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DISCURSO SOBRE EL ESPÍRITU POSITIVO

(AUGUSTE COMTE)

Contenido
Segunda parte: Superioridad social del espíritu positivo........................................................1
Capítulo I: Organización de la revolución............................................................................1
I. Impotencia de las escuelas actuales............................................................................2
II. Conciliación positiva del orden y el progreso..............................................................4
Capítulo II: Sistematización de la moral humana................................................................7
I. Evolución de la moral positiva......................................................................................7
II. Necesidad de hacer a la moral independiente de la teología y de la metafísica..........8
III. Necesidad de un poder espiritual positivo................................................................10
Capítulo III: Desarrollo del sentimiento social...................................................................11
1º El antiguo régimen moral es individual......................................................................11
2º El espíritu positivo es directamente social.................................................................12
Tercera parte: Condiciones de advenimiento de la escuela positiva (Alianza de los
proletarios y los filósofos).....................................................................................................13
Capítulo I: Institución de una enseñanza popular superior...............................................13
1º Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del
medio actual.................................................................................................................. 13
2º Universalidad necesaria de esta enseñanza.............................................................15
3º Destino esencialmente popular de esta enseñanza..................................................16
Capítulo II: Institución de una política popular..................................................................19
1º La política popular, siempre social, debe hacerse sobre todo moral.........................19
2º Naturaleza de la participación de los gobiernos en la propagación de las nociones
positivas........................................................................................................................ 21
Capítulo III: Orden necesario de los estudios positivos.....................................................22
1º Ley de clasificación...................................................................................................22
2º Ley Enciclopédica o Jerarquía de las ciencias..........................................................23
3º Importancia de la Ley enciclopédica.........................................................................25
SEGUNDA PARTE: SUPERIORIDAD SOCIAL DEL
ESPÍRITU POSITIVO
Capítulo I: Organización de la revolución

I. Impotencia de las escuelas actuales

39.—Mientras se realizaba gradualmente, durante los cinco últimos siglos, la irrevocable


disolución de la filosofía teológica, el sistema político cuya base mental formada sufría cada
vez más una descomposición no menos radical, presidida de igual manera por el espíritu
metafísico. Este doble movimiento negativo tenía por órganos esenciales y solidarios, de un
lado, las universidades, primero emanadas, pero pronto rivales del poder sacerdotal; de otro
lado, las diversas corporaciones de legistas, gradualmente hostiles a los poderes feudales:
únicamente, a medida que la acción crítica se diseminaba, sus agentes, sin cambiar de
naturaleza, se hacían más numerosos y subalternos; de modo que, en el siglo XVIII, la
principal actividad revolucionaria hubo de pasar, en el orden filosófico, de los doctores
propiamente dichos a los meros literatos, y luego, en el orden político, de los jueces a los
abogados. La Gran Crisis final comenzó necesariamente cuando esta común decadencia,
espontánea primero, luego sistemática, a la que, por otra parte, todas las clases, sin
distinción, de la sociedad moderna habían contribuido de diversos modos, llegó por fin al
punto de hacer universalmente irrecusable la imposibilidad de conservar el régimen antiguo
y la necesidad creciente de un orden nuevo. Desde su origen, esta crisis tendió siempre a
transformar en un vasto movimiento orgánico el movimiento crítico de los cinco siglos
anteriores, presentándose como destinada sobre todo a realizar directamente la
regeneración social, todos cuyos preámbulos negativos se hallaban ya suficientemente
terminados. Pero esta transformación decisiva, aunque cada vez más urgente, ha tenido
que ser hasta ahora esencialmente imposible, por falta de una filosofía verdaderamente
propia para procurarle una indispensable base intelectual. Al mismo tiempo en que la
realización suficiente de la previa descomposición exigía el desuso de las doctrinas
puramente negativas que la habían dirigido, una ilusión fatal, entonces inevitable, condujo, a
la inversa, a conceder espontáneamente al espíritu metafísico, el único activo durante este
largo preámbulo, la presidencia general del movimiento de reorganización. Cuando una
experiencia plenamente decisiva hubo comprobado para siempre, a los ojos de todos, la
absoluta impotencia orgánica de tal filosofía, la ausencia de toda teoría distinta no permitió
satisfacer por de pronto las necesidades de orden, que ya prevalecían, sino por una especie
de restauración pasajera de aquel mismo sistema, mental y social, cuya irreparable
decadencia había dado ocasión a la crisis. Finalmente, el desarrollo de esta reacción
retrógrada hubo de determinar luego una memorable manifestación, que nuestras lagunas
filosóficas hacían tan indispensable como inevitable, a fin de demostrar irrevocablemente
que el progreso constituye, tanto como el orden, una de las dos condiciones fundamentales
de la civilización moderna.

40.—El concurso natural de estas dos pruebas irrecusables, cuya renovación se ha hecho
ahora tan imposible como inútil, nos ha conducido hoy a esta extraña situación en que nada
verdaderamente grande puede emprenderse, ni para el orden, ni para el progreso, por falta
de un filosofía realmente adaptada al conjunto de nuestras necesidades. Todo esfuerzo
serio de reorganización se detiene pronto ante los temores de retroceso que debe
naturalmente inspirar, en un tiempo en que las ideas de orden emanan esencialmente del
tipo antiguo, que se ha hecho justamente antipático a los pueblos actuales; igualmente, las
tentativas de aceleración directa del progreso político no tardan en ser radicalmente
estorbadas por las inquietudes muy legítimas que deben suscitar sobre la eminencia de la
anarquía, mientras las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas. Como antes de
la crisis, la lucha aparente permanece, pues, entablada entre el espíritu teológico,
reconocido como incompatible con el progreso, que ha sido llevado a negar
dogmáticamente, y el espíritu metafísico, que después de haber ido a parar, en filosofía, a la
duda universal, no ha podido tender, en política, más que a constituir el desorden, o un
estado equivalente de desgobierno. Pero por el sentimiento unánime de su común
insuficiencia, ni uno ni otro, pueden ya inspirar desde ahora, en los gobernantes o en los
gobernados, profundas convicciones activas. Su antagonismo sigue, sin embargo,
manteniéndolos mutuamente, sin que ninguno de ellos pueda más caer en verdadero
desuso que alcanzar un triunfo decisivo; porque nuestra situación intelectual los hace
todavía indispensables para representar, de un modo cualquiera, las condiciones
simultáneas del orden, por una parte, y del progreso, por otra, hasta que una misma filosofía
pueda satisfacerlas igualmente, de manera que haga por fin tan inútil a la escuela
retrógrada como a la escuela negativa, cada una de las cuales está destinada
principalmente hoy a impedir la completa preponderancia de la otra. No obstante, las
inquietudes opuestas, relativas a estos dos dominios contrarios, deberán persistir
naturalmente a la vez, mientras dure este interregno mental, por una inevitable
consecuencia de esa escisión irracional entre las dos caras inseparables del gran problema
social. En efecto, cada una de las dos escuelas, en virtud de su preocupación exclusiva, no
es ya ni siquiera capaz de contener suficientemente en adelante las aberraciones inversas
de su antagonista. A pesar de su tendencia antianarquista, la escuela teológica se ha
mostrado, en nuestros días, radicalmente impotente para impedir el despliegue de las
opiniones subversivas, que, después de haberse desarrollado sobre todo durante su
principal restauración, son propagadas con frecuencia por ella, por frívolos cálculos
dinásticos. De igual modo, cualquiera que sea el instinto antirretrógrado de la escuela
metafísica, no tiene ya hoy toda la fuerza lógica que exigiría su mero oficio revolucionario,
porque su inconsecuencia característica la obliga a admitir los principios esenciales de
aquel sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca sin cesar.

41.—Esta deplorable oscilación entre dos filosofías opuestas, que se han hecho igualmente
vanas y que no pueden extinguirse más que a un tiempo, debía suscitar el desarrollo de una
especie de escuela intermedia, esencialmente estacionaria, destinada sobre todo a recordar
directamente el conjunto de la cuestión social, proclamando por fin como igualmente
necesarias las dos condiciones fundamentales que aislaban a las dos opiniones activas.
Pero, por falta de una filosofía apropiada para realizar esta gran combinación del espíritu de
orden con el espíritu de progreso, este tercer impulso resultó lógicamente más impotente
todavía que los otros, porque sistematiza la inconsecuencia, consagrando simultáneamente
los principios retrógrados y las máximas negativas, a fin de poder neutralizarlas
mutuamente. Lejos de tender a terminar la crisis, una disposición semejante no podría llevar
sino a eternizarla, oponiéndose directamente a toda verdadera preponderancia de un
sistema cualquiera, si no se la limitara a un mero papel pasajero, para satisfacer
empíricamente las más graves exigencias de nuestra situación revolucionaria, hasta el
advenimiento decisivo de las únicas doctrinas que pueden convenir en adelante al conjunto
de nuestras necesidades. Pero, así entendido, este expediente provisional se ha hecho hoy
tan indispensable como inevitable. Su rápido ascendiente práctico, reconocido
implícitamente por los dos partidos activos, confirma cada vez más, en los pueblos actuales,
el amortiguamiento simultáneo de las convicciones y las pasiones anteriores, sean
retrógradas o críticas, reemplazadas gradualmente por un sentimiento universal, real,
aunque confuso, de la necesidad y hasta la posibilidad de una conciliación permanente
entre el espíritu de conservación y el espíritu mejoramiento, pertenecientes de igual modo al
estado normal de la Humanidad. La tendencia correspondiente de los hombres de Estado,
de impedir hoy, en cuanto es posible, todo gran movimiento político, se encuentra
espontáneamente conforme, por otra parte, con las exigencias fundamentales de una
situación que no admitirá más que instituciones provisionales, mientras una verdadera
filosofía general no haya unido suficientemente las inteligencias. Sin que los poderes
actuales se percaten de ello, esta resistencia instintiva concurre a facilitar la verdadera
solución, ya que impulsa a transformar una estéril agitación política en un activo progreso
filosófico, de modo que siga por fin la marcha prescrita por la naturaleza propia de la
reorganización final, que debe primero realizarse en las ideas, para pasar luego a las
costumbres y, en último término, a las instituciones. Una transformación semejante, que ya
tiende a prevalecer en Francia, deberá desarrollarse naturalmente cada vez más en todas
partes, en vista de la necesidad creciente en que se encuentran ahora nuestros gobiernos
occidentales de mantener con grandes gastos el orden material en medio del desorden
intelectual y moral, necesidad que debe absorber poco a poco esencialmente sus esfuerzos
cotidianos, conduciéndolos a renunciar implícitamente a toda presidencia seria de la
reorganización espiritual, entregada así en adelante a la libre actividad de los filósofos que
se mostraron dignos de dirigirla. Esta disposición natural de los poderes actuales está en
armonía con la tendencia espontánea de los pueblos a una aparente indiferencia política,
fundada en la impotencia radical de las diversas doctrinas en circulación, y que debe
persistir siempre, mientras los debates políticos sigan degenerando, por falta de
conveniente impulso, en vanas luchas personales, cada vez más mezquinas. Tal es la feliz
eficacia práctica que el conjunto de nuestra situación revolucionaria procura de momento a
una escuela esencialmente empírica, que, en el aspecto teórico, nunca puede producir más
que un sistema radicalmente contradictorio, no menos absurdo ni menos peligroso, en
política, que lo es, en filosofía, el eclecticismo correspondiente, inspirado también por una
vana intención de conciliar, sin principios propios, opiniones incompatibles.

II. Conciliación positiva del orden y el progreso

42.—Según este sentimiento, cada vez más desarrollado, de la igual insuficiencia social que
ofrecen en adelante el espíritu teológico y el espíritu metafísico, únicos que hasta ahora han
disputado activamente el imperio, la razón pública debe encontrarse implícitamente
dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la única base posible de una revolución
verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre todo a la gran
crisis moderna. Permaneciendo aún extraña a tales cuestiones, la escuela positiva se ha
preparado gradualmente a ellas, constituyendo, en lo posible, durante la lucha
revolucionaria de los tres últimos siglos, el verdadero estado normal de todas las clases
más sencillas de nuestras especulaciones reales. Fuerte por tales antecedentes, científicos
y lógicos; pura, por otra parte, de las diversas aberraciones contemporáneas, se presenta
hoy como quien acaba, al fin, de adquirir la generalidad filosófica entera que le faltaba hasta
ahora; desde este instante se atreve a emprender, a su vez, la solución, aún intacta, del
gran problema, transportando convenientemente a los estudios finales la misma
regeneración que ya ha realizado sucesivamente en los diferentes estudios preliminares.

