a Judy para asegurarse la
libertad. El problema consistía en calmar las sospechas de ella hasta el ú ltimo momento,
mientras él la atraía a algú n lugar solitario donde pudiera esconder su cuerpo y tener la
oportunidad de escapar.
"Te diré una cosa, Judy", dijo en tono tranquilizador. "En cuanto oscurezca, iremos al
desierto. A lo mejor hasta hacemos má s fotos. De todos modos, te dejaré allí, en algú n lugar
cerca de Blythe, con dinero para el billete de autobú s. Para cuando llegues a casa, estaré a
kiló metros de distancia". El plan no le pareció muy atractivo a Judy, pero no pudo hacer
otra cosa que aceptar. Se vistió y a eso de las ocho bajaron las escaleras en silencio hasta el
coche. Ella era muy consciente de la pistola que él llevaba en el bolsillo, apretada contra su
costado, y estaba demasiado aterrorizada para escapar.
Harvey bajó por la autopista de Hollywood y salió por la de San Bernardino, que conduce a
través de los amplios valles a la vasta regió n montañ osa y desértica al este de Los Á ngeles.
A poca distancia de la ciudad, se detuvo y, disculpá ndose, ató las manos de Judy por detrá s.
Hablaron muy poco durante el largo trayecto por la U.S. 60; a través de Riverside,
Beaumont y Banning hacia el valle de Coachella, má s allá de Palm Springs. Harvey había
recorrido esta ruta en uno de sus viajes turísticos a California, y recordaba el país. Seguía
debatiéndose consigo mismo, tratando de encontrar una salida. Pero ahora era realmente
culpable de secuestro, lo que podía significar la pena de muerte, y la ú nica salida que veía
era el asesinato. Pensó en disparar a Judy, pero decidió que la bala podría ser rastreada
hasta su pistola. Ademá s, alguien podría oír el disparo.
Cabalgaron a buen ritmo durante unas tres horas. La luna acababa de ocultarse tras las
montañ as de San Jacinto, poco antes de medianoche, cuando Harvey se detuvo de repente y
aparcó . Estaban en un paraje desolado de la carretera U.S. 60, entre Thousand Palms e
Indio, a unos 130 kiló metros de Hollywood. "Vamos a salir de aquí", anunció .
"¿No me dejará s aquí, Johnny?" La rubia miró el desierto solitario y se estremeció .
"Me temo que sí, Judy", dijo. "Pero primero voy a divertirme un poco má s contigo. Quizá
saquemos má s fotos". Cogiendo del coche la cá mara, sus siempre presentes cuerdas, una
manta roja y una linterna, Harvey acompañ ó a Judy a través de las vías del Southern Pacific
y bajó a una hondonada, fuera de la vista desde la autopista.
"Este parece un buen sitio", le dijo mientras extendía la manta sobre la arena á spera.
"Ahora, tú mbate boca abajo, Judy. Voy a atarte otra vez". Segú n la confesió n de Harvey, que
puede o no ser cierta, no habría podido seguir adelante si Judy se hubiera resistido. Pero no
lo hizo. Obedientemente, se estiró sobre la manta, pensando que su extrañ o captor iba a
hacer fotos con la linterna. Ya tenía las muñ ecas atadas por detrá s y estaba completamente
vestida. Harvey procedió a atarle los tobillos y las rodillas. Luego sacó otro metro y medio
de cuerda y la anudó a la que le ataba los tobillos. Antes de que Judy Ann Dull supiera lo que
estaba pasando, Harvey tiró de esta cuerda hacia arriba, tirando bruscamente de las
piernas hacia arriba detrá s de ella. Con un solo movimiento, le rodeó dos veces la delgada
garganta, le clavó la rodilla en la espalda y tiró con fuerza hacia atrá s.
"Tuve que trabajar rá pido", dijo Harvey a la policía má s tarde, "porque sabía que si
empezaba a suplicar, no podría seguir adelante. Pero ella no hizo ningú n ruido. Seguí
tirando hacia atrá s con todas mis fuerzas, sujetando la cuerda con fuerza. Aguanté así unos
cinco minutos. Luego la solté. Supuse que estaba muerta.
"De repente me sorprendí a mí mismo. Vi que el cordó n había cortado su carne. Quería
deshacer lo que había hecho. La llamé: "¡Judy, Judy!". Pero ella no contestó ".
El remordimiento de conciencia de Harvey no duró mucho. Sin asegurarse siquiera de que
Judy estaba muerta, arrastró su cuerpo unos 25 metros hacia el desierto, detrá s de unos
matorrales, donde no podía verse desde las cercanas vías del tren. Cavó una tumba poco
profunda con las manos y metió a Judy en ella. Retiró las cuerdas y le quitó los zapatos
porque pensó que podrían retener sus huellas dactilares, y empujó la arena suelta sobre el
cuerpo. Trabajando a toda prisa en una noche de verano sin luna, mientras un coyote
aullaba a lo lejos y algunos coches pasaban a toda velocidad por la autopista, recogió por fin
su equipo y se apresuró a volver al coche.
Harvey condujo directamente de vuelta a Los Á ngeles, deteniéndose en varios puntos del
camino para deshacerse de la ropa y demá s pertenencias de Judy, pieza por pieza. Le quitó
los pocos dó lares que llevaba en el bolso antes de arrojarlo al desierto.
Cuando llegó a casa, se durmió enseguida. El macabro hombrecillo había tenido un gran día.
