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Mi mayor logro

Por: Víctor Gutiérrez

El mayor logro de mi vida ha sido hasta ahora, el haber obtenido el título de


Magister en Administración de Empresas (MBA). Eso ocurrió en abril de 1971. Yo había
llegado a Michigan State University, East Lansing, MI, Estados Unidos, en septiembre de
1969, gracias a una beca de la Agencia Internacional de Desarrollo (AID). Dicha beca
incluía también la participación en un taller de cuatro semanas para aprender a escribir
informes de investigación, según la modalidad americana, en Georgetown University, en
Washington, DC. A mis casi treinta y cinco años de edad, me sentía algo nervioso e
inseguro pues mis estudios y experiencia eran en ingeniería electrónica, los que no tenían
nada que ver con lo que iba a estudiar allí. A ello se sumaba que esta nueva aventura
académica iba a ser toda en inglés, idioma que no dominaba. Pero eso no me amilanaba
pues estaba convencido de que uno puede aprender cualquiera materia si la estudia.
Me sentí forzado a dar ese golpe de timón a mi carrera profesional pues,
durante los diez años de trabajo en la compañía telefónica local, había ido ascendiendo
en la organización y asumiendo responsabilidades administrativas cada vez más
importantes, con las cuales me sentía incómodo pues no tenía los conocimientos
necesarios. A pesar de haber asistido a varios cursos y seminarios por mi cuenta, después
de las horas de oficina, tales como contabilidad, administración de personal, métodos y
procedimientos y otros por el estilo, no lograba llenar el vacío que sentía. Dicho esfuerzo
empezó a afectar mi vida familiar, y mi suegra, que vivía con nosotros, como típica madre
de la esposa, había empezado a echarle carbón a la hoguera, con comentarios dirigidos a
mi mujer que iban desde “¡cuándo dejarán de inventar cosas para que Víctor las tenga que
estudiar!”, hasta “¿no te parece raro que Víctor siempre llegue tarde en la noche por estar
estudiando algo?”.
Un día le comenté mi situación laboral a mi hermano Ramiro, quien es
ingeniero comercial, y me dijo que lo mejor que yo podía hacer era ir a estudiar a Estados
Unidos en donde, siendo ya ingeniero, podría obtener un magister en finanzas, en un año
y medio, que para ello había becas, y me nombró varias universidades en donde podría
hacerlo. Investigué el asunto y encontré que había becas que se otorgaban por concurso,
pero ellas exigían el patrocinio del empleador y su compromiso de darme empleo a mi
regreso. Le conté mi proyecto a mi jefe directo pero él se limitó a decirme que eso tenía
que planteárselo al gerente general. Animado por el hecho que había estado con ese
personaje en un par de reuniones, pedí una audiencia con él. La sonrisa con que me
recibió se fue transformando en una mueca de desagrado, a medida que yo le contaba las