43.—Por lo pronto, no se puede desconocer la aptitud espontánea de una filosofía


semejante para constituir directamente la conciliación fundamental, aún buscada tan en
vano, entre las exigencias simultáneas del orden y del progreso, puesto que le basta, a
estos efectos, extender hasta los fenómenos sociales una tendencia plenamente conforme
con su naturaleza, y que ha hecho ahora muy familiar en todos los demás casos esenciales.
En una cuestión cualquiera, el espíritu positivo lleva siempre a establecer una exacta
armonía elemental entre las ideas de existencia y las ideas de movimiento de donde resulta
más especialmente, respecto a los cuerpos vivos, la correlación permanente de las ideas de
organización a las ideas de vida, y luego, por una última especialización propia del
organismo social, la solidaridad continua de las ideas de organización a las ideas de vida, y
luego, por una última especialización propia del organismo social, la solidaridad continua de
las ideas de orden con las ideas de progreso. Para la nueva filosofía, el orden constituye
siempre la condición fundamental del progreso; y, recíprocamente, el progreso se convierte
en el fin necesario del orden: como, en la mecánica animal, el equilibrio y el progreso son
mutuamente indispensables, como fundamento o destino.
44.—Considerado luego especialmente en cuanto al Orden, el espíritu positivo le ofrece
hoy, en su extensión social, poderosas garantías directas, no sólo científicas, sino también
lógicas, que podrán juzgarse pronto como muy superiores a las pretensiones vanas de una
teología retrógrada, cada vez más degenerada, desde hace varios siglos, en activo
elemento de discordias, individuales o nacionales, e incapaz en adelante de contener las
divagaciones subversivas de sus propios adeptos. Atacando al desorden actual en su
verdadero origen, necesariamente mental, constituye, tan profundamente como es posible,
la armonía lógica, regenerando primero los métodos antes que las doctrinas, por una triple
conversión simultánea de la naturaleza de las cuestiones dominantes, de la manera de
tratarlas y de las condiciones previas de su elaboración. Por una parte, en efecto,
demuestra que las principales dificultades sociales no son hoy políticas, sino sobre todo
morales, de manera que su solución posible depende realmente de las opiniones y de las
costumbres mucho más que de las instituciones; lo cual tiende a extinguir una actividad
perturbadora, transformando la agitación política en movimiento filosófico. En el segundo
aspecto considera siempre el estado actual como un resultado necesario del conjunto de la
evolución anterior, para hacer prevalecer constantemente la apreciación racional del pasado
para el examen actual de los asuntos humanos, lo que aparta al punto las tendencias
puramente críticas, incompatibles con toda sana concepción histórica. Por último, en lugar
de dejar a la ciencia social en el vago y estéril aislamiento en que aún la ponen la teología y
la metafísica, la coordina irrevocablemente con todas las demás ciencias fundamentales,
que constituyen gradualmente, desde el punto de vista de este estudio final, otros tantos
preámbulos necesarios, donde nuestra inteligencia adquiere a un tiempo los hábitos y las
nociones sin los que no puede abordar útilmente las más eminentes especulaciones
positivas, lo que instaura ya una verdadera disciplina mental, propia para mejorar
radicalmente tales discusiones, vedadas desde entonces racionalmente a una multitud de
entendimientos mal organizados o mal preparados. Estas grandes garantías lógicas están,
por otra parte, plenamente confirmadas y desarrolladas por la apreciación científica
propiamente dicha, que, respecto a los fenómenos sociales como para todos los demás,
representa siempre a nuestro orden artificial como algo que debe consistir ante todo, en una
mera prolongación juiciosa, primero espontánea y luego sistemática, del orden natural que
resulta, en cada caso, del conjunto de las leyes reales, cuya acción efectiva es modificable
de ordinario por nuestra certera intervención, entre límites determinados, tanto más
apartados cuanto más elevados son los fenómenos. El sentimiento elemental del orden es,
en una palabra, naturalmente inseparable de todas las especulaciones positivas, dirigidas
de continuo al descubrimiento de los medios de unión entre observaciones cuyo principal
valor resulta de su sistematización.

45.—Otro tanto resulta, y todavía con mayor evidencia, en cuanto al Progreso, que, a pesar
de vanas pretensiones ontológicas, encuentra hoy, en el conjunto de los estudios científicos,
su más indiscutible manifestación. Según su naturaleza absoluta y, por tanto, esencialmente
inmóvil, la metafísica y le teología no podrían experimentar, apenas una más que otra, un
verdadero progreso, es decir, un avance continuo hacia un fin determinado. Sus
transformaciones históricas consisten sobre todo, a la inversa, en un creciente desuso,
mental o social, sin que las cuestiones debatidas hayan podido nunca dar un paso real, por
razón misma de su radical insolubilidad. Es fácil reconocer que las discusiones ontológicas
de las escuelas griegas se han reproducido en lo esencial, en otras formas, entre los
escolásticos de la edad media, y encontramos hoy su equivalente entre nuestros psicólogos
e ideólogos, y ninguna de las doctrinas en controversia ha podido, durante estos veinte
siglos de estériles disputas, llegar a demostraciones decisivas, ni siquiera en lo que
concierne a la existencia de los cuerpos exteriores, todavía tan problemática para los
argumentadores modernos como para sus más antiguos predecesores. Fue evidentemente
la marcha continua de los conocimientos positivos quien inspiró hace dos siglos, en la
célebre fórmula filosófica de Pascal, la primera noción racional del progreso humano,
necesariamente extraña a toda la filosofía antigua. Extendida más tarde a la evolución
industrial e incluso estética, pero todavía demasiado confusa respecto al movimiento social,
tiende hoy vagamente a una sistematización decisiva, que sólo puede emanar del espíritu
positivo, generalizado por fin convenientemente. En sus diarias especulaciones reproduce
éste espontáneamente su activo sentimiento elemental, representando siempre la extensión
y el perfeccionamiento de nuestros conocimientos reales como el fin esencial de nuestros
diversos esfuerzos teóricos. En el aspecto más sistemático, la nueva filosofía asigna
directamente, como destino necesario, a nuestra existencia entera, a la vez personal y
social, el mejoramiento continuo, no sólo de nuestra condición, sino también, y sobre todo,
de nuestra naturaleza, tanto como lo permita, en todos aspectos, la totalidad de las leyes
reales, exteriores e interiores. Erigiendo así a la noción del progreso en dogma
verdaderamente fundamental de la sabiduría humana, sea práctica o teórica, le imprime el
carácter más noble y al mismo tiempo más completo, representando siempre al segundo
género de perfeccionamiento como superior al primero. Por una parte, en efecto, ya que la
acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende sobre todo de las disposiciones
del agente, el mejoramiento de ellas debe constituir nuestro principal recurso; por otra parte,
siendo los fenómenos humanos, individuales o colectivos, los más modificables de todos,
nuestra intervención racional alcanza naturalmente frente a ellos su más amplia eficacia. El
dogma del progreso no puede hacerse, pues, suficientemente filosófico sino después de
una exacta apreciación general de lo que constituye sobre todo este continuo mejoramiento
de nuestra propia naturaleza, principal objeto del adelanto humano. Ahora bien; respecto a
esto, el conjunto de la filosofía positiva demuestra plenamente, como puede verse en la
obra indicada al comienzo de este Discurso, que este perfeccionamiento consiste
esencialmente, sea para el individuo o para la especie, en hacer prevalecer cada vez más
los atributos eminentes que distinguen más nuestra humanidad de la mera animalidad; es
decir, de un lado, la inteligencia; de otro, la sociabilidad, facultades naturalmente solidarias,
que se sirven mutuamente de medio y de fin. Aunque el concurso espontáneos de la
evolución humana, personal o social, desarrolla siempre su común influencia, su
ascendiente combinado no podría llegar, sin embargo, al punto de impedir que nuestra
principal actividad haga derivar habitualmente inclinaciones inferiores, que nuestra
constitución real hace necesariamente mucho más enérgicas. Así, esta preponderancia
ideal de nuestra humanidad sobre nuestra animalidad cumple naturalmente las condiciones
esenciales de un verdadero tipo filosófico, caracterizando un límite determinado, al que
deben aproximarnos constantemente todos nuestros esfuerzos, sin poder, sin embargo,
alcanzarlo nunca.

46.—Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para sistematizar
espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y el progreso basta aquí para
señalar someramente la alta eficacia social propia de la nueva filosofía general. Su valor, en
cada aspecto, depende ante todo de su plena realidad científica, es decir, de la exacta
armonía que establece siempre, cuanto es posible, entre los principios y los hechos, tanto
en cuanto a los fenómenos sociales como respecto a todos los demás. La reorganización
total que, únicamente, puede terminar la gran crisis moderna consiste, en efecto, en el
aspecto mental, que debe primero prevalecer, en constituir una teoría sociológica apta para
explicar convenientemente la totalidad del pasado humano: tal es la manera más racional
de plantear el problema esencial, a fin de apartar mejor de él toda pasión perturbadora. Así
es como la superioridad necesaria de la escuela positiva sobre las diversas escuelas
actuales puede ser también más netamente apreciada. Pues el espíritu teológico y el
espíritu metafísico son llevados ambos, por su naturaleza absoluta, a no considerar más
que la porción del pasado en que cada uno de ellos ha dominado sobre todo: lo que
precede y lo que sigue no les muestra más que una tenebrosa confusión y un desorden
inexplicable, cuya relación con aquella angosta parte del gran espectáculo histórico no
puede resultar, a sus ojos, sino de una milagrosa intervención. Por ejemplo, el catolicismo
ha mostrado siempre, frente al politeísmo antiguo, una tendencia tan ciegamente crítica
como la que hoy reprocha, con justicia, para con él mismo, al espíritu revolucionario
propiamente dicho. Una verdadera explicación del conjunto del pasado, conforme a las
leyes constantes de nuestra naturaleza, individual o colectiva, es pues, necesariamente
imposible para las diversas escuelas absolutas que todavía dominan; ninguna de ellas, en
efecto, ha intentado suficientemente establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su
naturaleza eminentemente relativa, puede, únicamente, representar de manera conveniente
todas las grandes épocas históricas como otras tantas fases determinadas de una misma
evolución fundamental, en que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente
según leyes invariables, que fijan su participación especial en el común adelanto, para
permitir siempre, sin más inconsecuencia que parcialidad, hacer una estricta justicia
filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Aunque este indiscutible
privilegio de la positividad racional deba parecer a primera vista puramente especulativo, los
verdaderos pensadores reconocerán pronto en él la primera fuente necesaria del activo
ascendiente social reservado finalmente a la nueva filosofía. Pues hoy se puede asegurar
que la doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado obtendrá
inexorablemente, por consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del
porvenir.

Capítulo II: Sistematización de la moral humana


47.—Una indicación semejante de las altas propiedades sociales que caracterizan al
espíritu positivo no sería aún bastante decisiva si no se añadiera una sumaria apreciación
de su espontánea aptitud para sistematizar finalmente la moral humana, lo que constituirá
siempre la principal aplicación de toda verdadera teoría de la Humanidad.

I. Evolución de la moral positiva

48.—En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a la


política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su
naturaleza. Su independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron, por
fin, en cuanto era posible, del régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso
servicio social, debido principalmente al catolicismo, formará siempre su más importante
título al agradecimiento eterno del género humano. Sólo después de esta indispensable
separación, sancionada y completada por la división necesaria de los dos poderes, pudo
comenzar realmente la moral humana a tomar un carácter sistemático, estableciendo, al
abrigo de los impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de
nuestra existencia personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la
filosofía monoteísta que entonces presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho
su eficacia, y hasta comprometer gravemente su estabilidad, suscitando pronto un fatal
conflicto entre el desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una doctrina que no podía
seguir siendo mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez más
afectada por el descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en
adelante retrógrada, acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna.
Expuesta desde entonces a la acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha
recibido, en efecto, durante los cinco últimos siglos, en cada una de sus tres partes
esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que no siempre han podido reparar, en la
práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre, a pesar del feliz y continuo
desarrollo que entonces debía procurarles el curso espontáneo de nuestra civilización. Si el
ascendiente necesario del espíritu positivo no viniera por fin a poner término a estas
anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente una mortal fluctuación a todas las
nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también doméstica e
incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos más
groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.

