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Octavo encuentro:

Samantha Schweblin (1978)

Idea y selección de textos: Fabián Almonacid


Conservas

Pasa una semana, un mes, y vamos haciéndonos a la idea de que Teresita se


adelantará a nuestros planes. Voy a tener que renunciar a la beca de estudios
porque dentro de unos meses ya no va a ser fá cil seguir. Quizá no por Teresita, sino
por pura angustia, no puedo parar de comer y empiezo a engordar. Manuel me
alcanza la comida al silló n, a la cama, al jardín. Todo organizado en la bandeja,
limpio en la cocina, abastecido en la alacena, como si la culpa, o qué sé yo qué cosa,
lo obligara a cumplir con lo que espero de él. Pero pierde sus energías y no parece
muy feliz: regresa tarde a casa, no me hace compañ ía, le molesta hablar del tema.
Pasa otro mes. Mamá también se resigna, nos compra algunos regalos y nos los
entrega —la conozco bien— con algo de tristeza. Dice:
—Este es un cambiador lavable con cierre de velcro… Estos son escarpines de puro
algodó n… Esta es la toalla con capucha en piqué…
Papá mira las cosas que nos van regalando y asiente.
—Ay, no sé… —digo yo, y no sé si me refiero al regalo o a Teresita—. La verdad es 2
que no sé —le digo má s tarde a mi suegra cuando cae con un juego de sabanitas de
colores—, no sé —digo ya sin saber qué decir, y abrazo las sá banas y me largo a
llorar.
El tercer mes me siento má s triste todavía. Cada vez que me levanto me miro al
espejo y me quedo así un rato. Mi cara, mis brazos, todo mi cuerpo, y por sobre
todo la panza, está n má s hinchados. A veces llamo a Manuel y le pido que se pare a
mi lado. A él en cambio lo veo má s flaco. Parece distraído. Habla poco. Llega del
trabajo y se sienta a mirar televisió n sosteniéndose la cabeza. No es que me quiera
menos. Sé que Manuel me adora y sé que, como yo, no tiene nada en contra de
nuestra Teresita, qué va a tener. Pero es que había tanto que hacer antes de su
llegada.
A veces mamá pide acariciar la panza. Me siento en el silló n y ella con voz suave y
cariñ osa le dice cosas a Teresita. A la mamá de Manuel, en cambio, se le da por
llamar a cada rato para saber có mo estoy, dó nde estoy, qué estoy comiendo, có mo
me siento, y todo lo que se le pueda ocurrir preguntar.
Tengo insomnio. Paso las noches despierta, en la cama. Miro el techo con las
manos sobre la pequeñ a Teresita. No puedo pensar en nada má s. No puedo
entender có mo en un mundo en el que ocurren cosas que todavía me parecen
maravillosas —como alquilar un coche en un país y devolverlo en otro,
descongelar del freezer un pescado fresco que murió hace treinta días, o pagar las
cuentas sin moverse de casa— no pueda solucionarse un asunto tan trivial como
un pequeñ o cambio en la organizació n de los hechos. Es que simplemente no me
resigno.
Dejo la guía de la obra social y busco otras alternativas. Hablo con obstetras, con
curanderos y hasta con un chamá n. Alguien me da el nú mero de una comadrona y
hablo con ella por teléfono. A su manera, cada uno presenta soluciones
conformistas o perversas que nada tienen que ver con lo que busco. Me cuesta
hacerme a la idea de recibir a Teresita tan temprano, pero tampoco quiero
lastimarla. Y entonces doy con el doctor Weisman.
El consultorio queda en el ú ltimo piso de un edificio antiguo del centro. No tiene
secretaria, ni sala de espera. Solo un pequeñ o hall de entrada y dos habitaciones.
Weisman es muy amable, nos hace pasar y nos ofrece café. Durante la conversació n
se interesa en especial por el tipo de familia que formamos, por nuestros padres, 3
por nuestro matrimonio, por las relaciones particulares entre cada uno de
nosotros. Contestamos todo lo que pregunta. Weisman entrecruza los dedos y
apoya las manos sobre el escritorio, parece conforme con nuestro perfil. Nos
cuenta algunas cosas sobre su trayectoria, el éxito de sus investigaciones y lo que
nos puede ofrecer, pero entiende que no necesita convencernos, y pasa a
explicarnos el tratamiento. Cada tanto miro a Manuel: escucha con atenció n,
asiente, lo veo entusiasmado. El plan incluye cambios en la alimentació n, en el
sueñ o, ejercicios de respiració n, medicamentos. Va a haber que hablar con mamá y
papá , y con la madre de Manuel; el papel de ellos también es importante. Anoto
todo en mi cuaderno, punto por punto.
—¿Y qué seguridad tenemos con este tratamiento? —pregunto.
—Tenemos lo que necesitamos para que todo salga bien —dice Weisman.
Al día siguiente Manuel se queda en casa. Nos sentamos en la mesa del living,
rodeados de grillas y papeles, y empezamos a trabajar. Anotamos lo má s fielmente
posible có mo se han ido dando las cosas desde el momento en que sospechamos
que Teresita se había adelantado. Citamos a nuestros padres y somos claros con
ellos: el asunto está decidido, el tratamiento en marcha, y no hay nada que discutir.
Cuando papá va a preguntar algo Manuel lo interrumpe:
—Tienen que hacer lo que les pedimos —dice—. Cada punto que anotamos, el día
exacto y a la hora exacta.
Entiendo lo que siente: nos tomamos esto en serio y esperamos lo mismo de los
demá s. Está n preocupados y creo que no llegan a entender de qué se trata, pero se
comprometen a seguir las instrucciones y cada uno vuelve a su casa con una lista.
Cuando concluyen los primeros diez días las cosas está n un poco má s aceitadas.
Tomo mis tres pastillas diarias en horario y respeto cada sesió n de «respiració n
consciente». La respiració n consciente es parte fundamental del tratamiento y es
un método de relajació n y concentració n innovador, descubierto y enseñ ado por el
mismo Weisman. En el jardín, sobre el césped, me centro en el contacto con «el
vientre hú medo de la tierra». Comienzo inhalando una vez y exhalando dos veces.
Prolongo los tiempos hasta inspirar durante cinco segundos y exhalar en ocho.
Tras varios días de ejercicio inhalo en diez y exhalo en quince. Así paso al segundo
nivel de respiració n consciente: empiezo a sentir la direcció n de mis energías.
Weisman dice que ese nivel va a tomarme algo má s de tiempo, pero insiste en que 4
el ejercicio está a mi alcance, en que tengo que seguir trabajando. Hay un momento
en el que es posible visualizar la velocidad a la que la energía circula en el cuerpo.
Se siente un cosquilleo suave que comienza por lo general en los labios, en las
manos y en los pies. Hay que intentar aminorar el ritmo, lentamente. La meta es
detenerlo por completo para, poco a poco, retomar la circulació n en sentido
contrario.
Manuel no puede ser muy cariñ oso conmigo todavía. Tiene que ser fiel a las listas
que hicimos y por lo tanto, hasta dentro de un mes y medio, mantenerse alejado,
hablar solo lo necesario y volver tarde a casa algunas noches. Cumple su parte con
esmero pero lo conozco: sé que secretamente está mejor, que se muere de ganas de
abrazarme y decirme lo mucho que me extrañ a. Pero así hay que hacer las cosas
por ahora; no podemos arriesgarnos a salirnos ni un segundo del guió n.
Al mes sigo progresando en la respiració n consciente. Ya casi siento que logro
detener la energía. Weisman dice que no falta mucho, que apenas hay que
esforzarse un poco má s. Me aumenta la dosis de las pastillas. Empiezo a notar que
la ansiedad disminuye y como un poco menos. Siguiendo el primer punto de su
lista, la madre de Manuel hace su mejor esfuerzo y trata de, gradualmente —esto
ú ltimo es importante y se lo subrayamos repetidas veces—, gradualmente, decía, ir
haciendo menos llamados a casa y bajar la ansiedad por hablar todo el tiempo
sobre Teresita.
El segundo es, quizá , el mes de má s cambios. Mi cuerpo no está tan hinchado, y
para sorpresa y alegría de ambos, la panza empieza a disminuir. Este cambio tan
notable alerta un poco a nuestros padres. Quizá es ahora cuando entienden, o
intuyen, en qué consiste el tratamiento. La madre de Manuel, sobre todo, parece
temer lo peor y, aunque se esfuerza por mantenerse al margen y seguir su lista,
siento su miedo y sus dudas y temo que esto afecte el tratamiento.
Duermo mejor a la noche, y ya no me siento tan deprimida. Le cuento a Weisman
mis progresos en la respiració n consciente. É l se entusiasma, sospecha que estoy a
punto de lograr mi energía inversa: tan pero tan cerca que solo un velo me separa
del objetivo.
Empieza el tercer mes, el penú ltimo. Es el mes en el que má s protagonismo van a
tener nuestros padres; estamos ansiosos por ver que cumplan con su palabra y que
todo salga a la perfecció n, y lo hacen, y lo hacen bien, y estamos agradecidos. La 5
madre de Manuel llega a casa una tarde y reclama las sá banas de colores que había
traído para Teresita. Quizá porque había pensado en este detalle durante mucho
tiempo, me pide una bolsa para envolver el paquete. Es que así lo traje, dice, con
bolsa, así que así se va, y nos guiñ a un ojo. Después les toca a mis padres. También
vienen por sus regalos, los reclaman uno por uno: primero la toalla con capucha en
piqué, después los escarpines de puro algodó n, por ú ltimo el cambiador lavable
con cierre de velcro. Los envuelvo. Mamá pide acariciar por ú ltima vez la panza. Me
siento en el silló n, ella se acomoda al lado mío, y habla con voz suave y cariñ osa.
Acaricia la panza y dice, esta es mi Teresita, có mo voy a extrañ ar a mi Teresita, y yo
no digo nada, pero sé que, si hubiera podido, si no hubiera tenido que limitarse a su
lista, habría llorado.
Los días del ú ltimo mes pasan rá pido. Manuel ya puede acercarse má s y la verdad
es que su compañ ía me hace bien. Nos paramos frente al espejo y nos reímos. La
sensació n es todo lo contrario a lo que se siente al emprender un viaje. No es la
alegría de partir, sino la de quedarse. Es agregarle un añ o má s al mejor añ o de tu
vida, y bajo las mismas condiciones. Es la oportunidad de seguir en continuado.
Estoy mucho menos hinchada. Eso alivia mis actividades y me levanta el á nimo.
Hago mi ú ltima visita a Weisman.
—Se acerca el momento —dice él, y empuja sobre el escritorio, hacia mí, el frasco
de conservació n.
Está helado, y así debe mantenerse, por eso traje la vianda térmica, como
Weisman recomendó . Debo guardarlo en la heladera en cuanto llegue. Lo levanto:
el agua es transparente pero espesa, como un frasco de almíbar incoloro.
Una mañ ana, durante una sesió n de respiració n consciente, logro pasar al ú ltimo
nivel: respiro lentamente, el cuerpo siente la humedad de la tierra y la energía que
lo envuelve. Respiro una vez, otra vez, otra vez, y entonces todo se detiene. La
energía parece materializarse a mi alrededor y podría precisar el momento exacto
en el que, poco a poco, comienza a circular en sentido inverso. Es una sensació n
purificadora, rejuvenecedora, como si el agua o el aire volviesen por sí mismos al
lugar en el que, en un principio, estuvieron contenidos.
Entonces llega el día. Está marcado en el almanaque de la heladera, Manuel lo
rodeó con un círculo rojo cuando volvimos del consultorio de Weisman por
primera vez. No sé cuá ndo sucederá , estoy preocupada. Manuel está en casa. Estoy 6
recostada en la cama. Lo escucho caminar de un lado a otro, intranquilo. Me toco la
panza. Es una panza normal, una panza como la de cualquier mujer, quiero decir
que no es una panza de embarazada. Al contrario, Weisman dice que el tratamiento
fue muy intenso: estoy un poco anémica, y mucho má s flaca que antes de que el
asunto de Teresita empezara.
Espero toda la mañ ana y toda la tarde encerrada en mi cuarto. No quiero comer, ni
salir, ni hablar. Manuel se asoma cada tanto y pregunta có mo estoy. Imagino que
mamá debe estar trepá ndose por las paredes, pero saben que no pueden llamar ni
pasar a verme.
Ahora hace rato que siento ná useas. El estó mago me arde y late má s fuerte, como
si fuera a explotar. Tengo que avisarle a Manuel. Trato de incorporarme y no
puedo, no me había dado cuenta de lo mareada que estaba. Tengo que avisarle a
Manuel para que llame a Weisman. Por un momento logro levantarme, espero y
vuelvo a dejarme caer de rodillas al piso. Pienso en la respiració n consciente pero
mi cabeza ya está en otra cosa. Tengo miedo. Temo que algo pueda salir mal y
lastimemos a Teresita. Quizá ella sepa lo que está pasando, quizá todo esto esté
muy mal. Manuel entra a la habitació n y corre hasta mí.
—Yo solo quiero dejarlo para má s adelante… —le digo—. No quiero que…
Quiero decirle que me deje acá tirada, que no importa, que corra a hablar con
Weisman, que todo salió mal. Pero no puedo hablar. Me tiembla el cuerpo, no tengo
control sobre él. Manuel se arrodilla junto a mí, me toma de las manos, me habla.
No escucho lo que dice. Siento que voy a vomitar. Me tapo la boca. É l reacciona, me
deja sola y corre hacia la cocina. No demora má s que unos segundos: regresa con el
vaso desinfectado y el envase plá stico que dice «Dr. Weisman». Rompe la faja de
seguridad del pico, vierte el contenido translú cido en el vaso. Otra vez siento ganas
de vomitar, pero no puedo, no quiero: no todavía. Tengo una arcada, y otra, y otra.
Arcadas má s violentas que empiezan a dejarme sin aire. Por primera vez pienso en
la posibilidad de la muerte. Pienso en eso un instante y ya no puedo respirar.
Manuel me mira, no sabe qué hacer. Las arcadas se interrumpen y algo se me atora
en la garganta. Cierro la boca y tomo a Manuel de la muñ eca. Entonces siento algo
pequeñ o, del tamañ o de una almendra. Lo acomodo sobre la lengua, es frá gil. Sé lo
que tengo que hacer y no puedo hacerlo. Es una sensació n inconfundible que
guardaré hasta dentro de algunos añ os. Miro a Manuel, parece aceptar el tiempo 7
que necesito. Ella nos esperará , pienso. Ella estará bien, hasta el momento
indicado. Entonces Manuel me acerca el vaso de conservació n, y al fin, suavemente,
la escupo.
Mariposas

