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NIVIA. ADOLESCENCIA.

Me hubiera gustado estudiar el bachiller en Frisby, como casi todas mis amigas
de infancia. Sin embargo, marché a Nivia con mi tía. No era solo el salto repentino a
una ciudad y a un centro de enseñanza desconocidos. Había que sumar la abrupta
separación de mi medio familiar. Quedarme sin mi madre, a la cual acudía diariamente
con mis dudas sistemáticas y mis miedos, sin mis tatas, siempre de gran ayuda a pesar
de que nos echaran a la calle a mis amigas y a mí al tres por dos, para que no
pusiéramos en medio ni ensuciáramos el suelo, y, lo peor, sin mis hermanos. Aunque
Tito ya no estaba, quedaban otros tres a los que echaría muchísimo en falta. No me di
cuenta hasta que llegaron aquellas tardes tan solitarias y aquellos fines de semana tan
tristes. Oía voces de niños en la calle y salía corriendo a la terraza por ver si eran ellos.
Lo deseaba tanto.

Mi tía eligió dónde estudiaría. Mi madre era muy religiosa y se alegró de la elección.
No así mi padre que, aunque católico y sentimental, desconfiaba de la institución eclesiástica y
no deseaba que sus hijos fueran educados por curas o monjas. Mal le salió, ya que por lo menos
cuatro estuvimos algún año en colegio religioso.

Me habían explicado dónde paraba el autobús del colegio. No obstante, no me


sentía segura y pregunté:

Por favor, ¿la Damas?

¿Cómo dices? No te he entendido bien.

Sí. Para ir al colegio Azorín. Me han dicho que es por aquí donde tengo que
esperar.

Aquí paran los autobuses; pero ¿has dicho Damas? Eso no me suena.

Me tuvieron que explicar que la Damas era la compañía de los autobuses


interurbanos que paraban en mi pueblo. Para mí era sinónimo de autocar de viajeros.
Empecé a darme cuenta de lo restringido de mi mundo y mi vocabulario. Me vi obligada
a aceptar que era una niña de pueblo. Lo que me produjo gran dolor fue que aquel
muchacho, hijo de unos amigos de mi tía, dijera que no podía integrarme en su grupo de
amigos porque me veía muy cateta. Mira que soy de pueblo, pero ¿cateta? Catetos me
han parecido a mí desde entonces todos los engreídos pijos de ciudad. ¡Ignorantes!

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No me había percatado del todo de mi gran timidez hasta ese día. Estaba cohibida. Con
mis hermanos era todo lo contrario, alegría, resolución, seguridad, confianza,… En ese autobús,
lleno de niñas de todas las edades, que se abrazaban y vociferaban contentas de volver a verse,
yo era una gran desconocida, encogida en mi asiento sin despegar los labios. Tan solo para decir
mi nombre si acaso me preguntaban.

Luego las filas en el patio en silencio, todas con los uniformes azul marino. Ahora con
la pandemia, las entradas a clase me recuerdan a las nuestras. Todo aquello me imponía. Pienso
que estaba hecho para eso, para imponerse, para empequeñecer el ánimo de los pequeños. En
los centros públicos de enseñanza no eran tan estrictos, se respiraba un aire más tolerante.

Tuve dos grandes alegrías. Al llegar a la fila de mi curso me encuentro con Pepa Ortega,
una amiga de mi pueblo. Uf, qué gran alivio sentí. Y al llegar al aula, se me acerca otra niña.
«Soy Marian», me dice. «Mi madre es amiga de Engracia, tu tía. ¿No te acuerdas de mí?
Estuviste aquí hace dos veranos y jugábamos en la Explanada con Celia y una niña que era
idéntica a Marisol. Mi madre le recomendó a tu tía este colegio». No me acordaba de ella. Forcé
mi mente tratando de ver esa carita cuando jugábamos a policías y ladrones, efectivamente con
una rubia a la que todos llamábamos Marisol. Nunca supe su verdadero nombre.

Cuando la monja empezó a explicar, sentí un enorme alivio y gran satisfacción. Eso era
lo que yo iba buscando, el porqué estaba en Nivia. Por fin, un curso oficial, todo el año, día tras
día; aunque no me libraría del largo y penoso examen de junio. Me tocaba hacer la reválida de
cuarto. Pronto fui consciente del gran bagaje que había obtenido con los maestros de mi pueblo
y los exámenes libres. Casi todo lo que explicaban ya me parecía saberlo y, en cualquier caso,
recordaba los contenidos mucho más fácilmente que la mayoría de mis compañeras. El enorme
esfuerzo que representaba el examen global de final de curso encontraba ahora su recompensa.