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condiciones bajo las cuales se otorgaban las becas y, antes que yo terminara mi
cuidadosamente preparada exposición, me interrumpió abruptamente diciendo:
--Mire, si usted quiere estudiar, renuncie a la compañía y váyase a estudiar.
Cuando termine veremos si le damos un trabajo o no, pero no pretenda que la compañía
le pague el sueldo por un año y medio, sin hacer nada--, y me despidió con un gesto que
claramente decía “salga inmediatamente de mi oficina”. Así lo hice, con la cola entre las
piernas y me olvidé del asunto, pues tenía esposa y tres hijos que alimentar y no tenía
ahorros suficientes para costearme esos estudios.
Pero la vida sigue su marcha. Pocos meses después, a fines de 1967, me
nombraron gerente de un importante plan de ampliaciones, que era el mayor proyecto en
la historia de la compañía, pues dicho plan estaba dando tumbos y ocasionando reclamos
de miles de suscriptores, debido a las interrupciones del servicio o a que las líneas
quedaban cruzadas, como consecuencia de los trabajos que se estaban realizando.
Curiosamente, eso fue como un boomerang para mí porque fui yo quien le sugirió a un
alto ejecutivo de la compañía que él se hiciera cargo de esa delicada situación, pero
rebotó y me llegó a mí. Yo acepté confiadamente ese desafío, pues estaba seguro que
podría llevarlo a buen término, sin saber que mi nombramiento había suscitado profundos
resquemores en casi todos los gerentes de área, cada uno de los cuáles pensaba que él
era el más indicado para administrar ese trascendental plan.
Llegaron a mis oídos algunos rumores de esa situación que me preocuparon
enormemente, pues la cooperación de esas personas era crucial para el éxito de mi
cometido. Me decidí, entonces, a emprender una ofensiva diplomática y, para empezar,
fui a hablar con el gerente del área de ingeniería, un norteamericano con quien había
hecho muy buenas migas y quien, incluso, había asistido a mi matrimonio. Me recibió muy
fríamente y, a poco de iniciar mi exposición, me interrumpió diciéndome:
---Mire, Víctor, nosotros hemos sido buenos amigos pero quiero que usted
sepa que no voy a aceptar que nadie en esta compañía me venga a decir qué tengo que
hacer, ni cómo ni cuándo debo hacerlo. Eso es todo; buenas tardes--- y tuve que salir de
su oficina. Me dije, entonces, si mi gran amigo me trató así, ¿qué puedo esperar de mis
enemigos?
Sería muy largo contar todo lo que tuve que hacer para cumplir la tarea que
me habían encomendado; sólo mencionaré que adopté la técnica del Método de Paso
Crítico (CPM) para la administración y gestión de los distintos proyectos que incluía el plan
de ampliaciones, la que había aprendido en uno de los tantos seminarios que había
tomado. Para ayudarme en mis tareas, el Gerente General seleccionó a cuatro estudiantes
de ingeniería, recién egresados de la universidad, y los puso a mi disposición. Eran
inteligentes y con ellos inicié el diseño de las mallas correspondientes y el ingreso,
mediante tarjetas perforadas, de los miles de datos a un gran computador (main frame)

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pues, en ese tiempo, no existían los computadores personales. Para su procesamiento
utilizamos un programa recién desarrollado por IBM, que dicha empresa nos pasó
gratuitamente. Fuimos los conejillos de indias para ese programa, pero el beneficio fue
mutuo, ya que éste nos ayudó enormemente en nuestro trabajo y nosotros le hicimos ver
a IBM los problemas y errores que dicho programa tenía. Creo que fuimos los pioneros en
utilizar la técnica CPM para la programación y gestión de proyectos en Chile.
El primer informe que entregamos al gerente general indicó que el plan de
ampliaciones mostraba un retraso de ciento ochenta días. Si esa situación se mantenía,
implicaba el pago de una multa de cincuenta y cuatro millones de dólares al gobierno, con
el cual la compañía había firmado un convenio para financiar dicho plan, a través de la
Corporación de Fomento de la Producción. Basado en el adagio que dice “si sigues
haciendo las cosas de la misma manera, obtendrás siempre los mismos resultados”, nos
abocamos a analizar y a modificar o eliminar cada una de las actividades que se realizaban
para el establecimiento de una red telefónica, desde la determinación de la demanda
hasta la instalación y puesta en servicio de los teléfonos. Guiados por lo que nos mostraba
el CPM, trabajamos arduamente durante todo el año, sorteando una cantidad inmensa de
dificultades, principalmente las que nos ponían quienes habían resentido mi
nombramiento. ¡Qué de situaciones de todo tipo hubimos de enfrentar! Algunas tristes y
otras jocosas. Incluso, me matriculé en unos cursos de gimnasia yoga para aprender a
relajarme pues de otro modo me hubiera vuelto loco. Al cabo de solo un año, logramos
recuperar el atraso de seis meses que había mostrado el plan y hacer desaparecer el
fantasma de la multa.
Durante ese período, asistía a las reuniones que el gerente general realizaba
con los gerentes de área, en las que yo debía informar del avance y proyecciones de las
ampliaciones. Una vez al mes, el contralor de la compañía presentaba los resultados
operacionales del mes anterior de la empresa, comparándolos con los objetivos
establecidos, mediante transparencias repletas de cifras que proyectaba sobre un telón,
las que eran muy rápidamente analizadas y aprobadas u objetadas por el gerente general,
quien había sido el contralor de la compañía durante muchos años, análisis y
cuestionamientos que me eran imposible seguir y muchas veces comprender. En dos
ocasiones, le pregunté a gerentes de área antiguos que estaban en las reuniones, acerca
de aspectos que no yo había entendido, y ambos me respondieron que ellos tampoco los
entendían, pero eso no les preocupaba porque eran cosas entre gerente general y el
contralor. Esas repuestas me sorprendieron mucho y decidí que yo no iba a ser como ellos
y que iba a aprender esas materias.
Los buenos resultados que estaba obteniendo en el plan de ampliaciones y la
mayor cercanía que había desarrollado con el gerente general, me impulsaron a
plantearle, nuevamente, la posibilidad de ir a estudiar administración a Estados Unidos,