49.—En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede, en
efecto, consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical
incompetencia en este aspecto por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos
católicos hasta los meros deístas, que, en medio de sus vanas disputas, están sobre todo
de acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el
único motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a asuntos
más sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver
activamente la moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la
fuerza para preservarla, persisten, sin embargo, en hacerse de ella una especie de
patrimonio eterno y exclusivo, sin que la razón pública haya juzgado todavía de un modo
conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en general, que la
introducción de toda regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo
las inspiraciones teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de
nuestras ideas, y además las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente
comunes. Pero la totalidad del pasado demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva
ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos
morales, así como todos los demás, han sido cada vez más llevados a una consagración
puramente racional, a medida que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia
real de cada conducta sobre la existencia humana, individual o social. Separando
irrevocablemente la moral de la política, el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta
tendencia continua, puesto que así la intervención sobrenatural quedó directamente
reducida a la formación de las reglas generales, cuya aplicación particular era confiada
desde entonces esencialmente a la prudencia humana. Como se dirigía a pueblos más
adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de prescripciones especiales que
los antiguos sabios habían creído que nunca podrían prescindir de mandamientos
religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India, por ejemplo, en
cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además pueden observarse, incluso
más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos filósofos o
magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear necesariamente la
próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas escuelas
monoteístas no impedirán más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones
convenientes, la conquista, práctica y teórica, del dominio moral, ya entregado
espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones particulares nos
quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer
indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos
quiméricos, de modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora,
entre las necesidades intelectuales y las necesidades morales.

II. Necesidad de hacer a la moral independiente de la teología y de la metafísica

50.— Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos morales,
la experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada vez
más perjudicial para aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta
funesta adherencia, a la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo
durante los últimos tres siglos. En primer lugar, esta fatal solidaridad debía debilitar
directamente, a medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así encontraban
apoyo reglas que, expuestas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos,
necesitan ser preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que
justamente inspiraba el espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a
muchas nociones morales, no sólo relativas a las más importantes relaciones de la
sociedad, sino también concernientes a la simple vida doméstica e incluso a la existencia
personal: un ciego afán de emancipación mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir a
veces al desdén pasajero de estas saludables máximas en una especie de loca protesta
contra la filosofía retrógrada de que parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que
conservaban la fe dogmática, esta funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque
la autoridad sacerdotal, después de haber perdido su independencia política, veía también
menguar cada vez más el ascendiente social que para su eficacia moral es indispensable.
Además de esta creciente impotencia para proteger las reglas morales, el espíritu teológico
les ha perjudicado a menudo de un modo activo, por las divagaciones que ha suscitado,
desde que no es ya lo bastante disciplinable, bajo el inevitable desarrollo del libre examen
individual. Ejercido de esta manera, ha inspirado realmente o fomentado muchas
aberraciones antisociales, que el buen sentido, abandonado a sí mismo, hubiera evitado o
rechazado espontáneamente. Las utopías subversivas que vemos hoy adquirir crédito, sea
contra la propiedad, o incluso acerca de la familia, etc., no son casi nunca forjadas ni
acogidas por las inteligencias plenamente emancipadas, a pesar de sus fundamentales
lagunas, sino más bien por aquellas que persiguen activamente una especie de
restauración teológica fundada sobre un vago y estéril deísmo o sobre un protestantismo
equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha resultado también
forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse a su sólida
reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este espectáculo no consistiera más
que en las ciegas declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las diversas
escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación, los
filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas por el irreprochable
ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es
mucho más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que existe
evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos
teológicos deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior
a la de cualesquiera otros, no podrían hacerse nunca menos auxiliares de los motivos
puramente humanos: en el momento en que ya no dominen no pueden conservar eficacia
real ninguna. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar por fin la moral
sobre el conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el movimiento
sobrenatural: las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o
más bien sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la
combinación inversa no constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo
principal estaría subordinado a lo accesorio.

51.—Una exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna representa,


pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la
pretendida imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral:
puesto que esta peligrosa unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media,
triplemente funesta para la moral, ya enervando o desacreditando sus bases intelectuales,
ya suscitando en ella perturbaciones directas o impidiéndole una mejor sistematización. Si,
a pesar de activos principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado realmente,
este feliz resultado no podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este
momento, por el contrario, en un peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente
acción del espíritu positivo, ya eficaz en su forma espontánea, que consiste en el buen
sentido universal, cuyas sabias inspiraciones han secundado al impulso natural de nuestra
civilización progresiva para combatir útilmente las diversas aberraciones, sobre todo, las
que emanaban de las divagaciones religiosas. Cuando, por ejemplo, la teología protestante
tendía a alterar gravemente la institución del matrimonio por la consagración formal del
divorcio, la razón pública neutralizaba mucho sus funestos efectos, imponiendo casi siempre
el respeto práctico a las costumbres anteriores, las únicas conformes con el verdadero
carácter de la sociabilidad moderna. Experiencias irrecusables han probado al mismo
tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las masas populares, que el pretendido
privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar grandes sacrificios o actos
de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones directamente opuestas, y se
mostraba unido, en general, a toda profunda convicción, cualquiera que pudiera ser su
naturaleza. Aquellos numerosos adversarios del régimen teológico que hace medio siglo
mantuvieron con tanto heroísmo nuestra independencia nacional contra la coalición
retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena y constante que los
bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión exterior.
52.—Para concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológico-metafísica,
de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar directamente
la doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la emancipación mental
le ha obligado a establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo formas más o
menos explícitas una especie de hipocresía colectiva, análoga a la que se supone muy
desacertadamente que fue habitual entre los antiguos, aunque no haya alcanzado nunca
más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre desenvolvimiento de la
razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en vista del
interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo
su autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún
modo particular a los jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu
protestante también le ha impreso, a su modo, una consagración aun más íntima, más
extensa y, sobre todo, más dogmática: los metafísico propiamente dichos la adoptan tanto
como los mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta moralidad fuese
verdaderamente digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo
esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean,
no admiten ninguna verdadera demostración y, por otra parte, que la necesidad social
obliga a mantener indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda
resultar respetable en aquellos que no le mezclan ninguna ambición personal, no tiende
menos por eso a viciar todas las fuentes de la moralidad humana, al hacerla descansar
necesariamente sobre un continuo estado de falsedad, e incluso de desprecio, de los
superiores para con los inferiores. Mientras los que debían participar en este sistemático
disimulo han sido poco numerosos, su práctica ha sido posible, aunque muy precaria; pero
se ha hecho todavía más ridícula que odiosa cuando la emancipación se ha extendido lo
bastante para que esta especie de piadosa maquinación tuviera que abarcar, como sería
menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por último, incluso suponiendo realizada
esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja subsistente la dificultad entera para
las inteligencias liberadas, a cuya propia moralidad se encuentra así abandonada a su pura
espontaneidad, reconocida ya justamente como insuficiente en la clase sometida. Si hay
también que admitir la necesidad de una verdadera sistematización moral en estos espíritus
emancipados, no podrá desde luego reposar más que sobre bases positivas, que al fin se
juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su destino a la clase ilustrada, aparte de
que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta gran construcción
filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura mental que supone
esta fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal, al menos en
Francia. Así, el empírico expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a cualquier
precio, el antiguo régimen intelectual, no puede llevar finalmente sino a dejar
indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de los espíritus
activos, como se ve hoy con demasiada frecuencia.

III. Necesidad de un poder espiritual positivo

53.—Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en conseguir
por fin el ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema caído, que,
tan pronto impotente como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la mente como
condición permanente del orden moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer hoy,
respecto a nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente
susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de
la Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora
posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta,
privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o
sentimiento; de donde resultarán naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las
reglas de conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden universal, y
que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual.
A pesar de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado
convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma.
No se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las
inteligencias estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a
la vida común; pero ya ocurre otro tanto para diversas prescripciones matemáticas, que se
aplican, no obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves, cuando, por ejemplo,
nuestros marinos arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas
que no comprenden en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual
confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal
de un régimen semejante exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta
naturalmente de los prejuicios públicos, la intervención sistemática, unas veces pasiva y
otras activa, de una autoridad espiritual, destinada a recordar con energía las máximas
fundamentales y a dirigir sabiamente su aplicación, como he explicado especialmente en la
obra antes indicada. Al realizar así el gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo
poder moral utilizará con cuidado la feliz aptitud de la filosofía correspondiente para
incorporarse espontáneamente la sabiduría de todos los diversos regímenes anteriores,
según la tendencia ordinaria del espíritu positivo respecto a un asunto cualquiera. Cuando la
astronomía moderna ha eliminado irrevocablemente los principios astrológicos, no ha
conservado menos celosamente todas las nociones verdaderas obtenidas bajo su dominio;
otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.

Capítulo III: Desarrollo del sentimiento social


54.—Sin poder emprender aquí la apreciación real de la filosofía positiva, es menester, sin
embargo, señalar en ella la continua tendencia que resulta directamente de su constitución
propia, sea científica o lógica, para estimular y consolidar el sentimiento del deber,
desarrollando siempre el espíritu de colectividad, que se encuentra naturalmente ligado con
él. Este nuevo régimen mental disipa espontáneamente la fatal oposición que, desde el fin
de la edad media, existe cada vez más entre las necesidades intelectuales y las
necesidades morales. Desde ahora, por el contrario, todas las especulaciones reales
convenientemente sistematizadas, contribuirán sin cesar a constituir en lo posible, la
preponderancia universal de la moral, puesto que el punto de vista social llegará a ser
necesariamente el vínculo científico y el regulador lógico de todos los demás aspectos
positivos. Es imposible que una coordinación semejante, al desarrollar familiarmente las
ideas de orden y armonía, referidas siempre a la Humanidad, no tienda a moralizar
hondamente, no sólo a los espíritus selectos, sino también a las masas de las inteligencias,
que habrán de participar, todas, más o menos, en esta gran iniciación, según un sistema
conveniente de educación universal.