Ya vas a ver qué lindo vestido tiene hoy la mía, le dice Calderó n a Gorriti, le queda
tan bien con esos ojos almendrados, por el color, viste; y esos piecitos… Está n junto
al resto de los padres, esperan ansiosos la salida de sus hijos. Calderó n habla,
Gorriti mira las puertas todavía cerradas. Vas a ver, dice Calderó n, quedate acá , hay
que quedarse cerca porque ya salen. ¿Y el tuyo có mo va? El otro hace un gesto de
dolor y se señ ala los dientes. No me digas, dice Calderó n. ¿Y le hiciste el cuento de
los ratones…? Ah, no, con la mía no se puede, es demasiado inteligente. Gorriti mira
el reloj. En cualquier momento se abren las puertas y los chicos salen disparados,
riendo a gritos en un tumulto de colores, a veces manchados de témpera, o de
chocolate. Por alguna razó n, el timbre se retrasa. Los padres esperan. Una
mariposa se posa en el brazo de Calderó n, que se apura a atraparla. La mariposa
lucha por escapar, él une las alas y la sostiene de las puntas. Aprieta fuerte para
que no se le escape. Vas a ver cuando la vea, le dice a Gorriti sacudiéndola, le va a
encantar. Pero aprieta tanto que empieza a sentir que las puntas se empastan. 8
Desliza los dedos hacia abajo y comprueba que la ha marcado. La mariposa intenta
soltarse, se sacude, y una de las alas se abre al medio como un papel. Calderó n lo
lamenta, cuando intenta inmovilizarla para ver bien los dañ os termina por
quedarse con parte del ala pegada a uno de los dedos. Gorriti lo mira con asco y
niega, le hace un gesto para que la tire. Calderó n la suelta. La mariposa cae al piso.
Se mueve con torpeza, intenta volar pero no puede. Al fin se queda quieta, sacude
cada tanto una de sus alas, y ya no intenta nada má s. Gorriti le dice que termine
con eso de una vez y él, por el propio bien de la mariposa por supuesto, la pisa con
firmeza. No alcanza a apartar el pie cuando advierte que algo extrañ o sucede. Mira
hacia las puertas y, como si un viento repentino hubiese violado las cerraduras,
estas se abren, y cientos de mariposas de todos los colores y tamañ os se abalanzan
sobre los padres que esperan. Piensa si irá n a atacarlo, tal vez piensa que va a
morir. Los otros padres no parecen asustarse; las mariposas solo revolotean entre
ellos. Una ú ltima cruza rezagada y se une al resto. Calderó n se queda mirando las
puertas abiertas, y tras los vidrios del hall central, las salas silenciosas. Algunos
padres todavía se amontonan frente a las puertas y gritan los nombres de sus hijos.
Entonces las mariposas, todas ellas en pocos segundos, se alejan volando en
distintas direcciones. Los padres intentan atraparlas. Calderó n, en cambio,
permanece inmó vil. No se anima a apartar el pie de la que ha matado, teme, quizá ,
reconocer en sus alas muertas los colores de la suya.

9
Pájaros en la boca

Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado


frente a la casa, con las balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no
atender, pero el timbre volvió a sonar: ella sabía que yo estaba en casa. Fui hasta la
puerta y abrí.
—Silvia.
—Hola —dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada—. Tenemos que
hablar.
Señ aló el silló n y obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me
trata como hace cuatro añ os, sigo siendo un imbécil.
—No va a gustarte. Es… es fuerte —miró su reloj—. Es sobre Sara.
—Siempre es sobre Sara.
—Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay
tiempo. Te venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
—¿Qué pasa? 10
—Ademá s le dije a Sara que ibas a ir, así que te espera.
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuá l sería el pró ximo paso, hasta
que Silvia frunció el ceñ o, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí
tras ella.
 
Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas
de Silvia colgando de los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y
entramos sin hablar. Sara estaba en el silló n. Aunque por ese añ o ya había
terminado las clases, llevaba puesto el jumper de la secundaria, que le quedaba
como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba sentada con la espalda recta,
las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en algú n punto de la
ventana o del jardín, una postura que me recordaba a esos ejercicios de yoga de la
madre. Siempre había sido má s bien pá lida y flaca, y ahora en cambio se la veía
rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían má s fuertes, como si hubiera
estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve
rosado en los cachetes. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
—Hola, papá .
Aunque mi nena era realmente una dulzura, dos palabras alcanzaban para
entender que algo estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la
madre. A veces pienso que quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi
siempre pienso que no. A unos metros del televisor, junto a la ventana, había una
jaula. Era una jaula para pá jaros —de unos setenta, ochenta centímetros—;
colgaba del techo, vacía.
—¿Qué es eso?
—Una jaula —dijo Sara, y sonrió .
Silvia me hizo una señ a para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y
ella se volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el silló n,
mirando hacia la calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz
baja.
—Mirá , vas a tener que tomarte esto con calma.
—Dejame de joder. ¿Qué pasa?
—La tengo sin comer desde ayer.
—¿Me está s cargando? 11
—Para que lo veas con tus propios ojos.
—Ahá … ¿Está s loca?
Dijo que regresá ramos al living y me señ aló el silló n. Me senté frente a Sara. Silvia
salió de la casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
—¿Qué le pasa a tu madre?
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio
estaba atado en una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los
ojos. Silvia volvió con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos,
como si se tratara de algo delicado. Fue hasta la jaula, la abrió , sacó de la caja un
gorrió n muy pequeñ o, del tamañ o de una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula
y la cerró . Tiró la caja al piso y la hizo a un lado de una patada, junto a otras nueve
o diez cajas similares que se iban sumando bajo el escritorio. Entonces Sara se
levantó , su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue hasta la jaula
dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco añ os
menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula
y sacó el pá jaro. No pude ver qué hizo. El pá jaro chilló y ella forcejeó un momento,
quizá porque el pá jaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano.
Cuando Sara se volvió hacia nosotros el pá jaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz,
el mentó n y las dos manos manchados de sangre. Sonrió avergonzada, su boca
gigante se arqueó y se abrió , y sus dientes rojos me obligaron a levantarme de un
salto. Corrí hasta el bañ o, me encerré y vomité en el inodoro. Pensé que Silvia me
seguiría y empezaría con las culpas y las directivas desde el otro lado de la puerta,
pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo.
Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces la puerta
de entrada. Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Silvia contestó
que sí, su voz ya estaba lejos. Salí del bañ o tratando de no hacer ruido y me asomé
al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par. Silvia cargaba la jaula en
el asiento trasero de mi coche. Di unos pasos, con la intenció n de salir de la casa
gritá ndoles unas cuantas cosas, pero Sara salió de la cocina hacia la calle y me
detuve en seco para que no me viera. Se dieron un abrazo. Silvia la besó y la metió
en el asiento del acompañ ante. Esperé a que volviera y cerrara la puerta.
—¿Qué mierda…?
—Te la llevá s. 12
Fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
—¡Dios santo, Silvia, tu hija come pá jaros!
—No puedo má s.
—¡Come pá jaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
Silvia se quedó mirá ndome, desconcertada.
—Supongo que los traga también. No sé si los pá jaros… —dijo, y se quedó
mirá ndome.
—No puedo llevá rmela.
—Si se queda me mato. Me mato yo y antes la mato a ella.
—¡Come pá jaros!
Silvia fue hasta el bañ o y se encerró . Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara
me saludó alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me
ayudaran a dar algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando por que ese tiempo
alcanzara para volver a ser un ser humano comú n y corriente, un tipo pulcro y
organizado capaz de quedarse diez minutos de pie en el supermercado frente a la
gó ndola de enlatados, corroborando que las arvejas que se está llevando son las
má s adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas que comen
personas entonces comer pá jaros vivos no estaba tan mal. También que desde un
punto de vista naturista es má s sano que la droga, y desde el social má s fá cil de
ocultar que un embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí
repitiéndome come pá jaros, come pá jaros, come pá jaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas.
Su jaula, su valija —que habían guardado en el baú l—, y cuatro cajas de zapatos
como la que Silvia había traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la
puerta y ahí esperé a que ella fuera y viniera con todo. Después de indicarle que
podía usar el cuarto de arriba, y de darle unos minutos para que se instalara, la
hice bajar y sentarse frente a mí en la mesa del comedor. Preparé dos cafés. Sara
hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
—Comés pá jaros, Sara —dije.
—Sí, papá .
Se mordió los labios, avergonzada, y dijo:
—Vos también.
—Comés pá jaros vivos, Sara. 13
—Sí, papá .
Me acordé de Sara a los cinco añ os, sentada a la mesa con nosotros, devorando
faná ticamente una calabaza, y pensé que encontraríamos la forma de resolver este
problema. Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me
pregunté qué se sentiría al tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de
plumas y patas en la boca, me tapé con la mano, como hacía Silvia, y la dejé sola
frente a los dos cafés, intactos.
 
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el tiempo en el living, erguida en el silló n
con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y
me aguantaba las horas consultando en Internet infinitas combinaciones de las
palabras «pá jaro», «crudo», «cura», «adopció n», sabiendo que ella seguía sentada
ahí, mirando hacia el jardín durante horas. Cuando entraba a la casa, alrededor de
las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante todo el día, se me erizaban
los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada dentro con llave,
herméticamente encerrada, como esos insectos que cazaba de chico y guardaba en
frascos de vidrio hasta que el aire se acababa. ¿Podría hacerlo? De chico, una vez, vi
en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un
rato, con la cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente
al pú blico sonriendo y dirigía los ojos hacia arriba, como si eso le diera un gran
placer. Ahora pensaba en esa mujer casi todas las noches, dando vueltas en la cama
sin poder dormir, considerando la posibilidad de internar a Sara en un centro
psiquiá trico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana. Podríamos
turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto
aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizá era una
buena opció n para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en
un lugar así. O sí. En cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía
decidirme.

Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la
puerta de entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto.
Preguntó por Sara y le señ alé el cuarto de arriba. Después bajó , sola. Le ofrecí café.
Lo tomamos en el living, en silencio. Estaba pá lida y a veces las manos le 14
temblaban y hacía tintinear la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el
otro. Yo podía decir «Esto es culpa tuya, esto es lo que lograste», y ella podía decir
algo absurdo como «Esto pasa porque nunca le prestaste atenció n». Pero la verdad
es que ya está bamos muy cansados.
—Yo me encargo de esto —dijo Silvia antes de salir, señ alando las cajas de zapatos.
No dije nada, aunque se lo agradecí profundamente.
 
En el supermercado la gente cargaba sus changos de cereales, dulces, verduras,
carnes y lá cteos. Yo me limitaba a mis enlatados y hacía la cola en silencio. Iba dos
o tres veces por semana. A veces, sin nada que comprar, pasaba de todas formas
antes de regresar a casa. Tomaba un chango y recorría las gó ndolas pensando en
qué es lo que podía estar olvidá ndome. A la noche mirá bamos juntos la televisió n.
Sara erguida, sentada en su esquina del silló n, yo en la otra punta, espiá ndola cada
tanto para ver si seguía la programació n o ya estaba de nuevo con los ojos clavados
en el jardín. Yo preparaba comida para dos y la llevaba al living en dos bandejas.
Dejaba la de Sara frente a ella, y ahí quedaba. Ella esperaba a que yo empezara a
comer y entonces decía:
—Permiso, papá .
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez
bajé el volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y
corto. Unos segundos después las canillas del bañ o y el agua corriendo. A veces
bajaba unos minutos después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se
duchaba y bajaba directamente en pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algú n
principio de agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla
de salir un rato. Pero era inú til. Conservaba, sin embargo, una piel radiante de
energía, y se la veía cada vez má s hermosa, como si se pasara el día haciendo
ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis cosas, encontraba una pluma. En el
piso junto a la puerta del comedor, detrá s de la lata de café, entre los cubiertos,
todavía hú meda en la pileta del bañ o. Las recogía, cuidando de que ella no me viera
haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando có mo se iban
con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba de nuevo, y yo
todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario regresar al 15
supermercado, en si se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en
Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
 
