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CAPITULO 10. color salmón.


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De color salmón. Con la tinción de rojo congo eran de color salmón. El brillo
amarillo verdoso de la birrefringencia solamente se apreciaba al polarizar la luz con los
cristales adecuados. Así vio Chencha por primera vez las placas de amiloide en el
interior de los cuerpos neuronales. Claro, que antes había estudiado algo sobre la
enfermedad, pero no la había hecho plenamente consciente hasta ese momento.

Casi cuarenta años más tarde, a la entrada del asilo, abrazaba estrechamente a su
madre y no podía contener el llanto. ¿Tendría ella esas plaquitas en el interior de sus
neuronas? ¡Qué más daba! Ahora sí que daba lo mismo. Lo cierto es que su memoria
había empezado a fallar y llevaba una carrera imparable. Terminaban de dejar una
maleta con ropa de su padre para los viejitos. La monja se lo había agradecido mucho.
¿Acabaría llevando a su madre a un centro parecido?

¡Qué dolor! Uno de los mayores problemas psicológicos en la enfermedad


crónica es la aceptación. Chencha lo sabía bien, lo había explicado mil veces a las
estudiantes de auxiliar de enfermería. Era polifacética, también había dado clase en
ciclos formativos en secundaria. Incluso lo había vivido en su propia piel con aquella
lesión de rodilla que tanta lata le dio durante años; pero ahora no podía tragárselo, el
alzhéimer de su madre era como una inmensa montaña imposible de escalar para ella. El
Everest se alzaba delante de su vista y sentía que no tenía fuerzas. Además estaba muy
sola.

Primero fue lo de la vista. ¡Pobre madre! También le tocó la degeneración


macular senil. Chencha sugirió lo de la Barraquer. Tenían que hacer todo lo que
pudieran por evitarle la ceguera. Durante años no se había preocupado de hablar con su
familia demasiado a menudo. Su madre era una persona tranquila y confiada.

Si no sabemos nada es porque estás bien. Las malas noticias corren como la
pólvora solía decir. No te preocupes. Céntrate en tu trabajo y disfruta lo que
puedas ahora que eres joven.
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Sin embargo, los últimos años la llamaba a diario sin falta. Incluso cuando
estaba en el extranjero y todavía no había la tarifa europea que vino luego. No le
importaba pagar una factura telefónica grande. Quizás no se había dado cuenta hasta
entonces de lo mucho que la quería. Si no podía ver, por lo menos podría escuchar a su
hija todos los días de su vida. Iban a Barcelona en el Euromed y no paraban de hablar
todo el trayecto. Su padre no podía evitar mostrarse celoso.

¿Qué puñetas tenéis que contaros que no se termina nunca?

Cuando empezó a no recordar, Chencha pensaba que era por la vista. Si no podía
anotar nada en el almanaque, que es lo que hacemos todos, ¿cómo iba a saber lo que
tenía que hacer cada día? Por eso le regaló la grabadora, pensó que le serviría a modo de
almanaque para sus notas.

Aquella noche en el Tanatorio se acabaron sus dudas. Llevaban todo el día de


trajín, desde que le dio el último infarto en el Hospital. Estaban todos los hermanos,
familiares y amigos, más arropados imposible. Acababa de morir el padre. Para la
madre de Chencha, el centro de su vida. Su hermano le susurró casi al oído.

Llévatela a casa, a ver si come algo. No ha tomado nada en todo el día.

Se levantó despacio, cogió el abrigo de su madre del armario y empezó a


ponérselo. Las personas que estaban allí por acompañarlas se sorprendieron.

¿Os marcháis?

Sí. Me la llevo a cenar a casa. Está hecha polvo.

Ya en el coche:

Menos mal que nos hemos ido. ¡Qué pesada toda esa gente! Desde la hora de
comer de visita ¡y no se iban! A su madre se le había olvidado que su querido esposo
estaba de cuerpo presente. Alguna ventaja tenía que tener el puñetero alzhéimer. En
esos momentos estaba mitigando su dolor.

2. La voz de la madre.

En el armario de sus padres encontró una cinta grabada que pudo escuchar en el
radio casete de la mesita de noche. Era la voz de su madre:
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«Empiezo a perder la vista y mucho me temo que sea algo más que la vista. Sólo
tengo una hija y no está a mi lado desde que salió del pueblo a estudiar fuera. Tenía sólo
trece años. ¡Ay! No he querido lloriquearle para que volviera. Comprendía que era
bueno que llegara a ser alguien en su profesión; no obstante, he pensado en ella todos
los días de mi vida. Es buena, me ha traído este aparato, lo ha puesto en marcha y me ha
explicado punto por punto cómo utilizarlo. Es una grabadora de voz muy sencilla para
que con solo dos botones yo pueda dejar notas habladas y escucharlas como quién
consulta su bloc o su agenda. Aquí es donde voy a grabar estos recuerdos, estos
pensamientos, estos sentimientos,… todo, lo que salga. Quizás ella luego lo transcriba.
Es un deseo que ahora me gusta expresar, que me gusta sentir, que alimenta una ilusión.
Así, en parte escribiré pensando en ella.

