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Para un nuevo ciclo, a la ofensiva


´Se ha abierto un debate, sin duda saludable, sobre las posibilidades
de transformación política de España, pero este no puede darse solo
en términos de relaciones entre partidos o declaraciones de sus
dirigentes

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NICOLÁS AZNÁREZ

ÍÑIGO ERREJÓN
14 ABR 2023 - 05:00 CEST

14

Desde que el pasado domingo día 2 de abril Yolanda Díaz anunciase su


voluntad de ser candidata a la presidencia del Gobierno con la plataforma
Sumar, se han sucedido los artículos, las declaraciones y la polémica.
Conviene en todo caso no perder de vista que la primera cita electoral serán
los comicios municipales y autonómicos en gran parte del Estado español,
del próximo 28 de mayo, que contribuirán sin duda a clarificar los términos
de la discusión y a contrastarlos con las preferencias de los españoles. En
cualquier caso parece haberse abierto o desempolvado un debate sobre las
posibilidades de transformación política en España, y eso es sin duda
saludable.

Sin embargo, es de lamentar que esa discusión se está dando casi en exclusiva
en términos estrechos y “domésticos”: sobre las relaciones entre partidos, las
conversaciones entre dirigentes o las declaraciones cruzadas. Era esperable
que el periodismo y la lógica espectacular de las noticias y la actualidad
situasen la cuestión exclusivamente en esos términos. Pero es sorprendente
lo ausente que está el debate político en ese ruido. Es sonrojante lo poco que
se habla de política en los ámbitos de la política profesional.

Lo fundamental, lo único decisivo es el debate sobre qué tipo de herramienta


y qué tipo de intervención política se pueden hacer cargo de la España del
2023, de la actual composición cultural e ideológica de nuestra sociedad, para
articular una mayoría por el ensanchamiento y la profundización
democrática.

Para ello, en mi opinión, hay que partir de tres constataciones. En primer


lugar, que la nostalgia es un pésimo mapa. Los años 2014-2015 no volverán,
porque nuestro país ya es otro, el resultado mezclado de las esperanzas
frustradas de entonces y de la adaptación de los actores políticos al gran
desafío democrático de aquellos años —que yo siempre sitúo en los tres
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vectores del ciclo de contestación de la década pasada: el 15-M y el primer


Podemos, el octubre catalán y el feminismo—. En gran medida la ola
reaccionaria fue un contraataque rencoroso que persiguió en su retirada a las
fuerzas que protagonizaron el ciclo anterior, en cuanto empezaron a dar
muestras de estancamiento o dificultad para convertir su empuje en
hegemonía. El proyecto que necesitamos, entonces, es uno que se haga cargo
de que somos nuestros avances y nuestros aprendizajes, pero que también
somos nuestras derrotas y el efecto moral e ideológico que han tenido en el
pueblo español. Cualquier intento de repetición sería farsa o tragedia, que
dijese aquel. Esto seguramente nos conmina a una propuesta que hoy
combine la misma voluntad de cambiarlo todo con una adaptación
pragmática a un terreno más pavimentado de escepticismo.