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo
que no podía visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entendí que no
poder visitarnos significaba que no podría traer má s cajas. Le pregunté si tenía
fiebre, si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en
sus respuestas dije que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no
atendí. Miramos televisió n. Traje mi comida y Sara no se levantó para ir a su
cuarto. Se concentró en el jardín hasta que terminé de comer, y solo entonces
regresó al programa de televisió n.
Al día siguiente, antes de regresar a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas
cosas en mi chango, lo de siempre. Paseé entre las gó ndolas como si hiciera un
reconocimiento del sú per por primera vez. Me detuve en la secció n de mascotas,
donde había comida para perros, gatos, conejos, pá jaros y peces. Levanté algunos
alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué estaban hechos, las calorías que
aportaban y las medidas que se recomendaban para cada raza, peso y edad.
Después fui a la secció n de jardinería, donde solo había plantas con o sin flor,
macetas y tierra, así que volví a la secció n de mascotas y me quedé ahí pensando
en qué iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía
esquivá ndome. Anunciaron en los altoparlantes la promoció n de lá cteos por el Día
de la Madre y pasaron un tema meló dico sobre un tipo que estaba lleno de mujeres
pero extrañ aba a su primer amor, hasta que finalmente empujé el chango y regresé
a la secció n de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo y la escuché en el
techo caminar nerviosa, acostarse y levantarse varias veces. Me pregunté en qué
condiciones estaría el cuarto, no había subido desde que ella había llegado; quizá el
sitio era un verdadero desastre, un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a
ver las jaulas de pá jaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se
parecía al gorrió n que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general
un poco má s grandes. Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a
preguntarme si estaba interesado en algú n pá jaro. Dije que no, que de ninguna 16
manera, que solo estaba mirando. Se quedó cerca, moviendo cajas, mirando hacia
la calle, después entendió que realmente no compraría nada y regresó al
mostrador.
En casa Sara esperaba en el silló n, erguida en su ejercicio de yoga. Nos saludamos.
—Hola, Sara.
—Hola, papá .
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días
anteriores. Preparé mi comida, me senté en el silló n y encendí el televisor. Después
de un rato Sara dijo:
—Papi…
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me
hubiera hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las
rodillas, mirá ndome.
—¿Qué? —dije.
—¿Me querés?
Hice un gesto con la mano, acompañ ado de un asentimiento. Todo en su conjunto
significaba que sí, que por supuesto. Era mi hija, ¿no? Y aun así, por las dudas,
pensando sobre todo en lo que mi exmujer hubiera considerado «lo correcto», dije:
—Sí, mi amor. Claro.
Y entonces Sara sonrió , una vez má s, y miró el jardín durante el resto del
programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitació n, yo dando
vueltas en mi cama hasta que me quedé dormido. A la mañ ana siguiente llamé a
Silvia. Era sá bado, pero no atendía el teléfono. Llamé má s tarde, y cerca del
mediodía también. Dejé un mensaje. Sara estuvo toda la mañ ana sentada en el
silló n, mirando hacia el jardín. Tenía el pelo un poco desarreglado y ya no se
sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté si estaba bien y dijo:
—Sí, papá .
—¿Por qué no salís un poco al jardín?
—No, papá .
Pensando en la conversació n de la noche anterior se me ocurrió que podría
preguntarle si me quería, aunque enseguida me pareció una estupidez. Volví a
llamar a Silvia. Dejé otro mensaje. En voz baja, cuidando de que Sara no me 17
escuchara, dije en el contestador:
—Es urgente, por favor.
Esperamos sentados cada uno en su silló n, con el televisor encendido. Unas horas
má s tarde Sara dijo:
—Permiso, papá .
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo
ningú n ruido. Decidí que llamaría a Silvia una vez má s. Levanté el tubo y, cuando
escuché el tono, corté. Fui con el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le
dije que necesitaba un pá jaro chico, el má s chico que tuviera. El vendedor abrió un
catá logo de fotografías y dijo que los precios y la alimentació n variaban de una
especie a la otra.
—¿Le gustan los exó ticos o prefiere algo má s hogareñ o?
Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el
mostrador y el vendedor se quedó en silencio, mirá ndome. Señ alé un pá jaro chico,
oscuro, que se movía nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento
veinte pesos y me lo entregaron en una caja cuadrada de cartó n verde, con
pequeñ os orificios calados alrededor, una bolsa gratis de alpiste que no acepté y un
folleto del criadero con la foto del pá jaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa,
subí y entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me
miró . Ninguno de los dos dijo nada. Se la veía tan pá lida que parecía enferma. El
cuarto estaba limpio y ordenado, la puerta del bañ o entornada. Había unas veinte
cajas de zapatos sobre el escritorio, desarmadas —de modo que no ocuparan tanto
espacio— y apiladas prolijamente unas sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de
la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el portarretrato que se había
llevado de la casa de su madre. El pá jaro se movió y sus patas se escucharon sobre
el cartó n, pero Sara permaneció inmó vil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin decir
nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía
bien. Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del
criadero, que todavía llevaba en la mano. En el reverso había informació n acerca
del cuidado del pá jaro y sus ciclos de procreació n. Resaltaban la necesidad de la
especie de estar en pareja en los períodos cá lidos y las cosas que podían hacerse
para que los añ os de cautiverio fueran lo má s amenos posible. Escuché un chillido 18
breve, y después la canilla de la pileta del bañ o. Cuando el agua empezó a correr
me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para bajar
las escaleras.
Papá Noel duerme en casa

La Navidad en que Papá Noel pasó la noche en casa fue la ú ltima vez que estuvimos
todos juntos, después de esa noche papá y mamá terminaron de pelearse, pero no
creo que Papá Noel haya tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto
unos meses antes porque había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de
acuerdo, él dijo que un buen á rbol de Navidad era importante esa vez, y compró
uno de todas formas. Venía en una caja de cartó n, larga y plana, y traía una hoja
que explicaba có mo encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera
natural. Armado era má s alto que papá , era inmenso, y yo creo que por eso ese añ o
Papá Noel durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control
remoto. Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular. El problema era
que casi todos los chicos tenían uno y cuando jugá bamos en el patio los autos a
control remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío.
Así que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para
enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla: 19
—Se la enviamos a Papá Noel —y le pasó el sobre.
El tipo de la ventanilla ni saludó , porque había mucha gente y se ve que ya estaba
cansado de tanto trabajo; la época navideñ a debe de ser la peor para ellos. Tomó la
carta, la miró y dijo:
—Falta el có digo postal.
—Pero es para Papá Noel —dijo papá , sonrió y le guiñ ó un ojo, se ve que para
hacerse amigo, y el tipo dijo:
—Sin có digo postal no sale.
—Usted sabe que la direcció n de Papá Noel no tiene có digo postal —dijo papá .
—Sin có digo postal no sale —dijo el tipo, y llamó al siguiente.
Y entonces papá trepó el mostrador, agarró al tipo del cuello de la camisa y la carta
salió .
Por eso yo estaba preocupado ese día, porque no sabía si la carta le había llegado o
no a Papá Noel. Ademá s no podíamos contar con mamá desde hacía casi dos meses,
y eso también me preocupaba, porque la que siempre estaba en todo era mamá , y
con ella las cosas salían bien, hasta que dejó de preocuparse, así nomá s, de un día
para el otro. La vieron algunos médicos, papá siempre la acompañ aba y yo me
quedaba en la casa de Marcela, que es nuestra vecina. Mamá no mejoró . Dejó de
haber ropa limpia, leche y cereales a la mañ ana, papá llegaba tarde a los lugares a
los que debía llevarme, y después llegaba otra vez tarde para pasarme a buscar.
Cuando pedí explicaciones papá dijo que mamá no estaba enferma ni tenía cá ncer
ni se iba a morir. Que bien podría haber pasado algo así pero él no era un hombre
de tanta suerte. Marcela me explicó que mamá simplemente había dejado de creer
en las cosas, que eso era estar «deprimido», y te quitaba las ganas de todo, y
tardaba en irse. Mamá no iba má s a trabajar ni se juntaba con amigas ni hablaba
por teléfono con la abuela. Se sentaba con su bata frente al televisor, y hacía
zapping toda la mañ ana, toda la tarde y toda la noche. Yo era el encargado de darle
de comer. Marcela dejaba comida hecha en el freezer con las porciones marcadas.
Había que combinarlas. No podía, por ejemplo, darle todo el pastel de papas y
después toda la tarta de verdura. La descongelaba en el microondas y se la
alcanzaba en una bandeja, con el vaso de agua y los cubiertos. Mamá decía:
—Gracias, mi amor, no tomes frío. —Lo decía sin mirarme, sin perder de vista lo
que sucedía en el televisor. 20
A la salida del colegio me agarraba de la mano de la mamá de Augusto, que era
hermosa. Eso funcionaba cuando venía a buscarme papá , pero después, cuando
empezó a venir Marcela, a ninguna de las dos parecía gustarle eso, así que
esperaba solo debajo del á rbol de la esquina. Viniera quien viniera a buscarme,
siempre llegaban tarde.
Marcela y papá se hicieron muy amigos, y algunas noches papá se quedaba con ella
en la casa de al lado, jugando al pó quer, y a mamá y a mí nos costaba dormirnos sin
él en la casa. Nos cruzá bamos en el bañ o y entonces mamá decía:
—Cuidado, mi amor, no tomes frío. —Y volvía frente al televisor.
Muchas tardes Marcela estaba en casa, cocinaba para nosotros y ordenaba un poco.
No sé por qué lo hacía. Supongo que papá le pediría ayuda y como ella era su amiga
se sentía en la obligació n, porque la verdad es que no se la veía muy contenta. Un
par de veces le apagó el televisor a mamá , se sentó frente a ella y le dijo:
—Irene, tenemos que hablar, esto no puede seguir así…
Le decía que tenía que cambiar de actitud, que así no llegaría a ningú n lado, que
ella ya no podía seguir ocupá ndose de todo, que tenía que reaccionar y tomar una
decisió n, o terminaría por arruinarnos la vida. Pero mamá nunca contestaba. Y al
final Marcela terminaba yéndose con un portazo, y esa noche papá pedía pizza
porque no había nada para cenar, y a mí la pizza me encanta.
Yo le había dicho a Augusto que mamá había dejado de «creer en las cosas», y que
entonces estaba «deprimida», y él quiso venir a ver có mo era. Hicimos algo muy
feo que a veces me avergü enza: saltamos frente a ella un rato, mamá apenas movía
la cabeza cuando le tapá bamos el televisor; después le hicimos un sombrero con
papel de diario, se lo probamos de distintas maneras y se lo dejamos puesto toda la
tarde, ella ni se movió . Le quité el sombrero antes de que llegara papá . Estaba
seguro de que mamá no iba a decirle nada, pero me sentía mal de todos modos.
Después llegó Navidad. Marcela hizo su pollo al horno con verduras horribles y
como era una noche especial me preparó ademá s papas fritas. Papá le pidió a
mamá que dejara el silló n y cenara con nosotros. La movió cuidadosamente hasta
la mesa —Marcela la había preparado con un mantel rojo, velas verdes y los platos
que usamos para las visitas—, la sentó en una de las cabeceras y se alejó unos
pasos hacia atrá s, sin dejar de mirarla, supongo que pensó que podía funcionar,
pero en cuanto él estuvo lo suficientemente lejos ella se levantó y volvió a su silló n. 21
Así que mudamos las cosas a la mesa ratona del living y comimos ahí con ella. La
tele estaba prendida, por supuesto, y el noticiero mostraba una nota sobre un sitio
de gente pobre que había recibido regalos y comida de gente de má s plata y ahora
estaban muy contentos. Yo estaba nervioso y miraba todo el tiempo el á rbol de
Navidad porque ya iban a ser las doce y quería mi auto. Entonces mamá señ aló el
televisor. Fue como ver moverse un mueble. Papá y Marcela se miraron. En la tele
Papá Noel estaba sentado en su living, con una mano abrazaba a un chico sentado
sobre sus piernas y con la otra a una mujer parecida a la mamá de Augusto. La
mujer se inclinaba y besaba a Papá Noel y Papá Noel te miraba y decía:
—…y cuando vuelvo a casa solo quiero estar con mi familia —y un logo de café se
agrandaba en la pantalla.
Mamá se puso a llorar. Marcela me tomó de la mano y me dijo que subiera al
cuarto. Yo me negué. Volvió a decírmelo, esta vez con el tono impaciente con el que
le habla a mamá , pero nada iba a alejarme esa noche del á rbol. Cuando Papá quiso
apagar el televisor mamá empezó a luchar con él para alejarlo. Pero no lo
consiguió . Sonó el timbre y yo dije:
—Es Papá Noel.
Marcela me dio una cachetada y papá le gritó . Empezaron a pelear. Y aunque mamá
aprovechó para encender de nuevo el televisor, Papá Noel ya no estaba en ningú n
canal.
El timbre volvió a sonar y papá dijo:
—¿Quién mierda es?
Pensé que ojalá que no fuese el del correo porque papá ya estaba de mal humor y
yo no quería que volvieran a pelear.
El timbre sonó muchas veces seguidas, y entonces papá se cansó , fue hasta la
puerta, la abrió , y vio que era Papá Noel. No era tan gordo como en televisió n y se
lo veía cansado, no podía mantenerse de pie y se apoyaba un momento de un lado
de la puerta, otro momento del otro.
—¿Qué quiere? —dijo papá .
—Soy Papá Noel —dijo Papá Noel.
—Y yo soy Blanca Nieves —dijo papá y le cerró la puerta.
Entonces mamá se levantó , corrió hasta la puerta, la abrió y Papá Noel todavía
estaba ahí, tratando de sostenerse, y lo abrazó . A papá le agarró un ataque: 22
—¿Este es el tipo, Irene? —le gritó a mamá , y empezó a decir malas palabras y a
tratar de separarlos.
Y mamá le dijo a Papá Noel:
—Bruno, no puedo vivir sin vos, me estoy muriendo.
Papá logró separarlos y le dio a Papá Noel una trompada y Papá Noel cayó para
atrá s y quedó seco sobre la entrada. Mamá empezó a gritar como loca. Yo estaba
preocupado por lo que le estaba pasando a Papá Noel, y porque todo esto atrasaba
lo del auto, aunque me alegraba ver a mamá otra vez en movimiento.
Papá le dijo a mamá que iba a matarlos a los dos y mamá le dijo que si él era tan
feliz con su amiga por qué ella no podía ser amiga de Papá Noel, cosa que a mí me
pareció ló gica. Marcela se acercó a ayudar a Papá Noel, que empezaba a moverse
en el piso, y le dio una mano para que se levantara. Y entonces papá volvió a decirle
de todo y mamá volvió a gritar. Marcela decía cá lmense, entremos, por favor, pero
nadie la escuchaba. Papá Noel se llevó la mano a la nuca y vio que le sangraba.
Escupió a papá y papá le dijo:
—Maricó n de mierda.
Y mamá le dijo a papá :
—Maricó n será s vos, hijo de puta —y también le escupió .
Le dio a Papá Noel la mano, lo hizo entrar a la casa, se lo llevó a su cuarto y se
encerró .
Papá se quedó como congelado, y en cuanto reaccionó se dio cuenta de que yo
todavía seguía ahí y me mandó furioso a la cama. Yo sabía que no estaba en
condiciones de discutir; me fui al cuarto sin Navidad y sin regalo. Esperé acostado
a que todo quedara en silencio, mirando nadar en las paredes el reflejo de los peces
de plá stico de mi velador. No tendría mi auto a control remoto, eso era clarísimo,
pero Papá Noel dormía en casa esa noche y eso nos aseguraba a todos un añ o
mucho mejor.