Tengo seis nietos, creo. A veces me bailan las cifras, sus nombres, los días, las
fechas de cumpleaños. Mi marido me recuerda sus santos y cumpleaños, también los de
mis hijos menos mal y llegado el día me da un billete de cincuenta euros cuando se
oyen sus voces por el interfono o cuando bajamos del coche para entrar en la casa de
alguno de ellos. «Dáselo a este o a aquél, es su santo o su cumple. Felicítalo». Dios ha
puesto este ángel a mi lado. Me sentiría tan insegura sin él.

Mi hija me llama todos los días. Antes no, antes llamaba cuando iba a venir o
cuando necesitaba algo, siempre de forma puntual. Empezó a llamar con más frecuencia
cuando me diagnosticaron principio de degeneración macular. Es de tipo húmedo, la
peor, evoluciona muy rápido. Ella fue la que se empeñó en llevarme a la Clínica
Barraquer. De eso hace ya años. Quizás gracias a aquellos cuidados la enfermedad ha
ido un poco más despacio; pero ahora creo que hemos llegado al punto final. Las dos
máculas están destruidas y solo me queda la visión periférica. Podría haber empezado a
escribir un poco antes; pero no, se me ocurre empezar ahora que ya casi no veo. Quizás
por eso me he decidido a plasmarlo, aunque sea en un registro oral, antes de que se
borren las representaciones de mi memoria. No tendría por qué suceder, pero por si
acaso.

El pequeño de los nietos es todavía un niño. Sus padres trabajan los dos, por
fortuna. Algunos días me reclaman para que vaya a recogerlo al colegio y me lo traiga a
comer a casa. Otras veces es para que vaya a las ocho de la mañana, cuando ellos salen
para el trabajo y me quede con él si está enfermo. Últimamente me he olvidado de ir por
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lo menos un par de veces. ¡Madre mía, qué disgusto! Si por eso digo que ojalá y sólo
sea lo de la mácula, porque si se me va la memoria podría ser todo mucho peor. Yo
confío en Dios, siempre he confiado y, sobre todo, hago lo que puedo y no me siento
obligada a hacer más. Todo con santa paz. Supongo que mis hijos saben mejor que
nadie que nunca he dejado de ayudarles por comodidad.

Creo que vamos a ir al neurólogo por la compañía de sanidad privada. Mi


marido ha pedido una cita para mí y sospecho que la razón está en estos últimos olvidos.
Mi hija ya se preocupó y mucho un día que llamó por teléfono y estaba el pequeño solo
en casa. Se mantuvo al teléfono hasta que llegamos. Aunque lo peor fue que ¡me había
dejado el fuego encendido! El pasillo estaba lleno de humo. Tuvimos suerte de no salir
ardiendo.

En mi familia no ha padecido nadie demencia, que yo sepa. Aunque pocos han


superado los ochenta años. Dicen que es una enfermedad familiar; pero no siempre.
Bueno, mejor es pensar que lo mío no corresponde a esa maldita enfermedad. Lo
sentiría más por mi familia que por mí. No me gustaría ocasionarles tanto sufrimiento.

Dice mi marido que cuando nos veamos más mayores y no podamos cuidarnos
en la casa nos iremos los dos a una residencia de ancianos. A una habitación doble para
los dos. Algunas parecen una pequeña vivienda, con su televisor, su baño, su cocina y
su mesa camilla. Él lo tiene muy claro, o eso dice. No sé. Por ahora nos valemos los dos
solos. Él se apoya en mí cuando salimos a caminar y yo me apoyo en él cuando no veo o
no me acuerdo del día de la consulta. La compra y la comida también la hacemos entre
los dos. Yo sola ya no podría. Se sienta en la mesa de la cocina junto a mí, va pelando
patatas, controlando el fuego, lo que vamos echando a la olla y en qué orden. Un día le
dijo mi hija que por qué no pedíamos la comida al cáterin del colegio de enfrente. Le
contestó que cuando él ya no pudiera cocinar. Me siento afortunada de tenerlo, de estar
junto a él».

Chencha se puso a llorar como no había llorado desde que murió su padre.

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