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con una beca. Ante mi sorpresa, me respondió afirmativamente e incluso me sugirió un
par de universidades que él consideraba apropiadas. Ese día llegué a mi casa y abracé
efusivamente a mi mujer. No recuerdo si fue en esa oportunidad o poco después, que le di
a elegir entre ir a pasear a Europa por tres meses los dos solos, sin los niños, haciendo uso
de las vacaciones que no había podido tomar y, que de acuerdo con mi jefe, se habían
acumulado, o que toda la familia fuéramos por un año y medio a una universidad en
Estados Unidos. Me respondió de inmediato que prefería la segunda opción.
A partir de eso empecé, por un lado, a enviar cartas a distintas universidades
americanas, postulando a los programas de MBA y, por otro, a preparar la cuantiosa
documentación que debía presentar para concursar a una beca de AID. Algunas
universidades me aceptaron y otras me rechazaron; entre las primeras seleccioné a tres:
Columbia en Nueva York, por motivos relacionados con mi trabajo en Chile; Cornell, por lo
pintoresca que parecía ser, a la orilla de un lago, y Michigan State, por recomendación de
mi hermano Ramiro, quien había estado tres meses allí estudiando inglés, antes de ir a la
Universidad de Stanford. Él me había dicho que todas las universidades americanas
grandes eran buenas y los resultados dependían más del alumno que de la universidad. Lo
que sí debía fijarme era en las acomodaciones para alumnos casados que cada universidad
ofrecía, pues para mí, con tres niños, sería un aspecto crucial, y Michigan State, al
contrario que Stanford, era estupenda en ese sentido. Entre los numerosos antecedentes
que tuve que presentar para postular a la beca, incluí las aceptaciones de las tres
universidades nombradas y fui agraciado con ese soñado financiamiento.
Viajé a Washington en agosto de 1969, a Georgetown University, con el fin de
participar en un taller para aprender a escribir informes de investigación, como indiqué
más arriba. Iba sin mi familia, la cual me seguiría una vez que yo me hubiera instalado en
mi destino final. Al finalizar el taller, todos los becarios fuimos a la oficina de AID, en
donde nos asignaron a las distintas universidades. A mí me asignaron a Michigan State
University, lo cual yo objeté pues prefería ir Columbia, en donde yo también había sido
aceptado. La señora encargada de estos asuntos, me dijo que eran ellos quienes
asignaban los becarios a las distintas universidades y yo no debería haber postulado a ellas
por mi cuenta. Por último, Michigan State University estaba entre las preferencias que yo
había indicado en mi postulación a la beca. De nada sirvieron los numerosos argumentos
de toda índole que le presenté, por lo que ella me pareció bastante antipática.
Como antes de salir del país, yo había sabido de un conocido que trabajaba en
la Embajada de Chile en Washington, fui a verlo y le pedí, si era posible, que la embajada
contactara al AID y le pidiera que me enviaran a la Universidad de Columbia. En mi
penúltimo día en Washington, la Agencia ofreció un cóctel a los becarios y allí supe que el
jefe máximo de AID, quien había sido nombrado en ese cargo solo recientemente, estaba
presente. Lo ubiqué, lo abordé y le planteé mi situación. El se mostró muy extrañado de

