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Comentario del
Catecismo de
HEIDELBERG
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Gerald Nyenhuis
COMENTARIO DEL

CATECISMO DE HEIDELBERG

Producción
Francisca Castro / Oscar Trujillo

Diseño
Oscar Trujillo

Corrección
Oscar Chong / Francisca Castro

Ciudad de Mexico, 2021

https://www.facebook.com/GeraldNyenhuisH
geraldnyenhuis@outlook.com
PREFACIO
La historia del Catecismo de Heidelberg empezó en un culto de la
Santa Cena. La iglesia donde se celebraba este sacramento tenía
dos pastores, y los dos participaban en la celebración de la Cena del
Señor. En el momento de repartir la copa entre la congregación,
cuando uno de los pastores explicaba el significado de ella, el otro
objetó, y comenzaron a discutir sobre el concepto de la “real
presencia” de Cristo en la Cena. (Algunas historias dicen que
pelearon físicamente). El escándalo, por supuesto, no quedó
inadvertido. Quedó afectado todo el territorio del “Elector” Federico
III del Palatinado (territorio gobernado por un “palacio”; es decir,
rey), quien era un protestante ferviente, pero que no se había
definido todavía si era luterano o calvinista, como tampoco lo hacían
casi todos los protestantes del lugar y de la época. La Reforma
apenas tenía cuarenta años de existencia, y aunque Lutero había
fallecido unos diez años antes, Calvino todavía vivía.
Federico, entonces, llamó a las iglesias a que se pusieran de
acuerdo en cuanto a sus doctrinas, especialmente en cuanto a la
Cena del Señor, pero no solamente en esta doctrina, sino en todo el
sistema de la verdad bíblica. Él quería un documento pedagógico
que sirviera para unir las iglesias de su palatinado, en cuanto a la
doctrina bíblica. Buscaba un documento que sirviera para que la
gente creyente supiera lo que creía, y que pudiera defender su fe.
Federico mostró su sabiduría, llamando a dos jóvenes teólogos.
Ambos eran alemanes, y ambos habían sufrido persecución y exilio
por su fe. Los dos fueron bien conocidos en las iglesias reformadas
en Alemania, Francia y Suiza. Fueron reformadores de la segunda
generación, cuya tarea era más bien nutrir y madurar que atacar y
sembrar. Los llamados, con la anuencia de las iglesias, fueron
Zacarías Ursino y Gaspar Oleviano.
Zacarías Ursino, nacido en 1534 en Breslau, entró en la universidad
de Wittenberg, el mero centro de la Reforma, en 1550, a los
dieciséis años de edad. Estudió hasta el doctorado con Felipe
Melanchton, el teólogo preferido de Lutero, y uno de los más
capacitados profesores de teología de la época. El luteranismo
mismo fue dividido en cuanto a la doctrina de la Santa Cena, y
Melanchton había mostrado una preferencia para la posición
expresada más tarde en el catecismo escrito por su alumno.
Ursino mismo fue un hombre de profundos conocimientos clásicos,
filosóficos y teológicos. Tenía dones poéticos, un don especial para
enseñar y una profunda espiritualidad. No fue buen orador ni
predicador; tampoco fue hombre de acción, ni le interesaba el
comercio ni la política. Fue un empeñoso estudiante, dedicado a lo
académico, modesto y humilde. Melanchton siempre lo consideraba
uno de sus mejores alumnos, el más destacado y, luego, trabó una
íntima amistad con él.
Gaspar Oleviano, nacido en Treves en 1536, había estudiado
lenguas clásicas en París, Bourges y Orleans, una de las más
destacadas universidades humanistas de la época. Luego estudió
teología en Ginebra, donde su profesor fue Juan Calvino. Empezó
su carrera de predicador en Treves, donde le echaron a la cárcel. Al
ser liberado, fue llamado a Heidelberg, donde enseñaba teología y
fue el predicador en la corte.
Oleviano fue inferior a Ursino en erudición, pero muy superior en el
púlpito y en el gobierno de la iglesia. Tenía un espíritu “práctico” que
Ursino no tenía. Sin embargo, escribió una importante obra sobre el
Pacto de Gracia. Luchaba sin cansarse para la forma presbiteriana
del gobierno de la iglesia, pero el tiempo no le era propicio y su éxito
en esto fue muy limitado. Fue destacado como predicador y
comunicador del evangelio; fue “popular” en el sentido correcto de la
palabra.
Estos dos jóvenes, pues ninguno de los dos había cumplido los
treinta años cuando fue publicado el Catecismo de Heidelberg
(Ursino había cumplido los veintinueve y Oleviano los veintisiete),
formaron el equipo para hacer este trabajo teológico. Empezaron su
trabajo en 1560 y presentaron su “borrador” al sínodo en 1562. El
sínodo hizo algunos comentarios que fueron incorporados en la
edición final, que fue publicada en 1563, unos meses antes de la
muerte de Juan Calvino. Los autores habían estudiado algunos de
los catecismos escritos antes, y los usaron, especialmente el
Catecismo de Juan Calvino que se usaba en la iglesia en Ginebra.
Sin embargo, su trabajo fue fresco, original y maravillosamente
pedagógico.
Por orden de Federico III, y del sínodo, las iglesias bajo su
jurisdicción fueron avisadas de que tenían que agregar a sus
actividades un servicio cada domingo, en el que se enseñara el
Catecismo. Normalmente era en un servicio en la tarde. Esta
práctica continuó en muchas iglesias por muchos siglos, y en
algunas iglesias reformadas y presbiterianas, hasta el día de hoy,
hay un servicio cada domingo en que la hacen. Ésta, desde luego,
fue la intención de sus autores y del sínodo, y por eso el Catecismo
se estructuró en “domingos”.
Actualmente, se emplea este Catecismo como el texto para la clase
de adultos en la escuela dominical. En algunas iglesias lo han usado
como un curso para los que quieren hacer su profesión de fe,
aunque el curso suele ser demasiado intensivo. Pero podemos
recomendar el uso del Catecismo para los programas educativos
para los jóvenes y los adultos en nuestras iglesias, ya que la
situación de falta de conocimiento de las doctrinas básicas de
nuestra fe mengua el ejercicio de ella; así como también, la
comunicación de nuestras creencias. Vivimos en tiempos que, en
algunos aspectos, tienen semejanza con los de la segunda
generación de la Reforma. Para nuestro ambiente cultural, la
estructura del Catecismo, que se fija básicamente en el Credo
Apostólico, los Diez Mandamientos y el Padre Nuestro, lo hace
especialmente orientado a nuestra cultura religiosa. El Catecismo de
Heidelberg cumple, de una manera admirable, con las necesidades
de nuestras iglesias en el día de hoy.
Deseamos que este Comentario del Catecismo de Heidelberg
cumpla con el propósito de todo esfuerzo humano, para la Gloria de
Dios y la edificación de su Iglesia.
Gerald Nyenhuis, octubre 2010
LECCIÓN 1
Lectura bíblica: Romanos 14:8

Introducción
La raíz de la palabra “catecismo” es kata eco, que se traduce algo
así como “re-sonido” o “eco”, pues la palabra eco, en griego, es la
raíz de nuestra palabra “eco”, en castellano. Desde el tiempo de los
griegos se empleaba este término para hacer referencia al método
de enseñanza que empleaba preguntas y respuestas, en el cual las
respuestas contenían la enseñanza a las cuales el alumno tenía que
hacer eco. El método fue consagrado para la enseñanza de la
doctrina de la Iglesia al final del primer siglo de nuestra era.
El Catecismo de Heidelberg (se pronuncia “Jai-del-berg”) es el
primero, el más completo, el más ecuménico, el más pedagógico y
el más empleado de los grandes credos de la Reforma. Fue escrito
en 1563 por dos jóvenes teólogos: uno que había sido alumno de
Juan Calvino, y otro que lo fue de Felipe Melanchton, el teólogo de
Lutero. Los nombres de los autores son Zacarías Ursino y Gaspar
Oleviano. Los catecismos que se hicieron después emplearon el
Catecismo de Heidelberg como modelo. Esta afirmación se puede
comprobar comparando el Catecismo de Heidelberg con el
Catecismo de Westminster. El Catecismo de Westminster emplea
hasta las mismas frases y la misma construcción. La diferencia es
que, ya setenta años más tarde y en Inglaterra, la Iglesia
necesitaba, por su particular situación, un catecismo que diera
definiciones —en algunos puntos— que fueran más precisas y más
relacionadas con la realidad inglesa. La doctrina y la estructura son
las mismas. El Catecismo de Heidelberg tiene la ventaja de estar
dividido en lecciones para el uso en la escuela dominical o en clases
de catecismo. Está dividido en 52 lecciones porque se pensaba en
un curso de un año. Como las clases las dieron los domingos, el
Catecismo de Heidelberg está dividido en 52 domingos.
Pregunta 1
¿Cuál es tu único consuelo tanto en la vida como en la muerte?
Respuesta 1
Que yo con cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no
me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo, que
me libró de todo el poder del diablo, satisfaciendo enteramente con
su preciosa sangre por todos mis pecados, y me guarda de tal
manera que sin la voluntad de mi Padre Celestial ni un solo cabello
de mi cabeza puede caer, antes es necesario que todas las cosas
sirvan para mi salvación. Por eso me asegura, por su Espíritu Santo,
la vida eterna y me hace pronto y aparejado para vivir en adelante
según su santa voluntad.
Pregunta 2
¿Cuántas cosas debes saber para que, gozando de esta
consolación, puedas vivir y morir dichosamente?
Respuesta 2
Tres. La primera, cuán grandes son mis pecados y miserias; la
segunda, de qué manera puedo ser librado de ellos; y la tercera, la
gratitud que debo a Dios por su redención.
Mi único consuelo. La primera pregunta da el profundo tono
espiritual a todo el Catecismo. El catecismo es muy práctico y
personal. Me habla de “tú”, y las respuestas me tienen a mí como
sujeto; contesto “yo”. Me instruye en lo que yo tengo que saber;
busca mi beneficio personal.
¡Tengo dueño! No me pertenezco a mí mismo. Soy comprado, la
cuenta fue pagada y hubo entrega de lo comprado. ¡Soy del Señor!
Esta verdad tiene importantes implicaciones para mi seguridad y
para mi responsabilidad, sobre todo en el campo ético.
La palabra “consuelo” capta solamente una parte de la intención de
los escritores del Catecismo. Fue escrito originalmente en alemán y
en latín, a la vez, pues los autores, académicos de aquel entonces,
manejaban bien el latín —que era el lenguaje de la teología— y el
alemán, que era el lenguaje en que predicaban. La palabra en el
latín nos da la palabra “confort”, que el diccionario dice que quiere
decir “todo lo que constituye el bienestar material”. También
nuestros diccionarios tienen la palabra conforte, y dan como
acepción de ella “confortación o vigorización”, confortación es el
acto o efecto de confortar. Confortar tiene como acepción “dar vigor
y animar”. La raíz “fort” sugiere la idea de fuerza y fuerte. La idea en
alemán gira alrededor de lo mismo: fuerza, vigor y ánimo. Consuelo,
entonces, en este contexto es fuente de fuerza, vigor, seguridad y
ánimo. La pregunta será: ¿de dónde sacas tu fuerza? o ¿cuál es la
única fuente de tu vigor espiritual?
Lo que me da vigor para vivir es el hecho de que pertenezco a mi
fiel Salvador. No solamente el hecho de que es mi Salvador me da
ánimo, sino también el conocimiento de que es fiel; es mi fiel
Salvador. La fidelidad de mi Salvador es mi consuelo y fuente de
vigor.
Me da el alivio de una espantosa realidad: me libró (pasado,
pretérito) del poder del diablo. Lo hizo pagando, satisfaciendo
cabalmente por todos mis pecados; ya no hay nada de que se me
pueda acusar. Soy libre de acusaciones (últimamente he aprendido
qué E-NOR-ME bendición es esta).
Me cuida también. Y no solamente a mí. Controla todo. Tiene
contados mis cabellos (pues si soy de Él, en cuerpo y alma, mis
cabellos son suyos también). Y aún más; todo, pero todo, tiene que
servir para mi salvación. El todopoderoso es mi amo y nada puede
arrancarme de sus manos.
Me da seguridad. Me da el Espíritu Santo. La vida eterna es una
posesión real. ¡Y la tengo asegurada! Me capacita para hacer toda
buena obra. Me da voluntad (me hace pronto) y me adiestra (me
hace aparejado) para vivir para Él. (Una traducción más fiel sería:
“para vivir de aquí en adelante para Él”).
El triple conocimiento (La triple sabiduría). Gano el consuelo o el
conforte a través del saber. Hay ciertas cosas que tengo que saber
si voy a disfrutar de estas bendiciones. Quizás sea posible ser salvo
sin saberlas, aunque lo dudo; pero todo el gozo de la salvación y el
aumento de ese gozo tienen que ver con entender esta salvación.
Mientras más entienda de mi salvación, más preciosa me será, y
más profundo será mi gozo.
Lo primero que tengo que saber es mi verdadera condición. Sin
conocer mi condición no puedo entender mi salvación, ni saber qué
cosa es. Un conocimiento del pecado hace que la gracia se vea en
la luz correcta, que la gracia se vea más como gracia, y que veamos
la grandeza de la gracia. Tengo que saber de mis pecados y
miserias.
La segunda cosa que debo saber es que la condición en que estoy
no es nada placentera. Es espantosa. Sin Cristo, sin evangelio, no
hay esperanza. Tengo que saber cómo escapar de esta condición,
para no quedarme desesperanzado. Para que pueda disfrutar de mi
perdón tengo que saber de Él. El conocimiento de la salvación y la
aplicación a mi caso, me traen gozo.
Para que mi gozo sea completo, más profundo y experimentado en
acción, Dios me enseña cómo expresar a Él mi gratitud. Sin esto mi
alegría está frenada, cohibida y apagada. Tengo pues que saber, en
tercer lugar, cómo disfrutar de la nueva relación que tengo con Dios,
y cuáles son las cosas que a Él le agradan. Dios mismo me enseña
cómo se dan las acciones de gracias y cómo ha de expresarse una
sincera gratitud.
Conclusión
Si el consuelo, el conforte, que es mío, ha de llegar a ser mi
experiencia y mi posesión a través del triple conocimiento, el
Catecismo de Heidelberg como gran maestro, me lo enseñará. Para
lograrlo, el Catecismo de Heidelberg se organizó en tres partes que
corresponden a las tres cosas que debo saber, a fin de que,
sabiéndolas, tenga consuelo.
LECCIÓN 2
Lectura bíblica: Deuteronomio 6:5; Romanos 3:10-20, 23

Introducción
En la lección anterior empezamos el estudio de la fe cristiana
empleando como maestro el Catecismo de Heidelberg. Este
maestro nos enseña que el consuelo del cristiano le llega a través
de un triple saber. Este triple conocimiento es el propósito principal
del Catecismo. Haciendo uso de la organización de la Carta de
Pablo a los Romanos, el Catecismo se divide de acuerdo con las
tres divisiones de esta carta, las que corresponden al triple saber.
Así pues, el Catecismo se divide en tres partes. Hoy empezaremos
el estudio de la primera parte que nos hace saber “cuán grandes
son mis pecados y miserias”.
Pregunta 3
¿Cómo conoces tu miseria?
Respuesta 3
Por la ley de Dios.
Pregunta 4
¿Qué pide la ley de Dios de nosotros?
Respuesta 4
Cristo nos enseña sumariamente en Mateo, capítulo 22:37-40:
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y
con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento”. “Y el
segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De
estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas”.
Pregunta 5
¿Puedes cumplir todo esto perfectamente?
Respuesta 5
No, porque por naturaleza estoy inclinado a aborrecer a Dios y a mi
prójimo.
La fuente de nuestro conocimiento. Cuando hablamos de nuestra
miseria hablamos de un autoconocimiento. Este conocimiento es el
de nuestra propia condición. Para saber interpretar nuestra
condición es menester que tengamos una norma. Esta norma es la
Ley de Dios.
La miseria es una experiencia subjetiva que el ser humano quiere
explicar de otras maneras o negarla como una realidad. La literatura
interpreta la miseria del hombre como falta de participación en la
comunidad o de los bienes materiales, o de una equivocación de
estructuras políticas o de los medios de producción. Pero todas
estas respuestas son interpretaciones de la experiencia subjetiva o
una expresión de ella; no nos lleva a la verdad objetiva.
La verdad objetiva de nuestra miseria (sin negar la realidad de la
experiencia subjetiva, pues todos la hemos experimentado) o sea, lo
que es en realidad la miseria del ser humano, es conocida
solamente por la revelación de Dios. El ser humano, aunque
experimente la miseria en carne propia, no sabe lo que su miseria
es realmente sin que le sea revelada. Lo que experimentamos son
los síntomas de la miseria; estos nos informan sobre cómo
experimentamos la miseria, pero no nos hablan de la naturaleza de
esta miseria. Esta revelación está en la Ley de Dios. El Catecismo
nos enseña que el hombre sabe de la verdad objetiva de su miseria
por la ley de Dios.
Lo que exige la Ley. Somos muy propensos al autoengaño. Nos
medimos con normas que nada tienen que ver con nuestra
condición. Pensamos haber cumplido porque no sabemos lo que se
exige de nosotros. Nos medimos por lo que nosotros mismos
pensamos que podemos cumplir. Y luego, después de desviarnos
por nuestras propias especulaciones, no entendemos nuestra
miseria.
No es muy popular, hoy en día, pensar en la Ley de Dios como una
autoridad en nuestra vida. Preferimos pensar en lo útil, lo
placentero, la sociedad o el bien público como una revelación de
nuestro deber y la pauta de nuestra miseria. Pero sabemos que Dios
exige algo de nosotros, y esto constituye la autoridad y la regla para
medirnos.
La regla que nos da Jesús no es una serie de “haz-y-no-hagas”. Es
muy positiva y va al grano. A pesar de que muchos lo piensan así, el
mandamiento no es nuevo; Jesús formuló la regla o el resumen de
la Ley juntando dos textos del Antiguo Testamento (véase Dt. 6:5 y
Lv. 19:18). Estos dos textos muestran, junto con sus sendos
contextos, que las demandas positivas de la ley fueron la intención
de la ley desde el tiempo en que la Ley fue dada. La Ley no
solamente nos revela como transgresores, en el sentido de que
hemos cometido una infracción, haciendo lo prohibido; sino aún
peor: la Ley revela que no hemos cumplido con lo que debíamos
haber hecho.
La palabra clave es amarás. La Ley nos exige un doble amar.
Tenemos que amar a Dios y tenemos que amar al prójimo. Mientras
se pueda afirmar que amar es amar, tenemos que reconocer que
hay una diferencia entre amar y amar. Tenemos que amar a Dios,
sobre todo; y al prójimo, como a nosotros mismos. La dificultad es,
cómo se nos revela en la Ley, que nos amamos a nosotros mismos,
sobre todo, y a Dios ni como a nosotros mismos. La Ley se revela y
se cumple, en una palabra: “amor” (véase Ro. 13:9, 10; Gá. 5:14;
Stg. 2:8), pero tenemos que poner el contenido correcto en la
palabra y poner en orden nuestros amores.
La palabra que se emplea aquí no es eros, la satisfacción legítima y
bella de un apetito; ni filos, amistad; sino ágape, la entrega
incondicional y desinteresada al bien del objeto de este amor. Los
griegos normalmente no empleaban este término para hablar de
relaciones humanas, porque pensaban que el concepto era
demasiado alto para las posibilidades del hombre; solamente
empleaban la palabra para referirse a un amor ideal y divino. Y este
es el amor que la Ley exige de nosotros, y es esta la norma con que
debemos medirnos para saber de nuestra condición miserable.
La incapacidad total. ¿Puede el hombre hacer lo que la Ley le
exige? ¿Será capaz de amar a Dios con todo su ser? ¿Podemos
poner al prójimo a la par con nosotros mismos? El Catecismo dice
que no. Categóricamente niega que seamos capaces de hacer lo
que la Ley nos exige.
Y luego hace una afirmación totalmente negativa. O, mejor dicho,
afirma una verdad negativa en cuanto a la naturaleza del ser
humano. No solamente dice que NO, que no somos capaces; sino
que dice que nosotros, por naturaleza, estamos inclinados a
aborrecer lo que debemos amar. ¡Tan malos somos!
Nos disculpamos fácilmente. Decimos que Dios no quiere más que
un sincero intento. Cuando sabemos lo que la Ley nos exige y que
nuestras disculpas no valen, nos enojamos con Dios y decimos que
no es justo que nos exija lo que no podemos hacer. Esto es un
ejemplo de cómo aborrecemos a Dios.
Cuando experimentamos en la vida los síntomas de nuestra miseria,
en lugar de culparnos —como deberíamos hacer— culpamos a los
demás. Echamos la culpa a los otros, a las circunstancias, a Dios
mismo. Decimos “así soy yo” o “así somos nosotros” como disculpa,
y así mostramos que de veras aborrecemos a Dios y al prójimo. Si
alguien nos reprende, nos enojamos con la persona que nos llama
la atención. Doctrinalmente muchos se oponen a la doctrina bíblica
de la predestinación, que tiene que ver con un Dios de Amor, y en la
práctica echamos mano de una doctrina “mexicana” de
predestinación diciendo: “los mexicanos somos así”, como si fuese
una excusa. Y como si fuese una verdadera determinación.
Nuestro antagonismo hacia Dios y hacia nuestro prójimo no siempre
se expresa abiertamente. Logramos engañarnos a nosotros mismos
(a veces solamente a nosotros mismos). Vivimos como si Dios no
existiera y como si los prójimos no tuvieran ningún valor. Queremos
ser nuestros propios Dioses, ser autónomos. Nos comportamos
como si ni Dios ni el prójimo tuvieran algo que ver con nosotros.
Esto es aborrecer a Dios y al prójimo. Es algo que hacemos por
naturaleza. (En lecciones subsecuentes estudiaremos más sobre
esta naturaleza).
Conclusión
Es por la Ley, la revelación de Dios y su voluntad, que sabemos de
la verdadera fuente de nuestra miseria. Sabemos también de su
esencia, en qué consiste esta miseria. Vamos más allá de la mera
experiencia de ella. Por la misma Ley aprendemos algo más
profundo todavía. Aprendemos también que, por nosotros mismos,
no podemos cumplir con lo que la Ley exige de nosotros. La Ley nos
muestra la realidad de nuestra esclavitud, y nos enseña a no buscar
en nosotros mismos el remedio. Una contemplación de la Ley es un
paso necesario en el camino hacia la cruz.
LECCIÓN 3
Lectura bíblica: Génesis 3:1-24; Juan 3:3-6; Romanos 5:12-21

Introducción
Nunca es placentero contemplar la miseria. Menos aún la nuestra.
Pero allí dejamos el asunto en el estudio de la semana pasada.
Vimos que la Ley, como revelación de Dios, descubre nuestra
condición verdadera, la cual es una verdadera miseria. La
experiencia de la miseria no es la miseria misma; no es sino los
síntomas de ella. La Ley revela la profundidad de nuestra miseria
descubriendo tanto lo que Dios exige de nosotros como nuestra
incapacidad de cumplir con la exigencia. Si fuésemos dejados a
nuestros propios recursos, no tendríamos remedio ni esperanza
alguna, pues lejos de cumplir con el amor que nos exige la Ley,
aborrecemos a Dios y a nuestro prójimo. A pesar de nuestra
tendencia hacia el autoengaño, la Ley descubre nuestra condición
de miserables pecadores, totalmente culpables ante Dios. La lección
de hoy resume la enseñanza en este punto.
Pregunta 6
¿Creó, pues, Dios al hombre tan malo y perverso?
Respuesta 6
No, al contrario. Dios creó al hombre bueno haciéndolo a su imagen
y semejanza, es decir, en verdadera justicia y santidad, para que
rectamente conociera a Dios su Creador, le amase de todo corazón,
y bienaventurado viviese con Él eternamente, para alabarle y
glorificarle.
Pregunta 7
¿De dónde procede esta corrupción de la naturaleza humana?
Respuesta 7
De la caída y desobediencia de nuestros primeros padres, Adán y
Eva, en el Paraíso. Por ello nuestra naturaleza ha quedado de tal
manera corrompida, que todos somos concebidos y nacidos en
pecado.
Pregunta 8
¿Estamos tan corrompidos que somos totalmente incapaces de
hacer el bien e inclinados a todo mal?
Respuesta 8
Ciertamente; si no hemos sido regenerados por el Espíritu de Dios.
La naturaleza torcida. Parte de nuestra perversidad se ve en que al
saber la verdad de nuestra condición, queremos echar la culpa a
Dios. Nos disculpamos diciendo que así somos, no tomando la
responsabilidad de nuestras maldades. De veras que nos
preguntamos lo que el Catecismo pregunta: si Dios mismo nos ha
hecho así de malos.
El Catecismo interpreta lo anterior. Dice “tan malo y perverso”. Se
habla de perversidad, porque es una verdadera perversidad que
aborrezcamos a Dios y a nuestro prójimo. La perversidad se ve con
toda claridad a la luz de la siguiente enseñanza bíblica: el hombre
es la imagen de Dios. Se ve lo que no es por lo que debía ser; a la
luz del modelo, las distorsiones son más visibles.
El modelo es bueno. El patrón del hombre es Dios mismo. Dios se
empleó a Sí mismo como la pauta de perfección en la creación del
hombre. El hombre no es Dios. El hombre fue, y lo es todavía,
creado; es criatura, es hechura de Dios. Debe su existencia y su ser
a Dios. La intención de Dios es que el hombre refleje a Dios; que
muestre algo de la grandeza, sabiduría y gloria de Dios. Dios,
modelando al hombre a semejanza de Sí mismo, deja por un lado
que la perversidad del hombre se deba a la falta de buen modelo. El
hombre fue creado superlativamente bueno.
El Catecismo no nos expone todo el significado de lo que es la
imagen de Dios. Solamente menciona lo que viene al caso. Y esto
es, que el hombre, creado bueno, perfecto, cabal y recto, tiene todo
lo que necesita para conocer a Dios y para amarlo. Si no ama a Dios
no es porque no haya sido creado capaz de hacerlo. Todo lo
contrario, fue creado a la imagen de Dios precisamente para poderlo
hacer. Parte de la enormidad de nuestra miseria tiene que ver con la
distorsión que hemos dado a la imagen de Dios.
El origen del pecado. Hemos visto la respuesta negativa a la
pregunta de si Dios creó al hombre tan perverso. Enfáticamente
decimos que ¡no! ¡La Biblia ni siquiera nos permite pensarlo! La
respuesta de la pregunta da también la parte positiva de la
respuesta. Nos muestra el origen de esta perversidad.
Adán y Eva, nuestros primeros padres, cabeza orgánica de toda la
raza humana y representante humano en el pacto con Dios,
desobedecieron, llevando con ellos a toda la raza humana, pues en
aquel entonces eran ellos toda la raza humana, al pecado. Este
punto es uno de los más difíciles en toda la teología cristiana. No es
difícil por su profundidad intelectual, sino por la dificultad moral del
hombre pecador para aceptar la verdad de todo ello. La prueba
bíblica es incontrovertible, no solamente en Génesis sino en toda la
Biblia, sobre todo en los Salmos, en los profetas y, como ya hemos
visto, en las cartas de Pablo. La carta de Pablo a los Romanos
capítulo 5 es el ejemplo sobresaliente. Tenemos que notar los dos
puntos: Adán es biológicamente, orgánicamente, la cabeza de toda
la raza humana y, además, es el representante en el Pacto (véase
Os. 6:7 y Ro. 5:12, 19).
En su pecado el hombre niega que sea la imagen de Dios. La
libertad o soberanía que va con la imagen se convierte en esclavitud
y el hombre es lo que no debe ser, lo que no tiene el derecho de ser.
Pierde comunicación y comunión con Dios, y destruye también la
comunión y comunicación entre los seres humanos. No practicamos
la imagen de Dios que somos. A pesar de que somos esclavizados
por el pecado, pecamos voluntariamente. Sentimos la tiranía de
Satanás y luchamos contra ella pero, a la vez, practicamos el
pecado voluntariamente y de buena gana. El hombre pecador es
responsable por su propio pecado, aunque seamos pecadores por
naturaleza. Ambas cosas son la verdad: pecamos porque somos
pecadores, y somos pecadores porque pecamos.
Incapacidad total, pero con esperanza. Estamos atrapados en el
pecado. Pablo dice que el que hace el pecado esclavo es del
pecado. Estamos tan corrompidos que somos totalmente incapaces
de hacer algún bien. O sea: hacer el bien está más allá de nuestro
poder. La situación es tan seria que Pablo dice que estamos
muertos en el pecado (véase Ef. 2:1). Las Escrituras hablan muy
francamente sobre el asunto. Por nosotros mismos no podemos
hacer el más mínimo bien.
Pero el Catecismo, sin explicarlo bien (lo va a hacer más tarde), nos
indica la salida. No podemos hacer el bien a menos que seamos
regenerados por el Espíritu de Dios. Todo lo bueno que hay en el
mundo es obra de Dios, aun el bien que hacen los hombres. El
motivo, la fuerza, el impulso es del Espíritu Santo. Jesús así lo
enseñó a Nicodemo (véase Jn. 3). Para entrar en el Reino de los
Cielos, para cumplir con el deber cristiano, para hacer buenas
obras, el ser humano tiene que ser regenerado, tiene que nacer de
nuevo.
Esta es nuestra esperanza. Si confiamos en nosotros mismos
quedaremos decepcionados. No solo es una tontería confiar en
nosotros mismos: es pecado. Solamente podemos confiar en la
soberanía de Dios. Solamente el Espíritu Santo nos puede
regenerar. El regenerarnos o nacer de nuevo no es obra de
nosotros, sino es obra que el Espíritu de Dios hace en nosotros. Al
bloquear todo camino humanístico el Catecismo nos abre otro
camino, el verdadero: el de la gracia soberana.
Conclusión
Aunque no podemos culpar a Dios por nuestra condición, pues el
ser humano fue creado bueno, a la imagen de Dios, y debemos
nuestra corrupción a la desobediencia del hombre, la esperanza que
tenemos es que hay algo de lo cual Dios es responsable: nuestro
nuevo nacimiento por su Santo Espíritu.
LECCIÓN 4
Lectura bíblica: Éxodo 34:6-7; Romanos 5:12

Introducción
Después de contemplar la pecaminosidad, desobediencia y miseria
del hombre, el Catecismo concluye la primera parte considerando
tres posibles objeciones. Siendo tales como nos describe el
Catecismo en la lección anterior, no estamos dispuestos a aceptar
esta verdad sin una protesta. No nos gusta que el Catecismo diga la
verdad, así de descarada, sobre nosotros. De hecho —como nos
enseña el Catecismo— sin que el Espíritu de Dios haga la obra en
nosotros regenerando el corazón, nada de esta lección es aceptable
ni tiene sentido. Las tres objeciones que el hombre podría hacer son
las que cuestionan la justicia de Dios, el juicio de Dios y la
misericordia de Dios.
Pregunta 9
¿No es Dios injusto con el hombre al pedirle en su Ley que haga lo
que no puede cumplir?
Respuesta 9
No. Dios creó al hombre en condiciones de poderla cumplir, pero el
hombre, por instigación del diablo y su propia rebeldía, se privó a sí
mismo y a toda su descendencia de estos dones divinos.
Pregunta 10
¿Dejará Dios sin castigo tal desobediencia y apostasía?
Respuesta 10
De ninguna manera; antes su ira se engrandece horriblemente,
tanto por el pecado original como por aquellos que cometemos
ahora, y quiere castigarlos, por su perfecta justicia, temporal y
eternamente. Según ha dicho Él mismo: “Maldito el que no
confirmare las palabras de esta Ley para hacerlas” (Dt. 27:26);
(véase Gá. 3:10).
Pregunta 11
¿No es Dios también misericordioso?
Respuesta 11
Dios es misericordioso, pero también es justo. Por tanto, su justicia
exige que el pecado que se ha cometido contra la suprema
majestad de Dios sea también castigado con el mayor castigo, que
es pena eterna, así en el cuerpo como en el alma.
La justicia de Dios. La primera objeción tiene que ver con la justicia
de Dios; la pone en tela de juicio. La pregunta No. 9 capta bien el
pensamiento humano; pensamos que Dios seguramente sería
injusto si exigiera de nosotros lo que no podemos hacer. No
queremos tachar a Dios de injusto, entonces no podemos creer que
lo que Dios exige del hombre sea perfecta obediencia. Dios tendría
que quedar contento con que hagamos lo que podamos.
Pero el Catecismo no nos deja allí. No solamente afirma que Dios
exige del hombre una perfecta obediencia, sino que Dios hizo al
hombre perfectamente capaz para cumplir con la perfecta
obediencia a la perfecta Ley de Dios. Y no debemos olvidar que esta
perfecta obediencia se cumple en una palabra: amor. No solamente
nos hizo capaces de amar a Dios y al prójimo perfectamente; Dios
espera de nosotros que lo hagamos. Pues no podemos decir que
ahora que el hombre es un pecador, no le exija que ame. Además,
Dios mismo puso las pautas para el amor y exige que cumplamos
con ellas. De no hacerlo así, pecamos.
Hay intereses ajenos. El diablo, el “adversario” de Dios, no quiere
que el hombre ame, y menos que ame a Dios. (Satanás quiere decir
“adversario”). Es el hombre quien pecó, él es el culpable, pero lo
hizo “por instigación del diablo”. El hombre se ligó con estos
intereses ajenos y partido con el enemigo, se convirtió en aliado del
adversario y, entonces, en adversario mismo.
El ser humano le dio la espalda a Dios; su desobediencia fue un
acto deliberado. El hombre pecador lo sigue siendo; no ha cambiado
nada. Su propia rebeldía le trae consecuencias graves. Se privó a sí
mismo y a toda descendencia de “estos dones divinos”, o sea, la
capacidad de amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como
a sí mismo. Pero el perder capacidad no lo hace inocente. El que un
médico pierda su capacidad de cirujano por el alcohol y las drogas,
no le disculpa por su incapacidad.
El juicio de Dios. Quizá entendamos mejor la pregunta si la
formulamos así: ¿No pasará Dios por alto tal desobediencia y
defección? La idea es: “seguramente Dios no buscará venganza por
esto; pondrá su atención en otras cosas”. El modernista lo diría de
esta manera: “Yo no puedo imaginar un Dios que fuera tan
vengativo; prefiero pensar en un Dios que es más tolerante”.
El Catecismo contesta esta objeción con lenguaje fuerte: “de
ninguna manera”. Dios es tal como se revela ser (y nos conviene
que así sea). Revela su ira contra el pecado. El pecado es antitético
a Su naturaleza; aceptar el pecado sería negarse a Sí mismo; sería
contradecir su propio. En términos humanos podemos decir que no
es tanto lo que Dios hace, sino lo que Dios es. Si Dios no castigara
el pecado, no sería el Dios que Él mismo se revela ser.
En la estructura de la creación, en el orden que Dios mismo impone
a lo creado, el pecado exige castigo, es parte de la naturaleza de las
cosas, es un aspecto de la realidad creada (y toda la realidad es
creada). La ira de Dios no es una agitación violenta del ánimo, como
es el enojo humano, ni de un odio apasionado como son los celos
humanos; sino una expresión de su rectitud, de su justicia y de su
santidad. Si Dios pasara por alto el pecado no sería ni justo, ni recto,
ni santo. Por eso pronuncia la sentencia: “maldito todo aquel…”.
Según el Catecismo, provocamos la ira de Dios en un doble sentido:
por el pecado original y por los pecados que perpetramos, o sea, por
lo pecaminosos que somos incitamos la ira de Dios y por nuestros
actos de rebeldía merecemos su furor. Somos depravados y
culpables, y ambas cosas ofenden a Dios.
El hecho de que Dios se haya pronunciado contra el pecado hace
que el infierno sea una realidad. El castigo del pecado es temporal
(en esta vida) y eterno; “…donde el gusano de ellos no muere, y el
fuego nunca se apaga” (Mr. 9:48).
Los teólogos modernistas y los Testigos de Jehová niegan esto.
Pero el infierno, donde el hombre es permanente y radicalmente
separado de la bondad y misericordia de Dios, es la clara
enseñanza de las Escrituras. Allí se buscará la muerte y no se
hallará. ¡Qué consuelo para el cristiano el saber que Cristo ha
triunfado sobre la muerte para hacer partícipes a los creyentes en su
victoria!
La misericordia de Dios. El hombre otra vez pone sus “peros”.
Dice: “Pero Dios es misericordioso, ¿no?” El hombre quiere pensar
en la misericordia como un atributo aislado, como si no estuviera
adherido al ser de Dios que se hace conocido con todos sus
atributos. Aquí el Catecismo menciona solamente la justicia, para
hacernos recordar que no podemos pensar en la misericordia de
Dios aparte de su justicia. La misericordia no es un atributo
abstracto que esté por encima de Dios del cual Dios participe, sino
que la misericordia no existe aparte de Dios. La realidad de la
misericordia depende de que sea la misericordia de Dios. La
misericordia, por ser atributo de Dios, es justa, santa, sabia,
soberana, recta, buena, etc. No podemos contrastar la misericordia
como si fuera opuesta a la justicia, o a cualquier otro atributo de
Dios, porque tal contraste sería, entonces, un contraste contra el
mismo ser de Dios.
El Catecismo no entra en las profundidades filosóficas y teológicas
del problema. Simplemente afirma que Dios sí es misericordioso,
pero que también es justo. La misericordia de Dios se verá en la
salvación que Él mismo provee para su pueblo, y la misericordia se
hace más misericordia por ser justa.
El pecado es una ofensa contra la “suprema majestad” de Dios. La
ofensa, por su naturaleza, exige el mayor castigo. La naturaleza de
Dios también lo exige. Entonces, los que predican tienen que
anunciar la misericordia de Dios en la obra que satisface su justicia:
la salvación por el sacrificio de su Hijo. Pero también tienen que
anunciar que si el pecador no se arrepiente, perecerá eternamente.
LECCIÓN 5
Lectura bíblica: Salmos 130:3-4; Romanos 8:3-4; Hebreos 7:22-27; 10:3-12

Introducción
El Catecismo presenta la liberación del hombre contra el trasfondo
de pecado y de juicio. La redención y la libertad son conceptos que
se entienden mejor si primero se entienden la desesperación y la
esclavitud al pecado. El remedio del pecado se comprende mejor en
su relación con la gravedad de la enfermedad. El Catecismo
describe nuestra dolencia antes de llevarnos al médico, a fin de que
estemos dispuestos para recibir receta. Solamente aquel que sabe
de su enfermedad estará dispuesto a buscar el remedio. Solamente
aquel que sabe del terror del pecado y del juicio puede experimentar
el gozo de la redención. Solamente aquel que sido encarcelado
sabe el verdadero sentido de la libertad. Después de habernos
instruido con tonos negros acerca de nuestra verdadera condición,
el Catecismo nos presenta la esencia del Evangelio. La segunda
parte del Catecismo trata de esto. Empezamos la segunda parte con
la lección de hoy.
Pregunta 12
Si por el justo juicio de Dios merecemos penas temporales y
eternas, ¿no hay ninguna posibilidad de librarnos de estas penas y
reconciliarnos con Dios?
Respuesta 12
Dios quiere que se dé satisfacción a su justicia; por eso es
necesario que la satisfagamos enteramente por nosotros mismos o
por algún otro.
Pregunta 13
¿Pero podemos nosotros satisfacerla por nosotros mismos?
Respuesta13
De ninguna manera; antes acrecentamos cada día nuestra deuda.
Pregunta 14
¿Podría hallarse alguien que siendo simple criatura pagase por
nosotros?
Respuesta 14
No. Primero, porque Dios no quiere castigar, en otra criatura, la
culpa de la cual el hombre es responsable. Segundo, porque una
simple criatura es incapaz de soportar la ira eterna de Dios contra el
pecado y librar a otros de ella.
Pregunta 15
¿Entonces, qué Mediador y Redentor debemos buscar?
Respuesta 15
Uno que sea verdadero hombre y perfectamente justo, y que
además sea más poderoso que todas las criaturas, es decir, que sea
al mismo tiempo verdadero Dios.
¿Cómo podemos ser salvos? Si, por la naturaleza de Dios, el
pecado tiene que ser castigado, siendo nosotros pecadores, ¿habrá
alguna esperanza para nosotros? Nos parecería que no. Pero el
Catecismo no hace esta pregunta. No pregunta si la salvación
pudiera ser una realidad, sino pregunta ¿cómo puede ser una
realidad? La respuesta es: el hombre puede ser salvo satisfaciendo
la justicia divina él mismo u otro en su lugar. Esta respuesta parece
dejarnos en el mismo lugar. Aunque ya sabemos cómo ser salvos, la
posibilidad nos parece igualmente remota. El Catecismo lo hace a
propósito. Quiere recalcar sobre un punto importante: “Dios quiere
que se dé satisfacción a su justicia”. Hace esto por dos razones. La
primera es la de mostrar que la salvación nunca puede ir en contra
de la naturaleza de Dios. Para que haya una salvación verdadera,
Dios tiene que seguir siendo Dios, con todos sus atributos, inclusive
la justicia. La segunda es para que, al ver la posibilidad, nos demos
cuenta de que es la única posibilidad. La salvación en Cristo es la
única posibilidad para una verdadera salvación. O tenemos que
satisfacer nosotros mismos la justicia de Dios (lo que es una
imposibilidad) o que alguien más satisfaga esa justicia en nuestro
lugar (lo que es una posibilidad, pero solamente si es ideada y
efectuada por Dios mismo). La justicia de Dios tiene que
mantenerse.
Intervención divina. Queda demasiado claro que nosotros mismos
no podemos pagar la deuda, pues en lugar de que disminuya, cada
día la hacemos más grande. Con los pecados de cada día aumenta
la cuenta de lo que debemos a Dios; el castigo que merecemos es
cada día más grande.
En esta lección el concepto de “satisfacción” es muy importante. O
nosotros mismos o alguien más tiene que hacer la satisfacción. Lo
que se exige es que se cumpla totalmente con los requisitos, y los
requisitos en este caso son las exigencias de la Ley: le debemos a
Dios el amor incondicional. Cuando el hombre se rebeló contra Dios
adquirió la obligación de hacer la reparación por su ofensa.
Entonces, ahora tiene esta doble obligación: cumplir con las
exigencias de la Ley (amar), y hacer la reparación por su ofensa.
Hacer satisfacción es cumplir con ello.
Se establece aquí la doctrina bíblica de la salvación por medios
vicarios. Es salvación por sustitución: uno en lugar de otro. Si no
podemos pagar nosotros mismos, alguien tiene que pagar por
nosotros, si hemos de ser salvos. La idea de sustitución corre por
toda la Biblia, desde Set (sustituto) en Génesis hasta la Ciudad
Santa, esposa del Cordero, a quien el Cordero compró dando su
vida por ella (en Apocalipsis). Vicario quiere decir: “el uno por el
otro”.
Pero este “otro” no puede ser otra criatura. El Catecismo explica que
esto es la verdad también por dos razones. La primera tiene que ver
con lo que Dios quiere, tiene que ver con su voluntad. Dios exige
obediencia humana y el cumplimiento de la Ley que es el amor
humano. La falta de obediencia humana y la falta del amor humano
se pagan con amor y obediencia humanos. Por eso es tan
importante hablar de la obediencia de Cristo y del amor de Cristo.
“Fue obediente hasta la muerte y amó (a sus discípulos) hasta la
muerte”.
La segunda razón es que ninguna criatura es capaz de cumplir con
las demandas de la Ley. Ninguna criatura puede ofrecer obediencia
humana ni sufrir la ira eterna de Dios con fines vicarios, o sea, en
palabras del Catecismo: “y librar a todos de ella”. Tenemos que
entender los sacrificios del Antiguo Testamento a la luz de esta
verdad. Los sacrificios en sí no tenían una eficacia sotérica (salvífica
o salvadora). Lo que sí tenía suficiencia sotérica era la Palabra de
Dios, la comunicación de Dios hacia el hombre dándole a este algo
en qué creer. Los sacrificios se entienden en este contexto; por
parte de la comunicación de Dios, cumplen con propósitos
pedagógicos. Nos instruyen en la salvación y nos indican qué tipo
de salvador necesitamos. Precisamente por eso los sacrificios
tenían que repetirse; no eran eficaces para efectuar la salvación
(véase He. 7:22-28; 10:3-12); pero el sacrificio de Cristo, hecho una
vez para siempre, sí es eficaz.
El mediador que necesitamos. Ya vemos que el asunto del
mediador no es un asunto de poca importancia. Tiene que ser algo
esencial. No puede ser una criatura cualquiera. Hay dos requisitos
(que son uno mismo): tiene que ser hombre, y tiene que ser más
que hombre, a la vez. Lo único que es más que humano es Dios.
Entonces, según los requisitos Bíblicos el mediador tiene que ser
verdadero Dios.
Es menester que el mediador sea hombre. Pero más: tiene que ser
un hombre perfecto, justo, obediente, sin pecado, sin falla y sin
limitaciones. Si fuera un hombre pecador no podría ni pagar su
propia cuenta; menos la de otros. Lo que necesitamos es un nuevo
y perfecto Adán, perfecto y capaz no el primero que salió de la mano
del Creador.
El mediador que necesitamos tiene que ser hombre perfecto y
verdadero Dios. Este Salvador ya vino; ya hizo la redención. Es
Cristo Jesús.

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6- Personalidades del Exilio
7- El Vocabulario de la Fe
8- Lo que creemos los cristianos. Tomo 1
9- Lo que creemos los cristianos. Tomo 2 (Escatología)
10- Cónyuge Jalando Juntos (Introducción a la teología del
Matrimonio)
11- El Reino de Cristo en la Poesía Bíblica
12- Semana Mayor (Mensaje de Semana Santa)
13- Yo sé y estoy seguro (Metodología para profesores - Curso de
catecúmenos)
14- La iglesia local
15- La Epístola a los Hebreos
LECCIÓN 6
Lectura bíblica: Génesis 3:15; Hebreos 2:10-18

Introducción
El estudio de hoy es una continuación y una ampliación de la
conclusión de la lección anterior. El Catecismo sigue hablando del
tipo de Mediador que necesitamos. Se ha dicho que no debemos
hacer preguntas de esta naturaleza, porque son un intento de
penetrar en los misterios de Dios. Dicen que nos conviene
solamente aceptar al Mediador que Dios ha provisto y no preguntar
por qué es así o de otra manera. Se afirma que el Mediador es tal
como es y que no debemos buscar las razones por qué tiene que
ser de esa manera. Pero estas preguntas se hacen con el fin de
explicar la fe y hacerla más inteligente. La fe no es un ejercicio en la
lógica; pero una fe que entiende es más fuerte que una fe a ciega. Y
más todavía: la fe que entiende puede comunicarse, es la base de
nuestro testimonio. La razón con frecuencia hace preguntas que
solamente la fe puede contestar; pero aquí, en esta lección, es la fe
la que hace las preguntas y la fe misma las contesta. No solo se
afirma la Revelación en la pregunta No. 19, sino que las preguntas
mismas presuponen la Revelación. La fe busca entendimiento,
quiere aprender y, a través del entendimiento, fortalecerse. La
lección de hoy tiene como propósito entender mejor a nuestro
Mediador.
Pregunta 16
¿Por qué (el Mediador) debe ser verdadero hombre y perfectamente
justo?
Respuesta 16
Porque la justicia de Dios exige que la misma naturaleza humana
que pecó pague por el pecado; y el hombre, que de sí mismo es
pecador, no puede pagar por otros.
Pregunta 17
¿Por qué debe ser también verdadero Dios?
Respuesta 17
Para que, por la potencia de su divinidad, pueda llevar en su
humanidad la carga de la ira de Dios, y reparar y restituir en
nosotros la justicia y la vida.
Pregunta 18
Más ¿quién es este Mediador, que al mismo tiempo es verdadero
Dios y verdadero hombre perfectamente justo?
Respuesta 18
Nuestro Señor Jesucristo, el cual nos ha sido hecho por Dios
Sabiduría, Justicia, Santificación y perfecta Redención.
Pregunta 19
¿De dónde sabes esto?
Respuesta 19
Del Santo Evangelio, el cual Dios reveló primeramente en el
paraíso, y después lo anunció por los santos patriarcas y profetas, y
lo hizo representar por los sacrificios y las demás ceremonias de la
Ley; pero al fin lo cumplió por su Hijo unigénito.
¿Por qué tal Mediador? Hebreos 2:10 contesta esta pregunta de
una forma sencilla. Dice: “Porque convenía…”. Después de que
Dios nos revela su plan, podemos decir que así tenía que ser.
Cuando la Sabiduría Divina se hace conocida podemos entender y
entonces hablar de la necesidad de la encarnación. Pues nuestro
Mediador es Dios encarnado; Dios hecho carne; Dios hecho
hombre. La encarnación, en la economía Divina, es necesaria para
nuestra salvación.
En las preguntas 16 y 17, el Catecismo considera la necesidad de la
encarnación bajo el doble tema de por qué el Mediador tenía que
ser hombre y por qué tenía que ser Dios. Esto nos lleva a lo más
profundo de los misterios de Dios: el hecho de que Dios se hizo
hombre, tornando sobre sí la carga de culpa, pecado, ofensa y
miseria propios del hombre y el castigo que esto merece, trasciende
más allá de la comprensión humana. Es escándalo para los judíos y
locura para los gentiles, pero, para el creyente, es la sabiduría de
Dios.
El Catecismo responde de forma sencilla. Dice que el hombre pecó,
y que el hombre tiene que pagar. Lo que se debe es obediencia
humana o, en términos de la Ley, AMOR humano. Solamente el
hombre debe pagar la deuda, pues ningún otro ser, ni aun los
ángeles, pueden rendir obediencia y amor humanos. Pero el deudor,
que no paga su propia deuda, no puede pagar por otro. Solamente
el hombre debe pagar lo que exige la justicia de Dios, pero el
hombre está totalmente incapacitado para hacerlo por sus propios
pecados. La situación no es muy halagadora.
El remedio de Dios es que Dios mismo se hace hombre. Solamente
Dios puede hacer un hombre; Él es el único creador. Si el hombre, el
que sería el Mediador, fuera solamente o meramente hombre
tendría la posibilidad de pagar solamente si fuera cabalmente justo,
totalmente recto y enteramente santo, y, entonces, podría pagar
solamente por uno. Para poder efectuar una salvación de un pueblo,
el Pueblo del Pacto, se necesita un hombre que sea más que
meramente hombre. Después de que Dios revela que así es,
podemos ver que así tenía que ser, pues solamente Dios es
suficiente para realizar lo que tiene que realizarse para efectuar
nuestra salvación. Para hacer realidad la salvación se necesita “La
potencia de la Divinidad”.
¿Quién es este Mediador? La respuesta a esta pregunta es corta,
sencilla, definitiva, acertada, inequívoca e inconfundible: Nuestro
Señor Jesucristo. Los autores del Catecismo, antes de citar las
palabras de 1 Corintios 1:30 (que seguramente vienen al caso),
dejaron otra respuesta en el borrador del Catecismo, escrito en
alemán, que dice: “Nuestro Señor Jesucristo, quien nos fue dado
como una completa redención y justicia”.
Nosotros escribimos el nombre Jesucristo como una sola palabra,
pero esta forma es una adaptación muy española. En el original y en
la mayoría de los otros idiomas, Jesús y Cristo son dos nombres,
dos distintas palabras. En el Nuevo Testamento en griego siempre
se lee “Jesús el Cristo o “el Cristo Jesús”. Jesús es su nombre
(nombre de pila, diríamos); Cristo es el oficio. La palabra quiere
decir “Mesías, ungido”, y es sinónimo de “príncipe” o “rey”. La
respuesta del Catecismo, entonces, hace tres importantes
afirmaciones. El Mediador es 1) Nuestro Señor, 2) es Jesús de
Nazaret y 3) es el Cristo, el Mesías, el prometido. Cada una de las
tres afirmaciones es de suma importancia para nosotros, y el
conjunto de afirmaciones es una doctrina esencial.
El Mediador es progresivamente revelado. Sería fácil y correcto
responder a la pregunta No. 19 diciendo: “en la Biblia”. Pero el
Catecismo responde de esta manera. Dice que sabes de Cristo
Jesús el Señor, nuestro Mediador, por el Evangelio. Pero luego nos
hace entender que toda la Biblia es Evangelio. Pues el Evangelio
fue revelado ya en el paraíso (Gn. 3:15) y antes —“Adán, ¿dónde
estás tú?” (véase Gn. 3:9)—, y a través de toda la Biblia, incluyendo
a los patriarcas y a los profetas. Asimismo, todo el sistema de
sacrificios y las demás ceremonias de la Ley (ritual) son una
revelación del Mediador y una parte del Evangelio. (Esto va muy en
contra de muchas ideas que se tienen sobre la Ley y del Antiguo
Testamento las cuales circulan hoy en día).
Cristo fue predicado en el Antiguo Testamento. La revelación del
Mediador le fue dada a la humanidad progresivamente, poco a poco,
agregando entendimiento a entendimiento, hasta que a la venida del
Mesías esta revelación fue suficiente para identificarlo. También
tenemos que afirmar que la revelación anterior es necesaria para
entender el ministerio del Mediador. La Revelación está compuesta
de una cadena de revelaciones, cada parte relacionada con la
anterior y la posterior, para ser una revelación completa en Cristo
Jesús.
Jesús mismo interpretó su ser, su ministerio, su sacrificio, su papel
redentor y su oficio de Mesías en términos del Antiguo Testamento.
No podemos leer y entender las palabras, las enseñanzas de Jesús
sin entender esto. Jesús usa el Antiguo Testamento para explicarse.
Jesús es conocido solamente en el Evangelio. El Cristo se conoce
solamente por la Revelación. Por la Revelación sabemos qué tipo
de Mediador necesitamos, y por la Revelación sabemos que este
Mediador es Nuestro Señor, y que Nuestro Señor es Jesús de
Nazaret, verdaderamente hombre, Dios hecho carne; y que Nuestro
Señor Jesús es el Cristo, el Mesías, el prometido redentor. Sabiendo
todo esto y conociéndole a Él, por la Revelación, tenemos la
obligación de creer.
LECCIÓN 7
Lectura bíblica: Juan 1:12, 3:15-18; Romanos 10:10, 17

