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Este documento discute la idea de que los textos son sagrados e intocables, argumentando que la traducción y narración oral de un texto es inevitable y necesaria para que la cultura y las ideas se propaguen y evolucionen. Aunque la traducción siempre implica cierta traición a la versión original, esto permite que el texto tome nuevas formas y llegue a más lectores. El autor prefiere los narradores que tratan de capturar cuidadosamente el espíritu del texto original en lugar de aquellos que lo transforman libremente sin consideración.
Este documento discute la idea de que los textos son sagrados e intocables, argumentando que la traducción y narración oral de un texto es inevitable y necesaria para que la cultura y las ideas se propaguen y evolucionen. Aunque la traducción siempre implica cierta traición a la versión original, esto permite que el texto tome nuevas formas y llegue a más lectores. El autor prefiere los narradores que tratan de capturar cuidadosamente el espíritu del texto original en lugar de aquellos que lo transforman libremente sin consideración.
Este documento discute la idea de que los textos son sagrados e intocables, argumentando que la traducción y narración oral de un texto es inevitable y necesaria para que la cultura y las ideas se propaguen y evolucionen. Aunque la traducción siempre implica cierta traición a la versión original, esto permite que el texto tome nuevas formas y llegue a más lectores. El autor prefiere los narradores que tratan de capturar cuidadosamente el espíritu del texto original en lugar de aquellos que lo transforman libremente sin consideración.
(Ponencia presentada en el 1º Encuentro Argentino y Latinoamericano de Narración Oral)
Me digo: lo sagrado no se toca. Lo que no se toca es maldito. Está
condenado a la maldición de quedarse solo, a la maldición de no ser jamás penetrado. No, me digo, que me toquen, que el que un día fue mi texto y ahora es sólo eso, un texto, un tejido que anda por el mundo, sea tocado, por favor, de mil maneras. Eso para empezar, desecho el deseo de un texto eternamente virginal, apresado en un cinturón de castidad sagrado. Lo que sigue es otro asunto peliagudo: la traición. ¿Si hay traición cuando se toca? Sí, la hay siempre, es la traición necesaria. Toda materialización es siempre una forma de traición al inasible sueño. Entre la novela soñada, aquella que perseguiré, creo, siempre, hasta el final, toda la vida, y la novela por fin escrita, hay traición. Basta escribir una palabra para que haya traición: se ha traicionado a todas las demás, a las que no fueron escritas. Hay traición entre el libro soñado y el libro por fin editado, con esa tipografía y no con otra, con ese dibujo de letras que, de entonces en más pasará a formar parte de ese texto para cualquier lector, encerrado en ese formato, con esos dibujos al lado. Hay traición, pero también hay vasija en la que transportar el vino. Y después está el lector, que es el traidor más deseado. Toda lectura traiciona las otras lecturas. Uno patina en un pasaje, en otro en cambio se demora y deja que vengan a la cita otras lecturas, recuerdos, derivas, que hacen que nazca, en fin, otro texto, un texto nuevo y único, que jamás volverá a repetirse. Hay traición cuando se lee en voz alta, porque se elige, hay un timbre, un acento, cierta entonación, énfasis, se arrastran de cierto modo las letras. Hay traición, sí. Pero también hay carne, temperaturas, humedad, olores, materia. La materia traiciona a la idea pero le presta sus jugos. Sin esos jugos la idea moriría, tengan por seguro, seca. Y está, después, la traición en segunda instancia. La de Antonioni, cuando convirtió en Blow-up lo que habían sido Las babas del diablo de Cortázar, la de Borges cuando recordaba de memoria, muy transformado, algún pasaje del Beowulf. La de cualquier traductor, por grande y genial que sea, cuando pasa de un sonido a otro sonido, de un universo de lenguaje a otro, armando el rompecabezas. Yo he traicionado mucho, y sobre todo a los que más he amado. (...) Bienvenida la traición amorosa, digo yo, la que multiplica los cuerpos - y los sueños -, la que hace que se produzcan bellos apareamientos entre culturas que sin duda darán a luz nuevos y vigorosos sueños que, a su vez, deberán encarnar, ser traicionados y aparearse. Así es la cultura, cuando está viva. Y la narración, para ir a lo que preocupa acá, también es traducción y traición, sin duda. A veces amorosa y deseable, otras veces odiosa y asesina. Que la narración es traducción es un hecho incuestionable. Hay un nuevo narrador y un nuevo juego. Hay una voz, y un cuerpo, que antes no estaba, y un tiempo y un espacio nuevos. Un nuevo círculo dentro del cual van a suceder ciertas cosas. Un mundo cerrado, autónomo, con sus reglas, donde alguien va a narrar, enunciando con ciertas palabras pero también con