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Todo se disuelve, todo se oscurece. La nada, el sabor de la nada. Sin embargo, de a ratos
se siente vivo y pese a los dolores espaciados, pero agudos, punzantes- como si el
cerebro estaría a punto de evaporarse- escribe: “A pesar de mis trece años, estoy
absolutamente capacitado para consumar la venganza. Creo que lo mejor es el veneno
para ratas. El otro día leía en una revista, sobre los efectos devastadores que produce en
ellas. Ya me imagino al viejo arrastrándose como un gusano y sacando espuma por la
boca. A lo mejor todavía le queda un destello de vida, para implorar por todo el mal
que ha hecho. El café de la mañana o la sopa del mediodía (como vi en una película
argentina) son momentos muy propicios al respecto”...
Aquí hace una pausa. Se sirve una medida de whisky, la botella llena el vaso del líquido
amarillo, luego le pone varios cubitos de hielo y lo mueve, haciendo tintinear los
fragmentos trasparentes contra el vidrio del recipiente. Se lleva un sorbo a la boca, el
liquido con pedazos de hielo recorre su garganta y enciende en su estomago una especie
de llamarada placentera. “Entrañas bañadas en whisky importado”, piensa esbozando
una leve sonrisa. Se recuesta un rato y observa las paredes blancas de la biblioteca, sus
relieves e imperfecciones, las telas de araña, la pintura a la cal, apenas perceptible, que
disimula, con poca nitidez, la pared gris sobre la cual se asienta. Luego los ojos
recorren como una lente fotográfica las 7 estanterías de chapa color beige, sostenidas
por parantes angostos y agujereados, color marrón oscuro .Los stand se encuentran
repletos de libros a doble hilera. El globo ocular se detiene en el segundo stand, en cada
uno de los lomos sobresalientes, con sus respectivos autores: Dostoievsky, Tolstoy,
Chejov, Sholyenitzin, etc, es la sección de los rusos. Luego el dispositivo óptico baja un
stand más y se encuentra esta vez con El Quijote, Jorge Semprun, Gustavo Adolfo
Becquer…es la sección española. Sobre los libros se ven algunas bolitas de naftalina y
algo de tierra acumulada. Están muy apretados, no cabe uno más. Los próximos que
ingresen, irán a parar, a otras mesas de la casa, o apilados, al suelo.
La luz blanca de una pequeña lámpara, apoyada en la mesa ratona de mármol, envuelve
con su haz blanquecino, una cabeza con poco pelo, un rostro cansado y demacrado que
aun así, muestran unos ojos, en cuyas profundidades, todavía se refleja una resistencia
que persiste en su ser. La luz, también incluye en su claridad –más penetrante, que la
irradia la lámpara del techo de la biblioteca-un blog de hojas y el bolígrafo negro, que
están a la altura del hombro y el cuello del cuerpo inerte, que se encuentra boca arriba
sobre la cama, esta ultima, cubierta por un acolchado blanco, con dibujos de naturaleza
muerta, en rojo, azul y amarillo. Ahora se detiene a mirar el techo en cada uno de sus
detalles: grietas, pintura salida, alguna mancha y las partes más lisas que desembocan
en sus respectivos ángulos. Piensa, se duerme y cuando despierta, piensa de nuevo.
De vuelta los dolores. Su cabeza esta por estallar y la envuelve con la almohada roja que
aprisiona su rostro y lo deja casi sin respirar. En ese instante de encierro, no ve nada, no
se imagina nada, solo un vacío sin fondo recorre su mente. A los 10 minutos todo
vuelve a su aparente y engañosa calma. Es ahí cuando las ideas fluyen como guiadas
por una fuerza extraña, que parece ignorar los intervalos de dolorosa acechanza.
Entonces se seca la transpiración que recorre su mejilla, toma otro sorbo de whisky y
sigue escribiendo: “Todo resultó mas fácil de lo que pensaba. Mientras el viejo cerraba
el almacén, yo revolvía el puchero. ¿Cómo va eso Martín? ¿Esta a punto? Preguntó con
esa voz pusilánime del otro lado de la puerta. Asentí con la cabeza y luego nos
sentamos. ¿Vos no comes puchero? Me interrogó de nuevo el viejo con esa mirada
entre sagaz y mezquina. Cada vez que me hacia una pregunta, sus ojos brillaban y se
ponían como acuosos. No estoy bien del estomago, por eso como un poco de arroz, le
contesté con cierta displicencia. Su sonrisa burlona y despiadada, mostraban el
movimiento de una dentadura desvencijada, llena de restos de puchero, cuyo caldo salía
por el labio inferior en dirección a la pera, mojando su barba mal rasurada. La servilleta
adherida al cuello y a su pecho, completaban la escena de un grotesco sin par...”
