Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
(AUGUSTE COMTE)
Contenido
Segunda parte: Superioridad social del espíritu positivo........................................................1
Capítulo I: Organización de la revolución............................................................................1
I. Impotencia de las escuelas actuales............................................................................2
II. Conciliación positiva del orden y el progreso..............................................................4
Capítulo II: Sistematización de la moral humana................................................................7
I. Evolución de la moral positiva......................................................................................7
II. Necesidad de hacer a la moral independiente de la teología y de la metafísica..........8
III. Necesidad de un poder espiritual positivo................................................................10
Capítulo III: Desarrollo del sentimiento social...................................................................11
1º El antiguo régimen moral es individual......................................................................11
2º El espíritu positivo es directamente social.................................................................12
Tercera parte: Condiciones de advenimiento de la escuela positiva (Alianza de los
proletarios y los filósofos).....................................................................................................13
Capítulo I: Institución de una enseñanza popular superior...............................................13
1º Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del
medio actual.................................................................................................................. 13
2º Universalidad necesaria de esta enseñanza.............................................................15
3º Destino esencialmente popular de esta enseñanza..................................................16
Capítulo II: Institución de una política popular..................................................................19
1º La política popular, siempre social, debe hacerse sobre todo moral.........................19
2º Naturaleza de la participación de los gobiernos en la propagación de las nociones
positivas........................................................................................................................ 21
Capítulo III: Orden necesario de los estudios positivos.....................................................22
1º Ley de clasificación...................................................................................................22
2º Ley Enciclopédica o Jerarquía de las ciencias..........................................................23
3º Importancia de la Ley enciclopédica.........................................................................25
SEGUNDA PARTE: SUPERIORIDAD SOCIAL DEL
ESPÍRITU POSITIVO
Capítulo I: Organización de la revolución
40.—El concurso natural de estas dos pruebas irrecusables, cuya renovación se ha hecho
ahora tan imposible como inútil, nos ha conducido hoy a esta extraña situación en que nada
verdaderamente grande puede emprenderse, ni para el orden, ni para el progreso, por falta
de un filosofía realmente adaptada al conjunto de nuestras necesidades. Todo esfuerzo
serio de reorganización se detiene pronto ante los temores de retroceso que debe
naturalmente inspirar, en un tiempo en que las ideas de orden emanan esencialmente del
tipo antiguo, que se ha hecho justamente antipático a los pueblos actuales; igualmente, las
tentativas de aceleración directa del progreso político no tardan en ser radicalmente
estorbadas por las inquietudes muy legítimas que deben suscitar sobre la eminencia de la
anarquía, mientras las ideas de progreso sigan siendo sobre todo negativas. Como antes de
la crisis, la lucha aparente permanece, pues, entablada entre el espíritu teológico,
reconocido como incompatible con el progreso, que ha sido llevado a negar
dogmáticamente, y el espíritu metafísico, que después de haber ido a parar, en filosofía, a la
duda universal, no ha podido tender, en política, más que a constituir el desorden, o un
estado equivalente de desgobierno. Pero por el sentimiento unánime de su común
insuficiencia, ni uno ni otro, pueden ya inspirar desde ahora, en los gobernantes o en los
gobernados, profundas convicciones activas. Su antagonismo sigue, sin embargo,
manteniéndolos mutuamente, sin que ninguno de ellos pueda más caer en verdadero
desuso que alcanzar un triunfo decisivo; porque nuestra situación intelectual los hace
todavía indispensables para representar, de un modo cualquiera, las condiciones
simultáneas del orden, por una parte, y del progreso, por otra, hasta que una misma filosofía
pueda satisfacerlas igualmente, de manera que haga por fin tan inútil a la escuela
retrógrada como a la escuela negativa, cada una de las cuales está destinada
principalmente hoy a impedir la completa preponderancia de la otra. No obstante, las
inquietudes opuestas, relativas a estos dos dominios contrarios, deberán persistir
naturalmente a la vez, mientras dure este interregno mental, por una inevitable
consecuencia de esa escisión irracional entre las dos caras inseparables del gran problema
social. En efecto, cada una de las dos escuelas, en virtud de su preocupación exclusiva, no
es ya ni siquiera capaz de contener suficientemente en adelante las aberraciones inversas
de su antagonista. A pesar de su tendencia antianarquista, la escuela teológica se ha
mostrado, en nuestros días, radicalmente impotente para impedir el despliegue de las
opiniones subversivas, que, después de haberse desarrollado sobre todo durante su
principal restauración, son propagadas con frecuencia por ella, por frívolos cálculos
dinásticos. De igual modo, cualquiera que sea el instinto antirretrógrado de la escuela
metafísica, no tiene ya hoy toda la fuerza lógica que exigiría su mero oficio revolucionario,
porque su inconsecuencia característica la obliga a admitir los principios esenciales de
aquel sistema cuyas verdaderas condiciones de existencia ataca sin cesar.
41.—Esta deplorable oscilación entre dos filosofías opuestas, que se han hecho igualmente
vanas y que no pueden extinguirse más que a un tiempo, debía suscitar el desarrollo de una
especie de escuela intermedia, esencialmente estacionaria, destinada sobre todo a recordar
directamente el conjunto de la cuestión social, proclamando por fin como igualmente
necesarias las dos condiciones fundamentales que aislaban a las dos opiniones activas.
Pero, por falta de una filosofía apropiada para realizar esta gran combinación del espíritu de
orden con el espíritu de progreso, este tercer impulso resultó lógicamente más impotente
todavía que los otros, porque sistematiza la inconsecuencia, consagrando simultáneamente
los principios retrógrados y las máximas negativas, a fin de poder neutralizarlas
mutuamente. Lejos de tender a terminar la crisis, una disposición semejante no podría llevar
sino a eternizarla, oponiéndose directamente a toda verdadera preponderancia de un
sistema cualquiera, si no se la limitara a un mero papel pasajero, para satisfacer
empíricamente las más graves exigencias de nuestra situación revolucionaria, hasta el
advenimiento decisivo de las únicas doctrinas que pueden convenir en adelante al conjunto
de nuestras necesidades. Pero, así entendido, este expediente provisional se ha hecho hoy
tan indispensable como inevitable. Su rápido ascendiente práctico, reconocido
implícitamente por los dos partidos activos, confirma cada vez más, en los pueblos actuales,
el amortiguamiento simultáneo de las convicciones y las pasiones anteriores, sean
retrógradas o críticas, reemplazadas gradualmente por un sentimiento universal, real,
aunque confuso, de la necesidad y hasta la posibilidad de una conciliación permanente
entre el espíritu de conservación y el espíritu mejoramiento, pertenecientes de igual modo al
estado normal de la Humanidad. La tendencia correspondiente de los hombres de Estado,
de impedir hoy, en cuanto es posible, todo gran movimiento político, se encuentra
espontáneamente conforme, por otra parte, con las exigencias fundamentales de una
situación que no admitirá más que instituciones provisionales, mientras una verdadera
filosofía general no haya unido suficientemente las inteligencias. Sin que los poderes
actuales se percaten de ello, esta resistencia instintiva concurre a facilitar la verdadera
solución, ya que impulsa a transformar una estéril agitación política en un activo progreso
filosófico, de modo que siga por fin la marcha prescrita por la naturaleza propia de la
reorganización final, que debe primero realizarse en las ideas, para pasar luego a las
costumbres y, en último término, a las instituciones. Una transformación semejante, que ya
tiende a prevalecer en Francia, deberá desarrollarse naturalmente cada vez más en todas
partes, en vista de la necesidad creciente en que se encuentran ahora nuestros gobiernos
occidentales de mantener con grandes gastos el orden material en medio del desorden
intelectual y moral, necesidad que debe absorber poco a poco esencialmente sus esfuerzos
cotidianos, conduciéndolos a renunciar implícitamente a toda presidencia seria de la
reorganización espiritual, entregada así en adelante a la libre actividad de los filósofos que
se mostraron dignos de dirigirla. Esta disposición natural de los poderes actuales está en
armonía con la tendencia espontánea de los pueblos a una aparente indiferencia política,
fundada en la impotencia radical de las diversas doctrinas en circulación, y que debe
persistir siempre, mientras los debates políticos sigan degenerando, por falta de
conveniente impulso, en vanas luchas personales, cada vez más mezquinas. Tal es la feliz
eficacia práctica que el conjunto de nuestra situación revolucionaria procura de momento a
una escuela esencialmente empírica, que, en el aspecto teórico, nunca puede producir más
que un sistema radicalmente contradictorio, no menos absurdo ni menos peligroso, en
política, que lo es, en filosofía, el eclecticismo correspondiente, inspirado también por una
vana intención de conciliar, sin principios propios, opiniones incompatibles.