CAPÍTULO TRES

Cuando leyó los perió dicos del día siguiente, Harvey Glatman agradeció a sus estrellas
haber seguido su corazonada y haber acabado con Judy Dull después de violarla. Su
compañ era de piso, los dos fotó grafos con los que había roto citas, su marido separado, que
aú n la apreciaba, y un novio con el que había quedado para cenar, se habían preocupado
por su ausencia. Cuando descubrieron que el nú mero de teléfono que había dejado "Johnny
Glynn" era ficticio, estuvieron seguros de que Judy había caído en manos de un adicto al
sexo. Después de hacer algunas llamadas inú tiles por la ciudad, habían denunciado su
desaparició n a la comisaría de West Hollywood antes de medianoche, justo a la hora en que
Harvey estrangulaba a Judy en el desierto, a 130 millas de distancia. El sheriff había emitido
un boletín de todos los puntos a primera hora de la mañ ana.
Harvey pasó desapercibido. Se dejó crecer el bigote, dejó de llevar gafas y se mantuvo
detrá s de la puerta de su apartamento. Pero tenía muchas cosas en qué ocuparse.
Revelando e imprimiendo sus fotos de Judy en su improvisado cuarto oscuro, temblaba de
excitació n al ver salir a la luz las imá genes tan bien recordadas. Harvey había demostrado
dos cosas para su propia satisfacció n: que podía violar a una mujer y que podía matarla. El
doble logro dio a su atrofiado ego una poderosa carga.
El 9 de agosto, cuando Judy Dull no se presentó a la vista sobre la custodia de sus hijos en
Glendale, su marido, Robert, periodista de un perió dico, declaró que estaba convencido de
que había sido víctima de un crimen. El sargento David E. Ostroff, detective del sheriff de
West Hollywood, declaró a los periodistas que él y sus colegas habían investigado casi
todas las posibilidades sin encontrar ni una sola pista sobre su destino ni rastro de un
fotó grafo llamado Johnny Glynn.
Esto convenció a Harvey de que era seguro intentar repetir la actuació n. Buscó a otra
modelo de éxito, una chica de portada morena cuyo nombre y nú mero de teléfono no
registrado había conseguido en sus viajes por la ciudad. Su apartamento estaba a una
manzana del de Judy Dull. Harvey dio otro nombre falso cuando la llamó . Pero cuando se
dejó caer por su casa para hablar de un trabajo de modelo "en el campo", se encontró con el
agente de la chica.
Ambos sospecharon de inmediato de los modales nerviosos y la mirada vidriosa del
autodenominado fotó grafo profesional.
"Tenía pinta de drogarse", recordaron má s tarde. Cuando Harvey le dijo a la chica que
quería hablar con ella en privado, ella insistió en que estuviera presente su agente. Cuando
Harvey se negó a decir qué tipo de fotos quería hacer, la chica le ordenó que se marchara.
La experiencia le echó para atrá s y le hizo recelar de nuevo, pero ya no podía detenerse.
Recogió a dos jó venes prostitutas y les hizo fotos atá ndose, pero no había mucha diversió n
en ello.
Cuando leyó que los detectives del sheriff seguían buscando activamente a Judy Dull y a su
secuestrador, Harvey decidió dejar que Hollywood se calmara durante un tiempo.
Abandonó su apartamento y condujo de vuelta a Denver para quedarse con su madre.
Harvey se comportaba bien, compraba y leía con regularidad los perió dicos de Los Á ngeles
y buscaba en ellos noticias sobre la bú squeda. Sus vacaciones de Navidad en casa se
animaron cuando leyó el 30 de diciembre que se había encontrado el esqueleto de una
mujer, con algunos jirones de ropa, en una fosa de arena poco profunda junto a las vías del
tren cerca de Thousand Palms. Los restos estaban muy deteriorados por los animales y los
elementos. Las autoridades del condado de Riverside creían que el esqueleto inidentificable
era el de una mujer de unos 30 o 35 añ os y que llevaba un añ o o así tirado en el desierto.
Pero Harvey sabía que no era así, y el hecho de que los restos de Judy no fueran
identificados reforzó su confianza en que había burlado la ley.
Febrero de 1958 encontró a Harvey instalado en otro apartamento a las afueras de
Hollywood. La identidad de Johnny Glynn estaba muerta y enterrada, aunque Harvey
seguía conduciendo el Dodge negro con matrícula de Colorado. Se matriculó en la escuela
de oficios de la televisió n y consiguió un trabajo a tiempo parcial reparando plató s.
Sin embargo, la insistente presió n por repetir la mayor experiencia de su vida se acumulaba
y clamaba por liberarse. Y aunque Harvey había llegado al punto en que podía hablar con el
sexo opuesto sin tartamudear, seguía siendo incapaz de acercarse a una chica de forma
normal.
Tenía que haber violencia.
El astuto monstruito se mantuvo alejado de las modelos de Hollywood, con la corazonada
de que la policía y el sheriff le estaban tendiendo una trampa.
Pensó que incluso podrían tener a jó venes y atractivas policías trabajando de incó gnito
como modelos. Harvey eligió una técnica diferente esta vez, y siguió recurriendo a los
anuncios de bú squeda de su perió dico vespertino favorito. Ojeó las columnas personales, el
mercado de los solitarios y tímidos de la metró poli, y eligió un anuncio de un club de
corazones solitarios que le pareció interesante.
Acudió a la oficina del club, en South Vermont Avenue, donde se registró con el nombre de
"George Williams" e indicó una direcció n ficticia en Pasadena. Pagó la cuota de 10 dó lares y
la operadora de la concurrida oficina de citas le dio los nombres y nú meros de teléfono de
dos jó venes divorciadas que acababan de inscribirse con ella.