Una gota de sudor manchó la hoja del blog, formando una aureola transparente. Es que
a pesar de la lluvia (que ahora parecía apagarse) el calor de esa semana de febrero era
realmente sofocante. Tal es así, que los días anteriores (cuando había decidido retomar
la última parte del relato) se habían caracterizado por un cielo limpio de nubes, con un
sol refulgente, abrazador, empecinado en derretir las desoladas calles del sombrío
barrio. Porque a él, el paisaje de Versalles siempre le pareció sombrío, como
impregnado de un inalterable desasosiego. Es un barrio donde el tiempo parece
transcurrir más lentamente que en otros barrios. La mañana es muy tranquila, la tarde
respira un aire de siesta cansina y el anochecer es excesivamente pausado, aparece como
pidiendo permiso. “Tiene un aire pueblerino”, le había dicho su mejor amigo. Y tenia
razón, por eso, es un pueblo, el escenario de su relato. Porque, de haber elegido
Versalles , no habría faltado quien lo acuse de ser excesivamente autobiográfico. Bebe
otro sorbo de whisky. La botella está casi vacía. Enciende un cigarrillo, el ruido del
fósforo al raspar es lo único que rompe el silencio del momento. Después de la primera
bocanada de humo, que envuelve, en pocos segundos todo el ambiente denso y
caluroso, escribe en el otro blog de hojas, un segundo final, diferente, para el viejo:
“Para un pueblo chico el carnaval puede constituir el acontecimiento del año. Aquí no
era la excepción. Le dije al viejo que después picaba algo y luego de servirle el puchero,
enfilé para la calle. El carnaval estaba a pleno. El cielo era una alfombra azul estrellada.
La luna parecía un disco blanco gigantesco. La comparsa “Papelitos”, con sus
tamboriles, panderetas, matracas y disfraces de los más variopintos gustos, avanzaba por
la arteria principal. Prácticamente todo el pueblo estaba en la calle. La gente estaba
como desaforada, y blandiendo las palmas, cantaba casi al unísono con la comparsa:
“Ritmo de maraca y de bongo/que es el que me hace vacilar/Ritmo de maraca y de
bongo/Ven mi negrita a gozar…” El hombre que hecha fuego, el payaso gigante, las
bailarinas etc., provocan más de una sonrisa y despiertan calurosos aplausos. En medio
de las serpentinas, pomos con espuma, pitos y globos, pienso en el viejo. En esta, su
ultima hora, cuando la noche esta entrando en la recta final. Noche de fiesta popular, de
Rey Momo y sueño eterno. Miro el reloj. “Ya vi suficiente”, musito para mis adentros.
Me voy al almacén a picar algo”….
“No esta mal, pero hay como un ruido que no me convence”, repite mas de una vez,
moviendo la cabeza, mientras enciende el segundo cigarrillo. El dolor hace dos horas
que no lo visita. Parece juntar ánimos. Mientras el cigarrillo se consume de pitada en
pitada, ensimismado piensa: “No se que es peor, si estas punzadas que quieren
pulverizar mi cerebro, o este final enrevesado, que como una maldición perece no
abandonarme”. Entonces en medio de una espesa cortina de humo, recuerda que
William Faulkner, escribió 3 veces, El sonido y la furia o Hemingway más de 30, la
ultima página de Adiós a las armas...y por un rato se consuela. Pero solo en parte,
porque luego invaden su memoria otros ejemplos, en los cuales zutano o mengano
escribió en un fin de semana o a lo sumo un mes, tal novela o aquel cuento perfecto.
