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MI AMANECER parodia

Prefacio

Pum-pum. Pum-pum. Pum-pum.

Los latidos de mi corazón estaban contados. Una a una, las células


que lo formaban iban quedando petrificadas, detenidas, como un reloj
sin pilas o un móvil sin batería.

Pum-pum. Pum-pum. Pum-pum.

Contaba los segundos, los instantes que me quedaban de vida, pero


era incapaz de contar los que me restaban de existencia.

Pum-pum. Pum-pum. Pum-pum.

El sonido de la vida se extinguía en mi interior, y yo lo permitía. Lo


permitía por unos cabellos cobrizos, unos ojos dorados y un amor
infinito. Un amor ETERNO.

Capítulo Uno. Comprometida.

- ¿Charlie? – pregunté.

Tras abrir la puerta con un estrepitoso y poco habitual ruido provocado


por el entrechocar de las llaves en mi mano, me dirigí hacia la sala de
estar, donde mi padre estaba medio ausente mirando un partido de
fútbol disputado por dos equipos que se jugaban el descenso.
- ¡Tierra llamando a Charlie! – bromeé, algo poco habitual en mí.
- Houston, tenemos un problema – me contestó con sorna.

Nunca estaba dispuesto a cambiar, siempre con su actitud infantil tan


impropia del jefe de policía, del señor Swan. Mas estaba segura de
que poco le quedaba al dócil padre típico americano que pasa de ti
mientras ve la tele. Puesto que no había venido sola, sino que Edward
esperaba en el umbral de la puerta de entrada. Oí como avanzaba con
sus suaves y sutiles pasos, casi imperceptibles, pero yo estaba tan
ligada a él que de alguna forma mi subconsciente me contaba lo que
él hacía a cada momento.

- Papá, Edward ha venido – drásticamente, sus facciones se


contrajeron en un gesto serio -. Tiene… tenemos que decirte algo.

Obviamente aquello no había sonado nada bien. Quizás se creyese


que me quería independizar, o que estaba embarazada, como si
aquello fuese posible, o que… o que iba a pedirle mi mano. Y es que
eso, exactamente eso, era lo que se proponía.
Charlie echó un fugaz vistazo a mi mano, donde descansaba el anillo
de Elizabeth Masen y donde estaría para toda la eternidad como
prueba del amor que nos profesábamos. Dios mío, lo había visto.

- Dile que pase – dijo por pura cortesía –. Será más sencillo de
explicar todo si estáis los dos – puso especial énfasis en la última
palabra.

Saludó a Charlie con un grácil movimiento de mano que no fue


devuelto, y se situó a mi lado. Me acomodé a su postura, en perfecta
armonía, como dos notas claves de una partitura, como el punto y la í.

- Quiero que esto sea lo más formal posible, a si que no montes en


cólera antes de tiempo Charlie, porque esto estropearía mi tan
ensayado discurso – mi padre asintió.

Anonadada por la actitud dura, fría e inhumana de Edward me quedé


callada, mirando perpleja a dos de los tres hombres de mi vida.
Faltaba Jake. Y yo lo sabía, y me dolía, dolía mucho. Demasiado.
Parpadeé un par de veces para enjugarme las lágrimas. Gracias a
Dios que Edward estaba demasiado tenso como para fijarse en mi
expresión y en mis gestos.

- Creo que ya comprendiste, Charlie, que lo nuestro – comenzó


Edward refiriéndose a nuestra relación – va totalmente en serio – mi
padre asintió –. Quizá tu no apruebes al cien por cien este hecho, y
prefieras que Bella esté con Jacob – que pronunciase a Jake en su
discurso me conmovió sobremanera – pero esto es lo que hay. El
amor que profesamos el uno hacia el otro va más allá de las barreras
de lo físico, a si que no temas por la vida… por la integridad física de
tu hija. Además, ella es mayor de edad para saber lo que tiene que
hacer.

En el amago de un gesto simple pero nervioso, metí la mano en mi


bolsillo, donde hallé un chupa chups de fresa. Dispuesta a evadirme
de aquel lugar, comencé la prácticamente imposible tarea de quitarle
el papelito que envuelve al caramelo. Al ir a morderlo para rasgar el
papel, me fijé en que había un vampiro dibujado. ¿Es que todo en mi
vida tenía que tener los colmillos afilados?