1º El antiguo régimen moral es individual


55.—Una apreciación más íntima y extensa, a la vez práctica y teórica, representa al
espíritu positivo como el único susceptible, por su naturaleza, de desarrollar directamente el
sentimiento social, primera base necesaria de toda moral sana. El antiguo régimen mental
no podía estimularlo más que con ayuda de penosos artificios indirectos, cuyo éxito real
había de ser muy imperfecto, por la tendencia esencialmente personal de tal filosofía,
cuando la sabiduría sacerdotal no contenía su influencia espontánea. Esta necesidad es
reconocida ahora, al menos empíricamente, en cuanto al espíritu metafísico propiamente
dicho, que nunca ha podido concluir, en moral, en ninguna otra teoría efectiva que el
desastroso sistema del egoísmo, tan en boga hoy, a pesar de muchas declamaciones
contrarias; incluso las sectas ontológicas que han protestado seriamente contra semejante
aberración no la han sustituido al fin más que por nociones vagas o incoherentes, incapaces
de eficacia práctica. Una tendencia tan deplorable y, no obstante, tan constante, debe de
tener raíces más hondas que las que se suponen de ordinario. Resulta sobre todo, en
efecto, de la naturaleza necesariamente personal de tal filosofía, que, limitada siempre a la
consideración del individuo, nunca ha podido abarcar realmente el estudio de la especie,
por una inevitable consecuencia de su vano principio lógico, reducido esencialmente a la
intuición propiamente dicha, que, evidentemente, no tolera ninguna aplicación colectiva. Sus
fórmulas ordinarias no hacen más que traducir ingenuamente su espíritu fundamental; para
cada uno de sus adeptos, el pensamiento dominante es constantemente el del yo; todas las
demás existencias, sean cualesquiera, incluso humanas, se envuelven confusamente en
una sola concepción negativa, y su vago conjunto constituye el no-yo; la noción del nosotros
no podría encontrar aquí ningún lugar directo y distinto. Pero, examinando esta cuestión aún
con mayor profundidad, hay que reconocer que, en este aspecto como en todos los demás,
la metafísica deriva, tanto dogmática como históricamente, de la teología misma, de quien
nunca podrá constituir más que una modificación disolvente. En efecto, ese carácter de
personalidad constante pertenece, sobre todo, con una energía más directa, al pensamiento
teológico, siempre preocupado, en todo creyente, de intereses esencialmente individuales,
cuya inmensa preponderancia absorbe por necesidad toda otra consideración, sin que la
más sublime entrega pueda inspirar su verdadera abnegación, considerada justamente
entonces como una aberración peligrosa. Sólo la oposición frecuente de estos intereses
quiméricos con los intereses reales ha procurado a la sabiduría sacerdotal un poderoso
medio de disciplina moral, que ha podido ordenar a menudo, en provecho de la sociedad,
sacrificios admirables, que no eran tales, sin embargo, más que en apariencia, y se
reducían siempre a una prudente ponderación de intereses. Los sentimientos benévolos y
desinteresados, que son propios de la naturaleza humana, han debido, sin duda,
manifestarse a través de un régimen semejante, e incluso, en algunos aspectos, bajos su
impulso directo; pero, aunque su desarrollo no haya podido así ser sofocado, su carácter ha
tenido que recibir con ello una grave alteración que probablemente no nos permite conocer
plenamente su naturaleza y su intensidad, por falta de un ejercicio propio y directo. Por otra
parte, se puede perfectamente presumir que esta continua costumbre de cálculos
personales acerca de los más caros intereses del creyente ha desarrollado en el hombre,
incluso desde un punto de vista completamente distinto, por vía de afinidad gradual, un
exceso de circunspección, de precaución y, por último, de egoísmo, que su organización
fundamental no exigía, y que desde entonces podrá algún día disminuir bajo un régimen
moral mejor. Sea lo que quiera de esta conjetura, sigue siendo indiscutible que el
pensamiento teológico es, por su naturaleza, esencialmente individual, y nunca
directamente colectivo. A los ojos de la fe, sobre todo monoteísta, la vida social no existe,
por falta de un fin que le sea propio; la sociedad humana no puede entonces ofrecer
inmediatamente más que una mera aglomeración de individuos, cuya reunión es siempre
tan fortuita como pasajera, y que, ocupados cada uno de su sola salvación, no conciben la
participación en la del prójimo sino como un poderoso medio de merecer mejor la suya,
obedeciendo a las prescripciones supremas que han impuesto esa obligación. Nuestra
admiración respetuosa se deberá siempre, con seguridad, a la prudencia sacerdotal que,
bajo el feliz impulso de un instinto público, ha sabido obtener durante mucho tiempo una alta
utilidad práctica de una filosofía tan imperfecta. Pero este justo reconocimiento no podría
llegar hasta prolongar artificialmente este régimen inicial más allá de su destino provisional,
cuando ha venido por fin la edad de una economía más conforme al conjunto de nuestra
naturaleza, intelectual y afectiva.

2º El espíritu positivo es directamente social.


56.—El espíritu positivo, por el contrario, es directamente social, en cuanto es posible, y sin
ningún esfuerzo, como consecuencia de su misma realidad característica. Para él, el
hombre propiamente dicho no existe, no puede existir más que la Humanidad, puesto que
todo nuestro desarrollo se debe a la sociedad, desde cualquier punto de vista que se le
mire. Si la idea de sociedad parece todavía una abstracción de nuestra inteligencia, es,
sobre todo, en virtud del antiguo régimen filosófico; pues, a decir verdad, es la idea de
individuo a quien pertenece tal carácter, al menos en nuestra especie. El conjunto de la
nueva filosofía tenderá siempre a hacer resaltar, tanto en la vida activa como en la vida
especulativa, el vínculo de cada uno con todos, en una multitud de aspectos diversos, de
manera que se haga involuntariamente familiar el sentimiento íntimo de la solidaridad social,
extendida convenientemente a todos los tiempos y a todos los lugares. No sólo la búsqueda
activa del bien público se representará sin cesar como el modo más propio para asegurar
comúnmente la felicidad privada, sino que, por un influjo a un tiempo más directo y más
puro, al fin más eficaz, el ejercicio más completo posible de las inclinaciones generosas
llegará a ser la principal fuente de la felicidad personal, incluso aunque no hubiera de
procurar excepcionalmente otra recompensa que una inevitable satisfacción interior. Pues
si, como no podría dudarse, la felicidad resulta, sobre todo, de una acertada actividad, debe
depender principalmente, por tanto, de los instintos simpáticos, aunque nuestra
organización no les conceda de ordinario una energía preponderante; puesto que los
sentimientos benévolos son los únicos que pueden desarrollarse libremente en el estado
social, que naturalmente los estimula cada vez más, al abrirles un campo indefinido,
mientras que exige, con absoluta necesidad, una cierta represión permanente de los
diversos impulsos personales, cuyo despliegue espontáneo suscitaría conflictos continuos.
En esta vasta expansión social encontrará cada uno la satisfacción normal de aquella
tendencia a eternizarse, que no podía primero satisfacerse sino con ayuda de ilusiones ya
incompatibles con nuestra evolución mental. No pudiendo prolongarse más que por la
especie, el individuo sería así arrastrado a incorporarse a ella lo más completamente
posible, uniéndose profundamente a toda su existencia colectiva, no sólo actual, sino
también pasada y, sobre todo, futura, de manera que alcance toda la intensidad de vida que
tolera, en cada caso, la totalidad de las leyes reales. Esta gran identificación podrá hacerse
tanto más íntima y mejor sentida, ya que la nueva filosofía asigna necesariamente a los dos
modos de vida un mismo destino fundamental y una misma ley de evolución, que consiste
siempre, sea para el individuo o para la especie, en el progreso continuo cuyo fin principal
ha sido antes caracterizado, es decir, la tendencia a hacer, por una y otra parte, que
prevalezca, en lo posible, el atributo humano, o la combinación de la inteligencia con la
sociabilidad, sobre la animalidad propiamente dicha. Como nuestros sentimientos,
cualesquiera que sean, no pueden desarrollarse más que por un ejercicio directo y
sostenido, tanto más indispensable cuanto menos enérgicos son al principio, sería superfluo
insistir aquí más, para cualquiera que posea, aun empíricamente, un verdadero
conocimiento del hombre, para demostrar la superioridad necesaria del espíritu positivo
sobre el antiguo espíritu teológico-metafísico, en cuanto al desarrollo propio y activo del
instinto social. Esta preeminencia es de una naturaleza de tal modo sensible, que la razón
pública la reconocerá sin duda suficientemente, mucho antes de que las instituciones
correspondientes hayan podido realizar convenientemente sus felices propiedades.

TERCERA PARTE: CONDICIONES DE ADVENIMIENTO


DE LA ESCUELA POSITIVA (ALIANZA DE LOS
PROLETARIOS Y LOS FILÓSOFOS)
Capítulo I: Institución de una enseñanza popular superior

1º Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del medio
actual.

57.—Según el conjunto de las indicaciones precedentes, la superioridad espontánea de la


nueva filosofía sobre todas las que hoy se disputan el imperio, se encuentra ahora
caracterizada en el aspecto social tanto como ya lo estaba desde el punto de vista mental,
por lo menos en cuanto este Discurso lo permite, y salvo el recurso indispensable a la obra
citada. Al acabar esta somera apreciación, importa observar la feliz correlación que se
establece naturalmente entre un espíritu filosófico semejante y las disposiciones, acertadas,
pero empíricas, que la experiencia contemporánea hace ya prevalecer cada vez más, tanto
entre los gobernados como entre los gobernantes. Sustituyendo directamente con un
inmenso movimiento mental una estéril agitación política, la escuela positiva explica y
sanciona, mediante un examen sistemático, la indiferencia o la repugnancia que la razón
pública y la prudencia de los gobiernos coinciden en manifestar hoy por toda elaboración
directa seria de las instituciones propiamente dichas, en un tiempo en que no pueden existir
con eficacia más que con un carácter puramente provisional o transitorio, por falta de una
base racional suficiente, mientras dure la anarquía intelectual. Destinada a disipar por fin
este desorden fundamental, por las únicas vías que pueden superarlo, esta nueva escuela
necesita, ante todo, del mantenimiento continuo del orden material, tanto interno como
externo, sin el cual ninguna grave meditación social podría ni ser convenientemente
acogida, ni siquiera elaborada de un modo suficiente. Tiende, pues, a justificar y a secundar
la preocupación, muy legítima, que hoy inspira en todas partes el único gran resultado
político que sea inmediatamente compatible con la situación actual, la cual, por otra parte, le
procura un valor especial por las grandes dificultades que le suscita al plantear siempre el
problema, insoluble a la larga, de mantener un cierto orden político en medio de un profundo
desorden moral. Aparte de sus trabajos para el futuro, la escuela positiva se asocia
inmediatamente a esta importante operación por su tendencia directa a desacreditar
radicalmente a las diversas escuelas actuales, al cumplir ya mejor que cada una de ellas los
opuestos menesteres que les quedan todavía, y que ella sola combina espontáneamente,
de tal modo que se muestra a un tiempo más orgánica que la escuela teológica y más
progresiva que la escuela metafísica, sin poder tener nunca los peligros de retrogradación o
de anarquía que las afectan, respectivamente. Desde que los gobiernos han renunciado en
lo esencial, aunque de un modo implícito, a toda restauración seria del pasado, y los
pueblos a todo grave trastorno de las instituciones, la nueva filosofía no tiene ya que pedir,
por una y otra parte, más que las disposiciones habituales que, en el fondo, se está presto a
concederle en todas partes (por lo menos en Francia, donde deben realizarse sobre todo, al
principio, la elaboración sistemática), es decir, libertad y atención. Bajo estas condiciones
naturales, la escuela positiva tiende, por un lado, a consolidar todos los poderes actuales en
manos de sus poseedores, cualesquiera que sean y, por otro, a imponerles obligaciones
morales cada vez más conformes a las verdaderas necesidades de los pueblos.

58.—Estas indiscutibles disposiciones parecen al pronto tales que no deban quedar a la


nueva filosofía otros obstáculos esenciales que los que resulten de la incapacidad o de la
incuria de sus diversos promotores. Pero una apreciación más madura muestra, por el
contrario, que todavía ha de encontrar enérgicas resistencias en casi todos los espíritus
hasta ahora activos, precisamente a causa de la difícil renovación que exigiría de ellos para
asociarlos directamente a su elaboración principal. Si esta oposición inevitable hubiera de
limitarse a los espíritus esencialmente teológicos o metafísicos, ofrecería poca gravedad
real, porque quedaría un poderoso apoyo en aquellos, cuyo número e influjo crecen
diariamente, que se han dedicado sobre todo a los estudios positivos. Pero, por una
fatalidad fácilmente explicable, es de éstos precisamente de quienes la nueva filosofía debe
acaso esperar menos ayuda y más dificultades; una filosofía emanada directamente de las
ciencias encontrará probablemente sus enemigos más peligrosos entre los que hoy las
cultivan. La principal fuente de este deplorable conflicto consiste en la especialización ciega
y dispersiva que caracteriza profundamente al espíritu científico actual, por su formación,
parcial necesariamente, según la creciente complicación de los fenómenos estudiados,
como luego indicaré expresamente. Esta marcha provisional, que una peligrosa rutina
académica se esfuerza hoy por eternizar, sobre todo entre los geómetras, desarrolla la
verdadera positividad, en cada inteligencia, sólo respecto a una débil porción del sistema
mental, y deja a todo el resto bajo un vago régimen teológico-metafísico, o lo abandona a un
empirismo aun más opresivo, de modo que el verdadero espíritu positivo, que corresponde
al conjunto de los diversos trabajos científicos, resulta, en el fondo, sin poder ser
comprendido plenamente por ninguno de los que lo han preparado así naturalmente. Cada
vez más entregados a esta inevitable tendencia, los sabios propiamente dichos llegan en
nuestro siglo, de ordinario, a una insuperable aversión contra toda idea general, y a la
absoluta imposibilidad de apreciar realmente ninguna concepción filosófica. Se sentirá
mejor, por lo demás, la gravedad de una oposición semejante observando que, nacida de
los hábitos mentales, ha tenido que extenderse luego hasta los diversos intereses
correspondientes, que nuestro régimen científico vincula profundamente, sobre todo en
Francia, a ese desastrosos espacialismo, como he demostrado cuidadosamente en la obra
citada. Así, la nueva filosofía, que exige directamente el espíritu de conjunto, y que hace
prevalecer para siempre, sobre todos los estudios constituidos hoy, la naciente ciencia del
desarrollo social, encontrará forzosamente una íntima antipatía, a la vez activa y pasiva, en
los prejuicios y las pasiones de la única clase que podría ofrecerle directamente un punto de
apoyo, y en la que no debe esperar durante mucho tiempo más que adhesiones puramente
individuales, más escasas tal vez allí que en cualquier otra parte1.