Introducción
Desde la pregunta No. 12 hemos estado estudiando la salvación. La
primera parte de esta sección (Preg. 12-19) trata acerca del
Mediador que necesitamos. Ahora, en la segunda parte de esta
sección, entramos a estudiar el asunto de la fe verdadera, la fe
salvadora. Esta fe se caracteriza por su contenido (Preg. 22-61) y
por sus frutos (Preg. 62-64). Con esto vemos el énfasis pedagógico
del Catecismo, pues nos da las pautas para distinguir la fe
verdadera de todas las formas espurias. Como no es posible creer
sin creer en algo, para exponer la fe verdadera hay que poner en
claro este algo. Empezamos hoy con este esfuerzo.
En las preguntas y respuestas de la 3 a la 19 el Catecismo nos ha
conducido por consideración de nuestra condición de perdidos por
ser pecadores, y gloriosa provisión de un Mediador perfectamente
adecuado a nuestra miseria. Las preguntas que siguen, entonces,
cumplen con un orden lógico.
Pregunta 20
¿Son salvados por Cristo todos los hombres que perecieron en
Adán?
Respuesta 20
No todos; sino solo aquellos que por la verdadera fe son
incorporados en Él y aceptan sus beneficios.
Pregunta 21
¿Qué es verdadera fe?
Respuesta 21
No es solo un seguro conocimiento por el cual considero cierto todo
lo que el Señor nos ha revelado en su Palabra, sino también una
verdadera confianza que el Espíritu Santo infunde en mi corazón,
por el Evangelio, dándome la seguridad de que no solo a otros, sino
también a mí mismo Dios otorga la remisión de pecados, la justicia y
la vida eterna, y eso de pura gracia y solamente por los méritos de
Jesucristo.
Pregunta 22
¿Qué es lo que debe creer el cristiano?
Respuesta 22
Todo lo que se nos ha prometido en el santo Evangelio,
sumariamente contenido en el Símbolo Apostólico, en cuyos
artículos se expresa la fe universal e infalible de todos los cristianos.
Pregunta 23
¿Qué dicen estos artículos?
Respuesta 23
Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra.
Creo en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido
por el Espíritu Santo, nació de María virgen, padeció bajo el poder
de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a
los infiernos, y al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los
cielos, y está sentado a la diestra de Dios, Padre todopoderoso, de
donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el
Espíritu Santo, una santa iglesia universal (católica), la comunión de
los santos, la remisión de los pecados, la resurrección del cuerpo y
la vida eterna. Amén.
La salvación no es automática. ¿Si el Mediador toma el papel de
representante por la raza humana, no son automáticamente salvos
todos los hombres? Hay tres respuestas (por lo menos) que suelen
darse a esta pregunta. La primera dice que sí, que todos los
hombres son automáticamente salvos por la obra del Mediador. La
obra misionera o evangelística no es más que informar a los
hombres de esta verdad, según dicen las personas que sostienen
este punto de vista. La segunda respuesta dice que sí, pero
teóricamente en la práctica no lo son, porque tienen que poner
también su parte, ya sea participando en los sacramentos, en la
iglesia romana se enseña esto; o hacer ciertos esfuerzos, ciertas
obras o cumplir con ciertas condiciones, según se practica entre las
sectas y en algunas iglesias evangélicas. La tercera respuesta, la
del Catecismo, dice que no, que no todos se salvan, sino solo
aquellos que por la fe verdadera están incorporados o están
identificados con Cristo.
El trasfondo de esta última respuesta es un mejor entendimiento de
la estructura de la verdad bíblica. Algunos piensan en la salvación
como en un depósito de recursos o de méritos al que cualquier
pecador puede recurrir, según su propia inclinación, para sacar lo
que a él le convenga. Según este punto de vista, la obra de Cristo
está disponible de esta manera para todos, según el “libre albedrío”
de cada uno. Los autores del Catecismo ven correctamente que la
estructura de la verdad bíblica no es así, sino que la salvación se
realiza y se explica en términos del Pacto. Romanos 5:12-21 y 1
Corintios 15:22, 45-49 han de entenderse dentro de esta estructura.
Somos pecadores por estar en Adán; somos salvos por estar en el
segundo (y último) Adán, Jesucristo. Somos incorporados en Cristo
por la verdadera fe. Somos identificados con Él por la fe. La
salvación no es como acudir a un naranjo para tomar una naranja,
sino como estar “injertados” en el árbol para participar de la vida del
árbol y producir los frutos del mismo árbol (véase Ro. 11:16,17; Jn.
15:1-7).
En las Epístolas se emplea más la figura del cuerpo, del cuerpo de
Cristo. Las expresiones “en Cristo”, “en Él”, “en el Amado”, etc. (muy
frecuentes en las Epístolas de Pablo a los Efesios y a los
Colosenses) acentúan la importancia de estar en Cristo,
incorporados en Él por la fe verdadera.
La fe verdadera. La fe no efectúa nuestra identificación con Cristo
cual fe, sino la que es fe verdadera. No se refiere a nuestra
capacidad de creer, sino a la realidad de poder saber la verdad por
la fe. Nuestra capacidad para creer de ninguna manera asegura que
tengamos la fe verdadera; solamente la verdad de lo que creamos
nos podrá proporcionar una fe verdadera. Es importante que no
tengamos fe en la fe, sino fe en la verdad. Es el contenido de la fe,
que tiene que ser la verdad, lo que hace que la fe sea verdadera.
Hay dos elementos en esta fe que son conocimiento y confianza. El
conocimiento tiene que concordar con la palabra; tenemos que
saber con certeza que todo lo revelado por Dios en su Palabra es la
Verdad. (Por eso tenemos que saber lo que dice la Palabra. Es difícil
o imposible recibir como verdad lo que dice la Palabra, si no
sabemos lo que dice la Palabra). La confianza es una esperanzada
dependencia que da como resultado una seguridad interna de que
todo lo dicho en la Palabra se aplica a mí. Esta confianza es
efectuada en mí por el Espíritu Santo, que emplea la misma Palabra
que me revela la verdad, transformándome en creyente.
El contenido de la fe. El énfasis en esta lección no está tanto en el
hecho de que creamos, sino en lo que creemos, o sea: en el
contenido de fe, ya que la fe es formada, determinada y mantenida
por su contenido. Una fe sin contenido es menos que fe, y peor aún,
es una fe falsa y sañosa. Tampoco es fe verdadera una fe que tenga
contenido falso; es una fe espuria; pasa por verdadera no siéndolo.
De ahí la importancia de saber qué creer, y de poner atención en el
contenido de nuestra fe.
El Catecismo dice que tenemos que creer todo lo que se nos ha
prometido por el Evangelio. Otra vez: para creer lo que es prometido
por el Evangelio tenemos que saber lo que es prometido por el
Evangelio. Para saber esto lo tenemos que tener en forma de
proposiciones, fórmulas, afirmaciones, “verdades”. Tiene que estar
en forma de declaraciones o enuncias que pueden ser verdaderos o
falsos. No es cuestión de repetir textos, sino de relacionarlos, de
resumirlos, de hacer “sumario” de ellos, de tal forma que tengan
sentido para nuestro entendimiento.
Hay un resumen de las verdades bíblicas que está a nuestra
disposición un “sumario” que ha servido ya por muchos siglos.
Desde hace muchos años la Iglesia ha llamado a este resumen El
Credo de los Apóstoles porque resume la enseñanza de los
apóstoles, o sea, de la Iglesia primitiva. El Credo es útil para traer a
la memoria “todo lo prometido por el Evangelio”. El Credo no tiene
valor como algo para rezarse, sino como instrumento para informar
a la fe. Sirve para ordenar y formular que sabemos de “todo lo
prometido por el Evangelio”. Cada artículo es un resumen de
verdades muy importantes. Por eso, en las siguientes lecciones,
vamos a estudiar el Credo de los Apóstoles, artículo por artículo,
para dar más contenido y el contenido correcto a nuestra fe.
LECCIÓN 8
Lectura bíblica: Isaías 6:1-3, Lucas 4:16-21; Juan 14:9-11, 15-20, 26

Introducción
En la lección pasada notamos que, si se tiene fe, se tiene fe en algo.
No hay fe sin contenido. Es precisamente su contenido lo que hace
que una fe sea verdadera o falsa. No podemos creer sin que
sepamos lo que creemos o, por lo menos, conocer a aquel en quien
creemos. El contenido de la fe verdadera tiene que ser “todo lo que
Dios ha revelado en su Santo Evangelio”. Hay varios puntos de
mucha importancia en el Santo Evangelio; Dios nos da mucha e
importante información. Dentro de esta información encontramos lo
que Dios revela de Sí mismo. Conocemos a Dios porque Él mismo
nos da la información que necesitamos para conocerlo. Si vamos a
tener fe en Dios, este Dios, en quien tenemos fe tiene que ser
conocido. Si vamos a creer en Dios, tenemos que saber de Él.
Hoy empezamos un estudio dentro de otro estudio —dentro del
estudio del Catecismo de Heidelberg se incluye un estudio sobre el
Credo de los Apóstoles— pero el tema es Dios, pues el Credo
empieza afirmando: “Creo en Dios...”. Nuestro guía nos guía de esta
manera.
Pregunta 24
¿En cuántas partes se dividen estos artículos? (Los del Credo)
Respuesta 24
En tres.
La primera: de Dios Padre y de nuestra creación;
La segunda: de Dios Hijo y de nuestra redención; y
La tercera: de Dios Espíritu Santo y de nuestra santificación.
Pregunta 25
Si no hay más que una Esencia Divina, ¿por qué nombras tres:
Padre, Hijo y Espíritu Santo?
Respuesta 25
Porque Dios se manifestó así en su Palabra, de manera que estas
tres personas son el único, verdadero y eterno Dios.
La afirmación básica del Credo. Si tuviéramos que decir en unas
cuántas palabras lo que enseña el Credo, podríamos resumirlo de
esta manera: el Credo de los Apóstoles afirma la existencia y
actividad de un Dios Trino. Los dos puntos son importantes: este
Dios Trino existe, y este Dios Trino es activo.
La doctrina que estudiamos es la doctrina de la Trinidad. Muchos
que no creen en la Trinidad, especialmente los “testigos de Jehová”,
están prontos para llamar nuestra atención a que la palabra
“Trinidad” no existe en la Biblia. La afirmación es acertada, no se
encuentra en la Biblia lo que se encuentra es el Dios Trino, un Dios
que existe en tres personas. Haciendo un esfuerzo para expresar la
verdad de la información, bíblica en habla humana, Tertuliano acuñó
la palabra “Trinidad”, allá por el año 200 de nuestra época, para
expresar la “tri-unidad” del Dios que se asentaba de esta manera en
su autorrevelación. Como la palabra era nueva, no contaminada por
especulaciones filosóficas, pareció bien a la Iglesia emplear la
palabra en sus reflexiones sobre la naturaleza de Dios, tal como
está revelada en la Biblia. La palabra sigue empleándose en el
vocabulario de la Iglesia por su utilidad en la comunicación de esta
importantísima doctrina.
La información bíblica es muy clara. Dios es uno y no hay otro
(véase Dt. 6:4), y la Biblia nunca admite “peros” sobre esta
afirmación. Por otro lado, Padre es Dios, el Hijo es Dios y el Espíritu
Santo es Dios. Se pueden juntar múltiples textos bíblicos para
probar cada una de estas afirmaciones. Dios dice que no prestará
su nombre a nadie; pero en el Nuevo Testamento encontramos
muchos pasajes que se aplican a Jesús, el Hijo; los mismos textos
que se refieren a Jehová en el Antiguo Testamento. En el Antiguo
Testamento se hace referencia al Espíritu como Dios y también al
Mesías como Dios. Además, las tres personas, lejos de ser distintas
expresiones de una misma persona —tres modos de existir— son
personas; tienen atributos personales, existen a la vez y están en
comunicación la una con las otras. Nosotros, por la cultura en que
vivimos, tenemos dificultad con el concepto de “persona”; en vez de
pensar en este concepto en términos de “personalidad” le damos
demasiado énfasis a lo físico, identificando “persona” con el cuerpo.
Esto dificulta mucho nuestra comprensión de la fórmula: “Un Dios en
tres personas”.
La actividad de Dios es trina también. Esta aseveración es muy
importante para nuestra salvación, porque si no hay una actividad
trina tampoco hay salvación. La salvación, tal como nos la presenta
la Biblia, es una posibilidad solamente si la doctrina de la Trinidad es
la verdad. Es el supuesto básico de toda la doctrina bíblica de la
salvación. Sin el Dios Padre, quien envió a su Hijo; sin el Hijo,
mediador, que es a la vez verdadero hombre y Dios; sin el Espíritu
Santo, que nos infunde vida por el soplo divino, no hay salvación.
Para poder afirmar una salvación, poder tener la confianza de que
somos salvos, tenemos que afirmar la doctrina de la Trinidad.
El Catecismo es muy personal en este punto. Cuando habla de las
Personas de la Trinidad en términos de su actividad, agrega, en
cada caso, la palabra “nuestra”: es nuestra creación, nuestra
redención, nuestra santificación. Es la doctrina que está
íntimamente relacionada con nuestra esperanza, con nuestra fe, con
nuestro consuelo. Con nosotros mismos.
La base de la afirmación básica. Si Dios no se nos revelara no
tendríamos manera de conocerlo. La revelación de Dios es, su
autorrevelación. No hay manera de comprobar esta revelación fuera
de la revelación misma. No podemos someter la revelación a
normas que no sean las de la misma revelación. Esta revelación
(autorrevelación) es la única base para hacer afirmaciones sobre la
naturaleza de Dios, afirmamos que Dios es trino, en su naturaleza y
actividad, porque así lo ha dicho en su autorrevelación.
Dios es exactamente como se revela. Es idéntico con su revelación.
Si Dios dice “Así soy”, es porque así es, y es así porque dice que es
así. Dios es como se manifiesta ser. Por eso el Catecismo dice:
“Porque Dios se manifestó así en su Palabra”.
La Palabra, la autorrevelación, tiene que ser la única fuente de
nuestro conocimiento de Dios. He aquí el error de las sectas: ponen
al lado de la Biblia otra fuente de autoridad, otra fuente de
pretendido conocimiento de Dios. El resultado es otro Dios, un ídolo,
fabricado por el hombre a la imagen del hombre o de algún otro ser
creado. (Compárese Romanos 1:21-23). Ni la imaginación del
hombre, ni tampoco su razón bastan para conocer a Dios, aparte de
su autorrevelación. Para conocer a Dios dependemos por completo,
totalmente, de la autorrevelación misma de Dios.
Dios se manifestó trino. No tenemos ninguna base para decir que no
es así. Para negar que es así tenemos que recurrir a una autoridad
que no sea la revelación de Dios; tendremos que negar la única
fuente de nuestro conocimiento de Dios. Si Dios se manifiesta trino,
no nos queda otra alternativa sino decir: “así es Dios, tal como se
manifestó”.
Esto es lo que hace el Catecismo. Termina la respuesta diciendo
que, sobre la base de la manifestación que Dios hace de Sí mismo
en su Revelación, “estas tres personas son el único, verdadero y
eterno Dios”.
LECCIÓN 9
Lectura bíblica: Génesis 1 y 2; Salmo 104; Mateo 6:32-34

Introducción
Para creer es necesario estar convencido de que aquello en que se
cree es la verdad. Podemos admitir que a veces entra en nosotros
un elemento de duda y tengamos que confesar que tenemos el
miedo de que sea posible que, lo que creemos, no sea la verdad;
pero, aunque tengamos duda y nos falte seguridad, lo creemos
porque pensamos, aunque sin tristeza, que es la verdad. No
podemos creer en lo que sabemos que no es verdad. La fe afirma lo
que acepta como verdadero.
Hoy empezamos a afirmar lo que creemos que es la verdad de Dios.
Creemos en lo que afirmamos sobre la base de la misma
autorrevelación de Dios, o afirmamos como la verdad de Dios.
Afirmar algo sobre Dios es la actividad más atrevida que puede
hacer el ser humano, pero es una actividad que no podemos evitar.
Aun el ateo tiene fe; afirma algo sobre Dios; afirma su no existencia.
Y esto, contra todas las pruebas, todas las evidencias y todos los
indicios; pues todos estos conducen a la existencia y no a la no
existencia de Dios. La fe del teísta, entonces, es mucho más
razonable que la fe del ateísta.
Pero si afirmamos la existencia de Dios, si tenemos fe en Dios
entonces tenemos que afirmar algo sobre Él. Si afirmamos algo es
porque creemos algo. Por eso el Catecismo formula la pregunta así:
¿Qué crees cuando dices...?”
Pregunta 26
¿Qué crees cuando dices: Creo en Dios Padre, todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra?
Respuesta 26
Creo que el Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien de la nada
creó el cielo y la tierra con todo lo que en ellos hay, sustentándolo y
gobernándolo todo por su eterno consejo y providencia, es mi Dios y
mi Padre por amor de su Hijo Jesucristo. En El confío de tal manera
que no dudo de que me proveerá de todo lo necesario para mi alma
y mi cuerpo. Y aun más, creo que todos los males que puedo sufrir,
por su voluntad, en este valle de lágrimas, los convertirá en bien
para mi salvación. El puede hacerlo como Dios todopoderoso, y
quiere hacerlo como Padre benigno y fiel.
Dios Padre el Creador. A Dios le llamamos Padre porque es el
eterno Padre de nuestro Señor Jesucristo. Lo era desde antes,
desde la Trinidad. Las relaciones entre la Trinidad son eternas
porque el Dios Trino es eterno. Dios Padre siempre ha sido Dios
Padre. Dios se revela como Padre porque el nombre revela algo de
su ser; lo hace conocido al hombre. El nombre Padre implica una
relación, tanto de autoridad como de amor, y sugiere atributos
relacionados con esta relación.
El Dios Padre es el creador de todo. Cuando afirmamos que Dios
Padre es creador afirmamos un acto y una relación. Establece un
cierto tipo de dualismo. Si Dios es creador y todo lo demás es
creado, hay una distinción y una relación en el mundo. Esa
distinción y relación se expresa así: creador-criatura. Dios sigue
existiendo como siempre ha existido, pero ahora hay en el mundo
algo que no es Dios: es la creación. Hay dos realidades: la divina
que es Dios, siempre autoexistente, que existe por Sí mismo, y lo
creado que es la realidad creada, que existe por la voluntad del
Padre, y depende de Él. Esto quita toda posibilidad de que sea
verdadero cualquier tipo de panteísmo.
En la creación, como acto, Dios llamó a existir todo lo que no existía,
pero que ahora sí existe. Sin negar en lo más mínimo la verdad de
la expresión de “que Dios creó todo de la nada”, parece que hoy día
es mejor decir que “Dios llamó a existir lo que no existía”, debido a
que en las filosofías modernas se maneja el concepto de la “nada”
en una forma diferente. Lo que tenemos que afirmar, según la
autorrevelación bíblica de Dios, es que Dios hizo todo por el simple
acto de su voluntad. No necesitó materiales, instrumentos, patrones
ni modelos: hizo todo con la “palabra de su poder” (Véase He. 1:3) y
con el poder de su Palabra. Dijo y fue. Esto es lo más sobresaliente
de la historia de la creación, relatada para nosotros en Génesis,
capítulo uno.
En la creación, como relación, Dios se relaciona con todo. Es su
Señor, su Dueño, su Amo. Todo es de Él. El valor de la creación
radica en que ella es del Señor, es su posesión. No solamente la
creó con su Palabra de poder, sino que la sustenta con esa misma
Palabra. El hecho de que toda la naturaleza, todo lo creado, tanto lo
físico como lo espiritual, lo material como lo inmaterial, mi cuerpo
tanto como mi alma, son del Señor, establece una íntima relación
con Él. Esto no nos permite un malsano tipo de dualismo que está
bien difundido en el día de hoy: el de separar lo espiritual de lo
material, sobreestimando lo uno y subestimando lo otro. Si mi
cuerpo es creado por Dios y Él lo mantiene, tengo que estimar mi
cuerpo como algo relacionado con Dios; es su posesión y, por eso,
me es algo espiritual. El hecho de que Dios es Dueño de todo, y que
todo sea de Él, nos da una responsabilidad especial, en la ecología,
por ejemplo.
Dios Padre es el Todopoderoso. Aunque Dios hizo algo que no es
Dios, esto no limita a Dios. No hay dos soberanos; lo creado no
impone limitaciones al Creador. La creación no va por su propio
camino, independiente de la voluntad de Dios. Esta, a fuerza, por su
naturaleza con creación y por la naturaleza de Dios como
Todopoderoso, tiene que obedecer, a tal grado que la misma
creación tiene que cooperar en nuestra salvación. (Esta es una de
las bellas enseñanzas de Apocalipsis 12:16. Aun lo malo, o lo que
nos parece malo, tiene que servir para nuestra salvación, tiene que
convertirse en “bien para mi salvación”.
El concepto “deísta”, un concepto aceptado por algunos cristianos
que también han aceptado los supuestos filosóficos del “cientismo”,
no creen esto. Los deístas tienen la idea de que Dios hizo el mundo,
tal como fuera un reloj u otra máquina, y lo lanzó al espacio donde
sigue operando por sus propias leyes, soberano y autónomo,
independiente de Dios y de su intervención y que Dios es impotente
para hacer en él ningún cambio, alteración o control. Este concepto
de “impotencia” está directamente opuesto a la afirmación que
hacemos de que Dios es todopoderoso. Un impotente no puede ser
todopoderoso. Algunas ideas acerca del “libre albedrío” también
contradicen la confesión de un Dios todopoderoso, pues el supuesto
“libre albedrío” limita a Dios; es una idea de un Dios todopoderoso.
La Biblia no nos presenta un Dios ni impotente; sino que nuestro
Dios se nos presenta en la Biblia omnipotente, todopoderoso.
Esta creencia me permite afirmar que Dios “proveerá todo lo
necesario para mi alma y mi cuerpo”. Si no fuera así, mi esperanza
sería vaga y sin fundamento, un deseo hueco. Mi dependencia de
Dios, lejos de ser una frustración, es una consolación, pues Él es fiel
y capaz. No me hace incompleto o inseguro, sino confiado y
tranquilo. Mi certidumbre no radica en el hecho de que creo, sino en
el hecho de que lo que creo lo acepto como la verdad, y en el hecho
de que lo que afirmo es la verdad de Dios, sobre la base de su
propia autorrevelación.
Esta misma autorrevelación me permite afirmar que Dios no solo
puede sino que también quiere proveer todo lo que necesito y
convertir todo lo malo en beneficio para mí. Es mi Padre, pues me
ha adoptado como hijo por su gracia en Cristo Jesús. Estoy
relacionado con Él por ser su criatura, soy de Él; pero hay más: soy
suyo también por redención, es mi Padre Celestial, y Padre de mi
Salvador Jesucristo.
LECCIÓN 10
Lectura bíblica: Salmo 105; Lucas 12:22-31; Romanos 8:28-39

Introducción
En la lección anterior empezamos nuestro estudio sobre lo que
creemos cuando afirmamos que creemos en “Dios Padre,
Todopoderoso, Creador...”. Enfocamos primero nuestra atención en
Dios Padre, el Creador, y luego estudiamos el contenido de nuestra
fe cuando afirmamos que el Dios Padre es todopoderoso. Esta
lección es una continuación de esta afirmación, pues el hecho de
que Dios Padre es el Todopoderoso es un hecho de tremenda
importancia práctica en la vida cristiana.
La providencia —que estudiaremos hoy— es un ejercicio, a nuestro
favor, de la omnipotencia de Dios. Si Dios no fuera todopoderoso no
podría ser el Dios de la providencia. La providencia va muy
relacionada con la creación, pues es sobre la creación, y toda la
creación, donde Dios ejerce su providencia. Hoy dirigimos nuestra
atención a esta providencia.
Pregunta 27
¿Qué es la providencia de Dios?
Respuesta 27
Es el poder de Dios, omnipotente y presente en todo lugar, por el
cual, como con su mano, sustenta y gobierna el cielo, la tierra y
todas las criaturas de tal manera que todo lo que la tierra produce, la
lluvia y la sequía, la fertilidad y la esterilidad, la comida y la bebida,
la salud y la enfermedad, las riquezas y la pobreza; y, finalmente,
todas las cosas no acontecen sin razón alguna, como por azar, sino
por su consejo y voluntad paternal.
Pregunta 28
¿Que utilidad tiene para nosotros este conocimiento de la creación y
providencia divina?
Respuesta 28
Que en toda adversidad tengamos paciencia, y en la prosperidad
seamos agradecidos y tengamos puesta en el futuro toda nuestra
esperanza en Dios nuestro Padre fielísimo, sabiendo con certeza
que no hay cosa que nos pueda apartar de su amor, pues todas las
criaturas están sujetas a su poder de tal manera que no pueden
hacer nada ni moverse sin su voluntad.
La providencia es poder amoroso. El Catecismo es muy claro en
su afirmación. Respondiendo a la pregunta: ¿qué es la providencia?,
define a la providencia como el poder de Dios. Es el poder de un
Dios omnipotente y omnipresente, o sea, que Dios está
poderosamente presente en toda la creación y la dirige como su
posición para cumplir con los propósitos que Dios mismo ha
determinado para ella. Este poder es tan grande que, en la
providencia, tiene que ver con las criaturas, la tierra y el cielo. Nada
está fuera de ella.
La doctrina bíblica de la providencia exige que tomemos muy en
serio la historia. Se ha dicho que la historia es otro libro en el cual
Dios se revela. Aunque la aseveración se presta a malas
interpretaciones, hay algo de verdad en ella. La historia revela a
Dios como un libro complementario de ilustraciones de la revelación
principal que es la Biblia. La historia siempre ha de verse a la luz de
la Biblia, y no viceversa. Pero no cabe duda que para un cristiano
que conoce a Dios, le es fácil ver la mano de Dios en la historia. Es
el dedo de Dios que escribe la historia; los historiadores no hacen
más que hacer un reportaje, a veces muy equivocado, de la historia
que Dios ha escrito. Los que hoy día ven en la historia el único o
principal libro de Dios se equivocan. Pero, por otro lado, los
cristianos somos muy remisos al estudio de este libro.
La providencia tiene varios aspectos. Uno de ellos es la
preservación. Dios preserva, sustenta y protege toda su creación. La
creación es, y no la podemos hacer desaparecer, pues Dios la
conserva. Podemos cambiar la forma de lo que es, transformar la
materia en energía, etc., pero Dios la preserva y sigue siendo. Otro
aspecto de la providencia es el gobierno. Dios gobierna, controla y
dirige todo. Una parte del gobierno es la concurrencia, o sea, que
Dios hace que las cosas sigan sus propias leyes, y Dios logra su
propósito a través del cumplimiento de las cosas con su propia
naturaleza. De sus criaturas racionales Dios pide una cooperación.
Por medio de lo que Dios manda al ser humano que haga, Dios
mismo cumple con sus propósitos; la evangelización, por ejemplo, y
ciertos actos de misericordia. La oración y las oraciones contestadas
han de considerarse en este renglón.
La concurrencia que mencionamos anteriormente se ve de una
manera especial en el comportamiento de la naturaleza. El hecho de
que la tierra produzca (aunque, a veces, no) depende de factores
naturales como la lluvia, el sol, la temperatura, etc., que están
regulados por las “leyes” de la naturaleza, pero siempre bajo la
dirección de Dios. Es natural que la tierra produzca, que los
naranjos den su fruto, que las vacas den leche, que las gallinas
“pongan”, etc., etc. Pero lo que es natural y que hace que sea
natural depende de la atención cuidadosa de Dios, y Dios nos da de
comer, que vestir, etc.
Dice el Catecismo, que refleja bien la enseñanza bíblica, que las
cosas acontecen sin razón, por el azar. El azar no juega ningún
papel en el pensamiento del cristiano, ni en su experiencia. Todo lo
que pasa, pasa por el consejo y voluntad de Dios. Si existiera el
azar, Dios también estaría sujeto a el. Si Dios no está sujeto al azar,
entonces el azar ya no es azar. La idea del azar es impensable para
el cristiano.
La providencia es de gran provecho. La doctrina de la
providencia, como todas las doctrinas de la Biblia, es la verdad
porque Dios lo dice. Creemos en la providencia porque la palabra de
Dios la enseña. Creemos que así es la providencia porque Dios dice
que es así. Y creerlo nos trae grandes bendiciones. No podemos
probar la providencia sobre la base de otros supuestos, confiando
en otros absolutos; creemos y, creyendo, experimentamos la verdad
de lo que creemos. No creemos a fin de recibir las bendiciones, pero
creyendo recibimos las bendiciones. En palabras del Catecismo, es
de “gran utilidad” para nosotros. Esta fe “nos conviene”.
En primer lugar, nos da paciencia no es simplemente el poder
aguantar porque “no nos queda otra”, sino que es uno de los frutos
del Espíritu que nos puede dar gran satisfacción y una serena
calma. Nos da una más gozosa participación en toda la vida y en las
experiencias de la vida. La fe en la providencia también nos
proporciona gratitud. La verdadera gratitud es una de las emociones
más profundamente placenteras. El ser verdaderamente agradecido
es un deleite inefable. El que no sabe de la providencia nunca
puede ser agradecido, nunca puede tener este profundo sentimiento
de estar rebosando de gozo, de tener por qué decir “gracias”, y a
quien decírselo.
Creer en la providencia nos da seguridad y certeza. Sabemos que
Dios está “preocupado” por nosotros. Arregla las cosas para nuestro
beneficio. Precisamente porque todo está bajo el control de nuestro
soberano Padre, todo está sujeto a su providencia, y no hay nada, ni
lo puede haber, que me pueda separar del amor de Dios.
La Confesión de Fe de Westminster agrega algo que no está en el
Catecismo de Heidelberg, pero que sí viene al caso y completa la
enseñanza. Dice en su Capitulo IV, párrafo VII, que habla de la
providencia: “De la misma manera que la providencia de Dios se
extiende a todas las criaturas en general, así también, de un modo
especial, cuida a su Iglesia, y dispone todas las cosas para el bien
de ella”. La idea está implícita en la respuesta del Catecismo, pues
si soy de Cristo soy de su Iglesia. Tengo una doble seguridad
porque no solamente me cuida a mí como a su hijo, sino también de
modo especial cuida a su Iglesia, y soy miembro de su Iglesia. La
providencia es el poder de Dios funcionando a favor de los
redimidos.
LECCIÓN 11
Lectura bíblica: Mateo 1:21; Hebreos 7:22-28

Introducción
Ya hemos estudiado, brevemente, la primera gran afirmación del
Credo de los Apóstoles: “Creo en Dios Padre...”. Procedemos ahora
a estudiar la segunda parte: “Creo en Dios, el Hijo...”. Recordemos
que el Credo, como expresión de la fe cristiana, es Trinitario. El
Credo nos enseña que Dios, en su esencia y actividad, es Trino. No
es esa doctrina, por supuesto, una invención del Credo, ni de los
que hicieron el Credo, sino que en su declaración el Credo refleja
fielmente la doctrina de las Santas Escrituras. Dios, que es Trino,
obra como una Trinidad. Es decir: el Dios que es uno es
individualmente activo en cada una de sus personas. Es lógico,
entonces, que estudiemos las obras del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo, cada uno de acuerdo con sus actividades. Como ya hemos
tratado antes, el Credo de los Apóstoles se divide según este orden
de estudios.
Las tres personas de la Trinidad son activas en nuestra salvación,
pero la obra de la redención se enfoca de una manera especial en la
persona del Hijo. El Hijo, la segunda persona de la Trinidad, es
revelado en las Escrituras como el Salvador, el Redentor, el
Mediador, el Mesías, es decir: todos los nombres con que las
Escrituras nos revelan al Hijo son términos íntimamente
relacionados con nuestra salvación. Hoy empezaremos nuestro
breve estudio sobre “Dios Hijo y nuestra salvación”.
Pregunta 29
¿Por qué el Hijo de Dios es llamado Jesús, que significa Salvador?
Respuesta 29
Por que nos salva y libra de todos nuestros pecados, y porque en
ningún otro se debe buscar ni se puede hallar salvación.
Pregunta 30
¿Creen, pues, también en el único Salvador Jesús aquellos que
buscan su salvación en los santos, o en sí mismos o en cualquiera
otra parte?
Respuesta 30
No; porque aunque de boca se gloríen de tenerle por Salvador, de
hecho niegan al único Salvador Jesús; pues necesariamente resulta,
o que Jesús no es perfecto Salvador o que aquellos que con
verdadera fe le reciben por Salvador tienen que poseer en Él todo lo
necesario para su salvación.
¿Qué hay en un nombre? Los nombres, hoy en día, solo son un
poco más que etiquetas que nos distinguen el uno del otro. Revelan,
muy poco de lo que somos. Lo más que pueden indicar es algún
parentesco o el intento de los padres de honrar a un tío, o al abuelo,
o a alguna otra persona. La historia bíblica nos indica que los
nombres pueden desempeñar funciones más importantes: revelan
carácter, función y, a veces, el papel en el propósito de Dios. Nada
más tenemos que pensar en los nombres puestos en ocasiones
especiales en el Antiguo Testamento, a veces por Dios mismo. Más
notables aún son los cambios de nombre: Abram a Abraham, Jacob
a Israel, etc. Todo esto debe hacernos poner atención cuando Dios
da el nombre a alguien.
Dios no dejó al capricho humano el poner nombre a su Hijo. Pues el
nombre de su Hijo tendría que decir todo lo que un nombre puede
indicar: carácter, identidad, función y, especialmente, su papel en el
propósito de Dios. No cabe duda: el hecho de que Dios se
preocupara por ponerle nombre, por medio del ángel y desde antes
del nacimiento del Hijo, es de significación trascendental. El mero
hecho de que Dios lo hizo, pues fue Él quien puso el nombre a su
Hijo, debe hacernos meditar con particular atención en el asunto. El
nombre que le pone ha de revelar quién es, qué hace y qué
importancia tiene. También ha de indicar algo del papel del Hijo en
los propósitos de Dios.
El anuncio del ángel, en Mateo 1:21, deja muy claro que el nombre
ha de ser “Jesús”, porque el que llevaría el nombre sería el Salvador
y sería el Salvador del pecado. El nombre no era totalmente
inusitado. Varias personas en la historia bíblica llevaron antes el
nombre, dos de ellos de una revelación especial en cuanto al papel
de Mediador/Salvador. El nombre, en hebreo, es Josué y debemos
pensar en el caudillo de Dios que, después de la muerte de Moisés,
guié al Pueblo de Dios a la tierra prometida. También debemos
pensar en el sumo sacerdote en la visión del profeta Zacarías
(véase Zac. 3:1-8). El nombre Josué (su forma castellana se
asemeja poco al hebreo) está compuesto de dos partes: la primera
parte se refiere al nombre de Dios “Jehová’, y la segunda parte se
forma basado en el verbo “salvar”. El nombre, entonces, quiere decir
“Jehová salva”. Los mismos dos elementos están en el nombre
“Isaías”, solamente al revés. El nombre es “la salvación es de
Jehová”. Todos los antecedentes indican que con el nombre “Jesús”
(la forma griega de “Josué”), Dios está cumpliendo con su promesa
de traer la salvación a su pueblo.
El Catecismo hace énfasis en el hecho de que este salvador es “el
Salvador”. Por la naturaleza del caso, no puede haber dos. (Ya
hemos estudiado antes, en los estudios 5 y 6, cómo tiene que ser “el
Salvador”). Según el concepto bíblico de “el Salvador”, tener dos
salvadores sería algo más increíble que tener dos novios en una
boda o dos presidentes en un país. Por eso, el Catecismo insiste en
que “en ningún otro se debe buscar ni se puede hallar salvación”.
Jesús es el perfecto y completo Salvador. El ambiente espiritual
en el tiempo en que fue escrito el Catecismo no era muy diferente
del que experimentamos hoy en día en nuestro México. Sin hacer
referencia directa, el Catecismo alude a la práctica del culto a (o por,
o con) los santos. Esta práctica implica una doctrina, y la doctrina es
que Jesús, el Salvador, no es suficiente; necesita que le ayuden.
El Catecismo es claro. Dice que los que buscan estas “ayuditas”,
niegan de hecho la suficiencia del Salvador, “aunque de boca se
gloríen de tenerle por Salvados”. O sea, que de hecho niegan en la
práctica lo que afirman “de dientes para afuera”. Los que buscan,
aunque sea una pequeña parte de su salvación, en los santos, con
ello niegan a su único Salvador. Es asunto serio eso de los
“santos”.El Catecismo lo pone así; hay dos disyuntivas: 1) O Jesús
no es perfecto (completo y suficiente) como Salvador y 2) O
tenemos que encontrar en Él todo lo necesario para nuestra
salvación.
Si buscamos nuestra salvación fuera de Jesús, decimos con esto
que Jesús no es perfecto, completo ni suficiente.
El Catecismo habla de “aquellos que con verdadera fe”, porque
buscar algo más además de lo que hay en Jesús, es realmente
desconfiar de Jesús. Llevamos refacciones para el automóvil y
repuestos para los bolígrafos precisamente porque la experiencia
nos ha dado una sabia desconfianza en estas cosas. Pero es una
desconfianza. La verdadera fe no puede permitir la posibilidad de
que La salvación en Jesús no sea perfecta, suficiente y completa.
Jesús consigue para nosotros lo que ningún esfuerzo humanó ni
angélico pudiera conseguir: nos salva de la culpabilidad del pecado
y del castigo de Dios por el pecado. Nos liga a Él, en su propia vida,
a fin de que participemos en su crucifixión; nos da al Espíritu Santo
y, fuera de la vida en el Espíritu, no hay ninguna verdadera vida
cristiana, ni vida espiritual. Todo esto nos consigue el único
Salvador, perfecto y completo.
La pequeña palabra “y” es una palabra peligrosa para el creyente.
Hay aquellos, que la agregan a la Biblia. Ponen la Biblia “y”... sea, la
tradición, las obras de la Sra. White, del Sr. Rusell, etc., y con esto
destruyen la suficiencia de las Escrituras. Si agregamos la “y” al
nombre de Jesús para decir: Jesús “y”..., sean los santos, nuestras
obras, etc., destruímos la suficiencia de Jesús como el único
Salvador. Esto es serio, porque así nos quedamos sin Salvador.
LECCIÓN 12
Lectura bíblica: Hechos 3:22-26; Romanos 12:1; Apocalipsis 5:8-14

Introducción
En la lección anterior empezamos nuestro estudio de la segunda
parte del Credo de los Apóstoles. Esta parte trata de “Dios el Hijo y
nuestra redención”. En esa lección notamos que nuestro Salvador
recibió el nombre de Jesús, como un nombre dado por Dios para
indicar que el Hijo de Dios es el único Salvador. Lo milagroso de
darle ese nombre, y el hecho de que la voluntad de Dios fuera
indicada por ángeles e incorporada a las Sagradas Escrituras, es un
llamado poderoso a considerar la Importancia de ese nombre.
También notamos que la confianza puesta en cualquier otra cosa,
actitud u obra es, en efecto, falta de confianza en Jesús. Si una
persona cree para su salvación en santos, ángeles, imágenes, en su
propia bondad o capacidad, o en las cosas que ha hecho (o que
pueda hacer), al grado de confiar en ellas, la persona que así cree
desconfía de Jesús. La persona que tenga una salvación en
reserva, adicional a la de Jesús —dice nuestro Catecismo— aunque
con la boca gloríe al Salvador, de hecho lo niega.
Continuamos hoy con nuestro estudio del Salvador. Hoy no
estudiaremos su nombre, sino su oficio.
Pregunta 31
¿Por qué se le llama “Cristo”, es decir: Ungido?
Respuesta 31
Porque fue ordenado del Padre y ungido del Espíritu Santo:
a) para ser nuestro supremo Profeta y Maestro, que nos ha revelado
plenamente el secreto consejo y voluntad de Dios acerca de nuestra
redención;
b) para ser nuestro único y Supremo Pontífice quien por el solo
sacrificio de su cuerpo nos ha redimido e intercede continuamente
delante del Padre por nosotros; y
c) para ser nuestro Eterno Rey que nos gobierna por su Palabra y
su Espíritu, y nos guarda y conserva la redención que nos ha
adquirido.
Pregunta 32
¿Pues, por qué te llaman cristiano?
Respuesta 32
Porque por la fe soy miembro de Jesucristo y participante de su
unción, para que confiese su nombre y me ofrezca a Él en sacrificio
vivo y agradable, y que en esta vida luche contra el pecado y
Satanás, con una conciencia libre y buena y que, después de esta
vida, reine con Cristo eternamente sobre todas las criaturas.
El triple oficio de Cristo. Estamos muy acostumbrados a emplear
el vocablo “Cristo” como si fuera un nombre. Esto no es totalmente
malo, pues la palabra “Cristo” es parte de la correcta identificación
de nuestro Salvador. La persona que no entiende que la palabra
“Cristo” es un título y no un nombre, no se equivoca tanto como para
no poder apreciar la riqueza del significado que hay en este título.
Nuestro entendimiento de la profundidad de enseñanza en esta
palabra depende, en parte, de saber que el vocablo “Cristo” es un
título y que se refiere a un oficio.
La palabra quiere decir “ungido”. Es el participio de un verbo. La
palabra, en griego, traduce una palabra hebrea que es (más o
menos) “Mesías”. “Mesías” y “Cristo” significan lo mismo: Mesías es
hebreo y Cristo es griego. Nosotros usamos, correctamente, las dos
palabras como sinónimos. De hecho, en el Nuevo Testamento de la
Nueva Biblia Española, el traductor, en lugar de poner “Jesucristo”, o
“Jesús el Cristo”, siempre traduce “Jesús el Mesías”.
Ya notamos anteriormente que algunos otros personajes bíblicos
llevaron el nombre de “Jesús”; pero ningún otro personaje llevó el
título de “Mesías” o “Cristo”. Jesús es el único Mesías, el único
Cristo. Podemos decirlo así: Jesús es el único que fue “ordenado”
por el Padre y “ungido” por el Espíritu Santo para ser el Mesías, el
Cristo. Ningún otro tiene el oficio de Mesías, ningún otro puede ser
el Cristo, el Mediador, el Salvador. Jesús es nuestro redentor por
oficio, por llevar el título de Cristo.
Pero el oficio de Cristo es en realidad un triple oficio. Los tres
aspectos de su oficio (y aún se puede decir “de sus tres oficios”)
corresponden a los tres oficios que Dios empleó para tratar con su
pueblo en el Antiguo Testamento. Los tres tienen que ver con la
relación entre Dios y su pueblo. Podemos decir también que estos
oficios existían para relacionar al pueblo con Dios. Esta es otra
manera para decir que el oficio de Mesías o Cristo es el de ser
Mediador; la tarea específica de cada uno de los tres aspectos del
oficio es una parte del trabajo del Mediador. Los tres trabajos o
tareas del Mesías, como mediador, son el de ser profeta (o
maestro), de ser pontífice (o sumo sacerdote), y de ser Rey. Para
cada uno de estos tres oficios la forma de iniciarlos era por medio de
la unción; para ser profeta, sacerdote o rey era necesario ser
ungido, o sea, ser “cristo”.
Jesús es ungido para ser el supremo profeta o maestro. Es el
Cristo para ser el verdadero revelador de Dios. Fuera del ungido
profeta no podemos conocer correctamente a Dios. El que conoce al
Hijo conoce a Dios. El Catecismo dice también que el Cristo hace
plenamente conocidos el secreto consejo de Dios y su voluntad
acerca de nuestra redención. Dios es conocido en Cristo y su
voluntad es claramente expuesta en el ministerio, en la enseñanza y
en la persona del Mesías. Hay una tendencia entre nosotros a no
tomar con suficiente seriedad el oficio profético de Cristo.
Acentuamos lo que hizo Jesús para nuestra salvación, pero no
damos igual énfasis a lo que enseñó Jesús para nuestra salvación.
Si Jesús, cual Cristo, es el verdadero profeta, entonces, tenemos
que poner mucho empeño en saber las enseñanzas de Jesús.
La unción de Jesús también es para ser Pontífice. El Cristo es el
verdadero y el único sumo sacerdote. La palabra “pontífice”, aunque
mal aplicada hoy día a cierta figura pública, es aplicada correcta y
atinadamente en el Catecismo. La palabra, del latín, viene de pons,
poontis, de donde recibimos nuestra palabra “puente”, y quiere decir
“puente”. La última parte, fice, es la raíz de nuestra palabra “hacer”.
La palabra para “pontífice”, entonces, quiere decir “hacer puente”.
Cristo es aquel que hace puente entre el hombre y Dios. El
sacerdote, en el ritual del Antiguo Testamento, tomaba la parte del
hombre para representar a este en la presencia de Dios (véase He.
5:1). Cristo es el ungido para ser nuestro representante en la
presencia de Dios.
Para serlo tiene que cumplir con dos funciones: tiene que ofrecer
sacrificio para hacernos aceptables y tiene que ser nuestro
intercesor. El sacrificio que ofreció, el único aceptable y eficaz, fue
su propia vida. Presentó todo su ser, cuerpo y alma, para
redimirnos, pagando con su cuerpo los pecados de todos nosotros,
y ofreció su completa y perfecta obediencia para ganar a favor de
nosotros la vida eterna. Ofreció su vida en sacrificio y sus obras en
presentes u ofrendas para nuestra completa redención. Esto lo hizo
Cristo como sacerdote.
Pero la obra sacerdotal de Cristo no terminó con el sacrificio; su
obra sacerdotal sigue en pie. Necesitamos un sacerdote constante y
continuo. La única manera que tenemos para orar, servir, glorificar,
alabar, ofrendar, etc., a Dios es por medio de los servicios del
sacerdote. Él es el intercesor, recibido en el cielo en su ascensión,
que ofrece un servicio de intercesor donde tal servicio de veras es
eficaz: en la presencia de Dios, y lo ofrece sin interrupción.
Podemos orar porque Cristo Sacerdote siempre está en su puesto.
Cristo es también el eterno Rey. Reinará para siempre, y reinará a
favor de su pueblo. Como Rey nos gobierna por su Palabra y su
Espíritu. Su gobierno es benéfico, para nuestro bien. No es odioso,
sino que es la única manera de desarrollarnos como la imagen de
Dios. El gobierno de Cristo nos transforma en ciudadanos de su
reino. Solamente si Cristo reina en nosotros podemos gobernarnos
a nosotros mismos.
El Rey, en los tiempos bíblicos, tenía la obligación o responsabilidad
de proteger a su pueblo. Cristo nuestro Rey nos protege, nos guarda
y nos preserva. Hace que nada ni nadie pueda quitar de nosotros
nuestra redención. Participamos en su victoria. El es el soberano
supremo (véase 1 Ti. 6:15). Su voluntad se hará y su reino se
extenderá. Su obra de Rey se ve mejor en su conquista sobre
Satanás, sobre la muerte y el pecado. Él es el Rey porque ha
vencido.
Nuestro oficio de Cristianos. El Catecismo nos pregunta por qué
nos llamamos “cristianos”. ¿Tendrá para nosotros algún significado
el ser llamados por ese nombre? ¿Será también para nosotros un
título? ¿Indicará también para nosotros algún oficio o alguna
responsabilidad o tarea? La respuesta a estas preguntas es: ¡por
supuesto que Sí!. El nombre indica pues es título de nuestra
profesión, que tenemos el oficio de ser Cristianos.
El título tuvo su origen en Antioquía (véase Hch. 11:26), e indica que
somos también ungidos. El Catecismo dice que soy miembro de
Cristo (identificado con Él por la fe, injertado —dice Pablo—). Jesús
dice que Él es la raíz y nosotros somos los pámpanos, y
participantes de su unción. Si estoy en Cristo, si su muerte es la
mía, y su resurrección también, entonces también su unción es mi
unción; soy ungido con Él. Según el Catecismo, esta unción me da
tres importantes obligaciones que corresponden al triple oficio que
tengo por ser partícipe de la unción de Cristo. Ellos son:
1) Confesar su nombre, o sea: darle a conocer, pues soy profeta.
2) Ofrecerme a Él en sacrificio vivo y agradable, o sea: ofrecerme
por el mundo, ser representante del pecador ante Dios, ser
intercesor, pues tengo que orar, en palabra yen hecho.
3) Luchar contra Satanás en mi vida y en la vida de los demás, en
mi país, en mi iglesia, etc. Tengo que gobernarme en nombre de
Cristo y cooperar en la total conquista del mundo para Cristo.
Yo también soy Profeta, Sacerdote y Rey.

Ó
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6- Personalidades del Exilio
7- El Vocabulario de la Fe
8- Lo que creemos los cristianos. Tomo 1
9- Lo que creemos los cristianos. Tomo 2 (Escatología)
10- Cónyuge Jalando Juntos (Introducción a la teología del
Matrimonio)
11- El Reino de Cristo en la Poesía Bíblica
12- Semana Mayor (Mensaje de Semana Santa)
13- Yo sé y estoy seguro (Metodología para profesores - Curso de
catecúmenos)
14- La iglesia local
15- La Epístola a los Hebreos
LECCIÓN 13
Lectura bíblica: Juan 1:12-18, 33, 34, 49, 3:16-17; Romanos 8:14-17; Gálatas 4:4-7; 1
Pedro 1:18,19, 23

Introducción
El Catecismo está organizado y es acumulativo; estudia los temas
en un orden lógico y presupone, a cada paso, que se ha aprendido
lo anterior. En la lección que nos toca estudiar hoy se pueden notar
las dos características. En primer lugar procedemos lógicamente
hacia el tema que sigue; pero, por otro lado, no debemos olvidar lo
aprendido anteriormente. Lo que debemos tener en mente de una
manera especial es lo que aprendimos en la lección No. 6: las
preguntas y respuestas 16, 17 y 18, donde se habla de por qué el
mediador tiene que ser verdaderamente Dios. Nuestra salvación
depende de que el mediador sea, en una misma persona, verdadero
Dios y verdadero hombre, pues si fuera solamente hombre toda la
obediencia que el hombre pudiera cumplir sería ya deuda, porque el
hombre, por su creación y por la relación de criatura-creador, ya
debe la perfecta obediencia. Si el mediador fuera solamente Dios,
tampoco podría pagar, pues lo que se debe que es la obediencia
humana, y el amor humano.
El progreso del Catecismo se ve en que vamos, paso a paso, en el
estudio de la revelación que Dios hace sobre la persona de su Hijo.
Dios da a conocer a su Hijo por medio de sus nombres y títulos.
(Aquí me permito hacer una referencia literaria: Un libro que vale la
pena leer, tanto por su belleza literaria como por la profundidad de
enseñanza, es el que lleva por título Los nombres de Cristo, escrito
por Fray Luis de León. Hay muchas ediciones). Ya hemos estudiado
el nombre de “Jesús” —escogido por Dios mismo— y el título
“Cristo”, que es una revelación divina del papel y propósito del
mediador. Ahora nos toca meditar en su naturaleza, pues los
nombres (o títulos) que estudiaremos hoy son: “Hijo de Dios” y
“Señor”.
Pregunta 33
¿Por qué se llama a Cristo el Unigénito Hijo de Dios, si nosotros
también somos hijos de Dios?
Respuesta 33
Porque Cristo es Hijo Eterno y natural de Dios, pero nosotros hemos
sido adoptados por gracia como hijos de Dios por amor de Él.
Pregunta 34
¿Por qué le llamamos nuestro Señor?
Respuesta 34
Porque rescatando nuestros cuerpos y almas de los pecados, no
con oro o plata sino con su preciosa sangre, y librándonos de todo el
poder del diablo, nos ha hecho suyos propios.
Hijo por naturaleza. La pregunta No. 33 pregunta de hecho: ¿Qué
hay de la unicidad de Jesús como Hijo de Dios? ¿No somos
nosotros también hijos de Dios? La respuesta nos hace ver que la
diferencia es una diferencia de naturaleza de hijo. Jesús es “Hijo
natural (no en el sentido en que hoy se emplea la palabra como
eufemismo), o sea: que es de la misma naturaleza de Dios el Padre.
El sentido en que nosotros somos hijos es que, sobre la base de la
obra del Hijo Unigénito, somos hijos adoptados; no somos hijos por
naturaleza. La diferencia es, entonces, que Jesús es Hijo de Dios
naturalmente; nosotros somos hijos como resultado de un proceso.
Jesús no llegó a ser Hijo; siempre lo fue. Nosotros sí, por la gracia
de Dios, llegamos a ser hijos de Dios; por causa del pecado no lo
éramos antes.
La frase “unigénito Hijo” tiene dos puntos importantes. El primero es
que por naturaleza el Hijo es de la misma sustancia del Padre. El
Hijo es igualmente Dios. El segundo punto es que el Hijo no es
creado. Es engendrado eternamente, y la Biblia afirma que estuvo
presente y activo en la creación. Quizá, para nosotros, en este punto
de nuestro estudio, sea de mayor importancia fijarnos en el primer
punto: Jesucristo, nuestro mediador, el eterno Hijo de Dios, es y
siempre fue Dios mismo. Esto es importante porque si no fuera así,
si Jesús no fuera eternamente Dios, no podría haber efectuado
nuestra redención.
La Biblia no deja lugar a duda sobre esto. Dios, en Marcos 1:11 y
9:7 (y en otros lugares) lo llama Hijo. Jesús mismo se llama Hijo de
Dios. Los apóstoles lo llaman Hijo de Dios. Los judíos entendieron
que Jesús se llamaba el Hijo de Dios (véase Jn. 5:18; 10:33, 36). La
epístola a los Hebreos repetidamente hace énfasis en que Jesús es
el Hijo de Dios (véase Hebreos 1:2, 5, 8; 5:5; etc).. La prueba bíblica
sobre este hecho es abrumadora. Es cierto: nuestro mediador es
Hijo de Dios por naturaleza.
Señor por derecho. “Señor” es un título que establece una relación.
En el griego del Nuevo Testamento la palabra KURIOS (algunos
escriben KYRIOS) resume en sí los conceptos de varios vocablos
hebreos; sobre todo, los que se refieren a ser amo o dueño, y ser el
superior. Se juntan así en una palabra los conceptos de las
relaciones entre el amo y el siervo, entre el dueño y el esclavo, y
entre el general y el soldado. Pero el uso de esta palabra, que se
basa en los conceptos del Antiguo Testamento y no en los de la
sociedad griega, eleva estos conceptos al nivel de la relación con
Dios. El título “Señor”, aunque no tan directamente como el título
“Hijo de Dios”, también presupone la Divinidad de Jesucristo.
Jesús es nuestro Señor no solamente por su naturaleza Divina, sino
también lo es por derecho. El primer aspecto de este derecho es el
de habernos comprado. En esto se ve la relación dueño-esclavo.
Somos su posesión. Le llamamos “Señor” porque pertenecemos a
Él; es nuestro Dueño. El precio pagado fue alto, altísimo. No fue con
cosas de poco valor como plata y oro, sino con su sangre, con lo
que logró pagar el precio para que fuésemos suyos.
También nos libra del poder del pecado y del diablo. Somos suyos
por razón de conquista. Jesús nos ganó en batalla. Nuestra libertad
es el premio de la victoria que Él obtuvo. Siendo libres tenemos la
obligación moral de servirle a Él (véase 1 P. 2:16). Además de ser
su posesión por ser comprados, tenemos la obligación moral de
servir como libres, o sea, servirle libremente como siervos. Aquí
vemos la relación amo-siervo.
Como un general, nos rescató del poder del enemigo. Aunque el
Catecismo no hace hincapié entre la relación de inferior a superior,
la connotación esté muy presente en la palabra “Señor”. Pablo hace
referencia a que somos soldados en su ejército y, por esto, tenemos
que vestirnos con “toda la armadura de la fe”. Le debemos lealtad,
honor y servicio.
No hay ninguna parte de nuestra vida que podamos reservar para
nosotros mismos. Somos rescatados en “cuerpo y alma”; somos
comprados totalmente. Si le llamamos “Señor” es porque es el
Señor de todo, con derecho a todo, superior a todo y dueño de todo.
No debemos olvidar que, de acuerdo con los estudios que estamos
haciendo, estos títulos son una revelación de qué y quién es el
Mediador. Le conocemos a través de los nombres y títulos que Dios
le da para darlo a conocer. Si entendemos sus nombres y títulos
sabemos algo de Él. Si lo que sabemos de Él es por la revelación de
Dios, entonces, lo que sabemos es correcto. Conocemos pues a
nuestro mediador como el “Hijo de Dios” y “nuestro Señor”.
LECCIÓN 14
Lectura bíblica: Salmos 32:1; Mateo 1:18-26; Lucas 1:26-35; Hebreos 7:26-27; 1 Pedro
3:18