23
El hombre sirena

Estoy sentada en el bar del puerto, esperando a Daniel, cuando veo al hombre
sirena mirarme desde el muelle. Está sobre la primera columna de hormigó n,
donde el agua todavía no llega a la playa, a unos cincuenta metros. Tardo en
reconocerlo, en entender qué es exactamente, tan hombre de la cintura para arriba,
tan sirena de la cintura para abajo. Mira hacia un lado, después tranquilamente
hacia el otro, y al fin vuelve a mirar hacia acá . Mi primer impulso es pararme, pero
sé que el Tano, el dueñ o del bar, es amigo de Daniel, y me vigila desde la barra.
Disimulo buscando entre las cosas de la mesa la cuenta del café. El Tano se acerca
para ver que todo esté bien, insiste en que Daniel ya debe de estar por llegar, que
debo esperar. Le digo que se quede tranquilo, que enseguida vuelvo. Dejo cinco
pesos sobre la mesa, tomo mi cartera y salgo. No tengo un plan para el hombre
sirena, simplemente dejo el bar y camino en su direcció n. Contra la idea que se
tiene de las sirenas, hermosas y bronceadas, este no solo es del otro sexo sino que
es bastante pá lido. Pero macizo, musculoso. Cuando me ve se cruza de brazos —las 24
manos bajo las axilas, los pulgares hacia arriba—, y sonríe. Me parece un gesto
demasiado canchero para un hombre sirena y me arrepiento de estar caminando
hacia él con tanta seguridad, con tantas ganas de hablarle, y me siento estú pida. É l
espera a que yo me acerque —ya es tarde para volver— y entonces dice:
—Hola.
Me detengo.
—¿Qué hace una morocha tan sola, en el muelle?
—Pensé que quizá … —no sé qué decir. Dejo caer la cartera, la sostengo con ambas
manos, colgando frente a mis rodillas—, pensé que quizá él necesitaba algo, como
usted…
—Tuteame, preciosa —dice, y me tiende la mano en un gesto que me invita a subir.
Miro sus piernas o, mejor dicho, su cola brillante que cuelga sobre el hormigó n. Le
paso la cartera. La toma, la deja junto a él. Trabo un pie contra el muelle y tomo la
mano que vuelve a ofrecerme. Tiene la piel helada, como pescado de congelador.
Pero el sol está alto y fuerte, y el cielo es de un azul intenso, y el aire huele a limpio,
y para cuando me acomodo junto a él siento que la frescura de su cuerpo me llena
de una felicidad vital. Me da vergü enza y me suelto. No sé qué hacer con las manos.
Sonrío. É l se arregla el pelo —tiene un jopo muy a lo americano— y pregunta si
traigo cigarrillos. Digo que no fumo. Tiene la piel lisa, ni un solo pelo en todo el
cuerpo, y llena de pequeñ as aureolas de polvillo blanco, apenas visibles, quizá
formadas por la sal del mar. Ve que lo miro y se las sacude un poco de los brazos.
Tiene los abdominales marcados, nunca vi una panza así.
—Podés tocarme —dice, acariciá ndose los abdominales—; no hay así en el centro,
¿o sí?
Acerco una mano, él se adelanta, la aprisiona entre la suya y sus abdominales
también helados. Me tiene así algunos segundos, y después dice:
—Contame de vos. —Y me suelta con suavidad—: ¿Có mo va todo?
—Mamá está enferma, los médicos no creen que aguante mucho má s.
Miramos juntos el mar.
—Qué mal… —dice él.
—Pero ese no es el problema —digo—, el que me preocupa es Daniel. Daniel está
mal y eso no ayuda.
—¿Le cuesta asumir lo de su madre? 25
Asiento.
—¿Son dos hermanos?
—Sí.
—Al menos pueden dividirse las cosas. Yo soy hijo ú nico y mi madre es muy
absorbente.
—Somos dos pero lo hace todo él. Yo necesito estar descansada, no puedo
permitirme emociones fuertes. Tengo un problema, acá , en el corazó n; yo creo que
es del corazó n. Así que mantengo distancia. Por mi salud…
—¿Y dó nde está Daniel ahora?
—Es impuntual. Está todo el día corriendo de acá para allá . Tiene un gran
problema con la organizació n de sus tiempos.
—¿De qué signo es? ¿Piscis?
—Tauro.
—¡Uff! Qué signo.
—Tengo pastillas de menta —digo—, ¿querés?
Dice que sí y me pasa la cartera, que quedó de su lado.
—Está todo el día pensando de dó nde va a sacar dinero para pagar esto, de dó nde
para lo otro. Todo el tiempo queriendo saber qué estoy haciendo, dó nde voy a
estar, con quién…
—¿Vive con tu madre?
—No. Mamá es como yo, somos mujeres independientes y necesitamos nuestro
espacio. É l considera que es peligroso que yo viva sola. Así nomá s me lo dice: «Yo
creo que es peligroso que una chica como vos viva sola». Quiere pagarle a una
mujer para que esté todo el día detrá s de mí. Por supuesto que nunca acepté.
Le paso una pastilla y tomo otra para mí.
—¿Vivís por acá ?
—Me alquila una casita a unas cuadras: cree que este barrio es mucho má s seguro.
Y se hace amigos por acá , habla con los vecinos, con el Tano, quiere saber todo,
controlar todo, es realmente insoportable.
—Mi padre era así.
—Sí, pero él no es papá . Papá está muerto, ¿por qué tengo que soportar un papá -
hermano si papá está muerto?
—Bueno, quizá solo intenta cuidarte. 26
Me río sarcá sticamente, en realidad, el comentario casi arruina mi humor, y creo
que él alcanza a darse cuenta.
—No, no. No se trata de cuidarme, es má s complicado de lo que pensá s.
Se queda mirá ndome. Tiene ojos celestes, muy claros.
—Contame.
—Ah, no. Creeme, no vale la pena: es un día hermoso.
—Por favor.
Une las palmas de las manos, y me ruega con una mueca graciosa, como un á ngel a
punto de llorar. A veces, cuando me habla, la aleta plateada se ondula un poco en
las puntas y me roza los tobillos. Aunque son á speras, las escamas no me lastiman,
es una sensació n agradable. Yo no digo nada, y las aletas se acercan cada vez má s.
—Contame…
—Es que mamá … Ella no solo está enferma: la verdad es que la pobre está
totalmente loca…
Suspiro y miro el cielo. El cielo celeste, absoluto. Después nos miramos. Por
primera vez reparo en sus labios. ¿Será n también helados? Me toma de las manos,
las besa y dice:
—¿Creés que podríamos salir? Vos y yo, un día de estos… Podríamos ir a cenar, o al
cine, me encanta el cine.
Le doy un beso y siento el frío de su boca despertar cada célula de mi cuerpo, como
una bebida helada en pleno verano. No es solo una sensació n, es una experiencia
reveladora, porque siento que ya nada puede ser igual. Aunque no puedo decirle
que lo amo: no todavía, debe pasar má s tiempo, debemos hacer las cosas paso a
paso. Primero él al cine, después yo al fondo del mar. Pero la decisió n está tomada,
es irrevocable. Yo, que toda la vida creí que se vive por un ú nico amor, encontré al
mío en el muelle, junto al mar, y me toma ahora francamente de la mano, y me mira
con sus ojos transparentes, y me dice:
—No sufras má s, morocha, ya nadie va a hacerte dañ o.
Una bocina suena a lo lejos, desde la calle. La identifico enseguida: es el auto de
Daniel. Miro por sobre el hombro de mi hombre sirena. Daniel baja apurado y va
directo hacia el bar. No parece haberme visto.
—Ahora vuelvo —digo.
Me abraza, vuelve a besarme; «Te espero», dice, me presta su brazo como soga 27
para que pueda bajar má s có moda y me alcanza la cartera.
Corro hasta el bar. Daniel está hablando con el Tano y me ve.
—¿Dó nde estabas? Quedamos en tu casa, no en el bar.
No es cierto, pero no le digo nada, eso no importa ahora.
—Necesito hablarte —digo.
—Vamos al auto, hablamos en el auto.
Me toma del brazo, con delicadeza, pero con esa actitud paternal que tanto me
enerva, y salimos. El auto está a unos metros, pero me detengo.
—Soltame.
Me suelta pero sigue hacia el auto y abre la puerta.
—Vamos, es tarde. El médico va a matarnos.
—No voy a ningú n lado, Daniel.
Daniel se detiene.
—Voy a quedarme acá —digo—, con el hombre sirena.
Se queda mirá ndome un momento. Me doy vuelta hacia el mar. É l, hermoso y
plateado sobre el muelle, levanta su brazo para saludarnos. Y aun así, Daniel entra
al auto y abre la puerta de mi lado. Entonces no sé qué hacer, y cuando no sé qué
hacer, el mundo me parece un lugar terrible para alguien como yo, y me siento muy
triste. Por eso pienso: es solo un hombre sirena, es solo un hombre sirena,
mientras subo al auto y trato de tranquilizarme. Puede estar ahí otra vez mañ ana,
esperá ndome.