2º Universalidad necesaria de esta enseñanza.

59.—Para superar convenientemente este concurso espontáneo de resistencias diversas


que le presenta hoy la masa especulativa propiamente dicha, la escuela positiva no podría
encontrar otro recurso general que organizar una llamada directa y sostenida al buen
sentido universal, esforzándose desde ahora en propagar sistemáticamente, en la masa
activa, los principales estudios científicos propios para constituir en ella la base
indispensable de su gran elaboración filosófica. Estos estudios preliminares, dominados
naturalmente hasta ahora por ese espíritu de espacialismo empírico que rige las ciencias
correspondientes, son concebidos y dirigidos siempre como si cada uno de ellos hubiera de
preparar sobre todo para una cierta profesión exclusiva; lo que impide la posibilidad, incluso
en los que tendrían más ocasión de ello, de abarcar nunca varias, o, por lo menos, tanto
como lo exigiría la formación ulterior de sanas concepciones generales.

Pero esto no puede ya ser así cuando tal instrucción se destina directamente a la educación
universal, que cambia necesariamente su carácter y su dirección, a pesar de toda tendencia
contraria. El público, en efecto, que no quiere hacerse ni geómetra, ni astrónomo, ni
químico, etc., siente de continuo la necesidad simultánea de todas las ciencias
fundamentales, reducida cada una a sus nociones esenciales; le hacen falta, según la
notabilísima expresión de nuestro gran Molière, claridades de todo. Esta simultaneidad
necesaria no existe sólo para él cuando considera estos estudios en su destino abstracto y
general, como única base racional del conjunto de las concepciones humanas; la vuelve a
encontrar, aunque menos directamente, incluso respecto a las diversas aplicaciones
concretas, cada una de las cuales, en el fondo, en lugar de referirse exclusivamente a una
cierta rama de la filosofía natural, depende también más o menos de todas las demás. Así,
la propagación universal de los principales estudios positivos no está solo destinada hoy a
satisfacer una necesidad ya muy pronunciada en el público, que siente cada vez más que
las ciencias no están reservadas exclusivamente para los sabios, sino que existen sobre
todo para él mismo. Por una feliz reacción espontánea, un destino semejante, cuando esté
convenientemente desarrollado, deberá mejorar radicalmente el espíritu científico actual, al
despojarlo de su especialismo ciego y dispersivo, de manera que le haga adquirir poco a
poco el verdadero carácter filosófico indispensable para su principal misión. Incluso es esta
1
Esta preponderancia empírica del espíritu de detalle en la mayor parte de los sabios actuales, y su ciega antipatía hacia
cualquier generalización, se encuentran muy agravadas, sobre todo en Francia, por su reunión habitual en Academias, donde
los diversos prejuicios analíticos se fortifican mutuamente; donde, por otra parte, se desarrollan intereses demasiadas veces
abusivos; donde, por último, se organiza espontáneamente una especie de permanente motín contra el régimen sintético que
debe en adelante prevalecer. El instinto de progreso que caracterizaba, hace medio siglo, al genio revolucionario, había
sentido de un modo confuso estos peligros esenciales, de manera que determinó la supresión directa de esas sociedades
atrasadas que, sólo convenientes para la elaboración preliminar del espíritu positivo, se hacían cada día más hostiles a su
sistematización final. Aunque esta audaz medida, tan mal juzgada de ordinario, fuera prematura entonces, porque estos
graves inconvenientes no podían aún estar bastante reconocidos, queda, sin embargo, como cierto que estas corporaciones
científicas habían ya cumplido el principal oficio que permitía su naturaleza: desde su restauración su influencia real ha sido,
en el fondo, mucho más dañosa que útil a la marcha actual de la gran evolución mental.
vía la única que puede, en nuestros días, constituir gradualmente, fuera de la clase
especulativa propiamente dicha, un amplio tribunal espontáneo, tan imparcial como
irrecusable, formado por la masa de los hombres sensatos, ante el cual vendrán a
extinguirse irrevocablemente muchas falsas opiniones científicas, que las miras peculiares
de la elaboración preliminar de los dos últimos siglos hubieron de mezclar profundamente
con las doctrinas verdaderamente positivas, a quienes alterarán necesariamente mientras
estas discusiones no estén por fin sometidas directamente al buen sentido universal. En un
tiempo en que no hay que esperar eficacia inmediata más que de medidas siempre
provisionales, bien adaptadas a nuestra situación transitoria, la organización necesarias de
tal punto de apoyo general para el conjunto de los trabajos filosóficos resulta, a mi modo de
ver, el principal resultado social que puede producir ahora la vulgarización total de los
conocimientos reales; el público devolverá así a la nueva escuela un equivalente pleno de
los servicios que le procure esta organización.

60.—Este magno resultado no podría obtenerse de un modo suficiente si esta enseñanza


continua permaneciera destinada a una sola clase cualquiera, incluso muy extensa; se
debe, so pena de fracasar, tener siempre a la vista la universalidad entera de las
inteligencias. En el estado normal que este movimiento debe preparar, todas, sin ninguna
excepción ni distinción, sentirán siempre la misma necesidad fundamental de esta filosofía
primera, que resulta del conjunto de las nociones reales, y que debe entonces llegar a ser la
base sistemática de la sabiduría humana, tanto activa como especulativa, de manera que
cumpla más convenientemente el indispensable oficio social que se vinculaba en otro
tiempo a la instrucción universal cristiana. Importa, pues, mucho que, desde su origen, la
nueva escuela filosófica desarrolle, en lo posible, ese gran carácter elemental de
universalidad social, que, relativo finalmente a su destino principal, constituirá hoy su mayor
fuerza contra las diversas resistencias que ha de encontrar.

3º Destino esencialmente popular de esta enseñanza.

61.—Con el fin de marcar mejor esta tendencia necesaria, una íntima convicción, primero
instintiva y luego sistemática, me ha determinado desde hace mucho tiempo a mostrar
siempre la enseñanza expuesta en este Tratado como dirigida sobre todo a la clase más
numerosa, a quien nuestra situación deja desprovista de toda instrucción regular, a causa
del creciente desuso de la instrucción puramente teológica, que, reemplazada
provisionalmente, sólo para los cultos, por una cierta instrucción metafísica y literaria, no ha
podido recibir, sobre todo en Francia, ningún equivalente parecido para la masa popular. La
importancia y la novedad de tal disposición constante, mi vivo deseo de que sea apreciada
convenientemente, e incluso, si me atrevo a decirlo, imitada, me obligan a indicar aquí los
principales motivos de ese contacto espiritual que debe instituir así especialmente hoy con
los proletarios la nueva escuela filosófica, sin que, no obstante, deba excluir nunca su
enseñanza a una clase cualquiera. Por muchos obstáculos que el defecto de celo o de
elevación pueda oponer por una y otra parte a tal aproximación, es fácil reconocer, en
general, que, de todas las porciones de la sociedad actual, el pueblo propiamente dicho
debe de ser, en el fondo, la mejor dispuesta, por las tendencias y necesidades que resultan
de su situación característica, a acoger favorablemente la nueva filosofía, que al fin debe
encontrar allí su principal apoyo, tanto mental como social.

62.—Una primera consideración, que importa profundizar, aunque su naturaleza sea sobre
todo negativa, resulta, acerca de esto, de una apreciación juiciosa de lo que, a primera
vista, podría parecer que ofrece una grave dificultad, es decir, la ausencia actual de toda
cultura especulativa. Sin duda es lamentable, por ejemplo, que esta enseñanza popular de
la filosofía astronómica no encuentre todavía, en todos aquellos para quienes está sobre
todo destinada, algunos estudios matemáticos preliminares, que la harían a la vez más
eficaces y más fácil, y que incluso yo me veo forzado a suponer. Pero la misma laguna se
encontraría también en la mayoría de las otras clases actuales, en una época en que la
instrucción positiva está limitada, en Francia, a ciertas profesiones especiales, que están en
esencial relación con la Escuela Politécnica o las escuelas de medicina. No hay, por tanto,
en esto nada que sea verdaderamente particular en nuestros proletarios. En cuanto a su
carencia habitual de esa especie de cultura regular que reciben hoy las clases letradas, no
temo caer en una exageración filosófica al afirmar que de ello resulta, para los espíritus
populares, una notable ventaja, en lugar de un inconveniente real. Sin volver aquí sobre una
crítica por desgracia demasiado fácil, suficientemente realizada desde hace mucho tiempo,
y que la experiencia de todos los días confirma cada vez más a los ojos de la mayoría de
los hombres sensatos, sería difícil concebir ahora una preparación más irracional y, en el
fondo, más peligrosa para la conducta ordinaria de la vida real, sea activa e incluso
especulativa, que la que resulta de esa vana instrucción, primero de palabras, luego de
entidades, en que se pierden todavía tantos preciosos años de nuestra juventud. A la mayor
parte de los que la reciben, no les inspira ya otra cosa que una aversión casi insuperable
hacia todo trabajo intelectual para el curso entero de su carrera; pero sus peligros resultan
mucho más graves en aquellos que se ha dedicado a ella más especialmente. La falta de
aptitud para la vida real, el desdén por las profesiones vulgares, la impotencia para apreciar
convenientemente ninguna concepción positiva, y la antipatía que pronto resulta de ello, los
disponen hoy con demasiada frecuencia a secundar una estéril agitación metafísica que
inquietas pretensiones personales, desarrolladas por esa educación desastrosa, no tardan
en hacer políticamente perturbadora, bajo el influjo directo de una viciosa erudición
histórica, que, haciendo prevalecer una noción falsa del tipo social propio de la antigüedad,
impide comúnmente comprender la sociabilidad moderna. Si se considera que casi todos
los que, en diversos aspectos, dirigen ahora los asuntos humanos han sido preparados de
este modo, no se podrá nadie sorprender de la vergonzosa ignorancia que manifiestan
demasiado a menudo acerca de los menores problemas, incluso materiales, ni de su
frecuente disposición a descuidar el fondo por la forma, colocando por encima de todo el
arte de decir bien, por contradictoria y perniciosa que resulte su aplicación, ni, por último, de
la tendencia especial de nuestras clases ilustradas a acoger con avidez todas las
aberraciones que surgen diariamente de nuestra anarquía mental. Una apreciación
semejante dispone, al contrario, a extrañarse de que estos diversos desastres no estén de
ordinario más extendidos; conduce a admirar profundamente la rectitud y la sabiduría
naturales del hombre, que, bajo el feliz impulso propio del conjunto de nuestra civilización,
contienen espontáneamente, en gran parte, esas peligrosas consecuencias de un sistema
absurdo de educación general. Puesto que este sistema ha sido desde el fin de la edad
media, como lo es todavía, el principal punto de apoyo social del espíritu metafísico, ya
primero contra la teología, o después contra la ciencia, de concibe fácilmente que las clases
a las que no ha podido envolver deben de encontrarse, por eso mismo, mucho menos
afectadas por esa filosofía transitoria y, por tanto, mejor dispuestas al estado positivo. Ahora
bien; ésta es la importante ventaja que la ausencia de educación escolástica procura hoy a
nuestros proletarios, y que los hace, en el fondo, menos accesibles que la mayoría de las
gentes ilustradas a los diversos sofismas perturbadores, de acuerdo con la experiencia
diaria, a pesar de una excitación continua, dirigida sistemáticamente hacia las pasiones
relativas a su condición social. En otro tiempo, hubieron de estar profundamente dominados
por la teología, sobre todo católica; pero, durante su emancipación mental, la metafísica no
ha podido deslizarse entre ellos, por no encontrar la cultura especial sobre la que descansa;
sólo la filosofía positiva podrá, de nuevo, apoderarse radicalmente de ellos. Las condiciones
previas, tan recomendadas por los primeros padres de esta filosofía final, deben así
encontrarse mejor cumplidas allí que en parte alguna; si la célebre tabla rasa de Bacon y de
Descartes fuera alguna vez plenamente realizable, sería seguramente en los proletarios
actuales, que, principalmente en Francia, están mucho más próximos que ninguna otra
clase al tipo ideal de esta disposición preparatoria para la positividad racional.