Introducción
En nuestro estudio de la segunda parte del Credo de los Apóstoles,
la que trata de Dios el Hijo y nuestra redención, hemos venido
estudiando algunos nombres y títulos de nuestro Salvador como la
revelación divina de su persona y obras. Los nombres y títulos que
ya estudiamos son: Jesús, Cristo, Hijo de Dios y Señor. Hay muchos
más, hasta cientos más, en lugar de especializarnos en los nombres
y títulos, nuestro propósito al estudiar el Catecismo es el de
conseguir, en un año, un conocimiento global de nuestro sistema de
doctrina. Por eso, tenemos que seguir adelante y aprender otras
doctrinas claves es el sistema doctrinal de la Biblia. Seguimos con el
estudio de la persona y obra de Nuestro Redentor, solamente que
ya no sobre sus nombres sino sobre su historia. Hoy empezaremos
con la encarnación y el nacimiento virginal del Salvador. Todo esto
también corresponde a un título. El mediador es el verdadero “Hijo
de Hombre”.
Pregunta35
¿Qué crees cuando dices que fue concebido por el Espíritu Santo y
nació de María virgen?
Respuesta 35
Que el eterno Hijo de Dios, el cual es y permanece verdadero y
eterno Dios, tomó la naturaleza verdaderamente humana de la
carne y sangre de la virgen María, por obra del Espíritu Santo, para
que juntamente fuese la verdadera simiente de David, semejante a
sus hermanos excepto en el pecado.
Pregunta 36
¿Qué fruto sacas de la santa concepción y nacimiento de Cristo?
Respuesta 36
Que es nuestro mediador, y con su inocencia y perfecta santidad
cubre mis pecados en los cuales he sido concebido y nacido, para
que no aparezcan en la presencia de Dios.
La encarnación es un acontecimiento histórico. Los mitos
pueden inspirar pero no pueden salvar. La leyenda puede explicar y
enseñar, pero no tiene eficacia redentora. La encarnación tiene que
ser histórica o, de lo contrario, no tiene ningún valor para efectuar
nuestra salvación.
Si la encarnación es un acontecimiento histórico, algo hubo antes.
Para poder ser encarnado, el Hijo de Dios tenía que existir
previamente. El que es y siempre ha sido Dios (y siempre lo será)
tomó la naturaleza humana en un momento en el tiempo y en un
lugar específico. La encarnación, por ser acontecimiento histórico,
está orientada con precisión en espacio y tiempo. En una fecha
precisa y en la aldea de Belén, el Hijo de Dios se encarnó.
Sí es un hecho real e histórico, aconteció de cierto modo. No fue en
general sino muy particular. El Catecismo hace énfasis en ese
modo. El Hijo del Hombre fue “concebido por el Espíritu Santo”. Su
encarnación es obra de Dios, pero no por eso es menos concreta. El
que fue concebido en el seno de María es verdadero ser humano,
que tomó su lugar en la historia humana, que ocupó su lugar en la
mesa, que jugó con sus compañeros, que aprendió a ser carpintero,
etc. La concepción por el Espíritu Santo fue el método de Dios para
hacerse hombre, verdaderamente humano, sin dejar de ser Dios.
El nacimiento virginal de Jesús testifica el carácter profundamente
histórico del plan de salvación efectuado por Dios. Siendo
todopoderoso, es decir, siendo Dios, Dios tiene el poder de producir
otro hombre, otro ser humano, aun un ser divino/humano, por su
simple mandato, por el poder de su Palabra. Pero Dios eligió el
“camino humano”: nacimiento a través de una concepción en la
matriz maternal de una madre humana. El Salvador es tan humano
que por su nacimiento de una mujer es provisto de parientes, linaje,
raza e historia generacional. Su participación en el género humano
es completa.
Todo esto es muy importante porque el Mesías tiene que ser del
linaje de David. El Mesías tiene que participar en el Pacto, la
realización histórica del plan de Dios. El Salvador, para ser nuestro
representante en el Pacto, tiene que ser el descendiente de
Abraham, y de la casa de David. He aquí la importancia de las
genealogías en los evangelios de Mateo y Lucas. En Mateo el linaje
de Jesús se remonta hasta Abraham; en Lucas hasta Adán. Los dos
hacen énfasis en el hecho de que Jesús es de la casa de David.
Hay un punto, sin embargo, en el que Jesús es diferente de los
demás hombres. El Salvador no fue contaminado por el pecado. El
Catecismo, citando Hebreos 4:15, hace que nos fijemos en esto. Un
pecador no puede salvarse a sí mismo, y menos salvar a otros
pecadores. La humanidad de Jesús se extiende a todo lo humano,
tal como el ser humano fue creado, pues el hombre no fue creado
pecador. Esto es algo que el hombre agregó mas tarde a su
condición, y él, por sí mismo, lo hizo. El pecado no es creación de
Dios. Jesús el Salvador, en su total participación en la raza humana,
no participa en la pecaminosidad del género humano; más bien Él
tomó sobre Sí mismo nuestros pecados para redimirnos de ellos.
Esto no podía haberlo hecho sin que Él mismo fuera sin pecado.
La cubierta perfecta. El Catecismo, en su afán de ser práctico, nos
pregunta acerca de lo que podemos sacar de esto para nosotros
mismos. La respuesta que da el Catecismo es, más o menos, que la
inocencia y santidad de nuestro Mediador lo convierten en una
cubierta perfecta. Pues Él, “con su inocencia y perfecta santidad
cubre mis pecados”. La palabra cubre es la palabra importante aquí.
El Catecismo hace una afirmación, por supuesto derivada de la
Biblia, sobre la naturaleza humana. Dice que hemos sido
concebidos y hemos nacido en el pecado. Esta es la gran diferencia
entre nosotros y nuestro Mediador. Por su concepción y nacimiento
Jesús fue protegido de la contaminación con el pecado, para que la
verdadera inocencia y perfecta santidad de Él pudiera cubrir la
pecaminosidad de los otros hombres.
Entonces, su concepción y nacimiento “capacitan” a Jesús para ser
nuestro Mediador. Pero la perfecta santidad de Jesús y su
verdadera inocencia no hacen sino poner en relieve nuestra
pecaminosidad. Opera aquí algo más que un simple contraste. La
inocencia y santidad son tan positivas, tan “materiales”, tan
patentes, tan reales, que sirven de cubierta para nuestros pecados.
Esto, desde luego, no dice que la encarnación de Nuestro Señor
automáticamente imputa a mi cuenta la inocencia y santidad de
Jesús, porque no se puede separar la encarnación de Jesús de su
ministerio y de su obra en la cruz. Lo que quiere decir es que si el
hijo de Dios no se hubiera encarnado en la historia humana, y si no
hubiera quedado sin pecado, yo no tendría ninguna esperanza de
salvación (ni tu tampoco). Si Jesús hubiera nacido pecador, no
tendría ninguna inocencia ni santidad en qué cubrir mi pecado.
Usamos como metáfora más frecuente la idea de que el perdón
consiste en “borrar” nuestros pecados. La expresión bíblica más
usual es que nuestros pecados son cubiertos. La perfecta justicia
del Salvador se aplica a nosotros para “cubrir” la cuenta, como lo
dice el Catecismo, “para que no aparezca más ante la presencia de
Dios”.
Dentro de nuestra práctica cultural del cristianismo, damos énfasis
casi exclusivo a la obra de Jesús en la cruz. Esta lección coloca ese
énfasis en la encarnación. El énfasis del Catecismo concuerda con
el de la Biblia. La obra de la cruz, inefable e imponderable,
encuentra su verdadero sentido en el contexto de la encarnación. En
la encarnación, el eterno Mesías, el verdadero Hijo de Dios,
participa en la historia humana, para nuestro beneficio, para que su
inocencia y santidad cubran, a través de la obra de la cruz, nuestros
pecados.
LECCIÓN 15
Lectura bíblica: Deuteronomio 21:22-23; Isaías 53:4-10; Mateo 27:24; 1 Pedro 2:21-25;

Introducción
En la lección anterior empezamos el estudio de la historia de
nuestro Salvador. Nos referimos, por supuesto, a la historia de
Nuestro Señor Jesucristo en la tierra, historia que es parte esencial
de la historia de nuestra salvación. Esta historia empieza en la
encarnación cuando el eterno Hijo de Dios se hizo hombre. El Credo
de los Apóstoles habla de esta encarnación diciendo que nuestro
Redentor “fue concebido por el Espíritu Santo y nació de la virgen
María”. Este fue el principio de la historia de nuestro Mediador como
verdadero hombre. Hoy continuaremos con esta historia. También
tiene que ver con lo que Cristo realizó, como hombre, para nuestra
salvación. Y lo realizó en este planeta “Tierra”.
Pregunta 37
¿Qué es lo que crees cuando dices: padeció?
Respuesta 37
Que todo el tiempo que en este mundo vivió y especialmente al fin
de su vida, sostenía en el cuerpo y en el alma la ira de Dios contra
el pecado de todo el género humano, para que con su pasión, como
único sacrificio propiciatorio, librara nuestro cuerpo y alma de la
eterna condenación, y nos alcanzase la gracia de Dios, la justicia y
la vida eterna.
Pregunta 38
¿Por qué padeció bajo el poder de Poncio Pilato juez?
Respuesta 38
Para que, inocente, condenado por el juez político, nos librase del
severo juicio de Dios, que había de venir sobre nosotros.
Pregunta 39
¿Es más importante el haber sido crucificado, que morir de otro
modo?
Respuesta 39
Sí, porque este género de muerte me garantiza que el cargó sobre
Sí mismo la maldición sentenciada contra mi, por cuanto la muerte
de cruz era maldita de Dios.
Sufrimientos de por vida. Tenemos el (mal) hábito de pensar en
los sufrimientos de Cristo como si fuera solamente algo que pasó en
la cruz (y quizá también en el huerto de Getsemaní). Olvidamos que
toda la vida de Jesús fue una vida de sufrimientos. Toda su vida
participaba en sus sufrimientos vicarios. Ninguna parte de esta vida
quedó fuera del sacrificio que Jesús realizó por nosotros. Las
palabras de Juan 1:11: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”,
marcan el ambiente de su sufrimiento.
Los sufrimientos de Jesús no fueron solamente corporales. El
Catecismo hace énfasis en el hecho de que los sufrimientos los
sostenía “en el cuerpo y en el alma”. Lo que sufrió era la “ira de Dios
contra el pecado”. Los aspectos morales de sufrir esta “ira” eran, sin
duda, más terribles que los aspectos físicos, haciendo que los
sufrimientos en el huerto de Getsemaní y el abandono que
experimentó Jesús cuando dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por que me
has desamparado?” (Mr. 15:34), sean la imagen más viva de su
pasión.
La ira de Dios no ha de entenderse como el enojo de un dios
vengativo. Todo lo contrario: es la expresión de un profundo amor de
un Dios justo y cariñoso, que dio a su propio Hijo para rescatamos.
Pero es un amor realista, que no puede desconocer el hecho del
pecado ni pasarlo por alto, que motiva la redención y efectúa una
completa remisión de todos nuestros pecados. La ira de Dios
dirigida contra el pecado es lo que el Salvador cargó sobre Sí
mismo, cumpliendo así con la voluntad de un amoroso Padre. Jesús
era el “portador de pecado” (de nuestro pecado) toda su vida; nació
“portador de pecado”.
Cargado con nuestro juicio. Jesús fue juzgado. El Catecismo
llama la atención sobre este hecho. Dice: “...padeció bajo el poder
de Poncio Pilato juez”. Jesús fue condenado, sentenciado, en
nuestro lugar. El juicio no fue correcto, moral ni justo, pero, en un
sentido, fue “legal”. Poncio Pilato tenía el poder y la autoridad para
condenar a Jesús. Jesús mismo llama la atención de Pilato sobre
este hecho (y la de nosotros también) cuando dice que Pilato no
tendría ninguna autoridad si no le hubiera sido dada desde arriba
(véase Jn. 19:10, 11). El Catecismo nos hace ver que esto también
era parte de la obra vicaria que Jesús realizó a nuestro favor. Dice
que el juicio (injusto) de Jesús nos libra del juicio (justo) de Dios
“que había de venir sobre nosotros”. El juicio de Jesús fue el
sustituto de nuestro juicio.
Pilato fue un juez humano. No hay duda de su existencia. Su
expediente está en los archivos del Imperio romano. Los anales
contienen su nombre y mencionan también que sentenció a Jesús a
la muerte. Poncio Pilato fue un actor importante en el escenario de
la historia humana. Todo esto sirve para probar la historicidad de la
efectuación de nuestra salvación. Los padecimientos, el juicio y la
muerte de Jesucristo no son partes de un mito ni ingredientes de
una leyenda: son datos históricos. Cuando confesamos, en las
palabras del Credo de los Apóstoles, que Jesús “padeció bajo el
poder de Poncio Pilato” damos testimonio del hecho de que todo
esto es parte de la historia; es real, indubitable.
El maldito Salvador. El título de este inciso, que parece irreverente,
es sugerido por las palabras de Pablo (véase Gá. 3:10-13) que cita
el Antiguo Testamento (véase Dt. 21:23). La respuesta a la pregunta
No. 39 nos informa que Jesús tenía que morir en la cruz porque fue
necesario que el Salvador fuera maldito. A veces necesitamos
expresiones crudas para hacernos ver la cruda realidad. La verdad
es que el Salvador fue maldito por nosotros; llevó nuestra maldición.
La cruz, como forma de “pena de muerte”, era símbolo de maldición.
Tal vez el elemento simbólico resaltará más que el hecho de que la
cruz era la forma particularmente cruel para dar muerte a los
criminales. La crucifixión era un testimonio público de lo odiable que
las autoridades consideraban al condenado. En el Nuevo
Testamento encontramos referencias a la maldición de la cruz,
Filipenses 2:8 y Hebreos 12:2 por ejemplo (además de los textos
citados anteriormente).
El hecho de que la cruz sea símbolo de maldición es importante. En
ella Cristo llevó nuestra maldición. No era posible, entonces, que
Cristo sufriera otro tipo de muerte: un accidente, la enfermedad, etc.
Ni un suicidio hubiera cumplido con las exigencias para que Cristo
fuera hecho maldición por nosotros. No es solamente la muerte, sino
“muerte de cruz”, lo que sirve como sustituto de la maldición que
merecemos nosotros. La maldición de Jesucristo, como todos los
aspectos del sufrimiento, de Jesucristo también es vicaria.
Siempre inocente. La puesta a la pregunta No. 39 hace hincapié en
el hecho de que Jesús fue condenado siendo inocente. Esta
inocencia es indispensable. Si Jesús hubiera sido condenado
justamente, la sentencia sería merecida y no sería aplicable a
nosotros; si su maldición fuera por sus propios crímenes, no podría
pagar por los nuestros. Es muy necesario mantener en este punto la
doctrina de que Jesús fue semejante a nosotros en todo, menos en
el pecado. Él es el único ser humano inocente que, después del
pecado de Adán, es inocente. Esta inocencia hace posible que su
juicio y maldición, injustos e inmerecidos, se puedan aplicar a
nosotros.
Inocencia quiere decir “sin culpa o malicia”. La inocencia es un
estado, una condición, un atributo; es algo positivo que caracteriza a
la persona y nos dice cómo es. Es una condición necesaria para que
la obra de Cristo pueda ser vicaria.
Siendo Cristo inocente, puede hacer su sacrificio voluntariamente.
Cristo mismo se ofreció para sufrir injustamente la sentencia por
nosotros. La inocencia es la precondición de este ofrecimiento. Yo,
voluntariamente, puedo ofrecerme para pagar una cuenta solamente
si no me corresponde a mí pagarla. Yo, voluntariamente, puedo
ofrecerme para un trabajo si no me corresponde a mí hacerlo. Cristo
puede ofrecerse para pagar nuestro juicio y maldición porque, por su
inocencia, no le corresponde cumplir con ellos. La inocencia de
Cristo es un punto clave en la doctrina de la redención vicaria.
Solamente una vez. El juicio y la maldición, los padecimientos de
Jesús son irrepetibles. Son históricos; no solamente en el sentido de
que realmente pasaron, sino también en el sentido de que ya
pasaron realmente. Los resultados ya son reales. Pablo dice a los
corintios (1 Co. 15:20): “...primicias de los que durmieron es hecho”.
En Apocalipsis 1:5, el 1” apóstol Juan dice: “Al que nos amó, y nos
lavó de nuestros pecados con su sangre...”. El juicio, la maldición,
los padecimientos de Cristo... todo está en pretérito. Como lo
decimos en buen mexicano: “Ya estuvo”.
Este es un hecho muy pertinente en nuestra cultura, donde se
enseña que la misa es una repetición del sacrificio de Cristo. Este
sacrificio no se repite: los padecimientos son suficientes para
siempre, “...así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar
los pecados de muchos...” (He. 9:28).
LECCIÓN 16
Lectura bíblica: Génesis 2:17; Mateo 26:38, 27:46; Romanos 6:6-12; 1 Corintios 15:54-57;
Hebreos 2:14-15

Introducción
Ya estamos en la tercera lección sobre la historia de nuestro
Salvador, de su vida como ser humano. Nos toca considerar hoy la
parte del Credo de los Apóstoles donde dice: “fue crucificado,
muerto y sepultado”. Esto sería el fin de la historia de un ser
ordinario; pero no es el fin de la historia de nuestro Salvador ni en la
tierra ni como un ser humano. Y precisamente, como vamos a ver
en unos momentos, porque su muerte no es el fin de la historia de
nuestro Salvador, tampoco es nuestra muerte el de nuestra historia.
En la lección pasada consideramos la crucifixión como una
maldición. El hecho de que la muerte fuera provocada de esta
manera no es el punto de contemplación, sino las connotaciones de
deshonra y desprecio. Después de todo, lo que importa es que
habían colgado en la cruz al más vil de los criminales, y que había
vivido como una parte de su castigo. Antes de morir, como parte de
la pena, tuvo que sufrir la maldición y experimentar mientras estaba
todavía consciente, el oprobio del pueblo. Hoy estudiaremos su
muerte como muerte, sin considerar la situación que la provocó.
Pregunta 40
¿Por qué fue necesario que Cristo se humillase hasta la muerte?
Respuesta 40
Porque la justicia y verdad de Dios no se podía satisfacer por
nuestros pecados, sino con la misma muerte del Hijo de Dios.
Pregunta 41
¿Por qué fue también sepultado?
Respuesta 41
Para testificar que estaba verdaderamente muerto.
Pregunta 42
Ya que Cristo murió por nosotros, ¿por qué hemos de morir también
nosotros?
Respuesta 42
Nuestra muerte no es una satisfacción por nuestros pecados, sino
una liberación del pecado y un paso hacia la vida eterna.
Pregunta 43
¿Qué provecho recibimos además, del sacrificio y muerte de Cristo
en la cruz?
Respuesta 43
Por su poder nuestro viejo hombre está crucificado, muerto y
sepultado juntamente con Él, para que en lo adelante, no reinen
más en nosotros perversas concupiscencias y deseos de la carne,
sino que nos ofrezcamos a Él en sacrificio agradable.
Pregunta 44
¿Por qué se añade “descendió a los infiernos”?
Respuesta 44
Para que en mis extremados dolores y grandísimas tentaciones me
asegure y me sostenga con este consuelo, de que mi Señor
Jesucristo, por medio de las inexplicables angustias, tormentos,
espantos y conturbaciones infernales de su alma en los cuales fue
sumido en toda su pasión, pero especialmente pendiente en la cruz
me ha librado de las ansias y tormentos del infierno.
La necesidad de la muerte. Dios tomó muy en serio el pecado. Dijo
que el alma que pecare tendría que morir. Jesús tuvo que morir
porque la consecuencia del pecado es la muerte. La palabra de
Dios, pronunciada en Génesis 2:17, tiene que cumplirse. La muerte,
porque así lo dijo Dios, es la inevitable compañera del pecado
(véase Ez. 18:20; Ro. 6:23).
La justicia de Dios, su santidad, su rectitud y su verdad son sus
atributos; tienen que ver con su ser, con quién es. Dios reveló ser
así y Dios es idéntico con su revelación; Dios es precisamente como
se reveló. Esta Palabra de Dios, pues su revelación es su Palabra,
siempre es la verdad, siempre es confiable. Es la naturaleza de Dios
ser siempre justo, recto, santo y de hacer lo que va de acuerdo con
la verdad. Aunque en lo abstracto podemos concebir que Dios
pueda llamar a lo malo, bueno, y a lo bueno, malo, sabemos que
nunca lo hará porque va contra su naturaleza y su Palabra. Dios no
se niega, no se contradice. Si dijo que la consecuencia del pecado
es la muerte, solamente la muerte puede pagar el pecado. Por eso
Jesús tuvo que morir; por eso el Hijo de Dios se encarnó; por eso
vino a la tierra.
La prueba de la muerte. El Catecismo hace, en la pregunta No. 41,
una interrogación inusitada. Y la respuesta nos sorprende también.
Según la experiencia humana, existen pocas realidades más
definitivas, más terminantes, que la sepultura. Lo definitivo de la
muerte se experimenta en la sepultura. En este sentido, la sepultura
es un fuerte testimonio.
Si Jesús no hubiera sido sepultado, oficial y públicamente, la duda
de su muerte habría menguado la fuerza de su resurrección. Aun
así, con sepultura pública, muchos a través de la historia han dicho
que Jesús no murió en la cruz, sino que solamente se desmayó y
que recobró la conciencia en lo fresco de la tumba. La sepultura fue
testimonio público de que realmente Jesús había muerto, en gran
parte porque, también según el testimonio de la Biblia, los romanos
no permitieron que el cuerpo del condenado fuera bajado de la cruz
sin que los soldados se convencieran de que el cuerpo estuviera de
veras muerto. Si la manera de probar si la persona estaba muerta o
no revelara que la persona vivía aún, esta misma manera sería
suficiente para darle muerte al crucificado. La penetración de la
lanza en el costado es una herida mortal. Cuando los soldados
permitieron que bajaran a Jesús para sepultarlo, es porque se
habían asegurado de su muerte. La sepultura fue prueba
concluyente de la muerte de Jesús.
Nuestra muerte transformada. La pregunta parece legítima: si
Cristo murió por nosotros, ¿por qué tenemos que morir nosotros? La
respuesta llena de verdadera esperanza dice, en efecto, que no
necesitamos morir. Lo que era la muerte ya no lo es para nosotros.
La muerte era la satisfacción por el pecado; pero nuestra muerte no
es satisfacción por el pecado, “sino una liberación del pecado”, o
sea: la muerte es transformada en algo que ya no es muerte.
Lo que era la muerte se convierte en “un paso hacia la vida eterna”.
La muerte ahora está al servicio de la vida. Está despojada de su
fuerza, su terror, de su victoria. Está sometida a otros fines. Pierde,
para el cristiano, su naturaleza, su autonomía. La muerte tiene que
cumplir ahora un fin totalmente diferente del que tenía cuando
todavía era el castigo del pecado. La muerte misma es domesticada,
reducida a servidumbre, para cumplir con los propósitos salvíficos
de Dios. Lo que antes era muerte ahora nos ayuda a llegar a la
presencia de Dios.
Hablamos a la vez de dos muertes: la física y la espiritual. La
espiritual no existe para el creyente, y la física es transformada. El
creyente, si Cristo tarda, morirá físicamente, pero su muerte
espiritual es cancelada por la muerte de Jesús. Sea cual sea la
experiencia de la muerte física, la muerte física ya no es muerte,
puesto que está al servicio de la vida eterna. Nos recuerda el
pecado y, con esto, nuestra redención de él. La vida eterna empezó
cuando la muerte murió. Ya no siendo la muerte, muerte para el
cristiano, este ya participa en la vida eterna. Esta vida no es
solamente privilegio, es una responsabilidad. Es un privilegio, pues
nuestro “viejo hombre”, nuestra antigua naturaleza está crucificada,
muerta y sepultada juntamente con Cristo, para que ya no reine en
nosotros. Tenemos la victoria y tenemos que vivir la victoria. Las
concupiscencias (léase: rencor, venganzas, enojos, odios,
resentimientos, inquinas, represalias, enconos, egoísmos,
discordias, enemistades, disgustos, iras, enfados, deseos
desbordados y cosas semejantes) y deseos de la carne ya no tienen
poder sobre nosotros (con la excepción, quizá, de cuando
preferimos servirles a ellos en vez, de servir a Cristo). La vida eterna
no es solamente la garantía de continuar viviendo indefinidamente,
sino que es una calidad de vida, una vida de victoria sobre las
concupiscencias y deseos de la carne que ya no reinan en nosotros.
La muerte es transformada y, por eso, nosotros también somos
transformados en un sacrificio vivo agradable al Señor.
La verdadera muerte. La frase “descendió al infierno” siempre ha
causado controversia en la Iglesia. Parece que fue la última frase
que se añadió al Credo. El Catecismo da una interpretación muy
sana, muy relacionada con su época —cuando la Iglesia espantaba
a la gente con escenas del infierno para reducirla a sumisión— y
muy bíblica. Dice que Jesús descendió al infierno para sufrir todos
los castigos de él, reservados a nosotros, por razón de nuestros
pecados. Para decirlo de otro modo, infierno es el lugar del absoluto
abandono de Dios. Cuando confesamos que Jesús descendió al
infierno confesamos que Él sufrió la verdadera muerte por nosotros.
LECCIÓN 17
Lectura bíblica: Romanos 4:23-25; 1 Corintios 15:12-26; 1 Pedro 1:3-5

Introducción
La lección de hoy es una de las mejores ilustraciones del tono
práctico del Catecismo de Heidelberg. Pero, quizá, debemos decir
que la lección de hoy muestra lo práctico de la doctrina. Como en
muchas otras ocasiones, el Catecismo nos pregunta acerca del
provecho que sacamos de saber alguna verdad bíblica. La verdad
—las enseñanzas de la Biblia, la teología— no es un conocimiento
abstracto; todo lo contrario: es de suma importancia práctica. Y
podemos sacar provecho de este conocimiento.
El aprender el plano de la Ciudad de México, o el arreglo de las
colonias, puede parecer una actividad abstracta; pero no lo es para
un taxista o para el encargado del departamento de entregas a
domicilio de un almacén de muebles. De la misma manera, el
conocimiento de las verdades bíblicas (pues la doctrina no es otra
cosa) puede parecer abstracto para uno que no sabe, pero no lo es
para uno que quiere vivir en comunión con Dios en este mundo.
La doctrina práctica que estudiaremos hoy es una de las más
grandes, de las más profundas, y de las más prácticas. Seguimos
con la historia de nuestro Señor Jesucristo y, al decir esto, tenemos
que afirmar la historicidad de la resurrección, tanto la de Jesucristo
como la nuestra. No podemos sacar provecho de algo que no
aconteció. La resurrección es algo que decimos que experimentó
nuestro Salvador; es parte de su historia personal. Y de la historia
de Él se deriva provecho para nosotros.
Pregunta 45
¿Qué nos aprovecha la resurrección de Cristo?
Respuesta 45
Primero: Por su resurrección ha vencido a la muerte, para hacernos
participantes de aquella justicia que conquistó por su muerte.
Segundo: También nosotros somos resucitados ahora por su poder
a una nueva vida.
Tercero: La resurrección de Cristo, cabeza nuestra, es una cierta
prenda de nuestra gloriosa resurrección.
La muerte vencida. La resurrección de Cristo quiere decir que la
muerte está vencida. Esto es verdad, pero no es una verdad
abstracta. La muerte está directa e íntimamente relacionada con
nosotros. La muerte, por nuestros pecados, nos posee. Si la muerte
no está vencida, estamos sometidos a la muerte. Nuestra liberación
de la muerte depende de que la muerte sea sometida a un poder
más grande que ella. La resurrección de Cristo rompe el reino de la
muerte; antes de la resurrección de Cristo la muerte reinaba sobre
nosotros.
La resurrección de Cristo fue una verdadera resurrección. Su cuerpo
no vio corrupción (véase Hch. 2:27, 31; 13:35; Sal. 16:10),
Jesucristo salió de la tumba con el mismo cuerpo con que fue
puesto allí. El cuerpo con que Jesús se levantó, ya inmortal y
glorificado, llevaba en si las señales de su historia previa (véase Jn.
20:20, 25-28). Fue reconocido físicamente por los discípulos que
habían vivido con Él en íntima comunión por más de tres años; no
era probable que se equivocaran.
Participamos de su justicia. El Catecismo afirma que una manera
en que nos aprovecha la resurrección de Jesucristo es que su
resurrección nos hace partícipes de su justicia. El contexto de esta
afirmación es la doctrina bíblica del Pacto, bien entendida en el
tiempo del Catecismo, pero medio olvidada hoy en día. Sobre el
trasfondo de esta doctrina Pablo escribe su comparación entre Adán
y Cristo (véase Ro. 5:17-19).
Cristo, el segundo y último Adán, nuestro representante en el Pacto,
toma nuestro lugar en el Pacto con el efecto de que “estamos en Él”.
Por ser nuestro representante somos aceptados como justos y
rectos en la presencia de Dios, por haber sido ligados con Cristo por
la fe. Su justicia, su rectitud, de veras llegan a ser nuestras. Esta
justicia no es una justicia ficticia; sino una justicia por haber
cumplido con todo y por haber conquistado la muerte. Jesús ya
entró en la casa del “hombre fuerte” (véase Mt. 12:29; Mr. 3:27; Le.
11:20-21) y somos rescatados. Dios acepta la perfecta justicia de su
Hijo como justicia nuestra, porque el resucitado vive como nuestro
representante. Si no viviera, nosotros tampoco viviríamos. Porque el
Justo vive, nosotros somos justos en Él.
Resucitados a una nueva vida. A veces, en el campo de la Ética,
decimos que parte de nuestro deber ético es el de llegar a ser lo que
somos. Tenemos que realizar en vida lo que somos en Cristo Jesús.
Tenemos que vivir la vida nueva.
Es una realidad ya: somos resucitados por su poder. Si somos
resucitados, vivimos. Si vivimos, algo somos y algo hacemos. Si
somos resucitados por el poder de Cristo, vivimos por el poder de
Cristo. Somos resucitados, pero no solamente para ser resucitados
sino para vivir. No se puede imaginar que hayamos resucitado para
no vivir, sino para “andar en vida nueva” (véase Ro. 6:4). Repito:
somos resucitados para vivir. Y el poder que nos resucitó es el
poder que nos permite vivir.
La vida del cristiano es una vida de resurrección. El creyente es
“potencializado” por el mismo Espíritu que levantó a Jesús de entre
los muertos (véase Ro. 8:11). El creyente, entonces, por la
resurrección de Cristo, puede hacer buenas obras. El que no es
resucitado con Cristo está todavía muerto en sus pecados y delitos,
y no puede hacer buenas obras; por eso nadie puede salvarse por
las obras, pues solamente el resucitado las puede hacer, y el
resucitado ya es salvo.
Esta vida nueva no es simplemente la mera existencia. Es una
actividad (o un conjunto de actividades), es una “calidad de vida”, es
una orientación, una dedicación, una profesión, en fin, es toda una
vida. El creyente es capacitado para servir a Dios, para hacer las
obras de Dios. Si hemos resucitado con Cristo, busquemos las
cosas de arriba... pongamos la mira en las cosas de arriba (véase
Col. 3:1-2). Tenemos que orientarnos correctamente hacia este
mundo; no podemos poner la mira en las cosas de la tierra; tenemos
que hacer morir lo terrenal. Lo anterior ya pasó, somos ahora una
nueva creación, o criatura (véase 2 Co. 5:17).
No debemos escapar a nuestras obligaciones de esta vida, ni
descuidar las responsabilidades que tenemos aquí. Todo lo
contrario, solamente estando en este mundo, servimos orientados
hacia arriba. Esta vida es el campo en que tenemos que penetrar a
la sociedad humana con el poder de Cristo, y moldearla al modelo
del Reino de Cristo. La vida nueva que tenemos por ser resucitados
por el poder de Cristo, la tenemos que vivir aquí y ahora.
La prenda segura. Nuestra resurrección está asegurada. Ya
tenemos las arras, la prenda, la garantía. El hecho de la
resurrección histórica de nuestro Salvador, y el hecho de que
estamos ligados con Él por la fe, hacen que no pueda haber duda
acerca de nuestra resurrección. Se habla aquí, desde luego, de la
resurrección corporal, del cuerpo. De la misma manera que la
resurrección de Jesucristo fue una resurrección física, así también
será la de todo creyente.
El Catecismo hace alusión aquí al hecho de que Cristo es la
“cabeza” de la Iglesia y, por eso, “cabeza nuestra” (véase Col. 1:18;
2:19; Ef. 4:15; 5:23).
Esto también se entiende en términos del Pacto. El compromiso que
Dios hizo con nosotros por su Palabra incluye, por ser del cuerpo de
Cristo, nuestra resurrección, para estar con el Señor para siempre,
en cuerpo y espíritu. Pablo dice de la resurrección de Cristo:
“...primicias de los que durmieron es hecho” (1 Co. 15:20). También
nos asegura: “...a la final trompeta; porque se tocará la trompeta, y
los muertos serán resucitados incorruptibles...” (1 Co. 15:52).
¡Resucitaremos porque Cristo ya RESUCITÓ!
LECCIÓN 18
Lectura bíblica: Mateo 28:18-20; Hechos 1:4-11; Col. 3:1-3; Hebreos 4:14-16, 8:1-2;

Introducción
En la lección anterior fijamos nuestra atención en el provecho que
sacamos de la resurrección de Cristo. Vimos que no solamente es
un hecho histórico sino que es un hecho histórico muy pertinente a
nuestra situación existencial. Si Jesús resucitó de entre los muertos,
esto quiere decir que la muerte está vencida, y la muerte es algo
que se relaciona con nosotros. La victoria sobre la muerte también
es algo que se relaciona con todos nosotros. Por su resurrección
Jesús nos hace partícipes de su justicia, nos cita para una nueva
vida y nos asegura nuestra propia resurrección. La resurrección de
Cristo es también nuestra victoria sobre la muerte.
Pero esto no es la totalidad de la victoria. La resurrección es una e
importante, es principal e indispensable, pero no es todo. La victoria
de Jesús sobre la muerte nos sigue proporcionando beneficios. La
razón de esto es que la resurrección no es el FIN de la historia de
Jesús. Todavía hay más que relatar, porque todavía hay más de lo
que hizo (y hace). La lección de hoy se enfoca en este “más”.
Después de su resurrección Jesús pasó cuarenta días en la tierra.
Durante este tiempo apareció repetidas veces a sus discípulos, pero
no estuvo con ellos constantemente. En las ocasiones en que
estuvo con ellos les habló del Reino de Dios y del papel que en el
tenían que jugar los discípulos. Les acostumbraba a su presencia
espiritual. Pero, finalmente, llego la hora para la cual Jesús oraba en
la oración por los suyos: “...Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con
aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese” (Jn. 17:5).
Esta hora también era uno de los propósitos de su ministerio (Lc.
9:51): “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido
arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén”. El Credo de los
Apóstoles hace referencia a ello con las palabras “subió al cielo”.
Pregunta 46
¿Qué entiendes por: subió a los cielos?
Respuesta 46
Que Cristo, a la vista de sus discípulos, fue elevado de la tierra al
cielo, y que está allí para nuestro bien, hasta que vuelva a juzgar a
los vivos y a los muertos.
Pregunta 47
Luego, ¿no está Cristo con nosotros hasta el fin del mundo como lo
ha prometido?
Respuesta 47
Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre; en cuanto a la
naturaleza humana, ahora ya no está en la tierra; pero en cuanto a
su deidad, majestad, gracia y espíritu en ningún momento está
ausente de nosotros.
Pregunta 48
Pero si la naturaleza humana no está en todas partes donde está la
divina, ¿no se separa con esto las dos naturalezas de Cristo?
Respuesta 48
De ninguna manera: porque dado que la divinidad es incomprensible
y está presente en todo lugar, resulta necesariamente que en efecto
está fuera de la naturaleza humana que ha tomado, pero con todo y
con eso está en ella y queda unida a ella personalmente.
Pregunta 49
¿Qué beneficios nos da la ascensión de Cristo al cielo?
Respuesta 49
Primero: Él es nuestro intercesor en el cielo delante del Padre.
Segundo: Que tenemos nuestra carne en el cielo para que por ello,
como una garantía, estemos seguros de que siendo Él nuestra
cabeza, nos atraerá a sí como miembros suyos. Tercero: Que
desde allí nos envía su espíritu como prenda recíproca (sustitutiva),
por cuya virtud buscamos, no las cosas de la tierra sino las de
arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.
El hecho de la ascensión. La respuesta a la pregunta No. 46 es
básica en esta lección. Afirma el hecho de la ascensión: que Cristo,
de hecho, ascendió de la tierra con su cuerpo físico y que entró en
el cielo a la presencia de Dios. Sus discípulos lo vieron ir. La
ascensión se realizó “a la vista de ellos”. Tanto el Catecismo como el
texto bíblico hacen énfasis en esto. Al igual que con el nacimiento, el
ministerio, la crucifixión, la muerte y la resurrección de Jesús,
tenemos que afirmar la ascensión como parte de esta misma
historia.
La ascensión no deshace la encarnación. Al volver al cielo, y así
pasar de un lugar a otro, Jesús no deja de ser humano. No dejó su
cuerpo en la tierra para volver en espíritu al cielo, sino que volvió en
cuerpo al cielo para derramar su Espíritu en la tierra. Los Ángeles
que aparecen dan un testimonio significativo: Este mismo Jesús
volverá de la misma manera, “así vendrá como le habéis visto ir al
cielo”; así que Jesús regresará con el mismo cuerpo, siendo hombre
todavía.
Cristo está con nosotros. Parece que pudiera haber una
contradicción entre la verdad de la presencia de Cristo con el Padre
y su promesa de estar siempre con sus discípulos. Son varios los
textos bíblicos que afirman que Jesús está sentado a la diestra de
Dios (tema que estudiaremos en la próxima lección). ¿Cómo,
entonces, podemos decir que está con nosotros? Jesús mismo
manejaba en sus enseñanzas la misma paradoja: decía que iba al
Padre, donde les convenía a sus discípulos que estuviera, y decía
que iba a estar con ellos “hasta el fin del mundo” y que no les iba a
dejar huérfanos.
El Catecismo responde haciéndonos recordar el hecho de las dos
naturalezas de Cristo: Él es Igualmente Dios y hombre. Su
naturaleza humana (¡nuestra naturaleza!) está en el cielo, pero su
naturaleza divina, por ser omnipresente, no está limitada a un lugar
como su naturaleza humana. El Divino Cristo, la segunda Persona
de la Trinidad, siempre está con nosotros. Y además, el Espíritu
Santo, también Espíritu de Cristo, hace que Cristo siempre esté con
nosotros.
Dos naturalezas en una misma persona. La pregunta No. 48,
junto con su respuesta, se refiere a una controversia entre los
teólogos luteranos y los reformados en el tiempo de la Reforma del
siglo XVI. La controversia tenía que ver con “la comunicación de los
atributos”, o sea, si los atributos divinos se adhieren a la naturaleza
humana de Cristo, y si los atributos humanos caracterizaban de
alguna forma su naturaleza divina. El problema brotó de una
explicación de la presencia (física) de Cristo en la Santa Cena. Los
teólogos reformados afirmaban la postura de la Iglesia primitiva de
que las dos naturalezas de Cristo no se separaban, pero que
tampoco se mezclaban, no se dividían pero tampoco se fundían o,
mejor dicho, no se confundían.
El Catecismo refleja esta posición cuando afirma que la naturaleza
divina, siendo precisamente divina, está en todos los lugares,
incluso unida con la naturaleza humana, localmente presente en el
cielo, mientras que también está presente a la vez en todos los
demás lugares, incluso con cada creyente en la tierra. La naturaleza
divina, por ser divina, puede estar en otros lugares al mismo tiempo
que está presente con la naturaleza humana. Es un misterio (que
sabemos y aceptamos por la Revelación) pero parece lo más
razonable. Por eso el Catecismo dice: “...resulta necesariamente
que en efecto...”.
El ministerio presente del Mediador. Al salir de este mundo, el
Mediador no terminó su carrera ni tampoco se fue de vacaciones.
Su ministerio continúa. Cristo sigue estando activo a nuestro favor.
Fue al cielo precisamente para realizar el siguiente paso en su
ministerio, y este paso, como los otros anteriores, es de puro
beneficio para nosotros. El Catecismo especifica tres de estos
beneficios, que son: Cristo es nuestro intercesor y abogado; Cristo
es nuestra garantía, y Cristo nos envía su Espíritu.
En su ministerio de intercesión Cristo aboga por nosotros. La Carta
de Hebreos, en varios capítulos, hace énfasis en esto. Por el
ministerio de Jesús podemos orar, comunicarnos con Dios. Cristo es
el paracletos, el original, el verdadero; el Espíritu es el “otro”
paracletos (véase Jn. 14:16). Paracletos quiere decir “abogado”, y
en este sentido, consolador.
La presencia de Cristo en su naturaleza humana es la garantía de
que la naturaleza humana es aceptada en el cielo. Donde está la
cabeza estarán también los miembros. Nadie puede afirmar ahora
que la naturaleza humana no puede estar en el cielo, pues ahí está
ya. Por su presencia en el cielo, Cristo puede enviarnos el otro
Consolador, su representante personal, que en esta etapa del
ministerio de Jesús nos conviene. La presencia del Espíritu Santo
en la tierra, en nuestros corazones, hace posible que podamos
realizar nuestra salvación, vivirla, vivir la nueva vida. La actividad del
Espíritu hace que podamos buscar las cosas de arriba, donde está
sentado nuestro Mediador a la diestra de Dios.
LECCIÓN 19
Lectura bíblica: Hechos 2:33; Filipenses 2:9-11, 3:20-21; Colosenses 1:18; 1
Tesalonicenses 4:16; 2 Pedro 3:4-13

Introducción
En nuestros estudios sobre la historia de Jesús hemos tratado,
hasta este punto, con la historia de Él en sus obras pasadas. Hoy
dejamos la historia pasada y nos dedicamos a estudiar la historia
presente de Jesús. La lección de hoy trata del Jesús de hoy. El
énfasis en la actividad de Jesús hoy es algo que necesitamos hoy.
Tenemos la tendencia de pensar solamente en el pasado, sobre la
obra terminada de Jesús, y en el porvenir, en lo que será en la
historia; pero son pocas las veces en que hacemos énfasis en la
actividad, la historia, de Jesús en el presente.
Pero el “hoy” de Jesús no es un “hoy” estático. El presente está en
movimiento; está impulsado hacia el porvenir. Hay un sentido en que
‘demos decir que siempre es ahora, siempre es el presente; pero
también hay un sentido en que el presente es el borde entre el
pasado y el futuro, un momento frágil y huidizo. Vivimos para el
siguiente momento, para la siguiente respiración, para el siguiente
latido del corazón, para la experiencia que sigue. Vivimos inclinados
hacia adelante. Nos concentramos en el “hoy”, con miras hacia el
porvenir. Así también con nuestro estudio de la historia presente de
Jesús; estudiamos su actividad actual, pero con miras hacia el
porvenir. Jesús está activo hoy, pero su actividad hoy es un
“mientras”, un tiempo de actividad orientada hacia el porvenir, hacia
su segunda venida. De eso trata la lección de hoy.
Pregunta 50
¿Por qué se añade: “está sentado a la diestra de Dios, Padre
todopoderoso”?
Respuesta 50
Porque Cristo subió al cielo para mostrarse allí como cabeza de su
Iglesia, por la cual el Padre gobierna todas las cosas.
Pregunta 51
¿De qué nos sirve esta gloria de Cristo, nuestra cabeza?
Respuesta 51
Primero: Para que el Espíritu Santo derrame en nosotros, sus
miembros, los dones celestiales. Y segundo: Para protegernos y
amparamos de todos nuestros enemigos.
Pregunta 52
¿Qué consuelo te ofrece la vuelta de Cristo para juzgar a los vivos y
a los muertos?
Respuesta 52
Que en todas las miserias y persecuciones, con plena confianza
espero del cielo como juez a Aquel mismo que primeramente se
puso delante del juicio de Dios por mí y alejó de mi toda maldición;
el cual echará a todos los enemigos suyos y míos en las penas
eternas; y a mí, con todos los elegidos, me conducirá al gozo del
cielo y a la gloria eterna.
Sentado a la diestra de Dios Padre. Aunque el estar sentado a la
diestra de Dios Padre es un honor, no es un honor pasivo. El Señor
Jesús está coronado de gloria y honor (véase He. 2:9), tiene toda
potestad (véase Mt. 28:18), todo está sujeto bajo sus pies (véase
He. 2:8) para que desde allí activamente promueva su reino.
Pero no solamente esto. El Catecismo hace énfasis en el hecho de
que Jesús se presenta, se muestra en el cielo como nuestra cabeza,
nuestro representante en el Pacto de Gracia. Así como un
embajador se presenta, o presenta sus credenciales, para ser
acreditado como el representante de su país, así Cristo se presenta
en la presencia del Padre como nuestra cabeza.
La expresión “la diestra de Dios’ significaba en el mundo bíblico,
tanto la omnipotencia de Dios como su majestad. Pero no solamente
lo significaba, sino que simbolizaba el ejercicio del poder divino: el
puesto “a la diestra de Dios” era un puesto ejecutivo. Es un puesto
de actividad y eficacia, de función y actuación.
Jesucristo es Señor de todo. Jesús, al tomar su lugar a la diestra
del Padre, ocupa el lugar del hombre en el esquema de la creación.
El virrey, el hombre, está en el lugar que le corresponde. Con Cristo,
el hombre está restaurado al lugar que Dios quiso que ocupara
desde la creación.
El dominio es total. No puede haber dos virreyes. Jesús mismo, en
los textos que mencionamos anteriormente, habla de que “toda
potestad” le fue dada. El autor de Hebreos (véase 2:8) dice que
nada dejó (Dios) que no sea sujeto a Él. Es un dominio que le es
dado; pero, debido a que es Dios quien le ha dado el dominio, el
dominio no tiene límites, no es parcial.
En Efesios 1:20-22, Pablo nos dice que Dios dio a Cristo como
cabeza “a la Iglesia”. Esto indica que la Iglesia tiene un papel
importante en el activo reino de Cristo, pero también indica que el
gobierno de Cristo se ejerce a favor de la Iglesia. La Iglesia tiene la
autoridad de hablar en el nombre de su Señor, cuando es
gobernada por la Palabra y el Espíritu de su Señor. La Iglesia es la
nueva humanidad, es el cuerpo de Cristo, que anuncia el Reino y la
potestad de su Rey.
Hay beneficios para nosotros. Es imposible nombrar todos los
beneficios que tenemos por la sesión de Cristo a la diestra del
Padre. Algunos son particulares, de día en día; otros son generales
y eternos. El Catecismo los resume en dos puntos. El primer punto
tiene que ver con el Espíritu Santo y el segundo, con el cuidado
protector que nos da. En un sentido, ahí está todo, y cada creyente
tiene que meditar en su propia experiencia para notar cómo, de
muchas maneras estas bendiciones han sido agregadas a su propia
vida.
En concreto, los beneficios que tenemos por haber sido derramado
el Espíritu Santo sobre nosotros (el Catecismo dice “en nosotros” y
que son dones especiales) son varios. El Espíritu es el Espíritu de
Verdad y, según la promesa de Jesús, Él nos guiará en toda verdad
(véase Jn. 14:17, 26; 15:26; 16:13). El hecho de la Palabra y el
hecho de que reconozcamos la voz de Dios en la Palabra es obra
del Espíritu Santo en nosotros, fruto de la presencia de Cristo a la
diestra de Dios.
Otro beneficio es el testimonio del Espíritu con nuestros espíritus de
que somos hijos de Dios (véase Ro. 8:14-16; Gá. 4:6). Este
conocimiento no puede llegar a nosotros por ningún otro medio. La
Palabra (beneficio número 1) es instrumental en este beneficio, pero
también es una operación directa y particular del Espíritu Santo que
fue derramado debido a la presencia de Cristo a la diestra del
Padre.
El segundo tipo de beneficios tiene que ver con el amparo, con la
protección, con el cuidado que Cristo, por su posición a la diestra,
nos puede brindar. El que no tiene el puesto no puede repartir los
beneficios del puesto. El que tiene en las manos el gobierno, puede
hacer promesas y cumplirlas. La promesa que nos da en Romanos
8:34-39 nos da una seguridad de la cual no hay ni un débil eco en el
mundo. Ningún enemigo nos puede hacer daño permanente.
Cristo vendrá otra vez. La segunda venida es parte de la
exaltación de Cristo y también es parte de nuestra consolación, o
sea: es otro de los beneficios que tenemos porque Cristo está a la
diestra de Dios. Sean cuales sean las condiciones y circunstancias
en que me encuentre en este mundo, yo, “con plena confianza,
espero...”. Y este esperar no es un esperar en vano, sino que es una
verdadera esperanza. La esperanza es la fe proyectada hacia el
porvenir; por eso sabemos que viene.
Viene como juez. El juez que viene es el mismo que me salvó. El
que pagó el precio me proclamará justo. No hay, pues, condenación
ni maldición para ningún creyente. No la puede haber: Jesucristo es
el juez.
El juicio negativo es para sus enemigos (que deben ser míos
también). Las penas eternas son para aquellos que no creen, que
no confían, que buscan su salvación por otros medios. Para mí y
para todos los otros creyentes, la sentencia se efectuará de
inmediato; la sentencia positiva se pone en práctica, porque el
mismo juez, mi Salvador, me conducirá al gozo del cielo y a la gloria
eterna. Cuando Jesús venga de nuevo, vendrá para declarar justo a
todo creyente y para llevarlo, personalmente, a la gloria celestial, a
la plena comunión con el Padre del cual somos hijos por obra de
Cristo y el testimonio del Espíritu Santo.
LECCIÓN 20
Lectura bíblica: Juan 14:16, 15:26-16:15; 1 Corintios 6:19

Introducción
Hoy empezamos con un punto nuevo en esta serie de estudios de
las verdades de la Biblia. Es un momento conveniente, entonces,
para reorientarnos en el progreso del estudio. Notamos al principio
de este estudio, en que usamos como guía el Catecismo de
Heidelberg, que el curso se divide en tres partes: sobre el pecado,
sobre la salvación y sobre la gratitud. El Catecismo llama a esto “el
triple conocimiento” para poder vivir y morir felizmente. Estamos
ahora en la segunda parte del estudio, o sea, en la que trata de la
salvación.
Una manera de hablar de la salvación es explicar la doctrina bíblica
de la justificación por la fe. Pero si hablamos de la justificación por la
fe, y si afirmamos que la salvación se realiza en el pecador a través
de la fe, es necesario hablar de la fe. Y no se puede hablar de la fe
sin que se hable del contenido de esta fe, pues no se puede creer
sin creer en algo; no se puede afirmar algo como verdad sin que se
afirme algo. Según el Catecismo, de acuerdo con la Iglesia cristiana
desde la antigüedad, el contenido de esta fe está resumido en el
Credo de los Apóstoles. Por eso el Catecismo sigue el orden del
Credo para dar una exposición de la fe cristiana.
Una de las primeras cosas que el Catecismo nos hizo notar acerca
del Credo es que se divide en tres partes, de acuerdo con las
actividades de cada una de las tres Personas de la Trinidad. El
Credo habla primero de Dios y nuestra creación, luego del Hijo y de
nuestra redención, y finalmente del Espíritu y de nuestra
santificación. Hoy llegamos a esta última división del Credo de los
Apóstoles. Estamos todavía en la segunda parte del Catecismo,
pero en su tercera división, que es un estudio sobre el Credo de los
Apóstoles.
El desarrollo de la doctrina es lógico. Acabamos de estudiar la
actividad de Cristo en el cielo, sentado a la diestra del Padre.
Notamos que una de las bendiciones de su presencia a la diestra
del Padre es que desde allí derrama su Espíritu, el Espíritu Santo, el
Espíritu de Verdad, sobre nosotros —su Iglesia—. El hecho de que
Cristo efectivamente, en Pentecostés, derramó su Espíritu sobre su
Iglesia hace necesario que continuemos el estudio de la doctrina
bíblica, volviendo nuestra atención a la doctrina de “Dios el Espíritu
Santo y nuestra redención”.
Pregunta 53
¿Qué crees del Espíritu Santo?
Respuesta 53
Que con el Eterno Padre y el Hijo es verdadero y eterno Dios. Y que
viene a morar en mí para que, por la verdadera fe, me haga
participante de Cristo y de todos sus beneficios, me consuele y
quede conmigo eternamente.
La persona del Espíritu Santo. La tercera afirmación básica del
Credo de los Apóstoles, después de decir “creo en Dios Padre” y
“creo en Dios Hijo”, es la afirmación que dice: “Creo en el Espíritu
Santo”. La afirmación es doble; en la primera parte decimos algo
sobre su persona y en la segunda parte sobre la obra del Espíritu
Santo. Estas dos partes están en esta afirmación y son los dos
puntos de la lección de hoy.
Lo básico de nuestra confesión sobre el Espíritu Santo es la
afirmación de que el Espíritu Santo es igualmente Dios con el Padre
y el Hijo. Esto va contra las enseñanzas de los (llamados) “Testigos
de Jehová”, quienes afirman que el Espíritu Santo es un poder, una
influencia, o “una fuerza activa”, pero no es realmente Dios. Hay
otros quienes niegan la divinidad del Espíritu, pero no tan
descaradamente como los Testigos de Jehová. A la luz de las
desviaciones doctrinales de hoy día, las afirmaciones sobre el
Espíritu Santo parecen escuetas y débiles, pero tenemos que
recordar que la doctrina de la Trinidad y del Espíritu Santo no eran
motivos de controversia en el tiempo en que se escribió el
Catecismo. Pero aunque lo que dice está expresado brevemente,
ahí está lo esencial. El Espíritu Santo es verdadero Dios.
El Catecismo no lo dice textualmente, pero su manera de hablar del
Espíritu, poniéndolo al lado de, e igual, con el Padre y con el Hijo,
implica la personalidad del Espíritu. El Espíritu es “persona”, de la
misma manera que el Padre y el Hijo son personas. Lo que se
afirma aquí también se relaciona con la lección No. 8 de este mismo
Catecismo, donde se habla de la Trinidad, y dice que las “tres
personas distintas son el único, verdadero y eterno Dios”. La idea de
la personalidad del Espíritu se ve explícita en las Escrituras en que
la Biblia siempre habla del Espíritu en términos de una personalidad.
El Espíritu quiere, enseña, se entristece, consuela, habla, testifica,
etc. Todas estas actividades son propias de una persona.
Cuando la Biblia habla del Espíritu Santo, emplea nombres divinos
para hablar de Él (véase Hch. 5:3-4; 2 P. 1:21; 2 Ti. 3:16); le aplica
los atributos divinos (véase 1 Co. 2:10; 3:16; Is. 40:13; Ro. 11:33-
34); describe sus obras como obras divinas (véase Sal. 33:6; Job.
33:4; Hch. 20:28; 1 Co. 12:11), y le aplica los honores divinos (véase
Mt. 12:32; 1 P. 4:14). La Biblia consecuentemente trata del Espíritu
Santo como de Verdadero Dios.
El Catecismo agrega que el Espíritu Santo es el Eterno Dios. El
Espíritu no llegó a ser en un tiempo posterior al Padre y del Hijo. A
veces se habla del Espíritu como si no hubiera existido antes de
Pentecostés; pero según la Biblia, el Espíritu estuvo activo en la
creación. No solamente encontramos referencia a Él en la historia
de la creación en Génesis, sino que también el Nuevo Testamento
hace referencia a esto. Y al final de los tiempos es el Espíritu
también quien, junto con la esposa, dice: “¡Ven!” ( Ap. 22:17).
La obra (oficio y actividades) del Espíritu Santo. Las actividades
del Espíritu Santo se relacionan con su ser; el Espíritu Santo es
eterna y divinamente activo. Todo lo que hace, lo hace como la
tercera persona de la Trinidad. Sus obras son parte de la
“economía” de la Trinidad; o sea, este repartimiento y cooperación
de funciones en la obra divina, siendo la más notable nuestra
redención.
El Espíritu “viene a morar en mi” (otras traducciones del Catecismo
dicen: “me es dado”) para hacerme partícipe de Cristo y de todos
sus beneficios. El Espíritu, por morar en mí (una clara enseñanza
bíblica) me transforma en templo. Me da vida; sin el Espíritu Santo
no hay vida. Ya tengo comunión con Dios, y la comunión con Dios
es la vida eterna. Para decirlo así, la Biblia enseña un misticismo al
revés en lugar de que el hombre tenga que buscar comunión con
Dios mediante un esfuerzo de salirse de sí mismo hacia Dios en una
experiencia esotérica el Espíritu mismo (Dios mismo) viene a morar
en el hombre.
El Espíritu me consuela, esto es: me da ánimo, fuerza, voluntad,
dirección y orientación. Debemos pensar en nuestra condición de
perdidos. Una persona perdida en una situación real (en un bosque,
en el desierto, en una ciudad, en el mar, etc). está totalmente
desorientada, perpleja y miserable en extremo; pero habiendo sido
hallada, aunque las circunstancias externas no cambien, es
consolada. ¡Cuánto más nosotros!, siendo perdidos, tenemos gozo y
consolación al ser hallados por el Espíritu Santo. La presencia del
Espíritu en nosotros y la aplicación de la Palabra a nuestra vida son
elementos indispensables de este consuelo.
Ya nunca más estoy solo. El Espíritu está conmigo para siempre.
Eternamente estoy acompañado por el Espíritu. Me guía en la
verdad; me engaña (porque lo necesito para mi vida espiritual); me
instruye y produce en mí los “frutos del Espíritu”. Son frutos del
Espíritu porque yo no los puedo producir sin Él. (Un grave error que
cometen algunos en nuestra poca es tratar de producir el fruto del
Espíritu sin el Espíritu, sin su presencia y sin su Palabra). El
creyente vive la vida del Espíritu solamente cuando el Espíritu mora
en él. Si soy creyente (aunque a veces mi experiencia no alcance a
comprender toda esta verdad) tengo el Espíritu. Esto es lo que me
hace partícipe con Cristo, miembro de su cuerpo y ciudadano de su
Reino. El Espíritu Santo mora en todo creyente.
LECCIÓN 21
Lectura bíblica: Efesios 3:14-21, 4:11-16; 1 Pedro 2:9-10; Apocalipsis 7:9-17