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que yo no quisiera ir a Michigan State University, la cual él consideraba una universidad
excelente y, además, sabía que todos los becarios que AID había enviado allí habían
quedado muy satisfechos pero, ante mi insistencia, me refirió a un ejecutivo de esa
Agencia quien estaba en el cóctel. Al hablar con él, me informó que, justamente el día
anterior, le habían cambiado sus responsabilidades y que ahora el encargado de los
asuntos como el mío era un tal señor Smith, con quien yo podría hablar en la oficina al día
siguiente. Así lo hice y, ante mi sorpresa, el señor Smith me envió a hablar, nuevamente,
con la misma señora antipática con quien había conversado primero. Eso había sido como
el juego del “compra huevos”: había dado toda una vuelta, y me encontraba nuevamente
en el punto de partida. Al entrar a su oficina me recibió con una sonrisa amplia y burlona y
me dijo:
---¡Así que usted no quería ir a Michigan State y, además, trató de echarnos
encima a la Embajada de Chile! Mire, joven, usted puede ir a estudiar a la universidad que
desee, pero la única en la que financiaremos sus estudios es Michigan State University---.
A buen entendedor pocas palabras, me dije, agaché la cabeza y me fui a la universidad
indicada. Posteriormente, me enteré de que el jefe máximo de AID, con quien yo había
hablado en el cóctel en Washington, había sido el exitoso presidente de Michigan State
University, durante casi veinte años, desde donde había sido contratado por la Agencia
solo recientemente. Era evidente que esa batalla la había tenido perdida desde el
principio.
Cuando llegué a la universidad, me informaron que, por el momento, no había
departamentos disponibles para alumnos casados, por lo que me enviaron a una
residencia para alumnos graduados solteros. Pero tampoco había vacantes allí, así que
terminé en Holmes Hall, una de las tantas residencias para alumnos solteros, no
graduados, dentro del campus. Allí empecé a darme cuenta lo que era una universidad
americana grande. Holmes Hall consistía en una construcción de doce pisos de alto y una
cuadra de largo, construido en dos bloques, uno para hombres y el otro para mujeres,
separados por una construcción más baja que albergaba las oficinas de administración de
la residencia y los servicios comunes, tales como cafetería, lavandería, y salas de lectura.
Para resumir, los siguientes datos darán una idea de lo que era esa
universidad. Tenía una matrícula de cuarenta y cinco mil alumnos, más de la mitad eran
mujeres, y era la universidad de Estados Unidos con la mayor cantidad de alumnos
concentrados en un solo campus. Éste ocupaba una superficie de más de dos mil
hectáreas; tenía más de cuarenta kilómetros de calles pavimentadas, más de cien
kilómetros de veredas y había tres líneas de buses para transportar a los alumnos dentro
del campus. Se habían levantado más de quinientos edificios con un total de más de dos
millones de metros cuadrados construidos, que incluían tres poblaciones con
departamentos para siete mil alumnos casados. Cada facultad tenía una biblioteca