42.—Según este sentimiento, cada vez más desarrollado, de la igual insuficiencia social que
ofrecen en adelante el espíritu teológico y el espíritu metafísico, únicos que hasta ahora han
disputado activamente el imperio, la razón pública debe encontrarse implícitamente
dispuesta a acoger hoy el espíritu positivo como la única base posible de una revolución
verdadera de la honda anarquía intelectual y moral que caracteriza sobre todo a la gran
crisis moderna. Permaneciendo aún extraña a tales cuestiones, la escuela positiva se ha
preparado gradualmente a ellas, constituyendo, en lo posible, durante la lucha
revolucionaria de los tres últimos siglos, el verdadero estado normal de todas las clases
más sencillas de nuestras especulaciones reales. Fuerte por tales antecedentes, científicos
y lógicos; pura, por otra parte, de las diversas aberraciones contemporáneas, se presenta
hoy como quien acaba, al fin, de adquirir la generalidad filosófica entera que le faltaba hasta
ahora; desde este instante se atreve a emprender, a su vez, la solución, aún intacta, del
gran problema, transportando convenientemente a los estudios finales la misma
regeneración que ya ha realizado sucesivamente en los diferentes estudios preliminares.
45.—Otro tanto resulta, y todavía con mayor evidencia, en cuanto al Progreso, que, a pesar
de vanas pretensiones ontológicas, encuentra hoy, en el conjunto de los estudios científicos,
su más indiscutible manifestación. Según su naturaleza absoluta y, por tanto, esencialmente
inmóvil, la metafísica y le teología no podrían experimentar, apenas una más que otra, un
verdadero progreso, es decir, un avance continuo hacia un fin determinado. Sus
transformaciones históricas consisten sobre todo, a la inversa, en un creciente desuso,
mental o social, sin que las cuestiones debatidas hayan podido nunca dar un paso real, por
razón misma de su radical insolubilidad. Es fácil reconocer que las discusiones ontológicas
de las escuelas griegas se han reproducido en lo esencial, en otras formas, entre los
escolásticos de la edad media, y encontramos hoy su equivalente entre nuestros psicólogos
e ideólogos, y ninguna de las doctrinas en controversia ha podido, durante estos veinte
siglos de estériles disputas, llegar a demostraciones decisivas, ni siquiera en lo que
concierne a la existencia de los cuerpos exteriores, todavía tan problemática para los
argumentadores modernos como para sus más antiguos predecesores. Fue evidentemente
la marcha continua de los conocimientos positivos quien inspiró hace dos siglos, en la
célebre fórmula filosófica de Pascal, la primera noción racional del progreso humano,
necesariamente extraña a toda la filosofía antigua. Extendida más tarde a la evolución
industrial e incluso estética, pero todavía demasiado confusa respecto al movimiento social,
tiende hoy vagamente a una sistematización decisiva, que sólo puede emanar del espíritu
positivo, generalizado por fin convenientemente. En sus diarias especulaciones reproduce
éste espontáneamente su activo sentimiento elemental, representando siempre la extensión
y el perfeccionamiento de nuestros conocimientos reales como el fin esencial de nuestros
diversos esfuerzos teóricos. En el aspecto más sistemático, la nueva filosofía asigna
directamente, como destino necesario, a nuestra existencia entera, a la vez personal y
social, el mejoramiento continuo, no sólo de nuestra condición, sino también, y sobre todo,
de nuestra naturaleza, tanto como lo permita, en todos aspectos, la totalidad de las leyes
reales, exteriores e interiores. Erigiendo así a la noción del progreso en dogma
verdaderamente fundamental de la sabiduría humana, sea práctica o teórica, le imprime el
carácter más noble y al mismo tiempo más completo, representando siempre al segundo
género de perfeccionamiento como superior al primero. Por una parte, en efecto, ya que la
acción de la Humanidad sobre el mundo exterior depende sobre todo de las disposiciones
del agente, el mejoramiento de ellas debe constituir nuestro principal recurso; por otra parte,
siendo los fenómenos humanos, individuales o colectivos, los más modificables de todos,
nuestra intervención racional alcanza naturalmente frente a ellos su más amplia eficacia. El
dogma del progreso no puede hacerse, pues, suficientemente filosófico sino después de
una exacta apreciación general de lo que constituye sobre todo este continuo mejoramiento
de nuestra propia naturaleza, principal objeto del adelanto humano. Ahora bien; respecto a
esto, el conjunto de la filosofía positiva demuestra plenamente, como puede verse en la
obra indicada al comienzo de este Discurso, que este perfeccionamiento consiste
esencialmente, sea para el individuo o para la especie, en hacer prevalecer cada vez más
los atributos eminentes que distinguen más nuestra humanidad de la mera animalidad; es
decir, de un lado, la inteligencia; de otro, la sociabilidad, facultades naturalmente solidarias,
que se sirven mutuamente de medio y de fin. Aunque el concurso espontáneos de la
evolución humana, personal o social, desarrolla siempre su común influencia, su
ascendiente combinado no podría llegar, sin embargo, al punto de impedir que nuestra
principal actividad haga derivar habitualmente inclinaciones inferiores, que nuestra
constitución real hace necesariamente mucho más enérgicas. Así, esta preponderancia
ideal de nuestra humanidad sobre nuestra animalidad cumple naturalmente las condiciones
esenciales de un verdadero tipo filosófico, caracterizando un límite determinado, al que
deben aproximarnos constantemente todos nuestros esfuerzos, sin poder, sin embargo,
alcanzarlo nunca.