Introducción
Aunque el Catecismo tiene solamente una lección que trata
directamente del Espíritu Santo, lo que se trata en esa lección no es
la totalidad de lo que el Catecismo enseña sobre el Espíritu Santo.
Todo lo que sigue (y mucho de lo que ya hemos estudiado antes)
tiene que ver con el Espíritu Santo. Toda esta última parte de
nuestra consideración del Credo de los Apóstoles, la parte que trata
de “el Espíritu Santo y nuestra santificación”, está íntimamente
relacionada con la doctrina del Espíritu Santo. El Catecismo sigue,
en cierto sentido, las pautas marcadas por Jesús, cuando Él dio el
aviso del Espíritu Santo a sus discípulos, de que el Espíritu hablaría,
no de sí mismo, sino de Jesús y que glorificaría a Jesús, y a sí
mismo. El Catecismo habla de la obra del Espíritu sin llamar la
atención sobre el Espíritu, pues la obra del Espíritu es aplicar la obra
de Jesús y dar a conocer la obra de Jesús. Nuestra santificación es
obra del Espíritu, y si estudiamos nuestra santificación en esta parte,
estamos estudiando la obra del Espíritu sin llamar la atención sobre
Él.
Hoy, como el primer paso en esta ruta, estudiaremos la doctrina de
la Iglesia. Y, aunque el tema es “la Iglesia”, el contexto del estudio
es “el Espíritu Santo y nuestra santificación”. Para enfocar este
estudio, el Catecismo echa mano a unas de sus palabras
predilectas: “¿Qué crees...? ¿Qué entiendes...? (Otras de estas
palabras son: ¿Qué provecho...? ¿Qué consuelo...?, etc.).
Pregunta 54
¿Qué crees de la santa Iglesia cristiana católica?
Respuesta 54
Que el Hijo de Dios, desde el principio hasta el fin del mundo, de
todo el género humano, congrega, guarda y protege para sí, por su
Espíritu y su Palabra en la unidad de la verdadera fe, una
comunidad, elegida para la vida eterna (de la cual yo soy un
miembro vivo y permaneceré para siempre).
Pregunta 55
¿Qué entiendes por la comunión de los santos?
Respuesta 55
Primero, que todos los fieles en general y cada uno en particular,
como miembros del Señor Jesucristo, tienen la comunión de Él y de
todos sus bienes y dones. Segundo, que cada uno debe sentirse
obligado a emplear con amor y gozo los dones que ha recibido,
utilizándolos en beneficio de los demás.
Pregunta 56
¿Qué crees de la remisión de los pecados?
Respuesta 56
Creo que Dios, por la satisfacción de Cristo, no quiere acordarse
jamás de mis pecados, ni de mi naturaleza corrompida, con la cual
debo luchar toda la vida, sino que gratuitamente me otorga la justicia
de Cristo para que yo nunca venga en juicio de Dios.
Una santa Iglesia católica. El Credo de los Apóstoles afirma en el
artículo que trata de la Iglesia que esta tiene tres atributos: 1) la
Iglesia es una; 2) la Iglesia es santa y 3) la Iglesia es católica. (A
muchos cristianos, no romanos, no les gusta la palabra “católica” y
la han sustituido por la palabra “universal”, lo que, a mi parecer, no
es una reacción muy atinada, aunque fácil de entender).
Consideraremos estos atributos, uno por uno.
La Iglesia es una. La Iglesia es el cuerpo de Jesús; el resultado de
su actividad es el reunir una comunidad. En esta comunidad singular
(en las varias acepciones de la palabra) se encuentran creyentes de
todas las épocas, de toda la historia humana, “desde el principio
hasta el fin del mundo”. Hay un solo Pueblo de Dios y no varios,
como algunos enseñan.
La Iglesia es santa. La santidad de la Iglesia consiste en su
santificación, en ser apartada para un propósito especial y separada
por su lección para su Señor. La palabra santa, en este sentido, no
es una descripción de su apariencia, que es totalmente diferente. La
Iglesia es santa porque es llamada por el Señor a una comunión con
Él y porque sus pecados le han sido perdonados.
La iglesia es católica (y también es universal). Desde luego, no
empleamos la palabra “católica” en el sentido sectario de algunos
que quieren negar legitimidad a ciertas comunidades cristianas; o
sea, no es nombre de una secta, sino un adjetivo que afirma algo
positivo acerca de la Iglesia. Afirma que la Iglesia está compuesta
“de todo el género humano”. La Iglesia está compuesta de todas las
razas, de todas las gentes, acciones, pueblos y lenguas. La palabra
“católica”, como adjetivo, se refiere a la composición de la Iglesia; la
palabra “universal” se refiere a la extensión de la Iglesia. La Iglesia
católica (compuesta por todo el género humano) es también
universal (extendida a todos los rincones de la tierra). No debemos
poner la palabra “universal” en lugar de “católica”, sino que debemos
afirmar las dos cosas de la Iglesia.
La comunión de los santos: verdad y obligación. La frase
“comunión de los santos” es también una definición de la Iglesia. La
Iglesia es una comunión, y si soy creyente, soy y permaneceré
siendo miembro de ella. La comunión congregada, guardada y
protegida por Cristo es una comunión que cada uno experimenta y
en la que cada miembro participa. Esta participación me da el
derecho de llamarme “santo”. De la misma manera que Pablo llama
“santos” a los empedernidos pecadores de Corinto (véase 1 Co. 1:2;
6:1; 2 Co. 1:1), el Credo llama “santos” a los empedernidos
pecadores que por la gracia de Dios son creyentes en otros lugares
y épocas.
La comunidad que se llama iglesia es comunión porque participa en
Cristo. Morimos en Él; vivimos en Él. En Él estamos sentados en
lugares celestiales (véase Ef. 2:6); sufrimos con Él (véase Ro. 8:17);
somos crucificados con Él (véase Ro. 6:6) y reinaremos con Él
(véase 2 Ti. 2:12). Por nuestra participación en Él, todos los dones
del cuerpo de Cristo son nuestros. La verdad es que la Iglesia es
comunidad y comunión.
También esta comunión es algo que tenemos que practicar como
una santa obligación. La bendición se recibe a través de la práctica
de ella. Cristo, quien realiza en nosotros esta comunión por su
Espíritu y su Palabra, nos llama a la comunión como una “activa
actividad (¡como si pudiera haber una actividad no activa!). La
práctica cristiana, la vida cristiana, es el ejercicio de esta comunión.
El Catecismo lo dice muy sencillamente: “Tenemos que emplear con
amor los dones y beneficios que tenemos en beneficio de los
demás”. Con santificada imaginación tenemos que buscar métodos
para cumplir con esta obligación de practicar esta comunión en
nuestra vida, en nuestra congregación. Se reciben. sugerencias... no
para el otro, sino para uno mismo.
Una congregación de perdonados. La confesión del “perdón de
los pecados” está en función de la Iglesia. Esto lo notamos por su
colocación en este lugar por el Catecismo, en el tema de esta
lección. Creemos que no es la Iglesia, como una institución humana,
una organización de hombres, que ya es santa; sino que todos los
miembros, cada uno en particular y en lo personal es perdonado.
Esto quiere decir que Dios, por la obra completa y eficaz de Jesús,
ya no se acuerda de mis pecados. Y además decidió, por mi
participación con su Hijo, olvidarse de mi naturaleza corrompida.
Aunque está expresado de esta manera, para hacer resaltar la
grandeza de mi privilegio en Cristo, yo no puedo olvidar mi
naturaleza corrompida. Yo, como una parte de mi santificación y de
mi obligada práctica de comunión, tengo que luchar con ella todos
mis días. Esta lucha la puedo realizar con cierta eficacia porque sé
que mi salvación no depende de esto, sino que esta lucha es ya una
expresión de mi perdón.
La justicia ya la tengo. Me fue otorgada gratuitamente por mi
comunión con Cristo. Ya nunca seré juzgado por Dios por los
pecados que me fueron perdonados. El juicio final será una
proclamación de mi justicia en Cristo Jesús. Esto lo comparto con
muchos otros. Todos los creyentes tienen la misma experiencia y la
misma esperanza. Esto es parte del lazo espiritual que hay entre
nosotros; es parte de lo que nos funde en un cuerpo. La vida de
perdonados es una vida en comunidad, en comunión: la comunión
de los santos. Y uno de esos “santos” soy yo, junto con todos los
otros creyentes, porque hemos sido perdonados por Dios, a causa
de la obra de Cristo.
LECCIÓN 22
Lectura bíblica: Job 19:25-27; 1 Corintios 15:42-57; Apocalipsis 20:11-15

Introducción
En la lección anterior notamos que la Iglesia es obra del Espíritu
Santo. Hoy nuestra atención se vuelve a la resurrección de la carne;
pero aquí no se ve tan clara la relación con la obra del Espíritu
Santo. Por otro lado, es obvio que los autores del Catecismo y del
Credo de los Apóstoles vieron clara esta relación, porque se trata de
esta doctrina de la resurrección de la carne en la parte que enseña
del “Espíritu Santo y nuestra santificación”.
El hecho de que el Espíritu Santo mora en el creyente es un hecho
íntimamente relacionado con la doctrina de la resurrección de la
carne. Este dato es la seguridad de una continuada existencia. La
resurrección de la carne habla del modo de esta continuada
existencia. Es notable la actitud del Catecismo hacia la doctrina de
la resurrección de la carne. No duda nunca de la verdad de tal
afirmación. Acepta como verdadera la proclamación del Credo de
los Apóstoles, y luego, medita sobre esta verdad, procurando (lo que
es hábito en el Catecismo) sacar provecho de la doctrina para el
creyente. Por eso, las preguntas nos hacen pensar en el consuelo o
la consolación que nos proporciona esta doctrina.
Pregunta 57
¿Qué consuelo te da la resurrección de la carne?
Respuesta 57
Que no solo mi alma después de esta vida será llevada en el mismo
instante a Cristo, su cabeza, sino que también esta mi carne, siendo
resucitada por la potencia de Cristo, será de nuevo unida a mi alma
y hecha conforme al glorioso cuerpo de Cristo.
Pregunta 58
¿Qué consolación te ofrece el artículo (del Credo de los Apóstoles)
de la vida eterna?
Respuesta 58
Que si ahora siento en mi corazón un principio de la vida eterna
gozaré de una cumplida y perfecta bienaventuranza que ningún ojo
vio ni oído oyó, ni entendimiento humano comprendió, y esto para
que por ella alabe a Dios para siempre.
La resurrección de los muertos. La muerte es transformada, por la
muerte de Jesús, en algo diferente; para el creyente es un paso
hacia la vida más plena. Lo que impresiona al hombre, sobre todo al
hombre moderno, es lo final de la muerte. Se sabe que la muerte es
el final. Sin embargo, entre miedo y esperanza, y con fuertes dosis
de estas cosas está la idea de que, a lo mejor, no es tan final. El
hombre tiene la intuición, como dice Unamuno, de “no morir del
todo”, y esto anima y lo espanta a la vez. Pero, por otro lado, las
cosas de la vida son, como el matrimonio, “hasta que la muerte nos
separe”. En cuanto a los asuntos de la vida, solamente se puede
hablar de ellos “hasta la muerte”.
Hay muchas culturas y religiones que proyectan una vida, o una
existencia, más allá de la muerte. Los griegos hablaban de la
“Inmortalidad’ del alma. [Que a veces suena bien también a los
cristianos, hasta que recordamos las palabras de la Biblia que dicen:
“El alma que pecare, esa morirá” (Ez. 18:4, 20)]. Obviamente el
profeta no sabía de la filosofía griega, pues él creía que el alma
puede morir, y si el alma puede morir no es inmortal. Parece que
Jesucristo fue del mismo sentir (véase Mt. 10:28). Es cierto que no
podemos quitar o restar existencia al alma porque el alma es cosa
creada, y las cosas creadas existen por la palabra de Dios; no las
podemos “descrear”. Pero el hecho de que no podamos restar
existencia al alma, no quiere decir que el alma no pueda morir.
Puede morir físicamente (separación del cuerpo) y espiritualmente
(separación de Dios) aunque siga existiendo. La muerte puede ser
el modo de ser (o de existir) del alma. El alma, en el sentido bíblico,
no es inmortal.
En lugar del concepto de inmortalidad, encontramos en la Biblia la
enseñanza de la resurrección. El alma que muere puede ser
resucitada; puede volver a vivir. De esto se habla en el Credo de los
Apóstoles cuando se habla de la resurrección, y esta es también la
enseñanza del Catecismo. El alma no puede vivir aparte del Dador
de la vida; la vida del alma es vida porque el alma está en comunión
con Dios. A nosotros, que estuvimos muertos en delitos y en
pecados (véase Ef. 2:1), Dios nos dio vida juntamente con Cristo
(véase Ef. 2:5). El alma que vive es el alma resucitada; las otras
están muertas.
La resurrección de la carne. La persona humana es más que el
aspecto inmaterial. También es más que el aspecto material. El ser
humano es físico-espiritual; es uno: es la unidad de sus dos
aspectos. Quizá pudiéramos decir que lo físico y lo espiritual puedan
existir por separado, tal como el hidrógeno y el oxígeno existen por
separado, pero el agua existe como una unidad de los dos: es más
que la suma de los dos. Así el ser humano es ser humano: algo más
que la suma de cuerpo y espíritu. El ser humano existe en la unión.
Por eso, la resurrección tiene que ser la resurrección de la carne,
porque es el ser humano, la persona, lo que es resucitado, lo que
vuelve a vivir.
Muchos, por influencia de pensamiento no cristiano, conciben el
cuerpo como algo limitante y hasta malo. Están muy contentos de
dejar atrás el cuerpo para empezar una nueva existencia de pura
alma. En lugar de pensar en el cuerpo como el lugar para glorificar a
Dios y el instrumento para alabarlo, lo conciben como un
impedimento. El alma sin cuerpo es, en cierto sentido, persona
incompleta, o más correctamente quizá: el alma sola no es persona
humana (si es que pudiera haber alma humana sola, pues el alma
no está impuesta al cuerpo, ni el cuerpo regalado al alma).
El Catecismo habla de un doble consuelo. Al morir, el alma está con
Cristo. La Biblia dice que la persona, cuando muere, está “en el
seno de Abraham” (véase Lc. 16:22) o “bajo el altar” (véase Ap. 6:9)
donde espera la resurrección. La segunda parte del consuelo tiene
que ver con la reunión del cuerpo y el alma, o sea, con la
resurrección de la carne. No estaremos en el cielo, en el estado
final, como almas “descorporeizadas” sino como personas humanas
completas. Nuestros cuerpos serán resucitados por el poder de
Cristo y serán como el cuerpo glorificado de Cristo. Seremos
enteros, íntegros, totalmente humanos, los mismos de antes y, a la
vez, diferentes. Los cuerpos serán “cuerpos espirituales” sin
embargo serán los mismos cuerpos. En la resurrección lo
entenderemos; ahora aunque sin entender, es nuestra viva
esperanza.
La vida perdurable. En la respuesta a la pregunta No. 58
confesamos a Dios, a nosotros mismos y al mundo entero que
nuestro gozo y consuelo es que estaremos por la eternidad en
comunión con Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo.
Este será un gozo tal como en el mundo no se ha visto, ni de Él se
ha oído, ni aun se ha pensado que fuera posible. Pero en esto
consiste la vida perdurable: en disfrutar la presencia de Dios para
siempre.
La resurrección es una resurrección al juicio. Toda persona, creo,
lleva este conocimiento en el corazón. El creyente lleva en el
corazón también “un principio de la vida eterna”. La vida eterna ya la
tiene, ya la siente. El creyente sabe, entonces, que la resurrección
es un cumplimiento, una plenitud, una realización cabal de algo que
ya es real: el botón se convierte en flor. La comunión que
experimentamos con Dios, y el grado más íntimo de esta comunión
que experimenta la persona que “duerme en el Señor”, se
transforma por el juicio en la plenitud de comunión, en grado
máximo, en una “perfecta bienaventuranza que ningún ojo vio ni
ningún oído oyó, ni entendimiento humano comprendió”.
La vida perdurable, entonces, no es solamente una extensión
duradera en el tiempo, una continuidad sin fin, sino que es más bien
una nueva calidad de vida. Y esa calidad que tiene dimensiones
temporales hasta la eternidad. La vida perdurable es una vida de
alabanza a Dios para siempre. La alabanza es una actividad y una
relación. Así como los novios no se cansan de alabarse
mutuamente, sino que la alabanza es parte de la relación y una
expresión de ella, así, pero en un arado infinitamente superior, la
vida perdurable es una vida de ejercicio de esta actividad y esta
relación. La vida perdurable es la vida que ya tenemos en Cristo: la
actividad y relación ya la practicamos. Esta faceta que ya
experimentamos desembocará en una etapa superlativamente más
rica y más plena, por la resurrección. En este sentido los que ya
tenemos la vida perdurable seremos resucitados para la vida de
alabanza a Dios por la eternidad.
LECCIÓN 23
Lectura bíblica: Romanos 4:1-25; Gálatas 3:6-18

Introducción
El Catecismo nos sigue empujando. No nos deja meditar
calmadamente sobre lo que hemos aprendido, sino que insiste en
que vayamos adelante, aprendiendo cosas nuevas cada vez.
(Dejamos ahora la exposición del Credo de los Apóstoles como la
guía del contenido de nuestra fe). Con la frase: “y la vida
perdurable”, el Credo termina su resumen de la doctrina cristiana.
(El contenido de la fe es doctrina, y la doctrina es el contenido de la
fe. Por eso, para que la fe sea verdadera y correcta, es necesario
que la doctrina sea verdadera y correcta). Vayamos adelante ahora,
dejando atrás el contenido de la fe, para estudiar la función de ella
para nuestro provecho (una de las palabras predilectas del
Catecismo).
El provecho sobresaliente de la fe (aquella cuyo contenido es la
doctrina correcta) es la justificación. Pero para que la doctrina de la
justificación nos pueda ser de provecho, la tenemos que entender.
(Para entender esa importantísima doctrina tenemos que investigar
la función de la fe para nuestro provecho). Pues el estudio de esa
doctrina es el estudio de la mencionada función de la fe para
nuestro provecho. Este estudio puede ayudarnos a escapar del muy
común error de afirmar la doctrina de la justificación por la fe sin
entender esa doctrina. Si afirmamos que la Biblia enseña la
justificación por la fe, afirmamos algo correcto, pero más nos vale
entender lo que afirmamos.
Pregunta 59
¿En qué te aprovecha el creer todas estas cosas?
Respuesta 59
Que delante de Dios soy justo en Jesucristo, y heredero de la vida
eterna.
Pregunta 60
¿Cómo eres justo ante Dios?
Respuesta 60
Por la sola verdadera fe en Jesucristo, de tal suerte que, aunque mi
conciencia me acuse de haber pecado gravemente contra todos los
mandamientos de Dios, no habiendo guardado jamás ninguno de
ellos, y estando siempre inclinado a todo mal, sin merecimiento
alguno mío, solo por su gracia, Dios me imputa y da la perfecta
satisfacción, justicia y santidad de Cristo como si no hubiera yo
tenido, ni cometido algún pecado, antes bien como si yo mismo
hubiera cumplido aquella obediencia que Cristo cumplió por mí, con
tal de que yo abrace estas gracias y beneficios con verdadera fe.
Pregunta 61
¿Por qué afirmas ser justo solo por la fe?
Respuesta 61
No porque agrade a Dios por la dignidad de mi fe, sino porque solo
la satisfacción, Justicia y santidad de Cristo son mi propia justicia
delante de Dios, y que yo no puedo cumplir de otro modo que por la
fe.
Justo en Cristo. La pregunta No. 59 da la orientación de esta
lección. Muestra una profunda intuición de la naturaleza humana.
Ese tipo de pregunta es muy usual. Nos preguntamos: ¿Qué saco
yo de eso? Las preocupaciones siempre son personales. La
pregunta que nos hacemos es: Ahora que creo todo eso, ¿qué me
aprovecha creer todas estas cosas? “Todas estas cosas” se refiere
aquí al estudio del Credo que acabamos de hacer.
La respuesta nos atolondra. Creer “todas estas cosas” hace que
delante de Dios yo sea justo en Jesucristo y heredero de la vida
eterna. ¡Nada menos que eso! La fe nos aprovecha en Jesucristo. El
valor de la fe no está en sí misma, sino en Jesucristo. No me
justifica la fe, sino me justifica Jesucristo. Pero la tremenda verdad
es que, por medio de la fe soy justo en Jesucristo.
Quizá no haya frase más frecuente en el Nuevo Testamento que en
Cristo y sus variantes: “en Él”, “en el amado”, “en el Señor”, “con
Cristo”, etc. La Carta de Pablo a los Efesios es ejemplo
sobresaliente. Gálatas 2:20 y 2 Corintios 5:17 son otros ejemplos. El
Evangelio de Juan (véase 15:1-10) también emplea la frase y
expone el concepto. Por medio de la fe, dice el Catecismo, en Cristo
soy justo delante de Dios y heredero de la vida eterna.
Justo delante de Dios. Aunque nuestra época evita el problema de
cómo el hombre puede ser justo delante de Dios, o de “cómo se
justificará el hombre con Dios” (véase Job. 9:2) poniendo en tela de
juicio la existencia de Dios (pues si Dios no existe no tenemos que
preocuparnos del problema de justicia, menos de la nuestra), el
problema queda como una de las grandes inquietudes del ser
humano. La conciencia sigue estando activa, como dice Pablo
(véase Ro. 2:15), acusándolos o “defendiéndoles” (dice nuestra
versión). Por eso, hacemos intentos de justificarnos mientras que no
seamos justos delante de Dios.
El Catecismo hace énfasis en el hecho de que la justificación no es
una experiencia (aunque sí podemos experimentarla). El Catecismo
insiste en que el creyente, “por la sola verdadera fe en Jesucristo”
es justo delante de Dios “aunque mi conciencia me acuse...”. Por el
contrario, el sentirse “justificado” no es garantía de ser justo delante
de Dios. Se nota que la frase “delante de Dios” es una frase
importante aquí. No se habla de ser justo delante de los hombres, ni
en relación consigo mismo; sino de una objetiva justificación en la
presencia de Dios, pues es Dios el único que puede declarar justo a
uno. Esta objetiva justicia delante de Dios (allí no valen las
ficciones), se logra por imputación. El Catecismo dice: “Dios me
imputa y me da la perfecta satisfacción, justicia y santidad de
Cristo”. Imputar es atribuir a otro lo que le es ajeno. El término viene
del latín, donde fue primero un término técnico de la contabilidad y
de allí se convirtió en término de jurisprudencia. A veces se traduce
por la frase “y le fue contado por” (véase Ro. 4:3, 22, 23; Gá. 3:6),
debido a que la palabra no es muy usual en castellano y que casi
siempre se emplea relacionada con la acusación de crímenes. La
idea es que por gracia, y solamente por gracia, Dios aplica a mi
cuenta la justicia de Jesús; me la cuenta como si fuese mi propia
justicia, y por contarla así Dios, así es. La justicia de Jesús me es
imputada a través de (o por medio de) la fe en Él.
El resultado de la imputación es tan seguro que es como si yo
mismo hubiera cumplido con la perfecta justicia. Por la fe en Cristo
yo “abrazo” todo esto, según el lenguaje del Catecismo. La
imputación no es automática como algo que se realiza aparte del
creyente y ajeno a su participación. La participación no es meritoria,
pero la justificación no se da sin la fe. La fe tiene un valor
instrumental, esencial, e indispensable. Por la fe la imputación de la
rectitud y santidad de Cristo llegan a ser mías, con el efecto de que
yo estoy delante de Dios como si no hubiera pecado nunca.
Solo por fe. La justificación que el creyente tiene le llega solamente
por medio de la fe en Jesucristo. La fe no es una primera obra
buena que nos pueda salvar; siempre es la gracia de Dios la que
nos salva. Lo que nos salva es creer en la obra de Jesús, su justicia,
rectitud y santidad, su sacrificio, su perfecta obediencia, su muerte y
resurrección. La fe cree estas cosas y se apropia la salvación, pero
no es la base ni la causa de la salvación.
Por otro lado, tenemos que afirmar que la única manera en que la
salvación, o la justificación, llega al ser humano es por la fe. Sin la fe
no hay salvación. Pero la fe que no es producida por la palabra de
Cristo, por el anuncio de su persona y de su obra, no es la fe
verdadera, la fe justificadora. Otra traducción de la última frase de la
respuesta a la pregunta No. 61 reza de esta manera: “...y no puedo
hacerla mía de otro modo sino por la fe”. Por la voluntad de Dios,
como muestra de su gracia, la manera de hacer que la justicia de
Jesús sea mía es por medio de la fe en Él. Y es la única manera; no
hay sustitución para la fe en Cristo Jesús.
La sinceridad, una fe religiosa, una confianza en sí, no tienen
potencia salvífica. La fe que salva, y es la única que justifica, es la
sincera convicción de que no hay otro nombre bajo el cielo, dado a
los hombres, que pueda salvar, sino el nombre de Jesús. La obra de
Jesús, que nos salva, se aplica a nuestra cuenta, nos es imputada
por medio de la fe. Creer (la fe) es el requisito de la justificación.

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Matrimonio)
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13- Yo sé y estoy seguro (Metodología para profesores - Curso de
catecúmenos)
14- La iglesia local
15- La Epístola a los Hebreos
LECCIÓN 24
Lectura bíblica: Isaías 64:6; Romanos 11:6; Efesios 2:4-10; 1 Pedro 1:3-5, 18-21

Introducción
Esta lección, No. 24 del Catecismo de Heidelberg puede verse como
un apéndice de la anterior. Durante el tiempo de la Reforma y los
años posteriores inmediatos, la doctrina de la gracia era de suma
importancia. Ciertos conceptos de los méritos salvíficos de las
llamadas “buenas obras” seguían deformando el pensamiento
cristiano, y estos conceptos impedían el buen entendimiento de las
doctrinas bíblicas. Por eso, los temas de gracia y de las buenas
obras fueron temas elaborados, expuestos, explicados, exhibidos,
aclarados, elucidados, discutidos y comentados en la época de la
Reforma. Es posible que precisamente por eso la época de la
Reforma mostrara tanta fuerza espiritual. Por lo menos tenían
constante en la mente la doctrina de Gracia, que va al grano de la
doctrina cristiana.
La insistencia sobre estas doctrinas nos parece un poco rara hoy en
día, pero quizá no sea menos importante. Esta lección es
apologética, es decir: defiende la verdad de la justificación por la fe
solamente (basada en la satisfacción, la perfecta santidad y justicia
de Cristo), contra todo intento de adulterar esta doctrina o
falsificarla, mezclando con la gracia el supuesto valor meritorio de
las pretensiones humanas por salvarse. Este énfasis es igualmente
necesario hoy como lo fuera en la época de la Reforma religiosa del
siglo XVI.
El Catecismo hace esta defensa con tres puntos. En primer lugar,
niega que nuestras buenas obras sean de veras buenas y que
tengan algún papel en nuestra justificación. El segundo punto es la
afirmación de que cualquier premio que nos dé Dios por las buenas
obras, es una manifestación de la Gracia de Dios y no del valor
justificador de estas obras. El tercer punto es una fuerte
declaración negativa: niega que esta doctrina (la justificación por la
gracia sola) haga que los creyentes sean descuidados, negligentes
e impíos.
Pregunta 62
¿Por qué no pueden justificarnos ante Dios las buenas obras,
aunque solo sea en parte?
Respuesta 62
Porque es necesario que aquella justicia, que ha de aparecer
delante del juicio de Dios, sea perfectamente cumplida y de todo
punto conforme a la Ley Divina, y nuestras obras, aun las mejores
en esta vida, son imperfectas y contaminadas de pecado.
Pregunta 63
Luego, ¿cómo es posible que nuestras obras no merezcan nada, si
Dios promete remunerarlas en la vida presente y en la venidera?
Respuesta 63
Esta remuneración no se da por merecimiento sino por gracia.
Pregunta 64
Pero esta doctrina ¿no hace a los hombres negligentes e impíos?
Respuesta 64
No, porque es imposible que no produzcan frutos de gratitud los que
por la fe verdadera han sido injertados en Cristo.
La falla fatal. Para que una obra pueda ser presentada a Dios como
una obra buena y meritoria, esta obra tiene que cumplir con los
requisitos de lo que Dios exige de las buenas obras, o sea: tiene
que ser perfecta. Nuestras mejores obras están contaminadas.
Ninguna obra nuestra sale bien, y algunas salen peores. La norma
para medir las buenas obras es la Ley. La Ley juzga las obras y es,
a la vez, la norma que nos guía para hacerlas. Negamos
(solamente) que sean perfectas porque no cumplen con las
exigencias de la Ley. Negamos también que sean meritorias para
lograr la justificación.
La falla fatal es la imperfección de nuestras buenas obras. Nuestro
pensamiento tiende a ser sentimentaloide en cuestiones religiosas y
aplicamos a Dios las disculpas que empleamos con nosotros
mismos. Decimos que lo que importa es la intención. Aunque nos
regalen para nuestro cumpleaños algo que no podemos usar, o que
está mal hecho o que es hasta impropio, disculpamos a quien nos lo
regala diciendo que es el sentimiento lo que cuenta. Sin embargo,
no hacemos uso de ese sentimentalismo cuando compramos una
refacción para el automóvil y que está mal hecha, que no sirve y que
echa a perder el motor, aunque haya sido muy amable el señor
vendedor de refacciones. Las buenas obras nuestras no nos pueden
justificar porque no son “completamente perfectas y del todo
conforme a la Ley Divina”.
El premio de gracia. Somos muy aptos para objetar. La expresión
del Catecismo en su pregunta No. 63 es muy nuestra. “¿Cómo es
posible...?, decimos fácilmente. Si nos esforzamos por hacer buenas
obras, ¿cómo es posible que no sean tomadas a cuenta de nuestra
justificación?
La respuesta es múltiple. En primer lugar, la justificación ya está
lograda. La obra de Jesús es suficiente y no hay nada que se pueda
agregar o añadir a la obra de Cristo. Hablar de alguna eficacia
justificadora de nuestras obras sería hablar de una insuficiencia de
la obra de Cristo.
En segundo lugar, desde antes debemos a Dios estas obras. No es
nada que le podamos ofrecer como pago ni como regalo. Todas las
buenas obras ya se las debemos; no las podemos usar para
negociar con Dios, ni para merecer bendiciones o consideraciones
especiales. Hacer buenas obras no es más que hacer lo que
debemos hacer.
En tercer lugar, el premio que Dios ha prometido, y que Dios da es
otro ejemplo de su Gracia. El amor, la misericordia de Dios se
manifiesta en que sin que haya ninguna obligación de parte suya, Él
mismo premia las obras como una expresión de su favor hacia
nosotros. Este favor hacia nosotros brota del hecho de que Dios es
amor y no del valor intrínseco de las obras. Las obras son
aceptables porque el creyente ya ha sido aceptado por Gracia y
justificado por la obra de Jesús.
El premio de la Gracia, según el Catecismo, es “para la vida
presente y la venidera”. Las buenas obras, entonces, nos ayudan a
disfrutar de nuestra relación con Dios. Desde ahora podemos confiar
en que Dios manifiesta su amor premiándonos las buenas obras. El
servicio que le ofrecemos resulta de bendición para nosotros. Pero
buscar meramente la bendición puede anular el servicio, pues solo
buscar la bendición sería servirnos a nosotros mismos y no en
primer lugar a Dios. Pero en esto podemos confiar: que Dios, por
pura gracia, premia a los que le ofrecen sus buenas obras.
No podemos ser concretos en cuanto a cuáles sean las bendiciones
en la vida venidera, como premio de las buenas obras, pero estas
obras nos siguen (véase Ap. 14:13) y condicionan nuestra relación
con Dios.
Obreros diligentes. ¿Para qué hacer obras si estas no me salvan?
La pregunta se oye hoy en día también. Entonces —dicen— hago lo
que me da la gana porque de todos modos soy salvo (o no soy
salvo) y las obras no se tienen en cuenta. El cristiano, entonces —
dicen— será descuidado en demasía y negligente en su vida moral.
El Catecismo nos responde que esto sería imposible. Porque si
somos salvos tenemos el Espíritu Santo; por ser injertados en Cristo
participamos en su vida. Es imposible que esta vida no produzca
frutos. El cristiano que no hace obras buenas es una contradicción
de términos, tan imposible como lo es un cuadrado redondo, o una
sequía húmeda. El creyente, si es creyente, produce buenas obras.
Las buenas obras son la manera en que podemos servir, alabar y
glorificar a Dios. Son la expresión de nuestro amor hacia Dios
(amamos al prójimo por el amor a Dios) y la manera de disfrutar
nuestra relación con Él. ¡Cosa imposible para el creyente!
Si mi justificación dependiera de mí y de mis obras, yo me hubiera
decepcionado ya desde hace mucho tiempo, y sería muy
descuidado y negligente, e impío en extremo. Pero el cristiano
puede servir a Dios por las obras como una viva expresión de su
amor y gratitud; esto sí quita todo lo negligente y lo convierte en
obrero inteligente. El precio de la salvación está pagado; el creyente
es libre para servir, puede servir porque no tiene que pagar su
justificación. Esta libertad para servir es lo que tenemos que
practicar; es la verdadera libertad.
LECCIÓN 25
Lectura bíblica: Romanos 6:3; Efesios 2:8; Gálatas 3:27; 1 Pedro 1:22-23

Introducción
El Catecismo no da vueltas. Aunque hay un elemento de repetición,
esta redundancia es pedagógica. Y aunque la marcha es lenta, va
inexorablemente hacia delante. En la lección pasada, retuvimos
momentáneamente el paso para meditar en el hecho de que las
(buenas) obras no nos pueden proporcionar la justificación para que,
gracias a esa reflexión, la doctrina de la justificación por medio de la
fe quedara más de relieve.
Esta pequeña pausa nos prepara para el siguiente paso, el cual
depende de un buen entendimiento de la necesidad de la fe.
La lección de hoy trata acerca de los que llamamos “los medios de
gracia”. Los medios de gracia son los que provocan, aumentan y
profundizan la fe. Si es por medio de la fe que somos participantes
de Cristo, y por eso justificados, es de suma importancia para
nosotros saber cómo recibimos esa fe y cómo la podemos cultivar.
Los medios de gracia son los medios provistos por Dios
precisamente para hacer esto.
El Catecismo es un documento de su época, diseñado para cumplir
con las necesidades de su tiempo. Por eso el énfasis de esta parte
está en los sacramentos, una doctrina mal entendida en la época de
la Reforma. Para cumplir con su propósito, el Catecismo dedica una
serie de lecciones al estudio de los sacramentos. Aunque,
seguramente, nosotros daríamos otro énfasis, no menospreciando la
enseñanza de los sacramentos, sino agregando algunos otros
enfoques más relacionados con las inquietudes de hoy, la
enseñanza que encontramos en el Catecismo es muy pertinente a la
situación en la que los evangélicos de México vivimos. Un buen
entendimiento de los sacramentos no estará de más.
Pregunta 65
Si solo la fe nos hace participantes de Cristo y de todos sus
beneficios, dime, ¿de dónde procede esta fe?
Respuesta 65
Del Espíritu Santo que la hace obrar por la predicación del Santo
Evangelio, encendiendo nuestros corazones, y confirmándola por el
uso de los sacramentos.
Pregunta 66
¿Qué son los sacramentos?
Respuesta 66
Son señales sagradas y visibles, y sellos instituidos por Dios, para
sernos declarada mejor y sellada por ellos la promesa del Evangelio;
a saber, que la remisión de los pecados y la vida eterna, por aquel
único sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, se nos da de gracia no
solamente a todos los creyentes en general, sino también a cada
uno en particular.
Pregunta 67
Entonces la Palabra y los sacramentos ¿tienen como fin llevar
nuestra fe al sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, como el único
fundamento de nuestra salvación?
Respuesta 67
Así es, porque el Espíritu Santo nos enseña por el Evangelio y
confirma por los sacramentos, que toda nuestra salud está puesta
en el único sacrificio de Cristo ofrecido por nosotros en la cruz.
Pregunta 68
¿Cuántos sacramentos ha instituido Cristo en el Nuevo Testamento?
Respuesta 68
Dos: el Santo Bautismo y la Santa Cena.
Herramientas del Espíritu Santo. La respuesta a la pregunta No.
65 contiene suficiente teología como para detenernos un buen rato
en ella, pero las afirmaciones básicas son tres. La primera es que
nuestra fe proceda del Espíritu Santo. La causa de ella es el Mismo
Espíritu de Dios. La segunda afirmación es que el Espíritu “enciende
nuestros corazones a creer” por medio de la predicación de la
Palabra del Santo Evangelio. La tercera es que esta predicación, el
principal instrumento del Espíritu, queda confirmada (por el mismo
Espíritu) a través del uso de los sacramentos. Nuestra fe procede
del Espíritu Santo; este es el punto principal.
Para obrar la fe en nosotros, el Espíritu Santo emplea dos
herramientas o instrumentos muy suyos: la predicación, para
provocar la fe, y la administración de los sacramentos para
confirmarla.
Esto nos lleva a dos consideraciones de suma importancia para
nuestra vida espiritual y nuestra vida Congregacional. (Las dos
cosas están íntimamente relacionadas). Estas dos consideraciones
son: 1) la predicación tiene que ser predicación de la Palabra y 2)
los sacramentos funcionan por su relación con la Palabra y nunca
pueden ir separados de la predicación. Podemos decir que la
eficacia de los sacramentos depende de la pureza y fidelidad de la
predicación de la Palabra.
La predicación de la Palabra es el principal medio de gracia, y si el
otro medio, los sacramentos, depende de la predicación, tenemos
que poner el principal énfasis en la predicación y, a través de la
predicación, dar mayor énfasis a los sacramentos. En nuestros días
tenemos que aclarar nuestro concepto de predicación. Mucho de lo
que pasa en nuestros púlpitos y que pasa por predicación, no lo es.
Hay exhortación, entretenimiento cristiano, ideas cristianas bien
dichas, persecución cristiana hacia una vida más cristiana,
inspiración, etc., que por bueno que sea todo esto, no es
predicación. La predicación tiene que ser una exposición del Santo
Evangelio; tiene que ser una exposición de un texto o de un
conjunto de textos bíblicos. La fe que va a ser confirmada por los
sacramentos tiene que ser creada en nuestro corazón por el Espíritu
Santo por medio de la predicación de la Palabra, porque si no, no
habrá fe que pueda ser confirmada.
Señales y sellos. Sociedades, comuniones, comunidades,
asociaciones y todas otras afiliaciones humanas, hacen uso de
señales, símbolos y sellos. El uso de estos medios de comunicación
son indispensables para la vida normal del ser humano. En algunas
asociaciones lo simbólico es arbitrario y los sellos y las señales se
seleccionan de acuerdo con el gusto de aquel que hace la selección;
pero en este caso lo simbólico es “ instituido por Dios”. Las señales
y los sellos están cargados de significado, de acuerdo con la
revelada intención de Dios desde que los instituyó. [Por supuesto,
no queremos sugerir que las señales y los sellos sean diferentes,
sino que los sacramentos son, a la vez, señales y sellos, que
autentican (como sellos) e indican y enseñan (como señales) algo
que existe aparte, en este caso, del Evangelio]. No podemos
inventar sacramentos ni cambiarlos. Su validez depende de que
fueron instituidos por Dios.
Estos sacramentos (señales y sellos) son instituidos por Dios “para
sernos declarada mejor y sellada.... la promesa”. La mejor
declaración de la promesa es el aspecto del sacramento que
llamamos “señal” y, desde luego, es el aspecto de sello lo que sella
(autentica) esta misma promesa. Se nota aquí que, según el
Catecismo, los sacramentos funcionan por una referencia directa a
la Palabra, la promesa del Evangelio. Sin la Palabra el sacramento
no tiene sentido.
Los sacramentos, como señales y sellos, funcionan en dos niveles,
según la enseñanza del Catecismo. Son eficaces “en general”, o
sea, a nivel de comunidad. Los sacramentos nos hacen
experimentar que somos uno en el Señor. El otro nivel es el
personal. El sacramento es también para cada uno en particular.
Nos fortalece la fe: promueve la confianza en el sacrificio de Jesús
como la verdadera base de nuestra esperanza.
Tanto la predicación como los sacramentos tienen como su enfoque
esencial “el sacrificio de Cristo cumplido en la cruz”. Su eficacia
depende de la obra efectuada por Jesús; NO son eficaces en sí para
efectuar nuestra Salvación. Ni la Palabra ni los sacramentos
funcionan automáticamente; “toda nuestra salud está puesta en el
único sacrificio de Cristo ofrecido por nosotros”. Este es el punto
orientador de la obra del Espíritu Santo a través de los medios de
gracia.
La última pregunta parece innecesaria porque si los sacramentos,
para ser señales y sellos, tienen que ser instituidos por Dios, no
puede haber más de los que Dios ha instituido. Pero en el mundo de
la Reforma, y en nuestro mundo, es necesario proclamar que los
instituidos por Dios son dos: el Santo Bautismo y la Santa Cena.
Estos dos son los únicos instituidos por Dios y corresponden a los
dos sacramentos del Antiguo Testamento. La Santa Cena es la
forma novotestamentaria de la Pascua, y el Santo Bautismo
mantiene la misma relación con la circuncisión. Estos dos son los
únicos sacramentos.
LECCIÓN 26
Lectura bíblica: Romanos 6:1-11; Colosenses 2:8-15; 1 Corintios 10:2, 12:13; 1 Pedro 3:18-
22

Introducción
En la lección anterior notamos que los sacramentos tienen como
propósito confirmar la fe. La fe, para ser fe verdadera, tiene que ser
un conocimiento de la obra de Cristo y una confianza en ella. Los
sacramentos se orientan alrededor de la cruz, apuntan hacia el
Evangelio y simbolizan la suficiencia del sacrificio de Jesús. Los
sacramentos nunca se dan aisladamente, sino siempre en relación
con la predicación de la Palabra. Su eficacia depende de la eficacia
de la predicación. Mientras más bíblica, expositiva y doctrinal sea la
predicación, más impacto en el alma del creyente tendrá la
administración de los sacramentos. Si la predicación pierde su
pureza bíblica, los sacramentos también pierden su fuerza y llegan a
ser ritos y ceremonias sin sentido, con más valor social y mágico
que espiritual.
Hoy volvemos la atención hacia los sacramentos; pero ya no en lo
general, sino hacia uno de ellos en particular. El bautismo es el
sacramento que ocupa nuestra atención hoy, y en relación con él
nos preguntamos: ¿cómo logra este sacramento todo lo que los
sacramentos deben lograr? Para esto tenemos que estudiar la
institución y la administración del sacramento, tanto como su
verdadero sentido.
Pregunta 69
¿Por qué el Santo Bautismo te asegura y recuerda que eres
participante de aquel único sacrificio de Cristo, hecho en la cruz?
Respuesta 69
Porque Cristo ha instituido el lavamiento exterior del agua,
añadiendo esta promesa, que tan ciertamente soy lavado con su
sangre y Espíritu de las inmundicias de mi alma, es a saber, de
todos mis pecados, como estoy rociado y lavado exteriormente con
el agua, con la cual se suelen limpiar las suciedades del cuerpo.
Pregunta 70
¿Qué es ser lavado con la sangre y Espíritu de Cristo?
Respuesta 70
Es recibir de la gracia de Dios la remisión de los pecados, por la
sangre de Cristo, que derramó por nosotros en su sacrificio en la
cruz. Y también ser renovados y santificados por el Espíritu Santo
para ser miembros de Cristo, a fin de que muramos al pecado y
vivamos santa e irreprensiblemente.
Pregunta 71
¿Dónde prometió Cristo que Él nos quiere limpiar tan ciertamente
por su sangre y Espíritu como somos lavados por el agua del
Bautismo?
Respuesta 71
En la institución del Bautismo, cuyas palabras son estas: “Por tanto,
id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo...” (Mt. 28:19). “El
que creyere y fuere bautizado, será salvo; más el que no creyere,
será condenado” (Mc. 16:16). Esta misma promesa se repite cuando
las Sagradas Escrituras llaman al bautismo “lavamiento de la
regeneración y ablución de pecados” (véase Tit. 3:5; Hch. 22:16).
Participación e identificación. La pregunta No. 69, por lo menos
en la forma que está, es una pregunta que no haríamos hoy en día.
La pregunta nos da a entender que el Bautismo existe para
hacernos recordar y asegurarnos que somos partícipes en el
sacrificio de Cristo. Y sobre la base de este supuesto (un supuesto
es lo que se da por sentado para poder empezar a pensar sobre
algo), nos pregunta por qué. La respuesta es sencilla sobremanera.
Dice que el Bautismo me asegura y me hace recordar porque para
esto lo instituyó Cristo.
El Bautismo, por ser sacramento, es una proclamación. Los
sacramentos son, en palabras de Juan Calvino, una predicación
sensible. El Bautismo anuncia algo. Según la pregunta del
Catecismo, lo que el Bautismo anuncia es que somos partícipes del
sacrificio de Cristo. Esto es lo que el Bautismo me hace recordar.
Cualquier Bautismo verdadero, no solamente el mío, sirve para
asegurarme. El Bautismo siempre es un sacramento de la
congregación. ¿A quién se dirige la proclamación del Bautismo de
un niñito en privado? Lo eficaz del Bautismo no es el rito, que en sí
no efectúa nada, sino lo eficaz es lo que queda señalado por el
Bautismo, hacia lo que apunta el Bautismo: mi eficaz lavamiento del
pecado por la sangre de Jesús. Este lavamiento es tan seguro que
lo podemos proclamar por el Bautismo.
El Bautismo es un anuncio en forma de analogía. Dice que tal como
el agua lava la suciedad del cuerpo, lo que todos podemos ver y
verificar y de lo cual todos somos testigos, así de seguro nos lava de
nuestros pecados nuestra identificación con Cristo. El Bautismo no
nos salva, no nos limpia; no nos lava, no nos justifica, ni a un adulto
ni a un niño. Lo único que nos limpia, salva, lava y justifica es la
obra de Cristo. El Bautismo proclama que nuestra identificación con
Cristo, nuestra participación en el sacrificio que Él efectuó, nos hace
tan limpios en la presencia de Dios como el agua hace limpio algo
que se lava con ella.
(En este punto sería provechoso volver a leer las preguntas y las
respuestas de esta lección, para ver que lo que anteriormente
comentamos, es verdaderamente el énfasis de la lección).
Los pasajes clásicos para la doctrina del Bautismo son Romanos 6 y
Colosenses 2. En ambos pasajes el énfasis está en nuestra
identificación con Cristo, a tal grado que su muerte es nuestra
muerte, su resurrección es la nuestra y, según Colosenses 2:11, su
circuncisión, es decir, su inclusión en el Pacto con Abraham, es
nuestra circuncisión, o inclusión en el Pacto. El Bautismo fue
instituido para anunciarnos esto. El Bautismo, como señal, me hace
recordar; el Bautismo, como sello, me asegura, autentica mi
identificación con Cristo, mi participación en su sacrificio.
El Catecismo de Westminster, en su pregunta y respuesta No. 94,
nos da la misma enseñanza en forma más resumida. Dice: “¿Qué es
el Bautismo?” Responde: “El Bautismo es un sacramento, en el cual,
el lavamiento con agua, en nombre del Padre, del Hijo, y del Espíritu
Santo, significa y sella nuestra unión con Cristo, nuestra
participación en los beneficios de la alianza el (Pacto de Gracia) y
nuestro compromiso de ser del Señor”.
Promesa y obligación. Lo que nos da consuelo y esperanza es la
promesa de Dios. Toda palabra de Dios es segura, pero las
promesas de Dios tienen un propósito especial de comunicar
certeza y optimismo. El Bautismo es una promesa solemne y nos la
comunica de una forma sensible. Es como un solemne rito diseñado
para llamar la atención sobre lo importante del asunto. Es
semejante, en esto, a una toma de posesión a una ceremonia de
matrimonio o a la instalación en un oficio. Tal como un apretón de
manos, un beso u otros gestos y ademanes pueden ser
comunicaciones simbólicas, el Bautismo es para nosotros una
comunicación, de forma simbólica, de su promesa. (Tendremos que
recordar esto de la promesa cuando estudiemos el Bautismo de los
niños).
Dios nos promete, en el Bautismo, que si tenemos fe en la obra de
Cristo estamos limpios ante su presencia. Si estamos injertados por
la fe en el Hijo del Hombre, el Mesías, somos lavados de todos
nuestros pecados. Si estamos en Cristo somos puros y santos en Él.
Esta promesa es tan segura que podemos reconocernos como parte
del cuerpo de Cristo. Cada Bautismo que presenciamos es un
testimonio de esto para nosotros. Cada Bautismo que presenciamos
nos hace recordar que somos un cuerpo. Vuelvo sobre esto porque
muchas veces pensamos que el Bautismo es solamente para la
persona que está siendo bautizada. No es así; el Bautismo es para
toda la Iglesia. Cada Bautismo en la Iglesia es una repetición
sensible de la promesa de Dios de que, por derecho, nos podemos
considerar parte de la comunidad, del cuerpo de Cristo.
Esto nos obliga. Estamos obligados a una nueva obediencia.
Nuestra obligación es la de luchar contra el pecado, en nosotros y
en nuestra sociedad. En el Bautismo, que testifica que hemos
muerto con Cristo, morimos al pecado, para no vivir ya en el pecado.
Nuestra obligación es no vivir en el pecado. Si somos miembros de
Cristo, tenemos que vivir como miembros de Cristo. La obligación
para todos los creyentes es ser bautizados, y esto por mandamiento
de Cristo; también para los creyentes ya bautizados la obligación es
la de hacer nuevos creyentes para que sean bautizados, y esto
también por mandamiento de Cristo. Pero también para nuestro
propio beneficio espiritual, para que los nuevos Bautismos
fortalezcan nuestra fe.
LECCIÓN 27
Lectura bíblica: Génesis 17:1-16; Marcos 10:13-16; Hechos 16:29-33; 1 Corintios 7:14

Introducción
Como ya hemos notado en varias ocasiones, el Catecismo refleja
las preocupaciones y las expresiones de su época. Pero, aunque
inicialmente esto pudiera retardar un poco el entendimiento, a la
larga da como resultado una mejor compresión de la doctrina. Se
espera que algo así pase con la lección de hoy.
Empezamos el estudio del sacramento del Bautismo en la lección
anterior, pero parece que en esta se vuelve sobre lo mismo, como si
otra vez encontráramos que una lección es como un apéndice de la
anterior. Si nos referimos a la situación histórica en que fue escrito el
Catecismo, veremos el por qué del énfasis de ahora y
entenderemos mejor su aplicación a nuestra situación.
Dentro del ambiente de incredulidad y de desviaciones de la
verdadera fe que regía en el tiempo de la Reforma había, en el
campo de la doctrina cristiana, dos tendencias muy marcadas, sobre
todo con referencia a la doctrina de los sacramentos y en especial a
la doctrina del Bautismo. Estas tendencias eran: 1) el catolicismo
romano y 2) el anabautismo. La primera tendencia tenía una
doctrina que enseñaba que el rito mismo, automáticamente,
efectuaba lo que representaba, o sea, que el Bautismo
efectivamente salvaba. La otra tendencia, la anabautista, aunque en
general tenía una doctrina aceptable de los sacramentos, no los
relacionaba suficientemente con el Pacto, no los podía enseñar en
toda su profundidad. Con su falta de entendimiento de la relación del
Pacto con el bautismo, los anabautistas se negaban a administrar el
Bautismo a los niños. Esta lección tiene como objetivo el de aclarar
estas dos tendencias. Tenemos que confesar que la situación en
que vivimos es muy semejante y que, entonces, esta enseñanza nos
viene “como añillo al dedo”.
Pregunta 72
¿Es el lavamiento la purificación misma de los pecados?
Respuesta 72
No; porque solo la sangre de Jesucristo y el Espíritu Santo nos
limpian y purifican de todo pecado.
Pregunta 73
Entonces, ¿por qué llama el Espíritu Santo al Bautismo el lavacro de
la regeneración y la purificación de los pecados?
Respuesta 73
Dios no habla así sin una gran causa justificada, pues Él, no solo
quiere enseñarnos que nuestros pecados se purifican por la sangre
y espíritu de Cristo, como las suciedades del cuerpo por el agua,
sino más aún: certificarnos por este divino símbolo y prenda que
verdaderamente somos limpiados por el lavamiento interior y
espiritual de nuestros pecados, de la misma manera que somos
lavados exteriormente por el agua visible. (NOTA: La frase “gran
causa justificada”, en el primer renglón de esta repuesta, está
expresada por la frase “razón poderosa” en otra traducción).
Pregunta 74
¿Se ha de bautizar también a los niños?
Respuesta 74
Naturalmente, porque están comprometidos, como los adultos, en el
Pacto, y pertenecen a la Iglesia de Dios. Tanto a estos como a los
adultos se les promete por la sangre de Cristo, la remisión de los
pecados y el espíritu Santo, obrador de la fe; por esto, y como señal
de este pacto, deben ser incorporados a la Iglesia de Dios y
diferenciados de los hijos de los infieles, así como se hacía en el
Pacto del Antiguo Testamento por la circuncisión, cuyo sustituto es
el Bautismo en el Nuevo Pacto.
Por razones de comparación, damos aquí la muy correcta, pero
insuficiente, respuesta a la pregunta No. 95 del Catecismo Menor de
Westminster: “...los párvulos de los que son miembros de la Iglesia
visible, han de ser bautizados”. La razón de una respuesta tan
escueta es que esta doctrina no era problema en el tiempo y el lugar
en que fue escrito el Catecismo de Westminster. (El Catecismo
Mayor agrega unas palabras haciendo referencias al Pacto, pero es
casi igual de escueto).
Su propia eficacia. Los sacramentos en general, y el Bautismo en
particular, tienen su propia eficacia. Cumplen su intención y logran
su propósito; y para poder hablar de la eficacia de ellos tenemos
que saber cuál es su intención. Son eficaces, pero tenemos que
preguntar: ¿eficaces para qué? Eficazmente los sacramentos
cumplen con el propósito de los sacramentos, y el Bautismo hace lo
que el Bautismo debe hacer. El sacramento del Bautismo no salva;
nunca fue puesto para salvar, sino para instruir, para fortalecer la fe
y para confirmar la Palabra predicada. Y todo esto lo hace
eficazmente; pero no hace lo que nunca fue la intención del
Bautismo, o sea, ser “la purificación misma de los pecados”.
El Bautismo funciona como señal, como signo, porque lo es. El
signo o la señal sirve para indicar la realidad; no es la realidad. El
Bautismo señala la realidad del perdón, que es una realidad por la
sangre de Jesucristo. El Bautismo significa la limpieza y la
purificación de todo pecado como el efecto real de la obra de
Jesucristo.
La respuesta a la pregunta No. 73 habla de las dos funciones de los
sacramentos aplicándolas al Bautismo. Los sacramentos son signos
(señales) y sellos; por eso la respuesta dice que el Bautismo quiere
1) enseñarnos... y, luego, 2) certificarnos acerca del perdón, la
purificación, limpieza y lavamiento que tenemos en Cristo. El
Bautismo es un verdadero sacramento.
Todo esto va para defender la doctrina bíblica contra una doctrina no
bíblica del Bautismo. Esta doctrina equivocada es la de “la
regeneración bautismal”. Esta doctrina afirma que el Bautismo
mismo regenera a la persona que se bautiza. Esta es la razón por la
cual algunas personas dicen “cristianizar” cuando se refieren al
Bautismo. Afirman que el Bautismo hace lo que nunca fue su
intención; transforman el Bautismo en un rito mágico y tuerce así su
verdadero significado como señal y sello. Quieren hacerlo eficaz en
lo que no es su propósito y no aprecian que el Bautismo tiene su
propia eficacia.
Se admiten niños. El que los niños estén incluidos en el Pacto es la
base del Bautismo de ello. Todos los niños del Pacto deben ser
bautizados, de la misma manera que los niños del Pacto fueron
circuncidados, por mandamiento divino, en el Antiguo Testamento.
La respuesta No. 74 hace hincapié en esto: los niños, al igual que
los adultos, están incluidos en el Pacto y tenemos que aplicar al
Bautismo lo que correspondía a la circuncisión en el Antiguo
Testamento.
Algunos alegan, aun confesando que los niños fueron incluidos en el
Pacto en el Antiguo Testamento, que no hay ilustración del Bautismo
de los niños en el Nuevo Testamento. Si afirmamos la unidad del
Pacto de los dos Testamentos, esta argumento no tiene fuerza; pero
hay indicaciones de que era tan normal el Bautismo de los niños en
el tiempo del Nuevo Testamento, que no hubo necesidad de
mencionarlo. Hay, por ejemplo, numerosos casos de Bautismo
familiar. Sería raro en extremo que no hubiera ningún niño en
ninguna de estas familias. En 1 Corintios 10:1-4, los que fueron
bautizados en la nube y en Moisés incluían un buen número de
niños. Pablo incluye entre los santos, a quienes Dios dio vida (véase
Ef. 1:1; 2:1), como parte de la Iglesia, a los hijos (véase Ef. 6:1-3), y
la exhortación para los niños no tiene caso en esta carta si no están
incluidos en la Iglesia. Lo mismo hace Pablo en su carta a los
Colosenses (1:2; 2:10-15; 3:3,20); los hijos están incluidos en la
congregación. Pedro, en su discurso de Pentecostés, incluye a los
niños en la promesa y en la obligación de ser bautizados (Hch. 2:38-
39). (La palabra aquí es teknon [niñito] y no huios [hijo]). Jesús
también incluía a los niños en su Reino, reflejando la enseñanza de
la Biblia en el Antiguo Testamento de que los niños también se
incluyen en el Pacto.
Contra los que insisten en que no podemos bautizar a los niños
porque no hay mandamiento para ellos en el Nuevo Testamento, y
que no lo debemos hacer sin que haya mandamiento específico,
podemos contestar que en el Nuevo Testamento tampoco hay un
mandamiento para admitir a las mujeres en la Santa Cena, ni
tampoco algún ejemplo de que una mujer participara en la Santa
Cena. Pero no por eso les prohibimos la participación en este
sacramento. Tampoco hay algún ejemplo en el Nuevo Testamento
de un Bautismo de una persona que nació en un hogar cristiano y
que vivió en ese ambiente hasta la edad adulta, siendo cristiana
desde su niñez. Pero esto no nos permite negarle el Bautismo.
Admitimos a las mujeres en la Santa Cena, no por mandamiento
expreso, sino porque participaban de la Pascua, y la Santa Cena es
una continuación y transformación de ella. Aplicamos la misma regla
al Bautismo de los niños: el Bautismo reemplaza a la circuncisión, y
los niños estaban incluidos en este sacramento.
No es la fe de los padres, ni la supuesta inocencia de los niños lo
que forma la base del bautismo de los niños, sino la promesa de
Dios y la seguridad de que Dios siempre será fiel a su Pacto. La
fidelidad de Dios y su mandamiento son la base de esta práctica tan
significativa que realiza la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles.
LECCIÓN 28
Lectura bíblica: Lucas 22:7-23; 1 Corintios 11:17-34