Entonces ahí, es el desanimo, el que ocupa la primera fila, de su escabroso mundo
interno. Percibe (con cierta preocupación) en algunas paginas de este relato, una deriva
a cierto realismo, que el creía haber tumbado hace años. Ya no es joven, por ende tiene
la sensación de haber perdido, esos juegos esperpénticos que caracterizaron su frescura
inicial allá por la década del 60.En una época, él pensaba, que superar los 25 años era
una indignación en la vida y una burla para la literatura. Ahora estaba resignado. Otra
vez hace un bollo con la hoja del blog y se siente amenazado de nuevo por la página en
blanco. Esta parece escrutarlo, intimidarlo, desafiarlo como si fuera la última vez.
“Juguemos a la vanguardia a ver que sale”, se repite a si mismo luego de haber tomado
el bolígrafo: “Rubén al que le dicen el tonto, está tocando el timbre del almacén del
viejo. Tiene 35 años, pero el medico le dijo a Doña Josefa (la madre) que su estado
mental no supera la edad de 4. Mide 1m 76, es regordete, de tez blanca y cabello
enrulado a mechones, rubio. Sus ojos azules son como dos bolitas que nunca dejan de
estar en movimiento. Casi siempre tiene puesta la misma ropa: una remera a rayas
azules y blancas, cubierta por un jardinero gris oscuro con botones negros. Usa unas
sandalias franciscanas color marrón. Es muy hipèrquinetico y se ríe a cada rato, sobre
todo cuando le acarician el cuero cabelludo. Le gustan mucho las golosinas y el olor de
ciertas flores. Percibe el universo de las cosas, pero no tiene como traducirlas a un
lenguaje claro o entendible. Su mama a veces lo manda con una nota a lo de Don
Cosme, a buscar algo de comestibles. Hay que lidiar un rato con él (como si fuera un
cachorro) antes que entregue el recado por motus propio.
Martín que observa como su figura se dibuja en el vidrio esmerilado de la ventana
izquierda que da a la calle, le abre rápidamente y lo mete de sopetón en el zaguán, cuya
puerta comunica con el almacén y la casa del viejo. Antes de prepararle el pedido
Martín le hace una seña: abre su palma de la mano izquierda y la pone sobre el índice
de la derecha, creyendo que el otro había entendido la señal. Rápidamente se dirige al
interior del almacén. Sin embargo a los pocos minutos, Rubén ingresa raudamente a la
casa del viejo. Se para en medio del patio interior y observa con mucha atención las
baldosas de mosaico con sus puntitos blancos, negros y grises. Luego levanta la vista
que recorre, los fragmentos descascarados, de varios colores de la vieja pared. Las
manchas de humedad le llaman la atención, porque oscurecen el pálido color celeste que
constituye la última capa de pintura que fue en un tiempo la predominante. De pronto la
atención se centraliza en el sonido burbujeante de una radio, cuyo locutor decía algo
sobre el carnaval. Ahora sus sentidos captan el aroma de alguna flor, que le traen
recuerdos borrosos de lagunas, difusos atardeceres y el perfume corporal de su
hermana menor. O todo junto a la vez, porque nada podía ser especificado con cierta
normalidad en su mente infantil. Inesperadamente empezó a chillar y aplaudir. Estaba
contento. Martín se dirigió con la caja del pedido a su encuentro. Su rostro había
empalidecido un poco…La voz grave emite las siguientes palabras: no pasa nada de
nada. ..¿Todo bien Rubén?..buen chico (y le toca la cabeza)..¿Eso? la madreselva, ¿te
gusta? Claro, como no te va a gustar..Todo es un vacío inconmensurable, un instante en
el cual ningún instante sucede… ¡Noni, noni¡ ahora la voz de Martín se parecía a las de
las viejitas de cuentos para chicos. Rubén leía con gran lentitud los labios de Martín que
repetía estas palabras con cierto ritmo cadencioso. Todo es como un arrullo fugaz. Todo
tiene un ritmo de siesta pueblerina. Todo tiene su fin. El fin tiene su todo… ¿Eso
Rubén? (ahora la voz de Martín tiene un aire de cierta indulgencia).. Sucede en otra
dimensión (Martín le hace un dibujo en el aire, como el de una joroba o una ola, que
Rubén imita con exactitud, acompañando sus ademanes con una risa exagerada). La
nada nadea.
-¡Noni, Rubén, si, si noni¡…madreselvas en flor como dice el tango…. El patio, una
cocina, la radio, la voz y los gestos de Martín, ciertos colores y olores, determinadas
disposición de las cosas, desfilan empañadas en la inestable y aniñada mente de Rubén.