Derivada de esta, la segunda constatación es que hay que poner todos los
esfuerzos en construir una alternativa contemporánea. Por más que al
reducido ecosistema político-mediático de la izquierda le seduzca mucho la
idea, lo nuevo no puede ser sólo el reagrupamiento de lo disgregado en la
etapa anterior. De hecho, el primer Podemos puso patas arriba el tablero
político por tener una posición propia y acertada, no por ser una reunión de
lo ya existente. Un nuevo todo nunca es una suma de las partes de antes. Eso
no ilusiona a nadie: apenas a nadie dentro, pues se suele utilizar sólo como
argumento-arma arrojadiza; desde luego a nadie fuera. Si el ciclo anterior
pasó, las posibilidades de abrir uno nuevo no pasan por una extemporánea
reunión de los trozos de 2017. La izquierda tiene que dejar de pensar que es
mayoría social en España, que con juntarse ya se basta. Las mayorías se
siguen construyendo con quienes no saben, con quienes no lo tienen claro,
con quienes no se sienten interpelados, con quienes no cuentan en las
cuentas oficiales. Con los que faltan, decíamos hace unos años. La
transversalidad no es más que la voluntad de construir una mayoría política a
partir de los dolores y expectativas que atraviesan y recorren el cuerpo de
nuestro país, dándole una orientación emancipadora, que permita superar
esos dolores y realizar esas expectativas. Una parte de esa mayoría posible
conectó con propuestas políticas anteriores y hoy ha dejado de escuchar. De
hecho, hoy ya es otra. La propuesta que pueda cambiar la vida en el 2023
tendrá que serle más fiel a las condiciones del 2023 que a ninguna herencia o
nostalgia.

La tercera constatación es que, con todo, hay amplias capas de la ciudadanía


con voluntad de creer, con la necesidad de poder volver a creer. Y hay
condiciones para representar ese anhelo que hoy sobre todo se expresa en el
deseo de que el PP y Vox no gobiernen y que el Gobierno progresista
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continúe “mejor”. Que este sea el ánimo principal del pueblo progresista
español habla a las claras de una situación defensiva en lo ideológico y en lo
moral. También de que el Gobierno actual se ha convertido, nos guste más o
menos subjetivamente, en objetivamente “nuestro” Gobierno. Nuestras
suertes correrán paralelas. Es, en ese sentido, quizás el mejor Gobierno que
le cabe a la España actual, y eso dice mucho del momento que atravesamos.
Pero si somos coherentes con nuestros análisis, entonces hay que trabajar
para empujarlo hasta el límite de sus posibilidades para después revalidarlo
con un mejor equilibrio interno que permita llevar hasta sus últimas
consecuencias algunas de sus mejores potencialidades. A pesar de que haya
sido bien entrada la legislatura y quizás agobiado por malos presagios
electorales, algunas de las medidas económicas del Gobierno y el discurso
que las dota de sentido han estado marcadas por una lógica “populista” —
nada que ver con su uso periodístico— que no ha dividido el campo político
entre una mitad y otra del arco parlamentario sino entre la mayoría social
trabajadora y las élites insolidarias. Esto ha sido el tope al gas, medida
victoriosa y ya paradigma en Europa, o el impuesto a los beneficios
extraordinarios de la banca, o la subida del salario mínimo. Que sean fruto de
la coyuntura o de una decisión ideológica firme es, para nosotros, secundario:
son la demostración de que con las condiciones adecuadas el Gobierno
puede desplazarse a posiciones que nunca se habría planteado adoptar. Es
también la demostración de que el margen para la transformación del Estado
en un sentido de democratización y justicia social es mucho más amplio que
cuando el neoliberalismo era hegemónico. Hay camino por recorrer. Ese es el
camino para salir de las posiciones defensivas de “que no ganen las derechas”
y comenzar a alumbrar una propuesta de qué es ganar nosotros, de cuáles
son las transformaciones que queremos producir para la próxima década. Es
en esas batallas que se puede fraguar un bloque político no reactivo sino que
recupere confianza en sus propias fuerzas para conducir el destino de su
país.

Para que esto sea posible, me permito señalar de manera sumaria al menos
cuatro tareas imprescindibles. En primer lugar, la de volver a conectar la
política con la vida cotidiana. Es preciso que la política vuelva a ser “ingenua”
y utópica, vuelva a ocuparse de lo que nos deja sin dormir, de lo que soñamos,
de que la felicidad pueda ser un derecho y no un lujo. Del tiempo libre, de la
salud mental, de los cuidados y la responsabilidad afectiva, del aire que
respiramos y la comida que comemos, de la tierra que caminamos, de una
existencia libre de la amenaza de la precariedad. A menudo esta práctica no
se expresa con palabras muy connotadas ideológicamente y sin embargo
sigue siendo la más radical: la que se empeña en que la gente no sufra y la que
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quiere, en las penurias del día a día, identificar y postular elementos


comunes para una confianza renovada de los de abajo en sus propias fuerzas.