28
Un gran esfuerzo

É l y su padre eran un animal amarillo, un mismo animal mirá ndose al espejo. El


sueñ o se repetía. Se despertaba angustiado y cada vez le era má s difícil volver a
dormirse. Durante el día se sentía má s rígido que de costumbre, má s encorvado. Su
mujer incluso le preguntó una vez si estaba bien, aunque después, cuando él
intentó explicarse, ella pareció no querer saber demasiado. Entonces alguien le
pasó el dato de la señ ora Linn. Podía ir con esa señ ora o con cualquier otra, había
una en cada barrio. Lo importante, le dijeron mientras le anotaban el nú mero en un
papel, era no dejarse estar.
Hizo una visita, y volvió a verla una vez por semana. El alivio tras cada sesió n lo
ayudó a definir el malestar: desaparecían los nervios y la angustia que tiraba de la
garganta hacia el estó mago. El efecto duraba todo ese día con una plenitud
comparable, segú n él, a la de caminar volando, y una paz residual quedaba en los
días siguientes. Pero al final la rigidez siempre volvía.
En la quinta sesió n contó el sueñ o, y la señ ora Linn aplicó aceite esencial de 29
lavanda y abrió la ventana por completo. É l hundió la cabeza en el generoso
agujero de la camilla y dejó a la señ ora Linn trabajar. Las manos, los codos y las
rodillas eran la verdadera fortaleza de esa mujer, y solo a través de ellos se dejaba
él influir. En la sexta sesió n habló del padre, de esa primera vez que el padre se
había ido de la casa y de la mujer policía que llamó para avisar. Lo habían
encontrado caminando solo por la banquina de la autopista, un conductor llamó a
emergencias de inmediato. Recuerda a su madre al teléfono y la voz de la mujer
policía regañ á ndola: ¿se daba cuenta de lo peligroso que era para todos que su
marido se paseara solo por la autopista? Ahora alguien tenía que ir a buscarlo a la
comisaría.
Su madre se puso la campera sobre el pijama y él y su hermana esperaron sentados
en el living. «Si levantan el culo del silló n —les dijo la madre—, no má s padre para
nadie.»
Cuando la sesió n terminaba, la señ ora Linn decía «Abra lentamente los ojos». Era
agradable encontrar la luz tanto má s tenue, y no lo inquietaba no saber en qué
momento ella había cerrado las cortinas. En la octava sesió n contó la siguiente vez
que el padre había intentado dejarlos: su madre escribía la lista de las compras, su
padre miraba atentamente los azulejos de la cocina, los amarillos.
—Sé que es extrañ o —le aclaró a la señ ora Linn—, pero estoy seguro de que solo
miraba los amarillos. Amarillos como en mi sueñ o.
Temía que entre tantos pacientes la señ ora Linn olvidara los datos má s pequeñ os,
y quizá estaba ahí, en el amarillo, el detalle importante. Pero los dedos de la señ ora
Linn subieron rá pidamente por su espalda y él entendió cuá n familiarizada estaba
ella con este tipo de relatos, y confió en que él debía seguir adelante con el suyo,
sin tantas aclaraciones.
—Mi padre se levantó y salió de la cocina —continuó él—, y fue la manera en que
lo hizo, un poco má s rígida de lo usual, lo que me puso en alerta. «¿Adó nde vas? —
le preguntó mi madre—. Te vas sin la lista de las compras.» Fue algo bastante
violento, có mo ella metió el papel en el puñ o de él, como meter una carta
demasiado grande en la boca de un buzó n demasiado blando. Pero mi madre sabía
lo que hacía: con un pedido en las manos, mi padre tendría que regresar.
—Inhale y exhale profundamente —le recordaba siempre la señ ora Linn—. Si
quiere, puede cerrar los ojos. 30
A veces él levantaba la cabeza del agujero de la camilla para aclarar algo o tantear
la mirada de la señ ora Linn. Pero ella hundía el codo en algú n punto estratégico de
su cuerpo, y enseguida lo devolvía a su sitio. Sus codos, sus puñ os y sus rodillas se
acercaban siempre brillantes y humectados, á vidos por frotar. Sacudía los pomos
de crema antes de abrirlos y estrujarlos. Decía que estaba bien que la crema se
sintiera fría al primer contacto con el cuerpo, porque estimulaba la epidermis y
activaba los mú sculos.
—Tengo miedo —dijo él en su novena sesió n—, miedo de muchas cosas.
Se avergonzó enseguida. Hablaba sin pensar, quizá el contacto con la camilla lo
relajaba demasiado.
—Afloje los brazos —dijo la señ ora Linn.
Quizá algo se había ablandado má s de lo debido y ahora había cosas que él ya no
podía controlar.
—Abra los puñ os.
La señ ora Linn humectó sus manos con má s aceite y las estiró varias veces, como si
practicara algú n tipo de elongació n.
Se sentía má s dó cil que de costumbre, estaba a punto de llorar y eso era algo muy
vergonzoso. Pero respiró profundamente y se animó a seguir.
Su padre regresó a medianoche, casi doce horas después y debajo de un diluvio.
Traía las compras en dos grandes bolsas, empapadas. En los ú ltimos añ os de la
primaria, las inminentes desapariciones de su padre lo atormentaban cada vez
má s, y no era solo por el dolor de sentirse abandonado. Era rencor. El rencor que
ese padre torpe y débil, incapaz de alejarse definitivamente, iba inflando dentro de
su pecho. Una dolorosa bola de aire que llevaba siempre con la boca cerrada
porque, si el padre al fin lograba irse, la bola de aire sería todo lo que conservaría
de él, y no estaba dispuesto a dejarla ir tan fá cilmente.
En la novena sesió n la señ ora Linn preguntó otra vez por el sueñ o. Seguía
repitiéndose, aunque el tratamiento aliviara los síntomas. É l y su padre seguían
siendo un animal amarillo, un mismo animal mirá ndose al espejo.
En la decimosegunda sesió n él volvió a sentir necesario hacer algunas aclaraciones.
Sus padres no se llevaban mal, ese no parecía ser el problema, tampoco había
problemas econó micos. A veces estas aclaraciones eran para sí mismo, pero igual
incluía en voz alta a la señ ora Linn. Lo que fuera que sucediera sobre la camilla era 31
un trabajo en equipo. É l decía lo que había que decir, y a cambio los codos de la
señ ora Linn se hundían a cada lado de sus omó platos, punzaban hacia dentro y
hacia fuera, reconocían y calaban. Solo en una o dos ocasiones, por puro cansancio,
él no dijo nada del padre en toda la sesió n. Y la señ ora Linn lo amasó con má s
suavidad, pellizcá ndolo en las zonas lumbares unas pocas veces, sin emoció n.
Su padre volvió a irse unos meses después de que él empezara la secundaria, y una
tarde, al fin, logró no regresar. Durante un tiempo él estuvo pendiente, esperaba
que la policía volviera a encontrarlo. ¿Llevaría encima su padre algú n documento
con su direcció n? Su madre se acostumbró rá pido a vivir sin él. Casi tres añ os má s
tarde, el teléfono sonó y era su padre. «Me siento muy solo», dijo su voz. «¿Dó nde
está s, papá ? Voy a buscarte», dijo él, y como solo hubo silencio él intentó : «¿Está s
hacia el oeste? ¿O tendría que tomar la autopista? ¿Está s cerca o está s lejos?».
Esperó , pero el padre ya había cortado.
—¿Duele ahí? —preguntaba a veces la señ ora Linn, y sus manos rodeaban las
zonas de dolor.
Pero, quizá porque era mejor así, casi nunca lo preguntaba cuando realmente dolía.
Má s tarde su hermana se fue de la casa, y él unos añ os después. É l se fue un sá bado,
lo recuerda porque su padre volvió a la casa un miércoles. É l lo había esperado casi
siete añ os, pero bastó que hiciera sus valijas y se fuera de la casa para que su
padre, solo cuatro días después, tocara el timbre de la casa. Su madre dice que se
asomó y lo vio saludarla desde la reja, y que durante unos cuantos días no supo
muy bien qué hacer con él. Acordaron dormir en cuartos separados, y pronto
volvieron a acostumbrarse el uno al otro. Cuando su hijo nació , el pasado quedó
muy lejos de todos. Cenaban los domingos en familia y su padre le revolvía el pelo
a su nieto con tanto cariñ o que él se preguntaba si no habría exagerado su dolor
alrededor del padre. Al fin y al cabo, pensaba, quizá de eso se trataba la
adolescencia: la invenció n de un par de eventos imperdonables que ayudan a dejar
el hogar. Y así estaban las cosas todavía.
Unas semanas atrá s, fue a ver a la señ ora Linn sin turno. Llevaba a su padre en el
asiento del acompañ ante, en hermético silencio. Tenía que verla, y ella lo entendió
en cuanto le avisaron que estaban los dos en la sala de espera. No tardó en hacerlo
pasar, el padre esperó afuera.
La señ ora Linn le pidió que se sentara en la camilla y le contara qué había pasado. 32
É l dijo que esa tarde estaba leyendo en la cocina cuando su hijo fue a buscarlo y lo
arrastró hasta su cuarto. Había preparado una pequeñ a obra de títeres, le pidió que
se sentara y que prestara atenció n. Su hijo se metió detrá s de un improvisado teló n
y él lo adivinó haciendo un gran esfuerzo por colocarse bien el títere. Nunca había
visto al chico tan serio. Y ahora la señ ora Linn tenía que tener paciencia, porque lo
que pasó fue algo extrañ o, difícil de explicar.
La señ ora Linn asintió , pero se estiró hacia sus potes de crema y tomó uno antes de
sentarse frente a la camilla.
El chico sacó un títere a escena y el títere abrió la boca blanca y enorme, y tembló
sin cerrarla, como si estuviera gritando. É l estaba a solo un metro de ahí, tan
alarmado como el títere. Pero lo que sucedió después, lo que sucedió después no
había forma de explicá rselo a la señ ora Linn. El chico escondió el títere tras el teló n
y volvió a sacarlo, volvió a hacerlo gritar y volvió a esconderlo. Lo hizo todo una y
otra vez, hasta que él reconoció el dolor, entre la nuca y la garganta. El dolor que lo
endurecía y lo aterraba en sus sueñ os, el dolor que lo ataba a su padre y a su propia
imagen frente al espejo, el dolor amarillo.
La señ ora Linn sostenía su pote má s grande de crema, y sin querer apretó
demasiado y el perfume a almendras inundó la habitació n.
—Sentí —dijo él, intentando entenderse a sí mismo—, la desmesurada necesidad
de atenció n de mi hijo. Una necesidad insaciable, eso sentí. Una necesidad
imposible de satisfacer.
La señ ora Linn dejó el pote de crema y estiró nerviosamente sus dedos, como
elongá ndolos.
—Y ya no pude mirarlo, a mi hijo. Aparté la mirada.
Intentó concentrarse, pero sentía un leve mareo.
Entonces el chico dejó el títere y se asomó él mismo al escenario. Se escondía tras
el teló n unos segundos y volvía a aparecer. El dolor que le provocaba cada
desaparició n era algo brutal. Cada vez que el chico volvía a ocultarse tras el teló n,
un hilo invisible tiraba violentamente de él.
La señ ora Linn se llevó el pote de crema al pecho y por un momento sus codos
sobresalieron hacia atrá s, má s dispuestos que nunca a hundirse y comprimir.
—Entendí que yo no podía vivir má s con él, ni sin él. Era un gran error, lo que fuera
que nos unía. Una tragedia en la que los dos fracasaríamos. 33
La señ ora Linn le dio el pote de crema y él lo sostuvo, y de alguna forma el pote lo
ayudó a seguir.
É l intentó explicarse: no pudo sostenerle al chico la mirada. Buscó un punto fijo
entre los juguetes de la habitació n, un punto fijo que lo rescatara del pá nico, y se
aferró a un títere amarillo colgado un poco má s allá , cerca de la ventana.
Los brazos de la señ ora Linn colgaban ahora rectos de sus hombros y los dedos se
movían apenas, como si ensayaran en el aire alguna forma nueva de amasado.
—Así que fui a buscar a mi padre, y lo obligué a subir al coche. Tomé la autopista y
conduje en silencio unos treinta kiló metros.
Por unos segundos los dedos de la señ ora Linn se detuvieron, como si hubieran
perdido el hilo o no entendieran del todo lo que él acababa de decir, pero en cuanto
él continuó , los dedos de la señ ora Linn lo siguieron.
Su padre no dijo nada en todo el trayecto, y cuando las luces de la ciudad
empezaron a desaparecer, él paró el coche a un costado y le pidió que se bajara.
—Yo no podía irme de casa. Soy tan débil como lo fue mi padre. Pero sí hay algo
que podía hacer, algo que podía cambiar las cosas a largo plazo.
Podía darle a su padre el empujó n que toda su vida había necesitado para dejarlos.
Podía darle su perdó n y su permiso. Podía sacrificarse y trastocar así esta cíclica
tragedia: soltar un eslabó n de la cadena para romper el círculo. Quizá así liberaría
a su propio hijo del dolor de sus hijos, y a los hijos de su hijo del mismo dolor.
La señ ora Linn se inclinó hacia su estante y cambió rá pidamente el pomo de crema.
É l bajó del coche y dio la vuelta para abrirle la puerta al padre. Lo que sintió en ese
momento fue todo lo contrario al miedo, fue algo cercano a la locura pero con la
certeza absoluta de estar dando el paso correcto. La angustia excitante de
reconocer que lo que se está haciendo terminará cambiando algo importante.
Liberar al padre era liberarlos a todos. Su padre siempre supo que tenía que irse.
Ahora él estaba ahí para ayudarlo. Pero el padre no se movió .
—No se movió —dijo él—. Le dije que se bajara. Esperé. Se lo dije otra vez, de mala
manera. Pero él ni siquiera pudo mirarme a los ojos.
Solo se hundió en el asiento, aterrorizado.
—¿Dó nde está su padre? —preguntó la señ ora Linn—. Trá igalo.
É l la miró , miró a su señ ora Linn. Dudó un momento, intentando salir del halo de su
relato, y un suave empujó n en el hombro lo puso en marcha. 34
—Vamos, vaya a buscarlo.
Cuando regresó con su padre, la señ ora Linn había encendido sus dos
vaporizadores de lavanda. Dio algunas vueltas alrededor del padre y del hijo, como
si necesitara corroborar que fueran lo suficientemente parecidos. Después le
indicó al padre que se sentara en la camilla. Tal vez el padre pensó que se trataba
de otra cosa, porque, antes de entregarse por completo y dejar a la especialista
trabajar, le hizo prometer al hijo que no le diría nada a su madre. É l le aseguró que
no diría nada, y tuvo que explicarle que la cara iba en el agujero, y que no era
doloroso.
A él, en cambio, la señ ora Linn le indicó que esperara sentado en la butaca, junto a
la camilla. Pero estaba intranquilo y no se sentó , y antes de que pudiera darse
cuenta, los codos, los puñ os y las rodillas de la señ ora Linn treparon por el padre
como una gran arañ a en trance. Se hundieron y giraron sobre sus hombros, sus
omó platos, su columna y su coxis. Los puñ os comprimieron la cintura, la
levantaron y la volvieron a soltar. El cuerpo entero de su padre se dejó amasar y
reacomodar. Sobre la camilla, la señ ora Linn lo sostuvo por los hombros,
arqueá ndolo má s de lo que él hubiera pensado que podía arquearse a un padre.
Hubo tirones, presiones y rotaciones. Los codos humectados se hundieron en las
caderas y él, sin dejar nunca de mirar al padre, dejó caer su cuerpo, completamente
relajado, en la butaca. Entonces la señ ora Linn, como si hubiese estado esperando
exactamente ese momento, hundió una de sus rodillas en la columna de su padre.
Fue un movimiento rá pido y quirú rgico. Algo sonó en el cuerpo, tan fuerte que él
mismo lo sintió en el suyo, tan fuerte que a él lo asustó el tiró n, la correcció n
precisa y experta. Los tres se quedaron quietos unos segundos. Después, con el
alivio, entendió que todo era una buena señ al.
La señ ora Linn los despidió en la sala de espera. La recepcionista le hizo al padre
una ficha y le dio una tarjeta.
Caminaron hasta el coche e hicieron el viaje de regreso en silencio. Pasaron la plaza
y, frente al semá foro para cruzar la avenida, los dos se quedaron mirando el cruce
peatonal. Había luces verdes, rojas y amarillas. Había un turno para cada calle, y en
cada turno todos sabían qué hacer. É l esperó su señ al, y su padre aceptó la espera.
Cuando el amarillo cambió a verde, ya se sentían mucho mejor.
35
Más ratas que gatos