- No quiero dar más rodeos. Creo que ya te hueles la


situación y no he de hacerte esperar más, sea cual sea tu respuesta.
Bella y yo vamos a formalizar nuestra relación, queremos casarnos –
usó indebidamente el plural, puesto que yo seguía reacia a constatar
de aquella forma nuestro amor –. Obviamente, lo deseamos hacer por
las buenas, con tu permiso, contigo, con Reneé y con Phill en la boda,
puesto que sois la familia de Bella.
- Esto, papa – les corté –, Edward esta un poco chapado a la antigua,
y lo que quiere saber es si le das permiso para casarme conmigo.
Mordisqueé el palo del chupa chups de forma nerviosa, hasta
romperlo y quedarme solo con la bolita y un pequeño cacho en la
boca. Me atraganté, como no, y empecé a toser nerviosa. Al unísono,
Charlie y Edward se volvieron, mirándome preocupados.
- No es nada – musité, confundida. Odiaba esa superprotección por
parte de ambos, como si fuese una niña pequeña.
La tensión era perceptible en el ambiente. Tragué saliva, en un inútil
intento por deshacer el nudo que obstruía mi garganta.
- Sin más rodeos, tan solo quiero… - continuó Edward.
- Queremos – le corregí automáticamente.
- Queremos anunciarte que pronto Bella y yo nos casaremos.
Parecía que el tiempo había decidido detenerse de pronto.
- ¿Cuándo? – preguntó Charlie.
- El mes que viene.
- ¡El mes que viene! – gritó Charlie – Mi pequeña se casa y lo hace
apresuradamente… ¿Y el vestido? ¿Y el banquete? ¿Quién os
casará?
- Papá – le tranquilicé, intentando parecer calmada y fracasando en
ello – Estáte tranquilo, todo va bien. Ya tengo vestido, será en la
Mansión Cullen… y no sé quien los casará.
- Hija mía, enhorabuena – concluyó mi padre.
Irrumpí en lágrimas de felicidad. ¡Mi padre lo había aceptado! Estaba
eufórica, quería saltar, enseñarle el vestido, besar a Edward, llamar a
Alice, contárselo a mamá, y todo ello a la vez. Era feliz.

Capítulo 2. Díselo a mamá.

Charlie había intentado involucrarse al máximo en todos los


preparativos relativos al próximo enlace. A pesar de mi negativa,
insistió en comprarme un estúpido tocado para mi pelo, en mi opinión
algo inútil puesto que mi cabello, laceo por naturaleza, no aguantaría
ni una diadema durante más de una hora. Era una especie de tiara
con brillantes, parecidos al diamante que me regaló Edward.

Por su parte, Alice estaba histérica. Quedaban tres semanas para la


boda y yo aún no había reunido el valor suficiente para enfrentarme a
mi madre y contarle que me casaba. “Hola mamá” había ensayado un
millón de veces delante del espejo “te llamaba para decirte que en
veinte días en vez de Swan me apellidaré Cullen”. Sonaba tan
estúpido que me reía de mi misma al pronunciar en voz alta esas
palabras. Mientras tanto, yo me dedicaba a echar de menos el
caluroso verano de Phoenix. En Forks, incluso en julio tenías que
llevar chaqueta.

Diecinueve días antes de mi boda decidí enfrentarme a mi cobardía y


llamar a Renée. ‘Deje su mensaje después de oír la señal’ me dijo el
contestador. Gruñí, y colgué el teléfono sin atender a la nada afable
recomendación de la teleoperadora. Al regresar a mi habitación, puse
todo mi empeño en encontrar la agenda telefónica donde tenía el
número de Phill. Me encontraba rebuscando en el cajón de mi mesilla
por enésima vez cuando recordé que la tenía abajo, en el salón, junto
al teléfono. Marqué el número de su móvil con rapidez, ya que me
había decidido.

- ¿Phill? – pregunté, timidamente. Él y yo no habíamos llegado a


congeniar del todo durante nuestro tiempo de convivencia.

- Bella, cariño, soy Renée – la voz de mi madre me


sobresaltó al otro lado del auricular.
- ¡Mamá! Necesito hablar contigo.
- Calla hija, calla. Eres una cobarde. Lo sé todo, ¿sabes? – quedé
anonadada por un instante, sin saber que decir. Simplemente, la dejé
continuar – Charlie me llamó hace unos días, poco después de
decírselo tú.
- Mamá lo siento pero …
- Calla – me reprendió – Sabes lo que yo opino a cerca del
matrimonio. Sabes que no estoy de acuerdo. Pero sabes que te quiero
y que nada en el mundo podrá remediar eso, nada, porque eres mi
hija, mi hija mayor.
- ¿Mayor?
- Para eso te estaba regañando, para que tú no me regañes. Cariño,
vas a tener un hermano.