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separada, además de existir una biblioteca central, en las cuáles se guardaban más de
cinco millones de volúmenes y casi cuatro millones de archivos en microfilm. Tenía un
estadio para fútbol americano con una capacidad de setenta y seis mil espectadores
sentados, uno de básquetbol para diez mil, una cancha de patinaje y hockey en hielo para
más de seis mil, y un hotel de cuatro estrellas con ciento sesenta habitaciones. El campus
era atravesado por un río, el Red Cedar, y por dos líneas de ferrocarril. Así y todo, uno no
se sentía abrumado por toda esa grandeza, lo que hablaba muy bien del alto nivel
profesional de arquitectos y paisajistas. Yo podría describir el campus como un gran jardín
salpicado de edificios, que mostraba una profusión de flores en primavera, un verdor
intenso en el verano, una variedad increíble de colores cambiantes en el follaje de los
árboles en otoño y un grueso manto blanco de nieve durante el invierno. Esos cambios tan
marcados entre las estaciones del año me parecieron maravillosos.
Al momento de matricularme en el programa de MBA, con especialidad
(major) en Finanzas, me inscribí en las tres asignaturas sugeridas por mi consejero
académico, obtuve mi identificación de estudiante, adquirí entradas para tres partidos de
fútbol y un concierto, y un pase para usar el gimnasio; todo en menos de media hora. El
proceso completo de matrícula de los cuarenta y cinco mil alumnos se realizó en solo tres
días. Las clases del nuevo año académico empezaron una semana después de mi arribo a
la universidad y muy pronto me di cuenta de las grandes dificultades que tendría que
enfrentar. Los profesores no dictaban las clases a la manera chilena sino que, en el primer
día, entregaban una hoja en donde listaban las materias que tratarían en cada clase del
trimestre, con las referencias bibliográficas que deberíamos “leer” y con las fechas de una
o dos pruebas, las fechas de entrega de los trabajos de investigación y la fecha del examen
final. En la segunda clase, los profesores empezaban a preguntar a alumnos escogidos al
azar, qué les había parecido tal o cual referencia bibliográfica que había incluído en la lista
e invitaba al resto de la clase a comentar las respuestas de cada interrogado. Solo
explicaban aquellos aspectos que eran casos extremos o que sabían que eran difíciles de
entender. Comprendí, entonces, que no era suficiente “leer” las referencias bibliográficas
sino que era necesario “estudiarlas” en profundidad. Este enfoque pedagógico obedecía al
convencimiento de que el aprendizaje se logra solo con el esfuerzo personal del alumno y
no con la enseñanza del profesor. Éste se limitaba únicamente a guiar a los alumnos,
recomendándoles las fuentes de información que él creía mejores en cada materia, dentro
de las miles que tenían a su disposición.
Mi problema era que yo no alcanzaba ni siquiera a leer la bibliografía
recomendada, la que en realidad debía estudiar para cada clase, y que consistía en cientos
de páginas en cada asignatura. Recordé entonces el consejo que mi hermano Enrique me
había dado, pues él había estudiado ingeniería eléctrica en ese país:

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---Tienes que planificar tus horas de descanso, que ojalá sean pocas---, me
había dicho.
---¿Y eso qué significa?
---Que tienes que estudiar todo el resto del tiempo.
Seguí su recomendación y empecé a estudiar todo el día sumergido en la
biblioteca, desde donde me asomaba solo para ir a alguna clase o para comer pero, de
todos modos, veía que iba de mal en peor.
En medio de esos problemas, me avisaron que me habían asignado un
departamento en Spartan Village, una de las poblaciones para estudiantes casados que
había en el campus, e inmediatamente llamé a mi mujer para que se viniera con los niños
a reunirse conmigo. Hacía ya dos meses y medio que nos habíamos separado.
La población consistía en bloques de edificios de dos pisos, con diez
departamentos cada uno, colocados en forma de una U, dejando al centro espacios para
estacionamientos. Los departamentos eran semiamoblados y consistían en una pieza
amplia que servía de living-comedor-cocina-escritorio, un baño, dormitorio matrimonial y
otro dormitorio pequeño. Estaban equipados con un sillón, un sofá-cama y teléfono en el
living; una mesa con cuatro sillas y refrigerador en el comedor; la estufa de la cocina; una
pequeña mesa de escritorio y estante para libros, y una cama de dos plazas en el
dormitorio principal, todo por solo cien dólares mensuales, monto que cubría además los
consumos de agua, luz, gas, calefacción y servicio telefónico local. En la población había
una escuela primaria con cursos desde kindergarten hasta cuarto año básico y, un poco
más lejos, un jardín infantil; ambos gratuítos. A mí me asignaron un departamento en el
primer piso y empecé a conseguirme muebles, vajilla de cocina, de comedor, y camas para
los niños, los que arrendé en solo cinco dólares por todo el tiempo que los necesitara, en
una organización de señoras voluntarias que ayudaban a los estudiantes; compré la ropa
para las camas y las provisiones alimenticias en el comercio local; quedé listo para recibir a
mi familia y muy contento con la vivienda que nos albergaría durante los dieciocho meses
siguientes.
Pocos días después, una noche de fines de octubre, un amigo chileno, Hernán
Núñez, que tenía auto me llevó al aeropuerto de Detroit a esperar a María Antonieta que
venía con mis hijos Víctor, Pablo y Caty, de cuatro, tres y un año de edad,
respectivamente. Cuando llegamos de regreso al departamento, mi familia no se mostró
muy entusiasmada con su nueva vivienda. Acostamos a los niños que estaban cansados y
somnolientos y mi mujer y yo nos pusimos a conversar. Después de contarme las
vicisitudes del viaje, que fueron muchas, le dije que no se sintiera muy instalada aun, pues
yo pensaba que tendríamos que regresar a Chile, ya que no me sentía capaz para
continuar en la universidad. Ella no lo podía creer porque pensaba que yo había sido

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siempre un buen alumno y me sugirió que explorara formas de sortear esas dificultades.
Evidentemente, ella no quería regresar a Chile tan pronto.
Al despertar en la mañana siguiente, mi mujer miró por la ventana del
dormitorio y quedó maravillada con lo que veía: un inmenso y precioso prado con árboles
frondosos, cuyo follaje empezaba a cambiar de color, y juegos para los niños. No había
ninguna construcción que obstruyera la vista y, a lo lejos, se divisaba una calle por donde
circulaban autos, solo de vez en cuando. Como tenía que irme rápidamente a clases y no
volvería hasta la cena, la llevé a la lavandería que quedaba a pocos metros del
departamento, y le enseñé cómo operar las máquinas lavadoras, secadoras, y
expendedoras de detergentes, de leche y de bebidas, y a reconocer las monedas de
veinticinco, diez y cinco centavos, que se requerían para su operación. En la creencia que
mi mujer había entendido todo perfectamente bien, me fui a clases muy tranquilo,
olvidando que en Chile no existían dichas máquinas, por lo que ella no estaba
familiarizada en absoluto con esa tecnología. Efectivamente, al regresar a casa a cenar, me
enteré que ella no había podido hacer nada de lo que le había enseñado.
Sintiéndome acicateado por mi mujer, fui a hablar con mi consejero
académico y le dije que quería botar las tres asignaturas que estaba tomando, e
inscribirme como oyente en un curso básico de finanzas para alumnos no graduados, que
se ofrecía a los del tercer año de la universidad. El me dijo que podía inscribirme en el
curso de finanzas y botar dos de los ramos que estaba tomando, pero que tenía que
continuar con el de contabilidad, del cual él era el profesor. Su repuesta me desazonó, ya
que era justamente ése el ramo que más quería botar, pues no entendía nada. Y no era
problema con el idioma sino con el contenido del curso. En todas las clases, se producía un
diálogo entre el profesor y un grupo de alumnos que yo no lograba ni siquiera adivinar de
lo que hablaban.
A medida que pasaron los días y empecé a aprender finanzas, me di cuenta
que, en esos diálogos, los alumnos planteaban “puras cabezas de pescado” y que el
profesor trataba de responderles sólo por cortesía. Cuando llegó el primer trabajo escrito,
obtuve la mejor nota del curso, con un 100%. No sé cómo algún alumno pudo ver esa nota
en mi prueba pero, al terminar la clase, se me acercaron tres compañeros americanos,
para quienes hasta entonces yo había sido algo totalmente transparente o invisible; se
presentaron y me invitaron a tomar un café para conocernos mejor. Al finalizar esa
agradable reunión ya me habían dado el apodo de “financier” y me comprometieron a
que estudiáramos juntos. Con ese resultado se me soltaron las trabas y de allí en adelante
todo se me hizo mucho más sencillo.
Pero el problema con el tiempo que necesitaba para estudiar la copiosa
bibliografía seguía presente, así que me inscribí en un curso de lectura veloz en un
instituto externo a la universidad, que garantizaba aumentar, a lo menos en tres veces, la