Marga estira, desde el suelo, sus brazos finos y blancos que apenas rozan la madera
tibia del altillo, y cuando mamá Alejandra suelta la pú a, suavemente, sobre el disco,
Marga siente la mú sica llegar hasta ella, escapar por las ventanas, esfumarse entre
la ropa, entre los pelos de seda y lana de Arístides, que ladra ahora mientras salta a
su alrededor. Papá Ovidio llega a casa y toca la puerta tres veces, tres golpes dulces
en el tímpano de Arístides. Arístides no corras, espérame Arístides. Oh, querido, no
sabes cuá nto te he extrañ ado, y entonces mamá Alejandra besa a papá Ovidio y el
vestido blanco y largo hace de Marga, al bajar las escaleras, un á ngel celestial.
Todos somos á ngeles, dicen en la radio, la tarde de hoy será hermosa. He
preparado tu pastel predilecto, mi querido Ovidio. Miren, Arístides ha traído el
diario vespertino y espera ahora una caricia a los pies del amo Ovidio. Es que todos
somos tan felices en los días soleados, dice la radio, por eso es que no deben
perderse el atardecer de hoy, sean todos felices hermanos y concurran juntos al
gran teatro de la ciudad, el sol caerá sobre el lago a las seis. Son las cinco y media, 36
padre, ¿podremos ir a ver el atardecer? Sabes que haremos todo lo que te haga
feliz, Marga mía, angelito de mi corazó n. Y entonces ella atá ndose los zapatitos
blancos mientras un aroma fresco, a rosas, llega desde el jardín y mamá Alejandra
saca del horno el pastel de manzana y lo coloca en la mesa. Qué delicada, qué mujer
tan hermosa, piensa papá Ovidio y atiende al llamado de la puerta. El vecino Juan
Carlos dice que hoy es su día libre y que cortará el césped de toda la cuadra para
que las familias, al volver del teatro, sientan el perfume verde de la hierba fresca.
Eres muy amable. Amo a mis vecinos, dice Juan Carlos y Ovidio lo abraza con
cariñ o. Sobre la mesa los pasteles está n repartidos y el té servido en tasas blancas
de porcelana china. Coman cuanto quieran, dice mamá , y papá besa en la frente a
sus dos mujercitas.
Papá Ovidio cierra la puerta de la casa y juntos, de la mano, caminan por la calle
soleada hasta llegar al teatro. ¿Veremos a la abuela, mamá ? Seguro, querida Marga.
¿Puedo besarte, cariñ o? ¡Mira los globos, Arístides!, ¡hay niñ os jugando con globos!
Sí, Marga, camino al teatro te compraremos el que elijas. Mira, querida Alejandra, la
familia Faber también asistirá al atardecer. Todos asisten por lo general al
atardecer. Un globo nuevo en las manos de Marga y ahora las calles son un cuadro
color pastel. Las familias caminan hacia el teatro tomadas de la mano, se saludan
unas a otras con la sonrisa de quien ama a sus vecinos con sinceridad. Los niñ os
llevan dulces, mascotas, globos de colores y en forma de elefantes o conejos. Las
señ oras, hermosas y perfumadas, caminan a la par de sus maridos cariñ osos, que
se reconocen unos a otros saludá ndose con la mano. ¡Hemos llegado, padre! ¡El
teatro! Mira, madre, allí hay una anciana. ¿Podremos ofrecerle el lugar? Claro,
querida, pero apresú rate Marga querida, dice mamá Alejandra, o alguien se lo dará
antes que tú . Y entonces Marga, el vestido sedoso ajustando su talle, baja las
escaleras del teatro. Oh, mi querida Alejandra, estoy tan orgulloso de nuestra hija,
dice papá Ovidio mientras Marga toma la mano de la anciana. Yo la ayudaré a
sentarse, abuela. Gracias, querida, pero ya tengo un asiento, ¿ves?, este niñ o me lo
ha ofrecido. Alejandra, ¿qué pasa amor? ¿Por qué nuestra niñ a no sonríe? ¿Qué
pasa abuela? ¿Por qué mi niñ a ha dejado de sonreír? Caballero, su niñ a es adorable,
pero este niñ o ya me ha ofrecido su asiento y entonces… Señ ora, ¿có mo puede
usted ser tan…? ¿Qué es lo que pretende? Un hombre se acerca. ¿Qué ocurre
señ or?, dice, ¿por qué molesta usted a mi madre? Yo no molesto a su madre, 37
caballero, lo que ocurre es que su madre ha rechazado el cariñ o de mi hija… El
hombre mira a su madre. ¡Madre!, ¿có mo pudiste hacer eso? Yo… Yo só lo quise…
Señ or, no deseo lastimar a nadie, pero este niñ o me ha ofrecido antes su asiento y
yo… Lá grimas oscuras en los ojos de Marga hieren profundamente a Papá Ovidio.
¡Es su madre muy mala persona! Mi madre no es mala persona. No discutan, Dios
Santo, dice otro hombre. ¡Su madre ha creado el primer disgusto en la vida de mi
hija! ¡No ha sido culpa de mi madre! ¡Es usted un inadaptado, có mo puede decir
eso! Algunos niñ os escuchan palabras que no entienden. Ten paciencia amor, no te
exaltes, dice mamá Alejandra. Golpearé a este hombre, amor, discú lpame, pero
debo hacerlo, tengo que hacerlo. No, amor, no lo hagas. Un suave golpe llega a la
sien del adversario. La anciana, indignada, escupe a Marga. Marga grita. Los
hombres comienzan a golpearse. Otro hombre se suma a la riñ a. Marga corre hasta
el niñ o adversario y pisa con su pie pequeñ o el pie pequeñ o del niñ o. La madre del
primer niñ o dice cosas feas a Mamá Alejandra y la anciana cae al suelo haciendo
que má s gente se sume al conflicto. Los asientos demasiado juntos dificultan la
pelea que agrega adeptos rá pidamente y así dos jó venes comienzan también un
conflicto y otros dos má s y una niñ a le ha robado un moñ o a otra y el locutor de la
radio no entiende qué ocurre y entonces dice todos sean hermanos y en realidad
quiere decir otra cosa pero qué otra cosa va a decir si no sabe otras palabras y no
entiende lo que pasa porque lo golpean y ya no puede hablar ni escuchar y eso es
una lá stima porque hubiese aprendido un montó n de palabras nuevas y hubiese
visto a la vieja escupiendo a la niñ a y las manos de un hombre en una cartera ajena
o en piernas ajenas má s todos esos hombres uniformados haciendo marchar en fila
a otros hombres má s pequeñ os má s oscuros má s tímidos má s resignados con
sombreros negros distintos a los sombreros de los uniformados y para colmo el
muro inmenso que montaron al instante para dividir cosas que creyeron debían
ser separadas y personas que creyeron no debían relacionarse o verse y entonces
una vieja dijo qué diferencias podía haber si igual de los dos lados se escribían los
mismos graffitis estú pidos del mismo color y con la misma tinta y entonces qué
tenía la tinta para que guste tanto de los dos lados y alguien empezó a asesinar a
las que eran lindas y a las que eran rubias y a las que no le gustaban y entonces
alguien de la primera fila que ya había perdido su asiento inventó un juguete con
botó n rojo que cuando uno lo apretaba hacía explotar todo y no se sabe por qué al 38
botó n lo apretaron otros hombres que no eran él y entonces él se enojó porque
para qué tanto trabajo nuclear si después no le dejan apretar el botó n y otro dijo
que era presidente y se puso una flor en el ojal y al pedo dijo un chico porque
mucha flor mucha flor pero nadie lo escucha al tipo ese y entonces uno se tiró
desde el muro y otro y otro y no había lugar para enterrar a tantos y uno dijo que
aunque no hubiese lugar había que matarlos a todos total los fotó grafos en vez de
ayudar sacan fotos y por eso siempre hay uno que grita insensible o anarquista o
ata a los demá s a un palo y no les da de comer y sin embargo llora porque el perro
muerto de hambre y soledad en el charco de otro perro le parece peor injusticia
que la ballena encallada o el pingü ino empetrolado con sus manifestaciones de
poca o mucha asistencia y lo que pasó al final fue que hubo má s ratas que gatos y
todo eran gritos y gente mordida y para peor todo por nada porque el tipo del
botó n rojo se murió sin haber podido apretar ningú n botó n y al muro lo tiraron
para los dos lados y todos los gatos que faltaban en realidad estaban pero afuera y
los hombres pequeñ os y oscuros nunca perdonaron a los uniformados y el perro ya
estaba muerto y nadie recuperó su dinero aunque el locutor trató de orientar y
persuadir sobre las nuevas corrientes de la amistad y el silencio só lo llegó pasada
la tarde cuando todos ya estaban muy cansados o muy viejos y con los asientos
destruidos no valía la pena sentarse en ningú n lugar, así que má s vale regresar a
casa, dijo papá Ovidio, y mamá Alejandra, ya entrada en añ os, no opinó pero siguió
sus pasos mientras desde el portal de la entrada al teatro Marga estudiaba los
escombros con desolació n, como si entre la basura y la ceniza aú n pudiese
encontrar a Arístides. Y nadie vio a la anciana, que se incorporó entre los cascotes y
los asientos rotos y, agotada pero ajena al dolor, observó las ú ltimas sombras
rojizas de un atardecer que pudo haber sido hermoso.

39
Nada de todo esto

—Nos perdimos —dice mi madre.