Oh, no, fue lo único que caviló mi mente.

- Qué drástica eres mamá – fue mi primera respuesta, el inicio de una


gran sarta de sandeces – Tienes el tacto de un búfalo en estampida.

Tenía claro que comparar nunca había sido lo mío, pero nunca se me
ocurría nada mejor. Continuaba en estado de shock, peor que cuando
me enteré de que Edward era un vampiro, y mira que eso fue un buen
golpe para mi moral. Lo que quedaba de mi amor propio descendió al
subsuelo y se me escapó entre los dedos, porque ya no quería nada
más que me atase al mundo, y un hermano era lo único que faltaba en
mi vida.

- Renée, yo, no sé que decir. ¡Tengo dieciocho años! Puedo ser


perfectamente su madre, bueno, no tan perfectamente, pero… ¡Dios
mío! Me alegro mamá, simplemente me alegro. Por ti, por Phill, y por
todo el mundo – concluí, dudosa.
- Hija mía… Mañana a las diez cojo el vuelo a Pórtland. Cariño, te
quiero, me tengo que ir.
Cortó de inmediato la comunicación y me dejó pegada al auricular, con
el horrible pitido pitándome en los oídos. Ahí, callada, con la boca
entreabierta, con las neuronas trabajando, intentando decirme a mi
misma que todo aquello era un sueño.

- Pasaron los días entre preparativos, llamadas de


última hora, arreglos, confecciones, lloros e hiperventilaciones. Dormí
mal y con pesadillas sobre consecuencias catastróficas durante los 18
días anteriores, a pesar de tener la siempre fiel compañía de Edward
que saltaba a mi habitación en cuanto detectaba que Charlie estaba
dormido. Me abrazaba, con delicadeza y un extremo cuidado, y me
susurraba las palabras más bonitas que jamás había escuchado al
oído. La noche anterior a mi boda, decidí no dormir. Decidí pasar toda
la noche mirando a Edward, grabando a fuego sus rasgos en mi
memoria para jamás perder ese recuerdo de lo imposible. Llego
pronto: Charlie se había ido a dormir muy temprano, puesto que no
quería estar cansado al día siguiente, ya que se consideraba un
perpetuo dormilón y no le parecía políticamente correcto quedarse
dormido durante el transcurso de la ceremonia.

Sin muchas celebraciones, me puse el pijama y me atusé el pelo como


si esperara que una fuerza divina terminase con su habitual forma
lácea y sin vida. Cepillé mis dientes sin ganas y me volví a la
habitación. Sobre mi cama, recostado, me esperaba Edward. Estaba
tumbado de lado, con la cabeza soportada por el brazo. Llevaba los
primeros botones de la camisa blanca desabrochados, lo cual dejaba
entrever el torso marmolito e inmaculado, de un blanco infinitamente
más puro que el de su ropa.

Me sonreía de forma burlona, divertido por el estúpido camisón que


me había comprado en una de mis excursiones deportivas al centro
comercial de Port Angeles. Era de una tela similar a la seda, con un
bordado muy recargado y demasiado corto para mi. Se ceñía a todas
y cada una de las escasas curvas de mi cuerpo, haciéndome sentir
incómoda y demasiado femenina.

- Me gusta – dijo él con sorna.

Torcí el gesto en un experimento de mueca burlona que aspiraba a ser


una sonrisa algo pícara y se quedó en un mohín compungido. Ante
semejante torpeza gestual, Edward cerró los párpados y sus labios se
entreabieron. Suspiró.

- Ideal – comentó en apenas un susurro.


- Tonto – le reproché – Sabes que no me siento bien, me encuentro
observada.

Se relamió los labios y no tuve más remedio que soltar una grotesca
carcajada. Se levantó con delicadeza y me cogió entre sus brazos
suavemente. Recorrí su cuello con mis labios, dejándome llevar por
aquello que dictaba mi instinto y no la lógica que me decía que al
mínimo descuido me podía hacer pedazos. Él, en vez de apartarme,
hundió sus dedos entre los mechones mi pelo y me acercó más hacia
sí, casi con urgencia. Comencé a desabrocharle los botones de la
camisa, aún sorprendida de que él no me parase. Desde nuestro
compromiso se habían sucedido nueve intentos fallidos de aquello que
él me había prometido, y estaba sorprendida porque no tuviese lugar
el décimo aquella noche. Le deseaba con avidez, como una droga.
Era la cúspide de toda mi ambición, ahí, de rodillas en mi cama, con el
torso al descubierto y el pelo alborotado. Di un respingo, y Edward
como toda respuesta comenzó a levantarme la camisola.