46.—Esta doble indicación de la aptitud fundamental del espíritu positivo para sistematizar
espontáneamente las sanas nociones simultáneas del orden y el progreso basta aquí para
señalar someramente la alta eficacia social propia de la nueva filosofía general. Su valor, en
cada aspecto, depende ante todo de su plena realidad científica, es decir, de la exacta
armonía que establece siempre, cuanto es posible, entre los principios y los hechos, tanto
en cuanto a los fenómenos sociales como respecto a todos los demás. La reorganización
total que, únicamente, puede terminar la gran crisis moderna consiste, en efecto, en el
aspecto mental, que debe primero prevalecer, en constituir una teoría sociológica apta para
explicar convenientemente la totalidad del pasado humano: tal es la manera más racional
de plantear el problema esencial, a fin de apartar mejor de él toda pasión perturbadora. Así
es como la superioridad necesaria de la escuela positiva sobre las diversas escuelas
actuales puede ser también más netamente apreciada. Pues el espíritu teológico y el
espíritu metafísico son llevados ambos, por su naturaleza absoluta, a no considerar más
que la porción del pasado en que cada uno de ellos ha dominado sobre todo: lo que
precede y lo que sigue no les muestra más que una tenebrosa confusión y un desorden
inexplicable, cuya relación con aquella angosta parte del gran espectáculo histórico no
puede resultar, a sus ojos, sino de una milagrosa intervención. Por ejemplo, el catolicismo
ha mostrado siempre, frente al politeísmo antiguo, una tendencia tan ciegamente crítica
como la que hoy reprocha, con justicia, para con él mismo, al espíritu revolucionario
propiamente dicho. Una verdadera explicación del conjunto del pasado, conforme a las
leyes constantes de nuestra naturaleza, individual o colectiva, es pues, necesariamente
imposible para las diversas escuelas absolutas que todavía dominan; ninguna de ellas, en
efecto, ha intentado suficientemente establecerla. El espíritu positivo, en virtud de su
naturaleza eminentemente relativa, puede, únicamente, representar de manera conveniente
todas las grandes épocas históricas como otras tantas fases determinadas de una misma
evolución fundamental, en que cada una resulta de la precedente y prepara la siguiente
según leyes invariables, que fijan su participación especial en el común adelanto, para
permitir siempre, sin más inconsecuencia que parcialidad, hacer una estricta justicia
filosófica a todas las cooperaciones, cualesquiera que sean. Aunque este indiscutible
privilegio de la positividad racional deba parecer a primera vista puramente especulativo, los
verdaderos pensadores reconocerán pronto en él la primera fuente necesaria del activo
ascendiente social reservado finalmente a la nueva filosofía. Pues hoy se puede asegurar
que la doctrina que haya explicado suficientemente el conjunto del pasado obtendrá
inexorablemente, por consecuencia de esta única prueba, la presidencia mental del
porvenir.
49.—En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede, en
efecto, consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical
incompetencia en este aspecto por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos
católicos hasta los meros deístas, que, en medio de sus vanas disputas, están sobre todo
de acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el
único motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a asuntos
más sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver
activamente la moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la
fuerza para preservarla, persisten, sin embargo, en hacerse de ella una especie de
patrimonio eterno y exclusivo, sin que la razón pública haya juzgado todavía de un modo
conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en general, que la
introducción de toda regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo
las inspiraciones teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de
nuestras ideas, y además las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente
comunes. Pero la totalidad del pasado demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva
ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos
morales, así como todos los demás, han sido cada vez más llevados a una consagración
puramente racional, a medida que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia
real de cada conducta sobre la existencia humana, individual o social. Separando
irrevocablemente la moral de la política, el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta
tendencia continua, puesto que así la intervención sobrenatural quedó directamente
reducida a la formación de las reglas generales, cuya aplicación particular era confiada
desde entonces esencialmente a la prudencia humana. Como se dirigía a pueblos más
adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de prescripciones especiales que
los antiguos sabios habían creído que nunca podrían prescindir de mandamientos
religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India, por ejemplo, en
cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además pueden observarse, incluso
más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos filósofos o
magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear necesariamente la
próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas escuelas
monoteístas no impedirán más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones
convenientes, la conquista, práctica y teórica, del dominio moral, ya entregado
espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones particulares nos
quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer
indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos
quiméricos, de modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora,
entre las necesidades intelectuales y las necesidades morales.
50.— Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos morales,
la experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada vez
más perjudicial para aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta
funesta adherencia, a la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo
durante los últimos tres siglos. En primer lugar, esta fatal solidaridad debía debilitar
directamente, a medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así encontraban
apoyo reglas que, expuestas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos,
necesitan ser preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que
justamente inspiraba el espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a
muchas nociones morales, no sólo relativas a las más importantes relaciones de la
sociedad, sino también concernientes a la simple vida doméstica e incluso a la existencia
personal: un ciego afán de emancipación mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir a
veces al desdén pasajero de estas saludables máximas en una especie de loca protesta
contra la filosofía retrógrada de que parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que
conservaban la fe dogmática, esta funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque
la autoridad sacerdotal, después de haber perdido su independencia política, veía también
menguar cada vez más el ascendiente social que para su eficacia moral es indispensable.
Además de esta creciente impotencia para proteger las reglas morales, el espíritu teológico
les ha perjudicado a menudo de un modo activo, por las divagaciones que ha suscitado,
desde que no es ya lo bastante disciplinable, bajo el inevitable desarrollo del libre examen
individual. Ejercido de esta manera, ha inspirado realmente o fomentado muchas
aberraciones antisociales, que el buen sentido, abandonado a sí mismo, hubiera evitado o
rechazado espontáneamente. Las utopías subversivas que vemos hoy adquirir crédito, sea
contra la propiedad, o incluso acerca de la familia, etc., no son casi nunca forjadas ni
acogidas por las inteligencias plenamente emancipadas, a pesar de sus fundamentales
lagunas, sino más bien por aquellas que persiguen activamente una especie de
restauración teológica fundada sobre un vago y estéril deísmo o sobre un protestantismo
equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha resultado también
forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al oponerse a su sólida
reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este espectáculo no consistiera más
que en las ciegas declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las diversas
escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación, los
filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas por el irreprochable
ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es
mucho más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que existe
evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos
teológicos deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior
a la de cualesquiera otros, no podrían hacerse nunca menos auxiliares de los motivos
puramente humanos: en el momento en que ya no dominen no pueden conservar eficacia
real ninguna. No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar por fin la moral
sobre el conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el movimiento
sobrenatural: las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o
más bien sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la
combinación inversa no constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo
principal estaría subordinado a lo accesorio.
53.—Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en conseguir
por fin el ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema caído, que,
tan pronto impotente como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la mente como
condición permanente del orden moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer hoy,
respecto a nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente
susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de
la Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora
posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta,
privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o
sentimiento; de donde resultarán naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las
reglas de conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden universal, y
que, por tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual.
A pesar de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado
convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma.
