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VIDA

DE
GOZO

por
John T Seamands
¿QUÉ NOS DICE ESTE LIBRO...?

El tema predominante de este libro que a la vez inspira y lanza un reto, es el gozo que acompaña el descenso del
Espíritu Santo a la vida del creyente. En el prefacio, el autor pregunta: “¿Será que no estamos siempre gozosos porque no
tenemos la plenitud del Espíritu Santo? Sinceramente, yo así lo creo.”

Una ojeada a los títulos de los capítulos nos revela el alcance de la obra:

1. El Embajador Divino.

2. Residente y Presidente.

3. Bautismo con Fuego.

4. Pureza de Pensamientos.

5. Potencia en el Hombre Interior.

6. Ríos de Agua Viva.

7. Avivemos el Fuego.

8. Un Pentecostés Moderno.
Dedicado con todo cariño
a
mi padre,
misionero veterano en la
India, cuyo gozo radiante
ha sido bello ejemplo de
una vida llena del
Espíritu Santo.
PREÁMBULO
Este es un libro de excelentes sermones. Cumple con el requisito de Pablo: “Sea vuestra palabra siempre con gracia,
sazonada con sal.” Es de provecho espiritual, un reto intelectual y a la vez interesante.

Los pastores, evangelistas, maestros de escuela dominical y otros oradores encontrarán aquí mucho material selecto,
basado en un conocimiento inteligente de las Sagradas Escrituras y presentado con destreza.

Sin embargo, es algo más que un volumen de sermones. Es muy adecuado para la meditación, ya sea en privado o en
grupos, así como para estudios bíblicos. Me complace recomendar a los padres, los jóvenes estudiantes y todos los que
anhelan gozar de buenas relaciones con Dios y con el prójimo, que lo lean y estudien con devoción.

Se trata de ocho sermones sobre ocho temas, pero con un solo propósito; temas, que a manera de escalera, condu cen
a un elevado desenlace. Llenarán una necesidad inherente a todo lector.

El tema del libro es el Espíritu Santo y la vida de bienaventuranza, que El concede a todos los que están dispuestos a
ser guiados por El.

La promesa de enviar a “otro Consolador” que convencería al mundo de pecado, enseñaría, daría poder al creyente y
glorificaría a Cristo Jesús, no fue solamente para los cristianos del primer siglo, sino para todos aquellos en todos los siglos
que esperan hasta que descienda sobre ellos. El Consolador, el Espíritu Santo, es tan indispensable para nosotros hoy, como lo
fue para aquellos que le recibieron en el primer Pentecostés.

El autor, John T. Seamands, su padre E. A. Seamands, a quien se dedica el libro y el hermano menor David A.
Seamands, han servido a Dios con tal devoción, constancia y eficacia que se les reconoce como fieles ejemplos de esa vida, a
la que en las páginas siguientes, se exhorta con palabras verdaderamente persuasivas.

J. Waskom Pickett
Obispo de la Iglesia Metodista
PREFACIO

Este es un libro de sermones, y todos ellos tratan de la presencia del Espíritu Santo en la vida del cristiano y de la
iglesia. El título se ha escogido no precisamente para hacer hincapié en el tema, sino más bien en una de las fases que
predominan en esa vida.

El gozo no es esencialmente el resultado primordial de la plenitud del Espíritu Santo, y por lo tanto, no hay que
considerarlo como el fin de esa búsqueda. Los resultados fundamentales son: la pureza personal y el poder para servir al
prójimo. El gozo es secundario en sí, pero es el anhelo y distintivo del verdadero discípulo de Jesucristo.

Las Sagradas Escrituras mencionan frecuentemente el gozo como uno de los frutos del Espíritu Santo. En la serie de
frutos del Espíritu, el apóstol Pablo menciona el gozo en seguida del amor, virtud primordial (Gálatas 5:22). En su Epístola a
los Efesios, relaciona el canto con la plenitud del Espíritu Santo: “Sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con
salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones” (Efesios 5:18-19). A la
iglesia en Roma, le escribe, diciéndole: “El reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Romanos 14:17).

El gozo era una de las características principales de los primeros cristianos, hombres y mujeres llenos del Espíritu
Santo. Lucas habla de los 3,000 que se convirtieron el día de Pentecostés: “perseverando unánimes cada día en el templo, y
partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el
pueblo” (Hechos 2:46-47). Cuando los apóstoles fueron encarcelados y después amenazados con mayores castigos si seguían
predicando en el nombre de Jesús, “ellos salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de
padecer afrenta por causa del Nombre” (Hechos 5:41). Cuando Felipe subió a la ciudad de Samaria y principió un gran
avivamiento entre el pueblo, “había gran gozo en aquella ciudad” (Hechos 8:8). Cuando el funcionario etíope fue bautizado
por el evangelista Felipe “siguió gozoso su camino” (Hechos 8:39). Cuando los judíos expulsaron a Pablo y Bernabé de
Antioquía de Pisidia, y los nuevos creyentes también sufrían amenazas, “los discípulos estaban llenos de gozo y del Espíritu
Santo” (Hechos 13:52). Cuando Pablo y Silas fueron azotados y echados en la cárcel en Filipos, “a medianoche... can taban
himnos a Dios; y los presos los oían” (Hechos 16:25).

Es evidente que muchos de los cristianos actualmente no reflejan en su vida “el gozo del Señor.” En vez de sinfonías
gozosas sólo se dejan oír endechas fúnebres. Casi todos los domingos me toca predicar en distintas iglesias y al estar frente a
la congregación, me doy cuenta invariablemente que un gran número de los miembros no entonan los himnos, y los que
cantan no parece que se deleiten en ello. Con razón Nietzsche, el filósofo y agnóstico alemán, decía que antes de prestar
atención a las pretensiones de los cristianos, habría que pedirles mejores pruebas de haber sido redimidos.

Si no estamos siempre gozosos, ¿será porque no hemos llegado a experimentar la plenitud del Espíritu Santo?
Sinceramente, yo así lo creo. No hemos insistido como debiéramos hacerlo en la doctrina y la experiencia del Espíritu Santo,
en seminarios, iglesias, en nuestra predicación o instrucción doctrinal. En la mayoría de los púlpitos en todo el país, se hace
mención del Espíritu Santo, únicamente cuando se repite el credo de los apóstoles o se pronuncia la bendición. Urge que
dentro de las doctrinas de la iglesia, ocupen un lugar central, la persona y el ministerio del Espíritu Santo.

El presente libro sobre el Espíritu Santo, es un esfuerzo sincero por darle preeminencia a la doctrina del Espíritu
Santo en relación con la vida diaria. Al apropiarnos de la plenitud del Espíritu, principiaremos a experimentar el gozo del
Señor, que se refleja en el rostro y se manifiesta en la vida diaria. Si por la lectura de estos men sajes, siquiera unos cuantos
miembros de la iglesia logran transformarse en cristianos llenos del Espíritu, y el gozo les inunda, el autor considerará que su
labor no ha sido en vano. Desde luego, toda obra que el Espíritu inicia, se propaga en forma gloriosa. Nuestra ferviente
oración es que así sea.

—El autor
CONTENIDO

I. El Embajador Divino

II. Residente y Presidente

III. Bautismo con Fuego

IV. Pureza de Pensamientos

V. Potencia en el Hombre Interior

VI. Ríos de Agua Viva

VII. Avivemos el Fuego

VIII. Un Pentecostés Moderno


1
EL EMBAJADOR DIVINO
Os lo enviaré (Juan 16. 7).

El Espíritu Santo es la Persona desconocida de la Trinidad. Sabemos mucho acerca de Dios el Padre y mucho acerca
de Dios el Hijo, pero poco relativamente, acerca de Dios el Espíritu Santo. Si el apóstol Pablo se presentara ante muchas de
nuestras congregaciones e hiciera la misma pregunta que les dirigió a algunos discípulos en Éfeso hace muchos años:
“¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?”, probablemente recibiría la misma contestación que escuchó entonces: “Ni
siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo” (Hechos 19:2). Es dolorosa la ignorancia que prevalece en la actualidad en nues-
tras iglesias, en lo que se refiere a la tercera Persona de la Trinidad.

Hay personas, y son cristianas, que abrigan temor ante la realidad del Espíritu Santo. Cierto ministro decía: “Yo
predico acerca de Dios el Padre y Dios el Hijo, pero nunca del Espíritu Santo.” Al preguntársele cuál era la razón, contestó:
“Temo predicar acerca del Espíritu Santo, porque podría conducir al fanatismo.”

Otro predicador le decía al doctor E. Stanley Jones en cierta ocasión: “Siempre que usted menciona al Espíritu Santo,
siento que me invade una sensación escalofriante.” Al preguntarle el doctor Jones cuál era la razón, contestó: “Tengo miedo
que se desborden las emociones.”

Supongamos que recibo una llamada de larga distancia de un pastor quien me dice: “Hermano, quisiéramos que
viniera a predicar varios días a nuestra iglesia, pero le suplico que no traiga a su esposa.”

Naturalmente, yo le preguntaría: “¿Por qué se opone usted a la presencia de mi esposa?”

“Pues la verdad es que hemos sabido que de vez en cuando sufre ataques y tememos que esto le ocurra en alguno de
los servicios. Usted comprenderá que no quisiéramos que esto sucediera. Espero que me comprenda.”

Desde luego, yo le contestaría: “Ignoro quién le habrá dado tales informes, puesto que mi esposa no sufre ataques. Se
trata seguramente de otra persona.”

De igual manera, cuando se le atribuye al Espíritu Santo algo impropio y desagradable, me apresuro a contestar: “No
es el Espíritu Santo a quien se refiere usted; ¡habla seguramente de algún otro espíritu!”

Toda verdad puede pervertirse. Y entre más elevada sea esa verdad, es más probable que se pervierta. Es de
lamentarse que hay quienes han falseado la doctrina del Espíritu Santo y se entregan a prácticas extremas, pero es preciso
tener cuidado de no desechar la verdad al repudiar lo falso. Es preciso librarnos de ideas y prácticas erróneas, pero a la vez
asirnos de la verdad.

El Espíritu Santo es una Persona portentosa. Es indispensable comprenderla y conocerla.

El Señor Jesús fue lleno del Espíritu Santo en mayor grado que todo ser que haya pisado este suelo y su personalidad
era la más radiante y reposada que jamás se haya visto. ¿Por qué temer al Espíritu Santo? El nos impar tirá mayor semejanza
al divino Maestro.

Principiemos nuestra búsqueda espiritual del Espíritu Santo, haciéndonos dos sencillas preguntas: (1) ¿Quién es el
Espíritu Santo? (2) ¿Cuál es el ministerio del Espíritu Santo?
I. ¿QUIÉN ES EL ESPIRITU SANTO?

Veamos primero el aspecto negativo de la pregunta, a fin de rechazar algunas ideas erróneas acerca del Espíri tu
Santo.

El Espíritu Santo no es una cosa ni un objeto. No debemos emplear nunca el género neutro al referirnos a El.

Hace algunos años que los cristianos de la América Latina, celebran la fiesta religiosa del Espíritu Santo. Al gunos
miembros de una de las congregaciones fueron de casa en casa para reunir fondos “y colocar al Espíritu Santo en su iglesia.”
Al llegar a una casa y al explicar su misión, el inquilino preguntó: “¿Qué es el Espíritu Santo?”

El que encabezaba el grupo contestó: “¿No sabe usted lo que es el Espíritu Santo? Usted habrá visto que en todas las
iglesias hay, arriba del altar, la imagen de una paloma. Esa paloma es el Espíritu Santo. En nuestra iglesia todavía no tenemos
esa imagen, así que estamos reuniendo dinero para que un escultor nos forje una bella paloma para el altar. Entonces sí
tendremos el Espíritu Santo en nuestra iglesia.”

Para estas gentes el Espíritu Santo tenía que ser algo visible. Tal vez eran sinceras, pero estaban engañadas. El
Espíritu Santo no es una cosa ni objeto.

El Espíritu Santo no es simplemente vida divina en el interior del ser humano. En verdad, es el Espíritu de vida que
vivifica a los muertos. Pero es más que vida.

Del árbol puede decirse que tiene vida. Sin embargo, ¿se ha visto algún árbol que posea un título universitario? ¿se
habrá visto un árbol obstinado? ¿Habrá algún árbol a quien se pueda ofender? El árbol posee vida, pero no es persona.

El Espíritu Santo no es únicamente el poder de Dios manifestándose en nuestra vida. No es sólo una fuerza
impersonal.

La gasolina es la fuerza que mueve el automóvil; pero es más que un poder o una influencia que emana de Dios.

Si consideramos el asunto en forma positiva, habremos de subrayar el hecho de que el Espíritu Santo es Persona.
Notemos que el Señor Jesús siempre se refirió a El haciendo uso del pronombre personal “El”: “Cuando venga... El os guiará
a toda la verdad.”

Como es Persona posee los tres atributos característicos: intelecto, voluntad y emoción. El Espíritu Santo está dotado
de intelecto, posee toda la sabiduría y el conocimiento. El conoce, entiende y juzga. Pablo habla de “la intención del Espíritu”
(Romanos 8:27). Jesús dijo a sus discípulos: “El os enseñará todas las cosas” (Juan 14:26).

El Espíritu Santo está dotado de voluntad. El decide, selecciona y ordena. En el libro de los Hechos leemos que en
varias ocasiones, el Espíritu Santo ordenó a los discípulos abstenerse de ir a determinados lugares y en vez de eso ir a otros.
Leemos frases como “les fue prohibido por el Espíritu Santo,” “enviados por el Espíritu Santo” “ligado en el Espíritu,” frases
que comprueban que el Espíritu Santo posee voluntad.

El Espíritu Santo está dotado de emoción. Pablo nos amonesta, diciendo: “No contristéis al Espíritu Santo.” No se
puede contristar a un objeto inanimado; esto sólo se puede hacer cuando se trata de personas de sentimientos. El amor, el
gozo y la paz, son atributos del Espíritu que mora en nuestra vida.

En resumen, estos versículos de las Sagradas Escrituras que tratan del Espíritu Santo, nos revelan que es un Ser
consciente, que posee intelecto, voluntad y emoción. Si reconocemos este hecho, habremos de cambiar total mente nuestra
actitud al respecto.
El Espíritu Santo es una Persona, pero es superior a todo ser humano. Tú y yo somos personas, poseemos intelecto,
voluntad y emociones. Pero sólo somos seres humanos, mientras que el Espíritu Santo es divino. Es una de las personas de la
Trinidad, y por lo tanto, posee todos sus atributos. Todo cuanto caracteriza a Dios el Padre y a Cristo el Hijo, es atributo
también del Santo Espíritu. Es omnipotente, omnisciente, omnipresente, santo, amante y perfecto. Es igual a Dios, es Dios
mismo. Es la tercera Persona de la santísima Trinidad.

La doctrina de la Trinidad se halla revelada en las Santas Escrituras, pero es un misterio que la mente humana no
alcanza a comprender.

Un maestro musulmán en Nigeria le decía a un ministro presbiteriano, el doctor Harry Rimmer, cuando éste visitaba
ese país: “Ustedes los cristianos creen en una trinidad de Dioses. Hablan de Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu
Santo. Pero Dios es sólo uno.”

El doctor Rimmer le contestó al musulmán: “Permítame hacerle una pregunta. ¿Es usted un cuerpo viviente? ¿Es
usted un alma viviente? ¿Es usted un espíritu viviente?” Al contestarle afirmativamente, el doctor Rimmer le preguntó al
musulmán cuál de los tres era él, y la contestación fue: “Soy los tres,” pero no acertó a dar mayor explicación.

El evangelista cristiano le indicó entonces que en un nivel humano todos somos una trinidad y sin embargo
reconocemos que somos un solo individuo. En forma misteriosa que no alcanzamos a comprender, la Deidad, siendo tres
Personas, es sólo una.

En la India un musulmán me decía: “Ustedes los cristianos no saben nada de matemáticas, porque dicen que uno más
uno más uno es igual a uno, pero en verdad son tres.” Por mi parte le pregunté: “¿Cuánto es uno por uno?” Su contestación
fue: “Uno.”

Así comprobé lo que él trataba de refutar. La verdad es que cuando tratamos de explicar los misterios divinos con
palabras, sólo podemos llegar hasta cierto punto y darnos por vencidos.

El Espíritu Santo es una Persona, pero es más, es una Persona divina. Esto significa que posee los atributos de la
personalidad en su perfección. Es un Intelecto infinito, una Voluntad perfecta y una Emoción perfecta.

Nuestra mente es humana y por lo mismo, limitada. A menudo no podemos comprender la verdad. Pero si
permanecemos a los pies del divino Intelecto, El nos guiará a toda verdad y nos permitirá penetrar los pro fundos arcanos del
Señor.

Nuestra voluntad es humana, y por lo mismo, débil. A menudo hacemos aquello que no debiéramos y deja mos sin
hacer lo que se debe hacer. Pero, rindiéndonos a esa Voluntad divina, la débil voluntad recibirá fortaleza y estaremos
capacitados para abstenemos de lo que no conviene hacer y cumplir con el deber que nos corresponde desempeñar.

Nuestras emociones son humanas y muchas veces confusas. Odiamos lo que debiéramos amar y amamos las cosas
que debiéramos odiar. Pero si estamos dispuestos a sometemos a la divina Emoción, seremos purificados y nuestras
emociones o sentimientos serán distintos, porque ahora podemos odiar lo que Dios odia y amar lo que Dios ama.

Es así como la divina Persona, el Espíritu Santo, es de incalculable importancia para la vida espiritual de ca da día.
Como alguien ha dicho muy bien: “Si tratamos de entender todo lo que se relaciona con el Espíritu Santo, perderemos la
cabeza; pero si tratamos de vivir sin su presencia, perderemos el alma.”

II. ¿CUÁL ES EL MINISTERIO DEL ESPÍRITU SANTO?

El papel que desempeña el Espíritu Santo en lo que se relaciona con los seres humanos es triple:

En primer lugar, como Embajador divino, cumple la voluntad de la Deidad. Es el representante de Dios.
Un embajador es una persona de gran importancia. Presenta sus credenciales a determinada potencia gubernamental
y se le acepta y respeta como representante oficial de su gobierno. Cuando emite opiniones, no lo hace como algo personal
sino a nombre de la nación que le ha conferido el cargo, y es su gobierno quien lo respalda.

Como Embajador de lo alto, el Espíritu Santo no habla por sí mismo. Habla a nombre de Dios el Padre y ante todo
glorifica a Cristo el Hijo, y cuenta con toda la autoridad de la Divinidad.

Como Embajador, el Espíritu Santo hace tres cosas. Jesús dijo: “Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado,
de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

Convence de pecado. Nadie en realidad puede juzgarse por sí mismo, como Dios lo juzga, a menos que el Espíritu
Santo obre en su corazón y mente. El Espíritu pone al descubierto ese corazón, le revela su pecado y lo declara culpable ante
Dios. Esta es una experiencia que a todos inquieta, y les hará perder el sueño o el apetito. Desde luego, se pierde la paz
interior. El Espíritu Santo, sin embargo, sólo le muestra al hombre su pecado a fin de que acuda al Salvador. Como dijo Sam
Shoemaker en una ocasión: “Antes de que el Espíritu Santo sea el Consolador, tiene que desconsolar...

Hace varios años yo predicaba a estudiantes universitarios, en la ciudad de Trivandrum en el sur de la India. Una
mañana un estudiante de medicina me decía con toda sinceridad: “Me es difícil creer que Dios existe. ¿Puede usted probarme
que existe?” Durante una o dos horas le estuve presentando todos los argumentos racionales de la existencia de Dios, el
argumento (en cada caso) cosmológico, teleológico, moral y antropológico. Cité también una serie de versículos de la Biblia,
para subrayar los argumentos. Pero después de larga discusión no se convencía. No obstante, prometió asistir a los servicios
nocturnos y escuchar la Palabra de Dios.

Dos días después, al entrar a la iglesia, el pastor me entregó un recado escrito del joven estudiante, en el que decía:
“Creo que hay algo de verdad en lo que nos dice. Ore por mí, por favor.” A la noche siguiente, cuando terminó el servicio y la
congregación había salido, vi que el joven permanecía en su asiento. Se cubría el rostro con las manos y lloraba. Me acerqué
y le pregunté qué le pasaba.