En segundo lugar, discutir ya sobre cuáles son las modificaciones


económicas, jurídicas y culturales realizables en las que debemos concentrar
nuestras fuerzas para abrir un ciclo virtuoso de “reformas no reformistas” en
las que cada avance construya fuerzas, confianza y esperanza para el avance
siguiente. A fin de cuentas ¡para eso queremos el Gobierno! Se trata de
imaginar una espiral que lleva la democracia a todos los rincones de la vida,
deshaciendo los poderes oligárquicos que hoy la asfixian, y permite construir
poder para los que hoy fundamentalmente sobreviven. La decadencia del
paradigma neoliberal permite imaginar y anticipar en la teoría y en la
práctica uno nuevo, que habla del retorno de la política industrial, de la
redistribución de la riqueza, de desmercantilización de derechos y de la
planificación democrática para la transición ecológica. España tiene
condiciones para ser pionera del nuevo paradigma y liderarlo en la UE.

La intervención del mercado de la vivienda y la desarticulación del bloque


inmobiliario-rentista, la democratización de la energía favoreciendo
comunidades energéticas, políticas industriales verdes para luchar contra el
cambio climático o incluso las transformaciones urbanísticas que favorezcan
espacios y hábitos de vida en común son ejemplos de estos cambios que
abren la puerta a cambios de mayor calado. El ecologismo y el feminismo son
quienes hoy están ofreciendo más pistas sobre transformaciones de la vida
cotidiana que democraticen la vida y que permitan imaginar un futuro mejor.
Identificar esta agenda de transformaciones asequibles y decisivas —las dos o
tres batallas clave de cada legislatura— va más allá de un trabajo
programático y constituye el elemento decisivo de una propuesta política: Su
lectura de los límites y potencialidades de su tiempo.

En tercer lugar, producir de nuevo una apertura política para que la gente
que no cuenta pueda irrumpir, para que regresen quienes se quedaron por el
camino o los que ya no confían en nada o ni siquiera miran. Eso pasa por
tomar la férrea decisión política de mirar más afuera que adentro (que a las
redes o al carrusel de las vidas de partido) y también por fundar una cultura
republicana del acuerdo y las diferencias que destierre el sectarismo, que es
siempre la muerte de la inteligencia política.

En cuarto y último lugar, es imprescindible un rearme político e ideológico.


Una comunidad política no es un pacto ni un acuerdo de reparto de

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posiciones. Es una comunidad humana que comparte un horizonte, un


lenguaje, una propuesta, una pasión. Eso está por construirse y no lo va a
sustituir la #compol (comunicación política). El discurso nunca ha sido una
serie de trucos retóricos sino una intervención consistente, política y ética,
sobre la realidad. Para este necesario regreso de la política nunca hay tiempo.
Pero hoy es ya impostergable. Solo hay comunidad política, y no mera
yuxtaposición, donde hay gramática compartida. Solo así, también, hay
renovación intelectual y formación de nuevos cuadros. Las ideas nuevas que
representen ese “después del neoliberalismo” no son sólo ni principalmente
fórmulas electorales ni de campaña. Son el régimen afectivo, estético y de
deseo que movilice la esperanza cierta de otra vida posible y mejor, de un
futuro distinto, verde, libre y justo.

Aunque se habla mucho menos de ellas, es de la realización de estas tareas, y


de muchas otras que aquí aún no se abordan o imaginan, de lo que
dependerá que estemos en condiciones de construir el impulso popular
necesario para abrir un nuevo ciclo político, en el que llevar lo posible
siempre un paso más allá.

Íñigo Errejón es portavoz de Más País en el Congreso de los Diputados.

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