No se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las
inteligencias estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a
la vida común; pero ya ocurre otro tanto para diversas prescripciones matemáticas, que se
aplican, no obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves, cuando, por ejemplo,
nuestros marinos arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas
que no comprenden en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual
confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal
de un régimen semejante exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta
naturalmente de los prejuicios públicos, la intervención sistemática, unas veces pasiva y
otras activa, de una autoridad espiritual, destinada a recordar con energía las máximas
fundamentales y a dirigir sabiamente su aplicación, como he explicado especialmente en la
obra antes indicada. Al realizar así el gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo
poder moral utilizará con cuidado la feliz aptitud de la filosofía correspondiente para
incorporarse espontáneamente la sabiduría de todos los diversos regímenes anteriores,
según la tendencia ordinaria del espíritu positivo respecto a un asunto cualquiera. Cuando la
astronomía moderna ha eliminado irrevocablemente los principios astrológicos, no ha
conservado menos celosamente todas las nociones verdaderas obtenidas bajo su dominio;
otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.
1º Correlación entre la propagación de las nociones positivas y las disposiciones del medio
actual.
Pero esto no puede ya ser así cuando tal instrucción se destina directamente a la educación
universal, que cambia necesariamente su carácter y su dirección, a pesar de toda tendencia
contraria. El público, en efecto, que no quiere hacerse ni geómetra, ni astrónomo, ni
químico, etc., siente de continuo la necesidad simultánea de todas las ciencias
fundamentales, reducida cada una a sus nociones esenciales; le hacen falta, según la
notabilísima expresión de nuestro gran Molière, claridades de todo. Esta simultaneidad
necesaria no existe sólo para él cuando considera estos estudios en su destino abstracto y
general, como única base racional del conjunto de las concepciones humanas; la vuelve a
encontrar, aunque menos directamente, incluso respecto a las diversas aplicaciones
concretas, cada una de las cuales, en el fondo, en lugar de referirse exclusivamente a una
cierta rama de la filosofía natural, depende también más o menos de todas las demás. Así,
la propagación universal de los principales estudios positivos no está solo destinada hoy a
satisfacer una necesidad ya muy pronunciada en el público, que siente cada vez más que
las ciencias no están reservadas exclusivamente para los sabios, sino que existen sobre
todo para él mismo. Por una feliz reacción espontánea, un destino semejante, cuando esté
convenientemente desarrollado, deberá mejorar radicalmente el espíritu científico actual, al
despojarlo de su especialismo ciego y dispersivo, de manera que le haga adquirir poco a
poco el verdadero carácter filosófico indispensable para su principal misión. Incluso es esta
1
Esta preponderancia empírica del espíritu de detalle en la mayor parte de los sabios actuales, y su ciega antipatía hacia
cualquier generalización, se encuentran muy agravadas, sobre todo en Francia, por su reunión habitual en Academias, donde
los diversos prejuicios analíticos se fortifican mutuamente; donde, por otra parte, se desarrollan intereses demasiadas veces
abusivos; donde, por último, se organiza espontáneamente una especie de permanente motín contra el régimen sintético que
debe en adelante prevalecer. El instinto de progreso que caracterizaba, hace medio siglo, al genio revolucionario, había
sentido de un modo confuso estos peligros esenciales, de manera que determinó la supresión directa de esas sociedades
atrasadas que, sólo convenientes para la elaboración preliminar del espíritu positivo, se hacían cada día más hostiles a su
sistematización final. Aunque esta audaz medida, tan mal juzgada de ordinario, fuera prematura entonces, porque estos
graves inconvenientes no podían aún estar bastante reconocidos, queda, sin embargo, como cierto que estas corporaciones
científicas habían ya cumplido el principal oficio que permitía su naturaleza: desde su restauración su influencia real ha sido,
en el fondo, mucho más dañosa que útil a la marcha actual de la gran evolución mental.
vía la única que puede, en nuestros días, constituir gradualmente, fuera de la clase
especulativa propiamente dicha, un amplio tribunal espontáneo, tan imparcial como
irrecusable, formado por la masa de los hombres sensatos, ante el cual vendrán a
extinguirse irrevocablemente muchas falsas opiniones científicas, que las miras peculiares
de la elaboración preliminar de los dos últimos siglos hubieron de mezclar profundamente
con las doctrinas verdaderamente positivas, a quienes alterarán necesariamente mientras
estas discusiones no estén por fin sometidas directamente al buen sentido universal. En un
tiempo en que no hay que esperar eficacia inmediata más que de medidas siempre
provisionales, bien adaptadas a nuestra situación transitoria, la organización necesarias de
tal punto de apoyo general para el conjunto de los trabajos filosóficos resulta, a mi modo de
ver, el principal resultado social que puede producir ahora la vulgarización total de los
conocimientos reales; el público devolverá así a la nueva escuela un equivalente pleno de
los servicios que le procure esta organización.
61.—Con el fin de marcar mejor esta tendencia necesaria, una íntima convicción, primero
instintiva y luego sistemática, me ha determinado desde hace mucho tiempo a mostrar
siempre la enseñanza expuesta en este Tratado como dirigida sobre todo a la clase más
numerosa, a quien nuestra situación deja desprovista de toda instrucción regular, a causa
del creciente desuso de la instrucción puramente teológica, que, reemplazada
provisionalmente, sólo para los cultos, por una cierta instrucción metafísica y literaria, no ha
podido recibir, sobre todo en Francia, ningún equivalente parecido para la masa popular. La
importancia y la novedad de tal disposición constante, mi vivo deseo de que sea apreciada
convenientemente, e incluso, si me atrevo a decirlo, imitada, me obligan a indicar aquí los
principales motivos de ese contacto espiritual que debe instituir así especialmente hoy con
los proletarios la nueva escuela filosófica, sin que, no obstante, deba excluir nunca su
enseñanza a una clase cualquiera. Por muchos obstáculos que el defecto de celo o de
elevación pueda oponer por una y otra parte a tal aproximación, es fácil reconocer, en
general, que, de todas las porciones de la sociedad actual, el pueblo propiamente dicho
debe de ser, en el fondo, la mejor dispuesta, por las tendencias y necesidades que resultan
de su situación característica, a acoger favorablemente la nueva filosofía, que al fin debe
encontrar allí su principal apoyo, tanto mental como social.