Mis padres habían decidido que me quedara a comer en el colegio, supongo que para
aliviar un poco a mi tía. Tampoco resultó mal esa opción para mí. Me facilitó el contacto con las
compañeras mediopensionistas e internas. Cuando años más tarde me las he encontrado, he
constatado que muchas creían que yo también era interna. Tiene sentido, porque incluso los
domingos me iba al patio del colegio a jugar con ellas, ya que no tenía a mis hermanos ni
tampoco había hecho amigas en la ciudad.

Fue mi primera experiencia de vivir en la ciudad. Cuando salí de allí se convirtió


en mi Ítaca para siempre, y, aunque volví a vivir en ella alguna temporada, jamás he
conseguido, a imitación de Ulises, asentarme definitivamente. Es una ciudad
cosmopolita y acogedora. Entonces, mucho más pequeña, lo que para mí fue una gran
ventaja , ya que me permitía ir caminando a todas partes y llegar a conocerla bastante
bien. El primer año tomaba el autobús escolar a diario, comía en el cole y volvía a casa

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después de merendar. La convivencia con las compañeras me aportó un montón de
nuevas amistades, algunas muy queridas, facilitándome un cauce adecuado para la típica
explosión afectiva adolescente. Los fines de semana eran más duros, como lo han
continuado siendo a lo largo de mi vida. Quizás porque he repetido hasta la saciedad
esta primera experiencia de migración. He cambiado de ciudad innumerables veces,
siempre sola.

A grandes problemas, grandes soluciones. Había que discurrir qué hacer para no
dejarse abatir. Eché mano de mi solución por excelencia: estudiar, y me convertí en una
empollona. «Aristóteles», me llamaban las compañeras de curso. Mi tía intentaba, sin
mucho éxito, que me aceptaran en su pandilla las hijas de sus amigas. Iba a misa con
ella y por la tarde al cine, a veces acompañada por Paca, la criada alpujarreña que la
acompañó toda su vida. Finalmente, me apunté a las montañeras de Santa María, una
especie de boy scouts que salían cada domingo de senderismo por las montañas de los
alrededores. Pronto organizaron algunas excursiones conjuntas con los jesuitas. Las
monjas llegaron a organizar una macrofiesta con música y baile en el patio del colegio,
a la que también invitaron a los alumnos maristas. En fin, poco a poco iba tejiendo un
mundillo de relaciones. Posteriormente, en Xuria, coincidí con algunos compañeros de
ambos colegios masculinos. Los amigos de mi grupo eran en su mayoría ex alumnos de
los maristas de Nivia.

En vacaciones nos íbamos al pueblo: mi tía, Paca (la señora granadina que servía en su
casa desde niña) y yo. La casa de mi tía estaba frente a de la de mis padres, de modo que nos
veíamos todos los días. Solían venir a las cenas del patio. Me costaba adaptarme de nuevo a la
rutina de mi familia. Mi tía solamente se ocupaba de mi bienestar y mis estudios. No me hacía
participar en los trabajos de la casa, ni limpieza ni cocinar ni compras ni siquiera me pedía
colaboración para poner la mesa. Quizás me convertí en una niña mimada.

Recién aterrizada en la ciudad, necesité contar a mi tía el problema que me


atenazaba: los escrúpulos de conciencia, la obsesión de pecado relacionada con
sensaciones y deseos de orden sexual, que había sobrepasado la capacidad de mis padres
para ayudarme a gestionarla. Engracia fue de gran ayuda, haciéndome ver que formaba
parte de la naturaleza de las cosas y no podía ser pecado sentir ese tipo de excitación. El
empujón definitivo, en cambio, me lo dio sor Dolores, mi monja. Era costumbre
extendida que las alumnas tuvieran una directora espiritual. Normalmente cada niña
elegía a su monja, pero yo no elegí a la mía. No tenía ninguna intención de buscar ese

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tipo de relación ya que no entendía su necesidad. Fue ella la que me buscó. Se amparó
en que como no vivía con mis padres y estaba en una ciudad extraña, necesitaría alguien
que me cuidara y se ocupara de mí. Ya le dije que estaba mi tía. No obstante, sor
Dolores insistió en que era asuntos diferentes, se trataba de mi vida espiritual y mi
realización personal.

Respecto a los escrúpulos, un día me empujó a comulgar en la misa del colegio,


a pesar de mi resistencia ya que le dije que debía confesar antes. «Ve a comulgar
delante de mí, que ya voy yo al infierno por ti si es que tuvieras algún pecado, tan
segura estoy de que no lo tienes». Nunca más volví a confesarme por mis sensaciones
corporales o mis deseos. Sin embargo, empecé a sentir estímulos especiales cada vez
que hablaba en privado con ella. Todo esto quedó reflejado en el diario que escribí
durante aquellos años. Ay, la historia del diario. Me lo dejé olvidado en un banco del
patio y lo encontró otra monja, pasando a manos de la superiora.