entonaciones, gestos, miradas, modulaciones, es decir, con toda una retórica propia, una historia que, tal vez, formaba parte de otro mundo cerrado y autónomo, el texto escrito, que tenía sus propios recursos, su propia retórica, su estilo, sus maneras y, sobre todo, su propio narrador, que no es el escritor en sí sino, más bien, ese particular punto de vista desde donde se cuenta la historia. A veces es un narrador burlón, o sorprendido, a veces parece no entender muy bien lo que cuenta, sabe o no sabe demasiado, se siente implicado o no con lo que cuenta, comenta, se detiene en algunos detalles y pasa por alto otros y, fundamentalmente, es el dueño del tiempo. Dice:" Pasaron los años y un día..." y obliga a que diez años del relato se conviertan en cinco segundos de lectura o, como James Joyce, convierte un día en cincuenta días de lectura. Y aparece el otro narrador, que mientras dure la narración, será el verdadero dueño del tiempo del relato. Y eso no es moco de pavo. Todo narrador sabe que es ahí, en la administración de ese tiempo, donde radica el gran poder y el gran compromiso. (Tengo la impresión de que muchos se lanzan a la narración por el solo gusto de sentir ese delirio agradabilísimo que da el poder manejar el tiempo por un ratito). El contar, tanto el del escritor como el del narrador oral, es una especie de zona liberada donde el terrible fluir parece detenerse o, al menos, distraerse para ver bailar a ese otro tiempo de la ficción, lleno de disfraces y piruetas. Pero a veces, detrás, está el otro texto, la otra función, el otro baile. Sólo a veces. A veces no. En el cuento oral, en el que rueda de boca en boca, no hay sino variaciones sobre un mismo tema. Hay detrás una historia, una secuencia de imágenes, a veces muy bellas, y un curso de acción típico, como bien demostró Vladimir Propp hace ya muchos años. Ahí el narrador está a sus anchas. Te cuento el de Epaminondas, cuando le llevó la torta a la madrina, o el de cuando el zorro lo burló al tigre, el de cómo empezaron los ríos, un cuento del mentiroso... Ahí no hay un texto previo, no hay sino acontecimientos únicos, narraciones, que tienen en común algunas imágenes, ciertos personajes, una secuencia. (...) Pero otras veces no es así, otras veces detrás está el texto. Un relato, sí - algo relatable, pues - pero ya tejido, con las palabras ensartadas de esa manera en el hilo. Algo, en realidad, tan compacto y autónomo como un poema (y a nadie se le ocurriría contar un poema; un poema se recita, se dice). Sólo que el cuento es además, cuento, una historia, la representación de un acontecer, un relato que, hasta entonces, no ha tenido sino una enunciación, la del texto al que ha estado implacablemente unido. Es ahí donde entra a tallar el narrador audaz, el verdadero traductor. No es una elección sencilla, mucho más fácil es narrar Epaminondas. Es incluso un gesto temerario. Que tiene, a veces, consecuencias deslumbrantes, porque echa a rodar la cultura escrita por el mundo, y entonces multiplica los cuerpos y sueños, rompe casillas sociales, produce apareamientos insospechados. Pero que, otras veces, se convierte en maqueta, en polvo, en un montoncito de papel picado que se mastica a desgano y queda para colmo pegado al paladar que da asco. No hace falta que les diga de qué lado me pongo, cuál es el narrador que prefiero, si el que con los dedos delicadamente va desprendiendo la historia del primer tejido y la lleva palpitando, temblorosa, recordadora todavía de la forma que había tenido, a su voz y a su palabra. O el que, munido de tijera y pegote, espantosamente suficiente, confecciona su maqueta, sin demasiada consideración porque, al fin de cuentas, se dice, un cuento es sólo eso, un cuento, cualquier cuento. El primero es tembloroso, inseguro, cada vez cuenta por vez única y primera. Tiene dudas y sobre todo tiene oreja, una gran oreja para escuchar al otro texto, para dejar que se le entreteja. El segundo es arrasador, y sordo además, por lo general su retórica es siempre la misma. En el fondo cuenta siempre el mismo cuento. El primero, mi favorito, primero se ha dejado inundar por el primer texto. Lo ha elegido apasionadamente, como elige el traductor - cuando puede - el texto que va a traicionar al prestarle un nuevo cuerpo. El segundo sólo se preocupa por matizar su repertorio. Del texto inicial sólo retiene la historia, lo demás es resaca de una borrachera en la que él nunca jamás ha participado. El Quijote es la historia de un chiflado. Madame Bovary la de una mujer que engaña a su marido. Dotado de un espantoso sentido común, el narrador tijera no entiende nada. Me digo entonces: que vivan los textos muy tocado, ¿de qué sirven los sagrados?, que vivan en la voz y en el cuerpo de los que los amen y por eso quieran traicionarlos. Pero, por favor, (ruego en secreto) que me toque un narrador buscador y tembloroso y no un matón con tijeras.