Introducción
Después de estudiar los sacramentos en general, estudiamos en
dos lecciones el sacramento del Bautismo. En esta lección volvemos
la atención a la Santa Cena. Los dos sacramentos (y solamente hay
dos) son sacramentos del Pacto. Es precisamente el Pacto lo que
los hace sacramentos. Si no fuera por su relación con el Pacto,
serían simplemente ritos con cierto valor sentimental. Su relación
con el Pacto los hace medios de gracia, o sea, medios que Dios usa
para comunicarnos su favor.
El Bautismo, por su carácter “definitivo”—pues se practica
solamente una vez en cada persona— llama la atención sobre el
carácter de “una vez para siempre” de la obra de Cristo. El Bautismo
es cada vez un testimonio a la congregación, y de esta manera las
bendiciones del Bautismo son repetidas constantemente. El
Bautismo celebra la inclusión o entrada en el Pacto. Esto puede ser
únicamente una vez, y dura para siempre. En cambio, la Santa
Cena está hecha para repetirse. Celebra lo constante de la relación
establecida en el Bautismo. La Santa Cena mantiene una relación a
través de la participación en ella. El simbolismo es diferente porque
su propósito es diferente. Los dos sacramentos, siendo diferentes,
se ayudan mutuamente para cumplir con el propósito de los
sacramentos.
Pregunta 75
¿Cómo te asegura y confirma la Santa Cena que eres hecho
participante de aquel único sacrificio de Cristo, ofrecido en la cruz, y
de todos sus bienes?
Respuesta 75
Porque Cristo me ha mandado, y también a todos los fieles, comer
de este pan partido y beber de esta copa en memoria suya,
añadiendo esta promesa: Primero, que su cuerpo ha sido ofrecido y
sacrificado por mí en la cruz, y su sangre derramada por mis
pecados, tan cierto como que veo con mis ojos que el pan del Señor
es partido para mí y que me es ofrecida la copa. Y segundo, que Él
tan cierto alimenta mi alma para la vida eterna con su cuerpo
crucificado y con su sangre derramada, como yo recibo con la boca
corporal de la mano del ministro el pan y el vino, símbolos del
cuerpo y la sangre del Señor.
Pregunta 76
¿Qué significa comer el cuerpo sacrificado de Cristo y beber su
sangre derramada?
Respuesta 76
Significa, no solo abrazar con firme confianza del alma toda la
pasión y muerte de Cristo, y por este medio alcanzar la remisión de
pecados y la vida eterna, sino unirse más y más a su santísimo
cuerpo por el Espíritu Santo, el cual habita juntamente con Cristo y
en nosotros de tal manera, que, aunque Él esté en el cielo y
nosotros en la tierra, todavía somos carne de su carne y hueso de
sus huesos, y que, de un mismo espíritu (como todos los miembros
del cuerpo por una sola alma), somos vivificados y gobernados para
siempre.
Pregunta 77
¿Dónde prometió Cristo, que tan ciertamente dará a los creyentes
en comida y en bebida su cuerpo y sangre, como comen de este
pan roto y beben de este vaso?
Respuesta 77
En la institución de la Cena, cuyas palabras son: “Porque yo recibí
del Señor lo que también os he enseñado: Que el Señor Jesús, la
noche que fue entregado, tomó pan; y habiendo dado gracias, lo
partió, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo que por vosotros es
partido; haced esto en memoria de mí. Asimismo tomó también la
copa, después de haber cenado, diciendo: Esta copa es el nuevo
Pacto en mi sangre; haced esto rodas las veces que la bebiereis, en
memoria de mí. Así, pues, todas las veces que comiereis este pan, y
bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que Él
venga” (1 Co. 11:23-26). Pablo repite esta promesa cuando dice: “La
copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la
sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del
cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser
muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo
pan” (1 Co. 10:16, 17).
La memoria como beber. La Pregunta No. 76 se parece mucho, en
su estructura, a la No. 69. La diferencia es que una trata acerca del
bautismo y la otra, de la Santa Cena. Las dos hacen hincapié en las
funciones de un sacramento: me aseguran y me confirman. Lo que
me aseguran y me confirman en cada caso es lo mismo: que soy
“partícipe de aquel único sacrificio...”. Pero cada sacramento tiene
su propio énfasis, propósito y método. La Santa Cena hace uso
especial de la memoria.
Cada vez que celebramos la Santa Cena traemos a la memoria la
primera Cena del Señor. Es un sacramento que tiene como
propósito estimular la memoria y por eso es un sacramento que
intencionadamente se repite; lo hacemos para recordar. El Señor
mismo hizo énfasis en este elemento cuando dijo: “Haced esto en
memoria de mí”. El contenido del recuerdo es precisamente la
primera Cena: su propósito, sus condiciones, las palabras, su
institución, etc. La Cena siempre empieza con las palabras: “En la
noche que fue entregado...”. En esto la Santa Cena es una
continuación y transformación, no solamente como símbolo, sino
también en cuanto a su modo, de la Pascua del Antiguo Testamento.
Una celebración es una conmemoración. Es hacer presente y
constante algo que pasó en la historia y que mantiene su vigencia.
Es más que simplemente recordar algo que haya pasado; es tenerlo
presente constantemente. La Santa Cena nos hace tener en la
mente constantemente el sacrificio de nuestro Señor. Mientras que
el Bautismo vuelve la vista al sacrificio de Cristo que no puede ser
repetido, la Santa Cena repite la Cena para tener constante la
memoria del sacrificio que es irrepetible.
Traer esto a la memoria es lo que nos manda el Señor. El deber no
es solamente porque lo que se recuerda sea importante y no se
deba olvidar. Sino que recordamos porque nos manda el Señor que
recordemos, y celebramos la Santa Cena como la forma o la
actividad para recordar. Por eso, muchos pensadores cristianos
opinan (y han opinado) que la celebración de la Santa cena debe
ser frecuente. Juan Calvino, por ejemplo, pensaba que la Santa
Cena debe celebrarse cada semana. Las Iglesias reformadas y
presbiterianas (que son las mismas) por lo general han dicho que el
mínimo de frecuencia es cuatro veces al año, o sea, cada tres
meses. Este mínimo para ellas es el “mínimo mínimo”; menos que
eso sería pecado o dejar de ser iglesia, o algo así. El autor de estos
renglones piensa que se debe celebrar la Santa Cena, por lo menos,
una vez al mes. Somos, pues, mandados a recordar; de hacerlo en
memoria de Cristo.
(Excursus sobre “hacerlo en memoria de...”). En nuestra cultura
hacemos fiesta “en memoria de...”, para indicar nuestra deuda con
el “fundador del negocio”, por el inicio de la congregación, o por el
buen maestro, etc., etc. No celebramos la Santa Cena como una
cena de esas “en memoria de..”., como algún reconocimiento
público de que debemos el negocio al buen Jesús; sino que es
forma de recordar, de mantener en la memoria y hacer presente en
nuestra vida el sacrificio de Jesús.
Alimento para vivir. El mandamiento de Cristo no fue simplemente
“Haced esto en memoria de mí”, sino, como lo dice Pablo, “...hasta
que Él venga”. La Santa Cena tiene que ver con vivir entre las dos
venidas de Jesús, después de la primera y hasta la segunda. Este
vivir no lo podemos hacer por medio de nuestras fuerzas naturales.
Necesitamos algo más. Este algo nos está provisto en Jesús, quien
es “el pan del cielo”.
Entramos aquí en un punto que es fácil malentender. Para poder
vivir espiritualmente es necesario que Cristo viva en nosotros. Hay
un aspecto de la Santa Cena en que celebramos el hecho de “Cristo
en nosotros”. Pablo lo dice en Colosenses 1:27: “...Cristo en
nosotros, la esperanza de gloria”. Esta verdad, muy importante, ha
conducido a una expresión equivocada en la doctrina de la
transubstanciación, que enseña erróneamente que los elementos
físicos del sacramento, pan y vino, se convierte en la carne y la
sangre de nuestro Señor. (Esto lo estudiaremos en la siguiente
lección). Sin decir que Cristo está en los elementos físicos que
tomamos, tenemos que decir que somos alimentados por Él.
Tenemos que recordar que los sacramentos son una predicación
sensible y que de la misma manera en que somos alimentados y
sostenidos por la Palabra, somos alimentados y sostenidos por el
sacramento de la Santa Cena.
Participamos por fe; nos apropiamos este alimento por fe; por la fe
recibimos esta nutrición espiritual. El Catecismo acentúa este hecho
cuando dice: “Él (Cristo) tan cierto alimenta mi alma para la vida
eterna... como yo recibo con la boca corporal... símbolos...”. El
tomar es un acto simbólico que hacemos por fe, y aquí, como en
muchos lugares, es una fe expresada en obediencia. A través de
esta fe somos alimentados, o sea, Cristo nos alimenta por medio de
la fe en Él. Por eso la Santa Cena no se celebra sin una expresión
de fe en Cristo; es un sacramento para los creyentes. No opera
automáticamente, sino por medio de la fe en el sacrificio de nuestro
Salvador y en todas sus Promesas.
Por medio de la Santa Cena nuestra fe es fortalecida para vivir por
fe. Vamos de fe en fe (véase Ro. 1:17). El justo por la fe, vivirá, y su
manera de vivir es también por fe. Esta fe es alimentada por la
predicación sensible en la Santa Cena a fin de que vivamos
alimentados, y con vigorosa fe vivamos en el Señor y para Él,
porque Él vive en nosotros.
LECCIÓN 29
Lectura bíblica: Juan 6:27-35, 48-58; 1 Corintios 10:16-17; Hebreos 9:23-28

Introducción
El énfasis del Catecismo de Heidelberg nos puede parecer excesivo,
pues dedica tres lecciones a la Santa Cena, y esto después de
hablar de los sacramentos en general. Esto muestra que el descuido
en que habían caído las Iglesias evangélicas en relación con la
doctrina y la práctica de los sacramentos no era el desarrollo
legítimo de las doctrinas y prácticas de la Reforma religiosa del Siglo
XVI. El énfasis nos puede parecer exagerado debido a nuestro
condicionamiento y no a que se de énfasis a algo que no valga la
pena acentuarse.
La razón del énfasis es que en este punto (los sacramentos, y en
especial, la Santa Cena) se contrastan dos sistemas de teología: la
teología de la Biblia o teología del Pacto, con la teología
sacramental o sacerdotal. En el tiempo de la Reforma este era un
punto de suma importancia. No es de menor importancia hoy día,
pero damos menos importancia a la doctrina. Nos conviene
entender bien todo esto porque esta doctrina está íntimamente
relacionada con la de la salvación. Los puntos que estudiaremos
acerca del sacramento de la Santa Cena no son puntos de poca
importancia que tengan que ver con ritos y ceremonias, sino que
reflejan una buena (o mala) comprensión del sistema bíblico de la
verdad.
La lección de hoy (y también la próxima) está orientada hacia una
buena comprehensión de la diferencia entre los dos sistemas.
Pregunta 78
¿El pan y el vino se convierten sustancialmente en el mismo cuerpo
y sangre de Cristo?
Respuesta 78
De ninguna manera, pues como el agua del Bautismo no se
convierte en la sangre de Cristo, ni es la misma ablución de los
pecados, sino solamente una señal y sello de aquellas cosas que
nos son selladas en el Bautismo, así el pan de la Cena del Señor no
es el mismo cuerpo, aunque por la naturaleza y uso de los
sacramentos es llamada el cuerpo de Cristo.
Pregunta 79
¿Por qué llama Cristo al pan su cuerpo y a la copa su sangre, o el
Nuevo Testamento (pacto) en su sangre, y Pablo el pan y el vino la
comunión del cuerpo y sangre de Cristo?
Respuesta 79
Cristo no habla así sin una razón poderosa, y no solamente para
enseñarnos que, así como el pan y el vino sustentan la vida
corporal, su cuerpo crucificado y su sangre derramada son la
verdadera comida y bebida, que alimentan nuestras almas para la
vida eterna, pero más aún, para asegurarnos por estas señales y
sellos visibles, que por obra del espíritu Santo somos participantes
de su cuerpo y sangre tan cierto como que tomamos estos sagrados
símbolos en su memoria y por la boca del cuerpo; y también que su
pasión y obediencia son tan ciertamente nuestras, como si nosotros
mismos en nuestras personas hubiéramos sufrido la pena y
satisfecho a Dios por nuestros pecados.
Transubstanciación. Es por demás obvio que la pregunta No. 78 y
su respuesta tienen más propósito apologético que expositivo. Su
propósito es el de refutar la doctrina (equivocada) de la
transubstanciación. La apologética tiene una función pastoral: la de
defender a los creyentes de las doctrinas falsas. La obra de los
ancianos (docentes y gobernantes) incluye una defensa doctrinal de
la grey, contra las incursiones del error.
La transubstanciación es la doctrina errónea que enseña que en el
momento preciso cuando el sacerdote, en la celebración de la misa,
dice las palabras “Este es mi cuerpo” y “Esta es mi sangre”, los
elementos de pan y vino efectiva y sustancialmente se cambian en
la verdadera carne y sangre de Jesús. Esta doctrina está ligada con
la doctrina general de los sacramentos en el sacramentalismo (o el
sacerdotalismo) de que los sacramentos funcionan automáticamente
y físicamente. La doctrina es parte de otro error, que estudiaremos
en la próxima lección, de que Cristo es crucificado de nuevo en cada
misa.
No nos oponemos a esta doctrina (la de la transubstanciación)
porque no creamos en milagros. Por supuesto, Dios puede hacer el
milagro de convertir el pan y el vino en carne y sangre. La pregunta
no es si Dios lo puede hacer, sino si de veras lo hace. Y las
Escrituras indican que no. Más que de milagro, se trata de magia; el
sacerdote asume para sí un poder mágico y da cierto poder mágico
a las palabras que solamente él puede pronunciar mágicamente. El
efecto es que solamente a través de la obra del sacerdote puede ser
salva, pues, para ellos, la identificación con Cristo depende de tener
a Cristo físicamente dentro de la persona. Sin los elementos y sin
las palabras pronunciadas por el sacerdote no hay esperanza de
salvación.
La base de esta falsa creencia es un mal empleo del lenguaje.
Cristo también dijo que Él es la puerta (véase Jn. 10:9), que los
creyentes somos su madre (véase Mc. 3:33-34), que Pedro era
Satanás (véase Mc. 8:33), que los fariseos eran sepulcros
blanqueados (véase Mt. 23:27), que comían casas (véase vers. 14),
que corrían sobre el mar (véase vers. 15), que tragaban camellos
(véase vers.24) y que eran serpientes (véase vers. 33). En la última
Pascua (la primera Santa Cena) Jesús dijo que su sangre era
derramada, en las palabras de la Santa Cena, cuando todavía corría
por sus venas, y dijo que su cuerpo (el pan) era dado cuando Jesús,
todavía en cuerpo, antes de su crucifixión, estaba sentado con sus
discípulos. Decir que las palabras de Jesús indicaban que realmente
el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Jesús es jugar
ilegítimamente con el lenguaje.
Símbolos. Es importante notar que el contexto de las palabras de
Jesús es la celebración de la Pascua. La verdad es que no podemos
entender correctamente la Santa Cena sin relacionarla con la
Pascua, de la misma manera que para entender el Bautismo, en su
sentido bíblico, tenemos que relacionarlo con la circuncisión. El
manejo de símbolos es una manera importante para representar una
realidad (véase He. 9:9); son figuras de las cosas celestiales (véase
vers. 23) y figura de lo verdadero (véase vers.24). El cordero que
era sacrificado representaba a Cristo, fue símbolo de Él; nunca se
convirtió en Cristo. En la Santa Cena la realidad y la eficacia del
sacrificio de Cristo están representados por los símbolos de su
cuerpo y su sangre, que son el pan y el vino. La Santa Cena es una
simbolización del único sacrificio vicario.
Celebrar la Santa Cena es también una simbolización. Nuestra
participación se efectúa por la fe y simbólicamente comemos y
bebemos a Cristo, quien es nuestro pan y bebida, y quien fue
simbolizado en el Antiguo Testamento por el maná, el “pan del
cielo”. Si tomamos este pan, viviremos. Tomamos este pan,
simbólicamente, por fe.
Seguridad. Como símbolo, la Santa Cena es señal: señala la
realidad de nuestra identificación con Cristo. También es sello;
autentica; es identificación. “Nos asegura...”; dice el Catecismo. La
Santa Cena no solamente indica la verdad: nos confirma en esa
verdad. No solamente nos remite a la promesa; nos asegura
proclamando que la promesa es verdad.
Hay una doble historicidad en la celebración de la Santa Cena. La
historicidad del momento de tomarla. “Tan cierto que tomamos estos
símbolos... por la boca”, dice el Catecismo. No podemos dudar de
nuestra participación. Sentimos en la boca el pan y experimentamos
el sabor del vino: esto confirma nuestra participación. La segunda
historicidad es la del sacrificio de Jesús. La celebración de la santa
Cena nos asegura que Cristo, en un punto en la historia humana,
dio su vida por nosotros.
La seguridad es la seguridad de la fe. Estoy seguro cuando oigo el
mensaje de alguien en quien confío. Sin la fe la Santa Cena no da
esta seguridad, aunque nadie pudiera dudar de que estuviera
participando, ni la realidad histórica del sacrificio de Jesús. Pero mi
seguridad viene cuando, por la fe, sé que la pasión y obediencia de
Jesús son tan ciertamente mías, que es como si yo hubiera sufrido
la pena y como si yo hubiera satisfecho a Dios por mis pecados.
Esta fe que me asegura es fortalecida por el sacramento y salgo
más seguro todavía. Estoy seguro porque la Palabra de la promesa
es expuesta y confirmada en la Santa Cena.
LECCIÓN 30
Lectura bíblica: 1 Corintios 10:16-17, 11:28; Hebreos 10:10-18

Introducción
Esta es la tercera (y última) lección sobre la Santa Cena. En cada
lección hemos llamado la atención sobre el hecho de que el
Catecismo de Heidelberg ponga tanto énfasis en este punto.
Notamos que hay razones históricas para ello, pues los
sacramentos eran un importante punto de controversia en el tiempo
de la Reforma Religiosa del Siglo XVI, y el Catecismo, escrito a fines
de esa época, reflejaría los intereses y controversias de su tiempo.
Pero notamos también que la controversia no era (y no es)
simplemente un asunto de la administración de un rito, ritual o
ceremonia, sino algo que va al corazón del evangelio. La manera de
concebir la Santa Cena está íntimamente relacionada con la manera
de concebir el mensaje de la Biblia y la salvación misma. Esto sigue
siendo la verdad; pero la Iglesia Evangélica, en su afán de escapar
del sacerdotalismo o sacramentalismo, ha optado por descuidar los
sacramentos, por “desenfatizarlos”, y tratarlos como si fuesen de
poca importancia. Una mejor respuesta sería la de exponer el
concepto correcto de la Santa Cena, el bíblico, y corregir así el
concepto equivocado. Esta es la intención del Catecismo.
Esta lección es controversial. Distingue, hace diferencia y pronuncia
juicios. Denuncia el error (Preg. No. 80) y hace distinción de
personas, excluyendo a los “profanos” (Preg. No. 81 y 82). Las dos
cosas —denunciar el error y excluir a personas— propician la
controversia.
Pregunta 80
¿Qué diferencia hay entre la Cena del Señor y la misa papal?
Respuesta 80
La Cena del Señor nos testifica que tenemos remisión perfecta de
todos nuestros pecados por el último sacrificio de Cristo, que Él
mismo cumplió en la cruz una sola vez; y también que por el espíritu
Santo estamos incorporados en Cristo, el cual no está ahora en la
tierra según su naturaleza humana, sino en los cielos a la diestra de
Dios, su Padre, donde quiere ser adorado por nosotros.
La misa enseña que los vivos y los muertos no tienen la remisión de
los pecados por la sola pasión de Cristo, a no ser que cada día
Cristo sea ofrecido por ellos por mano de los sacerdotes; enseña
también que Cristo está corporalmente en las especies de pan y de
vino, y por tanto que ha de ser adorado en ellas. Por lo tanto, el
fundamento propio de la misa no es otra cosa que una negación del
único sacrificio y pasión de Jesucristo y una idolatría maldita.
Pregunta 81
¿Quiénes son los que deben participar de la Mesa del Señor?
Respuesta 81
Tan solo aquellos que se duelan verdaderamente de haber ofendido
a Dios con sus pecados, confiando en ser perdonados por el amor
de Cristo y que las demás flaquezas quedarán cubiertas con su
pasión y muerte, y que también deseen fortalecer más y más su fe y
mejorar su vida. Pero los hipócritas y los que no se arrepienten de
verdad, comen y beben su condenación.
Pregunta 82
¿Deben admitirse también a esta Cena los que por su confesión y
vida se declaran ser infieles e impíos?
Respuesta 82
De ninguna manera, porque así se profana el Pacto de Dios, y se
provoca su ira sobre toda la congregación. Por lo cual, la Iglesia
debe, según la orden de Cristo y de sus apóstoles (usando las llaves
del Reino de los cielos), excomulgar y privar a los tales de la Cena,
hasta que se arrepientan y rectifiquen su vida.
Un solo sacrificio. La Biblia lo dice muy claramente, y la Iglesia
primitiva lo entendió así, que el sacrificio de Cristo fue hecho una
sola vez para siempre; que no es repetible y que no se puede
agregar nada a él. La única ofrenda válida por el pecado es la que
ofreció Jesucristo, condenado a la cruz por Poncio Pilato. Este fue el
momento histórico en que se llevó a cabo la redención de la Iglesia,
el conjunto de los redimidos, la congregación de los creyentes. La
redención fue eficaz, completa, cabal y terminante. No se necesitan
más sacrificios; no puede haber más.
Pero la Iglesia de Roma (ya no en su totalidad, pero sí en gran
parte) hace lo posible para apartar a sus feligreses de este hecho
histórico. Pone la vista, no en lo que hizo Cristo, sino en lo que hace
el sacerdote en la misa. Pues enseña que el sacerdote, cuando
celebra la misa cada mañana, renueva el sacrificio, ofrece a Cristo
de nuevo en “sangriento e incruento” sacrificio. Entonces, ya no es
Cristo el que se ofreció una sola vez para siempre, sino que es la
iglesia a Cristo. La iglesia, entonces, ofrece la salvación. El
sacrificio, la ofrenda de Cristo, entonces no fue perfecto, completo ni
eficaz.
Además, según la enseñanza oficial, la sustancia de la hostia se
transforma en el verdadero cuerpo de Jesús, y Cristo está
carnalmente presente así. Entonces, la hostia, siendo la presencia
física de Cristo, merece ser adorada, pues el pan es el mismo Cristo
a quien se rinde culto. Esta doctrina —dice el Catecismo— es una
“maldita idolatría”. ¿Tendrá razón el Catecismo al hablar así? ¿Será
extrema la expresión? ¿Será la equivocación de la misa una
equivocación inocente?
Lo que vemos aquí no es el asunto de cómo celebrar un rito o llevar
a cabo una ceremonia, sino un entendimiento perverso de lo que es
la Cena del Señor y del Evangelio que la Santa Cena proclama.
Para dolidos. Para entender este punto tenemos que hacer una
distinción entre “dignos de tomar la Santa Cena” y “tomar la Cena
dignamente”. Nadie, en sí, es digno de tomar la Santa Cena, pero
los que no somos dignos podemos tomarla dignamente.
Los que pueden tomarla dignamente son aquellos a los que les
duele el pecado, los dolidos por sus ofensas. El que quiere tomar la
Cena se conoce como pecador. Tiene un profundo
autoconocimiento, sabe que es pecador y, por eso, se queda
quebrantado, deshecho, de corazón contrito (que quiere decir, en el
hebreo del salmo 51, de corazón “triturado” ). Se siente impotente y
avergonzado.
El que toma su pecaminosidad con ligereza no puede tomar la
Santa Cena dignamente. Si a alguno no le molesta sus ofensas y no
le perturba su desobediencia, a este le será imposible tomar la
Santa Cena con el espíritu quebrantado, o sea, tomarla dignamente.
Para tomar dignamente la Santa Cena tenemos que enfrentar
nuestra pecaminosidad de forma realista y estar sinceramente
arrepentidos de nuestros pecados.
Pero confiados. Con todo y que nos reconocemos como
pecadores, confiamos en ser perdonados. Tomar la Santa Cena es
una expresión de esta confianza. Esta confianza para poder celebrar
la Santa Cena dignamente.
La confianza que experimentamos se basa en la obra completa de
Jesús. No dudamos de la eficacia de su obra, no de que sea
completa. Su sacrificio que pagó nuestra deuda es nuestra única
esperanza, pero es una verdadera y segura esperanza.
Nuestra fe no se contempla a sí misma, sino contempla la raíz de
esta fe, que es la promesa de Dios, cumplida en el sacrificio de
nuestro Salvador. La confianza bien colocada y sólidamente
fundamentada. El creyente no es alguien que “se confía
demasiado”, sino alguien que tiene una confianza.
Hipócritas, infieles e impíos, ¡NO! Por las nociones democráticas
(no siempre válidas) que rigen la cultura, no nos gusta hacer el tipo
de limitación que hace el Catecismo. Estas restricciones, en cuanto
a la celebración de la Santa Cena, nos hacen sentir incómodos;
implican juicios sobre la fe, la sinceridad, la mortalidad y la vida de
otros (pero más especialmente sobre nosotros mismos). La Biblia,
sin embargo, cuya enseñanza refleja el Catecismo en este punto,
insiste en esto; algunos deben excluirse o ser excluidos de la Santa
Cena.
Los hipócritas, o sea, los no sinceros, los que fingen una fe que no
tienen; los que verbalizan una tristeza sobre el pecado que piensan
no haber cometido, o que saben del pecado, pero no les causa
tristeza; los no arrepentidos que ponen cara de arrepentimiento,
todos estos no deben participar en la Santa Cena. Deben tener la
honestidad y honradez de excluirse; pero por su condición de
hipócritas no la harían, entonces deben ser excluidos por los
ancianos de la Iglesia.
La sinceridad debe mostrarse en una vida recta. La manera de vivir
declara la condición espiritual. El Catecismo dice: “por su confesión
y vida se declaran infieles e impíos”. Por eso, la sincera intención de
vivir para Cristo de acuerdo con su voluntad revelada, es una
condición para participar en la Santa Cena. Los que no tienen esta
intención no tienen derecho de participar.
Según la insinuación del Catecismo, que es fiel expositor de la Biblia
en este punto, esta exclusión es importante porque afecta la vida
espiritual de toda la congregación. Participar indignamente, como
parte de una congregación en lugar de hacer que la Santa Cena sea
fuente de bendición, puede provocar la ira de Dios. Podemos repetir
una situación del Pueblo de Dios en el Antiguo Testamento, contra la
que Dios habla varias veces. (Una de ellas en Isaías 1:11). Nuestra
confesión de fe tiene que ser sincera, como también la profesión de
esta fe en nuestra vida, para participar de las bendiciones de la
Santa Cena.
LECCIÓN 31
Lectura bíblica: Mateo 18:15-22; 1 Corintios 5:1-13; 2 Corintios 2:5-11

Introducción
En la lección anterior terminamos el estudio de los sacramentos
comentando que, para mantener santa la Santa Cena, los ancianos
deben privar a algunos de su participación en este sacramento. Los
ancianos deben cuidar la Mesa del Señor; pero esto no quiere decir
que tengan que montar guardia armados con pistolas o macanas. Ni
tampoco que deban arrebatar el pan o la copa de las manos de un
participante juzgando impío, en plena celebración de la Santa Cena.
La respuesta a la pregunta No. 82, que estudiamos la semana
pasada, nos aconseja que lo hagamos haciendo uso de las llaves de
Reino, por vía de la persuasión moral y de la amonestación
cristiana.
La respuesta mencionada anteriormente dice que “la iglesia, según
el orden de Cristo y sus apóstoles (usando las llaves del Reino de
los Cielos), debe excomulgar y privar..”., y la lección de hoy empieza
preguntando sobre “las llaves del Reino”.
Pregunta 83
¿Qué son las llaves del reino de los cielos?
Respuesta 83
La predicación del Santo Evangelio y la disciplina eclesiástica: con
las cuales se abre el cielo a los fieles, y se cierra a los infieles.
Pregunta 84
¿De qué manera se abre y se cierra el reino de los cielos por la
predicación del Evangelio?
Respuesta 84
Cuando (según el mandamiento de Cristo) públicamente es
anunciado y testificado a todos los fieles en general, y cada uno en
particular, que todos los pecados les son perdonados por Dios, por
los méritos de Cristo, todas las veces que abrazaren con verdadera
fe la promesa del Evangelio. Al contrario, a todos los infieles e
hipócritas se les anuncia que la ira de Dios y la condenación eterna
caerán sobre ellos mientras perseveraren en su maldad; según el
testimonio del Evangelio, Dios juzgará así en esta vida como en la
otra.
Pregunta 85
¿De qué manera se cierra y se abre el reino de los cielos por la
disciplina eclesiástica?
Respuesta 85
Cuando (según el mandamiento de Cristo) aquellos que bajo el
nombre de cristianos se muestra en la doctrina o en la vida ajenos a
Cristo, y después de haber sido fraternalmente amonestados en
diversas ocasiones, no quieren apartarse de sus errores y
maldades, son denunciados a la Iglesia o a los que han sido
ordenados por ella. Y si aún no obedecen a la amonestación de
estos, por la prohibición de los sacramentos son expulsados de la
congregación cristiana, y por el mismo Dios, del reino de Cristo; y
otra vez recibidos, como miembros de Cristo y de su Iglesia cuando
prometen enmienda y lo demuestran por sus obras.
La disciplina eclesiástica. Volvemos a repetir: esta lección está
íntimamente relacionada con la anterior; el punto de enlace es el de
quiénes deben participar de la Santa Cena y quiénes no, y de cómo
excluir a los que pueden hacer daño a la congregación por su
participación en la Cena del Señor. Aunque este sea el enfoque, el
problema es mayor que la simple participación en el sacramento. Se
trata de la verdadera participación en el Reino de los cielos, de la
cual la celebración de la Santa Cena es solamente una parte,
aunque una parte importante.
La participación en la Santa Cena es participación en la vida de la
Iglesia, o sea, participación en el cuerpo de Cristo. Excluir a alguien
de la mesa del Señor es pronunciar un juicio acerca de su relación
con el Señor. Todos los miembros de la Iglesia, en ejercicio de su
membresía, no solamente tienen derecho a la Santa Cena, sino que
tienen la obligación de participar en ella. Excluirlos es una disciplina
muy severa, encaminada a hacer una corrección profunda en su
vida con el Señor, y a restaurarlos en la plena comunión con su
Salvador y, sobre la base de su plena comunión con el Señor,
pueden y deben tener plena comunión en la Iglesia. Por eso la
disciplina eclesiástica se relaciona con la participación en la Cena
del Señor, y la exclusión se llama excomunión.
El ejercicio de las llaves. Aunque el Catecismo habla de ellas
como si fueran dos, debido al tiempo en que fue escrito, podemos
afirmar que las dos llaves se implican mutuamente; la proclamación
de la disciplina es un tipo de predicación, y la predicación, si se hace
correctamente, es una disciplina. La llave, en la cultura de los
tiempos bíblicos, era un símbolo de autoridad. Al mayordomo
principal le daban la llave para indicar que él podía ejercer la
administración de la hacienda (casa, en términos bíblicos). El que
tenía legítimamente la llave podía administrar con la autoridad del
amo (véase Is. 22:22; Ap. 1:18; 3:7; 9:1; 20:1). El ejercicio de la llave
(las llaves) es el ejercicio de la autoridad, y la autoridad es singular.
Un ejercicio de esta autoridad en la Iglesia es la predicación. La
predicación es una proclamación, una declaración, en el nombre y
con la autoridad del Señor. Es la Palabra del Señor lo que tiene la
autoridad, y el mayordomo quien la administra con la autoridad del
Señor. Por eso es tan importante que lo que se predica sea
verdaderamente la Palabra del Señor. Esto hace que la predicación
siempre dependa de una exégesis sana.
La predicación abre efectivamente el Reino de los Cielos. La
comunicación de lo que ha hecho Dios para nuestra salvación y la
repetición de la promesa que acompaña a esa proclamación bastan
para poner el Reino al alcance del creyente. La misma predicación
anuncia al incrédulo que él no tiene parte en este Reino; lo exhorta a
arrepentirse, pero mientas no se arrepienta y crea, la puerta del
cielo está cerrada para él.
Esta predicación se hace desde el púlpito y desde otros lugares
públicos. Pero esta no es la única forma de la comunicación de la
autoridad de Cristo. A veces la comunicación es muy privada,
particular y de formas peculiares. Lo que se llama “disciplina”, en
muchas iglesias es una comunicación de este tipo. Para la persona
a quien se le prohíbe participar en los sacramentos, el acto de la
exclusión es una fuerte comunicación del Evangelio, pero de una
forma negativa. Cuando los ancianos tienen que decir a una
persona que no puede tomar la Santa Cena, porque esta persona
anda lejos del Reino de los Cielos, esta comunicación no es un
ejercicio de la autoridad de los ancianos, sino una comunicación de
la Palabra de Dios.
El propósito es positivo. La disciplina no existe primariamente
para excluir a las personas de la Santa Cena, aunque esta exclusión
tenga el propósito positivo de mantener santa la Mesa del Señor;
sino que la disciplina tiene como propósito el de restaurar al
miembro desviado y de ayudar a los otros para no desviarse. La
disciplina en la Iglesia debe practicarse pronto y constantemente,
porque la falta de disciplina también es una comunicación.
Manifestamos, en efecto que no nos importa si regresa o no el
descarriado al que no hemos disciplinado. Por supuesto, no es esto
lo que queremos manifestar, y no es nuestra intención, pero sí es
esto lo que comunica la falla de disciplina.
Los oficiales de la Iglesia tienen la tarea de ejercer la disciplina
como una parte de las responsabilidades de su oficio, pero no son
los únicos que tiene esa tarea. Todos los miembros debemos cuidar
al miembro desviado y exhortarlo a volver. Todos debemos de
decirle que si no se arrepiente no tendrá parte en el Reino de los
Cielos. Los miembros, a veces, deben tomar la iniciativa para excluir
de la participación de la Santa Cena a un desviado, a fin de que sea
restaurado. Todos tenemos que preocuparnos y de su bienestar
espiritual.
Se inicia el proceso de la disciplina con toda la intención de que
vuelva la persona a su comunión con el Señor y con la Iglesia. La
disciplina no se ejerce para excluir, sino anticipando desde el
principio su regreso al compañerismo del Pueblo de Dios. Pablo, en
2 Corintios, hizo hincapié en esto. La disciplina es una obligación de
toda la Iglesia, de todos sus miembros y especialmente de los
oficiales, para que la Iglesia crezca en número y en espiritualidad.
LECCIÓN 32
Lectura bíblica: Juan 15:14-16; Romanos 12:1-8; Efesios 2:4-10, 4:11-16; 2 Timoteo 3:16-
17; Santiago 2:14-26

Introducción
Con la lección de hoy empezamos a estudiar la tercera y última
parte del Catecismo de Heidelberg. La primera parte —ustedes se
acuerdan muy bien— trató acerca del pecado; la segunda, de
estudio reciente, explica la redención; y esta última girará alrededor
de la gratitud. La organización del Catecismo nos fue dada a
conocer en la respuesta de la pregunta No. 2, que nos preguntaba
acerca de cuántas cosas debíamos saber para disfrutar de la
consolación prometida en la primera respuesta. La respuesta de la
pregunta No. 2 reza de esta manera: (Las cosas que debemos
saber son) “...tres: La primera, cuán grandes son mis pecados y
miserias. La segunda, de qué manera puedo ser librado de ellos. Y
la tercera, la gratitud que debo a Dios por su redención”.
El énfasis práctico del Catecismo sigue mostrándose, solamente
que ahora el consuelo se hace más vibrante y se habla de gratitud.
La actitud de gratitud es de gozo. La expresión de gratitud siempre
causa alegría, contentamiento y satisfacción. La gratitud y el gozo
siempre son compañeros. Piénselo. ¿Puede sentir gratitud y no
sentir gozo?
La gratitud no solamente se siente; hay que expresarla. Una parte
importante del gozo cristiano es la expresión de gratitud. Es vivir
para Cristo como una expresión de esta gratitud. El cristiano que no
vive para servir a su Salvador, comunicando así su gratitud, pierde
la abundancia de gozo que puede experimentar como hijo de Dios.
En esta, su última parte, el Catecismo nos instruye (domingo del 32
al 52) en la expresión de gratitud y, de esta manera, nos aumenta el
gozo.
Pregunta 86
Si somos librados por Cristo de todos nuestros pecados y miserias
sin merecimiento alguno de nuestra parte, sino solo por la
misericordia de Dios, ¿por qué hemos de hacer buenas obras?
Respuesta 86
Porque después de que Cristo nos han redimido con su sangre, nos
renueva también con su Espíritu Santo a su imagen, a fin de que en
toda nuestra vida nos mostremos agradecidos a Dios por tantos
beneficios y que Él sea glorificado por nosotros. Además de esto
para que cada uno de nosotros sea asegurado de su fe por los
frutos. Y finalmente para que, también por la piedad e integridad de
nuestra vida, ganemos a nuestro prójimo para Cristo.
Pregunta 87
Luego, ¿no pueden salvarse aquellos que, siendo desagradecidos y
perseverando en sus pecados, no se convierten a Dios de su
maldad?
Respuesta 87
De ninguna manera, porque, como lo testifican las Sagradas
Escrituras, no heredarán el Reino de Dios los fornicarios, los
idólatras, los adúlteros, los ladrones, los avaros, los borrachos, los
maldicientes, los robadores.
La necesidad de las buenas obras. El meollo de la pregunta No.
86 está en las últimas palabras: “¿Por qué hemos de hacer buenas
obras?” La respuesta contiene tres partes: 1) Somos renovados por
el Espíritu Santo a la imagen de Cristo a fin de que nos mostremos
agradecidos; 2) Las buenas obras son parte de nuestra fe y el
ejercicio de ellas da testimonio de lo genuino de nuestra fe, y 3) Las
buenas obras son un aspecto indispensable de la evangelización.
La respuesta a la pregunta No. 64 ya nos anticipó esta pregunta.
Nos preguntó si la doctrina de la justificación por la gracia sola no
hacía negligentes e impíos a los hombres, y la respuesta nos
aseguró que NO: “No, porque es imposible que no produzcan frutos
de gratitud los que por la fe verdadera han sido injertados en Cristo”.
Las buenas obras no obtienen la salvación; pero los salvos tienen
que producir frutos de gratitud. La fe que no los produce no es una
fe verdadera, sino una fe muerta, según la enseñanza de Santiago:
“La fe sin obras es muerta”.
Dios nos ha adoptado como hijos para que le glorifiquemos en
obediente servicio. Haciéndolo nos realizamos como hijos. Siendo lo
que somos, o sea: hijos de Dios, por naturaleza queremos ser lo que
somos y, por naturaleza hacemos las obras que glorifican a Dios.
Las buenas obras son necesarias para que seamos lo que somos.
Necesitamos instrucción en la gratitud, o sea, en hacer buenas
obras para que podamos desarrollarnos en el camino de lo que
somos en Cristo Jesús.
La justificación y la santificación son inseparables. La
santificación sigue a la justificación, pero no se puede desprender
de ella ni en la doctrina ni en la práctica. El orden es importante:
primero viene la justificación y las obras son expresamente
excluidas de ella (véase Ef. 2:8-9); luego viene la santificación que
expresamente incluye las buenas obras (véase Ef. 2:10). La
enseñanza de Pablo y de Santiago (también de Pedro, en su énfasis
en ser santos) es un eco desarrollado de la enseñanza de Jesús,
como leemos en Juan 15. El hombre pecador (y todos lo somos)
quiere invertir el orden: quiere poner las obras antes que la fe; la
santificación antes que la justificación. Quiere poner como causa lo
que es como el resultado. Es una herejía que nos amenaza a todos
nosotros, y contra la que tenemos que luchar seriamente.
Sin la justificación las buenas obras son imposibles, pues no
tendrían causa. La motivación y la conciencia de ellas es nuestra
naturaleza como creyentes. Para provocar las buenas obras
tenemos que reflexionar sobre nuestra salvación. De ahí una de las
razones importantes para una fiel asistencia a los cultos y estudios
bíblicos, y hasta a la escuela dominical. Sin esta reflexión, el
cristianismo hace pocas obras buenas; pero un fiel ejercicio de los
medios de gracia tiende a producirlas.
El cristiano santificado (aunque en esta vida el proceso no sea
completo y siempre esté santificándose) es vivo ejemplo de la gracia
de Dios. Solamente el justificado que se está santificando puede ser
testigo; solamente el que hace obras puede dar un testimonio
creíble. Si no tenemos un mínimo grado de santificación, no van a
creernos aquellos con quienes hablamos. La santificación es un
elemento esencial de la evangelización.
La lógica de la santificación. La santificación tiene un papel
revelador. Hace patente el estado espiritual de la persona. Da
consuelo al creyente. Dice el Catecismo que nos asegura a cada
uno de nosotros en nuestra fe. Sabiendo que las obras son frutos de
la fe, podemos sacar consuelo de la presencia de las obras que
brotan de esta fe. Desde luego tenemos que examinar nuestros
motivos: si hacemos obras para que Dios quede agradecido y no
para expresar nuestra gratitud por la salvación que experimentamos,
el elemento de duda será muy grande; pero si las buenas obras son
motivadas por la gratitud, nos dan seguridad de la fe que hay por
debajo de ellas. La seguridad de nuestra salvación, como una
experiencia, es grandemente aumentada por las buenas obras. En
la vida íntima de cada creyente, entonces, las buenas obras son de
una enorme importancia práctica.
Por el contrario, al examinar las obras y encontrar que no son
buenas, sean estas de nosotros o de otra persona, se debe
reflexionar seriamente. Lo que hacemos revela lo que somos. Los
idólatras y todos los demás de la lista deben saber, por sus obras
malas, que no son herederos del Reino de los Cielos. La ausencia
de las buenas obras y la presencia de las obras malas son razones
de preocupación.
En los dos casos, tanto en el positivo como en el negativo, se
confirma la regla de Jesús: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt.
7:16).
LECCIÓN 33
Lectura bíblica: Romanos 6:1-23; Colosenses 3:1-17

Introducción
En la lección anterior empezamos el estudio de la última parte del
Catecismo de Heidelberg: la parte que trata de la gratitud. Notamos
que las buenas obras, como una expresión de la gratitud, son
necesarias. La justificación siempre desemboca en la santificación.
Las buenas obras pertenecen a la santificación y son una parte
importante de ella, pero no forman parte de la justificación, que es
obra de Dios, y en la cual nuestras obras no juegan ningún papel.
Sin embargo, la justificación produce “frutos de gratitud”, o sea,
buenas obras.
La única posibilidad para hacer buenas obras —que son necesarias
— es ser justificado. Si primero no somos justificados, no podemos
hacer buenas obras. La justificación tiene un lado subjetivo, interno,
experimental. La regeneración, efectuada por Dios al implantar en
nosotros la semilla de la vida nueva, se manifiesta en la vida
consciente del creyente. Este cree, y sabe que cree. Además, las
buenas obras dan testimonio de su fe y la confirman. Este lado
consciente y experimental de la regeneración lleva el nombre de
“Conversión”, en nuestra acostumbrada manera de hablar. La
conversión es un prerrequisito para las buenas obras. Por eso,
tenemos que estudiar este tema ahora.
Pregunta 88
¿De cuántas partes se compone el verdadero arrepentimiento y
conversión al Señor?
Respuesta 88
De dos: la muerte del viejo hombre, y la vivificación del nuevo.
Pregunta 89
¿En qué consiste la muerte del hombre viejo?
Respuesta 89
En que sintamos pesar, de todo corazón, de haber ofendido a Dios
con nuestros pecados, aborreciéndolos y evitándolos más y más.
Pregunta 90
¿Qué es la vivificación del nuevo hombre?
Respuesta 90
Es alegrarse de todo corazón en Dios por Cristo, y desear vivir
conforme a la voluntad de Dios, así como ejercitarse en toda buena
obra.
Pregunta 91
¿Qué son buenas obras?
Respuesta 91
Únicamente aquellas que se realizan con fe verdadera conforme a la
ley de Dios, y se aplican solamente a su gloria; y no aquellas que
están fundadas en nuestras buenas intenciones o sobre
instituciones humanas.
Las consecuencias de la fe: arrepentimiento y conversión. La
secuencia de las preguntas nos parece rara si no notamos que lo
que estudiamos aquí está en función de explicar las buenas obras.
En la lección pasada hablamos de las buenas obras, y esta lección,
en la pregunta No. 91, termina otra vez con las buenas obras. Esta
repetición no es desviación, sino un paso necesario para entender
mejor lo que son las buenas obras como una expresión de gratitud.
Nuestra ruta parece equivocada a la luz de que hemos identificado a
la gratitud con el gozo, y aquí empezamos hablando de la tristeza,
pues el arrepentimiento es una forma de tristeza, una especie de
remordimiento y un tipo de congoja por nuestra condición
pecaminosa y por nuestros pecados. Y este no nos parece el mejor
camino hacia la alegría. La fe nos mete en las profundidades de
nuestra situación y en el conocimiento de la verdad de nuestra
condición, y esto, en sí, no es causa de regocijo. Pero sí es un paso
necesario hacia la correcta expresión de gratitud que nos conducirá
a la felicidad. El paso es doble: la muerte del hombre viejo y la
vivificación del hombre nuevo.
El arrepentimiento no es solamente una tristeza: es también una
actitud hacia el pecado. Es una actitud positiva: de positiva
oposición al pecado y de un positivo odio hacia ellos. La palabra que
emplea el Catecismo es más fuerte que odio; dice el Catecismo que
tenemos que aborrecer a nuestros pecados. Esta doble actitud es
necesaria para el verdadero arrepentimiento: tristeza por ser
culpables y odio hacia el pecado.
El proceso de la conversión tiene dos lados: tristeza por nuestros
pecados y también hacer vivir al hombre nuevo. La vivificación del
hombre nuevo es, según el Catecismo, alegrarse de todo corazón.
Los dos pasos no son totalmente ad seriatem, uno después del otro,
sino que se dan simultáneamente. Una actividad se implica en la
otra. La tristeza por el pecado, si la sentimos sinceramente, es razón
de gozo. Así como extirpar un órgano infectado puede ser un
doloroso motivo de gozo y una segura esperanza de vida, así
también, el odio al pecado, a tal grado de evitarlo, es razón de gozo.
Tenemos que aprender a odiar el pecado con más profundidad, pero
con la misma eficacia, de lo que algunas personas odian el ajo o el
hígado con cebolla. Tal odio al pecado nos muestra que algo anda
bien dentro del alma. Este “algo bueno” es el hombre nuevo, y a él
tenemos que vivificar.
La manera de alegrarnos también es doble: es vivir conforme a la
voluntad de Dios y ejercitarnos en toda buena obra. Estas dos
actividades animan de gran manera al hombre nuevo. Son el único
antídoto contra una permanente decepción y una depresión malsana
por la pecaminosa situación del pecado en el mundo. Las dos cosas
mencionadas anteriormente son, en el fondo, lo mismo. Vivir
conforme a la voluntad de Dios es hacer buenas obras, y
ejercitarnos en toda buena obra es hacer la voluntad de Dios.
Las marcas de una buena obra. Necesitamos alguna manera para
identificar las buenas obras. Nosotros, siendo pecadores por
naturaleza, no podemos reconocerlas por su naturaleza.
Empleamos normas de nuestra cultura (que está lejos de ser
cristiana), o ciertos preceptos humanos, o la opinión pública, o la
nuestra personal. Ninguno de estos criterios nos da mucha
seguridad de poder identificar una buena obra. Buscaremos una
ventaja personal o, en el caso de algunos abnegados, el bien
público; pero no encontraremos una norma que sea subjetiva,
arraigada en nosotros mismos. Una obra buena no es simplemente
una obra que me cae bien a mí o que le gusta a la sociedad en que
vivo, o a un sistema político. Una obra buena es una que satisface
ciertos requisitos.
En primer lugar, una obra buena es la que brota de una fe sincera;
pero no de cualquier fe sincera, sino de una fe verdadera, una fe
salvadora. No podemos hacerlo aquí, pero debemos repasar todo lo
que hemos aprendido sobre la fe verdadera. Solamente una fe que
tiene como objeto al Señor Jesús puede ser calificada como una fe
verdadera. Además, tiene que ser una fe provocada por la Palabra
de Dios, producida por la autorrevelación misma de Dios. Una fe
espuria puede producir una obra, pero la obra no será obra buena
(dejando, por ahora, a un lado una consideración de la obra en sí),
según lo que Dios recibe como obra buena. (Es por esto que las
obras no pueden justificar, porque no las podemos hacer sino hasta
después de ser justificados).
En segundo lugar, la obra tiene que cumplir con la ley de Dios
antes de que la podamos considerar buena. Esto hace
indispensable una meditación en la Ley de Jehová. Hoy día hay
muchos que piensan que la Ley ya pasó de moda; que no tiene
importancia para el cristiano neotestamentario, pero están
seriamente equivocados. La Ley es necesaria para reconocer y
hacer buenas obras. Sin que tengamos esta instrucción no
tendremos ninguna garantía de que nuestras obras sean buenas.
Nuestra sentimentalidad o aun nuestras buenas intenciones no
pueden hacer buenas obras a las obras que no estén de acuerdo
con la Ley de Dios. Podemos hasta pecar con sentimientos sinceros
y buenas intenciones.
En tercer lugar, la obra tiene que ser hecha para la gloria de Dios.
No podemos decir que algunas obras, externamente buenas o
formalmente buenas, que hacemos para nuestro propio beneficio
sean buenas obras. El comerciante que es (más o menos), porque
sabe que esta es la única manera de retener a su clientela, no
puede presentar su honradez como una buena obra que exprese su
gratitud a Dios. Una buena obra, muestra honradez en todas las
esferas de la vida, por ejemplo, es la que hacemos a propósito,
intencionalmente para glorificar a Dios, para decirle a Él: “Gracias
por nuestra salvación, y por todas las otras bendiciones”.
Una obra que brota de una verdadera fe, que está de acuerdo con la
Ley de Dios y que se hace para expresar nuestra gratitud a Dios, es
una buena obra. Las demás no lo son. Por lo que se dice en esta
lección, se ve que el conocimiento de la Ley es de suma
importancia.
LECCIÓN 34
Lectura bíblica: Salmos 1:1-3; Salmos 19:7-10; Mateo 5:17-20; Marcos 12:28-34; Romanos
13:8-10