Harvey intentó salir por primera vez con una secretaria de Hollywood que tenía una hija
pequeñ a, pero ella insistió en que pasaran la noche en su apartamento para conocerse.
Harvey lo hizo, en contra de sus inclinaciones, y la velada no le salió muy bien. Segú n contó
Harvey má s tarde, "Aquella mujer hablaba demasiado. Me sirvió té y pasteles, y su hijo no
paraba de corretear. No conseguía interesarme". La divorciada se sintió decepcionada por
su reacció n. "El señ or Williams era un perfecto caballero", recordó . "Me dijo que era
fontanero en Pasadena. Pero no volvió a llamarme".
Harvey tuvo má s suerte con su siguiente llamada. Shirley Ann Loy Bridgeford, una morena
de 24 añ os con dos hijos pequeñ os, vivía con su madre y otros parientes en los suburbios
de Sun Valley. Era una chica vivaracha a la que le gustaban las fiestas y el baile, pero desde
que se separó de su novio en diciembre no había tenido ni una sola cita. Se había apuntado
al club de los corazones solitarios por sugerencia jocosa de una amiga. Rechazó al primer
hombre que la llamó , pero el segundo, George Williams, "sonaba bien" por teléfono.
Quedaron para ir a un baile del Oeste en un divertido local de la carretera de San Fernando
la noche siguiente, el sá bado 8 de marzo.
Shirley Ann pasó horas prepará ndose, poniéndose su nuevo vestido verde azulado sin
mangas y unas zapatillas negras de tacó n alto, con un colgante verde en una cadena de oro
alrededor del cuello.
"George Williams" llamó a la puerta puntualmente a las 19.45, y el entusiasmo de Shirley
decayó al verle en persona. En cambio, Harvey quedó encantado con la atractiva morena de
ojos azules, cara sonriente y pecosa y figura esbelta. Shirley invitó a su cita a ciegas a pasar
y le presentó a su madre y al resto de la familia.

Williams charlaba agradablemente, pero era obvio que se sentía incó modo y ansioso por
irse. No quería sentarse.
Shirley se llevó a su madre aparte. "No puedo decir que me guste mucho su aspecto,
mamá ", le confesó . "Pero ya que estoy arreglada, puedo salir con él. Después de todo, es
justo para el club mantener esta cita".
Segú n el relato de Harvey, cuando arrancaron en su coche le dijo a Shirley que no le
apetecía ir al baile del Oeste y le propuso que, en lugar de eso, dieran un paseo por la costa
y se limitaran a hablar. La morena aceptó a regañ adientes, y Harvey se dirigió por la
autopista a Long Beach, y luego hacia el sureste por la U.S. 101, siguiendo el océano.
Mientras conducía por la playa iluminada por la luna, Harvey intentó rodearla con el brazo.
Pero, segú n él, Shirley estaba rígida y no respondía.
Hablaron muy poco. En Oceanside, a unas 90 millas de su punto de partida, Harvey aparcó e
hizo nuevos avances. Para entonces, Shirley estaba claramente asustada de su espeluznante
acompañ ante, y lo demostró . Eso era justo lo que Harvey quería; le excitaba aú n má s.
Se hacía tarde y Shirley quería irse a casa. Harvey le dijo que volvería después de comer
unos bocadillos en un autocine. Sin embargo, en lugar de dirigirse hacia la costa, giró hacia
el interior, diciéndole que iban a tomar un atajo. En Vista, giró hacia el sureste por la U.S.
395, adentrá ndose en la zona montañ osa de Escondido. Cuando Shirley se dio cuenta de
que iban en direcció n contraria, empezó a protestar.
Harvey aparcó en un desvío solitario y la cogió en brazos. Asustada y nerviosa, ella le
empujó y exigió que la llevara a casa.
En ese momento Harvey sacó su todopoderosa automá tica.
"Voy a conseguir lo que quiero, Shirley", le dijo. "No dudaré en usar esto. Pero no te
dispararé si cooperas".
Aterrorizada por su vida, la joven divorciada se sometió mientras él la obligaba a sentarse
en el asiento trasero, le quitaba la ropa, se desnudaba parcialmente y la violaba.
Cuando terminó , Harvey se relajó en el coche durante largo rato, mientras su víctima
sollozaba y le suplicaba que la dejara marchar.
"Es sá bado por la noche", le dijo. "Tenemos mucho tiempo. Vamos a dar una vuelta".
Le ató las manos a la espalda antes de ponerse en marcha, explicá ndole que no podía correr
ningú n riesgo. Cuando llegaron a Escondido, giró hacia el este por la ruta estatal 78, que
atraviesa la zona montañ osa y desértica del este del condado de San Diego hasta Imperial
Valley. A las afueras de Escondido, se detuvo y desató las manos de Shirley.
Como en el caso anterior, Harvey dijo que decidió que tenía que matar a Shirley porque ella
podría identificarlo como su secuestrador y violador. Siguieron y siguieron conduciendo a
altas horas de la madrugada, a través de los pueblos de montañ a de Ramona y Julian,
adentrá ndose en los escarpados pá ramos del gran Parque Estatal del Desierto de Anza, una
zona salvaje abrasada por el sol sobre el Salton Sea. Estaba a punto de amanecer cuando se
desvió en el solitario cruce de Scissors Crossing para tomar la antigua Butterfield Stage
Road, un camino de tierra poco transitado que conducía hacia el sur a través del yermo
Earthquake Valley. Habían recorrido má s de 180 millas desde Los Á ngeles.