63.—Examinando, en un aspecto más íntimo y duradero, esta inclinación natural de las


inteligencias populares hacia la sana filosofía, se reconoce fácilmente que ésta debe
siempre resultar de la solidaridad fundamental que, según nuestras explicaciones
anteriores, vincula directamente al verdadero espíritu filosófico con el buen sentido
universal, su primera fuente necesaria. No sólo, en efecto, este buen sentido, tan
justamente preconizado por Descartes y Bacon, debe de encontrarse hoy más puro y más
enérgico en las clases inferiores, en virtud precisamente de aquella afortunada carencia de
cultura escolástica que los hace menos accesibles a las costumbres vagas o sofísticas. A
esta diferencia pasajera, que una educación mejor de las clases ilustradas disipará
gradualmente, hay que añadir otra, por necesidad permanente, relativa a la influencia
mental de las diversas funciones sociales propias de los dos órdenes de inteligencias,
según el carácter respectivo de sus trabajos habituales. Desde que la acción real de la
Humanidad sobre el mundo exterior ha comenzado, entre los modernos, a organizarse
espontáneamente, exige la combinación continua de dos clases distintas, muy desiguales
en número, pero de igual modo indispensables: por una parte, los empresarios propiamente
dichos, siempre poco numerosos, que, poseyendo los diversos materiales convenientes,
incluso el dinero y el crédito, dirigen el conjunto de cada operación, asumiendo desde ese
momento la principal responsabilidad de los resultados, sean cualesquiera; por otra parte,
los operarios directos, que viven de un salario periódico y forman la inmensa mayoría de los
trabajadores, que ejecutan, en una especie de intención abstracta, cada uno de los actos
elementales, sin preocuparse especialmente de su concurso final. Sólo estos últimos tienen
que habérselas inmediatamente con la naturaleza, mientras que los primeros tienen que ver
sobre todo con la sociedad. Por una consecuencia necesaria de estas diferencias
fundamentales, la eficacia especulativa que hemos reconocido como inherente a la vida
industrial para desarrollar involuntariamente el espíritu positivo, debe hacerse sentir mejor,
de ordinario, en los operarios que entre los empresarios; pues sus trabajos peculiares
ofrecen un carácter más sencillo, un fin más netamente determinado, resultados más
próximos y condiciones más imperiosas. La escuela positiva habrá de encontrar, por tanto,
en ellos un acceso más fácil para su enseñanza universal, y una simpatía más viva por su
renovación filosófica, cuando pueda penetrar convenientemente en este vasto medio social.
Al mismo tiempo, habrá de encontrar afinidades morales no menos preciosas que estas
armonías mentales, por ese común descuido material que acerca espontáneamente a
nuestros proletarios a la verdadera clase contemplativa, al menos cuando ésta haya tomado
por fin las costumbres que corresponden a su destino social. Esta feliz disposición, tan
favorable al orden universal como a la verdadera felicidad personal, adquirirá algún día
mucha importancia normal, por la sistematización de las relaciones generales que deben
existir entre esos dos elementos extremos de la sociedad positiva. Pero desde ese instante,
puede facilitar esencialmente su naciente unión, remediando el poco espacio que las
ocupaciones diarias dejan a nuestros proletarios para su instrucción especulativa. Si bien,
en algunos casos excepcionales, de extremado recargo, este obstáculo continuo parece
que, en efecto, ha de impedir todo desarrollo mental, está compensado de ordinario por ese
carácter de sabia imprevisión que, en cada intermitencia natural de los trabajos obligados,
devuelve al espíritu una disponibilidad plena. El verdadero ocio no debe faltar habitualmente
más que en la clase que se cree especialmente dotada de él; pues, por razón misma de su
fortuna y de su posición, está comúnmente preocupada con activas inquietudes, que no
permiten nunca un verdadero sosiego intelectual y moral. Este estado debe resultar fácil,
por el contrario, ya a los pensadores, ya a los operarios, por su común liberación
espontánea de los cuidados relativos al empleo de los capitales, e independientemente de
la regularidad natural de su vida diaria.

64.—Cuando estas diferentes tendencias, mentales y morales, hayan obrado de modo


conveniente, habrá de ser, pues, entre los proletarios donde mejor se realice esa
propagación universal de la instrucción positiva, condición indispensable para el
cumplimiento gradual de la renovación filosófica. También es entre ellos donde el carácter
continuo de un estudio semejante podrá llegar a ser más puramente especulativo, porque
se encontrará allí más exento de aquellas miras interesadas que llevan a él, más o menos
directamente, las clases superiores preocupadas casi siempre de cálculos ávidos o
ambiciosos. Después de haber buscado en él el fundamento universal de toda sabiduría
humana, vendrán luego a buscar, como en las bellas artes, una dulce diversión habitual
para el conjunto de sus fatigas cotidianas. Como su inevitable condición social ha de
hacerles mucho más preciosa tal diversión, sea científica o estética, sería extraño que las
clases directoras quisieran ver en ella, por el contrario, un motivo fundamental para tenerlos
esencialmente privados de ella, negando sistemáticamente la única satisfacción que puede
repartirse indefinidamente a aquellos mismos que deben renunciar a los goces menos
comunicables. Para justificar tal negativa, dictada con demasiada frecuencia por el egoísmo
y la irreflexión, se ha objetado alguna vez, es cierto, que esta vulgarización especulativa
tendería a agravar profundamente del desorden actual, desarrollando la funesta disposición,
ya demasiado pronunciada, al desorden universal. Pero este natural temor, única objeción
seria que sobre este punto merecería una verdadera discusión, resulta hoy, en la mayoría
de los casos de buena fe, de una confusión irracional de la instrucción positiva, a la vez
estética y científica, con la instrucción metafísica y literaria, única organizada ahora. Ésta,
en efecto, que, ya lo hemos reconocido, ejerce una acción social muy perturbadora en las
clases ilustradas, se haría mucho más peligrosa si se la extendiera a los proletarios, en
quienes desarrollaría, además del disgusto por las ocupaciones materiales, exorbitantes
ambiciones. Pero, por fortuna, están, en general, todavía menos dispuestos a pedirla que se
estaría a concedérsela. En cuanto a los estudios positivos, concebidos sabiamente y
dirigidos de manera conveniente, no llevan consigo en forma alguna un influjo semejante; al
enlazarse y aplicarse, por su naturaleza, a todos los trabajos prácticos, tienden, por el
contrario, a confirmar o aun inspirar el gusto de ellos, bien ennobleciendo su carácter
habitual, bien suavizando sus penosas consecuencias; al conducir, por otra parte, a una
sana apreciación de las diversas posiciones sociales y de las necesidades
correspondientes, disponen a darse cuenta de que la dicha real es compatible con
cualesquiera condiciones, siempre que sean cumplidas honorablemente y racionalmente
aceptadas. La filosofía general que resulta de ellas representa al hombre, o más bien a la
Humanidad, como el primero de los seres conocidos, destinado, por el conjunto de las leyes
reales, a perfeccionar tanto como sea posible, y en todos aspectos, el orden natural, al
abrigo de toda inquietud quimérica; lo cual tiende a levantar profundamente el activo
sentimiento universal de la dignidad humana. Al mismo tiempo, modera espontáneamente el
orgullo demasiado exaltado que podría suscitar, mostrando, en todos aspectos y con
familiar evidencia, cuán por bajo debemos quedar siempre del fin y del tipo así
caracterizados, ya en la vida activa o incluso en la vida especulativa, donde se siente, casi a
cada paso, que nuestros más sublimes esfuerzos no pueden superar nunca sino una débil
parte de las dificultades fundamentales.

65.—A pesar de la gran importancia de los diversos motivos precedentes, consideraciones


todavía más poderosas determinarán sobre todo a las mentes populares a secundar hoy la
acción filosófica de la escuela positiva por su ardor continuo por la propagación universal de
los estudios reales; se refieren a las principales necesidades colectivas propias de la
condición social de los proletarios. Se pueden resumir en esta indicación general: hasta
ahora no ha podido existir una política esencialmente popular, y sólo la nueva filosofía
puede constituirla.

Capítulo II: Institución de una política popular

1º La política popular, siempre social, debe hacerse sobre todo moral.

66.—Desde el comienzo de la gran crisis moderna, el pueblo no ha intervenido aún más que
como mero auxiliar en las principales luchas políticas, con la esperanza, sin duda, de
obtener de ellas alguna mejoras de su situación general, pero no por miras y un fin que le
fuesen realmente propios. Todas las disputas habituales han quedado concentradas,
esencialmente, entre las diversas clases superiores o medias, porque se referían sobe todo
a la posesión del poder. Ahora bien, el pueblo no podía interesarse directamente mucho
tiempo por tales conflictos, puesto que la naturaleza de nuestra civilización impide
evidentemente a los proletarios esperar, e incluso desear, ninguna participación importante
en el poder político propiamente dicho.

Además, después de haber realizado esencialmente todos los resultados sociales que
podían esperar de la sustitución provisional de los metafísicos y legistas, en lugar de la
antigua preponderancia políticas de las clases sacerdotales y feudales, se vuelven hoy cada
vez más indiferentes para la estéril propagación de esas luchas cada vez más miserables,
reducidas ya casi a vanas rivalidades personales. Cualesquiera que sean los esfuerzos
diarios de la agitación metafísica para hacerlos intervenir en estas frías disputas, por el
incentivo de lo que se llama los derechos políticos, el instinto popular ha comprendido ya,
sobre todo en Francia, cuán ilusoria y pueril sería la posesión de un privilegio semejante,
que, incluso en su actual grado de diseminación, no inspira habitualmente ningún interés
verdadero a la mayoría de los que gozan de él exclusivamente. El pueblo no puede
interesarse esencialmente más que por el uso efectivo del poder, sean cualesquiera las
manos en que resida, y no por su conquista especial. Tan pronto como las cuestiones
políticas, o más bien desde entonces sociales, se refieran de ordinario a la manera como el
poder debe ejercerse para alcanzar mejor su destino general, principalmente relativo, entre
los modernos, a la masa proletaria, no se tardará en reconocer que el desdén actual nada
tiene que ver con una peligrosa indiferencia: hasta entonces, la opinión popular
permanecerá extraña a esas disputas, que, a los ojos de las buenas inteligencias, al
aumentar la inestabilidad de todos los poderes, tienden especialmente a retrasar esta
transformación indispensable. En una palabra, el pueblo está naturalmente dispuesto a
desear que la vana y tempestuosa discusión de los derechos se encuentre por fin
reemplazada por una fecunda y saludable apreciación de los diversos deberes esenciales,
ya sean generales o especiales. Tal es el principio espontáneo de la íntima conexión que,
sentida tarde o temprano, unirá necesariamente al instinto popular con la acción social de la
filosofía positiva, pues esta gran transformación equivale, evidentemente a aquella otra,
fundada antes por las más altas consideraciones especulativas, del movimiento político
actual en un simple movimiento filosófico, cuyo primero y principal resultado social
consistirá, en efecto, en constituir sólidamente una activa moral universal, prescribiendo a
cada agente, individual o colectivo, las reglas de conductas más conformes con la armonía
fundamental. Cuanto más se medite sobre esta relación natural, mejor se reconocerá que
esta mutación decisiva, que sólo podía emanar del espíritu positivo, no puede hoy encontrar
un apoyo sólido más que en el pueblo propiamente dicho, único dispuesto a comprenderla
bien y a interesarse profundamente por ella. Los prejuicios y las pasiones propios de las
clases superiores o medias se oponen conjuntamente a que, al principio, sea sentida
suficientemente en ellas, porque, de ordinario, han de ser más sensible a las ventajas
inherentes a la posesión del poder que a los peligros que resultan de su ejercicio vicioso. Si
bien el pueblo es ahora, y debe seguir siendo en adelante, indiferente a la posesión directa
del poder político, no puede nunca renunciar a su indispensable participación continua en el
poder moral, que, siendo el único verdaderamente accesible a todos, sin ningún peligro para
el orden universal y, por el contrario, con gran ventaja cotidiana para él, autoriza a cada
uno, en nombre de una común doctrina fundamental, a hacer volver convenientemente a los
más altos poderes a sus diversos deberes esenciales. En verdad, los prejuicios inherentes
al estado transitorio o revolucionario han debido encontrar también alguna acogida entre
nuestros proletarios: mantienen, en efecto, inoportunas ilusiones en el alcance indefinido de
las medidas políticas propiamente dichas; impiden por ello apreciar cuánto más depende
hoy la justa satisfacción de los grandes intereses populares de las opiniones y de las
costumbres que de las instituciones mismas, cuya verdadera regeneración, actualmente
imposible, exige, ante todo, una reorganización espiritual. Pero puede asegurarse que la
escuela positiva tendrá mucha más facilidad para hacer penetrar esta saludable enseñanza
en los espíritus populares que en cualquier otro lugar, sea porque la metafísica negativa no
ha podido arraigarse allí tanto, sea, sobre todo, por el impulso constante de las necesidades
sociales inherentes a su situación necesaria. Estas necesidades se refieren esencialmente
a dos condiciones fundamentales, una espiritual, otra temporal, de naturaleza
profundamente conexa: se trata, en efecto, de asegurar convenientemente a todos, en
primer lugar, la educación normal, y luego el trabajo regular; tal es, en el fondo, el verdadero
programa social de los proletarios. No puede existir verdadera popularidad sino para la
política que tienda necesariamente hacia este doble destino. Ahora bien: tal es,
evidentemente, el carácter espontáneo de la doctrina social propia de la nueva escuela
filosófica; nuestras explicaciones anteriores deben dispensa aquí, a este respecto, de toda
otra aclaración, reservada, por otra parte, a la obra indicada tan a menudo en este Discurso.
Importa sólo añadir, acerca de este punto, que la concentración necesaria de nuestros
pensamientos y de nuestra actividad sobre la vida real de la Humanidad, apartando toda
ilusión vana, tenderá especialmente a fortificar mucho la adhesión moral y política del
pueblo propiamente dicho a la verdadera filosofía moderna. En efecto, su juicioso instinto
advertirá pronto en ella un poderoso motivo nuevo de dirigir sobre todo la práctica social
hacia el sabio mejoramiento continuo de su propia condición personal. Las quiméricas
esperanzas inherentes a la antigua filosofía han conducido con demasiada frecuencia, por
el contrario, a descuidar con desdén tales progresos, o a apartarlos por una especie de
aplazamiento continuo, de acuerdo con la importancia mínima que, naturalmente, había de
dejarles aquella eterna perspectiva, inmensa compensación espontánea de todas las
miserias, cualesquiera.