Lo sórdido. Lo indescifrablemente sórdido. Una masa gelatinosa e informe.
Martín le entrega los comestibles y lo acompaña hasta la puerta. Luego de echarle el
pasador, se da vuelta bruscamente, y al dirigirse con cierta premura al interior de la
casa, dice con una voz apenas audible: Nada de nada. No hay forma ni contorno. Ni
nada parecido...”
---Che Barco ¿Por qué me dejas afuera? ¿Tanto te cuesta darme voz propia? Lo que
intentas hacer es demasiado trillado, alguien ya lo hizo. Palabras, palabras, un mar de
palabras, puras naderías, siempre tejiendo insignificancias. Pero eso si, nunca te salís
del centro de la escena. Salud no regalas, pero vanidad si y mucha. No te bancas la
primera persona de un personaje, porque le temes que se salga de la vaina. Entonces
con tu maldita 3º persona, te la das de humilde. Pero sos todo lo contrario, un
pelandrun que cree que el mundo espera su último libro. Palabras, palabras, un mar de
palabras.
¡Pero che, te vas a ahogar con tantas palabras. Déjame algunas, así te aliviano la
carga….Sino métete y mátalo vos al viejo. …
--¡Dale Barco¡ dame el bolígrafo y el blog de hojas. Intentemos, quien te dice ¿no?...
--No te das cuenta pibe que todo son palabras. Que el lenguaje nos ha sido dado para
que nos engañemos los unos a los otros. Que la realidad se nos escapa como arena
entre los dedos. ¿Como nos acercamos a ella? Con un mar de palabras, que apenas
come parte de su costa. Pero solo apenas. Todo lo demás es el murmullo de las olas. Y
a veces ni siquiera eso.¡ Lenguaraz, diletante, mal agradecido¡. Siempre lo mismo con
estos personajes desplazados.
“No hay al final nada, Nada. La laguna dorada y lisa, sin una sola arruga. Luego una
serie de árboles, cuyas copas dibujan un camino serpenteado que conducen a la ruta
principal. Del otro lado, el pasto ralo separado por un alambrado. Sobre la gramilla se
divisan varias vacas y unos pocos caballos. Mas allá emergen una serie de casas
bajas, algunas con tejas naranjas, otras a medio terminar, que se mezclan con las
ligustrinas y las paredes de ladrillos a la vista.
Las calles de tierra y las pocas empedradas, constituyen la base sobre la cual se
asienta el pueblo. Es de noche. La luna empapa con su luminosidad el pequeño mundo
de este poblado. No hay prácticamente un alma en la calle. Solo se divisa la figura de
un joven. Quien lo mire de cerca, descubrirá en él la presencia de una incipiente
pubertad. Por unos instantes, el silencio nocturno cede, ante el ruido que produce una
llave sobre una puerta de madera verde. La mirada del joven le escapa a la luz de la
luna, que ahora parece reflejarse en la ventana esmerilada, ubicada a la izquierda de
la puerta y un metro mas arriba. El cortinado del almacén rodeado por un frente de
color rosa, esta tan oscuro, que parece la entrada a una cueva. El joven se calza bien la
tricota e inclinándose en dirección al escalón de mármol blanco de la puerta, recoge un
objeto. Este tiene la forma de un cuaderno o carpeta chica. Acto seguido se lo guarda
debajo de la remera verde botella. Sale caminando por el empedrado hasta que el
mismo se junta con la calle de tierra .Va en dirección a la ruta. El ruido de sus pasos se
mezcla con el canto de los grillos. Su silueta se pierde en el horizonte neblinoso.
No hay al final nada, solo la sombra de un pueblo y una madrugada perdida para
siempre en la nada nebulosa…
Julio Barco parece haber encontrado un posible final para su relato. Tanto esfuerzo valió
la pena. Cuantas tardes y noches el dolor parecía constituir una valla infranqueable para
semejante propósito. El necesita escribir este final, que ahora entreve casi perfecto.
En ultima instancia, el sabe que todo tiende a la nada. También su obra, incluyendo este
relato, con su final perfecto, que se fuga en el entramado del sueño, en busca de la
vigilia imposible.