En un paraje totalmente desolado de los fiats arenosos cercanos a Vallecito, aparcó e hizo
bajar a Shirley. "Vamos a hacer unas fotos antes de llevarte a casa", anunció mientras
sacaba su equipo del coche.
El sol acababa de salir por las montañ as de Tierra Blanca cuando Harvey obligó a la
aterrorizada joven a caminar delante de él por un barranco seco. Ella se quejó de que no
podía caminar con sus tacones altos por el suelo á spero y se quitó los zapatos. Harvey la
ayudó a ponérselos de nuevo cuando las rocas le magullaron los pies descalzos.
A unos 400 metros de la carretera, Harvey eligió un lugar llano entre cactus y ocotillos,
extendió su manta roja y montó el trípode. Sometida por un terror paralizado, dispuesta a
todo si aquel maníaco le perdonaba la vida, Shirley se sentó y dejó que le atara las muñ ecas,
los tobillos y los pies.
Harvey esperó un rato, hasta que el sol se puso má s alto, y luego tomó una serie de
fotografías de su indefensa cautiva en diversas posturas. Cuando terminó , sacó la cuerda
letal de metro y medio -la misma con la que había estrangulado a Judy Dull- y la ató a la
cuerda que le rodeaba los tobillos. En el ú ltimo momento, cuando le presionó la espalda y
empezó a subirle las piernas, Shirley se dio cuenta de lo que estaba haciendo. "¡Por favor!
Por favor", suplicó . "¡Tengo dos hijos!"
Harvey la estranguló exactamente igual que había matado a Judy. Se aferró a la cuerda
durante cinco minutos, antes de soltarla. Shirley cayó hacia atrá s, sin vida.
Harvey quitó y enrolló sus preciadas cuerdas, tras lo cual arrastró el cuerpo de Shirley
hasta una marañ a de maleza a 20 metros de distancia. En un impulso, le quitó las bragas
rojas, pero por lo demá s la dejó vestida. Para no dejar huellas, le limpió el brillante cinturó n
negro y le quitó los botones grandes del abrigo beige. Dejó parte de la ropa en los arbustos
y se llevó otras prendas para tirarlas en el camino de vuelta a Los Á ngeles. Le quitó 30
céntimos del bolso antes de tirarlo.

Un par de días después, los perió dicos se llenaron con la desaparició n de Shirley Ann
Bridgeford. Los detectives interrogaron a la familia de Shirley, a la avergonzada operadora
de la agencia de citas y a la joven secretaria que había agasajado a "George Williams" en su
apartamento. Pero las descripciones eran tan contradictorias que parecía posible que
hubiera dos hombres distintos implicados; tal vez Williams había intercambiado citas con
otro hombre.
Los sargentos detectives Pat Kealy y Dick Ruble, de Homicidios del Valle, anunciaron tras la
investigació n que estaban convencidos de que Shirley Bridgeford había sido víctima de un
asesino sexual, aunque no había la menor pista positiva sobre su destino, ni sobre la
identidad de su secuestrador. Kealy y Ruble consultaron con Dave Ostroff en West
Hollywood, sobre la posibilidad de que Williams fuera el mismo hombre de orejas de jarra
que había desaparecido con Judy Dull. Pero no pudieron establecer ninguna conexió n
definitiva.
Harvey Glatman se dejaba crecer el bigote durante una semana seguida y luego se lo
afeitaba; algunos días llevaba las gafas, otros se las dejaba quitadas. Harvey se reía con las
historias de los perió dicos. Pero lo que má s le gustaba eran las fotos que le había hecho a
Shirley, en las que su cara mostraba claramente su terror agó nico.

Harvey ya estaba en la onda. El segundo asesinato había sido má s fá cil. Había encontrado
un modo de vida. Había vuelto a burlar a la ley. Si jugaba con cuidado, esto podría continuar
indefinidamente. Estaba satisfecho de descansar por un tiempo.
Asistió con fe a sus clases de televisió n y consiguió un buen trabajo como reparador y
técnico del hogar. Interrogado má s tarde, dijo que nunca se le ocurrió molestar a ninguna
de las amas de casa cuyos hogares visitaba. Se trataba estrictamente de negocios.
Pero esta vez el intervalo fue má s corto. Fue a finales de julio de 1958, casi un añ o después
de la noche en que Harvey había estrangulado a Judy Dull, cuando su urgencia volvió a
alcanzar el punto á lgido. Hacía muchos meses que los perió dicos ni siquiera mencionaban
la desaparició n de Judy, y Harvey estaba seguro de que la investigació n del sheriff había
llegado a un callejó n sin salida. El calor estaba ahora en las oficinas de los corazones
solitarios, y se sintió seguro al cambiar de nuevo a los modelos una vez má s. A modo de
calentamiento, fotografió a un par de chicas en poses normales de pin-up. Después,
escudriñ ando los anuncios, se fijó en una modelo independiente llamada Angela, que vivía
en West Pico Boulevard, en el distrito de Wilshire de Los Á ngeles, no lejos del apartamento
de Harvey.
Á ngela Rojas, cuyo verdadero nombre era Ruth Rita Mercado, era una morena de 24 añ os
de exuberante figura y ascendencia latina, una antigua WAF originaria de Plattsburg, Nueva
York, que había llegado a California desde Florida en 1957. Antigua bailarina de strip-tease,
ahora se dedicaba a posar desnuda para fotó grafos aficionados y profesionales.