Introducción
Las buenas obras son una parte indispensable de la expresión de
gratitud. También son fruto de la naturaleza nueva que tenemos por
haber nacido de nuevo, regenerados por el Espíritu Santo,
justificados por gracia, por medio de la fe, y por ser la morada de
Dios en el Espíritu. Ya es de nuestra naturaleza el hacer buenas
obras.
Pero las buenas obras no son buenas por nuestro dicho. Solamente
son buenas las que Dios califica como buenas. Pudiera ser que
alguna vez fuera un misterio eso de cuáles son las buenas obras,
pero ya no es un misterio. Ya es revelación. Dios nos ha revelado lo
que son las buenas obras. Son las que brotan de una fe verdadera,
las que son conforme a la voluntad (la ley) de Dios, y las que se
hacen para su gloria. Esto ya lo aprendimos en la lección pasada.
Los puntos primero y tercero se confirman con una sincera
introspección; mas para el segundo necesitamos instrucción
especial y un estudio concienzudo sobre la revelación de la Ley de
Jehová. Para saber si nuestras obras son conforme a la Ley
necesitamos estudiar la Ley. Para saber cómo hacer las obras que
agradan a Dios, tenemos que estudiar la Ley. Para saber con
precisión lo que debemos hacer para que nuestras obras sean
buenas, tenemos que estudiar la Ley. Para vivir como cristianos,
entonces, tenemos que estudiar la Ley. Pues —¡ni modo!—
TENEMOS QUE ESTUDIAR LA LEY.
Pregunta 92
¿Cuál es la Ley de Dios?
Respuesta 92
Y habló Dios todas estas palabras (Éxodo 20:2-17; Deuteronomio
5:6-21). “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto,
de casa de servidumbre”.
Primer mandamiento: No tendrás dioses ajenos delante de mí.
Segundo mandamiento: No te harás imagen, ni ninguna
semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni
en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las
honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la
maldad de los padres sobre los hijos, hasta la tercera y cuarta
generación, de los que me aborrecen; y hago misericordia a
millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos.
Tercer mandamiento: No tomarás el nombre de Jehová tu Dios en
vano; porque no dará por inocente Jehová al que tomare su nombre
en vano.
Cuarto mandamiento: Acuérdate del día de reposo para
santificarlo; seis días trabajarás, y harás toda tu obra; mas el
séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra
alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni
tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis días
hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar y todas las cosas que en
ellos hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, Jehová bendijo el
día de reposo y lo santificó.
Quinto mandamiento: Honra a tu padre y a tu madre, para que tus
días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da.
Sexto mandamiento: No matarás.
Séptimo mandamiento: No cometerás adulterio.
Octavo mandamiento: No hurtarás.
Noveno mandamiento: No hablarás contra tu prójimo falso
testimonio.
Décimo mandamiento: No codiciarás la casa de tu prójimo, no
codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su
buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo.
Pregunta 93
¿Cómo se dividen estos diez mandamientos?
Respuesta 93
En dos tablas: de las cuales la primera enseña lo que debemos
hacer para con Dios; la segunda, lo que debemos hacer para con
nuestro prójimo.
Pregunta 94
¿Qué manda Dios en el primer mandamiento?
Respuesta 94
Que yo, que deseo la salvación de mi alma, evite y huya de toda
idolatría, hechicería, encantamiento, santiguación, superstición,
invocación de santos o de otras criaturas; y que conozca rectamente
al único verdadero Dios, en Él solo confíe con toda humildad y
paciencia, a Él solo me someta, y de Él solo espere todos mis
bienes. Finalmente que de todo corazón le ame, tema y reverencie;
de tal manera que esté dispuesto a renunciar antes a todas las
criaturas, que cometer la menor cosa contra su voluntad.
Pregunta 95
¿Qué es idolatría?
Respuesta 95
Es inventar o poner en el lugar que solo corresponde al Dios
verdadero que se ha revelado por su Palabra, o junto a Él, cualquier
otra cosa en la cual se ponga confianza.
El propósito de la Ley. Para descubrir el propósito de la Ley para
el día de hoy, tenemos que encontrar su propósito original, pues
nosotros no tenemos el derecho de cambiar el propósito de lo que
Dios tiene designado para su propio propósito. Tenemos que usar la
Ley según las intenciones de Dios para su empleo. Y Dios no ha
indicado que debemos cambiar el uso de la Ley por algo diferente
de lo que fue su original intención. Para emplearla correctamente,
entonces, tenemos que entender la original intención de la Ley.
Alguien que escribiera: “La dispensación de la promesa terminó
cuando de una manera temeraria Israel aceptó la Ley”, y luego
pusiera Éxodo 19:8, como texto de prueba para esta asombrosa
afirmación, seguramente no entiende el propósito de la Ley.
Tampoco tiene la debida reverencia por la Palabra de Dios. (Esta
nota se encuentra en la Biblia anotada por Scofield, página 19, en la
nota que corresponde a Génesis 12:1). Luego la nota agrega: “... en
Sinaí ellos cambiaron la ley por la gracia”. Pablo, por inspiración
divina, escribe algo diferente: “¿La ley es pecado? En ninguna
manera” (Ro. 7:7) y añade: “De manera que la ley a la verdad es
santa, y el mandamiento santo, justo y bueno” (vers. 12) y
“...sabemos que la ley es espiritual” (vers. 14). A Timoteo Pablo le
escribe, también por inspiración divina: “Pero sabemos que la ley es
buena, si uno la usa legítimamente... (1 Ti. 1:8). Pablo se refiere
aquí al hecho de que el hombre perverso, basándose en su
conocimiento de lo que le agrada a Dios, revelado a él por la ley,
puede emplear su conocimiento de la ley para hacer lo contrario y
blasfemar contra Dios. Pero esta posibilidad no niega que la ley sea
buena y que tenga propósitos buenos.
La Ley nunca tuvo el propósito de ser el medio de salvación, sino la
de proveer a los salvos comunión con Dios. El hombre israelita se
gloriaba de ser hijo de Abraham, y de participar en el Pacto con
Abraham; sabía que Abraham fue salvo por la fe (véase Gn. 15:6) y
que la Ley que vino 430 años después del Pacto no podía anular
ese Pacto (véase Gá. 3:17). La Ley fue dada al Pueblo del Pacto
para que pudiera hacer lo que agrada a Dios, y experimentar, así, su
bendición y presencia.
Dos enfoques hacia el amor. Dios dio su Ley para instruirnos en el
arte de amar. Uno de los propósitos de la Ley es ayudarnos en esta
rica experiencia. Nuestra naturaleza pecaminosa nos empuja hacia
el pecado. Pero los que somos salvos conocemos por experiencia el
amor de Dios, lo hemos experimentado. Queremos expresar nuestro
amor amando a Dios y amando a lo que Dios quiere que amemos.
El primer enfoque es el de amar a Dios (el objetivo) sobre todo (la
manera). Esto no es una adaptación de la Ley que Jesús haya
hecho, como algunos dicen, sino es la Ley misma (véase Dt. 6:5). El
segundo enfoque también fue promulgado en el mismo tiempo.
Tenemos que amar al prójimo (el objetivo) tal como nos amamos a
nosotros mismos (la manera). Aunque Jesús habló también de esto,
no fue original de él; citaba Levítico 19:18. Pablo y Santiago también
confirman esta enseñanza: el cumplimiento de la Ley es el amor.
Podemos agregar que solamente esta actitud hacia la Ley de Dios
nos puede guardar contra un legalismo, un fariseísmo, contra una
actitud de autojustificación. ¿Por qué se dice tanto contra la ley y su
importancia en la vida cristiana, cuando solamente nos instruye en
el amor, si no es porque somos, por naturaleza, odiadores y no
queremos amar? ¿Por qué hablamos contra la Ley si de veras
queremos amar a Dios, cuando la Ley nos enseña cómo hacerlo?
¿No será la razón el hecho de que la Ley, al enseñarnos el amor,
nos indica también lo mucho que hemos fallado?
Lenguaje de novios. El hecho de que Dios nos exija el primer amor
para Él; que lo amemos sobre todo, con todas las fuerzas, con todo
el corazón, con toda el alma y con toda la mente, no es una
exigencia irrazonable, sino que es una expresión de amor, en
lenguaje de amor en lenguaje de novios. Los novios siempre quieren
ser los únicos.
El amar a Dios sobre todo tiene implicaciones muy extensas que
van desde rechazar la idolatría y la hechicería y la hechicería hasta
la adoración de los santos y el uso del horóscopo, pasando por el
camino de las supersticiones y los encantamientos (mal de ojo y
limpias). Si pensamos que estas cosas tienen poder divino, les
concedemos atributos que pertenecen solamente a Dios. Además,
estas prácticas no son una expresión de gratitud y amor, sino que
representan un intento de manejar a las “fuerzas” para nuestro bien.
Son expresiones de egoísmo y no de amor.
Nos engañamos fácilmente. Pensamos que es posible que seamos
culpables de pecados como el robo, la mentira, el enojo o el
adulterio, pero que nunca servimos a los ídolos. La verdad es que
probablemente estemos activos actualmente en el servicio de los
ídolos. Porque un ídolo es todo lo que ocupa el lugar de Dios en
nuestra vida. Nuestros deseos, nuestras ambiciones, nuestras
concupiscencias, nuestro orgullo y nuestros egoísmos nos llevan a
hacer ídolos. Lo que no hacemos hoy en día es hacer ídolos de
metal, madera y piedra. Los que hacemos son más refinados (?):
son de ideas y pensamientos, imaginaciones y conceptos. Después
de todo, somos pecadores modernos.
Amar a Dios es reenfocar nuestro amor. Pablo dijo a los
tesalonicenses que se convirtieron de lo ídolos a Dios (véase 1 Ts.
1:9). La única manera de amar a Dios es “dejar a todos los demás
para dedicarnos a Él solo”, igual que en la ceremonia de bodas,
pues es el lenguaje de los novios.
LECCIÓN 35
Lectura bíblica: Deuteronomio 4:15-19, 5:8-10; Salmos 115:1-8; Romanos 1:18-25

Introducción
Venimos estudiando la ley de Dios. La ley de Dios es la expresión
toda de su voluntad, pero la encontramos resumida en “los diez
mandamientos”. Estos, desde el tiempo en que fueron dados por
Dios a su pueblo, han servido para instruirnos en la voluntad de
Dios. No han perdido su validez; siguen pertinentes, y siguen siendo
la base de una verdadera comunión, de la posibilidad de caminar
con Dios.
Estamos obligados por las exigencias de nuestra nueva naturaleza a
expresar nuestra gratitud a Dios por medio de nuestras obras. Esta
obligación no es una obligación que se nos imponga contra nuestra
voluntad, exigiendo de nosotros lo que no quisiéramos hacer. Todo
lo contrario, la obligación se debe a que, habiendo nacido de nuevo,
lo que más queremos hacer es la voluntad de Dios y, haciéndola,
agradar a Dios como una expresión de amor y gratitud. El estudio de
los diez mandamientos es un paso concreto hacia el cumplimiento
de esta obligación.
Hacer buenas obras tiene su lado negativo. Parte de hacer lo bueno
es no hacer lo malo. Adorar a Dios correctamente, que es una
buena obra (de acuerdo con las marcas de una buena obra: fundada
en una fe verdadera, realizada con el fin de glorificar a Dios, y
conforme a la ley de Dios), implica el no hacerlo equivocadamente.
Hacerlo mal, lejos de agradar a Dios, le ofende. Por eso, para hacer
lo bueno tenemos que saber cómo evitar hacer lo malo. Muchos de
los mandamientos nos enseñan a amar a Dios indicando los errores
que debemos evitar. El mandamiento que estudiamos hoy es una de
esos mandamientos que toman el enfoque negativo para enseñar lo
positivo.
Pregunta 96
¿Qué pide Dios en el segundo mandamiento?
Respuesta 96
Que no representemos a Dios por medio de alguna imagen o figura,
y solo le rindamos culto como Él ha mandado en su Palabra.
Pregunta 97
¿No es lícito hacer ninguna imagen?
Respuesta 97
Ni podemos, ni debemos representar a Dios de ninguna manera, y
aun en el caso de que fuese lícito representar a las criaturas, Dios
prohíbe hacer o poseer ninguna imagen destinada a ser adoradas o
empleada en su servicio.
Pregunta 98
¿No se podría tolerar las imágenes en las iglesias, como si fuesen
libros para enseñar a los ignorantes?
Respuesta 98
No, porque nosotros no debemos ser más sabios que Dios, que no
quiere instruir a su pueblo por imágenes mudas, sino por la
predicación viva de su Palabra.
A continuación. Los primeros mandamientos están íntimamente
ligados. Algunas personas combinan los dos primeros. Aunque
creemos que esto es un error, es válido notar la continuación
implícita en el pensamiento que subyace en estos dos
mandamientos. El primer mandamiento habla de la idolatría y nos
prohíbe tener otros dioses o aun pensar en la posibilidad de una
pluralidad de Dios. Dios es singular y único; no comparte su gloria
con nadie. El segundo mandamiento habla de la manera de rendir
culto a este Dios singular, y rendirle culto a (o a través de) una
imagen es también idolatría. Esto hace que, aunque haya una
distinción entre estos dos mandamientos, también haya una
continuidad. El primer mandamiento habla del Dios único y
verdadero; el segundo, de cómo hemos de rendirle culto.
Sinceramente mentirosos. Cualquier intento humano de reproducir
la grandeza de Dios en una imagen, por más sincero que fuera, no
sería más que una mentira. Si se pensara que fuera posible captar
la semejanza de Dios en una obra de arte, la persona que tuviera
tales pensamientos, aun con los más sinceros deseos de adorar a
Dios, sería un mentiroso sincero. Aun el pueblo de Israel, cuando
esperaba a Moisés quien estaba recibiendo la Ley de manos de
Dios, hizo un becerro de oro y le dio el nombre de Jehová,
pensando que era un fiel retrato del Dios que le sacó de Egipto
(véase Ex. 31:17-32:6). Jeroboam, el rey que apartó a Israel (del
norte) de la casa de David (el Mesías) y del Pacto, hizo lo mismo
(véase 1R. 12:25-29), y posteriormente los escritores sagrados se
refirieron a esto como “el pecado con que Jeroboam hizo pecar a
Israel”. El intento de hacer una representación de Dios da siempre
como resultado una separación de Dios y una perversión del
conocimiento del Dios verdadero.
La única manera legítima de hablar de Dios es la de repetir su
autorrevelación. Si la descripción varía en lo más mínimo de lo que
Dios dice de Sí mismo, nuestra descripción es falsa. Si no repetimos
al pie de la letra la revelación que Dios da de Sí mismo, nuestras
adiciones y omisiones hacen mentirosa la imagen construida. Toda
imagen humana tendrá que ser falsa y es terminantemente
prohibida. Dios no permite que hagamos imágenes de Él.
Una ayuda fatal. Dios no solamente no puede ser representado,
sino que no necesita de ayuda para hacer sentir su presencia. El
viejo hombre, contra quien todos luchamos, insiste en que no nos
acerquemos a Dios directamente. Nos engaña apelando a nuestros
sentimientos, experiencias subjetivas y cierta introspección, y nos
hace pensar que si hacemos uso de ciertos artefactos podremos
sentirnos más dedicados, entregados, concentrados, santos y
sinceros, poniendo en lugar de un acercamiento directo a Dios unas
ilusiones sentimentales provocadas psicológicamente, y nos hace
pensar que esto es culto. Lejos de ser una ayuda para rendir culto,
ello hace que lo que rendimos no sea culto, o si es culto, no es el
culto al Dios verdadero.
En este caso, como en muchos otros, ponemos nuestros deseos,
conceptos, opiniones o sentimientos en el lugar de la revelación de
Dios, engañándonos a nosotros al concentrarnos en nuestra
supuesta sinceridad. Después de todo, nos sentimos sinceros,
entregados, etc. Aunque esto no funciona solamente en cuanto al
uso de las imágenes en el culto, en nuestra cultura este es el motivo
más frecuentemente citado para el uso de las imágenes en el culto.
Dicen los que las usan: “Me ayudan para concentrarme y sentir la
presencia de Dios”. Esta ayuda, todo lo contrario de ser ayuda, nos
desvía y hace imposible el culto verdadero. El uso de las imágenes
en el culto, entonces, es una ayuda mortal. En este caso no es la
enfermedad, sino la medicina, lo que mata al paciente.
Una pedagogía perversa. La pregunta No. 98 tiene sus raíces en la
época de la Reforma, y en las prácticas comunes de aquel
entonces. Se trataba de justificar el uso de las imágenes en los
templos, diciendo que eran como libros para la mucha gente que de
veras no sabía leer los libros. No se oye mucho este argumento
expuesto con seriedad hoy día, pero en la práctica no está lejos de
nosotros.
En lugar de fijar la atención en la espiritualidad de Dios y en el
hecho de que tenemos que oír su voz para saber de Él, desvía la
atención, son como las ilustraciones exageradas en algunos
sermones: se recuerda la ilustración y se puede repetir, pero no se
recuerda cuál era el punto que ilustraba. Esta es una pedagogía
perversa.
Cómo es conocido Dios y cómo se le rinde culto a Él. La buena
obra de adorar a Dios y glorificarle se hace posible solamente con el
fiel ejercicio de las instrucciones que Dios nos da. Para adorar a
Dios tenemos que conocerlo y recibir de Él la enseñanza de cómo
rendirle culto. El Catecismo insiste en que la verdadera pedagogía
para ello es “la predicación viva de su Palabra”. Esta es la razón por
la cual las iglesias de la Reforma, como también lo hacían las
iglesias primitivas, hacen que la predicación sea el elemento
esencial en el culto. El ser humano, aun el regenerado, no ha
perdido todo su orgullo espiritual, piensa que, habiendo estudiado
pedagogía, ya sabe más sobre este asunto que Dios, y quiere
reemplazar la predicación por otras técnicas que, según el hombre
moderno, son más eficaces. Pero, como afirma el Catecismo, Dios
quiere instruir a su pueblo por medio de la predicación.
La predicación de que se habla aquí no debe confundirse con
oratoria, declamación o entretenimiento. La predicación que sea el
mero corazón del culto, es una fiel y clara exposición de la Palabra
de Dios. El Catecismo la llama una “predicación viva”. Es la
predicación que repite, en múltiples formas y con ilustraciones
bíblicas, la autorrevelación de Dios. Es repetir, con todo lujo de
detalles y aplicaciones, el contenido de la Biblia. Es insistir en las
enseñanzas de la Palabra de Dios, sobre todo en aquellas que nos
hablan de Dios, pues conocemos a Dios escuchando su propio
hablar, y escucharle es la parte esencial de rendirle culto.

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LECCIÓN 36
Lectura bíblica: Levítico 24:15-16; Deuteronomio 5:11; Ezequiel 36:19-23

Introducción
Ya hemos aprendido distintas maneras para caracterizar una “buena
obra”. La triple definición que el Catecismo nos ha enseñado es
quizá la más completa y la más útil, pero no es la única. La triple
definición reza así: Una buena obra es la que 1) se origina de una
sincera y verdadera fe en Jesucristo, 2) se convierte en un genuino
deseo, no fingido, de agradar a Dios, y 3) está hecha conforme a la
voluntad revelada de Dios, su Ley. Otra manera para caracterizar
una buena obra es diciendo que su esencia consiste en amor. La
Ley exige un amor con un doble enfoque: hacia Dios y hacia el
prójimo. La Ley, pues, es la instrucción en el amor; nos enseña a
amar a Dios y al prójimo.
La primera parte de la Ley (resumida en los diez mandamientos) nos
instruye en cómo amar a Dios. Ya hemos advertido algunos puntos
muy importantes en el arte de expresar nuestro amor hacia Dios.
(Aquí debemos notar la íntima relación entre “amar” y “expresar el
amor”, pues expresar el amor es amar, y amar es expresar el amor).
La primera cosa que aprendimos de la Ley es que amar a Dios es
no tener otros dioses; tener ídolos es lo contrario de expresar amor
hacia Dios. Un segundo punto en el aprendizaje de cómo amar a
Dios está muy relacionado con el primero: amar a Dios es no hacer
imagen de El, no usar la imagen de alguna criatura como si pudiera
representar a Dios o servir de acceso a Dios. Si amamos a Dios no
emplearemos imágenes para rendirle culto.
Hoy aprenderemos un tercer aspecto de nuestra expresión de amor
hacia Dios: el debido respeto, honra y reverencia a su Nombre.
Pregunta 99
¿Qué nos enseña el tercer mandamiento?
Respuesta 99
Que no solamente dejemos de blasfemar o profanar el nombre de
Dios por medio de falsos juramentos y maldiciones, y aun inútiles
juramentos; que no nos hagamos partícipes de tan horrendos
pecados al callar cuando los oigamos. En una palabra, que no
empleemos el santo Nombre de Dios, mas que con temor y
veneración, a fin de que Él sea rectamente confesado, invocado y
glorificado por nuestras palabras y hechos.
Pregunta 100
¿Es tan grave pecado profanar el Nombre de Dios por medio de
juramentos y blasfemias, que Dios también se enoja contra aquellos
que no se opusieron y no lo prohibieron con todas sus fuerzas?
Respuesta 100
Sí, porque no hay mayor pecado ni cosa que a Dios más ofenda que
el profanar su nombre, por lo cual mandó que esa maldad fuese
castigada con la muerte.
¿Qué hay en un nombre? Los nombres, en nuestra cultura, sirven
como marcas precisas de identificación; nos distinguimos, el uno del
otro, por medio de los nombres. Son etiquetas para indicar que Juan
no es Pedro, ni Graciela es Marcela. Sin embargo, también
empleamos el vocablo en el sentido de fama. Decimos que se
puede hacer daño al buen nombre de una persona, o que el nombre
de tal persona “suena”, o que “tiene peso”. En este último sentido
nuestros nombres son una valiosa posesión.
Pero aunque el hombre puede adquirir cierta reputación y renombre
que quedan asociados con la persona que lo lleva, el nombre que
llevamos, o que alguien nos pone, o que ponemos a otra persona,
no revela la personalidad, no es indicación de la persona, no
descubre su esencia. Por eso no siempre son vencedores los
Víctores, ni siempre tienen esperanza las que llevan este nombre.
Las Noemíes no son siempre tristes, ni los Pablos pequeños, y una
vez conocí a un Sr. Sordo que oía muy bien. Los Casanueva, en
cualquier idioma, pueden vivir en un jacal. Ni son siempre los Castro
del ejército.
El empleo bíblico de los nombres es diferente, y vale la pena tener
esto en mente cuando pensamos en las instrucciones que Dios nos
da en cuanto al empleo de su santo Nombre. En la Biblia el nombre
puede revelar el ser, la esencia, de una persona o de un objeto. Las
ciudades también portaban nombres que revelaban algo de sus
características, por ejemplo: la ciudad “Zoar”, en Génesis 19 es
pequeña. Algunos nombres son de una importancia reveladora muy
significativa. Los nombres Set, Moisés, Josué, Isaías, Satanás y
otros, contienen importante información reveladora. El nombre
JESÚS es, quizá, una de las más importantes ilustraciones de este
hecho.
Entonces, no solamente se identifica Dios con su Nombre de una
manera semejante a la manera en que nosotros nos identificamos
con el nuestro y nos ofendemos si se hace burla de él; sino que
cuando Dios se da Nombres a Sí mismo nos está dando una
revelación de su Ser, su Esencia, sus Atributos, o sea, de Él mismo.
Tomar en vano los Nombres de Dios es tomar en vano la revelación
de Dios, y es hacer burla de su propio Ser.
El uso del nombre ajeno. “Prestamos”, a veces, nuestro nombre.
Damos permiso a un familiar, amigo o conocido para “usar” nuestro
nombre. Y aquel que nos pide prestado nuestro nombre hace uso de
él para lograr ciertas ventajas, para conseguir entrada o para
convencer. Usamos juramentos cuando nos importa mucho que nos
crean o cuando la probabilidad de que confíen en nosotros es
mínima. Es una técnica para agregar peso a nuestras palabras y
para persuadir al otro a que haga lo que queremos. Los juramentos
en que usamos el nombre de Dios son casos especiales, de mayor
peso, del intento de convencer al otro.
En los tiempos bíblicos (y en otros tiempos) se hacia uso del
Nombre de Dios no solamente para dar más peso a la palabra, en el
sentido correcto, sino para engañar al prójimo. Hacían uso del
Nombre de Dios para hacer que el prójimo creyera una mentira. La
referencia primera y más inmediata de este mandamiento es a esta
perniciosa práctica. Hoy día cometemos este pecado con más
finura, no tan descaradamente. Aprovechamos el hecho de que
somos cristianos para hacer que el otro nos crea aunque no se a
verdad todo lo que digamos. Como cristianos somos portadores del
Nombre de Dios (El puso su Nombre sobre nosotros, “somos
llamados por su nombre —Isaías 43:7— y muchos otros textos), y
hacer uso de nuestro nombre de “cristianos” para persuadir es hacer
uso del Nombre de Dios, y esto puede ser tomarlo en vano.
Dar fama a Dios. El Catecismo nos enseña lo que ya sabemos,
pero que, a veces, preferiríamos no saber: que tenemos que
emplear el nombre de Dios de tal manera “que Él sea rectamente
confesado, invocado y glorificado por nuestras palabras y hechos”.
Para decirlo de otra manera, tenemos que dar buena fama a Dios,
en el decir y en el vivir.
El empleo del Nombre de Dios, en el sentido más amplio, tiene que
hacerse, según el Catecismo, “con temor y veneración”. La actitud
con que tratamos el Nombre, la revelación, la fama y la persona de
Dios, y, sobre todo, la manifestación de esta actitud en nuestro estilo
de vivir, en nuestro sistema de valores y en nuestro respeto (o falta
de el) hacia las cosas espirituales, es parte de nuestro “tomar el
Nombre de Dios”. Si en nuestra vida revelamos que los valores
diferentes a los espirituales tienen el primer lugar, estamos tomando
en vano el Nombre de Dios.
Todo esto implica la necesidad de conocer a Dios. No podemos
hablar correctamente de Él sin que tengamos conocimiento de Él.
No vale hacer especulaciones sobre la naturaleza de Dios; tenemos
que hablar con “conocimiento de causa”. El que va a emplear el
Nombre de Dios tiene que conocer a Aquel, a Quien el Nombre
pertenece. Este mandamiento exige de nosotros un diligente estudio
de la Palabra de Dios para poder emplear el Nombre de Dios tal
como Dios mismo lo emplea.
La serenidad del asunto. Son pocos los crímenes que merecen el
castigo extremo, el de privar de la vida a alguien. El Catecismo nos
hace notar la gravedad del crimen, y hace bien al hacérnoslo notar,
pues nosotros, infectados por nuestra cultura, tomamos muy a la
ligera este crimen. Nos parece casi increíble que este sea un crimen
de los más graves, uno que merezca que se prive de la vida al
culpable. Nosotros tenemos que aprender a tomar este crimen con
la misma seriedad con que Dios lo toma. Esto no quiere decir, por
supuesto, que tengamos que buscar que en las leyes de nuestro
país se agregue que la blasfemia sea castigada con la muerte
(están tan lejos nuestras leyes del concepto de Dios que la
blasfemia ni es crimen, ni mucho menos uno que merezca la
muerte), sino que aprendamos esto, para nosotros mismos, lo
importante que es, para agradar Dios, el correcto uso de su santo
Nombre.
LECCIÓN 37
Lectura bíblica: Deuteronomio 6:13-15, 10:20-21; Isaías 48:1-2; Mateo 5:33-37; Hebreos
6:13; Santiago 5:12

Introducción
En la lección anterior empezamos nuestro estudio sobre el tercer
mandamiento. ¿Por qué se dedican dos lecciones a este asunto?
No cabe duda que para entender el Catecismo tenemos que
preguntar esto, pues para entender a fondo algo tenemos que
descubrir su propósito o su intención. Este es también el caso con la
interpretación bíblica. No podemos interpretar los textos según la
manera en que los queremos aplicar, sino que tenemos que
descubrir su intención o su propósito.
Siempre ha sido un problema conseguir que un testigo dé a sus
palabras el valor que deben tener. La necesidad de encontrar una
manera de obligar a un testigo a decir la verdad, aunque triste, es
real. Las sociedades humanas recurrieron a la idea de hacer jurar al
testigo en el nombre de algo (o de alguien) que todos respetaran o
que todos estimaran de gran valor. Dios, los dioses, los huesos del
padre o del abuelo, la madre (de ahí la terrible ofensa de “mentar la
madre”), etc., fueron posibilidades todas para ayudar en el proceso
de exigir al testigo que dijera la verdad. En la Edad Media, en el
mundo occidental gobernado por la Iglesia, el Nombre de Dios fue
útil para estos propósitos, y el Nombre de Dios llegó a formar parte
de los juramentos y de los votos.
Después de la Reforma, ocurrida unos pocos años antes de que se
escribiera el Catecismo de Heidelberg, se preguntaba acerca de si
esta práctica era legítima o no. Cuando dentro de las iglesias
reformadas se empezó a estudiar la Biblia de nuevo y a preocuparse
por hacer la voluntad de Dios, como guía para expresar gratitud por
la salvación, se preguntaba que si, a la luz del tercer mandamiento,
era legítimo hacer votos y jurar en el Nombre de Dios. El problema
era agudo, porque si no estaba permitido por el tercer mandamiento,
entonces, el gobierno exigía algo que el cristiano no podía hacer.
Esta lección 37 del Catecismo lleva como propósito arrojar luz sobre
este asunto. Lo agudo del problema no se siente hoy en día, pero el
problema todavía existe.
Pregunta 101
¿Se puede jurar santamente en el nombre de Dios?
Respuesta 101
Sí, cuando el magistrado o la necesidad así lo exijan para sostener y
confirmar la fe y la verdad, para la gloria de Dios y el bien de nuestro
prójimo. Pues tal manera de prestar juramento está fundada en la
Palabra de Dios y, en consecuencia, ha sido rectamente empleada
por los santos, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.
Pregunta 102
¿Es lícito jurar por los santos u otras criaturas?
Respuesta 102
No. Porque el legítimo juramento es una invocación de Dios, por la
cual se le pide a Él, como el único que ve los corazones, sea testigo
de la verdad, y castigue si el juramento es falso; este honor le
corresponde a Él.
La naturaleza del juramento. Debemos empezar nuestro estudio
de este asunto con lo que nos enseña la pregunta No. 102 y su
respuesta. La respuesta da una definición del juramento. Dice que el
juramento legítimo es una “invocación de Dios”. Si es así, entonces,
el asunto cae dentro de lo que está cubierto por el tercer
mandamiento. En el juramento llamamos a Dios a que venga a
participar con nosotros para que preste su prestigio y su renombre a
lo que afirmamos. El juramento, en nombre de Dios, involucra a Dios
en nuestra palabra.
Esto lo hacemos en menor grado cada vez que involucramos a otra
persona en lo que afirmamos. Decimos algo así: “Como mi amigo,
aquí, sabe...”, y luego soltamos una afirmación que el amigo no
aprobaría de ninguna manera; pero por el compromiso de la
situación no se atreve a decir nada. Se oye con frecuencia, y
también usamos la fórmula: “Dios sabe que yo...”. Formulamos un
juramento cuando hacemos partícipe a otro en lo que afirmamos con
el fin de aumentar el valor testimonial de nuestra afirmación.
El juramento puede ser legítimo y necesario. Algunos de los
pasajes bíblicos señalados anteriormente parecen prohibir todo
juramento y, de hecho, muchos han interpretado estos textos de esa
manera. A la luz de esto nos encontramos con la obligación de
explicar cómo es que podemos afirmar, con el Catecismo, que
puede ser posible, oportuno y correcto el juramento. Además, el
Catecismo asevera que el “prestar juramento” está fundado en la
Palabra de Dios. Lo lícito del juramento, dice, está afirmado por la
Biblia.
La pregunta No. 101 contiene, en su formulación, la palabra
“santamente”. También se puede traducir la palabra que se
encuentra en el original como “religiosamente”. La pregunta es,
entonces, si podemos de acuerdo con nuestra relación con Dios,
como una expresión de nuestra gratitud y para dar honor a su
Nombre, hacer uso de este Nombre en un juramento.
Negativamente, la pregunta sería si siempre es profanar el Nombre
de Dios al emplearlo en un juramento. El Catecismo responde “SI” y
“NO”, respectivamente, a estas dos preguntas. (Se puede informar
que los hermanos de la “Reforma Radical”, los anabautistas, los
menonitas, los quákeros, etc., enseñan que, de por sí, el jurar es
pecaminoso, o sea: su respuesta es lo contrario a la de las iglesias
históricas).
Los textos citados enseñan que el cristiano debe hablar de tal
manera que toda palabra suya sea tan cierta como si fuera un
juramento. El nombre de Dios, en algún sentido, ya está involucrado
en toda afirmación de un hijo de Dios. Por eso, aunque nuestra
afirmación no tenga forma de juramento, en efecto lo es, y no
debemos hacer distinción entre la verdad que afirmamos
normalmente en la vida cotidiana, y la verdad jurada. En este
sentido no debemos “jurar”, sino que cada “sí” sea “sí” y cada “no”,
“no”. No nos es lícito diferenciar entre el “sí” y el “no” de nuestras
afirmaciones en el diario vivir y el “sí” y el “no” de nuestro juramento.
Para poder decir que es lícito hacer juramento y que no siempre es
pecado hacerlo, ponemos el ejemplo de Dios mismo. Muchas veces
la manera de declarar el Pacto está en forma de juramento, así
como también otras comunicaciones de Dios hacia la humanidad,
por ejemplo: Ezequiel 33:11. El pasaje citado anteriormente,
Hebreos 6, nos informa del juramento de Dios. También, además de
dar su propio ejemplo, Dios manda que en algunas circunstancias
se haga juramento, por ejemplo, Éxodo 22:10, 11, y que el
juramento sea “juramento de Jehová”, o sea, en nombre de Dios.
Encontramos otro ejemplo en Números 5:19-21. También Abraham
hizo jurar a sus siervos, con la evidente aprobación de Dios, en
Génesis 24:1-3, 8-9. La fórmula “de cierto, de cierto” con que Jesús
tan frecuentemente introducía sus palabras, es una forma de
juramento. Pablo, en Romanos 1:9; 2 Corintios 11:31; Filipenses 1:8
y otros lugares, hace juramento poniendo a Dios como testigo. Dios
no se contradice; las que pueden ser contradictorias son nuestras
interpretaciones. Dios no manda que hagamos lo que es pecado, ni
lo permite. Tenemos que concluir que, a veces, jurar es permitido, es
legítimo y es necesario.
Solamente en nombre de Dios. Lo que no está permitido al
creyente es usar, en el juramento, el nombre (o el ser) de otra cosa,
como si fuese Dios. Decimos la verdad porque Dios es el testigo de
todo lo que decimos, y toda afirmación nuestra se hace en el
contexto de hacer su voluntad. La verdad es determinada por Dios;
la verdad es lo que dice Dios.
La buena obra que Dios nos exige para expresarle nuestra gratitud
es amarle. Le amamos haciendo buen empleo de su nombre. Esto
exige que digamos la verdad siempre por ser redimidos, por ser de
Él, por ser sus hijos adoptados. La Ley nos enseña cómo amar.
Amamos a Dios no haciendo juramento en otro nombre, no por los
“santos”, ni por otras criaturas, sino que decimos la verdad y, en
ocasiones, juramos la verdad, para glorificar solo a Dios, y a ningún
otro. Esto también es no usar el Nombre de Dios en vano, porque
Dios no dará por inocente al que tome su Nombre en vano.
LECCIÓN 38
Lectura bíblica: Éxodo 20:8-11; Deuteronomio 5:12-15; Isaías 58:13-14; Jeremías 17:19-27;
Hebreos 4:1-11, 10:25

Introducción
Seguimos recibiendo instrucciones de cómo amar a Dios. Habiendo
renacido por su gracia, sentimos el impulso interno de glorificarlo y
alabarlo mediante nuestras acciones (lo que llamamos “buenas
obras”). Pero los límites de nuestro ser finito y las perversiones del
pecado hacen que necesitemos instrucción sobre el asunto. Porque,
si hemos de amar a Dios, tenemos que hacerlo como Dios quiere
ser amado. La primera parte del resumen de la Ley (“los diez
mandamientos”), nos da esta instrucción. La segunda parte trata
también del amor, solamente que esta parte nos enseña a amar al
prójimo.
Ya hemos aprendido que para amar a Dios, tal como Él quiere ser
amado, tenemos que reconocer su exclusividad; solo Él es Dios. No
nos permite tener otros dioses. También, para amarle como
debemos hacerlo, se nos está prohibido hacer imagen de Él o
adorarle (rendirle culto) por medio de una imagen. Así mismo, amar
a Dios de un modo correcto, es hacer buen uso de su Nombre, no
tomándolo en vano y usándolo solamente para decir la verdad,
sobre toda la verdad acerca de Dios, la que es su propia
autorrevelación. Hoy aprenderemos un punto más en este curso
sobre el amor: amamos a Dios recordando su día.
Pregunta 103
¿Qué ordena Dios en el cuarto mandamiento?
Respuesta 103
Primero, que el ministerio de la Palabra y la enseñanza sean
mantenidos, y que yo frecuente asiduamente la iglesia, la
congregación de Dios, sobre todo el día de reposo, para oír la
palabra de Dios, y participar en los Santos Sacramentos, para
invocar públicamente al Señor, y para contribuir cristianamente a
ayudar a los necesitados.
Además, que todos los días de mi vida cese de mal obrar, para que
sea Dios mismo quien obre en mi corazón por su Espíritu y, de este
modo, pueda empezar en esta vida el sábado eterno.
Dos enfoques equivocados. Hay dos errores en cuanto a la
interpretación de este mandamiento, los cuales están en nuestro
contexto inmediato. El más notable de ellos, aunque quizá el que
nos ofrece la menor tentación para practicarlo, pero que sí siembra
duda en la mente de muchos creyentes, es el error que hacen los
adventistas. Ellos enseñan que este mandamiento es clave y que
distingue a la verdadera iglesia de la falsa. Además, interpretar este
mandamiento con un “literalismo” excesivo. Cometiendo el mismo
error que los fariseos en el tiempo de Jesús, enseñan que el día de
reposo tiene que ser el día número siete (empezando desde las seis
de la tarde del día seis), y que es menester cumplir con un
reglamento riguroso de actividades permitidas y prohibidas.
Enseñando además que de esto, en gran medida, depende la
posibilidad de alcanzar la salvación.
El segundo error es casi lo contrario. Los que practican este error
—que son muchísimos— dicen que el día de reposo pertenecía al
Antiguo Testamento, al judaísmo, y que en los tiempos del Nuevo
Testamento no tenemos que guardar el día de reposo. Es casi
seguro que todos los lectores de estas líneas han oído un
argumento semejante. Su manera de decir esto expresa tanto
desprecio por la idea de guardar el Día del Señor, que se pensaría
que es un pecado aun pensar en la posibilidad de mantener un día
santo. Usan dos argumentos principales. El primero reza así:
guardar el día de reposo fue mandado en el Antiguo Testamento;
pero como no se repitió —dicen ellos— en el Nuevo Testamento, no
es obligatorio en nuestra época. Contestamos con esta pregunta
¿De cuántos volúmenes consta la palabra de Dios? ¿De dos o de
uno? Pero, aun si fueran dos tomos diferentes de la misma obra no
sería necesario repetir todo el primer tomo en el segundo para que
las afirmaciones sean válidas. La palabra de Dios es una sola obra,
un solo libro, y no es necesario que en los capítulos posteriores se
repita todo lo de los anteriores para hacer que lo anterior tenga
validez.
El segundo argumento es semejante. Dicen, los que piensan que no
debemos guardar el día de reposo, que este mandamiento era parte
de la ley ceremonial, parte del ritual que fue abrogado con la venida
de Cristo como fueron los sacrificios, la circuncisión, el sacerdocio,
la pascua, etc. Respondemos que este cuarto mandamiento no es, y
nunca fue, parte de la ley ceremonial. Siempre formó parte de los
Diez Mandamientos, de las “diez palabras”, como decían los judíos.
Siempre fue, y todavía es, una parte de la instrucción para amar a
Dios. No tenemos derecho de tratar este mandamiento de una forma
diferente de la manera que estimamos los otros nueve. No tenemos
permiso para reducir los Diez Mandamientos a nuevo. ¿Cómo
sonaría eso de hablar de los “nueve mandamientos”?
Dos enfoques complementarios: Cualquiera que lea los diez
mandamientos en el Éxodo y después en Deuteronomio notará que
la manera de exponer el cuarto mandamiento es diferente en cada
caso. En Éxodo vemos que la razón que subyace en el
mandamiento es la actividad de Dios, y en Deuteronomio la razón es
la de recordar la redención. Estos dos enfoques complementarios
son las pautas para la aplicación del cuarto mandamiento en nuestra
vida.
En Éxodo se nos exhorta a amar a Dios imitándolo. Dios hizo el
universo en seis días y descansó en el séptimo, estableciendo así
cierto ritmo en la creación Hay un dicho que dice más o menos de
esta manera: “La imitación es la más sincera alabanza”. Dios nos ha
exhortado a imitarlo en la organización de nuestra vida. Se nota en
el texto bíblico que el énfasis está en la totalidad de la vida: Los
siervos y los animales (de carga) también participan en el descanso,
hasta los huéspedes. En este sentido, es importante notar que el
mandamiento no habla solamente de reposo, sino que menciona
primero el trabajo. Dice (en los dos textos) “Seis días trabajarás...”.
Debemos imitar a Dios trabajando seis días y descansando uno. En
el trabajo le servimos y lo imitamos tanto como en el descanso.
En Deuteronomio el texto bíblico se enfoca en la manera de cumplir
con el descanso. El Pueblo de Dios de aquel entonces tenía que
recordar que fueron esclavos y que Dios los salvó de la esclavitud
con mano fuerte, o sea, que tenían que meditar en su salvación.
Una manera importante para expresar el amor hacia Dios y
aumentar los motivos de ese amor, es el de meditar en lo que ha
hecho Dios para el eterno descanso de su pueblo.
Una aplicación singular. El Catecismo fija la aplicación del cuarto
mandamiento para nosotros y para la época en la que vivimos.
Guardamos el mandamiento sosteniendo el ministerio de la Palabra
y promoviendo la enseñanza de ella. Apartamos un día para ello,
pero no basta simplemente apartar el día: tenemos que emplear el
día en estas actividades. En este punto el Catecismo se vuelve muy
personal: me hace decir que yo asista asiduamente a los cultos, que
yo esté en la congregación; que yo esté dispuesto a oír la Palabra
de Dios y participar en los sacramentos, para participar en las
oraciones que hacen en común, y para que yo esté presto para
contribuir cristianamente... o sea, para dar mis ofrendas. Todo esto
es guardar el cuarto mandamiento.
Es obvio que “reposo”, en términos de este mandamiento no quiere
decir inactividad, sino libertad de estar atrapados por nuestro diario
trabajo. Expresamos nuestra libertad olvidando “nuestra chamba” y
dirigiendo nuestra atención a Dios y a su palabra. El reposo consiste
en otros tipos de actividades; un tipo que se dirige más directamente
a explorar y enriquecer nuestra relación con Dios y de este modo,
adorarlo.
La idea de apartar un día para expresar nuestro afecto y cariño no
está lejos de nuestra experiencia diaria. Guardar el día de un ser
querido es parte de la expresión de nuestra amistad y amor hacia
esa persona. Por eso, los maridos se afanan por recordar el
cumpleaños de su esposa y su aniversario. Dios no tiene
cumpleaños; pero, en cierto sentido hay un aniversario. La palabra
hebrea que es la raíz de nuestra palabra “sábado” quiere decir
“reposo”, el “séptimo”, o “un séptimo (1/7)”. Con nuestro dinero
diezmamos, con el tiempo “septimamos”, o sea usamos 1/7 de
nuestro tiempo para dedicarnos directamente al tipo de actividades
específicas en el mandamiento. Esta séptima parte, para el
cristiano, es la celebración del “Día del Señor”. Al igual que el
diezmo, por el cual indicamos que todo lo nuestro es del Señor,
simboliza la total entrega de las posesiones; el guardar el cuarto
mandamiento, dando al Señor “el séptimo”, simboliza la total entrega
de todo nuestro tiempo para el servicio de Dios.
LECCIÓN 39
Lectura bíblica: Deuteronomio 5:16, 27:16; Mateo 15:3-6; Marcos 7:10-13; Efesios 6:1-3

Introducción
Se han preguntado algunas veces si el quinto mandamiento
pertenece a la primera o a la segunda tabla de la Ley. Algunos dicen
que este mandamiento trata de nuestro amor hacia Dios, a Quien
tenemos que amar sobre todo; otros dicen que aquí se trata del
amor hacia el prójimo, a quien tenemos que amar como nos
amamos a nosotros mismos. La pregunta surge de la inquietud de si
el “honor al padre y a la madre” es una expresión de amor nada más
hacia ellos, o si es una manera de amar a Dios. No cabe duda: todo
el amor que debemos expresar al prójimo se debe al amor hacia
Dios. No amamos al prójimo en lugar de amar a Dios, sino como
parte de nuestro amor a Dios amamos al prójimo porque nuestro
amor hacia Dios lo exige.
Pero en el quinto mandamiento la relación con Dios es más directa.
No amamos a los padres simplemente porque Dios lo exige, sino
que obedecer a Dios es tratar a sus representantes con el debido
respeto (podemos agregar que la idea de las dos tablas no se
refiere a una división de materias en los diez mandamientos, sino
que la Ley era un contrato, convenio o pacto, ya que había una
copia para cada parte). Toda la Ley es instrucción en el amor hacia
Dios, directa hacia Él o indirectamente en las relaciones sociales:
también amamos a Dios amando a nuestros prójimos.
Pero con todo esto, el quinto mandamiento, parece no tratar
simplemente del amor hacia el prójimo, sino que tiene que ver con
las estructuras de autoridad, con reverencia, obediencia, honor y
sumisión, que van más allá y con un sentido más profundo que el
amor hacia el prójimo. Suena extraño pensar en los padres y en los
otros representantes de autoridad como “prójimos”. El quinto
mandamiento trata más directamente de las normas para amar a
Dios.
Pregunta 104
¿Qué manda Dios en el quinto mandamiento?
Respuesta 104
Que muestre a mi padre y a mi madre y a todos mis superiores,
honor, amor, y fidelidad; que me someta obedientemente a sus
buenas enseñanzas y castigos, soportando también pacientemente
sus flaquezas, pues Dios quiere regirnos por medio de ellos.
Una cuestión de autoridad. Lo que se manda en el quinto
mandamiento no es el mero afecto natural. El ser humano, de por sí,
tiene una capacidad para amar, a pesar de las tergiversaciones por
el pecado, suele manifestarse en una de sus más bellas y profundas
formas en el amor familiar, y sobre todo en el amor entre padres e
hijos. Aunque el poder del pecado es tan grande que puede pervertir
aun esta relación de amor delos hijos para con sus padres, este
amor se da con verdadera sinceridad entre los incrédulos tanto
como en los cristianos. Y aunque este amor debería presentarse
con expresiones más hondas entre los creyentes, no es siempre así.
Pero entre los creyentes y los que no lo son se practica el amor
hacia los padres, y aun en nuestro mundo de torcidas relaciones
sociales, el amor de los hijos hacia sus padres no está totalmente
ausente, por la misericordia de Dios. Esto es bueno, bello,
recomendable y constituye una razón para expresar gratitud, pero
no es precisamente lo que ordena el quinto mandamiento (aunque
tampoco va en contra de ello).
El quinto mandamiento trata acerca de autoridad y obediencia.
Nótese que la palabra “amor” no se emplea en el mandamiento; se
emplea “honra”. En Levítico 19:3 dice “temerá”, y se emplea el
mismo verbo con dos complementos, “padre y madre” y “días de
reposo”: Esto nos confirma en la opinión que el mandamiento se
refiere a algo más que mero afecto. El verbo honrar indica
reverencia y respeto que se deben a las personas de autoridad, a
las personas “mayores”, sean de edad o de posición, en la sociedad
y en la iglesia.
La autoridad es espiritual y hay que distinguirla de la fuerza o del
poder. El diablo tiene poder o fuerza, pero no tiene autoridad. En
nuestra sociedad, y también en la sociedad de la Biblia, la autoridad,
la autoridad les fue dada a los maestros, magistrados, gobernantes,
jueces, etc., en virtud de su oficio y por investidura. La investidura
misma es un reconocimiento de que la autoridad no es de ellos,
aunque sea posible que tengan la fuerza para imponerla; pero, por
otro lado, pueden ejercer la autoridad aunque no la mantengan por
la fuerza. Uno de los males de nuestra época es el de confundir el
poder con la autoridad, y esto se convierte en un problema moral
fuerte para los cristianos que viven donde se ejerce el poder como si
se tuviera la autoridad. No podemos afirmar que todo gobierno que
exista por la fuerza tenga, por esto, legítima autoridad. Toda
autoridad viene de Dios; no así el poder.
El lugar donde nos toca aprender la autoridad es con la autoridad
inmediata superior. En la organización social en los tiempos bíblicos,
esta era la del padre y la madre. También el punto “pedagógico”. Es
donde aprendemos a sujetarnos a la autoridad. La organización
social exige la enseñanza de la autoridad en la familia. La falta de
autoridad en la familia, que destruye la familia, siempre tiene
drástica repercusión en la sociedad, pues no hay la debida
enseñanza de la autoridad, y menos el debido aprendizaje de ella.
Volvemos al punto del afecto familiar: puede haber mucho afecto
pero poca autoridad; esto es dañino para la sociedad.
Este mandamiento exige a los cristianos una sana vida familiar, una
correcta administración de autoridad en la familia; un respeto hacia
los padres como parte de la reverencia hacia Dios. Ahí en la familia
aprendemos que Dios tiene autoridad sobre nosotros y aprendemos
a darle a Él el debido honor.
Obediencia y promesa: Debemos notar que el mandamiento no se
dirige, en primer término, a los que están en puestos de autoridad,
sino a “los de abajo”. Dios habla aquí a los hijos directamente, no a
los padres. También es un mandamiento en forma positiva, como el
anterior; no es una prohibición, como los demás mandamientos; sino
una prescripción, un precepto directo.
Pablo, en Efesios 6:2-3, dice que es el primer mandamiento con
promesa, y repite la promesa: “...para que te vaya bien, y seas de
larga vida sobre la tierra”. Aquí tenemos que recordar que los
mandamientos fueron dados al Pueblo de Dios recién redimido. Este
mandamiento, como los otros, es para la Iglesia, no para el mundo
en general. No son reglas generales para el buen éxito, sino
instrucciones dadas al Pueblo de Dios para que pueda disfrutar de
la presencia y comunión con Dios, habiendo sido ya redimido por su
gracia. No cabe duda de que lo que trae bendición al pueblo puede
ser también de beneficio al mundo; pero la Ley en su totalidad,
como hemos dicho es enseñanza en la gratitud, es instrucciones en
el amor. El mandamiento tiene sentido y la bendición ofrecida atrae
a la persona que ya reconoce la AUTORIDAD DE Dios, tal como
está ejercida en Cristo, quien dijo: “Toda potestad me es dada...”
(Mt. 28:18).
El que me ama —dijo Jesús— cumple mis mandamientos. La
obediencia es una expresión de amor, es una relación amistosa y
honrosa, de abajo hacia arriba. La promesa que acompaña este
mandamiento nos enseña que este amor es correspondido. El
propósito del mandamiento es el de ser, entonces, un canal de
bendición. La actitud de sumisión que la obediencia presupone llega
a ser el medio por el cual disfrutamos de las bendiciones inherentes
al mandamiento. Las bendiciones son dos: que nos vaya bien (lo
que no implica “éxito” en el sentido del mundo) y que nuestra vida
sea larga (plena) sobre la tierra.
No debemos interpretar la promesa en el sentido de que los niños
desobedientes tendrán que morir jóvenes, mientras que los sumisos
llegarán a ser viejos, aunque algo hay de verdad en el refrán: “el que
no oye consejo, no llega a viejo”. Hay un aspecto escatológico en la
promesa, una referencia a su cumplimiento en la nueva tierra, en
una nueva creación. Pero quizá lo más acertado sería interpretar la
expresión “larga vida”, tal como está empleada muchas veces en la
Biblia, en el sentido cualitativo de “amplia” vida, de una “rica” vida,
de una “muy llena”. De una vida rica, llena, repleta de bendiciones y
gratas experiencias de vivir en paz con Dios, que no tiene que ver
necesariamente con el número de años, sino con la calidad de ellos.
LECCIÓN 40
Lectura bíblica: Génesis 9:5-6; Éxodo 20:13, 21:12-25; Mateo 5:21-26; Santiago 1:15, 4:1-4

Introducción
No cabe duda que al estudiar este mandamiento ya estamos en la
parte de la ley que está resumida en las palabras: “Amarás a tu
prójimo como a ti mismo”. El enfoque de esta parte de la Ley es el
de la obligación nuestra de desarrollar una sociedad humana que no
solamente sea de mayor beneficio para los seres humanos, sino que
agrade a Dios.
Al fin y al cabo, la sociedad humana se reduce a relaciones
humanas, y estas a nivel personal. Por más importantes que sean
las leyes, las organizaciones y las estructuras sociales, la sociedad
en su fundamento tiene que ver con la manera en que una persona
se relaciona con otra. Por más abnegado que sea el ser humano,
personal o colectivamente, no puede deshacerse de su
egocentrismo (que es pecado y causa de pecado) y dedicarse al
bien del otro. Por el pecado que hay en el mundo (y en nosotros) el
ser humano se afana por defenderse (de los demás) y buscar su
propio bien, sea este el bien particular o el del grupo. Necesitamos
alguna norma que nos llegue desde arriba y que pueda regir tanto
en una sociedad nueva, como en la personal entre prójimos. La
segunda parte de la Ley cumple con esta función.
Nos conviene recordar que la Ley no puede hacer personas nuevas,
ni aun una sociedad nueva. Solamente la gracia de Dios en Cristo
Jesús puede hacer nuevo al ser humano, y hacer que estos nuevos
hombres formen una sociedad nueva. La Ley es la instrucción para
estos seres humanos —nacidos de nuevo por la Palabra— en el
arte de establecer una sociedad nueva y cristiana. Esta sociedad se
logra solamente haciendo social la práctica personal. Los que
hemos nacido de nuevo por la gracia de Dios, tenemos la obligación
(una exigencia de nuestra propia y nueva naturaleza) de poner en
práctica las instrucciones de Dios relativas al amor hacia el prójimo,
y establecer así una nueva sociedad de amor. Pero la práctica no es
solamente personal: tenemos que esforzarnos para lograr una
sociedad nueva y justa, basada en el amor que “ama al prójimo
como a sí mismo”. El sexto mandamiento, que trata del respeto que
debemos a la persona y a la vida del prójimo, nos inicia
directamente en el arte de amar al prójimo.
Pregunta 105
¿Qué exige Dios en el sexto mandamiento?
Respuesta 105
Que ni por mis pensamientos, mis palabras, mi actitud, y menos por
mis actos, por mi mismo o por medio de otro, llegue a injuriar, odiar,
ofender o matar a mi prójimo; por el contrario, que renuncie a todo
deseo de venganza; que no me haga mal a mi mismo o me exponga
temerariamente al peligro. Para impedir esto, el magistrado posee la
espada.
Pregunta 106
¿Este mandamiento solo prohíbe matar?
Respuesta 106
Al prohibir el homicidio Dios nos enseña que Él detesta todo lo que
de ellos se origina, como la envidia, el odio, la ira, y el deseo de
venganza, considerando todo esto como verdadero homicidio.
Pregunta 107
¿Es suficiente, como hemos dicho, el no matar a nuestro prójimo?
Respuesta 107
No; pues Dios, condenando la envidia, el odio y la ira, quiere que
amemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, usando para
con él toda benignidad, mansedumbre, paciencia y misericordia,
impidiendo, hasta donde no sea posible, el mal que le podría
sobrevenir, y haciendo bien incluso a nuestros enemigos.
La prohibición explícita. Los comentaristas están, en su mayoría,
de acuerdo en que la palabra que se emplea en el sexto
mandamiento, tanto en hebreo como en griego, puede traducirse
mejor por “Asesinar”. Lo que se prohíbe es algo más específico y un
poco diferente del mero hecho de privar de la vida a alguien. Si la
prohibición fuera contra la privación de la vida de una(s) persona(s)
a otra(s), la Biblia misma sería culpable de ofrecer ejemplos de lo
que ella misma prohíbe. En el lenguaje, en la vida y en la Biblia no
hay frase que no necesite interpretación en términos de su contexto.
Sin su contexto una frase tiene el sentido que le pongamos y no el
sentido que su contexto le da. Si hemos de entender lo que es la
prohibición específica, tenemos que estudiar el texto en su contexto,
y en el contexto de toda la Biblia. Tenemos que interpretar un texto a
la luz de otro, y aun a la luz de los ejemplos y prácticas que la Biblia
misma nos da. Este principio hermenéutico es esencialmente
pertinente en la consideración de lo que la Biblia nos enseña sobre
el asunto del sexto mandamiento.
La pregunta, entonces, que nos llega es esta: Según la enseñanza
de la Biblia, ¿cuándo y en cuáles circunstancias “matar” se convierte
en “asesinar”? En todas las culturas y en todas las éticas se trata el
problema; pero las respuestas suelen ser sentimentales, para su
propia conveniencia y suelen no ir más lejos que afirmar que se
puede matar, dependiendo de las circunstancias, en “defensa
propia”, sea esta defensa personal o nacional. Pero esta es una
respuesta negativa: nos dice cuándo “matar” no es “asesinar”.
La Biblia es más directa y positiva. Jesús dio la respuesta con toda
claridad. Dijo que la esencia de asesinar es odiar o aborrecer. Odiar
o aborrecer es desear la no existencia de alguien. El apóstol Juan (1
Jn. 3:15), dice: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida;
y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él”.
El homicidio no es más que la sincera práctica del odio, o sea: no
solamente creer en el odio, sino también practicarlo. El hombre, por
su naturaleza pecaminosa, tiende a aborrecer a Dios y a su prójimo,
y en cuanto no le sirve entonces quiere acabar con ellos. Asesinar
es odio, aborrecimiento llevado a la práctica; el odio es homicidio. Y
esto es lo que está explícitamente prohibido en el sexto
mandamiento.
Que matar en defensa propia sea permitido no lo vamos a discutir,
pero sí vamos a insistir en que no puede ser homicidio, o sea
efectuado con odio, aunque es muy difícil pensar que se haga con
amor. Lo mismo pasa con la defensa nacional y en las guerras. Sin
embargo, la Biblia es explícita en mencionar un caso en el cual
matar no es asesinar; este es el caso del castigo justo y legal. Es el
poder (y autoridad) que Dios da al magistrado para que haya
justicia, prosperidad y paz en el mundo. Los creyentes pueden
participar con el gobierno para estos fines y, en este sentido (por lo
menos en la abstracto), se puede hablar de una “guerra justa”.
El precepto implícito. La forma del sexto mandamiento, como la de
siete mandamientos más, es negativa; pero el precepto positivo va
implícito en la expresión negativa. Esto se ve con toda claridad en el
Sermón del Monte y en otras enseñanzas de Jesús. La prohibición
no es solo prohibición, sino que implícitamente está presente lo que
se debe hacer para cumplir con la voluntad de Dios en cuanto al
asunto.
En primer lugar, podemos decir que este mandamiento exige,
implícitamente, una reverencia por la vida. El énfasis, por supuesto,
está en la vida humana. La vida humana, en la Biblia, tiene un valor
especial porque el ser humano es la imagen de Dios. Toda vida, por
ser de Dios, es importante; pero la vida humana (de cada persona
humana) merece una reverencia excepcional. Tenemos que luchar
“provida”, tanto para conservarla como para mejorar la calidad de
ella. El mundo hoy en día necesita una fuerte dosis de reverencia
por la vida, sobre todo al pensar sobre el aborto.
Tenemos que reconocer que la vida es del Señor; no es de nosotros,
ni aun la “nuestra”. El suicidio, al igual que privar de la vida a otros,
no es una opción que nos esté permitida, porque nuestra vida no
nos pertenece, como tampoco nos pertenece la vida de otros. Privar
de la vida a alguien, cuando no cae dentro de los preceptos bíblicos,
es ejercer autoridad en un campo que no nos pertenece. Es ser
rebelde directamente a Él.
En segundo lugar, tenemos que buscar el bien del prójimo. Y esto lo
tenemos que hacer de dos maneras. Primero, tenemos que luchar
contra todo lo que pudiera provocar la falta de respeto por la vida.
En la Respuesta 106 encontramos algunas sugerencias en lo que
contiene la lista. Quizá lo más importante de lo que está en ella es el
deseo de venganza. La otra manera de buscar el bien del prójimo es
poner en práctica hacia él todas las virtudes cristianas: los frutos del
Espíritu. Tenemos que esforzarnos para evitar todo daño al prójimo,
aun el que pueda producirle el escape de nuestro coche. En el
cumplimiento de este deber tenemos que luchar por una sociedad
más justa, más sana, de más beneficio para el prójimo (que
posteriormente será también para nosotros). Una evangelización
sana y eficaz es para buscar el bien del prójimo. Tiene que ver con
su vida y con la calidad de ella; tiene que ver en el sentido
superlativo de la palabra: se trata de su vida eterna. Para cumplir
con este mandamiento de buscar la vida del prójimo para
reverenciarla y mejorarla, y asegurarla, tenemos que ser muy
activos en la evangelización.
LECCIÓN 41
Lectura bíblica: Deuteronomio 5:18, 22:22-30; Malaquías 2:14-16; Mateo 5:27-32; 1
Corintios 6:16-20, 7:1-5, 25-28