2º Naturaleza de la participación de los gobiernos en la propagación de las nociones positivas.

67.—Esta sumaria aplicación basta ahora para señalar, en los diversos aspectos
esenciales, la afinidad necesaria de las clases inferiores para la filosofía positiva, que, tan
pronto como el contacto haya podido establecerse plenamente, encontrará allí su principal
apoyo natural, a un tiempo mental y social, mientras que la filosofía teológica no conviene
ya más que a las clases superiores, cuya preponderancia política tiende a eternizar, así
como la filosofía metafísica se dirige sobre todo a las clases medias, cuya activa ambición
secunda. Todo espíritu meditador debe comprender así finalmente la importancia
verdaderamente fundamental que presenta hoy una sabia vulgarización sistemática de los
estudios positivos, destinada esencialmente a los proletarios, a fin de preparar una sana
doctrina social. Los diversos observadores que pueden liberarse, siquiera
momentáneamente, del torbellino diario están de acuerdo ahora en deplorar, y ciertamente
con mucha razón, el influjo anárquico que ejercen, en nuestros días, los sofistas y los
retores. Pero esta justas quejas serán inevitablemente vanas, mientras no se haya reparado
mejor en la necesidad de salir por fin de una situación mental en que la educación oficial no
puede conducir, de ordinario, sino a formar sofistas y retores, que tienden luego
espontáneamente a propagar el mismo espíritu, por la triple enseñanza que emana de los
periódicos, de las novelas y de los dramas, entre las clases inferiores, a quienes ninguna
instrucción regular preserva del contagio metafísico, rechazado sólo por su razón natural.
Aunque se deba esperar, acerca de esto, que los gobiernos actuales advertirán pronto de
cuánta eficacia puede ser la propagación universal de los conocimientos reales, para
secundar más cada vez sus esfuerzos continuos para el difícil mantenimiento de un orden
indispensable, no hay que esperar todavía de ellos, ni siquiera desear, una cooperación
verdaderamente activa en esta gran preparación racional, que debe resultar sobre todo,
durante mucho tiempo, de un libre celo privado, inspirado y sostenido por verdaderas
convicciones filosóficas. La imperfecta conservación de una grosera armonía política,
comprometida sin cesar en medio de nuestro desorden mental y moral, absorbe demasiado
justamente su solicitud diaria, e incluso los tiene situados en un punto de vista demasiado
inferior, para que puedan comprender dignamente la naturaleza y las condiciones de un
trabajo semejante, del que sólo es menester pedirles que entrevean su importancia. Si, por
un celo intempestivo, intentarán hoy dirigirlo, no podrían conseguir más que alterarlo
profundamente, de manera que se comprometiese mucho a su principal eficacia, al no unirlo
a una filosofía bastante decisiva, lo que pronto lo haría degenerar en una incoherente
acumulación de especialidades superficiales. Así, la escuela positiva, que resulta de un
activo concurso voluntario de los espíritus verdaderamente filosóficos, no tendrá que pedir,
durante mucho tiempo, a nuestros gobiernos occidentales, para realizar convenientemente
su gran oficio social, más que una plena libertad de exposición y de discusión, equivalente a
aquella de que ya gozan la escuela teológica y la escuela metafísica. La una pueda, todos
los días, en sus mil tribunas sagradas, preconizar a su antojo la excelencia absoluta de su
eterna doctrina y lanzar a todos sus adversarios, sean cualesquiera, a una condenación
irrevocable; la otra, en las numerosas cátedras que le sostiene la munificencia nacional,
puede desarrollar diariamente, ante inmensos auditorios, la eficacia universal de sus
concepciones ontológicas y la preeminencia indefinida de sus estudios literarios. Sin
pretender ventajas semejantes, que el tiempo sólo debe procurar, la escuela positiva no
pide esencialmente hoy más que un mero derecho de asilo regular en los locales
municipales, para hacer apreciar allí directamente su aptitud última para la satisfacción
simultánea de todas nuestras grandes necesidades sociales, propagando con prudencia la
única instrucción sistemática que pueda preparar desde ahora una verdadera
reorganización, mental primero, luego moral y, por último, política. Con tal que este libre
acceso le esté siempre abierto, el celo voluntario y gratuito de sus escasos promotores,
secundado por el buen sentido universal y bajo el impulso creciente de la situación
fundamental, no temerá nunca sostener, incluso desde este momento, una activa
competencia filosófica con los numerosos y poderosos órganos, hasta reunidos, de las dos
escuelas antiguas. Ahora bien: ya no es de temer que en adelante los hombres de Estado
se aparten gravemente, en este aspecto, de la imparcial moderación cada vez más
inherente a su propia indiferencia especulativa; incluso la escuela positiva tiene ocasión de
contar, a propósito de esto, con la benevolencia habitual de los más inteligentes de ellos, no
sólo en Francia, sino también en todo nuestro Occidente. Su vigilancia continua de esta
enseñanza popular libre se limitará pronto a prescribirle sólo la condición permanente de
una verdadera positividad, apartando de ella, con inflexible severidad, la introducción,
todavía demasiado inminente, de las especulaciones vagas o sofísticas. Pero, en este
punto, las necesidades esenciales de la escuela positiva coinciden directamente con los
deberes naturales de los gobiernos, pues si éstos deben rechazar un abuso semejante en
virtud de su tendencia anárquica, aquélla, además de este justo motivo, lo juzga
completamente contrario al destino fundamental de tal enseñanza, puesto que reanima ese
mismo espíritu metafísico en que ve hoy el principal obstáculo para el advenimiento social
de la nueva filosofía. En este aspecto, así como por todos los demás títulos, los filósofos
positivos se sentirán siempre casi tan interesados como los poderes actuales en el doble
mantenimiento continuo del orden interior y de la paz exterior, porque ven en ello la
condición más favorable para una nueva renovación mental y moral; sólo, desde el punto de
vista que les es peculiar, deben ver desde más lejos lo que podría comprometer o
considerar este gran resultado político del conjunto de nuestra situación transitoria.

Capítulo III: Orden necesario de los estudios positivos


68.—Hemos caracterizado ahora lo bastante, en todos aspectos, la importancia capital que
presenta hoy la universal propagación de los estudios positivos, sobre todo entre los
proletarios, para constituir en adelante un indispensable punto de apoyo, a la vez mental y
social, a la elaboración filosófica que debe determinar gradualmente la reorganización
espiritual de las sociedades modernas. Pero tal apreciación quedaría aún incompleta, e
incluso insuficiente si el fin de este Discurso no estuviera directamente consagrado a
establecer el orden fundamental que conviene a esta serie de estudios para fijar la
verdadera posición que debe ocupar, en su conjunto, aquel de quien este Tratado se
ocupará luego exclusivamente. Lejos de que esta coordinación didáctica sea casi
indiferente, como nuestro vicioso régimen científico hace suponer demasiado a menudo,
puede afirmarse, por el contrario, que depende sobre todo de ella la principal eficacia,
intelectual o social, de esta gran preparación. Existe, por otra parte, una íntima solidaridad
entre la concepción enciclopédica de donde resulta y la ley fundamental de evolución que
sirve de base a la nueva filosofía general.

1º Ley de clasificación.

69.—Un orden tal debe, por su naturaleza, cumplir dos condiciones esenciales, una
dogmática, otra histórica, cuya convergencia necesaria es menester reconocer ante todo: la
primera consiste en ordenar las ciencias según su dependencia sucesiva, de manera que
cada una descanse en la precedente y prepare la siguiente; la segunda prescribe
disponerlas según la marcha de su formación efectiva, pasando siempre de las más
antiguas a las más recientes. Ahora bien: la equivalencia espontánea de estas dos vías
enciclopédicas procede, en general, de la identidad fundamental que existe inevitablemente
entre la evolución individual y la evolución colectiva, las cuales, teniendo un origen igual, un
destino semejante y un mismo agente, deben siempre ofrecer fases correspondientes, salvo
las únicas diversidades de duración, de intensidad y de velocidad, inherentes a la
desigualdad de los dos organismos. Este concurso necesario permite, pues, concebir estos
dos modos como dos aspectos correlativos de un único principio enciclopédico, de manera
que pueda emplearse habitualmente aquel que, en cada caso, manifieste mejor la preciosa
facultad de poder comprobar constantemente por uno lo que resulte por el otro.

70.—La ley fundamental de este orden común, de dependencia dogmática y de sucesión


histórica, ha sido establecida completamente en la gran obra indicada más arriba, y cuyo
plano general determina. Consiste en clasificar las diferentes ciencias, según la naturaleza
de los fenómenos estudiados, según su generalidad y su independencia decrecientes o su
complicación creciente, de donde resultan especulaciones cada vez menos abstractas y
cada vez más difíciles, pero también cada vez más eminentes y completas, en virtud de su
relación más íntima con el hombre, o más bien con la Humanidad, objeto final de todo el
sistema teórico. Esta clasificación toma su principal valor filosófico, sea científico o lógico,
de la identidad constante y necesaria que existe entre todos estos diversos modos de
comparación especulativa de los fenómenos naturales, y de donde resultan otros tantos
teoremas enciclopédicos, cuya aplicación y uso pertenecen a la obra citada, que, además,
en el aspecto activo, añade esta importante relación general: que los fenómenos resultan
así cada vez más modificables, de manera que ofrecen un dominio cada vez más vasto a la
intervención humana. Basta aquí indicar sumariamente la aplicación de este gran principio a
la determinación racional de la verdadera jerarquía de los estudios fundamentales,
concebidos directamente desde ahora como los diferentes elementos esenciales de una
ciencia única, la de la Humanidad.

2º Ley Enciclopédica o Jerarquía de las ciencias.