Tenía un pequeñ o estudio anexo a su apartamento de dos plantas, donde guardaba
có modamente cá maras, luces y película para los que no disponían de equipo propio.
Harvey telefoneó a Angela y concertó una cita. Cuando llamó a su apartamento, ella llamó a
la puerta en albornoz y le dijo que no se encontraba bien y que no le apetecía posar esa
noche.
El desaire de Angela no hizo sino aumentar la determinació n de Har vey de convertir a la
belleza latina de pelo oscuro en su tercera víctima. La noche siguiente, un sofocante
miércoles 23 de julio, regresó , pero el apartamento estaba a oscuras. Se tomó unas cervezas
en una taberna cercana y volvió ; las luces de Angela estaban encendidas.
Para entonces, Harvey estaba muy excitado. En cuanto ella se asomó a la puerta, vestida
con un leotardo ajustado y un jersey, la encañ onó con su Beretta. Su perrito empezó a
ladrar y Harvey lo encerró en el cuarto de bañ o. Obligó a la aterrorizada chica a subir a su
dormitorio, donde le ató las manos y los tobillos y la amordazó . Luego merodeó por el
apartamento y el estudio, con guantes de goma rojos para no dejar huellas.
Al volver al dormitorio, amenazó a Angela con la pistola, la desató , le ordenó que se
desnudara y la violó . Angela protestó diciendo que no necesitaba la pistola, que haría lo que
él quisiera si no le hacía dañ o. Pero Harvey prefirió mantenerla aterrorizada.
Después le pidió dinero a Angela y ella le dio 25 dó lares de su bolso. Harvey no necesitaba
dinero, pero robar bolsos de mujer seguía teniendo para él un oscuro significado sexual.
Eran las once y media de la noche. Desesperada por librarse del merodeador loco, Angela
dijo que su novio llegaría en cualquier momento.
Aunque Harvey no la creía, no podía permitirse correr el riesgo. "Vístete", le ordenó .
"Vamos a dar un paseo."
Á ngela, que no quería provocarle, aceptó . A petició n suya, Harvey sacó dos botellas de
brandy del frigorífico y se las llevó . Ya tenía comida y agua en el coche. Ató las muñ ecas de
la morena por detrá s, la envolvió con una manta y le advirtió de que le dispararía al
instante si hacía algú n aspaviento. Luego la llevó al Dodge, aparcado en el callejó n de atrá s.
Condujo por la autopista de Santa Ana y siguió recto por la U.S. 101 hasta San Diego, 120
millas, deteniéndose só lo para desatar las manos de Á ngela cuando estuvo seguro de que
iba a ser complaciente. Pasó por San Diego de madrugada y se dirigió al este por la U.S. 80,
a lo largo de la frontera mexicana hacia Imperial Valley. Al parecer, Harvey había estudiado
detenidamente su hoja de ruta y lo había planeado todo con antelació n. Cerca de Plaster
City, en el condado de Imperial, llegó al extremo sureste de la antigua Butterfield Stage
Road, cerca de donde había matado a Shirley Bridgeford. Volvió al noroeste por el camino
de tierra.
Poco después del amanecer, Harvey se detuvo en un solitario lavadero del desierto,
condujo a su cansada víctima a un lugar oculto tras unas rocas y extendió la manta. Con
Angela, de pelo oscuro, jugó su juego del gato y el rató n má s sá dico hasta la fecha. La obligó
a quedarse con él todo el día en el desierto, bajo el sol abrasador de julio. Segú n su relato, la
agredió repetidamente, y entre medias le hizo fotos desnuda o en slip, atada y amordazada.
Angela, que estaba somnolienta y enferma, mantuvo los ojos cerrados durante la toma de
fotos. Bebió un poco de su brandy, comió algunos de los bocadillos de Harvey y bebió el
agua que éste había traído. Harvey se unió a ella con un solo sorbo de brandy. Beber no era
uno de sus vicios.
"Ella era la que realmente me gustaba", recordó Harvey má s tarde. "No quería matarla, y
traté de encontrar una salida para ella, só lo que no se me ocurría ninguna respuesta". Era
poco probable, ya que Angela, al igual que Judy, le había asegurado que no se lo contaría a
nadie, y vivía sola. Ademá s, no había opuesto resistencia.
Pero la suerte ya estaba echada. Poco después del anochecer, Harvey le dijo a Angela que se
vistiera, recogió su equipo y volvieron a ponerse en marcha. Condujo hasta otro desolado
lavadero má s allá de Car-rizo Springs, a 32 millas al sureste del lugar donde había
asesinado a Shirley Bridgeford. Hizo que Angela se bajara de nuevo, supuestamente para
poder tomar algunas fotos con flash.
Extendió la manta roja, la hizo tumbarse boca abajo, la ató y la amordazó de nuevo. Una vez
má s fue el macabro acto de la cuerda que se había convertido en un ritual. En el ú ltimo
segundo Á ngela gritó : "¡Oh, Dios, no lo hagas!". Unos instantes después estaba muerta.
Harvey tiró algunas de sus pertenencias, pero se quedó con las medias, el slip, el reloj de
pulsera y los documentos de identidad, de los que dedujo que el verdadero nombre de
Angela era Ruth Rita Mercado. Después condujo lentamente de vuelta a Los Á ngeles,
pasando por el lugar desierto donde yacía el cadá ver de Shirley Bridgeford.