“Señor,” me contestó, “soy un gran pecador; ore por mí por favor.” Oré y lo aconsejé, haciendo uso de la Biblia.

Finalmente él mismo elevó una sencilla oración y la presencia de Dios se hizo sentir claramente a nuestro lado.
Repentinamente alzó los ojos, y sonriendo me dijo: “Ahora sí estoy seguro que hay un Dios, ¡pues siento su presencia en mi
corazón!”

Comprendí al momento que se había realizado en él, la gloriosa obra del Espíritu Santo. Lo que no se había logrado
con razones y argumentos, el Espíritu Santo lo consumó. Convenció a este joven de su pecado y le condujo al Padre celestial.
Esta obra, sólo el Espíritu puede llevarla a cabo.

El Espíritu Santo así mismo convence de justicia. Nos hace ver que nuestra moralidad y buenas obras son como
trapos de inmundicia ante la mirada del Eterno, y que la verdadera justicia sólo se encuentra en Jesucristo. Nos enseña que la
justicia es una dádiva y no una hazaña nuestra. Es don de Dios y no producto del hombre.

Hace algunos años, cuando mi familia hacía preparativos para regresar a los Estados Unidos, aprovechando el año de
licencia, me dedicaba una mañana a empacar lo que llevaríamos. Para hacer este trabajo me había ves tido con mis ropas más
usadas; el pantalón estaba manchado de pintura y grasa y la camisa estaba rota. De repente oí que tocaban a la puerta y salí a
ver quién era. Frente a mí se hallaba un caballero hindú, impecablemente trajeado. Era la imagen de la pulcritud, y no pude
menos que avergonzarme de mi desaseo y pedirle disculpas. Era notable el contraste entre los dos.

De la misma manera, muchos de nosotros solemos estar satisfechos con nuestra condición espiritual, hasta que el
Espíritu Santo nos capacita para contemplar a Cristo Jesús en toda su perfección, y reconocemos por vez primera su excelsa
santidad. En seguida vemos nuestro pecado, nuestra imperfección, y nos avergüenza nuestra condición. Nos damos cuenta
que nos falta mucho para poder contemplar la gloria del Omnipotente, pero sabemos ahora lo que es la justicia y dónde la
hemos de hallar. El Espíritu Santo es quien nos ilumina.
El Espíritu Santo convence al hombre del juicio. Nos revela que el príncipe de este mundo, Satanás, ya estuvo sujeto
al juicio eterno por la muerte de nuestro Señor Jesucristo, y que también nosotros, sin la gracia divina, nos hallamos
condenados ante el santo tribunal del cielo. Nos recuerda que un día, cada uno de nosotros tendrá que aparecer ante ese
tribunal de Dios y dar cuenta de nuestras acciones y palabras, oportunidades y privilegios, talentos y posesiones. Todos
somos responsables ante Dios; esto nos dice claramente el Espíritu.

Como Embajador divino, por lo tanto, hemos de venerar y obedecer al Espíritu Santo, quien nos convence o
redarguye de pecado, de justicia y de juicio. El nos habla con autoridad y terminantemente.

En segundo lugar, el Espíritu Santo es el divino Ayudante. El hace llegar al hombre lo que Cristo hizo posible por su
muerte.

Un pastor en la India, al hablar de la Trinidad, dijo: “Yo veo a Dios el Padre como el Médico divino que examina al
hombre, su paciente, y descubre que padece una enfermedad fatal llamada pecado, y para ese mal tiene una medicina única.
Cristo, el Hijo, fue el Ejecutor quien por su muerte y resurrección en el monte Calvario, obtuvo la plena recuperación del
enfermo. Puede decirse que el Espíritu Santo es el Ayudante divino que aplica el reme dio y no descuida al paciente, a fin de
que experimente todo el amor de Dios y la gracia de Cristo. Recibe plena salud espiritual al confiar en el Salvador. Todo lo
que Jesús hizo por el hombre, el Espíritu Santo ahora lo hace en el hombre.”

No es posible prescindir del Médico o del Ejecutor, ni tampoco del Ayudante. En la obra de la redención tenemos que
depender de su ministerio. Si lo rechazamos, rechazamos la única fuente de auxilio.

En su calidad de Embajador divino, hay que tributarle todo respeto; y como Ayudante divino, brindarle franca
entrada.

En tercer lugar, el Espíritu Santo es el divino Residente. Pablo pregunta: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que
el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (I Corintios 3:16).

Hay dos grandes misterios en la fe cristiana. Uno es que Dios condescendiese a vivir con los hombres en la persona
de su Hijo, Jesucristo. El otro es que Dios condescendiese a morar en los hombres en la persona del Espíritu Santo. Pensar
que Dios estuvo dispuesto a despojarse de su gloria y poder, y venir al mundo a vivir como hombre entre los hombres, es algo
que no puede concebirse. Pensar que Dios, infinito y santo, estuvo dispuesto a hacer su morada en el corazón del hombre,
finito y pecaminoso, también sobrepuja a la comprensión humana. ¡Y, no obstante, es verdad! El así lo ha deter minado y
anhela morar en el hombre, en la persona del Espíritu Santo, haciéndonos crecer en la semejanza de Cristo. Quiere poseernos
y transformarnos, allí donde no pueden explorar ni la cirugía ni la psiquiatría, el Espíritu Santo morará y hará su obra,
dominará nuestros pensamientos y emociones, purificará nuestros deseos y móviles, dirigirá nuestra voluntad y ambiciones.
Esto es precisamente lo que significa ser un cristiano lleno del Espíritu. No se trata de formarse determinados propósitos o de
seguir ciertas normas de vida fiados en nuestras propias fuerzas, sino de que el Espíritu Santo entre a ocupar el centro de
nuestro ser y nos limpie, nos gobierne y nos dé poder. La rectitud no es algo añadido sino que es un don adquirido. Ser
cristiano quiere decir que el Espíritu Santo reside en el corazón y la mente.

El Espíritu Santo, por lo tanto, es el Don más grande que Dios ofrece al hombre, entregándose El mismo. ¿Habrá
algo más sublime? Como un ejemplo, pensemos en el individuo que hace toda clase de obsequios a la mujer con quien va a
contraer nupcias, pero al llegar el día de la boda se da a sí mismo. Sin ello, todos los demás regalos carecerían de valor, y sólo
así se llega a la realización anhelada. De Dios recibimos muchos dones; vida, salud, perdón, paz, consuelo, gozo, etc. pero el
don supremo que quiere darnos, es el clon de El mismo. Sólo esto le satisface, y a nada menos que esto debemos aspi rar
nosotros.

Sin embargo, cuántas veces nuestros puntos de vista son equivocados, en lo que toca a la vida espiritual. An damos
tras sus dones y bendiciones, pero no estamos dispuestos a recibir al Dador; o sea que buscamos presentes pero no la
Presencia.
Cuando yo era misionero en la India, a menudo estaba ausente del hogar, en viajes evangelísticos. Acostumbra ba
regresar con algún regalito para mi hija más pequeña, y ella siempre esperaba ansiosamente que abriera mi ma leta y le
entregara lo que había traído.

En una ocasión había estado predicando en pueblos muy pequeños en los cuales no había nada que comprar. Tuve
que regresar con las manos vacías y al llegar al hogar, la pequeña Sandra como siempre se arrojó a mis brazos, y preguntó
con gran interés: “Papacito, ¿qué me trajiste esta vez?” Por un momento guardé silencio, y luego le dije: “Hijita, lo siento,
pero no pude comprarte nada, pero tú sabes que he estado ausente mucho tiempo y he extrañado mucho a mi niña, así que el
lugar de un regalo cualquiera, yo mismo soy tu regalo. ¿No te parece maravilloso? ¿No te alegras de ver a tu papacito?”

Pude ver que la había desilusionado, le temblaron los labios y las lágrimas se asomaron a sus ojos. Luego me
contestó: “Sí, papá, me da mucho gusto que hayas regresado, pero ¿por qué no me has traído un regalo?”

Así somos muchos de nosotros. El Padre celestial se allega a nosotros para ofrecernos no sólo sus dádivas, sino El
mismo, pues quiere habitar en nosotros. Y nosotros como niños, parece que nos creemos defraudados. Continuamos en busca
de otras dádivas, o presentes suyos, y pasamos por alto la gloriosa presencia.

Debemos recibir al Todopoderoso y no conformarnos con una vida de escaso poder. Hemos de recibir al Santificador,
y no solamente pureza. Nos corresponde recibir al Dador de todo gozo, y no sólo sentir gozo. Es preciso recibir al Consolador
y no algo de consuelo. Todos los dones de Dios los hace una realidad la bendita persona del Espíritu Santo.

En la época del Imperio Romano existió un opulento senador que sólo tenía un hijo. El padre hizo su testamento,
dejándole todo al joven a quien amaba tiernamente. Pero con el transcurso de los años aquel hijo se hacía más desobediente y
pendenciero; al fin un día huyó de la casa y no se supo más de él. Desesperado, el padre cambió su testamento y dejó todas
sus posesiones a un fiel esclavo, con la única disposición de que si el hijo regresaba al hogar, podía escoger una sola cosa de
toda la herencia.

Cuando supo que su padre había muerto, aquel hijo descarriado regresó, pero sólo para darse cuenta que el
testamento ya no era el mismo, y que de todos los bienes él tenía derecho a escoger nada más una propiedad. El joven estuvo
pensando qué sería preferible escoger. ¿Optaría por una casa en donde vivir, un campo para cultivarlo, o alguno de los
negocios? Luego, en un momento de inspiración, señaló al esclavo, y dijo: “¡Lo tomo a él!” Y al escoger al esclavo, se hizo
dueño de toda la herencia.

De la misma manera, al recibir a la persona del Espíritu Santo, recibimos toda la herencia de Cristo Jesús. Dios se
ofrece a sí mismo; es la Dádiva excelsa. ¡Aceptémoslo!
II
RESIDENTE Y PRESIDENTE
No os embriaguéis con vino, en lo cual no hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu
(Efesios 5:18).

En estas palabras del apóstol Pablo hallamos una comparación, un contraste y un mandato.

Primeramente aparece una comparación. La plenitud del Espíritu Santo trae consigo intrepidez, poder, optimismo.
Uno de los efectos del alcohol en el hombre es envalentonarlo; se siente capaz de cualquier hazaña, para él no existe el
fracaso. Sin embargo, ¡cuán grande es el contraste entre el estimulante diabólico y el divino, el Espíritu Santo! La
embriaguez conduce a necios desvaríos, mientras que la plenitud del Espíritu Santo imparte sabiduría. La borrachera lleva a
excesos, mas la plenitud del Espíritu Santo logra el dominio propio en el indivi duo. Lo uno conduce a lo satánico, mientras
que lo otro a la santidad. Por último, hagamos mención del mandato. En realidad, tiene dos aspectos. Uno es negativo:

“No os embriaguéis con vino.” El otro es positivo: “Sed llenos del Espíritu.” Parece muy extraño, pero solemos dar
mucho énfasis al mandato negativo y casi olvidamos el mandato positivo.

En cierta ocasión, el notable evangelista Billy Graham, visitaba una iglesia y uno de los ancianos que lo acompañaba
le contó que su iglesia acababa de pasar por una experiencia trágica, al despedir a uno de sus miembros por haber asistido en
estado de embriaguez.

Entonces Billy Graham le preguntó: “Y, ¿cómo proceden ustedes en el caso de un miembro que viene a la iglesia y
no ha cumplido con el mandato de ser lleno del Espíritu Santo?” Algo perplejo, el anciano dijo: “No entiendo su pregunta.”
El señor Graham procedió a explicarse: “Ya sabe usted que la Sagrada Escritura dice ‘no os embriaguéis con vino... antes
bien sed llenos del Espíritu.’ Ahora bien, si alguien desobedece la primera parte del mandato, deja de ser reconocido como
miembro en plena comunión. ¿Y qué medidas toman ustedes cuando alguno de los miembros no acata el segundo mandato y
no recibe la plenitud del Espíritu Santo? ¿Acaso lo amonestan seriamente?”

La iglesia considera la embriaguez como una grave ofensa, y con razón, pero a la vez ¡es igualmente trágico que sus
miembros sean negligentes cuando se trata de la plenitud del Espíritu Santo!

El mandato de ser llenos del Espíritu es tan preciso como lo es el de arrepentirse y creer en el Señor Jesucristo.

La Iglesia Primitiva fue muy categórica en cuanto al bautismo con el Espíritu Santo. En obediencia al man dato de
Cristo, de que no se fueran de Jerusalén sino que esperasen hasta que fuesen revestidos del poder de lo alto, los discípulos se
reunieron en el aposento alto, unánimes en oración hasta el día de Pentecostés, cuando “fueron todos llenos del Espíritu
Santo.” Desde entonces, en la Iglesia Primitiva esa fue la norma a seguir por todos y cada uno de los cristianos. En el libro de
los Hechos de los Apóstoles, repetidas veces aparece la frase “llenos del Espíritu Santo.”

Cuando se hubo llegado el tiempo de elegir a los primeros diáconos en la iglesia de Jerusalén, uno de los principales
requisitos espirituales fue que estuviesen llenos del Espíritu Santo (Hechos 6:3). Cuando Felipe anunciaba el evangelio en
Samaria y se hacía sentir un gran avivamiento, los apóstoles que estaban en Jerusalén enviaron a Pedro y a Juan para que
imponiéndoles las manos, recibiesen el bautismo del Espíritu Santo (Hechos 8:14-17). Cuando Ananías visitó a Saulo, el
nuevo creyente, en Damasco, le dijo: “Hermano Saulo, el Señor Jesús... me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno
del Espíritu Santo” (Hechos 9:17). Más tarde cuando Pablo estuvo en Éfeso y encontró allí a ciertos discípulos, lo primero
que les preguntó fue: “¿Recibisteis el Espíritu Santo cuando creísteis?” (Hechos 19:2).
Todos estos ejemplos comprueban que la Iglesia Primitiva hacía hincapié en que se recibiese la plenitud del Espíritu
Santo.

Pero, ¿qué significa estar lleno del Espíritu?

Antes de poder contestar, tenemos que hacer otra pregunta y darle respuesta: ¿Cuál es la relación que tiene el Espíritu
Santo con cada creyente? Ya hemos explicado la relación que existe al tratarse de las personas que aún no han sido
regeneradas. Dijimos que el Espíritu Santo es el Embajador, que redarguye de pecado, justi cia y juicio. Pero, ¿cuál es la
relación que guarda con los que se han arrepentido de sus pecados y han aceptado al Señor Jesucristo como su Salvador?
Veamos lo que nos dicen las Sagradas Escrituras.

En primer lugar, todo creyente es nacido del Espíritu. El Señor Jesús le dijo a Nicodemo: “El que no naciere de agua
y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3:5). Cuando un hombre acepta a Cristo como su Salvador personal,
pasa de muerte a vida por medio del Espíritu Santo. Ha nacido de nuevo; es una nueva criatura en Cristo Jesús. Las cosas
viejas pasaron, todas son hechas nuevas.

Ahora es un hijo y forma parte de la familia de Dios. A esta experiencia le llamamos comúnmente el nuevo naci -
miento, conversión o regeneración. Con cada término se da énfasis a un aspecto distinto de la misma experiencia espiritual.

En segundo lugar, el Espíritu Santo le imparte seguridad al creyente. En la Epístola a los Romanos, Pablo dice: “El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Esta es la confianza íntima
que todo el que ha nacido de nuevo abriga: que Cristo Jesús lo recibe, perdona sus pecados y es hijo de Dios. Juan Wesley lo
expresaba en estos términos: “el testimonio del Espíritu.” Es obra subjetiva en el alma, pero al mismo tiempo muy real. Es la
convicción que el Espíritu de Dios implanta en el espíritu humano.

En tercer lugar, todo creyente recibe el sello del Espíritu Santo. Pablo escribe a la iglesia en Éfeso: “Fuisteis sellados
con el Espíritu Santo de la promesa” (Efesios 1:13; véase también 4:30). A los cristianos de Corinto, escribió algo semejante
(II Corintios 1:22). Para los griegos, el sello era la comprobación legal de alguna operación. De la misma manera el Espíritu
Santo sella al creyente, es decir, pone sobre él el sello de propiedad, y lo constituye en posesión del Dios omnipotente.

Así mismo, el Espíritu Santo es garantía o arras de nuestra final redención. Este término se empleaba en los días de
Pablo, como el término moderno pago a cuenta. La palabra es explícita; asegura que el Espíritu Santo es la garantía de
nuestra herencia hasta que entremos en completa posesión de ella. Otro ejemplo muy conocido podría ser el anillo de
compromiso que es prenda del matrimonio hasta que éste se realiza. El Espíritu Santo en el corazón del creyente es prenda
divina como anticipo de la mansión de gloria.

En cuarto lugar, todo creyente es bautizado en el cuerpo de Cristo por el Espíritu Santo. En I Corintios 12:13, Pablo
expresa esta verdad cuando dice: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo.” Es como si un albañil
tomara un ladrillo y lo colocara en la pared que construye. Ese ladrillo es ya parte de la pared. Así también el Espíritu Santo
le ofrece lugar al creyente en el cuerpo de Cristo, es decir, la Iglesia de Cristo y es entonces miembro de la Iglesia Universal.

Finalmente, el Espíritu Santo mora en todo creyente. Pablo escribió a los cristianos en Corinto: “¿No sabéis que sois
templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (I Corintios 3:16). Esto les decía a pesar de que a esos
cristianos les faltaba mucho para ser perfectos. No hay que pensar que el Espíritu Santo no actúa cuando un hombre se
convierte, es decir, nace de nuevo; que El sólo está presente cuando ya ha crecido en la gracia. En el preciso momento en que
se recibe a Cristo como Salvador personal, se recibe también la presencia del Espíritu Santo. El cristiano no puede vivir por
un momento sin su presencia. Pablo dijo: “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9). El Espíritu
Santo habita en todo hijo del supremo Hacedor.

Habiendo dicho todo esto, que el creyente sincero nace del Espíritu, recibe seguridad y confianza, es sellado por el
Espíritu, bautizado por el Espíritu en el cuerpo de Cristo y ese Espíritu mora en él, tenemos que hacer notar que no todo
creyente está lleno del Espíritu. Una cosa es nacer del Espíritu y otra gozar de la plenitud del Espíritu. Pudiera ser que el
Espíritu Santo more en nuestro corazón, pero sin ejercer dominio completo sobre él. Cristo podrá ser el Salvador, pero no el
Soberano; podrá ser Residente pero no Presidente.

Hay personas que tal vez han abierto la puerta de su corazón al Espíritu de Cristo, pero no le permiten ir más allá del
umbral de su vida. Le ofrecen entrada a algunas habitaciones pero no a todas. Por lo tanto, aunque el Espíritu Santo esté
presente y haya derramado bendiciones sobre el dueño de esa morada, está allí sólo como huésped. No se le permite ejercer
dominio completo.

Ser llenos del Espíritu significa que el hijo de Dios ha permitido que El ocupe todos los rincones de su alma, que
todas las llaves estén en su poder. El Espíritu no es Huésped solamente, sino el Amo por excelencia.

Esta íntima relación con el Amo y Señor, por medio de la persona del Espíritu Santo se halla magistralmente descrita
en el bien conocido texto de Apocalipsis 3:20: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta,
entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo.” Esta es la triple relación de Cristo con el ser humano: Para algunos es un Extraño,
que toca la puerta y solicita entrada. Para quienes le han aceptado como Salvador, se encuentra adentro pero sólo como
huésped; se le sienta a la mesa y cena con el dueño. Pero para quienes hacen una completa entrega de sí mismos, El viene a
ser el Amo. Se sienta a la mesa como anfitrión y el creyente cena con El. Esta es la relación íntima que Cristo anhela tener
con todos sus hijos.

Es evidente, por lo tanto, que la razón principal por la que todo hijo de Dios no goza de la plenitud del Espíri tu
Santo, es que no ha hecho una completa entrega a Dios de todo su ser y todo cuanto se relaciona con su vi da diaria. El
resultado entonces es que en lugar de estar lleno del Espíritu (con e mayúscula), se encuentra bajo el dominio de algún otro
espíritu (con e minúscula). Podrá ser el espíritu de arrogancia, y el Espíritu Santo, que es Espíritu de humildad, no puede
reinar en su vida; o quizá lo gobierne un espíritu egoísta y en tal caso el Espíritu Santo, Espíritu de sacrificio, no es quien
domina esa vida. Pudiera ser también que el individuo abrigue odio o resentimiento y será imposible en esa condición que el
Santo Espíritu de amor llene su corazón.