Al curso siguiente, mi monja no estaba allí y yo no sabía por qué. Ahora sí que
busqué una directora espiritual nueva. Necesitaba hablar con alguien de la desazón que
sentía. La elegí entre las nuevas, algo me decía que no era recomendable sincerarme con
las que habían coincidido con ella el curso anterior. Lo primero que le pregunté fue por
qué se la habían llevado. Me pidió un escrito con la lista de la gente que había sido
importante en mi vida, la que yo había querido más. No me contestó hasta no tener mi
papel y haberlo leído. Me dijo que se la llevaron para cortar su relación conmigo, ya que
la superiora pensaba que me estaba haciendo daño. A la vista de mis afectos anteriores
no le pareció demasiado grave porque sor Dolores aparecía entre ellos, pero no como la
única o la más importante. Me explicó que lo que yo sentía era excitación de tipo
sexual, que se podía tener en la relación con una persona del mismo sexo, y, es más, que
no es preciso el contacto físico para llegar a sentirla. Años después volví a verla,
sorprendiéndome de nuevo. Había tenido el coraje de dejar el convento, quizás por falta de fe y
desde luego por falta de acuerdo con lo que se le ordenaba hacer. Consiguió plaza en una
escuela pública de un barrio humilde de las afueras y buscó un pequeño piso en el que comenzar
una nueva y dura vida en solitario. Hay mujeres de las que posiblemente no se hable, no estarán
en los libros, no serán famosas ni habrán recibido premios; pero valen su peso en oro. Esta es
una de ellas.

Luego he tenido relación con hombres, algunas muy satisfactorias, aunque con
ninguna pareja se ha consolidado algo estable y duradero. También alguna relación con

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mujeres, mucho menos frecuentes e importantes, casi más bien por probar a ver. No
pienso que mis encuentros con sor Dolores hayan sido la causa de los repetidos fracasos
de mis relaciones, pero así lo he creído durante muchos años. De hecho, fue el motivo
que me impulsó a romper todo lazo de unión, incluso epistolar, con sor Dolores.

Quería mucho a mis amigas. Todas las internas eran de pueblo, lo que me
acercaba a ellas. Algunas hablaban valenciano entre ellas e introducían valencianismos
cuando hablaban en castellano. Mi acento manchego llamaba la atención, pero con ellas
no me sentía acomplejada. En esa época se consideraba peor hablar valenciano que los
modismos manchegos. También vivían sin sus padres, y no tenían una tía que las
protegiera, como yo. Muchos domingos me iba a pasarlos allí con ellas, jugábamos en el
patio o simplemente hablábamos sentadas en los bancos debajo de los pinos. Algunas
veces les daban permiso para salir a merendar al centro de la ciudad y yo las
acompañaba encantada. También era muchas de ellas montañeras de Santa María.
Todavía me acuerdo de cada una de ellas cuando paso por su pueblo en coche o en tren.
El recuerdo es muy vívido y veo literalmente su cara con el babi del colegio puesto.

También tuve amigas externas, y mediopensionistas como yo. Una de ellas


pertenecía a una familia de ocho hermanos y su padre tenía relación con mi tía por ser el
veterinario que cuidaba a la perrita. No vivíamos lejos. Me invitaron a más de una
excursión en la furgoneta familiar. Qué más da ocho que nueve. Recuerdo con
entusiasmo el día que me llevaron a ver la manga del Mar Menor. Nada que ver con lo
que es ahora. Nos detuvimos cuando el coche no pudo avanzar más debido a la arena
acumulada sobre los cañaverales. Todo eran dunas. No se veía el mar. Cogimos las
mochilas y los bultos con la merienda y trepamos por las montañas de arena
agarrándonos de las cañas hasta llegar a mar abierto. Luego dimos la vuelta y vimos el
Mar Menor. No había una maldita casa y menos aún edificios de pisos. Era un desierto
de dunas enorme.

El último curso tuve una amiga especial, compañera de clase y de estudios. Cada
día cambiábamos de domicilio. Dormíamos una noche en su casa y otra en la mía. Lo
pasamos muy bien y aprobamos todo con buenas notas. Tanto mi tía como su madre
toleraban las molestias que les ocasionábamos porque nos veían disfrutar y aprovechar
el tiempo. Ambas teníamos gran interés en nuestro currículum académico.

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El año de preu me marché a Xuria con mis hermanos. Hasta entonces las
monjas no impartían ese nivel. Sin embargo montaron un curso mixto con los jesuitas
justo ese año, pero yo ya estaba matriculada en otra ciudad. Fui, eso sí, a unos ejercicios
espirituales que montaron en un pueblo de la costa a mitad de camino. Allí pude
compartir el buen ambiente que se respiraba y aprender algo de la conciencia social de
la iglesia de aquellos años. Tuvimos como ponentes un profesor universitario de
Madrid, con el movimiento estudiantil en pleno apogeo, y un cura comunista de la
huerta de Murcia, que venía de una reunión clandestina de Comisiones Obreras. Muchos
años después sigo encontrándome con ellas en la comida anual que organizan.

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