En los días siguientes, Harvey se sintió primero desconcertado y luego preocupado al no
ver nada en los perió dicos sobre la desaparició n de Ruth Rita Mercado o Angela Rojas. De
hecho, el anciano casero de la modelo latina denunció tardíamente su desaparició n y la
policía, sin saber qué pensar, ocultó temporalmente la noticia a la prensa. El teniente
Marvin Jones y el equipo de homicidios de la divisió n de Wilshire trabajaron sin descanso,
investigando a todos los novios y socios de la modelo desaparecida e indagando en la
historia de su vida.
El cuartel general tampoco descartó la posibilidad de que existiera una relació n entre las
desapariciones de tres bellas mujeres en tan poco tiempo.
Harvey no sabía nada de la actividad policial, pero se sintió engañ ado cuando su ú ltimo
asesinato no apareció en los titulares.
Como de costumbre, se mantuvo oculto durante un tiempo, ocupado con la reparació n de
televisores. En septiembre, se mudó a otro apartamento en South Morton Avenue, tampoco
muy lejos del escenario de su ú ltima incursió n.
A mediados de octubre, Harvey llegó a la conclusió n de que nunca se había denunciado la
desaparició n de Ruth Mercado y que nadie le seguía la pista. Esto le hizo sentirse mejor que
nunca.
Aunque había matado a tres chicas, el vicioso maníaco sexual iba muy por delante de la ley,
y no dudaba de su capacidad para seguir así. Estaba listo para entrar en acció n de nuevo.
Una noche llamó a una escultural morena francesa de 20 añ os llamada Diane, que le había
hecho algunas poses de pin-up rutinarias durante el verano y que acababa de abrir su
propio estudio y agencia de modelos en Sunset Boulevard.
Con el plan de siempre en mente, le pidió que fuera a su apartamento-estudio. Diane miró
de cerca sus ojos desorbitados y le dijo que esa noche estaba ocupada. Harvey, a quien
Diane conocía como "Frank Johnson", un objetivo aficionado, dijo que volvería.
A las nueve de la noche del lunes 27 de octubre, Harvey volvió a llamar al timbre del
estudio de Diane. "¿Puedes venir a mi casa y trabajar conmigo en algunas fotos de pin-up,
Diane?", quería saber. "Es un trabajo especial".
"De acuerdo, Frank", respondió Diane con cautela. "Iré contigo... si podemos ir en mi coche
y llevarme a mi novia". Pero esa idea no le gustaba nada. Quería conducir su propio coche y
trabajar solo con su modelo.
Diane se negó en redondo. Había algo en Johnson que la repelía. Estaba a punto de cerrarle
la puerta en las narices, cuando pensó en una chica que conocía, Lorraine Vigil, que estaba
ansiosa por iniciarse en el modelaje. Lorraine era una latina de 27 añ os, menuda, bien
formada y de pelo negro, de San José. Trabajaba como taquígrafa, pero había hecho un
curso de modelaje y aspiraba a ser una chica pin-up. Lorraine había respondido al anuncio
de Diane en el perió dico y estaba esperando su primer encargo.
Tras decirle a Frank Johnson que esperara, Diane llamó a Lorraine y le preguntó si quería el
trabajo. Diane le dijo francamente que no le gustaba el aspecto del cliente, pero que ya
había posado antes para él y se había portado bien. Lorraine aceptó encantada el encargo.
Cuando Harvey llamó a Lorraine sobre las 21.30 horas a la casa de la calle Sexta Oeste
donde se alojaba, hizo sonar el claxon y esperó fuera en lugar de acudir a la puerta
principal.
En cuanto subió al coche, la pequeñ a latina de aspecto comercial le pidió sus 15 dó lares de
honorarios. Le dio 10 y le dijo que le pagaría el resto cuando terminara el trabajo. Empezó a
conducir hacia el centro. Lorraine protestó bruscamente que ese no era el camino al
estudio de Diane, adonde creía que iban. "No, vamos a mi estudio de Anaheim", le dijo su
cliente. "Te llevaré a casa otra vez, no te preocupes".
Harvey giró hacia el sureste por la autopista de Santa Ana, conduciendo a toda velocidad.
Mientras atravesaban los suburbios, Lorraine le preguntó nerviosa qué tipo de fotos iba a
hacer.
Su ú nica respuesta fue pisar el acelerador. Seguía mirando al frente con ojos desorbitados.
Cuando pasaron Anaheim y Santa Ana, a 56 km de Los Á ngeles, Lorraine ya sabía lo que le
esperaba.

Pero nunca podría haber imaginado los diabó licos planes que Harvey Glatman tenía para
ella.
De repente, el coche aminoró la marcha, salió de la autopista por la oscura avenida Tustin y
se detuvo en el arcén. Lorraine se agarró al pomo de la puerta e intentó salir, pero Harvey
la agarró por el brazo y le apuntó con la pistola.
"Tranquila, Lorrie, y no te hará s dañ o", le dijo tenso. Pero esta vez Harvey obtuvo una
reacció n mayor de la que esperaba. Al borde de la histeria, Lorraine agarró la pistola y
empezó a forcejear y a gritar.
Presa del pá nico, Harvey dejó la pistola en el suelo y le agarró las muñ ecas. Se las retorció
por detrá s hasta hacerla gritar de dolor. "¡Te haré dañ o de verdad si no te callas!", gruñ ó .