62.—Una primera consideración, que importa profundizar, aunque su naturaleza sea sobre
todo negativa, resulta, acerca de esto, de una apreciación juiciosa de lo que, a primera
vista, podría parecer que ofrece una grave dificultad, es decir, la ausencia actual de toda
cultura especulativa. Sin duda es lamentable, por ejemplo, que esta enseñanza popular de
la filosofía astronómica no encuentre todavía, en todos aquellos para quienes está sobre
todo destinada, algunos estudios matemáticos preliminares, que la harían a la vez más
eficaces y más fácil, y que incluso yo me veo forzado a suponer. Pero la misma laguna se
encontraría también en la mayoría de las otras clases actuales, en una época en que la
instrucción positiva está limitada, en Francia, a ciertas profesiones especiales, que están en
esencial relación con la Escuela Politécnica o las escuelas de medicina. No hay, por tanto,
en esto nada que sea verdaderamente particular en nuestros proletarios. En cuanto a su
carencia habitual de esa especie de cultura regular que reciben hoy las clases letradas, no
temo caer en una exageración filosófica al afirmar que de ello resulta, para los espíritus
populares, una notable ventaja, en lugar de un inconveniente real. Sin volver aquí sobre una
crítica por desgracia demasiado fácil, suficientemente realizada desde hace mucho tiempo,
y que la experiencia de todos los días confirma cada vez más a los ojos de la mayoría de
los hombres sensatos, sería difícil concebir ahora una preparación más irracional y, en el
fondo, más peligrosa para la conducta ordinaria de la vida real, sea activa e incluso
especulativa, que la que resulta de esa vana instrucción, primero de palabras, luego de
entidades, en que se pierden todavía tantos preciosos años de nuestra juventud. A la mayor
parte de los que la reciben, no les inspira ya otra cosa que una aversión casi insuperable
hacia todo trabajo intelectual para el curso entero de su carrera; pero sus peligros resultan
mucho más graves en aquellos que se ha dedicado a ella más especialmente. La falta de
aptitud para la vida real, el desdén por las profesiones vulgares, la impotencia para apreciar
convenientemente ninguna concepción positiva, y la antipatía que pronto resulta de ello, los
disponen hoy con demasiada frecuencia a secundar una estéril agitación metafísica que
inquietas pretensiones personales, desarrolladas por esa educación desastrosa, no tardan
en hacer políticamente perturbadora, bajo el influjo directo de una viciosa erudición
histórica, que, haciendo prevalecer una noción falsa del tipo social propio de la antigüedad,
impide comúnmente comprender la sociabilidad moderna. Si se considera que casi todos
los que, en diversos aspectos, dirigen ahora los asuntos humanos han sido preparados de
este modo, no se podrá nadie sorprender de la vergonzosa ignorancia que manifiestan
demasiado a menudo acerca de los menores problemas, incluso materiales, ni de su
frecuente disposición a descuidar el fondo por la forma, colocando por encima de todo el
arte de decir bien, por contradictoria y perniciosa que resulte su aplicación, ni, por último, de
la tendencia especial de nuestras clases ilustradas a acoger con avidez todas las
aberraciones que surgen diariamente de nuestra anarquía mental. Una apreciación
semejante dispone, al contrario, a extrañarse de que estos diversos desastres no estén de
ordinario más extendidos; conduce a admirar profundamente la rectitud y la sabiduría
naturales del hombre, que, bajo el feliz impulso propio del conjunto de nuestra civilización,
contienen espontáneamente, en gran parte, esas peligrosas consecuencias de un sistema
absurdo de educación general. Puesto que este sistema ha sido desde el fin de la edad
media, como lo es todavía, el principal punto de apoyo social del espíritu metafísico, ya
primero contra la teología, o después contra la ciencia, de concibe fácilmente que las clases
a las que no ha podido envolver deben de encontrarse, por eso mismo, mucho menos
afectadas por esa filosofía transitoria y, por tanto, mejor dispuestas al estado positivo. Ahora
bien; ésta es la importante ventaja que la ausencia de educación escolástica procura hoy a
nuestros proletarios, y que los hace, en el fondo, menos accesibles que la mayoría de las
gentes ilustradas a los diversos sofismas perturbadores, de acuerdo con la experiencia
diaria, a pesar de una excitación continua, dirigida sistemáticamente hacia las pasiones
relativas a su condición social. En otro tiempo, hubieron de estar profundamente dominados
por la teología, sobre todo católica; pero, durante su emancipación mental, la metafísica no
ha podido deslizarse entre ellos, por no encontrar la cultura especial sobre la que descansa;
sólo la filosofía positiva podrá, de nuevo, apoderarse radicalmente de ellos. Las condiciones
previas, tan recomendadas por los primeros padres de esta filosofía final, deben así
encontrarse mejor cumplidas allí que en parte alguna; si la célebre tabla rasa de Bacon y de
Descartes fuera alguna vez plenamente realizable, sería seguramente en los proletarios
actuales, que, principalmente en Francia, están mucho más próximos que ninguna otra
clase al tipo ideal de esta disposición preparatoria para la positividad racional.
66.—Desde el comienzo de la gran crisis moderna, el pueblo no ha intervenido aún más que
como mero auxiliar en las principales luchas políticas, con la esperanza, sin duda, de
obtener de ellas alguna mejoras de su situación general, pero no por miras y un fin que le
fuesen realmente propios. Todas las disputas habituales han quedado concentradas,
esencialmente, entre las diversas clases superiores o medias, porque se referían sobe todo
a la posesión del poder. Ahora bien, el pueblo no podía interesarse directamente mucho
tiempo por tales conflictos, puesto que la naturaleza de nuestra civilización impide
evidentemente a los proletarios esperar, e incluso desear, ninguna participación importante
en el poder político propiamente dicho.