Frena y se inclina sobre el volante. Sus dedos finos y viejos se agarran al plá stico
con fuerza. Estamos a má s de media hora de casa, en uno de los barrios
residenciales que má s nos gusta. Hay caserones hermosos y amplios, pero las calles
son de tierra y está n embarradas porque estuvo lloviendo toda la noche.
—¿Tenías que parar en medio del barro? ¿Có mo vamos a salir ahora de acá ?
Abro mi puerta para ver qué tan enterradas está n las ruedas. Bastante enterradas,
lo suficientemente enterradas. Cierro de un portazo.
—¿Qué es lo que está s haciendo, mamá ?
—¿Có mo que qué estoy haciendo? —su estupor parece sincero.
Sé exactamente qué es lo que estamos haciendo, pero acabo de darme cuenta de lo
extrañ o que es. Mi madre no parece entender, pero responde, así que sabe a qué
me refiero.
—Miramos casas —dice. 40
Parpadea un par de veces, tiene demasiado rímel en las pestañ as.
—¿Miramos casas?
—Miramos casas —señ ala las casas que haya los lados.
Son inmensas. Resplandecen sobre sus lomas de césped fresco, brillantes por la luz
fuerte del atardecer. Mi madre suspira y, sin soltar el volante, recuesta su espalda
en el asiento. No va a decir mucho má s. Quizá no sabe qué má s decir. Pero esto es
exactamente lo que hacemos. Salir a mirar casas. Salir a mirar las casas de los
demá s. Intentar descifrar eso ahora podría convertirse en la gota que rebalsa el
vaso, la confirmació n de có mo mi madre ha estado tirando a la basura mi tiempo
desde que tengo memoria. Mi madre pone primera y, para mi sorpresa, las ruedas
resbalan un momento pero logra que el coche salga adelante. Miro hacia atrá s el
cruce, el desastre que dibujamos en la tierra arenosa del camino, y ruego por que
ningú n cuidador caiga en la cuenta de que hicimos lo mismo ayer, dos cruces má s
abajo, y otra vez má s casi llegando a la salida. Seguimos avanzando. Mi madre
conduce derecho, sin detenerse frente a ningú n caseró n. No hace comentarios
sobre los cerramientos, las hamacas ni los toldos. No suspira ni tararea ninguna
canció n. No toma nota de las direcciones. No me mira. Unas cuadras má s allá las
casas se vuelven má s y má s residenciales y las lomas de césped ya no son tan altas,
sino que, sin veredas, delineadas con prolijidad por algú n jardinero, parten desde
la mismísima calle de tierra y cubren el terreno perfectamente niveladas, como un
espejo de agua verde al ras del suelo. Toma hacia la izquierda y avanza unos
metros má s. Dice en voz alta, pero para sí misma:
—Esto no tiene salida.
Hay algunas casas má s adelante, luego un bosque se cierra sobre el camino.
—Hay mucho barro —digo—, da la vuelta sin parar el coche. Me mira con el
entrecejo fruncido. Se arrima al césped derecho e intenta retomar el camino hacia
el otro lado. El resultado es terrible: apenas si acaba de tomar una desdibujada
direcció n diagonal cuando se encuentra con el césped de la izquierda, y frena.
—Mierda —dice.
Acelera y las ruedas resbalan en el barro. Miro hacia atrá s para estudiar el
panorama. Hay un chico en el jardín, casi en el umbral de una casa. Mi madre
vuelve a acelerar y logra salir en reversa. Y esto es lo que hace ahora: con el coche
marcha atrá s, cruza la calle, sube al césped de la casa del chico, y dibuja, de lado a 41
lado, sobre el amplio manto de césped recién cortado, un semicírculo de doble
línea de barro. El coche queda frente a los ventanales de la casa. El chico está de pie
con su camió n de plá stico, mirá ndonos absorto. Levanto la mano, en un gesto que
intenta ser de disculpas, o de alerta, pero él suelta el camió n entra corriendo a la
casa. Mi madre me mira.
—Arrancá —digo.
Las ruedas patinan y el coche no se mueve.
—¡Despacio, mamá !
Una mujer aparece tras las cortinas de los ventanales y nos mira por la ventana,
mira su jardín. El chico está junto a ella y nos señ ala. La cortina vuelve a cerrarse y
mi madre hunde má s y má s el coche. La mujer sale de la casa. Quiere llegar hasta
nosotras pero no quiere pisar su césped. Da los primeros pasos sobre el camino de
madera barnizada y después corrige la direcció n hacia nosotras pisando casi de
puntillas. Mi madre dice mierda otra vez, por lo bajo. Suelta el acelerador y, por fin,
suelta también el volante.
La mujer llega y se inclina hasta la ventanilla para hablarnos. Quiere saber qué
hacemos en su jardín, y no lo pregunta de buena manera. El chico espía abrazado a
una de las columnas de la entrada. Mi madre dice que lo siente, que lo siente
muchísimo, y lo dice varias veces. Pero la mujer no parece escuchada. Solo mira su
jardín, las ruedas hundidas en el césped, e insiste en preguntar qué hacemos ahí,
por qué estamos hundidas en su jardín, si entendemos el dañ o que acabamos de
hacer. Así que se lo explico. Digo que mi madre no sabe conducir en el barro. Que
mi madre no está bien. Y entonces mi madre golpea su frente contra el volante y se
queda así, no se sabe si muerta o paralizada. Su espalda tiembla y empieza a llorar.
La mujer me mira. No sabe muy bien qué hacer. Sacudo a mi madre. Su frente no se
separa del volante y los brazos caen muertos a los lados. Salgo del coche. Vuelvo a
disculparme con la mujer. Es alta y rubia, grandota como el chico, y sus ojos, su
nariz y su boca está n demasiado juntos para el tamañ o de su cabeza. Tiene la edad
de mi madre.
—¿Quién va a pagar por esto? —dice.
No tengo dinero, pero le digo que vamos a pagar. Que lo siento y que, por supuesto,
vamos a pagar. Eso parece calmarla. Vuelve su atenció n un momento sobre mi
madre, sin olvidarse de su jardín. 42
—Señ ora, ¿se siente bien? ¿Qué trataba de hacer?
Mi madre levanta la cabeza y la mira.
—Me siento terrible. Llame a una ambulancia, por favor.
La mujer no parece saber si mi madre habla en serio o si le está tomando el pelo.
Por supuesto que habla en serio, aunque la ambulancia no sea necesaria. Le hago a
la mujer un gesto negativo que implica esperar, no hacer ningú n llamado. La mujer
da unos pasos hacia atrá s, mira el coche viejo y oxidado de mi madre, y a su hijo
ató nito, un poco má s allá . No quiere que estemos acá , quiere que desaparezcamos
pero no sabe có mo hacerlo.
—Por favor —dice mi madre—, ¿podría traerme un vaso de agua hasta que llegue
la ambulancia?
La mujer tarda en moverse, parece no querer dejarnos solas en su jardín.
—Sí —dice.
Se aleja, agarra al niñ o de la remera y se lo lleva dentro con ella. La puerta de
entrada se cierra de un portazo.
—¿Se puede saber qué está s haciendo, mamá ? Salí del coche, que voy a tratar de
moverlo.
Mi madre se endereza en el asiento, mueve las piernas despacio, empieza a salir.
Busco alrededor troncos medianos o algunas piedras para poner bajo las ruedas e
intenta sacar el coche, pero todo está muy pulcro y ordenado. No hay má s que
césped y flores.
—Voy a buscar algunos troncos —le digo a mi madre señ alá ndole el bosque que
hayal final de la calle—. No te muevas.
Mi madre, que estaba a medio camino de salir del coche, se queda inmó vil un
momento y luego se deja caer otra vez en el asiento. Me preocupa que esté
anocheciendo, no sé si podré sacar el coche a oscuras. El bosque está solo a dos
casas. Camino entre los á rboles, me lleva unos minutos encontrar exactamente lo
que necesito. Cuando regreso mi madre no está en el coche. No hay nadie fuera. Me
acerco a la puerta de la casa. El camió n del chico está tirado sobre el felpudo. Toco
el timbre y la mujer viene a abrirme.
—Llamé a la ambulancia —dice—, no sabía dó nde estaba usted y su madre dijo
que iba a desmayarse otra vez.
Me pregunto cuá ndo fue la primera vez. Entro con los troncos. Son dos, del tamañ o 43
de dos ladrillos. La mujer me guía hasta la cocina. Atravesamos dos livings amplios
y alfombrados, y enseguida escucho la voz de mi madre.
—¿Esto es má rmol blanco? ¿Có mo consiguen má rmol blanco? ¿De qué trabaja tu
papá , querido?
Está sentada a la mesa, con una taza en la mano y la azucarera en la otra. El chico
está sentado enfrente, mirá ndola.
—Vamos —digo, mostrá ndole los troncos.
—¿Viste el diseñ o de esta azucarera? —dice mi madre empujá ndola hacia a mí.
Pero como ve que no me impresiona agrega—: de verdad me siento muy mal.
—Esa es un adorno —dice el chico—, esta es nuestra azucarera de verdad.
Le acerca a mi madre otra azucarera, una de madera. Mi madre lo ignora, se
levanta y, como si fuera a vomitar, sale de la cocina. La sigo con resignació n. Se
encierra en un pequeñ o bañ o que hay junto al pasillo. La mujer y el hijo me miran
pero no me siguen. Golpeo la puerta. Pregunto si puedo pasar y espero. La mujer se
asoma desde la cocina.
—Me dicen que la ambulancia llega en quince minutos.
—Gracias —digo.
La puerta del bañ o se abre. Entro y vuelvo a cerrar. Dejo los troncos junto al espejo.
Mi madre llora sentada sobre la tapa del inodoro.
—¿Qué pasa, mamá ?
Antes de hablar dobla un poco de papel higiénico y se suena la nariz.
—¿De dó nde saca la gente todas estas cosas? ¿Y ya viste que hay una escalera a
cada lado del living? —Apoya la cara en las palmas de las manos—. Me pone tan
triste que me quiero momo
Tocan la puerta y me acuerdo de que la ambulancia está en camino. La mujer
pregunta si estamos bien. Tengo que sacar a mi madre de esta casa.
—Voy a recuperar el coche —digo volviendo a levantar los troncos—. Quiero que
en dos minutos estés afuera conmigo. y má s vale que estés ahí.
En el pasillo la mujer habla por celular pero me ve y corta.
—Es mi marido, está viniendo para acá .
Espero un gesto que me indique si el hombre vendrá para ayudamos a nosotras o
para ayudarla a ella a sacarnos de la casa. Pero la mujer me mira fijo cuidá ndose de
no darme ninguna pista. Salgo y voy hacia el coche. Escucho al chico correr detrá s 44
de mí. No digo nada, coloco los troncos bajo las ruedas y busco dó nde mi madre
pudo haber dejado las llaves. Enciendo el motor. Tengo que intentarlo varias veces
pero al fin el truco de los troncos funciona. Cierro la puerta y el chico se tiene que
correr para que no lo pise. No me detengo, sigo las huellas del semicírculo hasta la
calle. No va a venir sola, me digo a mí misma. ¿Por qué me haría caso y saldría de la
casa como una madre normal? Apago el motor y entro a buscarla. El chico corre
detrá s de mí, abrazando los troncos llenos de barro.
Entro sin tocar y voy directo al bañ o.
—Ya no está en el bañ o —dice la mujer—. Por favor, saque a su madre de la casa.
Esto ya se pasó de la raya.
Me lleva al primer piso. Las escaleras son amplias y claras, una alfombra color
crema marca el camino. La mujer va delante, ciega a las marcas de barro que voy
dejando en cada escaló n. Me señ ala un cuarto, la puerta está entreabierta y entro
sin abrirla del todo, para guardar cierta intimidad. Mi madre está acostada boca
abajo sobre la alfombra, en medio del cuarto matrimonial. La azucarera está sobre
la có moda, junto a su reloj y sus pulseras, que evidentemente se ha quitado. Los
brazos y las piernas está n abiertos y separados, y por un momento me pregunto si
habrá alguna otra manera de abrazar cosas tan descomunalmente grandes como
una casa, si será eso lo que mi madre intenta hacer. Suspira y después se sienta en
el piso, se acomoda la camisa y el pelo, me mira. Su cara ya no está tan roja, pero
las lá grimas hicieron un desastre con el maquillaje.
—¿Qué pasa ahora? —dice.
—Ya está el coche. Nos vamos.
Espío hacia afuera para tantear qué hace la mujer, pero no la veo.
—¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice mi madre señ alando alrededor—.
Alguien tiene que hablar con esta gente.
—¿Dó nde está tu cartera?
—Abajo, en el living. En el primer living, porque hay uno má s grande que da a la
piscina, y uno má s del otro lado de la cocina, frente al jardín trasero. Hay tres
livings —mi madre saca un pañ uelo de su jean, se suena la nariz y se seca las
lá grimas —cada uno es para una cosa diferente.
Se levanta agarrá ndose de un barrote de la cama y camina hacia el bañ o de la
habitació n. 45
La cama está hecha con un doblez en la sá bana superior que solo le vi hacer a mi
madre. Bajo la cama, hecha un bollo, hay una colcha de estrellas fucsias y amarillas
y una docena de pequeñ os almohadones.
—Mamá , por dios, ¿armaste la cama?
—Ni me hables de esos almohadones —dice, y después, asomá ndose detrá s de la
puerta para asegurarse de que la escuche—: y quiero ver esa azucarera cuando
salga del bañ o, no se te ocurra hacer ninguna locura.
—¿Qué azucarera? —pregunta la mujer del otro lado de la puerta. Toca la puerta
tres veces pero no se anima a entrar—. ¿Mi azucarera? Por favor, que eso era de mi
mama.
En el bañ o se escucha la canilla de la bañ era. Mi madre regresa hacia la puerta y
por un segundo creo que va a abrirle a la mujer, pero la cierra y me indica que baje
la voz, que la canilla es para que no nos escuchen. Esta es mi madre, me digo,
mientras abre los cajones de la có moda y revisa el fondo entre la ropa, para
confirmar que la madera de los interiores del mueble también sea de cedro. Desde
que tengo memoria hemos salido a mirar casas, hemos sacado de estos jardines
flores y macetas inapropiadas. Cambiado regadores de lugar, enderezado buzones
de correo, recolectado adornos demasiado pesados para el césped. En cuanto mis
pies llegaron a los pedales empecé a encargarme del coche. Esto le dio a mi madre
má s libertad. Una vez movió sola un banco blanco de madera y lo puso en el jardín
de la casa de enfrente. Descolgó hamacas. Quitó yuyos malignos. Tres veces
arrancó el nombre Marilú 2 de un cartel groseramente cursi. Mi padre se enteró de
algú n que otro evento pero no creo que haya dejado a mi madre por eso. Cuando se
fue, mi padre se llevó todas sus cosas menos la llave del coche, que dejó sobre uno
de los pilones de revistas de hogares y decoració n de mi madre, y por unos añ os
ella prá cticamente no se bajó del coche en ningú n paseo. Desde el asiento del
acompañ ante decía: «es quicuyo», «ese Bow—Window no es americano», «las
flores de hiedra francesa no pueden ir junto a los duraznillos negros», «si alguna
vez elijo ese tipo de rosa nacarado para el frente de la casa, por favor, contratá a
alguien que me sacrifique». Pero tardó mucho tiempo en volver a bajar del coche.
Esta tarde, en cambio, ha cruzado una gran línea. Insistió en conducir. Se las
ingenió para entrar a esta casa, al cuarto matrimonial, y ahora acaba de regresar al
bañ o, de tirar en la bañ era dos frascos de sales, y está empezando a descartar en el 46
tacho algunos productos del tocador. Escucho el motor de un coche y me asomo a
la ventana que da al jardín trasero. Ya casi es de noche, pero los veo. É l baja del
coche y la mujer ya camina hacia él. Con su mano izquierda sostiene la del chico, la
derecha se esmera doblemente en gestos y señ ales. É l asiente alarmado, mira hacia
el primer piso. Me ve y, cuando me ve, yo entiendo que tenemos que movemos
rá pido.
—Nos vamos, mamá .
Está quitando los ganchos de la cortina del bañ o, pero se los saco de la mano, los
tiro al piso, la agarro de la muñ eca y la empujo hacia la escalera. Es algo bastante
violento, nunca traté así a mi madre. Una furia nueva me empuja a la salida. Mi
madre me sigue, tropezando a veces en los escalones. Los troncos está n
acomodados al pie de la escalera y los pateo al pasar. Llegamos al living, tomo la
cartera de mi madre y salimos por la puerta principal.
Ya en el coche, llegando a la esquina, me parece ver las luces de otro coche que sale
de la casa y dobla en nuestra direcció n. Llego al primer cruce de barro a toda
velocidad y mi madre dice:
—¿Qué locura fue todo eso?
Me pregunto si se refiere a mi parte o a la suya. En un gesto de protesta, mi madre
se pone el cinturó n. Lleva la cartera sobre las piernas y los puñ os cerrados en las
manijas. Me digo a mí misma, ahora te calmá s, te calmá s, te calmá s. Busco el otro
coche por el espejo retrovisor pero no veo a nadie. Quiero hablar con mi madre
pero no puedo evitar gritarle.
—¿Qué está s buscando, mamá ? ¿Qué es todo esto?
Ella ni se mueve. Mira seria al frente, con el entrecejo terriblemente arrugado.
—Por favor, mamá ¿qué? ¿Qué carajo hacemos en las casas de los demá s?
Se escucha a lo lejos la sirena de una ambulancia.
—¿Querés uno de esos livings? ¿Eso querés? ¿El má rmol de las mesadas? ¿La
bendita azucarera? ¿Esos hijos inú tiles? ¿Eso? ¿Qué mierda es lo que perdiste en
esas casas?
Golpeo el volante. La sirena de la ambulancia se escucha má s cerca y clavo las uñ as
en el plá stico. Una vez, cuando tenía cinco añ os y mi madre cortó todas las calas de
un jardín, se olvidó de mí sentada contra la verja y no tuvo la valentía de volver a
buscarme. Esperé mucho tiempo, hasta que escuché los gritos de una alemana que 47
salía de la casa con una escoba, y corrí. Mi madre conducía en círculos dos cuadras
a la redonda, y tardamos en encontramos.
—Nada de todo eso —dice mi madre manteniendo la vista al frente, y es lo ú ltimo
que dice en todo el viaje.
La ambulancia dobla hacia nosotras unas cuadras má s adelante y nos pasa a toda
velocidad.
Llegamos a casa media hora má s tarde. Dejamos las cosas en la mesa y nos
sacamos las zapatillas embarradas. La casa está fría, y desde la cocina veo a mi
madre esquivar el silló n, entrar al cuarto, sentarse en su cama y estirarse para
prender el radiador. Pongo agua a calentar para preparar té. Esto necesito ahora,
me digo, un poco de té, y me siento junto a la hornalla a esperar. Cuando estoy
poniendo el saquito en la taza suena el timbre. Es la mujer, la dueñ a de la casa de
los tres livings. Abro y me quedo mirá ndola. Le pregunto có mo sabe dó nde
vivimos.
—Las seguí —dice mirá ndose los zapatos.
Tiene una actitud distinta, má s frá gil y paciente, y aunque abro el mosquitero para
dejarla entrar no parece animarse a dar el primer paso. Miro la calle hacia ambos
lados y no veo ningú n coche en el que una mujer como ella podría haber venido.
—No tengo el dinero —digo.
—No —dice ella—, no se preocupe, no vine por eso. Yo... ¿Está su madre?
Escucho la puerta del cuarto cerrarse. Es un golpe fuerte, pero quizá difícil de
escuchar desde la calle.
Niego. Ella vuelve a mirar sus zapatos y espera.
—¿Puedo pasar?
Le indico una silla junto a la mesa. Sobre las baldosas de ladrillo, sus tacos hacen
un ruido distinto al de nuestros tacos, y la veo moverse con cuidado: los espacios
de esta casa son má s acotados y la mujer no parece sentirse có moda. Deja su bolso
sobre las piernas cruzadas.
—¿Quiere un té?
Asiente.
—Su madre... —dice.
Le acerco una taza caliente y pienso «su madre está otra vez en mi casa», «su
madre quiere saber có mo pago los tapizados de cuero de todos mis sillones». 48
—Su madre se llevó mi azucarera —dice la mujer. Sonríe casi a modo de disculpas,
revuelve el té, lo mira pero no lo toma.
—Parece una tontería —dice—, pero, de todas las cosas de la casa, es lo ú nico que
tengo de mi madre y... —hace un sonido extrañ o, casi como un hipo, y los ojos se le
llenan de lá grimas—, necesito esa azucarera. Tiene que devolvérmela.
Nos quedamos un momento en silencio. Ella esquiva mi mirada. Yo miro un
momento hacia el patio trasero y la veo, veo a mi madre, y enseguida distraigo a la
mujer para que no mire también.
—¿Quiere su azucarera? —pregunto.
—¿Está acá ? —dice la mujer e inmediatamente se levanta, mira la mesada de la
cocina, el living, el cuarto un poco má s allá .
Pero no puedo evitar pensar en lo que acabo de ver: mi madre arrodillada en la
tierra bajo la ropa colgada, metiendo la azucarera en un nuevo agujero del patio.
—Si la quiere, encuéntrela usted misma —digo.
La mujer se queda mirá ndome, le lleva unos cuantos segundos asumir lo que acabo
de decir. Después deja la cartera en la mesa y se aleja despacio. Parece costarle
avanzar entre el silló n y el televisor, entre las torres de cajas apilables que hay por
todos lados, como si ningú n sitio fuera adecuado para empezar a buscar. Así me
doy cuenta de qué es lo que quiero. Quiero que revuelva. Quiero que mueva
nuestras cosas, quiero que mire, aparte y desarme. Que saque todo afuera de las
cajas, que pise, que cambie de lugar, que se tire al suelo y también que llore. Y
quiero que entre mi madre. Porque si mi madre entra ahora mismo, si se
recompone pronto de su nuevo entierro y regresa a la cocina la aliviará ver có mo
lo hace una mujer que no tiene sus añ os de experiencia, ni una casa donde hacer
bien este tipo de cosas, como corresponde.