"Ahora, quédate quieta mientras te ato las manos por detrá s". Sacó un trozo de cuerda de
debajo del asiento y empezó a anudá rsela alrededor de la muñ eca izquierda. "¡No me ates!",
gimió ella, "Haré lo que quieras. No soporto que me aten".
Pero en el momento en que Harvey se relajó y le soltó las muñ ecas, el enjuto manojo de
furia de 1,70 metros y 80 kilos empezó a gritar de nuevo y a golpear la ventanilla, tratando
de atraer la atenció n de los conductores que pasaban.

Harvey la agarró por el cuello, tiró de ella hacia él y le tapó la boca con una mano. "La gente
pensará que nos estamos besuqueando", le jadeó al oído. "Podría estrangularte si quisiera,
sabes, Lorrie. ¿Te vas a callar ya?"
Cuando la hilera de coches hubo pasado y la carretera volvió a quedar a oscuras, Harvey
intentó una vez má s atarle las manos, pero ella le arañ ó como un animal salvaje. Furioso,
Glatman cogió su pistola y la apuntó hacia ella. "¡Voy a dispararte ahora mismo!", espetó .
"Soy un ex convicto. Me importa un bledo ir a la cá mara de gas". Desesperada, Lorraine
Vigil agarró la boca de la automá tica y la empujó hacia abajo. Mientras forcejeaban, el arma
se disparó con un estruendo estrepitoso. Al sentir que la bala le abrasaba el muslo, Lorraine
lanzó un grito desgarrador. Harvey se quedó boquiabierto mirando la pistola que tenía en
la mano. "¡Te he disparado!", exclamó , aturdido.
Lorraine, al darse cuenta de que no estaba herida, aprovechó el momento de descanso para
alcanzar al pistolero con la mano libre, abrir la puerta del coche por su lado y empujarle.
Cayeron al arcén y rodaron por la grava.
El ú nico pensamiento de Lorraine fue aferrarse a la pistola. Harvey maldecía con furia
desconcertada, intentando quitá rsela de encima y ponerse en pie. De algú n modo, la chica
consiguió girar el arma y apretar el gatillo, pero no disparó . Ella se aferró y le clavó los
dientes en la muñ eca. É l aulló , soltó la pistola y saltó hacia atrá s. Lorraine le apuntó con la
pistola mientras se ponía en pie. Volvió a apretar el gatillo, pero de nuevo no funcionó .
En ese momento, una motocicleta chirrió al detenerse y el resplandor de un foco iluminó a
la jadeante y desaliñ ada pareja. Era el agente Thomas F. Mulligan de la Patrulla de
Carreteras de California, un corpulento ex jugador de fú tbol americano, que había girado
casualmente por la avenida Tustin de camino a casa después de patrullar.
Eso lo rompió todo. La morenita corrió sollozando hacia el agente uniformado y le puso la
pistola en la mano. El cordó n de la faja aú n colgaba de su muñ eca izquierda. "¡Está loco!",
gritó . "¡Intentaba matarme!"
Harvey Glatman, con sus ojos de bú ho aú n ardiendo de impía fascinació n, caminó hacia
Lorraine como un hombre en trance.
El agente lo detuvo bruscamente y le puso las esposas. Pronto llegaron otros coches de
policía. El secuestrador sexual y su víctima -que milagrosamente no sufrió má s que algunas
magulladuras y una herida superficial en el muslo- fueron trasladados a la oficina del
sheriff en Santa Ana. Má s tarde se descubrió que la automá tica se había atascado tras
disparar la primera vez porque estaba cargada con munició n de revó lver.
Ese fue el final de la carrera asesina de Harvey Murray Glatman. Al principio, los ayudantes
del sheriff del condado de Orange no se dieron cuenta de lo grande que era el pez que había
caído en su red. Harvey tenía 925 dó lares en su cartera y en su coche, así que pensaron que
era un ladró n. Admitió con desgana el ataque a Lorraine Vigil y sus antecedentes en
Colorado y Nueva York, pero negó cualquier otro delito.
La verdadera historia de terror comenzó a revelarse cuando los detectives de Wilshire
fueron al apartamento de Harvey y encontraron una anotació n con el nombre y el nú mero
de teléfono de Angela Rojas. Una investigació n má s a fondo y la prueba del detector de
mentiras en la oficina del fiscal del distrito de Santa Ana dieron en el clavo. Harvey mostró
una reacció n reveladora ante el nombre de Á ngela, y finalmente se derrumbó y empezó a
contar toda la historia de pesadilla de los asesinatos de Judy Ann Dull, Shirley Ann
Bridgeford y Ruth Rita Mercado.
Condujo una caravana hasta Anza Desert y llevó a la policía directamente hasta los
cadá veres de sus dos ú ltimas víctimas. Má s tarde, señ aló el lugar cerca de Thousand Palms
donde había matado a Judy Dull. En su apartamento se encontró la caja de herramientas
cerrada con llave que contenía su espeluznante colecció n de fotos y otros recuerdos
incriminatorios, incluido el carné de identidad de Ruth Mercado.
Los testigos lo identificaron positivamente como "Johnny Glynn" y "George Williams".
La anciana madre de Harvey se derrumbó entre sollozos cuando se enteró de su detenció n
y de los espantosos cargos que se le imputaban. "¡Dios mío!", gritó . "¡Mi hijo no! Siempre
fue tan bueno. Nunca hizo dañ o a nadie. Tiene que haber un error".