71.—Este objeto final de todas nuestras especulaciones reales, exige, evidentemente, por
su naturaleza, a la vez científica y lógica, un doble preámbulo indispensable, relativo, por
una parte, al hombre propiamente dicho, y por otra parte, al mundo exterior. No se podría,
en efecto, estudiar racionalmente los fenómenos estáticos o dinámicos, de la sociabilidad, si
no se conociera antes suficientemente el agente especial que los realiza y el medio general
en que se cumplen. De ahí resulta, pues, la división necesaria de la filosofía natural,
destinada a preparar la filosofía social, en dos grandes ramas, orgánica una y la otra
inorgánica. En cuanto a la disposición relativa de estos dos estudios igualmente
fundamentales, todos los motivos esenciales, sean científicos o lógicos, coinciden en
prescribir, en la educación individual y en la evolución colectiva, que se comience por el
segundo, cuyos fenómenos, más sencillos y más independientes, por razón de su superior
generalidad, permiten únicamente, primero, una apreciación verdaderamente positiva,
mientras que sus leyes, en directa relación con la existencia universal, ejercen luego una
influencia necesaria sobre la existencia especial de los cuerpos vivos. La astronomía
constituye necesariamente, entonos aspectos, el elemento más decisivo de esta teoría
previa del mundo exterior, ya como más susceptible de una plena positividad, ya en tanto
que caracteriza el medio general de todos nuestros fenómenos cualesquiera, y manifiesta,
sin ninguna otra complicación, la mera existencia matemática, es decir, geométrica o
mecánica, común a todos los seres reales. Pero aun cuando se condensen lo más posible
las verdaderas concepciones enciclopédicas, no se podría reducir la filosofía inorgánica a
este elemento principal, porque quedaría entonces aislada enteramente de la filosofía
orgánica. Su vínculo fundamental, científico y lógico, consiste sobre todo en la rama más
compleja de la primera, el estudio de los fenómenos de composición y de descomposición,
los más eminentes de los que lleva consigo la existencia universal y los más próximos al
modo vital propiamente dicho. Así es como la filosofía natural, considerada como el
preámbulo necesario de la filosofía social, descomponiéndose primero en dos estudios
extremos y un estudio intermedio, comprende sucesivamente estas tres grandes ciencias: la
astronomía, la química y la biología, la primera de las cuales se refiere inmediatamente al
origen espontáneo del verdadero espíritu científico, y la última, a su destino esencial. Su
despliegue inicial respectivo corresponde, históricamente, a la antigüedad griega, a la edad
media y a la época moderna.

72.—Una apreciación enciclopédica semejante no cumpliría aún suficientemente las


condiciones indispensables de continuidad y de espontaneidad propias de tal cuestión: de
un lado deja una laguna capital entre la astronomía y la química, cuya unión no podría ser
directa; de otro lado, no indica bastante la verdadera fuente de este sistema especulativo,
como una mera prolongación abstracta de la razón común, cuyo punto de partida científico
no podía ser directamente astronómico. Pero para completar la fórmula fundamental basta,
en primer lugar, insertar en ella, entre la astronomía y la química, la física propiamente
dicha, que sólo ha adquirido existencia distinta con Galileo; en segundo lugar, poner al
comienzo de este vasto conjunto la ciencia matemática, única cuna necesaria de la
positividad racional, tanto para el individuo como para la especie. Si, por una aplicación más
especial de nuestro principio enciclopédico, se descompones a su vez esta ciencia inicial en
sus tres grandes ramas, el cálculo, la geometría y la mecánica, se determina por fin, con la
última precisión filosófica, el verdadero origen de todo el sistema científico, nacido primero,
en efecto, de las especulaciones puramente numéricas, que al ser, entre todas, las más
generales, las más sencillas, las más abstractas y las más independientes, se confunden
así con el impulso espontáneo del espíritu positivo en las inteligencias más vulgares, como
todavía lo confirma a nuestros ojos la observación diaria del desarrollo individual.

73.—Así se llega gradualmente a descubrir la invariable jerarquía, a la vez histórica y


dogmática, de igual modo científica y lógica, de las seis ciencias fundamentales: la
matemática, la astronomía, la física, la química, la biología y la sociología, la primera de las
cuales constituye necesariamente el punto de partida exclusivo, y la última, el único fin
esencial de toda la filosofía positiva, considerada desde ahora como algo que forma, por su
naturaleza, un sistema verdaderamente indivisible, donde toda descomposición es
radicalmente artificial, sin ser, por otra parte, de ningún modo, arbitraria, y que se refiere
finalmente a la Humanidad, única concepción plenamente universal. El conjunto de esta
fórmula enciclopédica, exactamente conforme con las verdaderas afinidades de los estudios
correspondientes que, por otra parte, comprende evidentemente todos los elementos de
nuestras especulaciones reales, permite al fin a toda inteligencia renovar a su antojo la
historia general del espíritu positivo, pasando, de un modo casi insensible, de las menores
ideas matemáticas a los más altos pensamientos sociales. Es claro, en efecto, que cada
una de las cuatro ciencias intermedias se confunde, por así decirlo, con la precedente en
cuanto a sus fenómenos más sencillos, y con la siguiente en cuanto a los más eminentes.
Esta perfecta continuidad espontánea resultará sobre todo irrecusable para todos los que
reconozcan, en la obra antes indicada, que el mismo principio enciclopédico da también la
clasificación racional de las diversas partes que constituyen cada estudio fundamental, de
manera que los grados dogmáticos y las fases históricas pueden aproximarse tanto como lo
exija la precisión de las comparaciones o la facilidad de las transiciones.

74.—En el estado actual de las inteligencias, la aplicación lógica de esta gran fórmula es
aún más importante que su uso científico, ya que el método es, en nuestros días, más
esencial que la doctrina misma, y además lo único susceptible inmediatamente de una
plena regeneración. Su principal utilidad consiste, pues, hoy en determinar rigurosamente la
marcha invariable de toda educación verdaderamente positiva, en medio de los prejuicios
irracionales y de los viciosos hábitos propios del desarrollo preliminar del sistema científico,
formado así gradualmente de teorías parciales e incoherentes, cuyas relaciones mutuas
debían permanecer inadvertidas hasta ahora por sus sucesivos fundadores. Todas las
clases actuales de sabios violan ahora, con igual gravedad, aunque en distintos aspectos,
esta obligación fundamental. Para limitarse aquí a indicar los dos casos extremos, los
geómetras, justamente orgullosos de estar situados en la verdadera fuente de la positividad
racional, se obstinan ciegamente en retener al espíritu humano en ese grado puramente
inicial del verdadero desarrollo especulativo, sin considerar nunca su único fin necesario;
por el contrario, los biólogos, preconizando con perfecto desecho la dignidad superior de su
tema, inmediatamente próximo a ese gran destino, persisten en mantener sus estudios en
un irracional aislamiento, eximiéndose arbitrariamente de la difícil preparación que su
naturaleza exige. Estas disposiciones opuestas, pero igualmente empíricas, conducen hoy
con demasiada frecuencia, en unos, a una vana pérdida de esfuerzos intelectuales,
consumidos desde ahora, en gran parte, en investigaciones cada vez más pueriles: en los
otros, a una inestabilidad continua de las diversas nociones esenciales, por falta de una
marcha verdaderamente positiva. Sobre todo en este último aspecto, se debe observar, en
efecto, que los estudios sociales no son ahora los únicos que quedan aún fuera del sistema
plenamente positivo, bajo el estéril dominio del espíritu teológico-metafísico; en el fondo, los
estudios biológicos mismos, sobre todo dinámicos, aunque estén constituidos
académicamente, tampoco han alcanzado hasta ahora una verdadera positividad, puesto
que ninguna doctrina capital está en ellos suficientemente perfilada, de modo que el campo
de las ilusiones y de las juglarías sigue siendo en ellos, todavía, casi indefinido. Pero la
deplorable prolongación de una situación semejante tiende esencialmente, en uno y otro
caso, al insuficiente cumplimiento de las grandes condiciones lógicas determinadas por
nuestra ley enciclopédica, pues nadie discurre ya, desde hace mucho tiempo, la necesidad
de una marcha positiva; pero todos desconocen su naturaleza y sus obligaciones, que sólo
puede caracterizar la verdadera jerarquía científica. ¿Qué esperar, en efecto, sea acerca de
los fenómenos sociales, sea incluso acerca del estudio, más sencillo, de la vida individual,
de una cultura que aborda directamente especulaciones tan complejas sin haberse
preparado dignamente para ellas por una sana apreciación de los métodos y de las
doctrinas relativos a los diversos fenómenos menos complicados y más generales, de
manera que no puede conocer suficientemente ni la lógica inductiva, caracterizada
principalmente, en el estado rudimentario, por la química, la física y, ante todo, la
astronomía, ni siquiera la pura lógica deductiva, o el arte elemental del razonamiento
decisivo, que sólo la iniciación matemática puede desarrollar de un modo conveniente?

75.—Para facilitar el uso habitual de nuestra fórmula jerárquica conviene mucho, cuando no
se tiene necesidad de una gran precisión enciclopédica, agrupar sus términos dos a dos, de
modo que se reduzca a tres parejas: una inicial, matemático-astronómica: otra final,
biológico-sociológica, separadas y reunidas por la pareja intermedia, físico-química. Esta
afortunada condensación resulta de una apreciación irrecusable, puesto que existe, en
efecto, mayor afinidad natural, científica o lógica, entre los dos elementos de cada pareja
que entre las parejas consecutivas mismas, como lo confirma a menudo la dificultad que se
experimenta para separar netamente la matemática de la astronomía y la física de la
química, a causa de los hábitos vagos que aún dominan acerca de todos los pensamientos
de conjunto; la biología y la sociología, sobre todo, continúan casi confundidas en la mayor
parte de los pensadores actuales. Sin llegar nunca hasta estas viciosas confusiones, que
alterarían radicalmente las transiciones enciclopédicas, será con frecuencia útil reducir así
la jerarquía elemental del las especulaciones reales a tres parejas esenciales, cada una de
las cuales podrá además designarse brevemente según su elemento más especial, que es
siempre, efectivamente, el más característico y el más propio para definir las grandes fases
de la evolución positiva, individual o colectiva.

3º Importancia de la Ley enciclopédica.

76.—Esta somera apreciación basa aquí para indicar el destino y señalar la importancia de
una ley enciclopédica semejante, en la que finalmente reside una de las dos ideas madres
cuya íntima combinación espontánea constituye necesariamente la base sistemática de la
nueva filosofía general. La terminación de este largo Discurso, donde el verdadero espíritu
positivo ha sido caracterizado en todos los aspectos esenciales, se aproxima así a su
comienzo, puesto que esta teoría de clasificación debe ser considerada, en último término,
como naturalmente inseparable de la teoría de evolución expuesta al principio; de manera
que el presente Discurso forma él mismo un verdadero conjunto, imagen fiel, aunque muy
contraída, de un vasto sistema. Es fácil comprender, en efecto, que la consideración
habitual de tal jerarquía ha de resultar indispensable, ya para explicar convenientemente
nuestra ley inicial de los tres estados, ya para disipar de modo suficiente las únicas
objeciones seria que pueda permitir, pues la frecuente simultaneidad histórica de las tres
grandes fases mentales respecto a especulaciones diferentes constituiría, de cualquier otro
modo, una inexplicable anomalía, que resuelve, por el contrario, espontáneamente, nuestra
ley jerárquica, relativa tanto a la sucesión como a la dependencia de los diversos estudios
positivos. Se concibe igualmente, en sentido inverso, que la regla de clasificación supone la
de la evolución, puesto que todos los motivos esenciales del orden así establecido resultan,
en el fondo, de la desigual rapidez de este desarrollo en las diferentes ciencias
fundamentales.

77.—La combinación racional de estas dos ideas madres, al constituir la unidad necesaria
del sistema científico, todas cuyas partes concurren cada vez más a un mismo fin, asegura
también, por otra parte, la justa independencia de los diversos elementos principales,
todavía alterada con demasiada frecuencia por aproximaciones viciosas. En su desarrollo
preliminar, el único realizado hasta ahora, al haber tenido el espíritu positivo que extenderse
así gradualmente de los estudios inferiores a los estudios superiores, éstos han sido
expuestos inevitablemente a la opresiva invasión de los primeros, contra cuyo ascendiente
su indispensable originalidad no encontraba, por lo pronto, garantía más que en una
prolongación exagerada de la tutela teológico-metafísica. Esta deplorable fluctuación, muy
sensible aún en la ciencia de los cuerpos vivos, caracteriza hoy lo que contienen de real, en
el fondo, las largas controversias, por lo demás tan vanas en todos los otros aspectos, entre
el materialismo y el espiritualismo, que representan de un modo provisional, en formas
igualmente viciosas, las necesidades, igualmente graves, aunque por desgracia opuestas
hasta ahora, de la realidad y la dignidad de nuestras especulaciones cualesquiera. Llegado
desde ahora a su madurez sistemática, el espíritu positivo disipa a la vez estos dos órdenes
de aberraciones, al terminar estos estériles conflictos por la satisfacción simultánea de estas
dos condiciones viciosamente contrarias, como lo indica inmediatamente nuestra jerarquía
científica combinada con nuestra ley de evolución, puesto que ninguna ciencia puede llegar
a una verdadera positividad sino en tanto que la originalidad de su carácter propio esté
plenamente consolidada.

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