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Cuando uno es niño siempre le esconden algo. Bueno, tal vez es lo mejor, ¿no?
Hay cosas que yo tampoco les contaría a mis hijos. Y, sin embargo, ahora que
la veo ahí como dormida entre las sondas y otras máquinas que todavía la
sostienen en el coma sin posibilidad de regreso, me pregunto si alguna vez no
quiso decirme algo, sincerarse, darme algún tipo de explicación.
Salía por las tardes con mis tías, con sus amigas, con mi abuelita. Y
luego volvía contando milagros: lágrimas de una imagen virginal, perfume de
rosas en el ambiente, alguien había caído en trance y había anunciado
catástrofes detrás de las cuales se adivinaban leves rasgos de apocalíptica
esperanza, cosas así, dictadas por la inocencia o por la necesidad de creer en
algo. Pero cuando él llegaba se callaba de golpe y se iba a su cuarto a retocar
el maquillaje que la emoción y las oraciones le habían corrido.
Por qué no abre los ojos un minuto. No crea que demoré mucho en
darme cuenta, y me pasé semanas temblando solo de pensar que él también
pudiera advertir el nuevo brillo de sus ojos, esa forma de cantar tenuemente
She is leaving home cuando le ayudaba a la Rosa en la cocina o ponía la mesa.
Qué terrible es entender. No digo el inglés, el cada vez más poético inglés de
sus Beatles, aunque también; pero sobre todo qué terrible es entender a los
mayores cuando uno todavía no lo es. Qué terrible saber por qué comenzó a
ponerse pañuelitos de colores al cuello para nomás de ir a rezar el rosario frente
a la Virgen María que tal vez comprendía aquello de la soledad, aquello de
encogerse en un rincón porque en realidad nadie sabe si alguna vez también
San José tuvo un arrebato (en fin de cuentas, era humano, y seguro que para
él tampoco las cosas resultaban muy fáciles, con esa carga de educar para
profeta mesías y salvador del mundo al hijo de Otro) y le gritó al niño Jesús que
no le joda ni se meta en cosas de mayores, y volcó la mesa de una
patada botando lejos las herramientas… Pero no, estoy volviéndome loco.
Loco de verla ahí, tan quieta, tan entre sondas, electrodos y pantallas, tan
callada, tan en estado de coma; loco de recordar cómo en ese entonces la vi ir
saliendo del pozo, cómo de repente se me puso tan hermosa, cómo dejó de
deambular por la casa estrujándose las manos con angustia mientras levantaba
los ojos al cielo sin saber qué hacer, cómo volvió a la guitarra, a los Beatles, a
Elton John y a la poesía de Bernie Taupin que tanto había amado en esa
adolescencia que él le quitó de golpe para traerla al infierno. Porque para qué
nos vamos a hacer los que no, ¿no es cierto? Para qué matizar si usted y yo
sabemos bien cómo era, cómo fue, hasta ese día que no le quiso dejar ir, y
entonces usted, por primera vez, apretó los puños y los dientes, levantó la
barbilla en un gesto desafiante sin palabras, pero más claro que el agua, y de
pronto se vio tan bella en su amenaza que a mí se me puso un nudo imposible
en la garganta, casi como este de ahora, porque supe que de una vez se habían
acabado los gritos, y los insultos, y los vidrios rotos, y los encierros, y las
palabrotas, y supe que usted nunca más tendría los ojos hinchados ni
moretones en los brazos o en cualquier otra parte del cuerpo mientras lo veía
replegarse, dar un paso atrás, vacilar ante la determinación de su gesto,
farfullar algo así como “no te demorarás mucho” y salir de la escena sin mayor
trámite.
Si solo abriera los ojos una vez más. Pero no. ¿Está? ¿Ya se fue? Los
monitores dicen que todavía no. Ojalá pudiera volver, un minuto nomás. Un
minutito. Pero todos se van. Primero el padre, ¿no es cierto? Porque un cura
siempre será un cura, se diga lo que se diga. Y peor si la Virgen María está
llorando todo el tiempo delante de uno. Las lágrimas de ella son mucho más
persuasivas que las suyas mientras subía al auto con un clínex en la nariz, con
gafas oscuras a las siete de la noche y yo, entre curioso y enojado: ¿Le pasó
algo, mami? ¿Por qué se demora tanto? Y usted nada, nada. Y yo, más curioso
y menos enojado: ¿Por qué llora, mami? Y usted de golpe sin poder
contenerse, soltando todo sin una palabra, estremeciéndose de pies a cabeza,
y yo sin saber qué hacer frente a esos sollozos desconocidos que ya no eran
la pura emoción de asistir a un milagro, y tampoco eran el llanto angustiado
que todos conocíamos bien, sin atinar ni a preguntar, ni a extender una mano
para acariciarle el pelo, ni siquiera a encender el carro hasta cuando la cara
pálida y tan triste del nuevo padre apareció en el hueco de la puerta,
mirándonos con insistencia, y usted no es que me suplicó, sino que ordenó
vámonos por favor, vámonos pronto de aquí. Entonces se acabó la Virgen, y
se acabó el rosario de los sábados tarde aunque la abuelita llamara cada
viernes a invitarla, y se acabó también la guitarra, y solamente quedaron los
Beatles, tan desamparados en su I belive in yesterday que daban una lástima
tremenda.