- Tiene botones – jadeé.

Estaba declarando mi habitual torpeza, haciendo gala de mi don para


fastidiar hasta los momentos más especiales.

- Esta noche, no – me respondió.


- ¿Cuándo entonces?
- Mañana, Bella, mañana – contestó con la musicalidad del padre que
explica algo a su hijo.

Me crucé de brazos y le di la espalda. Me abrazó y me besó en el


cuello.

- Pero esto si que puede ser hoy – el rumor de su voz llegó hasta mi
oído.
No le respondí alegando que me encontraba demasiado ocupada
intentando recordar como se respiraba. Me estiré el bajo del camisón
hasta que llegaba a la rodilla y me metí debajo de las sábanas a pesar
de que la humedad del aire me produjese un calor nada habitual para
la península de Olympic. Estaba a la vez nerviosa y enfurecida
conmigo misma. Me tapé hasta la cabeza con las mantas y apreté los
parpados hasta que me dolieron. Me intentó rodear con el brazo y le
aparté de un manotazo con el cual se me estremecieron los dedos:
seguro que había conseguido más de un morado por aquel punzante
dolor que tenía en los nudillos.

- Eres tonto – le insulté y me dormí.

Author's Chapter Notes:

Penúltimo Capítulo!

Es corto pero intenso ^^

Capítulo 3. Fugaz.
- Alice, afloja – me remití a decir.

Alice, Rose y Esme, en compañía de mi madre, se dedicaban a


vestirme, como una muñequita. Me sentía, una vez más, estúpida.
Estúpida por tener dieciocho años y una boda en pocas horas.
Estúpida por creer que era estúpida. Estúpida por amar de tal manera
que hice lo que menos esperaba en la vida. Estúpida porque Edward
no me podía ver así. Reneé no paraba de suspirar, gimotear y
enjugarse las lágrimas. Alegó su estado a que “No podía creer que su
pequeña se fuese a casar” pero yo sabía que era de la emoción.

- Alice, afloja – repetí.


- ¿Por?
- Me aprieta. Me aprieta mucho.
- Lo siento… - soltó el cordel que ajustaba el vestido a mi figura.
Por fin podía respirar. Me dirigí hacia la ventana y la abrí de par en
par, en busca de un soplo de brisa que me aclarase las ideas. No
llegaba a estar mareada, pero si un poco confusa, obnubilada. Una
vez tomado el aire me atusé el vestido y me removí para ver si algún
cierre estaba suelto. Nada.

- Ahora vamos a peinarte – anunció con una sonrisa Rosalie.

Hice un mohín y encogí los hombros. Era a penas las once de la


mañana y llevaban así desde las seis que me despertaron. Bostecé,
abriendo la boca a más no poder. Quise echar una cabezada mientas
Esme y Rosalie discutían si me harían un recogido o dejarían el pelo
suelto, si lo adornarían con flores, un lazo o una tiara.

- Tiara – dijo Reneé.


- Flores, naturales y frescas – argumentó Esme.
- Dejar de discutir. Bella, no te preocupes, llevarás una tiara – Alice
zanjó la discusión, dejando a Reneé un poco confusa de la seguridad
de sus palabras – Es que te compré una.

Sacó de una bolsa muy elegante una caja de terciopelo de imitación


roja. Me la tendió para que la abriese, y la cogí con sumo cuidado:
debía haber costado una fortuna. Contenía una preciosa tiara de oro
blanco con cristales de Swarosky semitransparentes, parecidos a
diamantes, que reflejaban miles de colores al ser expuestos a la luz.

- Es preciosa – dije agradecida, aunque la expresión de mi cara lo


indicaba perfectamente – Muchas gracias.
- Oh, no, da las gracias a Carlisle, el dinero era suyo, y la intención
también.
- ¡Gracias Carlisle! – grité.

Los hombres se encontraban en el piso inferior, yendo de un lado a


otro de la casa. Suertudos, pensé. Claro, ellos no sentían ni padecían.
No tenían sueño ni hambre ni estaban hartos de que les pusiesen
cachivaches y potingues indeterminados para embellecer a las
personas puesto que eran perfectos. Excluyendo a Charlie, por
supuesto. Se había comido los desayunos de Emmett, Carlisle, Jasper
y Edward sin rechistar. Los nervios, suponía él.
Author's Chapter Notes:

El último capítulo ^^ Me gusta como acaba porque es para dar rienda


suelta a vuestra imaginación *w*

Capítulo 4. Inconteniblemente insoportable.