Además, después de haber realizado esencialmente todos los resultados sociales que
podían esperar de la sustitución provisional de los metafísicos y legistas, en lugar de la
antigua preponderancia políticas de las clases sacerdotales y feudales, se vuelven hoy cada
vez más indiferentes para la estéril propagación de esas luchas cada vez más miserables,
reducidas ya casi a vanas rivalidades personales. Cualesquiera que sean los esfuerzos
diarios de la agitación metafísica para hacerlos intervenir en estas frías disputas, por el
incentivo de lo que se llama los derechos políticos, el instinto popular ha comprendido ya,
sobre todo en Francia, cuán ilusoria y pueril sería la posesión de un privilegio semejante,
que, incluso en su actual grado de diseminación, no inspira habitualmente ningún interés
verdadero a la mayoría de los que gozan de él exclusivamente. El pueblo no puede
interesarse esencialmente más que por el uso efectivo del poder, sean cualesquiera las
manos en que resida, y no por su conquista especial. Tan pronto como las cuestiones
políticas, o más bien desde entonces sociales, se refieran de ordinario a la manera como el
poder debe ejercerse para alcanzar mejor su destino general, principalmente relativo, entre
los modernos, a la masa proletaria, no se tardará en reconocer que el desdén actual nada
tiene que ver con una peligrosa indiferencia: hasta entonces, la opinión popular
permanecerá extraña a esas disputas, que, a los ojos de las buenas inteligencias, al
aumentar la inestabilidad de todos los poderes, tienden especialmente a retrasar esta
transformación indispensable. En una palabra, el pueblo está naturalmente dispuesto a
desear que la vana y tempestuosa discusión de los derechos se encuentre por fin
reemplazada por una fecunda y saludable apreciación de los diversos deberes esenciales,
ya sean generales o especiales. Tal es el principio espontáneo de la íntima conexión que,
sentida tarde o temprano, unirá necesariamente al instinto popular con la acción social de la
filosofía positiva, pues esta gran transformación equivale, evidentemente a aquella otra,
fundada antes por las más altas consideraciones especulativas, del movimiento político
actual en un simple movimiento filosófico, cuyo primero y principal resultado social
consistirá, en efecto, en constituir sólidamente una activa moral universal, prescribiendo a
cada agente, individual o colectivo, las reglas de conductas más conformes con la armonía
fundamental. Cuanto más se medite sobre esta relación natural, mejor se reconocerá que
esta mutación decisiva, que sólo podía emanar del espíritu positivo, no puede hoy encontrar
un apoyo sólido más que en el pueblo propiamente dicho, único dispuesto a comprenderla
bien y a interesarse profundamente por ella. Los prejuicios y las pasiones propios de las
clases superiores o medias se oponen conjuntamente a que, al principio, sea sentida
suficientemente en ellas, porque, de ordinario, han de ser más sensible a las ventajas
inherentes a la posesión del poder que a los peligros que resultan de su ejercicio vicioso. Si
bien el pueblo es ahora, y debe seguir siendo en adelante, indiferente a la posesión directa
del poder político, no puede nunca renunciar a su indispensable participación continua en el
poder moral, que, siendo el único verdaderamente accesible a todos, sin ningún peligro para
el orden universal y, por el contrario, con gran ventaja cotidiana para él, autoriza a cada
uno, en nombre de una común doctrina fundamental, a hacer volver convenientemente a los
más altos poderes a sus diversos deberes esenciales. En verdad, los prejuicios inherentes
al estado transitorio o revolucionario han debido encontrar también alguna acogida entre
nuestros proletarios: mantienen, en efecto, inoportunas ilusiones en el alcance indefinido de
las medidas políticas propiamente dichas; impiden por ello apreciar cuánto más depende
hoy la justa satisfacción de los grandes intereses populares de las opiniones y de las
costumbres que de las instituciones mismas, cuya verdadera regeneración, actualmente
imposible, exige, ante todo, una reorganización espiritual. Pero puede asegurarse que la
escuela positiva tendrá mucha más facilidad para hacer penetrar esta saludable enseñanza
en los espíritus populares que en cualquier otro lugar, sea porque la metafísica negativa no
ha podido arraigarse allí tanto, sea, sobre todo, por el impulso constante de las necesidades
sociales inherentes a su situación necesaria. Estas necesidades se refieren esencialmente
a dos condiciones fundamentales, una espiritual, otra temporal, de naturaleza
profundamente conexa: se trata, en efecto, de asegurar convenientemente a todos, en
primer lugar, la educación normal, y luego el trabajo regular; tal es, en el fondo, el verdadero
programa social de los proletarios. No puede existir verdadera popularidad sino para la
política que tienda necesariamente hacia este doble destino. Ahora bien: tal es,
evidentemente, el carácter espontáneo de la doctrina social propia de la nueva escuela
filosófica; nuestras explicaciones anteriores deben dispensa aquí, a este respecto, de toda
otra aclaración, reservada, por otra parte, a la obra indicada tan a menudo en este Discurso.
Importa sólo añadir, acerca de este punto, que la concentración necesaria de nuestros
pensamientos y de nuestra actividad sobre la vida real de la Humanidad, apartando toda
ilusión vana, tenderá especialmente a fortificar mucho la adhesión moral y política del
pueblo propiamente dicho a la verdadera filosofía moderna. En efecto, su juicioso instinto
advertirá pronto en ella un poderoso motivo nuevo de dirigir sobre todo la práctica social
hacia el sabio mejoramiento continuo de su propia condición personal. Las quiméricas
esperanzas inherentes a la antigua filosofía han conducido con demasiada frecuencia, por
el contrario, a descuidar con desdén tales progresos, o a apartarlos por una especie de
aplazamiento continuo, de acuerdo con la importancia mínima que, naturalmente, había de
dejarles aquella eterna perspectiva, inmensa compensación espontánea de todas las
miserias, cualesquiera.
67.—Esta sumaria aplicación basta ahora para señalar, en los diversos aspectos
esenciales, la afinidad necesaria de las clases inferiores para la filosofía positiva, que, tan
pronto como el contacto haya podido establecerse plenamente, encontrará allí su principal
apoyo natural, a un tiempo mental y social, mientras que la filosofía teológica no conviene
ya más que a las clases superiores, cuya preponderancia política tiende a eternizar, así
como la filosofía metafísica se dirige sobre todo a las clases medias, cuya activa ambición
secunda. Todo espíritu meditador debe comprender así finalmente la importancia
verdaderamente fundamental que presenta hoy una sabia vulgarización sistemática de los
estudios positivos, destinada esencialmente a los proletarios, a fin de preparar una sana
doctrina social. Los diversos observadores que pueden liberarse, siquiera
momentáneamente, del torbellino diario están de acuerdo ahora en deplorar, y ciertamente
con mucha razón, el influjo anárquico que ejercen, en nuestros días, los sofistas y los
retores. Pero esta justas quejas serán inevitablemente vanas, mientras no se haya reparado
mejor en la necesidad de salir por fin de una situación mental en que la educación oficial no
puede conducir, de ordinario, sino a formar sofistas y retores, que tienden luego
espontáneamente a propagar el mismo espíritu, por la triple enseñanza que emana de los
periódicos, de las novelas y de los dramas, entre las clases inferiores, a quienes ninguna
instrucción regular preserva del contagio metafísico, rechazado sólo por su razón natural.