Pero no había ningú n error. En varias largas declaraciones grabadas, bajo el interrogatorio
supervisado por el capitá n Arthur C. Hertel, comandante de homicidios de Los Á ngeles, el
increíble monstruito, fumando un cigarrillo tras otro mientras hablaba, detalló su temible
cró nica sin rastro de remordimiento. De hecho, apenas mostraba ningú n atisbo de emoció n,
salvo un repulsivo aire de relajada satisfacció n y vanidad.
Harvey dijo que los asesinatos en sí no le producían ninguna emoció n. "Realmente no
quería matar a esas chicas", aseguró a sus interrogadores. "Pero tenía que hacerlo para
protegerme. Mi miedo a que me atraparan era casi tan grande como mi compulsió n hacia
las mujeres". Pero el espantoso historial de sadismo progresivo y premeditació n hablaba
por sí solo. Estaba claro que Harvey alcanzaba la cima de la satisfacció n sexual mientras
estrangulaba a su indefensa víctima.
Glatman negó haber matado a ninguna otra mujer. Fue interrogado sobre una docena de
asesinatos sin resolver en diversas partes del país, incluido el de una chica no identificada
de unos 20 añ os cuyo cuerpo desnudo había sido encontrado en un barranco cerca de
Boulder, Cob. en abril de 1954. Pero el detector de mentiras indicó que decía la verdad
cuando negó cualquier conocimiento del crimen. "¿No son suficientes tres?", preguntó ,
sonriendo con desgana.
Sadismo y masoquismo son dos caras de la misma moneda. Ahora que le habían pillado,
Harvey dijo que quería que le quitaran de en medio lo antes posible. "Siento que me espera
la pena de muerte", dijo en su celda. "Doy la bienvenida a la muerte, porque la vida entre
rejas es algo terrible". Habló de su preocupació n de toda la vida por la muerte, de sus
intentos de suicidio. "Llevo mucho tiempo queriendo suicidarme, pero no he tenido agallas.
Ahora la ley lo hará por mí". Los cabos sueltos se ataron rá pidamente y, tras una
conferencia de tres condados, se decidió que Harvey debía ser juzgado primero en el
condado de San Diego por los asesinatos de Shirley Bridgeford y Ruth Mercado. Mientras
esperaba su procesamiento, el excitado Ayuntamiento de Los Á ngeles redactó una
ordenanza por la que se exigía a las modelos pin-up y a los fotó grafos especializados en
desnudos que se registraran en la comisió n policial y demostraran su buena conducta
moral. Unos 20 estudios y 250 modelos de Los Á ngeles y Hollywood se vieron afectados.
Las autoridades también tomaron medidas para restringir el funcionamiento de los clubes
de corazones solitarios y las agencias de citas, y los agentes antivicio de Hollywood
tomaron medidas enérgicas contra los vendedores ambulantes de fotografías
pornográ ficas.
Acusado el 20 de noviembre de los dos asesinatos del condado de San Diego, Harvey se
declaró inmediatamente culpable. Su abogado y su madre, que había venido desde Denver
para estar a su lado, pidieron al juez superior John A. Hewicker que anulara la declaració n y
la sustituyera por una de inocencia por demencia.
Harvey se opuso obstinadamente. "Creo que mi declaració n de culpabilidad fue correcta",
argumentó . "Esta declaració n de demencia es só lo una maniobra dilatoria. Mis actos
justifican mi declaració n anterior. Prefiero ser ejecutado a pasar el resto de mi vida entre
rejas".
El juez designó al Dr. Carl E. Lengyel, psiquiatra jefe del hospital del condado, para
examinar a Harvey. El médico informó de que, en su opinió n, el extrañ o joven asesino
estaba legalmente cuerdo, aunque había que reconocer que era un bicho raro. "Este
hombre", dijo el médico al tribunal, "siempre se ha sentido inferior al sexo opuesto, y só lo
podía obtener verdadero placer sintiéndose dominante. Só lo podía hacerlo en situaciones
en las que la pareja en su actividad sexual estaba indefensa."
Sobre esta base, el juez Hewicker rechazó la declaració n de demencia y permitió que se
mantuviera la declaració n de culpabilidad, tal como quería Harvey. Só lo quedaba
determinar el grado de culpabilidad y la pena. Para este procedimiento, el triple asesino
confeso renunció a un jurado.
En una vista de tres días ante el juez Hewicker, se reprodujo la confesió n oficial de Glatman,
grabada en cinta magnetofó nica durante dos horas, y declararon varios testigos, entre ellos
Lorraine Vigil y familiares de las víctimas. El fiscal del distrito presentó una prueba
truculenta que se cree que no tiene precedentes en los anales criminales: La colecció n de
22 fotos tomadas por el propio Harvey a sus víctimas unas horas o minutos antes de
estrangularlas. Las escalofriantes fotografías mostraban a Judy Dull atada y amordazada en
el apartamento del asesino, y a Shirley y Ruth en el desierto.
Al concluir la vista el 18 de diciembre, el juez Hewicker fijó los asesinatos en primer grado
y sentenció a Harvey Murray Glatman a morir en la cá mara de gas de San Quintín. Harvey
escuchó inexpresivo lo que dijo el juez al pronunciar la sentencia: "Cuando me senté aquí y
escuché las grabaciones en las que el acusado contaba có mo había matado a esas chicas, me
quedé estupefacto. Espero no tener que volver a escuchar un testimonio así. El tormento
que sufrieron en el desierto fue horrible.
"Sé que mucha gente en las altas esferas no cree en la pena capital. Pero hay algunos
crímenes tan repugnantes que só lo hay una pena adecuada, y es la muerte. Que Dios se
apiade de tu alma".

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