Así que para estar lleno del Espíritu Santo, el creyente debe estar dispuesto a que se le despoje de toda actitud o
deseos pecaminosos. Nótese que digo que debe estar dispuesto a que se le despoje, y no que él debe despojarse por sí mismo.
Este es el error que muchos cometen. Tratan de despojarse o de abandonar por sí mismos actitudes profanas, lo cual es
imposible. Lo que se necesita es que permitan al Espíritu Santo hacer la obra.

Hay dos formas de vaciar el agua de un vaso. Una es invertir el vaso y la otra es verter mercurio (o alguna otra
sustancia con más peso que el agua e incompatible con ese líquido) en el vaso y automáticamente se vaciará el agua. Al
tratarse del corazón humano y descubrir que está lleno de resentimientos, rencores, odios, celos, impurezas, etc., será
imposible tratar de vaciar su contenido como si se tratara de un vaso con agua. Lo único que po demos hacer es permitir que
el Espíritu Santo penetre el corazón y lo llene por completo y al hacerlo, automá ticamente desalojará toda actitud y deseos
perversos. En otras palabras, esta es una obra que no podemos hacer nosotros; tenemos que permitir al Espíritu Santo que la
realice.

El secreto de la santificación en la vida cristiana, es esa entrega completa de parte del creyente a fin de ser dotado de
la plenitud del Espíritu, porque donde reina el Espíritu Santo allí hay santidad. No puede existir la menor impureza cuando El
gobierna. La santificación, es ante todo, una relación con una Persona, el Espíritu Santo. Entre tanto que el cristiano mantiene
esa relación íntima con el Espíritu, mediante una actitud de entrega y obediencia, recibirá su plenitud y pureza. Pero si es obs-
tinado y desobediente y permite que deseos pecaminosos se adueñen de su vida, sufrirá una completa derrota espiritual.

Un pequeño guijarro, por ejemplo, mientras permanece en el fondo de un arroyo, se conserva limpio, pero si es
sacado del agua y tirado al suelo, lo más seguro es que se enlodará. Mientras permanecemos “en el Espíritu,” estamos a salvo
y limpios espiritualmente, pero en el momento que nos alejamos de El, acecha el peligro de la contaminación. El secreto de la
pureza es perseverar en nuestra relación con el Espíritu Santo.
A la vez, esta entrega y el resultado, ser llenos del Espíritu, son el secreto del poder en la vida cristiana. A semejanza
de la pureza, el poder no es una fuerza impersonal; significa una relación íntima con el Espíritu Santo, el Poderoso. Si
estamos plenamente rendidos a su voluntad y en todo somos dirigidos por El, su potencia se deja sentir en nuestra vida en el
momento que se necesita. Todos los obstáculos que estorban la corriente de su poder han sido eliminados, y mientras se
mantenga esa relación, el poder obrará.

La vida llena del Espíritu se inicia, como ya se dijo, al hacer de ella una entrega completa. El Espíritu Santo se da en
plenitud únicamente a quienes se rinden incondicionalmente. Un súbdito británico, al dar su testimonio ante un grupo de
personas, dijo: “Hasta ahora había reinado una monarquía constitucional en mi vida espiritual. Cristo ha sido el Rey, pero yo
he sido el primer ministro, adjudicándome todas las decisiones. Pero ahora he renunciado al puesto y Cristo es ahora el Rey,
Primer Ministro, y Señor de mi vida.” Cuando estamos dispuestos a que Cristo sea el Señor, el Espíritu Santo morará en
nosotros en toda su plenitud.

¿Qué significa la consagración? No quiere decir que le diremos al Señor lo que nos comprometemos a desempeñar
como seguidores suyos, sino que nos disponemos a acatar aquello que El quiere que hagamos. Tal vez nos llame a la obra
misionera, y debemos disponernos a obedecer; o quizá más tarde se nos pida pasar por alguna prueba difícil, y al cristiano
consagrado sólo le toca decir: “Hágase tu voluntad.”

Pero habrá quienes piensen que esto es pedir demasiado, que el precio es muy alto. Recordemos, sin embargo, que el
Señor a quien nos hemos consagrado es amoroso y benigno y sólo anhela lo mejor para sus hijos y que vivamos para su honra
y gloria y para bendecir a la humanidad. No hay nada que temer. Ciertamente, no podremos imponer nuestra voluntad, pero
encontraremos que la senda que El nos señala ¡es siempre la mejor!

¿Es el precio demasiado alto? Hay que tomar en cuenta que al entregarle todo, que es muy poco, a El, recibimos su
grandioso todo. Nos inunda con su Santo Espíritu y recibimos así toda su paz, todo su gozo y todo su poder. Y no sólo esto
sino que esa vida que le hemos entregado nos es devuelta, pero ahora es una vida nueva, redimida y transformada para gloria
suya, y en ella nos regocijamos.

Nos rendimos a El y El nos llena del Espíritu Santo. Este es el secreto. “Sed llenos del Espíritu.”
III

BAUTISMO CON FUEGO


Yo a la verdad os bautizo con agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo
calzado no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego
(Mateo 3:11).

En este pasaje bíblico se mencionan dos bautismos: el bautismo con agua para arrepentimiento, y el bautismo en
Espíritu Santo y fuego.

Nos ayudará a diferenciar el significado de ambos bautismos si en cada caso se reconoce el instrumento, o sea el que
obra, el sujeto, y el elemento empleado. En el primer bautismo, el instrumento es el ministro, el sujeto es el pecador
arrepentido, y el elemento es el agua. Es decir, el ministro bautiza con agua a todo aquel que confiesa y abandona su pecado.
En el segundo bautismo, Cristo es el que obra, el sujeto es el hijo de Dios, y el ele mento es el Espíritu Santo; o sea que Cristo
Jesús bautiza al creyente con el Espíritu Santo.

Hay que reconocer también la diferencia entre el bautismo por el Espíritu Santo y el bautismo con el Es píritu Santo.
En I Corintios 12:13, el apóstol Pablo aclara diciendo: “Por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo.” Aquí el
instrumento es el Espíritu Santo, el sujeto es el creyente, y el elemento es el cuer po o sea, la Iglesia de Cristo. Este es el
bautismo por el Espíritu Santo; en el bautismo mencionado en el texto que aparece al principio de este capítulo, Cristo es el
que obra y el elemento es el Espíritu Santo. Este es el bautismo con el Espíritu Santo.

Es de lamentarse que en nuestras iglesias hoy en día, se hace hincapié en el bautismo con agua y se descuida casi por
completo el bautismo con el Espíritu Santo. Los padres se preocupan porque sus hijos reciban el bautismo con agua y por
bautizarse ellos también, pero en el curso de su vida cristiana, año tras año, no reconocen la importancia de recibir el
bautismo del Espíritu Santo. Se interesan más en que el ministro de la iglesia les bau tice, que en ser participantes del
bautismo que el Señor provee.

La importancia del bautismo con el Espíritu Santo se deja ver en el hecho de que se menciona en cada uno de los
Evangelios, así como en los Hechos de los Apóstoles. Hágase un estudio de los versículos siguientes: Mateo 3:11; Marcos
1:8; Lucas 3:16; Juan 1:33 y Hechos 1:5. Son relativamente pocas las enseñanzas que aparecen tan repetidamente en las
páginas del Nuevo Testamento.

La palabra clave para entender nuestro texto es “fuego.” El fuego es uno de los muchos símbolos del Espíritu Santo,
que se menciona en las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento se encuentra el símbolo del viento o del aliento. El
Espíritu Santo es el aliento de Dios en nosotros, emblemático del ministerio vivificante del Espíritu. También aparece el
símbolo del aceite, cuyo significado es la unción del individuo por el Espíritu Santo, capacitándolo para determinada tarea.
En el Nuevo Testamento se halla el símbolo del agua. Jesús dijo: “El que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en
el reino de Dios.” Aquí el agua indica que es preciso lavar los pecados. Finalmente, se presenta el símbolo del fuego, que tal
vez es el mayor dramatismo. Significa el ministerio del fuego purificador que acrisola y da poder.

En cierta ocasión yo caminaba por una colina de los montes Himalaya con un ministro de la India y de él es cuché la
más hermosa analogía de la Trinidad que jamás he oído. Mi colega se expresó como sigue:

“Me agrada pensar en la Trinidad de esta manera: Dios el Padre es como el potente sol en los cielos. El sol es fuente
de luz y calor y vida. A pesar de hallarse muy distante, es de tanta brillantez que no es posible que a simple vista se pueda
observar. Dios, así mismo, es la Fuente de luz, calor y vida espirituales. Posee majestad tan sublime, que los ojos humanos no
pueden contemplarlo. A veces nos parece que se halla muy distante.
“Jesucristo es semejante a los rayos del sol que hacen descender luz y calor, y nos parece que ese astro se encuentra
cerca de nosotros. Jesús es Dios encarnado. Los hombres lo contemplaron y en El se manifestó la gloria del Padre. Su
presencia se hizo realidad.

“El Espíritu Santo es como un lente de aumento, el cual si se coloca en el sol sobre una hoja de papel, concentrará
sus rayos en un punto y arderá el papel. Así también el Espíritu Santo, concentra la gracia y el poder de lo alto, sobre todo el
que está dispuesto a recibirlo y enciende en su ser, el fuego divino.”

¡Cuán cierto es esto! El Espíritu Santo es como un lente de aumento que enciende el alma humana. No es de extrañar
que las Sagradas Escrituras hablen del bautismo por Cristo como bautismo “con fuego.”

Los científicos nos dicen que el fuego contiene tres rayos distintos. El primero es el rayo actínico que produ ce
cambios químicos, que ablanda el acero y reduce la madera a cenizas. El segundo es el rayo calórico que produce calor, y el
tercero es el rayo luminoso que produce luz.

Estos datos nos ofrecen una clave a la obra del Espíritu Santo en nuestra vida. El fuego del Espíritu Santo reduce a
cenizas lo impuro; al producir calor espiritual, imparte su poder; y sigue ardiendo perpetuamente. Examinemos estos tres
aspectos:

I. EL ESPÍRITU SANTO QUEMA IMPUREZAS

El pecado es de naturaleza doble: reside en los actos y en las actitudes. Se presenta en la conducta exterior así como
en el carácter interno. Es asunto de trasgresión a la vez que de disposición. Hay pecados de la carne y pecados del espíritu, y
las Sagradas Escrituras lo revelan.

Por ejemplo, en los Diez Mandamientos, Dios dice: “No hurtarás.” Pero también dice: “No codiciarás.” Hurtar es un
acto externo, pero la codicia es una actitud interna. El hombre codicia en su corazón y luego se entrega al robo con las manos.
Ambas cosas violan los mandamientos divinos.

En su plegaria de arrepentimiento (Salmos 51) David exclama angustiosamente: “Borra mis rebeliones” y luego
implora: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio.” David comprendía que los pecados de adulterio y asesinato que había
cometido eran el resultado de un estado pecaminoso interior.

En el Sermón del Monte, Jesús dijo: “Oísteis que fue dicho a los antiguos: No matarás... Pero yo os digo que
cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio” (Mateo 5:21-22). El enojo o el odio es una actitud mental.
El asesinato es un acto externo, los hombres primero odian y después matan.

Jesús también dijo en este sermón: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera
que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:27-28). La codicia nace en el corazón y da
por resultado el adulterio.

En la parábola del hijo pródigo, o mejor dicho de los hijos pródigos, el Señor presenta otra vez la doble natu raleza
del pecado. El hijo más joven es ejemplo de transgresiones carnales. Fue culpable de glotonería, embriaguez, libertinaje, y en
otras palabras, vivió perdidamente. El hijo mayor permitió que se apoderaran de él los pecados del espíritu, los celos, el amor
propio, el enojo, la indiferencia. No quiso perdonar al hermano.

En su primera Epístola, el apóstol Juan presenta con toda claridad, la diferencia entre los pecados y el peca do. En su
forma plural se dan a entender actos pecaminosos externos. La forma singular exhibe una condición pecaminosa interna, el
origen del pecado. A través de las Sagradas Escrituras, se observa claramente la doble naturaleza del pecado.

Se ve también en la vida de los discípulos de Jesús. Es cierto que cuando El los llamó, abandonaron sus ocupaciones
y profesiones y le siguieron gozosos. Al vivir con El día tras día, fueron transformados maravillosa mente, de tal manera que
el Señor en su oración testifica de ellos ante el Padre, diciendo: “Han guardado tu palabra, las palabras que me diste las
recibieron y han creído que tú me enviaste: No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17:6, 8, 16). En otra
ocasión Jesús dijo a sus discípulos: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10:20). Indu-
dablemente eran hombres convertidos, regenerados, libertados de las transgresiones.

Pero al fijarnos detenidamente en la vida de los discípulos, muchas veces fueron derrotados por su naturaleza
pecaminosa. A veces se dejaba ver en ellos el orgullo. En una ocasión discutieron entre ellos, acerca de quién sería el mayor,
y Jesús entonces tomó a un niño y lo puso en medio de ellos, diciéndoles: “El que es más pequeño entre todos vosotros, ése
es el más grande” (Lucas 9:48). Marcos añade en su Evangelio las siguientes palabras: “Si alguno quiere ser el primero, será
el postrero de todos, y el servidor de todos” (Marcos 9:35).

En ocasiones demostraban un espíritu egoísta. Jacobo y Juan una vez se acercaron al Maestro y le pidieron que les
concediera el privilegio de sentarse el uno a su derecha y el otro a su izquierda, cuando estableciera su reino. Jesús les
reprendió y les llamó la atención al hecho de que mientras ellos deseaban tronos y cetros, El iba camino a la cruz (Marcos
10:35-40).

En esa misma vez, al oír los demás discípulos lo que pedían Jacobo y Juan, se despertó en ellos el espíritu de envidia
y se disgustaron con los dos hermanos. De nuevo tuvo el Señor que hacer comprender a todos que “el que quiera hacerse
grande entre vosotros, será vuestro servidor” (Marcos 10:43).

Los discípulos solían demostrar también un espíritu de ira y venganza. En una ocasión al pasar por una aldea de
Samaria, solicitaron hospitalidad para su Maestro y para ellos, pero los samaritanos no les recibieron. Entonces Jacobo y
Juan, allegándose a Jesús, le dijeron: “Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los
consuma?” Pero El les reprendió, diciendo: “Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido
para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas” (Lucas 9:55-56).

Por último, aquella noche de la crucifixión, los discípulos exhibieron un espíritu de temor y cobardía. Pedro negó a
su Señor tres veces. Los demás huyeron y se ocultaron. Aún después de la resurrección se hallaban tras puertas cerradas, por
temor a los judíos (Juan 20:19).

Las ilustraciones arriba presentadas, indican claramente que el pecado es de naturaleza doble y que necesitamos ser
librados no sólo de nuestras obras de pecado externas, sino también de esa condición pecaminosa interna.

Por consiguiente, el ministerio del Espíritu Santo es doble. Por regeneración se entiende que el Espíritu Santo opera a
semejanza del agua, limpiándonos de nuestras culpas externas. Por santificación, se entiende que opera como el fuego,
purificándonos de las manchas internas y acrisolando nuestra naturaleza. Ambos ministerios son esenciales para la plena
redención del ser humano.

En el año de 1665 una terrible plaga se desató en la ciudad de Londres. Centenares morían de esta temible
enfermedad. Cada mañana pasaban las patrullas en sus carros para recoger a los muertos, a los que llevaban fuera de la
ciudad para enterrarlos. No se lograba detener la furia de la “muerte negra.” Pocos meses después, principió un incendio que
fue extendiéndose hasta abarcar un amplio sector de Londres. Y lo que la medicina no logró contener, el fuego pudo llevarlo a
cabo. Las llamas se introducían a todos los rincones y sitios encubiertos, lo que destruyó millares de ratones y pulgas, dete-
niéndose así la plaga.

Sólo hay un remedio para la plaga del pecado en el corazón, y éste es el fuego purificador del Santo Espíritu. El
puede destruir la envidia, el egoísmo, la cólera, el odio, la codicia. Nos ayuda a crecer en el conocimiento de Cristo, y a
actuar conforme a su voluntad. El fuego del Espíritu quema la escoria e imparte pureza.

El apóstol Pedro, al hablar de este ministerio purificador del Espíritu Santo, dijo a los miembros del primer concilio
cristiano en Jerusalén: “Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a
nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones” (Hechos 15:8, 9).
II. EL ESPÍRITU SANTO QUEMA PARA DAR PODER

El Señor Jesús reveló el segundo resultado del bautismo con el Espíritu Santo cuando dijo a sus discípulos, antes de
su ascensión: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testi gos en Jerusalén, en
toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hechos 1:8). En su último mandato, el Señor expresa esto claramente:
“Quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto” (Lucas 24:49).

En el Nuevo Testamento puede trazarse una línea hasta el Pentecostés. A un lado de esa línea divisoria hay
insuficiencia espiritual, indecisión moral, negación y derrota. Todo ello denota falta de madurez cristiana. Imaginémonos a
aquel pequeño grupo de discípulos, aglomerados en un aposento alto en Jerusalén. Al volver la mirada hacia atrás, se revivía
en ellos la vergüenza, el horror y la tragedia de la crucifixión. Si miraban hacia el futuro, les inspiraba temor la increíble
comisión de ir a todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura. Aunque poseían el mensaje, no tenían el valor para
proclamarlo. Si su mirada escudriñaba su ser interno, encontraban desaliento y derrota. Les acechaban temores, la envidia les
emponzoñaba, les asaltaba la duda, la cobardía era como una piedra de molino atada al cuello.

Pero a pesar de todo esto, dos cosas les mantenían resueltos. Una de ellas era el acontecimiento del que habían sido
testigos; la otra era una preciosa promesa. Aunque habían sido lentos en aceptar la resurrección, ahora ya estaban
convencidos de esa realidad. ¡El Maestro vivía! Además tenían la promesa: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre
vosotros el Espíritu Santo.” El divino Maestro les había dado su palabra y no les dejaría. Aque lla promesa se cumplió el día
de Pentecostés y nos dicen las Sagradas Escrituras que “todos fueron llenos del Espíritu Santo.”

Veamos, por ejemplo, el maravilloso cambio que se operó en la vida y ministerio del apóstol Pedro. Unas semanas
antes Pedro había negado a su Señor, frente a una criada y un soldado romano. Tres veces le negó; pero el día de Pentecostés
tuvo el valor de enfrentarse a la muchedumbre en Jerusalén, culparla del delito de la crucifixión y exhortarla al
arrepentimiento.

Alguien ha descrito así el cambio que tuvo lugar en Pedro, al relacionarlo al fuego: Aquella noche de la crucifixión,
Pedro estuvo cerca del fuego. Siguió de lejos al Maestro y se calentaba junto a la lumbre. Después, en medio del fuego, al
negar a su Señor y verse envuelto en dificultades. Pero en el día de Pentecostés, Pedro poseía el fuego, habiendo sido
bautizado con el Espíritu Santo y dotado con un nuevo poder de lo alto.

¡Cuánto necesita la iglesia este poder! Sin él no tendrá éxito en su misión ante el mundo, no obstante su vasta
organización y recursos materiales. Pero si echa mano de ese poder, ni las puertas del infierno prevalecerán contra ella.

III. EL FUEGO DEL ESPÍRITU SANTO SE PROPAGA

Una de las principales características del fuego, es la de propagarse. La más pequeña chispa puede conducir a un
intenso fuego. Hace algunos años que en las afueras de la ciudad de Los Ángeles, alguien tiró al suelo un cigarrillo
encendido. Se incendiaron unas hojas secas y se propagó el fuego a los árboles. Muy pronto la tremenda hoguera arrasó los
bosques, consumiendo grandes extensiones madereras y amenazando muchos hogares. Se necesitaron muchas cuadrillas de
bomberos y guardabosques así como el equipo de varios municipios, para extinguir las llamas. La pérdida de dinero se elevó
a millones de dólares. ¡Todo por culpa de una pequeña chispa que se desprendió de un cigarrillo encendido!

El fuego del Espíritu Santo también puede propagarse. Si arde en el alma de algún creyente, se extiende has ta los
miembros de su familia. Al inflamar el corazón de un pastor, el fuego se manifiesta en toda la congregación. Cuando arde en
la vida de algún laico, se enciende una llama espiritual en toda la comunidad.