Introducción
En nuestro estudio del resumen de la Ley, que desde los tiempos
bíblicos se conoce por “los diez mandamientos” o, por los judíos,
como “las diez palabras”, seguimos con el tema de las instrucciones
específicas sobre “amar al prójimo como a ti mismo”. Ya hemos
notado que estos mandamientos tienen un doble enfoque: personal
y social. La nueva sociedad que como cristianos estamos edificando
tiene su base en las relaciones personales. Las relaciones sociales
siempre son de persona a persona, pero nunca son solamente así
de persona a persona.
Hago énfasis en esto, aunque lo estudiamos en la introducción a la
lección de la semana pasada, porque viene al caso por el asunto de
la lección de hoy. Hay muchos que se quieren justificar en cuanto a
su moralidad sexual diciendo que no se puede, ni se debe, hablar de
reglas y normas para la vida sexual porque esta es algo personal
entre “adultos que consienten” y que no tiene nada que ver con
otras personas. Si los adultos que participan —dicen— consienten
mutuamente en su comportamiento nadie debe meterse en el
asunto: ni el estado, ni la iglesia, ni los vecinos. Pero todo
comportamiento es altamente social, y son pocos los casos de
conducta humana (si es que llegará a haber alguno) en que es
solamente personal, y que no afecte a otros. Y, desde luego, no hay
comportamiento humano, ni pensamiento, que no esté relacionado
con Dios.
La vida sexual es inevitablemente social. Cada una de las personas
que forman la pareja es hijo o hija, hermano o hermana, sobrino o
sobrina de alguien y, además de ser primos o tíos, son amigos o
socios, son compañeros de clase o de trabajo, son vecinos o
colaboradores, etc., etc. La persona querida, con toda probabilidad,
es también querida por otra persona, y si no es, es candidata para
serlo. No podemos hacer a un lado lo social en el comportamiento
sexual.
Pero la vida sexual es, también, intensamente personal. No hay otro
aspecto de la vida interior, de la conciencia que afecte tan
profundamente nuestro autoconcepto, o que determine tanto
nuestros motivos y actuación. No hay otro aspecto de la vida que
tenga tanta posibilidad de dejarnos con tan fuertes sentimientos de
culpabilidad y tan profundas frustraciones. Además de social, la
relación sexual es una honda relación con uno mismo. Y el resumen
de estos mandamientos habla de amar al otro como nos amamos a
nosotros mismos, o sea, la relación con nosotros mismos cuenta.
El séptimo mandamiento tiene como propósito el de ayudar al
creyente a orientar esta aspecto de su vida para el servicio de Dios
y en beneficio del prójimo.
Pregunta 108
¿Qué enseña el séptimo mandamiento?
Respuesta 108
Que Dios maldice toda deshonestidad, y en consecuencia debemos
nosotros también aborrecerla de todo corazón y vivir casta y
sobriamente, sea en el santo estado del matrimonio, o en otro
estado.
Pregunta 109
¿En este mandamiento prohíbe Dios solo el adulterio y pecados
semejantes?
Respuesta 109
Como nuestro cuerpo y alma son el templo del Espíritu Santo, Dios
quiere que conservemos ambos puros y santos. Para ello prohíbe
toda impureza en nuestras acciones, nuestros gestos, nuestras
palabras, nuestros pensamientos y deseos, y todo lo que incita al
hombre a ello.
El supuesto subyacente. Todo mandamiento tiene un contexto.
Hacia algo se dirige; contra algo se apunta. Algo se da por sentado;
se supone algo para que arranque el pensamiento y oriente el
entendimiento. Nos preguntamos: ¿Qué es lo que se da por sentado
en este mandamiento? o ¿cuál es el supuesto subyacente en esta
prohibición?
Si el adulterio es toda actividad sexual ilegítima, se da por sentado
que hay una actividad sexual legítima. Si toda actividad sexual fuera
del matrimonio es adulterio, se da por sentado que la actividad
sexual dentro del matrimonio no es adulterio. Si se habla en
términos de impureza y deshonestidad con referencia al adulterio,
hay que emplear los términos de “pureza” y “honestidad” para hablar
de la relación sexual dentro del matrimonio. (Esto, por supuesto, no
asegura que el comportamiento de los cónyuges siempre sea puro y
honesto). El supuesto subyacente, entonces, es la sanidad del
matrimonio, y el propósito del mandamiento es proteger esa
santidad.
Algunos han hecho distinciones entre la fornicación y el adulterio. Y
es importante distinguirlos correctamente, porque hay gente que
dice que la fornicación, como no tiene que ver con el matrimonio, no
cae dentro de lo prohibido por este mandamiento. Podemos
responder que, en la Biblia, toda actividad sexual tiene que ver con
el matrimonio, directamente o por referencia (véase 1 Co. 6:16). La
fornicación es un tipo de adulterio, o sea, una profanación del
matrimonio (y se puede profanar solo aquello que es santo) que es,
a la vez, un crimen contra otra persona. La profanación es peor si,
además de hacer profana una relación santa, la persona con quien
se comete la profanación está ligada, por votos, con otra persona.
Hace ofensa, ofende también a la otra persona. (Esto se ve
claramente en Deuteronomio 22:13-30, donde se hace clara la
distinción entre el seducir a una mujer casada, a una virgen
prometida o a una señorita soltera).
No es que la fornicación, como adulterio, sea menos grave o menos
adulterio, sino que se puede cometer otros crímenes a la vez. Es
semejante al caso de robar y mentir; el no mentir no hace menos el
delito de robar. Así, el no cometer delito contra otro no hace menor
el pecado de fornicar; pero agregando otros delitos en cada caso,
complica el asunto.
Para resumir: el mandamiento da por sentado, como un supuesto
subyacente, que la relación matrimonial es santa, pura y honesta y
que este séptimo mandamiento tiene el propósito de protegerla.
La práctica recomendada. Para cumplir con la intención de este
mandamiento tenemos que enfocar nuestra práctica de forma
positiva y de forma negativa. Positivamente, tenemos que promover
el matrimonio y el ejercicio del amor del matrimonio; por otra parte,
tenemos que luchar contra todas las fuerzas (que son muchas) que
pudieran destruir la liga matrimonial.
Positivamente, tenemos que promover una perspectiva sana y
cristiana del matrimonio. Si se promueve el concepto del matrimonio
como de que es algo, inferior, casi sucio, permitido solamente por la
debilidad del ser humano y solo para asegurar la continuidad de la
raza humana, no habrá motivación para promover la santidad del
matrimonio. Si se difunde la idea de que la santidad se practica
fuera del matrimonio, y no dentro de él, la castidad no servirá como
regla para la mayoría de la gente. Rige la idea, entonces, de que si
ha de ensuciarse tarde o temprano, mejor temprano que tarde. Pero
si se promueve la idea bíblica de que la castidad se practica dentro
del matrimonio, que santo y puro, y que la relación sexual,
solamente fuera de su contexto matrimonial es falta de castidad,
habrá más candidatos para practicar la castidad.
La castidad es la realización de una relación amorosa pura, en toda
su santidad, dentro del matrimonio; o sea, dentro del contexto de
pacto, promesa, compromiso, votos y entrega. No se puede realizar
el amor matrimonial en otro contexto. Los que hacen el intento de
realizarlo en otro contexto se engañan a sí mismos. Necesitamos
mucho más franqueza, instrucción y preparación en la familia. En la
familia tenemos que hablar del sexo como algo bueno, bello,
deseable, puro y digno para glorificar a Dios y para ilustrar el amor
de Cristo para con su Iglesia. El silencio sobre el asunto y la
ignorancia hacen que los niños aprendan en la calle, en la escuela,
etc., etc., y muchas veces, de aquellos que son tan ignorantes como
ellos mismos, y que tienen el juicio torcido y actitudes perversas. El
remedio no es callarse, sino hablar con toda franqueza sobre la
relación matrimonial como algo que Dios dio a los seres humanos
para enriquecer su vida y para alabar a Dios.
Por otra parte, tenemos que luchar contra las influencias que hay en
nuestra cultura, que son nocivas al sano concepto del matrimonio.
Tenemos que resistir y protestar contra las tendencias de usar el
sexo para manejar al prójimo, aunque sea solamente para vender
refrescos. Tenemos que controlar mejor la televisión en nuestros
hogares, porque en ella se propagan conceptos paganos del
matrimonio, del amor y del sexo. De la misma manera necesitamos
tener cuidado con el cine, las revistas, la publicidad, etc.
También tenemos que combatir las ideas del matrimonio que rigen
en nuestra cultura, como si no fuera compromiso santo, y como si
dependiera solamente de los afectos del momento. Para cumplir con
el séptimo mandamiento tenemos que luchar a favor de “pro
matrimonio”.
LECCIÓN 42
Lectura bíblica: Éxodo 20:15; Levítico 18:28, 19:2, 35-37; Miqueas 2:1-2, 6:6-11; Efesios
4:28-32; Santiago 5:1-6

Introducción
Seguimos progresando en las instrucciones que Dios nos da para
establecer un Reino de Amor en el mundo. Para llevar a cabo este
Reino, que tanto anhelamos, tenemos que seguir al pie de la letra
las instrucciones que Dios nos da en cuanto al arte de amar. En
primer lugar, tenemos que amar a Dios sobre todo: con todo el
corazón, con todas las fuerzas, con toda el alma y con toda la
mente. (No debemos olvidar esta última). Dios mismo nos informa
sobre esto; la primera parte de los diez mandamientos trata de ello.
Y esa enseñanza es el contexto necesario, la orientación
indispensable y el enfoque imprescindible para la segunda parte.
La segunda parte de los diez mandamientos habla del amor que
debemos al prójimo. (Y aquí debemos recordar la parábola que
nuestro Señor Jesucristo enseñó para hacernos saber quién es
nuestro prójimo. Esta parábola se encuentra en Lucas 10:25-37).
También Dios nos informa sobre esto y nos da instrucciones
detalladas sobre cómo hemos de poner en práctica este amor.
El respeto correcto hacia la autoridad es la condición indispensable
para el desarrollo de una sociedad de amor. Para nuestro bien Dios
nos exhorta a obedecerle, y también a aquellos a quienes les ha
dado autoridad, cuyos principales representantes son nuestros
padres. Ellos tienen que ayudarnos con su disciplina a respetar la
vida y la persona del prójimo tanto como a conservar una relación
sana y honesta con él, manteniendo sagrada la institución del
matrimonio. La lección de hoy nos conduce a dar un paso más en la
realización de una nueva sociedad, practicando el amor hacia el
prójimo: este amor exige respeto para la propiedad del prójimo.
Pregunta 110
¿Qué prohíbe Dios en el octavo mandamiento?
Respuesta 110
Dios prohíbe no solamente el robo y la rapiña, que castiga la
autoridad, sino que llama también robo a todos los medios malos y
engaños con los cuales tratamos de apoderarnos del bien de
nuestro prójimo, ya sea por la fuerza o por una apariencia de
derecho, como son: el peso falso, la mala mercadería, la moneda
falsa, la usura, o por cualquier otro medio prohibido por Dios.
También prohíbe toda avaricia y todo uso inútil de sus dones.
Pregunta 111
¿Qué te ordena Dios en este mandamiento?
Respuesta 111
Buscar en la medida de mis fuerzas aquello que sea útil a mi
prójimo, de hacer con él lo que yo quisiera que él hiciera conmigo y
trabajar fielmente a fin de poder asistir a los necesitados en su
pobreza.
Definiciones esenciales. Hurtar es tomar para uno lo que uno no
tiene derecho de poseer. Robar es tomar por la fuerza lo que
pertenece a otro. Rapiñar se refiere a hacerlo con engaño y
repetidamente. “Hurtar” es el término más genérico; los otros dos
son refinamientos del concepto. Lo que prohíbe el mandamiento es
más amplio. Prohíbe tomar como posesión lo que no es legítimo
como posesión para una persona, sin especificar el medio empleado
para tomar esa posesión ilegítima.
“Hurtar” tiene que ver con posesiones y propiedades. Si no hay
posesiones no puede haber robo; la propiedad es una condición
indispensable para el hurto. Pero que una cosa sea posesión o
propiedad depende de la cultura, y hay conceptos extremadamente
contrastantes en cuanto a lo que es o puede ser una posesión. Se
encuentra en algunos libros (superficiales) de antropología el relato
del misionero que fue a evangelizar a una tribu donde todos vivían
en comunidad y, al explicarles los diez mandamientos, no podía
explicarles el hurtar porque no tenían posesiones personales. El
libro pretende dejar la impresión de que en esa tribu no pecaban
contra el octavo mandamiento porque, en su inocencia, no tenían
propiedades. Es seguro que en esa tribu practicaban el hurto y es
igualmente seguro que tenían otro concepto de propiedad. En cada
sociedad se distingue entre lo que pertenece a la comunidad y lo
que pertenece a la persona, o a un grupo particular de personas.
En el sentido bíblico no hay propiedad privada (en contra de los que
dicen los capitalistas extremos). Pero tampoco concuerda con la
Biblia la idea de que toda propiedad sea hurto y toda posesión sea
robo (como dicen los socialistas extremos). Todo lo que hay le
pertenece a Dios, y ninguna persona humana tiene derecho
absoluto sobre ellos. Pero, por otro lado, Dios ha dado al ser
humano, en cada cultura, cierta responsabilidad de uso y manejo
sobre algo que no es estrictamente su persona. Ciertas posesiones
llegan a ser como extensiones de la persona, y tocar estas
posesiones es casi como tocar a la persona. Estas “posesiones” no
son solamente un privilegio de uso exclusivo, sino también una
responsabilidad por esa posesión, como, por ejemplo, el buey o la
cisterna (véase Ex. 21:28-36).
Posesión o propiedad es, entonces, lo que por la providencia de
Dios una persona tiene el derecho de usar en forma exclusiva, pero
también la responsabilidad ante la comunidad para su buen empleo,
de acuerdo con las tradiciones de la cultura en que se vive, siempre
y cuando estas tradiciones no contradigan la revelación de Dios.
Una mayordomía responsable. La idea de “uso en forma
exclusiva” es relativa, desde luego. El uso no es exclusivo para
hacer “lo que nos dé la gana”. Nunca tenemos propiedades de ese
tipo. No es exclusivo el uso para nuestro bien, sino que la decisión
en cuanto a su uso para el bien del prójimo (singular o en
comunidad), queda a nuestro criterio (informado este criterio por la
Palabra de Dios).
Para enseñar a su pueblo lo relativo de las posesiones, Dios
estableció reglas que indican esto (véase Lv. 19:9,10). Dios es el
único dueño de todas las cosas, y de nosotros, y también, cual
mayordomos, recibimos todo de Él para emplear, lo que nos está
confiando, según sus indicaciones. No debemos desear o anhelar lo
que no estamos capacitados para emplear responsablemente, ni lo
que no podamos afirmar que lo hemos recibido de Dios. Tenemos
que manejar nuestras posesiones en nombre de Dios y como
estando en su presencia. Somos gerentes del negocio, en un
sentido, pero no somos los dueños. Cuando lo que tenemos lo
empleamos para nosotros solamente o cuando no lo empleamos
correctamente, no cumpliendo así con una mayordomía responsable
(que debería usar los bienes para el bien del otro), aunque el vecino,
quizá, no nos pueda acusar, le estamos robando.
La idea de una mayordomía responsable excluye la posibilidad de
casi todas las formas de comunismo. Digo casi todas las formas,
porque hay algunas que abogan por cierto tipo de posesión colectiva
sin negar, como principio, el hecho de que algunos bienes son
confiados por Dios a la responsabilidad exclusiva de una persona.
Son muy pocos los que así afirman, porque, por lo general, los que
abogan por el colectivismo prefieren dejar a Dios fuera del proceso.
La idea de una mayordomía es igualmente repugnante al genio del
capitalismo, puesto que el capitalismo no está más dispuesto a
reconocer la autoridad de Dios sobre todo, ni que Él, y solamente Él,
sea dueño de todo. Tiene la tendencia de hacer soberano al
individuo, y de valuar al individuo por lo que posee.
Una práctica atinada. Estamos tan acostumbrados a la violación
del octavo mandamiento que ni nos sentimos culpables cuando lo
infringimos. Además, solemos limitar el concepto de las posesiones
a artículos materiales: terrenos, dinero, coches, alhajas, etc., y si no
arrancamos algo de eso de las manos del vecino no nos sentimos
culpables de haber cometido un crimen, ni contra Dios ni contra el
prójimo. Olvidamos el tiempo, el honor, la influencia, el
contentamiento, etc., que quitamos injustamente al prójimo.
Todos sabemos que si somos patrones, para cumplir con este
mandamiento, tenemos que pagar sueldos justos; si somos
empleados tenemos que rendir la medida completa en el trabajo,
dando el trabajo justo de un día por el sueldo de un día. Sabemos
que tenemos que pagar las deudas y los impuestos, y devolver lo
prestado. También sabemos lo que debemos hacer cuando nos dan
cambio de más por un billete, etc., etc. Lo que sabemos nos acusa y
nos condena.
En la respuesta del Catecismo encontramos una lista de las
maneras más usuales de hurtar de aquel entonces. Practicamos lo
mismo hoy día, pero hemos avanzado algo: ahora tenemos métodos
más profundos, más sofisticados, más engañosos e infinitamente
multiplicados para hurtar. Los hemos convertido en un verdadero
avance tecnológico. Pero los principales son los mismos: tenemos
que practicar una mayordomía responsable y, a la vez y con igual
vigor, tenemos que promover la situación en la que el prójimo pueda
practicar su propia mayordomía responsable. Tenemos que luchar
contra las condiciones que favorecen el robo y el engaño. Tenemos
que tomar parte activa y responsable en la construcción de una
sociedad en que sea más fácil vivir honradamente y más difícil
robar.
LECCIÓN 43
Lectura bíblica: Éxodo 20:16; Proverbios 6:16-19, 19:5-9; Efesios 4:22-32; Santiago 3:1-12

Introducción
Hemos conducido nuestro estudio de los Diez Mandamientos
recordando que el contexto de esta expresión de la voluntad de Dios
es nuestra necesidad de hacer buenas obras. Estudiamos la Ley
precisamente porque uno de los requisitos para que una obra sea
buena es que esta sea hecha conforme a la voluntad de Dios. Los
otros dos requisitos son: que estas obras broten de un corazón
nuevo, de una verdadera fe en Jesucristo, y también que estén
motivadas por un sincero deseo de glorificar a Dios. Las obras, si
son hechas para alabar a Dios, son buenas obras. Damos por
sentado que estos dos últimos requisitos, el de la fe en Jesucristo y
el del propósito de glorificar a Dios, se hayan cumplido. Pero para
cumplir con el primer requisito, que es lo que recibe nuestra
atención en estas lecciones, tenemos que esforzarnos en el estudio
y en la práctica. Necesitamos saber la voluntad de Dios para ponerla
en práctica, y ponerla en práctica es una consecuencia
imprescindible del conocimiento de ella.
Las obras nuestras que agradan a Dios, según su voluntad
revelada, son las que se hacen como una expresión de amor. Este
amor se dirige primeramente a Dios, a quien amamos sobre todo, y
luego hacia el prójimo, a quien amamos como a nosotros mismos.
Amar al prójimo como a sí mismo tiene que ser específico y
concreto, por eso Dios nos dice precisamente cómo hacerlo. Lo
hacemos respetando su vida, su persona, su cuerpo, sus
posesiones, etc. También lo hacemos diciéndole la verdad sin
engaño, sin dolo, sin estafa ni fraude, y tratando, junto con él,
conocer, expresar y poner por obra la verdad. Esto es lo que
estudiaremos hoy.
Pregunta 112
¿Qué se pide en el noveno mandamiento?
Respuesta 112
Que no levante falsos testimonios contra nadie; que no interprete
mal las palabras de los demás; que no sea detractor ni calumniador.
Que no ayude a condenar a nadie temerariamente y sin haberle
escuchado; que huya de toda clase de mentira y engaños como
obras propias del diablo, si no quiero provocar contra mi la
gravísima ira de Dios. Que en los juicios, como en cualquiera otra
ocasión, ame la verdad, la anuncie y la confiese sinceramente. Y por
último, que procure con todas mis fuerzas defender la honra y
reputación de mi prójimo.
Intenciones nocivas. La Biblia dice que el Diablo es el padre de los
mentirosos, y esto no tanto para señalar el carácter del Diablo, sino
para indicar su parentesco con los que pervierten la verdad (Jn.
8:44). Además, nos enseña algo de la naturaleza de la mentira. La
mentira es descrita por los Mandamientos como “dar falso
testimonio contra el prójimo”, o sea: hablarle a él o de él con
intenciones nocivas. En vez de promover el bien del prójimo, la
mentira, el mal uso de la palabra le propician daño.
La mentira está relacionada con uno de los atributos del hombre que
más nos indica que este es la imagen de Dios. Filósofos,
pensadores y lingüistas, que nada profesan del cristianismo,
concuerdan en que una de las características que distinguen al
hombre del animal es la de poseer un lenguaje. Chomsky, un
notable lingüista, dice que esto es lo que hace del ser humano un
ser humano. Todo esto va para acentuar la gravedad del pecado al
emplear la lengua con intenciones nocivas, pues conduce a destruir
lo verdaderamente humano.
En nuestros días y en nuestra cultura, es costumbre pensar en la
verdad en términos de lo correcto de la información; la mentira,
entonces, se reduce a proporcionar información equivocada o, de
plano, falsa. La confiabilidad de los datos recibe el crédito, y no la
confiabilidad de la persona. Sin despreciar la necesidad de dar
información correcta, el mandamiento penetra más profundo y habla
del uso de la verdad ya sea a favor o en contra del prójimo. Se
puede manejar información correcta y datos confiables con
intenciones nocivas a fin de que haya resultados nefastos para el
prójimo.
El poder de la palabra es el indiscutible fundamento de la sociedad
humana. La perversión de este poder conduce inexorablemente a la
destrucción de la comunidad. Sin la verdad no hay orden en la
sociedad, no puede haber justicia, ni prosperidad, ni buenas
relaciones, ni aún una sana amistad. El Diablo sabe todo esto y,
promueve la mentira, sus intenciones nocivas se realizan en sus
hijos, pues todo mentiroso es hijo del Diablo y cumple con su puesto
participando de las mismas intenciones nocivas.
Hablar la verdad en amor. Nuestro deber es doble, y se expresa en
una sola frase: “Hablar la verdad en amor” (véase Ef. 4:15). Los dos
elementos son: 1) decir la verdad y 2) expresar el amor. Las dos
cosas son cosas difíciles que, por nuestra naturaleza pecaminosa,
nos cuesta mucho esfuerzo, y difícilmente logramos realizarlas en
un mínimo grado. Pero para hacerlo nos tenemos que esforzar.
La pregunta ¿QUÉ ES LA VERDAD? Es una pregunta filosófica y
teológica de tanta profundidad que muchos piensan que tiene que
quedarse sin respuesta. Pero el Mandamiento nos ayuda. No nos
deja especular en lo abstracto sobre la naturaleza de la verdad.
Decir la verdad, en términos del Mandamiento, es “no dar falso
testimonio”. Aun cuando no podemos explicar qué es la verdad,
sabemos con experimentada profundidad lo que es una mentira.
Somos conscientes del falso testimonio que damos y lo hacemos
adrede. A veces lo hacemos para obtener algún beneficio nuestro;
un engaño nos puede producir dinero, influencia, un puesto, un
favor, etc., pero con igual frecuencia lo hacemos porque nos parece
más fácil o para evitarnos problemas.
El no dar falso testimonio al prójimo es decirle la verdad acerca de
su condición de pecador. Este, por supuesto, no quiere oírla, y
nosotros, para no caerle mal, somos renuentes para decírselo y
dejamos la impresión de que todo está bien, etc., etc. No tenemos el
derecho de inspirarle falsas esperanzas. También tenemos que
comunicarle el remedio; tenemos que darle nuestro testimonio de lo
que sabemos de Dios y de su plan de redención. Hablarle esta
verdad, o sea, no darle falso testimonio en cuanto a la salvación, en
cuanto a la naturaleza de Dios y de lo que debe ser el contenido de
nuestra fe, es parte del deber expuesto por este mandamiento.
En lo que decimos y en lo que callamos tenemos que expresar el
amor hacia el prójimo. Lo que decimos y lo que no decimos tiene
que estar condicionado por nuestra búsqueda del bien del prójimo.
El amor que le profesamos tiene que ser un amor verdadero y no
solamente una expresión vacía. Esto no depende necesariamente
de la corrección de los datos o de la verificabilidad de la información.
Los enamorados saben esto. Cuando el novio alaba la belleza de
los ojos de la novia, no está necesariamente hablando de los ojos, o
solamente de los ojos; los datos objetivos son lo de menos en este
caso. (Las novias no son menos astutas para encontrar formas de
expresión amorosa). Pero aunque (gracias a la gracia común de
Dios) hay ejemplos en nuestra vida y cultura de verdaderas
expresiones de amor, aun en este campo hay mucho engaño y
egoísmo. Esto es porque (falsamente) hemos separado el amor de
la verdad. Si hemos de expresar el amor al prójimo, para que la
expresión no sea un falso testimonio, el amor tiene que ser genuino,
verdadero y auténtico. Es decir: no podemos separar el amor de la
verdad.
Una lengua controlada. Es deber del cristiano controlar su lengua.
No es fácil. Santiago dice (3:8): “...pero ningún hombre puede domar
la lengua...”. Lo pecaminoso de nuestra naturaleza se expresa más
fácilmente por medio de la lengua. Para el cristiano, entonces, el
campo de batalla ya está marcado. El Diablo quiere posesiones de
nuestra lengua, y en el nombre de Cristo le vamos a dar la pelea. Es
una de las batallas más importantes en que tenemos que participar.
Con el poder del Espíritu Santo tenemos que arrebatar al Diablo el
control sobre nuestra lengua.
Somos de Cristo. Fuimos comprados por precio. Somos su
posesión. Le pertenecemos a Él totalmente; nuestra lengua también
le pertenece. Por eso lucharemos toda la vida, con creciente
victoria, contra la esclavitud de la lengua. La victoria está ganada
para nosotros; pero la batalla la tenemos que hacer nosotros. Es
nuestro deber. Nada de calumnias en el cristiano, ni chismes, ni
hablillas, ni cuentos, sino una lengua controlada.
La lengua suelta, no controlada, es una de las armas más fuertes de
Satanás en nuestra congregación como en cualquier otra. Y no
solamente en la congregación: en el negocio y en la cultura también.
Tenemos que librar la batalla contra este mal en el nombre de
Cristo. En lo personal; ejerciendo control sobre nuestras
expresiones; en la congregación: expresando un verdadero amor; y
en la sociedad: luchando por las libertades para expresar la verdad.
La libertad de la expresión, de la prensa, de las editoriales, etc., es
una preocupación de cada ciudadano del Reino de Cristo.
¡HAGAMOS CAMPAÑA POR LENGUA CONTROLADA!
LECCIÓN 44
Lectura bíblica: Éxodo 20:17; Romanos 7:7-20; Santiago 3:13-4:10

Introducción
Con la lección de hoy, según el Catecismo, terminamos nuestro
estudio de los Diez Mandamientos. El propósito de este estudio,
como está expuesto en el mismo Catecismo, es el de ayudarnos en
la imprescindible tarea de hacer buenas obras, ya que, según la
Biblia, somos salvos para hacer buenas obras. Pero esta no es la
única función de la Ley. En esta lección, en que estudiaremos el
décimo mandamiento, estudiamos los otros usos o las otras
funciones de la Ley. Según la organización del Catecismo, en lo que
corresponde a esta lección, hay tres preguntas con sus respuestas.
Pregunta 113
¿Qué ordena el décimo mandamiento?
Respuesta 113
Que ni por deseo o pensamiento nuestros corazones se rebelen
jamás contra alguno de los mandamientos de Dios, sino que en todo
tiempo aborrezcamos el pecado de todo corazón y nos deleitemos
en toda justicia.
Pregunta 114
¿Pueden guardar perfectamente estos mandamientos los que son
convertidos a Dios?
Respuesta 114
No, porque incluso los más santos, en tanto estén en esta vida, no
cumplen más que un pequeño principio de esta obediencia. Sin
embargo, empiezan a vivir firmemente no solo según algunos, sino
todos los mandamientos de Dios.
Pregunta 115
Entonces, ¿por qué quiere Dios que se nos prediquen tan
rigurosamente los Diez Mandamientos, si no hay nadie que pueda
observarlos perfectamente en esta vida?
Respuesta 115
Primeramente, para que durante toda nuestra vida conozcamos más
y más cuan grande es la inclinación de nuestra naturaleza a pecar, y
así busquemos con más fervor la remisión de nuestros pecados y la
justicia de Cristo. Después, que nos apliquemos sin descanso a
suplicar a Dios la gracia de su Espíritu Santo, para que cada día
seamos más renovados a su imagen, hasta que, después de esta
vida, alcancemos la perfección que nos es propuesta.
La espiritualidad de la Ley. Es obvio desde la primera lectura que
el décimo mandamiento es diferente de los demás. Todos los
anteriores hablaron de cosas que hacemos, de actos y actividades
que expresan odio o amor, sea hacia Dios o hacia el prójimo. Desde
luego, estos actos siempre llevan implícita una actitud, y a veces
acentuamos (como lo hacia Jesús) la actitud; pero lo que se estudia
en los otros mandamientos es la expresión externa, la manifestación
exterior, el acto, conducta o comportamiento que es bueno o malo,
el cual es exigido o prohibido. Este décimo mandamiento es
diferente: señala la vida interior, indica lo íntimo, lo privado, lo
personal. Este mandamiento pone el dedo en lo espiritual de la Ley.
Este mandamiento toca a toda la vida humana o, mejor dicho, toca a
la vida humana en su totalidad. La forma literaria del mandamiento,
aun, lo expresa. Tiene una forma como la de nuestra frase “todos y
cada uno”. Pues, si son todos, son cada uno; y si son cada uno, son
todos. También se dice “son una y la misma cosa”. El mandamiento
dice: “no codiciarás la casa..., mujer..., siervo..., criada..., buey...,
asno..., ni cosa alguna de tu prójimo”. Basta con “cosa alguna”, pues
esta frase incluye todo. Claramente, la expresión tiene fines
expresivos, de acentuación y énfasis. Lo que se prohíbe no es
codiciar algunas cuantas cosas determinadas, sino se prohíbe
codiciar. No hay unas cosas que podamos codiciar y otras que no.
No nos es permitido codiciar; lo prohibido es codiciar. Y esto afecta
la vida entera; toca el corazón.
Codiciar es una actitud rebelde; es rehusar el amor; es ponerse en
actitud de combatiente o competidor. Codiciar es algo diferente de
desear. El hambriento desea comida y el sediento, agua; esto no es
codiciar. Codiciar es desear el agua o la comida del vecino (o de
Dios) aunque no se tenga hambre ni sed. No se debe pensar que es
el adulterio lo que el décimo mandamiento prohíbe cuando se lee:
“no codiciarás... la mujer de tu prójimo”. Aquí se habla de desearla
porque es del prójimo, y solamente por eso. A menudo nos
revelamos como codiciadores cuando decimos: “si yo tuviera la
mujer (o las oportunidades, o los padres, o los terrenos, o la casa, o
la preparación, o el dinero, etc., etc). del prójimo, entonces yo
también podría...”. El codiciador no puede sentir gratitud sincera
porque siempre piensa que merece más; si alguien tiene algo, él
quiere más. He aquí la raíz de la competición social que motiva a
muchos a conseguir cosas para tener más que el vecino, hasta
endrogarse para hacerlo. (Debemos notar que en la traducción de la
Biblia de 1960 se emplea la palabra “avaro” cuando se debería usar,
según el griego, “codicioso” o “codiciador” [véase 1 Co. 6:9-10; Ef.
5:5] tal como se hizo en Romanos 7:7 y Santiago 4:2).
Un pequeño principio. Si el Catecismo hubiera preguntado
simplemente si el cristiano puede guardar la Ley de Dios, habría
tenido problemas para formular la respuesta, pues, en tal caso la
respuesta tendría que ser “Sí” y “No”. Por esto, el Catecismo
pregunta si podemos guardar perfectamente los Mandamientos.
Entonces, la respuesta claramente es “No”. La razón es que sí
podemos guardarlos, pero no perfectamente.
Lo que tenemos es un “pequeño principio” de la obediencia que nos
conviene. Esto es, a la vez, razón de gozo y de frustración. (La
palabra “firmemente” que figura en la respuesta No. 114 no es la
palabra que emplearíamos hoy para decir lo que el Catecismo
enseña aquí; la palabra “resueltamente” nos daría mejor el sentido
de la respuesta). El “pequeño principio” es testimonio de que somos
del señor o, en lenguaje de Pablo, que encontramos la Ley de Dios
en la mente, en la intención, en el hombre “interior”. Ahí está la
consolación. Pero también encontramos que no cumplimos, caemos
en la tentación; nos quedamos cortos. Es la “ley en los miembros”.
Ahí está la frustración.
No podemos ser perfeccionistas; pero no debemos quedar
satisfechos con menos. El Catecismo dice que “los más santos
solamente tienen este pequeño principio”. Solamente Cristo llegó
hasta la perfección, y en Cristo somos perfectos; pero en la práctica
nos esforzamos para realizar lo que somos en Cristo. Nos medimos
por la perfección. Nunca podemos bajar las normas, para que
sepamos siempre que nuestra perfección está en Cristo, no en
nuestras obras; pero también que hacemos las obras, midiéndonos
por la perfección, para expresarle a Dios nuestra gratitud.
El múltiple uso de la Ley. El Catecismo insiste en que la Ley tiene
que ser predicada. La pregunta No. 115 afirma (de la manera que
una pregunta puede afirmar) que Dios quiere que se predique la
Ley. La razón que se da para eso es que la Ley tiene múltiples usos,
vamos a verlos.
El primer uso de la Ley es que la Ley muestra el pecado, revela el
pecado en toda su fea realidad. Esta revelación sirve para frenar el
pecado. Es el uso “civil” de la Ley. La Ley nos hace ver con horror lo
que es el pecado y, entonces, formulamos reglas, costumbres,
reglamentos, legislación, códigos y estatutos para poner algo de
orden en el mundo pecaminoso. La Ley de Dios, los Diez
Mandamientos, sirven de modelo haciendo que casi todos los
países, en un grado menor o mayor, hayan hecho uso de la
revelación de Dios para formar sus propias leyes. Dios ha hecho un
gran favor a la humanidad instruyéndola en el arte de ser civilizada
(aunque el proyecto de esta instrucción haya sido mínimo).
También otro efecto de la revelación que la Ley hace del pecado.
Enseña al ser humano que no puede hallar la salvación en él mismo
ni en sus obras, porque descubre que estas obras están
contaminadas. La Ley nos “empuja” hacia Cristo. La Ley nos revela
el pecado. Como lo dice Pablo, sin la Ley él no hubiera sabido que
la codicia es pecado. Por la Ley aprendemos lo pecaminoso del
pecado, para saber que la salvación es por gracia. Por la Ley
sabemos de la seriedad de nuestra condición, que nos
precondiciona para buscar y recibir el remedio.
Por último, la Ley es la guía que necesitamos para saber lo que es
la voluntad de Dios, para poder ponerla en práctica. Conociendo
esta voluntad podemos meditar en ella, a fin de que esta meditación
sea la base de nuestras decisiones ético-morales. El estudio de la
Ley nos impulsará hacia la perfección, esa meta que, aunque no es
alcanzable, todavía sigue siendo nuestra meta. La Ley nos hará
suficientemente humildes para pedir la ayuda que necesitamos, y
suficientemente inteligentes para dirigir nuestras actividades y
fuerzas hacia el fin que Dios desea que sea el blanco de nuestras
vidas. Necesitamos que se nos predique la Ley.
LECCIÓN 45
Lectura bíblica: Salmos 50:14-15; Mateo 7:7-11; Lucas 11:1-13; Romanos 8:12-17, 26, 27;
1 Timoteo 2:1-8

Introducción
La última serie de estudios que haremos siguiendo el orden e
instrucción del Catecismo de Heidelberg es la que vamos a iniciar
con esta lección. Es un ciclo de estudio sobre el “Padre Nuestro”,
esa oración que identificamos por sus primeras palabras y que
Jesús mismo enseñó a sus discípulos como modelo de oración. La
serie es de ocho lecciones y el “amén” con que termina, es también
el “amén” del estudio del Catecismo.
Antes de entrar en esta última fase, nos hará bien ubicarla en el plan
total de lo necesario para que podamos vivir y morir dichosamente.
Tenemos que saber de nuestros pecados, de la salvación y de la
gratitud. Ya hemos notado que este orden no es peculiar del
Catecismo, sino que lo toma prestado del libro de Pablo a los
romanos. Siguiendo el orden de este libro, el Catecismo da una
exposición de cada uno de estos tres temas, en sus tres divisiones.
Ahora estamos al final de la última división, que va desde la lección
45 hasta la 52. Esta última división trata de la gratitud. La gratitud
consiste, en gran medida, en hacer “buenas obras”, aunque no
solamente en esto. Pero, por ser importantes, ya dedicamos varias
lecciones al estudio de las buenas obras. La parte más extensa de
este estudio fue la que se dedicó a los Diez Mandamientos.
Ahora, dentro de una exposición del tema general de la gratitud,
entramos a considerar otra expresión de la gratitud, una exposición,
de una expresión, de un aspecto complementario al de hacer
“buenas obras”. Y es importante que tomemos esta última parte
como complementaria, porque no es extra, ni contradictoria, ni aun
suplementaria, sino necesaria para complementar, cumplir y
completar la parte anterior. No se puede poner una parte en lugar de
la otra, ni tomar una parte y dejar la otra; sino que tenemos que
considerar a esta última parte como algo integral en la enseñanza
total del tema de la gratitud. El tema es el de la oración: la parte
principal de nuestra gratitud, como nos enseña el Catecismo.
Pregunta 116
¿Por qué es necesaria la oración a los cristianos?
Respuesta 116
Porque es el punto principal de nuestro agradecimiento que Dios
pide de nosotros, y porque Él quiere dar su gracia y su Espíritu
Santo solo a aquellos que se lo piden con oraciones ardientes y
continuas, dándole gracias.
Pregunta 117
¿Qué es necesario en la oración para que esta agrade a Dios y sea
oída por Él?
Respuesta 117
Primero, que pidamos de todo corazón al solo y verdadero Dios, el
cual se ha manifestado en su Palabra, todas las cosas que Él desea
que le pidamos. Segundo, que, reconociendo sinceramente toda
nuestra pobreza y miseria, nos humillemos delante Su majestad. Y
por último, que, apoyándonos sobre este firme fundamento,
sepamos que, pese a nuestra indignidad, Él escuchará nuestra
oración por amor del Señor Jesucristo, como nos lo ha prometido en
su Palabra.
Pregunta 118
¿Qué nos ha mandado Dios que le pidamos?
Respuesta 118
Todo lo que es necesario para el alma, y para el cuerpo, lo cual
nuestro Señor Jesucristo ha incluido en la oración que Él mismo nos
ha enseñado.
Pregunta 119
¿Qué dice esta oración?
Respuesta 119
“Padre nuestro, que estas en los cielos, santificado sea tu nombre.
Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en
la tierra. El pan nuestro de cada día, dánoslo hoy. Y perdónanos
nuestras deudas, como también perdonamos a nuestros deudores.
Y no nos metas en tentación, mas líbranos del mal; porque tuyo es
el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos. Amén. ” (Mt. 6:9-
13; Lc. 11:2-4).
La parte principal de la gratitud. Tenemos que hablar claro:
hablamos aquí de orar, no de rezar. Aunque en nuestra cultura se
emplean los dos vocablos como si fuesen sinónimos, no lo son.
“Rezar” viene del latín recitare, que también nos da la palabra
“recitar”, o sea: repetir de memoria. No siempre es malo rezar; hay
frases, poemas, etc., que valen la pena recitar, y en algunos de
nuestros cultos “rezamos” el Credo, o sea: lo repetimos de memoria.
Pero por muy bueno que sea, rezar no es orar. Posiblemente rezar
pudiera ser una expresión de gratitud; por lo menos, es posible que
la intención lo sea; pero el rezo no puede sustituir a la oración como
parte principal de la gratitud.
La razón más importante para orar es que Dios quiere que oremos.
Orar es buscar, es estar en la presencia de Dios; es la práctica de la
presencia de Dios. Dios quiere que ejerzamos el privilegio de ser
hijos (véase Ro. 8:14-16; Gá. 4:19) Las exhortaciones a orar son
muchas en la Biblia; es uno de los subtemas del libro de Hebreos
(véase 4:16; 10:19-22; 13:15,18). La carta a los Hebreos hace
énfasis en el hecho de que podemos orar no solo por que somos
hijos de Dios sino también por que tenemos el ministerio eficaz de
Jesús, nuestro fiel sumo sacerdote. No usarla sería una expresión
de ingratitud.
Además —insiste el Catecismo—, es el medio por el cual Dios da su
gracia y su Espíritu a los que se lo piden dándole gracias. La oración
nos conviene. Es una rica fuente de bendiciones. Una de las más
grandes es la vida en el Espíritu, la que encierra una bendita
paradoja: el Espíritu nos ayuda a orar y oramos para que Dios nos
de su Espíritu. Expresamos por medio de la oración nuestra gratitud,
y pedimos a Dios que nos haga agradecidos. El agradecimiento es
una bendición, y la gratitud es un favor de la gracia de Dios. Siendo
bendecidos decimos a Dios lo agradecidos que estamos, siendo
agradecidos, somos más bendecidos. La manera principal,
primordial, fundamental y capital de decir; “¡Gracias!” a Dios es por
medio de la oración.
Tres rasgos cardinales de la oración que agrada a Dios. Somos
tan orgullosos que somos capaces de pensar que Dios debe estar
agradecido con cualquier oración que le hagamos. Con solo que le
hagamos oración debería quedar contento. Pero la verdad es otra.
Para que una oración agrade a Dios, tiene que cumplir con ciertos
requisitos. O para decirlo de otra manera: nosotros no sabemos
orar; necesitamos instrucción. Y nos la da el mismo Dios a quien
oramos.
En primer lugar, no oramos a cualquier dios, sino a Aquel que se
ha revelado en las Escrituras. Es el Dios que se da a conocer en su
Palabra quien nos invita a orar y nos enseña cómo hacerlo.
Conociéndolo, pedimos lo que Él desea que le pidamos. Es el Dios
que conocemos en Cristo Jesús, y que en Cristo nos adopta como
hijos; quien nos tiene misericordia, y se nos manifiesta a fin de que
podamos comunicarnos con Él por medio de la oración.
En segundo lugar, tenemos que orar con una actitud de humildad.
Tenemos que reconocer en la presencia de Dios nuestra pobreza y
miseria. Arrodillarnos puede no ser un requisito, pero
simbólicamente está en lo correcto, pues es una manera de
reconocer la majestad de Dios y nuestra propia bajeza. La parábola
del fariseo y el publicano que fueron al templo a orar, nos indica la
actitud correcta en contraste con la equivocada (véase Lc. 18:9-14).
En tercer lugar, tenemos que orar creyendo que Dios nos oye. Esta
tiene que ser nuestra firme convicción. Él nos oye por su Hijo
Jesucristo. No nos atreveríamos a orar sino en el nombre de Jesús;
pero en el nombre de Jesús y por la fe que tenemos en Él, somos
exageradamente atrevidos y osamos orar. Oramos con toda
humildad, pero superlativamente confiados en la eficacia de la obra
de Jesús. Tenemos la misma confianza en su promesa. Oramos,
sabiendo que Él nos escucha, porque tenemos su Palabra.
La oración inclusiva. Tenemos la tendencia de confiar demasiado
en nosotros mismos y demasiado poco en Dios. Por esto, nos
gustaría pensar que orar está bien para algunas cosas, pero que
algunas otras son de nuestra propia preocupación. O que no hay
necesidad de orar por lo que podemos arreglar con nuestros propios
recursos. Pedimos solamente por lo que está más allá de nuestras
fuerzas. Pero el Catecismo nos enseña que nuestras oraciones
deben ser más inclusivas; tienen que incluir mucho más que eso.
Tenemos que orar por todo. Todo lo que es necesario para el alma y
el cuerpo es lo que pedimos en oración, y como alma y cuerpo es
todo lo que somos, tenemos que orar por todo lo que necesitamos.
(Hay muchas cosas que deseamos, pero que no necesitamos. Estas
cosas no deben ocupar mucho espacio en nuestras oraciones). Para
que sepamos cómo es eso, el Señor nos dio una oración modelo. Él
mismo nos enseñó a orar por medio de este modelo. El modelo lo
llamamos el “Padre Nuestro”, y ocupará nuestra atención en las
siguientes siete lecciones.
LECCIÓN 46
Lectura bíblica: Jeremías 23: 23-24, 31:1-9; Oseas 11:1-4; Mateo 6:5-15; Juan 14:9-14;
Hechos 17:24

Introducción
La oración es una de las más naturales prácticas del ser humano.
Es natural porque tiene que ver con su naturaleza. El hombre, por
naturaleza, busca comunión con Dios, pues fue creado para estar
en comunión con Él. El hombre caído, pecador perverso, no deja de
ser un ser humano; su naturaleza todavía es humana, pero
naturaleza humana depravada. Por eso es natural que el hombre
ore. Tiene una tendencia casi incontrolable de lanzar gritos al cielo:
de gratitud, de enojo, de necesidad, de gozo, de rebelión, etc., pero
hacia algo que sea más grande y superior a él.
Pero, aunque la oración sea una pulsión (empuje interno) innegable,
el hombre “natural”, si ora, lo hace mal, y el cristiano al orar también
lo hace mal. El hecho de que la oración sea algo que brota de
nuestra naturaleza no quiere decir que lo hacemos bien. La
depravación del hombre tiene sus efectos nocivos en toda la vida,
tanto personal como social, pero especialmente en la vida espiritual
y, más que nada, en la oración. Los creyentes se dan cuenta de la
dificultad. A menudo dicen: “Yo no sé orar”. Un instructivo sobre la
oración, que tenga un estilo ameno y prometa resultados,
encontrará compradores en el mercado, porque el incumplimiento
mismo en el campo de la oración es una experiencia muy incómoda.
Siendo empujados hacia la oración por nuestra naturaleza humana y
conscientes de nuestra mala actuación en este campo, sentimos
agudamente la frustración y la contradicción.
Los discípulos de Jesús, que seguramente sabían orara y
practicaban la oración, tuvieron que pedir a Jesús que les enseñara
a orar (Lc. 11:1). Juan el Bautista también incluyó en su plan de
estudios un curso sobre la oración, como lo hacían casi todos los
maestros de religión, teología, o espiritualidad. Nosotros también
debemos hacer esta “pre oración”; “Señor, enséñanos a orar”.
La respuesta de Jesús, en aquel entonces y ahora también, es el
“Padre Nuestro”. Orando aprendemos a orar, pero no a orar bien;
para orar bien necesitamos instrucción. La instrucción nos viene en
la forma de una oración modelo. El estudio de este modelo, el
“Padre Nuestro”, que emprendemos hoy, debe rendir frutos en la
vida espiritual, la práctica dela oración, en todos nosotros. Vamos a
examinar esta oración, petición por petición, para enfocar mejor sus
pautas.
Pregunta 120
¿Por qué nos pide nuestro Señor Jesucristo que nos dirijamos a
Dios diciendo: Padre nuestro?
Respuesta 120
Para despertar en nosotros, desde el principio de nuestra oración, el
respeto filial y la confianza en Dios que deben ser el fundamento de
nuestra oración. Es, a saber, que Dios ha venido a ser nuestro
Padre por Jesucristo, y nos concede con mayor seguridad las cosas
que le pedimos con fe, con mayor seguridad, que lo que nuestros
padres terrenales nos otorgan las cosas de este mundo.
Pregunta 121
¿Por qué se añade: que estás en los cielos?
Respuesta 121
A fin de que no tengamos ninguna idea terrestre de la majestad
celestial de Dios, y esperemos en su omnipotencia lo que
necesitamos para nuestro cuerpo y nuestra alma.
La actitud fundamental. El empleo de la palabra “fundamental” en
el título de esta sección es en el sentido literal de la palabra. La
actitud es el fundamento de nuestra oración, y esta actitud tiene dos
ingredientes, según el Catecismo, son el respeto filial y la confianza
en Dios.
El “respeto filial” quiere decir que tenemos que sentirnos hijos para
orar el “Padre Nuestro”. Y, si el “Padre nuestro” es el modelo para
dar forma a todas nuestras oraciones, tenemos que sentirnos hijos
para orar de cualquier otra manera. Esto muestra la íntima relación
que existe entre la oración y la doctrina. Nuestra adopción en Cristo
es una doctrina (también es una realidad, pues la correcta doctrina
es la descripción de una realidad). Es una enseñanza claramente
presentada en la Biblia. Tenemos que creer esta doctrina para poder
orar. No podemos orar como hijos, sintiéndonos hijos, si no creemos
en la doctrina de nuestra adopción.
La confianza en Dios, que es un prerrequisito para la oración, no es
posible sin cierto conocimiento (y conocimiento cierto) de Dios. El
“Padre Nuestro” es una oración “cristocéntrica” porque expresa la
confianza que tenemos en el Dios que es conocido en Jesucristo.
Sin este conocimiento no hay confianza. Además, sabemos lo que
Dios ha hecho en Cristo para nuestra salvación, para realizar
nuestra adopción como hijos de Dios. Esto también nos inspira
confianza. Sabemos de las promesas de Dios, y vemos las
promesas de Dios cumplidas en Jesucristo; esto también nos inspira
confianza. Sin esta confianza nuestras oraciones serían pobres
expresiones de vagas esperanzas, un desesperado intento de
encontrar auxilio. Esta confianza convierte las oraciones en una
verdadera comunión con Dios.
Una analogía educativa. Dios usa las experiencias de la vida para
dejar claras sus enseñanzas. Una de estas experiencias es la de
tener padre o, por lo menos observar a aquellos que lo tienen. Se
oye con demasiada frecuencia que la idea de Dios como Padre es
algo nuevo que Jesucristo empezó a enseñar; pero la verdad es que
los profetas, muchos años antes, ya empleaban la analogía
(analogía es una comparación de relaciones) y que los salmistas
también hablaban de Dios como Padre (véase Jer.3:19; Is. 9:6;
63:16; 64:8; Sal. 68:4-6; 89:26-28; 103:13). La analogía de menor a
mayor; la forma es: “si vuestros padres.... ¡cuánto más nuestro
Padre que está en el cielo!”.
No se habla aquí de una “paternidad” general, en el sentido de que
Dios es el padre de todos nosotros en algún sentido vago y
sentimental; sino que la idea es la de una relación específica, pues
no hay “paternidades generales” en nuestra experiencia, sino una
relación precisa y muy identificable, tanto por su presencia como por
su ausencia. Además, no se habla aquí de una descripción de cómo
pudiéramos considerar a Dios, sino cómo debemos dirigirnos a Él.
Tenemos que decirle: “Padre, nuestro Padre”. Esto no es general,
sino concreto y específico. Esta es una oración para hijos, como son
todas las oraciones; solamente los hijos de Dios pueden orar,
porque solamente los hijos pueden decir: “Padre...”.
Conceptos celestiales de realidades celestiales. El Dios que nos
recibe en su seno, el Padre celestial, el Dios de infinito cariño, es el
Dios trascendente y omnipotente. La íntima comunión que podemos
y debemos disfrutar con Dios no lo baja al nivel humano; sigue
siendo el Padre Celestial. El que está en los cielos. Nuestra idea de
Dios es uno de los elementos más importantes en la oración, y esta
idea no debe ser formada solamente por la analogía con el padre,
sino también por la de su inalcanzable majestad. El Catecismo
expresamente dice que esta frase sirve para que no tengamos
conceptos mundanos de Dios.
Lo que está implícito en esta frase es que tenemos que
presentarnos ante Dios tal y como Él mismo se revela en su
Palabra. No es un Dios que se pueda descubrir en la tierra o fabricar
con la materia prima de nuestra propia experiencia. Es un Dios
enaltecido, muy por encima de nosotros y de toda su creación, que
vive en el esplendor de su santidad (véase Is. 6) y las cosas del
mundo no pueden revelar su cara. Solamente lo puede hacer
Jesucristo.
También esto nos da una perspectiva y un enfoque. Siendo nacidos
de nuevo ponemos la mira en las cosas de arriba, y esto nos da el
enfoque para ver las cosas de abajo en su correcta dimensión. La
frase “que estás en los cielos” nos enseña que siempre tenemos
que dirigirnos a Dios con la debida reverencia; pero también nos da
confianza porque la frase sugiere su omnipotencia. El que está en
los cielos controla todas las cosas y puede satisfacer todas nuestras
necesidades. A Quien dirigimos nuestras oraciones no es parte de la
creación, no es un elemento del universo, no está contenido en el
mundo, sino que es su Creador, fuera de toda la creación y del
universo; es el Dios “que está en los cielos”.
LECCIÓN 47
Lectura bíblica: Salmos 8:1-9, 115:1; Ezequiel 36:22-32; Juan 17:1-6; 1 Corintios 2:6-16

Introducción
Hasta ahora nuestro estudio de la oración ha tenido que ver con los
principios básicos: por qué orar y la actitud que debe caracterizar
nuestra actividad de orar. Hoy, habiendo sido ya instruidos en ello,
damos un paso adelante y dirigimos nuestra atención a la primera
de las peticiones que, según la enseñanza del Padre Nuestro, debe
estar en nuestras oraciones.
Pero, antes de entrar en este estudio, hay un principio básico más
que debemos considerar. Este principio sale más de “El Padre
Nuestro” mismo que el Catecismo. Se trata del énfasis y del orden
del “Padre Nuestro” como una totalidad. Esto es importante porque
el énfasis y el orden de orar es también el énfasis y el orden de la
vida. Las cosas que nos preocupen suficientemente para ser tema
de nuestra oración son las cosas que, por lo menos en este
momento, consideramos importantes. Cuando aprendamos a poner
orden en nuestra vida de oración y a dar énfasis a lo que debemos
dar énfasis, entonces nuestra vida entera será más cristiana
también.
El énfasis y el orden son uno solo, pero es demasiado sencillo y
superlativamente profundo: Dios primero. Si seguimos el ejemplo del
Padre Nuestro y ponemos a Dios primero en nuestras oraciones, Él
contestará oraciones, y si Dios contesta nuestras oraciones, de que
Él sea el primero, entonces, habrá orden y énfasis en nuestra vida.
Tenemos que aprender a orar bien para poder bien: el bien vivir es
un resultado directo del bien orar.
La primera parte del Padre Nuestro, que es la más grande, es la
parte que dedicamos a pedir por las cosas de Dios, su Nombre, su
reino, su voluntad, etc. Esto es algo que no sabemos por naturaleza.
Dejamos a nuestros propios recursos, limitados y perversos, se nos
ocurre pedir solamente para nosotros mismos (y para los nuestros) y
hacemos de nuestras oraciones manifestaciones palpables de
nuestro egocentrismo. Solamente en el Padre Nuestro aprendemos
a orar por lo que es más importante: el propósito de Dios en el
mundo.
Pregunta 122
¿Cuál es la primera súplica?
Respuesta 122
“Santificado sea tu Nombre”, es decir, concédenos ante todo que te
conozcamos rectamente y que santifiquemos y celebremos tu
omnipotencia, sabiduría, bondad, justicia, misericordia y verdad, que
se manifiestan en todas tus obras. Concédenos también que toda
nuestra vida, en pensamiento, palabra y obra, sea siempre dirigida
hacia este fin: que tu santísimo Nombre no sea por nosotros
blasfemado, ni menospreciado, sino honrado y glorificado.
Conocimiento y celebración. Muchos han notado las muchas
semejanzas que existen entre el Padre Nuestro y los Diez
Mandamientos. La semejanza es muy específica entre esta primera
petición y el mandamiento de no tomar el Nombre de Dios en vano.
No cabe duda de que los Diez Mandamientos deben informar
nuestra consideración del Padre Nuestro, debido a que tanto una
entidad como la otra son expresiones de la voluntad de Dios. En la
una y en la otra se acentúa el carácter enaltecedor del Nombre de
Dios, y de la reverencia y respeto que debemos mostrar con
referencia a Él.
Este respeto tiene que ver con un conocimiento. Reverenciar el
Nombre de Dios, o santificarlo, es imposible para una persona para
quien el Nombre de Dios es desconocido o mal conocido. Por eso la
oración “santificado sea tu Nombre” es una súplica para el recto
conocimiento, o sea, el conocimiento que podemos recibir
solamente de Dios mismo. Dios es el único que conoce a Dios: se
conoce recta y exhaustivamente, y se ha dado a conocer en el Hijo
(véase Jn. 1:18). El recto conocimiento no viene a través de la
especulación humana, sino, por medio de la revelación de Dios
mismo.
Pedimos entonces, con estas palabras, que el deseo de conocer a
Dios sea un deseo supremo en nuestra vida. El Nombre de Dios
tiene que ser el valor sobresaliente en nuestro sistema de valores; si
no, no podemos orar sinceramente el “Padre Nuestro” y no orar
sinceramente sería algo así como querer engañar a Dios; algo que
se le pudiera ocurrir solamente a un ser humano, pues tiene el
pensamiento embotado por el pecado; es una práctica poco
recomendable debido a que Dios es el que discierne los
pensamientos y las intenciones del corazón (véase He. 4:12; Jer.
11:20, 17:10). Esta preocupación por conocer a Dios, la cual es tan
grande que nos motiva a pedirlo en oración, nos enseña que el
principal propósito de todo (y de nosotros todos, también) es el de
glorificar a Dios, empezando por su nombre.
El ser humano, en su orgullo pecaminoso, rehúsa ser instruido en el
conocimiento de Dios por la misma revelación de Dios. El cristiano,
nacido de nuevo e impulsado por su nueva naturaleza, sí busca a
Dios y el conocimiento de Él (que es conocer su Nombre), pero tiene
que luchar con su antigua naturaleza (el hombre viejo) y por eso
tiene que orar fervientemente que Dios le dé este conocimiento y, de
esta manera, santifique su Nombre.
Celebrar es hacer presente en consciente regocijo y solemne
participación alguna verdad o algún acontecimiento. Celebramos los
atributos de Dios. (Un atributo es algo conocido de Dios). Su
bondad, misericordia, omnipotencia, etc., son atributos que
debemos saber apreciar y disfrutar y, lo que es más, hacerlos
presentes en nuestra vida. Esto también es santificar el Nombre de
Dios. También pedimos esto en sincera plegaria en el “Padre
Nuestro”.
Y, desde luego, pedir que el nombre de Dios sea santificado es pedir
que este Nombre sea conocido. Dar a conocer el Nombre de Dios
se llama hoy en día “evangelización”. Y, como no es posible pedir
sinceramente una cosa y hacer lo contrario, si pedimos que el
Nombre de Dios sea santificado, tenemos que estar activos en la
evangelización. Esta actividad es parte de nuestra oración; son los
gestos y ademanes que acompañan a nuestro hablar.
Disciplina y freno. Nosotros, en el hablar y en el hacer, tenemos
que dar buena fama a Dios. Es parte de santificar su Nombre.
Reconocemos que nuestra pecaminosidad lo hace difícil. No
tenemos suficiente poder en nosotros mismos para poderlo hacer, y
menos para hacerlo con éxito. La petición de que el Nombre de Dios
sea santificado es también una súplica de que nuestra
pecaminosidad sea disciplinada y frenada. Esto lo tenemos que
implorar con urgencia.
Parte del problema es que nos gustamos tal como somos. No
queremos cambiar nuestros hábitos. Preferimos vivir en el pecado,
confiando en la misericordia de Dios para el perdón, a reformarnos y
renovarnos según la imagen de Dios en Jesucristo. Pero,
juntamente con Pablo, afirmamos que hay una ley en nuestra mente
contra la otra ley, la de los miembros, que combate (véase Ro.
7:23). Pedimos, entonces, la disciplina de mente que necesitamos, a
fin de que esta ley gobierne en nuestras vida, y que nuestras
actividades y palabras, tanto como nuestro pensamiento, sean de tal
tipo que glorifiquen a Dios.
Para poder orar como debemos hacerlo y expresar con sinceridad la
primera petición, tenemos que entrar en la presencia de Dios con
humildad y confesión. Tenemos que reconocer que necesitamos
ayuda, y tenemos que desear fervientemente esta ayuda. Tenemos
que confesar que ha habido en nuestro comportamiento, hechos
que blasfemaron a Dios, y tenemos que pedir que no las volvamos a
hacer. La actitud de confiar en nosotros mismos o la de
orgullosamente considerarnos suficientes para nuestra alta vocación
de glorificar a Dios en toda la vida, es pecado. Tenemos que pedir
que Dios nos libre de esto.
Esta petición es, entonces, un acicate para el santo pensar y el
santo vivir. Tenemos que anhelar el glorificar a Dios como un anhelo
supremo para poderlo orar. Antes de desear ser salvos, tenemos
que desear ser salvos para que el Nombre de Dios sea glorificado.
Como hijos de Dios vamos a orar esta petición, y también vamos a
emplear esta petición como modelo para hacer nuestras oraciones.
También vamos a recordar que lo que hacemos es parte de la
oración; tenemos que orar con todo el ser, el cuerpo y el alma, el
pensar y el hacer.