Aunque se deba esperar, acerca de esto, que los gobiernos actuales advertirán pronto de
cuánta eficacia puede ser la propagación universal de los conocimientos reales, para
secundar más cada vez sus esfuerzos continuos para el difícil mantenimiento de un orden
indispensable, no hay que esperar todavía de ellos, ni siquiera desear, una cooperación
verdaderamente activa en esta gran preparación racional, que debe resultar sobre todo,
durante mucho tiempo, de un libre celo privado, inspirado y sostenido por verdaderas
convicciones filosóficas. La imperfecta conservación de una grosera armonía política,
comprometida sin cesar en medio de nuestro desorden mental y moral, absorbe demasiado
justamente su solicitud diaria, e incluso los tiene situados en un punto de vista demasiado
inferior, para que puedan comprender dignamente la naturaleza y las condiciones de un
trabajo semejante, del que sólo es menester pedirles que entrevean su importancia. Si, por
un celo intempestivo, intentarán hoy dirigirlo, no podrían conseguir más que alterarlo
profundamente, de manera que se comprometiese mucho a su principal eficacia, al no unirlo
a una filosofía bastante decisiva, lo que pronto lo haría degenerar en una incoherente
acumulación de especialidades superficiales. Así, la escuela positiva, que resulta de un
activo concurso voluntario de los espíritus verdaderamente filosóficos, no tendrá que pedir,
durante mucho tiempo, a nuestros gobiernos occidentales, para realizar convenientemente
su gran oficio social, más que una plena libertad de exposición y de discusión, equivalente a
aquella de que ya gozan la escuela teológica y la escuela metafísica. La una pueda, todos
los días, en sus mil tribunas sagradas, preconizar a su antojo la excelencia absoluta de su
eterna doctrina y lanzar a todos sus adversarios, sean cualesquiera, a una condenación
irrevocable; la otra, en las numerosas cátedras que le sostiene la munificencia nacional,
puede desarrollar diariamente, ante inmensos auditorios, la eficacia universal de sus
concepciones ontológicas y la preeminencia indefinida de sus estudios literarios. Sin
pretender ventajas semejantes, que el tiempo sólo debe procurar, la escuela positiva no
pide esencialmente hoy más que un mero derecho de asilo regular en los locales
municipales, para hacer apreciar allí directamente su aptitud última para la satisfacción
simultánea de todas nuestras grandes necesidades sociales, propagando con prudencia la
única instrucción sistemática que pueda preparar desde ahora una verdadera
reorganización, mental primero, luego moral y, por último, política. Con tal que este libre
acceso le esté siempre abierto, el celo voluntario y gratuito de sus escasos promotores,
secundado por el buen sentido universal y bajo el impulso creciente de la situación
fundamental, no temerá nunca sostener, incluso desde este momento, una activa
competencia filosófica con los numerosos y poderosos órganos, hasta reunidos, de las dos
escuelas antiguas. Ahora bien: ya no es de temer que en adelante los hombres de Estado
se aparten gravemente, en este aspecto, de la imparcial moderación cada vez más
inherente a su propia indiferencia especulativa; incluso la escuela positiva tiene ocasión de
contar, a propósito de esto, con la benevolencia habitual de los más inteligentes de ellos, no
sólo en Francia, sino también en todo nuestro Occidente. Su vigilancia continua de esta
enseñanza popular libre se limitará pronto a prescribirle sólo la condición permanente de
una verdadera positividad, apartando de ella, con inflexible severidad, la introducción,
todavía demasiado inminente, de las especulaciones vagas o sofísticas. Pero, en este
punto, las necesidades esenciales de la escuela positiva coinciden directamente con los
deberes naturales de los gobiernos, pues si éstos deben rechazar un abuso semejante en
virtud de su tendencia anárquica, aquélla, además de este justo motivo, lo juzga
completamente contrario al destino fundamental de tal enseñanza, puesto que reanima ese
mismo espíritu metafísico en que ve hoy el principal obstáculo para el advenimiento social
de la nueva filosofía. En este aspecto, así como por todos los demás títulos, los filósofos
positivos se sentirán siempre casi tan interesados como los poderes actuales en el doble
mantenimiento continuo del orden interior y de la paz exterior, porque ven en ello la
condición más favorable para una nueva renovación mental y moral; sólo, desde el punto de
vista que les es peculiar, deben ver desde más lejos lo que podría comprometer o
considerar este gran resultado político del conjunto de nuestra situación transitoria.
1º Ley de clasificación.
69.—Un orden tal debe, por su naturaleza, cumplir dos condiciones esenciales, una
dogmática, otra histórica, cuya convergencia necesaria es menester reconocer ante todo: la
primera consiste en ordenar las ciencias según su dependencia sucesiva, de manera que
cada una descanse en la precedente y prepare la siguiente; la segunda prescribe
disponerlas según la marcha de su formación efectiva, pasando siempre de las más
antiguas a las más recientes. Ahora bien: la equivalencia espontánea de estas dos vías
enciclopédicas procede, en general, de la identidad fundamental que existe inevitablemente
entre la evolución individual y la evolución colectiva, las cuales, teniendo un origen igual, un
destino semejante y un mismo agente, deben siempre ofrecer fases correspondientes, salvo
las únicas diversidades de duración, de intensidad y de velocidad, inherentes a la
desigualdad de los dos organismos. Este concurso necesario permite, pues, concebir estos
dos modos como dos aspectos correlativos de un único principio enciclopédico, de manera
que pueda emplearse habitualmente aquel que, en cada caso, manifieste mejor la preciosa
facultad de poder comprobar constantemente por uno lo que resulte por el otro.
71.—Este objeto final de todas nuestras especulaciones reales, exige, evidentemente, por
su naturaleza, a la vez científica y lógica, un doble preámbulo indispensable, relativo, por
una parte, al hombre propiamente dicho, y por otra parte, al mundo exterior. No se podría,
en efecto, estudiar racionalmente los fenómenos estáticos o dinámicos, de la sociabilidad, si
no se conociera antes suficientemente el agente especial que los realiza y el medio general
en que se cumplen. De ahí resulta, pues, la división necesaria de la filosofía natural,
destinada a preparar la filosofía social, en dos grandes ramas, orgánica una y la otra
inorgánica. En cuanto a la disposición relativa de estos dos estudios igualmente
fundamentales, todos los motivos esenciales, sean científicos o lógicos, coinciden en
prescribir, en la educación individual y en la evolución colectiva, que se comience por el
segundo, cuyos fenómenos, más sencillos y más independientes, por razón de su superior
generalidad, permiten únicamente, primero, una apreciación verdaderamente positiva,
mientras que sus leyes, en directa relación con la existencia universal, ejercen luego una
influencia necesaria sobre la existencia especial de los cuerpos vivos. La astronomía
constituye necesariamente, entonos aspectos, el elemento más decisivo de esta teoría
previa del mundo exterior, ya como más susceptible de una plena positividad, ya en tanto
que caracteriza el medio general de todos nuestros fenómenos cualesquiera, y manifiesta,
sin ninguna otra complicación, la mera existencia matemática, es decir, geométrica o
mecánica, común a todos los seres reales. Pero aun cuando se condensen lo más posible
las verdaderas concepciones enciclopédicas, no se podría reducir la filosofía inorgánica a
este elemento principal, porque quedaría entonces aislada enteramente de la filosofía
orgánica. Su vínculo fundamental, científico y lógico, consiste sobre todo en la rama más
compleja de la primera, el estudio de los fenómenos de composición y de descomposición,
los más eminentes de los que lleva consigo la existencia universal y los más próximos al
modo vital propiamente dicho. Así es como la filosofía natural, considerada como el
preámbulo necesario de la filosofía social, descomponiéndose primero en dos estudios
extremos y un estudio intermedio, comprende sucesivamente estas tres grandes ciencias: la
astronomía, la química y la biología, la primera de las cuales se refiere inmediatamente al
origen espontáneo del verdadero espíritu científico, y la última, a su destino esencial. Su
despliegue inicial respectivo corresponde, históricamente, a la antigüedad griega, a la edad
media y a la época moderna.