Hace muchos años que el Espíritu Santo encendió el corazón de un joven ministro anglicano en Inglaterra, Juan
Wesley, y por medio de él, la llama se extendió por todo el país, dando por resultado un avivamiento espiri tual y una
revolución social. Algún tiempo después, el Espíritu Santo ardió en la vida de un joven zapatero británico, Guillermo Carey, y
por medio de él se extendió el fuego a otros miembros de la iglesia y hasta a los clé rigos. Este fue el principio de la obra
misionera moderna, tal vez el período más sobresaliente en la historia de la iglesia. En época reciente, el fuego del Espíritu
Santo abrazó a un joven desconocido, llamado Billy Graham, y por su conducto la llama ha abarcado todo el mundo, con las
más poderosas campanas evangelísticas en la historia de la iglesia cristiana.

¡Largo tiempo se ha encerrado al Señor Jesús dentro de las cuatro paredes de la iglesia, y el mundo exterior no se ha
enterado de su presencia, ni ha reconocido su gloria! Pero cuando la iglesia recibe el bautismo del Espíritu Santo y ese fuego
la llena, el conocimiento del Salvador se extiende por todos los ámbitos. En lugar de que el mensaje se circunscriba a un solo
hombre, el pastor, hallará eco en toda la congregación. En vez de un sermón de media hora los domingos en la mañana, el
mensaje se repetirá en las conversaciones aquí y allá; y resultará que el mensaje no se habrá dejado olvidado en el santua rio,
sino que se escuchará en los hogares, fábricas, salones de clases, oficinas.

Cuéntase que había un individuo en un poblado que se enorgullecía de ser ateo y jamás pisaba una iglesia. Aunque el
pastor trataba de atraerlo, jamás lo logró. Un día incendió el templo y de todas partes corrían las gentes para ayudar a
apagarlo. Era en los días cuando el agua se transportaba en carros de caballo y se necesitaban brigadas de hombres para
arrojar cubetas de agua. El pastor se sorprendió al ver al ateo al frente del grupo que combatía el fuego. A manera de broma le
dijo el ministro: “Esta es la primera vez que lo veo en la iglesia.” “Cierto,” repuso el ateo, arrojando más agua a las llamas,
“¡y es también la primera vez que hay fuego en su iglesia!”

Cuando la iglesia cristiana recibe el bautismo de fuego del Espíritu Santo, se capacita para servir más eficazmente y
el mundo dará atención a lo que dice y hace.

El bautismo con el Espíritu Santo, obra de Cristo, no es algo secundario sino fundamental e indispensable. No es
algo que se pueda tomar o dejar, según se desee; es requisito esencial para una vida verdaderamente útil.

El doctor E. Stanley Jones, misionero y evangelista veterano de la India, de su vasta experiencia testifica lo siguiente:
“Vine a la India convencido de ello, y los años lo han comprobado: El Pentecostés no es un lujo del es píritu; es necesidad
urgente para la vida. El ser humano fracasa si el Espíritu Santo no le posee. No hay otra alternativa: Pentecostés o desastre.”

En el estado de California, en el verano, todos los días se desarrolla una actividad muy vistosa en medio del
cautivador panorama del Parque Nacional Yosemite. Durante la tarde se amontona una buena cantidad de carbón en lo alto
del acantilado. Al obscurecer, el grupo de espectadores se congrega en el valle.

Repentinamente, una voz desde lo alto rompe el silencio nocturno y resuena por todo el desfiladero, di ciendo:
“¿Están listos, amigos acampantes?” Se oye la contestación afirmativa allá en la hondonada, y una voz pregunta: “¿Está listo
el fuego?”

“Sí, el fuego está listo.”

“¿Entonces, que descienda el fuego!”

En ese instante se arrojan desde lo alto los carbones encendidos, que a manera de cascada descienden hasta el
profundo precipicio. Es en verdad un espectáculo inolvidable.

Impulsados por nuestros fracasos y debilidades, elevamos una mirada suplicante hacia el eterno Dios y su voz
penetra el silencio de nuestros corazones, para decirnos: “¿Estáis listos, hijos míos?” Con profunda emoción, contestamos
entonces: “Sí, Señor nuestro, estamos listos. ¿Está listo el fuego?”

Y se nos asegura: “Sí, el fuego está listo. Lo ha estado desde el día de Pentecostés.”

Con confianza plena, el corazón exclama: “¡Que descienda el fuego!” Dios, en ese instante abre las ventanas de los
cielos y derrama su Espíritu; el fuego purificador inunda el alma, quema la escoria y da pureza; llena de poder para testificar,
y así muchos corazones indiferentes reciben también la llama viviente del Espíritu. ¡Dios ha contestado con su glorioso
fuego!
IV
PUREZA DE PENSAMIENTOS
Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento
(Romanos 12:2).

El gran evangelista Dwight L. Moody, dijo en cierta ocasión: “He tenido más dificultades conmigo mismo que con
ningún otro ser humano.” Casi todos podríamos hacer una confesión parecida.

Esto se debe a nuestra doble naturaleza: Escoria y divinidad. En ocasiones, tratamos sinceramente de ser puros,
bondadosos, veraces y perdonadores, pero por otra parte, nos asaltan pensamientos que no debemos albergar y acariciamos
ensueños que debieran avergonzarnos, y no podemos menos que lamentarnos de la forma en que a veces nos expresamos.
Pablo explicó concisamente el problema de la manera siguiente:

“Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco,
eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena. De manera que ya no soy
yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no
mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que
quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:15-19).

Parecería que dentro de la misma persona viven dos seres distintos, el que es bueno y el que no lo es, y el problema
que se presenta es cómo cambiar al de carácter no deseable, al ser cuya naturaleza se inclina al bien.

Pablo no sólo menciona el problema, sino que también sugiere cuál es la clave para su solución. “Transformaos,”
recomienda, “por medio de la renovación de vuestro entendimiento.” El entendimiento, o sea la mente del hombre, es la clave
a lo que es el hombre, y la manera de obtener la transformación es cambiar la mente misma.

Antes de asomarnos al proceso de la renovación del entendimiento, tratemos de entender algunas de las verdades
básicas que tienen que ver con él.

La primera es: el entendimiento o la mente es algo mucho más complejo de lo que suponemos. Además del sentido
consciente, estamos dotados de subconciencia. Por una parte, el pensamiento se fija en lo inmediato y a ello le presta
atención. En este momento, por ejemplo, estoy consciente de mi tarea al frente de la máquina de escribir; pero sabemos que
existe otra parte de la mente, que abriga pensamientos en los que no se concentra, pero en cualquier momento puede hacerlos
surgir. Si al estar en la iglesia se pierde el interés en el sermón, de inmediato el pensamiento puede volver al pasado y hacer
memoria de alguna experiencia placentera. Es decir, que la mente trabaja en dos niveles: (1) El de la inmediata conciencia, y
(2) el de la subconciencia.

Podemos comparar la mente humana a una fábrica, cuyas máquinas trabajan incesantemente día y noche. La mente
trabaja siempre, aún cuando estamos dormidos. Los pensamientos con que la alimentamos durante el día, son como materia
prima de la que se sirve incesantemente. Esto lo sabemos por experiencia personal. Nos acostamos a dormir habiéndonos
fijado determinada hora para despertar, y desde luego, al estar la mente preocupada con esa idea, despertamos a todas horas
de la noche. Si al dormirnos nos agobian temores y ansiedades, al despertar estaremos doblemente ansiosos y asustados. Pero
si nos entregamos al sueño con la mente confiada en el poder de Dios para suplir lo que necesitamos, des pertaremos con la
profunda certeza de poder enfrentarnos a las exigencias de la vida. Por ello es de suma importancia, orar, leer las Sagradas
Escrituras y ocupar la mente con pensamientos nobles y positivos, antes de dormir.
En segundo lugar, hay que tener presente, que tanto la subconciencia como la conciencia, ejercen influencia en
nuestra vida, a veces más la primera.

David Seabury, un conocido psicólogo, asegura que las tres cuartas partes de nuestra actitud mental, ocurren en ese
hondo nivel del subconsciente y sólo salen a la superficie en el momento que se requiere. El doctor Charles Mayo dice que el
75% de la actuación de la humanidad se encuentra dominada por el subconsciente, y sólo el 25% por la mente consciente.

A veces, actitudes y emociones arraigadas profundamente en la subconciencia, afectan la mente humana y dan por
resultado aflicciones físicas externas. Hace varios años, cuando era pastor de una ciudad de la India, fui llamado al hogar de
una señora que repentinamente había perdido la vista y estaba sujeta a tratamiento médico. Cuando visité a su médico y le
pregunté cuál era su diagnóstico, me contestó que en realidad no había tenido ninguna alteración orgánica, sino que era el
resultado pasajero de alguna experiencia que la inquietaba emocionalmente. Añadió que sólo le estaba aplicando algo su-
perficial, más que todo, para ayudarla psicológicamente, y me recomendó que tratara de encontrar la verdadera razón de su
malestar, a fin de prestarle una ayuda eficaz.

Le hice otra visita a la señora y después de mucho sondear con todo tacto y de haber orado con ella, descu brí la
verdad. Hacía poco había descubierto que su esposo le era infiel. Pensó que al perder su amor lo perdía a él, y su ceguera
repentina era un esfuerzo inconsciente de su parte, para volver a conquistar su afecto y sus atenciones. Tendría que dedicarle
mucho de su tiempo y servirle de lazarillo. Fui a entrevistar a su marido y le expliqué el asunto. El reconoció su falta y se
arrepintió. Le pidió perdón a su esposa y ambos se reconciliaron. Pocos días después, la señora había recobrado la vista
completamente.

Lo que pasa es que muchas de nuestras acciones, sin darnos cuenta, se hallan sujetas a ese nivel de la mente, que
denominamos subconciencia.

En tercer lugar, y en lo que a la mente humana se refiere, es necesario reconocer que hay elementos en la
subconciencia, que por naturaleza se inclinan al mal.

Es en esa zona subconsciente, donde la naturaleza humana se pone al descubierto tal como es. Allí los ins tintos,
como el sexo y el yo, reinan supremos; son instintos que ocupan ese sitio, desde largo tiempo atrás, en la historia de las razas,
y permanecen todavía florecientes. De la mente subconsciente brotan algunos de nuestros ensueños, y también los
pensamientos impuros nacen de este abismo. He ahí la razón por la que es tan difícil vivir rectamente.

La experiencia de la conversión trae consigo amor y lealtad. Conscientemente se acepta a Cristo como Señor y
Salvador; pero a veces la subconciencia no lo acepta. Conscientemente se es cristiano, pero la subconciencia muestra aún
rasgos paganos. Hay impulsos que actúan en contra de los sentimientos morales que radican en la mente consciente; ésta ya
es cristiana, pero la subconciencia todavía demuestra rasgos paganos. La primera se ha convertido, pero la otra no está
todavía dispuesta a obedecer en todo la voluntad de Dios.

Por lo tanto, existe un conflicto dentro del ser. Por una parte exclamamos: “Quítate delante de mí, Sata nás,” pero a la
vez hay algo que nos impulsa a seguir los senderos antiguos.

Comprendemos ahora lo que lleva al Apóstol a exclamar: “Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el
mal está en mí. Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se
rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros” (Romanos 7:21-23).

¿Puede Cristo redimir la mente consciente nada más? o, ¿puede redimir también la mente subconsciente? Creo que lo
puede hacer. De otra manera el remedio para el mal no sería completo. El apóstol Pablo, después de su gráfica descripción del
conflicto interno de la mente, se lamenta desesperadamente: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte?” Y en seguida, lleno de fe, contesta su propia pregunta, diciendo: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”
(Romanos 7:24-25).
Llegamos entonces al punto a discusión, la redención de la mente subconsciente. Lo que significa que para ser
personas completamente transformadas, en cierto sentido, necesitamos dos conversiones. La primera conversión de la mente
consciente, ocurre cuando nos allegamos a Cristo, arrepentidos, y nos hacemos el propósito de seguirle. Pero no debemos
detenernos allí, porque de hacer eso, nunca seremos librados de conflictos interiores ni hallaremos el gozo supremo que trae
consigo la vida cristiana, hasta que alcancemos esa segunda “conversión,” la de la mente subconsciente. Y creo que esto es lo
que el Apóstol quiere decir cuando aconseja: “Transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento.” ¿Cómo
lograrlo? Permítame sugerir algunos medios sencillos.

Primero, reconocer que hay impureza y conflictos internos. Reconozca su condición actual, honrada y sinceramente.
No trate de ocultar sus sentimientos, ni de explicarlos, sino reconozca que dominan su vida, y confiese su necesidad de
liberación.

Cuando Isaías contempló la excelsa santidad de Dios, tuvo la visión de su propia impureza y desesperadamente
clamó: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene
labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos” (Isaías 6:5).

El profeta Jeremías, al reconocer las profundidades pecaminosas del corazón humano, escribió: “Engañoso es el
corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).

Cuando el rey David fue reprochado por el profeta Natán, quedó convicto de su depravación interna, así como de sus
transgresiones externas, y exclamó, arrepentido: “Mi pecado está siempre delante de mí... He aquí, en maldad he sido
formado, y en pecado me concibió mi madre. He aquí, tú amas la verdad en lo íntimo” (Salmos 51:3, 5-6).

Simón Pedro, en uno de sus primeros encuentros con el Señor Jesús, exclamó: “Apártate de mí, Señor, porque soy
hombre pecador” (Lucas 5:8).

Al meditar en el conflicto interno que caracterizaba su vida anterior, el apóstol Pablo escribió: “Si hago lo que no
quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí” (Romanos 7:20).

El primer paso, entonces, es reconocer la propia impureza interna y confesarla a Dios.

En segundo lugar, tener fe para creer que el Espíritu Santo puede llegar a lo profundo del ser humano y hacer su
obra allí donde éste se siente impotente.

¡Cuán consolador es comprender que Dios obra directamente donde el hombre no puede ejercer ningún dominio! El
Santificador acude en su ayuda, el Espíritu de verdad, el Sanador llega hasta el origen del mal, hasta lo profundo del
problema. ¡Cuán consolador es comprender que Dios es auxilio omnipotente, se manifiesta en nuestro ser consciente y libre,
así como en la subconciencia! El Espíritu purifica el corazón, que siendo perverso, necesita ser transformado; y es aquí donde
el Espíritu perfecciona su obra y nos da vida en Cristo.

Permitamos que nuestra fe se base en la obra hecha por Jesucristo y en las promesas precisas de la Palabra de Dios.
Pablo claramente dice: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el
lavamiento del agua por la palabra” (Efesios 5:25-26). En otra ocasión, escribe: “Nos salvó, no por obras de justicia que
nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu
Santo” (Tito 3:5-6). Y otra vez: “Somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para
siempre” (Hebreos 10:10).

Las promesas de Dios en cuanto a la purificación interior, son también claras y precisas. “¿Cuánto más la sangre de
Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras
muertas para que sirváis al Dios vivo?” (Hebreos 9:14). “Pero si andamos en luz, como él está en luz, tenemos comunión
unos con otros, y la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
Cristo murió para limpiar hasta lo más profundo del ser. Dios en su Palabra así lo promete. El Espíritu Santo está
presto a terminar esa obra. ¡Tengamos fe y estemos seguros que El es poderoso y está dispuesto a purificarnos ahora!

En tercer lugar, eleve una oración específica al Espíritu Santo, implorando el lavamiento personal.

Confiese su impureza interior. Ponga el dedo en la llaga. Si se trata del pecado de lujuria, dígalo; si del egoísmo,
confiéselo; si de resentimiento u odio, no lo niegue. No estará confesando solamente transgresiones exteriores, sino una
condición interna. Hay que dirigirse al Espíritu Santo, diciendo: “Señor, Tú sabes que en lo pro fundo de mi corazón hay
mucho que no es de tu agrado: orgullo, envidia, odio, concupiscencia, egoísmo, etc. Soy impotente para libertarme de estos
pecados y acudo a ti, implorando tu ayuda. Por mí mismo no puedo ejercer dominio sobre mis pensamientos; posesiónate Tú
de ellos. Purifica la mente y el corazón y gobierna todo mi ser, mis móviles, deseos, ambiciones, impulsos, instintos.”

Ore con fe. Reconozca que El ofrece y por eso usted implora. El promete, y usted recibe. Diríjase al Espíritu Santo, y
diga: “Tengo fe en que eres poderoso para hacerme una nueva criatura, y te doy gracias, Señor.” Y luego permita que su fe
descanse en las promesas de Dios y no en lo que usted siente. Tener fe quiere decir creer en lo que Dios declara y que sus
palabras se hacen realidad en usted.

En cuarto lugar, mantenga una actitud sumisa y obediente. Recuerde que esto es apenas el principio. Es crisis que
inicia un proceso. Esa oración incipiente debe ir acompañada día a día, por la debida actitud. La voluntad deberá rendirse
completamente. En el momento que se trate de usurpar la autoridad del Espíritu Santo, y se quieran imponer caprichos
personales, se obstrucciona su obra renovadora y surge de nuevo el conflicto interno. Pero si diariamente nos entregamos al
Espíritu Santo y hacemos nuestra su voluntad, recibiremos su constante purificación. Es preciso atender solícitamente su di-
rección y sus advertencias; hay que andar en la luz y obedecer su voluntad.

Si se siguen estas indicaciones, el Espíritu Santo tomará posesión de nuestros impulsos incontenibles, y los
transformará y consagrará.

Destruye el egoísmo del ser humano y lo hace un obrero dedicado al extendimiento del reino de Dios. El “yo” no
desaparece porque no se puede prescindir de él. La personalidad no desaparece, pero se caracteriza por un espíritu abnegado.
Nuestro Señor Jesucristo poseía una personalidad excelsa y su impacto en el mundo es po deroso; pero su personalidad tenía
su centro en Dios.

Es interesante que el apóstol Pablo precede las palabras del texto: “Trasformaos por medio de la renovación de
vuestro entendimiento,” con la amonestación: “No os conforméis a este siglo” (Romanos 12:2). Pablo sabía que el único
antídoto para ser esclavos de caprichos mundanales, era estar bajo el gobierno del Espíritu Santo, que mora en el creyente.

Hemos de estar dispuestos a recibir la purificación y la consagración. El Espíritu Santo domina entonces to dos
nuestros impulsos, con nuestro consentimiento y cooperación. Por lo tanto, no hay luchas, sino que somos sumisos y
confiados.

Así que la mente subconsciente se renueva y puede renovarnos. Jesús dijo: “El hombre bueno, del buen tesoro del
corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mateo 12:35). Puede decirse que el ser
interno es un banco y no es posible sacar de un banco lo que no se ha depositado en él. Siempre que se depositan buenos
pensamientos, buenas acciones, actitudes de nobleza, se aumenta el tesoro y la transformación es constante. Esto es posible
de día en día, y cuando se presenta una crisis, los recursos del alma se lanzan a vencerla y nos conducen a la victoria. A
medida que se sigue la senda cristiana, estamos más a salvo. Esa mente subconsciente, de enemiga, se torna en aliada.

El Espíritu Santo, pues, puede hacer su obra; purificar, consagrar y dominar los deseos, móviles, sentimientos y
actitudes del ser interno; pero esto, desde luego, requiere nuestra entrega, cooperación y obediencia.

La redención, por lo tanto, debe llegar hasta lo más profundo del ser. Cristo redime la mente consciente y la
subconsciente.
Dios promete: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y de todos
vuestros ídolos os limpiaré. Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el
corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos,
y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ezequiel 36:25-27).

Juan, el discípulo amado, reitera la promesa, cuando dice: “Si andamos en luz, como él está en luz... la san gre de
Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (I Juan 1:7).

De lo profundo del corazón, elevemos la oración del salmista David: “Lávame más y más de mi maldad, y límpiame
de mi pecado... Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí” (Salmos 5l: 2, 10).

A semejanza del leproso que se allegó a Jesús un día, encareciendo su ayuda, vayamos a él nosotros, leprosos
espirituales, y clamemos confiadamente: “Señor, si quieres, puedes limpiarme” (Mateo 8:2). Y oigamos sus palabras
inspiradoras: “Quiero; sé limpio.”
V
POTENCIA EN EL HOMBRE INTERIOR
He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero
quedaos vosotros en la ciudad de
Jerusalén, hasta que seáis investidos
de poder desde lo alto
(Lucas 24:49).