Nos encontrábamos junto a la carretera, ella sin inmutarse, yo, con


un tic nervioso en la pierna izquierda, con el ceño fruncido de tal
forma que me empezaba a doler y rechinando los dientes.

- ¿Estás nerviosa? – Alice se rió de mí casi con ese


comentario.

- Sabes perfectamente como me encuentro… Sabes que me


bota el corazón como si estuviese haciendo escalada, o puenting, o
cualquier locura de esas.

- Mmm, el puenting es divertido… Hace que agradezcas


haber sido convertida en vampiro. Y la caída no duele nada de nada.

- Oh, Alice… - suspiré.

Inconteniblemente insoportable. A punto de comenzar el convite –


más y más puro atrezzo de Alice, ganas de reírse de mis amigos
humanos – y Edward no aparecía. Alice reía cada vez que yo
preguntaba por él, pero la cosa tenía poca, muy poca gracia.

- Al, dime ya que está pasando o pediré el divorcio.

- Mmm… espera… cinco… cuatro… tres… dos… uno… ya.


Bueno, Bella, cariño, mira y aprende.
Un coche negro, precioso, apareció delante de mí. Reí. No pude más
que reir de imaginarme a mí montada en esa monada.

- Esposa… - la voz de Edward destilaba sorna – Aquí tienes


un Mini…

- ¿Un mini? Sabes que yo no bebo. (* supongo que todas


sabéis lo que es un mini… si no, pedidme info *)

- Niña tonta. El Mini es el coche. Para ti, para toda la


eternidad… O hasta que te lo cargues en la primera curva.

Era pequeño, compacto. Como mi cerebro. No pude evitar lanzar un


resoplido al aire – era asqueroso como me infravaloraban los Cullen.
Apareció Emmett del asiento delantero y me pregunte si realmente
cabía en un coche así su cuerpo.

- Bueno, Bells, solo hay un problema… El asiento delantero


es demasiado pequeño para vosotros dos – rió.

Intente alcanzarle para darle una torta, pero, como siempre, se me


escapó.

- Algún día te las devolveré todas de un solo golpe –


sentencié.

Hizo como si temblase, en un alarde de grandeza. Edward le cogió


por el brazo y se lo dobló para atrás, cosa que hubiese partido un
brazo humano en cero coma segundos. Vi como le susurraba algo al
oído antes de prorrumpir en una sonora carcajada que me resultó
demasiado mosqueante. Cosas de hermanos, supuse yo, tonta de
mí.

Alice me rodeó con su corto brazo, mostrándome todo su afecto y


apoyo en la materia en cuestión que quebraba mis neuronas.

- ¿Lo probamos? – dijo, ladeando la cabeza en dirección a mi


coche.

- Por qué no… ¡Pero conduces tú! – alegué – Tan solo de


pensar en que me puedo estrellar con esa preciosidad me
pone mala.

- Guau, cada día pareces más… Cullen. La pasión por los


coches viene con el apellido.

- Hermanita, soy una Cullen.

No pude evitar una carcajada ante el comentario que acababa de


realizar. Sí, era una Cullen pero no me sentía como tal, no sentía su
grandeza, su fiereza, sus portes majestuosos, sus risas cantarinas,
sus ojos acaramelados, su piel marmórea ni sus ojeras marcadas.
De pronto, la tez de Alice se contrajo en una mueca un tanto
desagradable. Inmediatamente después se recompuso y me miró
divertida.

- Bells, os lo pasaréis bien.

- ¡Habrás sido capaz…! – podía intuir que había visto Alice


hace escasos momentos, un futuro inmediato.
Montamos en el coche, ella era mi copiloto y no había ninguno más
eficaz, quizá, excepto Edward. A penas arranqué, el coche hizo un
ruido más que raro y se caló.

- Mierda – farfullé.

Alice me dirigió una cálida sonrisa seguida de una risa cantarina.


Entonces, llegó Edward, me tomó en brazos y me llevó a su coche.

- Por esta vez no te dejaré conducir –me dijo.

Tomó el primer desvío a Seattle. Y, entonces, comenzó a parlotear.

- ¿Estás nervioso? – me extrañé.

- Estoy… - no supo encontrar palabra que describiese su


estado de ánimo.

FIN.

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