74.—En el estado actual de las inteligencias, la aplicación lógica de esta gran fórmula es
aún más importante que su uso científico, ya que el método es, en nuestros días, más
esencial que la doctrina misma, y además lo único susceptible inmediatamente de una
plena regeneración. Su principal utilidad consiste, pues, hoy en determinar rigurosamente la
marcha invariable de toda educación verdaderamente positiva, en medio de los prejuicios
irracionales y de los viciosos hábitos propios del desarrollo preliminar del sistema científico,
formado así gradualmente de teorías parciales e incoherentes, cuyas relaciones mutuas
debían permanecer inadvertidas hasta ahora por sus sucesivos fundadores. Todas las
clases actuales de sabios violan ahora, con igual gravedad, aunque en distintos aspectos,
esta obligación fundamental. Para limitarse aquí a indicar los dos casos extremos, los
geómetras, justamente orgullosos de estar situados en la verdadera fuente de la positividad
racional, se obstinan ciegamente en retener al espíritu humano en ese grado puramente
inicial del verdadero desarrollo especulativo, sin considerar nunca su único fin necesario;
por el contrario, los biólogos, preconizando con perfecto desecho la dignidad superior de su
tema, inmediatamente próximo a ese gran destino, persisten en mantener sus estudios en
un irracional aislamiento, eximiéndose arbitrariamente de la difícil preparación que su
naturaleza exige. Estas disposiciones opuestas, pero igualmente empíricas, conducen hoy
con demasiada frecuencia, en unos, a una vana pérdida de esfuerzos intelectuales,
consumidos desde ahora, en gran parte, en investigaciones cada vez más pueriles: en los
otros, a una inestabilidad continua de las diversas nociones esenciales, por falta de una
marcha verdaderamente positiva. Sobre todo en este último aspecto, se debe observar, en
efecto, que los estudios sociales no son ahora los únicos que quedan aún fuera del sistema
plenamente positivo, bajo el estéril dominio del espíritu teológico-metafísico; en el fondo, los
estudios biológicos mismos, sobre todo dinámicos, aunque estén constituidos
académicamente, tampoco han alcanzado hasta ahora una verdadera positividad, puesto
que ninguna doctrina capital está en ellos suficientemente perfilada, de modo que el campo
de las ilusiones y de las juglarías sigue siendo en ellos, todavía, casi indefinido. Pero la
deplorable prolongación de una situación semejante tiende esencialmente, en uno y otro
caso, al insuficiente cumplimiento de las grandes condiciones lógicas determinadas por
nuestra ley enciclopédica, pues nadie discurre ya, desde hace mucho tiempo, la necesidad
de una marcha positiva; pero todos desconocen su naturaleza y sus obligaciones, que sólo
puede caracterizar la verdadera jerarquía científica. ¿Qué esperar, en efecto, sea acerca de
los fenómenos sociales, sea incluso acerca del estudio, más sencillo, de la vida individual,
de una cultura que aborda directamente especulaciones tan complejas sin haberse
preparado dignamente para ellas por una sana apreciación de los métodos y de las
doctrinas relativos a los diversos fenómenos menos complicados y más generales, de
manera que no puede conocer suficientemente ni la lógica inductiva, caracterizada
principalmente, en el estado rudimentario, por la química, la física y, ante todo, la
astronomía, ni siquiera la pura lógica deductiva, o el arte elemental del razonamiento
decisivo, que sólo la iniciación matemática puede desarrollar de un modo conveniente?
75.—Para facilitar el uso habitual de nuestra fórmula jerárquica conviene mucho, cuando no
se tiene necesidad de una gran precisión enciclopédica, agrupar sus términos dos a dos, de
modo que se reduzca a tres parejas: una inicial, matemático-astronómica: otra final,
biológico-sociológica, separadas y reunidas por la pareja intermedia, físico-química. Esta
afortunada condensación resulta de una apreciación irrecusable, puesto que existe, en
efecto, mayor afinidad natural, científica o lógica, entre los dos elementos de cada pareja
que entre las parejas consecutivas mismas, como lo confirma a menudo la dificultad que se
experimenta para separar netamente la matemática de la astronomía y la física de la
química, a causa de los hábitos vagos que aún dominan acerca de todos los pensamientos
de conjunto; la biología y la sociología, sobre todo, continúan casi confundidas en la mayor
parte de los pensadores actuales. Sin llegar nunca hasta estas viciosas confusiones, que
alterarían radicalmente las transiciones enciclopédicas, será con frecuencia útil reducir así
la jerarquía elemental del las especulaciones reales a tres parejas esenciales, cada una de
las cuales podrá además designarse brevemente según su elemento más especial, que es
siempre, efectivamente, el más característico y el más propio para definir las grandes fases
de la evolución positiva, individual o colectiva.
76.—Esta somera apreciación basa aquí para indicar el destino y señalar la importancia de
una ley enciclopédica semejante, en la que finalmente reside una de las dos ideas madres
cuya íntima combinación espontánea constituye necesariamente la base sistemática de la
nueva filosofía general. La terminación de este largo Discurso, donde el verdadero espíritu
positivo ha sido caracterizado en todos los aspectos esenciales, se aproxima así a su
comienzo, puesto que esta teoría de clasificación debe ser considerada, en último término,
como naturalmente inseparable de la teoría de evolución expuesta al principio; de manera
que el presente Discurso forma él mismo un verdadero conjunto, imagen fiel, aunque muy
contraída, de un vasto sistema. Es fácil comprender, en efecto, que la consideración
habitual de tal jerarquía ha de resultar indispensable, ya para explicar convenientemente
nuestra ley inicial de los tres estados, ya para disipar de modo suficiente las únicas
objeciones seria que pueda permitir, pues la frecuente simultaneidad histórica de las tres
grandes fases mentales respecto a especulaciones diferentes constituiría, de cualquier otro
modo, una inexplicable anomalía, que resuelve, por el contrario, espontáneamente, nuestra
ley jerárquica, relativa tanto a la sucesión como a la dependencia de los diversos estudios
positivos. Se concibe igualmente, en sentido inverso, que la regla de clasificación supone la
de la evolución, puesto que todos los motivos esenciales del orden así establecido resultan,
en el fondo, de la desigual rapidez de este desarrollo en las diferentes ciencias
fundamentales.
77.—La combinación racional de estas dos ideas madres, al constituir la unidad necesaria
del sistema científico, todas cuyas partes concurren cada vez más a un mismo fin, asegura
también, por otra parte, la justa independencia de los diversos elementos principales,
todavía alterada con demasiada frecuencia por aproximaciones viciosas. En su desarrollo
preliminar, el único realizado hasta ahora, al haber tenido el espíritu positivo que extenderse
así gradualmente de los estudios inferiores a los estudios superiores, éstos han sido
expuestos inevitablemente a la opresiva invasión de los primeros, contra cuyo ascendiente
su indispensable originalidad no encontraba, por lo pronto, garantía más que en una
prolongación exagerada de la tutela teológico-metafísica. Esta deplorable fluctuación, muy
sensible aún en la ciencia de los cuerpos vivos, caracteriza hoy lo que contienen de real, en
el fondo, las largas controversias, por lo demás tan vanas en todos los otros aspectos, entre
el materialismo y el espiritualismo, que representan de un modo provisional, en formas
igualmente viciosas, las necesidades, igualmente graves, aunque por desgracia opuestas
hasta ahora, de la realidad y la dignidad de nuestras especulaciones cualesquiera. Llegado
desde ahora a su madurez sistemática, el espíritu positivo disipa a la vez estos dos órdenes
de aberraciones, al terminar estos estériles conflictos por la satisfacción simultánea de estas
dos condiciones viciosamente contrarias, como lo indica inmediatamente nuestra jerarquía
científica combinada con nuestra ley de evolución, puesto que ninguna ciencia puede llegar
a una verdadera positividad sino en tanto que la originalidad de su carácter propio esté
plenamente consolidada.