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velocidad de lectura, manteniendo el nivel de comprensión, y todo en seis semanas. Al
terminar ese curso, yo había aumentado mi velocidad de lectura en poco más de tres
veces. Esta nueva destreza, junto con el esfuerzo de estudiar seis días a la semana hasta
las doce de la noche, me permitieron despegar académicamente. Para ser sincero, eso de
estudiar hasta las doce de la noche era solo en días normales. Cuando tenía que entregar
algún informe, trabajaba en éste hasta las once de la noche en la biblioteca, hora que ésta
cerraba, y regresaba a casa para pasarlo a máquina, acompañado de mi mujer, quien me
dictaba desde el borrador manuscrito que yo había preparado. Generalmente,
terminábamos alrededor de las siete de la mañana, hora en que me duchaba, tomaba
desayuno y me iba a la facultad. Ese esfuerzo me permitió titularme de Master en
Administración de Empresas, con el mejor promedio de los especialistas en finanzas de mi
graduación.
Pero no todo fue estudio. Los sábados, que eran mis días de descanso, salía a
pasear con la familia en el automóvil que me había comprado, un Oldsmobile, modelo
Cutlass Supreme, de exhibición, prácticamente nuevo y totalmente equipado. Recorrimos
todo el Estado de Michigan que es muy bonito. Por ejemplo, tiene más de once mil lagos,
y costas en cuatro de los cinco Grandes Lagos de Estados Unidos: Michigan, Superior,
Huron y Erie. En los períodos de vacaciones entre trimestres, hacíamos viajes más largos y
salíamos en auto sin destino fijo, con excepción de cuando fuimos a conocer las Cataratas
del Niágara en Canadá. Así logramos conocer ese lado del país, desde Canadá hasta New
Orleans, en el Golfo de México, y realmente atesoramos esos recuerdos. Además, de vez
en cuando nos reuníamos con otros matrimonios chilenos que vivían en el campus, y yo
“pichangueaba” algunos sábados con unos brasileros que estudiaban en la universidad.
María Antonieta dice que los dieciocho meses que vivimos en Michigan State University ha
sido el tiempo más feliz de su vida.
En abril de 1971 regresamos a Chile, después de permanecer algunos días
visitando Washington y Nueva York, que mi mujer no conocía. Como era primavera,
Washington estaba precioso con sus maravillosos cerezos y magnolios en flor; el aire
parecía tener un color rosado. Volví a mi empleo en Chile, pero no al mismo cargo. Pocos
días después, me citaron a una reunión de gerencia, en la cual el contralor presentó los
resultados operacionales y estados financieros, con las acostumbradas miles de cifras en
transparencias que proyectaba sobre un telón. Para mi sorpresa, felicidad y satisfacción,
esta vez los pude comprender fácilmente y, en el análisis de las cifras, iba más rápido que
el propio gerente general.
¡Había logrado lo que en un tiempo me pareció imposible!

Víctor Gutiérrez Forno

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