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Matrimonio)
11- El Reino de Cristo en la Poesía Bíblica
12- Semana Mayor (Mensaje de Semana Santa)
13- Yo sé y estoy seguro (Metodología para profesores - Curso de
catecúmenos)
14- La iglesia local
15- La Epístola a los Hebreos
LECCIÓN 48
Lectura bíblica: Salmos 97:1-12; Isaías 33:17; Miqueas 4:1-8; 2 Pedro 3:1-13

Introducción
Para orar correctamente necesitamos más que simples intenciones
piadosas. Las buenas intenciones son necesarias, pues sin ellas
tampoco hacemos una oración aceptable; pero las buenas
intenciones pueden producir oraciones de poca calidad que no
glorifican a Dios ni sirven para lograr la comunión con Dios que tanto
anhelamos.
La experiencia de estar en comunión con Dios no es logro humano,
sino una bendición de Dios. Aunque en este campo el autoengaño
prevalece y nos convencemos de realidades que no lo son,
juzgando nuestra experiencia por criterios subjetivos sentimentales,
como si la norma fuese lo que sentimos, Dios sí oye las oraciones y
concede comunión a los que oran de acuerdo con las instrucciones
que Él mismo da a su pueblo, a fin de que este ore.
Las instrucciones tienen que ver con dos puntos principales. El
primero tiene que ver con cómo orar, con la actitud, la base y la
motivación de la oración. El segundo se relaciona con qué es lo que
debemos pedir en la oración. La oración no es solamente cuestión
de técnica, ni principalmente de método; sino saber pedir lo que
debemos pedir, o sea, saber desear lo que debemos desear y luego
pedirlo. El primer punto no está ausente en el Padre Nuestro; pero el
segundo punto recibe el énfasis. En la lección anterior el Catecismo
nos hizo recordar que tenemos que orar por el Nombre de Dios; en
la lección de hoy nos insiste en que oremos por su Reino.
Pregunta 123
¿Cuál es la segunda súplica?
Respuesta 123
“Venga tu Reino”, es decir: reina de tal modo sobre nosotros por tu
Palabra y tu Espíritu que nosotros nos sometamos cada vez más y
más a Ti. Conserva y aumenta tu Iglesia. Destruye las obras del
diablo y todo poder que se levante contra Ti, lo mismo que todos los
consejos que se toman contra tu Palabra, hasta que la plenitud de tu
Reino venga, cuando Tú serás todo en todos.
Según la interpretación (muy legítima, por cierto) que el Catecismo
da a la segunda petición, vemos que hay cuatro elementos en esta
petición, que son: 1) Pedimos un Rey y nuestra sumisión a Él; 2)
rogamos por el desarrollo de la Iglesia; 3) imploramos la destrucción
de las fuerzas del mal, y 4) solicitamos que sea pronto la plenitud
del Reino de Cristo. Veamos estos elementos uno por uno.
Pedimos un Rey y nuestra sumisión a Él. Las dos facetas de este
elemento de nuestra plegaria son, en el fondo, la misma. Si pedimos
un Rey, que sea de veras un Rey; nuestra sumisión a Él está
involucrada en la plegaria. No podemos pedir sinceramente que
Dios nos dé un Rey si no tenemos la intención de someternos a Él.
Pero no pedimos un rey cualquiera: pedimos que Dios mismo reine
sobre nosotros. Sabemos, por la revelación divina, que el Reino de
Dios es el Reino de su Mesías (o, como también se encuentra
expresado, el Reino de los cielos). Si pedimos que Dios reine sobre
nosotros en la persona de su Hijo, podemos hacer tal petición
solamente si estamos dispuestos a renunciar a nuestra autonomía y
supuesta soberanía.
Esta sumisión está más allá de nuestro pobre poder de someternos.
Esclavos del pecado como somos, no queremos otro Rey. Pedimos,
entonces, que el Espíritu Santo obre en nosotros esta sumisión, a fin
de que podamos oír y hacer la Palabra de Dios. El Reino por el cual
oramos se realiza en la obediencia a la Palabra de Dios; sin la
Palabra no hay tal Reino. Nuestra plegaria es, entonces, que Dios
nos gobierne por su Palabra y que nos haga moldeables para ser
gobernados por esta Palabra. Pedimos, pues, ser gobernados por
Dios.
Rogamos por el desarrollo de la Iglesia. Este elemento de nuestra
petición está implícito en el primero: el ministerio de la Iglesia es el
ministerio de la Palabra. Además, los que son miembros de la
Iglesia son también ciudadanos del Reino de Cristo. No puede haber
una cosa sin la otra. La iglesia existe donde quiera que se reúna
para recibir las órdenes del Rey. Es la institución principal del Reino,
aunque no es la única, pues todos los ciudadanos del Reino (que
también somos miembros de la Iglesia) tenemos otras actividades,
propias del Reino, además de asistir a los cultos. Pero, por otro
lado, asistir a los cultos y ser edificados e instruidos por la Palabra
es una de nuestras actividades principales como ciudadanos del
Reino. Y es muy difícil, si no imposible, realizar las otras actividades
sin ponernos a disposición de la Palabra, que por la “locura de la
predicación” nos es administrada en los cultos.
Siendo la Iglesia la institución principal del Reino, y esencial para él,
no podremos orar “Venga tu Reino”, sin que pidamos por la Iglesia.
Y, desde luego no podemos orar sinceramente si no acompañamos
nuestras palabras con hechos. No podemos orar por la Iglesia (y,
entonces, por el Reino) si la descuidamos y la despreciamos. Orar
con sinceridad al estar en la presencia de un Dios, que conoce
nuestras intenciones y nuestros pensamientos, exige que
puntualicemos nuestras expresiones verbales con sinceras
actividades en pro de la Iglesia.
Imploramos la destrucción de las fuerzas del mal. La única
manera de estar a favor de lo bueno es estar en contra de lo malo.
La tolerancia de la maldad, de la injusticia y corrupción nos
incapacita para orar, con conciencia limpia, por el Reino de Dios. Si
buscamos el Reino de Cristo, con suficiente sinceridad como para
orar por él, y si el Reino del Mesías es un Reino de paz, justicia,
libertad, honradez y salud espiritual, tenemos que orar con palabra y
hecho para la destrucción de todas las fuerzas que contribuyan a la
guerra, injusticia, opresión, cohecho de inmoralidad. Creo que uno
de los estorbos más grandes en nuestra vida espiritual y en la
práctica de la oración es nuestra renuncia a luchar contra lo malo.
En lugar de luchar contra ello, participamos con las obras de
maldad.
El Catecismo agrega un comentario interesante. Dice que orar:
“Venga tu Reino” nos obliga a pedir que se destruyan los esfuerzos
que se realizan para hacer daño a la Palabra de Dios. Y, como
siempre, para pedirlo sinceramente en oración tenemos que agregar
a las palabras las acciones de nuestros hechos. En nuestra cultura,
en las escuelas sobre todo, hay ataques constantes contra la
Palabra. Tenemos que orar porque estos ataques se frustren y
debemos luchar contra esto como parte de la respuesta de Dios a
nuestra oración.
Positivamente, tenemos que orar y trabajar por la extensión de la
influencia de la Palabra, para que influya en el pensamiento nacional
y deje su huella en nuestra cultura. Como Iglesia, tenemos esta
tarea como una urgencia especial.
Solicitamos que sea pronto la plenitud del Reino de Cristo. Este
aspecto de la segunda petición es básicamente escatológico, o sea,
que se va a realizar en el porvenir, especialmente en la segunda
venida de nuestro Señor. La historia se mueve hacia un fin, porque
la historia es dirigida; no anda suelta. Esta etapa de la historia, la
actual, desembocará en otra. Esta época venidera será la plenitud
del Reino de Cristo. Tenemos que anhelar esta etapa y orar por ella
(véase Ap. 22:20). (Las palabras “Ven, Señor” en arameo son
marana tha, que nos da la palabra usada como nombre de iglesias,
sociedades, grupos cristianos, etc.: “Maranatha”).
Tenemos que anhelar la segunda venida, la gloriosa, de nuestro
Señor. Y la mejor manera de anhelarla es orando fervientemente por
ella. Si lo pedimos con suficiente sinceridad y honradez, pronto
sentiremos en nosotros ese anhelo, y el anhelo nos motivará a orar
con más sinceridad y honradez.
Como conclusión, debemos quedar convencidos de que esta
segunda petición tiene dos dimensiones temporales: el ahora y el
porvenir. Tenemos que orar por el Reino en los dos sentidos. En el
sentido de “YA”, que ya está presente el Reino y que tenemos que
trabajar en él y orar por él; y también en el sentido del “TODAVÍA
NO”, que todavía hay más por realizar en el Reino, una etapa más, y
que tenemos que orar por esto también.
LECCIÓN 49
Lectura bíblica: Salmos 40:4-8, 103:19-22; Mateo 26:36-42; Juan 4:34; Romanos 12:2;
Hebreos 10:5-10

Introducción
Orar es algo natural para el ser humano, pues fue creado para tener
comunión con Dios. Pero, por su pecado y su persistencia en él, el
saber orar no es tan natural para el ser humano. La verdad es que
no puede hacerlo bien sin que reciba una instrucción especial,
sentimos la inclinación hacia la oración y la tendencia a buscar la
perdida comunión con Dios, pero, a la vez, nos sentimos
desamparados, desviados y sufriendo la incomunicación de una
espantosa soledad. Por esto, juntamos nuestras voces con las de
los discípulos en plegaria al Maestro: “Enséñanos a orar” (Lc. 11:1).
El “Padre Nuestro” es la respuesta de Jesús a esta petición. Es
posible que nosotros pensemos más, como es también probable
que los discípulos lo pensaran, en la técnica de la oración que en su
contenido. Jesús no descuida la técnica; pues su enseñanza
presupone cierta actitud y enfoque de parte de los que queremos
orar; pero el énfasis recae en lo que debemos pedir. Esto se ve el
hecho de que su enseñanza para nosotros consiste en una serie de
peticiones que debemos orar y que debemos ser el modelo para
construir nuestras propias oraciones. Jesús quiere que, en primer
lugar, sepamos por qué orar.
Sus consejos en cuanto a la técnica son, en su mayoría, negativos.
Dice que NO debemos orar como lo hacen los fariseos. Ellos lo
hacían como un ejercicio publicitario de palabrería (véase Mt. 6:5-7).
Las vanas repeticiones, la ostentación y lo pomposo no tienen parte
en la oración tal como la enseña Jesús. Y, aparte de esto, Jesús
acentúa la persistencia en la oración (véase Lc. 11:5-13; 18:1-5).
Pero, con todo y ello, el meollo de la enseñanza de Jesús está en el
contenido de las peticiones. Y este es la razón por la cual el
Catecismo enfoca la enseñanza en la oración en una consideración
de las peticiones, a fin de que sepamos qué pedir en nuestras
oraciones. Entramos ahora a la tercera petición.
Pregunta 124
¿Cuál es la tercera súplica?
Respuesta 124
“Sea hecha tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”.
Es decir, haz de nosotros y todos los hombres que renunciemos a
nuestra propia voluntad, y con toda humildad obedezcamos la tuya,
que es la única buena, para que cada uno de nosotros cumpla su
deber y vocación, tan fiel y gozosamente como lo hacen los ángeles
en el cielo.
Una difícil renuncia. En este renglón, como en muchos otros,
Jesús mismo es nuestro ejemplo. No hay contradicción entre la
doctrina y la práctica en la actuación de nuestro Redentor. El
ejemplo más claro es su propia oración en el huerto de Getsemaní:
“No se haga mi voluntad, sino la tuya” (véase Mt. 26:36-46; Mr.
14:32-42; Lc. 22:39-46). Aquí vemos muy claramente que Jesús
mismo consideraba que al orar que se hiciese la voluntad del Padre,
era renunciar a la suya propia. No podemos pensar menos nosotros.
No cabe duda: necesitamos una gracia especial para pedir esto
sinceramente. Pedimos a Dios que Él haga que renunciemos a
nuestra propia voluntad, pues en nuestra condición humana es
inconcebible que renunciemos a nuestra voluntad, porque si fuese
nuestra voluntad que renunciáramos a ella, ya no renunciaríamos a
ella. Atrapados en nuestra pecaminosidad y finitud pedimos a Dios
que Él someta a nuestra voluntad a la suya y que haga que nuestra
voluntad sea subordinada al conocimiento que Dios nos da, en su
revelación, de su Ser y de su voluntad. Al hacer esta petición lo que
pedimos es la obra del Espíritu Santo para que hagamos lo que, sin
el Espíritu, nos es imposible hacer.
La voluntad regidora. A veces hablamos de la voluntad de Dios
como el gran misterio. Y no cabe duda: la voluntad de Dios está más
allá de nuestra compresión. La voluntad decretiva, o sea, las cosas
secretas de Dios, las cosas que Él decreta para Él mismo, son
demasiado grandes para nosotros y, además, por no ser reveladas,
no son accesibles a nosotros. Pero no hablamos aquí de esta
voluntad, como si le diéramos permiso a Dios de hacer lo que Él
quiere hacer.
También aquí Jesús es el ejemplo. Cuando Jesús oró en
Getsemaní, él sabía perfectamente bien lo que era la voluntad del
Padre. No pedía que se hiciera la desconocida voluntad de Dios,
sino la revelada. No había duda de que si tenía que ir a la cruz o no.
Jesús, al orar que se hiciera la voluntad del Padre, lo hacía
sabiendo el contenido de esa voluntad, y en especial relación con su
deber.
En especial relación con nuestro deber, tenemos que pedir que la
voluntad regidora en nosotros sea la voluntad expresada y revelada
de Dios. Esta voluntad tiene que dirigir nuestros deseos y
determinar nuestros valores. Al igual que Jesús, tenemos que saber
lo que Dios quiere que hagamos, y orar a Él pidiendo precisamente
eso. Lejos de orar por algo desconocido, pedimos por lo que nos es
revelado, para que eso que Dios ha revelado como un deseo en
nosotros y para nosotros, se haga en nosotros.
La inalcanzable norma realista. La paradoja que el título de este
apartado expresa es intencional. Se pudiera decir que una norma
inalcanzable no es realista, y que ninguna norma realista pudiera ser
inalcanzable. Sin embargo, queremos afirmar aquí que si nuestro
Señor Jesucristo nos enseñó que debemos pedir a Dios que se
haga su voluntad en la tierra tal como se cumple en el cielo, aunque
nos parezca inalcanzable en este mundo (y lo es), tiene que ser la
norma realista que dé forma y contenido a nuestra petición.
La norma es realista porque pedimos que esa voluntad se haga en
la tierra. No rogamos por algo del más allá, ni para una época
después de la presente. Donde se tiene que hacer esta voluntad es
donde vivimos, donde comemos, donde dormimos y trabajamos, y
donde disfrutamos de nuestros momentos de ocio. No pedimos que
se haga la voluntad de Dios en el cielo; todo lo contrario: la voluntad
que se hace allá es la medida para evaluar la que se haga aquí.
La norma es realista también porque es específica y concreta. La
manera en que se cumple la voluntad de Dios en los cielos no es
vaga o general. Tiene que ver con todos los detalles de lo que Dios
quiere. En el cielo no hay titubeos, pretextos ni disculpas; la
voluntad de Dios se hace “al pié de la letra”. Así se debe hacer en
nuestra vida, aquí y ahora, en la tierra.
Esta norma, aunque inalcanzable por nuestros esfuerzos propios,
está ya alcanzada por nosotros en Cristo Jesús. Sirve como meta,
realísticamente apunta al camino de nuestros esfuerzos éticos y
marca el sendero en el cual nos empeñamos. Nunca nos falta con
qué medirnos, y nunca nos podemos engañar pensando que ya no
hay más que hacer o que ya hemos llegado. Pero, por otro lado,
sabemos que vamos a realizar el alto llamamiento en Cristo Jesús,
siendo partícipes de su gloria y perfección.
Esta oración, “hágase tu voluntad”, nos enseña a ver toda la vida
como vocación, una profesión que tenemos que desempeñar de
acuerdo con la voluntad de aquel que nos llamó por su gracia. Cada
aspecto de la vida tiene que ver con nuestra tarea de glorificar a
nuestro Padre que está en los cielos. En cada actividad en que
estemos involucrados tenemos que pedir que en esa actividad la
voluntad de Dios se haga, como en el cielo, así también en la tierra.
¡AMEN!
LECCIÓN 50
Lectura bíblica: Éxodo 16:14-28; Salmos 104:10-23; Salmos 145:14-18; Mateo 6:11-34;
Lucas 11:1-3, 12:16-34

Introducción
En la cuarta petición se inicia un cambio en el “Padre Nuestro”. En
las peticiones anteriores nuestra preocupación fueron las cosas de
Dios; pedimos por su Reino, por su Nombre y por su Voluntad.
Ahora rogamos por nosotros mismos; enfocamos nuestra atención
en nuestras propias necesidades (y esta oración nos ayuda a saber
cuáles son nuestras necesidades, pues solemos estar muy
confundidos sobre este asunto).
Se podría pensar que si vamos a pedir por nuestras propias
necesidades no necesitamos instrucción. Después de todo, ¿no
sabemos bien cuáles son nuestras necesidades y cómo orar por
ellas? La verdad es que no. Lo que los psicólogos llaman
“necesidades sentidas” pueden ser un factor muy importante en toda
motivación (en la motivación por la oración también), pero son
notoriamente incapaces para indicarnos cuáles son nuestras
verdaderas necesidades. En varios aspectos de la vida, lo que
sentimos como una necesidad puede estar lejos de serlo; en la
medicina, por ejemplo, lo que sentimos como una necesidad puede
ser todo lo contrario y puede hacernos daño.
Algo que caracteriza al “Padre Nuestro”, pero que se aplica con
mayor agudeza ahora, es el hecho de que esta oración se hace en
plural. Y este plural es la primera persona plural. Esto quiere decir
que oramos como parte de un grupo. Aunque vaya yo a mi privado,
a mi aposento particular, y cierre la puerta tras de mí, no puedo orar
como si existiera solamente yo. Siempre oro como parte de una
colectividad. Esta colectividad es el cuerpo de Cristo. Nos acepta
Dios en su presencia porque estamos en Cristo, y todos los que
estamos en Cristo formamos un solo cuerpo. Oramos como
miembros de ese cuerpo. Por eso, Jesús nos enseñó a orar: Padre
nuestro... danos... perdónanos... no nos metas.... líbranos..., etc. En
la petición por el pan, tenemos que recordar que como plural; no es
que cada uno pida para sí mismo, sino que todos pidamos para
todos nosotros.
Pregunta 125
¿Cuál es la cuarta súplica?
Respuesta 125
“Danos hoy nuestro pan cotidiano”, es decir, dígnate proveernos de
todo lo que es necesario para el cuerpo, a fin de que, por ello,
reconozcamos que Tú eres la única fuente de todo bien, y que ni
nuestras necesidades, ni trabajo, ni incluso los bienes que Tú nos
concedes, no nos aprovechan, antes nos dañan, sin tu bendición.
Por tanto, concédenos que apartemos nuestra confianza de todas
las criaturas para ponerla solo en Ti.
Una dependencia absoluta. Depender de alguien es humillante.
Por mucho, preferimos bastarnos por nosotros mismos. Y lo que es
peor, muchas veces confiamos en que podemos bastarnos por lo
que somos. Estamos dispuestos a orar por las cosas importantes y
por nuestra salvación, pero damos por sentado que podemos
proveernos de la comida de cada día y de las otras necesidades de
este tipo. Cuando pedimos a Dios por las más elementales
necesidades confesamos que no somos suficientes, que estamos
necesitados y que no podemos proveer para nosotros y para los
nuestros.
El “pan”, en esta petición, es una figura. Los retóricos la llaman una
“sinécdoque”, o sea, la figura en que una parte representa a la
totalidad. Usamos esta figura en nuestra vida social. Cuando el
novio pide “la mano” de la novia, y le dan el sí, este espera más que
la palma y los dedos, y ni pregunta si va incluida la muñeca o no.
Cuando Jesús dijo que el hombre no vive de pan solamente, sino de
cada palabra que sale de la boca de Dios, empleaba la misma
figura. “Pan”, en estos casos, quiere decir “todas las necesidades
físicas”. Cuando pedimos pan, entonces, estamos expresando
nuestra dependencia absoluta de Dios para nuestra existencia
física. Solamente Él puede satisfacer estas necesidades, y tenemos
que pedirlo de Él.
Pero nuestra dependencia no es una dependencia desesperada.
Pedimos con toda confianza. Sabemos no solamente que no
podemos proveer para nosotros mismos; sabemos también que
Dios sabe de nuestras necesidades. Y, lo que es más, le conocemos
y sabemos que es nuestro Padre Celestial, en quien podemos
confiar. Además, sabe mejor que nosotros lo que necesitamos y nos
da mucho más de lo que pedimos, aunque no siempre nos da lo que
pedimos, no tal como lo pedimos. La posibilidad cristiana de
reconocer nuestra absoluta dependencia de Dios, y de regocijarnos
en esa dependencia, se debe al hecho de que Dios se nos ha
revelado como el Dios providente, y a la fe que esa revelación ha
creado en nosotros.
Una dependencia continua. Nuestra dependencia absoluta, que
expresamos en la cuarta petición del “Padre Nuestro”, es una
dependencia constante: día tras día, momento tras momento. Por
eso tenemos que orar cada día por las necesidades diarias. Y
tenemos que aprender a depender de Él diariamente, en una
dependencia “cotidiana”.
Algunas dependencias de la vida ordinaria son temporales y
provisionales. No así nuestra dependencia de Dios para las cosas
materiales. A veces tenemos una necesidad, urgente y apremiante,
pero alguien suple la necesidad y tenemos para muchos años. Nos
sentimos satisfechos, contentos y seguros porque tenemos a la
mano lo que necesitábamos. Dios quiere que tengamos esta
experiencia en cuanto a nuestra salvación; ya la tenemos y por eso
nos sentimos satisfechos, contentos y seguros, porque sabemos
que estamos en las manos de Dios. Pero en relación con las cosas
materiales, no debemos tener esta confianza en ellas. El rico (véase
Lc. 12:18, 19) aprendió demasiado tarde que su dependencia de
Dios era continua. Claro, tenemos una seguridad y podemos
sentirnos contentos y satisfechos, pero esta experiencia es nuestra
cuando pedimos diariamente el pan de cada día, porque el Dios que
nos dio vida juntamente con Cristo, contestará nuestra oración y nos
dará nuestro pan de cada día.
Una dependencia exclusiva. Esta petición nos enseña que no
debemos depender de otras cosas. La petición, en la que pedimos a
Dios cada día el pan de ese día, nos protege de supersticiones, que
son dependencias falsas o, mejor dicho, de falsedades. Hoy en día
es muy fuerte la tendencia de convertir a la tecnología en
superstición, o a la ciencia, o a los programas gubernamentales, y si
estos fallan, a Tláloc.
Orar la cuarta petición es un ejercicio espiritual de poner nuestra
confianza solo en Dios. La tentación de confiar en otras cosas es
muy fuerte. Y nosotros los evangélicos no estamos exentos de ella.
La verdad es que el supersticioso idólatra está más propenso a
confiar en sus dioses, y no en la ciencia ni en la tecnología. Entre
nosotros es demasiado potente la tendencia de confiar en nuestra
capacidad, conocimiento y trabajo, y olvidarnos de Dios, excepto,
por supuesto, cuando nos hace falta. Necesitamos hacer uso de
esta petición consciente, asidua y sinceramente, para que no
aprendamos otras dependencias, sino que aprendamos a depender
exclusivamente de Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, y el
Padre nuestro.
LECCIÓN 51
Lectura bíblica: Salmos 51:1-2; Mateo 6:5-15, 18:15-35; Lucas 11:4

Introducción
La petición sincera es también un compromiso. Si oramos
sinceramente, o sea, si pedimos a Dios lo que el corazón desea, y si
el corazón desea lo que pedimos a Dios, entonces habrá
consecuencias concretas en nuestra actividad. No podemos pedir
sinceramente lo que no deseamos, y lo que deseamos no afecta a
más cosas que a nuestras peticiones. Lo que deseamos es una de
las más fuertes motivaciones para nuestro comportamiento y una de
las más potentes fuerzas directivas de nuestra vida.
No nos gusta mucho la idea de que nuestro comportamiento, en
general, deba ser parte de nuestra oración. Preferimos pensar que
nuestras oraciones pueden ser sinceras sin que las palabras sean
respaldadas por nuestros actos. Nos inclinamos en nuestras
oraciones hacia los malabarismos lingüísticos que hace un
alcohólico que insiste en que ama a sus hijos, pero que emplea todo
su sueldo para financiar su vicio y no se preocupa por dar de comer
a su prole. También hay casos de quienes afirman ser muy patriotas,
pero que rehuyen el servicio militar y no pagan sus impuestos. Hay
esposos que emplean vocablos de verdadero cariño, pero que
expresan su amor en pleito y riñas. Este estilo de vida, del cual
ninguno de nosotros es inocente, tiende, también, a dar forma a
nuestras oraciones: pedimos de palabra y desmentimos la palabra
con las actitudes de la vida.
La petición del “Padre Nuestro” que estudiaremos hoy no solamente
nos enseña que tenemos que pedir perdón, sino que también hace
énfasis en la íntima relación entre el orar y el actuar.
Pregunta 126
¿Cuál es la quinta súplica?
Respuesta 126
“Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos
a nuestros deudores”; es decir: por la preciosa sangre de Jesucristo,
dígnate no imputarnos, a nosotros pobres pecadores, nuestros
pecados ni la maldad que está arraigada en nosotros, así como
nosotros sentimos, por este testimonio de tu gracia, el firme
propósito de perdonar de todo corazón a nuestro prójimo.
La Gracia pedida. La petición “perdónanos” es una súplica que
implora Gracia. Y la Gracia siempre es un favor no merecido. La
idea de perdón implica la gracia. Tenemos que pedir el perdón
porque la ofensa es inexcusable. Si la ofensa es justificable, si
podemos presentar disculpas aceptables, no necesitamos el perdón:
nos disculpamos nada más. La idea de perdón incluye la de una
ofensa intencional no justificable.
En una de las formas del “Padre Nuestro” se emplea la palabra
“deudas”; en la otra forma está la palabra “pecados”. Tenemos que
suponer que Jesús enseñó el “Padre Nuestro” en más de una
ocasión, empleando en las distintas oportunidades los varios
sinónimos que en su conjunto comunicarían con más plenitud el
concepto de sus enseñanzas. No cabe duda que el perdón del
pecado es la más grande de nuestras necesidades, aunque la
necesidad del pan pueda ser más inmediata. Y en Mateo el pecado,
por el cual necesitamos ser perdonados, está expresado como
deuda, o sea, como algo que debemos a Dios y no hemos pagado,
una falta de cumplimiento de nuestras obligaciones para con Dios.
Debido a que no hay ninguna, ni la más remota posibilidad de que
podamos pagar, y a que es una falta de la más seria gravedad, lo
único que nos queda es pedir gracia.
La base y la condición. Cuando pedimos perdón, para poderlo
hacer con conocimiento y sinceridad, tenemos que distinguir en
nuestro pensamiento (o sea, en el pensamiento que llevamos en el
corazón y que es la actitud con que oramos) entre la base de esta
petición y la condición para hacerla. La base de esta petición, como
la de todas las peticiones, es el sacrificio vicario de Jesucristo. Pero
esta petición se relaciona con la base en una relación doble. La
primera es la misma de todas nuestra oraciones: la hacemos en el
nombre de Jesús, haciendo efectivo su actual sacerdocio. La
segunda relación, específica en este caso, es que el perdón que
pedimos depende del sacrificio que Jesús realizó en la cruz para
hacer posible y eficaz este perdón. La base de la oración y, aún más
acentuadamente el perdón, no son posibles sin esta base: la obra
terminada por Jesús y su actual ministerio. La base nunca puede ser
algo que nosotros mismos hayamos hecho.
Pero, con todo y ello, Dios puede poner condiciones a nuestra
actividad de orar, especialmente en cuanto a la manera de hacerlo.
Estas condiciones, al cumplir con ellas, no son meritorias. El
perdonar al prójimo, por ejemplo, no nos hace merecer el perdón, si
no creemos en Cristo, si no nos arrepentimos de nuestros pecados y
si no confiamos en el sacrificio de nuestro Salvador; y aun si
creemos en Cristo y tenemos el perdón, tampoco el perdonar al
prójimo nos es meritorio, porque el perdón ya nos ha sido concedido
por el Redentor. La condición que Dios pone a nuestra actividad en
la oración para pedir perdón, para que la hagamos con eficacia y
con la seguridad de bendición, es la de acompañar las palabras con
acciones. En este caso la acción es específica y especificada:
tenemos que perdonar al hermano —y esto, una infinidad de veces
—.
La vida social de la oración. Continuamos el punto anterior en este
nuevo renglón. La razón es que si queremos orar sinceramente esta
petición y experimentar en la vida lo que pedimos, o sea, la
experiencia del perdón, el hecho de que así oremos debe tener
profundos efectos en nuestra vida social, sobre todo en nuestra vida
familiar y congregacional.
Tanto dentro de nuestras sociedades particulares como fuera de
ellas sería fácil encontrar ejemplos. Guardamos rencores por años,
como si fuera alguna forma de auto justificación y, luego, nos
disculpamos fácilmente diciendo: “Así soy yo”. No podemos pedir el
perdón, entonces, por dos razones. Si estamos contentos de ser tal
como somos y si podemos disculparnos fácilmente con la frase “Así
somos”, no necesitamos el perdón, según nuestra propia opinión, y
peor aún, no deseamos el perdón.
Este es un peligroso autoengaño. La segunda razón es que no
cumplimos con las condiciones que Dios pone para hacer la oración
y, por lo tanto, no la podemos hacer.
Se pregunta a veces si el no estar de acuerdo con el hermano
puede estorbar las oraciones. Es claro que la respuesta tiene que
ser “Sí”; el no estar en la relación de haber perdonado puede
estorbar la vida de oración. El sentido de perdón, el de saber que
Dios nos ha perdonado y que estamos bien con Él, se nos escapará
en su plenitud mientras que no hagamos la oración tal como
debemos hacerla. Muchas de nuestras aflicciones espirituales se
deben a nuestra renuncia a perdonar, que realmente es una falta de
sinceridad al buscar y el pedir el perdón.
La vida social no es solamente aquella en la que estamos metidos;
más bien, es la que llevamos metida en la oración. Es todo el círculo
de familiares, amigos y prójimos que nos acompaña en la oración,
aunque estos no estén presentes. Esta vida social, nuestra relación
con los grupos sociales que llevamos adentro, es la vida social de la
oración que tiene gran importancia para la experiencia del perdón. Y
esta experiencia es de suma importancia para la vida social en el
sentido más usual y más amplio, sobre todo en la vida social en la
familia y en la congregación.
Si hemos experimentado las misericordias de Dios, si sabemos por
experiencia lo que es la Gracia de Dios, tenemos la obligación de
vivir y orar como Él quiere que lo hagamos. Además, las
instrucciones de Dios son para nuestro beneficio y bendición. El vivir
y el orar, como ya hemos señalado antes en estas lecciones, no
están separados. La íntima relación se ve claramente en esta quinta
suplica. ¡PONGÁMOSLA EN PRÁCTICA!
LECCIÓN 52. PARTE 1
Lectura bíblica: Mateo 6:13; Lucas 11:4, 22:31-34; 1 Corintios 10:9-13; Santiago 1:12-18; 2
Pedro 2:9

Preintroducción: En el Catecismo de Heidelberg esta es una sola


lección y es la última. Se trata en esta lección acerca de la sexta, y
última súplica del “Padre Nuestro” y de la doxología de esta oración.
Nosotros, para dar un trato igual a todas las peticiones, dividiremos
esta última “lección” en dos estudios. El de hoy tratará acerca de la
sexta súplica, y será la lección 52, parte 1. El segundo estudio será
la lección 52, parte 2 y tratará acerca de las palabras finales del
“Padre Nuestro”.
Introducción
Ya hemos mencionado con frecuencia la íntima relación entre el orar
y el vivir. La vida, la manera de vivir, es parte de la oración pues es
parte de nuestra comunicación con Dios. Puntuamos,
contextualizamos y acentuamos (y, a veces, desmentimos) nuestras
oraciones con nuestras acciones. Pero esta no es la única relación
entre la oración y la vida. También el vivir nos empuja hacia la
oración. Las dificultades, las preocupaciones y nuestra insuficiencia
son fuertes impulsos hacia la oración. Cuando pensamos en todo lo
que puede pasar en la vida, nos espantan nuestros propios
pensamientos, y nos sentimos inclinados a orar.
Cuando pensamos en las dificultades que nos causamos nosotros
mismos, la tendencia se aumenta todavía más, porque la persona
que más problema nos da somos nosotros mismos. Nos damos
cuenta dolorosamente de que no nos controlamos a nosotros
mismos; somos jalados de un lado para otro por fuerzas que no
entendemos. El campo en donde se experimenta más agudamente
esta fragilidad es el espiritual. Las malas intenciones, el enojo, la
venganza, la flojera, la falta de atención, las obsesiones y las
compulsiones nos asedian constantemente. Luego nos damos
cuenta de que estas no son fuerzas impersonales, sino fuerzas de
maldad movidas por el Malo. La experiencia de la vida hace que el
creyente sienta en lo íntimo de su ser la necesidad de la sexta
petición del “Padre Nuestro”.
Pregunta 127
¿Cuál es la sexta súplica?
Respuesta 127
“No nos metas en tentación, mas líbranos del mal”; es decir, debido
a que nosotros somos tan débiles que por nosotros mismos no
podríamos subsistir un solo instante, y debido a que nuestros
enemigos mortales —como son Satanás, el mundo y nuestra propia
carne—, nos hacen continua guerra; dígnate sostenernos y
fortificarnos por la potencia de tu Espíritu Santo, para que podamos
resistirles valerosamente, y no sucumbamos en este combate
espiritual, hasta que logremos finalmente la victoria.
La debilidad tentadora. Cuando pedimos a Dios que no nos meta
en tentación, implícita en la petición está la confesión de nuestra
debilidad. Hay un cierto tipo de tentación o prueba que tiene por fin
el de mostrar lo adecuado de algo, el de dejar confirmada cierta
capacidad o habilidad. No usamos, como regla general, la palabra
“tentación” para ello, sino “prueba”. Dios, la Biblia lo revela, también
nos da este tipo de pruebas. Su propósito es el de hacernos más
fuertes y no el de hacernos caer; es para probar o verificar la validez
de nuestra fe; no para debilitarla. Este tipo de pruebas nos lo da
Dios a menudo, y no debemos pedir a Dios que no nos las dé, sino
que debemos dar gracias a Dios por ellas. Pero esta petición no
trata acerca de este tipo de pruebas, sino del que tiene como fin
hacernos caer, hacer que no glorifiquemos a Dios y que estorbemos
el desarrollo del Reino de Cristo. Aprovecha nuestra debilidad para
hacernos daño. Hacemos nuestra oración profundamente enterados
de esta debilidad.
La confesión de esta debilidad es un elemento esencial en nuestra
sincera actuación en la oración. Un rasgo de esta debilidad es la
debilidad para reconocer el hecho de nuestra debilidad (véase 1 Co.
10:12). Nuestro orgullo nos predispone a la caída (véase Pr. 16:18),
pues la altivez y la soberbia también son rasgos de esa debilidad.
No podemos orar sinceramente, “NO nos metas en tentación”, si no
nos damos cuenta de lo débiles que somos.
Los enemigos tentadores. Si no hubiera más en el renglón de la
tentación que nuestra debilidad, esto sería suficiente para hacernos
precavidos (si es que somos espiritualmente astutos). Pero la
verdad es que existe aquel que está dispuesto a sacar ventaja de
nuestras debilidades. El Catecismo habla de “Satanás, el mundo, y
nuestra propia carne”; pero el enemigo es uno. Es Satanás, y el
mundo y nuestra propia carne están al servicio de él, porque son
útiles para efectuar sus nefastos propósitos. El Catecismo los pone
como ejemplo de los enemigos, para que seamos más precavidos
todavía. Si nuestra debilidad nos dispone a orar, un conocimiento de
nuestros enemigos debe hacernos implorar con fervor insistente que
Dios nos libre.
Los exégetas no han podido concluir con toda seguridad si la frase
debe ser “líbranos del mal” o si debe ser “líbranos del Malo”. La
gramática griega permite las dos traducciones. El que estas líneas
escribe se inclina hacia la segunda opción. Jesús, en toda su
enseñanza, hizo constante referencia a la realidad del diablo, y la
Biblia toda, Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, no descuida el
exhortar al creyente al deber de estar alerta a sus operaciones. La
experiencia de Pedro (véase Lc. 22) debe ser el contexto de
nuestras súplicas. No debe haber ninguna duda en nuestra mente
de que Satanás es el que quiere que hagamos lo que es contrario a
la voluntad de Dios.
El enemigo (nuestro enemigo, que es también el enemigo de Dios),
como todo enemigo, quiere hacernos daño (y no quiere que Dios
reciba alguna gloria). Sentimos su poder y su influencia en nuestra
vida. Queremos estar libres de este poder y esta influencia.
Queremos esto porque hemos nacido de nuevo por la gracia de
Dios, por medio de su Palabra, y por la obra de Cristo somos
justificados. Queremos hacer real todo esto en nuestra vida. Por
esto pedimos que, en la realidad, Dios nos libre del poder de
Satanás. Lo queremos a pesar de que nuestra naturaleza vieja
preferiría quedar bien con Satanás. En esta petición nuestro nuevo
hombre pide ayuda en la lucha contra nuestro terrible enemigo
tentador.
Una resistencia victoriosa. Pedimos (porque verdaderamente lo
deseamos) que Dios nos de valor para resistir al diablo este huirá de
nosotros, (véase Stg. 4:7) pero nos encontramos flacos en el campo
de la resistencia. Imploramos, entonces, una resistencia victoriosa.
Sabemos que nada ni nadie puede separarnos del amor de Dios
(véase Ro. 8:35-39), y esta seguridad nos motiva a fin de que
busquemos sinceramente no caer en la tentación. Y hacemos tan
sinceramente esta oración, que lo que hacemos ayuda a dar fuerza
y elocuencia a nuestras palabras. La resistencia que pedimos la
ponemos en práctica pidiéndola.
Esta resistencia que pedimos y practicamos no es un “ojalá y quien
sabe”. Tenemos la firme promesa al efecto de que la resistencia
dará por resultado la derrota del diablo. Esta es una de las
promesas que son “Sí y Amén en Cristo Jesús”. Esta seguridad de
victoria es la fuerte motivación para orar en palabra y en práctica
esta oración.
El que ora esta petición tiene la obligación de evitar las situaciones
de tentación y de buscar protección contra las debilidades de su
propia naturaleza y contra los ardides del diablo. Debe buscar la
ayuda de la comunidad cristiana y el apoyo del hermano. El estar
acompañado le da valor en muchas cosas y también en la
resistencia que ofrece al diablo. Hay muchas tentaciones que son
casi irresistibles si estamos a solas, pero que ejercen poca atracción
si estamos en grupo. Me refiero, por ejemplo, a la falta de
honestidad sexual, a la honradez financiera, a la fidelidad a la
palabra y al comportamiento. ¡Cuánto se mejora el comportamiento
y el testimonio de un creyente cuando está presente un hermano!
Debemos, entonces, buscar la presencia del hermano. Esto está
implícito en la oración que hacemos.
Si queremos cumplir con los deberes éticos del Evangelio —y todo
cristiano quiere cumplir con ellos—, tenemos que orar, de todo
corazón: “No nos metas en tentación, más líbranos del Malo”. Y Dios
nos contestará, a tal grado, que podamos experimentar la
resistencia victoriosa.
LECCIÓN 52. PARTE 2
Lectura bíblica: Salmos 61:1-8; Isaías 65:17-25, 66:5; Jeremías 33:8-9; Juan 14:10-14; 2
Corintios 1:20; Efesios 3:20-21; Judas 24-25

Introducción
Hoy terminamos el curso de estudios que empleó como base y
como principio organizador el Catecismo de Heidelberg. Tomado en
su conjunto el Catecismo ofrece lo que es casi un curso completo de
teología. Es un documento pedagógico. Durante el tiempo de la
Reforma del Siglo XVI, el Pueblo de Dios se dio cuenta de la
importancia que tiene saber y entender lo que se cree, porque si no
el pueblo puede ser llevado “por cualquier viento de doctrina”. Los
tiempos han cambiado, pero las necesidades humanas no. Es muy
posible que, si escribiéramos el Catecismo hoy, la expresión fuera
diferente, y los énfasis también, pero las verdades expresadas
serían las mismas. La necesidad de este conocimiento no es menor
hoy día que lo que fue en el tiempo de la Reforma.
El Catecismo se divide en tres partes. La primera nos da una
exposición de nuestra condición de pecadores; la segunda hace una
exposición de la salvación, poniendo énfasis en la fe que es el
instrumento para apropiarnos la justificación que nos es
proporcionada sobre la base de la obra completa de Jesucristo (en
esta parte hicimos un estudio del Credo de los Apóstoles como una
expresión del contenido mínimo de esta fe); y en la tercera y última
parte, que se dedica a instruirnos para expresar la gratitud que
debemos a Dios, estudiamos los Diez Mandamientos como una
expresión de la voluntad de Dios para nuestra vida, a fin de que
vivamos agradecidos; también estudiamos el “Padre Nuestro” como
una instrucción en el arte de orar, pues dice el Catecismo que la
oración es “la parte principal de la gratitud”. (Esta es la parte que
terminaremos hoy). El Catecismo afirma que este triple
conocimiento “es necesario para poder vivir y morir felizmente”.
El “Padre Nuestro” termina con una “doxología” tan profunda y tan
bella que merece un estudio aparte. Es una profesión de fe y una
sincera convicción que yace como el fundamento firme de la
felicidad cristiana. Y el “Amén” del “Padre Nuestro” es también el
“amén” del estudio, el asentimiento que damos a la verdad de la
revelación divina.
Pregunta 128
¿Cómo concluyes esta oración?
Respuesta 128
“Porque tuyo es el reino, y el poder, y la gloria, por todos los siglos”.
Esto es: te pedimos todo esto porque, siendo nuestro Rey
Todopoderoso, Tú puedes y quieres concedernos toda clase de
bien, y esto para que, no a nosotros, sino a tu santo nombre, sea
toda la gloria por todos los siglos.
Pregunta 129
¿Qué significa la palabra “Amén”?
Respuesta 129
“Amén” quiere decir; esto es verdadero y cierto. Porque mi oración
es más ciertamente escuchada por Dios que lo que yo siento en mi
corazón, que he deseado de Él.
Autoridad y poder. El sacerdote de la novela de Unamuno, San
Manuel Bueno, mártir, solía disculparse, cuando sus feligreses le
pedían cosas imposibles, diciendo que el obispo no le había dado
permiso para hacer milagros. Este obispo ha tratado de la misma
manera a mucha gente, pues no ha dado este permiso a nadie.
Nosotros no tenemos que preocuparnos por esto; nuestro sacerdote
no tiene que pedir permiso para hacer milagros, porque de Él es el
reino, y el poder, y la gloria. El eterno Rey, Dios Todopoderoso, tiene
el poder y la autoridad para responder a nuestras oraciones, aun
cuando pidamos milagros.
La posibilidad de orar depende psicológicamente de la fe. Nadie
puede orar, ni con el mínimo grado de sinceridad si no cree que
Aquel a quien dirige sus oraciones tiene la capacidad y la autoridad
para responder. La oración es un acto de fe. Esta fe, para ser una fe
verdadera, precisa de un contenido específico. Y este contenido es
el trasfondo consciente de cada oración. La oración que llamamos el
“Padre Nuestro” tiene, como uno de sus ingredientes esenciales la
profesión de fe, que es, a la vez, un conocimiento de Dios y una
confianza en Él. No es esta “doxología” un addendum a la oración,
sino parte de su esencia. Sin esta fe no hay oración.
La oración, en su práctica, implica la fe en un Dios infinito, sin
límites, ni en capacidad ni en autoridad. No tenemos un Dios que,
aunque autorizado para escucharnos, no tenga el poder de cumplir
con lo pedido. Todo lo contrario: el Dios a quien oramos es el
Todopoderoso Creador que mantiene toda la creación con su activa
providencia. No está limitado en capacidad. Pero tampoco hay quien
le limite. La autoridad también es de Él. Nadie le concedió el
derecho, y nadie se lo puede quitar: de Él es el reino y el poder.
Motivación y actitud. En todo el estudio del “Padre Nuestro” hemos
notado que la actitud con que se ora es una parte integral de la
oración. Pero no hemos mencionado con la misma insistencia la
motivación de la oración. Y cuando la hemos mencionado lo hicimos
con relación al hecho de que nuestras necesidades, sobre todo
nuestra falta de defensa naturales contra el tentador, nos empuja
hacia la oración. Aquí, en la doxología, se alude a una poderosa
motivación: la gloria de Dios. Confesamos: “Tuya es la gloria”. La
gloria de Dios debe ser nuestra principal motivación en la oración, y
debe determinar nuestra actitud.
Las palabras mismas llevan a la memoria la oración de Daniel (cap.
9) cuando, sin emplear la palabra, se revela que la motivación y la
actitud es la gloria de Dios “y nuestra la confusión de rostro”. Con
frecuencia excesiva nos ponemos en competencia con Dios,
buscando la gloria nuestra y no la de Dios. En esta oración
confesamos, como una convicción sincera y una verdad indubitable,
que la gloria es de Dios. Declaramos que así creemos y por eso
oramos. La gloria es de Dios, es una verdad de la cual estamos
convencidos y, como una expresión de nuestra fe, declaramos que
la gloria es de Él. Nos sentimos en este propósito, el de glorificar a
Dios. Oramos, no para que Dios sea glorificado (esto ya lo hemos
pedido cuando orábamos “santificado sea tu Nombre”), sino que
oramos porque de Dios es la gloria.
Esta gloria no es algo pasajero, como tampoco lo son el poder y el
reino. Son del eterno propósito de Dios. El reino de Dios es sin fin,
su poder no se acaba, y su gloria resplandece sin cesar. El clímax
de nuestra oración es esta expresión de adoración, admiración,
confianza y fe: le glorificamos, pues estas palabras son una
“doxología” (doxos= gloria; logia= expresión).
De cierto, de cierto. Las expresiones de Jesús traducidas en
nuestras Biblias como “de cierto, de cierto”, son, en griego, “Amén,
amén”. Lejos de querer decir que esto es el final, quiere decir “que
es cierto. Terminando nuestras oraciones con la palabra “Amén”
expresamos nuestra seguridad y nuestra sinceridad.
Todos sabemos que la traducción más usual de la palabra “amén” —
que es una palabra hebrea transliterada en griego— es “así sea”.
Este “así sea” se pronuncia, a veces, como si fuera una expresión
de resignación o de deseo; pero en verdad es una expresión de
seguridad y de estar de acuerdo. Es la palabra que los novios
pronunciaban cuando el oficial (civil o religioso) les preguntaba si
querían tomarse por marido y esposa y ellos indicaban su acuerdo
entusiasta. También se empleaba la palabra en la adopción de hijos
y en otras ocasiones de compromiso. Si empleamos el “amén” como
parte de la oración, y no solamente como el punto final, la oración
para nosotros es también un compromiso, y una expresión de
seguridad.
La respuesta del Catecismo es consoladora. Dice que Dios
seguramente oye mi oración. El “amén” es la expresión de mi
convicción de esto. La seguridad no depende de mis sentimientos
subjetivos —el enemigo puede hacernos sentir duda— sino del
hecho de que Dios primero ha dado su “amén” a toda oración que
hago en nombre de Jesucristo, en cuyo nombre todas las promesas
de Dios son “sí y amén”. Nuestro “Amén” al final de nuestras
oraciones es eco y respuesta a este “Amén” de Dios. AMÉN.

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6- Personalidades del Exilio
7- El Vocabulario de la Fe
8- Lo que creemos los cristianos. Tomo 1
9- Lo que creemos los cristianos. Tomo 2 (Escatología)
10- Cónyuge Jalando Juntos (Introducción a la teología del
Matrimonio)
11- El Reino de Cristo en la Poesía Bíblica
12- Semana Mayor (Mensaje de Semana Santa)
13- Yo sé y estoy seguro (Metodología para profesores - Curso de
catecúmenos)
14- La iglesia local
15- La Epístola a los Hebreos
ÍNDICE
Lección 1
Pregunta 1
Respuesta 1
Pregunta 2
Respuesta 2
Lección 2
Pregunta 3
Respuesta 3
Pregunta 4
Respuesta 4
Pregunta 5
Respuesta 5
Lección 3
Pregunta 6
Respuesta 6
Pregunta 7
Respuesta 7
Pregunta 8
Respuesta 8
Lección 4
Pregunta 9
Respuesta 9
Pregunta 10
Respuesta 10
Pregunta 11
Respuesta 11
Lección 5
Pregunta 12
Respuesta 12
Pregunta 13
Respuesta13
Pregunta 14
Respuesta 14
Pregunta 15
Respuesta 15
Lección 6
Pregunta 16
Respuesta 16
Pregunta 17
Respuesta 17
Pregunta 18
Respuesta 18
Pregunta 19
Respuesta 19
Lección 7
Pregunta 20
Respuesta 20
Pregunta 21
Respuesta 21
Pregunta 22
Respuesta 22
Pregunta 23
Respuesta 23
Lección 8
Pregunta 24
Respuesta 24
Pregunta 25
Respuesta 25
Lección 9
Pregunta 26
Respuesta 26

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