Pero recibiréis poder, cuando


haya venido sobre vosotros el
Espíritu Santo, y me seréis testigos
en Jerusalén, en toda Judea, en
Samaria, y hasta lo último de la
tierra (Hechos 1:8).

Las frases que emplea nuestro Señor en sus promesas acerca del Espíritu Santo son enfáticas y sumamente
interesantes. Dice: “Os lo enviaré” (Juan 16:7); también dice: “Vendrá sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hechos 1:8); y
finalmente dice: “De su interior correrán ríos de agua viva” (Juan 7:38). Notemos las expresiones: “Os lo enviaré,” “sobre
vosotros,” “sobre vosotros,” y “de su interior.”

Las preposiciones de estas declaraciones son importantes. “Os lo enviaré” es una afirmación de que Cristo mismo
enviará el Espíritu Santo y que éste será dádiva suya. “En vosotros,” indica que el Espíritu Santo hará su morada en el
hombre: su obra purificadora. “De su interior,” da a saber que el Espíritu Santo derramará ricas bendiciones sobre otros.
“Sobre vosotros” significa el bautismo del Espíritu Santo: ser dotados de poder desde lo alto. En la presente meditación nos
ocuparemos de esto último: La relación que existe entre el Espíritu Santo y la potencia espiritual.

Es significativo que en las dos ocasiones en que el Maestro emplea la frase “sobre vosotros,” es para aunar la venida
del Espíritu Santo al hecho de que se recibirá poder de lo alto. Jesús declaró que el Espíritu era “el Consolador,” y
probablemente una mejor traducción es, “el Confortador” o sea, el que fortalece (del latín con y fortis, fortaleza). Por tanto, el
Espíritu Santo al morar en nosotros, nos fortalece y actuamos revestidos de su potencia.

CARACTERÍSTICAS DE ESTE PODER

Son tres las características de ese poder que se recibe por la presencia del Espíritu Santo.

En primer lugar, es “poder desde lo alto.” Fijémonos en las palabras: “hasta que seáis investidos de poder desde lo
alto.” Es decir, es un poder que desciende sobre nosotros.

Son dos los métodos empleados para conseguir poder espiritual. Uno consiste en tratar de desarrollar poder por el
propio esfuerzo. El otro es recibirlo como un don de lo alto. El primero se basa en el esfuerzo propio por lograr una vida
mejor. Se nos aconseja que desarrollemos nuestros recursos latentes. Pero los beneficios de esta conducta son limitados,
puesto que se principia con el “yo” y se termina con los limitados recursos de ese “yo.”

Pero el poder de que habla el Señor Jesús no es del interior, sino de lo alto. No se alcanza sino que se acepta; no se
desarrolla, sólo se recibe. No es resultado del esfuerzo propio; es una dádiva. ¡Es, por lo mismo, ilimitado! Son los recursos
de Dios para el ser humano.
Hay quienes aducen que sólo los moralmente débiles tratan de aprovechar fuerzas ajenas; los vigorosos confían en su
propia fuerza. Pero ésta no es la forma en que la gente reacciona en el terreno físico. Anda en búsqueda constante de nuevas
fuentes de potencia física y mecánica y siempre está ansiosa de aprovecharlas.

Por ejemplo, hay dos maneras de cruzar el continente. Puedo emprender el viaje a pie y después de días y días de
caminar, llegar a mi destino. O puedo abordar un jet y llegar en unas cuantas horas. Hay dos formas de atravesar el océano.
Puedo pensar en hacerlo a nado (y jamás llegar al otro lado), o aprovechar un moderno trans atlántico y cruzar los mares con
toda comodidad, sano y salvo. Se puede hacer una excavación para los cimientos de un edificio, con un zapapico y pala, y
después de muchas semanas de pesado trabajo, acabar la tarea, o se puede emplear una gigantesca pala mecánica y terminar
la obra rápida y eficientemente.

Si están a nuestra disposición grandes recursos espirituales, ¿por qué depender de nuestras propias fuerzas débiles y
limitadas? Cuando nos acosa la tentación, podemos enfrentarnos a ella con nuestras propias fuerzas y, sin duda, ser presa del
enemigo, o podemos resistir con la potencia del Espíritu y derrotar al tentador. Cuando nos agobian las pruebas y las cargas,
podemos cerrar los puños y proponernos soportarlas, pero su peso nos doblegará; o podemos implorar la gracia y fortaleza de
Dios, y creer que las penas redundan para su gloria y nuestro propio bien, logrando así alcanzar la victoria y crecer en la vida
cristiana.

En segundo lugar, hay poder “en el hombre interior.” El apóstol Pablo ora por los cristianos en Éfeso, para que el
Padre les conceda “el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (Efesios 3:16). En el versículo 20,
dice: “el poder que actúa en nosotros.”

El hombre interior es el que forma al hombre exterior. Si la vida interior es débil, esa debilidad se deja sentir en la
vida externa. Si hay confusión interna, habrá también confusión externa. El Espíritu Santo es potencia, precisamente donde se
necesita: en el hombre interior.

La diferencia entre una persona antes y después de que ha sido investida del Espíritu Santo, es la diferencia entre un
bote de vela y un buque de vapor. El bote de vela está sujeto a las circunstancias que lo rodean. Cuan do sopla el viento,
navega, pero si cesa el viento, se estanca. Al buque de vapor lo mueve una fuerza interior y surca las aguas sin la ayuda del
viento. Hay cristianos que, como el bote de vela, son llevados por las circunstancias. Otros son cristianos que, a semejanza
del buque de vapor, son conducidos por el Espíritu. El hombre debe abandonar la confianza en sí mismo y depositar toda su
confianza en el Espíritu Santo.

El obispo Brenton T. Badley, por algún tiempo director de la obra metodista en la India, solía relatar una parábola
jocosa, acerca de un misionero y su Ford Modelo A. Un día que el misionero visitaba algunas aldeas, una de las llantas del
automóvil se desinfló. Como no traía un neumático de repuesto, o equipo para la reparación, no sabía qué hacer. Pero vio
unos manojos de paja que se habían caído de una carreta de bueyes que pasaba, así que sacó la llanta y la llenó con paja. Así
pudo seguir su camino y no se preocupó por la reparación. Con el paso del tiempo, los otros tres neumáticos se averiaron, y el
misionero puso el mismo remedio. Un día, el motor se descompuso y el automóvil quedó inutilizado. El misio nero se dirigió
a la aldea más cercana, alquiló un par de bueyes para que tiraran de su carro.

El misionero decidió entonces seguir utilizando los bueyes, pues pensó que así se ahorraba los gastos de reparación y
la gasolina. Terminó su aventura con dos bueyes arrastrando el automóvil y con las cuatro llantas llenas de paja. Y el obispo
terminaba con la siguiente advertencia: “Así son muchos cristianos. Como carecen de recursos o poder interior, se fían de
fuerzas exteriores para poder actuar. Pero Dios anhela que su Espíritu omnipotente, more dentro de nosotros y gobierne toda
la vida.”

En tercer lugar, este poder de lo alto es rigurosamente espiritual, pues siendo poder del Espíritu, tiene que ser de
naturaleza espiritual.

Antes del Pentecostés, los discípulos se dejaban llevar por un espíritu vengativo y confiaban en el uso de la fuerza
física para alcanzar fines espirituales. Es fácil recordar varios casos de esta índole. Santiago y Juan querían que descendiera
fuego del cielo sobre los samaritanos. En la noche de la crucifixión, Pedro trató de defender a su Maestro con espada. Aún en
aquel último día en que el Señor Jesús estuvo con sus discípulos, ellos pensaban en la restauración del reino de Israel.

Pero después del Pentecostés, confiaron en armas espirituales, el poder del amor, de la fe y del perdón. Ven cieron el
mal con el bien, el odio con el amor, al mundo mediante una cruz. Comprendieron que la misericordia sobrepujaba a la fuerza
bruta, que el amor era más poderoso que la ley, el perdón que la violencia y que la fe domina al temor. Cuando Pedro se
dirigió a la multitud en Jerusalén, el día de Pentecostés, les llamó “hermanos” (véase Hechos 2:29). Cuando Esteban era
apedreado por el pueblo en Jerusalén, clamó a gran voz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado” (Hechos 7:60). Cuando
Ananías fue llamado por Dios para que visitara a Saulo, quien se acababa de convertir y oraba, se dirigió al temible enemigo,
llamándole “hermano” (Hechos 9:17). Este era el Espíritu que les capacitaba para vencer al mundo. Y éste es el Espíritu que
nos ayudará hoy a vencer.

Un joven soldado inglés oraba arrodillado al lado de su cama en el cuartel. Otro soldado algo ebrio, le lanzaba
maldiciones y se mofaba de su actitud piadosa; finalmente le arrojó sus botas llenas de lodo. El joven cristiano no replicó
palabra, terminó su oración y se entregó al sueño. A la mañana siguiente, el soldado que había golpeado al cristiano con sus
botas, las encontró a la orilla de su cama, perfectamente bien lustradas. Cuando supo quién se las había aseado, sintió
remordimiento y le pidió perdón, a la vez que ayuda espiritual al compañero. Lo que éste no había podido lograr por la fuerza
de su palabra, se había logrado mediante la acción silenciosa y cristiana.

Hace varios años, en una de las aldeas del sur de la India un campesino aceptó a Cristo, por el testimonio de un
secretario de la Asociación Cristiana de Jóvenes. El nuevo creyente se bautizó y se unió a la iglesia. Sus anti guos amigos se
volvieron contra él, le incendiaron sus siembras y llegaron hasta trozarle una mano. Algunas de las gentes más sensatas del
pueblo reconocieron que aquello era criminal y que los culpables deberían ser castigados.

Reunieron dinero para que aquel hombre empleara a un abogado y se procediera a castigar a los enemigos. Pero
cuando el secretario de la Asociación quiso entregarle el dinero al campesino, éste no quiso aceptarlo, diciendo: “Señor,
cuando usted me enseñaba lo que es la fe cristiana, me explicó que Jesús, clavado en la cruz, oró por sus enemigos y sus
palabras fueron: ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Si yo he de seguir a Cristo, debo también perdonar a mis
enemigos, pues tampoco sabían lo que hacían. Siento no aceptar este dinero y no llevaré el asunto a los tribunales.”

Como resultado de su testimonio, toda la comunidad se conmovió profundamente, varias personas aceptaron a Cristo
y se unieron a la iglesia. El amor logró lo que las leyes no pudieron hacer.

Solamente por la obra interior del Espíritu Santo, podrá el ser humano recibir esta potencia espiritual. No sólo somos
libertados de las acciones perversas sino también de las reacciones malignas. No sólo la conducta exterior se transforma, sino
también las tendencias o inclinaciones del ser interno.

Este es “el poder desde lo alto,” poder interior, poder espiritual en su naturaleza.

LOS PROPÓSITOS DE ESTE PODER

El poder del Espíritu Santo se nos ofrece con dos propósitos: (1) Para hacer frente a la vida victoriosamente, y (2)
Para testificar eficazmente.

Para hacer frente a la vida victoriosamente. Notemos que Jesús mandó a sus discípulos “que no se fueran de
Jerusalén.” Pudiéramos pensar que hubiera sido mejor que se hubiesen retirado a una montaña en Galilea, digamos, y allí en
la soledad, se hubiesen dedicado a esperar la promesa del Padre. Pero había una razón para ese mandato. En las ciudades hay
exceso de habitantes y se multiplican los problemas. Hay diversidad de relaciones y responsabilidades antagónicas. Hay
tumultos y violencia, tensiones y tentaciones. En un lugar semejante deberían esperar. El Señor Jesús quería que supieran que
el poder del Espíritu Santo puede cambiar el ambiente más difícil y hostil. No hay ninguna situación, ningún problema que no
pueda solucionar. Y si en las grandes urbes nos da la victoria, a pesar de tantas tensiones y problemas, ¿no habrá de hacerlo
en todo lugar?
¿Por qué no les dijo Jesús a sus discípulos que esperaran en Jericó o Capernaum o Nazaret? En primer lugar,
Jerusalén fue el sitio de la crucifixión. Allí había sido enjuiciado, azotado, crucificado y sepultado. Allí sufrió lo que pareció
ser su mayor derrota. Pero quiso que sus discípulos supieran que, mediante el Espíritu Santo, El transformaría lo que había
sido el centro de la tragedia más horrible, en el centro del más grandioso triunfo. En la propia ciudad de su crucifixión
establecería su iglesia. Allí donde había sido vergonzosamente rechazado, reinaría supremo. Y al triunfar en Jerusalén, lo
lograría también en todo lugar.

Para testificar eficazmente. Entre el capítulo veinte del Evangelio de Juan y el segundo capítulo del libro de los
Hechos, se relatan tres maneras distintas en que actuaron los discípulos.

Primeramente, se nos dice que se hallaban tras “puertas cerradas.” Leemos en Juan 20:19: “estando las puertas
cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos.” Unos cuantos versículos más abajo, dice:
“Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro estando las puertas cerradas” (v. 26). Aún resonaban en sus oídos
las palabras más bellas que jamás habían escuchado: el glorioso mensaje de Jesús. Habían sido testigos de su vida diaria, la
más perfecta que jamás se haya conocido. Habían presenciado la más tremenda y decisiva lucha moral en la historia: su cruci-
fixión. Fueron testigos oculares del hecho más asombroso que haya acontecido: su resurrección. Contemplaron profundas
heridas que sanarían todas las heridas de los seres humanos; estuvieron frente a su muerte y ya no habría más muerte;
contemplaron su resurrección, la cual traía al mundo vida eterna. Habían sido comisionados para compartir las buenas nuevas
con todas las criaturas. Sin embargo, a pesar de todo, ¿qué habían hecho? Se habían ocultado tras puertas cerradas, por temor
al pueblo. Poseían el mensaje único, que podría llevar salud espiritual al mundo. Sin embargo, ese mensaje no podía oírse a
través de aquellas puertas cerradas.

El siguiente cuadro que se nos presenta de los discípulos es el que nos los muestra de rodillas. En los primeros
versículos de los Hechos, leemos: “Y entrados, subieron al aposento alto. Todos estos perseveraban unánimes en oración y
ruego” (Hechos 1:13-14).

Los acontecimientos tan críticos los habían llenado de pavor. Cuando el hombre ha caído, lo mejor que puede hacer
es caer de rodillas, no irse de espaldas. Cuando cae de rodillas, no tarda en poder erguirse y vencer. Fijémo nos que aquellos
hombres no se entregaron a discusiones, no nombraron comités, ni organizaron una nueva campaña. Tuvieron una reunión de
oración, profundizaron sus relaciones con Dios y se afirmaron en sus nuevas decisiones. “Cuando llegó el día de Pentecostés
fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen”
(Hechos 2:1-4).

En seguida, nos encontramos a los discípulos presentándose confiadamente ante la multitud reunida en la calle, y
proclamando que Jesús era “Señor y Cristo,” el “Autor de la vida.” Habían desaparecido la vacilación y el temor, dando lugar
a la certidumbre y al valor. Se habían puesto en marcha y nada podía detenerlos, ¡ni amenazas, ni azotes, ni prisiones! Llenos
del Espíritu Santo, su mensaje inundó a Jerusalén (compárese Hechos 2:4y 5:28).

Notemos con cuánta frecuencia el historiador Lucas testifica de la intrepidez de los discípulos: “Viendo (el sumo
sacerdote y otros) el denuedo de Pedro y Juan se maravillaban” (Hechos 4:13). “Cuando hubieron orado todos fueron llenos
del Espíritu Santo, y hablaban con denuedo la palabra de Dios” (v. 31). “Y con gran poder los apóstoles daban testimonio de
la resurrección del Señor Jesús” (v. 33).

El único poder que pudo abrir aquellas puertas cerradas a los discípulos y los capacitó para proclamar su mensaje al
mundo fue el poder del Espíritu Santo. El mensaje de Cristo, su vida, la gran comisión, y aun su resurrección, no habían
bastado. Sólo el Pentecostés los hizo salir a cumplir su misión. Antes del Pentecostés eran llevados por lo que sucedía a su
alrededor, pero después lo que impulsaba sus acciones era el poder interno del Espíritu.

En muchos respectos la iglesia se encuentra en la actualidad tras puertas cerradas. Contamos con la Palabra de Dios;
nos ha sido dada la gloriosa comisión; tenemos los recursos pero nos falta el poder, no podemos testificar. Nos ocultamos tras
puertas cerradas por el temor. Las fuerzas seculares, materiales y agnósticas nos oprimen por todos lados. Se deja sentir
también el poder del comunismo ateo que amenaza invadir al mundo entero y todo esto nos llena de temor.
Nos ocultamos tras puertas cerradas por la duda. Dudamos de la inspiración y autenticidad de las Sagradas
Escrituras. Las teorías de la relatividad y del universalismo han enfriado nuestro fervor evangelístico e interés misionero. Ya
no abrigamos la certidumbre de nuestro mensaje o de poseer un Salvador sin igual. Titubeamos en cuanto al derecho que nos
asiste para tratar de conducir a personas de otras religiones a fincar su fe en Jesucristo y sólo en El.

Nos ocultamos tras las puertas de la mundanalidad. Hemos querido librarnos de nuestras normas morales y de
nuestra integridad ética.

La maldad acecha, la envidia emponzoña, los resentimientos nos consumen y la impotencia nos doblega. Hemos
llegado a ser tan semejantes al mundo que nos rodea, que tenemos poco que ofrecer que valga la pena.

Semejante crisis debiera hacernos desesperar y conducirnos al trono de la gracia. Necesitamos de un aposento alto,
donde podamos honradamente escudriñar nuestros corazones, consagrarnos de nuevo a Cristo y recibir la plenitud del
Espíritu Santo, a fin de hacerle frente al mundo, con toda su degradación moral, investidos de fe, valor y poder. Y debe
inundarnos un gozo que contagie a los demás. No son mensajeros o dinero lo que urge; lo que se necesita es más del Espíritu
de Cristo.

¿Qué habría acontecido si los primeros apóstoles no hubiesen permanecido en el aposento alto? Supongamos por un
momento que no hubiera habido un Pentecostés. Aquel aposento alto hubiera sido su tumba espiritual. La iglesia no habría
nacido.

¿Qué pasará hoy, si no estamos dispuestos a esperar? No habrá ninguna esperanza para el futuro. Estamos aquí
porque los primeros cristianos permanecieron obedientes en la ciudad de Jerusalén, porque hombres y mujeres han esperado a
través de los siglos. La iglesia existía en los días venideros porque hay quienes esperan hoy.

Investidos por el Espíritu Santo con poder de lo alto, seremos testigos fieles de la gracia y potencia transfor madora
del Señor. El imparte intrepidez y fortaleza, para anunciar las buenas nuevas de salvación, por medio del testimonio personal,
de la exhortación, de la enseñanza, de una sencilla conversación. Ya sea que la persona sea el ministro en el púlpito, el
maestro en la escuela dominical, el hermano que testifica, el amigo que platica con el compañero, o el cristiano que ora, el
Espíritu Santo imparte unción a sus palabras y su influencia es poderosa para convencer, conmover, inspirar y transformar. La
proclamación de las buenas nuevas, la predicación del evangelio, no sólo por los predicadores, sino también por el pueblo de
Dios, movidos ambos por el Espíritu Santo, será lo que hará venir el reino de Dios.

PASOS HACIA EL PODER

Me permito sugerir tres palabras que nos ayudarán en la búsqueda de poder y victoria: comprender, circular, recibir.

Comprender: Primero es preciso comprender o reconocer que hay inmensos recursos espirituales a nuestra
disposición. Tenemos que comprender que Dios es quien declara ser; que es todopoderoso, todo sabiduría y un amante Padre
celestial. Se necesita vislumbrar la grandeza de Dios, su majestad, dominio y poder. J. B. Phillips, en su libro Tu Dios es muy
Pequeño, sostiene que se ha dado escasa importancia al Dios omnipotente; se le ha humanizado y hasta destronado. Declara
que en lugar de olvidar al Creador, la humanidad, toda, debe reconocer su eterna soberanía.

Se necesita, además, comprender que esos recursos tienen que constituirse en prenda personal. Sólo tenemos que
solicitarlos. La fuerza eléctrica existió siempre, y asimismo la potencia atómica, pero se necesitó que el hombre las
descubriera. El poder divino siempre ha existido en el mundo, y lo único que se requiere es que lo comprendamos y que
echemos mano de él.