49
Mis padres y mis hijos

—¿Dó nde está la ropa de tus padres? —pregunta Marga. Cruza los brazos y espera
mi respuesta. Sabe que no lo sé, y que necesito que ella haga una nueva pregunta.
Del otro lado del ventanal, mis padres corren desnudos por el jardín trasero.
—Van a ser las seis, Javier—me dice Marga—. ¿Qué va a pasar cuando llegue
Charly con los chicos del sú per y vean a sus abuelos corriéndose uno al otro?
—¿Quién es Charly? —pregunto.
Creo que sé quién es Charly, es el gran—hombre—nuevo de mi exmujer, pero me
gustaría que en algú n momento ella me lo explicara.
—Se van a morir de vergü enza de sus abuelos, eso va a pasar.
—Está n enfermos, Marga.
Suspira. Yo cuento ovejas para no amargarme, para tener paciencia, para darle a
Marga el tiempo que necesita. Digo:
—Querías que los chicos vieran a sus abuelos. Querías que trajera a mis padres
hasta acá , porque acá , a trescientos kiló metros de mi casa, se te ocurrió que sería 50
bueno pasar las vacaciones.
—Dijiste que estaban mejor.
Detrá s de Marga mi padre riega a mi madre con la manguera. Cuando le riega las
tetas, mi madre se sostiene las tetas. Cuando le riega el culo, mi madre se sostiene
el culo.
—Sabés có mo se ponen si los sacá s de su ambiente —digo—, y el aire libre...
¿Es mi madre la que sostiene lo que mi padre riega o es mi padre el que riega lo
que mi madre se sostiene?
—Ajá . Así que para invitarte a pasar unos días con tus hijos, a los que, ademá s, hace
tres meses que no ves, tengo que prever el nivel de excitació n de tus padres.
Mi madre alza al caniche de Marga y lo sostiene arriba de su cabeza, girando sobre
sí misma. Yo intento no quitar la vista de Marga para que de ninguna forma se
vuelva hacia ellos.
—Quiero dejar toda esta locura atrá s, Javier. «Esta locura», pienso.
—Si eso implica que veas menos a los chicos... No puedo seguir exponiéndolos.
—Solo está n desnudos, Marga.
Va hacia adelante, la sigo. Detrá s de mí, el caniche continú a girando en el aire.
Antes de abrir Marga se arregla el pelo frente a los vidrios de la puerta, se acomoda
el vestido. Charly es alto, fuerte y tosco. Parece el tipo del noticiero de las doce
después de hincharse el cuerpo de ejercicios. Mi hija de cuatro y mi hijo de seis
cuelgan de sus brazos como dos flotadores infantiles. Charly los ayuda a caer con
delicadeza, acercando a la tierra su inmenso torso de gorila y quedando libre para
darle un beso a Marga. Después viene hacia mí y por un momento temo que no sea
amable. Pero me da la mano, y sonríe.
—Javier, te presento a Charly —dice Marga.
Siento a los chicos golpear contra mis piernas y abrazarme. Sostengo con fuerza la
mano de Charly que me sacude el cuerpo. Los chicos se sueltan y salen corriendo.
—¿Qué te parece la casa, Javi? —dice Charly, levantando su vista detrá s de mí,
como si hubieran alquilado un verdadero castillo.
«Javi —pienso—. Esta locura», pienso.
El caniche aparece llorando por lo bajo con la cola entre las patas. Marga lo alza y,
mientras el perro la lame, ella frunce la nariz y le dice: «michiquititingo—
michiquititingo». Charly la mira con la cabeza inclinada, quizá solo intenta 51
entender. Entonces ella se vuelve en seco hacia él, alarmada, y dice:
—¿Dó nde está n los chicos?
—Estará n detrá s —dice Charly—, en el jardín.
—Es que no quiero que vean así a sus abuelos.
Los tres giramos a un lado y al otro, pero no los vemos.
—Ves, Javier, esto es justamente el tipo de cosas que quiero evitar—dice Marga
alejá ndose unos pasos—, ¡chicos!
Va hacia el jardín de atrá s bordeando la casa. Charly y yo la seguimos.
—¿Qué tal la ruta? —pregunta Charly.
Hace el gesto de girar el volante con una mano, simula pasar un cambio y acelerar
con la otra. Hay estupidez y excitació n en cada uno de sus movimientos.
—No manejo.
Se agacha para levantar algunos juguetes que hay en el camino y los deja a un lado,
ahora tiene el ceñ o fruncido. Temo llegar al jardín y encontrar juntos a mis hijos y
mis padres. No, lo que temo es que sea Marga quien los encuentre juntos, y la gran
escena recriminatoria que se avecina. Pero Marga está sola en el medio del jardín,
esperá ndonos con los puñ os en la cintura. Entramos a la casa siguiéndola. Somos
sus má s humildes seguidores y eso es tener algo en comú n con Charly, algú n tipo
de relació n. ¿Realmente habrá disfrutado de la ruta en su viaje?
—¡Chicos! —grita Marga en las escaleras, está furiosa pero se contiene, tal vez
porque Charly todavía no la conoce bien. Vuelve y se sienta en una banqueta de la
cocina—. Necesitamos tomar algo, ¿no?
Charly saca un refresco de la heladera y lo sirve en tres vasos. Marga toma un par
de tragos y se queda un momento mirando el jardín.
—Esto está muy mal. —Se pone otra vez de pie—. Esto está muy mal. Es que
podrían estar haciendo cualquier cosa. —Y ahora sí me mira a mí.
—Busquemos otra vez —digo, pero para entonces ella ya está saliendo al jardín
trasero.
Regresa unos segundos después.
—No está n —dice—, dios mío, Javier, no está n.
—Sí que está n Marga, tienen que estar en algú n lugar.
Charly sale por la puerta principal, cruza el jardín delantero y sigue las huellas de
los coches que llevan hasta el camino. Marga sube las escaleras y los llama desde la 52
planta alta. Salgo y rodeo la casa. Paso los garajes abiertos, llenos de juguetes,
baldes y palas de plá stico. Entre las ramas de dos á rboles veo que el delfín inflable
de los chicos cuelga ahorcado de una de las ramas. La soga está hecha con la ropa
de jogging de mis padres. Marga se asoma desde una de las ventanas y cruzamos
miradas un segundo. ¿Ella buscará también a mis padres o solo buscará a los
chicos? Entro a la casa por la puerta de la cocina. Charly está entrando en ese
momento por la principal y me dice desde el living:
—Delante no está n.
Su cara ya no es amable. Ahora tiene dos líneas entre las cejas y sobreactú a sus
movimientos como si Marga estuviera controlá ndolo: pasa rá pidamente de la
quietud a la acció n, se agacha bajo la mesa, se asoma detrá s del vajillero, espía tras
la escalera, como si solo pudiera encontrar a los chicos tomá ndolos por sorpresa.
Me veo obligado a seguir sus pasos y no puedo concentrarme en mi propia
bú squeda.
—No está n afuera —dice Marga—, ¿habrá n vuelto al coche? En el coche, Charly, en
el coche.
Espero pero no hay ninguna instrucció n para mí. Charly vuelve a salir y Marga
sube otra vez a los cuartos. La sigo, ella va al que aparentemente ocupa Simó n, así
que yo busco en el de Lina. Cambiamos de cuartos y volvemos a buscar. Cuando
estoy mirando bajo la cama de Simó n, la escucho putear.
—La puta madre que los parió —dice, así que asumo que no es porque haya
encontrado a los chicos. ¿Habrá encontrado a mis padres?
Buscamos juntos en el bañ o, en el altillo y en el dormitorio matrimonial. Marga
abre los placares, corre algunas prendas que cuelgan de las perchas. Hay pocas
cosas y todo está muy ordenado. Es una casa de verano, me digo, pero después
pienso en la verdadera casa de mi mujer y mis hijos, la casa que antes también era
mi casa, y me doy cuenta de que siempre fue así en esta familia, que todo fue poco y
ordenado, que nunca sirvió de nada correr las perchas para encontrar algo má s.
Escuchamos a Charly entrar otra vez a la casa, nos cruzamos en el living.
—No está n en el coche —le dice a mi mujer.
—Esto es culpa de tus viejos —dice Marga.
Me empuja hacia atrá s golpeá ndome un hombro.
—Es tu culpa. ¿Dó nde mierda está n mis hijos? —grita y sale corriendo de nuevo al 53
jardín.
Los llama a un lado y otro de la casa.
—¿Qué hay detrá s de los arbustos? —le pregunto a Charly. Me mira y mira otra vez
a mi mujer, que sigue gritando.
—¡Simó n! ¡Lina!
—¿Hay vecinos del otro lado de los arbustos? —pregunto.
—Creo que no. No sé. Hay quintas. Lotes. Las casas son muy grandes.
Puede que tenga razó n en dudar, pero me parece el hombre má s estú pido que vi en
mi vida. Marga regresa.
—Voy adelante —dice, y nos separa para pasar por el medio—. ¡Simó n!
—¡Papá ! —grito yo caminando detrá s de Marga—. ¡Mamá ! Marga va unos metros
delante de mí cuando se detiene y levanta algo del piso. Es algo azul, y lo sostiene
de una punta, como si se tratara de un animal muerto. Es el buzo de Lina. Se vuelve
para mirarme. Va a decirme algo, va a putearme otra vez de arriba abajo pero ve
que má s allá hay otra prenda y va hacia ella. Siento a mis espaldas la sombra
descomunal de Charly. Marga levanta la remera fucsia de Lina, y má s allá una de
sus zapatillas, y má s allá la camiseta de Simó n.
Hay má s en el camino, pero Marga se detiene en seco y se vuelve hacia nosotros.
—Llamá a la policía, Charly. Llamá a la policía ahora.
—Bichi, no es para tanto... —dice Charly.
«Bichi», pienso.
—Llamá a la policía, Charly.
Charly se da media vuelta y camina apurado hacia la casa. Marga junta má s ropa.
La sigo. Levanta una prenda má s y se para frente a la ú ltima. Es el shortcito de
malla de Simó n. Es amarillo y está un poco enroscado. Marga no hace nada. Quizá
no puede agacharse por esa prenda, quizá no tenga las fuerzas suficientes. Está de
espaldas y su cuerpo parece empezar a temblar. Me acerco despacio, intentando no
sobresaltarla. Es una malla muy chiquita. Podría entrar en mis manos, cuatro
dedos en un agujero, el dedo gordo en el otro.
—En un minuto está n acá —dice Charly viniendo desde la casa—, mandan al
patrullero de la rotonda.
—A vos y a tu familia los voy a... —dice Marga viniendo hacia mí.
—Marga... 54
Levanto la malla y entonces Marga me salta encima. Trato de sostenerme pero
pierdo el equilibrio. Me cubro la cara de sus cachetazos. Charly ya está acá e
intenta separamos. El patrullero para en la puerta y hace sonar una vez la sirena.
Dos policías bajan rá pido y se apuran para ayudar a Charly.
—No está n mis hijos —dice Marga—, no está n mis hijos —y señ ala la malla que
cuelga de mi mano.
—¿Quién es este hombre? —dice el policía—. ¿Usted es el marido? —le preguntan
a Charly.
Intentamos explicarnos. Contra mi primera impresió n ni Marga ni Charly parecen
culparme. Solo reclaman por los chicos.
—Mis hijos está n perdidos con dos locos —dice Marga. Pero los policías solo
quieren saber por qué está bamos peleando. El pecho de Charly empieza a
hincharse y por un momento temo que se tire sobre los policías. Dejo caer
resignadamente las manos, como hizo Marga conmigo hace un rato, y solo logro
que los ojos del segundo policía sigan con alarma la oscilació n de la malla.
—¿Qué mira? —dice Charly.
—¿Qué? —dice el policía.
—Que está mirando esa malla desde que se bajó del coche, ¿quiere avisar de una
vez a alguien que hay dos chicos desaparecidos?
—Mis hijos —insiste Marga. Se planta frente a uno de los policías y lo repite
muchas veces, quiere que la policía se concentre en lo importante—, mis hijos, mis
hijos, mis hijos.
—¿Cuá ndo los vieron por ú ltima vez? —dice al fin el otro.
—No está n en la casa —dice Marga— se los llevaron.
—¿Quién se los llevó , señ ora?
Niego e intento intervenir, pero se me adelantan.
—¿Está hablando de un secuestro?
—Podrían estar con los abuelos —digo.
—Está n con dos viejos desnudos —dice Marga.
—¿Y de quién es esta ropa, señ ora?
—De mis hijos.
—¿Me está diciendo que hay chicos y adultos desnudos y juntos?
—Por favor —dice la voz ya quebrada de Marga. 55
Por primera vez me pregunto qué tan peligroso es que tus hijos anden desnudos
con tus padres.
—Pueden estar escondidos —digo—, no hay que descartarlo todavía.
—¿Y usted quién es? —dice el policía mientras el otro ya está llamando por radio a
la central.
—Soy su marido —digo.
Así que el policía mira ahora a Charly. Marga vuelve a enfrentarlo, temo que para
negarle lo que acabo de decir, pero dice:
—Por favor: mis hijos, mis hijos.
El primer policía deja el radio y se acerca:
—Los padres al coche, el señ or —señ alando a Charly— se queda por si los chicos
vuelven a la casa.
Nos quedamos mirá ndolo.
—Al coche, vamos, hay que moverse rá pido.
—De ninguna manera —dice Marga.
—Señ ora por favor, hay que asegurarse de que no estén yendo hacia la ruta.
Charly empuja a Marga hacia el patrullero y yo la sigo.
Subimos y cierro mi puerta con el coche ya en marcha. Charly está de pie,
mirá ndonos, y yo me pregunto si esos trescientos kiló metros de excitante
conducció n los habrá hecho con mis hijos sentados atrá s. El patrullero retrocede
un poco de culata y salimos del terreno hacia la ruta, a toda velocidad. En ese
momento me vuelvo hacia la casa. Los veo, ahí está n los cuatro: a espaldas de
Charly, má s allá del jardín delantero, mis padres y mis hijos, desnudos y
empapados detrá s del ventanal del living. Mi madre restriega sus tetas contra el
vidrio y Lina la imita mirá ndola con fascinació n. Gritan de alegría, pero no se los
escucha. Simó n las imita a ambas con los cachetes del culo. Alguien me arranca la
malla de la mano y escucho a Marga putear al policía. El radio hace ruido. Gritan a
la central dos veces las palabras «adultos y menores», una vez «secuestro», tres
veces «desnudos», mientras mi exmujer golpea con los puñ os el asiento trasero del
conductor. Así que me digo a mí mismo «no abras la boca», «no digas ni mu»,
porque veo a mi padre mirar hacia acá : su torso viejo y dorado por el sol, su sexo
flojo entre las piernas. Sonríe triunfal y parece reconocerme. Abraza a mi madre y a
mis hijos, despacio, cá lidamente, sin despegar a nadie del vidrio. 56

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