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Jesús y la Mujer Samaritana

«Y tenía que pasar por Samaria.» Había siempre una necesidad para cada palabra que
Cristo hablaba, para cada acción que emprendía. Los judíos «que no se tratan con los
samaritanos» evitaban pasar por Samaria; pero el amor de Cristo por los pecadores lo
empujó a ir por aquel camino
Jesús y la Mujer Samaritana
Vino una mujer de Samaria a sacar agua; y Jesús le dijo: Dame de beber.
LA MUJER SAMARITANA Juan 4:1-30

«Y tenía que pasar por Samaria.» Había siempre una necesidad para cada palabra que Cristo
hablaba, para cada acción que emprendía. Aquellos judíos «que no se tratan con los
samaritanos» evitaban generalmente pasar por Samaria cuando iban de Judea a Galilea; pero el
amor de Cristo por los pecadores lo empujó a ir por aquel camino.

Él no vivió para agradarse a Sí mismo, sino para buscar y salvar a los perdidos. En esto nos ha
dejado un ejemplo, para que sigamos sus pisadas. Mientras tanto, centremos nuestros
pensamientos en la mujer. Veámosla como:

I. Una pecadora flagrante. Está bien claro por el versículo 18 que esta mujer vivía en una
condición de desvergonzada inmoralidad. Parece haber sido principal entre esta clase de
pecadores. Pero Jesús sabía cuando y dónde encontrarla. No es una casualidad entrar en contacto
con el Hijo de Dios. Él sabe nuestro camino.

II. Una indagadora despertada. «¿Cómo Tú… me pides a mí?», etc. (v. 9). Tan pronto como
entra en su presencia su curiosidad se despierta. ¿Quién podría entrar en contacto con Cristo sin
sentirse movido de una u otra manera? Y sin embargo los hay que osan sentenciar que es
meramente humano.

Esta samaritana sabía que Él era judío, aunque los judíos, en su odio, lo trataban de samaritano
(Jn. 8:48). Es interesante observar que fue el gran corazón de Cristo, tan poco propio de los
judíos, lo que al principio despertó el interés de ella en Él. Ésta es su principal característica como
Salvador de los pecadores.

III. Una caviladora carnal. Jesús respondió a la pregunta de la mujer con una revelación de Sí
mismo, como el Dador del «agua viva». Trató de llevarla a la consciencia de su necesidad del
«don de Dios» (v. 10).

La respuesta de ella muestra que estaba en total ignorancia en cuanto a las cosas espirituales.
«Señor», le dijo ella, «no tienes con que sacarla, y el pozo es hondo» (v. 11).

Como si esta agua viva pudiera salir del pozo de Jacob. Pero no estaba más ciega
que Nicodemo cuando repuso: «¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?».

Por medio del pecado, la caída del hombre de Dios es tan grande que, sin un milagro de la gracia,
no puede recibir las cosas del Espíritu de Dios (1 Co. 2:14). La razón carnal nunca ha
comprendido la Palabra de Dios.

IV. Una aturdida frivolidad. «Señor, dame de esa agua, para que no tenga yo sed, ni venga
aquí a sacarla» (v. 15). Ella tiene ahora un oscuro vislumbre de que el agua acerca de la que Él
está hablando no es el agua del pozo de Jacob; pero tiene la idea de que el agua que Él da es en
lugar de la que estaba en el Pozo de Sicar.
Así que su rápida e impertinente respuesta es: «Ah, esto sería muy conveniente; dámela para que
pueda ahorrarme la incomodidad de la sed y el trabajo de acarrearla desde el pozo». La
curiosidad de ella parece ahora transformarse en una especie de perplejo espíritu de ridiculización.

Hasta ahora es incapaz de recibir el Reino de Dios por la fe. Las cosas profundas de Dios
nunca son reveladas a un alma frívola. El arado de la convicción debe penetrar
profundamente. La semilla de la Palabra tiene que hallar un corazón honrado para germinar.

V. Una indagadora religiosa. El Señor confrontó su petulante contestación con estas punzantes
palabras: «Ve, llama a tu marido» (vv. 16-20). Esto condujo a la confesión: «Señor, estoy viendo
que Tú eres profeta».

Toda la ligereza y frivolidad parecen ahora desvanecerse, y con toda seriedad le pide que resuelva
para ella aquel gran problema acerca de «dónde se debe adorar».

El proceso mental y moral por el que pasa esta mujer guarda una hermosa armonía con la
enseñanza de todo el Nuevo Testamento, y con la actual experiencia cristiana.

La cuestión con que se encuentra ahora esta alma ansiosa es: ¿dónde debo adorar? ¿Cómo puedo
ser justificado delante de Dios? ¿Qué debo hacer para ser salvo? Algunas de las más
resplandecientes bendiciones de Dios nos vienen revestidas de las tinieblas del duelo.

Si el corazón del noble no se hubiera conmovido por la enfermedad de su hijo, nunca hubiera
conocido el poder sanador de Jesucristo por medio de la fe. Bendito aquel dolor que nos constriñe
a ir con fe al Hijo de Dios.

VI. Una oyente solemnizada. Ahora que esta conversación se ha vuelto tan maravillosamente
al punto más vital para un alma azotada por el pecado y que busca la luz, con qué anhelo bebería
ella del mensaje de luz y vida de los labios de su Salvador.

¡Qué mensaje es éste (vv. 21-24)! «Mujer, créeme (…) los verdaderos adoradores adorarán al
Padre en espíritu y en verdad… Dios es Espíritu.» Ésta fue una nueva revelación para ella, y fue el
golpe de muerte a todos sus prejuicios, pretensión de justicia propia, y sectarismo.

Fue también la apertura de una nueva puerta de esperanza para ella, al traer la salvación allí y
entonces a su alcance. «Sé que va a venir el Mesías», dijo ella. «Cuando Él venga, nos declarará
todas las cosas». Jesús le dijo: «Yo soy, el que te está hablando.» ¡Qué revelación tan
transformadora ésta!

VII. Una testigo denodada. Ella se fue y se lo dijo a los hombres de la ciudad: «Venid, ved a
un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?» (vv. 28-30). Sí, éste
es el Cristo, que nos dice con llaneza lo que somos y lo que necesitamos, y que nos ofrece suplir
aquella necesidad sin dinero o precio (v. 10).

Ella no se avergonzó de reconocerlo, como revelador de los pecados que ella había cometido, y
como el Ungido de Dios; y su testimonio solemne y fiel fue bendecido para salvación de muchos
(v. 39).

Ella no había recibido comisión, pero el poder impelente de una nueva revelación se hizo
irresistible en ella. Hablamos de lo que conocemos, y testificamos de lo que hemos visto. El amor
de Cristo nos constriñe.

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