Circular: Cuando los científicos descubrieron el secreto del poder del átomo, comprendieron que aquello era fuente
de una fuerza terrible, pero tenían que encontrar los medios y la forma de hacer circular esa fuerza.
Se hallaba encerrada allí, pero ¿cómo darle salida? Veamos, por ejemplo, un fragmento de uranio y sólo nos damos
cuenta que es un metal. Pero cuando el científico lo lleva a su laboratorio, puede hacer que circule tal cantidad de energía,
que sacuda al mundo entero. El secreto del poder atómico es permitir la libre circulación de la energía oculta.

¿Cómo lograr que circule el poder de lo alto en cada vida? Primeramente, por la oración. El libro de los He chos
presenta muchos casos que ilustran esta verdad. Por ejemplo: “Todos estos perseveraban unánimes en oración y ruego,” y,
“Cuando llegó el día de Pentecostés fueron todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 1:14; 2:1,4). Cuando los apóstoles
oraban, el Espíritu Santo descendió sobre ellos. “A medianoche, orando Pablo y Silas sobrevino de repente un gran terremoto,
de tal manera que los cimientos de la cárcel se sacudían; y al instante se abrieron todas las puertas, y las cadenas de todos se
soltaron” (Hechos 16:25, 26). La oración sacude vidas y situaciones; abre puertas para poder servir; desata cade nas que
esclavizan. “Cuando hubieron orado, el lugar en que estaban congregados tembló; y todos fueron llenos del Espíritu Santo, y
hablaban con denuedo la palabra de Dios” (Hechos 4:31). La oración imparte poder para predicar y testificar.

Además, el poder de Dios circula mediante la fe. Jesús dijo: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este
monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mateo 17:20). Leed el capítulo once de la Epístola a los
Hebreos, que confirma esta promesa del Señor Jesús: “Por fe conquistaron reinos, hicieron justicia, alcanzaron promesas,
taparon bocas de leones, apagaron fuegos impetuosos, evitaron filo de espada, sacaron fuerzas de debilidad, se hicieron
fuertes en batallas, pusieron en fuga ejércitos extranjeros. Las mujeres recibieron sus muertos mediante resurrección”
(Hebreos 11:33-35).

No es tanto una fe grande lo que necesitamos; más bien una fe, aunque pequeña, en un Dios grande. La incredulidad
obstruye la poderosa obra de Dios; la fe abre compuertas y el poder divino inunda a las almas.

En tercer lugar, el poder de Dios circula cuando hay una entrega total del ser humano. El Espíritu Santo habita en el
creyente; es Espíritu de poder. Sin embargo, no debe haber nada que estorbe la manifestación de ese poder.

En cierta ocasión Dwight L. Moody oyó que alguien decía: “El mundo aún no ha visto lo que Dios puede ha cer con
una persona completamente rendida a su santa voluntad.” Y Moody se dijo: “Anhelo ser esa persona.” ¡Con razón fue tan
fructífero su ministerio! En una ciudad el comité ministerial, discutía la posibilidad de invitarle por tercera vez a dirigir una
campaña evangelística. Uno de los miembros se oponía, y preguntó: “¿Por qué tiene que ser Moody? ¿Tiene el monopolio del
Espíritu Santo?” Otro contestó: “¡No, pero el Espíritu Santo tiene el monopolio de Moody!” He ahí el secreto.

Recibir: Jesús dijo: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (Hechos 1:8). Este
poder es de lo alto, ajeno a los recursos humanos y por lo tanto no se puede producir. Sólo puede recibirse. Y, ¿cómo se
recibe? Jesús dijo: “Pedid, y se os dará. Porque todo aquel que pide, recibe” (Lucas 11:9-10). Así es de sencillo: se pide y se
recibe. Pero, ¿cuáles son los móviles que nos impulsan a pedir este poder espiritual? No hay que buscarlo por lo que es en sí
mismo; no es una cualidad aislada. Es el resultado de una relación íntima con la persona del Espíritu Santo. Se le recibe y se
tiene poder. Y es preciso recordar que no se puede recibir el poder del Espíritu Santo sin la purificación que trae consigo. Hay
quienes desean el poder, pero quisieran rechazar la pureza. Sería peligroso que Dios concediera poder a una persona impura,
puesto que lo utilizaría con fines egoístas. El Señor sólo confía su poder a quienes aceptan su purificación. El poder es
apéndice de la pureza.

Tampoco se deberá buscar poder por el prurito de la ostentación. Este fue el error de Simón, el mago, de Samaria. El
poder del Espíritu no es para presumir o enaltecerse. Es para servir a los demás, para la gloria de Cristo Jesús. Dios sólo
puede investir de poder a quienes están completamente rendidos a El y han muerto al egoísmo. Una cosa es anhelar la
posesión del Espíritu Santo para servirnos de El; otra cosa es anhelarlo a fin de que El se sirva de nosotros.

Finalmente, debemos comprender que es imposible recibir el poder del Pentecostés a menos que estemos dispuestos
a hacer frente a la tarea del Pentecostés. Para los apóstoles, el Pentecostés se inició antes de encontrarse reunidos y en oración
en el Aposento Alto. Principió cuando aceptaron la Gran Comisión, dejaron de mirar al cielo desde el monte de los Olivos y
se volvieron a Jerusalén. Al hacerlo, se enfrentaron con un mundo necesitado, lleno de peligros y al mismo tiempo de
oportunidades. Antes de la experiencia en el Aposento Alto, el pequeño grupo de discípulos ya había proyectado dar cum-
plimiento a la misión que Cristo les había encomendado y darlo a conocer al mundo. Al elegir a un discípulo para que tomara
el lugar de Judas, lo hicieron con ese propósito. Sin duda no estaban todavía preparados para la tarea, pero habían aceptado la
responsabilidad.

Dios imparte su poder a aquellos que han de llevar adelante su obra. Nunca lo desperdicia. Es para quienes
emprenden una tarea tan grandiosa, tan arrolladora, que sus propios recursos son insuficientes. Cuando se acepta un desafío
superior a las fuerzas humanas, se abre de par en par la puerta, para que penetre el potente viento del Espíritu.

Al implorar poder, Dios quiere que nos enfrentemos a estas preguntas: ¿Qué harás con él? ¿Por qué lo nece sitas?
¿Qué responsabilidad te has echado a cuestas? ¿Has aceptado algún reto? ¿Reconoces tu gran necesidad del poder de lo alto?

El doctor Halford Luccock ha dicho que tal vez la razón por la cual nos invade el decaimiento, en lugar del alborozo
y nos falta ese ánimo triunfante del Pentecostés, es porque no nos hemos propuesto desempeñar una tarea específica.

Hay inmensos recursos espirituales disponibles para el cristiano; recursos para vivir victoriosamente y dar eficaz
testimonio. Lo único que él necesita es reconocer que existen estos recursos y que se reciben por medio de la oración y una fe
sumisa.

Se cuenta que en los días en que todavía la electricidad no se llevaba a los campos rurales, un campesino fue a la
ciudad y compró un tratado sobre la electricidad. Lo leyó cuidadosamente y decidió hacer algunos experi mentos sencillos.
Primeramente, preparó una batería de dos pilas, le conectó alambres y logró tener un timbre eléctrico. Quedó encantado
cuando al llamar a la puerta sonó el timbre. Había tenido éxito. Después llevó a cabo otros sencillos experimentos y también
dieron buen resultado. Por último, decidió instalar luz eléctrica en toda la casa. Así lo hizo y cuando el trabajo estuvo
terminado, con gran expectación, conectó la corriente, pero no hubo luz. Contrariado, fue a la ciudad a llamar a un elec tricista
experto. Este revisó cuidadosamente la instalación y encontró todo en orden, y por último, se dirigió al campesino y le
preguntó: ¿De dónde toma usted la fuerza eléctrica? El campesino lo condujo hasta donde estaba la batería de dos pilas, que
le sirvió para sus primeros experimentos. El electricista se rió y le explicó que aquella corriente bastaba para un timbre
eléctrico, pero no para que hubiera luz en toda la casa. Añadió que lo que podía hacer, era solicitar de la compañía que de su
línea de alta tensión, aunque algo distante de su hacienda, hiciera llegar la electricidad hasta su casa y entonces ten dría toda la
que necesitara.

Algunos de nosotros tratamos de dirigir nuestra vida cristiana, impulsados sólo por una batería de dos pilas, y
fracasamos al tratar de llevar la luz a los que andan en la oscuridad. ¡Seamos investidos del maravilloso poder de lo alto y
estaremos capacitados para servir!
VI
RÍOS DE AGUA VIVA
El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que
salte para vida eterna... De su interior correrán ríos
de agua viva
(Juan 4:14; 7:38).

En estos versículos, por medio de dos figuras se define una vida llena del Espíritu. Jesús le dijo a la mujer junto al
pozo de Sicar: “El agua que yo le daré será una fuente.” Después, en el gran día de la fiesta, se dirigió a la multitud, diciendo:
“El que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva.” Notemos las dos expresio nes: en él una fuente; de su interior...
ríos.

En nosotros, el Espíritu Santo es como una fuente, un pozo de agua siempre fresca y permanente.

En el Antiguo Testamento se relata la historia de Agar, sierva de Abraham, quien anduvo errante por el desierto con
su hijo, y llevando sólo un odre de agua. Cuando le faltó agua, la afligida madre dejó al muchacho debajo de un arbusto,
pensando que moriría. Y el relato sigue diciendo que Dios le abrió los ojos a Agar y vio una fuente de agua. Entonces llenó el
odre de agua y dio de beber al muchacho (Génesis 21:9-21).

En el Nuevo Testamento está la historia de la mujer junto al pozo de Sicar. Había venido a sacar agua para su uso
diario. Pero allí encontró al Maestro y recibió el agua de vida, que sólo El puede dar. Así que dejó su cántaro y regresó
llevando en su interior una fuente de agua viva (Juan 4:1-30).

Dios no quiere que seamos cristianos que solamente tengamos un odre o un cántaro de agua, sino que seamos pozos
de agua, es decir, que seamos llenos del Espíritu.

De nuestro interior, el Espíritu Santo fluye como inmenso río y no como arroyuelo. En el Antiguo Testamento, el
Salmista dice: “Tomaré la copa de salvación, e invocaré el nombre de Jehová” (Salmos 116:13). Pero una copa es pequeña y
es poco lo que le puede caber. El profeta Isaías, por su parte, exclama: “Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la
salvación” (Isaías 12:3). Desde luego un pozo tiene una gran ventaja sobre una pequeña copa, pero el pozo puede secarse. El
Señor Jesús, sin embargo, en el Nuevo Testamento, declara que el agua que El ofrece será como una fuente que salte para
vida eterna. ¡Profundas vertientes abastecen a una fuente y jamás se seca! Después el Maestro, asegura que el que en El cree,
“de su interior correrán ríos de agua viva.” Hay pues, un maravilloso progreso, de una copa a un pozo, de allí a una fuente y,
por último, de la fuente a un río. He aquí, inmensidad, la plenitud del don de Dios.

Fijémonos, además, que no sólo es un río, sino ríos, ¡caudal divino! “Correrán de su interior,” dándonos a entender
que la corriente es lozana, sin trabas, espontánea. A todo el que le recibe como Salvador y Señor, Cristo le otorga un don más
que suficiente, que le brinda plena satisfacción. Y esa vida abundará en bendiciones hacia los demás.

Fuente y ríos son dos términos que recalcan el alcance de la obra poderosa del Espíritu Santo, la medida en que se
recibe y la medida en que se da. Se recibe el Espíritu ilimitadamente. El apóstol Juan, en su Evange lio, nos dice que Dios dio
a su Hijo su Espíritu sin medida (Juan 3:34). Y nos atrevemos a creer que anhela dar su Espíritu sin limitación alguna, a todos
sus hijos. Podemos inferirlo por la promesa que dio por medio de su profeta Joel: “Derramaré mi Espíritu sobre toda carne”
(Joel 2:28). Derramar sugiere la idea de abundancia.

Este es el significado de “la plenitud del Espíritu.” Hemos de poseer vida, pero algo más, vida abundante. Hemos de
poseer gozo, plenitud de gozo. Hemos de recibir paz, paz que sobrepasa todo entendimiento. Nos corresponde llevar fruto
espiritual, y más aún, abundante fruto. Todo esto muestra la diferencia entre aquel que va por la vida tropezando y cayendo y
el que disfruta de vigor, paz, poder, todo copiosamente.

Asimismo, la influencia del Espíritu Santo es sin medida: “ríos correrán.” La vida ya no es un depósito de escasos
recursos, de los cuales, si se echa mano sin precaución, pronto se agotan, y por lo mismo es preciso tratar de conservarlos. La
vida es ahora un cauce de recursos infinitos y nos hay peligro de que se acaben. Mientras más se da, más es su aumento; son
inagotables los recursos.

Hasta aquí se ha hecho hincapié en la necesidad de ser llenos del Espíritu Santo, pero es a la vez, de la misma
significación que éste se derrame, y, ¿con qué objeto? Sugerimos dos razones por las cuales se hace necesario.

1. FRESCURA

Un recipiente puede estar lleno de agua, pero si se deja por algún tiempo, llega a corromperse. Así también, una
persona puede estar llena del Espíritu Santo, pero si no permite que se derrame una y otra vez, su vida cristiana se estancará.
Para que se caracterice por su frescura, es preciso que se dé cabida al Espíritu Santo, pero que también fluya incesantemente.

La vida del Espíritu tiene un ritmo, se recibe y se da. Si se recibe más de lo que se da, llega el momento en que se
imposibilita la acción de ese divino Espíritu; y si se trata de dar más de lo que se recibe, habrá agotamiento espiritual.

Hace varios años, después de que había terminado mis estudios de secundaria en la India, nuestra familia regresó a
los Estados Unidos en su año de descanso. Durante el viaje tuvimos el privilegio de visitar la pequeña Palestina, donde
nuestro Señor Jesús vivió y trabajó. Un día nos encaminamos al famoso mar de Galilea. Es un hermoso lago, de aguas
cristalinas, rodeado de colinas y granjas junto a su playa. Muchos pescadores en sus lanchas se dedicaban a la tarea cotidiana
y su pesca era abundante. Al día siguiente fuimos al mar Muerto y pasamos allí la tarde. Se conoce como mar Muerto, porque
el agua es tan salada que no hay ni peces, ni plantas.

Lo interesante de estas dos extensiones de agua, es que ambas se alimentan de las mismas corrientes que descienden
del monte Hermón. Pero, ¿por qué uno de estos mares tiene mucha vida y al otro se le llama mar Muer to? El secreto es éste:
Varios arroyuelos descienden del norte y desembocan en el mar de Galilea, y allá en el sur, sus aguas se vacían en el río
Jordán. En otras palabras, el mar de Galilea recibe agua en abundancia y asimismo se derrama copiosamente. Por ello tiene
vida.

Pero el mar Muerto, no obstante que recibe corrientes caudalosas, allí se estancan, y, ¿con qué resultado? Está
muerto.

Si la vida espiritual no se caracteriza porque recibe y también da, esa vida con que el Espíritu Santo nos ha dotado,
pronto se debilitará y morirá. Se necesita el ritmo de doble acción, para que haya plenitud y lozanía en la existencia cotidiana.

La vida que posee la plenitud del Espíritu Santo no es inactiva, no es estéril; es vigorosa, dinámica, progresista.

Hay tres frases en el Nuevo Testamento que se usan para describir la vida llena del Espíritu. Se hace constar que el
día de Pentecostés, los apóstoles “fueron llenos” del Espíritu Santo (Hechos 2:4). Desde ese momento, se dice de ellos que
eran hombres “llenos del Espíritu Santo” (véase Hechos 6:5, 11:24). Luego en Efesios 3:19, Pablo ora, pidiendo que los
cristianos sean “Llenos de toda la plenitud de Dios.” “Fueron llenos,” llenos, “llenos de toda la plenitud.” La primera
expresión indica una crisis; la segunda, un estado o condición; la tercera un proceso.

Primeramente, ocurre una crisis. Debe haber un momento dado cuando la entrega personal es total, cuando
aceptamos el don de Dios por fe y por primera vez somos llenos del Espíritu. Los discípulos estuvieron tres años con el
Señor, pero no fueron llenos del Espíritu Santo hasta el día de Pentecostés.
Después se disfruta de un estado o condición que se caracteriza por la permanencia del Espíritu Santo. Mien tras que
sea sumiso, obediente y fiel, el cristiano estará lleno del Espíritu Santo, pues ahora mora en él no como huésped que va de
paso, sino como residente de permanencia fija, mientras que se le da acogida.

Para que perdure este estado, hay un proceso que es menester seguir. Se hace indispensable recibir la plenitud del
Espíritu una y otra vez, para que haya espiritualidad. De los apóstoles se nos dice, que después del Pentecostés “fueron
llenos” en repetidas ocasiones (véase, por ejemplo, Hechos 4:31). Además, la vida espiritual crece más y más y es mayor la
potencia del Espíritu de Cristo. Es así como se logra constante desarrollo en la vida cristiana.

2. FRUTO

El ser llenos del Espíritu no es un fin en sí. Este tiene como finalidad derramarse en bendición sobre los demás.
Suple mis propias necesidades y también me ayuda a satisfacer necesidades ajenas. La primera obra desarrolla el carácter
cristiano; la segunda, conduce al creyente a la conquista de almas. La plenitud del Espíritu inunda el corazón para poder
después inundar al mundo.

Hay una parábola singular acerca de los ríos del mundo. Todos se dieron cita para decidir cuál era el más grande de
todos. El río Nilo del África se jactaba, diciendo: “Soy el río más largo en todo el mundo, atravieso una distancia de casi
6,400 kilómetros. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El Amazonas de la América del Sur declaró orgullosamente: “Soy el río más extenso y más navegable en todo el
mundo. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El Danubio en Europa dijo: “Hay más comercio y mayor cantidad de barcos que van y vienen por mis riberas, que en
cualquier otro río. Soy, por lo tanto, el más grande.”

El río Ganges de la India, para no quedar atrás, se vanagloriaba, asegurando que era el río más sagrado en todo el
mundo. “Millares de personas” decía, “de todas partes del país vienen a sumergirse en mis inmaculadas aguas, para ser
limpias de sus pecados. Soy, por lo tanto, el más grande.”

Finalmente, un riachuelo sin nombre dijo, con humildad: “Yo no soy el más largo ni el más extenso; tampoco soy el
más activo o el más sagrado. Pero una cosa hago. Cada año se desbordan mis aguas y fertilizan los campos cercanos; las
siembras aumentan y se obtienen grandes cosechas. Los campesinos se alimentan y están satisfechos. Yo lo único que hago es
permitir que mis aguas se derramen.”

La opinión de la asamblea fue que aquel pequeño riachuelo era superior a todos los demás, porque permitía que sus
aguas se desbordaran y beneficiaran a muchas gentes.

Al poseer el Espíritu Santo, el propósito divino es que se derrame en servicio fructífero; pero asegurémo nos que no
es el yo que trata de imponerse, sino el Espíritu el que obra. Nada es tan trágico como los cristianos a medias, porque su labor
es egoísta y hasta ofensiva. Pero cuando el creyente ha muerto a su yo y posee la plenitud del Espíritu Santo, su vida es eficaz
y lleva mucho fruto.

¿Cuál es ese fruto que se ve en una vida llena del Espíritu Santo? El apóstol Pablo claramente lo expresa en su
Epístola a los Gálatas: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedum bre, templanza”
(5:22, 23). Notemos que dice “fruto,” no “frutos.” El fruto del Espíritu es en realidad uno solo: el AMOR. Puede decirse que
los demás que se mencionan son manifestaciones diversas del amor.

¿Qué es el gozo? Es el amor feliz. ¿Qué es la paz? Es el amor en reposo. ¿Qué es la paciencia? Es el amor en espera.
¿Qué es la benignidad? Es el amor actuando. ¿Qué es la bondad? Es el amor en su forma de comportarse. ¿Qué es la fe? Es el
amor que confía.
Compárense las virtudes del amor, según aparecen en I Corintios 13:4-7, con las manifestaciones del amor, que se
encuentran enumeradas en el pasaje de Gálatas mencionado y se verá que todo el fruto del Espíritu se halla involucrado en
este amor sobrenatural. En verdad, ya sea directamente o por medio de un sinónimo, allí se menciona a cada uno.

El amor “es sufrido” —paciencia.

El amor “es benigno” —benignidad.

El amor “no tiene envidia” —bondad.

El amor “no es jactancioso, no se envanece” —mansedumbre.

El amor “no busca lo suyo, no se irrita” —templanza.

El amor “se goza de la verdad” —gozo.

El amor “todo lo cree, todo lo espera” —fe.

Si tenemos amor, poseemos todo el fruto del Espíritu; sin amor, nada somos. “El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5).

¿Cuáles son las condiciones para poseer una vida espiritual fructífera y abundante? En el gran día de la fiesta, Jesús
las expuso con toda claridad, diciendo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37).

La sed es la primera condición. La plenitud del Espíritu Santo se le ofrece a quienes tienen sed espiritual,
“Bienaventurados los que tienen sed de justicia, porque ellos serán saciados.” Al tener sed, se reconoce que es preciso
satisfacer esa necesidad.

Beber es la segunda condición. “Venga a mí y beba,” fue la invitación del Maestro, el Dador del agua de vida. ¿Qué
implica beber? Es sencillamente un acto de fe. Todos los dones de Dios se reciben por fe. Por fe nos es dado el perdón y la
vida eterna. Por fe recibimos el don del Espíritu y poder de lo alto.

Hace algunos años me hallaba predicando en nuestro campamento anual, en los bosques del Sur de la India.

Este campamento lo habían iniciado mi padre y el reverendo M. D. Ross en el año de 1923. Anualmente asisten de
seis a siete mil cristianos y probandos de varias aldeas, y a la orilla de un arroyuelo a la sombra del bos que, alzan sus tiendas
de campaña; arreglan sus utensilios de cocina, y asisten a los servicios evangelísticos tres veces al día. Para ellos es la gran
festividad espiritual del año.

Desde la inauguración de estas reuniones campestres, el tema al que se ha dado la atención principal ha si do la
plenitud del Espíritu Santo. El versículo clave ha sido: “Quedaos vosotros hasta que seáis investidos de poder desde lo alto.”
El fin que se ha perseguido ha sido, que salgan de allí ministros y laicos investidos del poder del Espíritu y que los cristianos
de la India se preparen para ser testigos fieles y se dediquen a la evangelización de su patria. A través de los años, la reunión
campestre ha constituido la punta de lanza de un movimiento popular espontáneo, mediante el cual, alrededor de ciento
sesenta mil almas han sido rescatadas para el reino de Dios y para su Iglesia.

Una mañana, después que hube presentado el mensaje, uno de los sinceros creyentes se acercó y me dijo: “Ha
hablado usted acerca de la plenitud del Espíritu Santo. Esta es mi mayor necesidad. ¿Quiere usted acompañarme al bosque y
orar conmigo?” (Ha sido la costumbre en las reuniones, no invitar a los oyentes a pasar al frente, sino dirigirse a un sitio entre
los árboles y entregarse a la oración). Así que tomé mi Biblia y lo acompañé.
Después de caminar un poco, me dijo el campesino: “Aquí debajo de este frondoso árbol, arrodillémonos para orar.”

“No aquí,” le contesté “vayamos un poco más adelante.”

Seguimos caminando hasta que él volvió a decirme: “Señor, aquí está un hermoso árbol frutal con mucha sombra. Es
un buen sitio para orar.”

De nuevo, le contesté: “No aquí, vayamos un poco más adelante.”

Repentinamente mi acompañante se detuvo, y tomándome de la mano me dijo con vehemencia: “Señor, no sé hasta
dónde piense usted ir, pero yo no iré más lejos. ¡Aquí mismo oraré!”

Sonreí entonces, y colocando las manos en sus hombros, le confesé lo siguiente: “Hermano, tenga paciencia. Sólo he
estado probándolo para saber si realmente tiene usted sed del agua de vida, porque solamente los que tienen sed serán
saciados. Ya me he convencido de que usted verdaderamente tiene sed. No es necesario seguir nuestra marcha. Aquí mismo
usted puede recibir la plenitud del Espíritu.”

Nos arrodillamos bajo la sombra de un árbol y ambos elevamos nuestras voces en oración al Señor. En esa mañana,
el cristiano sediento se allegó a Jesús y tomó del agua de vida, hasta satisfacer su anhelo, inundándose su alma de gozo y
alabanza. Y tengo la plena seguridad que su experiencia lo capacitó para conducir a su familia y a muchos otros seres
sedientos, a la fuente que salta para vida eterna.

¿Gozas tú de una experiencia semejante? ¿Anhelas sinceramente recibir la plenitud del Espíritu Santo? “Si alguno
tiene sed” es la única condición. “Venga a mí y beba” es la amorosa invitación. Al recibirlo, el Espíritu será en ti una fuente y
derramará de su plenitud, para bendición de tus semejantes.
VII
AVIVEMOS EL FUEGO
No apaguéis al Espíritu (1 Tesalonicenses 5:19).

En su primera Epístola a los Tesalonicenses, el apóstol Pablo termina con una serie de exhortaciones y advertencias
concisas y penetrantes. Son a manera de telegramas, brevísimos. Leemos, por ejemplo: “Estad siempre gozosos. Orad sin
cesar. Dad gracias en todo, examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal.”

A la mitad de las anteriores declaraciones tan categóricas, se halla esta grave amonestación: “No apaguéis al
Espíritu.” Son cuatro palabras que van dirigidas a todos los hijos del Padre celestial.

La palabra clave es: “apaguéis.” Llama mucho la atención en el idioma original, pues es muy pintoresca. Sugiere el
acto preciso de extinguir una llama, así que este texto podría traducirse: “No extingáis el fuego del Espíritu Santo.” Lo que se
sugiere no es desconocido para los estudiantes de la Palabra. Una y otra vez en las Sagradas Escrituras, este fenómeno, tan
misterioso, que llamamos fuego se emplea como símbolo de la divina presencia y de la obra redentora de Dios en el corazón
humano.

En el Antiguo Testamento encontramos una y otra vez ocasiones en que se emplea este símbolo: Fuego en la zarza
que no se consumía y donde Moisés habló con el poderoso YO SOY; fuego en el Lugar Santísimo den tro del tabernáculo;
fuego en la forma de un carbón encendido para tocar los labios del joven profeta, Isaías, y prepararlo para su futuro
ministerio.

Encontramos el mismo simbolismo en el Nuevo Testamento con la sola diferencia de que el fuego, en el Antiguo
Testamento, es símbolo de la naturaleza divina, en el Nuevo Testamento, el fuego es símbolo generalmente, de la Tercera
Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo. Encontramos esto, desde el principio de los Evangelios. Juan el Bautista, al dirigirse
a los que bautizaba a la orilla del Jordán, les decía: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene
tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Ma teo
3:11). Fueron sus palabras profecía y promesa, palabras que se cumplieron el día de Pentecostés, en la vida de los apóstoles.
Y según el relato del historiador Lucas, esa gloriosa experiencia se repitió en muchas otras personas.

Son numerosos los pasajes de las Sagradas Escrituras, que presentan el símbolo del fuego que sugiere nuestro texto:
“No apaguéis el Espíritu.” El fuego alumbra y asimismo el Espíritu Santo. El fuego da vigor; esto hace también el Espíritu
Santo. El fuego purifica y también el Espíritu Santo. El fuego funde, solda y une; lo mismo hace el Espíritu Santo. Estos son
algunos puntos de comparación que acuden a la mente y que forman un interesante paralelismo entre el fuego y el Espíritu
Santo.

Al hablar de la forma en que nos relacionamos con el Espíritu Santo, Pablo desde luego, reconoce que el Espíritu de
Dios es presencia viva, poderosa. Declara que es fuego, pero no solamente para simbolizar su ministerio purificador, sino
ante todo, su presencia vivificante, fortalecedora. Hace hincapié en el hecho de que es una relación de persona a persona. Y es
precisamente aquí, donde se advierte peligro. En el terreno moral y espiritual, terreno en el cual el Espíritu de Dios obra y en
el que a nosotros nos toca corresponder, se da el caso, grave en verdad, que le ofendemos y le ponemos obstáculos. Aquí
podemos imponer nuestra voluntad, lo que no es posible en otras esferas. Por ejemplo, si algún día caluroso queremos apagar
los rayos resplandecientes del sol, fracasaremos. Allí, Dios es soberano y el hombre impotente; pero cuando Dios resplandece
en los corazones con la luz del Espíritu Santo, los seres humanos pueden impedir que esa luz penetre a sus corazones y
transforme sus vidas. En otras palabras, dentro de este terreno, lo humano puede frustrar lo divino; lo finito puede estor bar a
lo infinito.
Este era el peligro en que Pablo pensaba, cuando advierte: “No apaguéis al Espíritu.”

¿Cómo es posible apagar el Espíritu? Hay tres pasajes importantes en el Nuevo Testamento, en cada uno de los
cuales se presenta una fase distinta del ministerio del Espíritu Santo, y cómo hay quienes tratan de apagar el fuego del
Espíritu.

LA LLAMA DEL TESTIMONIO

En Hechos 5:32, leemos: “Y nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha
dado Dios a los que le obedecen.” Aquí la palabra sobresaliente es “testigos.” El ministerio del Espíritu Santo tiene como una
de sus características el testimonio. A esta luz, el consejo de Pablo podría ser: “No apaguéis la llama del testimonio.”

Recordemos las circunstancias que originaron estas palabras. Pedro, ante el desafío de las autoridades, había tomado
la palabra en nombre de Juan y los demás apóstoles en quienes moraba el Espíritu. Habían testificado con tanto poder del
Señor Jesucristo, que toda la ciudad se había alarmado. Se les había ordenado que cesaran de propagar ese nombre y se les
amenazó con graves castigos, si desobedecían. Pero ellos no temieron ante las amenazas y continuaron testificando ante el
pueblo. De nuevo fueron llevados ante los magistrados y se les lanza el cargo siguiente: “¿No os mandamos estrictamente que
no enseñaseis en ese nombre? Y ahora habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina, y queréis echar sobre nosotros la sangre
de ese hombre” (Hechos 5:28). ¡Qué gran elogio! Afirmaban que nada les arredraba y continuaban dando testimonio.

Pedro y los apóstoles valerosamente respondieron: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres.” La
palabra “necesario” es como llama de fuego.

Debiera avivar el fuego en nuestros corazones como lo avivó en aquellos discípulos. Las palabras de Pedro no son
solamente para aquel momento, sino para todos los testigos del Señor.

Cuando una persona nace del Espíritu y es ya hijo de Dios, participa de la naturaleza y el Espíritu del Pa dre celestial.
El padre se preocupa por todos los que están perdidos; la compasión que siente por ellos es inmensa y anhela su salvación; El
busca y salva a todos los descarriados. Este afán y compasión han sido derramados por el Espíritu Santo en el corazón del
creyente. Su anhelo ahora es traer a otros a Cristo, a su familia, a sus vecinos, a sus compañeros. Se goza en contarles a los
demás lo que Cristo ha hecho por él y lo que puede hacer por todo el que deposite su confianza en el Salvador. En otras
palabras, la llama del testimonio se ha encendido en el altar de su corazón.

El bautismo con el Espíritu Santo aviva la llama. El Espíritu hace que el creyente se libre del temor y aumenta en él
el anhelo de que otros sean salvos. Le imparte nuevas fuerzas y unción para la tarea. Jesús dijo: “Reci biréis poder, cuando
haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos” (Hechos 1:8). Testificar, por lo tanto, es la consecuencia
natural de la plenitud del Espíritu.

Pero hay el peligro de que apaguemos esa llama por la preocupación. Un ministro llega a preocuparse tanto por la
organización de la iglesia, por la dirección de las comisiones y comités, por los cultos, el presupuesto, los informes etc., que
le falta tiempo para su ministerio espiritual, ante todo, para hacer obra personal y dar testimonio del bendito Salvador. Con el
paso del tiempo, llega a apagarse su celo evangelístico.

El laico podrá llegar a preocuparse tanto de sus intereses personales, esforzarse a tal grado por rodearse de todas las
comodidades modernas, que él tampoco tenga tiempo para hablar con sus amistades y sus vecinos, acerca de asuntos
espirituales. Luego principia a razonar consigo mismo y piensa que después de todo, es asunto que le corresponde al pastor y
él no tiene por que preocuparse. Después de poco tiempo la llama del testimonio se convierte en cenizas.

Se puede apagar la llama del testimonio porque se crea necesaria la cautela. No se quiere ofender a nadie; que no se
nos culpe de ejercer presión o de ser tiránicos. O quizá tengamos temor de decir o hacer algo indebido. Somos tan cautelosos
que acabamos por no hacer nada.
Hace algunos años cuando mi esposa y yo éramos misioneros en la ciudad de Belgaum, en el estado de Mysore,
India, hicimos una visita al recaudador de rentas, quien es uno de los principales jefes políticos y por lo mismo, persona
importante y de prestigio, hombre culto. Este recaudador practicaba la religión indostánica y era muy ortodoxo en su fe y
costumbres. Cuando mi esposa y yo llegamos a su hermosa residencia, nos recibió muy amablemente y nos dijo: “Cuánto nos
alegramos que haya venido. Ustedes son los primeros visitantes desde que nació nuestro hijito. Suban a saludar a mi esposa y
a ver al niño.” Nos condujo a la recámara y felicitamos a la madre por el hermoso niño que tenía en los brazos. ¡Cuán
orgullosos estaban aquellos padres!

Al hallarme allí conversando, sentí que debía orar por el nuevo vástago y pedir las bendiciones de Dios sobre él y
sobre sus padres. Pero luego pensé que, siendo ellos indostánicos, tal vez no les agradaría que un minis tro evangélico orara
por ellos, y se ofenderían. Después me lamenté por haber prestado oídos a mis propios pensamientos y no a la voz del
Espíritu. No oré.

Regresamos al hogar, y me dijo mi esposa que cuando estábamos al lado de la cama de la madre y el niño, pensó que
yo debía elevar una oración, ya que no sólo éramos los primeros visitantes, sino también misioneros. Además, se nos
presentaba una hermosa oportunidad para testificar, pero la dejamos pasar. Me dirigí entonces a mi despacho y de rodillas
pedí perdón a Dios por no haber aprovechado aquella visita, para dar testimonio ante un oficial de elevado rango. Imploré la
ayuda del Señor a fin de que jamás dejara pasar otra ocasión, sin aprovecharla para testificar.

Si Cristo nos ha redimido, si vive y reina en nuestros corazones, digámoslo en donde quiera que nos encontre mos. El
psicólogo William James enseña que toda impresión en el ánimo que valga la pena, no debe quedarse sin la debida expresión.

¿Qué debemos entender por lo anterior? Debemos reconocer que no se ha de dejar apagar la llama del testimonio. Si
no compartimos con los demás la visión gloriosa, ésta se esfumará. La bendición que no se comparte con otros, se marchita.
La llama que se encierra, se extingue. Tengamos mucho cuidado de no apagar el testimonio del Espíritu.

LA LLAMA DE ORACIÓN

En su Epístola a los Romanos, Pablo escribe: “Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues
qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo, intercede por nosotros con gemi dos indecibles”
(Romanos 8:26).

Aquí el ministerio del Espíritu Santo se une con la vida de oración del creyente. Cuando una persona es na cida del
Espíritu, se enciende en ella, tanto la llama del testimonio, como la llama de oración. El creyente anhe la hablar a otros de
Cristo y también anhela gozar de comunión diaria con el Padre.

Lo que Pablo trata de decir en este versículo, es que no puede haber oración verdadera, si se hace a un lado al
Espíritu Santo. Lo que el apóstol asegura es que si sólo fiamos en nosotros mismos y en nuestros propios recur sos, no
podremos saber lo que es la verdadera oración, pero Dios que conoce nuestra flaqueza, nos ha dado el auxilio del Espíritu
Santo.

El Espíritu nos impulsa a orar y a la vez, nos da discernimiento en la oración. En lo que se refiere a los impulsos,
éstos pueden ser de carácter sencillo o extraordinario. Se pueden calificar de sencillos, cuando se reconoce que se ha llegado
el momento de buscar la comunión con Dios; y de impulsos extraordinarios cuando hay cargas que agobian al alma y el
Espíritu clama en oración de intenso poder. Pero ya sea el impulso sencillo o extra ordinario, hay que prestarle atención, pues
es obra del Espíritu Santo.

El Espíritu también dota de discernimientos al orar. El nos revela cómo orar para estar en armonía con los propósitos
divinos. La verdadera oración nunca es contraria a la voluntad de Dios. Necesitamos ser guiados en ella, y esto se logra
mediante la influencia directa del Espíritu, en el corazón del creyente; la voz interior del Espíritu Santo.
La llama de oración, a semejanza de la llama del testimonio, puede enfriarse por la preocupación. Tenemos al frente
tantos deberes que cumplir, estamos tan ocupados que no alcanza el tiempo para orar, y permitimos que la diaria rutina con
las demandas abrumadoras de la vida moderna, nos impida buscar la comunión con Dios. Poco a poco, la llama de oración se
extingue.

Supongamos que cuando el Espíritu nos impulsa a orar, somos negligentes, estamos preocupados. Lo dañino del caso
es que esto tiende a repetirse una y otra vez. Y, por último, ¿qué pasa? Se apaga el Espíritu; se extingue el fuego.

Esto no significa que la primera vez que una persona es negligente en cuanto a su vida de oración, el Espíritu Santo
la abandonará. La Tercera Persona de la Trinidad no obra en esta forma; es Espíritu longánime y benigno, y ante nuestro
descuido, nos amonesta solícitamente. Pero si no termina la negligencia en la oración, las defensas morales del alma quedan
derribadas y todo género de tentaciones acosan al trasgresor. El santuario del alma ha sido derrotado y en el altar sólo quedan
cenizas de lo que había sido una devoción ardiente. No apaguemos la llama de oración del Espíritu.

LA LLAMA DE AMOR

En su Epístola a los Efesios, capítulo cuatro y los últimos tres versículos, el apóstol Pablo amonesta a sus lectores,
como sigue: “No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el cual fuisteis sellados para el día de la redención. Quítense de
vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia. Antes sed benignos unos con otros,
misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.”

En otras palabras, es como si Pablo quisiera decir: “No apaguéis la llama del amor del Espíritu. Sed solícitos con el
Espíritu de Dios en su ministerio de amor.”

Como ya lo dijimos, el fruto (no los frutos) del Espíritu es amor. Las demás virtudes son solamente fases del amor. El
amor es la gracia cristiana completa e indispensable. Es la gracia suprema, la llave de toda la vida. Por tanto, si no hay amor,
el fracaso será trágico; de poco valor serán todas las demás cualidades que se posean. Si la llama de amor se apaga, la vida
interior se torna árida.

Con toda claridad, Pablo asegura que la amargura destruye el fuego del amor que arde en el corazón. Por ejemplo
supongamos que una amistad íntima obra en forma que nos disgusta, y en lugar de llevar a esa persona al trono de la gracia
como debe hacerlo todo cristiano lleno del Espíritu, el enfado aumenta y luego principia la crítica y por fin la llama de la
amistad se apaga por completo. Una vez que el resentimiento devora las entrañas, no se necesita mucha provocación para que
estalle y se lancen palabras mordaces. ¡Con cuánta crueldad y mala fe se desata la lengua una vez que el amor ha
desaparecido!

Hace algunos años que los misioneros de cierta denominación en Corea, se reunieron para su reunión anual. En dicha
conferencia se presentó un problema, sobre la solución del cual, dos de los misioneros diferían. Cada uno presentó
argumentos según sus puntos de vista. Al principio la discusión era amistosa y conforme a un verdadero espíritu cristiano. Sin
embargo, cada uno trataba de comprobar que le asistía la razón. Así siguieron hasta que uno de ellos se impacientó y empezó
a expresarse con palabras duras y rencorosas, lanzando acusaciones en contra del hermano. Este inmediatamente respondió
en el mismo tono, y aquello bastó para que el ambiente de la conferencia se cubriera con un manto de tristeza. Los dos
hombres regresaron a sus respectivos campos de trabajo, con el ánimo amargado.

Aunque la situación era dolorosa, las consecuencias resultaron gloriosas. Uno de aquellos misioneros, un día oraba al
Señor, pidiendo que derramara sus bendiciones sobre una serie de reuniones especiales que se llevarían a cabo. No había
orado mucho tiempo, cuando sintió claramente que el Espíritu Santo le reprendía y le decía: “Es inútil que sigas orando.
Antes ve y reconcíliate con tu hermano.”

El reproche fue tan directo que temprano el día siguiente, tomó el tren para ir al campo misionero del hermano con
quien estaba disgustado. Cuando estuvo frente a él, le dijo que no era su objeto seguir el debate, ni culparlo, sino que venía a
confesarle que él era el culpable. Añadió que Dios le había reprendido por su actitud y las palabras que había expresado. Le
pidió perdón, y dijo: “He contristado al Espíritu.”
El resultado es fácil de adivinar. El otro hermano dijo: “Yo soy tan culpable como usted y le pido perdón.” Se
abrazaron y luego, arrodillados, pidieron perdón a Dios, invocando su bendición y su poder. Al día siguien te se separaron
llenos del fuego del amor. Cuando las noticias de su reconciliación se supieron, se hizo sentir un avivamiento espiritual en
todo el campo y hubo una gran ganancia de almas para Cristo.

Nada debe apagar la llama del amor en el altar del corazón, porque el amor es la suprema virtud de la vida cristiana.
Antes bien, como exhorta Pablo a la iglesia en Tesalónica, es preciso abundar más y más en ese amor que ha sido derramado
en nuestros corazones por el Espíritu Santo.

Acatemos las recomendaciones de Pablo: “No apaguéis la llama de testimonio. No apaguéis la llama de oración. No
extingáis la llama de amor.”
VIII
UN PENTECOSTÉS MODERNO

Hasta aquí hemos estado haciendo un estudio detallado del significado del Espíritu Santo en la vida del creyente.
Hemos procurado descubrir quién es el Espíritu Santo, cuál es su ministerio en el mundo, qué quiere decir la plenitud del
Espíritu Santo y cuáles son los resultados de su presencia. El estudio se ha seguido principalmente a través de las enseñanzas
de las Sagradas Escrituras y de la vida de los primeros cristianos.

Las preguntas que ahora surgen son: Lo que se ha dicho hasta ahora, ¿podrá aplicarse a la Iglesia en el siglo veinte?
¿Será posible que se repita la experiencia del Pentecostés en forma comparable a la de la Iglesia Primi tiva? Para la obra de
evangelismo y el crecimiento de la Iglesia, ¿es indispensable que los cristianos sean revestidos del poder de lo alto?

Al tratar de contestar estas preguntas, no son simplemente palabras las que convencerán; el argumento positivo es el
de la experiencia misma. Por lo tanto en este capítulo final, se relatan detalles de un Pentecostés moderno que ha ocurrido en
nuestro siglo veinte.

Estas son las palabras del autor de este libro:

Cuando mi padre, Earl Arnett Seamands, misionero metodista, se embarcó rumbo a la India el 23 de agosto de 1919,
dos experiencias espirituales en su vida normaron su labor misionera.

La primera fue su experiencia en el Campamento Sicar, en Mount Vernon, estado de Ohio, durante el verano de
1912. Habiéndose convertido en una reunión en dicho campamento y a la vez, recibido llamamiento para dedicarse a la obra
misionera, le cautivaron las reuniones de esa índole como un medio eficaz para evangelizar. Principió a leer con toda avidez
la historia de otros campamentos similares en los Estados Unidos. La historia del famoso campamento en el estado de
Kentucky, en la que un testigo ocular describe una reunión que tuvo lugar en 1801, ejerció una influencia muy particular y
permanente en mi padre. Principió a preguntarse: ¿Por qué no ha de manifestarse Dios en la misma forma el día de hoy? Y si
lo hace en este país; ¿por qué no en la India?

Pasó por una segunda experiencia cuando todavía era estudiante de ingeniería en la Universidad de Cincinnati. Por
los mensajes que había escuchado en el Campamento Sicar y los que se presentaban en la Capilla Wesley, a la cual asistía en
Cincinnati, mi padre reconoció que era posible recibir una experiencia semejante a la del Pentecostés. El estudio cuidadoso
de las Sagradas Escrituras y el reconocimiento de su propia necesidad espiritual, le persuadieron que lo que le faltaba era la
plenitud del Espíritu Santo en su vida. Se entregó entonces con todo fervor a la búsqueda de esa experiencia. Después de una
semana de ayuno y oración, se encaminaba mi padre de la Universidad a una calle próxima, como a las siete de la noche. Era
el 7 de enero de 1915. Había nevado e imperaba la oscuridad. Entre el joven ingeniero y su Señor se desarrollaba un diálogo
silencioso. Señor, decía él, me he entregado por completo a ti; anhelo hacer tu voluntad, más que cualquier otra cosa, más que
terminar mi carrera de ingeniería, que mi matrimonio, que la realización de ambiciones. Señor, ¿qué necesito? El Señor le
contestó con una sola palabra: fe. Y mi padre imploró con todo el corazón: Señor, dame esta fe.

¡Y entonces su anhelo se hizo realidad! El sitio donde se encontraba pareció inundarse de un resplandor divino. Una
paz y un gozo indescriptibles se apoderaron de él. Sus dudas desaparecieron; la quietud y la confianza llenaron su ser. ¡Cristo
le había revestido del Espíritu Santo y de fuego!

Una vez que el joven ingeniero y misionero llegó a su destino en la India, el día 30 de octubre de 1919, dos gran des
ambiciones de carácter espiritual se posesionaron de su corazón y su mente: (1) Establecer el movimiento de reuniones
campestres en la India, y, (2) Presenciar un Pentecostés en la iglesia de la India. Transcurrieron cuatro años antes de que sus
ambiciones se realizaran, pero fueron años de orientación, de adaptación y de estudio del idioma.
Entre tanto los factores divinos y humanos iban tomando forma bajo la influencia del Espíritu Santo. Una vez
terminados sus estudios del idioma, fue nombrado superintendente del Distrito Bidar, un área rural inte rior. En un distrito
contiguo, otro joven misionero, el reverendo M. D. Ross, era el superintendente. Se habían conocido dos años antes, y desde
entonces, los unía una gran amistad. Ross también se había convertido en un campamento de Estados Unidos. El también
había confiado en Dios y esperaba la bendición de un Pentecostés personal, pues reconocía la necesidad de ser lleno del
Espíritu. A semejanza de David y Jonatán, fueron siempre amigos y como Pablo y Bernabé, trabajaron juntos anunciando el
evangelio.

En noviembre de 1923, los dos misioneros decidieron organizar un campamento cercano a ambos distritos. Invitarían
a los obreros nacionales, a los miembros de la Conferencia y a los pastores locales, así como a las esposas. Su propósito único
al reunirse allí era que Dios se manifestara con poder y el grupo recibiera la plenitud del Espíritu Santo. Tenían fe en que si
los directores eran revestidos de poder de lo alto, la llama se extendería a todos los predicadores, así como a los laicos.

Al principiar los servicios, estaban presentes un centenar de pastores y sus esposas. Había también algunos laicos de
las aldeas cercanas, haciendo un total aproximadamente de ciento cincuenta personas. Algunos tenían tiendas de campaña,
otros tuvieron que improvisar techos de bambú. Cada familia preparaba los alimentos al aire libre. Y en esta forma se
organizó por primera vez un campamento en los bosques de la India. Al principio, los asistentes no acertaban a comprender el
objeto de una reunión campestre y se preguntaban qué estarían haciendo allí entre zarzales, con peligro de que los atacaran
las fieras. ¿Desearán estos misioneros nuestra muerte? Al decirle esto a los jóvenes misioneros, ellos contestaron:

“Ciertamente, hemos venido aquí a morir. Sin embargo, no en el sentido físico, sino en un sentido espiritual.” Poco a
poco se dieron cuenta de qué se trataba, pues una y otra vez, se repetía el lema de aquella reu nión. “Muere al pecado; recibe
el Espíritu Santo; vive en santidad.”

Se tenían tres servicios diarios, alternándose los dos misioneros para dirigirlos. Con la autoridad de la Palabra de
Dios, y el propio testimonio personal, los dos misioneros “expusieron más exactamente el camino de Dios,” haciendo
hincapié en la obligación y privilegio del cristiano, de ser lleno del Espíritu. No se hacía un llamamiento para pasar al frente a
orar al terminar los servicios, pero sí se les pedía que salieran a orar a solas, bajo los árboles, implorando el bautismo del
Espíritu. Y una vez que alguno recibía la plena seguridad de la victoria, se le invitaba a que regresara al campamento, para
compartir su experiencia, con el grupo.

Durante los primeros tres días, no hubo ningún testimonio, pero sí se notaba que entre el grupo se hacía sentir una
profunda convicción y hambre espiritual. En la tarde del tercer día, hubo una persona victoriosa, el pastor de habla telegú, A.
S. Abraham. Reconoció la gran necesidad que tenía del bautismo del Espíritu Santo en su vida y le suplicó al señor Ross que
orara con él. Allí de rodillas recibió la plenitud del Espíritu, y esa noche en el culto, testificó sin evasivas, de su nueva
experiencia.

Su testimonio despertó en los demás un anhelo aún mayor, de la misma experiencia. En la tarde siguiente ocurrió la
segunda victoria. El reverendo Jotappa Jacob, miembro de la Conferencia, salió a orar con el firme propósito de no regresar
hasta recibir el Espíritu Santo en su plenitud. Al leer el Evangelio de San Lucas, llegó a las palabras, en el capítulo once,
versículo trece, que dicen: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” Cerró el Libro,
inclinó la cabeza y le pidió a Dios que le diera el Espíritu Santo. Repentinamente, sintió que su corazón ardía de manera
extraña y no pudo menos que exclamar: “¡Ha venido, el Espíritu Santo, ha venido!” Esa noche en el servicio se escuchó su
testimonio, y le siguieron otros dos de los presentes, a quienes él había logrado conducirlos a aquella experiencia esa misma
tarde.

Siguieron nuevas victorias. El reverendo N. S. Samson relató al grupo un sueño que había tenido la noche anterior.
Un fuego se había declarado en el campamento; empezó en la tienda de campaña de los misioneros y se extendió hasta
incendiar todo el campamento. Despertó y le pareció estar rodeado de un resplandor extraño. Si esto se volvió una visión, o
sueño o ninguna de las dos cosas, sí era parábola de lo que sucedió allí en los días siguientes. Para el reverendo Samson fue
una experiencia que transformó su vida.
Tal vez el caso más significativo fue el del reverendo Krishnaya, presbítero del Distrito Bidar. Una noche asistió al
servicio muy afligido, y confesó al grupo lo siguiente: “He estudiado acerca del Espíritu Santo; he predicado acerca del
Espíritu Santo, pero nunca hasta ahora me he dado cuenta que no le he recibido en toda su plenitud. Esta es mi mayor
urgencia.”

Mi padre le leyó algunas promesas de la Palabra de Dios y le recomendó, que sin demora, se apartara a orar allá en el
bosque. Antes de haberse terminado el culto, Krishnaya regresó. La luz de su rostro bastaba para testi ficar de su nueva
experiencia. Desde aquel momento, el fuego espiritual descendió a las almas reunidas en el campamento. Krishnaya y Jacob,
ungidos por el Espíritu Santo, quedaron al frente del movimiento. Los demás miembros solicitaron sus consejos y sus
oraciones y se fueron formando pequeños grupos de oración en los alrededores del bosque.

Los dos misioneros por el momento ocuparon un lugar secundario. Y esto era lo que ellos anhelaban y por lo que
habían orado: Que el Espíritu Santo se posesionara de los predicadores nativos y que la iglesia floreciera bajo su dirección.
No sería ahora un misionero extranjero el que hablara de lo ocurrido en algún campamento en su país; sino que sería un
hermano de la India, anunciándoles lo que había ocurrido en su propio suelo. Este había sido un verdadero Pentecostés, en
tierras indostanas y en el siglo veinte.

Hacia el fin de la semana de aquel histórico mes de noviembre de 1923, casi todas las ciento cincuenta per sonas
presentes, podían testificar confiadamente de la presencia constante del Espíritu Santo en sus vidas.

Lo que aconteció en el campamento no fue de ninguna manera superficial; fue genuino. No fue un impulso repentino
de las emociones; fue una transformación permanente de las personas. Los resultados fueron claros y evidentes, en toda la
conferencia. Hasta la fecha, después de cuarenta años, se pueden palpar esos resultados.

Cuando se terminaron las reuniones, el veintitrés de noviembre, los dos misioneros, Ross y Seamands y los obreros
del distrito, regresaron a sus campos de trabajo, para celebrar la conferencia de Distrito. Cuando regresaba mi padre,
principió a sentirse enfermo y al día siguiente, el médico misionero que le atendió, informó que se trataba de un caso grave de
tifo. Durante veintitrés días estuvo entre la vida y la muerte; pero siguió confiando en que Dios lo levantaría y vería aún
mayores evidencias de la obra del Espíritu.

Debido a su enfermedad, mi padre no pudo dirigir la Conferencia de Distrito y nombró a sus dos colegas, los
reverendos N. E. Samson y Jotappa Jacob. Estos dos hermanos, impulsados por la nueva experiencia espiritual que habían
obtenido en el campamento, estaban más interesados en que Dios les concediera un avivamiento espiritual allí, que en tomar
acuerdos. Compartieron su nueva experiencia con los miembros de la Conferencia de Distrito y les recomendaron que se
quedaran allí hasta ser revestidos con el poder del Espíritu Santo.

El resultado fue el mismo que se había logrado en el campamento; hubo un nuevo derramamiento del Espíritu Santo.
El fuego de aquel avivamiento se extendió por todo el distrito.

Mientras tanto, en el cercano distrito de Vikarabad, del cual era superintendente el reverendo M. D. Ross, ocurrió un
despertamiento similar. Los miembros de la Conferencia de Distrito, habiendo pasado por su propio Pentecostés, regresaron a
sus hogares e iglesias para proclamar las buenas nuevas.

Todo este tiempo, mi padre se hallaba entre la vida y la muerte. La Conferencia Anual había de celebrarse en esos
días y él deseaba vivamente asistir y anunciar las buenas nuevas del precioso avivamiento, que se hacía sentir. Oraba
fervientemente, pidiéndole al Señor que le permitiera asistir a la Conferencia Anual y testificar allí de su gracia. El Señor le
dio respuesta afirmativa, pero con la condición de que al estar en la asamblea, a todos les hiciera la pregunta apostólica:
“¿Habéis recibido el Espíritu Santo?” Esto no sería muy fácil, pero mi padre aceptó el reto.

Para entonces, la noticia del derramamiento del Espíritu Santo, en el campamento y en las dos conferencias de
distrito, se había extendido en toda la región del sur de la India.
Desde que principiaron las sesiones de la Conferencia, se hacía sentir la presencia del Espíritu Santo. Los delegados
de los dos distritos antes mencionados compartían su testimonio con los demás delegados. Todas las noches mi padre y el
señor Ross tenían reuniones de oración y testimonio.

En cumplimiento de su promesa al Señor, mi padre hablaba personalmente con los misioneros y los hindúes y a todos
les hacía la pregunta: “¿Habéis recibido el Espíritu Santo?” Necesitó de valor, para acercarse al obispo Frank W. Warne, y
dirigirle aquella pregunta. Pero él sonrió y le contestó: “Gracias a Dios, hermano Seamands, he recibido el Espíritu Santo.
¡Aleluya!” y en seguida relató que hacía ya algunos años que en su país natal, Canadá, había recibido la plenitud del Espíritu.

La obra del Espíritu en aquella Conferencia Anual, se hizo patente en una forma notable. Noche tras noche el
Espíritu Santo se posesionó de los distintos grupos allí reunidos. La primera noche, los delegados de habla telegu pasaron por
la experiencia del Pentecostés; la siguiente noche, los delegados de lengua kanarese, la tercera noche, el grupo cuyo idioma
era el tamil.

Por último, el despertamiento espiritual se hizo sentir en la Escuela Metodista para Señoritas, del lugar. Todas las
noches se tenían servicios y hubo muchas jóvenes que lograron una nueva experiencia en Cristo. Fue así como en la
Conferencia Anual de 1924, se hizo sentir un gran avivamiento, que dio nueva vida espiritual y poder, a los dirigentes
metodistas en el sur de la India.

Mientras tanto, en el Distrito de Bidar, se desarrollaba una nueva fase del avivamiento espiritual. Hasta entonces
habían sido en su mayor parte los directores de la Conferencia, los que habían sido investidos del Espíritu Santo. Los pastores
suplentes y los laicos, principiaron a preguntarse: ¿Qué significa el don del Espíritu Santo? ¿Es sólo para los misioneros y
para los miembros de la Conferencia? Dios no hace acepción de personas, se decían. Poco después, el Señor mismo les dio
respuesta a aquellas preguntas.

Uno de los predicadores locales, T. C. Veeraswamy, que había estado presente en aquellas reuniones del campamento
y había recibido su Pentecostés personal, fue nombrado por mi padre, encargado del plantel del Distrito, mientras que él
asistía a la Conferencia Anual. No tardó el señor Veeraswamy en iniciar un avivamiento entre los estudiantes y después,
dirigido por el Espíritu, se propuso llevar el avivamiento a los pueblos, para lo cual escogió uno de los más bien situados y
animó a los cristianos a contribuir con alimentos, para invitar a los de las aldeas vecinas y tener servicios de un día. Se les
invitaba a llegar al pueblo temprano en la tarde y se reunían en un campo cercano, debajo de los árboles. El predicador les
daba una sencilla explicación, acerca del don del Espíritu Santo, basándose en las Sagradas Escrituras; después presentaba su
testimonio personal y les exhortaba a recibir el don. Los pasos necesarios eran sencillos: Morir al pecado; recibir el Espíritu
Santo; vivir en santidad.

En seguida les aconsejaba que cada uno de los presentes, se retirara a un sitio alejado, a orar y que allí permaneciera
hasta estar seguro de haber recibido la plenitud del Espíritu Santo. Así lo hacían y durante muchas horas ascendían al Padre
celestial las peticiones de aquellos corazones hambrientos y sedientos. Había algunos obreros que iban aquí y allá, para
animar y aconsejar a quienes lo necesitaban. Todos continuaban en oración hasta que el Espíritu descendía sobre ellos con su
poder purificador.

Luego todo el grupo se reunía de nuevo y en procesión triunfante, entonaba alabanzas al Señor, hasta el amanecer.
Después de tomar juntos los alimentos que se habían preparado, regresaban a sus pueblos. En esta forma, el señor
Veeraswamy trabajó en distintos pueblos.

A su regreso de la conferencia anual, mi padre recibió noticias de aquella maravillosa obra del Espíritu y él mismo
fue testigo del avivamiento, en las muchas aldeas. Se gozó en contemplar lo que Dios estaba haciendo por medio de su
siervo; porque en la India, entre aquellos sencillos campesinos, El se manifestaba poderosamente. Ciertamente, Dios no hace
acepción de personas o países. Cristo es “el mismo, ayer, y hoy, y por los siglos.” ¡Y el don del Espíritu Santo es para todos!
Los resultados de este moderno Pentecostés perduran hasta hoy, en la vida y obra de aquellas dos conferencias de la
India. Aquel campamento de Bondia Bhavi, ahora más extenso, ha sido el centro del movimiento evangelístico, en ese sector
de la India, durante los últimos cuarenta años. Anualmente se celebran allí reuniones. La asistencia ha aumentado a más de
seis mil personas en su mayoría sencillos campesinos, que escuchan el mensaje de Cristo, se convierten, reciben la plenitud
del Espíritu Santo y regresan a sus hogares y pueblos, para testificar de la gracia transformadora del Señor Jesucris to. El
número de miembros de la iglesia evangélica ha aumentado de setenta y cinco mil, a doscientos mil aproximadamente, y
hasta la fecha, cada año se convierten millares de almas.

El Pentecostés es más que un hecho histórico; es un acontecimiento para el presente. Lo que sucedió hace más de mil
novecientos años, puede repetirse en nuestros días. Lo que aconteció en Jerusalén al principiar la era cristiana, puede
efectuarse entre nosotros y en todo lugar, dondequiera que el pueblo de Dios ora y cree. La expe riencia de los apóstoles en
aquel primer Pentecostés, podrá ser tuya hoy también, si obedeces el mandato: “Quedaos hasta que seáis investidos de poder
desde lo alto.”

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